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Ediciones Callejón San Juan, 2010 Los rostros de la crítica ensayos filosóficos Dennis Alicea

Dennis Alicea Los rostros de la crí · PDF filey el conocimiento empírico, el explorar el rol de la imaginación creativa parece urgente y necesario. Ya sea examinando los cruces

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33Ediciones Callejón

San Juan, 2010

Los rostros de la críticaensayosfilosóficos

Dennis Alicea

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Dennis AliceA

© Dennis AliceaReservados todos los derechosde esta edición para:© 2010 Ediciones Callejón, Inc.Ave. Las Palmas 1108Pda. 18 P.O. Box 9024San Juan, Puerto Rico00908-0024

Tel 787-723-0088 Fax [email protected]

Diseño colección: SAMUEL ROSARIO

Portada: Ita Venegas Pérez

ISBN 10: 1-881748-74-XISBN 13: 978-1-881748-74-8

Lybrary of Congress:2010924874

Colección En fuga–Ensayos

Datos para catalogación:

Alicea, Dennis

Los rostros de la crítica Ensayos Ediciones Callejón. 2010. Primera edición. 1. Filosofía 2. Marxismo 3. Hegel 4. Posmodernismo 5. Ideología

Ninguna parte de este libro,incluido el diseño de la portada,puede ser reproducida sin permisoprevio del editor.

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Índice

Introducción ...................................................................... 9

Los rostros de la crítica ................................................... 15

Después del Posmodernismo ......................................... 41

El concepto y la metáfora ................................................ 67

Las imágenes y las formas del entendimiento .............. 87

Citas memorables ............................................................. 109

El oficio de la filosofía ...................................................... 123

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A Georg H. Fromm, Roberto Torretti y Ernesto Sosa, filósofos, maestros y amigos.

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Introducción

El ensayo, dice Adorno, “no comienza con Adán y Eva, sino con lo que quiere hablar; dice lo que se le ocurre sobre el tema en ese contexto y termina cuando siente

que finalizó, y no cuando no hay nada más que decir.”1 Esa cierta arbitrariedad en el comienzo, en el tejido textual y en la clausura, a la que alude Adorno, le imprime al género del ensayo un carácter estético y relativamente libre. Cualquie-ra puede ser el comienzo, pero no cualquier comienzo es el apropiado. Las ideas expuestas pueden ser voluntariamente seleccionadas e hilvanadas, sin criterio arquitectónico que sirva de guía, mas tendrán que satisfacer criterios de pro-fundidad semántica, claridad expositiva y comunicabilidad retórica. Sus finales o cierres pueden parecer decisiones puramente románticas; un sentimiento de que se llegó a la clausura, aunque muchas cosas queden por decir. Pero se necesitará cerrar el círculo que el ensayo abrió y no todos parecen ser finales logrados. Los ensayos que aquí se presentan son fieles a muchas de las máximas de Adorno sobre la forma del ensayo. El carácter experimental y, en buena medida, fragmentario, así como la aspiración de dar filosóficamente en el blanco, consciente de la falibilidad y provisionalidad de las ideas,2 es transparente en

1 Theodor W. Adorno , “The Essay as Form” en Notes to Literature, vol. one (1991). New York: Columbia Univ. Press, p.4.

2 Ibid., pp. 9,16 &17.

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cada una de las propuestas de los ensayos que siguen. El tono crítico, “tan inevitable como respirar”, tal como decía Eliot, no acalla lo que, a mi modo de ver, le imprime homogeneidad a este grupo de ensayos: esto es, rescatar la dimensión creativa e imaginativa de la filosofía. Atrapada la filosofía en una larga y excluyente tradición que prima la dimensión epistemológica y el conocimiento empírico, el explorar el rol de la imaginación creativa parece urgente y necesario. Ya sea examinando los cruces del concepto y la metáfora, es decir, de la filosofía y la literatura, o el poder de las imágenes pictóricas para ampliar nuestro entendimiento profundo de las cosas, o la idea de un pensamiento imaginativo que sea más que crítico, es decir, que sea creador de opciones impensadas, o el llamado a una visión gnoseológico–estética de la filosofía, lo cierto es que todos los ensayos parecen coincidir con Baudelaire en que “la más alta y filosófica de nuestras facultades es la imaginación”. La idea del ensayo filosófico --menos ambicioso que el tratado sistemático y más coherente que la forma aforística– redime la accesibilidad comunicativa que reclaman, cada vez más, los escritos filosóficos. Distanciarse de la palabra obscura e inescrutable resulta imperativo para que el oficio de la filosofía adquiera una voz comprensible en la cultura intelectual contemporánea. Apropiarse y hacerle justicia a la complejidad del objeto mismo, tan decisivo como pueda ser, no exime a la filosofía de cumplir la función de clarificación del pensamiento y el lenguaje. “La filosofía”, bien decía Witt-genstein, “debe aclarar y delimitar con precisión los pensa-mientos que, de otra forma, son opacos y borrosos… Todo lo que puede ser pensado puede ser pensado claramente. Todo lo que puede ser dicho puede ser dicho claramente.”3

