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“ ¿DERECHO SIN REGLAS? ,01 Matthias Kaufmann Los principios filosóficos de la teoría del Estado y del Derecho de Cari Schmitt / iv Editorial Alfa Estudios Alemanes

Derecho Sin Reglas

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“ ¿DERECHO SIN REGLAS?

,01

Matthias Kaufmann

Los principios filosóficos de la teoría del Estado

y del Derecho de Cari Schmitt

/

iv

Editorial Alfa Estudios Alemanes

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¿DERECHO SIN REGLAS? -Los principios filosóficos de la teoría del Estado y del Derecho

de Cari Schmitt—

a i B L Í O T E C AESCUELA DC DERECHO

ÜWIVERSIOAD CATOLfO* V A L P A R A i a O

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ESTUDIOS ALEMANES •

Colección dirigida por Ernesto Garzón Valdés y Rafael Gutiérrez Girardot

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¿DERECHO SIN REGLAS?

Matthias Kaufmann

g]Editorial Alfa

Barcelona/Caracas

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Tnducción de M. SeAt

f Rudi Zinuncrling

toBbpkHenpUichefi.M iM m le h f e

Prinzipien in

/ Munich, 1988

t pan España _ I U it, S.A.

Oofcud, 4), V° / 08014 Barcelona

ISBN: 84-7668-315-4 I>ep6sito legal: B. 35.810 - 1989

Inipreso en Romanyá/Vails, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)

Impreso en España Printed in Spain

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INTRODUCCIÓN

«...watch what you say or they’ll be calling you a radical, liberal, fanatical, criminal.»

(R. Hodgson)

§ 1. Estructura y proposito de este trabajo

a) La tesis básica antiuniversalista

Cari Schmitt posee una marcada debilidad por las definiciones concisas. Manifiestamente, con ellas desea aprehender la esencia, es decir, las características esenciales del concepto definido.^ Sin embargo, al mismo tiempo, en la bibliografía sobre Cari Schmitt, abundan las referencias a su «ambigüedad de oráculo», a la «plu­ralidad de niveles» de sus consideraciones," a su «gusto por las for-

1. Tres ejemplos: «Soberano es quien decide en la situación excepcional» en Politische Theologie (en lo que sigue PT), Berlín ^979, 11; la democracia es definida como «identidad entre gobernantes y gobernados», por ejemplo en Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus (en lo que sigue; GLP), Berlín ^979, 20, 34 ss. y en Verfassungslehre (en lo que sigue; VL), Ber­lín ^970, 234; «La distinción política específica ...es la distinción entre amigo y enemigo» en Der Begriff des Politischen (en Ip que sigue; BP), reimpresión de la edición de 1963 (texto de 1932 con tres corolarios), Berlín 1979, 26. Cuando no se indique otra cosa, se citarán siempre las tres ediciones mencionadas.

2. Así lo indica también la manifestación según la cual su método consisti­ría en «dejar que los fenómenos me lleguen, esperar y, por así decirlo, pensar desde su materia y no desde categorías previamente concebidas. Esto puede Ud. llamarlo fenomenològico...» en Joachim Schickel (comp.), Guerrilleros, Partisa­nen. Theorie und Praxis, Munich 1970, 11.

3. Alfred Schindler y Frithart Scholz, «Die Theologie Carl Schmitts» en Ja­cob Taubes (comp.), Der Fürst dieser Welt. Carl Schmitt und die Folgen, Mu­nich, Paderborn, Viena, Zürich 1983, 161.

4. Hasso Hofmann, Legitimität gegen Legalität. Der Weg der politischen Philosophie Carl Schmitts, Neuwied y Berlin 1964, por ejemplo, 102.

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muiaciones en clave», etc. Por lo tanto, el análisis crítico de sus conceptos centrales resulta ser especialmente adecuado para un tra­bajo filosófico. Efectivamente, a través de la distinción de los dife­rentes significados de las palabras, pueden eliminarse algunas ambi­güedades. Por ello, en lo que sigue, se investigará la forma como Schmitt define y aplica conceptos tales como «igualdad», «democra­cia», «derecho», «decisión», etc., y en qué medida sus conceptos son adecuados, es decir, pueden ser utilizados para una descripción co­rrecta de los respectivos fenómenos sociales. Como hipótesis de in­terpretación se recurrirá aquí a la fesh básica antiuniversalista de Cari Schmitt:

No es ni deseable ni posible ordenar una comunidad humana a través de reglas que puedan ser justificadas racionalmente con criterios universalmente válidos.

Hablo de una tesis básica porque en ninguno de los escritos de Schmitt aparece formulada con este grado de generalidad y claridad. Representa más bien la quintaesencia de cuatro tesis que, a su vez, se aclaran cuando se analiza la obra de Schmitt bajo los diferentes aspectos correspondientes:

1) Cari Schmitt considera que toda moral con pretensión de validez universal es inhumana. Pues, según su opinión, ella permite la destrucción de los inmorales. Por lo menos durante algún tiempo, propicia como posición opuesta una moral estatal («bueno es lo que sirve al Estado»), vagamente orientada por los modelos de la Anti­güedad clásica, como así también por Maquiavelo y Rousseau.

A este resultado se llega directamente si se inicia la investigación con el escrito «El concepto de lo político», que considero es la clave de toda la obra de Schmitt.^ Por lo pronto, el papel central que en sus otros escritos juega lo político^ sugiere la conveniencia de co-

5. Günter Maschke en el epílogo a su nueva edición de Cari Schmitt, Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes. Sinn und Fehlschlag eines poli­tischen Symbols, Colonia 1982, 194.

6. A diferencia de G. Maschke, quien —sobre la base de su interpretación de Schmitt como continuador de Hobbes— coloca al escrito sobre el Leviatán «en el punto central de la obra de Schmitt» (loc..cit. 227). En cambio, Helmut Rumpf también considera que BP es la «chef d ’oeuvre» («Neues westliches Echo auf Carl Schmitt» en Der Staat 22 (1983) 381).

7. Como pmeba, sólo una selección de títulos: Politische Romantik, Politi­sche Theologie, Politische Theologie 11, el subtimlo de Theorie der Partisanen

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menzar un análisis lingüístico con su definición de lo político. Se­gundo, la desde hace tiempo conocida inutilidad sistemática de la distinción amigo-enemigo,^ que el propio Schmitt utiliza a tal efecto, impone una reflexión sobre su intención. Pero, en un primer momento, ésta parece incoherente: por una parte, Schmitt desea es­tablecer una vinculación moral del individuo con el Estado, hasta el sacrificio de su vida. Pero, por otra, rechaza el juicio moral de las decisiones políticas (§ 3, 4). La aparente aporía de la afirmación y negación de lo moral se resuelve si se mantienen separados algu­nos significados básicos diferentes de la palabra «moral». Schmitt propicia una moral estatal mítica, enraizada en la costumbre no re­flexionada. La esperanza de su realizabilidad en la sociedad indus­trial de masas resulta ser, sin embargo, una mera ilusión de Schmitt (§ 5). Su crítica a determinadas formas de un imperialismo fiinda- mentado «moralmente» parece ser totalmente justificada. Pero quien la practica adopta ya el (supuestamente criticado) punto de vista de la moralidad universalista, que luego no puede abandonar argumentativamente (§ 6 ).

2) En el diseño de una organización política acorde con sus concepciones morales, Schmitt tiene que tener en cuenta que ac­tualmente todo movimiento político debe legitimarse democrática­mente. Por lo tanto, intenta arrebatar el monopolio de la democra­cia al Estado constitucional parlamentario —la típica organización política liberal— que en el siglo XX se ha apropiado de él como algo ev id en te .V in cu la su definición de democracia —como «identidad de gobernantes y gobernados» (GLP 35; VL 234)— con el hecho de que se realice la voluntad del pueblo. Pero ésta la puede «tener» también un individuo o una minoría (GLP 36). Según

(en lo que sigue: TP), Berlín ^1975, reza: «Una observación incidental al con­cepto de lo político».

8. Cfr. ya la reacción de Hermann Heller a BP en «Politische Demokratie und soziale Homogenität» en Probleme der Demokratie, Berlin-Grunewald 1928, 35-47, como así también la recensión de Helmut Kuhn en Kantstudien 38 (1933) 190-196, y una vez más, claramente, en Hofmann, loc. cit. 101 ss.

9. Leo Strauss parece, en última instancia, detenerse en esta aporía; en su recensión del escrito de Schmitt, es uno de los pocos que ha elaborado los com­ponentes morales contenidos en ella. Cfr. L. Strauss, «Anmerkungen zu: Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen» en Archiv für Sozialwissenschaften und So­zialpolitik 67 (1932) 732-49, citada aquí según la reimpresión en Leo Strauss, Hobbes' politische Wissenschaft, Neuwied 1965, 161-181.

10. Cfr. GLP 31.

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Schmitt, la autodeterminación política como autodeterminación co­lectiva del pueblo, puede estar mejor garantizada a través de «méto­dos cesaristas» que a través de la «maquinaria artificial» de las elec­ciones parlamentarias (GLP). Un mito creador de comunidad tal como el de la «voluntad del pueblo» debe sustituir el anquilosado sistema de reglas del Estado constitucional parlamentario.

Frente a esta posición de Schmitt habrá que mostrar, por lo pronto, que los argumentos en favor de la democracia no se basan exclusivamente en el principio de la autodeterminación (individual o colectiva). Muchos de estos argumentos se basan en la concepción según la cual un dominio del pueblo institucionalmente controlado es más soportable para el bien común que el dominio de uno solo. Luego se demostrará que la crítica de Schmitt al parlamentarismo moderno, ciertamente, está en parte justificada, pero, sin embargo, no logra su objetivo declarado, es decir, «afectarlo en su núcleo» (GLP 30) (§ 7). Finalmente, debido a la problemática utilización del concepto de igualdad, el concepto alternativo de democracia de Schmitt resulta ser insostenible (§ 8). El discurso de la voluntad del pueblo se vuelve dudoso en el momento en el que se entiende por él algo más que una construcción lingüística con la que pueden cla­sificarse burdamente las decisiones políticas (§ 9 ).

3) Según Schmitt, por razones antropológicas, la convivencia humana reglada racionalmente es imposible, especialmente una convivencia pacífica a nivel internacional. Por una parte, el hombre es «malo por naturaleza» (BP 59 ss.). L? división en amigo y enemi­go es un dato básico del hombre. Por otra, la facultad del conoci­miento humano está limitada por factores raciales, geográficos, cul­turales, etc. Por consiguiente, sobre todo en el ámbito político, es imposible tanto la aparición de normas culturalmente incondiciona- das como la de un sistema conceptual objetivamente verificable.

En el § 10 se mostrará que la suposición de Schmitt con respecto a la maldad inmodificable del hombre no está demostrada y es in­necesaria. La antropología política no necesita recurrir a constantes inmodificables. Basta colocar en su base algunos enunciados contin-

11. Sobre «la política como una necesidad que surge de la constitución fun­damental de lo humano», cfr. Helmuth Plessner en su ensayo sobre poder y na­turaleza humana (1931), que fuera entusiastamente saludado por Schmitt, publi­cado ahora en Ges. Schriften, tomo V, Francfort del Meno 1981, 135-234, 195 s.; cfr. BP 60.

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gentes, verificables por cualquiera a través de su experiencia coti­diana.

El campo epistemológico en el que se avanza con la segunda parte de la tesis es demasiado amplio como para que sea posible, dentro del marco de este trabajo, formular algo más que un par de consideraciones fragmentarias. En términos generales, aquí se sos­tendrá la opinión de que probablemente no puede establecerse un canon de reglas y conceptos válido para todos los tiempos y todos los lugares. Pero ello no impide, en modo alguno, encontrar, para cada caso individual, vías que permitan examinar, de acuerdo con criterios generales, la racionalidad y adecuación de las reglas y con­ceptos (§ 11). Desde luego, aquí no pueden lograrse ni una exacti­tud matemática ni una certeza última.

4) El ámbito de trabajo propiamente dicho de Schmitt fue siempre la ciencia del derecho.Pero —a diferencia de, por ejem­plo, Hans Kelsen— no intentó nunca «limpiarla» de sus implicacio­nes políticas y sociológicas. Por el contrario, su argumentación teórico-jurídica puede ser claramente comprendida sólo sobre el trasfondo de sus correlatos éticos, políticos y antropológicos. Ella ad­quiere cohesión sólo como elemento de su tesis básica antiuniversa­lista. Desde luego, a primera vista, su lucha teórico-jurídica no está dirigida en contra del universalismo. Pues justamente a su principal adversario, «el» positivismo jurídico tampoco le interesaba la posibi­lidad de legitimar universalmente las normas jurídicas. Pero, en ge­neral, Schmitt niega la posibilidad de establecer un sistema perma­nente tan sólo con la ayuda de reglas jurídicas. Por lo pronto, porque una tal comprensión «normativista» del derecho sería «impo­tente» frente a toda situación de excepción (PT 18 ss.). Luego por­que, debido a la vaguedad de las normas generales, no sería enton-

12. Así, en el prólogo a su obra tardía Der Nomos der Erde (en lo que si­gue: NE), Berlín ^974, habla de la ciencia del derecho «a la que he servido durante cuarenta años». Ciertamente, la concepción del derecho de Schmitt no parte de un axioma desde el cual es derivado todo lo demás. Tampoco empren­dió nunca el intento de una teoría del derecho amplia y sistemática (Pier Paolo Portinaro, La crisi de lio jus publicum europaeum. Saggio su Cari Schmitt, Milán1982, 41; cfr. también H. Rumpf, loc. cit. 384). Pero el esfuerzo por aclarar qué es realmente el «derecho» atraviesa su obra como un hilo conductor. Y también las tomas de posición frente a problemas jurídicos de su época, por ejemplo, frente a la interpretación de la Constitución de Weimar, estuvieron siempre liga­das a su concepción teórico-jurídica (cfr. cap. IV).

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ces posible ninguna concepción vinculante del derecho y su abuso estaría programado de antemano (SBV 43; 3A 34, 40).^ Manifies­tamente, la vehemencia con la que sostuvo sus contrapropuestas del «derecho como decisión», y como «orden concreto», impulsó a algu­nos comentadores a considerar que Schmitt propiciaba un «derecho sin reglas». ¿De qué otra manera podría explicarse la abundancia de fi^rmulaciones tales como «decisionismo ocasional»,«falta de con­tenido»,^ «existencialismo»,^^ «existencialismo político»,etc.?

Pero la protesta de Schmitt en contra de la identificación de de­recho y regla en el positivismo jurídico, tal como él lo entiende, está perfectamente justificada. Sin embargo, prescindiendo de las impli­caciones políticas y morales, el intento de Schmitt de sustituir «la norma», en tanto objeto central del conocimiento jurídico, por «la decisión» tan sólo afirma que para la descripción de un sistema jurí­dico se requieren reglas primarias y secundarias en el sentido deH.L.A. Hart (§ 13,14). El segundo intento de Schmitt en el sentido de desplazar el concepto de regla del centro de la teoría jurídica, se llevó a cabo con la idea del llamado orden concreto. Su conocimien­to esencial durante esta fase de su pensamiento consiste en que para el mantenimiento de un sistema jurídico se requiere que una parte esencial de los afectados esté convencida de su «corrección». Mani­fiestamente, este estado de cosas puede ser presentado más plausi­blemente recurriendo a instituciones que a reglas individuales. Pero, como por otra parte, la mejor forma de exphcar las instituciones es recurriendo a la idea de sistemas de reglas, se trata aquí tan sólo de una cuestión de la regulación del lenguaje más adecuado para cada caso (§ 1 5 , 16).

Partes esenciales de la obra de Schmitt pueden ser entendidas a partir de la lucha contra aquella corriente espiritual llamada «mo-

13. Con SBV se ha abreviado el escrito Staat, Bewegung, Volk. Die Drei­gliederung der politischen Einheit, Hamburgo 1933; con 3A: über die drei Ar­ten rechtswissenschaftlichen Denkens, Hamburgo 1934; cfr. ai respecto también el escrito «Der Führer schützt das Recht», citado según su reimpresión en Positio­nen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf Versailles (en lo que sigue: PB), Hamburgo 1940, 199-

14. Karl Löwith, «Der okkasionelle Dezisionismus von Carl Schmitt» en Ge­sammelte Abhandlungen, Stuttgart I960, 93-126.

15. Así puede interpretarse a Christian von Krockow, Die Entscheidung, Stuttgart 1958, 65 s., 87, 105 s.

16. H. Kuhn, loc. cit. 190.17. H. Hofmann, Legitimität gegen Legalität, 85-177.

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dernismo».^® Para evitar polémicas acerca de la terminología y clasi­ficación de los diferentes autores, se ha preferido aquí la formula­ción más abstracta, pero más precisa, de la tesis básica antiuniversa­lista. Ella permite —así se sostiene aquí— mostrar los límites teóricos y prácticos de un racionalismo demasiado crudo. Sin embar­go, tal como la formulara Schmitt, es, a su vez, insostenible.

b) Algunas observaciones metodológicas

El método aquí elegido es el análisis lingüístico y conceptual. Por lo que respecta a la obra de Schmitt —no hay que olvidar que surgió a través de casi siete décadas de creación bajo las más diversas condiciones— en todo intento de consideración sistemática uno se ve enfrentado con dos peligros: perderse en los innumerables deta­lles o dejar de lado elementos esenciales de la «teoría del Maes­tro». Para evitar rebasar todos los límites, se ha dado aquí prefe­rencia a la coherencia de la argumentación frente a la evaluación expresa de cada matiz de la obra de Schmitt. Espero que, en gene­ral, el resultado alcanzado justifique este procedimiento metódico. Sin embargo, dos omisiones son tan importantes que considero ne­cesario justificarlas:

a) Las publicaciones jurídicas no son evaluadas en tanto tales

Como de lo que aquí se trata es de aprehender los pensamientos centrales, filosóficamente relevantes, de la obra de Schmitt, natural­mente no era posible analizar adecuadamente sus publicaciones di­rectamente jurídicas en tanto tales. Esto vale, en primer lugar, con respecto a los escritos sobre interpretación de la Constitución de Weimar, es decir, determinadas partes de la misma, y sobre el dere­cho internacional. Por cierto, ellos han sido tomados en cuenta, pero sólo tematizados individualmente en la medida en que consti­tuyen un aporte a la teoría del Estado, a la antropología o a la teoría

18. A. Janik y S. Toulmin incluyen, por ejemplo, a Kelsen y a los positivis­tas del «Círculo de Viena» en la Modernidad. A. Janik y S. Toulmin, Wittgen­steins Wien, Munich/Viena ^1985, 17 s. Cfr. J. Habermas, Die Neue Unüber­sichtlichkeit, Francfort del Meno 1985, cap. 1.

19. H. Rumpf, loc. cit. 388.

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del derecho de Cari Schmitt. En efecto, en ellos se aplican reiterada­mente los resultados de trabajos más fundamentales. La argumenta­ción se basa primariamente en los escritos de los años veinte, con una orientación más teórica. Mientras tanto, parece existir consenso en el sentido de que ésta es el cuerpo central de la obra de Schmitt. Allí se desarrolla una gran parte de aquellas «posiciones y concep­tos» que han hecho de Schmitt un teórico tan conocido como dis­cutido. Naturalmente, se tendrán en cuenta desarrollos esenciales ulteriores de la teoría de Schmitt, tales como el surgimiento de la «idea del orden concreto» a comienzos de la época de Hitler.

Con esto se hace referencia a uno de los temas más controverti­dos de la recepción e interpretación de Schmitt: ¿es el pensamiento de Schmitt absolutamente «situacional»,^ es decir, sólo comprensi­ble como reflejo inmediato de la situación político-cotidiana? ¿O hay un «surplus»,^ que justifique una reconstrucción «suprahistóri- ca»? Hasta ahora, todos los intentos en este sentido han sido objeto de violenta crítica.

El hecho de que, a pesar de todas las advertencias, se emprenda aquí nuevamente un enfoque sistemático me parece que está justifi­cado por la simple intuición de que con respecto a toda obra, en la medida en que pretenda ser algo más que una colección de mani­festaciones publicísticas, hay que suponer la posibilidad de un enfo-

20. Así el título de una colección de ensayos de Schmitt, cfr. nota 13.21. Tal el tenor, entre otros, en Heinrich Muth, «Cari Schmitt in der Deut­

schen Innenpolitik des Sommers 1932» en Theodor Schiedet (comp.), Beiträge zur Geschichte der Weimarer Republik, Munich 1971, 75-147, 82 ss.; Lutz- Arwed Bentin, Johannes Popitz und Carl Schmitt. Zur wirtschaftlichen Theorie des totalen Staates in Deutschland, Munich 1972, 86 s.; Volker Neumann, Der Staat im Bürgerkrieg. Kontinuität und Wandlung des Staatsbegriffs in der poli­tischen Theorie Carl Schmitts, Francfort del Meno 1980, 14.

22. Klaus M. Kodalle, Politik als Macht und Mythos, Carl Schmitts «Politi­sche Theologie», Stuttgart, 1973, 23.

23. Cfr. el rechazo unánime de los trabajos de Jürgen Fijalkowski y Peter Schneider, por ejemplo, en Hofmann, Legitimität gegen Ijegalität, 14 s., 101; en Muth, loc. cit. 83 ss., 97; en Ingeborg Maus {Bürgerliche Rechtstheorie und Faschismus. Zur sozialen Punktion und aktuellen Wirkung der Theorie Carl Schmitts, Munich ^1980, 82); sobre Kodalle, en Neumann,. loc. cit. 17; en Maus, 82. El más decidido opositor al intento de buscar en la obra de Cari Schmitt una concepción general parece ser Helmut Rumpf. Además de su último veredicto sobre Portinaro (en: Neues westl. Echo..., 383 ss.), la crítica a Maus («Cari Schmitt und der Faschismus» en Der Staat 17 (1978), 232-243) y sus refe­rencias a dudas similares con respecto a Schneider, Fijalkowski y Schmitz, en H. Rumpf, Cari Schmits und Thomas Hobbes, Berlín 1972, 36.

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que de este tipo; más aún; hay que postularlo. Uno no define —o explica— qué es la democracia o el derecho para un uso efímero en el ámbito de la política cotidiana. Naturalmente, no dejan de ser tenidas en cuenta las modificaciones en la argumentación provoca­das por acontecimientos externos.

ß) Exclusión amplia de la «teología política»

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Una gran parte de lo que en la actualidad se discute bajo el títu­lo de «teología política» será aquí dejada de lado. Como detrás de este término se esconden ámbitos de temas muy heterogéneos, la re­nuncia con respecto a los diferentes ámbitos tiene que ser fijnda- mentada por separado. Para la distinción de las diversas formas de la teología política, sigo, por lo pronto, a E.W. Bóckenfórde.^^ Él entiende por

— teología política jurídica «el proceso de la transmisión de con­ceptos teológicos al ámbito jurídico-estatal». Ejemplos muy claros al respecto son la «potestas absoluta» y la «plenitudo potestatis», crea­das originariamente para la descripción de la omnipotencia de Dios y que después jugaran un papel importante en la formación del concepto de soberanía. Justamente así quería originariamente en­tender Cari Schmitt su teología política: «Todos los conceptos signi­ficativos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados.» (PT 49). Prescindiendo del cuantificador universal, esta frase es, sin duda, correcta. Pero su autor desea, más allá del hecho histórico-conceptual, establecer una analogía sistemática, cuyo conocimiento sería irrenunciable para la ciencia del derecho (ibidem). Ella posibilitaría una sociología de los conceptos que per­mitiría encontrar para toda forma de pensamiento teórico-estatal la

24. Ernst-Wolfgang Böckenförde, «Politische Theorie und Politische Theo­logie» en Der Fürst dieser Welt (cfr. nota 3), 16-25, 19 s.; con respecto al tema de la teologia politica, cfr., sobre todo, José María Beneyto, Politische Theologie als politische Theorie. Eine Untersuchung zur Rechts- und Staatstheorie Carl Schmitts und zu ihrer Wirkungsgeschichte in Spanien, Berlin 1983; sobre analo­gías similares entre teología y jurisprudencia en Hans Kelsen, cfr. Horst Dreier, Rechtslehre, Staats Soziologie und Demokratietheorie bei Hans Kelsen, Baden Ba­den 1986, 214 SS.

25. El propio Schmitt menciona reiteradamente el papel que, por ejemplo, juegan metáforas de la técnica en el pensamiento político moderno. Cfr. entre otros GLP 50 s.; «Der Staat als Mechanismus bei Hobbes und Descartes» en Ar­chiv für Rechts- und Sozialphilosophie 30 (1937), 622-632.

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«estructura sistemática última, radical» (T 59). Pues en la teología y/o metafísica se condensa, por así decirlo, el pensamiento de una determinada época. Es la «expresión más intensa y clara de una épo­ca» (PT 60).

«La imagen metafísica que una determinada época se forma del mundo tiene la misma estructura que aquello que, sin más, le pa­rece evidente como forma de su organización política.» (PT 59).

En primer lugar, la afirmación de una tal correspondencia es­tructural 1-1 requeriría una demostración esencialmente más am­plia, detallada y precisa, que la enumeración arbitraria que Schmitt presenta de algunas analogías terminológicas (PT 59 ss.). Igualmen­te dogmática y no demostrada es la suposición según la cual la teo­logía sería la forma «suprema», «más clara», «más intensa» de la acti­vidad espiritual del hombre.Prescindiendo de esto, Schmitt hace justamente aquello que su admirador Wolfgang Hübener tan seve­ramente critica a Hans Blumenberg: analiza la psicología de una época estilizada como persona.Especialmente en la actual socie­dad pluralista esta empresa parece obsoleta, en la medida en que con respecto a «la sociedad» no se quiera diagnosticar ningún desdo­blamiento múltiple de la personalidad.^^ Pero también en los otros casos «el virtuoso malabarismo de Schmitt con cadenas de argumen-

26. Además, me parece que pierde plausibilidad en la medida en que las cuestiones teológicas y también metafísicas son abandonadas como los ámbitos esenciales de la discusión intelectual. Sin embargo, justamente a la exposición de este proceso dedicó Cari Schmitt un trabajo: «Das Zeitalter der Neutralisierungen und Entpolitisierungen», reimpreso en BP 79-95.

27. Wolfgang Hübener, «Carl Schmitt und Hans Blumenberg oder über Kette und Schuss in der historischen Textur der Moderne» en Der Fürst dieser Welt, 57-76. Con respecto a esta controversia entre Schmitt y Blumenberg, cfr.H. Blumenberg, Die Legitimität der Neuzeit, Francfort del Meno 1966, 51 ss.; del mismo autor, Säkularisierung und Selbstbehauptung, Francfort del Meno1974, caps. VII-IX, especialmente 108 ss., 119 ss.; Carl Schmitt, Politische Theo­logie II, Berlín 1970, 109 ss.; Odo Marquard, «Aufgeklärter Polytheismus — auch eine politische Theologie?» en Der Fürst dieser Welt, 77-84; Richard Faber, «Von der “Erledigung jeder politischen Theologie” zur Konstitution Politischer Polytheologie» en Der Fürst dieser Welt, 85-99. Blumenberg, Marquard y Faber parecen estar de acuerdo en que «la moderna teoría del Estado sólo extrae del lenguaje sagrado de la teología aquello que el lenguaje profano le ha dejado» (Faber, loc. cit. 85).

28. Tampoco el discurso de «politeísmo» es convincente (por ejemplo, Mar­quard, loc. cit.). Lo que importa no es que todos o una gran parte de los miem­bros de un grupo reconozcan a varios dioses.

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tación tomadas de la historia del espíritu»^ carece de una sistemá­tica clara.

— De la teología jurídica distingue Böckenförde la teología p o ­lítica institucional, el «concepto propiamente dicho de los enuncia­dos de una fe en Dios (de una determinada revelación divina cuyo contenido es precisado más de cerca) sobre el status, la legitimación, tarea y, eventualmente, estructura del orden político»,^® y

— la teología política apelativa en la que la modificación del or­den político-social entendida «como realización de la existencia cris­tiana», tal como sucede, por ejemplo, en la «teología de la revolu­ción» y en la «teología de la liberación».

Estas dos últimas formas de la teología política no juegan nin­gún papel significativo en la discusión con Cari Schmitt. Otra es la situación en el caso de aquello que P. Koslowski llama «religión po­lítica», para distinguirla de la teología política: «un tipo... en el cual los contenidos religiosos son determinados fijncionalmente de acuer­do con los intereses p o líticos» .D e ella —y, en conexión con ella, también del aspecto teológico de la obra de Thomas Hobbes— ha­bré de ocuparme en el § 5.

§ 2. Cari Schmitt, ¿destructor intelectual de Weimar y principal jurista del Tercer Reich?

a) Breve biografía

Cari Schmitt nació el 11 de julio de 1888 en Plettenberg (West- falia).^ Su familia pertenecía, desde el punto de vista económico,

29. Neumann, loc. cit. 12. Cfr. Kurt Wilk, «La doctrine politique du natio- nalsocialisme. Cari Schmitt — Exposé et critique de ses idées» en Archives de Philosophie du Droit et de Sociologie juridique 4 (1954), 169-196.

30. Böckenförde, loc. cit.31. Böckenförde, loc. cit., en donde también se encuentran indicaciones bi­

bliográficas sobre esta temática.32. Peter Koslowski, «Politischer Monotheismus oder Trinitätslehre» en Der

Fürst dieser Welt, 26-44, 31.33. Como recientemente se ha publicado la amplia biografía de Cari

Schmitt de Joseph Bendersky, Cari Schmitt. Theorist for the Reich, Princeton1983, me limito aquí a unos pocos datos personales y profesionales importantes. A más de en Bendersky, me apoyo aquí en George Schwab, The Challenge o f the Exception. An Introduction to the Political Ideas o f Carl Schmitt between 1921 and 1936, Berlín 1970, 13-23; cfr. también Theo Rasehorn, «Der Kleinbür-

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a la clase media y era profundamente católica. En la predominante­mente protestante Plettenberg, se vio envuelto en su juventud en polémicas confesionales y experimentó los efectos de la llamada «lu­cha cultural», es decir, el conflicto entre Prusia y la Iglesia Católica.

Terminado el bachillerato, estudió Derecho en Berlín, Munich y Estrasburgo, en donde se doctoró en 1910 con «summa cum lau­de». Cuando en 1915 dio su segundo examen de Estado, había pu­blicado ya tres libros. En febrero de 1915, Schmitt se enroló volun­tariamente en la infantería. A causa de una herida en la columna vertebral sufrida durante su entrenamiento como soldado, fue de­clarado inepto para la lucha en el frente y trasladado al Vicecoman­do General de Munich. Prescindiendo de algunas breves interrup­ciones (por ejemplo, para su habilitación en Estrasburgo y una actividad docente de tres meses), permaneció allí hasta el final de la guerra. En 1919 fiie designado docente en la Escuela Superior de Comercio de Munich; en 1921, profesor en Greifswald y, finalmen­te, desde 1922 a 1928, se desempeñó como catedrático en la Univer­sidad de Bonn. Durante esta época, en 1926, se casó por segunda vez con la yugoslava Duschka Todorovitsch.

«Desde 1919 hasta 1928 Schmitt vivió la vida normal de un pro­fesor, enseñando y escribiendo». " Después que en 1928 se había hecho cargo de la cátedra de Hugo Preuss en la Escuela Superior de Comercio de Berlín, entró en estrecho contacto con Johannes Po- pitz, subsecretario en el Ministerio de Finanzas del Reich, y con ofi­ciales superiores del Ejército del Reich del entorno de Schleicher. Es difícil precisar cuán grande fue realmente su influencia política. En todo caso, por gestiones de Schleicher, fue uno de los asesores jurídicos del Reich cuando ante la Corte Estatal de Justicia se trató el llamado «golpe de Prusia», es decir, la destitución del gobierno socialdemócrata prusiano, por parte del Canciller del Reich von Papen.

El 1 de mayo de 1933, Schmitt ingresó en el NSDAP (Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores). En julio fiae desig­nado Consejero de Estado Prusiano y, en el otoño de ese año, cate­drático en la Universidad de Berlín. Conservó ambos títulos hasta el final de la guerra. Participó en la redacción de la Ley del adminis-

ger ais Ideologe. Zur Entmythologisierung von Carl Schmitt» en Die Neue Ge­sellschaft/Frankfurter Hefte (1986), 929-938.

34. Schwab, loc. cit., 15.35. Cfr. Neumann, cap. IV; Bendersky, Part III, y Muth.

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trador del Reich, de abril de 1933, fue «Director del grupo profesio­nal del Reich de profesores universitarios del BNSDJ» (de la Federa­ción nacionalsocialista de juristas) y editor del Deutsche Juristen- Zeitung. Perdió ambos puestos en 1936. En el mismo año, el sema­nario de la SS Das schwarze Korps lo atacó violentamente a causa de sus numerosos amigos judíos en la época de Weimar y de su po­sición antinacionalsocialista antes de la toma del poder por parte de H itler.G racias a una intervención personal de Goring, cesaron luego los ataques.

Después de la conquista de Berlín por el Ejército Soviético (abril de 1945), fue detenido y, tras un interrogatorio de unas horas, puesto en libertad. En septiembre fue nuevamente detenido por los americanos. Pasó más de un año en dos campos americanos de pri­sioneros. En marzo de 1947 fue conducido a Nuremberg y se lo mantuvo allí durante dos meses como testigo y posible defensor en los procesos contra criminales de guerra. Después de su puesta en libertad en mayo de 1947, vivió retirado en Plettenberg, en donde falleció el 7 de abril de 1985.

b) ¿Republicano racional o destructor intelectual de la República?

Desde hace ya tiempo se considera refutada la tesis según la cual, durante la época de Weimar, Schmitt habría colaborado para la toma del poder por parte de Hitler.^® Tanto en la «derecha» como en la «izquierda», hay consenso en el sentido de que hasta la toma del poder, Schmitt no fue ni nacionalsocialista ni simpatizante de Hitler. Tampoco se discute que perteneció a aquellos grupos conservadores que mantuvieron una actitud de reservada distancia frente al «sistema de W eimar».M ucho menos clara es la cuestión de saber cuán estrechas fueron sus vinculaciones con la llamada «Re-

36. «Eine peinliche Ehrenrettung» en Das Schwarze Korps 49 (3 de diciem­bre de 1936) 14 y «Es wird immer noch peinlicher» en ibidem 50 (10 de diciem­bre de 1936) 2; cfr. Bendersky, 237 s.

37. Carta de Göring al editor de Das schwarze Korps, D’Alquen, del 21 de diciembre de 1936; cfr. Bendersky, 241.

38. Cfr. nota 23 acerca de la crítica a Fijalkowski.39. Entre otros, Neumann, «Schatten und Irrlichter» en Leviathan 12

(1984), 28-38, 33; Bendersky, 187 s.; Maschke, 183 s.40. Armin Mohler, Die Konservative Revolution in Deutschland 1918-

1932, Grundriss ihrer Weltanschauungen, Stuttgart 1950, 75 s.; Mathias

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volución conservadora», con el «Tatkreis», con el «Herrenclub» y con la revista Der Rzng^^ Sobre todo existe disparidad de opiniones acerca del papel que Schmitt y estos círculos jugaron en el derrumbe de la República de Weimar, principalmente por lo que respecta al comportamiento general —y en especial el de Cari Schmitt— frente a la Constitución de Weimar y también por lo que respecta a su función durante los últimos años de Weimar, especialmente duran­te la dictadura presidencial.

a) La actitud ambivalente de Schmitt

¿Intentó con su crítica mejorar y así salvar el sistema de Wei­mar O ¿criticó «a muerte el sistema de gobierno parlamenta­rio» La primera opinión parece contener una «ingenuidad» injus­tificada; la otra, una demonización infundada. Con respecto a la primera: Bendersky, por ejemplo, llega hasta considerar que las en­tusiastas manifestaciones de Schmitt sobre Mussolini (GLP 89) eran una advertencia (!) frente al peligro del irracionalismo político. Con respecto a la segunda: se exageraría la influencia de los intelec­tuales y más aún de uno de ellos, si se creyera que la crítica de aqué­llos, o de él, por sí sola puede destruir un sistema de gobierno. Pero no es necesario decidirse definitivamente por ninguna de las dos partes si se toma en cuenta que el propio Schmitt quería que se in­terpretaran de manera muy diferente sus escritos de la época de Weimar: en 1940 apareció su colección de artículos bajo el título

Schmitz, Die Freund-Feind-TheoHe Carl Schmitts. Entwurf und Entfaltung, Co­lonia y Opladen 1965, 59-69; Frithart Scholz, «Die Theologie Carl Schmitts» en Der Fürst dieser Welt, 153-173, 163.

41. Acerca del áspero distanciamiento de Schmitt con respecto al romántico Othmar Spann, cfr. Bendersky, 59 ss.; sobre Schmitt y el «Tatkreis», ibidem, 132-135; al respecto también Klaus Fritzsche, Politische Romantik und Gegenre­volution, Francfort del Meno 1976; Kurt Sontheimer, «Der Tatkreis» en Gott­hard Jasper (comp.), Von Weimar zu Hitler 1950-1955, Colonia 1968, 197-228.

42. Así el tenor en Bendersky, sobre todo caps. 3-5: también Ernst Forst­hoff, por ejemplo, «Zur heutigen Situation einer Verfassungslehre» en Epirrhosis. Festgabe für Carl Schmitt, Berlin 1968, tomo I, 185-211, 185 ss.

43. Bentin, 83; cfr. también A. Giuliano en la Enciclopedia Filosofica'. «Le sue theorie, ...hanno contributo a creare l’atmosfera in cui triunfó il nazionalso­cialismo...»

44. También Maschke («Cari Schmitt in Europa», 575 nota 3) constata en Bendersky «una cierta ingenuidad con respecto a la ambivalencia de Schmitt».

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'Positionen und Begrijfe im K am pf m it Weimar-Genf-Versailles (Posiciones y conceptos en la lucha contra Weimar-Ginebra- Versalles). En cambio, en su Verfassungsrechtliche Aufsätze aus den

Jahren 1924-1934,^^ (Escritos de derecho constitucional de los años 1924-1954) evalúa su escrito sobre «legalidad y legitimidad»' ^ como «imploración», «advertencia», «pedido de auxilio», que se habría «extinguido» (VA 345). Sería simplificar demasiado las cosas descali­ficar este cambio en la valoración de los propios escritos como mero oportunismo. Pues, en realidad, como lo demuestra ya la selección de los escritos incluidos en cada una de estas antologías, hizo dos cosas: proporcionó una interpretación de la Constitución de Weimar como una democracia constitucional. La vio como decisión del pue­blo alemán en tanto portador del poder constitucional (VL 23 s.; cfi. infia § 13) al que se sometía pero que, sin embargo, trataba de interpretar en su propio sentido.

Pero también proporcionó definiciones y explicaciones concep­tuales que, como habrá de mostrarse, en modo alguno son adecua­das como argumentación en favor de una democracia constitucional. Insinuó también que una decisión del poder constitucional del pue­blo nunca, es decir, tampoco en este caso, necesita ser definitiva (VL § 10). En esta parte de sus escritos, de la que forman parte, además de los incluidos en PB, sobre todo el trabajo sobre el parlamentaris­mo y Begriff des Politischen (El concepto de lo político), se encuen­tran reiteradamente manifiestas expresiones de simpatía por Musso- lini.^7

Pero quién busque expresiones directas de esta opción política en los trabajos que argumentan dentro de la Constitución de Weimar^® se verá, por lo pronto, desilusionado. Naturalmente, no

í

45. Berlín ^1973 (en lo que sigue; VA).46. Legalität und Legitimität (en lo que sigue: LL), Munich/Leipzig 1932,

citada aquí según VA 263-345.47 Muy claro en GLP 89 y en «Wesen und Werden des faschistischen Staa­

tes» en Schmollers Jahrbuch 53 (1929), 107-113; citado aquí según la reimpre­sión en PB 109-115. La clara opción de Schmitt por la Italia fascista es también reconocida por autores que no le son adversos, tales como H. Rumpf («Carl Schmitt und der Faschismus», loc. cit.) y G. Maschke (Epílogo, 231 s.; «Carl Schmitt in Europa. Bemerkungen zur italienischen, spanischen und französi­schen Nekrologdiskussion» en Der Staat 25 (1986) 575-599, 587). Con respecto a los escritos publicados antes de la victoria de Mussolini (entre otros PT y PR), cfr. infra § 5.

48. Además de los incluidos en VA, los más importantes son: Der Hüter der Verfassung (en lo que sigue: HV), Tubinga 1931, Berlín ^1969; «Die Dikta-

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están ausentes las influencias. La Verfassungslehre (Teorìa de la Constitución) constituye un instmctivo producto híbrido: Schmitt lleva a cabo allí sobre la base de fundamentos obtenidos (supuesta­mente) de la historia de las id e a s u n a sistematización de la Constitución de Weimar como una típica democracia constitucional. Desde luego, no sin mencionar que, en realidad, el «tipo del Estado de derecho burgués» procedía del siglo xix (VL XI) y, desde luego, a través del análisis del sistema conceptual específico de Schmitt, las bases intelectuales de este Estado son presentadas como incoherentes (cfi. infia § 7).

/5) Los conservadores de Weimar y la toma del poder por parte de Hider

El hecho de que no fuera un auténtico nacionalsocialista sino que se moviera en el entorno del «Tatkreis» y de la Revolución con­servadora no exime todavía a Cari Schmitt de su corresponsabilidad por el derrumbe de W eim ar.S e puede, por cierto, conceder cre­dibilidad a las aseveraciones de Cari Schmitt —en LL, por ejemplo— en el sentjdo de que lo que le interesaba era el manteni­miento de la Constitución de Weimar. En última instancia, en aquel entonces el nacionalsocialismo todavía no le parecía una alter­nativa atractiva. Pero el discurso de Schmitt y su escuela según el cual la toma del poder por parte de Hitler habría sido posible sólo porque se habría renunciado al sistema presidencial y el gobierno del Reich habría «capitulado fiente a un concepto falso de legali­dad» no es, en general, convincente. Según Neumann, por ejem-

tur der Reichspräsidenten nach § 48 der Reichsverfassung» en Veröffentlichungen der Vereinigung der deutschen Staatsrechtslehrer, Berlin 1924, citado aquí según su reimpresión en Die Diktatur (en lo que sigue: DD), Berlín " 1978 (reproduc­ción sin modificaciones de la 1.^ edición de 1928), 213-259.

49. A pesar de que según él un demócrata radical tiene que aprobar tam­bién la eliminación democrática de la democracia (GLP 37), declara que la elimi­nación de los derechos electorales democráticos a través del § 76 de la Constitu­ción de Weimar, es anticonstitucional (VL 104 s.). Actualmente se consideran justificadas algunas referencias de Schmitt a incoherencias en la Constitución de Weimar (por ejemplo, la posibilidad de un «golpe de Estado legal»).

50. Así también, entre otros, Schmitz, 67; cfr. Friedrich Tomberg, «Konser­vative Wegbereitung des Faschismus in der politischen Philosophie Carl Schmitts» en Das Argument 16 (1974), 604-633.

51. VA 350, cfr. 98 s.

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pío, «la dictadura presidencial era más el “ caballo de Troya” de los nazis que un baluarte».La valoración de la dictadura presidencial en relación con la Constitución de Weimar determina pues también el papel que se atribuye a Cari Schmitt en el surgimiento del Tercer Reich.5'

c) Cari Schmitt en el Tercer Reich

Para Cari Schmitt, «el 23 de marzo, el día de la ley de plenos poderes, se estableció una nueva legalidad a la que como jurista te­nía que someterme».Schmitt consideró que la ley de plenos po­deres era una nueva Constitución, una decisión constitucional del pueblo alemán (SBV 6). Evaluó la elección del 5 de marzo como un plebiscito (SBV 7) en favor de Adolf Hitler. Schmitt se preocupó por jugar un papel rector también en la interpretación de esta «Constitución». Entre los puntos culminantes de sus esfuerzos figu­ran la justificación del asesinato de Rohm en «Der Führer schützt das Recht» («El Führer protege el derecho») {Deutsche Juristen- Zeitung 39 (1934) columnas 945-950, citado aquí según su repro­ducción en PB 199-203) y sus manifestaciones antisemitas en «Die deutsche Rechtswissenschaft im Kampf gegen den jüdischen Geist. Schlusswort auf der Tagung der Reichsgruppe Hochschullehrer des NSRB am 3. und 4. Okt» («La ciencia alemana del derecho en su lucha contra el espíritu judío. Palabras finales en el coloquio del Grupo de profesores universitarios del Reich, del NSRB, del 3-4 oct.») (en D]Z 4 l (1936) columnas 1193-1199).

Tras los ataques de la SS contra su persona, Schmitt pasó por lo

52. Neumann, Der Staat im Bürgerkrieg, 135, cfr. ibidem 137: «Del... re­proche según el cual el orden legal habría sido responsable del nombramiento de Hitler, queda sólo el simple hecho de que Hitler, a diferencia de los otros políticos que carecían de bases, como Schleicher, Papen y Hugenberg, estuvo dis­puesto a aceptar nuevas elecciones parlamentarias, es decir, que en el juego de los intrigantes, por ser el mejor de ellos, logró contar con la simpatía del “ viejo” en el momento decisivo.» Según Kriele {Legitimitatsprobleme der Bundesrepu- blik, Munich 1977, 73), Schmitt quería evitar el nacionalsocialismo a través de un fascismo: «recomendó el amable respeto de las libertades liberales por parte del aparato del poder».

53. Así también Herfried Münkler en su recensión del libro de Bendersky en Neue politische Literatur (1984), 248-252, 251.

54. Entrevista radial en julio de 1967, citada según Fritzsche, 396.55. En realidad, el NSDAP había obtenido sólo el 43,9 % de los votos váli-

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pronto a llevar una vida retirada. En 1938 apareció su libro Levia­than in der Staatslehre des Thomas Hobbes (El Leviatán en la teorìa del Estado de Thomas Hobbes),^^ escrito en un estilo muy esotéri­co y que ha sido objeto de las más diversas interpretaciones: desde ser una obra de la resistencia interna hasta un intento de fundamen­tar científicamente el antisemitismo.^^ Luego se ocupó de cuestio­nes de derecho internacional (sobre todo Völkerrechtliche Grossraum­ordnung mit Interventionsverbot für raumfremde Mächte - Ein Bei­trag zum Keichsbegrìff im Völkerecht, Berlín/Viena/Leipzig ^941) (Ordenamiento jurídico-internacional del gran espacio, con prohi­bición de intervención de potencias extrañas a este espacio. Una contrìbución al concepto de Reich en el derecho internacional). Des­de 1943 hasta 1945 no publicó nada más.

Las dos posiciones contrapuestas por lo que respecta a la evalua­ción de la «experiencia nazi» de Schmitt pueden ser caracterizadas de la siguiente manera: la una valora la circunstancia de que Schmitt confiriera, por lo pronto, una importancia relativamente grande al Estado^ como señal de que quería «imponer al soberano dictatorial la razón del Estado de derecho».Las manifestaciones antisemitas serían pues mero «lip service».^ El hecho de que Schmitt en 1937 fuera «un hombre seriamente amenazado» que «pudo sobrevivir a la tormenta sobre todo debido al caos, a la anar­quía, a las luchas de poder entre los jefes subalternos del nacionalso­cialismo y a causa de la falta de una ideología unitaria»,^ conjun-

dos. Sólo a raíz de la exclusión de los 81 diputados comunistas, obtuvo, con 288 mandatos, la mayoría absoluta de los restantes 566.

56. Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes. Sinn und Fehl­schlag eines Symbols (en lo que sigue: Lev.), Hamburgo 1938.

57. La una es una autointerpretación de Schmitt (en Fx Captivitate Salus. Erfahrungen der Zeit 1943/47 [en lo que sigue: ECS], Colonia 1950, 21), que también es evaluada escépticamente por Rumpf {Carl Schmitt und Thomas Hob­bes, 61). La otra se encuentra en Neumann, Schatten und Irrlichter, 34 ss.; cfr. Hubert Rottleuthner, «Leviathan oder Behemoth? Zur Hobbes-Rezeption im Na­tionalsozialismus und ihre Neuauflage» en Archiv für Rechts- und Sozialphilo­sophie XIX (1983), 247-265, 253 ss.

58. Bendersky, Parte IV.59. Ibidem, 219 ss.60. Helmut Schelsky, Die Hoffnung Blochs, Stuttgart 1979, 150. Con ma­

yor entusiasmo aún celebra Nicolaus Sombart el «audaz intento» de «domar el Golem» (citado según Maschke, 242).

61. Schwab, 133 ss.; Bendersky, 207.62. Maschke, «Epílogo», 193; desde luego, de las actas de los servicios de

seguridad de la SS sobre Schmitt (todavía no publicadas) se desprende que tan

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tamente con el mito Benito-Cereno^^ que el propio Schmitt creara, lo presentan más como víctima que como actor del nacionalsocialis­mo. Según la otra concepción, él mismo era uno de estos «jefes sub­alternos», que participó en estas luchas por el poder al intentar acu­ñar la ideología, pero luego su fracción fue derrotada.^ El fuerte comprometimiento de Schmitt y algunas formulaciones que distan mucho de ser propias del «Estado de derecho» (cfr. infra sobre todo § 15) presentan a esta segunda versión como la más plausible. Sin embargo, Schmitt no fue el «jurista principal del Tercer Reich». Para ello tenía un origen demasiado «externo»^ —tenía una orientación más estatal que popular— y perdió demasiado pronto su poder. Con todo, llama la atención el hecho de que en sus escritos después de 1945 no se encuentre ningún signo de reflexión o de lamentación por los errores eventualmente cometidos. Por el contrario, Schmitt se sintió, a su vez, perseguido y «mortificado»^ por los americanos.

sólo se quería alejar a Schmitt de su cargo como funcionario nacionalsocialista. «En ningún momento ni la SS ni otras instancias pensaron en adoptar medidas más severas (por ejemplo, prohibición de publicar o detención)». (Claus-Dietrich Wieland, «Carl Schmitt in Nürnberg [1947]» en 1999, Zeitschrift fü r Sozialge­schichte des 20. und 21. Jahrhunderts 2 [1987], 96-122, 104). Desde luego, el que no existiera ninguna amenaza seria no significa que Schmitt no se sintiera amenazado.

63. En un cuento de Hermán Melville, Benito Cereño es el capitán de un barco mercante a quien los esclavos sublevados obligan a tomar rumbo a Afi:ica. Sin embargo, uno de los visitantes del barco tiene la impresión de que el propio capitán es el responsable por el mal comportamiento de la tripulación. De esta manera, Cari Schmitt desea caracterizar el papel del intelectual en el Estado tota­litario. Cfr. Sava Klickovic, «Benito Cereño — Ein moderner Mythos» en Epirr­hosis, 265-273; Enrique Tierno Galván, «Benito Cereño oder der Mythos Euro­pas» en ibidem 345-356; Marianne Kesting (comp.), Melville, Benito Cereño, Francfort del Meno 1983.

64. Neumann, «Schatten und Irrlichter», 34.65. Así, Golo Mann rectificó su juicio anterior en «Carl Schmitt und die

schlechte Juristerei» en Der Monat 5 (1952), 89-92, 89.66. Hannah Arendt, Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft, Francfort

del Meno 1955, 542.67. ECS 61; en Wieland, 109 ss., se encuentran los protocolos de los tres

interrogatorios de Schmitt realizados por Robert Kempner en abril de 1947.

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I. LA INHUMANIDAD DE LA MORAL

Del repertorio estándard de los numerosos críticos de Schmitt forma parte el ataque a sus presupuestos «inmoralistas» y «nihilis­tas». Se ha querido ver en él «al propagador de la relatividad ab­soluta de todos los valores», siguiendo así las huellas de Friedrich Nietzsche.^ En cambio, Leo Strauss señala que la «afirmación de lo político» en BP no es «en última instancia, nada más que la afirma­ción de lo moral». La preocupación de Schmitt por la posible de­saparición de todas las oposiciones amigo-enemigo tendría una mo­tivación moral. Explica la colisión de su tesis con la polémica de Schmitt contra la moral aduciendo que, por lo general, Schmitt en­tiende por «moral» la moral «humanitaria-pacifista» y, por lo tanto, permanece ligado a la concepción de la moral de sus adversarios li­berales." Desde luego, no puede reconocer en Schmitt una auténti­ca concepción moral opuesta, tal como, según Strauss, sería necesa­rio. En última instancia, Cari Schmitt sería moralmente indiferente, se encontraría en un «más allá de toda decisión».^

Aquí habrá de mostrarse que Schmitt sustenta una moral con un

1. Entre otros, Karl Lowith, loc. cit. 105.2. Friedrich August Freiherr von der Heydte, «Heil aus der Gefangenschaft?

— Carl Schmitt und die Lage der europäischen Rechtswissenschaft» en Hochland 43 (1951), 288-294, 292; igualmente Peter Paul Pattloch, Recht ah Einheit von Ordnung und Ortung. Ein Beitrag zum Rechtsbegrijf in Carl Schmitts «Nomos der Erde», Aschaffenburg 1961, 10; recientemente Claudio Magris, «Un lucido nihilista» en Corriere della Sera (17 de abril 1985). En cambio, Maschke conside­ra que, en vista «del total desinterés de Schmitt por Nietzsche» («Cari Schmitt in Europa», 578) la remisión de Cari Schmitt a Nietzsche es más bien un «dato curioso» (ibidem nota 12). Con respecto a Schmitt y Nietzsche cfr. infra § 5b.

3. Strauss, loc. cit., 176.4. Ibidem, 178 s.5. Ibidem, 180.

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contenido claramente determinado: combate la moralidad universa­lista en aras de una eticidad estatal «pluralista». '' En su crítica de la moralidad y en su (por lo general, implícita) construcción de la eticidad estatal, parece seguir a Hegel. Abandona esta vía cuando Hegel le parece (todavía) demasiado «racionalista» y posee demasia­do poca «fuerza vital» como para poder actuar como proclamador de una aplicación colectiva de la violencia.

«Schmitt vivió para la política; ninguna otra cosa podía penetrar en él. Cualquiera que fuera el alimento intelectual que ingiriera, al final emergía como política».Esta caracterización general parece correcta. Por ello, es plausible iniciar la búsqueda de los principios básicos del pensamiento de Schmitt (§3) partiendo de su definición de lo político. Cuando uno se pregunta por las razones de sus debi­lidades sistemáticas, constata que Schmitt, por una parte, concibe al Estado cuasi como una institución moral pero, por otra, rechaza estrictamente los controles morales de la política. Ambas cosas trata de presentarlas como un resultado descriptivo y no como una exi­gencia moral o política (§ 4). Sin embargo, la distinción entre diver­sos significados de «moral» muestra cuán hermética es la posición de Schmitt fi)rmulada en la tesis, a pesar de que, con el transcurso del tiempo, fiiera modificada en diversos puntos (§5). Argumenta en contra de la moralidad universalista mostrando sus consecuencias in­humanas. Pero, en última instancia, sólo demuestra la hipocresía de algunos universalistas. Por lo tanto, en vez de refutar los criterios de la moralidad, los reconce y confirma (§ 6 ).

§ 3. La debilidad sistemática de la teoría amigo-enemigo

Tal como se ha dicho, aquí no se expondrá una lista de las defi­ciencias más o menos periféricas en la definición de lo político de Schmitt, sino que habrá de demostrarse su inutilidad básica como teoría científica. Por ello, la exposición de la teoría amigo-enemigo se limitaa aquello que es necesario para demostrar su incoherencia lógica.

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5a. La palabra alemana «Sittlichkeit» aquí, y en lo q ^ sigue, es traducida por «eticidad». El lector deberá tener en cuenta que en alemán\Sittlichkeit» está con­ceptual y lingüísticamente vinculado con «Sitte» (costumbre)/en castellano, es im­posible mantener esta vinculación lingüística (N. del T.).

6. Charles E. Frye, «Cari Schmitt’s Concept of the Politicai» tn The Journal o f Politics (1966), 818-830, 822.

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a) La distinción amigo-enemigo como criterio de lo político

Para la precisión conceptual de lo político, Cari Schmitt desea descubrir las «categorías políticas específicas», encontrar una «distin­ción plausible en tanto tal, como criterio simple de lo político» (BP 26):

«La distinción política específica, a la cual pueden remitirse las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y ene­migo. Ella proporciona una precisión conceptual en el sentido de un criterio, no como una definición exhaustiva o como indicación de contenido. En la medida en que no es derivable de otros crite­rios, significa para lo político lo mismo que los criterios relativa­mente independientes de otras oposiciones: bueno y malo en lo moral; bello y feo en lo estético, etc.» (BP 26 s., subrayado en el original).

Los esfiierzos científicos en la ética y la estética —y de ello es de lo que se trata en Schmitt con respecto a la política^— tienen como fin reducir o eliminar las inseguridades en la atribución o de­negación de los mencionados predicados, proporcionar criterios ob­jetivos, dicho brevemente: precisar su uso en el lenguaje ordinario. (El que esto lo logre siempre es otra cuestión.) Ahora bien, «amigo» y «enemigo» pertenecen al lenguaje ordinario. Y, desde luego, me conviene saber quiénes son mis amigos y quiénes mis enemigos. Pero hasta ahora, esto no ha sido objeto de la ciencia política. Más bien ella se ocupa de cuestiones tales como la legitimación, la es­tructura real y/o deseable del Estado o de las formaciones compara­bles (la polis griega, los imperios medievales, las ciudades-repúblicas italianas, etc.).®

Justamente aquello «que, en realidad, no tiene antecedente al­guno en la historia de la filosofía política»^ —así fiindamenta Schmitt su propósito— hoy ya no es posible porque tampoco lo es la equiparación entre lo «estatal» y lo «político». Por el contrario, en

7. Cfr., por ejemplo, BP 9, 96.8. Esto vale también para los llamados tacitistas, filósofos españoles del

1600 cuya figura más conocida —Alamos de Barrientos— acuñó la frase «lo polí­tico es la distinción entre amigo y enemigo» (cfr. Maschke, «Cari Schmitt in Europa», 592; J. A. Maravall, La philosophie politique espagnole au XVU‘ siècle, Paris 1955, sobre todo capítulo III).

9. ...»che in effetti non ha precedenti nella storia della filosofia politica»; cfr. Portinaro, loc. cit., 219.

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la actualidad, «el concepto del Estado presupone el concepto de lo político» (BP 20). El Estado es nada más que «el status político de un pueblo organizado en una unidad territorial» (ibidem). Pero, como ya no se encuentra por encima de la sociedad sino que es con­siderado como una «asociación» o una «cooperativa» entre mu­chas, ha perdido el monopolio de lo político. Por ello, tiene prio­ridad aclarar en qué consiste lo específico de lo político (BP 20 s.).

Como se trata de asociaciones y «disociaciones» (BP 27), no se entiende por «enemigo» el adversario privado por quien se tienen sentimientos de antipatía, es decir, en el sentido del únimicus» lati­no, sino el enemigo público en el sentido de «hostis». Con esto es claro que, manifiestamente, ha de tratarse del enemigo de la respec­tiva asociación pero, a través de esta reducción del uso del lenguaje, la distinción entre amigo y enemigo se vuelve menos «directamente evidente». A través de las remisiones a las palabras latinas para «ene­migo» y al uso del lenguaje en Platón y en el Nuevo Testamento, Schmitt intenta evidentemente conferir una cierta ancianidad a su concepto de enemigo (BP 29).“

Desde luego, puede ser científicamente fecundo estipular defini­ciones que no responden al uso habitual del lenguaje. Por lo gene­ral, se espera lograr así una mayor exactitud y confiabilidad en la clasificación y evaluación de los fenómenos observados. Pero justa­mente esto no es lo que pretende Cari Schmitt con su concepto de enemigo:

«La posibilidad de un conocer y comprender correctos y, con ello, la competencia para opinar y juzgar, está dada aquí sólo a través de la participación y la intervención existenciales.» (BP 27).