Escribir en el Caribe y, específicamente, en Puerto Rico so-bre temas filosóficos, o escribir filosóficamente sobre temas de

3 Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus (1922, 2003). German – English, ed.. New York: Barnes & Noble, Inc., 4.112 & 4.116.

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la cultura contemporánea, es inusual y sin brillo. La ausencia de una fuerte tradición filosófica, caribeña y latinoamericana, parece excluir sistemáticamente estos escritos teóricos de las editoriales, principalmente pobladas por las narrativas, las críticas literarias y otros géneros literarios, que sí disfrutan de una venerable tradición nacional e internacional. La falta de una robusta tradición filosófica no ha impedido, desde luego, la presencia de grandes pensadores con profundidad filosófica, extraordinarios intelectuales caribeños y latinoamericanos, que han reflexionado certeramente sobre temas vitales de su entorno, su vida y su ciudad. Y así, no es tanto la ausencia de reflexión filosófica, cuanto el haber hecho filosofía casi con sordinas, mediada por otras inquietudes intelectuales y políticas más apremiantes. Por otro lado, es preciso advertir que se hace filosofía sistemática en los centros universitarios de nuestros países, seria y muy respetable, pero buena parte ocurre en el escolasticismo de los ambientes puramente aca-démicos, mucha de ella en inglés y dirigida a otros públicos. Además, se hace filosofía, acaso, a través de una rica tradición de crítica literaria y ensayística –pensemos en Borges, Paz, Piglia, Naipaul, Monsiváis, Vargas Llosa y tantos otros– que no cesa de reflexionar sobre los asuntos fundamentales de los seres humanos y su específico mundo latinoamericano. Así, pues, no es casual que los ensayos filosóficos que se presentan tengan como fuente obligada la tradición europea y anglosajona de la filosofía. No podría ser de otro modo. Espe-ro, sin embargo, que mi intervención crítica revele y permita calibrar la riqueza que le brinda a la filosofía una tradición y cultura literaria universal, como lo es la latinoamericana. La filosofía y la literatura ocupan espacios intelectualmente contiguos, tal vez, por ser el pensamiento y el lenguaje sus materiales primarios de trabajo. Sus cruces, traslapos y re-sistencias son, por ende, inevitables. Contrario a la apreciación estereotipada de la filosofía como actividad adusta y formal, pienso que ésta posee un

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notable lado lúdico y estético, probablemente, a consecuencia de su indisoluble conexión con las formas del lenguaje. El discurso filosófico es, en gran medida, un juego de lenguaje, tal como pensaba Wittgenstein, y por mucho que duela al filósofo profesional. Es un modo de representación que se construye en perpetua crítica e interpretación del lenguaje. La reflexión filosófica comienza siempre con el lenguaje. No es posible sin romper, de algún modo, con las formas de mirar, afirmar y preguntar, que vienen dadas por el lenguaje que nos atrapa. Hay un juego con el lenguaje y es la filosofía, en sí misma, un juego de lenguaje. La nota lúdica se presenta a cada paso –en cada proposición filosófica se juega con las palabras y sus significados-- y el lado estético es el mismo lado estético del lenguaje. Mas “todavía se mueve” como hubiera dicho Galileo. La reflexión filosófica comienza con el lenguaje, pero termina con la cosa misma. La filosofía es más que su lado lúdico y estético, de la misma manera que la literatura es mucho más que ficción y lenguaje figurado. ¿Cómo dar en el blanco? ¿Cómo mantener la distinción de ambos lenguajes, cuando se reconocen fronteras tan borrosas? El impulso inicial de comenzar a escribir estos ensayos sobrevino mientras disfrutaba la relectura del desgarrador y hermoso libro de Francisco Umbral, Mortal y Rosa. Umbral convocó a Goethe, en medio de la depresión sin límites a causa de la prematura muerte de su hijo. Decía él: “Hay que trabajar sin prisa y sin pausa, según la vieja fórmula goethiana, que no es sólo un método de trabajo, sino la razón misma de la tarea… La obra en marcha le da a la vida un ritmo… articula un destino…estructura una conciencia, ayuda a vivir. Lo de menos, al final, quizá sea la obra”.4