La aplicabilidad de la distinción amigo-enemigo sirve como cri­terio para saber si se ha alcanzado la esfera de lo político. Como el uso que hace Schmitt de la palabra «enemigo» se aparta del uso coti-

10. Así los «pluralistas» Colé y Laski y pensadores cooperativistas como Gier- ke, Wolzendorff y Preuss. BP 25; Hugo Preuss. Sein Staatsbegriff und seine Ste­llung in der deutschen Staatslehre (en lo que sigue: HP), Tubinga 1930, 15.

11. Que las pmebas presentadas no dejan de ser problemáticas lo ha mos­trado, entre otros, H. Läufer: Heinz Läufer, Das Kriterium politischen Handelns. Versuch einer Analyse und konstruktiven Kritik der Freund-Feind- UnterScheidung au f der Grundlage der Aristotelischen Theorie der Politik. Zu­gleich ein Beitrag zur Methodologie der Politischen Wissenschaft, Munich 1961, 143-149; cfr. Kodalle, loc. cit., 31 s.

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diano dei lenguaje, sería necesario indicar los criterios de este uso. Pero, como se ha mostrado, Schmitt rechaza tales criterios. Sin em­bargo, ¿hasta qué punto, bajo este presupuesto, puede servir como criterio la distinción amigo-enemigo?

b) El enemigo y la unidad política

Sólo allí donde se exponen las relaciones entre el enemigo y la unidad política, se encuentran esbozos de una delimitación del con­cepto de enemigo. Dicho más exactamente, el enemigo aparece en Schmitt, por lo pronto, sólo como «hostis potentialis». Pues

«Enemigo es sólo un conjunto de personas que, según las p o ­sibilidades reales, combate y que se enfrenta con un conjunto si­milar.» (BP 29, subrayado M.K.).

«Él es justamente el otro, el extraño, y basta para su esencia el que en un sentido especialmente intenso sea existencialmente algo diferente y extraño, de manera tal que, en un caso extremo, sean posibles conflictos con él, que no pueden ser decididos ni a través de una normación previa ni a través del veredicto de un tercero “ no comprometido” y por lo tanto “ imparcial” .» (BP 27, subrayado M.K.)

Por lo tanto, el enemigo es un conjunto de personas que, por así decirlo, «no forma parte», con el cual —hablando concreta­mente— no existe ninguna legislación y jurisprudencia vinculantes, de manera tal que, en el caso extremo, los conflictos son tratados recurriendo a la violencia organizada. Por lo tanto, en la mayoría de los casos, el no-enemigo, el amigo, son los miembros de un pueblo, cuyo «status político» es justamente el Estado. La escalación de la «mezquina» política partidista y su transformación en guerra civil se presenta más bien como un síntoma de degeneración (BP 32). ^

Por consiguiente, la distinción amigo-enemigo tiene que delimi­tar, por una parte, una unidad política de otras unidades políticas; por otra, la unidad política de aquéllas que no lo son. Esta doble exigencia la hace fracasar ya que, al revés, el concepto de enemigo queda vinculado a la unidad política: por una parte, la unidad polí-

12. Se insinúa ya aquí que Schmitt abandona la equiparación de «estatal» y «político» sólo para regresar a ella afirmativamente.

13. «Política es... siempre la agrupación que se orienta hacia el caso serio», que está en condiciones de realizar la distinción amigo-enemigo (BP 39).

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tica está justamente constituida por aquellos entre los cuales no es posible la lucha armada, la «muerte física» (BP 33) organizada. Por otra, ella debe tomar la decisión amigo-enemigo, es decir, determi­nar con quién son posibles los conflictos armados. Según Schmitt, no es posible juzgar objetivamente la corrección de la decisión. «La posibilidad de conocer y comprender correctos» ha de estar vincula­da con la «participación existencial». Ahora se añade la nueva difi­cultad de que no se sabe en absoluto quién participa existencial­mente.

Frente a la, por ello, correctamente aducida objeción de unape- titio principii'^ y otras similares, podría apoyarse provisionalmente la teoría amigo-enemigo. Habría que distinguir entre el enemigo posible y el enemigo real. Como enemigo posible habría entonces que considerar al conjunto de aquellos que no forman parte, con los cuales son posibles conflictos del tipo descrito, de forma tal que los miembros de la unidad política puedan ser delimitados negativa­mente como no-enemigos.^^

Luego, la unidad política debería decidir cuáles de las unidades políticas extrañas deben realmente ser combatidas, es decir, se trans­forman de enemigo posible en enemigo real. Pero con esto habría, por lo menos, que determinar quién, en un momento dado, no puede ser considerado como enemigo. Schmitt no puede aceptar una determinación de este tipo, por tres razones, de las cuales al menos las dos primeras, pueden aquí ser tratadas tan sólo fragmen­tariamente ya que únicamente dentro del marco de referencia de un

14. Margit Kraft-Fuchs, «Prinzipielle Bemerkungen zu Carl Schmitts Ver­fassungslehre» en Zeitschrift flir öff. Recht 9 (1930), 511-541, 514; José C. Martí­nez, El pensamiento jurídico-político de Carl Schmitt, Santiago de Compostela 1950, 117 s.; Lowith, loc. cit., 109; Schmitz, loc. cit., 95; Hofmann, «Feind­schaft - Gmndbegriff des Politischen?» en Zeitschrift für'Politik 12 (1965), 17- 39, 37; Agata C. Amato Mangiameli, «Weltbürgerkriegspolitik. Brevi note sul concetto primario di nemico» en Rivista Intemazionale di Pilo sofia del Diritto(1985), 357-377, 362; Portinaro, loc. cit., 258 s., entre otros. Algunos autores se remiten aquí a la Teoría de la Constitución de Schmitt. Sin embargo, desde el punto de vista lógico, el argumento sigue siendo el mismo.

15. La formulación que aparece más tarde y según la cual el enemigo sería «la propia cuestión como figura» (ECS 90; TP 87) indica este papel creador de identidad de la distinción amigo-enemigo (cfr. al respecto también BP 14, prólo­go de 1963). Pero —al menos en BP— lo que se forma es la identidad de un colectivo y no se constmye un yo individual. Kodalle, quien sostiene esto último (loc. cit. 31), comete el error de ver las reflexiones místico-lloronas del escrito Ex Captivitate Salus (según Schmitt, «la sabiduría de la celda») redactado en las pri­siones aliadas no sólo como indicio sino en analogía al papel del enemigo.

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análisis detallado de la teoría de Schmitt se ponen claramente de manifiesto:

— Schmitt no desea postular el papel del Estado como «unidad esencialmente política», a la que le correspondería por naturaleza el jus belli (BP 45 s.), sino demostrarlo recurriendo a la capacidad para determinar al enemigo. Al respecto establece 1) que toda oposición se convierte en política «cuando es lo suficientemente fiierte como para agrupar efectivamente a las personas en amigas y enemigas» (BP 37). 2) Pero, por ejemplo, ni la Iglesia ni los sindicatos estuvie­ron en condiciones de enfrentarse en una guerra civil contra Bis- marck (BP 43). Por lo tanto, Schmitt no sólo deja sin respuesta la cuestión de saber cómo puede determinarse la enemistad. Tampoco argumenta abiertamente acerca de quién ha de decidir al respecto.

— Schmitt desea demostrar la «inevitabilidad de lo político».O bien la oposición entre dos grupos no es lo suficientemente fiierte como para conducir a la guerra. Entonces, ella no cambia en nada la persistencia de las unidades políticas existentes. O conduce a la guerra y entonces también aquí lo político sigue persistiendo. «No hay nada que pueda escapar a esta consecuencia de lo político.» (BP 36). Hasta una exitosa «oposición pacifista contra la guerra», para Schmitt sólo es concebible en el sentido de que «ella podría impul­sar a los pacifistas a una guerra contra los no-pacifistas» (ibidem). Por consiguiente, el intento de eliminar definitivamente la guerra entre los Estados conduciría tan sólo a una guerra aún más cruel (ibidem, cfr. infra § 4).

— Schmitt no está dispuesto a someter a ningún tipo de norma­ción al jus belli de los Estados hacia afuera o a su capacidad para determinar al «enemigo interno», capacidad que necesita mientras exista, como consecuencia de la «necesidad de la pacificación in- traestatal» (BP 46).

Por lo tanto, hacia el interior, cada cual es un enemigo posible, ya que cada cual puede ser la víctima de una declaración pública que lo califique de enemigo. Aun cuando se deje esto de lado, casi cada cual es un enemigo posible de cada cual. Por lo menos esto vale para los miembros de diferentes razas, religiones, confesiones, clases económicas, etc. Pues la historia ha demostrado reiteradamen­te que estas diferencias pueden conducir a la guerra. Cuán real es, en un determinado momento, esta posibilidad es algo que no pue­de cuantificarse de una manera confiable. Por lo tanto, como crite-

16. Strauss, loc. cit., 170.

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rio de que se ha alcanzado el nivel de lo político queda tan sólo la facticidad de la lucha. Quien esté dispuesto a sacar esta consecuen­cia tiene que pensar que, con ello, se aleja enormemente del uso or­dinario del lenguaje. La teoría de Schmitt no es pues «evidente sin más», por lo menos para cada cual; y, tal como se ha mostrado, Schmitt no está dispuesto a proporcionar ninguna explicación o pre­cisión científica. Como la teoría amigo-enemigo no puede invocar para sí ni la intuición ni la claridad científica,parece obvio pre­guntarse cuál es la intención polémica que persigue, tanto más cuanto que para Cari Schmitt «todos los conceptos, representaciones y palabras políticos tienen un sentido polémico» (BP 31). (Aquí se conserva, por lo pronto, el discurso de «lo político» en el sentido de la posibilidad de la aplicación colectiva, «pública», de la violencia.)

§ 4. La comprensión schmittiana del Estado como razón del fra­caso

Como blanco de los ataques en BP no es difícil, por lo pronto, señalar al «liberalismo». Según Schmitt, el liberalismo intenta disol­ver lo político en la ética y la economía (BP 69 s.). Como no puede fiindamentar la exigencia del sacrificio de la vida por parte de la unidad política, no es posible obtener de él «ninguna idea específi­camente política» (ibidem). Degrada al Estado a «sirviente burocrá­tico armado» (BP 75). Con su «negación de lo político», intenta, en tanto «imperialismo económicamente fiindamentado», eliminar la guerra como fi)rma posible de la confiontación interestatal (BP 77), e intraestatalmente colocar al Estado «al servicio de la sociedad» (BP 60). Pero, hasta ahora, no ha logrado eliminar lo político del mun-

17. También cuando Schelsky, no hace mucho, lo calificó de «científica­mente claro como el agua» y Lübbe como «indispensable» para «comprender» la realidad en la cual los revolucionarios del Irán de Jomeini matan a los «enemigos de Dios» (Helmut Schelsky, «Der Begriff des Politischen und die politische Er- fahmng. Überlegungen zur Aktualität von Carl Schmitt» en Der Staat 22 (1983), 321-345, 332; Hermann Lübbe, «Politische Theologie als Theologie repolitisier- ter Religion» en Der Fürst dieser Welt, 45-56, 46). En el último tiempo, Günter Maschke es quien con mayor vehemencia ha defendido la teoría amigo-enemigo contra el «fervor científico-sistemático» («Cari Schmitt in Europa», 584). Este exi­giría de Schmitt una exactitud que no puede tener en tanto «ensayista e ideólo­go». Pero cabe recordar, primero, que hasta 1945, Cari Schmitt fue profesor uni­versitario y, segundo, siempre subrayó el carácter científico de su trabajo (GLP 5; NE prólogo).

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do. Tan sólo se ha ocultado la guerra bajo eufemismos tales como «expedición punitiva», «medida para asegurar la paz», etc., y en ver­dad, se la ha hecho más cruel (BP 77). Cuando, además, ya no exis­te «el Estado por encima de la sociedad» para regular los conflictos entre las diferentes agrupaciones sociales, éstas alcanzan, a su vez, el «grado de lo político».

Habrá que investigar ahora detalladamente cómo fundamenta Schmitt su crítica al «liberalismo». Aquí aparecerán en primer plano las concepciones que subyacen a la teoría amigo-enemigo, es decir, las concepciones sobre el Estado como «comunidad suprema», el acotamiento de la guerra entre los Estados como conquista humana y el «Estado por encima de la sociedad» en tanto creador de la paz en la guerra civil; pero todas ellas resultan ser dudosas o inconcilia­bles con los propios diagnósticos de Schmitt.

a) El ideal de la unidad social

Aquí es irrelevante el hecho de que sea insostenible el juicio de Schmitt «con respecto al desarrollo real que el liberalismo experi­mentó en Alemania»,^® ya que Schmitt habla expresamente de los «liberales de todos los países» que —incapaces de formular su propia teoría política— habrían pactado con las más diversas corrientes po­líticas (BP 68). Según él, el «liberalismo» es primariamente una acti­tud vital que, en la búsqueda permanente de ventajas individuales —por lo general, económicas— , desea eliminar todo peligro, sobre todo el peligro de una lucha, a fin de poder realizar sus negocios sin ser perturbado. Para ello se sirve de la moralidad universalista con cuya ayuda se desea estigmatizar la guerra como «inhumana». El liberalismo intenta eliminar lo político a fin de excluir toda posi­bilidad de guerra. Schmitt demuestra que esto no lo ha logrado, ni siquiera incipientemente. Pero tampoco parece estar seguro que no lo pueda lograr. Ya Strauss ha mostrado que, detrás de la tesis de la inevitabilidad de lo político, se esconde el conocimiento de y la

18. Schmitz, loc. cit., 123.19. Por lo demás, con respecto al intento de sustituir lo político a través de

consideraciones económicas, «racionales» en general, Schmitt no hace ninguna distinción entre el liberalismo y el socialismo marxista, que ha seguido al libera­lismo en lo económico (PT 82; RK 18 s., 24, 36; GLP 74 ss.; BP 73 s.; cfr. infra § 5; con RK ha sido abreviado Römischer Katholizismus und politische Form, Munich '1925).

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preocupación por el peligro que corre lo político.¿C uáles serían las consecuencias de un triunfo del liberalismo? ¿Qué espera Cari Schmitt de un mundo en el que lo político hubiera sido derrotado? Según él, habría entonces

«sólo ideología, cultura, civilización, economía, moral, derecho, arte, diversión, etc., apolíticos, pero no existiría ni política ni Estado» (BP 54). O, dicho más claramente: «Quizás podrían existir en él oposiciones y contrastes muy interesantes... pero razonablemente, ninguna oposición sobre cuya base pudiera exigirse de la persona el sacrificio de su vida, y las personas estuvieran autorizadas a ver­ter sangre y a matar a otras personas.» (BP 35 s ., subrayado M.K.).

Strauss ha analizado cómo Schmitt, a través de la forma como, por ejemplo, en la primera cita coloca todo —menos el Estado y la política— en el mismo nivel que la «diversión» y en la segunda cita habla de «quizás... oposiciones y contrastes muy interesantes», deja entrever su rechazo de un mundo tal. Para él, carecería de toda se­riedad de la vida h u m a n a .N o habría nada en virtud de lo cual los hombres «razonablemente» pudieran matar y morir. En la for­mulación de Hegel: desaparecería «aquel elemento ético de la gue­rra», que consiste en que en la guerra «se toma en serio la vanidad de los bienes y cosas temporales que, por lo demás, parece ser una edificante forma de hablar».

Me parece justificada la tesis de Strauss según la cual la afirma­ción de lo político significa la afirmación de lo moral. Pero se equi­voca cuando considera que, desde su punto de vista. Cari Schmitt tendría que reconocer toda posición «seria», es decir, practicaría un «liberalismo de signo inverso».Para Cari Schmitt, en modo algu­no es irrelevante para qué se lucha; lo que le importa no es la lucha por la lucha m ism a .D a muy bien a entender cuándo, según su opinión, puede exigirse razonablemente el sacrificio de la vida y la muerte de las personas y, sobre todo, cuándo no\

«Todo esto no tiene ningún sentido normativo, sino sólo exis­tencial y, por cierto, en la realidad de una situación de la lucha

20. Strauss, loc. cit., 172.21. El propio Schmitt confirmó más tarde, BP 120, la corrección de esta in­

terpretación.22. Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 324.23. Strauss, loc. cit., 180 s.24. Así ibidem, 179.

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real contra un enemigo real, no en cualesquiera ideales, progra­mas o normatividades.» (BP 49).

El matar y el sacrificio de la vida están sólo justificados como «afirmación acorde con el ser, de la propia forma de existencia fren­te a una negación, igualmente acorde con el ser, de esta forma» (BP 50). Y qué ha de ser considerado como una tal forma de existencia se expone claramente a continuación: un «pueblo políticamente existente» cuyo status político es el Estado (BP 51). Schmitt in­tenta, pues, indicar un objetivo político y una exigencia moral como conocimiento científico descriptivo, a fin de que no se piense que adhiere por su parte a «cualesquiera ideales, programas y normativi­dades». Con consecuente objetividad presenta su propia posición: es indiferente, opina, el hecho de que «uno desee... un mundo sin po­lítica como situación ideal» (BP 35). En el escrito de juventud sobre el valor del Estado,^ había invocado a Platón (WSA 4). Y también en BP pueden percibirse todavía rudimentos de los modelos anti­guos. Así como su «última palabra»^ no es la lucha contra el libe­ralismo, sino el «orden de las cosas humanas» (BP 95), así tampoco el contenido último de lo político son la guerra y la enemistad, sino algo así como la amistad. En el prólogo a la nueva edición de BP del año 1963, Cari Schmitt se defiende contra el «reproche de un posible primado del concepto de enemigo» (BP 14 s.). Pero también en el texto originario puede reconocerse que una pérdida esencial en la desaparición de lo político consistiría en la disolución de la cone­xión interna, es decir, justamente de la amistad entre los miembros de las ex unidades políticas:

25. Cfr. al respecto Hegel, Rechtsphilosophie, § 337 nota: «Se ha hablado mucho en una época de la oposición entre moral y política y de la exigencia de que la segunda debe ser acorde con la primera. Aquí tan sólo hay que observar que el bienestar del Estado tiene una justificación totalmente distinta que la del bienestar del individuo y que la sustancia ética, el Estado, tiene su ser ahí, es decir, su derecho inmediatamente en una existencia no abstracta sino concreta y que sólo esta existencia concreta puede ser principio de su actuar y comporta­miento y no uno de los numerosos pensamientos generales considerados como mandatos morales.» Quien incluya a Schmitt entre los «existencialistas» (Kuhn, loc. cit.) o entre los «existencialistas políticos» (Hofmann, Legitimität gegen Le­galität, 85 ss.) tendrá también que incluirlo a Hegel.

26. Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen (en lo que si­gue WS), Tubinga 1914.

27. Strauss, loc. cit., 180.

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«Si efectivamente, en virtud de una unidad puramente econó­mica o de técnica de comunicaciones, toda la humanidad y toda la tierra estuviera unida, ello no sería, por lo pronto, una mayor “ unidad social” , así como tampoco lo son los habitantes de un inquilinato, los consumidores de gas de una misma fábrica de gas o los viajeros de un mismo autobús.» (PB 58; cfr. «Staatsethik und pluralistischer Staat» en PB, sobre todo 144).

Desde luego, en Cari Schmitt se trata de una forma muy dege­nerada de la antigua nphilia»\ de la valoración del otro por sí mis­mo, de la igualdad de aquello que uno quiere y no quiere ® —que en Rousseau reaparece, por lo menos, como igualdad material de los intereses (Contrat Social, II 4, II 11)— tan sólo queda una dudosa «igualdad sustancial» (cfr. § 9), un mito nacional (cfr. § 5) y la pers­pectiva de matar y morir juntos en «fidelidad y lealtad». Por lo tan­to, no se lucha y se muere por el Estado y los conciudadanos porque con ellos se esté unido por lazos de amistad, porque se los «quiera», sino se debe querer al Estado, porque él ofrece la oportunidad de dar sentido a la muerte. La armonía de los ciudadanos entre sí no surge de la vida en común sino del hecho de que es la misma ins­tancia la que puede exigir el sacrificio de sus vidas.

Sin embargo, en el mejor de los casos, sólo en un sentido vago podría hablarse de un Schmitt «romántico», en la medida en que detrás de los muy alabados «fiaegos artificiales de los aperçus y bon- mots de Schm itt»,detrás de las formulaciones brillantes y de los ingeniosos razonamientos, se percibe la mentalidad de una novela de capa y espada.^® También la etiqueta propuesta por H. Freyer para la posición de Schmitt, es decir, «idealismo estatal» es co-

28. Aristóteles, Etica Nicomaquea, libro IX; del mismo autor. Etica a Eude- mo, VII; Platón, La república, V, 10-12.

29. Gustav E. Kafka, «Ziviltheologie - heute?» en G. Kafka y U. Matz, Zur Kritik der pol. Theologie, Paderborn 1973, 23-46, 44.

30. En este sentido, también H. Kuhn (loc. cit., 194 s.) parece hablar del «romántico Schmitt». En cambio, quien incluya a Schmitt en la tradición espiri­tual de los románticos políticos tan apasionadamente discutidos por él (PR 153 ss.) como Adam Müller (entre otros, Krockow, 82 ss.; Lowith, 95; Hofmann, Le­gitimität gegen Legalität, 160) «deja el problema de lado» (Neumann, Staat im Bürgerkrieg, 49). Borra las diferencias objetivas y personales entre Schmitt y los representantes del neorromanticismo como, por ejemplo, Othmar Spann (cfr. Neumann, loc. cit., 48 ss.; Bendersky, 58 s.; sobre la relación de Schmitt con el irracionalismo político, cfr. infra § 5).

31. Hans Freyer, recensión a la colección de ensayos Positionen und Begriffe de Carl Schmitt en Deutsche Rechtswissenschaft 5 (1940), 261-266.

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rrecta sólo bajo ciertos límites, si por Estado se entiende el Estado territorial del siglo XIX. Pues Schmitt tenía una gran admiración por las comunidades de la Antigüedad.

A causa de esta vinculación de la «forma arcaizante... del con­cepto de Estado» con el rechazo de una moralidad universalista, se habló más arriba de una orientación de Schmitt hacia Hegel. Sin embargo, mientras «en Hegel el Estado presupone... la sociedad ci- vil», " Schmitt se preocupa por desplazar a segundo plano los «po­deres de la sociedad» (Lev 116 s.), al declarar que la enemistad entre los Estados es «existencial» (y, por lo tanto, las otras oposiciones son irrelevantes) y su realización a través de la guerra acotada es un «pro­greso en el sentido de la humanidad» (BP 11) (que se perdería en caso de desplazarse la enemistad a otros ámbitos). Sin embargo, para Schmitt, el punto culminante de lo político no es la guerra misma^ sino que lo son «los momentos en los que el enemigo es visto como tal con concreta claridad» (BP 67). La amenaza externa, real o supuesta, debe promover la aparición de la comunidad dentro de la unidad política, y hacer aparecer como «secundarias» las polé­micas internas, por lo general económicas (BP 30 s). ^

32. No es casual que le dijera a Ernst Niekisch: «Yo soy romano por origen, tradición y derecho». (E. Niekisch, «Über Cari Schmitt» en Augenblick 4 [1956] 8 s.). Por esta razón, es demasiado estrecho el marco de interpretación del «arco storico umanistico borghese» que Bonvecchio {Decisionismo, La dottrina politica di Cari Schmitt, Milán 1984, 53 ss.) desea utilizar como instmmento de análisis: la Europa desde la formación de los Estados nacionales hasta el final de la época de esta forma de Estado en este siglo.

33. Manfred Riedel, Zwischen Tradition und Revolution. Studien zu He- gels Rechtsphilosophie, Stuttgart 1982, 185.

34. Ibidem, 200; cfr. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 182.

35. Pero así, por ejemplo, Schmitz, 106.36. Sin embargo, esta nivelación concepmal de diferencias sociales no es en

modo alguno un «efecto desagradable» de la teoría amigo-enemigo (así Neu­mann, Der Staat im Bürgerkrieg, 79). Por el contrario, tiene que testimoniar la «igualdad sustancial» de los miembros de un pueblo cuya voluntad la puede en­tonces «tener» uno o una minoría de los sustancialmente iguales (cfr. § 8). Koda­lle critica aquí la «ingenuidad de la creencia según la cual es posible establecer una unidad política más allá del establecimiento de una homogeneidad económi­ca intraestatal» (loc. cit., 81). Schmitz habla del «dominio exclusivo de la política exterior» (loc. cit., 97). En cambio, Frye se equivoca totalmente cuando cree que la atención propiamente dicha de Schmitt se concentra en la guerra civil (loc. cit., 827). De lo que se trata es solamente que en el caso irregular, las reglas son reconocibles más claramente, ya que entonces están libres de lo evidente que les es propio (cfr. § 16).

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Pero esta esperanza de un (re-) establecimiento del Estado como la «comunidad suprema y más intensa» (BP 144) resulta ser obsoleta cuando en todo respecto faltan los presupuestos sociales para ello. Desde la perspectiva de Schmitt, la concepción «pluralista» del Esta­do de Cole y Laski (el Estado como una de las muchas asociaciones en las que se organizan los hombres) responde a la «situación empí­rica real de la mayoría de los Estados industriales» (BP 135: cfr. § 5 b). ^

b) Del enemigo justo, real y absoluto

a) El acotamiento de la guerra y su puesta en peligro por parte de la moral

Por otra parte. Cari Schmitt no está dispuesto a aceptar ningún tipo de pautas valorativas para la decisión amigo-enemigo de un «pueblo políticamente existente» (BP 51), ya que la «justicia no per­tenece al concepto de guerra» (ibidem). Su argumentación está es­trechamente vinculada con la lucha ideológica mantenida desde hace decenios, en contra de aquella fuerza que utiliza una morali­dad humanitaria-universalista para negar a otros pueblos la compe­tencia esencialmente política de la distinción amigo-enemigo y, con ello, la existencia política: el imperialismo occidental. En los años veinte, sobre todo las grandes potencias europeo-occidentales eran el blanco de las críticas de Schmitt, mientras que a los Estados Unidos le atribuía un tratamiento relativamente equitativo de Alemania desde el punto de vista del derecho internacional.^® Desde fines de los años treinta, su ira se concentró en las potencias marítimas an­glosajonas.^ Frente a este imperialismo, Schmitt se veía a sí mismo

37. Quizás la indignación moral que provocan tales «miserables caricaturas de un Estado» (PB 144) enturbia la mirada del, por lo demás, tan agudo crítico, frente a las debilidades manifiestas de la Italia fascista; cfr. Maschke, epílogo,231 s.; cfr. Bonvecchio, loc. cit. 199 s.; «Utopica è quindi la convinzione schmit­tiana di servirsi del “ politico” ... come denominatore comune a cui ridurre ogni forza centrifuga.»

38. Cfr. los escritos sobre derecho internacional de aquella época en PB, por ejemplo, «Die Rheinlande als Objekt internationaler Politik», «Der Völkerbund und Europa», «Völkerrechtliche Probleme im Rheingebiet», etc. Sobre la conduc­ta «fair» de los EE.UU., cfr. PB 94 ss.

39. «Grossraum gegen Universalismus» en PB 295-302, como así también LM 71; NE 257 ss.; OW 166; LM: Land und Meer - Eine weltgeschichtliche Be-

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en una «defensiva ideológica» comparable a la de Maquiavelo y He­gel, quienes habrían tenido que «defenderse frente a un enemigo que se expandía invocando una moral humanitaria» (BP 65). No es difícil reconocer también el motivo concreto de la «contraofensiva» de Schmitt, recurriendo entre otras cosas a la polémica determina­ción conceptual de lo político: el Tratado de Versalles, en el cual las potencias aliadas victoriosas habrían impuesto a Alemania, con fundamentaciones morales, ruinosas condiciones de paz, y luego un humillante tratamiento en los años veinte

Sin embargo, ni la concepción del mundo de este imperialismo, «el» liberalismo, ni los revolucionarios socialistas habrían logrado eliminar lo político. Estos esfiierzos habrían tan sólo conducido a formas cada vez más crueles de guerra y enemistad. Durante cin­cuenta años, Schmitt trató de demostrar que tal era el caso." Espe­cialmente los escritos publicados sobre derecho internacional des­pués de la Segunda Guerra Mundial (sobre todo, NE y TP) pueden ser interpretados esencialmente como intentos de proporcionar esta prueba a través de la elaboración de diferentes conceptos de ene­migo.

En NE, Cari Schmitt expone el cambio paulatino de los, según él, conceptos centrales del derecho internacional: el concepto me­dieval de la guerra justa, que requería la justificación de la ñusta causa» (así todavía en F. Vitoria; NE 77 s.), habría cedido al »iustus hostis» en la moderna guerra «no discriminante» de los Estados (NE 123 ss.).

Como enemigo justo es ahora caracterizado el miembro de un ejército regular. El acotamiento de la guerra (protección de los no- combatientes, cuidado y entrega de los prisioneros de guerra, etc.) logrado en el Jus Publicum Europaeum a través de la distinción en­tre el enemigo del Estado y el delincuente, es celebrada por Schmitt como «obra de arte de la razón humana» (NE 123), como algo «in­creíblemente humano» (TP 92). Gracias a ello, durante dos siglos no

trachtung, Leipzig 1942, 2.^ edición, Stuttgan 1954, reedición Colonia-Lövenich 1981; OW: «Die geistesgeschichtliche Struktur des heutigen Welt-Gegensatzes von Ost und West» en Freundschaftliche Begegnungen. Festschrift für Emst Jün­ger zum 60. Geburtstag, Francfort del Meno 1955, 135-167.

40. BP 72; «Die Rheinlande als Objekt internationaler Politik» en PB; NE232 SS.

41. Cfr. todavía en «Die legale Weltrevolution» (1978!), 329: «La política mundial llega a su fin y se convierte en una policía mundial: un dudoso pro­greso.»

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tuvo lugar en suelo europeo ninguna guerra de aniquilación (NE 123).

Esto habría seducido a numerosos teólogos, filósofos y juristas a pensar que, mediante la eliminación y la condena de la guerra regu­lar, podría eliminarse la guerra en tanto tal. Pero, según Schmitt, no se habría tenido aquí en cuenta que existe la enemistad real que, en caso necesario, se abre camino a través de la guerra irregular, de la guerra de partisanos, cuando por algún motivo no es posible una guerra abierta entre los Estados (TP 91 s.).

La existencia del partisano muestra, según Schmitt, que la ene­mistad no es eliminable a través de convenciones y de la condena de la guerra. Por lo pronto, se mantiene puramente a la defensiva (TP 26). Esto cambia «cuando (el partisano) se identifica con la agresividad absoluta de una ideología mundialmente revolucionaria o tecnicista» (TP 26, cfr. 93 s.). Especialmente la combinación de la lucha irregular de los partisanos con el ímpetu revolucionario de Lenin, Mao Tse-tung y Ho Chi Minh conduce a la absoluta enemis­tad (PT 56). Para Lenin, por ejemplo, «la guerra acotada por el de­recho internacional europeo clásico no es mucho más que un duelo entre caballeros que exigen satisfacción» (ibidem). El revolucionario se atiene a las reglas de este «juego» mientras lo juzgue oportuno a fin de engañar al enemigo. Pero, en principio, en su lucha contra su enemigo absoluto, el enemigo de clase, se sirve de todo medio, regular o irregular. Quien conduce la guerra ya no es, en última ins­tancia, el Estado sino el Panido impuesto absolutamente (TP 94) como representante legítimo de una clase.

A las malas consecuencias que habría tenido la destrucción del acotamiento de la guerra por parte de los revolucionarios, se agregan aquellas que resultan de la mera existencia de los modernos medios de destrucción."^ Sin embargo, «el último peligro» surge de la «ine­vitabilidad de una coacción moral» (TP 95). Quien aplica tales me­dios contra otras personas tiene también que condenar moralmente a la otra parte, declarar su «disvalor total» (ibidem).

Como Cari Schmitt se imagina que el baluarte de la ideología tecnicista" (cfr. § 11) y del liberalismo que discrimina moralmente

42. «Tales medios de destmcción absoluta requieren el enemigo absoluto si no han de ser absolutamente inhumanos.» (TP 94).

43. A más de los ataques a la moralidad universalista, la aversión contra la «religión de la tecnicidad» (BP 91 s.) parece ser uno de los elementos permanen­tes en la obra de la vida de Schmitt. Cfr. más recientemente sus quejas contra

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al enemigo se encuentra en los países anglosajones (OW 162; LM 71 s.), les imputa abiertamente la culpa del surgimiento de la ene­mistad absoluta, culpa que compartirían con los revolucionarios so­cialistas. La diferencia consiste únicamente en que estos últimos se sirven conscientemente, para imponer sus objetivos, de la posibili­dad, creada por el liberalismo, de la difamación moral-humanitaria del adversario como parásito, obstáculo para la paz, etc. (BP 12).

Aquí no es posible analizar in extenso si este reproche de practi­car un tipo de guerra mucho más cruel que el de los países conti­nentales europeos —en parte por hipocresía, en parte por sentimen­talismos simplistas— está plenamente justificado. Sin embargo, parece plausible dudar de que tal sea el caso. Ya en 1952, Golo Mann constató —en contra de los reproches de Schmitt— que el Jus Publicum Europaeum con su acotamiento de la guerra «fracasó y se pudrió desde adentro».Es sorprendente también que el compor­tamiento de la potencia continental Alemania —que se burlara de todos los acotamientos de la guerra—, no fiiera para nada mencio­nado por Schmitt, tampoco después de 1945.

Además, no obstante todo el respeto que pueda merecer el aco­tamiento histórico de la guerra, puede realmente dudarse que se trate de una obra de arte humanitaria de la razón humana, tal como lo sostiene Schmitt. Por lo pronto, no sirvió de mucho para aquellos que en la época del Absolutismo, de acuerdo con la costumbre ge­neral, eran obligados a enrolarse como soldados. Además, todos los acotamientos de la guerra no impidieron a las potencias continenta­les europeas fabricar y utilizar armas «inhumanas». Pero, sobre todo, estos acotamientos no valían para la propia población (así también el mismo Schmitt en NE 124), como lo demuestra el brutal proce­der de las autoridades cuando la rebelión de los tejedores en Silesia o la represión de la Comuna de París.

la contaminación ambiental como resultado de la «ciencia valorativamente neu­tra» en «Die legale Weltrevolution», 326. Bonvecchio (loc. cit. 46 s.) indica la vinculación que, según Schmitt, existe entre «tecnicismo» y «negación de lo polí­tico».

44. Golo Mann, «Cari Schmitt und die schlechte Juristerei» en Der Monat 5 (2952/1953), 89-92, 91.

45. Diferente en su discípulo Schwab, «Enemy oder Foe: Der Konflikt der modernen Politik» en Epirrhosis II, 665-682.

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jS) El Estado por encima de la sociedad

La forma como tales «perturbaciones» (BP 10) fueron eliminadas arroja también dudas acerca de otra tesis —estereotipadamente rei­terada por Schmitt— acerca del Estado absolutista, «esta pieza bri­llante de forma europea y del racionalismo occidental» (ibidem): la conclusión de las guerras civiles, religiosas y estamentales habría sido posible debido al establecimiento del Estado por encima de la socie­dad (ibidem, BP 23 s.). La tesis sostiene que tiene que haber algo así como un pouvoir neutre et intermédiaire, una instancia de arbi­traje dotada con poder ab so lu toC u an d o se observan las cosas más de cerca, esta idea básica de muchas teorías autoritarias del Es­tado, sobre todo de la de Thomas Hobbes —en cuya tradición Schmitt realmente se encuentra en este punto— resulta ser una fic­ción, es decir, una leyenda política/^

Un árbitro imparcial necesita —según la opinión unánime de to­dos los teóricos del Estado autoritario— un poder suficiente como para imponerse frente a cualquiera de las partes en una guerra civil. Para ello, su dominación ha de contar con la aprobación de una par­te no despreciable de la población .P ues, sin un cierto mínimo de reconocimiento voluntario no puede mantenerse ninguna domi­nación política. Aun en una sociedad de esclavos, por lo menos una gran parte de los propietarios de esclavos tiene que estar convencida de la justificación de la esclavitud.

En una situación (desde su perspectiva) relativamente favorable se encuentra el gobernante absoluto que dispone de una casta de guerreros en cierto modo independiente de las otras fuerzas de la so­ciedad. Para conservar su apoyo, tiene, por lo general, que conceder privilegios a esta casta. Sin embargo, a más tardar cuando estos pri­vilegios son puestos en duda por alguna de las partes de la sociedad.

46. En la medida en que en el caso concreto de la República de Weimar, quería inaugurar sólo un papel mediador del presidente del Reich entre los gm- pos de intereses (así, por ejemplo, Bendersky, 79 ss.), su concepción es totalmen­te discutible (pero cfr. la crítica de Kelsen en Wer solí Hüter der Verfassung sein?, Berlín 1931). Pero tanto los conceptos utilizados como la reiteradamente expresada simpatía por el fascismo italiano muestran que este papel del Estado no le agradaba.

47. Martin Kriele, Einführung in die Staatslehre, Reinbek bei Hamburg1975, § 9-14 y 30-36.

48. H.L.A. Hart, The Concept o f Law, Oxford 1961; versión alemana; Der Begriff des Rechts, Francfort del Meno 1973, cap. V, habla de un «aspecto inter­no» sin el cual ningún sistema jurídico puede existir.

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el gobernante y su casta de guerreros dejan de ser un pouvoir neutre et intermédiaire para convertirse, a su vez, en una de las partes de una guerra civil.

Pero a menudo el gobernante —también cuando lo que real­mente le interesa es la pacificación— depende de la ayuda de una de las partes de una guerra civil. Pues no es de esperar que ambas partes efectivamente se sometan a un tercero más débil. En el caso normal, un gobernante autoritario habrá de aliarse con aquella fuer­za social que tiene interés en la conservación del status quo. Cual­quiera que sea la parte que gane, utilizará su poder para la opresión del adversario. Lo que es alabado como Estado absoluto por encima de los partidos resulta ser, a menudo, la concesión del poder total a una de las partes de una guerra civil. En lugar de la terminación de la guerra civil, resulta una continuación unilateral de la guerra civil con los medios del Estado policial —tal como podría decirse si­guiendo una formulación de Kriele" ^— que termina destruyendo físicamente, o al menos diezmando, a los vencidos, es decir, en rea­lidad, con una especie de «pacificación».

Además, justamente el intento de someter a los «poderes indi­rectos» —a las «fiierzas de la sociedad»— y de establecer una domi­nación absoluta puede provocar una guerra civil. Un claro ejemplo histórico al respecto es el lamentable fin de Carlos I de Inglaterra. A los adversarios del absolutismo les suelen reprochar sus partidarios que siempre piensan en sus intereses particulares y no en el bien co­mún y que ello impediría la paz interior. Pero justamente esta dis­criminación moral del enemigo conduce a aquel «fanatismo y radi- calización» en la conducción de la guerra que Schmitt reprocha al liberalismo. Con esto resultan ser insostenibles —o al menos necesi­tadas de revisión— no sólo las tres posiciones teórico-estatales conte­nidas en la teoría amigo-enemigo de Schmitt («el Estado por encima de la sociedad» como creador de la paz, el Jus Fublicum Europaeum como forma ejemplar del derecho internacional y el Estado como unidad social «intensa»). Al, por una parte, argumentar moralmente y, por otra, atacar violentamente la moral, parece caer en una con­tradicción de la que tampoco puede escapar a través de la intentada retirada hacia lo descriptivo. Sin embargo, un breve análisis de las distintas posibilidades de entender la palabra «moral» pone de ma­nifiesto que la argumentación de Schmitt implica, por lo menos, dos juicios perfectamente conciliables entre sí sobre «la moral»: aspi-

49. Staatslehre, 127 ss.

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ra a una eticidad estatal, que se encuentra fuertemente vinculada con la tradición de Maquiavelo, y rechaza la moralidad universalista. En el § 5 se presenta un somero análisis del concepto de la moral y una discusión de la moral estatal de Schmitt. En el § 6 se examina la justificación de su crítica a la moralidad.

§ 5. Estado y moral

En el § 4 se analizaron, en el curso de la discusión de los objeti­vos políticos contenidos en la teoría amigo-enemigo de Schmitt, también sus implicaciones morales. Como, por una parte, el propio Schmitt argumenta moralmente y, por otra, formula, sin embargo, vehementes ataques contra «la moral», parece indispensable em­prender una somera dilucidación del concepto de la moral. En 5a, se intenta una clasificación de los distintos tipos de la moral. Como características comunes de estos tipos de moral —siguiendo a H.L.A. Hart— pueden ser mencionadas la importancia, la inmuni­dad frente al cambio directo e intencional, el carácter voluntario de las violaciones de la moral y la forma de la presión moral (apelación a la conciencia).En 5b se lleva a cabo una primera aplicación de este aparato conceptual a la relación entre Estado y moral. A través de la confrontación directa con las concepciones de la moralidad universalista relevantes en este punto, se cristaliza la variante schmittiana de la eticidad estatal: frente a los modelos que aparecen en la Antigüedad y en Rousseau, la comunidad efectivamente vivida es reemplazada por contenidos irracionales de fe compartidos. Schmitt se encuentra aquí en la tradición del maquiavelismo. Desde luego, con respecto a la realizabilidad histórica de sus concepciones, su argumentación contiene algunas debilidades fiindamentales. Fi­nalmente, los resultados elaborados en 5 b permiten comprobar una apreciable continuidad en la historia del desarrollo de Schmitt (5c).

a) Tipos de moral

Aunque no siempre de manera isomorfa, las características de Hart valen con respecto a los más diversos enunciados prescriptivos.

50. Recurro a Hart porque su sistematización está hecha a medida para una investigación teórico estatal y teórico jurídica. Se muestran las afinidades de las

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con fundamentaciones en parte muy distintas. La prohibición de matar las cumple, al igual que el mandato de la misericordia, la exi­gencia de sacrificarse por el bien común, y el juicio de la homose­xualidad como «aborrecible», «antinatural», etc.

Una posibilidad de clasificación de estos enunciados (y, con ello, de la diferenciación del concepto de la moral) consiste en ordenarlos de acuerdo con los tipos de fiindamentación. Desde luego, con ello no se logra la clasificación en clases disyuntivas: por ejemplo, prácti­camente todo tipo de moral incluye la prohibición de matar (al me­nos, en sentido amplio). Además, en una sociedad y hasta para una persona, pueden ser al mismo tiempo relevantes diferentes tipos de moral. Tercero, los pasos de algunos tipos a otros son sumamente fluidos. El hecho de que, sin embargo, se haya elegido este tipo de clasificación se debe, por una parte, a que los tipos de moral así es­tablecidos pueden ser considerados —al menos por lo que respecta a su posibilidad y/o a su pretensión— como formas de la regulación moral del comportamiento independientes y lógicamente separadas. Por otra parte, esta clasificación resultará ser adecuada para la inves­tigación de las implicaciones morales y antimorales en la argumenta­ción de Cari Schmitt. Como tipos de moral habrá de distinguirse aquí entre los siguientes:

1) Costumbre «vivida». Los enunciados normativos son fiinda- mentados haciendo referencia a la facticidad de una convención: «Uno hace esto o aquello porque así se ha hecho siempre, porque es lo que corresponde», etc. No existe, ni tampoco suelen esperarse, razones adicionales para saber cuáles formas de comportamiento de­ben ser alabadas y cuáles censuradas (cuando más, se formulan co­mentarios tales como «anormal», «antinatural», etc.). Tal es el caso no sólo en las llamadas sociedades primitivas que, además, no esta­blecen ninguna diferencia entre derecho y moral;^ también en los llamados países civilizados, una parte considerable de la regulación social de la conducta se lleva a cabo a través de esta forma de etici­dad. También aquí tiene una influencia no despreciable en la juris­prudencia judicial, como lo demuestra la frecuente invocación de cláusulas generales tales como la fórmula del «respeto de las buenas costumbres». Puede, pero no tiene por qué existir necesariamente una vinculación entre la costumbre y

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distintas formas de moral y, sin embargo, se conserva la posibilidad de la diferen­ciación.

51. Ibidem, 131 ss.; Hans Kelsen, Reine Rechtslehre, Viena H96O, § 86 ss.

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2) los sistemas normativos positivos. Los juicios morales son fundamentados haciendo referencia a sistemas normativos reconoci­dos o que se suponen dignos de reconocimiento. Estos son a menu­do fundamentados religiosamente y suelen, por ello, pretender ser verdades reveladas. A veces, la interpretación de la revelación com­pete a un grupo relativamente pequeño dentro de la sociedad, por ejemplo, a la cátedra dotada de autoridad de una iglesia. En este caso, como lo demuestra la existencia de un derecho canónico, el paso de la moral al derecho es fluido (RK 26). La «inmunidad» de los juicios morales frente a los cambios intencionales, en compara­ción con la costumbre, queda aquí fiiertemente reducida ya que existe una exigencia moral esencial de lealtad frente a la instancia decisoria. Este desarrollo es reforzado aún por la

3) eticidad estatal, en donde la distinción entre derecho y mo­ral es en gran medida eliminada y la exigencia moral esencial —que, en última instancia, queda inmodifícada— es la exigencia de fidelidad, lealtad y disposición al sacrificio por la patria. El crite­rio moral más importante es aquí el bien común.

No pocas veces, la religión sirve para vincular a los súbditos con el Estado. Aquí Maquiavelo parece constituir el punto de partida de una nueva relación entre Estado, moral y religión. Ciertamente, ya en la República de Platón se encuentra la opinión según la cual «nuestros gobernantes tendrán que utilizar todo tipo de embustes y engaños para utilidad de los gobernados» (V. 8, 459c). Pero ello sólo debido a que ellos no pueden conocer por sí mismos lo bueno y también porque para ellos lo mejor sería «dejarse conducir por un guía sabio y divino» (IX. 13, 590c-d). Pero con Maquiavelo surge la exigencia de subordinar las concepciones morales al bien del Esta­do: surge el concepto de la razón de E s ta d o .También la Repú­blica de Platón contiene detalladas indicaciones acerca de lo que puede y no puede difiindirse sobre los dioses (II. 17, IIL5). Sin em­bargo, falta en él la instrumentalización de los impulsos religiosos irracionales, con una gran indiferencia con respecto a sus conteni­dos. Por otra parte, esta indiferencia posibilita en Rousseau una

52. Herfried Münkler, Machiavelli, Francfort 1982, 281 ss. Sin embargo, para Maquiavelo la moralidad no surge necesariamente sólo en el Estado (pero así Münkler, 284; cfr. en contra Maquiavelo, Discorsi (traducción alemana), Stuttgart ^977). Y el afán de poder personal no constituye para él un impera­tivo moral {Discorsi I, 26).

53. Según Maquiavelo, los gobernantes deben utilizar como medios de la

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cierta medida de tolerancia mientras la religión cumpla con su tarea política, es decir, la preservación y promoción de las virtudes ciuda­danas (Contrat Social, IV.8). ' En lo que sigue, se considerará el desarrollo ulterior de la teoría de Maquiavelo en los siglos xrx y XX.

A primera vista, un punto de partida totalmente distinto al de la eticidad estatal adoptan aquellos enfoques en los que

4) se confiere prioridad a los esfuerzos en aras de una vida hu­mana feliz. Las acciones son aquí clasificadas según sirvan o perjudi­quen el logro de una vida feliz. También estos enfoques tienen a veces un fiindamento religioso. Por lo menos la mayoría de las reli­giones pretenden ofrecer posibilidades de una vida feliz. Sobre todo en la Antigüedad hubo al respecto también reflexiones filosóficas. La cuestión esencial es allí la determinación de la relación entre lo moralmente bueno y justo (xa \bv), lo bueno y ventajoso extramo- rales (oL^aéov) y lo agradable y placentero (rjdvs).^^

Con respecto al concepto de felicidad de la época moderna, es sintomática la definición de la felicidad propuesta por Thomas Hob­bes como «el permanente avance de un deseo a otro» (Leviatdn cap.11). Es obvio que un concepto de felicidad de este tipo ya no puede estar en el centro de la ética. Surgieron así diversas concepciones de aquello que hoy suele llamarse

5) moralidad. Sus exigencias esenciales son las de universalidad y racionalidad o, formulado de otra manera, imparcialidad y despre- juiciamiento, es decir, reconocimiento de cada cual como portador de intereses posiblemente justificados y como posible fuente de ar­gumentos racionales, es decir, como fin en sí mismo. Los dos enfo­ques clásicos son el imperativo categórico de Kant en sus diversas formulaciones (Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, AA IV, 420 ss.) y el Utilitarismo (por lo pronto, Bentham, Mili, Sidgwick).

Mientras que Kant confiere prioridad a las máximas que subya­cen a la acción (sin por ello afirmar que la acción misma, es decir, sus consecuencias son irrelevantes, como parece atribuirle Hart), el Utilitarismo parte primariamente de las consecuencias esperables de

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política también aquellos artículos de fe que ellos mismos han reconocido como falsos (ibidem I. 12).

54. Kriele (Staatslehre, 286) malinterpreta totalmente a Rousseau cuando cree que el «culto de la razón» de Robespierre es una recepción directa y auténtica de Rousseau.

55. Maximilian Forschner, «Epikurs Theorie des Glücks» en Zeitschrift für philosophische Vorsehung 36 (1982), 169-188, 170.

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la acción (sin que por ello haya que confundirlo con un egoísmo bien entendido, como lo hace M. Kriele).

b) Pluriverso en lugar de universo

o;) Política y moralidad

Naturalmente, no sólo en las teorías de la eticidad estatal sino también a partir de cada una de las concepciones morales aquí esbo­zadas es posible inferir enunciados acerca de la relación entre políti­ca y moral. Aquí ha de ser descrita brevemente la relación entre po­lítica y moralidad ya que ella representa —supuesta o realmente— la posición opuesta a la de Schmitt. Kant, por ejemplo —en parte refiriéndose al Príncipe de Maquiavelo^^— rechaza como «manifies­tamente absurda» la opinión según la cual si bien es cierto que exis­ten leyes que obligan incondicionalmente, según las cuales debemos actuar, en la política a menudo no se puede actuar así (Zum ewigen Fríe den. Apéndice I, A A VIII, 370): «Pues entonces este concepto caería fiiera de la moral por sí mismo (ultra posse nemo obligatur)» (ibidem). Ahora bien, posiblemente no existe ningún enunciado prescriptivo concreto de alguno de los sistemas normativos a los que se ha hecho referencia en 5a bajo 2) que no pueda entrar en conflic­to con algún otro enunciado prescriptivo y que, en alguna situación, no tenga que ser v i o l a d o . A veces, como una razón para violar una norma particular suele aducirse el intento de evitar daños a al­guien con respecto a quien uno tiene responsabilidad o cree tenerla. Pero justamente quien dice que una norma tiene que ser violada, por lo general no quiere decir con ello que la violación ha de reali-

56. Martin Kriele, Recbí und praktische Vernunft, Gotinga 1979, 34 ss.; cfr. en contra Otfried Höffe (comp.), Einführung in die utilitaristische Ethik, Munich 1975, Introducción 9; S.I. Benn y R.S. Peters, Social Principles and the Democratic State, Londres "1977, 51 ss. Para un ejemplo concreto acerca de la influencia de las diferentes concepciones básicas en su aplicación a casos concre­tos, ver M. Forschner, «Kant versus Bentham. Vom vermeintlich kategorischen Imperativ des Strafgesetzes» en Reinhard Brandt (comp.), Rechtsphilosophie der Aufklärung, Berlín/Nueva York 1982, 376 ss.

57. Howard Williams, Kant's Political Philosophy, Oxford 1983, 46 ss.58. Kant creyó haber encontrado una tal proposición en la prohibición de

la mentira (Über ein vermeintliches Recht aus Menschenliebe zu lügen. Edición de la Academia (AA) VIII, 423-430). Pero cfr. al respecto M. Forschner, «Reine Morallehre und Anthropologie» en Neue Hefte für Philosophie 22, 25-44, 34 ss.

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zarse en aras de una ventaja egoísta ni que se trata aquí de una ne­cesidad natural. Piensa más bien que existe la obligación moral de seguir en este caso una norma de grada superior. La decisión acerca de cuál norma ha de ser considerada superior en un caso particular puede ser difícil y contiene siempre un elemento de riesgo. Ni el formalismo del imperativo categórico ni, por ejemplo, la axiología estoica o alguna otra ética, están en condiciones de proporcionar un procedimiento lógico-deductivo para la determinación de las accio­nes moralmente correctas en cada situación.^^

Así pues, si pueden haber razones para violar normas morales particulares y estas razones son, a su vez, de naturaleza moral, resul­ta ser incorrecto el argumento de Schmitt según el cual desde el punto de vista de la moralidad uno sólo podría preocuparse por los intereses de toda la humanidad pero no de un Estado o de un pue­blo y por lo tanto no serviría para juzgar las acciones políticas. Pues evidentemente —también desde el punto de vista de la mora­lidad— la tarea de un político consiste primariamente en preocupar­se por el bienestar del pueblo que, de alguna manera, le ha enco­mendado esta responsabilidad y/o por el cual ha asumido esta responsabilidad. Siempre ha formado parte del concepto de cargo público el que se espere de quien lo detenta que se preocupe de una u otra manera por el bienestar de quienes pertenecen a su jurisdic­ción.^^

En cambio, desde el punto de vista de la moralidad, no parece ser una tarea del Estado vigilar la integridad moral de sus ciudada-

59. Kant y la Escuela estoica tampoco formulan la pretensión; Kant «did not himself up as a moral guidance bureau». Benn y Peters, 51; sobre el Estoicis­mo cfr. Forschner, Die stoische Ethik, Stuttgart 1981, 210 s.; con respecto a otros métodos de ponderación y sus problemas, cfr. G. Patzig, Der Unterschied zwi­schen subjektiven und objektiven Interessen und seine Bedeutung für die Ethik, Hamburgo 1978, 16 ss. El haber subrayado la importancia del aspecto de la va­guedad y del riesgo en la decisión moral puede ser considerado como un mérito del Existencialismo. Su error consiste en haber absolutizado y radicalizado inne­cesariamente este conocimiento (cfr. Ernst Tugendhat, Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung, Francfort del Meno 1979, 242 s., 276 s.).

60. Muy claramente en «Staatsethik und pluralistischer Staat» en PB; si­guiendo a Proudhon («Quien dice Dios quiere engañar») según Schmitt podría decirse igualmente; «Quien dice humanidad desea engañar» (PB 143). Aquí no toma en cuenta lo siguiente; quien invoca la voluntad de Dios, no accesible a la racionalidad humana, se aparta de la argumentación racional. En cambio, pue­de perfectamente discutirse racionalmente sobre el bienestar de la humanidad.

61. Sobre la base de esta característica se distinguió entre monarquía y tira­nía, etc.

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nos. Existen al respecto dos argumentos principales: la no coacciona­bilidad de la moralidad y la relatividad del conocimiento práctico humano.

jS) Esbozo y ubicación aproximada de la posición de Schmitt desde el punto de vista de la historia del espíritu

Según Cari Schmitt, los orígenes de esta posición —evaluabili- dad moral de las acciones políticas, por una parte, rechazo de las funciones de control moral del Esado, por otra— y, con ello (inde­pendientemente del exacto desarrollo histórico) del comienzo siste­mático de la doctrina de los derechos de libertad, se encuentran en la exigencia de libertad religiosa (VL 158). Su núcleo filosófico lo descubre en la observación de Hobbes según la cual el Estado puede obligar a profesar una determinada religión pero no a que se crea en ella (Hobbes, Leviatán, cap. 42; Schmitt, Lev 86 ss.). A partir de allí habría comenzado la disolución liberal del Estado (ibidem). Obviamente, para Schmitt la moralidad constituye uno de los siste­mas normativos materiales mencionados más arriba bajo 2 ), es decir, el arsenal argumentativo de la burguesía liberal. Intraestatalmente se manifiesta principalmente en la exigencia de derechos de liber­tad, uno de los típicos instrumentos de lucha burgueses.

En la Verfassungslehre (§ 14) se encuentra, por cierto, una deta­llada exposición histórica y sistemática de los derechos fundamenta­les y de libertad. Pero una consideración más exacta muestra que los rechaza. En efecto, como ellos privatizan cada vez más ámbitos de la vida humana al declararlos asuntos que caen dentro del ámbito de cada cual, conducen a la «relativización y hasta la desvalorización del Estado y de la vida pública en general» (VL 158). Al final, hasta el acto propiamente político, la decisión política, es privatizado a través del voto secreto y excluido del ámbito de lo público (GLP 2 2 , sobre lo público cfr. § 8 ). Como para el individuo, según Schmitt, existe una «obligación con respecto al “Estado” » (PB 145) y un pue­blo que existe como unidad política posee, «frente a la existencia natural de cualquier grupo humano una comunidad de vida, un tipo de ser superior, elevado y más intenso» (VL 210), la desvaloriza­ción del Estado no puede ser conciliable con sus objetivos. Si, ade­más, se agrega su admiración por la Antigüedad, en la que no «se conocía ningún derecho de libertad», donde la idea de un ámbito ciudadano libre de la acción del Estado hubiera sido considerado

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como algo «absurdo e inmoral» (VL 158), se ve entonces claramente que también Cari Schmitt aspira a una eticidad estatal tal como la que fuera esbozada en 5a bajo 3. A l «universo» de la moralidad contrapone Schmitt el «pluriverso» de las unidades políticas, con el Estado como punto de referencia moral (cfr. BP 54).

Con la contraposición entre eticidad estatal y moralidad es posi­ble delimitar algo más exactamente la tradición en la que se encuen­tra Schmitt. En efecto, en las teorías clásicas del Estado de la Anti­güedad, las virtudes ciudadanas y humanas se encontraban en perfecta armonía (cfr. Platón, República, IV 6 -10) o al menos no di­vergían en el sentido de que para ser un buen ciudadano no había que violar las virtudes como persona (Aristóteles, Política, III 4). Ciertamente, las exigencias políticas y morales podían entrar en con­flicto, como lo muestra, por ejemplo, la Antígona de Sófocles, pero ésta era una señal de la depravación estatal. Sólo Maquiavelo acepta conscientemente la eventual inconciliabilidad entre las acciones ne­cesarias para el bien de la patria y las normas morales (Discorsi, III. 41; Principe, XV-XVIII). Su virtù es un impulso moralmente no cualificado, que puede pertenecer a una persona y también a un p u eb lo .B ajo su influencia se encuentra Montesquieu, para quien en la república la virtù significa «simplemente amor a la república»

62. Quien, a partir del rechazo común de sistemas normativos pre y su- praestatales de Cari Schmitt y Hans Kelsen (cfr. Kelsen, Reine Rechtslehre, 60 ss.), infiera falsamente la concepción de que ambos enfoques conducen en últi­ma instancia a lo mismo (así, por ejemplo, Krockow, 65 s.) no toma en cuenta justamente esta eticidad estatal en Schmitt. También y justamente la cita de la Teorìa de la Constitución esgrimida como pmeba al respecto por Ulrich Matz (Politik und Gewalt, Friburgo/Munich 1975, 120), si se la observa exactamente se convierte justamente en una refutación de esta opinión. Matz cita: «El hecho de que el gobierno de una comunidad ordenada sea algo diferente al poder de un pirata es algo que no puede ser aprehendido con concepciones de justicia, uti­lidad social y otras normatividades ya que también el pirata puede satisfacer to­das estas normatividades.» (VL 212). Pero Schmitt continúa: «La diferencia reside en que todo gobierno auténtico representa la unidad política de un pueblo y no al pueblo en su existencia natural.» (ibidem, subrayado de M.K.) Por lo tanto, en modo alguno desea poner en duda la distinción entre Estado y bandas de pi­ratas, sino por el contrario. Sin embargo, lo que desea subrayar es que esta dife­rencia no se basa en «normatividades» —por ejemplo, las normas de una ética universalista— sino justamente en el «ser de un tipo superior», que es propio de un pueblo como unidad política. En cambio, según Kelsen, la ciencia del dere­cho tiene que abstenerse de todo juicio moral acerca del valor del Estado (cfr., por ejemplo, Kelsen, op. cit., 70).