Mis múltiples responsabilidades académicas han sido siempre detentes de la escritura, aunque, ocasionalmente, he podido contribuir con artículos y ensayos cortos para

4 Francisco Umbral, Mortal y Rosa (1975, 2007). Barcelona: Edi-torial Planeta, p. 214.

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periódicos y revistas. Las palabras de Umbral me impulsa-ron a comenzar estos ensayos, “sin prisa y sin pausa”, según la fórmula de Goethe. Mas tuve la fortuna y el privilegio de contar con tres magníficos lectores, amigos y maestros, que se identificaron plenamente con mi proyecto y me estimularon a publicarlos. Gracias a la generosidad y al entusiasmo de Arcadio Díaz Quiñones, quien leyó y comentó cada ensayo desde el principio, continué sin prisa y sin pausa. Sus acerta-dos comentarios críticos fueron siempre nobles y solidarios, cuidando tanto la forma como el contenido. Tuve en Edgardo Rodríguez Juliá al lector puntilloso en su crítica, sin concesio-nes, mas siempre respetuoso y fraternal. El tercer lector fue el lingüista Eduardo Forastieri-Brachi, cuya entusiasta lectura y recomendaciones, al punto, fueron siempre estimulantes para continuar la tarea. Finalmente, agradezco a Wanda Flores, quien descifró mi ilegible escritura, siempre con una sonrisa. A todos, mi más profundo agradecimiento.

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“La crítica: el ácido que disuelve las imágenes.”Octavio Paz

Posdata

El llamado casi al deber del pensamiento crítico ha ad-quirido un aire de imperativo categórico. Oponerse al pensamiento crítico es como oponerse a la virtud moral,

o a las formas más refinadas del pensamiento ilustrado. Se acepta, casi dogmáticamente, con todas las contradicciones que la unión de ambos términos supone. Se acepta con la autoridad inapelable de un enunciado evidente, transparente y de significado unívoco. Pocos términos, sin embargo, gozan en la literatura filosó-fica, literaria, estética y científica de tan amplia pluralidad de significados y reverberaciones semánticas. Semejante polise-mia le imprime a la idea del pensamiento crítico un carácter opaco, ambiguo y, paradójicamente, prestigioso. Resultaría interesante explorar en detalle cómo se incorpo-ra ese concepto de crítica en la semántica de los diferentes gre-mios. Los sistemas educativos, por ejemplo, lo adoptan como la quinta esencia del deber ministerial del profesor o educador. Los movimientos políticos de izquierda lo incorporan como su leitmotiv, consustancial al rol de opositor sin concesiones. La actividad científica, natural o social, se concibe a sí misma como inherentemente crítica. Toda una clase de “críticos de

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arte” y crítica profesional fundamenta su existencia en el ejer-cicio de esa facultad especial. En los gremios literarios se convive con la crítica como una segunda naturaleza: desde los movimientos del “new criticism” de la primera mitad del siglo XX, o los programas de estudios literarios, hasta las secciones de crítica literaria en los apartados dominicales de los medios periodísticos. En fin, amplios movimientos intelectuales de historia crítica, “critical legal studies” y filosofía crítica se han fundado teniendo como eje central la reverenciada virtud intelectual del criticismo. La “cultura del discurso crítico”, como la llamó Alvin Gould-ner, no parece ser, por lo tanto, patrimonio de ningún gremio, ni de una actividad profesional específica, sino que pertenece y penetra ampliamente en las diversas disciplinas académi-cas, profesiones, movimientos sociales, culturales y políticos. Es una cultura que pertenece a lo que, tradicionalmente, se podría denominar como los intelectuales: escritores, artistas plásticos, poetas, historiadores, humanistas, científicos, filó-sofos, etcétera. La necesidad de examinar críticamente el concepto de críti-ca adquiere cierta urgencia, hoy, por el acoso de tres paradojas modernas. La primera de estas paradojas es la aparición en las últimas décadas de un movimiento de pensamiento crítico, sobre todo dentro de los movimientos educativos y centros de estudios, que es la perfecta antítesis del criticismo en sus formas más ilustradas. Es un pensamiento seudo-crítico que termina acuñando la retórica, sin asumir su sustancia. Definido como una cierta lógica informal, aguada, la enseñanza del lla-mado “pensamiento crítico” parece más un recetario de pasos y reglas mecánicas, que un esfuerzo serio por la formación y avance de la cultura intelectual. Dicha lógica, como veremos, parece recalcar los procedimientos vacíos y sin contenido, subrayando aptitudes generales y descontextualizadas. Así, se trafica con muchas pautas generales, articuladas como