63. Münkler, Machiavelli, 298 s., 313 ss.

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(Esprií des Lois, V. 2 ) al igual que Rousseau, quien ensalzara la virtud y el amor a la patria, «el Padre de la Iglesia de la democracia moder­na», según Schmitt.^ Una figura clave en la serie de los herederos de Maquiavelo y de los antepasados de Schmitt es H eg e l,q u ien criti­caba a los críticos de la eticidad estatal que argumentaban moralmen­te la «superficialidad de pensamiento» (por ejemplo, Rechtsphilosophie, § 33), les negaba pues su competencia ética cognitiva. En él se en­cuentra también la por Schmitt recogida crítica de la moralidad, con la no-distinción entre la moralidad que se preocupa por criterios for­males y los sistemas normativos concretos (cfi. al respecto § 6)/'*

Otro paralelismo importante consiste en la crítica a la idea de que, en la moralidad, el individuo se encuentra sistemáticamente al comienzo y en el centro de la reflexión .S in embargo, si esta crí­tica —y con ella la queja general acerca de las tendencias individua­listas en expansión^®— ha de ser algo más que un lacrimógeno co­mentario de la ép o ca ,tien e que presuponer la posibilidad de un desarrollo histórico alternativo. ¿Está justificada esta presuposición? Por lo pronto, ¿qué es exactamente lo que persigue Schmitt?

y ) Precisión de los objetivos de Schmitt

Como se mostrara en § 4a, Schmitt desea conservar el «pluriverso político», la «pluralidad del mundo estatal» (BP 54). Pues en un

64. «Die Bedeutung des neuen Staatsrats» en Westdeutscher Beobachter N.° 176 (23 de julio de 1933); cfr. VL 229 s., en donde Schmitt mismo traza esta línea.

65. Sobre las influencias de Maquiavelo en Hegel, cfr. Münkler, Machiave­lli, sobre todo 372. Ciertamente, después Hegel se apartó de Maquiavelo (Riedel, Zwischen Tradition und Revolution, 46). Sin embargo, conserva determinados modelos de argumentación, como puede verse en Rechtsphilosophie, § 337 nota.

66. Sobre la equivocada «concepción de la derivación» y la «única concep­ción adecuada... del criterio», Wolfgang Kersting, Wohlgeordnete Freiheit. Im­manuel Kants Rechts- und Staatsphilosophie, Berlin/Nueva York 1984, 5, y P. Krausser, «Über eine unvermerkte Doppelrolle des kategorischen Imperativs in Kants “Grundlegung zur Metaphysik der Sitten”» en Kant-Studien 59 (1968) 318. Desde luego, parece que tampoco Kant tuvo siempre en cuenta esta distin­ción (cfr. por ejemplo, AA VI, 424 s.).

67. Con respecto a Hegel, cfr. Riedel, Zwischen Tradition und Revolution, 93 s.

68. Sobre todo «Das Zeitalter der Neutralisierung und Entpolitisierung» en BP.69- En los años veinte, Schmitt estaba todavía totalmente dispuesto a asu­

mir la lucha «espíritu contra espíritu» (BP 95).

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universo político en donde ya no hubiera nada en aras de lo cual pudiera exigirse «razonablemente» de las personas el sacrificio de sus vidas, no podría existir ya ninguna auténtica unidad social, ningún Estado como <$ comunidad suprema y más intensa» (PB 144, subraya­do de M.K.) y esto significa que ya no existiría ninguna comunidad auténtica. Aquí, en la preocupación por la posibilidad de la comu­nidad, parece encontrarse algo así como un elemento «eudemonista» (en el sentido más amplio de la palabra) del pensamiento de Schmitt. Pues, según él, en la comunidad se encuentran las perso­nas «esencialmente ligadas», en la sociedad, en cambio, «esencial­mente separadas».La comunidad satisface las «ansias de resonan­cia de nuestra persona», en la sociedad se lleva a cabo la lucha por la autoafirmación.^^

Aquí se percibe también claramente el modelo de la Antigüe­dad. Aristóteles, por ejemplo, define la polis justamente señalando que ella es autárquica por lo que respecta a las «ansias de resonan­cia» de sus miembros en todos sus asuntos (Política, L 1 , 1253a 28). De esta manera, los límites de la comunidad y los del Estado coin­ciden. Sin embargo, las concepciones clásicas de la polis, al igual que su nueva construcción cuasicontractual en Rousseau, estaban vinculadas con la condición de una relativamente reducida extensión del E sta d o .D e forma tal que, en principio, cada cual conocía a todos los demás y, por lo menos, había una praxis común efectiva­mente vivida, a partir de la cual, según Aristóteles, podían desarro­llarse, por una parte, distinciones teóricas y, por otra, directrices éticas.

Como una praxis política común, un diálogo real y permanente de todos los ciudadanos, no puede llevarse a cabo en un pueblo con millones de habitantes, no es posible tampoco aplicar directamente el modelo de la polis. Por lo tanto, parece imposible llegar, a través de una convivencia cotidiana, de una permanente vivencia común y homogénea, a un colectivo político que sirva de punto de referen­cia normativo sistemáticamente originario.

70. Ferdinand Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft, Berlin ^1926,39. Sobre la influencia del movimiento juvenil en el clima espiritual de la época y sobre la influencia de Tönnies en el movimiento juvenil, cfr. Krockow, 31 ss.

71. H. Plessner, «Grenzen der Gemeinschaft» en Gesammelte Schriften, tomo V, 114 s.

72. Por ejemplo Platón, La República, 421 c-423 c; Julia Annas, An Intro­duction to Plato's Republic, Oxford 1981, 103; Rousseau, Contrat Social, II, 9, 10; Aristóteles EN 1170b32.

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El intento más importante de una teoría de la eticidad estatal en el moderno Estado territorial y de masas es probablemente el Estado de Hegel como «realidad de la idea ética» {^Rechtsphilosophie, § 257). Pero Hegel subraya que «El interés especial no debe por cierto ser dejado de lado o hasta acallado sino que debe ser armonizado con el interés general» (ibidem § 261 nota). Así pues, a través de la recepción de la sociedad civil en el E stado,tiene que «superar­se» la oposición entre las formas de consideración individualistas y colectivistas. Aquí no habrá de analizarse hasta qué punto Hegel y su discípulo Marx lograron este objetivo, pues la crítica de Schmitt apunta totalmente en otra dirección. Su piedra de toque es la capa­cidad de imposición en la lucha política. Aquí el marxismo logró ciertamente condensar los numerosos conflictos sociales en un con­flicto entre burguesía y proletariado y crear con el burgués una im­presionante imagen del enemigo (GLP 70 ss.). Pero, al igual que el hegelianismo, el marxismo sigue siendo un sistema racionalista y lo­gró imponerse sólo allí donde pudo vincularse con motivos irracio­nalistas, y transformarse en un «instrumento intelectual... para una motivación en verdad ya no racionalista» (GLP 7 6 ): "

«El burgués no debe ser educado sino destruido. La lucha, la lucha totalmente real y cruenta que aquí surge, necesitaba una argumentación diferente y otra actitud espiritual que la construc­ción hegeliana que, en su núcleo, se mantiene siempre en lo con­templativo.» (Ibidem).

En Réflexions sur la Violence de George Sorel,Schm itt en­contró una teoría de la aplicación colectiva, directa e inmediata, de la violencia. Basándose directamente en Proudhon, Bakunin y Berg­son, Sorel considera que el impulso que confiere a un pueblo o a alguna otra agrupación social la fuerza para la «misión histórica» no reside en la correcta reflexión racional sino en la posesión de un mito que procede «de las profundidades de auténticos instintos vita­les» (GLP 80).

«En una intuición directa, la masa entusiasmada crea la ima­gen mítica que impulsa hacia adelante su energía y le confiere

73. Riedel, 200.74. «Como Trotzki observa con razón frente al demócrata Kautsky: cuando

se tiene conciencia de la relatividad, no se tiene el coraje para aplicar la violencia y derramar sangre.» (GLP 77).

75. París ^1919.

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tanto la fuerza para el martirio como el coraje para la aplicación de la violencia. Sólo así un pueblo o una clase se convierte en motor de la historia universal... Por lo tanto, lo que importa es ver correctamente en dónde alienta hoy realmente esta capacidad para el mito y esta fuerza vital.» (Ibidem).

Como puede verse fácilmente, esta teoría constituye, cuando más, una ligera modificación de la teoría de Maquiavelo acerca de la peregrinación de la virtù (Discorsi, 1.2 ) y de la utilización de la religión para vincular a los ciudadanos con la patria (ibidem I. 11- 13). Cuán impresionado estaba Schmitt por esta teoría se mues­tra, entre otras cosas, en el hecho de que aún en su obra tardía ha­bla de los pueblos que devienen «históricamente poderosos» «due­ños de su historia» (LM 8 ; OW 152 s.). Quien, a partir de los paralelismos indudables entre Schmitt y Nietzsche infiere una rela­ción de dependencia d irecta ,n o toma en cuenta la larga tradición filosófica en la que ambos se encuentran.

Mientras que Sorel veía en las masas del proletariado industrial la capacidad para el mito, es decir, el mito de la huelga general, Schmitt, partiendo del triunfo en Italia del discípulo de Sorel, Mus­solini, creía poder inferir la superioridad del mito nacional sobre el mito socialista (GLP 8 8 ). Por lo tanto, para él, «esta fuerza vital» alienta allí, es decir, en un pueblo que es capaz de alentar el mito nacional. Consecuentemente, un pueblo tiene conciencia política y, por lo tanto, existencia política, en la medida en que pueda distin­guir entre amigo y enemigo (VL 247). Y consecuentemente las horas estelares de la política son aquéllas en las que el enemigo es clara­mente reconocido (BP 67). La herencia intelectual de Maquialvelo puede ser, pues, percibida hasta en el detalle de que para Mussolini el mito nacional no necesita ser «ninguna realidad» (GLP 89). Lo que a ambos les importa no es que aquello en lo que se cree sea

76. Erwin Faul, Der moderne Machiavellismus, Colonia/Berlín 1961, 226ss.

77. Así, por ejemplo, v.d. Heydte, loc. cit.; Pattloch, loc. cit.; Reinhold Aris, «Politik und Ethik» en Neue Blätter für den Sozialismus 3 (1932) 542-546.

78. A causa de su ambigüedad, resulta difícil hacer de Nietzsche un defen­sor de la eticidad estatal: «Debido a la enfermiza “ enajenación” que ha estable­cido la locura de la nacionalidad entre los pueblos de Europa...» no se toma en cuenta «que Europa desea convertirse en una unidad {Jenseits von Gut und Böse, § 256, subrayado en el original, citado según Nietzsche, Werke, edición de Gior­gio Colli y Mazzino Montinari, 2.° tomo, 209). Sobre Nietzsche y Maquiavelo, cfr. Faul, loc. cit., 210 ss.

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verdadero, sino que confiera la fiierza para el hecho político. Como para ambos el modelo era la República r o m a n a ,s e ve en qué fi)rma Schmitt recurre a la Antigüedad: el objetivo sigue siendo la comunidad estatal, pero el trasfondo de vivencia del ideal de la po­lis, basado en la permanente praxis común, es reemplazado por un mito común irracional —interpretable más bien como una fe irra­cional en la misión histórica de la propia nación— que ha de ser sos­tenido, entre otras cosas, por una marcada delimitación hacia el ex­terior. Por consiguiente, lo que le interesa ante todo a Schmitt no es la lucha de clases antiproletaria.Más bien cree que, a través de la superioridad del mito nacional sobre el socialista y de la igualdad «sustancial» de quienes pertenecen a un pueblo (sobre la igualdad, cfr. § 9 ) —provocada, en no poca medida, por el mito— las oposi­ciones económicas pueden ser convertidas en cuestiones secunda- rias.«i

6) Dudas frente a la evaluación schmittiana de la situación histórica

Pero, en vista de la heterogeneidad y de la división de la po­blación de los modernos Estados industriales,^ que el propio Schmitt lamenta, ¿puede considerarse que esta esperanza es realista? Justamente la comparación con el admirado Maquiavelo pone de manifiesto dos problemas esenciales en la evaluación schmittiana del desarrollo histórico: Maquiavelo, quien escribiera su Principe en una época de desgarramiento político en Italia —con la esperan­za de que pudiera encontrarse alguien que fuera capaz de llevar a cabo la unidad de Italia (Principe, XXVI)®^— subrayaba que para el establecimiento de la virtud —el presupuesto de una repú­blica— haría falta en una época depravada «moho sangue» (Discor­si, 1.17).

Igualmente, la unidad del pueblo a la que aspira Schmitt por

79. «Según Maquiavelo, la política de la República romana era en todo res­pecto ejemplar.» (Münkler, Machiavelli, 257). Sobre Mussolini, Schmitt opina que el Estado italiano ahora es «nuevamente Estado con honestidad antigua» (Wesen und Werden...», PB 114).

80. Cfr. Introducción, sobre todo nota 23.81. «Wesen und Werden...», PB 113; GLP 14.82. Cfr., por ejemplo, «Weiterentwicklung des totalen Staates in Deut­

schland» en VA 359-366.83. Cfr. Münkler, Machiavelli, 357 ss.

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medio de un mito nacional habrá de ser posible en todo caso sólo con el terror y una sangrienta opresión. En efecto, para que el mito nacional pueda cumplir su función de unión tiene que convertirse en elemento de la costumbre o, por lo menos, como imagen rectora regulante tiene que ejercer una influencia decisiva en la costumbre vivida y, mediante su enraizamiento en lo irreflexivamente creído, imprimir un determinado curso al pensamiento de los ciudadanos. Consecuentemente, más tarde Cari Schmitt sostuvo que el nacional­socialismo respondía a la esencia del pueblo alemán (SBV; 3A). Para acercar al pueblo a su esencia, una «orden», una «élite», un «movi­miento», que posee ya esta esencia, este mito, tiene que asumir un papel de conducción política y moral.

Sin embargo, las otras fuerzas sociales y los «poderes indirectos» que existen en la sociedad pluralista diagnosticada por el propio Schmitt, no habrán de estar dispuestas a aceptar voluntariamente que otros asuman este papel. Por lo tanto, en general, aquella élite tendrá que imponerse violentamente y, sobre todo, defenderse siempre recurriendo a un poder dictatorial. En efecto, no puede es­perarse que para las necesarias medidas de reeducación a largo plazo haya de poder contarse con el apoyo de las mayorías, por ejemplo, a través de elecciones parlamentarias (ello explica también la reinter­pretación schmittiana del concepto de democracia; cfr. infra capítu­lo II). En general, en una sociedad en la que prácticamente todas las evidencias comunes se han derrumbado, en la que todo necesita ser justificado ante cada uno, no será posible transformar un mito irracional en algo evidente sino que siempre habrá alguien que pre­gunte si el mito es la «realidad», si sus presupuestos y suposiciones son correctos. Sólo a través de la eliminación física de, por lo me­nos, algunos de estos cuestionadores podrán evitarse tales preguntas. Por lo tanto, no es de esperar que un grupo dotado con la plenitud del poder renuncie al abuso del mismo. Es decir, muy probable­mente tendrá en mira su propia ventaja y no el surgimiento y el bie­nestar de la comunidad estatal a la que aspira Schmitt.®^

84. SbV 13, 28; «Wesen und Werden des faschistischen Staates», PB 112 s.; con respecto a las minorías que «incontestadamente se presentan como pue­blo», cfr. Volksentscheid und Volksbegehren. Ein Beitrag zur Auslegung der Weimarer Verfassung und zur Lehre von der unmittelbaren Demokratie», Ber­lín/Leipzig 1927, 49 s.

85. No la experiencia histórica, que en aquel momento todavía no podía te­ner, sino algunas simples reflexiones, que ya se encuentran, por otra parte, en su «Padre de la Iglesia» Rousseau {Contrat Social, II. 1, II. 4), hubieran podido

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Aun cuando se suponga que Schmitt hubiera estado dispuesto a aceptar «molto sangue» —y esta suposición no es aventurada (cfr. por ejemplo sus opiniones acerca de la «destrucción de lo no homo­géneo», GLP 14)— su esperanza de unidad no está justificada. Al respecto existe otra razón más: uno de los presupuestos centrales en los que Maquiavelo basaba su esperanza en un refortalecimiento de Italia es su metafísica de la historia: un modelo cíclico de la historia inspirado en Polibio, según el cual los diferentes tipos de constitu­ción (por ejemplo, los de Aristóteles en Política III y IV) alternan en una determinada secuencia.® En cambio, ya en Rousseau el proceso de decadencia, una vez iniciado, es irreversible, la reeduca­ción del burgués es una empresa sin ninguna perspectiva de éxi­to. Sobre esto no se entrará a discutir aquí. En el caso de Schmitt, no se trata ni de un modelo de la historia «cíclico» ni tam­poco «lineal» ya que rechaza las leyes generales de la historia univer­sal, aun cuando con este rechazo quiera primariamente «defenderse frente a la locura nomológica del siglo xix» (OW 153 s.). Por otra parte, también en Schmitt se insinúa algo así como una metafísica de la historia que intenta comprender las formas de la cultura surgi­das históricamente como una reacción del hombre frente a determi­nadas constelaciones geográficas contingentes. Así se explican, por ejemplo, las peculiaridades de la cultura del Antiguo Egipto en vir­tud de las condiciones especiales del valle del Nilo (OW 150 ss.). Especialmente la aquí relevante concepción liberal del mundo resul­ta, según Schmitt, de la orientación de Inglaterra hacia una existen­cia marítima, hacia el mar como ámbito vital (LM 60 ss.; OW 157 ss.; cfr. al respecto § 11b). Sobre todo, con ayuda de la «posesión del mar», del dominio sobre los mares del mundo y del papel con­ductor en la técnica, logró Inglaterra imponer y hasta hacer plausi­ble en los pueblos europeo-continentales su concepción del mundo y, con ella, una moralidad y un derecho internacional universalis­tas. Sin embargo, a través del mayor desarrollo de la técnica, de la adición del aire y hasta del fuego como «elemento de la actividad humana» (LM 75), se relativiza la oposición existencial de los ele-

convencer a Rousseau que en la realización de sus concepciones había que contar con consecuencias no deseadas.

86. Cfr. Münkler, Machiavelli, 338 ss.87. Cfr. Forschner, Rousseau, Friburgo/Munich 1977, 52 ss.88. LM 62; «Grossraum gegen Universalismus» en PB 295-302; sobre esta

parte de la crítica a la ideología de Schmitt, cfr. también § llb ).

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mentos tierra y mar, de las potencias terrestres y de las potencias marítimas «Desaparecen los fundamentos de la conquista inglesa del océano y, con ello el nomos hasta ahora existente en la tierra.» (LM 7 6 ). El «nuevo nomos de nuestro planeta», que sólo puede «surgir a través de la lucha... crece incontenible e inevitablemente» (ib id em ).S ea que se trate o no de una ley de la historia, en vista de la manifiesta imposibilidad de verificar estas audaces especulacio­nes, parece temerario convertirlas en fundamento teórico de refle­xiones políticas serias.

c) Continuidad y cambio en el pensamiento de Schmitt

Ahora se dispone ya de los presupuestos para esbozar —al me­nos en este ámbito— la muchas veces discutida «historia del desarro­llo» en el pensamiento de Schmitt. En la literatura secundaria exis­ten diferencias de opinión acerca de si la obra de Schmitt es sólo comprensible como reflejo de la situación histórica o si las manifes­tas modificaciones representan únicamente cambios secundarios de una misma posición.^ Si se aplican a esta problemática los resulta­dos hasta ahora obtenidos, se ve que Schmitt adaptó una posición básica, en principio constante, a las experiencias y exigencias históri­cas. Los elementos de esta posición básica han sido ya enumerados. Son los siguientes:

89. «La historia universal es una historia de la lucha de las potencias maríti­mas contra las terrestres y de las potencias terrestres contra las marítimas.» (LM 9).

90. «Muchos verán aquí sólo muerte y destrucción. Algunos creerán estar vi­viendo el fin del mundo. En realidad vivimos sólo el fin de la relación entre tie­rra y mar que rigió hasta ahora. Pero, a menudo, el temor humano ante lo desco­nocido es tan grande como su horror ante el vacío, aun cuando lo nuevo sea la superación de ese vacío. Por ello, muchos ven sólo un caos sin sentido allí donde en realidad alientan un orden y un sentido nuevo. El viejo nomos se hunde sin duda y con él todo un sistema de medidas, normas y proporciones tradicionales. Pero el venidero no es ya por ello simple caos ni pura nada hostil al nomos. In­cluso en la acerba lucha entre viejas y nuevas fuerzas, surgen medidas justas y se forman también proporciones sensatas.-» LM 76, publicado primeramente en 1942; pero cfr. también los paralelismos en «Grossraum gegen Universalismus» antes y en NE 290 ss.; OW 166 después de la Segunda Guerra Mundial.

91. Cfr. infra § l lb , 11c. Reflexiones vinculadas con la mitología mar-tierra de Schmitt se encuentran, por ejemplo, en Hermann Schwengel, «Der Planet den Präsidenten, die Erde den Partisanen und die Weltgeschichte für IBM. Re­flexionen zu Carl Schmitt» en Tumult 1 (1983), 28-39.

92. Ver supra. Introducción.

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1) la exigencia de una sujeción moral del individuo al Estado (en donde los medios religiosos y cuasireligiosos de influencia jue­gan un papel no despreciable),

2 ) la opinión según la cual el Estado necesitaría contar con la posibilidad ilimitada para la pacificación interna (eventualmente re­curriendo a la violencia) y

3 ) el rechazo de la moralidad individualista y universalista como criterio de evaluación de las acciones políticas.

Desde luego, entre estos elementos básicos se desplaza la impor­tancia respectiva, entre otras cosas de acuerdo con la esperanza de poder adquirir influencia política.

a) La obra temprana

En WS existe, por cierto, un suprapositivo «derecho natural sin naturalismo» (WS 76), que no contiene en sí nada empírico (31), que esencialmente es una norma (3 9 ), un «pensamiento abstracto que no puede ser inferido a partir de los hechos y no puede influir en los hechos» (38). Pero este derecho posee «una independencia in- derivable frente a la ética» (37). En esta medida, no tiene para el individuo ninguna importancia ya que sólo el Estado es un «sujeto jurídico autónomo» (101). El «deber (del Estado, M.K.) al derecho en sentido eminente» (85) aprovecha, sin embargo, poco al indivi­duo ya que el Estado se le enfrenta, después del encuentro con el derecho que exige su realización, con «dignidad suprapersonal» y «autoridad originaria» (101). El discurso de los derechos de libertad del individuo cuya «dignidad depende de que se entregue al Esta­do» (9 2 ) es, por lo menos, «incomprensible» frente al Estado ideal o empírico (99 ss.). En efecto, no hay que considerar al Estado como una «institución de seguros» (85) y mucho menos como una cons­trucción de los individuos para su utilidad bien entendida (93). Esto significaría algo así como definir al Sol como un fiiego «encendido por salvajes muertos de frío para calentarse sus miembros» (ibidem). Como con esto se bloquean ya ah initio también las exigencias mo­rales de justicia social, puede verse claramente que los puntos 1) y

93. También Kodalle (67) reconoce la hipostasión que hace Schmitt del co­lectivo en punto de referencia moral, en oposición al individuo y la humanidad, es decir, en el lenguaje de la moralidad, al derecho de la humanidad en la perso­na de cada individuo.

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3) están ya dados en WS. Con respecto al punto 2), el propio Schmitt vinculó la «Oposición de la norma jurídica y la norma de realización del derecho» (DD XIX) en WS con su estudio sobre «El concepto crítico de la realización del derecho, es decir, la dictadura» (DD XX). Explícitamente el escrito Die Diktatur no aspira a ser considerado exclusivamente como una discusión teórica de la Revo­lución de noviembre y sus consecuencias posteriores que, en parte, presentaron características propias de una guerra civil. Schmitt no se distanció nunca completamente de las tesis básicas de este traba­jo. Tampoco lo hizo con respecto a las concepciones sobre la so­beranía y la situación excepcional desarrolladas en PT. ^

0) El desarrollo de la imagen del enemigo

En PT se encuentra también aquella peculiar imagen del enemi­go a partir de la cual puede aprehenderse con suma claridad la cohe­rencia interna del desarrollo de Schmitt:

«Financistas americanos, técnicos industriales, socialistas mar- xistas y revolucionarios anarco-sindicalistas se unen en la exigen­cia de la eliminación de la dominación no objetiva de la política sobre la objetividad de la vida económica» (PT 82).

Por lo tanto, el adversario de Schmitt no es só/o el liberalismo, tal como parecería ser en BP, y tampoco só/o el socialism o.En el

94. Así, el Prólogo de 1921, con la fórmula según la cual la dictadura sería la vinculación de dominación personal, democracia y centralismo (D XII), contie­ne ya «in nuce» la reinterpretación schmittiana del concepto de democracia (cfr. capítulo II). Todavía en 1933 Schmitt habla de los «casos posiblemente necesarios y saludables de una dictadura», aunque desde luego no quería considerar como tales al Tercer Reich (SBV 41).

95. Sobre los conceptos «soberanía», «situación excepcional», «decisión» y su desarrollo en el pensamiento de Schmitt, cfr. el capítulo IV en donde se conside­ra también el artículo «Gesetz und Urteil», del año 1912, que aquí ha sido pasa­do por alto.

96. Quien sólo toma en cuenta los componentes antisocialistas en Schmitt (Maus, Neumann, recientemente Jürgen Seifert, «Theoretiker der Gegenrevolu­tion. Carl Schmitt 1888-1985» en Kritische Justiz 18 [1985], 193-200, 194) les facilita a sus apologetas la anulación, a través de la demostración de que Schmitt no puede ser reducido a ideólogo del capital monopolista y con algunas concesio­nes sobre su papel en el Tercer Reich, también de los puntos críticos justificados (cfr. Rumpf sobre Maus en «Cari Schmitt und der Faschismus»). Además, con

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curso del desarrollo ulterior, esta lista es reducida a los tecnócratas liberales y a los marxistas, es decir, los bolcheviques. Pues, en últi­ma instancia, sólo ellos habrían seguido al liberalismo en su campo primigenio, el de la economía (RK 18 s., 24,36; GLP 70 ss.). Como todas las oposiciones dentro de la sociedad han sido reducidas a una, es decir, a la oposición económica de clases, lo único que toda­vía falta por resolver son los problemas económicos y técnico- organizativos. «El gran empresario no tiene un ideal diferente al de Lenin, es decir, una “ tierra electrificada” . Ambos discuten en reali­dad sólo sobre el método correcto de la electrificación» (RK 19). Con esto, «se deja de lado el núcleo de la idea política, la decisión moral exigente» (PT 83).

En cambio, más tarde, Schmitt interpreta al revolucionario Proudhon como el «aliado desconocido» de Donoso Cortés, el pro­pagandista católico de una dictadura conservadora («Der unbekann- te Donoso Cortés», en PB 115-12 0 ). La teoría de Proudhon fiie ulte­riormente desarrollada por Bakunin y Sorel y reinterpretada por Mussolini (GLP 70 ss.). Manifiestamente, Schmitt ve el paralelis­mo en las concepciones de ambas contrapartes en el hecho de que la acción política se fundamenta en los contenidos de fe de los acto­res. Su reforzado ímpetu y su capacidad de imposición, por ejem­plo, frente al «racionalismo relativo» de la democracia parlamentaria (GLP 89), lo obtiene a través del carácter irracional de los conteni­dos de fe, que los libera de las tentaciones de un racionalismo «cal­culador». Pues «cuando se tiene conciencia de las relatividades... no se tiene el valor para aplicar la violencia y derramar sangre» (GLP 77).98

esto se desconoce que la teoría de Schmitt debe su manifiesta atractividad, al me­nos parcialmente, a esta doble dirección de su ataque. Cfr. por ejemplo, Portina­ro, 224 s.

97. Neumann {Staat im Bürgerkrieg, 68 s.) no tiene en cuenta aquí que no tanto Marx sino Proudhon es una de las influencias «de izquierda» en Schmitt. Justamente por ello, tampoco es Sorel el adversario principal de Schmitt (tal como sostiene Hugo Ball, «Carl Schmitts Politische Theologie» en Hochland 21 (1924), 261-286, citado aquí según su reimpresión en Der Fürst dieser Welt, 100-115, 110). Desde luego, en RK (1923), Sorel se encuentra todavía en la «alianza» de los hombres de finanzas americanos y de los bolcheviques rusos (RK 19).

98. Quien subraye el racionalismo de Schmitt (Bendersky, 59; W. Laqueur, Weimar. A Cultural History, 1918-1933, Nueva York 1974, 98-101) tiene, por lo menos, que tener presente que Schmitt distingue expresamente entre la racio- nahdad de la Iglesia Católica y la del pensamiento técnico-económico (RK 19).

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Al comienzo, Schmitt estuvo cerca de Donoso Cortes (PT 75 ss.). Su catolicismo obtenía su «fuerza vital» de una escatologia en la que era «directamente viva... la expectativa del Juicio Final» (RK 2 1 ). Pero, como tenía que darse cuenta que, primero, el principio de la legitimidad democrática era actualmente el principio en que se tenía fe; segundo, que los reyes ya no tenían el coraje de gober­nar en contra de la voluntad del pueblo y, tercero, que todo poder político podía esperar contar con la voluntad del pueblo (GLP 38), se fue orientando —sobre todo debido al éxito de Mussolini en Italia— cada vez más hacia el fascismo. Siguió considerando que la escatologia era necesaria pero que no pertenecía a la política («Der unbekannte Donoso Cortés» en PB). Según Schmitt, la «energía es­pecífica» del concepto de dictadura residía ahora en la «esfera de un democratismo revolucionario» (ibidem).

La suposición de Richard Thoma según la cual el escrito sobre el parlamentarismo apuntaba a una dictadura católica, podía recha­zarla tranquilamente (GLP 5). Pues el principio de dominación del catolicismo es la representación en la que «se presenta concreta­mente un tipo superior del ser» (VL 210; sobre la representación, cfr. § 7 ), y para la cual «con la difusión del pensamiento económi­co... desaparece... la comprensión» (RK 3 5 ). En cambio, Schmitt es­taba interesado ahora en la justificación de un «cesarismo» basado en la «identidad de gobernantes y gobernados» (GLP 23) (cfr. § 8 ).

Tras el vuelco nacionalsocialista, habló definitivamente de «re­presentaciones barrocas» (SBV 42). Ya más arriba, en § 3-5b, se ha

La racionalidad de la Iglesia se muestra, por ejemplo, en que «reprimió la supers­tición y la magia» (ibidem). Sin embargo, su «fuerza para la palabra y el discur­so» se presenta justamente en el discurso «no razonante», «representativo» (RK 32). El medium clásico de aquello que uno llama racionalidad, la argumenta­ción, pues, justamente no es aquí lo esencial (ibidem). El hecho de que a Schmitt le gustara discutir apasionadamente (Bendersky, 43 ss.) lo único que per­mite inferir es que quien indica el camino no lo recorre.

99. Richard Thoma, «Zur Ideologie des Parlamentarismus und der Dikta­tur» en Archiv f. Soz. wis. u. Soz. pol. 53 (1925), 212-217. En general, después de la primera publicación del estudio sobre «Römischer Katholizismus und poli­tische Form» (1923), Schmitt ha sido catalogado como pensador católico (Ben­dersky, 48 ss., también recientemente por F. Scholz, «Die Theologie Carl Schmitts» en Der Fürst dieser Welt, 170 ss.). Pero Schmitt admira a la Iglesia como «portadora de una forma política» (RK 34) que fue capaz de utilizar los contenidos de la fe. Con respecto a la época posterior a 1926, Bendersky constata también: «his earlier religious devotion had obviously waned» (86); cfr. Kodalle,112 ss.

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mostrado que el pensamiento de Schmitt en los años veinte conte­nía los tres principios mencionados. Al comienzo, Schmitt estuvo más cerca del fascismo «latino» que del alemán. Esto es ampliamen­te a c e p ta d o .E l averiguar si los cambios durante el Tercer Reich —aquí es relevante, por ejemplo, la renuncia al concepto de Estado en aras del concepto de Reich ® — respondieron a una actitud aco­modaticia o fueron el resultado de desarrollos teóricos ulteriores es más bien una tarea de la investigación biográfica que del análisis conceptual. En todo caso, Schmitt siguió viendo en el fascismo ita­liano un aliado en contra de los viejos enemigos; el liberalismo occi­dental y el bolchevismo ruso. ^ El antisemitismo se añadió sin ma­yor fisura ya que ahora veía en los judíos a los autores del normativismo, del universalismo y de la disolución liberal del Esta­do (3 A 9s.; Lev 88 ss.). ^ También se conservó el componente mítico, tanto en el pensamiento del orden intraestatal como en la idea del gran espacio en el derecho internacional.

7 ) La Reforma consumada

Después que el Tercer Reich y el fascismo en Italia fueron derro­tados, justamente por la temida coalición de los financistas nortea­mericanos y de los revolucionarios rusos, y la «época de lo estatal» avanzó irresistiblemente hacia su fin (BP 13), parece que, después de 1 9 4 5 , Schmitt no vio ya ninguna posibilidad de renovación del nacionalismo estatal. Consideró que su tarea consistía entonces sólo en retardar el proceso de descomposición, en ser «Catecón» (VA 428 s.; NE 29; ECS 31; PT II, 81) y «Epimeteo cristiano» (ECS 95 s.;

100. Cfr., por ejemplo, Hofmann, Legitimität gegen Legalität, 154; Neu­mann {Staat im Bürgerkrieg, 150) considera, desde luego, que este juicio debe ser «corregido» con respecto a la época del nacionalsocialismo.

101. «Der Reichsbegriff im Völkerrecht» en PB 303-312; «Staat als konkre­ter, an eine geschichtliche Epoche gebundener Begriff» en VA 375-385.

102. «Faschistische und nationalistische Rechtswissenschaft» en Deutsche Ju­ristenzeitung 41 (1936), columnas 619 s.

103. Cfr. también «Die deutsche Rechtswissenschaft im Kampf gegen den jüdischen Geist», en Deutsche Juristenzeiting 41 (1936), columnas 1193-1199, y los pasajes correspondientes en Nicolai Sombart, Jugend in Berlin. Ein Bericht, Munich 1984.

104. Con respecto al orden interno, cfr. infra bajo § 15; sobre el mito en el pensamiento del gran espacio, Hofmann, Legitimität gegen Legalität 224 s.

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DC 114). ® Ya más arriba, en § 4b, se mostró que las acusaciones en contra del liberalismo y del marxismo se mantienen hasta en las últimas publicaciones de Schmitt. Sus argumentos en contra de la «tiranía de los valores» serán analizados en § 6 . De la importancia que, por ejemplo, en OW concede a las «imágenes», puede inferirse fácilmente que los mitos siguieron jugando un papel importante en el pensamiento de Schmitt.

Pero, manifiestamente, también sigue considerando que existe todavía la necesidad de la vinculación religiosa del individuo con el Estado y del control estatal de los contenidos de fe. Pues en su re­censión «Die vollendete Reformation» (VR), ^ adhiere a la tesis de Hood ® —quien sigue a W artender— según la cual, el último fundamento de la obediencia se encontraría, en Hobbes, en lo reli- gioso.^^ En cambio, adopta una actitud de reserva frente a la opi­nión del teólogo reformado Dietrich Braun ^ según la cual «Hob­bes (es) el cínico creador de la máscara de un totalitarismo de Estado anticristiano» (VR 147), y su profesión de fe cristiana sería «mentira y engaño, una careta pagano-mitológica al servicio de fines totalita­rios» (ibidem). Por el contrario, Schmitt considera que Hobbes se encuentra en el punto de partida del moderno Estado de derecho (VR 157 s.). ^ Además, Hobbes no sería «en realidad, ...ningún científico y tampoco un tecnócrata» (VR 173). Por lo tanto, no se

105. DC: «Donoso Cortés in gesamteuropäischer Interpretation», Colonia 1950; cfr. Faber, Die Verkündigung Vergib. Zur Kritik der (^Politischen Theolo­gie», Hildesheinl/Nueva York 1975, 159.

106. OW 137 SS.

107. En Der Staat 4 (1965) 51-69, citado aquí según su reimpresión en la edición del escrito sobre el Leviatán de G. Maschke, Colonia 1982, 137-178.

108. Francis Campbell Hood, The Divine Politics o f Thomas Hobbes. An Interpretation o f Leviathan, Londres 1964.

109. Howard Warrender, The Political Philosophy o f Hobbes. His Theory o f Obligation, Oxford 1957.

110. «La razón propiamente dicha —que obliga también en conciencia— para obedecer, reside según Hobbes en mandatos jusnaturalistas, que no son obligatorios en tanto meros dictados de la razón, sino que se vuelven obligatorios a través de la orden de Dios adicional o como palabra de las Sagradas Escrituras.» (VR 138 s.).

111. Dietrich Braun, Der sterbliche Gott oder Leviathan gegen Behemoth, Zurich 1963.

112. Aquí sus manifestaciones sobre Hobbes se asemejan totalmente a las del escrito sobre el Leviatán de 1938 (Lev 114 s.). Las especulaciones acerca de los motivos de esta semejanza no caben en este trabajo.

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lo puede responsabilizar por el «totalitarismo» (ibidem).^^ Posible­mente la interpretación que Schmitt presenta de Hobbes —tenien­do en cuenta su fuerte identificación, sobre todo después de 1945, con «el viejo hombre de Malmesbury» (VR 147; cfi. ECS 63 ss.)— no se encuentra muy distante de sus propias opiniones. Schmitt ve en Hobbes un honesto y practicante cristiano (VR 139, 1 6 2 ; cfi. por ejemplo, en las observaciones introducidas a BP en 1963, los pasajes sobre el cristal de Hobbes, BP 122). En vista del ''Quis judicabit}" que aparece también en las cuestiones de fe (aquí bajo la forma ''Quis interpretabitur?''), Hobbes propicia la unión de la compe­tencia de decisión estatal y religiosa a fin de no poner en peligro la existencia de la unidad política (cfr., por ejemplo, VR 1 6 8 , 172, 175).

Existen signos de que también aquí Schmitt desea consciente­mente colocarse en la tradición de Rousseau (y, eventualmente, de Maquiavelo): «Hobbes es, como dice con un cierto acento Rousseau {Contrat Social, IV.8 ): “un auteur chrétien'’» (VR 139). En el mis­mo pasaje, afirma que no se debe «seguir ignorando el problema de la Reforma consumada y la exacta toma de posición por parte de Rousseau al respecto». En el capítulo IV.8 del Contrat Social, elogia Rousseau, siguiendo manifiestamente a Maquiavelo (Discorsi, I. 11- 13), la función de conservación del Estado que cumplieron las reli­giones paganas y critica el papel de disolución estatal del universalis­ta Cristianismo católico. Sobre Hobbes escribe: «De todos los auto­res cristianos, el filósofo Hobbes es el único que ha visto bien el mal y el remedio; que ha osado proponer reunir las dos cabezas del águi­la y reducir todo a una unidad política, sin la cual jamás estará bien constituido ningún Estado ni gobierno. Pero ha debido ver que el espíritu dominador del Cristianismo era incompatible con su siste­ma, y que el interés del sacerdote sería siempre más fuerte que el del Estado. Lo que ha hecho odiosa su política no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella, cuanto lo que encierra de justo y cier­to. » ^ El «acento» parece claro: Hobbes ofrece la única posibilidad de una vinculación entre Cristianismo y religión civil.

113. Acerca de la suposición de que «cientificismo», «tecnocracia», «natura­lismo», «positivismo», etc. son los responsables del «totalitarismo» parece existir un sorprendente consenso dentro de una coalición políticamente enormemente heterogénea.

114. Oeuvres completes (Ed. Pléiade) II, 463.

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La única gran publicación de Schmitt que primordialmente se ocupa con cuestiones de la ética o de la moral es su estudio sobre «Die Tyrannei der Werte» (TW) («La tiranía de los v a lo r e s ) .S e ­gún el subtítulo, se trata de «reflexiones de un jurista sobre la filoso­fía de los valores». Hasta ahora, como contraposición a Schmitt, se ha mencionado a más de «la» moral en general, sólo la moralidad liberal. Desde luego, las objeciones de Schmitt no se dirigen en con­tra de las peculiaridades de la ética material de los valores. Constitu­yen sólo la formulación axiológica de su crítica a la moral que reite­radamente expresara, a más tardar, a partir de BP. Pero ella se dirige principalmente en contra de la «moral de la Ilustración», es decir, la moralidad, tal como lo pone de manifiesto el paralelismo de sus argumentos con la crítica de Hegel a Kant y al Utilitarismo. Intentaré demostrar que estos argumentos no son convincentes. Pa­rece, pues, que para el problema de la justificación moral de la vio­lencia, planteado por Schmitt, no existe —y quizás tampoco puede existir— ninguna solución satisfactoria.

§ 6. La crítica a la ética de los valores y a la moralidad

a) La tiranía de los valores

Dentro de la filosofía, la ética material de los valores ha caído en un amplio olvido. Pero en los círculos de juristas sigue despertan­do un vivo in te r é s .E n cambio, Cari Schmitt formula la adver­tencia: «Un jurista que se lanza a ser ejecutor directo de los valores, debería saber lo que hace.» (TW 41). Pero en ninguna parte su críti­ca se refiere a las problemáticas ideas de la percepción de los valores. Tampoco se ocupa de cuestiones tales como la de una vida humana feliz. Fundamenta su desconfianza haciendo referencia, por lo pron­to, a la especialmente fatal »bellum omnium contra omnes», que surge cuando chocan recíprocamente distintos grupos sociales con

115. Citado aquí según la reimpresión en Sepp Schelz (comp.), Die Tyran­nei der Werte, Hamburgo 1979-

116. Cfr. Ulfried Neumann, «Neuere Schriften zur Rechtsphilosophie und Rechtstheorie» en Philosophische Rundschau 28 (1981) 189-216. Reinhold Zip-„ pelius. Das Wesen des Rechts, Munich ^973, 101). Pero cree poder llegar, a través de la universalización de «experiencias de valores» subjetivas, a normas ge­nerales; es decir, no toma en cuenta la distinción entre emociones y percepciones (ibidem 118).

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fdiferentes concepciones valorativas subjetivas (TW 3 1 ). No se puede evitar la subjetividad de las valoraciones construyendo, como Scheler y Hartmann, un cielo objetivo de los valores (TW 32). En última instancia, lo que importa es el comportamiento de los sujetos con­cretos. Y como se sabe, su capacidad de conocimiento es limitada.

«Los valores son puestos e impuestos. Quien afirma su validez tiene que hacerlos valer. Quien dice que valen, sin que una per­sona los haga valer, se propone engañar.» (TW 33).

A la imposición de los valores sigue directamente «la discrimina­ción de lo valorativamente inferior», la «declaración de disvalor con el objeto de eliminar y destruir lo disvalioso» (TW 2 2 ; cfr. TW 39). Con todo, Schmitt reconoce que el propio Hartmann fue el primero en advertir frente a la «tiranía de los valores» (TW 37; Hartmann, loc. cit. 524 ss.). Su polémica se dirige, pues, primariamente contra Scheler (TW 25).'''

117. Cuando ahora Cari Schmitt apela al legislador para que «a través de reglas calculables y practicables... impida el terror de la realización inmediata y automática del valor» (TW 40) existe, efectivamene, tal como lo comprueba Ko­dalle (loc. cit. 106), una cierta contradicción con su anterior concepto de derecho «sustancial» (sobre todo SBV y 3A; cfr. § 16). Pero este cambio no carece de co­herencia interna: se mantiene la desconfianza frente a la morahdad. Sin embar­go, Schmitt ya no cree más en la fuerza superior de imposición de la eticidad estatal. En general, después de la guerra, entre los discípulos de Schmitt se di­fundió un «Positivismo selectivo». Con su ayuda se creyó poder defenderse de la argumentación moral-material que penetraba en la ciencia del derecho, proce­dente esta vez desde la izquierda (así Maus, loc. cit., 74 ss. sobre Forsthoff). Por ello, con respecto al Cari Schmitt de posguerra está perfectamente justificado que Habermas lo coloque en vinculación con los representantes de un nlegalismo autoritario» {Die neue Unübersichtlichkeit, 91, subrayado de M.K.) aun cuando éstos —cualesquiera que sean sus razones— no «invoquen» necesariamente a Cari Schmitt (pero así Habermas, ibidem). En vista del permanente énfasis de una «moral de la paz interna» por parte de Cari Schmitt (cfr. supra § 4b, 5c e infra § 6b) parece, sin embargo, poco plausible en general que, entre otros, Ellen Kennedy («Cari Schmitt und die “Frankfurter Schule” . Deutsche Liberalismus­kritik im 20. Jahrhundert» en Geschichte und Gesellschaft 12 (1986), 380-419, 414 s.) intente demostrar (al igual que Alfons Söllner, «Jenseits von Carl Schmitt. Wissenschaftsgeschichtliche Richtigstellungen zur politischen Theorie im Umkreis der “Frankfurter Schule”» en Geschichte und Gesellschaft 12 (1986), 502-529, 523) que la justificación que formula Habermas de la desobe­diencia civil {Die neue Unübersichtlichkeit, 79 ss.), a causa de algunos préstamos verbales o meras similitudes («soberano imaginario», «estado de excepción», «El Estado democrático de derecho no se agota en su orden legal»), es un pensamien­to genuinamente schmittiano.

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Por lo tanto, en TW Schmitt formula sus dudas frente a la mo­ralidad en términos de la filosofía de los valores. Quizás la utilidad del concepto originariamente económico de valor, del que la «lógica de los valores» obtiene su «agresividad inmanente» (TW 2 2 ), les confiere especial relieve.''®

Pero todos los argumentos que aquí aparecen se encuentran ya en la crítica de Hegel a la moralidad {Rechtsphilosophie, § 124, 135, 138-140, 147). Igualmente, tal como se mostrara más arriba (§ 3,4), son presentados por el propio Schmitt a menudo bajo otras formulaciones.

b) Los argumentos de Schmitt en contra de la moralidad

Es posible presentar tres argumentos centrales conectados entre sí:

a) La amenaza de la guerra civil

Ella se remonta a Thomas Hobbes: la absolutización de las posi­ciones morales puede conducir a la resistencia contra el Estado y, con ello, a poner en peligro la paz, o también directamente a la guerra cruenta entre los representantes de las diversas concepciones morales. En casos menos graves, presenta siempre al menos un peli­gro para la precisión del derecho (así también Hegel, § 138 ). En una u otra forma, uno encuentra este argumento en todas las justifica­ciones del positivismo jurídico en la teoría del Estado.

El argumento no es en modo alguno injustificado. Efectivamen­te, hay buenas razones para ser cauteloso, por ejemplo, con la invo­cación del derecho de resistencia. Por lo pronto, ya por el hecho de que, a través del debilitamiento del Estado provocado por la resis­tencia, pueden resultar beneficiadas fuerzas totalmente distintas a aquéllas que habían intencionados los que prestan resistencia. A más de este argumento desde la perspectiva de un egoísmo bien en­tendido, pueden presentarse también problemas morales graves, tanto por lo que respecta a las acciones violentas moralmente fiinda- mentadas como a sus consecuencias.

118. Quizás Schmitt cree poder reconocer en la ética de los valores de ma­nera sumamente clara la vinculación entre economía y moral propia del liberalis­mo, que ya observara en BP (BP 68 ss.).

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Pero este argumento de Thomas Hobbes puede, a su vez, con­vertirse fácilmente en arma política que permite discriminar a un adversario. Es verdad que, por lo pronto, su teoría no parece reque­rir ninguna argumentación moral ya que bastaría para ella un egoís­mo bien entendido. Responde al interés bien entendido de cada cual —tal su idea básica— comportarse altruistamente —en un sen­tido vago de la palabra— si puede confiar que todos los demás ha­rán lo mismo. Pero esto lo garantiza un poder estatal central que tiene que ser lo suficientemente fuerte como para obligar a cada cual a comportarse altruistamente.

Sin embargo, responde al interés bien entendido de todos los in­dividuos comportarse altruistamente sólo mientras todos detenten posiciones aproximadamente iguales.''^ Quien, en virtud de me­dios de presión económicos o políticos, posee una posición suficien­temente fiierte como para, en un caso dado, imponerse también frente a la mayoría, no tiene por consiguiente ningún interés en re­nunciar a su ventaja inmediata. La exigencia de refrenarla tiene ca­rácter moral.

Igualmente, la exigencia frente a los perjudicados en esta situa­ción de no insistir en una compensación puede ser de naturaleza moral. Tal es el caso cuando no se conforma con propiciar la refle­xión acerca de lo actualmente alcanzable y la limitación a los medios moralmente sostenibles sino que denuncia como perjudicial para la comunidad al esfuerzo —eventualmente organizado— por lograr mayor igualdad. En el caso extremo, la persona o el grupo que se encuentra en el poder sostiene que, en aras de la paz interna, ten­dría que haber un Estado por encima de la sociedad que no tolere a su lado «poderes indirectos». Bajo el reproche moral de ser pertur­badores, de destruir la seguridad jurídica y la paz de la comunidad, etc., se persigue entonces a los miembros de las agrupaciones conce­bidas como «poder indirecto», es decir —más honestamente— , como competencia. En caso de que ellos se resistan, se produce la guerra civil. Si son demasiado débiles para ello, tienen que contar con la opresión sangrienta y con su eliminación, al menos par­c ia l .D e s d e el punto de vista de una eticidad estatal rigurosa-

119. Norbert Hoerster, Utilitaristische Ethik und Verallgemeinerung, Fri- burgo/Munich 1971, 133 ss. (publicado en Estudios Alemanes bajo el título Pro­blemas de ética normativa, Buenos Aires 1975); de manera similar Ursula Wolf, Das Problem des moralischen Sollens, Berlín y Nueva York 1984, 33 ss.

120. El reproche de que esto seria un efecto de la teoría de Hobbes que for-

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mente sostenida, tal como parece insinuarlo Schmitt (§ 4, 5), habrá que aceptar esta consecuencia. Desde el punto de vista de la morali­dad, habrá que decidir en el caso particular cuándo la opresión ha adoptado formas tales que uno está dispuesto a correr el riesgo de la guerra civil.

jS) La subjetividad arbitraria y la discrecionalidad de los puntos de vista morales

La existencia fácilmente comprobable de sistemas morales dife­rentes, en parte inconciliables, a veces conduce a quien la descubre a un total relativismo racional y axiológico. Cree entonces que no existe ningún criterio objetivo que permita distinguir el comporta­miento moralmente correcto del moralmente falso. Más aún: que no puede existir ninguno (cfr. TW 31). Al menos, según Kelsen, hay que mantener fuera del conocimiento jurídico, las argumentaciones morales o jusnaturalistas (Reine Rechtslehre, 2 . edición, 60 ss., es­pecialmente 65-69).

La desconfianza frente a sistemas de normas con contenido de­terminado, que comparten Schmitt y Kelsen, hizo que sobre ambos pesara el conocido reproche de la «falta de contenido». Prescindien­do del hecho de que esta crítica, a su vez, no es muy «rica en conte­nido», ella no contribuye tampoco a aclarar el error que subyace tan­to a Schmitt como a Kelsen. Este error consiste en no tomar en cuenta la diferencia que existe entre sistemas de normas con conte­nidos determinados [presentados en § 5 a bajo 2 )] y la moralidad [tratada bajo 5)]. La diferencia aquí relevante consiste en la fuerza de los presupuestos requeridos. En el primer caso, las normas valen como obligatorias porque —como, por ejemplo, el Decálogo— han sido impuestas por una autoridad absoluta o porque se considera

muían Kriele (Staatslehre, 119 ss.) y, en una forma más teórica, Hoerster (loc. cit.) no es correcto con respecto a su fundamento sistemático. Hobbes parte de la suposición de que los hombres, en el momento de la fundación del Estado son iguales (De Cive, I. 3). Después de la fundación del Estado, su tarea consiste en cuidar que no surjan diferencias demasiado grandes. Y esto responde al interés bien entendido de todos. Lo problemático y peligroso es justamente la aplicación directa de esta teoría a la realidad política en la que ya existen los fuertes poderes indirectos. Cari Schmitt reprocha «al» liberalismo (SBV 24) el error sistemático de no haber tenido en cuenta la existencia de fuertes asociaciones de intereses. Tal como se ha mostrado, en última instancia, lo comete él mismo.

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que su validez es una verdad indudable o porque deriva de una ver­dad que es considerada indudable. En todo caso, se invoca una «ver­dad superior», inaccesible a una argumentación racional. Natural­mente, en caso de una confrontación entre tales verdades superiores, ya no existe criterio alguno de comparación, no existen posibilidades de compromiso, etc. En cambio, los criterios de la moralidad sirven para el examen de las normas. Exigen que cada cual no sea conside­rado sólo como un medio sino también como un fin en sí mismo, es decir, que el tratamiento desigual y las medidas coactivas requie­ren una fundamentación suficiente, etc. Se presupone, pues, sim­plemente aquello de lo cual, prima facie, hay que esperar que cada cual lo exigiría para sí como mínimum. Pero éste parece ser el único punto de apoyo que queda para el juicio moral si no quiero presu­poner la corrección de una verdad superior y si se ha quebrado la evidencia con la cual se vivía una costumbre y se utilizaba una co­munidad como punto de referencia m o r a l.E n mi opinión, la ra­zón para el desconocimiento de esta diferencia obvia resulta del he­cho de que también una «razón pura», cargada con todo tipo de contenidos morales, puede ser desplazada a la posición de una auto­ridad absoluta. Como resultado de derivaciones estrictamente lógi­cas a partir del concepto de la razón práctica, surge entonces exacta­mente aquello que uno ya ha incluido en el concepto de la pura razón práctica. Bajo este presupuesto, tendría entonces razón

121. Tugendhat, «Drei Vorlesungen über Probleme der Ethik» en Probleme der Ethik, Stuttgart 1984, 57-131, 129; naturalmente, esto no significa que la «posición de respeto universal» (Wolf, pág. 89 s.) no requiera ninguna otra fiin­damentación. Pero, efectivamente, es posible darle esta fundamentación (cfr. Wolf, 178 ss.). En cambio, en las otras concepciones, a partir de un determinado punto, se exige que se deje de lado el propio entendimiento y se crea en algo, es decir, que uno se sacrifique, sin cuestionarlo, a la comunidad. Tugendhat in­cluye a la moral comunitaria, llamada aquí eticidad estatal, entre los sistemas de normas basados en verdades superiores (126). Ha de resultar evidente que para las exigencias de este trabajo era necesario una diferenciación, ya que la eticidad estatal no tiene por qué estar vinculada con un modelo de organismo de la comu­nidad (pero así Tugendhat, 81, 126).

122. Tugendhat (96 s.) lee también a Kant de esta manera. Esto no tiene que ser totalmente inconciliable con la «versión del criterio» de la filosofía prácti­ca kantiana, considerada, por ejemplo, por Kersting (5) como la «única adecua­da». En efecto, tal es el caso cuando uno distingue el aporte científico extraordi­nario y su exposición vinculada a condicionamientos de su época y que quizás provoque malos entendidos. Pero, sea que se trate del propio Kant o sólo de me­diocres epígonos, lo importante es que posiciones como las esbozadas en el texto son fácticamente sostenidas.

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Hegel cuando decía que las concepciones de Kant y del Utilitarismo son «igual al entendimiento abstracto» (loc. cit. § 118, cfr. § 119- 128): el «mero punto de vista moral que no pasa al concepto de la eticidad» termina en el «puro formalismo», convierte a la ciencia moral en «un discurso de el deber por el deber mismo» (§ 135, nota). La moralidad sería, pues, sólo la moral de algunos filósofos de la Ilustración. Debido a su carácter formal, no proporcionaría tampoco ninguna posibilidad para decidir entre el bien y el mal: «Por el contrario, pueden ser justificadas todas las formas de acción injustas e inmorales» (ibidem).^^^

En realidad, tanto en el caso de Kant como en el de los Utilita­ristas, de lo que se trata es de aquello que N. Hoerster ha llamado la «tarea del filósofo en el campo de la ética normativa»

Ella reside «no tanto en la exposición de principios propios del actuar recto sino más bien en explicitar aquellos principios que subyacen tácitamente a las convicciones y juicios éticos coti­dianos... Una reflexión filosófica que procede así no sólo no está librada al reproche de un subjetivismo arbitrario; puede más bien mostrar justamente que muchas diferencias de opiniones éticas de la vida cotidiana no tienen su origen en “ profesiones de fe" éticas inconciliables sino en un pensamiento conceptualmente poco claro, en falacias lógicas y en un conocimiento insuficiente de las consecuencias empíricas de la acción.»

Hay que admitir que, a menudo, no es posible aclarar totalmen­te la corrección o falsedad moral de una acción, debido a la limita­ción del conocimiento humano; no existe «ningún procedimiento de juicio operacionalizable».^^ Por lo tanto, en prácticamente casi toda decisión moralmente relevante, se asume un cierto riesgo. Así lo sostiene también el Existencialismo, corriente dentro de la cual suele ser incluido Cari S ch m itt.C o m o se ha mostrado, esta in­clusión posee una cierta justificación debido a la desconfianza de Schmitt frente a los sistemas de normas morales, pero tiene sus lími-

123. Con respecto a los pasajes paralelos en la Filosofía del espíritu de He­gel, cfr. W. Kersting, Die Ethik in Hegels Mänomenologie des Geistes», tesis doctoral, Hannover 1974, 103-139, 202-242.

124. Hoerster, loc. cit. 50 s.; cfr. Kant, Kritik der praktischen Vermunft, AA V, 8. Wolf, 74-99, muestra también que los principios de la moralidad, de la «moral de la Ilustración», no surgen del capricho subjetivo.

125. Wolf, 93.126. Por ejemplo, Kuhn, loc. cit.; Hofmann, Legitimität gegen Legalität,

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tes en su ética estatal en donde, cuando más, el vocabulario suena existencialista. El error del Existencialismo consiste en inferir de la falta de fundamentaciones últimas la imposibilidad de toda funda- mentación.

7 ) La inhumanidad de la moral

Para cada moral con contenido fijo resulta, cuando es absolu- tizada, «la finalidad moral de extirpar lo malo» (Hegel, loc. cit. § 140 nota). Exige «la destrucción del disvalor» (TW 22,39), es decir, la denuncia y la persecución de aquello que, en su sentido, es in­moral.

Pero, por más justificada que sea esta crítica, no es una crítica de la moralidad. Es más bien una crítica, desde la perspectiva de la moralidad, a la hipocresía y al fanatismo en la difusión de «ver­dades superiores». Cuando Schmitt reiteradamente acusa de engaño a sus adversarios (BP 49; PB 1 2 0 , 143; TW 33), quiere, manifies­tamente, extender el deber de honestidad a los —al menos poten­cialmente— enemigos. Cuando lamenta la inhumanidad de los bloqueos de hambre de las potencias marítimas anglosajonas y las crueldades contra los aborígenes de las colonias y contrapone a am­bas actitudes el aporte humanitario del acotamiento de la guerra (LM 50 ss., 6 2 ; NE 72; BP 11), ello implica la exigencia de lesionar lo menos posible también a los enemigos.'^' Como, según Schmitt, la guerra no puede ser eliminada y ultra posse nemo obli- gatur, se trata hasta de una extrema ampliación del principio de no- lesionar. Por lo tanto, «al» liberalismo, que abusa de la moral como arma ideológica, se le puede reprochar más bien demasiado poco «universalismo» que demasiado mucho. Así pues, en lugar de la inevitabilidad de lo político, habría que hablar de la inevitabi­lidad de la moralidad: para criticar el comportamiento de quienes abusan de la moral, hay que haber adoptado ya el punto de vista de la moralidad.

127. Cfr. Wolf, 77 ss.128. Quien no quiera adherir al credo schmittiano de la inevitabilidad de

la guerra aplicará el mandato de cuidado del enemigo en cada caso concreto en donde fácticamente no se haya podido evitar el conflicto armado.

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Pero con esto no queda solucionado el problema central de la legitimabilidad moral de la amenaza o del uso de la violencia, men­cionado por S c h m itt .H a y que admitir que Schmitt tiene razón cuando afirma que la opinión según la cual una acción violenta esta­ría moralmente justificada encierra en sí el peligro de considerar a la víctima de la acción como moralmente inferior y por lo tanto dig­na de ser destruida y/o hacer creer al actor que estaría legitimado para realizar cualquier acción. Por otra parte, puede considerarse como ampliamente no controvertido que, por ejemplo, la legítima defensa —también la legítima defensa colectiva— puede ser moral­mente justificable o, al menos, es excusable. La legítima defensa frente a terceros, por ejemplo, el salvar a inocentes de las manos de un criminal suele hasta ser considerado como un deber moral.

Los problemas surgen cuando estos principios bien simples son aplicados al campo político, especialmente al del derecho interna­cional. Allí puede, por lo pronto, dudarse que efectivamente toda guerra nacional sea un acto de legítima defensa.

Esto es justamente lo que desea sugerir Schmitt cuando quiere entenderla como «afirmación esencial de la propia forma de existen­cia frente a una negación igualmente esencial» (BP). Pero, ¿quién ha de juzgar si en el caso concreto particular se ha tratado de un acto de legítima defensa, quis judicabitl La praxis habitual según la cual esto lo hacen los enemigos de una potencia en guerra no puede ser definitivamente satisfactoria. Dado que —tal como lo en­seña la experiencia— , el perdedor es declarado también moralmente culpable, ello es además superfluo. Pero tampoco es convincente la propuesta de Schmitt de dejar la mano libre a una «potencia de ordenación espacial» dentro de un «gran espacio» de dimensión con­tinental. Ya el concepto de prohibición contenido en el título de un escrito programático central del pensamiento del gran espacio:

6) Moral y violencia

129. Violencia es aquí entendida en sentido estricto, como proceso describi­ble físicamente. Para una definición exacta desde sus características esenciales, cfr. M. Forschner, «Gewalt und politische Gesellschaft» en Alfred Schöpf (comp.), Aggression und Gewalt, Würz bürg 1985, 13-16, 15 ss.

130. Carl Schmitt no está dispuesto a reconocer una diferencia entre la gue­rra defensiva y la ofensiva, ya que «la justicia no pertenece al concepto de la gue­rra» (BP 50), y, eventualmente, un ataque militar puede constituir un acto de legítima defensa frente a medidas de extorsión «pacíficas», por ejemplo, econó­micas (BP 77).

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Ordenamiento del gran espacio desde el punto de vista jurídico- internacional, con prohibición de intervención para potencias extra­ñas a este espacio (Völkerrechtliche Grossraumordnung mit Inter­ventionsverbot für raumfremde Mächte, Berlin/Viena/Leipzig ^941) plantea de inmediato la pregunta: «Quis judicabit?» Cómo habrán de juzgar esta propuesta los habitantes de los países a quie­nes no se les adjudique el status de una potencia de ordenación es­pacial es algo que no puede ser objeto de mucha duda. Las esperan­zas de una instancia de juicio parecen más bien dirigirse a una especie de opinión pública mundial a la que, en vista de los amplios entrelazamientos internacionales en todos los campos, prácticamen­te nadie puede escapar.

Intraestatalmente, la legitimabilidad del comportamiento vio­lento es debatido, sobre todo, en dos ámbitos. Por una parte, en el derecho de resistencia, es decir, la cuestión acerca de la justifica­ción y alcance de la violencia contra el Estado. Por otra, en el caso de la violencia a través del Estado, en la ejecución de la pena. ^ Ambos aspectos no pueden ser tratados aquí in extenso. Pero, en nuestro contexto, parece ser posible constatar tres cosas:

— el ámbito de la moral en el cual puede haber algo así como una competencia coactiva, es relativamente reducido;

— las cuestiones acerca de una vida feliz y de las verdades supe­riores correctas no pertenecen al mismo;

— la violencia puede ser siempre sólo el último medio. Nunca puede tener como objetivo la destrucción del inmoral. De lo único que se trata es de impedir que realice su comportamiento reprocha­ble. Para ello, en caso extremo, se puede aceptar su destrucción físi­ca, si es que sin ella no es posible impedir consecuencias catastrófi­cas (lo que ya no está dado en el caso de la ejecución de la pena).

Ya debido a que tanto los ámbitos de aplicación como los me­dios del comportamiento violento deben ser tan reducidos como sea

131. Naturalmente, no se discute la diferencia entre legalidad y moralidad. Pero en este trabajo se parte de la suposición de que entre ambas existe una cone­xión (cfr. § 16; cfr. Kersting, Wohlgeordnete Freiheit, 70 ss.). Con respecto a la problemática de la pena, cfr. Reinhard Brandt (comp.), Rechtsphilosophie der Aufklärung'. M.A. Cattaneo, «Menschenwürde und Strafrechtsphilosophie der Aufklärung» (321 ss.); O. Höffe, «Kants Begründung des Rechtszwangs und der Kriminalstrafe» (335 ss.); M. Forschner, «Kant versus Bentham. Vom vermeint­lich kategorischen Imperativ des Strafgesetzes» (376 ss.); H. Oberer, «Über einige Begründungsaspekte der Kantischen Strafrechtslehre» (399 ss.); sobre moralidad y violencia, cfr. Friedo Ricken, Allgemeine Ethik, Stuttgart 1983, 151 s.

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posible, hay que rechazar la tesis de Robert Spaemann —que puede ser entendida como una precisión filosófica de la posición de Schmitt— según la cual quien se ha decidido por la violencia debe renunciar totalmente a la justificación moral ya que la violencia mo­ralmente fijndamentada es siempre especialmente cru e l.C u a n d o se la examina exactamente, se ve que esta tesis se basa en una falsa concepción de la justificación moral:

«Justificar moralmente una acción significa que, en principio, puede exigirse de cualquiera su aprobación. Pero, ¿puedo esperar de aquél contra quien yo utilizo la violencia que la apruebe?»^^^

Spaemann realiza aquí un desplazamiento modal. Mientras que en la primera frase «en principio» indica que la justificación podría ser aprobada por cualquiera si fuera razonable y tuviera buena vo­luntad, la segunda frase parte de que la persona fácticamente exis­tente probablemente no aprueba mi acción violenta. Ciertamente, no puede ser el método de la fundamentación moral cuasi duplicar la humanidad. Pero esto lo hace quien, al lado de las personas rea­les, coloca las que éstas serían en un estado de racionalidad y sólo reconoce a estas últimas como interlocutores en un discurso ideal, desapasionado y libre de dom inación .P ero manifiestamente hay situaciones en las cuales consideramos que está justificada la aplica­ción de la violencia, no obstante la desaprobación por parte de sus destinatarios. De otro modo no serían legitimables ni siquiera los casos más apremiantes de legítima defensa. El ladrón que me asalta difícilmente aprobará que le dificulte su trabajo.

Creo que no existen criterios precisos que permitan establecer cuándo y en qué medida la violencia está moralmente justificada. Aquí es todavía mayor el aspecto de inseguridad y de riesgo que está contenido en todas las decisiones morales.

132. Robert Spaemann, «Moral und Gewalt» en M. Riedel (comp.), Rehabi­litierung der praktischen Philosophie, tomo I, Friburgo de Brisgovia 1972, 215- 241, 237 ss.

133. Ibidem, 200.134. Sobre los problemas de la ética discursiva, cfr. Tugendhat, loc. cit.,

113 ss.; Rüdiger Bittner, Moralisches Gebot oder Autonomie, Friburgo/Munich 1983, § 40 SS. (publicado en Estudios Alemanes: Mandato moral y Autononiía, Barcelona 1988); un nuevo intento de fundamentación se encuentra en Jürgen Habermas, Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln, Francfurt del Meno 1983, cap. 3.

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IL LA DICTADURA COMO VERDADERA DEMOCRACIA

En el capítulo anterior se investigó la relación entre moral y polí­tica en el pensamiento de Cari Schmitt. Con el problema de la deci­sión política moralmente correcta està estrechísimamente vinculada la cuestión de la mejor organización posible de la toma de decisión política. Sobre todo en los años veinte, Cari Schmitt se ocupó inten­samente con las formas de organización de la toma de decisión polí­tica, con temas tales como la dictadura, el parlamentarismo y la de­mocracia. Una parte considerable de la resonancia de su obra a lo largo de seis decenios se debe a sus contribuciones a la discusión en este campo. Si los resultados del capítulo anterior son correctos, en las consideraciones de Schmitt sobre las formas de organización polí­tica habrán de encontrarse líneas de argumentación paralelas a sus consideraciones sobre la moral y la eticidad estatal.

Y efectivamente tal es el caso. Tanto aquí como allí, la posición opuesta es «el» liberalismo «en tanto sistema metafisico amplio» (GLP 45). Mientras que en la discusión sobre la relación entre políti­ca y moral, Schmitt ataca la moralidad universalista como medio ideológico de lucha del liberalismo, cree ahora encontrar su forma típica de organización política en el Estado de derecho constitucio­nal parlamentario (GLP 41 ss.). Schmitt lleva a cabo la discusión con este Estado de derecho parlamentario bajo la premisa adicional según la cual en la actualidad toda corriente política tiene que legi­timarse democráticamente (GLP 38; cfr. supra § 5c). Procura de­mostrar que, por una parte, el Estado de derecho parlamentario es una forma de gobierno básicamente inadecuada para la moderna so­ciedad de masas y, por otra, genuinamente no democrática.

Según Cari Schmitt, los principios básicos del parlamentarismo son la «discusión» y la «publicidad» (GLP 41 ss). Su crítica consiste, primero, en poner en duda estos principios como máximas para la

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toma de decisión política y, segundo, objetar al parlamentarismo la traición a sus propios principios. En lo que sigue, habrá de mostrar­se que ciertamente Schmitt considera algunos problemas realmente existentes del parlamentarismo moderno, pero la mayor parte de sus argumentos responden a errores histórico-conceptuales y sistemáticos (§ 7a, b). Entre ellos se encuentra la opinión de que en la actuali­dad el parlamento no está en condiciones de representar la unidad política y con ello, de satisfacer el —supuestamente monárquico— principio formal de la representación (§ 7c).

En todo caso, el parlamentarismo que surgiera del «miedo a la democracia» propio del liberalismo (GLP 29) se opone al principio democrático básico de la «identidad de gobernantes y gobernados» (GLP 35; VL 234). Según Schmitt, no está justificada la equipara­ción de democracia con «liberalismo y libertad» (GLP 19) que en el siglo XIX fuera considerada durante un tiempo como algo evidente. En su intento de demostrar, sobre la base de su definición alternati­va de democracia como identidad entre gobernantes y gobernados, hasta una «oposición» entre liberalismo y democracia, Schmitt invo­ca a Rousseau (GLP 19).

Del análisis de esta prueba habrá de resultar que ciertamente utiliza argumentos de Rousseau pero introduce modificaciones en los mismos que directamente invierten su sentido:

— La queja de Rousseau en contra de la mera igualdad jurí dico- formal, el «derecho igual para pobres y ricos de dormir bajo los puentes» (A. France), se convierte en Schmitt en la caracterización de la opinión supuestamente liberal de que todos los adultos serían «eo ipso» políticamente iguales como la «peor falta de formas» (GLP 16 s.) (§ 8a).

— La igualdad material de los intereses como uno de los presu­puestos centrales para la coincidencia de la volonté générale con la volonté de tous, es convertida por Schmitt en una igualdad «sustan­cial» que resulta ser totalmente irrelevante desde el punto de vista político y, en última instancia, conduce a una solidaridad sobre la base de contenidos de fe compartidos (§ 8 b).

— La volonté générale, la consonancia de la voluntad de todos los individuos bajo determinadas condiciones, se convierte en la «vo­luntad del pueblo», que puede «tenerla» también un individuo o una minoría ( § 8 ).

Así pues, mientras Rousseau menciona condiciones bajo las cua­les es posible conciliar la autodeterminación individual con la toma colectiva de decisiones, Schmitt desea hacer pasar por autodetermi­

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nación colectiva, las decisiones dictatoriales de un individuo que «permanece... en la homogeneidad sustancial» (VL 2 3 6 ). Justamente en conexión con la problemática de la autodeterminación resultarán también fundadas dudas acerca de la corrección de la por Schmitt sostenida oposición entre libertad e igualdad, que se suponen son las ideas básicas del liberalismo y la democracia respectivamente (§ 9a, c). Además, habrá que preguntarse si y hasta qué punto puede aplicarse con sentido el discurso de voluntad del pueblo, que prefie­re Schmitt (§ 9 b).

Sin embargo, por lo pronto, cabe señalar que en la afirmación de Schmitt según la cual Rousseau se encuentra «al comienzo de la democracia moderna» (GLP 19) hay un presupuesto, admitido como evidente, que es falso, es decir, la opinión de que el único argu­mento en favor de la democracia sería la exigencia de autodetermi­nación política (entendida individual o colectivamente). Pues, existe también otra tradición, más antigua, en la que se encuentran las de­mocracias modernas. Hasta Thomas Hobbes, la pregunta acerca de la legitimidad de la dominación no rezaba si y por qué debe existir sino quién debía gobernar y cómo. Una cuestión central, reiterada­mente analizada, era si debía gobernar uno solo o un grupo peque­ño, o más bien una multitud de personas. Como criterio se utilizaba la cuestión de saber las decisiones de quiénes eran más conciliables con el bien común.^ Una comparación de los argumentos de ambas partes otorgaba un mayor peso a la dominación de muchos.^

En efecto, se podía debilitar el argumento más fuerte de los de­fensores del gobierno unipersonal, es decir, que sólo en una forma tal de dominación existiría un procedimiento, liberado de la correc­ción sustancial, para la decisión de cuestiones importantes que de alguna manera tienen que ser decididas —es decir, justamente la decisión del gobernante— , a través de la decisión de la mayoría

1. El concepto problemático de bien común puede ser mejor delimitado ex negativo-, un régimen sirve al bien común cuando en los gobernantes puede cons­tatarse la tendencia a utilizar su poder no sólo para su propio beneficio —individual o de gmpo— sino a preocuparse seriamente por el bienestar a largo plazo de todos los que pertenecen a la unidad política. Por más vaga que pueda ser esta definición, me parece que responde a nuestra intuición cotidiana con la que diferenciamos las formas de dominación cormptas o despóticas de aquellas que tienen en mira el bienestar de todos.

2. Como al «pueblo», a los que pertenecen a la unidad política, no pertene­cen originariamente todos los habitantes adultos de un territorio —prescindiendo de los extranjeros que transitoriamente aUí viven— se hablará aquí a veces del «dominio de los muchos».

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como procedimiemo de decisión, por una parte, y de un ejecutivo con prerrogativas más o menos amplios, por otra. Al mismo tiempo, se podía señalar que la probabilidad de una «degeneración» del do­minio del pueblo puede ser reducida considerablemente a través de las instituciones correspondientes tales como libertad de prensa, protección de las minorías, posibilidades de apelar ante tribunales independientes, etc., mientras que un gobierno unipersonal con ta­les instituciones a la larga deja de ser tal y sin ellas es bastante in­controlable.

Como los argumentos en favor del gobierno del pueblo no sur­gen exclusivamente de la exigencia de la autodeterminación política de todos, no existe ninguna razón para considerar que el Estado de derecho constitucional parlamentario es genuinamente antidemocrá­tico; aun cuando la «democratización» en el sentido actual, es decir, la ampliación del derecho de sufragio, sólo comenzó en el siglo pa­sado.

§ 7. ¿Esta superado el parlamentarismo?

«Lo esencial del parlamento es, pues, el tratamiento público de argumentos y contraargumentos, el debate público y la discu­sión pública, el parlamentar, en donde, por lo pronto, no es ne­cesario pensar en la democracia.» (GLP 43).

Un principio básico del parlamentarismo es la institucionaliza- ción de la discusión argumentativa en los asuntos políticos. Natural­mente, esta institución tiene sentido sólo si también puede contro­larse públicamente cómo han de ser llevados a la práctica los resultados de la discusión y qué es lo que ellos provocan. También, ya en una época relativamente temprana, se desarrolló el control ex- traparlamentario del parlamento a través de la opinión pública.^ Si se entiende a la democracia en el sentido actual, la caracterización schmittiana del parlamento no es en modo alguno falsa. Especial­mente si se toma en cuenta la similitud de su definición con la de Kriele, a primera vista resulta sorprendente que le objete a Schmitt colocar subrepticiamente en la base del parlamentarismo un funda-

3. Jürgen Habermas, Strukturwandel der Öffentlichkeit, Darmstadt y Neu­wied '^1982, 86.

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mentó histórico-conceptual tan sólo para poder diagnosticar la desa­parición de este fundamento.

Sin embargo, si se lleva a cabo una precisión adecuada, la obje­ción de Kriele es correcta. Se arroja entonces algo de luz sobre los refinamientos retóricos con los que Schmitt polemiza con el parla­mentarismo. Por ello, habrá de permitírseme, antes de entrar al aná­lisis de contenido de los conceptos centrales en esta polémica, es decir, «discusión», «publicidad» y «representación», y su uso por parte de Cari Schmitt, formular algunas breves observaciones sobre su método.

— Schmitt no desea considerar a los principios del parlamentar rismo (discusión y publicidad) como principios obtenidos a partir de la experiencia política práctica. Los estiliza en dogmas metafísicos (GLP 45 s.).

— A tal fin, Schmitt y los críticos del parlamentarismo que le siguen —cualquiera que sea su color político— proclaman que los escritos de los ideólogos de la monarquía burguesa francesa (Cons- tant, Guizot y los demás «doctrinarios») son el fundamento teórico del parlamentarismo (VL 201, 327; GLP 43 ss.). Sin embargo, aque­llos representantes del «juste-milieu» burgués entre los monarquistas ultraconservadores y el proletariado revolucionario eran consciente­mente antidemocráticos con el objeto de impedir la emancipación política del proletariado.^

— A fin de evitar el reproche de que éste es un sector demasia­do pequeño y atípico de la literatura sobre el tema del parlamenta­rismo, se incluye también al socialista y demócrata J. St. Mill en la serie de los liberales antidemocráticos.^

— Schmitt coloca la discusión —el esfuerzo por encontrar la ver­dad a través de la argumentación racional— paralelamente a la «conversación ilimitada», «ocasional», de cualquier contenido, de los románticos alemanes (GLP 46). Sugiere con ello que aquí se trata de una «charla interminable» a la que hay que enfrentarse finalmen­te con actos.

4. Kriele, Staatslehre, 166.5. Cfr., por ejemplo, Hasso Hofmann, Repräsentation, Berlín 1974, 440

ss., sobre todo 445.6. Cfr. por ejemplo, «The Claims of Labour» en Collected Works IV, 363-

389 y «Chapters on Socialism», Collected Works V, 703*753.7. Schmitt no tiene mayor inconveniente en anticipar en diez años

— 1849— la aparición del ensayo de Mill On Liberty y afirmar que este escrito es »especialmente característico porque bajo la impresión del año 1848 muestra la oposición entre principios liberales y democráticos...» (VL 201).

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Básicamente, la crítica de Schmitt al parlamentarismo está com­puesta por la determinación conceptual con respecto a los mencio­nados principios y la comparación con la praxis del parlamentarismo en el siglo veinte. Mientras que las «dilucidaciones conceptuales» re­sultan ser en gran medida equivocadas, la crítica al modo y forma de la toma de decisión política en el parlamentarismo moderno muestra los problemas realmente existentes en la democracia parla­mentaria.

a) ¿Qué puede y qué debe ser la discusión?

Con respecto a la discusión, en los trabajos de Schmitt habrá que separar dos líneas de argumentación que cuesta desenmarañar: el rechazo de la discusión como medio para la toma de decisión po­lítica y la crítica a la forma como es realizada o, mejor dicho, no realizada en la actualidad.

a) Discusión y descubrimiento de la verdad

El rechazo schmittiano de la discusión en el ámbito de lo políti­co se remonta a la «posición central» que, según su opinión, ocupa dentro del «liberalismo como sistema coherente, amplio, metafisico» (GLP 45 s.). Así como, en el «racionalismo relativo» de este sistema, de la libre competencia económica resulta el bienestar general, así también surge la verdad de la libre competencia de las opiniones (ibidem).

«Aquí reside también el núcleo espiritual de este pensamien­to, su relación específica con la verdad, que se convierte en una mera función de la eterna competencia de las opiniones. Con res­pecto a la verdad esto significa la renuncia a un resultado defini­tivo.» (GLP 46).

Si en el caso del «resultado definitivo» ha de tratarse de algo di­ferente a una «verdad superior» establecida como tal por una instan­cia supuestamente autorizada al respecto —por ejemplo, una ins­tancia eclesiástica— entonces hay aquí un error acerca del uso adecuado de la palabra «verdadero». Pues, fiiera de la deducción lógico-matemática y del experimento, en principio reiterable a vo-

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luntad, de las ciencias naturales, o de los métodos de investigación de las ciencias sociales empíricas orientadas por este modelo, la co­rroboración en la libre discusión representa el único criterio de la verdad de los enunciados científicos.^ Kant consideraba que la ta­rea de la discusión pública era justamente hacer surgir la verdad.^ Como, en el ámbito del actuar humano, no es posible obtener los enunciados verdaderos a través de la deducción lógica a partir de al­gunos a x io m a s,y los resultados de la investigación empírica son sólo condicionadamente confiables y juegan un papel subordinado, la discusión pública ofiece la única alternativa a la dogmática autori­taria que se presenta con pretensión de infalibilidad.^^ Por lo tan­to, la renuncia a este tipo de «resultados definitivos» puede también tener su origen en el deseo de lograr una verdad —racionalmente fiindamentada— y no sólo en el placer de discutir y en la creencia en el efecto milagroso de la competencia. (Además, lo uno no tiene por qué excluir lo otro.)

Desde luego, la opinión según la cual la discusión puede servir para encontrar la verdad presupone que la voluntad y la capacidad de la búsqueda de la verdad no han sido totalmente eliminadas a través de las pasiones o de defectos de carácter, tales como la ambi­ción y la arrogancia y/o las ideologías. Por otra parte, la discusión pública sobre la base de argumentos es la que más probabilidades ofrece para extraer «la mayor razón posible del enraizamiento en la tradición, de la pasión, los prejuicios, los propios intereses, etc.».^ También parece esencialmente más plausible que este tipo de dis­torsiones puedan ser reducidas allí donde está permitido nombrarlas y criticarlas que cuando un individuo o una élite domina ilimitada e incontrolablemente.

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8. Cfr. el artículo «Gesellschaft», de Maximilian Forschner, en Theologische Kealenzyklop'ádie, tomo XII, 744.

9. Cfr. «Der Streit der Fakultäten», A A VII, 19 s. Por cierto que lo que le interesa a Kant es, por lo pronto, la discusión entre los emditos, pero considera también que su tarea consiste en ilustrar al público y estimularlo a la discusión. Cfr., por ejemplo, «Was ist Aufklämng?», AA VIII, 36 s.

10. Cfr. Anthony Kenny, Will, Freedom and Power, Oxford 1975, 70 ss.11. Cfr. J. St. Mill, «On Liberty», cap. II, Coll. Works XVIII, 228-259, so­

bre todo 229.12. Kriele, op. cit., 189- Aquí se suma otra fundamentación de la decisión

de la mayoría: en una discusión pública, entre dos alternativas de un mismo va­lor, aquella que es comprensible para un mayor número de personas tiene a su favor la presunción de verdad. Sobre los presupuestos y problemas de esta opi­nión, ver infra § 9 c.

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¡3) La discusión en Rousseau

Rousseau juega un importante papel especial para lo que sigue. Según Schmitt, se encuentra «al comienzo de la democracia moder­na» (GLP 19) pero no comparte la fe ilustrada en el efecto benéfico de la discusión y el razonamiento. Para él, los «prolongados debates anuncian el ascenso de los intereses particulares y la decadencia del Estado» (Contrat Social, IV.2 ).

El hecho de que, según Rousseau, las leyes, dentro de lo posi­ble, debían ser creadas «sans discussion» ha conducido a pensadores políticamente tan diferentes como Cari Schmitt y Jürgen Habermas a sostener la opinión equivocada de que Rousseau exigiría una «de­mocracia sin discusión pública».Ciertamente, Rousseau considera que el consenso del pueblo es una obra de las buenas costumbres (Contrat Social, IV. 2 ), de una igualdad material aproximada (ibi­dem II. 4, 11), en el caso de la democracia en su sentido (es decir, como forma de gobierno) hasta de la igualdad de la educación y de la sencillez de las circunstancias (ibidem III. 4), pero no de la discu­sión. Son conocidos sus arranques en contra de la vacía retórica de la cultura de salón ilustrada (sobre todo 1 . Discours), al igual que su desprecio por las «sutilezas» (raffinements, subtilités) políticas (Contrat Social, IV. 1).

Lo que le importaba era la construcción de un caso óptimo en el que ya no ñiera necesaria ninguna discusión porque la situación y la decisión necesaria era igual y clara para todos (ibidem IV. 1 ,2 ). También comprendía que en el mayor número de los casos ha­brían de producirse discusiones. Hasta advirtió frente al peligro de que desaparecieran por falsas razones:

«En el otro extremo del círculo resurge la unanimidad. Ella se presenta cuando los ciudadanos, caídos en la servidumbre, ya no poseen ni libertad ni voluntad. Entonces, el miedo y la adula­ción convierten las votaciones en aclamaciones; ya no se delibera sino que se adora o se maldice.

13. Habermas, op. cit., 123; GLP 19.14. «A r autre extrémité du cercle l ’unanimité revient. C’est quand les cito­

yens tombés dans la servitude n ’ont plus ni liberté ni volonté. Alors crainte et la flatterie changent en acclamations les suffrages', on ne délibère plus, on adore ou l ’on maudit.» Edición Pléiade III, 439- Aquí se muestra hasta en la elección de las palabras cuán violenta es la reinterpretación que Schmitt hace de Rous­seau: «Aquello en lo que Rousseau está pensando como democracia auténtica es la aclamación...-» (W 34, subrayado de M.K.).

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Por lo tanto, entre los dos «extremos del círculo», hay toda una escala de casos en los cuales la discusión no es deseable pero sí nece­saria.

Los pragmáticos anglosajones no dedicaron ninguna reflexión a este tipo de consideraciones de optimización. Como alternativa a la discusión pública conocían sólo la tiranía. Las razones para defender la discusión son, pues, menos de naturaleza hedonista o estética. Por lo pronto, son razones pragmáticas (superación de las menciona­das «distorsiones», que no pueden nunca ser totalmente elimina­das), pero luego también razones de moralidad, que exigen conside­rar a cada persona como fuente posible de un argumento racional.

7 ) La discusión en el parlamento actual

El intento schmittiano de denunciar la discusión argumentativa como un medio auxiliar inútil para la toma política de decisiones demuestra ser tan equivocada como su invocación a Rousseau en este lugar. Pero su argumento central no puede ser rechazado tan fácil y totalmente: en el parlamento actual, de hecho no se discute ya en el sentido propiamente dicho de la palabra, es decir, como si cada cual estuviera dispuesto a dejarse convencer por nuevos argu­mentos (GLP 9). Debido a la disciplina partidista de los parlamen tarios, en las decisiones parlamentarias los resultados de la votación están ya determinados, por lo general, antes de la discusión. Cuan­do se producen apartamientos de la línea partidista, la opinión pú­blica tiende más bien a suponer motivos económicos y/o psicológi­cos que razones políticas o hasta morales. La toma de decisiones parlamentarias, que se supone análoga a la de un tribunal, se parece más a un proceso simulado que a una negociación «fair».

Pero con esto, tal como lo insinúa Schmitt, desaparece la razón «propiamente dicha» de la división de poderes. La verdadera razón de la división de poderes, del «balance de poderes», tal como consi­dera Schmitt que es más adecuado designarla,no sería —como se supone generalmente— la «frase bastante banal», según la cual una

15. Schmitt imema presentar aquí la metáfora del equilibrio como un pro­ducto contingente de la mecánica moderna, que desde entonces se habría difun­dido en toda la literatura política, económica, etc. (GLP 50). Aparentemente considera que cuando se traza el origen y la vía recorrida por una metáfora, ya se sabe también cuál es su significado.

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concentración de poder demasiado grande sería «una tentación de­masiado fiierte para el afán humano de poder» (GLP 51). La verda­dera razón sería más bien el «concepto parlamentario de ley» (GLP52 s.). Por ley se entiende aquí una proposición verdadera, general, a diferencia de una orden personal. Por ello, la ley tendría que ser el resultado de una deliberación en una instancia creada especial­mente a tal efecto, es decir, justamente el parlamento. «Legislar es deliberarfe, lo propio del Ejecutivo es agere.» (GLP 5 6 ; subrayado en el original; cfr. VL § 13). Pero cuando en el parlamento, el «lu­gar en donde se delibera» (GLP 58), ya no se discute verdaderamen­te, cuando en el fondo la división de poderes está ya eliminada en el gobierno parlamentario (GLP 62), cuando la dictadura no es lo opuesto a la democracia, sino a la división de poderes y al parlamen­tarismo (GLP 52), parece ya obvia la conclusión en favor del «cesa­rismo» (GLP, prólogo a la 2 . edición, 23) que más tarde sería ex­plícitamente preferido.

Sin embargo, la razón decisiva en favor de la división de poderes es probablemente la «banal», aun cuando el concepto de ley men­cionado más arriba juegue un papel esencial en el pensamiento jurí­dico moderno (cfr. capítulo IV). En verdad, el parlamentarismo ha sido interpretado también aquí como el esfuerzo para garantizar el libre intercambio de argumentos. Pero, ya en tiempos de Bentham, este intercambio se fue desplazando cada vez más a la opinión pú­blica extraparlamentaria.Desde luego, existen opiniones muy diversas acerca de cómo se lleva a cabo efectivamente este inter­cambio en las modernas democracias parlamentarias y cómo han de evaluarse los métodos allí aplicados.

Otros desarrollos, tales como el gobierno parlamentario y la dis­ciplina partidista de los parlamentarios, tenían sentido por razones pragmáticas, a fin de reducir los peligros de situaciones de empate, de incapacidad de la toma de decisiones, etc. Esto tampoco lo discute Cari Schmitt (GLP 62). Pero sostiene que con ello el parla­mento ha perdido su «ratio» (GLP 62). Esto vale sólo si por «ratio» no se entiende los principios pragmáticos sino posiciones metafísicas

16. Habermas, op. cit., 123 ss.17. Además de Schmitt (W 40 s., por ejemplo), también es escéptico Ha-

bermas, op. cit., cap. VI; en contra, Josef Schumpeter, Kapitalismus, Sozialis­mus und Demokratie, Munich ^1980, 433 ss.; Kriele, op. cit. 165 ss.

18. Ver, por ejemplo, S.I. Benn y R.S. Peters, Social Principles and the De­mocratic State, Londres “ 1977.

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inconmovibles. Pero la sospecha de haber asumido una posición tal recae también sobre quien legitima las decisiones parlamentarias como si los mencionados desarrollos no se hubieran producido. En su caso, realmente sería correcta la crítica de Schmitt.

b) El cambio de significado de lo «público»

a) Lo público en Schmitt y en Heidegger

En ninguno de los grupos de temas tratados por ambos autores las diferencias y paralelismos entre Schmitt y Heidegger aparecen tan entrecruzados como en el caso de lo público. Por lo pronto el «se» («Man») de Heidegger determina el comportamiento del «ser ahí» («Dasein») de una manera que coindice, en el ámbito moral, con la costumbre «vivida», tal como fiiera explicitada en el último capítulo (§ 5 a): el individuo actúa de tal o cual manera «porque eso se hace» (Sein und Zeit, § 27). Ciertamente, Heidegger subraya la importancia eminente del «se» como un «existencial esencial». Pero «el ser sí mismo auténtico... es una modificación existencial del se» (ibidem 130). Como se ha mostrado más arriba, Cari Schmitt habla de la determinación del individuo a través de la eticidad estatal, cuya capacidad de subsistencia naturalmente surge y desaparece con su enraizamiento en lo creído irreflexivamente, dentro de lo posible justamente en la costumbre (así también ya Maquiavelo y Rous­seau). En esta medida, se puede constatar más una oposición que un paralelismo en las concepciones de Heidegger y de Schmitt acer­ca de la vinculación del individuo con su entorno social.^^

Por otra parte, ambos rechazan aquella forma de lo «público» que fiiera justamente constitutiva para el establecimiento de la de­mocracia parlamentaria: el foro del público culto frente al cual tie­nen que ser justificadas argumentativamente no sólo las acciones po­líticas.^ Especialmente en el siglo XVIII existía una fe muy difiindida en el efecto de control de la opinión pública, que se for­maba a través de las discusiones en el parlamento, en el salón, en las revistas, etc. Se la consideraba —así Cari Schmitt (GLP 47

19. Cfr. al respecto Krockow, Entscheidung, 77; Hofmann, Legitimität ge- n Legalität, 173 s.

20. Habermas, op. cit. 112 ss.21. Ibidem 46 ss., 69 ss.

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s.)— como remedio contra la diplomacia secreta de los príncipes ab­solutos. No obstante la desilusión del último siglo, también en la actualidad se sigue considerando el control público del poder, a tra­vés del cual tiene siempre que justificar argumentativamente sus ac­ciones, como un medio relativamente eficaz en contra de la tiranía y la opresión y, por lo tanto, como algo que hay que conservar y defender.

No así Schmitt y Heidegger. En Heidegger, a través de la «inter­pretación del concepto de verdad como decisión... (desaparece) la posibilidad de la crítica, que justamente debería caracterizar la ética y la política». Cari Schmitt desarrolla, a partir del escrito sobre el parlamentarismo (GLP 50, sobre todo prólogo a la 2 . edición, 2 2 ), primariamente en su Teoría de la Constitución, un concepto con­trastante de publicidad. «Lo público» es ahora el «pueblo realmente reunido», «aclamante» que «existe en las manifestaciones callejeras, en las fiestas públicas, en los teatros, en el hipódromo o en el esta­dio... y que, por lo menos potencialmente, es una entidad política» (VL 244, cfr. 249). Consecuentemente, cambia también la fiinción política de lo público:

«Sólo el pueblo realmente reunido es pueblo y sólo el pueblo realmente reunido puede hacer aquello que específicamente per­tenece a la actividad de este pueblo: puede aclamar, es decir, ex­presar por simples gritos su aprobación o rechazo, gritar “ viva” o “ muera” , ovacionar a un líder o una propuesta, vitorear al rey o a cualquier otro o, con el silencio o murmullos, negar la acla­mación.» (VL 243 s.)

Una primera diferencia entre este tipo de lo público y el antes mencionado es que ya no se argumenta sino que sólo se expresan —en última instancia, sin fundamento— la aprobación o el recha­zo. Schmitt se remite también aquí a Rousseau (VL 243). Para am­bos, y también para Maquiavelo, que tuviera en ambos una influen­cia nada irrelevante, el modelo histórico está constituido por los comicios rom anos.Pero, justamente una comparación bajo este aspecto muestra las peculiaridades de Schmitt y de sus objetivos:

22. Hans Ineichen, Geschichte und politisches Handeln, manuscrito inédi­to, 9; cfr. E. Tugendhat, Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung, Francfort del Meno 1979, 239 ss.

23. VL 260; Rousseau, Contrai Social, IV.4; Maquiavelo, sobre todo Discor­si, I. 3 ss.

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mientras que Maquiavelo y Rousseau se orientaban por la primera época de la República romana, lo que le interesa a Schmitt es justa­mente la legitimación de los «métodos cesaristas». " Mientras que la masa popular era en los comicios un elemento firmemente institu­cionalizado para la toma de decisiones políticas, Schmitt apunta al «pueblo al lado de la regulación constitucional» (VL 242). Ahora bien, no puede suponerse que, por ejemplo, la población de la Re­pública de Weimar haya considerado que alguna decisión política era una decisión propia por haberla aclamado una masa popular en un estadio de Berlín, en un teatro hamburgués, en una manifesta­ción callejera en Colonia o en el hipódromo de Daglfing (pero tal es el sentido de W 49 s). Como, además, sólo en muy pocos casos la masa popular reunida en una ópera y la reunida en una demos­tración callejera aclamarán las mismas propuestas y en modo alguno puede saberse claramente cuál de las dos es la decisiva en caso de disenso o si hay que consultarlas alternadamente o si se debe recurrir como árbitro a la masa reunida en el hipódromo o en el estadio, habrá que buscar en la obra de Schmitt puntos de referencia a la política actual de su época. Como uno de éstos se encuentra en el Estado que «con antigua honestidad quiere ser nuevamente E stad o» ,es decir, en la Italia fascista, la función de lo público en el pensamien­to de Schmitt parece consistir más en la aclamación de decisiones to­madas dictatorialmente que en la discusión y la crítica (cfr. § 9b).

13) Publicidad y sufragio secreto

Schmitt utiliza su concepto específico de lo público para demos­trar la incoherencia interna del liberalismo. Su punto de apoyo son las elecciones secretas: justamente allí donde la publicidad debería ser obligatoria para el ciudadano, el liberalismo invierte las cosas y exige el sufragio secreto (GLP 50). Sin embargo, «la aplicación con­secuente de la votación secreta transforma al ciudadano, al citoyen, es decir, a la figura específicamente democrática, política, en un hombre privado que, desde la esfera de lo privado... manifiesta una

24. GLP 23; cfr. en «Wesen und Werden des faschistischen Staates» (PB 114): «Los adversarios de César eran los optimates, no el pueblo.» (Por ello consi­deraba Schmitt que el fascismo beneficiaría también a los estratos inferiores.) En cambio Maquiavelo condenaba severamente a César, el destmctor de la Repúbli­ca (Discorsi, 1.10).

25. «Wesen und Werden des faschistischen Staates», PB 114.

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opinión privada».C om o a través de ello, el pueblo realmente reunido, que según Schmitt es el soberano propiamente dicho de la democracia, queda «destrozado», el sufragio secreto no sólo no pro­mueve la democracia sino que hasta la contradice. «Cuanto más fuerte es la fuerza del sentimiento democrático, tanto más seguro es el conocimiento de que la democracia es algo distinto a un sistema de registro de votos secretos.» (GLP 2 2 ) Por lo tanto, ¿constituye una contradicción sistemática cuando se espera de los representantes del Estado que orienten su actuación de acuerdo con el resultado de la discusión pública y justifiquen públicamente su conducta, y al mismo tiempo se exonera a los ciudadanos de ello en su acto propia­mente político?

Sólo es posible hablar seriamente de participación del individuo en la decisión política si éste tiene la posibilidad de la libre deci­sión. Con esto sería compatible obligarlo a una justificación argu­mentativa de su decisión y eventualmente criticar también su deci­sión pero no someterlo a alguna coacción o presión social. Pero como, prescindiendo de las experiencias negativas con diversas for­mas de tutela personal, es difícil escapar a la presión de conformi­dad de una masa entusiasmada o colérica, las razones en favor del sufragio secreto conservan mayor peso. Por último, también los polí­ticos son protegidos, a través de la institución de la «inmunidad», de las consecuencias jurídico-privadas de las acciones políticas.

7) Pérdida de la publicidad en el parlamento

Allí donde Schmitt proclama la pérdida general de la fe en los principios parlamentarios recurre, desde luego, al concepto de pu­blicidad parlamentaria: como las comisiones del parlamento sesio­nan a puertas cerradas y en vista de los enormes efectos que los acuerdos secretos de «los representantes de las asociaciones de intere­ses del gran capitalismo en pequeñísimo comité» tienen en «la vida

26. VL 245; Schmitt hasta considera que «La libenad de opinión es una li­bertad de las personas privadas.» (GLP 50) Hasta qué punto esto contradice la intención que subyacía a la exigencia de libertad de opinión puede ser demostra­do con el ejemplo de Kant, quien expresamente exigía la libertad para el uso pú­blico de la razón y no para su uso privado (por ejemplo, en «Was ist Aufklä­mng?» AA VIII, 36 s.).

27. Cfr. Werner Heun, Das Mehrheitsprinzip in der Demokratie. Grundla­gen - Struktur - Begrenzungen, Berlín 1983, 168 ss.

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Ty el destino de millones de personas», la «fe en la discusión pública ha experimentado una terrible desilusión» (GLP 62 s.). ^

Más allá de la formulación folletinesca queda la cuestión de sa­ber si la gran influencia que ejercen en las decisiones estatales las apenas controlables asociaciones de intereses no constituye un peli­gro para la democracia parlamentaria. Pues es verdad que ninguna ley llega al parlamento sin que antes, en los más diversos foros, las agrupaciones del tipo más diferente hayan expresado sus deseos de cambios y enmiendas. Pero este tipo de influencia política no parece ser algo exclusivo de los Estados gobernados parlamentariamente.

Sin embargo, hay que partir del hecho de que las modernas so­ciedades industriales presentan estructuras «policentristas» de po­der, sin que importe el que uno las considere como elementos positivos o no. El Leviatán »monocentrista» de Thomas Hobbes, el Estado que «no conocía ninguna “ sociedad” como contraparte» (BP 23 s.) no ha existido nunca.Tam bién tiene sus ventajas el hecho de que los diferentes grupos de intereses procuren ponerse de acuer­do acerca de los proyectos de leyes y otras decisiones políticas, por­que el entendimiento recíproco en los diferentes foros permite »jue­gos de suma positiva», es decir, formas de decisiones que, a la larga, benefician a todos los participantes. En cambio, las luchas por votos en el plenario del parlamento son típicos «juegos de suma cero», en los cuales una de las partes gana y la otra pierde.

Parece ser suficiente mantener bajo el control público algunos foros de importancia central.Naturalmente, los miembros de ta­les foros tienden siempre a escapar de la publicidad, especialmente en conexión con «acuerdos» económicamente lucrativos, pero ilega­les, entre los diferentes foros de decisión. Una prensa uniforme, pero también una prensa fiiertemente concentrada facilita este que­hacer. Sin embargo, en las democracias occidentales, parece conser-

28. Cfr. VL 214; Ernst Forsthoff constató —desde luego, sin el esfuerzo de Schmitt por la aclaración conceptual— algo similar para la República Federal de Alemania, Epirróosis, 196 s.

29. Norberto Bobbio, «Die Mehrheitsregel: Grenzen und Aporien» en B. Guggenberger y C. Offe (comps.). An den Grenzen der Rehrheindemokratie, Opladen 1984, 108-131, 116.

30. Cfr. C.B. Macpherson, Die politische Theorie des Besitzindividualis­mus, Francfort del Meno 1967, 110; Kriele, Staatslehre, § 13, 14.

31. Giovanni Sartori, «Selbstzerstörung der Demokratie? Mehrheitsent­scheidungen und Entscheidungen von Gremien» en Guggenberger y Offe, op. cit., 83-107, 101.

32. Ibidem 103.

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varse una cierta publicidad crítica, es decir, que la desilusión en modo alguno es tan «terrible» como sostiene Schmitt.

En todo caso, surgen serios peligros para la democracia parlamen­taria allí donde las decisiones políticas que se toman de acuerdo con la forma aquí esbozada son justificadas frente a los insuficientemen­te representados en este sistema proporcional como si no hubieran tenido lugar estas modificaciones pragmáticamente fundamentadas del proceso de decisión parlamentario. La pérdida de confianza que de esta manera se provoca podría traer consigo serios problemas para los Estados gobernados parlamentariamente. En efecto, mientras una dictadura puede conformarse con una administración que funcione más o menos bien y con un aparato policial que funcione bien, el Estado de derecho democrático depende de la aprobación, al menos tácita, de prácticamente todos sus ciudadanos.

c) Parlamento y representación

El hecho de que las decisiones políticas son tomadas también en foros pequeños, no públicos, fue una de las razones invocadas por Schmitt para negar al parlamento de la época de Weimar la capacidad de representación de la unidad política (VL 208 s.). Como, según Schmitt, la representación constituye uno de «los dos principios de la forma política» (VL 204), este reproche debe ser tomado muy en serio. Los «elementos estructurales» de la representación —en caso extremo, de la representación de la unidad política a través de un monarca absolutista— y de la identidad «democrática» del pueblo (cfr. § 8 ) están contenidos en todo Estado. Pues, también en una democracia directa las decisiones políticas son tomadas, primero, para otros, aunque tan sólo se trate de los en ese momento menores de edad, y es necesaria, segundo, la «presentación» de la unidad política (VL 206 s.). Viceversa, también el gobernante absolutista necesita del pueblo «porque no existe ninguna representación sin lo público ni pu­blicidad sin pueblo» (VL 208). Así, pues, si el parlamento ya no está en condiciones de representar la unidad política y tampoco de estable­cer de otra manera mejor la identidad de los gobernantes y goberna­dos, no existe ya ninguna razón para mantener esta institución.^^

Como la argumentación de Schmitt con respecto a la representa­ción se basa en una serie de malos entendidos y sobre el tema de

33- De manera similar, Hofmann, Legalität gegen Legitimität, 156.

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la representación existe una abundante literatura,habré de limi­tarme aquí a los puntos que considero decisivos.

1) No existe ninguna disyunción conceptual entre Repräsenta­tion y Stellvertretung (es decir, «representación» [Repräsentation] de acuerdo con el derecho público y «representación» [Vertretung] de acuerdo con el derecho privado. N. del T.) (como se sostiene en VL 209). Como lo ha mostrado H. Hofmann, con respecto a la palabra «representación», es posible determinar «tres usos del lenguaje clara y precisamente diferentes entre sí y centrados cada uno de ellos en un punto prioritario totalmente determinado»:

«Por lo pronto hay que mencionar el uso teológico, heredado por los filósofos, que gira alrededor de la dialéctica protoimagen- imagen. Luego, se muestra un uso surgido del lenguaje de la li­turgia en el sentido de la representación (Stellvertretung) en una comprensión específicamente jurídica. Y, finalmente, puede marcarse un ámbito del uso en el que se trata del problema del actuar corporativo, de la autoarticulación de un colectivo, para el cual, tomando un término de Juan de Segovia, utilizo el nombre “ representación de identidad

Como justamente en el caso de la representación monárquica y también parlamentaria, el ámbito de significado de la «Stellvertre­tung» es el decisivo desde el punto de vista de la historia de este concepto ,según Schmitt, no existe ninguna razón para «discul­par» la «confusión» en la tradición anglosajona, en donde wpresen- tatiom ha sido entendida, como algo evidente, en el sentido de otorgamiento democrático de un m andato,aduciendo que «la

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34. Me refiero aquí primariamente a Hofmann, Repräsentation, Berlín 1974; cfr. también, G. Leibholz, Das Wesen der Repräsentation und der Gewaltwandel der Demokratie im 20. Jahrhundert, Berlin ^21960; H. Rausch (comp.). Zur Theorie und Geschichte der Repräsentation und Repräsentativverfassung, Darm­stadt 1968; R. Pennock, Democratic Political Theory, Princeton 1979, cap. VIIL

35. Hofmann, 36; desde luego, hay que distinguir el concepto escolástico de la representación de identidad de la «identidad democrática de Schmitt, a pe­sar de que en ambos una parte de una totalidad actúa por el todo. Pero, en el primer caso, es por tendencia y pretensión la sanior pars (Hofmann, 374), en cambio, en Schmitt, el poder se legitima a través de la no-diferenciación de los no-poderosos (VL 235; cfr. § 8 b).

36. Representación monárquica: Hofmann, 185 ss. (sobre todo, 187), 374 ss., 389 ss., 402 ss.; representación parlamentaria, sobre todo 341 ss., 406 ss.

37. Hofmann, op. cit., 16; cfr. The Federalist Papers n.° 14 (James Madi­son) en la edición de los Mentor Books, Nueva York 1961, 98 s,; Karl Löwen­stein, Verfassungslehre, Tubinga ^1969, 37 s.

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terminología anglosajona no gusta de las distinciones claras y preci­sas» (VL 209). El error de Schmitt consiste en el hecho de que tras­pasa a lo jurídico y postula como «esencia» de la representación, la forma de uso teológica, que en forma secularizada jugara un papel esencial en la epistemología moderna^® y que fuera receptada tam­bién por algunos teóricos absolutistas:^^

«Representar significa hacer perceptible un ser imperceptible a través de un ser de presencia pública y hacerlo presente... En la representación... adquiere apariencia concreta una especie su­perior del ser.» (VL 209 s.) °

Sin embargo, como sólo la unidad política en tanto un todo «tiene frente a la realidad natural de cualquier grupo humano con comunidad de vida, una forma de ser superior, y elevada, más in­tensa» (VL 2 1 0 ), según Schmitt sólo puede ser representada como un todo (VL 2 1 2 ). Por lo tanto, el parlamento no es algo así como una «comisión del pueblo o del electorado» (VL 213). En la medida en que el parlamento representa, cada diputado representa, con in­dependencia jurídica, la totalidad de la unidad política (VI 209, 317; RK 3 6 ). Es obvio que, en vista de una tal «peculiar espirituali­zación»," los resultados de los esfuerzos en aras de una organiza­ción practicable de la toma de decisión política, como, por ejemplo, la abierta vinculación partidista de los diputados —pero también la división de poderes (!)— tenían que aparecer, en tanto violación de los principios de la representación, como «falsos» (VL 2 0 6 , 213, 312 ss.). Pero también debe ahora ya ser claro que aquí se trata del resultado de una confusión conceptual.

2 ) La representación no es ningún «principio monárquico». También cuando la representación en el sentido de mandato no

38. «Repraesentatio rei dicitur Idea,...» (Christian Wolff, Psychologia empi­rica, § 48); cfr. Hofmann, loc. cit. 98.

39. Ibidem 36, 373.40. Es notable la similitud de la formulación en el romántico Novalis:

«Toda la representación se basa en la presentación de lo no presente...» (frag­mento del «Allgemeine Brouillon» de 1798/99 en Novalis, Schriften - Die Werke Friedrich von Hardenbergs, Stuttgart ^1968, tomo 3, 421; cfr. Hofmann, op. cit., 398 S S .) . En cambio, el concepto políticamente relevante de la representa­ción como representación jurídica {personam alicuius repraesentare) procedía del lenguaje del teatro y era también aplicado cuando, por ejemplo, el amo repre­sentaba jurídicamente al esclavo (Hofmann, 156 ss.).

41. Hofmann, 436, cfr. 22.

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surja de la representación estamental sino de la tradición de la re­presentación monárquica/^ posee mientras tanto una herencia de­masiado digna como para ser considerada como una forma secunda­ria de uso. En la época de la restauración —siguiendo a Kant (AA VI, 341)— tanto los liberales como los conservadores entendían por sistema representativo, por lo menos, el comienzo de una «forma de organización de una sociedad individualista y egalitaria.»" ^

3) El trabajo en comisiones no contradice la representación (como se sostiene en VL 208 s.). En primer lugar, también las deci­siones del gabinete de un príncipe, en donde según Schmitt no exis­te ninguna contradicción de este tipo, se tomaban a puertas cerra­das. En segundo lugar, la publicidad representativa, a diferencia de la publicidad ciudadana, está caracterizada por el hecho de que en ella el público no discute ejerciendo una función de control crítico, sino que recepta pasivamente." "

§ 8. Sobre la igualdad

En los últimos parágrafos se ha mostrado cómo Schmitt intenta, por una parte, demostrar que los principios típicos de la forma de organización política del liberalismo, es decir, del parlamentarismo, son políticamente inútiles y, por otra, que tampoco están en vigen­cia. Pero en la discusión política con el liberalismo lo que está en juego son cuestiones de principio aún más fundamentales. En vista del papel eminente que en la actualidad juega la legitimación de­mocrática, desea mostrar que liberalismo y democracia constituyen una oposición, desea poner de manifiesto «la en su profundidad in­superable oposición entre la conciencia liberal individual y la homo­geneidad democrática» (GLP 23).

Con esto se vuelve más clara aún la vinculación entre su argu­mentación política y el anti-universalismo moral. Considera que los principios básicos del liberalismo y de la democracia son respectiva­mente la libertad y la igualdad, naturalmente en una interpretación especial en cada caso. Aquí habrá de investigarse, por lo pronto, su

i42. Ibidem 379-43. Ibidem 419.44. Habermas, Struktunuandel, 19 s.; además, se trata en este contexto de

un caso especial del concepto de representación mediante el cual los teóricos ab­solutistas distinguen la representación cortesana y la practicada en la corte de otras formas de la representación (Hofmann, 187).

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concepto de igualdad (sobre la libertad, cfr. § 9). Ciertamente existe también una exigencia liberal de igualdad, pero ésta, según Schmitt, no es una igualdad política sino una «igualdad absoluta de los hombres» que «no dice nada conceptual y prácticamente» (GLP 17): «Toda persona adulta, simplemente como persona debe, eo ipso, tener los mismos derechos políticos que toda otra persona.» (GLP 16) Según Schmitt, políticamente relevante es sólo la igualdad en el sentido de la homogeneidad democrática:

«A la democracia pertenece... primero la homogeneidad y se­gundo — en caso necesario— la segregación o aniquilación ele lo heterogéneo... La fuerza política de una democracia se muestra en el hecho de que sabe eliminar o mantener alejados lo extraño y lo desigual, lo que amenaza la hom ogeneidad... Siempre la igualdad es políticamente interesante y valiosa sólo en la medida en que tiene una sustancia y por ello existe, al menos, la posibili­dad y el riesgo de una desigualdad.» (GLP 14)

Schmitt invoca a Rousseau, «el padre literario de la nueva demo­cracia»." Sin embargo, el análisis siguiente habrá de demostrar que aquí se trata de una exageración injustificada. Y se verá que la «igualdad de las personas» liberal, que supuestamente «no dice nada», cuando es entendida correctamente constituye un compo­nente político de la variante moderna de la exigencia de justicia, es decir, el considerar a las personas prima facie (no eo ipso) como iguales. La crítica de Schmitt se diferencia en esto fiindamentalmen­te de la de Rousseau (§ 8a). Además, la homogeneidad en Rousseau no constituye ninguna oposición a la igualdad «liberal» sino su radi- calización. En cambio, Schmitt reduce la igualdad aproximada de la situación social a la posesión de una característica específica y común a un grupo, y reprocha a quienes luchan por la igualdad social el poner en peligro la homogeneidad democrática al colocar «catego­rías económicas en el lugar de conceptos políticos» (W 52) (§ 8 b). Por lo tanto, en modo alguno Schmitt puede ser entendido como un legítimo sucesor teórico de Rousseau.

45. W 51; cfr. también GLP 20: «La volonté générale, tal como la constm- ye Rousseau, es, en verdad, homogeneidad.»

46. A ello ya se ha referido Werner Hill {Gleichheit und Artgleichheit, Ber­lín 1966, sobre todo 194-203). Pero, en mi opinión, no toma en cuenta el efecti­vo paralelismo de la argumentación y los bien reflexionados desplazamientos de Schmitt mediante los cuales, conservando en gran medida el vocabulario, se transportan contenidos opuestos.

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a) La igualdad política

La variante política de la exigencia moderna de igualdad apunta a otorgar a cada cual, en la medida en que puede ser destinatario de las disposiciones estatales y no es menor de edad o débil mental, una participación —eventualmente muy indirecta, pero institucio­nalmente garantizada— en la génesis de las disposiciones estatales. Rousseau —así pueden entenderse, por ejemplo, las últimas páginas del 2. Dtscours ' — rechazaba como insuficiente este tipo de igualdad puramente formal al lado de una persistente desigualdad social. En cambio, la crítica de Schmitt apunta en una dirección to­talmente distinta. Confunde la exigencia política de participación en el gobierno —que naturalmente tiene sentido sólo dentro de un Estado— con la exigencia moral de considerar también a los miem­bros de otras naciones, razas, etc., como humanamente iguales. Así, llega a la concepción según la cual «el» liberalismo quiere que todas las personas sean políticamente iguales y advierte frente al peligro de «una democracia de la humanidad», con una igualdad que «sin riesgo se entiende por sí misma» (GLP 16 s.).

No es necesario aclarar aquí si en el sentido liberal hay que sos­tener que una «democracia de la humanidad» —tal como la llama Schmitt— es o no un objetivo realista de la política. Pues la, por lo pronto, algo sorprendente vinculación schmittiana de la igualdad con un riesgo apunta en otra dirección. Con la desaparición de la desigualdad política, es decir, aquí sobre todo, de los Estados nacio­nales, estaría condenada a desaparecer también la distinción entre amigo y enemigo, y con ello, lo político. Por lo tanto, Schmitt fun­damenta moralmente el rechazo del Estado universal. Pues, con la pérdida de lo político se perdería toda comunidad política y, por lo tanto, toda comunidad auténtica, y también todo objetivo por el cual los hombres podrían matar y morir sensatamente, es decir, se perdería la seriedad y el sentido de la vida." ® También la crítica schmittiana a la igualdad liberal de los hombres demuestra, pues, ser un elemento de su eticidad estatal. Y sólo dentro de este marco se vuelve clara también su concepción de la homogeneidad, espe­cialmente cuando se la compara con el modelo de Rousseau.

47. J.J. Rousseau, Discours sur VOrigine et les Fondements de VInégalité parmi les Hommes, edición Pléiade III, 177 s., sobre todo 193 s.; cfr. Forschner, Rousseau, loc. cit., 49: «La igualdad jurídica formal sanciona una desigualdad material, el derecho hace las veces de derecho de intereses.»

48. Cfr. supra § 4 a, 5 b.

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b) Homogeneidad e igualdad sustancial

a) La igualdad material en Rousseau

Rousseau no se conformó con que todos tuvieran de alguna ma­nera participación en las decisiones estatales. Las resoluciones del jefe del Estado, del <(.corps politique», tienen el «Carácter de equi­dad» sólo si son tomadas por todos y valen para todos de igual ma­nera, es decir, todos son afectados por las mismas de una manera aproximadamente igual {Contrat Social, IL4). Pero para ello se re­quiere una igualdad material aproximada, en todo caso de forma tal que «ningún ciudadano pueda ser tan rico como para poder comprar a otro, ni tampoco tan pobre como para tener que venderse» (ibi­dem ILll)."^ Esta «admirable armonía de intereses y justicia» se encuentra, según Rousseau, en manifiesta oposición con la «discu­sión de todo negocio particular» (ibidem 11.4). ^

La igualdad material es un presupuesto esencial para que pue­dan coincidir la volonté de tous y la volonté générale', entonces ya no existen intereses diferentes sino, cuando más, opiniones diferen­tes acerca de intereses iguales para todos. Sólo bajo la condición de que la «mayoría de los votos tengan en sí misma todas las caracterís­ticas de la voluntad general» (ibidem IV.2 , cfr. III.4), considera Rousseau que vale su justificación de la decisión de la mayoría: al votante no se le pregunta cuál es su voluntad sino cuál es, en su opi­nión, la voluntad general. En caso de que sea derrotado en la vota­ción, entonces lo que resulta era que estaba equivocado (ibidem IV.2 ).