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racionalidad instrumental, que contribuyen escasamente a la verdadera formación educativa y crítica. La crítica de la crítica es más urgente en nuestros días, ya que crece cierto irracionalismo en los más diversos es-cenarios, paradójicamente, en nombre del criticismo. La pasión aniquiladora, negativa, entronizada en los estilos del debate público y privado ha transformado el espíritu crítico, en principio edificante, en una máquina demoledo-ra con el objetivo de vapulear críticamente al oponente El dogmatismo y la intolerancia hiper-crítica han hecho su aparición en el seno mismo de la crítica, socavando el más elemental sentido de civilidad y posibilidad de progreso racional. Cierto es que la crítica puede adoptar, en circuns-tancias específicas, la forma de lo que, hegelianamente, se ha nombrado como el momento de la negatividad, pero sólo para trascenderlo. El vituperio intransigente contra el que piensa de manera diferente y el fundamentalismo sectario, que excluye y daña, no puede ser parte de una cultura crítica racional e ilustrada. En tercer lugar, y de manera contradictoria, aunque el concepto y ejercicio de la crítica parece ser un denominador central de las diversas manifestaciones de la producción cultural —literaria, plástica, filosófica, científica— es, sin embargo, un común denominador que revela más diferen-cias que comunidad de rasgos. En efecto, bajo la amplia rúbrica de la actividad crítica se exhibe una pluralidad de acercamientos con distintos lenguajes, enfoques y prácti-cas. Se articula de muchas maneras, a través de diferentes medios y con diversos fines. De modo que examinar el concepto de crítica en su rica perspectiva histórica, y en su sentido más prístino, sería un primer paso necesario para rescatar, finalmente, las auténticas virtudes de un pensamiento reflexivo, crítico y creativo.

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2 Una mirada histórica a varias de las formas más célebres en que se ha articulado el concepto de crítica provee claves esenciales para su entendimiento. La figura más emblemática de la Ilustración, junto a Voltaire, fue Immanuel Kant. Todo el andamiaje impresionante de su filosofía se montó en sus tres famosas Críticas, que analizaron los poderes de la razón y sus principios: la razón pura o teórica, la razón práctica o de la conducta moral y la razón en el juicio estético. Su filosofía crítica no se ocupó del conocimiento de los objetos propia-mente, sino del modo de conocerlos y sus condiciones de posibilidad. Lo que el riguroso Kant llamó crítica fue, prima-riamente, a la investigación y reflexión sobre los fundamentos de la experiencia, así como a los conceptos y principios del entendimiento que hacían posible esa experiencia. El objeto de su crítica fue, pues, la metafísica: si era posible y cómo era posible el conocimiento de los objetos. La extraordinaria crítica kantiana destiló múltiples y cer-teras ideas fundacionales, imprescindibles para aquilatar el concepto moderno de crítica. La primera de éstas, e ineludible por trivial que parezca, es que sin investigación y conocimien-to profundo del objeto escrutado no puede haber crítica en serio. Cuesta creer cuán necesario es recordar insistentemente este básico principio. En efecto, la Crítica de la razón pura no fue una lógica general del conocer, ni meramente una gno-seología abstracta, sino una investigación sistemática de los presupuestos y condiciones de posibilidad del conocimiento mismo: desde las coordenadas de espacio y tiempo, o formas de la sensibilidad, que hacían posible los objetos como ob-jetos del entendimiento; la formación de los conceptos y los esquemas del entendimiento humano, hasta las ideas regula-doras de la razón como la libertad, la inmortalidad del alma y Dios. El monumental sistema crítico kantiano fue dirigido a propiciar un aldabonazo, por partida doble, al dogmatismo y al racionalismo tradicional y, por otro lado, al escepticismo