Pero la limitación expresamente realizada por el ginebrino vuel­ve dudosa la afirmación de Cari Schmitt en el sentido de que «con esta lógica jacobina... se podría justificar también el dominio de la minoría sobre la mayoría» (GLP 35). Como el objetivo óptimo es naturalmente la unanimidad {Contrat Social, IV. 1) sería disparatado

49. Cfr. Forschner, Rousseau, 120 ss.; por lo tanto, Rousseau soluciona de la forma más simple posible el a menudo difícil problema de qué ha de significar en el caso concreto tratar igual a lo igual y desigualmente a lo desigual: presupo­ne que todos los afectados son aproximadamente iguales.

50. Por lo tanto, con su reiterada afirmación de que en Rousseau la homo­geneidad tiene que ser tan grande que «hasta el juez y las partes tienen que que­rer lo mismo» (GLP 19; más explícitamente todavía en VL 274; cfr. Hill, loe. cit., 200) Schmitt constituye justamente lo opuesto de la opinión de Rousseau.

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sostener que la minoría casual de una votación ha de encontrarse más cerca del consenso que la mayoría. Además, la construcción parte del hecho de que, por lo general, los resultados de la votación se encuentran cerca de la unanimidad y que la composición de la mayoría y la minoría cambia continuamente. Las mayorías escasas en partidos y coaliciones firmes son, por ello, un indicio de la escisión entre volonté genérale y volonté de tous (ibidem IV. 1 , 2 , II. 3). Pero es totalmente imposible que una minoría que detenta el poder con total independencia de las votaciones o un individuo «tenga la vo­luntad del pueblo» (GLP 36), si con ello se quiere hacer referencia a la volonté générale de Rousseau. Y así como la voluntad general no debe ocuparse de asuntos particulares, así tampoco la «voluntad del individuo puede ocupar el lugar de la voluntad general» (Con­trat Social, II.4, cfr. sobre todo II. 1).

Además, siguiendo a Alfred Weber, Schmitt considera que la homogeneidad —en tanto presupuesto de la volonté générale— cuando existe, existe «naturalmente». Por lo tanto, un Contrat So­cial sería imposible o superfino (GLP 2 0 ). No toma en cuenta aquí que la homogeneidad garantiza la equidad de las resoluciones del corps politique establecido. En cambio, el contrato social es la metá­fora de la pertenencia voluntaria del individuo al Estado. Rousseau (Contrat Social, IV.2 ) confiere gran importancia a esta voluntarie­dad, en tanto condición previa de las consideraciones sobre la justi­cia. La voluntariedad de la decisión en favor del Estado garantiza la legalidad; la homogeneidad, la justicia de las decisiones en el Es­tado.

Uno puede lamentar la irrealizabilidad de la construcción del Es­tado de Rousseau, ya que sus presupuestos fiindamentales son prác­ticamente inalcanzables, o, por el contrario, alegrarse de que ello sea así. Pero la construcción no es en absoluto inútil. Pues, por una parte, queda una tarea de optimización, es decir, transformar las so­ciedades realmente existentes de forma tal que puedan esperarse de­cisiones justas. Pero, sobre todo, las fuertes condiciones establecidas para la justicia de una decisión muestran cuan cauteloso hay que ser a fin de que las decisiones políticas efectivamente tomadas, aun cuando sean las de la mayoría, no sean celebradas eo ipso como jus­tas, y cuán importante es, además, garantizar constitucionalmente al individuo un ámbito determinado libre de la acción del Estado. . Rousseau se negó ciertamente a imponer a los cuerpos del Estado al­gún tipo de limitaciones jurídicas (Contrat Social, II.4, 5). Pero en virtud de su construcción, partía del hecho de que el soberano no

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habría de molestar inútilmente a los ciudadanos (ibidem II.4). Pues, toda reducción de la libertad personal propiciada por algún individuo habría de afectarlo a él mismo al igual que a todos los de­más (ibidem). Pero justamente la desaparición de sus condiciones en la moderna sociedad industrial debería hacer patente a cualquiera la necesidad de derechos fundamentales institucionalmente garanti­zados.

13) La igualdad sustancial de Schmitt

Otra es la situación en Cari Schmitt. Ciertamente, admite que los casos modélicos de Rousseau de la «primitiva democracia de campesinos o los Estados de colonos» (GLP 14 s.) eran «idílicos» (ibi­dem; W 52). Pero considera que los derechos personales de libertad son un producto del temor de la burguesía (propietaria) frente a la verdadera democracia (VL 201; LL 2 9 6 ). Para poder utilizar, sin em­bargo, los conceptos y argumentos de Rousseau, tiene que debilitar la igualdad material y transformarla en una «igualdad sustancial» de la cual la justicia material de Rousseau es sólo mencionada como un caso extremo especial (VL 229). Otros ejemplos de «sustancias de la igualdad» son, sobre todo, las «convicciones religiosas comunes» (VL 2 3 0 ) y la pertenencia a una nac ión .E sta igualdad sustancial y la «homogeneidad del pueblo» que en ella se basa, constituyen el fun­damento de la definición de democracia de Cari Schmitt:

«La democracia (tanto en cuanto forma política como en cuanto forma de gobierno o de legislación) es la identidad de go­bernantes y gobernados, dominadores y dominados, de los que mandan y de los que obedecen.» (VL 234)

Schmitt practica aquí un juego de confusión con dos conceptos fundamentalmente distintos de «identidad», que utiliza paralela­mente. «Identidad» puede significar:

1) Que se trata numéricamente de la misma gente. A ello se refiere cuando menciona la ampliación del derecho de sufragio y cosas similares (VL 235, 252 s.; GLP 36). Cuando lo que se quiere decir es que todos que están sometidos a una legislación y a las

51. «Frente al concepto general pueblo, la nación significa un pueblo indi­vidualizado a través de una conciencia política especial.» (VL 231).

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disposiciones de un gobierno, tienen influencia jurídicamente ga­rantizada en esta legislación y en la formación del gobierno, la defi­nición de Schmitt puede ser considerada como un «bonmot» políti­co. Pero tampoco en este caso, las personas que gobiernan son las mismas que obedecen. En todo caso, esta «identidad» puede ser en­tendida como exigencia normativa, en el sentido de posibilitar a grupos lo más amplios posible la participación en el poder. Pero, en realidad, a Schmitt le interesa otro significado de »identidad»

2 ) Gobernantes y gobernados son iguales (al menos) por lo que respecta a una propiedad, la «sustancia de la igualdad», que les co­rresponde a ambos en la misma forma. En última instancia, en la democracia el dominio no se basa «en que los gobernantes sean cua­litativamente algo mejor que los gobernados» (VL 235). Para demos­trar la justificación de su concepto de identidad, agrega Schmitt una cita de las Investigaciones lógicas de Edmund HusserP^ que conclu­ye con la frase: «Si ya no está permitido hablar de la identidad de la especie, de la perspectiva desde la cual se realiza la igualdad, en­tonces pierde su fiindamento también el discurso de la igualdad.»

Un análisis más detenido del pasaje citado pone de manifiesto la irrelevancia política de la conceptuación schmittiana. El pasaje ci­tado se encuentra en conexión con el esfiierzo de Husserl por aclarar el concepto de abstracción. Por «abstracción», la lógica moderna en­tiende —aquí en total coincidencia con las investigaciones de Husserl— la formación de clases de equivalencia por medio de una relación de equivalencia en una serie de objetos (por ejemplo, per­sonas, animales, cosas o números). En la terminología de Husserl, relaciones de equivalencia —«la perspectiva en la cual se realiza la igualdad»— son, por ejemplo, «tiene el mismo color que», «tiene la misma nacionalidad que», «tiene la misma forma de reproducirse que», etc. Las clases de equivalencia construidas por ellas, las «espe­cies» de Husserl son, por ejemplo, todos los objetos rojos, todos los alemanes, todos los mamíferos.

52. Cfr. VL 236: «No puede faltar... una diferenciación entre gobernantes y gobernados». A esto no subyace ninguna recepción de la distinción rousseau- niana entre forma de dominación (forma de la formación de la voluntad general) y forma de gobierno (forma de la realización de esta voluntad): en primer lugar, Schmitt aplica expresamente su definición de democracia, sin distinguir entre ellos a «gobernantes y gobernados, dominador y dominado». Segundo, en ambos casos se plantea el problema de los diferentes conceptos de identidad.

53. Edmund Husserl, Logische IJntersuchungen, ILl, 112 s. (no IL2, como se indica en VL 235).

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La «identidad de la especie» es producida por una característica común, por el enunciado específico que se puede formular acerca de los elementos de la clase de equivalencia en tanto tales; en la termi­nología de Schmitt, a través de la «sustancia de la igualdad»: «es rojo», «es alemán», «es un mamífero». Por lo tanto, desde el punto de vista puramente lógico, Schmitt podría sostener o propiciar la unidad política de todas las personas de cabellos largos, de todos los calvos o de todas las que usan gafas. " Naturalmente, también se puede entender como relación de equivalencia la igualdad de inte­reses. Pero, de la existencia de relaciones de equivalencia existentes, de cualquier tipo o de un tipo determinado, no puede inferirse im­plícitamente la igualdad de los intereses y utilizarla luego para la le­gitimación de las pretensiones de dominación. Justamente esto es lo que hace Cari Schmitt:

«La diferencia de gobernantes y gobernados (en la democra­cia, M.K.) puede, en comparación con otras formas políticas, ser enormemente reforzada y aumentada en la realidad siempre que las personas que gobiernan y mandan permanezcan en la homo­geneidad sustancial del pueblo.» (VL 236).

Por lo tanto, el dictador o una minoría que se encuentre en el poder puede «tener la voluntad del pueblo» porque él o ella, gracias a la participación en la sustancia de la igualdad, hace lo mismo que harían los gobernados. En todo caso, lo que harían los gobernados que pertenecen a un pueblo sustancialmente homogéneo y que po-

54. Así pues, sin los contenidos de conciencia colectivos, que implícita­mente son pensados por Schmitt, justamente de su «igualdad sustancial» puede predicarse que «políticamente no dice nada». Esto no cambia en absoluto por el hecho de que Schmitt designe una propiedad común, es decir, un accidente como sustancia de la igualdad, a fin de insinuar su importancia. Pero si se agrega la conciencia como elemento constitutivo del concepto de igualdad en Schmitt, entonces se vuelve totalmente inútil. En última instancia, casi todos que son do­minados por los dominadores que «permanecen en la identidad» pertenecen, se­gún Schmitt, a aquella «masa sin voluntad» que tiene que ser conducida por una minoría con «auténtica voluntad política» (VL 279 s.; W 49 s.) de manera tal que en esta relación justamente no existe ninguna igualdad. Sobre el problema de que, por una parte, la identidad tiene que legitimar la dominación y, por otra, tiene que ser creada, cfr. Hofmann, Legitimität gegen Legalität, 141; allí se hace referencia, desde luego, a la homogeneidad que se basa en la igualdad sustancial; cfr. también C.E. Frye, loc. cit. 827. Con respecto al concepto de identidad, cfr. E. Tugendhat y U. Wolf, Logisch-semantische Propädeutik, Stuttgart 1983, cap. 10.

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seen una auténtica voluntad política (cfr. VL 279).^ Y «pueblo puede ser aquí cualquier conjunto que indiscutiblemente se presen­te como pueblo» (W 50) pues, según lo enseña la experiencia, esta­rá en condiciones de influir a su favor a los indecisos. También aquí se muestra cuán decisivo es el papel que en el pensamiento de Schmitt juegan una «conciencia política» no reflexionada (W 41), la «capacidad de distinguir entre amigo y enemigo» (VL 79), la vo­luntad del pueblo bajo la forma de la opinión pública, la «forma moderna de la aclamación» (VL 246). Como ya puede reconocerse en los ejemplos (nación y comunidad religiosa), en última instancia, la «sustancia de la igualdad» no se refiere a la característica (o carac­terísticas) común que Schmitt pretende colocar en primer plano como esencial, sino a contenidos de fe compartidos, a aquello que a veces Schmitt llama «mito».

Puede comprenderse ahora más claramente cómo ha de producir­se esta «voluntad del pueblo» y cuál es el papel que corresponde a una minoría modélica, que da el tono. Sólo varía la univocidad con la que a esta minoría se le atribuye el derecho a dominar y, eventualmente, a educar a la mayoría (cfr., por ejemplo, todavía PB 112 s.). Según Schmitt, justamente en la democracia un pequeño grupo puede do­minar a un gran grupo de personas, ya que «una democracia puede... excluir a una parte de la población dominada por el Estado sin dejar de ser democracia» (GL 15). Schmitt recuerda aquí el caso de las po­tencias coloniales Inglaterra y Francia como así también de la domi­nación de América Central y del Caribe por parte de los Estados Uni­dos a través de tratados de intervención (ibidem; VL 232). Ciertamente, no puede negarse que también países gobernados democráticamente reiteradamente han actuado y siguen actuando como opresores de otros pueblos. Pero, la coherencia del principio de igualdad y del de auto­determinación requieren aquí más bien una modificación y no la afir­mación de la compatibilidad entre democracia y esclavitud.

7 ) El «Rousseaunianismo» de Cari Schmitt

Por lo tanto, los presupuestos para el modelo de Estado de Rous­seau no son prácticamente creables en una época que se entrega al

55. «Aquí puede presentarse también una minoría numérica como pueblo y dominar la opinión pública cuando, frente a una mayoría políticamente sin vo­luntad y desinteresada, tiene una voluntad política auténtica.» (W 49).

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individualismo masivo, quizás tampoco son deseados por nadie. Pero, por una parte, era un convencido republicano y, por otra, lo suficientemente realista como para ver cuán rápidamente pueden surgir las tiranías, también bajo condiciones favorables. Así, no otorgaba al «legislador sabio» ningún tipo de poder fiiera de su alma «sublime» (Contrat Social, II. 7) y, en cambio, al dictador, ningún derecho para dictar leyes (ibidem IV.6 ). Según Schmitt, el uno te­nía derecho impotente; el otro, poder sin derecho (DD 129 s.). En cambio, Cari Schmitt se volvió democrático porque en su época ello era el fiandamento de la legitimidad en el que se tenía fe y toda co­rriente política puede, de alguna manera, lograr para sí una legiti­mación «democrática» (GLP 38). Además, parece compartir la fe in­genua de muchos teóricos autoritarios en las cualidades especiales de los poderosos. Ciertamente, la «sustancia de la igualdad», tal como fiiera concebida por Schmitt, puede contener una conciencia de per­tenencia que les está conferida de manera especial a los miembros de la minoría dominante. Pero no existe ningún fiindamento racio­nal para suponer que este sentimiento —aun cuando exista en los poderosos que poseen derechos dictatoriales— pueda motivarlos para que actúen en interés de los dominados. En todo caso, Rous­seau, en vista de tal discrepancia de intereses, ciertamente no hubie­ra considerado que ello era posible {Contrat Social, II. 1). No se re­quiere la aplicación de la concepción de la democracia schmittiana a Hitler y su audaz afirmación según la cual el «Führer», en virtud de su pertenencia a la especie, no puede convertirse en un déspota (SBV 42 s.) para darse cuenta que esto contradice todo conocimien­to y experiencia antropológicos y políticos. Schmitt califica con ra­zón el argumento tomado de Locke en favor de la división de pode­res —la referencia al peligro de la concentración de poder— como «bastante banal» (GLP 51). Pero tanto más amarga es la venganza cuanto más banales son las verdades que se ignoran.

Otra oposición fundamental entre Schmitt y Rousseau se mani­fiesta en la actitud frente a la igualdad social y, sobre todo, econó­mica. Mientras que según Rousseau sólo en el caso de una igualdad material aproximada puede hablarse de leyes justas {Contrat Social,II. 4, 11) y por ello los Estados existentes son el resultado de un engaño de los pobres por parte de los ricos,Schm itt utiliza la advertencia de Rousseau sobre la situación en la que los ciudadanos se liberan de sus deberes políticos mediante recursos financieros

56. Discours sur l'inégalité, ed. Pléiade III, 177.

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{Contrat Social, III. 15), para reprocharles a los representantes de los socialmente débiles la destrucción de la homogeneidad del pueblo a través de su fijación en lo económico (W 52).^^

Por lo tanto, si se observan las cosas de cerca, la reiterada inclu­sión de Rousseau en la línea de los antepasados de las teorías fascis­tas del Estado y especialmente de Cari Schmitt,^® responde sólo a una utilización de términos rousseanianos que, sin embargo, son usados en un significado totalmente distinto al originario.

§ 9. Acerca de la libertad y de la voluntad del pueblo

Las consideraciones expuestas en el último parágrafo deben ha­ber puesto de manifiesto que el concepto de igualdad de Schmitt, cuando más a través de la sugestión, tiene algo que ver con la igual­dad política o social. Ahora habrá de verse que la inconciliabilidad de los principios liberales con la democracia, que de una u otra manera es sostenida también por autores liberales, presupone una interpretación unilateral del concepto de libertad (§ 9a). Luego se verá que también el segundo pilar de la concepción de la democra­cia de Schmitt —la voluntad del pueblo que puede «tener» un in­dividuo— es muy frágil (§ 9 b). Finalmente, como punto de par­tida de la por muchos costados sostenida oposición entre libertad e igualdad, se insinúa la justificación rousseauniana de la decisión de la mayoría, en donde prácticamente se imponen algunas supo­siciones crítico-ideológicas acerca de la ideología económico-liberal como así también una crítica ideológica de derecha e izquierda (§ 10c).

57. De manera similar Forsthoff, Der Staat in der Industrie ge sellschaft, Mu­nich ^1971, 57. Pero tampoco aquí se encuentra en Schmitt un caso de la lucha de clases antiproletaria. Schmitt quería un Estado que estuviera por encima de estas «disputas». Fatalmente, una interpretación de Schmitt sólo «crítico- ideológica», que se orienta exclusivamente por el cui bono de una teoría, no pue­de percibir esta diferencia.

58. Con respecto a Rousseau y el totalitarismo, cfr. por ejemplo, J.L. Tal- mon. Die Ursprünge der totalitären Demokratie, Colonia y Opladen 1961, 34SS.; también Heun, loc. cit. 73 nota 215, 78 nota 236; en contra, Iring Fetscher, Rousseaus politische Philosophie, Neuwied 1968, 120 ss.; Forschner, Rousseau, 84 nota 64. Sobre Rousseau y Schmitt, Heun, 177, sobre todo nota 8, 223; Krie­le, Legitimitätsprobleme der Bundesrepublik, 18 nota 6.

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a) Libertad positiva y libertad negativa

La contraposición entre libertad e igualdad no es ni una peculia­ridad de Cari Schmitt ni un fenómeno típicamente alemán o anti­democrático.^^ Justamente en el campo liberal se encuentran enfo­ques, por lo menos similares, pero también esfuerzos por hacer más transparente toda esta problemática con la ayuda de una diferencia­ción conceptual. Así, por ejemplo, en su ensayo Two Concepts o f Liberty, Isaiah Berlin utiliza la mientras tanto corriente distinción entre libertad «positiva» y «negativa». Por libertad negativa entiende la ausencia de coacción e intervención en los asuntos del individuo. Políticamente ella significa la exigencia de un ámbito inviolable para el individuo, libre de la acción estatal, tal como por ejemplo, está garantizado en la parte dedicada a los derechos fundamentales en las Constituciones de los modernos Estados de d e rech o .E n cambio, la libertad positiva es la libertad de autodeterminación, también en el ámbito político, es decir, alguna forma de participa­ción en el poder.Históricamente ganó influencia una interpreta­ción especial de esta libertad positiva, en la cual lo decisivo no era la voluntad del individuo empírico, sino la opinión de los poderosos acerca de cuál es la voluntad «propiamente dicha», «verdadera», «ra­zonable» del individuo empírico. Por ello, según Berlin, la libertad positiva y la negativa —no obstante su aparente vecindad lógica— resultan ser, cuando se las analiza de cerca, principios inconciliables, cada uno de los cuales hace valer pretensiones absolutas y entre los cuales, en el mejor de los casos, sólo son posibles compromisos.^^

En cambio, aquí habrá de mostrarse que en el ámbito político, la libertad positiva y la negativa no sólo son recíprocamente conci­liables sino que —si ha de tener sentido el discurso de la libertad política— están también vinculadas entre sí. Cada una de ambas.

59. Pero así V. Neumann, Staat im Bürgerkrieg, 78, nota 182; cfr. en con­tra, con respecto a la igualdad económica, Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia, Nueva York 1974, 268 ss.; más general, sobre la oposición entre «demo­cracia de identidad» y Estado constitucional, Kriele, Staatslehre, 230 ss.

60. Isaiah Berlin, «Two Concepts of Liberty» en del mismo autor. Four Es­says on Liberty, Oxford 1969.

61. Ibidem 121 ss., 126.62. Ibidem, 131 ss.63. Ibidem, 131, 166: «Estas no son dos interpretaciones diferentes de un

mismo concepto sino dos actitudes profundamente divergentes e irreconciliables con respecto a los fines de la vida.»

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tomadas aisladamente, conduce a situaciones en las cuales las perso­nas sólo paradójicamente pueden ser calificadas de «libres».

a) La libertad negativa

En el discurso ordinario, en la literatura y la política, la «liber­tad» tiene una fiierte fiinción de recomendación y, por ello, pres- criptiva, pero no una fiinción descriptiva mientras no se diga de qué alguien es libre o para qué alguien es libre, o ambas cosas.L a li­bertad negativa puede provisoriamente ser caracterizada como liber­tad de coacciones «innecesarias» y la libertad positiva como libertad para influir en la formación de la voluntad política.

Naturalmente, en la libertad negativa surge de inmediato la cuestión de saber cuándo una coacción es necesaria y cuándo innece­saria. En el más famoso escrito polémico en favor de la libertad ne­gativa, en On Liberty de J. St. Mili, se dice que toda coacción en tanto tal es un mal.^^ No es, desde luego, tema del presente estu­dio entrar en la acalorada discusión acerca de este escrito y en la cual se ha reprochado a Mili permisividad, corrupción de las costumbres, defensa de la «libertad de explotación», etc.^ Pero la discusión muestra cuán necesario es seguir diferenciando dentro del concepto de libertad negativa entre la libertad como permisión (/Ícense) y la libertad como independencia.^^

La libertad como permisión no dice nada más que la correspon­diente acción para la cual alguien es libre, no está prohibida dentro de un determinado sistema de reglas (por lo general, jurídico), que no se le opone ninguna coacción. Esta libertad es, por lo pronto, moralmente indiferente. Existen acciones cuya permisión jurídica es, en general, moralmente rechazada (por ejemplo, la muerte de per­sonas) y aquellas cuya permisión perjudicaría el bienestar general (por ejemplo, la formación de cártels). Aquí tan sólo se puede cons­tatar que existe una suposición en favor de la libertad', esperamos de quien ejerce una coacción una fiandamentación suficiente de su

64. Benn y Peters, loc. cit., 197.65. «Toda restricción, qua restricción, es un mal.» (Co/l. Works XVIII,

293).66. Cfr. al respecto sobre todo, Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously,

Harvard 1978; Habermas, Strukturwandel der Öffentlichkeit, § 15.67. Cfr. Dworkin, op. cit.

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acción, y no del destinatario de la coacción la razón por cual desea que lo dejen en paz. La exigencia de una fundamentación suficiente de la coacción es una parte de la existencia moral de tratar a cada persona como un fin y no como un medio

Como es posible combinar correctamente desde el punto de vista sintáctico y semántico la palabra «libertad» con los más diferentes ti­pos de comportamiento, en el caso de la libertad como permisión existen, naturalmente, numerosas posibilidades de colisión con la igualdad, tanto en el sentido político esbozado más arriba (§ a) como en el económico. La libertad de tener esclavos no es concilia­ble con la igualdad política y la libertad de formar monopolios no lo es con la igualdad económica. Hasta qué punto ellas deben ser limitadas o concedidas ha sido y sigue siendo —al igual que en el caso de la libertad para difiindir publicaciones pornográficas— obje­to de violenta controversia.

Sin embargo, con la libertad en tanto independencia de la arbi­trariedad, que hay que asegurar a través de derechos fundamentales «inviolables» institucionalizados, en la medida en que no sea el pri­vilegio de un grupo sino un principio político, es inconciliable la primera de las «libertades» mencionadas; las otras están, cuando más, marginalmente correlacionadas.Aquella parte de los dere­chos fundamentales que garantiza determinadas libertades, tales como, por ejemplo, la libertad de pensamiento, la libertad de dis­cusión, la libertad de reunión, de residencia, debe, entre otras co­sas, asegurar aquello que confiere a la persona su dignidad, aquello que lo hace esencialmente una persona, un zoon logon echón: la ca­pacidad de usar su razón para entenderse con sus congéneres a través del discurso argumentativo o narrativo y comunicar su opinión. Por ello, la libertad como independencia no es moralmente indiferente y en modo alguno se encuentra en oposición, por lo menos, con la libertad política. Ambas son partes de la exigencia de considerar a cada cual como fin en sí mismo, y Mili creía poder lograr la intro­ducción general de derechos políticos de libertad sólo a través de una mayor igualdad política.^®

68. Cfr. Benn y Peters, 220 s.69. Cfr. Mili, loc. cit., 293: «El principio de la libertad individual no está

implicado en la doctrina del libre comercio.»70. Dworkin, op. cit. Sobre las discutidas implicaciones y casos de aplica­

ción de estos derechos fundamentales y su manejo por parte del Estado, cfr. Dworkin, cap. 7.3, 4 y cap. 8.

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Una base institucional irrenunciable de todos los derechos fun­damentales es el principio de babeas corpus, la protección ante la detención arbitraria.^^ Aquí se percibe también dentro de cuán es­trechos límites es correcta la afirmación según la cual la libertad ne­gativa está mejor asegurada en algunas autocracias que en la demo­cracia:^ ciertamente, también en la democracia se necesita del aseguramiento institucional del individuo; han habido algunos regí­menes que se autocalificaban de democracias y no otorgaban esta protección; y un gobernante autocràtico puede conceder a sus súbdi­tos muchas libertades, también con respecto a la libertad de opi­nión, de prensa y de reunión. Pero, para que tenga sentido hablar de autocracia, el gobernante tiene que tener la posibilidad —aun­que quizás no la utilice nunca— de prescindir del ordenamiento ju­rídico normalmente vigente (cfi. VL 91 ss.). Pero, en este caso, la libertad negativa de sus súbditos posee sólo el carácter de una per­misión, consiste en la esperanza, más o menos justificada, de ser de­jado en paz. En última instancia, los súbditos dependen de la com­prensión del autócrata, de su integridad, de su buena voluntad, de su gracia. Si el poder ilimitado es ejercido por una minoría, ello no cambia para nada la situación del resto de los súbditos. También para la libertad como independencia —si es que ella no ha de ser meramente una gracia sino un derecho— es necesario contar, pues, con la posibilidad de influencia política institucionalmente garanti­zada de todos los ciudadanos adultos, es decir, la libertad positiva.

/3) La libertad positiva

El nexo entre la libertad negativa y la positiva consiste en la con­tribución que, correctamente interpretadas, ambas prestan a la li­bertad frente a la arbitrariedad humana. Ella debe ser lograda a tra­vés de una situación jurídica en la que los hombres ya no estén sometidos a las órdenes arbitrarias de otros hombres sino sólo a leyes generales (Rousseau, Contrat Social, 1.7; Kant, Kechtslehre, § 45).

71. Kriele, Staatslehre, 152; Kriele hasta identifica este fundamento institu­cional de la libertad negativa con la libertad constitucional misma (230). Me pa- rccc que es más plausible distinguir lo que debe ser garantizado de aquello a tra­vés de lo cual debe ser garantizado, por más estrecha que pueda ser la vinculación práctica e histórica.

72. Cfr. Berlín, loc. cit., 126 ss.; Schumpeter, loc. cit., 385 nota 7.

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Su coacción es entendida entonces como contracoacción (Hegel, Rechtsphilosophie, § 93). Si la libertad negativa, especialmente en el significado de independencia, se refiere al ámbito de la vida hu­mana que debe quedar fiiera de toda coacción, también de la esta­tal, la exigencia de libertad positiva es originariamente sinónimo de un derecho de intervenir en la creación de las leyes. Los ciudadanos son considerados como seres autónomos, racionales, capaces de autodeterminación. La coacción legal frente a ellos está justificada sólo porque ellos mismos participan en la creación de las leyes y por lo tanto ellas corresponden a su propia voluntad', volenti non fit iniuria (Kant, Kechtslehre, § 46).

En este lugar, es decisivo que a los individuos que viven en el Estado se les atribuya razón o se les considere sólo como potencial­mente racionales, accesibles a la educación, pero también justamen­te necesitados de ella. En el primer caso, en modo alguno hay que ignorar que prácticamente en todas las personas la capacidad para pensar y actuar racional y autónomamente es afectada, cuando no hasta absorbida, por ideologías, prejuicios, insuficiente educación o simplemente debilidad mental. Pero también se tiene clara concien­cia de los peligros y dificultades con los que uno tropieza cuando se intenta delimitar la clase de la de quienes son capaces de autode­terminación, de la de quienes no lo son. Por ello, se presupone esta competencia en todos los adultos que no presenten síntomas graves de debilidad mental.

Cuando uno considera la influencia de los individuos presumi­blemente razonables en las decisiones políticas de las modernas so­ciedades democráticas occidentales y hasta qué punto las leyes y me­didas a las que tienen que adecuarse han surgido de su propia voluntad, no es difícil inferir que su participación en la formación de la voluntad política es extremadamente modesta. Teniendo en cuenta este hecho uno podría tender a afirmar que el discurso de una «democracia» parlamentaria es una ficción y a buscar vías más directas para la manifestación de la «voluntad del pueblo». Esta es la vía que, entre otros, recorrió Cari Schmitt. Pero se puede llegar también a la conclusión de que la metáfora de la «voluntad del pue­blo» es de naturaleza ficticia y, además, tiene una fiinción más bien polémica y programática que descriptiva: por una parte, sirve para rechazar toda otra fiindamentación de las pretensiones de domina­ción. Por otra, el conocimiento de la imperfección de todo método institucionalizado de formación democrática de la voluntad, es de­cir, el conocimiento de que el poder político siempre está en las ma­

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nos de relativamente pocos y, por lo tanto, la participación de la mayoría de los ciudadanos es más bien reducida, podría impulsar a buscar incesantemente otras posibilidades de participación para sec­tores más amplios de la población.

La libertad positiva, tal como hasta aquí ha sido entendida, no sólo no se encuentra en oposición con la libertad negativa en el sen­tido de independencia. La libertad de pensamiento, de discusión y de reunión son presupuestos irrenunciables de toda participación política que merezca este nombre. Si la libertad no ha de seguir siendo entendida como privilegio de estamento o de clase sino como principio político —y alrededor de la libertad como principio políti­co ha girado la discusión política de los últimos doscientos años (cualquiera que sea la forma como se haya entendido la «liber­tad»)— entonces no constituye ninguna oposición sino una comple- mentación de la igualdad política. Se trata tan sólo de diferentes formulaciones del principio de la moralidad: considerar a cada cual como portador de un interés justificado y como fuente posible de un argumento racional, dicho brevemente, como fin en sí mismo. La libertad positiva y la libertad como independencia formulan di­versos aspectos de autodeterminación política; la igualdad política significa el otorgamiento de esta autodeterminación a todos los que son capaces de autodeterminación moral (cfr. § 8a). Vistas así las co­sas, la contraposición schmittiana de libertad e igualdad carece de todo fundamento.

Esta armonía entre los diferentes conceptos de la libertad y la igualdad se esfuma súbitamente tan pronto como se supone que la voluntad real, racional, libre, de los individuos empíricos es diferen­te de aquello que expresan, por ejemplo, en las votaciones secretas. Se supone que el «pueblo», palabra con la cual por lo general se de­signa a los individuos empíricos que no pertenecen al aparato de do­minación, «todavía no es maduro», «ha sido confundido», etc. Ade­más, se supone que existe un individuo o un grupo de personas, razonables y que no han sido confiindidas, es decir, que saben me­jor que las propias personas lo que realmente quieren —es decir, lo que elegirían si fueran «libres» y no hubieran sido engañadas— que lo que ellas pueden reconocer con su «falsa conciencia».De igual manera que hay que quitarle a un niño los dulces para que no dañe su salud, la mayoría de las personas tienen que ser obligadas a ser libres.

73. Cfr. Berlin, loc. cit. 150.

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I

En vista del comportamiento actualmente observable de las per­sonas, parece estar justificada una cierta medida de coacción a fin de evitar la guerra de todos contra todos (cft. infta § 10). En segun­do lugar, también parece justificada la tesis según la cual la posibili­dad de la imposición coactiva de leyes generales reduce la depen­dencia de la arbitrariedad humana y, por lo tanto, aumenta para la mayoría la libertad política. Tercero, probablemente tiene sentido distinguir entre intereses objetivos, «verdaderos» e intereses subjeti­vos, imaginados o manipulados.^"^ Sin embargo, sólo si se utiliza paradójicamente la palabra «libre» es posible confiindir estos distin­tos puntos de vista de forma tal que la exigencia de libertad política sea tratada como una necesidad subjetiva injustificada, que contra­dice la verdadera libertad, es decir, llamar libre a quien hace lo que no quiere porque en realidad esto es lo que él quiere sin saberlo. El hecho de que este uso no sea históricamente poco frecuente no modifica en nada todo esto.^ Pues la fiierza de recomendación que posee la palabra «libertad» junto con su uso descriptivo, se basa justamente en la sugerida inconciliabilidad con todo tipo de coac­ción. Aunque, como se ha mostrado en el ámbito político, frente a esta sugerencia son necesarias limitaciones, la concepción de una coacción para la libertad queda reservada para usos irónicos, sarcásti­cos o simplemente falsos, de este concepto.

b) La voluntad del pueblo

Cari Schmitt no sostiene la inconciliabilidad entre la libertad ne­gativa y la positiva. Lo que a él le interesa no es ni siquiera la volun­tad «propiamente dicha», «razonable» —a diferencia de la voluntad empírica— de los individuos, sino la voluntad del pueblo. Como, según Schmitt, en la democracia el pueblo tiene un poder de deci­sión ilimitado, los derechos individuales de libertad constituyen un típico obstáculo liberal para la verdadera democracia (VL 224 s.). Por lo tanto, la autodeterminación individual y la colectiva señan inconciliables en lo político.

Ya se ha insinuado aquí reiteradamente cuán problemático es el discurso de una «voluntad del pueblo». Como habrá de mostrarse.

74. Cfr. Patzig, loc. cit. 20 s. Sin embargo, la carga de la pmeba pesa sobre quien pone en duda una necesidad subjetivamente sostenida.

75. Cfr. Berlin, 138 ss.; Patzig, 23 s.

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ello se debe a que la fórmula «la voluntad del pueblo» incita a supo­ner la presencia de una persona llamada «pueblo», que puede deci­dir libremente acerca de ella misma y sus miembros. Thomas Hob­bes procura conservar el discurso del pueblo como persona hablando de «pueblo», a diferencia de una mera pluralidad de personas, sólo después del sometimiento a un gobernante común. De esta manera, el pueblo, al mismo tiempo que el Estado, se convierte en persona jurídica y su voluntad es idéntica a la de su representante, es decir, a la voluntad del gobernan te .N o obstante toda la importancia de la representación, especialmente en la representación del Estado hacia el ex te rio r,la identificación de la voluntad del pueblo con la voluntad del representante no puede solucionar el problema al que aquí se hace referencia. Pues, primero, el »pueblo» —ni en el uso ordinario del lenguaje ni en todos los significados históricamen­te relevantes— no es idéntico a la «suma de todos los súbditos del Estado» (VL 251). Pero, sobre todo, un criterio de la legitimidad de una acción política, de un gobierno, de un orden político, ha de ser el si responde a la voluntad del pueblo, es decir, si posee legitimi­dad a través del consentimiento. Dicho de otra manera: el pueblo como poder constituyente, como pouvoir constituant, no puede ser reemplazado por un órgano estatal, por un pouvoir constituéJ' Prescindiendo, por lo demás, del hecho de que la «transmisión de la voluntad» a otra persona que ello presupondría, tanto por lo que respecta al afán como a la reflexión, es todo menos no problemáti­ca. Sin embargo, más erróneo todavía resulta ser concebir al pue­blo como una especie de persona prejuñdica, a veces algo rebelde, que sacude el arnés del orden estatal. Pero esto parece implicar la concepción de Cari Schmitt cuando reconoce plenamente el carácter ficticio del discurso de la voluntad del pueblo pero lo aplica, por lo pronto, sólo en relación con los pouvoirs constituís: «Todos los argumentos democráticos», según Schmitt, se basan en algún tipo

76. Leviathan, cap. 16, 151 de la edición inglesa de Molesworth; De cive, 6.1 nota, 12.8.

77. Cfr. Hofmann, Repräsentation, 178 ss., sobre Hobbes 383 ss.78. Cfr. Kriele, Staatslehre, § 66; Egon Zweig, Die Lehre vom pouvoir cons­

tituant des Volkes, Tubinga 1909; Hofmann, Repräsentation, 406 ss.; VL § 8.79. Además del conocido pasaje en Rousseau {Contrat Social, III. 15), tam­

bién Hans Kelsen, Wesen und Wert der Demokratie, Tubinga ^1929, reimpre­sión Aalen 1981, 84. Acerca de la ficción de una voluntad estatal, cfr. del mismo autor Hauptprobleme der Staatsrechtslehre, Tubinga ^1923, reimpresión Aalen 1960, 97 SS.

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de identificaciones, por ejemplo, «del pueblo con su representación en el parlamento» o «del Estado con el pueblo elector».®^

«Naturalmente, la voluntad del pueblo es siempre idéntica con la voluntad del pueblo, sea que se dé una decisión a partir del SÍ o del no de los millones de votos depositados, o que una sola persona, también sin votaciones, tenga la voluntad del pue­blo.» (GLP 36)

Por lo tanto, el pueblo es una especie de superpersona. La de­mocracia consiste en realizar su voluntad, sin que importe que esto lo haga un gobierno parlamentario o una dictadura. En este pasaje parece como si Schmitt quisiera entender la voluntad del pueblo como una entidad independiente, preestatal existente. Como tanto un régimen parlamentario como uno dictatorial son legitimados por la voluntad del pueblo, ambos están sometidos a ella. Sin embargo, su concepción de la voluntad del pueblo padece no sólo del dudoso realismo conceptual, que está en juego en el concepto del afán de un conjunto de personas —en última instancia, oculta todo discenso que fácticamente existe casi siempre— sino que, como se ha mostra­do (sobre todo en § 7a, b), tampoco puede hablarse de una refle­xión común. Esta es manifiestamente ya una tarea del líder (“ Fü- rher") que “ tiene” la voluntad del pueblo. Aquí tan sólo se podría objetar a Schmitt un disparatado realismo conceptual e ingenuidad antropológica, ya que supone que un gobernante dictatorial habrá de preocuparse por la realización de la voluntad del pueblo.

Sin embargo, Schmitt se da cuenta perfectamente que la volun­tad del pueblo tiene, ante todo, que ser «formada». «Especialmente, el poder político puede él mismo primeramente formar la voluntad del pueblo de la que ha de surgir.» (GLP 38) Esto sucede, por ejem­plo, cuando una minoría que «tiene una auténtica voluntad políti­ca... logra atraer para sí la opinión política y la masa sin voluntad de la mayoría de los votantes» (W 49s.). Esta «minoría numérica» es la que se presenta, entonces, «incontestadamente», como pueblo realmente reunido, como el «soberano de la democracia» (VL 244) (W 49 s.) y aclama las propuestas de un líder, es decir, al líder mis­mo (VL 243). Cuando se trata de la formación de la voluntad del pueblo, lo que le interesa a Schmitt no es pues la información, la mejora de la educación del pueblo y la discusión pública (W 38 ss..

80. GLP 35. Teniendo en cuenta lo siguiente, Schmitt habla de «identida­des», pero manifiestamente quiere decir identificaciones. CFR. VL 251.

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41; VL 279 s.). La voluntad del pueblo de Schmitt, la opinión pú­blica como «forma moderna de la aclamación» (VL 246), consiste en una conciencia política irreflexiva, pero «auténtica» y «segura» que se manifiesta en la capacidad de distinguir entre amigos y enemigos (W 41, 49; VL 247), en donde se muestra también que «todavía existe la homogeneidad democrática de la sustancia» (VL 247). La estrecha vinculación de esta conciencia política con la teoría amigo- enemigo y con la doctrina de la igualdad sustancial muestra también aquí que Schmitt está pensando en algo así como un mito nacional.

«Todo esto escapa a una normación exhaustiva.» (VL 247). Pero, en modo alguno Schmitt desea dejar librado el contenido de la con­ciencia política de un pueblo a la casualidad. La minoría numérica con la conciencia política auténtica y con una «organización como la de una orden» («Wesen und Werden des faschistischen Staates», PB 112) debe asumir una fiinción de modelo y control (cfr. BP 91). Debe cuidar que el aparato del Estado, que entonces ya no es un tercero «neutral» sino «superior» en las polémicas sociales (PB 11 2), obtenga y conserve la legitimación democrática a través de la volun­tad del pueblo. Pero como la identificación de la propia conciencia política con la voluntad del pueblo, acerca de la cual en la era de­mocrática «exclusivamente... se mueve la lucha» (GLP 37 s.), en modo alguno puede ser realizada «sin discusión», se vuelve inevita­ble la eliminación física del adversario político. A este tipo de auto­determinación colectiva sobre la base de una igualdad sustancial en el sentido de Schmitt, es verdad que se oponen diametralmente los derechos individuales de libertad.

Con manifestaciones acerca del origen del parlamentarismo, de la división de poderes y de los derechos de libertad a partir del temor de la burguesía culta y propietaria frente a la democracia (GLP 29; VL 125), sugiere Schmitt, desde luego, que se trata aquí de la diferen­cia entre la permisión de la acumulación económica ilimitada y los derechos de intervención estatal en el sector económico. Como pun­to angular de la argumentación se presenta entonces la justificación rousseauniana de la decisión democrática de la mayoría (cfr. § 8 a, b).

c) La decisión de la mayoría

Aun cuando la fórmula de la voluntad del pueblo, surgida en la lucha contra la dominación despótica, es utilizada por Schmitt para la justificación de la dominación despótica, sigue siendo sus-

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ceptibie de una utilización plena de sentido. Sin embargo, aquí tie­ne que quedar en claro que se trata de una construcción lingüística que se ha convertido en una contundente metáfora con la que pue­den captarse concisamente determinadas manifestaciones sobre las opiniones y el comportamiento de determinada gente. Los dos usos decisivos, normativos, de la formulación son

—el rechazo de toda otra fundamentación de la participación en la dominación (por ejemplo, por la gracia de Dios, la nobleza, la riqueza, etc.) que no sea la aprobación de los dominados;

—la advertencia frente a la proclamación apresurada de procedi­mientos de votación realmente funcionantes como la única posibili­dad de la toma democrática de decisiones.

Cari Schmitt recurre al segundo punto para sostener una total irrelevancia de la forma cómo se da a conocer la aprobación (GLP 36). Al mismo tiempo, sostiene que la protección institucional de las minorías estructurales (étnicas, religiosas, etc.) y políticas (de opinión, votación) constituye un entorpecimiento no democrático del Estado (HV 8 6 ; LL 295 s.; BP 61). En una democracia basada en la homogeneidad y en la igualdad sustancial no pueden haber minorías estructurales (GLP 14; cfr. § 8 ); el problema de las mino­rías políticas no se plantea ya que en un pueblo homogéneo todos quieren lo mismo (GLP 34 s.; cfr. § 8 ). ^

Pero, para la justificación de la participación en la dominación política a través de la aprobación de los dominados, en modo algu­no es irrelevante la forma cómo se averigua esta aprobación. En la actualidad, en general, la vía propuesta por Schmitt en el sentido de dejar que una minoría dotada de poder dictatorial sea la que for­me la voluntad del pueblo, no puede ser considerada como aproba­ción de los dominados, ya que la «aprobación» implica que ellos te­nían la posibilidad de elección. En la actualidad, un régimen se presenta como legitimado justamente cuando puede recurrir a una decisión democrática de la mayoría en un Estado de derecho consti­tucional. Los argumentos en favor de la decisión democrática de la mayoría no se remontan exclusivamente al principio —reinterpretado por Schmitt— de la autodeterminación. Aquí habrán de ser esboza­dos los, en mi opinión, argumentos esenciales y sus problemas:®^

81. Sobre la protección de las minorías y los diferentes tipos de minorías, cfr. Heun, 223 ss., sobre todo 233 ss.

82. Aquí se habla de la decisión democrática de la mayoría porque natural­mente la regla de la mayoría no es genuinamente democrática. También en las

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f1) El argumento decisionista recurre, en su formulación más

clara, a la función pacificadora de un procedimiento de decisión. De esta manera habrá de ser posible superar los desacuerdos sin tener que pronunciarse acerca de la verdad o falsedad de las opiniones que están en juego. La referencia a la necesidad de un procedimien­to de decisión, sin el cual la unidad política estaría limitada o total­mente bloqueada en su capacidad de decisión (por ejemplo, a través de un uso excesivo del derecho de veto), sirve para la justificación de la regla de la mayoría frente al principio del consenso pero, por otra parte, para la demostración de que también un colectivo es ca­paz de decidir.®^

Desde luego, la regla de la mayoría puede cumplir su papel pa­cificante sólo si las decisiones que amenazarían la existencia de la minoría quedan excluidas. En las constituciones modernas se intenta lograr esto a través de la protección de las minorías y de la garantía de los derechos fundamentales y humanos. Pero tampoco puede so­meterse a votación si habrá de seguirse votando (pero así GLP 37). Aquí se muestra la estrecha conexión entre el procedimiento decisio­nista y el

2 ) argumento procedimental. Éste aduce que todos tienen jurí­dicamente la misma oportunidad de imponer su concepción y que a los derrotados les queda la posibilidad de corregir el resultado en una decisión posterior.®^

Ciertamente, el argumento del afianzamiento de la paz y la es­peranza de poder alguna vez imponer las propias concepciones cons­tituyen motivos decisivos para la lealtad de los derrotados. Sin em­bargo, en la aquí expuesta irrelevancia de contenido, el argumento

corporaciones estamentales, por ejemplo, en el colegio de los príncipes electores, regía el principio de la mayoría (cfr. Hofmann, Repräsentation, 219 ss., 224 ss.). Probablemente no existe una fundamentación definitiva de la regla de la mayoría sino varios argumentos, cada uno de los cuales da respuesta a una de las diferen­tes formas de duda.

83. Así, por ejemplo, J. Locke, On Civil Government, § % ss.; cfr. Cari Schmitt, por ejemplo, W 39. Según la interpretación de C. Meier, este argu­mento expone el mensaje político de Las Euménides de Esquilo (Christian Meier, Die Entstehung des Politischen bei den Griechen, Francfort 1980, 205, 218 ss.). Cfr. también Hermann Lübbe, «Zur Theorie der Entscheidung» en Collegium Philosophicum. Studien, Joachim Ritter zum 60. Geburtstag, Basilea/Stuttgart 1965, 118-140, 139.

84. Así ya en Locke. Según H. Hofmann, éste es el argumento central en favor de la decisión democrática de la mayoría [Legitimität und Rechtsgeltung, Berlin 1977, 88). Pero confrontar también las dudas en el texto y Heun, 194 ss.

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sigue siendo insuficiente para la justificación de la decisión demo­crática de la mayoría. En primer lugar, en la realidad política no to­dos tienen la posibilidad de imponer su posición. Segundo, muchas —cuando no la mayoría— de las decisiones políticas ya después de un tiempo relativamente corto son, cuando más, sólo parcialmente corregibles.^^ En esta medida, tercero, un grupo con un determina­do programa social tendría un motivo suficiente para respetar el prin­cipio de la mayoría sólo en la medida en que no tenga una chance real de ejercer una dictadura. Si está convencida de la corrección de su programa, tendría hasta el deber de evitar, por todos los medios, daños al Estado. Frente a esto, necesitamos entonces razones adicio­nales, más básicas, para la decisión democrática de la mayoría. El

3) argumento veritativo no se refiere tanto al procedimiento par­ticular de votación cuanto al proceso total de la toma democrática de decisiones;^^ fiindamenta la conservación del proceso democráti­co de decisión. Brevemente formulado, reza así: en una discusión pública, entre dos alternativas, aquella que puede ser comprendida por mayor número de gente tiene a su favor la presunción de ver­dad. Es obvia la debilidad de esta posición cuando se trata de la justificación de decisiones particulares. Pues, por una parte, la supo­sición general no dice nada acerca de la verdad y el error en el caso concreto; por lo tanto, posee poca fuerza de legitimación frente a una minoría convencida de la corrección de sus puntos de vista. Por otra, esta fiindamentación no toma en cuenta los intereses que flu­yen en la decisión .E n tercer lugar, presupone una homogeneidad de las capacidades intelectuales entre los votantes que, naturalmen­te, no se da en la democracia de masas.

El argumento veritativo implica la opinión de que, tanto en el ámbito teórico como práctico, la discusión argumentativa es consti­tutiva para la averiguación de la verdad (en la medida en que no existan procedimientos reconocidos de derivación deductiva o induc-

85. Christoph Gusy, «Das Mehrheitsprinzip im demokxatischen Staat» en Ar­chiv des öffentlichen Rechts 106 (1981) 329-354; 353; Heun, 256 ss.; Bobbio, loc. cit., 123 s.; Claus Offe, «Politische Legitimation durch Mehrheitsentschei­dung?» en Guggenberger y Offe, 150-183, 164.

86. Cfr. Heun, 89.87. Esta justificación de la decisión de la mayoría se encuentra sobre todo

en Kriele, Staatslehre, 181 ss., especialmente 188; cfr. también Herbert Krüger, Allgemeine Staatslehre, Stuttgart ^1966, 284. Según I. Maus, ésta era también la idea básica del positivismo jurídico de Weimar y no una comprensión predo­minantemente procesual, que Schmitt imputa como error conceptual (LL 293 ss.).

88. Cfr. por ejemplo, Heun 88.

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tiva) y la esperanza de que cuando un cierto nivel argumentativo ha logrado una difusión general, en las decisiones democráticas no se permanecerá, a la larga, muy lejos de la verdad. En contra del hecho de que cuando se producen desilusiones de esta esperanza, a pesar de todas las dudas al respecto, se propague el dominio de los exper­tos, habla, sobre todo, el

4) argumento voluntarista, que se remonta a Rousseau. Se basa en la idea de que cuando existe una amplia congruencia de intere­ses, es decir, cuando coinciden la volonté genérale y la volonté de tous, la aplicación de la regla de la mayoría no es problemática. La votación debe entonces tan sólo averiguar cuál es la voluntad gene­ral que responde a la voluntad de todos los individuos. Esta justifi­cación intenta reconciliar el derecho de autodeterminación con la necesidad de un procedimiento de decisión. Cuando existe una am­plia homogeneidad de intereses, la autodeterminación y la decisión de la mayoría son conciliables entre sí en la medida en que todos los que participan en la votación están afectados por el resultado de una manera aproximadamente igual y, por lo tanto, no es de espe­rar que se tomen resoluciones inaceptables para nadie.

La dificultad de esta justificación del principio de la mayoría re­siden en que en la moderna sociedad industrial no existe la homo­geneidad de intereses aquí presupuesta. Si la diferencia de intereses entre los votantes es demasiado grande, entonces, en el caso de los perjudicados por el resultado de la votación ya no puede hablarse de autodeterminación en sentido propiamente d ich o .E sta incom­patibilidad entre decisión mayoritaria y garantía individual de los intereses en algunos ámbitos confiere a la contraposición schmittia­na de libertad (liberal) e igualdad (democrática) notoria plausibili­dad. El análisis de este parágrafo debía mostrar los malos entendi­dos y ambigüedades en los que ella se basa. Pues la libertad liberal, en el sentido de la independencia, en la medida en que ella signifi­ca la traducción política de la exigencia moral de considerar a cada cual como un fin en sí mismo, se encuentra en estrecha vinculación con la igualdad política. La opinión según la cual la libertad liberal consiste en el laissez faire económico parece ser una falsa interpreta­ción compartida por el individualismo posesorio y la crítica a la ideología.^® Aquí se impone una suposición —no demostrada—

89. Heun, 206.90. Kriele, Staatslehre, § 50-56; con respecto a la República Federal de Ale­

mania, cfr. del mismo autor, Legitimitätsprobleme, 121 ss.

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acerca de las diferentes «intenciones» de este malentendido compar­tido: la ideología económico-liberal utiliza la distinción entre liber­tad negativa y positiva para separar la participación política general bajo la forma de las decisiones democráticas mayoritarias —que se piensa pueden hacer peligrar los privilegios económicos—, de los principios liberales y colocarla en la vecindad de las democracias po­pulares totalitarias, frente a las que hay que proteger los principios liberales. En realidad, especialmente en el ámbito económico, esto puede, en ciertos casos, lograrse mejor en las autocracias que en las democracias.

La crítica de izquierda a la ideología tendía —como lo muestra, por ejemplo, el rechazo de J. St. Mili— a desenmascarar toda adver­tencia frente al peligro de las decisiones mayoritarias ilimitadas como mero correlato de la preocupación por privilegios económicos. La crítica de derecha a la ideología, por ejemplo, la de Schmitt, re­curre a ella para reprocharles simultáneamente a los capitalistas y so­cialistas la destrucción de la unidad política a través de su fijación en lo económico y descalificar como egoístas e inmorales a los dere­chos liberales de libertad frente al Estado.Parece indudable que una regulación de las relaciones de propiedad forma parte de todo sistema juríd ico .Pero —fuera del principio de que toda coacción estatal tiene que ser justificada— en la discusión acerca de la forma de tales regulaciones, han de ser más relevantes los argumentos que se refieren a la justicia, por una parte, y a la eficiencia, por otra, que la referencia a derechos inalienables de libertad.

Como, con respecto al interés individual objetivo en la supervi­vencia, en la libertad política y en la integridad en el ámbito políti­co, existe un mínimo de homogeneidad, la referencia a la decisión democrática de la mayoría institucionalizada en el moderno Estado de derecho constitucional parece ser la única posibilidad de legiti­mación del poder a través de la voluntad del pueblo. Además, en la medida en que el discurso de la voluntad del pueblo como correc­tivo existente al lado del poder institucionalizado no haya de significar nada más que también el detentador del poder democráticamente legitimado tiene que tomar en serio hasta aquella oposición que es expuesta fiiera de las instancias habituales, parece no ser problemática.

91. La no distinción entre ideología económico-liberal y crítica ideológica de derecha parece ser la debilidad decisiva de las interpretaciones crítico-ideológicas de orientación marxista, como las recientes de Maus y V. Neumann.

92, Cfr. Hart, loc. cit., 207 s.

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Sin embargo, como se acaba de mostrar, a Cari Schmitt le inte­resa otra cosa. Una minoría que logre presentarse indiscutidamente como pueblo debe confirmarle a un dictador que él posee la volun­tad del pueblo. Pero, a tal fin, quienes se oponen a ello tienen de alguna manera que ser silenciados. Sería realmente absurdo querer presentar esto como consentimiento por parte de los dominados.

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III. PREMISAS ANTROPOLÓGICAS Y EPISTEMOLÓGICAS

Las objeciones morales de Schmitt en contra de la desaparición de lo político y en contra de la evaluación de las acciones políticas sobre la base de la moral universalista van juntas con el intento de demostrar que ambas cosas no son posibles. La una, porque el hom­bre es un ser viviente «dinámico», «en modo alguno no problemáti­co» (BP 61). La otra, porque —debido al carácter polémico de todos los conceptos políticos y su comprensión tanto espacial como tempo­ralmente limitada— no pueden existir conceptos políticos objetivos, universalmente aplicables, que son los únicos que permitirían un juicio universalmente válido de las acciones políticas.

Ciertamente Schmitt habla de una «profesión de fe antropológi­ca» en la que están basadas, en última instancia, todas las doctrinas optimistas o pesimistas, anarquistas o autoritarias del hombre (BP 58 ss.). Pero no deja lugar a dudas en el sentido de que todos los pensadores políticos «auténticos» y «realistas» han considerado que el hombre es por naturaleza «malo» (BP 6 2 , 65) y que son inconci­liables el pensamiento específicamente político y el optimismo an­tropológico (BP 63 s.). Aquí se mostrará que la alternativa schmit­tiana «optimismo» versus «pesimismo» es inadecuada para el fenómeno que hay que investigar (§ 10 a) y que la vinculación entre pesimismo antropológico y dominación autoritaria en modo alguno es «realista» (§ 10 b). Frente a las dos variantes de la crítica de Schmitt a la ideología se sostendrá, por una parte, que los conceptos políticos pueden cumplir su función polémica sólo si tienen un sig­nificado —por más que éste pueda ser eventualmente vago— inde­pendiente de esta función (§ 11 a).

Por otra parte, muchos conceptos sociales —entre ellos también los políticos— son, por su propia naturaleza, directamente com­prensibles sólo para los miembros de la socialización en donde sur-

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gieron. Pero esto no significa que, a través, por ejemplo, de la com­paración de las similitudes o desemejanzas con conceptos de otras culturas, no puedan ser, en cierta medida, conmensurables. Tampo­co significa que, en principio, las reglas de comportamiento jurídi­cos, éticos o de otro tipo, de una determinada cultura, sean inaccesi­bles a una evaluación racional. Pero, por lo pronto, forma parte del derecho moral de un individuo o de un grupo el determinar por sí mismos, las reglas que él o ellos desean seguir, aunque más no sea por la manera en que las siguen sin contradecirlas. La discusión ra­cional de las reglas o de los sistemas de reglas surge generalmente justo cuando las tradiciones hasta ese momento vividas se derrum­ban o chocan con otras tradiciones inconciliables ( § 1 1 c). A más de esta circunstancia, cabe señalar frente a la forma especial de la crítica ideológica de Schmitt —la explicación del pensamiento tecnicista y de la moralidad universalista a partir de la «existencia marítima» de Inglaterra— que una explicación causal del surgimiento de posicio­nes científicas y morales no demuestra por sí sola nada acerca de su corrección o falsedad (§ 11 b).

§ 1 0 . Teorìa política y maldad humana

»Uno podría examinar todas las teorías del Estado y todas las ideas políticas desde el punto de vista de su antropología y clasificarlas según que consciente o inconscientemente presupongan un hom­bre “ malo por naturaleza” o “ bueno por naturaleza” .» (BP 59)

El pesimismo o el optimismo antropológicos son los criterios de­cisivos para saber si las teorías políticas pertenecen más al grupo de las autoritarias o al de las anarquistas. También aquí el liberalismo ocupa una posición intermedia ideológicamente condicionada. Si bien es cierto que no ha negado radicalmente al Estado, también lo es que no ha creado ninguna teoría del Estado sino sólo un »sistema de inhibiciones y controles del Estado» a fin de ponerlo al servicio de la sociedad (BP 6 1 ). Con respecto a la verdadera alternativa, es decir, la alternativa autoritario-anarquista:

«cabe la sorprendente —y para muchos inquietante— compro­bación de que todas las auténticas teorías políticas presuponen que el hombre es ‘ ‘malo’ ’, es decir, consideran que no es un ser en modo alguno no problemático sino “peligroso” y dinámico» (BP 61).