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irrestricto y al empirismo radical: formas acríticas, éstas, que han acechado a la razón permanentemente y que aún no reciben su tiro de gracia. La creencia dogmática disfrazada de razón privilegiada, la pretensión de un acceso racional y no empírico a la verdad, el escepticismo desmedido que se muerde a sí mismo y el empirismo estrecho atado a los sen-tidos fundacionales: todos fueron movimientos intelectuales o ideas prevalecientes, enjuiciadas críticamente por el rigor kantiano. Perturba pensar que algunas de éstas reaparecen con distintos rostros, impermeables al paso del tiempo y a los progresos históricos de la racionalidad. Una aproximación somera al criticismo kantiano revela pautas esenciales para cualquier concepto enriquecido de crítica. La crítica es, ante todo, un proceso activo y dinámico del sujeto cognoscente que, consciente e intencionalmente, asume una posición en guardia, vigilante, revisionista de la postura ingenua y pasiva que acepta las cosas tal cual apa-recen, o at face value. Supone un conocimiento sustancial, desapasionado y profundo de la realidad que se pretende examinar críticamente. Por ello, es frecuente ver intelectuales que manifiestan un poder extremadamente crítico en zonas de la realidad con las que están intelectualmente vinculados y, por otro lado, exhiben un acriticismo penoso en otras zonas inexploradas, o en zonas minadas en las que las pasiones y prejuicios penetran soslayadamente. Trivialmente cierto, como parece, este enunciado tiene las propiedades de un contraejemplo contundente contra los que, hoy, pretenden manufacturar “pensadores críticos” y traficar con recetas vacías. Si la “revolución copernicana” kantiana, y su ingente fundamentación de la ciencia natural prevaleciente, fueron fundacionales para la idea moderna de crítica, igualmente decisivas fueron las ideas incorporadas por la crítica de la razón histórica a partir de Vico, Herder y Hegel. Concebir la realidad, natural y social, como realidad histórica, como un

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resultado a partir de desarrollos o momentos con un origen y evolución precisos, resultó decisivo en el enriquecimiento de la idea de crítica moderna. El trazo de la conciencia histórica patentizó las continuidades –y rupturas– allí donde sólo se captaban discretos momentos inconexos y distantes. Promo-vió una perspectiva organicista, un orden que capturaba la coherencia del recuento. Procuró armar un método de análisis e interpretación riguroso de documentos y testimonios. Cier-tamente, buscó significados y recuperó el sentido histórico que permitía contextualizar y urgar, tanto en la necesidad como en la contingencia del acontecer histórico. “Solo los bárbaros”, decía Isaiah Berlin, “carecen de la curiosidad acerca de dónde proceden, cómo llegan a estar donde están, a dónde se dirigen, si quieren dirigirse allí, y si es así, por qué, y si no, por qué no”.1

La razón histórica que llegó a su opus con Hegel y su arquitectónico sistema filosófico, se reinterpretó terrenal y materialmente por Karl Marx, imprimiéndole éste una den-sidad sin precedentes al criticismo. No se trataba sólo de escudriñar las estructuras internas de la realidad y el mun-do, o de la reflexividad del pensamiento que piensa sobre sus propias condiciones, sino de una realidad que se piensa diacrónicamente y se articula en diferentes momentos o for-mas históricas de organización social. Heredero crítico de la razón histórica hegeliana, Marx fue la figura que le dio forma madura y enriqueció decisivamente el concepto moderno de crítica. Marx no sólo incorporó al análisis de la realidad social y política esa visión histórica, que permitía captar el naci-miento y ocaso de realidades “eternizadas”, sino que analizó empíricamente las jerarquías estructurales, internas, de su objeto de estudio: el sistema social y económico capitalista

1 Citado por Esteban Tollinchi, La historia y el siglo inconsciente (2008). Río Piedras: Editorial Universidad de Puerto Rico, p.21. En este libro póstumo, el gran maestro Tollinchi nos dejó un exquisito recuento de la formación de la conciencia histórica y el método crítico.