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Como entre los presupuestos conceptuales de una auténtica teo­ría política se cuenta la existencia de lo político, no puede «tomar como punto de partida un “optimismo” antropológico» (BP 64). Ésta sería la concepción que habrían expresado todos los pensadores «cla­ros», «realistas» —y, por lo tanto, autoritarios—, a pesar de las vio­lentas difamaciones morales^ de las que han sido objeto (BP 65).

Ahora bien, sostener que las personas viven en grupos grandes o pequeños, que por lo general lo hacen pacíficamente y que tam­bién se producen reiteradamente conflictos violentos individuales o colectivos entre las personas, no es ni el contenido ni el resultado de ninguna teoría científica sino una banalidad. El objeto y tema de discusión de las teorías políticamente relevantes acerca del hom­bre es primariam nte la explicación causal de los dos últimos hechos haciendo referencia, por ejemplo, a los instintos, impulsos, etc., que proceden de nuestra herencia animal, o a condiciones marco de tipo cultural, económico, etc., que hacen que adoptemos determi­nadas formas de comportamiento.

Schmitt ofrece, por ello, la siguiente alternativa; o bien el hom­bre es «por naturaleza» —es decir, «antes» de la socialización— un ser pacífico «inofensivo», corrompido después por las condiciones económicas, los dogmas religiosos, la autoridad, las jerarquías, etc. (PT 7 3 ), o bien es un monstruo dinámico que, debido a sus instin­tos animales, es siempre peligroso (PT 74) y que tiene que ser do­mado a través de un Estado o instituciones fiiertes, lo más autorita­rias posible. Según Schmitt, todo pensador claro y realista tiene, naturalmente, que elegir la segunda alternativa. Por cierto, Schmitt acepta también el caso en el que la razón humana conduce a enfren­tamientos violentos, pero sólo en su perversión extrema: allí donde «justamente la convicción que ambas partes tienen acerca de lo ver­dadero, lo bueno y lo justo provoca las peores enemistades» (BP 65).

Aquí se mostrará que, primero, la dicotomía presentada por Schmitt es incorrecta e inconciliable con la antropología de Thomas Hobbes —quien, según Schmitt, es «por lejos el más grande y quizás el único pensador político verdaderamente sistemático»^— (§ 10 a).

1. «Este destino lo experimentó Maquiavelo, quien, si hubiera sido maquia- velista, en lugar de el Príncipe, hubiera más bien escrito un libro de enternecedo- ras sentencias.» (BP 65)

2. Así en la primera edición de BP en el Archiv für Sozialwissenschaft und" Sozialpolitik 58(1927)l-33,25.E nla segunda edición citada aquí normalmente de acuerdo con la reimpresión de 1963, Hobbes es sólo «un grande y verdadera­mente sistemático pensador» (64). Aquí no habrá de especularse acerca de las ra-

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Segundo, se verá que justamente no puede ser considerado como sín­toma de una forma de consideración sobria inferir la necesidad de una dominación autoritaria a partir de una imagen «negativa» del hombre. Tercero, no es la existencia trivial sino la persistencia de los conflictos lo que —por razones morales— debe ser asegurado a tra­vés del pesimismo antropológico de Schmitt.

a) La imagen del hombre en Schmitt y en Hobbes

a) Thomas Hobbes: la maldad a través de la orientación del en­tendimiento hacia el futuro

A pesar de que las manifestaciones de Schmitt con respecto a la antropología política son más bien escasas en comparación con la gran importancia que le atribuye, es posible comprobar un abismo infranqueable en este campo entre su propia concepción y la de Hobbes. Pues la fuerza decisiva de la antropología política de Tho­mas Hobbes reside en que no necesita recurrir a ninguna determi­nante biológica, etològica o cultural del hombre —todavía no ase­gurada de acuerdo con las pautas estrictas de la ciencia empírica— y tampoco a ninguna »profesión de fe antropológica». Efectivamen­te, Hobbes no infiere los hechos sobre los cuales edifica su antropo­logía de investigaciones más o menos científicas sino de la observa­ción cotidiana. Aunque, en este sentido, tiene razón la crítica expresada siguiendo a Rousseau, es decir, que Hobbes describiría sólo el comportamiento de las personas bajo condiciones culturales sumamente específicas, europeas, y que no diría nada acerca de la esencia «del hombre en general»,^ para la averiguación de los he­chos antropológicos relevantes en las teorías políticas no parece ser necesario ninguna otra cosa como no sea la compilación de algunas banalidades."^

zones de esa pérdida de rango. Sobre las modificaciones en el texto de BP, espe­cialmente en las ediciones que aparecieron durante el Tercer Reich, cfi:. por ejem­plo, Karl Lowith, loc. cit. 112 ss.

3. Cfr. M. Forschner, «Gewalt und politische Gesellschaft», loc. cit., 21. Cfr. en loc. cit. 22 ss. una exposición más amplia de la antropología de Hobbes que la que aquí se presenta.

4. Como <(simple truisms^ caracteriza también Hart las constataciones antro­pológicas a partir de las cuales —totalmente en el estilo de Hobbes— deriva su ^minimum content o f natural law> {Concept o f Law, 189 ss.).

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Más aún: justamente este procedimiento le permitió a Hobbes ver y analizar la «diferencia entre la agresividad animal y la tenden­cia específicamente humana al comportamiento violento».^ Tam­bién el hombre, según Hobbes, está interesado en su autoconserva­ción {De homine, 1 1 .6 ). Y el motivo más frecuente del deseo de lesionarse recíprocamente es el afán simultáneo de lograr algo que no puede ser gozado por todos {De cive, 1 .6 ). Pero, a diferencia del animal, el hombre sigue —hambriento por el hambre futuro— siendo codicioso, aun cuando esté saciado, y cruel, aun cuando no se lo provoque {De homine, 10.3). A través de su capacidad lingüís­tica, el hombre «no se vuelve el mejor sino sólo el más poderoso de todos los animales» (ibidem). La orientación hacia el fiituro adquiri­da a través de ella le hace que aspire no sólo a la satisfacción de sus necesidades sino también a contar con los medios para su protección futura y para la satisfacción de futuras necesidades, es decir, poder, riqueza, etc. (De homine, 11.6 ss.). Pero para que estos medios puedan cumplir su objetivo, hay que poseerlos en mayor medida que los demás a fin de poder protegerse frente a allos (ibidem). Por lo tanto, ya aquí, lo decisivo para la tendencia al enfrentamiento violento no son los instintos animales sino la opinión —vinculada con la capacidad lingüística— de que el propio poder, la propia ri­queza, pueden en el fiituro no ser suficientes, de que habría que tener más, y el miedo que está vinculado con esta opinión, es decir, que surge de ella.^

Otra segunda fuente de la lucha entre los hombres es su afán de honores, el deseo de que se tenga una buena opinión de uno mismo (De cive, 1 . 2 ). No todos pueden obtener honor y fama «ya que su esencia reside en la comparación y en la ventaja con respecto a los demás» (ibidem). El odio y el desprecio entre los hombres surgen, por lo general, del esfiierzo por verse superior a los demás (De cive, 1 . 5). Sin embargo, no hay por qué suponer que ésta es una descrip-

5. Forschner, loc. cit. 22.6. «Objectum est, tantum abesse, ut homines in societatem civilem coales-

cere propter metum possent, ut si mutuo se metuissent, ne conspectum quidem mutuum ferre potuissent. Sentiunt, opinior, nihil aliud esse metuere, praeter- quam perterreri. Ego ea voce futuri mali prospectum quemlibet comprehendo» (De cive, 1. 2 nota; Opera latina, tomo II, 161, subrayado de M. K.) «Pero bajo la palabra “temor” entiendo toda previsión de un mal futuro.» (De cive, 1. 2 nota). La fuerte orientación cognitiva de la teoría de las pasiones de Hobbes (cfr. a más de loc. cit., sobre todo. De homine, 12. 1-4), orientada hacia Aristóteles y el Estoicismo, no es, por lo general, tenida en cuenta cuando se le atribuye la suposición de una naturaleza «instintiva» del hombre.

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ción adecuada de todos los hombres. Basta tener en cuenta la cons­tatación, fácilmente verifícable, de que siempre han de contar con la presencia de algunos de tales hombres para suponer que, en el estado de naturaleza, es decir, cuando no existe ningún poder esta­tal {J)e cive, prólogo), todos los hombres desean dañarse recíproca­mente, aunque más no sea a fin de protegerse a sí mismos, para adelantarse a un peligro (De cive, 1 . 4). Por ello, no significa un «espantoso realismo» (BP 65) sino una inútil minimización buscar el origen de la maldad humana en una supuesta «naturaleza de animal de presa». Según Strauss, la maldad del hombre en Hobbes no debe ser entendida moralmente sino «como “ maldad” inocente del ani­mal, pero de un animal que puede aprender a través del daño y por lo tanto puede ser educado».^ La posición de Hobbes se diferencia­ría de la de los liberales posteriores sólo por lo que respecta a la su­posición de hasta dónde puede llegar la posibilidad de educación.^ Esto es sólo en parte correcto. Ciertamente, la antropología de Hob­bes no estigmatiza al hombre como moralmente malo en el sentido de que conoce el bien y, sin embargo, desea hacer el mal sólo por el mal mismo. Pero la confrontación que Strauss lleva a cabo entre maldad moral y animal fracasa en la medida en que, como se ha mostrado, son las capacidades específicamente humanas las que constituyen la peligrosidad del hombre. Y es el miedo en tanto emoción típicamente humana y no el «espanto» —es decir la reac­ción a un estímulo sensorial— lo que lo mueve a abandonar el estado de naturaleza (De cive, 1. 2 nota). Se trata, pues, de un acto de auto- conservación autorresponsable y no de un proceso de educación, que contiene a su vez el doble aspecto del entrenamiento, por una par­te, y de la formación de una persona moralmente madura, por otra.

i3) Cari Schmitt: la maldad como dinamismo

La distinción de Strauss entre diferentes tipos de maldad fracasa por otras razones cuando es aplicada a Cari Schmitt. Parece correcto sostener que en Schmitt la maldad humana presenta en gran medi­da rasgos «inocentemente animales» y que en Schmitt es posible constatar más bien simpatía que rechazo de esta maldad.^ Efectiva-

7. Strauss, loc. cit. 174.8. Ibidem.9. Ibidem.

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mente, según Schmitt, obviamente, por razones «antropo-biológicas» no es posible eliminar la confrontación violenta entre los hombres.^®

A ello apunta, por una parte, el discurso acerca de la «naturaleza» mala del hombre en donde a Schmitt expressis verbi lo que le im­porta no es una descalificación moral del hombre (BP 59), sino más bien señalar su «peligrosidad» y «dinamismo» (BP 60 s.). En segun­do lugar, a la larga, sólo una agresividad instintiva, biológicamente fundamentada, del hombre, más allá de la existencia trivial de la ene­mistad humana, puede asegurar su persistencia y, con ello, lo político.

10. La adopción de la expresión «antropo-biológica» de A. Gehlen {Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt, Wiesbaden ^ 1978, 16) está, en mi opinión, justificada debido a la afinidad del pensamiento de Schmitt con la antropología filosófica de Plessner y Gehlen. Un análisis detallado de los distintos paralelismos superaría los marcos de ese trabajo. Sin embargo, como in­dicio, baste señalar la invocación que hace Schmitt de Plessner y Plessner de Schmitt (BP 60; cfr. supra § 1, nota 11). La concepción del hombre como ser viviente que «toma una posición», «no determinado», «abierto al mundo» (cfr., por ejemplo, BP 60; LM 8; Gehlen, loc. cit., 10, 32 s.) que constituye una vincu­lación con Heidegger, resulta probablemente de la herencia común de la filosofía de la vida, Pero, mientras la analítica del ser ahí en Heidegger está orientada ha­cia el sujeto, a Schmitt y a la antropología filosófica lo que les interesa es el hom­bre como «ser de una especie» (Hofmann, Legitimität gegen Legalität, 166). Por ello, también en este aspecto están justificadas las dudas de Hofmann en contra del paralelismo que Krockow traza entre Schmitt y Heidegger (loc. cit., 166, 173). Sin embargo, su tesis según la cual para Schmitt la «totalidad de lo políti­co» resultaría de la «existencia anatural» del hombre (loc. cit., 165) también deja de lado la fundamentación biológica de la continuidad de lo político.

11. Aquí no se imputará ni a Schmitt ni a la antropología filosófica un bio- logismo ingenuo. Sin embargo, se habla de una maldad «animal», «instintiva», etc. porque, por ejemplo, en Gehlen, a pesar de toda delimitación entre las teo­rías de los instintos y de los impulsos (loc. cit., 26 ss., 327 ss.) se mantiene el discurso de un «exceso de impulsos» que, como consecuencia de la reducción de los instintos, inicialmente sin dirección, exige «ser descargado» (357 s.). La exis­tencia de este exceso es justamente una característica biológicamente específica del hombre, al igual que su «apertura al mundo» (ibidem 57 ss., 338 ss.; cfr Ca- rol Hagemann-White, Legitimation als Anthropologie. Eine Kritik der Philoso­phie Arnold Gehlens, Stuttgart 1973, 134 ss.). También Schmitt niega, por ejemplo, la «mecánica instintiva» de Edmund Spranger (BP 59 s.). En la edición de BP pubhcada en 1933 hasta se dice: «La distinción política amigo-enemigo es tanto más profunda que todas las oposiciones existentes en el reino animal cuan­to que el hombre, en tanto ser existente espiritualmente, se encuentra por enci­ma del animal.» Es, sin embargo, incorrecto identificar la antropología política de Cari Schmitt con la de Hobbes (como lo hace Maschke, «Cari Schmitt in Euro­pa», 589 s. nota 49). Porque cuando se observan las cosas más de cerca, se nota entonces que para Cari Schmitt existe realmente la «enemistad natural» (OW 149). El hombre se distingue del animal por la tendencia a la difamación moral

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Pero Strauss malinterpreta totalmente al autor de El concepto de lo político cuando califica a su «profesión de fe antropológica» como «inadecuada» con respecto a la «decisión moralmente exiente» (PT 83) a la que Schmitt entiende como el «núcleo de la idea política», que debe ser opuesta a la destrucción liberal del Estado. Strauss no toma en cuenta la forma especial de la moral schmittiana, es decir, la eticidad estatal (cfr. supra § 5 a, b). Para esta concepción de la moral puede, sin embargo, ser útil una vitalidad basta, originaria, que es conducida por los canales correctos por parte de una élite que posee la conciencia correcta de quién es amigo y quién es enemigo.

Desde luego. Cari Schmitt acepta también una conexión entre la moral y la peligrosidad del hombre. Efectivamente, el intento de eliminar por motivaciones morales la enemistad en el mundo, con­duce sólo a una enemistad aún más radical. Si no se acepta la ene­mistad natural como algo dado, si uno no se limita a relativizar sus efectos a través del acotamiento de la guerra, aumenta entonces su intensidad (cfr. § 4 b).^ La enemistad humana puede tener «mu­chos grados y tensiones» y alcanza su «punto de ebullición» en las guerras de religión y en las guerras civiles, en donde no se reconoce ya al adversario como persona sino como «perturbador, como parási­to, y como último obstáculo para una paz universal». Ciertamente, dentro de la unidad política, un racionalismo individualista, orien­tado hacia la moralidad, puede destruir al Estado fiierte y las tradi­ciones e instituciones en las que las personas están inmersas de ma­nera natural, pero, a su vez, no está en condiciones de domar la bestia que anida en el hombre.

Así pues, según esta concepción, el hombre es un ser instintiva­mente agresivo que tiene que ser mantenido a coto a través de un Estado fuerte y de instituciones que regulen habitualmente su com­portamiento. Desde luego, no está determinado de la misma mane­ra que los animales, puede adecuarse a los diferentes ambientes y,

del enemigo (ibidem, cfr. el texto siguiente) y por poseer armas más peligrosas (TP 95). Sin embargo, Schmitt incluye expresamente entre los instintos animales a las pasiones que son las que, según Hobbes, hacen que los hombres se vuelvan peligrosos: poco antes de la frase que se acaba de citar, escribe que en el estado de naturaleza de Hobbes, Spinoza o Pufendorf los hombres son malos «como los animales impulsados por sus instintos de hambre, codicia, miedo, celos y rivali­dades de todo tipo.» (41 s.)

12. Cfr. Herfried Münkler, «Krieg und Frieden bei Clausewitz, Engels und Carl Schmitt», en Leviathan (1982), 36.

13. Así fundamenta sobre todo Gehlen su pesimismo cultural; Urmensch und Spätkultur, Francfort del Meno ^1975, 28, 42 s.

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en algunos casos, puede hasta elegir su espacio vital (LM 8 ). Pero, de acuerdo con esta posición, es ilusorio suponer que el hombre, mediante una aceptación de las normas morales en una decisión autónoma, puede superar su agresividad animal y transformarse en un ser pacífico. Cuando se intenta imponer estos objetivos ilusorios se producen hasta guerras especialmente crueles en las que los ene­migos de la paz mundial deben ser destruidos.

En mi opinión, la debilidad conceptual de esta concepción resi­de en el hecho de que —a diferencia de Hobbes— no se toma lo suficientemente en cuenta la diferencia entre la agresividad animal y la tendencia específicamente humana al comportamiento violento. Bajo estos presupuestos, el intento de influir en el comportamiento humano individual y colectivo a través de la confrontación argu­mentativa, de la discusión, y el objetivo de modificar, con la ayuda de normas abstractas, los instintos animales del hombre resulta ser un esfiaerzo condenado al fracaso. Pero esta suposición de la violen­cia humana determinada biológicamente no sólo no está demostra­da sino que es superflua para una antropología política. Como lo ha mostrado Hobbes, justamente las acciones violentas de los hom­bres están determinadas en gran medida por sus opiniones. Y, en principio, las opiniones son accesibles a la argumentación racional. Esto es algo que presupone como evidente toda legislación, sea ésta autoritaria o liberal. Pues el temor ante la pena legal es algo dife­rente al temor del animal en el acto de amaestramiento. Dicho en términos generales, a través de la amenaza de la pena se comunica la opinión de que no vale la pena delinquir. En el amaestramiento, a través de estímulos positivos y negativos, se imprimen esquemas de comportamiento. Pero los imperativos generales —tal como, por ejemplo, se expresan en las leyes— tienen sólo sentido frente a seres cuya forma de comportamiento no está determinada causalmente, sea desde el punto de vista social o biológico.

Ciertamente, no existe nada que permita suponer que la ten­dencia al comportamiento violento pueda desaparecer totalmente en los hombre. Son conocidas las consecuencias negativas del fanatismo religioso o de otro tipo que intentara lograrlo. Pero no existe tampo­co ningún fiindamento para afirmar que es totalmente imposible que desaparezca la violencia humana y, de esta manera, asegurar la persistencia de lo político. Igualmente, tampoco hay ningún motivo para burlarse de la invitación a solucionar o evitar las confrontacio­nes violentas con la ayuda de la argumentación racional, calificándo­la de irrealista y/o denunciarla como medio ideológico de lucha.

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pecto cabe señalar que la explicación causal de una concepción o de una exigencia normativa no dice nada acerca de su validez. La de­mostración, por ejemplo, de que una determinada concepción de la justicia, bajo determinadas condiciones, conduce a injusticias re­quiere una concepción más amplia de la justicia y no un rechazo de su concepto (§ 11 b).

3)«Es una verdad epistemológica que sólo está en condiciones de ver los hechos correctamente, de escuchar correctamente los enunciados, de comprender correctamente las palabras y de eva­luar correctamente las impresiones de los hombres y las cosas, quien en una forma esencial, condicionada por la especie, partici­pa en una comunidad creadora de derecho y pertenece existen- cialmente a ella.» (SBV 45)

Lo que interesa en esta manifestación no es su matiz racista sino la cuestión básica de si los conceptos y reglas sociales están determi­nados por la forma de vida de la que proceden y en principio son incomprensibles para los miembros de otras culturas. Sobre la base de una distinción de diferentes significados de «comprender», se re­chazará esta tesis ( § 1 1 c).

a) Sentido, significado, intención

«Todos los conceptos políticos surgen de una oposición con­creta, de política interior o exterior y sin esta oposición son sólo abstracciones equívocas, absurdas. Por ello no es posible hacer abstracción de la situación concreta, es decir, de la oposición con­creta... Palabras tales como soberanía, libertad. Estado de dere­cho y democracia adquieran su sentido preciso sólo a través de una antítesis concreta.» (HP 5)

Si por «conceptos políticos» han de entenderse conceptos que sólo son utilizados para la confrontación política o si se trata de los casos de utilización de conceptos del lenguaje ordinario en el ámbi­to de lo político, entonces —en vista de la definición de lo político a través de la distinción amigo-enemigo— la cita precedente sería una tautología dentro del cálculo dado por el sistema conceptual de Schmitt y, por lo tanto, carecería de todo interés. Además, nadie habrá de poner en duda que las palabras mencionadas como ejem­plo muchas veces —cuando no en la mayoría de los casos— son ex­

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presadas porque quien las pronuncia o escribe persigue con ellas de­terminados objetivos políticos.

Para poder precisar la tesis de Schmitt, en lo que sigue se distin­guirá entre el sentido de una acción, tal como lo declaramos al indi­car los objetivos, finalidades, propósitos, que perseguimos, y el sen­tido de una expresión lingüística, de una palabra o de una oración, al que llamamos también su significado.^^ Además, del significado de una palabra o de una oración hay que distinguir la acción lin­güística de la expresión de esta palabra u oración. La tesis de Schmitt sostiene que en el caso de las palabras políticas no es posi­ble hablar de un significado, es decir, de un concepto político, con independencia de la intención con la que son expresadas en las confrontaciones políticas concretas.

Quien utiliza una oración en la que aparece la palabra «Estado de derecho» lo hace a menudo para exigir el Estado de derecho, para defenderlo, pero quizás también para advertir frente al peligro del «llamado Estado de derecho» —porque considera que él es comien­zo de la anarquía— o también para describirlo, porque no está se­guro si lo debe exigir o advertir frente a él. Aún cuando aquí puede constatarse una «antítesis concreta»: ¿reside el «sentido preciso» (Schmitt) de la expresión «Estado de derecho» en la exigencia, en la advertencia o en la descripción.^ ¿Qué deberá hacer presumible­mente quien desea averiguar el sentido preciso de la palabra? Inves­tigará diferentes casos del uso de la m ism a,exam inará las seme­janzas y desemejanzas y procurará descubrir las características que diferencian al Estado de derecho de los otros. Quizás la pluralidad de formas de uso y la frecuencia de utilizaciones ideológicas le su­gieran que, para una descripción exacta de este estado de cosas, sea

16. De manera diferente a Frege, quien distingue entre el sentido y el signi­ficado de las expresiones lingüísticas («Sinn und Bedeutung» en del mismo autor, Funktion, Begriff, Bedeutung, Fünf logische Studien, (comp. G. Patzig), Gotin- ga 1962, 38-63), en la actualidad, sentido y significado son utilizados como idén­ticos y se los diferencia del objeto o la referencia de las expresiones lingüísticas.

17. Sobre el concepto como significado de una palabra, cfr. Wilhelm Kam­lah y Paul Lorenzen, Logische Propädeutik, Manneheim ^973, 87.

18. Siguiendo a Ludwig Wittgenstein, se ha impuesto la opinióm según la cual, para un gran número de casos, el significado de una palabra está dado por su uso (cfr., por ejemplo. Philosophische Untersuchungen, § 43). Constituyen una excepción las palabras cuyo significado está establecido por un cuerpo de re­glas (§ 53). La argumentación en el texto se basa en sus consideraciones y, sobre todo, en las lecciones 8 y 9 de How to do Things with Words de Austin en las que se intenta distinguir diferentes «dimensiones del uso», tales como actos «lo- cucionarios», «ilocucionarios» y «perlocucionarios». r

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mejor hablar de un «Estado constitucional». Pero sólo el conoci­miento de algunos elementos conceptuales centrales del «Estado de derecho» lo llevará a esta concepción. Y viceversa, justamente la uti­lización ideológica de palabras como «libertad», «Estado de dere­cho», etc. requiere un cierto núcleo fírme de significado a fin de po­der usar su efecto emotivo en la lucha política. También aquí la mentira es sólo posible en la medida en que, en general, se espera la verdad. Tal como se ha mencionado más arriba (§ 9 a), la palabra «libertad», por ejemplo, no tiene casi ningún sentido descriptivo sino más bien un efecto de recomendación mientras no se diga quién es o debe ser libre de qué y para qué. Pero este efecto de re­comendación lo posee justamente porque da a entender que alguien es o debe ser libre de algo para algo. El gran número de posibilida­des de utilización como variables en los lugares vacíos crea entonces, como se mostrara más arriba, la oportunidad para hablar de «liber­tad» en una forma que se opone a la intuición originaria.

Pero, ¿cómo se llega desde «la niebla de palabras, necesaria para los pequeños mitos de lucha de la polémica cotidiana» (HP 5) a un «sentido preciso» de los conceptos políticos? Sin pretender dar aquí una respuesta definitiva a esta pregunta, la propuesta de Schmitt en el sentido de recurrir a la génesis, a la historia del desarrollo y de los efectos de un concepto, parece ser perfectamente plausible en el caso de conceptos políticos tales como «soberanía», «democracia», etc., en donde apenas es posible el recuerdo al lenguaje ordinario. Pero el significado de una palabra—tal como se expusiera en el ejemplo del «Estado de derecho»— no está determinado por la in­tención con la cual alguien alguna vez la utilizara en contra de al­guien. En general, la adapción de la historia del concepto no persi­gue en este caso ninguna finalidad histórica: más bien ella debe proporcionar reglas para el uso correcto de las expresiones en cues­tión. Estas reglas no tienen necesariamente que crear límites firmes, inmodificables, para todas las posibilidades de aplicación de las pa­labras correspondientes. Muchos de los conceptos relevantes en el ámbito político son conceptos que presentan el llamado aire de fa- milia,^^ es decir, alrededor de un núcleo claro de significado, todo un ámbito de diferentes casos de aplicación más o menos dudosos. Pero, cuando no tienen «en mira un enemigo político» (HP 5 ) no son por ello «abstracciones absurdas».

19. Wittgenstein, loc, cit. § 67; cfr. allí el ejemplo modélico del «juego» en § 66. También «derecho» constituye un concepto con aire de familia.

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b) Universalismo y existencia marítima

a) La crítica de Schmitt a la ideología

«La historia universal es una historia de la lucha de las poten­cias marítimas contra las terrestres y de las terrestres contra las marítimas.» (LM 9)

Esta alusión a la primera frase del Manifiesto comunista de Marx/Engels revela una pretensión básica de Schmitt: lo que le inte­resa es, en todo caso, »el conocimiento del mundo actual técnico- industrial» a partir del vuelco de Inglaterra hacia una «existencia marítima» (TP 27 nota 17). Como núcleo histórico-conceptual de este conocimiento invoca el § 247 s. de la Filosofía del derecho de Hegel al que desea desplegar hermenéuticamente de la misma ma­nera como Marx desplegara los párrafos precedentes § 243-246 (ibi­dem). Schmitt hasta considera que su modelo de la historia es más básico ya que con él puede explicar el surgimiento de la economía política, su desarrollo por parte del marxismo y su función para la superación de la «debilidad técnico-industrial» de la clásica potencia terrestre: Rusia (OW 163 ss). También la actual oposición mundial entre Este y Oeste sería sólo una consecuencia de la oposición entre tierra y mar (OW 142 ss.).

Lo esencial aquí es que la revolución industrial, el desarrollo del pensamiento técnico-científico-natural, la economía política y la moral universalista humanitaria, junto con todos sus efectos en el derecho internacional moderno, resultan del vuelco de Inglaterra a una existencia marítima (LM 62 s.; OW 157 ss.). En los siglos des­pués del descubrimiento de América, por cierto, también España y Portugal, Holanda y Francia eran naciones de navegantes y poten­cias coloniales. Pero la navegación marítima les sirvió primariamente para la adquisición de dominios terrestres, en su pensamiento se mantuvieron adheridos a las madres patrias europeo-continentales. En cambio, Inglaterra concentró toda su existencia en la navegación marítima; en el curso de los siglos adquirió el dominio sobre los ma­res y estableció un imperio mundial distribuido en todos los conti­nentes y ya no más concentrado en Europa.^® Esto trajo consigo un

20. Sobre el supuesto plan de Disraeli de trasladar la sede real a Delhi, cfr. LM 67.

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cambio fundamental de pensamiento. Quien pasa su vida esencial­mente en un barco, es decir, en un aparato que fuera creado para el dominio de un elemento siempre hostil, aprobará eo ipso cual­quier innovación técnica que le ayude en algo a dominar la natura­leza, con mucho más entusiasmo que aquél a quien su tierra le ofre­ce un refugio y también, a través del cambio de las estaciones, etc., le impone un orden dentro del cual se ordenan evidentemente los nuevos inventos (BW 161 s.; NE 13 ss.)}^

También cambió la actitud frente a las culturas existentes, pues «el mundo inglés pensaba en bases y líneas de comunicación. Lo que para otros pueblos era el suelo y la patria, se le presentaba como mero “hinterland” .» (LM 6 6 ) Consecuentemente, también los jui­cios sobre los procesos morales y jurídicos fueron separados de las circunstancias concretas y llevados a cabo según criterios de una mo­ral humanitaria, universalmente válida. Esto tuvo influencia en el juicio sobre los métodos de la conducción de la guerra. Se conside­ró, por ejemplo, que el bloqueo por hambre —un recurso típico de la guerra marítima— era una «prueba de mayor filantropía y de un humanitarismo más refinado» frente a la »cruel carnicería» de las ba­tallas continentales (LM 6 2 ). Ciertamente, el bloqueo afecta por igual a combatientes y civiles. Pero la muerte por hambre es una muerte incruenta (LM 62).

«Lo más sorprendente es que otros pueblos hayan aceptado estos conceptos ingleses como verdades clásicas... sin tener en cuenta el he­cho primordial, es decir, la conquista inglesa de los mares y su vincu­lación temporal». (LM 62s). De esta manera, Inglaterra ganó también el «combat spirituel»^^ Las potencias marítimas anglosajonas podían difamar a sus adversarios como violadores criminales de la paz, pertur­badores, dañinos, obstáculos para la paz mundial, etc., cuya lucha, opresión y eliminación era considerada, en general, como justificada.

Los ataques a la «religión de la tecnicidad» (BP 9 1 ) y a la ciencia supuestamente «neutra al valor», al igual que las acusaciones en con­tra de las consecuencias inhumanas de la moral humanitaria fueron durante décadas elementos permanentes en los escritos de Schmitt.

21. Pero se necesita para ello una existencia auténticamente marítima, es decir, referida al océano. No basta una existencia meramente «talásica», referida al Adriático y al Mediterráneo, como la de Venecia (LM 13 ss.).

22. «Le combat spirituel est aussi bmtal que la Bataille d’hommes», cita Schmitt a Rimbaud (OW 150).

23. Cfr. RK (1923) 18 s.; BP (2a edición 1932), 74 ss., 90 ss. hasta Die le- gale Weltrevolution (1975), 326, 329.

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Con la demostración de la dependencia causai de tecnicismo y mo­ralidad con respecto al hecho contingente del vuelco de Inglaterra hacia una existencia marítima, se propone manifiestamente poner de manifiesto su relatividad histórica y, de esta manera, «supe­rarla».^^

jS) Objeciones

Que la Revolución Industrial tuvo su punto de partida en Ingla­terra puede ser admitido sin mayor discusión, al igual que el hecho de que, como consecuencia de ella, se produjeron resultados que, mientras tanto, son en general valorados negativamente. Por últi­mo, tampoco parece poco plausible sostener que hay una relación causal entre la situación geográfica de Inglaterra y su papel rector durante la Revolución industrial. Sin embargo, me parece que es muy difícil averiguar hasta qué punto una elección del mar como elemento vital (cfi. LM 8 ), tomada conscientemente alguna vez, fiie la condición necesaria y suficiente de este desarrollo. Como la expli­cación causal de la moralidad universalista a partir de una «elección consciente del elemento vital» presenta más fiiertemente aún el ca­rácter de la especulación, aquí habrán de formularse sólo algunas re­flexiones generales acerca de las explicaciones causales de esta mora­lidad, con un propósito crítico - ideológico.

Los juicios morales no son refiitados demostrando la contingen­cia de su aparición sino mostrando su invalidez. Quien demuestra que una exigencia moral con pretensión de validez universal propor­ciona al grupo que adhiere a ella ventajas a costa de otros y quien por esta razón pone en duda su validez, invoca a su favor el argu-

24. A causa de la analogía intencionada por Schmitt con el marxismo, en el texto se habla de «superar». En el escrito sobre el parlamentarismo, Schmitt había presentado como un principio básico de la doctrina marxista, como «lo fílosófíca-metafísicamente fascinante de la filosofía de la historia y de la sociolo­gía marxista» (GLP 66) el hecho de que la superación de una clase está vinculada al «aprehenderla en su esencia» (GLP 74), razón por la cual Marx habría seguido a la burguesía en el ámbito de lo económico (ibidem). Manifiestamente, Schmitt cree haber aprehendido en su esencia el espríritu técnico-industrial del liberalis­mo. El que la exposición del Estado de derecho constitucional en la Teoría de la Constitución debía contribuir de manera análoga a su superación es algo que queda librado a la consideración especulativa.

25. Me refiero aquí principalmente a la 2a. lección de E. Tugendhat sobre problemas de la ética en Probleme der Ethik, Stuttgart 1984, 87-108.

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mento de que esta exigencia viola el principio de imparcialidad. Con esto ha reconocido el principio de imparcialidad como criterio de evaluación de las normas morales, es decir, el principio de la mo- rahdad (cfr. § 5 a, § 6 ).

Cuando Schmitt muestra que, por ejemplo, concepciones tales como las que sostienen que hay que transmitir a todo el mundo la cultura, la civilización y la humanidad occidentales han servido de adorno ideológico del imperialismo occidental y señala la destruc­ción de culturas extrañas y las crueldades contra pueblos extraños, su crítica está perfectamente justificada. Pero en este caso invoca jus­tamente el principio de la moralidad y no lo destruye.

c) La «iconographie régionale»

Schmitt formuló más tarde la «verdad epistemológica» de su ter­cera tesis ya no racistamente sino con referencia a los habitantes de un determinado «espacio». El pensamiento de los hombres estaría, pues, determinado por su pertenencia a un determinado espacio vi­tal. El ejemplo del mar como espacio vital ha sido ya objeto del pa­rágrafo anterior. Según Schmitt, la palabra «iconografía» es más adecuada para la descripción de este estado de cosas que la »total­mente distorsionada palabra ideología».

«Las diferentes imágenes y concepciones del mundo surgidas y las diferentes religiones, tradiciones, pasados históricos y orga­nizaciones sociales, constituyen espacios propios. Los recuerdos históricos, las leyendas, los mitos, las sagas, los símbolos y ta­búes, las abreviaturas y las señales del sentir, del pensar y del ha­blar, constituyen, en su conjunto, la iconografía de un determi­nado espacio.» (OW 139)

Probablemente ya nadie discute que la totalidad de aquello que en una cultura es considerado más o menos obviamente como correcto siga la forma de pensar de los miembros de esta cultura. Esto puede ir tan lejos que los mismos procesos son percibidos y juz­gados de manera totalmente diferente por miembros de distintas

26. LM 49 ss.; NE 71 ss.; de manera similar sólo que más general, Helmuth Plessner, Macht und menschliche Natur, Gesammelte Schriften, V, 148 ss.

27. OW 139; Schmitt tomó el concepto de iconographie régionale de Jean Gottmann, La politique des Etats et leur Geographie, Paris 1952, 220.

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culturas.^® ¿Hasta qué punto es pues posible entender las culturas ex­trañas y juzgar el comportamiento de las personas que viven en ellas?

a) Significados de «comprender»

Aquí hay que distinguir cuatro ámbitos de significado de «com­prender» que, desde luego, en parte coinciden

1) Comprender a partir de la experiencia personal. Uno com­prende el comportamiento de una persona en una situación porque uno ya se ha encontrado anteriormente en situaciones similares, por­que uno puede «imaginárselo», porque uno «sabe cómo es», por ejemplo, dar un examen, perder a su padre, quedar abandonado, etc. Manifiestamente muy vinculado con este tipo de comprensión está el «saber en virtud de un conocimiento» que resulta de determi­nadas vivencias, por ejemplo, saber cómo suena un c larinete .U n gran número de tales vivencias y experiencias que proporcionan co­nocimiento son un elemento constitutivo del

2) comprender o entender cómo se hace algo, es decir, poseer una competencia. Un buen carpintero, un buen fijtbolista, un buen músico, pero también un buen médico y un buen matemático se dis­tinguen porque, primero, poseen un determinado talento, segundo, dominan las reglas de su oficio (cfr. 3) y, tercero, poseen experiencia en el ejercicio del mismo. Ciertamente, existen diferencias considera-

28. Cfr. Wittgenstein, Über Gewissheit, § 94 ss., 144; Berger y Luckmann, Die gesellschaftliche Konstruktion der Wirklichkeit, Francfort ^977, sobre todo 98 SS.; Arnold Gehlen, Urmensch und Spätkultur, cit., § 22. La pregunta obvia, es decir, cómo es posible identificar los mismos procesos, no será aquí considera­da en detalle sino que tan sólo se hará referencia a la intuición ingenua de que en la diferente interpretación del comportamiento humano tiene que haber una secuencia de movimientos físicamente describible, que subyace a todas las distin­tas perspectivas, por ejemplo, como saludo, como defensa, como ofensa, etc.

29. La siguiente argumentación en el texto y en parte también las distincio­nes utilizadas se basan, a más de en las Philosophische Untersuchungen (§ 75-88 y 142-242) de Wittgenstein, esencialmente en Franz von Kutschera, Grundfra­gen der Erkenntnistheorie, Berlin 1981,79 ss. y l2 8 s s .,y sobre todo en G. Pat­zig, «Erklären und Verstehen» en del mismo autor, Tatsachen, Normen, Sätze, Stuttgart 1980, 45-75 (publicado en Estudios Alemanes bajo el título: Hechos, normas, proposiciones, Barcelona 1987; n. del t.). En aras de la brevedad y te­niendo en cuenta el presente problema de la comprensión de culturas extrañas, especialmente de las «comunidades creadoras de derecho» (SBV 45), las distincio­nes han sido reestructuradas.

30. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, § 78.

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bles con respecto al papel que juegan los diferentes momentos y al tipo de las reglas, es decir, su universalidad, abstracción y grado en que son formuladas explícitamente. Pero, con respecto a todas estas capacidades, puede decirse que en una cierta medida pueden ser ad­quiridas prácticamente por cualquiera. De un experto se espera que sepa de una manera especial cómo pueden dominarse situaciones espe­ciales, etc. También el hablar y el comprender el lenguaje ordinario posee el carácter de una capacidad. Como las definiciones —sea que se trate de definiciones de características o de definiciones ostensivas— son reg las,esta capacidad está estrechamente vinculada con la

3) comprensión de reglas. Esto puede significar, primero, que uno reconoce una acción lingüística o de otros tipo como un seguir determinadas reglas y, segundo, que en una secuencia de actividades uno reconoce una determinada regla: en un caso, uno identifica una acción sobre la base de una regla\ en el otro, uno averigua la existen­cia de una regla. Quien ha comprendido y aceptado las reglas las uti­liza para fundamentar su hacer y sus afirmaciones. Lo importante aquí es, por una parte, que para la comprensión de una regla no se requie­re necesariamente la capacidad de formularla explícitamente. Basta que uno sepa seguirla y, por ejemplo, corregir los apartamientos de la misma por otro. Sobre todo, la demostración del dominio de un juego lin­güístico no está siempre vinculada con la posesión de una definición per genus et differentiam para los términos esenciales. A menudo basta poder explicarlos a través de ejemplos. Tanto las reglas lingüísticas como las otras que son eficaces en un grupo pueden ser formuladas explíci­tamente en una medida muy diferente. Aun cuando exista una pres­cripción precisa, los diferentes miembros del grupo pueden tener con­ciencia de ella en medida diferente, a pesar de que la mayoría de ellos se ajusten a la regla formulada a través de la prescripción. Pero, por otra parte, también es importante que, en principio, las reglas sean describi¿/( j-, aun cuando esto —como en el caso del lenguaje ordina­rio— pueda ser muy complicado.

4) La comprensión causal puede ser concebida como la tarea esencial de la ciencia empírica, tanto en el ámbito natural como en el de las ciencias sociales. Uno comprende la conexión causal entre dos hechos, situaciones o procesos cuando la puede explicar con la ayuda de una regla más general.

31. Cfr. G.P. Baker y P.M.S. Hacker, Wittgenstein, Meaning and Under­standing, Oxford 1983, 91 ss.

32. Kutschera, loc, cit. 81; Patzig, loc. cit., 55 ss.

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Como puede verse fácilmente, por lo que respecta al comporta­miento que nos es extraño, de personas de culturas extrañas, una comprensión sobre la base de la propia experiencia es sólo posible de una manera muy limitada. Pero, cuando se trata de «ver correcta­mente hechos, de oír correctamente enunciados, de comprender co­rrectamente palabras» (SBV 45, subrayado, de M. K.), se ejercita una competencia que, de facto, es obtenida, por lo general, a través de la experiencia personal. La demostración de poseer esta compe­tencia es proporcionada públicamente a través del comportamiento de acuerdo con estas reglas o a través de la indicación de las reglas.

Existe, pues, una regla de acuerdo con la cual se juzga lo «correc­to» y lo «falso». Pero, en principio, las reglas son «comprensibles», es decir, es posible constatar de diversa manera la existencia de una regla.

Algo similar vale para la comprensión de usos y costumbres. Aquí se agrega la dificultad de que este tipo de reglas afecta muy fuertemente el ámbito emocional. Son seguidas por respeto, temor, por vergüenza, etc. Como, por lo general, el observador no compar­te las opiniones contenidas en estas emociones, presumiblemente no habrá de poder «sentir» lo que sucede «en» los miembos de una tra­dición cuando cumplen estos hábitos. Los que pertenecen a esa cul­tura adquieren la capacidad de distinguir los hábitos «correctos» de los «falsos» por la experiencia personal, la mayoría de las veces, a tra­vés de la educación. Pero también aquí la prueba de la competencia es proporcionada públicamente a través del dominio de las reglas. Pero, ¿hasta qué punto es posible emitir un juicio «objetivo» sobre estas reglas. Manifiestamente ello no es posible por lo que respecta a los sentimientos de quienes siguen las reglas. Pero —especialmen­te en el caso de las reglas jurídicas o de reglas similares— con la in­troducción, conservación o también sólo el cumplimiento de una re­gla, está vinculada una opinión acerca de su necesidad, eficacia, etc. Y, en muchos casos, justamente acerca de esta opinión es posible, argumentar racionalmente. Así pues, los sentimientos que se experi­mentan cuando se cumplen las reglas y se persigue a quien las viole no pueden ser objeto de examen, pero sí la corrección de las opinio­nes que subyacen a las reglas y a la indignación ante su violación.

Por lo menos el juicio acerca de formas de comportamiento que se basan esencialmente en opiniones sobre datos naturales es, por lo tanto, accesible no sólo a «quien en una forma esencial, condiciona-

i3) Constatabilidad y juzgabilidad de las reglas sociales

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da por la especie, participa en una comunidad creadora de derecho» (SBV 45).

Como en el ámbito de la ética, de la jurisprudencia y de las ciencias sociales, no existe ninguna posibilidad comparable de una normación lingüística universal, para no hablar de la estandariza­ción plena de las condiciones de experimentación,^^ la pregunta acerca de hasta qué punto es posible en estos ámbitos formular jui­cios más allá de las fronteras culturales es mucho más difícil de res­ponder. Esto ha de valer mucho más aún si, como Cari Schmitt, se considera que el derecho está enraizado en los hábitos y costumbres (cfr. infra § 15). Por último, definitivamente inconmesurables pare­cen ser las normas y formas de comportamiento fundamentadas reli­giosamente.

Pero, aun cuando los juicios —sobre todo los juicios morales— están entretejidos con toda una imagen del mundo de presupuestos tácitos y expresos, aun cuando no sea posible una discusión argu­mentativa con esta imagen del mundo en tanto totalidad, debido a su carácter difiiso, " y no parezca ser posible establecer o imponer un sistema conceptual universal y supratemporalmente vinculante, sin embargo, creo que ello no justifica en absoluto un relativismo de la razón o de los valores de tipo schmittiano. En primer lugar, dentro de cada ámbito concreto de problemas, existe la posibilidad —a través de la comparación de las semejanzas y desemejanzas de las condiciones sociales, de las formas de vida^ — de volver recípro­camente coimiesurables los sistemas de conceptos de diferentes len­guajes y culturas y, eventualmente, descubrir contradicciones en las opiniones y normas. Segundo, no parece imposible descubrir las premisas expresas y tácitas de las opiniones y exigencias recíproca­mente contradictorias y examinar su corrección. En caso de que aquí se trate de «verdades superiores» religiosas o cuasireligiosas, enton­ces, en el caso de normas contradictorias, puede ofrecerse la salida de examinar sus compatibilidad con el principio de imparciali­dad.^^ Tercero, la posibilidad de la crítica de las normas, opiniones

33. Desde luego, también numerosos resultados de las ciencias sociales em­píricas son, al menos dentro del círculo cultural europeo, transferibles.

34. Cfr. Wittgenstein, Über Gewissheit, § 140, 233, 238 s., 253, 262.35. «Imaginarse un lenguaje significa imaginarse una forma de vida.» {Phi­

losophische Untersuchungen, § 19, cfr. § 206 s.)36. El que para un examen tal tengan que ser también reconocidos determi­

nados criterios, parece ser algo banal, lo mismo que, por ejemplo, el en la actua­lidad —al menos en el ámbito técnico-científÍco-natural— tan evidente criterio

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y tradiciones sobre la base de criterios de racionalidad e imparciali­dad, no dice todavía nada acerca del comportamiento correcto fren­te a los «irracionales». De acuerdo con la comprensión de la morali­dad, parece que frente a quienes no se orientan por los criterios de la racionalidad y de la imparcialidad se impone la tolerancia, en la medida en que no se trate de un caso de legítima defensa (cfr. § 5 a, 6 b).

Ciertamente, es correcta la afirmación de Schmitt; «Objetivo no es todo aquel que quisiera serlo y, con buena conciencia subjetiva, cree que se ha esforzado suficientemente como para ser objetivo» (SBV 45). La conciencia subjetiva no tiene en la ciencia ninguna re­levancia con respecto a la corrección o falsedad de un enunciado. Pero, de acuerdo con lo aquí dicho, puede considerarse como refu­tada la afirmación:

«Hasta en los deseos más profundos e inconscientes del alma, pero también en los más pequeños filamentos del cerebro, la per­sona se encuentra en la realidad de esta pertenencia al pueblo y la raza... Quien es extraño a ella, por más críticamente que se comporte y por más agudamente que se esfuerce, por más libros que lea y escriba, piensa y comprende de manera diferente por­que es de una especie diferente y en cada razonamiento decisivo permanece en las condiciones existenciales de su propia especie. Esta es la realidad objetiva de la «objetividad» (ibidem, subraya­do de M. K.).

del pronóstico exitoso no fue siempre reconocido, lo mismo que tampoco puede imponerse a nadie su reconocimiento. Sin embargo, quien, como Cari Schmitt, afirma saber algo en virtud «del más estricto conocimiento científico» (SBV 45) se somete con ello a los criterios de la ciencia. Éstos no tienen que ser necesaria­mente los de las ciencias naturales. «Los discursos morales y también los jurídicos son juegos lingüísticos de un tipo especial» (Robert Alexy, Theorie der juristi- schen Argumentation, Francfort 1983, 73). Sin embargo, ciertas exigencias tales como las de la imparcialidad, la preocupación por una argumentación coherente y plausible, la disposición a poner en tela de juicio las propias premisas, etc. pa­recen ser comunes a todos los ámbitos de la ciencia. El propio Cari Schmitt había subrayado frente a los románticos: «Quien argumenta se sirve de una facultad ra­cional.» (PR 99) Con respecto a las diferentes concepciones de la ciencia, cfr. O. Schwemmer, «Die Vernunft der Wissenschaft» en P. Janich (comp.), Wissen- schaftstheorie und Wissenschaftsforschung, Munich 1981, 52-88.

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IV. EN CONTRA DE LA IDENTIFICACIÓN DE DERECHOY REGLA

Cari Schmitt no emprendió nunca el intento de elaborar una teoría sistemática del derecho.^ Pero, a lo largo de su carrera, se ocupó reiteradamente de la cuestión de saber qué es en realidad el derecho.^ Sus esfuerzos, a primera vista divergentes^ en los resul­tados, encuentran su conexión en su adversario: una determinada comprensión del Positivismo jurídico. Efectivamente, en los escritos de Schmitt no juega ningún papel significativo ni el Positivismo metodológico —llamado también «jurisprudencia de los concep­tos»— ni el Positivismo jurídico epistemológico, que pretende basar las proposiciones jurídicas de deber ser en proposiciones descripti­vas, por ejemplo, psicológicas o sociológicas. Lo relevante es más bien el Positivismo jurídico teórico-estatal que considera que el único derecho válido es el impuesto o reconocido por el Estado, y, sobre todo, una variante de esta teoría que sostiene que el Estado es, por así decirlo, su ordenamiento jurídico y concibe al derecho como un sistema jerárquicamente ordenado de normas. En la cúspi­de de esta jerarquía se encuentra la llamada norma básica. En el ni­vel más bajo se encuentran actos jurídicos tales como la ejecución de las sentencias judiciales. Las normas de todas las demás gradas aseguran la validez de las normas de grada inferior y, a su vez, de­ben su validez a las normas de la grada inmediatamente superior. Las normas jurídicas deben ser estrictamente distinguidas de las exi­gencias morales, por una parte, y de los hechos sociológicos, por

1. Pier Paolo Portinaro, La crisi dello jus publicum europaeum. Saggio su Cari Schmitt, Milán 1982, 41.

2. Cfr. WS, DD, PT, VL, SBV, 3A, NE.3. Esta divergencia provoco también la polémica acerca de si en la obra de

Schmitt hay o no una «cesura» (cfr. supra § Ib e infra § 14 b, 15 b).

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otra/ La crítica de CarLSchmitt a esta posición contiene tres pun­tos principales:

1) Ella desconoce la importancia jurídica independiente de la «realización del derecho» (DD XIK). Esto es tanto más fatal cuanto que la realización del derecho es parte integrante de la validez del derecho.^ Por no tener esto en cuenta resulta, por una parte, un «desconcierto» frente al estado de excepción (PT 18) y, por otra, la incapacidad de distinguir entre el concepto de ley del Estado de derecho —con pretensión de corrección y de validez universal— y el concepto político de ley, es decir, la ley como expresión de la voluntad de un poder monárquico o de un poder democrático constitucional (VL 238 ss.). En el § 14 se investigará la relación entre realización del derecho y validez del derecho. Aquí se verá que también la fundamentación de la validez del derecho en la «voluntad de una autoridad» tiene que recurrir a reglas. Sin em­bargo, ante todo, habrá que considerar el concepto del soberano de Cari Schmitt, que juega un papel central en esta discusión (§12 a). Como, por lo general, las pretensiones de soberanía tienen que ser legitimadas de alguna manera, es inevitable ocuparse tam­bién de la problemática de la legitimidad (§ 12 b). Según Cari Schmitt, el elemento esencial de toda realización del derecho es una decisión. Por ello, en § 13 se investigará el concepto de decisión en sus principales formas de uso en Schmitt y en la vida cotidiana y se examinará su contribución para la explicación del concepto de derecho.

2 ) Según Schmitt, el Positivismo jurídico ignora el papel im­portante que juega la vinculación entre el derecho y las convicciones morales fácticas de sus destinatarios. En la primera época después de la toma del poder por parte de Hitler, cuando Schmitt pasó del pensamiento jurídico «decisionista» —es decir, orientado hacia la decisión— al llamado pensamiento del orden concreto (cfr. al res­pecto § 15), criticaba al Positivismo el haber degradado el derecho a norma coactiva mientras que el concepto nacionalsocialista de derecho permanecía «indisolublemente vinculado con la justicia y

4. La formulación relevante de esta posición está dada por Hans Kelsen en su Reine Rechtslehre, 2a. edición, Viena 1960. Horst Dreier, Kechtslehre, Staats- soziologie und Demokratietheorie bei Hans Kelsen, Baden-Baden 1986, ofrece una amplia exposición de la obra de Kelsen.

5. La «normalidad fáctica» pertenece a la «validez inmanente» de la forma ju­rídica. «Hay que crear el orden para que tenga un sentido el orden jurídico.» (PT 19 s.)

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la eticidad».^ En § 15 serán investigados la continuidad y el cam­bio en el pensamiento de Schmitt en conexión con el giro nacional­socialista y se mostrará que en el Estado del «Führer» existe una vin­culación esencial del derecho con alguna forma de eticidad ya que se exige una fidelidad absoluta con respecto al «Führer» . En § 16 se lleva a cabo una discusión con el pensamiento del orden, es decir, de las instituciones.

3) El Positivismo jurídico ignora los datos históricos del surgi­miento de los sistemas jurídicos que —según Schmitt— por lo gene­ral se remontan a una «toma de posesión de un país». Ciertamente, esto no aporta nada esencialmente nuevo con respecto al concepto de derecho (§15) pero es aquí donde más claramente se muestra la vinculación con la tesis básica antiuniversalista. Kelsen consideraba que el derecho internacional era la norma básica suprema, de la que deriva la validez de las normas básicas de los distintos sistemas jurí­dicos,^ que determinan el ámbito de validez de estos sistemas jurí- ■ dicos.® Kelsen pensaba que no podía hablarse de un «pluralismo» en el derecho internacional.^ Por el contrario, Schmitt entiende también su teoría jurídico-internacional del gran espacio explícita­mente como un proyecto opuesto al universalismo liberal.^® El co­rrelato científico-jurídico de este pensamiento liberal tecnicista y universalista, que tiene su causa en el vuelco de Inglaterra a una existencia marítima (cfr. § 11 b), es justamente el Positivismo jurí­dico.''

Según Schmitt, debido a su orientación tecnicista y universalista, el Positivismo jurídico logra crear sólo una «teoría general del Esta­do» pero no puede presentar el derecho concreto del pueblo alemán en su unicidad histórica (3A 46 s.). Al atenerse a los principios jurí­dicos liberales, convierte al Estado en objeto de burla de «delincuen­tes con poder de imaginación» (3A 62). Además, intenta conformar la organización política de un pueblo de acuerdo con principios ju­rídicos liberales universales, en lugar de concebirla como expresión de la voluntad del pueblo.

6 .

7.8 .

9.10.

11 .9 s.

Nationalsozialismus und Völkerrecht, Berlín 1934, 15 s.H. Kelsen, Reine Rechtslehre, Leipzig/Viena ^934, 71 s., 131 ss. Ibidem 137.Ibidem 135.Cfr., por ejemplo, «Grossraum gegen Universalismus», PB 295-302. Cfr. «Völkerrechtliche Probleme im Rheingebiet», PB 97-108, 106; 3 A

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p

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El punto en que los esfuerzos continuados de Schmitt para de­mostrar la importancia jurídica de la realización de derecho (cfr. DD XIX; PT 31), condujo a la confrontación con el Positivismo jurídico de Kelsen fue el concepto de soberanía. Pues «Kelsen soluciona el problema del concepto de soberanía negándolo» (PT 31). Sin em­bargo, mientras la teoría analítica del derecho, en cuya tradición también se encuentra Kelsen,'^ se ocupa de la cuestión de saber hasta qué punto el derecho puede ser interpretado como una orden coactiva de un soberano jurídicamente independiente,'^ como ha­brá de mostrarse de inmediato ( § 1 2 a), Schmitt define al soberano como dotado de una competencia para violar el derecho, es decir, se orienta más por Bodino que por Hobbes. La tesis de Schmitt se­gún la cual todo Estado necesitaría una instancia soberana para po­der defenderse de eventuales situaciones de peligro, es dudosa.

Con esto se ha hecho ya referencia a la «cuestión de la legitimi­dad», al «aspecto interno de la cuestión de la soberanía».'^ En § 12 b se distinguirán brevemente diferentes significados de «legimiti- dad» y se mostrará por qué la distinción schmittiana entre legitimi­dad dinástica y legitimidad democrática no es muy feliz.

§ 12. Soberanía y legitimidad

a) El soberano como garante del derecho

Lo que le interesa explícitamente a Cari Schmitt no es tomar po­sición frente a la cuestión de si un monarca o el pueblo, «es decir, aquellos que pueden sin contradicción identificarse con el pueblo» (PT 16) debe ser el soberano, sino el conocimiento del criterio esen­cial de la soberanía. Según él, éste sería la competencia para violar el derecho, la capacidad jurídica para colocarse por encima y dejar de lado el derecho válido en caso de que la situación así lo exija (PT13 ss.). Por ello, soberano es «quien decide sobre la situación excep­cional» (PT 11). En efecto, el caso excepcional pone de manifiesto quién está en condiciones de garantizar el orden que tiene que ser creado «a fin de que el orden jurídico tenga un sentido» (PT 2 0 ).

12. Cfr. Horst Eckmann, Rechtspositivismus und sprachanalytische Philo­sophie, Berlín 1969, 23 s.

13. De manera muy clara se muestra esto en los primeros capítulos de The Concept o f Law de Hart.

14. Kriele, Staatslehre, 19.

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Así pues, frente a Hobbes —y Austin—, Schmitt se orienta por el concepto más débil de soberanía de Bodino (Six livres de la répu- blique, LIO; PT 13).

«En el caso excepcional, el Estado suspende el derecho en vir­tud de un derecho de autoconservación... Hay que crear una si­tuación normal y soberano es aquel que decide definitivamente si impera realmente esta situación normal. Todo derecho es “de­recho situacional” . El soberano crea y garantiza la situación como un todo en su totalidad.» (PT 19 s.)

Como puede verse, a pesar de las formulaciones algo diñisas, Schmitt no sostiene, en general, que el derecho sea aquello que or­dena el soberano. En su definición del soberano se conforma con la capacidad de violar normas existentes en caso de que ello sea necesa­rio para el mantenimiento del Estado según la opinión de la instan­cia soberana'^ y de decidir de acuerdo con su libre criterio cuestio­nes litigiosas concretas, que no pueden ser captadas por el orden jurídico existente (PT 2 1 ; VL 107 s.). A diferencia del «poder consti­tuyente», en cuya voluntad política se basa la validez de la Constitu­ción (VL 9; cfr. infra § 13, 14), la tarea de una instancia soberana parece consistir más bien en la conservación del ordenamiento ya existente. Pero como, por definición, no es posible tipificar la «ex­cepción absoluta», cuya superación es justamente la tarea de esa ins­tancia, el poder de esta instancia es, en principio, necesariamente ilimitado (PT 11 s., 18, 2 1 ).

«Todas las tendencias del moderno desarrollo del Estado de derecho apuntan a eliminar al soberano en este sentido... Pero el que el caso extremo de excepción realmente pueda o no ser eli­minado totalmente no es una cuestión jurídica.» (PT 13)

Efectivamente, la existencia de una instancia con poder jurídico ilimitado es inconciliable con la idea del moderno Estado de dere­cho;'^ se podría hasta considerar que ella es una característica espe­cífica de los Estados autoritarios. Según Schmitt, por esta razón, las

15. Cfr. DD 194. Allí vale la «soberanía como la competencia, en principio ilimitada, para hacer lo que exige la situación en interés de la seguridad estatal, sin consideración del orden constituido, que puede oponérsele». Pero después, en la idea del orden concreto, Schmitt ya no entiende más al soberano en el sen­tido de Hobbes (3 A 27 s.).