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de finales del siglo XIX. Ese análisis sincrónico que distingue e integra y que, aunque adscribe un peso relativo mayor a la forma de producción económica o modo de producción, reconoce otros niveles decisivos de la realidad que se traban en el análisis, se convirtió en un modelo de examen crítico. Si nos despojamos de las pasiones y los dogmatismos atávicos, no debería caber duda de que Marx inauguró y estableció la guía de la más amplia tradición de investigación social –crítica que impactó toda la actividad científico-social, humanística y cultural del siglo XX. Similar a Kant, la obra madura de Marx tuvo como eje central de su esfuerzo intelectual el concepto de crítica, fuera éste de la economía política, del modo de producción capitalista, de la ideología alemana en sus tempranos traba-jos y de tantos otros temas de su entorno político, social y cultural. Lo decisivo de Marx, a mi parecer, fue su notable integración de lo ideológico en el seno del concepto mismo de crítica. Estableció definitivamente el canon de la posibi-lidad de un conocimiento crítico-ideológico, a contrapelo de la idea de crítica “neutra”, sin intereses y con pretensiones de objetividad. El concepto de crítica–ideológica se elevó así a una posición medular en el análisis. Era el primer intento sistemático de hacer, a la vez, ciencia de la realidad social y política, y pretender transformar conscientemente esa rea-lidad radicalmente, sin reclamar neutralidad. Fue un intento de investigar científicamente la forma de organización social capitalista y su trasfondo histórico, desde una perspectiva ideológicamente sesgada y explícitamente asumida. Era pues una crítica demoledora, que no tenía las pretensiones de ser neutral, desinfectada de valores políticos y sociales –tan en boga en los modelos científico-sociales del siglo XIX–, ni tam-poco pretendía esconder los valores que movían su empresa teórica y práctica. Por el contrario, se trataba de un ejercicio crítico-intelectual con fines ideológicos nada furtivos que, no obstante, aspiraba a cumplir con los cánones de un conoci-

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miento científicamente fundado. Marx retó, por lo tanto, a las más vastas y convencionales tradiciones, desde la Ilustración y el poderoso paradigma científico–natural objetivista impe-rante desde el siglo XVI, hasta las formas entonces nacientes del positivismo en sus variadas manifestaciones. Ya desde sus escritos juveniles, en los famosos Manuscritos del 1844, Marx interrogó la realidad codificada y el fenómeno de la enajenación del trabajo, buscando las causas detrás de los fenómenos y cuestionando éticamente el ordenamiento. Posteriormente, su análisis se amplió y enriqueció, elaboran-do su crítica desde adentro, mediante el examen profundo de la estructura de la economía política, sus desarrollos y contradicciones internas. Esa crítica que, desde Hegel, se llamó crítica inmanente, él la llevó a sus límites más ilustra-dos. A lo largo de la extensa y densa obra de Marx, se podría trazar esa constante crítica que penetra y va tras la realidad hipostasiada: ora el trabajo enajenado, ora el fetichismo del dinero, la mercancía o la ganancia. La ideología inherente a la actividad crítica era, para él, fundamental, ya que proveía una perspectiva privilegiada y no una distorsión inevitable. La ideología no era necesariamente conciencia falsa o prejuicio. Por ejemplo, allí donde David Ricardo, el célebre economista inglés, articuló y sólo vio la teoría de la ganancia del capital, él pudo proponer su teoría de la plusvalía con fines teóricos y prácticos distintos, en virtud precisamente de su perspectiva ideológica. No se trataba de capacidades especiales que lo distinguieran de Ricardo, sino de modos distintos de mirar y participar en el mundo. La perspectiva ideológica podía adqui-rir, pues, un rol protagónico, decisivo en su cáustica crítica. Una forma de mirar. Dependiendo de dónde se mirara y cuál fuera la intencionalidad de la búsqueda, permanecerían o no silentes zonas de la realidad reificada. Contrario a las múltiples publicaciones panfletarias que pretenden formalizar la lógica de la crítica y de la dialéctica en el pensamiento de Marx, éste nunca articuló tal teoría,

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probablemente por razones de principio gnoseológico. Su esfuerzo crítico siempre fue aplicado, en el análisis real del sistema social, político y económico, o combatiendo sus asi-duos enemigos políticos e intelectuales. Su aparato crítico estaba guiado por la idea hegeliana de concebir como una “totalidad orgánica”, como un todo coherente, a la realidad que descubría y, por lo tanto, explicarla en todos sus nexos e interacciones. El esfuerzo crítico y el cognoscitivo eran uno sólo: un mismo movimiento de reapropiación intelectual. La determinación de continuidades e interconexiones subyacen-tes y la idea de explicar sistemáticamente, examinando las mediaciones de posturas irreconciliables; la idea del cruce de fronteras o interdisciplinariedad, tan en boga hoy (lo eco-nómico, lo político, lo filosófico, etc.); la idea de insertar la libertad de la acción humana y lo contingente en la necesidad del acontecer histórico, fueron temas y enfoques, entre otros, que se incorporaron al discurso y análisis crítico, gracias al proyecto monumental de Marx. La tradición de investigación iniciada por Marx fue reinterpretando progresivamente la idea de crítica y enriqueciéndola, partiendo de sus lineamientos teóricos. Pensemos, por ejemplo, en el Lukács de Historia y conciencia de clase (1923) y su contribución decisiva a la teoría de la ideología, que rescató todo el armazón hegeliano de cara a las interpretaciones más estrechas generadas por los escritos tardíos de Engels. Pensemos, digamos, en los Cuadernos de Antonio Gramsci, cuya forma de apropiarse intelectual y prácticamente de la teoría de Marx le permi-tieron elaborar una amplia crítica política, cultural, literaria y social con repercusiones que trascendieron por mucho el medio italiano donde se gestaron. Pensemos en los famosos trabajos de la Escuela de Frankfort en los 1930 elaborados por Horkheimer, Marcuse, Adorno y Benjamin, para mencionar los más célebres; en la tradición existencialista francesa que, gra-cias a Sartre en los sesenta, enriqueció el concepto de crítica marxista incorporando al individuo irreductible como pieza