16. Cfr. Kriele, Staatslehre, 56 ss.

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teorías liberales del Estado de derecho son incapaces de enfrentarse con el problema de la situación excepcional. Como sólo pueden pensar al Estado y al derecho, en tanto objeto del conocimiento jurí­dico, bajo la forma de sistema de normas, no toman en cuenta «la decisión» como elemento independiente de lo jurídico. Y, por ello, tanto más desacertada les parece la idea de una instancia dotada de una competencia ilimitada de decisión. Sin embargo, como «la deci­sión sobre la excepción... es una decisión en sentido eminente» (PT11), como la situación excepcional no puede ser tipificada y no es posible excluir nunca su aparición, uno se ve enfrentado con la al­ternativa de o bien aceptar una instancia soberana que en caso nece­sario pueda asegurar la existencia del Estado, también en contra del orden jurídico vigente, o, en un caso dado, aceptar el derrumbe de todo el ordenamiento jurídico. Como se ve, Schmitt no deja aquí abierta ninguna duda acerca de cuál decisión sería la correcta.

Más adelante será investigada la decisión como elemento de lo jurídico (§ 13). Aquí, basta formular algunas dudas acerca de la concepción según la cual sólo una instancia soberana estaría en con­diciones de evitar la destrucción del Estado, por ejemplo, a través de una guerra civil. Se ha puesto ya varias veces en duda que el «Es­tado por encima de la sociedad» tenga un efecto tan benéfico como sostiene Schmitt (§ 4 b /?, 7 a). Pero tampoco para la eliminación de los puntos poco claros en la Constitución se requiere un sobera­no. Es ciertamente correcta la afirmación de que tales casos litigiosos tienen que ser decididos y que la forma cómo son efectivamente de­cididos parece ser más contingente que jurídicamente inequívoca.'^ Sin embargo, sólo puede hablarse de «actos apócrifos de soberanía» (VL 108), si ya se ha presupuesto que para tales cuestiones tiene que existir, en realidad, una instancia soberana. Pero este presupuesto se basa en la falacia lógica que consiste en inferir de la constatación to­davía defendible de que en cada uno de estos casos tiene que existir una instancia decisoria, la tesis falsa según la cual tiene que existir una instancia que decida en cada uno de estos casos.

Además, tampoco una teoría del Estado que sostiene que es ne­cesario un soberano con poder jurídico ilimitado puede abarcar el «caso extremo de excepción» en el cual el soberano, por alguna ra­zón, es eliminado y no existe todavía ningún sucesor. Ni siquiera cuando quien logra imponerse fácticamente en la lucha por la suce­sión es declarado sucesor legítimo, pues, tan pronto logra imponerse,

17. VL 107 s.: cfr. Hart, 205 ss.

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el «caso extremo de excepción» está concluido. Pero posteriormente el juicio jurídico de los procesos durante este «interregno» puede pare­cer muy importante.'^

Finalmente, la tesis de Schmitt según la cual sólo un Estado con un soberano que satisfaga su definición puede reaccionar adecuada­mente ante situaciones extraordinarias es simplemente falsa desde el punto de vista teórico e histórico. Quien sostiene que para «la doc­trina del Estado de derecho de Locke... la situación excepcional era algo inconmensurable» (PT 20) manifiestamente no ha tomado en cuenta para nada la prolija discusión de Locke sobre los derechos es­peciales de prerrogativas del ejecutivo para los casos que escapan a una normación, y su expresa aprobación (Second Treatise, 158-168). Desde el punto de vista histórico, basta señalar que también la Re­pública romana, que a pesar de muchas situaciones difíciles durante largo tiempo fue bastante estable, no poseía ningún soberano en el sentido schmittiano que hubiera decidido tanto acerca de la existen­cia de una situación excepcional como acerca de los medios a los que había que recurrir. Como se sabe, lo primero era una tarea del Sena­do quien pedía a los cónsules que designaran un dictador por un tiempo determinado.

b) El concepto de legitimidad

Mientras que en la Antigüedad y en la Edad Media se daba más o menos como supuesta la existencia de una dominación política y se discutía primordialmente quién debía ejercerla y cómo debía ejer­cerla correctamente, a partir de Thomas Hobbes la discusión co­mienza a girar esencialmente alrededor de la cuestión de saber bajo cuáles condiciones ha de ser razonable para el individuo someterse a la dominación política. Históricamente puede distinguirse aquí entre una legitimidad funcional, caracterizada por la referencia al papel de garantía de la paz que cumple el Estado —por ejemplo, la base del Estado absolutista—, la legitimidad a través del consenti­miento de los dominados, que condujera a la formación del Estado democrático y, por ejemplo, la crítica neomarxista a este Estado constitucional a la que subyace una legitimidad moral con exigen­cias tales como igualdad de oportunidades para todos en la búsque­da de una vida feliz.

18. Hart, 287, 367 s.

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Cari Schmitt considera que esta discusión es errónea. Distingue entre legitimidad dinástica y democrática'^ de una Constitución: ésta existe «cuando el poder y la autoridad de poder constituyente, en cuya decisión se basa, es reconocido» (VL 87). Como «sujeto del poder constituyente» interesan en primer lugar el pueblo o un mo­narca (VL 77 ss.). Sin embargo, por lo general, la autoridad de este último no se basa tanto en las cualidades personales cuanto en la su­cesión legítima dentro de una dinastía familiar (VL 90). En cambio no se puede hablar

«de legitimidad de un Estado o de un poder público. Un Es­tado, es decir, la unidad política de un pueblo, existe en la esfera de lo político; es tan poco susceptible de justificación, juridici­dad, legitimidad, etc., así como en la esfera del derecho privado, el individuo humano vivo tampoco puede fundamentar normati­vamente su existencia.» (VL 89)

En la medida en que Schmitt desea señalar que una Constitu­ción no necesita ninguna justificación de acuerdo con los criterios de otra Constitución anterior que ha dejado de ser válida —en este contexto se encuentra el pasaje citado— coincide con la doctrina en­tonces y ahora dominante.

Pero para una discusión teórica de la problemática de la legiti­midad, su distinción resulta ser muy poco feliz. En primer lugar, la legitimidad democrática y la dinástica son inconmensurables. En efecto, la legitimidad democrática puede serle atribuida o negada a una Constitución a un gobierno o a sus decisiones de manera simi­lar, por ejemplo, de la manera como ha sido ya esbozado. En cam­bio, la legitimidad a través de la sucesión hereditaria legal se refiere a la cualificación personal de un gobernante legal frente a otro —usando la terminología de Bartolus— tyrannus ex defectu tituli dentro de un orden político que es considerado como evidente. Vin­cular adicionalmente este orden con el reconocimiento significaría o bien invocar nuevamente la voluntad del pueblo o bien no decir el reconocimiento de quién se invoca. Segundo, la analogía de la exis­tencia del Estado con la del individuo fracasa en la medida en que

19. La definición dada en el escrito tardío «D/> legale Weltrevolutiom\ «Le­gitimidad significa la fórmula de la identidad y autopresentación moral, ideoló­gica o cosmovisional del orden estatal» (loc. cit. 323) será aquí dejada de lado a causa de su carácter insondable, tanto más cuanto que Schmitt sigue distin­guiendo entre legitimidad dinástica y democrática.

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con la existencia de un orden de dominación estatal está vinculada la exigencia (que requiere fundamentación) de obediencia, algo que no vale para el caso del individuo. Pero, ya se ha visto reiteradamen­te que para Cari Schmitt la existencia de la unidad política es el úl­timo punto de referencia en sus argumentaciones.

§ 13. La decisión

Hasta comienzos de los años treinta, la «decisión», cuyo «valor jurídico independiente» Cari Schmitt no se cansará de subrayar (cfr., por ejemplo, DD prólogo; PT 41-44), ocupó un lugar central en su argumentación teórico-jurídica. Consecuentemente, algunos comentaristas se ocupan intensamente del uso schmittiano de este concepto.Frente a esta crítica, en parte bien fiierte, Schmitt se queja de que «se ha desfigurado la decisión como un acto fantástico de arbitrariedad, al decisionismo como una peligrosa concepción del mundo y a la palabra “ decisión'’ como un insulto y un lugar común».

Aun cuando tuviera razón, no se puede liberar a Schmitt del re­proche de, en todo caso, haber sido también responsable de este de­sarrollo en virtud de su uso inflacionario y difuso de la palabra «de­cisión». Con ello intentaba acuñar para la ciencia del derecho un término tan fundamental como el de norma. Eventualmente tam­bién juega un papel el intento de capitalizar para la discusión políti­ca conocimientos teórico-jurídicos. Así, el uso indiferenciado del mismo vocabulario en contextos heterogéneos vuelve también irre­conocibles los intereses plausibles que Schmitt pueda haber tenido.

Por ello, en § 13 a, junto a y sobre la base de una diferenciación en virtud de diferentes sujetos de la decisión, se aclarará la distin­ción entre decisión jurídica y decisión política. En § 13 b serán ex­puestos los diferentes puntos de vista de una decisión, bajo el aspec­to de quién la toma y de los afectados por ella. El objetivo de los esfuerzos democrático-liberales es fundir lo más posible estos aspec­tos en lo político, a través de la mayor autodeterminación política

20. Sobre todo von Krockow, Die Entscheidung y H. Lübbe, «Zur Theorie der Entscheidung»; sin embargo, M. Schmitz considera que «la elaboración del concepto de decisión es también en la actualidad uno de los desiderata de una teoría de la política» (loc. cit., 14).

21. Prólogo a la nueva edición de Gesetz und Urteil (GU), primera edición Berlín 1912.

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posible. Cari Schmitt se conforma con esfumar las diferencias con­ceptuales y, en cambio, agudizar las diferencias de contenido.

a) Decisión jurídica y decisión política

Como habrá de mostrarse, no existe ningún límite claro y preci­so entre la decisión jurídica y la política. Pero, con respecto a los di­ferentes sujetos de la decisión, que en lo que sigue habrá que inves­tigar, pueden establecerse distinciones en parte considerables por lo que respecta al grado en que están determinadas a través de norma- ciones legales, principios jurídicos y la interpretación jurídica domi­nante, por una parte, y por los fines sociales y valoraciones morales, por otra. Como formas de la decisión serán distinguidas aquí las si­guientes:

1) la decisión judicial individual. En uno de sus primeros gran­des trabajos (GU), la posición de Schmitt está determinada por una actitud de rechazo frente a la jurisprudencia de conceptos, por una parte, y la teoría del derecho l ib re ,p o r otra. En contra de la ju­risprudencia de conceptos, aduce primariamente el argumento to­mado de la teoría del derecho libre según el cual no habría ningún principio universal que pudiera reglar la aplicación de los diferentes métodos lógico-jurídicos. El principio básico de influencia sería un principio teleológico. La deducción lógica serviría únicamente para apoyar un resultado ya encontrado de otra manera (GU 14). Como puede mostrarse fácilmente, este argumento sólo es válido porque en el caso del derecho positivo no se trata de un sistema axiomático cerrado y coherente mediante el cual pudieran —con la ayuda de las diferentes reglas de inferencia lógico-jurídicas— calcularse todos los juicios correctos, sin posibilidad de contradicción. De facto, existen inferencias lógicas recíprocamente contradictorias pero no se cuenta con ningún criterio lógico-jurídico de decisión que pueda indicar cuál es la correcta.

Pero tampoco las exigencias de la Escuela del derecho libre, en el sentido de que hay que recurrir al «sentimiento jurídico» del juez, a la constelación de intereses que ha de ser determinada empírica­mente y a las normas aceptadas socialmente, proporcionan ninguna respuesta a la cuestión acerca de la corrección de una decisión (GU 18 s., 38, 67). La referencia al papel fáctico del sentimiento jurídico

22. Cfr. Klaus Riebschläger, Die 'Preirechtsbewegung, Berlín 1969, § 10-14.

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en la praxis judicial confunde «la fundamentación del fallo... con la explicación psicológico-causal del fallara (GU 18); los otros funda­mentos mencionados de la decisión ingresan, por cierto, en la deci­sión judicial pero no proporcionan por sí mismos ninguna indica­ción acerca de la manera cómo deben ser tomados en cuenta, por ejemplo, en relación con el derecho positivo (GU 95, 119).

Como las consideraciones sustantivas de la justicia también tie­nen que fracasar, a más tardar ante los elementos «aleatorios» de la decisión judicial,Schm itt recurre a la «exigencia de la determina­ción del derecho» que «aparece entre la justicia sustancial... y su rea­lización en la vida cotidiana» (GU 51). De esta manera, una deci­sión judicial «es hoy correcta cuando puede suponerse que otro juez habría decidido c.e la misma manera. “ Otro juez” significa aquí el tipo del moderno jurista con formación universitaria.» (GU 71) Esto no significa, según Schmitt, que un juez tenga que juntar y averi­guar las opiniones de sus colegas. Más bien debe orientarse por la «praxis efectivamente vigente» y fundamentar los eventuales aparta­mientos con argumentos tan convincentes que «el apartamiento se encuentre dentro del ámbito de lo predecible y calculable» (GU 78). Junto con el precedente, la ley positiva «responde tanto al postulado de la determinación jurídica» que los apartamientos de la misma {contra legem judicaré) nunca pueden ser justificados por un senti­miento jurídico del juez, por más fuerte que éste pueda ser, sino sólo a través de la concordancia con la praxis general del derecho to­mando en cuenta el postulado de la determinación del derecho (GU 88, 113). Por lo tanto, la justificación de las decisiones judiciales re­curre a sus consecuencias para la determinación del derecho. Conse­cuentemente, los criterios de examen de las mismas son la universa- bilidad y la fundamentabilidad racional dentro de las concepciones jurídicas dominantes. Schmitt subraya que en la actividad judicial se trata «esencialmente de una actividad del intelecto, de un proceso intelectual» (GU 99). En este sentido, Schmitt concuerda aquí am­pliamente con la concepción actualmente dominante.

Sin embargo, no parece adecuado presentar el escrito Gesetz und Urteil (Ley y fallo judicial) como una prueba del carácter ino-

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23. Por ejemplo, en cuestiones acerca de si debe imponerse el tráfico por la derecha o por la izquierda o en mediciones exactas de sanciones penales. Tres años de prisión no son más «justos» que tres años + /- un día (GU 48 s.).

24. Cfr., por ejemplo, M. Kriele, Recht und praktische Vernunft, cap. 4; del mismo autor, Theorie der Rechtsgewinnung, Berlín, ^976, 243 ss.; Robert Alexy, Theorie der juristischen Argumentation, 303, 307 ss., 333 ss.

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fensivo del decisionismo.^^ Pues justamente allí no aparece la apli­cación dudosa de argumentaciones jurídicas plausibles a situaciones esencialmente diferentes. Esta aparece con toda claridad por primera vez en la Folitische Theologie (Teología política), que puede ser considerada como una obra esencial del decisionismo. Allí se en­cuentra la

2) decisión de la última instancia

«El hecho de que haya sido una instancia competente la que tomara una decisión, hace que ésta sea relativa y en ciertos casos también absolutamente independiente de la corrección de su contenido e interrumpe la discusión posterior acerca de si todavía pueden haber dudas.» (PT 42)

«No cualquiera puede ejecutar y realizar cualquier proposi­ción jurídica. La proposición jurídica como norma de decisión afirma sólo como debe decidirse pero no quién debe decidir. Si no hubiera ninguna instancia última, cualquiera podría invocar la corrección sustancial.» (PT 43 s.)

A más de a la necesidad de una última instancia, Schmitt se re­fiere aquí manifiestamente a la necesidad de una regulación de las diferentes competencias jurídicas. Ambas cosas puedan mientras tanto ser consideradas como generalmente reconocidas.^^ Pero, en la actualidad, ya no se contrapone la idea del derecho a la realiza­ción del derecho. Tampoco se convierte al derecho y al Estado —es decir, al derecho y al orden como elementos del ordenamiento jurídico— en objetos fiindamentalmente diferentes del conocimien­to jurídico (PT 19), en donde «el derecho» es interpretado esencial­mente como norma y «el orden» como resultado de una decisión. Parece que se logra una mejor descripción de los sistemas jurídicos estatales si se los explica a través de la acción conjunta de reglas pri­marias y secundarias. Las reglas primarias imponen determinados deberes, se refieren a las «acciones como movimientos o modifica­ciones físicas», las reglas secundarias confieren competencias públi­cas o privadas, posibilitan, entre otras cosas, la creación de nuevos deberes y obligaciones.^^

A través de las reglas secundarias son determinadas, por ejem-

25. Christian Meier opina que este escrito ha sido «hasta ahora poco tenido en cuenta con relación al tema del decisionismo» (loc. cit., 194, nota 137), cfr. también el propio Schmitt en el prólogo a GU de 1969.

26. Cfr., por ejemplo, Hart, capítulo V, 1,3, VII, 3; Dworkin, 306.27. Hart, 117 s.

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pío, también instancias que comprueban la existencia de una viola­ción de las reglas y establecen la reacción estatal al respecto. La obli­gatoriedad de la decisión de una instancia tal se basa en el hecho de que, a través de una regla secundaria, estaba autorizada para to­mar esta decisión y no en el hecho de que logre demostrar su correc­ción exclusiva.^® La validez jurídica de una decisión judicial se ex­tiende, por ejemplo, también a aquéllos que la consideran incorrecta. Especialmente en una decisión de última instancia, el «enunciado de que el tribunal “ se equivoca” no tiene consecuencia alguna dentro del sistema: con ello no se modifican los derechos y los deberes de n a d ie .D ic h o de una manera más precisa: «La de­cisión incorrecta contiene un elemento constitutivo justamente a causa de su incorrección.» (PT 42) Teniendo en cuenta su contexto, la tristemente célebre fórmula de Schmitt: «Desde el punto de vista normativo, la decisión nace de la nada» (ibidem) puede ser entendi­da como una referencia demasiado obvia al papel fiindamental de las reglas secundarias dentro de un sistema jurídico.

El «peligro» de tales formulaciones —«inofensivas» en una inter­pretación generosa— tal como aquí han sido citadas, reside en su tendencia a velar algunas limitaciones importantes. Pues, primero, la decisión de última instancia corta, por cierto, provisoriamente la discusión acerca del estado jurídico de la cuestión pero no —al me­nos en el Estado constitucional democrático— la discusión acerca de la corrección de la decisión. Si así no ñiera, no podría producirse nunca una revocación de las decisiones de última instancia. Se­gundo, el «momento constitutivo» de la decisión no dice todavía nada acerca de la supuesta necesidad de la persecución judicial de todos aquellos que, por razones de conciencia, no están dispuestos a reconocerla.^' Tercero, una tesis tal cpmo la que afirma que la decisión «nace de la nada» provoca una supervaloración del ámbito discrecional de las correspondientes instancias. Se llega así muy pronto a posiciones como las del llamado Realismo americano según el cual «derecho es lo que los jueces dicen que es derecho».

Desde luego, justamente en cuestiones jurídico-constitucionales, Schmitt no desea colocar ningún tribunal de justicia sino convertir

28. «La fuerza jurídica de la decisión es algo distinto al resultado de su fun­damentación.» (PT 42).

29. Hart, 196.30. Cfr. un ejemplo en Dworkin, 348 s.31. Cfr. Dworkin, capítulo 8.32. Cfr. Hart, 11 s., Eckmarm, 19-

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al presidente del Reich en «protector de la Constitución».^^ La in­dependencia de los jueces freme a la politica cotidiana se basa justa­mente en su sometimiento a la ley (HV 153). Pero las decisiones so­bre la interpretación de la Constitución son eminentemente políticas y por ello son más bien legislación constitucional (HV 45). Dejar que tales decisiones sean tomadas por una cámara que actúa como tribunal de justicia y está integrada por funcionarios profesio­nales significaría crear una «aristocracia togada» que contradiría los principios de la democracia (HV 155 s.). Según Schmitt, tendría mucho más sentido confiar estas decisiones políticas al presidente del Reich, elegido democrática-plebiscitariamente que, en tanto re­presentante de todo el pueblo, representa algo así como un pouvoir neutre et interme diaire, ya que sus decisiones pueden ser considera­das como decisiones de todo el pueblo (HV 156 ss.).

Aquí no es posible exponer las consideraciones jurídico- constitucionales que, sobre todo después de la guerra, impulsaron la creación de un tribunal constitucional. Sin embargo, es inevitable una confrontación con la argumentación de Schmitt en la medida en que ella se basa en una distinción entre decisión política y deci­sión jurídica. Schmitt fundamenta la suposición de que es una exi­gencia exagerada para un tribunal el que tome decisiones políticas aduciendo que, a causa de su «vinculación normativa (no posee) ninguna existencia política propia» (VL 76 nota). Por lo tanto, se­gún Schmitt, la decisión jurídica está caracterizada por el hecho de que se legitima recurriendo a textos autoritativos dados de an­temano, a precedentes, a la determinación del derecho (GU); en todo caso, invocando su coincidencia con un marco dado de ante­mano.

En cambio, la decisión política expresa la voluntad de la unidad política', formulado más abiertamente (cfr. § 9 y lo que aquí sigue): se decide aquí sobre objetivos a largo, corto y mediano plazo que, según la concepción de todos o de algunos miembros de la unidad política, deben ser realizados por ella. Esta decisión se legitima, pues, a través de su deseabilidad para el bienestar del Estado o de algunos de sus miembros, es decir, por su deseabilidad fáctica. Sim­plemente —en caso de un ejecutivo o un legislativo ya establecido— esta decisión debe ser tomada teniendo en cuenta las formas previs­tas por la Constitución y debe moverse dentro del marco prescripto

33. Cfr. «Das Reichsgericht als Hüter der Verfassung» en VA 63-100; HV 22 S S., 132 S S., sobre todo 153-159.

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por la Constitución, es decir, del marco considerado, en general, como conforme a la Constitución.

Aun cuando la distinción entre decisión jurídica y política parece estar justificada, el tránsito de una a la otra es fluido y probable­mente habrá de resultar imposible una división estricta de los dos tipos de decisión en las diversas instancias. Ya el movimiento del derecho libre había diagnosticado y propiciado la influencia de los fines y de las convicciones sociales en las decisiones judiciales. Tam­bién Cari Schmitt había reconocido la importancia de tales argu­mentos aunque no como criterio último de la corrección de la deci­sión. Justamente si se concibe al derecho como, por ejemplo, voluntad del poder constituyente del pueblo (VL 147; cfr. lo que sigue) —o, con otras palabras, como técnica sociaP'^— también la decisión judicial individual deberá tomar en cuenta cuestiones tales como las de la traducción, en el caso concreto individual, de los fi­nes perseguidos por esta voluntad, su conciliabilidad con otros fines, con los principios morales y jurídicos generales, etc. Aquí existe sólo una diferencia gradual con la decisión de la última instancia jurídico-constitucional acerca de la coincidencia de una ley con los principios de la Constitución generalmente reconocidos, etc. Tam­bién aquí se trata no tanto de la imposición de nuevos fines cuanto del examen de la conciliabilidad con determinados principios mora­les y jurídicos básicos, es decir, con los supuestos básicos de la Cons­titución vigente. Esto vale tanto más en el caso en que, como en Cari Schmitt, se quiera establecer una distinción entre la Constitu­ción como un todo y la ley constitucional particular (VL 3 ss.). Jus­tamente entonces las decisiones acerca de la conformidad constitu­cional de las decisiones políticas —a pesar de que su efecto pueda aproximarse al de la legislación constituyente— poseen un tan alto grado de vinculación normativa por lo que respecta a su fundamen­tación que tienen más bien que ser incluidas entre las decisiones ju­rídicas y no entre las políticas.

Además, se requiere la caprichosa interpretación schmittiana de la voluntad del pueblo (cfr. § 9) o tener fe en capacidades persona­les especiales para poder concebir las decisiones de un presidente del Reich —que quizás fiie elegido por una escasa mayoría y cuyos ase­sores por lo general pertenecen a grupos muy específicos— como manifestación de la voluntad de todo el pueblo. A pesar de la im­portancia que Schmitt desea conferir a la posición del presidente del

34. Cfr. las referencias en Dworkin, 25 s.

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Reich, sería falso llamarlo «soberano secreto» en el sentido de S chm itt.C ari Schmitt distingue expresamente entre el presidente del Reich como tercero neutral y el soberano como tercero superior (HV 132). El presidente del Reich es definido por la Constitución; por lo tanto, no la puede suspender in toto}^ Sin embargo, a su vez, justamente esta capacidad define al soberano .A sí pues, las decisiones políticas en grado extremo son las

3) decisiones del soberano, es decir, del poder constituyente. Según la definición de Schmitt, el objetivo político del poder sobe­rano es la conservación del orden estatal. El instrumento jurídico esencial que dispone a tal efecto es la imposición del estado de ex­cepción. En el lenguaje de las reglas primarias y secundarias, esto significa que en situaciones especiales de emergencia queda suspen­dida la vigencia de una parte de las reglas primarias y secundarias; especialmente son reducidas aquellas reglas que limitan las compe­tencias de la instancia dominante. Como la mayoría de las Constitu­ciones de los Estados de derecho conocen la institución de la regula­ción del estado de excepción, la discusión gira alrededor de si y hasta qué punto pueden y deben existir limitaciones a la competen­cia de la instancia dominante. Sólo una instancia que, en principio, posee competencias ilimitadas ha de ser llamada «soberana». Natu­ralmente, para que quien impone órdenes pueda ejercer el poder tiene que existir una determinada jerarquía, es decir, un sistema de reglas secundarias. Consecuentemente, en el caso de Schmitt de lo que se trata es del dominio de todo un aparato de p o d e r ,d e una «fuerza política». Un ejemplo de una fuerza política que logra co-

35. Cfr. Jürgen Fijalkowski, Die Wendung zum Führerstaat. Ideologische Komponenten in der politischen Philosophie Carl Schmitts, Colonia/Opladen 1958, 182; Maus, 129.

36. «Die Diktatur des Reichspräsidenten nach Artikel 48 der Weimarer Reichsverfassung» en DD (2a. edición), 213-259, 244 s., 237 s.; cfr. HV 130.

37. «Se encuentra fuera de la Constitución normalmente vigente y pertene­ce también a ella pues posee la competencia para decidir si puede ser suspendida la Constitución en su totalidad.» (PT 13)

38. «En la realidad concreta, el orden público y la seguridad pública se pre­sentan de manera muy diferente según que quien decida acerca de cuándo este orden y seguridad existen y cuándo corren peligro o son perturbados, sea una bu­rocracia militar, una autoadministración dominada por un espíritu mercantil o una organización partidista radical.» (PT 15 s.)

39- «Si el Estado carece de ella (la fuerza para imponerse, M.K.), entonces tiene que aparecer en su lugar otra fíierza que, de esta manera, se transforma en el Estado.» (HV 115) Cfr. sobre el papel de la élite dominante, supra § 5b, 8b, 9b.

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locarse por encima de los partidos es el fascismo italiano. Sin embar­go, las reglas que se encuentran dentro de la organización respectiva no tienen como consecuencia ninguna responsabilidad frente al res­to de la población: Schmitt imaginaba para la SA y la SS una «com­petencia judicial estamental» (SBV 20).

Schmitt expone sus argumentos expuestos en 2) en pro de la ne­cesidad de reglas secundarias y de una última instancia para las deci­siones jurídicas bajo el título «El problema de la soberanía como problema de la forma jurídica y de la decisión». Aquí supone que, con la necesidad de instancias jurídicas autorizadas, ha demostrado también la necesidad de una instancia con competencias jurídicas ilimitadas.

A pesar de la usurpación de argumentos extraños al tema, en la teoría de la decisión de la instancia soberana es posible construir, en cierta medida, un sujeto de la decisión. Esto cambia en el caso de la decisión del poder constituyente. Según la definición de Schmitt, el poder constituyente es la «voluntad política cuya fiierza o autori­dad es capaz de adoptar la decisión total concreta sobre el modo y forma de la propia existencia política» (VL 75).

El discurso de una voluntad política que adopta la decisión sobre la propia existencia política sugiere algo así como autodetermina­ción. Cuando Schmitt agrega, además, que la palabra «voluntad» ha de expresar lo «esencialmente existenciah (VL 76, subrayado en el original) del fiindamento de validez de la Constitución «en contras­te con toda dependencia de una corrección normativa o abstracta» (VL 76), toda crítica a una Constitución, por ejemplo desde el pun­to de vista de la moralidad, se presenta como una intervención in­justificada en esta autodeterminación.

No responde, desde luego, al uso del lenguaje alemán de la pa­labra «Entscheidung» («decisión») el que una voluntad tome decisio­nes. Más bien, uno reconoce la voluntad de una persona, entre otras cosas, en las decisiones que toma. ¿Cuáles personas interesan aquí? Los más importantes «sujetos del poder constituyente» posibles son el monarca o el pueblo (VL 77 ss.). Por cierto, en el caso del monar­ca no ofrece ninguna dificultad encontrar la persona cuya voluntad se expresa en la decisión acerca del modo y forma de la existencia política. Sin embargo, no parece correcto proclamarlo poder consti­tuyente porque haya decidido ser monarca. Más bien es poder cons­tituyente cuando su poder y autoridad basta para decidir a su favor la lucha por la dominación en la unidad política o cuando su posi­ción es tan fuerte que ni siquiera se enciende la lucha.

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Más complicada es todavía la situación en el caso del poder cons­tituyente del pueblo, especialmente en vista de las dificultades que trae consigo hablar de la «voluntad del pueblo». Si se toma en cuen­ta el caprichoso uso de este concepto en Schmitt (§ 8 b, 9 b), se ve claramente que como poder constituyente se presenta aquella agru­pación que indiscutidamente logra identificarse con el pueblo, es decir, que está en condiciones de imponerse frente a los contrincan­tes que alientan la misma intención y de eliminar a quienes la con­tradicen tenazmente. En el caso de una democracia constitucional, como la República de Weimar, se trataba manifiestamente para Schmitt de la burguesía liberal (VL 200 ss.) en coalición con la so- cialdemocracia. Pero, como el pueblo en tanto poder constituyente sigue existiendo permanentemente antes y por encima de la Consti­tución (VL 91 s.), en todo momento sería posible, por ejemplo, la eliminación de la Constitución de Weimar a través de un cesarismo que se legitimara democráticamente, y ello no sería nada más que una «modificación de la Constitución» (VL 92). Consecuentemente, después de la Ley de plenos poderes, Schmitt consideraba que «se había impuesto una nueva legalidad» plebiscitariamente legiti- mada." °

Cari Schmitt niega estrictamente una competencia ilimitada del parlamento para modificar la Constitución de acuerdo con el artícu­lo 76 de la Constitución de Weimar (cfr. entre otros, IX 219 ss.; VL § 3) porque el parlamento, en tanto pouvoir constitué, que se legiti­ma a través de la Constitución, no puede revocar la decisión del pouvoir constituant del pueblo en favor de esta Constitución (ibi­dem). En este rechazo coincide con la teoría dominante después de la Segunda Guerra Mundial, tal como fuera expresada en el artículo 79 (3) de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania. Pero su argumentación no surge exclusivamente ni de la preocupa­ción por h República de Weimar en vista del peligro de que los na­cionalsocialistas se apoderaran del poder^ ni del horror de la bur­guesía propietaria frente a posibles actividades redistributivas del parlam ento.Tam poco está justificado establecer un paralelismo

40. Entrevista en julio de 1967, citada según Klaus Fritzsche, Politische Ro­mantik und Gegenrevolution, 396.

41. Tal la interpretación de Schmitt y de quienes le son adictos (VA 345; cfr. entre otros, R. Schnur en el prólogo a su edición de la Teoría de la institu­ción de Hauriou, 18; Hill, loc. cit., 189 ss.; Ernst Forsthoff, «Gerhard Anschütz» en Der Saat 6 (1967), 139 ss., 150).

42. Así, sobre todo, Maus, 100 ss., 112.

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entre Schmitt y el positivismo jurídico de la época de Weimar. Pues, en vista de la desconfianza de Schmitt fiente a la institución del parlamento (cfi. § 7) y su concepción según la cual la voluntad del pueblo se expresa mejor a través de la aclamación de un líder que mediante el mecanismo de las elecciones parlamentarias (§ 9 b) ya que el líder —conjuntamente con una élite a él sometida y que indiscutidamente puede considerarse como «pueblo»— permanece en la «igualdad sustancial del pueblo» (§ 8 b), una competencia para modificar la Constitución por parte del parlamento no es ni de­seable ni necesaria. Segundo, su posición en contra de una coalición entre liberales y socialistas —que pone en peligro lo político— y a favor de la eticidad estatal en general y del fascismo italiano en particular"^ es demasiado clara como para que pueda hablarse de una arbitrariedad en las decisiones del poder constituyente del pue­blo. Tampoco puede hablarse en absoluto de una «total indiferencia frente a la distinción esencial de Estados democráticos y autocráti- cos»:" " Schmitt lleva a cabo un considerable despliegue argumenta­tivo y definitorio para demostrar que determinadas formas de auto­cracia son las mejores democracias (§ 8, 9). Así se conserva también al pueblo como poder constituyente cuando una fuerza, que logra situarse «por encima» de los partidos políticamente enemistados, se hace cargo del Estado y se convierte en Estado (HV 115). Una crítica a la forma de proceder de esta élite no está justificada porque se tra­ta de una decisión del pueblo que, en virtud de su «existenciali- dad», es también moralmente superior a los críticos orientados por algún tipo de «normatividades» (§ 4-6).

Así pues, quien logre decidir a su favor la lucha por el poder está autorizado a presentar esta decisión como decisión del pueblo. Este juego con la ambigüedad de la palabra «decisión» es, junto con la insuficiencia de la teoría amigo-enemigo (cfr. § 3), la razón prin­cipal que permite comprobar en Schmitt un «oscilar entre el decisio­nismo y la sustancialidad»."^ Antes de separar los dos conceptos de decisión esencialmente distintos que aquí aparecen, cabe mencionar los casos en los escritos de Cari Schmitt en los que

4) no es posible determinar ningún sujeto de la decisión. Por

43. Cfr. también Schmitz, 147.44. Fijalkowski, 180.45. Maus, 122; cfr. Krockow, Die Entscheidung, 96, 102 ss.; K. Lowith,

loc. cit. 104 ss.; Hofmann, Legitimität gegen Legalität, 131 ss.; D. Kirschen­mann, ''Gesetz" im Staatsrecht und in der Staatsrechtslehre des Nationalsozia­lismus, Berlin 1970, 35.

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ejemplo cuando «la época exige una decisión» (PT 69) sin que sea claro por parte de quién; cuando en la «mera existencia de una autoridad gubernamental reside una decisión» (PT 71); o cuando el Estado es reducido al «aspecto de la decisión... a una decisión absoluta pura, no razonante y no polemizante, que no se autojus- tifíca, es decir, que es creada de la nada» (PT 83) pero, por otra parte, «el núcleo de la idea política (es) la decisión moral exigente» (ibidem).

No necesita mayor explicación el hecho de que entre la decisión que reside en la existencia de la autoridad, la decisión del poder constituyente y la decisión del juez de acuerdo con el criterio de la determinación del derecho, existen tales diferencias sustantivas que una subsunción de los tres casos bajo un «concepto general de la de­cisión», lejos de facilitar, dificulta una descripción adecuada.

b) La decisión como elección y como suceso

En lugar de preocuparse por una aclaración del concepto de de­cisión, algunos comentadores han contribuido a crear una mayor confusión.L a razón principal de la confusión se encuentra en la incapacidad para mantener recíprocamente separados los dos signifi­cados básicos de la palabra «decisión» (^Entscheidung» en los que es utilizada —de manera análoga a lo que sucede con la mayoría de las palabras alemanas terminadas en «ung» {Vorstellung = represen­tación, Wahrnehmung = percepción, etc.)—: por una parte, el proceso de decidirse, de la elección entre alternativas, y, por otro, el resultado del proceso, la situación con la cual uno se verá confron­tado en el futuro. Esta diferencia, a primera vista insignificante, ad­quiere relevancia en el momento en que la persona a quien le cabe la elección no es la misma que la que se ve enfrentada con la situ- ción surgida a raíz de la elección. Para quien toma la decisión, lo relevante es el aspecto de la elección, para quien queda afectado por

46. Dos ejemplos: «Viceversa, como pauta de la decisión es sólo concebible la intensidad de la decisión. Pero, ¿cuál decisión sería más radical que la decisión sobre la vida y la muerte?» (M. Schmitz, 155) «Schmitt quería encontrar la solu­ción en la decisión. Pero en la época de las masas, una decisión podía ser funda­mentada sólo sobre conjuntos de personas ideologizadas y sobre un mito mobili- zante.» (Günter Maschke, «Positionen irmiitten des Hasses. Der Staat, der Feind und das Recht - Der umstrittene Denker Carl Schmitt/Zu seinem Tode» en el periodico Frankfurter Allgemeine Zeitung del 11 de abril de 1985, 25)

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ella, el aspecto del suceder.^^ Este último aspecto puede aumentar tanto que hasta se puede hablar de una «decisión de carácter provi­dencial», que algunos procuran influenciar a su favor a través de oraciones, sacrificios, magia, etc., suponiendo subrepticiamente que también en este caso habría una persona que toma la decisión y cuya gracia se puede obtener.

En la medida en que alguien tiene la elección, se supone que antes de decidirse, tiene que reflexionar, dejarse aconsejar por otros y, en caso necesario, justificar su decisión, etc. Por ejemplo, si al­guien desea comprar un nuevo coche, se informará acerca del pre­cio, consumo de gasolina, rendimiento, etc. de los distintos mode­los y marcas que puede elegir y, eventualmente, preguntará a otros compradores las experiencias que han hecho con el respectivo coche. Aun cuando, al final, lo decisivo sea su predilección irreflexiva por coches ingleses, italianos o americanos, en general se le atribuirá un comportamiento responsable. En cambio, cuando para un comenta­rista de televisión el 2:0 en el 85 minuto significa la «decisión» de un partido de fútbol no quiere sostener con ello, por lo general, que los 22 actores de la cancha se han puesto de acuerdo sobre este resul­tado después de una intensa consulta entre ellos.

Naturalmente, debido a la limitación del conocimiento huma­no, no es posible una elección totalmente racional, en la que uno conoce todas las alternativas junto con sus posibles efectos secunda­rios, los calcula recíprocamente y sólo da la preferencia a una alter­nativa cuando ella implica más ventajas y/o menos desventajas que todas las demás. Por ello, uno necesita un conocimiento obtenido a través de la experiencia vital propia o ajena acerca de los resultados previsibles de determinadas situaciones, es decir, reglas generales para el comportamiento en determinadas situaciones," ® etc. Aquí juega también un papel importante la costumbre y, asimismo, el cultivo de la esfera afectiva, que nos permiten tomar «intuitivamen­te» las decisiones como si las hubiésemos reflexionado.

A pesar de todos los medios auxiliares disponibles, toda decisión contiene un momento de incertidumbre y de riesgo que tiene que

47. Cfr. Wilhelm Kamlah, Philosophische Anthropologie, Mannheim/Vie- na/Zürich ^1973, 66 ss.

48. Cfr. Alfred Schütz, «Wissenschaftliche Interpretation und Alltagsver­ständnis menschlichen Handelns» en del mismo autor. Gesammelte Aufsätze I, La Haya 1971, 3-54, 31 ss.

49. Cfr. Kamlah, loc. cit., 60 ss.; Ursula Wolf, Das Problem des morali­schen Sollens, 178 s.

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asumir quien decide.^® Puede ser perfectamente una señal de una actitud vital bien reflexionada el aceptar este riesgo y asumir las con­secuencias de las propias acciones, también de las no queridas. Pero esta «firmeza en la decisión» no puede sustituir nunca —sino, cuan­do más, completar— la reflexión racional.Puede haber situacio­nes en las cuales sea más importante que uno se decida que cómo se decide. Pero resulta, por lo menos, extravagante que cuando al­guien ha tomado una decisión de una cierta importancia y se le pre­gunta por las razones de su decisión, responda sólo que asume ple­namente su decisión.

La característica esencial de una decisión como algo que a uno le sucede es posiblemente la aparición de un acontecimiento sobre el cual uno no tiene control, o sólo lo controla parcialmente, y en virtud del cual el desarrollo de las cosas toma un curso que uno ya no puede cambiar en absoluto o sólo en muy reducida medida. Así, por ejemplo, cuando el gol en el 85 minuto significa para el comen­tarista «la decisión» ello es así porque considera que el equipo que va perdiendo ya no podrá, en los cinco minutos restantes, cambiar el resultado en una victoria o, al menos, en un empate.

Como es fácil ver, tanto las decisiones jurídicas como las políti­cas tienen más bien carácter de elección para la instancia autorizada y, en cambio, carácter de suceso para los afectados, por ejemplo, las partes en un juicio. Pues, por lo menos en el caso de una decisión de última instancia, ni el demandante ni el demandado pueden in­troducir un cambio en caso de que el fallo no favorezca sus inte­reses.^^

El desarrollo del Estado constitucional democrático está caracteri­zado por el esfuerzo de reducir lo más posible esta discrepancia en­tre los autorizados para tomar las decisiones y los afectados por ellas. En el ámbito jurídico se cuenta para ello con el sometimiento del juez a la ley, con el postulado de la seguridad jurídica, con el deber de fiindamentación de las sentencias judiciales y, sobre todo, con la posibilidad de interponer un recurso de apelación. En el ámbito po­lítico, esto se corresponde con el derecho de participación, al menos bajo la forma del derecho de sufragio universal, y también con la posibilidad de criticar las decisiones gubernamentales con las que no

50. Cfr. Ernst Tugendhat, Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung, 295, 236 SS.

51. Ibidem.52. Kriele, Recht und praktische Vernunft, 4 l s.

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se está de acuerdo y, en las próximas elecciones, procurar que un nuevo gobierno, en la medida de lo posible, deje sin efecto esta de­cisión (cfr. § 9 c). En ambos casos tiene pues, importancia central la posibilidad de una corrección

Especialmente en el caso de la decisión política, este elemento está totalmente ausente en la teoría de Schmitt. Por cierto, las ins­tancias actuantes están obligadas a hacer lo correcto «de acuerdo con la situación», a fin de crear o restablecer el orden (DD XVI ss.: PT11 ss.). Pero la posibilidad de la crítica desde abajo o la exigencia de una corrección pondrían en peligro el aporte de orden de la deci­sión. Según Schmitt, «todo orden (se basa) en una decisión» (PT 16) y tiene que ser recibida por los afectados como un suceso del destino a fin de evitar la guerra civil. Si se observan las cosas sobriamente se ve de inmediato que todo orden estatal no está basado en una sino en una pluralidad de decisiones entre diversas alternativas y que justamente las reglas jurídicas que primariamente tienen una función de orden pueden perfectamente ser corregidas tan pronto como se perciben consecuencias no deseadas. ¿Por qué, entonces, subraya Schmitt tan vehementemente el carácter de sino de la deci­sión política «nacida de la nada», agregando en el caso del poder constituyente el detalle de que esta decisión se presenta como una autodeterminación del pueblo?

Aquí puede ser instructiva una observación sobre el estado de excepción ya que la decisión acerca del mismo es una «decisión en sentido eminente» (PT 11). Según Schmitt, el estado de excepción tiene «para la jurisprudencia una importancia análoga a la del mila­gro en la teología» (PT 50). Si uno sigue la analogía, más allá de la afinidad de la violación de la legalidad por parte de un poder ili­mitado, que se encuentra «por encima» de todas las leyes, hasta la evaluación de estos acontecimientos, tropieza entonces con la expo­sición positiva de las opiniones de su «maestro» " Donoso Cortés. Pero este último consideraba que el milagro era necesario para evitar el triunfo del mal (el socialismo ateo), que sin este milagro sería «evidente y natural» (PT 75). La forma bajo la cual debería presen­tarse el milagro era una dictadura católica. También Schmitt simpa­tizaba manifiestamente con el instrumento de la dictadura para pre­servar la integridad moral frente a aquellas fiierzas a través de las

53. Ibidem.54. von Krockow, 66; sobre Schmitt y Donoso Cortés, cfr. también C. Bon-

vecchio, 247 ss.

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cuales «se paraliza toda decisión moral y política» (PT 82): la coali­ción de capitalismo, técnica y socialismo (ibidem; cfr. § 5 c). Por lo tanto, la dictadura debería poner nuevamente «en orden» el caos moral causado por estas fuerzas.

A ello corresponde en la teoría del pouvoir constituant del pue­blo, la presencia, insustituible desde el punto de vista organizativo, del pueblo por encima de la Constitución, que mantiene abierta la vía a la «decisión moralmente exigente», a la eliminación de la Constitución existente y al establecimiento de un Estado por encima de la sociedad, al «pueblo realmente reunido», es decir, a una masa entusiasmada, unida por un mito común, con fuerza para la acción política (§ 5 b, 8 b, c, 9 b).^ Lo esencial de la decisión no razo­nante, no discutida, que no se justifica a sí misma y a la que es re­ducido el Estado (PT 82), consiste pues, primero, en que crea or­den; segundo, elimina las fuerzas que destruyen el Estado; tercero, no está expuesta a ninguna duda. En vista de la exigencia de la legi­timación democrática, esta decisión de carácter providencial, que prácticamente para todos los miembros del pueblo tiene el carácter de un suceso, debe ser interpretada como decisión elegida por el pueblo (cfr. capítulo II). Así pues, a la necesidad de seguridad pura­mente física de Schmitt frente a la supuesta amenaza de guerra civil corresponde también una necesidad de seguridad intelectual: Schmitt se libera de la presión de la responsabilidad, que está vincu­lada con la permanente presión de justificación hacia mdentro» y hacia < afitera», delegando lo mas posible la decisión a la autoridad, convirtiéndola, por lo tanto, para sí mismo en suceso, y, segun­do, sustituyendo la racionalidad de la elección por la capacidad de imposición de un actor político entusiasmado a través de un mito, frente al relativismo razonante de los liberales.

55. Tampoco la, en parte, enérgica toma de posición de Schmitt en contra de la posibilidad de modificar, a través de una resolución del parlamento, la «de­cisión total del pueblo alemán» (por ejemplo VL § 3) tiene menos peso si una nueva decisión total puede en todo momento eliminar esta Constitución.

56. Cfr. lo manifestado en LL, según lo cual sólo una «autoridad estable» puede dejar sin efecto la «politización total» de toda la vida en el (cuantitativa­mente) «Estado total» (de la República de Weimar), llevar a cabo la necesaria «des­politización» y posibilitar la «recuperación de las esferas y ámbitos vitales libres, a partir del Estado total» (LL 340). La pérdida de la libertad civil ha de ser enten­dida como liberación de la lucha política omnipresente, es decir, de la omnipre­sente exigencia de adoptar decisiones y asumir responsabilidades por sí mismo.

57. El rechazo de la argumentación en aras de la tenacidad y la capacidad de imposición parece otorgar una cierta plausibilidad al paralelismo entre

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§ 14. Vundamentos de validez del deber ser juñdico

a) Autoridad y validez jurídica

«En la actualidad, la ficción normativista de un sistema cerra­do de legalidad se presenta en una oposición notoria e inevitable con la legitimidad de una voluntad realmente existente.» (LL 266) «“Legalidad" tiene aquí justamente el sentido y la tarea de hacer superfina y negar tanto la legitimidad (tanto del monarca como de la voluntad plebiscitaria del pueblo) como así también toda autoridad basada en sí misma.» (LL 269)

Como ya se ha dicho, según Schmitt, el único fiindamento de validez de la Constitución es la voluntad del poder constituyente y una Constitución es legítima cuando el poder y la autoridad de este poder constituyente son reconocidos (VL 76, 87). También en la teoría schmittiana de la soberanía, la tarea del soberano es establecer y garantizar la «normalidad fáctica», que pertenece a la «validez in­manente» de la norma (PT 19 s.), es decir, determinar si existe esta normalidad.^® En el caso de la soberanía del pueblo, aparecen como soberano «aquellos que sin contradicción pueden identificarse como el pueblo» (PT 16; cfr. § 8, 9, 13). La decisión de un sujeto dotado de autoridad aparece en el decisionismo de Schmitt como un elemento independiente de lo jurídico, al lado de la norma (PT 44). Más aún: sólo cuando es ordenada e impuesta por «una autoridad basada en sí misma», una norma abstracta se «realiza» en un derecho positivamente válido.

Al respecto cabe decir que la mayoría de las formas de la autori­dad se basan en reglas jurídicas o tradicionales: no se obedece a la persona en virtud de sus capacidades individuales sino porque es el portador de un papel social, el detentador de un cargo, etc. y, de

Schmitt y Heidegger. Sin embargo, la tenacidad de Heidegger ofrece al ser ahí individual, en vista del lamentable acontecer del estar arrojado en una situación de elección, la posibilidad de hacerle frente sin tener que permanecer caído en el «se» {Sein undZeit, § 60 ss.), es decir, elegir su propia autodetermiación (Tu- gendhat, Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung, 232). En cambio, según Schmitt, la decisión de la autoridad, que por el súbdito es experimentada como algo que le sucede, ha de liberar al individuo de su responsabilidad.

58. «En el caso de excepción es donde de manera más clara se revela la auto­ridad estatal. Aquí se distingue la decisión de la norma jurídica y (para formular­lo paradójicamente) la autoridad demuestra que para crear derecho no necesita tener derecho.» (PT 20)

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alguna manera, vale la regla que dice que hay que obedecer al por­tador de este papel social, al detentador de este cargo. Hasta, por ejemplo, un general que dé un golpe de Estado tiene que poder confiar en el fiincionamiento de la jerarquía militar, es decir, en un sistema de reglas secundarias.

Si Schmitt, con su observación de que una regla no puede aplicar­se a sí misma, sino que más bien se requiere para ello una utoridad (PT 42), lo único que desea advertir es la necesidad de las reglas se­cundarias, no hay nada que objetar. Desde luego, con esto no ha pro­porcionado ningún proyecto alternativo a la concepción del derecho como sistema de reglas. Como, además, siempre tienen que obedecer voluntariamente algunos de los que pertenecen al sistema jurídico —y, por cierto, aun cuando ello no redunde en su propio beneficio— tiene que haber también aquí razones morales de obediencia, sea que se trate de una moral de nobles o guerreros, o de un mito nacional o popular o simplemente de principios tales como «la orden es la orden».

Algo más complicado es el caso de la llamada autoridad carismà­tica: ella provoca un sometimiento directo, no reglado, a la decisión de una persona. Pero tampoco aquí es posible sustituir un sistema jurídico de reglas por las órdenes de un líder. Como no puede de­terminar a través de órdenes todas las acciones jurídicas de sus súb­ditos, ni siquiera las de su aparato de poder inmediato, tiene que confiar en el fiincionamiento normal de un sistema de reglas jurídico-administrativo. Desde luego, él y su «movimiento», parti­do, «élite dirigente», etc. pueden, frente al ordenamiento adminis­trativo y judicial, reservarse una posibilidad de violación tan grande que ya no exista para los súbditos algo así como seguridad jurídica. Sin embargo, dentro de este movimiento tiene que existir, a su vez, un claro orden jerárquico, razón por la cual Cari Schmitt hablaba de una «orden» (en el sentido militar o religioso) (SBV 13; PB 112). Además, las manifestaciones y órdenes del líder, para que puedan ser consideradas como vinculantes, tienen que adquirir el status de reglas. Lo mismo vale para los principios de aquella «conciencia po­lítica», que tiene la minoría que da el tono, del «mito», de la con­cepción del mundo, etc. Y estas reglas han de poseer un carácter moral en una medida más fuerte, ya que están liberadas del forma­lismo del sistema jurídico estatal. Consecuentemente, según Schmitt, la peculiaridad del nacionalsocialismo consiste en que no acepta la separación entre derecho y eticidad.

59. 'Nationalsozialismus und Völkerrecht, 16.

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Con esto se muestra no sólo el papel central de las reglas —tam­bién dentro de este sistema— sino, además, las dificultades que —en vista de la pluralidad de sistemas de reglas vinculantes, pero en última instancia inconciliables— tenían que surgir casi inevita­blemente y que efectivamente surgieron, en la lucha de competen­cias de las diferentes organizaciones nacionalsocialistas con los diri­gentes estatales y de la vida económica.^^ A más tardar después de la muerte del líder, el sistema vinculado a sus declaraciones puede seguir existiendo sólo si las ha codificado suficientemente.

Sin embargo, es indiscutiblemente correcto sostener que tam­bién en las Constituciones democráticas es necesario algo así como la autoridad personal de las personalidades políticas dirigentes, al menos para una ^ran parte de los ciudadanos.Esto vale en mayor medida aún en el caso de creación de Constituciones, y aquí no hay por qué hablar necesariamente de carisma, algo por lo demás políti­camente muy dudoso. A los padres de la Ley Fundamental de la Re­pública Federal de Alemania se les atribuyó, por ejemplo, «integri­dad moral». Pero, en los Estados constitucionales establecidos, los dirigentes no justifican a través de su autoridad personal, indivi­dual, sino de su competencia jurídica, su competencia para formular directivas. Ya se ha dicho que para la existencia de un sistema jurí­dico es necesaria una cierta dosis de obediencia voluntaria. Los Esta­dos constitucionales democráticos se caracterizan por el hecho de que (hasta que se demuestre lo contrario) esta voluntariedad puede ser supuesta en todos los ciudadanos, ya que está dada la posibili­dad de la contradicción y de la emigración.

b) El desarrollo de la relación entre norma y decisión

Según H. Hofmann, la obra de Schmitt está dominada por la «cuestión acerca de la legitimación del poder público... Aquí se muestra que Schmitt coloca la cuestión acerca de la legitimación de la autoridad legitimante, en un giro antitético, en contra del fiincionalismo de la legalidad jurídico-estatal supuestamente vacío

60. Cfr. Maus, 160 ss.; Maschke, epílogo de la edición de Der Leviathan, 193; VA 430 ss.

61. Cfr. Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga ^976, tomoII, 665 ss.; Hans Kelsen, Wesen und Wert der Demokratie, Tubinga 1929, 78 ss.

62. Kriele, Staatslehre, 25.

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de contenido../^ Como ya ha de ser claro a esta altura, la debili­dad de este enfoque de la obra de Schmitt reside en la limitación conceptual dada por la terminología teórico-jurídica a la que escapa reiteradamente la forma de argumentación filosófico-moral, polito­lògica y epistemológica de Schmitt. Así, por ejemplo, Hofmann re­conoce la debilidad sistemática de la teoría amigo-enemigo, al igual que su referencia a la situación política concreta ,pero no logra percibir detrás de ello una posición filosófico-moral por cierto insos­tenible, pero coherente (cfr. § 406). Su análisis concluye con la constatación de una «escisión y ambigüedad interna» del decisionis­mo, de lo «abismal» de la obra de Schmitt, que a través de «toda absolutización de un aspecto particular se presenta como inofen-siva».Ó5

Desde luego, si se considera al desarrollo de Schmitt bajo el as­pecto de la «cuestión acerca de la legitimación de la autoridad legiti­mante» no parece descaminado llevar a cabo una clasificación de acuerdo con los acentos normativismo, decisionismo, pensamiento del orden concreto y metafísica de la h is to ria .Y a en § 5 c se mostró la continuidad de la sujeción moral del individuo al Estado en el desarrollo de Schmitt, a través de lo cual, naturalmente, la pretensión de validez del derecho estatal conserva un carácter moral. Pero ahora se mostrará el cambio en el papel que juegan aquí las normas generales.

En el escrito temprano sobre el «Valor del Estado», el derecho era, por su propia esencia, todavía «norma pura» (WS 39) que no tenía en sí nada empírico (WS 31), ni siquiera la característica de la coaccionabilidad (WS 59). El Estado se legitimaba como «instru­mento de la influencia del derecho en la realidad» (WS 52). La vali­dez de las «normas de realización del derecho» estatales (DD XIX) se basaba en el «elemento del derecho originario, no estatal» (WS 76) que hay en ellas y de las cuales son el «reflejo en el mundo terre­nal» (WS 75). Pero, en tanto norma pura, este derecho no juega ya ningún papel para el individuo, puesto que Schmitt no desea hacer ninguna precisión de contenido (WS 76); además, por cierto, puede recurrirse a él para una crítica «racional» del Estado empírico (WS 97); pero ésta no debe ser «egocéntrica» (ibidem), es decir, no debe

63. Hofmann, Legitimität gegen Legalität, 16 s.64. Ibidem 101 ss.65. Ibidem 176.66. Ibidem 22 s.

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afectar pretensiones de abastecimiento ni derechos de libertad (WS 85, 100).

En los primeros años después de la Primera Guerra Mundial Schmitt todavía aceptaba plenamente una «idea del derecho» que «no puede autorrealizarse» (PT 39), pero rechazaba expresamente la concepción del derecho de Ihering como medio del control social —a fin de asegurar la existencia de la sociedad— (DD XVII). Pero, en tanto instancia de realización de la norma jurídica, el Estado ad­quiere un peso propio incomparablemente mayor que en WS. El pensamiento jurídico decisionista se caracteriza justamente por su «conciencia científica de la peculiaridad normativa de la decisión ju­rídica» (PT 44; cfr. DD XIX). Si «el núcleo de la idea política (es) la decisión moral exigente» (PT 83), si en la «mera existencia de una autoridad reside una decisión» (PT 71) y si una tarea, mejor dicho la tarea esencial, de la autoridad consiste en asegurar la validez jurí­dica (PT 19 s.) —a cuyo fin, en virtud de su «derecho de autocon­servación» estatal, puede hasta violar el derecho vigente (ibidem)— no parece entonces incorrecto hablar de una validez del derecho mo­ralmente fundamentada. Pero ya aquí se muestra la referencia a la eticidad estatal y no toda forma de entrega a algo superior es consi­derada como equivalente.^^ Surgen también referencias a los ene­migos capitalistas, socialistas y tecnicistas de la «idea política» (PT 82).

Sin embargo, la distinción que establece H. Hofmann, dentro del decisionismo de Schmitt, en dos fases, una antes y otra después de 1 9 2 3 , ® está justificada por dos razones: primero, en la primera fase, el acento de la argumentación recae sobre la legitimidad fiin- cional del Estado en virtud de su efecto de aseguramiento de la paz; después, se subrayará más la aprobación por la voluntad del pueblo en el sentido de Schmitt (cfr. § 8, 9, 12 b). Segundo, en la segunda fase, de la «idea del derecho» como entidad propia queda sólo el «concepto de ley del Estado de derecho» a diferencia del «concepto político de ley» (VL § 13):

67. Cfr. PR 161 s., en donde la «energía política» de de Maistre, Bonald y Donoso Cortés es subrayada frente a la «exaltación femenina» de Friedrich Schlegel y Adam Müller, con WS 93: «En el mundo del Estado, este principio básico de toda manifestación del valor es donde más claramente se ha convertido en acción. Pero esto vale en no menor medida para los grandes sabios, filósofos o artistas...»

68. Loc. cit. 22 s.

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«Para la concepción del Estado de derecho, la ley es esencial­mente norma y, por cierto, una norma con determinadas cualida­des: una regulación jurídica (recta, razonable) de carácter gene­ral. La ley en el sentido del concepto político de ley es voluntad y mandato concretos y un acto de la soberanía.» (VL 146, subra­yado en el original)

Por lo tanto una ley en el sentido del Estado de derecho formula la pretensión de razonabilidad y corrección y puede, por consiguien­te, ser criticada también de acuerdo con criterios racionales. En cam­bio, al menos en el caso en que el pueblo es el poder constituyente, la crítica a una ley en sentido político, por ejemplo, con respecto a la organización de la toma política de decisiones, sería una inter­vención injustificada en el derecho de autodeterminación del pue­blo (cfr. § 13 a).

Sin embargo, ¿qué puede significar la afirmación de que una ley, es decir, en general, una regla, es «correcta»? Aquí los puntos de vista más importantes parecen ser la corrección moral de los fines perseguidos con la regla, de acuerdo con el criterio de la imparciali­dad y de la eficacia de la regla en cuestión por lo que respecta a la obtención de estos fines. Pero, una regla que responda al criterio de la imparcialidad no tiene en modo alguno que ser de «carácter gene­ral» (VL 154). Puede, por ejemplo, tener como contenido el intento de eliminar los perjuicios que padecen determinados grupos y que son considerados como in justos.P o r otra parte, también aquellas regl^ que confieren determinadas competencias a determinadas ins­tancias pueden perfectamente ser evaluadas de acuerdo con ambos aspectos.

Cari Schmitt utiliza la aguda contraposición entre el concepto del Estado de derecho y el concepto político de ley para protestar en contra de la nivelación de esta diferencia a través del concepto «formal» de ley del Positivismo, según el cual todo lo que ha sido sancionado de manera formalmente correcta por la instancia legisla­tiva debe ser llamado ley (VL 143 s.). Según Schmitt, las formaliza- ciones pueden perfectamente tener sentido en determinados ámbi­tos. «Pero, sería absurdo ver aquí el método específicamente jurídico y creer que de esta manera puede tratarse científicamente un pro­blema serio de la jiJrisprudencia.» (VL 144). Especialmente es «in­correcto y falso» (VL 146) hacer tratar las disposiciones legales cons­titucionales por el parlamento como instancia legislativa, de una

69. Sobre la llamada discriminación positiva, cfr. Dworkin, cap. 9-

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manera análoga a las leyes «del Estado de derecho». El intento de someter, a través de la formalización, con la ayuda de la «figura auxiliar técnico-jurídica del llamado concepto formal de ley» (VL 147), también el concepto político de ley a la normación del Estado de derecho tiene necesariamente que fracasar, tal y como ya lo de­muestra la existencia de «actos apócrifos de soberanía» en el Estado constitucional parlamentario (VL 150).

Ya el reconocimiento del parlamento como instancia legislativa es expresión de la voluntad política del pueblo y el ejercicio de los «actos apócrifos de soberanía» por parte de la representación popular es no problemático sólo mientras pueda identificarse incontestada- mente con el pueblo. Sin embargo, el «absolutismo» de la respectiva mayoría parlamentaria, que resulta de la formalización del concepto de ley y de la a ella vinculada pretensión de competencias jurídico- constitucionales por parte del legislador, se vuelve tanto más proble­mático cuando en «una democracia consecuentemente practicada... se impone manifiestamente, no el parlamento, sino el cuerpo elec­toral como sujeto de la voluntad política» (VL 150 s.).

Así pues, la tesis básica antiuniversalista de Schmitt es formula­da aquí en una forma tal que ninguna formalización y “ninguna es­pecie de Estado de derecho es capaz de eliminar" (VL 147) el con­cepto político de ley, según el cual la ley es una expresión de la voluntad del poder soberano y que hasta “ resulta ser más fiierte, frente al concepto de ley del Estado de derecho” (VL 150), ya que sólo la «voluntad política convierte a la norma correcta en un man­dato positivo vigente» (VL 147). El concepto político de ley, y con ello la forma política de organización, deben quedar liberados de la pesada discusión acerca de la corrección y falsedad morales.

Aquí ya se ha reconocido (§ 13 a) la necesidad de distinguir, dentro de un sistema jurídico, entre reglas primarias (que regulan el comportamiento) y reglas secundarias (que confieren potestades) y entre Constitución y ley constitucional. Pero también se ha señala­do cuán problemático es en Schmitt el discurso de la voluntad del pueblo (§ 9 b, c) y que, además, las autoridades, cuyas órdenes pue­den ser consideradas como una parte de las regulaciones jurídicas, normalmente deben su competencia, a su vez, a reglas secundarias (§ 14 a). Cabe mencionar, finalmente, que el predicado de Estado de derecho se refiere, sobre todo, a las reglas secundarias de un sis­tema jurídico, es decir, a las limitaciones de competencia de las diferentes instancias autorizadas. Pero con esto, el intento más dife­renciado de Schmitt por demostrar la inevitabilidad de una autori­

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dad cuya voluntad toma las decisiones políticas también fracasa. Aun cuando la relación de importancia entre la norma pura de la idea de derecho y la orden de la instancia estatal soberana, a lo largo del desarrolla de Schmitt hasta aquí expuesto, fiie modificada drás­ticamente en beneficio de la autoridad estatal, se conservan, prime­ro, ambos elementos de lo jurídico y, segundo, la idea del derecho es considerada en todo momento como algo realmente etéreo para cuya imposición en la ruda realidad se requiere una institución po­derosa, no limitada por derechos ñindamentales individuales.

Después del final de la República de Weimar, desaparece com­pletamente la idea del derecho como normal general en aras de una comprensión institucional del derecho. Por lo pronto, «bajo la pro­tección» de las decisiones políticas del movimiento nacionalsocialis­ta, puede «desarrollarse el derecho, en un crecimiento libre y autó­nomo, en todos los campos de la vida pública» (SBV 15). Después, se desarrolla el nuevo nomos de la tierra, en la lucha contra el dere­cho internacional universalista, dictado por las potencias marítimas anglosajonas (LM 76).

§ 15. El derecho en el Estado del Führer

Entre las cuestiones más discutidas de la recepción de Schmitt se encuentra la de saber si en 1933 se produjo un cambio fiindamental en su posición y, en caso afirmativo, cómo fiie justificada o qué lo motivó.^® Esto no es sorprendente si se toma en cuenta la situación concreta. Schmitt, quien todavía en enero de 1933 se había ocupado de la interpretación de la Constitución de W eim ar,constataba la­pidariamente apenas un año más tarde: «La Constitución de Wei­mar ya no rige más» (SBV 5). Con respecto a la teoría del Estado, parece indiscutible que una gran parte del esquema conceptual an­terior reaparece, por ejemplo, en el escrito «Estado, movimiento, pueblo».D esde luego, se introdujeron modificaciones nada irrele-

70. Cfr. la amplia exposición en Hofmann, Legitimität gegen Legalität, 1 ss., y Maus, 81 s. Entre las teorías que constatan un cambio, hay que distinguir aquellas que lo explican «en virtud de la insostenibilidad de la posición decisio­nista» (por ejemplo, Krockow, Die Entscheidung, 94) de las que lo atribuyen a la «hipocresía» (Hill, 267) a causa de la ambición personal etc. (por ejemplo, Bendersky, 204 ss.).

71. «Die Stellvertretung des Reichspräsidenten» en VA 351-357.72. Cfr. Hofmann, loc. cit. 182.

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^vantes a fin de adecuarlo a las exigencias de una teoría política del Tercer R e ich .S in embargo, estas adecuaciones no fueron lo sufi­cientemente amplias para aquella corriente nacionalsocialista que después se impusiera, es decir, fundamentalmente, la SS. Así fraca­só no sóío el intento de Schmitt de ofrecer «a los nacionalsocialistas una ideología que no era la de e llos» ,sino que también corrió peligro p erso n a l.A q u í habrá de ser presentado brevemente el proyecto schmitiano del Estado del Führer (§15 a).

Con respecto al concepto de derecho, Schmitt habla, por cierto, por primera vez en 1933, de tres (en lugar de dos, como hasta en­tonces) tipos del pensamiento jurídico-científico (PT prólogo, 2a. edición; cfr. PT 44). Pero ya antes se encuentran síntomas del desa­rrollo del pensamiento jurídico institucional.^^ Además, para el pensamiento del orden concreto sigue siendo constitutiva una cierta dosis de d ec is ió n .E n 15 b serán presentados los rasgos funda­mentales de este pensamiento del orden concreto y sus relaciones con el normativismo y el decisionismo.

a) Estado, movimiento, pueblo

A través de la élite rígidamente organizada, jerárquicamente or­denada, del movimiento nacionalsocialista (SBV 13), la unidad polí­tica constituida por el Estado, el movimiento y el pueblo, logra co­locarse por encima de los poderes de la sociedad que, partiendo de la esfera de lo privado, bajo la protección de los derechos de liberta­des liberales, habían destrozado el Estado liberal democrático «bi­partito» basado en la contraposición de Estado e individuo (SBV 24 s.). El movimiento nacionalsocialista —que fácilmente puede ser re­conocido en los escritos anteriores de Schmitt como la minoría con la conciencia política correcta^— es el elemento más importante de la unidad política tripartita y tiene dos tareas fundamentales; Por una parte, la conducción política del aparato de funcionarios del

73. Cfr. V. Neumann, Der Staat im Bürgerkrieg, 147 ss.74. G. Maschke, «Ein Gefangener von Leviathan und Behemoth» en el pe­

riodico Frankfurter Allgemeine Zeitung del 12 de julio de 1983.75. Bendersky, 236 ss.76. Cfr. la teoría de las «garantías institucionales» (primeramente en VL

170-174) y la reiterada referencia a ordenamientos «concretos» y «reales» en «Staatsethik und pluralistischer Staat» (1930, PB 133-145).

77. Aquí tiene razón Krockow (loc. cit. 96) frente a Hofmann (loc. cit. 182 s.).

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Estado (SBV 10, 14, 17). El Estado, en tanto aparato de la justicia y la administración, ha perdido el monopolio de lo político. El Esta­do tiene ahora que ser «determinado por lo político». Las decisiones políticas son tomadas por el movimiento, al que también le compe­te la «salvaguardia de la unidad política» (SBV 15). Sólo bajo la pro­tección y las pautas de estas decisiones políticas tiene sentido tam­bién la «independencia» y la «objetividad» de los jueces y funcionarios (SBV 17). El movimiento establece, pues, los objetivos de la unidad política cuya realización controla en todo momento, a través de la penetración personal del aparato administrativo como así también de la «esfera despolitizada» del pueblo con sus diferentes organizacio­nes económicas, religiosas, etc. Es el «garante político de la autono­mía despolitizada, comunal o corporativa» (ibidem).^® No existe la posibilidad de un conflicto entre los órganos de autoadministración local y la conducción política, pues «cesa la elección desde abajo con todos los residuos del eleccionismo hasta ahora existente» (SBV 35).

Esta clara j^^ordinación del Estado al movimiento político —y, vinculada con ella, la delimitación explícita con respecto al fascismo italiano, en donde el partido fascista es un «órgano del Estado» y el Gran Consejo fascista hasta un «órgano estatal» (SBV 20)— fiie pro­bablemente una de las modificaciones nacionalsocialistas esenciales de la teoría de S c h m itt .Que, sin embargo, una élite con la con­ciencia correcta debería asumir un papel dirigente en la unidad polí­tica era, como ya se ha señalado reiteradamente (§ 5 ,8 , 9), un ele­mento-genuino de la concepción de Schmitt. No es en absoluto un paralelismo casual con la acusación anterior en contra del ejercicio público del poder de gobernantes no públicos (GLP 62; VL 214) el hecho de que ahora Schmitt constate que en otras épocas han habi­do también organizaciones portadoras del Estado, tales como el cle­ro, una determinada orden, la masonería o la economía: todos estos son poderes que jugaron sus papeles ocultamente (SBV 28).

«Cada vez más grandes e imponentes, se presentan pues tanto el hecho como la tarea del movimiento nacionalsocialista de Ale­mania, que abiertamente acepta su responsabilidad histórica, y que asume públicamente la gigantesca contribución de una orga­nización portadora del Estado y del pueblo.» (ibidem).

78. Sobre la conformación de este ordenamiento social estamental en el ám­bito económico, cfr. Maus, 136 ss.; V. Neumann, Staat im Bürgerkrieg, 179 ss.

79. Conjuntamente con la concentración del derecho internacional en el concepto de Reich en lugar del de Estado.

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En este sentido, la sobresaliente aportación del movimiento na­cionalsocialista reside en la asunción pública de la «responsabilidad histórica». Sin embargo, ¿qué significa «responsabilidad histórica»? Desde luego, no se trata de que la responsabilidad sea <( ya historia», es decir, que haya dejado de ser actual. Además, un hecho y la (su­puesta) asunción de la responsabilidad de él pueden ser «históricos» en el sentido de «históricamente relevantes», pero no la responsabili­dad misma. A menos que uno se refiera a una responsabilidad sur­gida de la historia, a la culpa y el castigo que, por ejemplo, un pue­blo tiene que afiontar por hechos que ya son historia. En este sentido, el pueblo alemán soporta hoy la responsabilidad por los hechos cuya responsabilidad había asumido el movimiento nacionalsocialista. Pero, manifiestamente, la expresión «responsabilidad histórica» no es uti­lizada por Schmitt en ninguno de los significados aquí mencionados y tampoco como responsabilidad en la historia —algo que es evidente en toda acción política— sino como responsabilidad ante la historia.

Pero la asunción de responsabilidad política significa (si es que ha de significar algo determinado) que alguien, dentro de una fi>r- mación política, asume tareas, es decir, por lo general, cargos, y está dispuesto a que los miembros de esta fi>rmación política le exijan responsabilidad por sus actos. Está, pues, dispuesto a rendir cuentas de las acciones realizadas en ejercicio de sus fiinciones, a responder las preguntas que al respecto se le formulen y, eventualmente, a aceptar las consecuencias negativas —tales como renuncia, responsa­bilidad personal, etc.— que resulten de un desempeño injustificado de sus fiinciones. Desde luego, Schmitt no quiere ni oír hablar de responsabilidad del movimiento en este sentido. Más bien subraya justamente que la separación entre partido y Estado (a diferencia del fascismo italiano) se encarga de que, en caso de abuso del poder, la responsabilidad corporativa no pueda ser desplazada del Estado al partido o a la SA (SBV 22). Tampoco los tribunales deben inmis­cuirse en los asuntos internos del partido y de la SA. Schmitt exige una propia jurisdicción para la SA y la SS (SBV 33). Pues ningún «tribunal con competencia civil» puede liberar al partido y a la SA de la inmensa tarea de preocuparse por el destino del pueblo ale­mán «en donde se acumula también todo el peligro de lo político». No puede, pues, sorprender que una responsabilidad tan grande, vinculada con una tarea tan enorme, sólo pueda ser asumida frente a un poder tal como el de la «historia». Pero, si la expresión «asumir la responsabilidad» ha de tener alguna fiinción que no sea la de la propaganda y el ocultamiento, debe incluir la disposición y la obli­

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gación de asumir la responsabilidad ante los hombres. La referencia a poderes ocultos, tales como la historia, Dios o la voz de la con­ciencia, dan motivo a suponer que alguien quiere escapar a la res­ponsabilidad.

La curiosa relación entre la enfática «aceptación de la responsabi­lidad» y el categórico rechazo de toda posibilidad de pedir cuentas al movimiento o a su «Führer» es un rasgo característico del «Estado total del Führer» de Schmitt (cfr. SBV 35 ss.), que «en cada átomo de su existencia está dominado y penetrado por la idea del lideraz­go» (SBV 33). El liderazgo («Führertum»), —un «concepto específi­camente alemán y nacionalsocialista» (SBV 41)— es distinguido de la d ic ta d u ra ,d e l gobierno centralista-burocrático, pero, sobre todo, del concepto de control propio del Estado de derecho liberal, a través del acento que se pone en los «deberes de lealtad que son vitalmente necesarios para un Estado del Führer» (SBV 36) como de­beres juñdicos. Y aquí lo que importa no es sólo un comportamien­to leal, sino también la lealtad de convicción: «Nuestro concepto de derecho permanece inseparablemente vinculado con la justicia y la eticidad.»® La última decisión acerca de si alguien cumple con su deber de lealtad frente al Führer del movimiento y acerca de qué ha de ocurrirle en caso de violación de este deber le compete al pro­pio Führer quien —después que en él ha sido superada ya la «falsa» separación entre Legislativo y Ejecutivo— se convierte, por ello, en el señor supremo del tribunal. Así, Schmitt interpreta, por ejemplo, el asesinato de Rohm y sus partidarios como «acciones judiciales del Führer... mediante las cuales, en tanto Führer del movimiento, ha castigado la violación especial del deber de fidelidad de su vice Füh­rer realizada contra él en tanto Führer político supremo del movi­miento».®^

Ciertamente, la relación de fidelidad entre el Führer y sus parti­darios es recíproca (SBV 42) pero, con respecto a la competencia de acción del Führer, no puede haber ninguna limitación jurídico- positiva. Como Schmitt ha dejado tras de sí las «representaciones

80. La diferencia entre Estado del Führer y dictadura reside, entre otras co­sas, en el hecho de que también una dictadura soberana (que estaba pensada como una especie de combinación de législateur y dictateur en el sentido rous- seauniano (DD 124-129)) es, por su propia esencia, temporalmente limitada y se diferencia del despotismo justamente por su pretensión de «hacerse a sí misma superflua» (DD XVI).

81. Nationalsozialismus und Völkerrecht, 16.82. «Der Führer schützt das Recht» en PB 199-203, 202.

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barrocas» (SBV 42) y, por lo tanto, apunta totalmente al «principio formal democrático» de la identidad entre el Führer y sus partida­rios,® la voluntad del Führer vale como la voluntad del pueblo alemán, y sus acciones automáticamente como acciones jurídicas, ya que se basan en el derecho vital del pueblo alemán: «derecho es lo que aprovecha al pueblo» (Der Führer sch ü tz t, PB 200). La identi­dad entre el Führer y sus partidarios es creada ahora a través de la «homogeneidad», la raza se convierte en sustancia de la igualdad (SBV 42). Así surge un permanente «contacto auténtico» que impi­de que «el poder del Führer se convierta en dictadura y arbitrarie­dad» (SBV 42). Ya ha sido expuesto el carácter problemático del concepto schmittiano de democracia como identidad entre domi­nantes y dominados en general y su aplicación a la homogeneidad en especial. También aquí se muestra la importancia central de los contenidos de conciencia: como el permanente avance de las cláusu­las generales pone de manifiesto cuán ilusoria es la idea de una co­dificación del derecho completa y sin lagunas (SBV 44; 3 A 59) y, por otra parte, la apelación de la Escuela de derecho libre a la «per­sonalidad» del juez, de manera liberal «tiene en mente sólo “ al hombre” y no al pueblo alemán concreto» (SBV 44), para el jurista alemán, la idea de la homogeneidad tiene que convertirse en princi­pio básico de toda interpretación del derecho.

«Con toda precisión tiene que ser garantizada la sustancia auténtica de la “ personalidad" y ella reside en la vinculación con el pueblo y en la homogeneidad de cada persona encargada de la exposición, interpretación y aplicación del derecho alemán.» (SBV 44)

Debido a la «prioridad de la conducción política», la tarea del movimiento nacionalsocialista parece ser la de acuñar en los juristas y en los fiincionarios de la administración pública la idea de la ho­mogeneidad. Con esto no se puede, por cierto, explicar de qué ma­nera la homogeneidad, por una parte, ha de ser un presupuesto irrenunciable del Estado total del Führer y, por otra, debe todavía ser creada a través de la disciplina.®" Con todo, se ve algo más cla­ramente por qué una concepción popular del derecho —que su­puestamente responde a la esencia del pueblo alemán— tiene que ser impuesta desde arriba, recurriendo a la violencia.

83. Cfr. Hofmann, loc. cit., 196; cfr. supra § 7c, 8b.84. Hofmann, 196 s.

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El movimiento nacionalsocialista, en tanto soporte del Estado, tenía primero que imponerse políticamente a fin de poder liberar al pueblo alemán de la violación de la que había sido objeto por parte de la concepción liberal del derecho y de la que no tenía con­ciencia cabal, en contra de la cual el pensaminto jurídico alemán durante largo tiempo —aunque, en última instancia, infructuosa­mente— se había resistido (cfr. 3 A 10, 42 ss.). Como Schmitt im­puta al judaismo la responsabilidad por el pensamiento jurídico normativista y positivista (3 A 9 s.), creía manifiestamente que, a través de la destrucción de los judíos, también podía ser eliminado el espíritu «judío-liberal» y «judío-marxista».®^ Naturalmente, tam­bién en 1933 hubiera sido fácil demostrar que era absurda la tesis de una relación causa-efecto entre la pertenencia a una raza y las concepciones políticas. Por ello, era necesario recurrir a maniobras intelectuales, en parte grotescas, para desenmascarar a los teóricos judíos —que en parte eran bien conservadores— como agentes espe­cialmente refinados de la subversión judía-bolchevique-capitalista y otras similares, tal como lo demuestran, por ejemplo, los intensos esfuerzos de Schmitt en favor de Friedrich Julius Stahl (Lev 108 ss.).

El que Cari Schmitt, no obstante todos sus esfiierzos, no lograra establecerse como el «jurista principal del Tercer Reich», se debe, desde el punto de vista teórico, sobre todo, a que colocó al Estado demasiado en primero plano® y, en cambio, desplazó al pueblo a la parte no po­lítica de la unidad política tripartita. El nacionalsocialismo genuino se entendía primariamente como concepción popular del mundo.

b. La idea del orden y de la conformación concretos

«Toda conformación de la vida política se encuentra en una conexión inmediata, recíproca, con la forma específica de pensar y de argumentar de la vida jurídica.» (3 A 10)

85. «Die deutsche Rechtswissenschaft im Kampf gegen den jüdischen Geist» en DJZ (1936), columna 1193 ss.

86. El movimiento nacionalsocialista sigue estando para él (por lo pronto) «inseparablemente vinculado con el Estado» (SBV 20).

87. Cfr. A. Hitler, «Die Grundlagen unseres Verfassungs —und Rechtsle­bens; Aus der Reichstagsrede des Führers und Reichskanzlers vom 30. Januar 1937» en Zeitschrift der Akademie für Deutsches Recht 4 (1937) 97; cfr. Ben­dersky, 219 SS.

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Es obvio que para el derecho del Estado total del Führer, es poco adecuada una concepción «normativista» del derecho que considera como principio fundamental del derecho el concepto de ley del Es­tado de derecho —la ley como norma general, correcta— tal como fuera expuesto más arriba (§ 14 b). Pero también un decisionismo orientado hacia la autoconservación del Estado, que según Schmitt constituye el segundo tipo fundamental del pensamiento jurídico científico (3 A 7) no puede, por definición, servir como concepción jurídica de una unidad política en la que el Estado ha perdido el monopolio de lo político (3 A 66 s.). La decisión pura, «aleatoria», que sólo apunta a la eliminación del caos, carece del pathos de la necesidad cosmovisional, de la creencia firme de que así está en «or­den» (3 A 26 s.).® Con tanta más razón, un positivismo jurídico —que para Schmitt es una mezcla de normativismo y decisionismo (3 A 29 ss.)— tiene que contradecir las exigencias del Estado total del Führer. Ciertamente, el positivismo reconoce como jurídicamen­te obligatoria toda decisión formalmente correcta del legislador, pero, sin embargo, somete a esta «norma jurídica», a las instancias legislativas, ejecutivas y judiciales (3 A 35). Un pensamiento jurídi­co positivista clasificaría siempre a las acciones del Führer o de otros miembros del movimiento nacionalsocialista —que, según su opi­nión, son necesarias para la protección del pueblo alemán— como violaciones del derecho o, al menos, como una violación del derecho que hay que legitimar (Der Führer schützt..., PB 200 s,). Pero esto pondría en peligro, el «triunfo de la justicia sustancial sobre la segu­ridad jurídica form alista»,la protección de los homogéneos a tra­vés de la eliminación de los extraños.

Para la «idea del orden y la conformación» (3 A 66) que es la única adecuada al Estado total del Führer, es necesario recurrir al tercero y último de los «tipos de ideas eternos» del pensamiento jurí­dico: la idea del orden concreto. En verdad, las manifestaciones sis­temáticas de Schmitt sobre este concepto son bastante escasas —la mayoría de ellas se encuentran en el escrito Über die drei Arten des rechtswissenschaftlichen Denkens (3 A) (Sobre las tres formas del pensamiento juñdico)— pero si se observan las cosas más de cerca es posible decir algo más de que permanece en una «peculiar semi-

88. Schmitt deja aquí de lado la decisión moral exigente que estaba presen­te en la mera existencia de una autoridad estatal (PT 81 s.) y vincula más fuerte­mente el concepto decisionista de soberanía a Hobbes que a Bodino (3 A 27).

89. Hofmann, 195.

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oscuridad».Esto vale especialmente si uno toma en cuenta las fuentes a las que Schmitt atribuye el surgimiento del pensamiento del orden concreto: «la ocupación con la profunda e importante teo­ría de la institución de Maurice Hauriou» y «el análisis de mi teoría de las “ garantías institucionales" en la ciencia jurídica alemana».

Aquí no habrá de investigarse en detalle cómo se hacen percep­tibles en el pensamiento del orden concreto las influencias de los orígenes mencionados por Schmitt. Más bien habrá que investigar hasta qué punto el pensamiento del orden concreto se diferencia del decisionismo, teniendo en cuenta la afirmación de Schmitt según la cual «Todo orden se basa en una decisión» (PT 16). No hay que ol­vidar que hablamos de «orden» cuando en un conjunto de objetos (de tipo lógico) o bien descubrimos la validez de una regla o la exis­tencia de una regularidad, o bien suponemos que una persona ha ordenado según su parecer una parte relevante de estos objetos, por ejemplo, ha puesto en orden una habitación. En el segundo caso, por lo general, es posible el recurso a una causa ftnalis para la posi­ción del objeto y no sólo a una causa efficiens\ este objeto está justa­mente allí porque allí no molesta a nadie, porque en todo momento puedo llegar a él, porque allí queda bien, etc. y no, por ejemplo, porque lo he dejado allí tirado. Por lo tanto, para poder hablar de orden como de algo contrapuesto al desorden, se requiere el recurso a reglas y/o a decisiones racionales.

Sin embargo, lo que le interesa a Schmitt es manifiestamente algo diferente. Así como ya la simple cuestión de si una habitación «está ordenada» puede ser respondida por diferentes personas en al­gunos casos de manera muy diferente, así tampoco es posible pro­porcionar, con un reducido número de parámetros, reglas precisas acerca de cuándo una situación política tiene que ser considerada como normal y ordenada y cuándo no. ¿Cuáles violaciones de la re­gla son irrelevantes, cuáles ponen en peligro y cuáles destruyen el

90. Ibidem 178; cfr. Georg Dahm, «Die drei Arten des rechtswissenschaftli­chen Denkens» en Zeitschrift flir die gesamte Staatswissenschaft 95 (1935), 181- 188, 186.

91. Prólogo a la 2a. edición de PT de 1934. Con respecto a la teoría de las garantías institucionales, cfr. VL 170-174, como así también los artículos »Frei­heitsrechte und institutionelle Garantien» (VA 140-173) y «Wohlerworbene Beamtenrechte und Gehaltskürzungen» (VA 174-180). Con respecto a Hauriou, cfr. Roman Schnur (comp.), Zur Theorie der Institution und zwei weitere Auft. V. M. Hauriou. Schmitt sustituyó la expresión «institución» por «orden» a fin de evitar la impresión de «fijación y anquilosamiento» (3 A 57).

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orden jurídico? En el decisionismo, la competencia para decidir autoritativamente esta pregunta es lo que caracteriza al soberano (PT 11 ss.). Ahora, la concepción subyacente de una «situación nor­mal» juega el papel decisivo en todo pensamiento jurídico (3 A 10), y se convierte «en presuposición básica, que da soporte a todo, una situación normal estabilizante, una situación établie» (3 A 10). El ciudadano normal no aprende qué es el derecho y la justicia a través de los códigos o de las decisiones judiciales, para no hablar de las reflexiones filosóficas. Lo aprende, en gran medida, a través del acostumbramiento, del striai and error», a través de la educación, de la permanente confrontación de su forma de comportamiento y sus convicciones con la realidad, es decir, con el mundo cotidiano que lo rodea y sus instituciones. De esta manera, conoce su posición dentro del «todo social», a la vez que sus derechos y deberes vincula­dos con ella. Y en el caso normal los acepta. En este sentido, el or­den en el cual se encuentra no se basa, por lo menos, sólo en una decisión. A diferencia del decisionismo, según Schmitt, en la idea del orden concreto, la eficacia del derecho, que también es designa­da como validez sociológica del d e rech o ,es una parte integrante de la validez del derecho en sentido estricto y no sólo su creación autoritativa a través de una instancia de realización del derecho. Cari Schmitt subraya que ya para la comprensión igual de las nor­mas jurídicas, se necesita así una base de costumbres o hábitos co­munes (SBV 43; 3 A 16 ss.). Pero, para la persistencia de una insti­tución, a más de reglas y hábitos, se necesita la actitud interna de los que pertenecen a ella, de la «sustancia jurídica». Instituciones ta­les como el matrimonio, la familia, el estamento, el Estado, el ejército

«poseen una propia sustancia jurídica, que conoce también reglas y regularidades generales, pero sólo como emanación de esta sustancia, de su propio orden interno, concreto, que no es la suma de aquellas reglas y funciones... El orden interno concre­to, la disciplina y el honor de toda institución, se resiste, m ien­tras perdura la institución, a todo intento de una normación y re­gulación total.» (3 A 20).

Mientras que el normativismo y el positivismo tuvieron que con­templar «impotentemente» cómo, por ejemplo, la ciencia del dere­cho impositivo se convertía en «estudio de la evasión impositiva», el recurso al principio del Führer, a «conceptos tales como fidelidad,

92. Cfr. por ejemplo, R. Dreier, 194 s.

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lealtad, disciplina y honor», le permite al pensamiento del orden y la conformación concretos, juzgar el caso concreto particular a partir de la comprensión «sustancial» del orden concreto (3 A 62 s.). Como modelos jurídicos, se utilizan aquí «figuras típicas concretas» tales como «los soldados valientes, los fijncionarios conscientes del deber, los camaradas decentes, etc.» (3 A 21). Lo esencial son, pues, las expectativas de comportamiento específicas de los papeles socia­les, que han surgido en una sitación histórica concreta, que no pue­den ser creadas por decisiones y que no son describibles adecuada­mente por normas jurídicas generales porque las expectativas no se refieren sólo al comportamiento «externo» sino a la actitud «interna» (3 A 20 s.).

Quizás para los ejemplos que se acaban de mencionar existen modelos todavía utilizables y tipificaciones en cierto modo claras. Sin embargo, en el caso del «Führer supremo del movimiento» —al que Schmitt quiere aplicar también este método (3 A 21)— el in­tento fracasa, no sólo porque este tipo no posee todavía ninguna tradición. Lo que sucede más bien es que toda tipificación del papel del Führer limitaría, de alguna manera, su competencia jurídica y, con ello, crearía la posibilidad de que la viole. Para contrarrestar este tipo de violaciones, se necesitaría o bien de una instancia jurídi­camente autorizada a tal efecto o de un derecho estamental general de resistencia. Sin embargo, lo primero sería una concepción típica­mente liberal, inconciliable con el Estado total del Führer, en donde está superado el «incorrecto desgarramiento del Legislativo y el Eje­cutivo», en donde la ley es «voluntad y plan del Führer»^ y el Füh­rer actúa al mismo tiempo como señor supremo del tribunal (Der Vührer schützt..., PB 200 s.). Pero, manifiestamente, Schmitt tam­poco pensaba en un derecho de resistencia estamental —aunque sólo filerà dentro del movimiento—, tal como puede reconocerse en su advertencia de que un «pensamiento institucional aislado» con­duciría «al pluralismo de un crecimiento feudal-estamental sin sobe­rano» (PT Prólogo, subrayado de M.K.). Para la plenitud de poder del Führer del movimiento no existe, por lo tanto, ninguna limita­ción jurídica.

Esto no puede sorprender ya que el «libre crecimiento» del dere­cho estamental debería desarrollarse sobre la base de las decisiones

93. «Die Rechtswissenschaft im Führerstaat» en Zeit schüft der Akademie für Deutsches Recht 2 (1935) 435-440, 439; cfr. sobre el concepto político de ley, supra § 14 b.

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políticas del movimiento nacionalsocialista (SBV 15) bajo cuya «pro­tección» se lleva a cabo también la actividad de los órganos de la ad­ministración y la justicia (SBV 17).

«Al derecho en sentido sustancial, pertenece primero, el ase­guramiento de la unidad política; sólo sobre la base de las deci­siones políticas indiscutidas y, en este sentido, positivas, puede, en todos los ámbitos de la vida pública, desarrollarse el derecho en un crecimiento libre y autónomo.» (SBV 15)

Si se coloca como base la comprensión schmittiana, «democráti­ca», de la dictadura, propia de la segunda fase del decisionismo (cfr. § 8, 9, 4 b) —la dictadura como dominación jurídicamente ilimita­da de una élite sustancialmente igual, que posee la voluntad del pueblo— entonces la «dictadura decisionista» no es ni «la conse­cuencia inevitable de la idea del orden concreto»^ ni su «presu­puesto indispensable», si es que con ello, tal como parece ser el caso, se quiere indicar una secuencia temporal. Más bien, la descrita forma de dictadura —bajo la reserva de la diferencia conceptual en­tre gobierno del Führer y dictadura en Schmitt^^— es la condición para que pueda hablarse de «idea del orden y conformación concre­tos» a la que Schmitt desea diferenciar del «Neotomismo» del discí­pulo de Hauriou, Renard (3 A 57 s.). No porque se haya «produci­do {un) hecho histórico necesario» deja Schmitt «caer el aparato conceptual del decisionismo como históricamente superado».Las reflexiones sobre la situación excepcional y el valor independiente de toda eliminación autoritativa del bellum omnium contra omnes (por ejemplo, PT 11 ss.) se vuelven superfluas porque el movimien­to impide permanentemente la aparición de tales situaciones. El abuso del poder —que está vinculado con esta «tarea gigantesca»— es impedido por los principios de la homogeneidad y liderazgo, en tanto sustancia jurídica de una unidad política tripartita y «sin los cuales el Estado total del Führer no puede existir ni un día» (SBV 46). Todo el trabajo de las personas que se ocupan de la realización del derecho en el Estado del Führer tiene que estar impregnado de estos principios (SBV 44 s.), que además dan a los miembros del pueblo la certeza de que la «conformación concreta» (3 A 66) lleva­da a cabo por el movimiento está «en orden».

94. Krockow, 103.95. Cfr. supra nota 80.96. Hofmann, 183.

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A partir de fines de los años treinta, Schmitt se ocupó primor­dialmente del derecho internacional. No existe mayor discusión acerca de que sus escritos^ habían sido pensados primeramente como justificación de la política expansionista de Hitler.^® A tal fin, deslizó entre el pensamiento «conservador» interestatal y el uni­versalismo «aestatal y apopular» anglosajón, el

«concepto de Reich... como un orden del gran espacio, dom i­nado por determinados principios e ideas cosmovisionales, que excluye las intervenciones de potencias extranjeras y cuyo garante y protector es un pueblo que demuestra estar a la altura de esta tarea» (PB 311)

Con esto se evita, por una parte, toda intervención del imperia­lismo anglosajón a través de su ideología, es decir, el derecho inter­nacional universalista apoyado en la moral humanitaria (PB 306). Schmitt aspira para Europa un «pendant» de la Doctrina Monroe (PB 302), aunque, desde luego, no bajo la forma de aquella falsifi­cación democrático-liberal que sirviera de manto ideológico a la po­lítica económico-imperialista de Th. Roosevelt y, sobre todo, de W. Wilson, que pretendía convenir la Doctrina Monroe en doctrina universal (PB 296).

Por otra parte, con el concepto de Reich es «superada» la concep­ción de la coexistencia de Estados soberanos con igualdad de dere­chos. A un Reich pertenecen varios Estados y pueblos, bajo la con­ducción de una «potencia de ordenación espacial» (PB 303 ss.).

La capacidad para la organización estatal es sólo la condición mí­nima para poder participar de alguna manera en el derecho interna­cional: «Un pueblo que sea incapaz de convertirse en un Estado, aunque sea tan sólo en este sentido organizativo, no puede ser suje­to del derecho internacional. En la primavera de 1936, por ejemplo.

97. Cfr. sobre todo Völkerrechtliche Grossraumordnung mit Interventions­verbot für raumfremde Mächte, Berlin/Viena 1939, Berlin/Viena/Leipzig ^941; «Grossraum gegen Universalismus», PB 295-303; «Der Reichsbegriff im Völkerrecht», PB 303-313 (en lo que sigue, sólo con indicación de número de página en PB).

98. Hofmann 204; Schmitz, 208; Neumann, 188 ss.; Bendersky, 256. Des­de luego, Schmitt no ofrecía la doctrina oficial del Tercer Reich de aquella época (Neumann, 193 s.; Bendersky, 259 ss.). Los ideólogos de la SS no querían orde­namientos de grandes espacios desde el punto de vista -internacional sino popular (cfr. Werner Best, «Völkische Grossraumordnung» en Deutsches Recht 10 (1940) tomo 1, 1006 s.; Reinhard Höhn, «Grossraumordnung und völkisches Rechtsdenken» en Reich, Volksordnung, Lebensraum 1 (1941) 256-288).

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se vio que Abisinia no era un Estado.» (PB 310) Para poder valer como un «sujeto del derecho internacional de primera categoría», un pueblo tiene que mostrar que «en virtud de su propia capacidad de rendimiento organizativo, industrial y técnico, está en condiciones de poder llevar a cabo una guerra con medios modernos de destruc­ción» (ibidem).

En los escritos sobre derecho internacional de la posguerra (NE; OW; TP) a los que no sin razón se les ha atribuido, por lo menos, «subrepticiamente motivos y tendencias... apologéticos»,^^ Schmitt deja de lado, por cierto, el concepto de Reich pero no el de gran espacio. Describe el surgimiento del moderno Jus Fublicum Euro­paeum entre los Estados y su supuesta destrucción por el liberalismo y el marxismo-leninismo (cfr. supra § 4b). (En cambio, en Mao Tse- Tung comprueba también un pensamiento de grandes espacios (TP 62 s.)). Sin embargo, ya a partir de 1942 (LM) considera a la tierra y al mar entre los grandes espacios «auténticos» y decisivos surgidos de esta manera; por ello, la historia universal es justamente una lu­cha entre potencias terrestres y marítimas en la que se incluye, des­pués de la Segunda Guerra Mundial, también la oposición global entre Este y Oeste (OW 164 s.). Pero la oposición entre mar y tierra queda relativizada a través de la adición de nuevos espacios, tales como el espacio aéreo y espacial, en el ámbito del pensamiento y de la lucha. De aquí resultan nuevas exigencias y Schmitt especula que «los vencedores de la época pasada son quienes menos compren­den el nuevo llamado de la historia» (OW 166). Con la desaparición del Jus Fublicum Europaeum —o al menos, no mucho tiempo después— el universalismo anglosajón estará condenado a la deca­dencia.

Según Schmitt, las estructuras del derecho internacional se desa­rrollan sobre la base de «procesos constitutivos», tales como la «toma de tierras» o la «toma de mares», etc. (NE 48 ss., 145, 258). Tras la destrucción del Jus Publicum Europaeum —concentrado en las relaciones jurídicas entre las potencias europeas— por parte del uni­versalismo anglosajón, el globo se organiza en varios grandes espa­cios que, desde el punto de vista político y de sus concepciones del mundo, están dominados cada uno por una potencia de ordenación espacial con la capacidad de ser sujeto de primer rango en el dere­cho internacional. Por lo tanto, el derecho internacional está consti­tuido, pues, por el orden concreto de los acuerdos y dependencias

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99- Hofmann, 213; cft. Neumann, 199 ss.

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entre los grandes espacios y dentro de ellos. Mientras que, en un primer momento, Schmitt propagó esta concepción del derecho in­ternacional a través del establecimiento del concepto de Reich (PB 303 ss., 311), la supuso después como ya dada con respecto al con­flicto global Este-Oeste (OW 137). Naturalmente, con esta concep­ción del derecho queda relativizado el papel del Estado en el senti­do estricto de una forma de organización de derecho público independiente (PB 309 ss.; NE 183 ss.), aun cuando Schmitt (BP prólogo de 1963, 10) registrara esto con manifiesto pesar más tarde, cuando ya no era posible el desarrollo de la idea del Estado a través del concepto de Reich. Naturalmente, con este desarrollo, un deci­sionismo que se refiera exclusivamente al papel pacificante del Esta­do resulta inadecuado o, en todo caso, insuficiente para aprehender los fenómenos observados por Schmitt. Sin embargo, en vista del papel fiindamental que en esta concepción del derecho juegan el desarrollo del concepto de enemigo (cfr. § 4b), los procesos violen­tos constituyentes de la toma de tierras y mares, como así también las capacidades políticas y militares de imposición de las potencias de ordenación espacial, resulta incomprensible la afirmación de Hofmann según la cual en su obra tardía Schmitt habría combatido al decisionismo «apasionadamente y reconocido como “ enfermedad mortal” ».'''''

§ 16. Instituciones y reglas

En los § 13, 14, se mostró que las objeciones decisionistas de Schmitt en contra del positivismo jurídico están justificadas pero, al mismo tiempo, no proporcionan ningún proyecto alternativo funda­mental para no aceptar el concepto de regla como elemento básico de una adecuada descripción del derecho. Simplemente muestran la necesidad de diferenciar entre reglas primarias y secundarias. Des­pués que en el § 15 se intentara exponer la idea del orden concreto de Schmitt en sus rasgos fiindamentales dentro del contexto político en el que fiie publicada, ahora habrá que preguntarse hasta qué punto el pensamiento institucional crea un propio «tipo de pensa­miento» jurídico-científico.

100. Hofmann, 214. Esto parece ser lo que quiere decir Maus cuando, fren­te a los «teóricos de la cesura», insiste en la «continuidad del planteamiento jurídico-fundacional» (Maus 81 ss. sobre todo 85).

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Se elige el discurso del pensamiento institucional a fin de que la discusión no aparezca como un problema aislado de la recepción de Cari Schmitt, algo que sería fácilmente posible en el concepto de la «idea del orden concreto» acuñado por Schmitt. Desde luego, la argumentación quedará limitada fundamentalmente a la discu­sión con Cari Schmitt. Como se verá en lo que sigue, Schmitt logra también aquí demostrar la insuficiencia de un concepto demasiado estrecho de regla para la descripción del derecho, pero no contrapo­ne al concepto de regla algún otro concepto básico.

El concepto de institución no puede reemplazar al concepto de re­gla porque las instituciones son sistemas de reglas y sólo pueden ser descritas exactamente con la ayuda de reglas. Desde luego, se requie­re para ello el concepto ampliado de regla de Wittgenstein, que per­mite que las reglas sean seguidas hahitualmente sin conocimiento de su formulación verbal, es decir, se vuelve fluido el paso entre reglas y hábitos. Viceversa, a menudo es pragmáticamente más adecua­do hablar de una institución en lugar de un sistema de reglas, es de­cir, cuando lo que se quiere saber es más bien el «contexto de sentido» y no la descripción precisa. Así, por ejemplo, muy pocas de las personas que saben utilizar con toda corrección términos tales como «negocio bancario», «matrimonio», «justicia laboral», conocen sólo una míni­ma parte de las disposiciones jurídicas relevantes para estas institucio- nes. ° Sin embargo, estas instituciones dependen de las reglas jurí­dicas no sólo cuando se trata de discusiones acerca de cuestiones de detalle sino también para su definición, como lo muestra, por ejem­plo, la diferencia entre matrimonio y convivencia no matrimonial. En cambio —para no limitarse a este tipo de ejemplos establecidos— si se parte del proceso de institucionalización, sus elementos esenciales resultan ser la tipificación y la habitualizaáón de formas de compor­tamiento.^^^ Sin embargo, ¿en qué consisten las reglas si no es en la

101. Cfr. por ejemplo, el orden de los lugares alrededor de una mesa de tertulia o de una familia numerosa en la comida de mediodía o un intercambio epistoral convertido en hábito (Gehlen, Urmensch und Spätkultur 60) etc. y, además, las obligaciones jurídicas que crean ciertos gestos tradicionales como el darse la mano en una venta de ganado. Cfr. también Kamlah, Philosophische Anthropologie, 61 ss.

102. En el caso normal, basta saber quién está bien informado al respecto. Cfr. Alfred Schütz, «Wissenschaftliche Interpretation und Alltagsverständnis menschlichen Handelns» en Gesammelte Aufsätze, La Haya 1971, I, 3-54, 16 s.

103. Sobre los «mecanismos de la trascendencia institucional de las interac­ciones establecidas» cfr. Ephrem Else Lau, Interaktion und Institution, Berlín 1978, 164 SS.; cfr. Schütz, Der sinnhafte Außau der sozialen Welt, Francfort

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exigencia, en el consejo, en la recomendación, de reaccionar ante de­terminados tipos de situaciones con determinados tipos de compor­tamiento? Ya se ha señalado que, a menudo, las reglas son obedeci­das por hábito y que el paso de la regla al hábito es fluido.

Lo decisivo aquí es que tanto la idea de regla como la de institu­ción dependen de la tipificación, es decir, en última instancia, de abstracciones. Pero, con esto, se pierde aquella «inmediatez» y «ple­nitud» que posee la vida cotidiana frente a toda abstracción .L a esperanza de Schmitt de evitar esta pérdida haciendo referencia a los «ordenamientos concretos», a partir de los cuales, por ejemplo, el juez pronuncia fallos justos en el caso concreto (cfr. SBV 43; 3 A 16 s.), resulta frustrada por necesidad conceptual.

Sin embargo, el fundamento de la esperanza de Schmitt, en el sen­tido de que en las reglas obedecidas habitualmente se expresa una cierta «inmediatez» en la medida en que las convicciones morales y jurídicas sean traducidas en hechos sin reflexión individual,^^^ apunta a una de­bilidad decisiva en la teoría de Kelsen por él atacada: la estricta sepa­ración entre eficacia y validez del derecho sugiere una competencia de imposición del derecho por parte de las instancias autorizadas para ello, que no coincide en esta amplitud con los datos de la realidad. La aprobación tácita de una parte considerable de la población, que por lo general se expresa en la obediencia consuetudinaria (habitual) de las reglas institucionales constituye no sólo la eficacia y, por lo tan­to, una condición externa de la validez de las normas estatales ya dic­tadas. Por lo general, las convicciones existentes en la población acer­ca de lo que es el derecho determinan decididamente qué es lo que puede dictarse como regla jurídica y —más aún— cómo son interpre­tadas por la jurisprudencia las reglas jurídicas existentes. Según Cari Schmitt, el avance de las llamadas cláusulas generales, tales como la invocación de la «buena fe» o de las «buenas costumbres», demuestra una deficiencia básica del Positivismo en este campo (3 A 58 s.). Cier­tamente, esta objeción de Schmitt posee alguna justificación. Pero la

1974, 259 ss.; del mismo autor, «Wissenschaftl. Interpretation», 29 s.; P. Berger y Th. Luckmann, loc. cit. 56 ss. La diferencia con el pensamiento según reglas se muestra tan sólo en el alcance de la aplicabilidad: por definición, las institu­ciones están referidas al comportamiento interpersonal; en cambio, también hay reglas para caminatas solitarias por la montaña (en caso de tormenta, bajar lo más rápidamente al valle, etc.)

104. Cfr. E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaft, § 9c.105. También para A. Gehlen aquí reside el «atractivo» moral de las cultu­

ras primitivas, loc. cit. 26.

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salida a través de la utilización de cláusulas generales tiene pocas pers­pectivas de compensar la deficiencia positivista si —en una sociedad «pluralista» o hasta «antagónica»— también es controvertido el sig­nificado de las cláusulas generales, por ejemplo, cuando existe desa­cuerdo acerca de qué significa en un caso concreto el «sentimiento de decencia de todos los que piensan equitativa y correctamente».

Cari Schmitt parece haber tenido también en cuenta esta dificul­tad. Por ello, no confía totalmente en la «sustancia» de las distintas instituciones; tampoco en la inmediatez de la situación concreta en la que el juez pronuncia su sentencia. Somete al juez, y a todas las instancias que aplican el derecho, de manera especial a los princi­pios de homogeneidad y de liderazgo como principios de la aplica­ción del derecho (SBV 44 s.; 3 A 59). Pero, naturalmente, estos principios son obligatorios para todos los miembros del pueblo (cfi. supra § 15). Con esto se muestra también aquí la vinculación con la anterior concepción de Schmitt según la cual un mito —es decir, contenidos cuasi religiosos de fe— debía garantizar la lealtad frente a la unidad política (cfr. supra § 5 b, 9 b). Pero en la idea del orden y la conformación concretos, no se trata de una institución, el Esta­do, sino de una pluralidad de instituciones.

Pero aquí parece encontrarse otra idea básica de, por lo menos, algunos teóricos de la institución.^^^ Ella consiste en sostener que las instituciones tienen, por cierto, la función de satisfacer necesida­des —así como, por ejemplo, el Estado cumple la función básica de asegurar la paz— pero que, sin embargo, pueden cumplir esta fiin­ción sólo si logran, a través de razones religiosas, espirituales, mora­les, etc., motivar a los hombres egoístas para que se sometan. A me­nudo, las instituciones tienen un origen ritual. A través de los

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106. Sobre todo, en Urmensch und Sp'átkultur de Arnold Gehlen, se pre­sentan paralelismos notables con la posición de Schmitt; cfr. por ejemplo, la «grandiosa completitud» de la «concepción del mundo» de los pueblos primitivos (es decir, la correspondencia entre organización política y cielo de los dioses, loc. cit. 22) y la pérdida de la «fuerza teogónica» de las instituciones bajo la influen­cia del Cristianismo (18), además, la fatal influencia de la «subjetividad»: «cuan­do lo ideológico y lo humanitario se independizan y debilitan las formas (institu­cionales, M.K.) desde afuera, la cultura ha llegado a su fin» (24). Cfr., además, la protección que Gehlen confiere a las culturas primitivas «moralménte confia­bles» frente a la «adulación de la comprensión estética» («Lo estético es... lo que no tiene consecuencias», 19) con los ataques de Schmitt a los románticos (por ejemplo, PR 161 s.).

107. Gehlen la considera hasta como «consecuencia secundaria del compor­tamiento ritual» (217).

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contenidos religiosos o míticos de las instituciones, los individuos —sea mediante una reinterpretación de sus motivos egoístas, sea en contra de los mismos— son condutj.dos a un comportamiento que sirve para la satisfacción colectiva de necesidades.C uando se pierden estos contenidos de fe, cuando en una cultura se discute el papel de las instituciones en la satisfacción de las necesidades, ellas se convierten muy pronto en víctimas del egoísta «egocentrismo del hombre medio»^^ y la cultura queda condenada a la decadencia. Con esto se ve claramente también el efecto destructivo de la refle­xión racional sobre las instituciones, del que Schmitt intenta escapar invocando la «vinculación ontològica de todo pensamiento humano» (SBV 45) con la homogeneidad (cfr. supra § 11).

Probablemente, algunas culturas desaparecieron, entre otras cau­sas, debido a la pérdida de sus contenidos no reflexionados de fe. Pero esto no puede significar que tendría sentido intentar establecer nuevamente este tipo de contenidos (cfr. § 58) ni tampoco que esté justificado inferir de la pérdida de contenidos de fe prerreflexivos la imposibilidad de toda institución moralmente cualificada. Para reconocer esto, simplemente hay que renunciar al dogma de la di­vergencia necesaria entre la tematización racional de la función de satisfacción de las necesidades, propia de las instituciones, y la cuali­dad moral en las relaciones entre individuo e institución. Natural­mente, para una teoría orientada hacia la eticidad estatal y la domi­nación autoritaria (cfr. capítulos I y II) ha de ser imposible ver la cualidad moral de, por lo menos, algunas instituciones centrales, ta­les como el Estado, exclusivamente en su papel de satisfacción de las necesidades de todos los participantes y mucho más aún hacer depender la pretensión de validez moral de las reglas jurídicas esta-

108. Cfr. la exposición de Gehlen en Helmut Schelsky, «Zur soziologischen Theorie der Institution» en del mismo autor (comp.) Zur Theorie der Institution, Düsseldorf 1970, 23 s.

109. Gehlen, loc. cit. 69.110. Cfr. Schelsky, loc. cit.; la tensión entre libertad individual y exigencias

institucionales parece determinar una parte relevante de la discusión acerca de la teoría de las instituciones; cfr. en el mencionado volumen editado por Schelsky, sobre todo los trabajos de Joachim Ritter «Institution “ ethisch” . Bermerkungen zur philosophischen Theorie des Handelns» y Jacob Taubes «Das Unbehagen an den Institutionen. Zur Kritik der Soziologischen Institutionenlehre».

111. Sin embargo, tal es el tenor en Gehlen (por ejemplo, op. cit. 24) y también en los escritos de Schmitt después de la Segunda Guerra Mundial cuan­do se consideraba a sí mismo como un «freno» de la decadencia de lo estatal (cfr. supra § 5c).

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tales del hecho de que lo logren adecuadamente (cfr. § 14) o, en caso contrario, exigir su mejora.

Ciertamente, la mayoría de los destinatarios de las reglas jurídi­cas las obedecen por hábito. Sin embargo, a pesar de que el paso de las reglas a los hábitos es fluido, es posible, en principio, distin­guir entre ambos, por ejemplo, recurriendo a las sanciones con las que, por lo general, se castiga la violación de las reglas. En tanto tales, las reglas jurídicas son, en principio, reconocibles (cfr. § 11) y criticables por lo que respecta a sus fines y el éxito que pueda te­ner en la persecución de los mismos. Como pauta sirve, además de las convicciones difundidas y fácticamente existentes, también algo así como una «idea del derecho» orientada por los principios de la moralidad.

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112. Cfr., por ejemplo, la lucha de las sufragistas por el sufragio femenino que, a pesar de no ser legal ni estar apoyada por la mayoría, estaba, sin embargo, moralmente justificada.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN................................................................... 5

§ 1. Estructura y proposito de este trabajo .................... 5a. La tesis básica antiuniversalista.......................... 5b. Algunas observaciones metodológicas................ 11

a) Las publicaciones jurídicas no son evaluadasen tanto ta le s ............................................... 11

13) Exclusión amplia de la «teología política» . 13

§ 2. Cari Schmitt, ¿destructor intelectual de Weimar yprincipal jurista del Tercer Reich?............................ 15a. Breve biografía..................................................... 15b. ¿Republicano racional o destructor intelectual de

la República?......................................................... 17a) La actitud ambivalente de Schmitt............ 18jS) Los conservadores de Weimar y la toma del

poder por parte de H itler.......................... 20c. Cari Schmitt en el Tercer Reich........................ 21

I. LA INHUMANIDAD DE LA MORAL............................ 25

§ 3. La debilidad sistemàtica de la teoría amigo-enemigo 26a. La distinción amigo-enemigo como criterio de lo

político................................................................... 27b. El enemigo y la unidad política........................ 29

§ 4. La comprensión schmittiana del Estado como razóndel fracaso..................................................................... 32a. El ideal de la unidad social.............................. 33

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b. Del enemigo justo, real y absoluto.................. ....... 38a) El acotamiento de la guerra y su puesta en

peligro por parte de la m oral.................... ....... 38P) El Estado por encima de la sociedad........ ....... 42

§ 5. Estado y moral............................................................. ....... 44a. Tipos de m oral............................................................ 4 4

b. Pluriverso en lugar de universo........................ ....... 48a) Política y moralidad............................................ 48

13) Esbozo y ubicación aproximada de la posi­ción de Schmitt desde el punto de vista dela historia del espíritu ................................ ....... 50

7 ) Precisión de los objetivos de Schmitt........ ....... 52Ò) Dudas frente a la evaluación schmittiana de

la situación histórica.................................... ....... 56c. Continuidad y cambio en el pensamiento de

Schmitt .......................................................^ . 59a) La obra tem prana................................................ 6 013) El desarrollo de la imagen del enemigo . . 61

7 ) La Reforma consumada.............................. ....... 64

§ 6 . La crítica a la ética de los valores y a la moralidad 67a. La tiranía de los valores.............................................. 67

b. Los argumentos de Schmitt en contra de lamoralidad .................................................................... 6 9

a) La amenaza de la guerra civil.................... ........69/5) La subjetividad arbitraria y la discrecionali-

dad de los puntos de vista morales.......... ........717 ) La inhumanidad de la moral .................... ....... 74Ò) Moral y violencia...................................................75

II. LA DICTADURA COMO VERDADERA DEMOCRACIA 79

§ 7. ¿Esta superado el parlamentarísmo?........................ ........82a. ¿Qué puede y qué debe ser la discusión? . . . . 84

a) Discusión y descubrimiento de la verdad . 84jS) La discusión en Rousseau............................ ........867 ) La discusión en el parlamento actual........ ........87

b. El cambio de significado de lo púb lico .......... ........89a) Lo público en Schmitt y en Heidegger . . . 890) Publicidad y sufragio secreto...................... ........91

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7 ) Pérdida de la publicidad en el parlamento 92c. Parlamento y representación.............................. 94

§ 8 . Sobre la igualdad ....................................................... 97a. La igualdad política............................................. 99b. Homogeneidad e igualdad sustancial .............. 100

a) La igualdad material en Rousseau............ 100

jS) La igualdad sustancial de S chm itt............ 102

7 ) El «Rousseaunianismo» de Cari Schmitt. . . 105

§ 9- Acerca de la libertad y de la voluntad del pueblo. 107a. Libertad positiva y libertad negativa................ 108

a) La libertad negativa.................................... 1090) La libertad positiva....................................... 111

b. La voluntad del pueblo....................................... 114c. La decisión de la mayoría.................................. 117

III. PREMISAS ANTROPOLÓGICAS Y EPISTEMOLÓGICAS ....................................................... 125

§ 10. Teoría política y maldad humana............................ 126a. La imagen del hombre en Schmitt y en Hobbes 128

a) Thomas Hobbes: la maldad a través de laorientación del entendimiento hacia elfu turo ............................................................. 128

P) Cari Schmitt: la maldad como dinamismo 130

b. «Realismo» antropológico y Estado autoritario . 134

§ 1 1 . Conocimiento, interés y situación geogràfica.......... 135a. Sentido, significado, intención.......................... 136b. Universalismo y existencia m arítim a................ 139

a) La crítica de Schmitt a la ideología.......... 139/3) Objeciones..................................................... 141

c. La «iconographie régionale»................................ 142a) Significados de «comprender».................... 143P) Constatabilidad y juzgabilidad de las reglas

sociales........................................................... 145

IV. EN CONTRA DE LA IDENTIFICACIÓN DE DERECHO Y REGLA 149

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§ 1 2 . Soberanía y legitimidad...................................................152a. El soberano como garante del derecho............ ......152b. El concepto de legitimidad................................ ......155

§ 13. La decisión................................................................... ......157a. Decisión jurídica y decisión política.................. ......158b. La decisión como elección y como suceso........ ......168

§ 14. Fundamentos de validez del deber ser jurídico . . . . 173a. Autoridad y validez jurídica.............................. ......173b. El desarrollo de la relación entre norma y

decisión.......................................................................175

§ 15. El derecho en el Estado del Führer........................ ......180a. Estado, movimiento, pueblo.............................. ......181b. La idea del orden y de la conformación concretos 186

§ 16. Instituciones y reglas.........................................................194

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M atthias Kaufmann, docente de la Universi­dad Erlangen-Nuremberg, investiga en este hbro cuestiones centrales del pensamiento de Cari Schmitt, taies como la relación entre lo político y la moral, igualdad política y liber­tad, teoría política y antropología y el papel de las decisiones en el derecho. La tesis antiu­niversalista de Schmitt es sometida a un cui­dadoso análisis desde la perspectiva analítico- conceptual y sobre la base de las reflexiones jurídicas de H.L.A. Hart.

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