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imprescindible del análisis de la “totalidad orgánica”; en fin, pensemos, en la unificación del estructuralismo y el marxismo, intentado por Louis Althusser, ya casi en los setenta. También Latinoamérica recibió el influjo decisivo de toda esta tradición de investigación social iniciada por Marx: principalmente en países como México, Perú, Chile, Nicaragua y, desde luego, Cuba. Los ensayos de José Carlos Mariátegui de interpreta-ción de la realidad peruana para “nacionalizar el marxismo”, las famosas “Siete tesis equivocadas sobre América Latina” de Rodolfo Stavenhagen, los trabajos filosóficos de Adolfo Sánchez Vázquez sobre la “filosofía de la praxis” y la estética marxista, los poemas de Ernesto Cardenal, los aforismos de Eduardo Galeano, las cartas de Ernesto Guevara, entre muchos notables, revelan la impronta de esa tradición marxista en la realidad intelectual y política latinoamericana. Fueron todos movimientos intelectuales, culturales —fi-losóficos, artísticos, historiográficos, sociológicos— y, sobre todo, políticos, identificados con un cambio social fundamen-tal. No se trató de una crítica que sólo cuestionara teórica-mente cómo aparece el mundo y las cosas, así como lo que se esconde detrás de estos fenómenos, sino que intentó trans-formar radicalmente el estado de cosas. No fue una crítica teórica o cognoscitiva, por así decirlo, sino una crítica a favor de un cambio en las raíces del ordenamiento social. Para esta tradición crítica, pensar y actuar no eran reinos separados, sino trabados en un continuo dialéctico. La crítica no era un mero método instrumentalmente utilizable; no era una lógica abstracta que se podía o no aplicar. La teoría crítica, como la nombraron Horkheimer y Adorno, pretendía instaurar un orden racional y humano que trascendiera las formas variadas de la opresión… la “humanidad autoconsciente” que realizaba su proyecto histórico. La teoría crítica no era, pues, una teoría general del criticismo, sino una teoría específica del sistema social capitalista: una teoría que levantaba sospechas sobre la pretendida naturalidad del orden social establecido, y que

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condenaba las formas de organización reificada, que conocía y pretendía transformar ese sistema.2

Hoy resulta desafortunado el destierro de los trabajos de Marx de las librerías y centros de estudios, luego de la caída del imperio soviético, el Muro de Berlín y el colapso de va-rios gobiernos de izquierda en países latinoamericanos. La trascendencia intelectual de Marx no debe ser calibrada por los desaciertos o perversiones prácticas de algunas de sus propuestas de cambio social. El culto estalinista a la perso-nalidad; el estado totalitario que niega libertades básicas en nombre de la revolución; las dictaduras de izquierda, cuyas perversiones duelen mucho más porque se construyeron en nombre de la integridad y de valores superiores, han sido formas desvirtuadas que merecen la crítica sin concesiones. Interpretarlas, sin embargo, como falsificaciones o pulveriza-ciones de toda la monumental obra analítica de Marx sobre el sistema social capitalista es, en rigor, incorrecto, amén de una manipulación de los hechos históricos y de la relación compleja entre las propuestas teóricas y las formas concretas de implantación. Reconocer la validez relativa de muchos de los análisis de Marx, aplicables a momentos muy definidos, y aceptar su vulnerabilidad terrenal, como cualquier pensa-dor histórico, es necesario y fiel a su propio espíritu crítico. Igualmente imprescindible es reconocerlo como un verdadero gigante del pensamiento social crítico. Como muchos señalan ahora, puede que sea posible, después de todo, reivindicar algunos de sus textos, hoy que no se citan como escrituras bíblicas, ni sus ideas generan seres exaltados por el fanatismo dogmatizado. El criticismo de Marx y del marxismo del siglo XX tuvieron notorias influencias prácticas en distintos órdenes de la cultu-

2 Max Horkheimer, “Traditionelle and Kritische Theorie”, pp. 137-191. Kritische Theorie. Eine Dokumentation (1968). S Fischer Verlog Gmblt, Fracfort del Meno. (Trad. Al castellano: Teoría Crítica (1974). Buenos Aires: Amorrortu, pp. 223-271).

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ra. Cabe destacar, sobre todo, cómo se asimilaron algunas de sus ideas centrales en el proyecto cultural de alfabetización y conciencia crítica, llevado a cabo por el sacerdote brasileiro Paulo Freire. Freire acuñó el concepto de “conciencia críti-ca” como motor de emancipación cultural y educativa, en su legendario proyecto educativo masificado para erradicar la conciencia fanatizada, el sectarismo irracional y la fuerza de los mitos en el comportamiento. La “conciencia crítica tran-sitiva”, la que se enseña y transmite decía Freire, pretendió sustituir las explicaciones mágicas y las formas de manipu-lación institucionalizada por una “forma de vida permeable, interrogativa, inquieta, dialógica.”3 El concepto de “conciencia crítica” de Freire no era fundamentalmente gnoseológico, sino eminentemente social, liberador y conducente a la democrati-zación de la cultura. Su crítica no fue una crítica destructiva, sino edificante. El crítico, decía, aunque sepa que está en lo cierto, respeta al opositor: “trata de convencer y convertir, no destruir a su oponente”.4 El proyecto de base --educativo, social y cultural—era, en el fondo, un esfuerzo político de libe-ración, donde el conocimiento, la crítica y la acción emergían orgánicamente.

3 El concepto de crítica que evolucionó en el siglo XX, sobre todo en la tradición continental de la filosofía, lo hizo desde versiones marxista—hegelianas o cercanas a éstas. Otros modos de crítica importantes se articularon en la tradición continental: fenomenológica, positivista lógica, existencialista, estructuralista, posestructuralista, posmodernista, etc. Pero fue la tradición de investigación marxista-hegeliana la que, a mi juicio, le dio centralidad a la independencia crítica, al concepto de crítica como demiurgo de la actividad intelectual.

3 Paulo Freire, Education for Critical Consciousness (1973). New York: The Continnum Publishing, pp.18-19.

4 Ibid., pág, 10 & pp. 146-148.

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Mientras tanto, en la tradición filosófica analítica, principal-mente anglosajona, fue evolucionando una idea distinta de crítica: más instrumental, más metodológica y más cercana a la idea de criticismo en la ciencia. Charles Peirce en su famoso ensayo “The Fixation of Belief” delineó lo que sería una guía del criticismo cientificista. La crítica para Pierce adquirió la forma del “inquiry”, que escudriña la experiencia, abierta a la verificación y al reexamen, como ya decía Francis Bacon en el siglo XVII. La crítica de Peirce se dirigió al comienzo mismo en que se implanta la creencia, ya por hábito, costumbre o tradición. Peirce combatió el dogmatismo, la autoridad y el racionalismo a priori como formas históricamente fraguadas que han determinado lo que se debe creer. Propuso el “in-quiry” científico como el instrumento crítico que apacigua la duda que lo aguijona. El método de la ciencia trazaba el camino de la crítica: un método experimentalista, falibilista, público --vale decir, intersubjetivo-- racional, sin intervención y con control de los sentimientos y propósitos subjetivos.5

La historia de la filosofía de la ciencia durante el siglo XX fue, en cierto modo, una reflexión permanente sobre la acti-vidad científica y la naturaleza inherentemente crítica de esta actividad. El criticismo afloró con un significado más acotado, más definido como forma en que el conocimiento se auto-rregula y establece controles para su validación. El realismo crítico que defendió el inglés Karl Popper, por ejemplo, una de las figuras más prominentes de esta tradición, estuvo guiado por el fervor a su famoso criterio de falsificabilidad: la ciencia crece, pensaba él, no buscando incesantemente evidencias a favor de sus ideas, sino a través de un esfuerzo crítico continuo y sistemático por problematizar las propuestas, promover so-luciones tentativas, eliminar errores en el camino y exponer al mayor rigor posible las conjeturas planteadas como opciones. Firme defensor de las instituciones liberales, a las que designó

5 Charles Peirce, “The Fixation of Belief” en Charles S. Peirce, Selected Writings (1966), New York: Dover Publication, Inc. pp. 91-112.

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