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1 Derribados, pero no vencidos

Derribados, pero no vencidos - Autores Catolicos · alto del camino por la mitad de la villana frente. Martí. “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu

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Derribados, pero no vencidos

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“Hay una raza vil de hombres tenaces de sí propios

inflados, y hechos todos, todos del pelo al pie, de garra y diente. Clávalos, clávalos en el horcón más alto del camino por la mitad de la villana frente.

Martí. “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo; pero yo os digo: Amad a

vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.”

Mt 5, 43-45

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A modo de prólogo.

“Quédate con nosotros, porque el día ya ha declinado. Y entró a quedarse con ellos” Lucas

Caen las sombras, y con ellas crecen el miedo y la desesperanza. Él accede a quedarse. Acaso haya arrancado la luz porque sea, la sombra, imprescindiblemente

necesaria. Ahí comienza este cuento. Uno de amores. La narración de una relación, íntima y hermosa, que se desarrolló en circunstancias muy difíciles. Se hacía perentoria la aridez. Entró a quedarse… “Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos…”. Pero no adelantaré la historia. Fue un amago. No hubo noche negra del alma. Todo fue luz, de la que ciega. Un juego de fulgores. Otras, a lo Saulo, ciegan en medio del ardiente sol del mediodía; éstas, al caer

de la tarde. Al relato lo arroparán envolturas de lujo: la religión y la política. Aunque trascienda a ambas, al implicarlas. Como afirmaba aquel buen amigo de larga y negra vestidura, si no hablásemos de religión y de política ¿de qué iríamos a hablar? Andaremos en medio de soldadescas que blasfeman, duras, que despedazan todo, y que no logran sino lo que alcanza toda forja: acrisolar. Nos encerrarán en celdas que calientan el alma, frías a los huesos; hacinamientos que buscan

degenerar, y fraguan amistades insospechadas, fuertes, eternas y preciosas; barrotes que al agarrotar liberan; el daño que redime --¡bendita falta…!--, desasosiegos que empinan, sed que refresca. No ser yo más, siendo yo mismo. Un cuento de amoríos. No lo podré explicar sino a jornadas de forzada marcha, quietudes despaciosas, relato tras relato. Y al revivir aquel dolor, aquella angustia, ¿por qué no contagiar con la alegría indescriptible de un encuentro en soledades con el Dios

mío? Viviéndolo de nuevo, ahora contigo.

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Agridulce acaso

. “Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor,

frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...

Josemaría Escrivá

Se apareció entre las rejas, intempestivamente,

sin que nadie lo llamara, casi por asalto. No éramos las ovejas de su redil; pero no le importaba.

Irrespetuoso, violento, desdeñoso de las antesalas, nunca hizo caso de puertas ni contó con autorización alguna para robarse almas para Cristo: Fuego he venido a traer, y

no quiero sino que arda.

Estos no serán relatos tristes. Agridulces acaso. Los tomaré, uno a uno, con humor o, como se dice, con

espíritu deportivo.

Los guardo en mi alma con cariño. Individualmente me espantan. En conjunto me acarician. Fue acaso, una de las

épocas más felices de mi vida: me apretujaba Dios.

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Un Poco de Historia

Habían sido oficiales, conmigo, en el mismo buque, desde el principio de nuestras carreras. Sus nombres—Tirso, Austén-- parecían extraídos de una novela. Nos habían asignado, recién egresados de la Academia

Naval, al “PE 201 Caribe”. Teníamos que presentarnos de uniforme blanco, espada y guantes. Decidimos hacerlo al unísono. Arribamos al muelle a las ocho en punto de la mañana. Tres taxis, con puntualidad micrométrica al costado del navío. Nos saludamos sonrientes, camaradas con un mismo afán: defender patria y nación con garras y navíos. Así lo habíamos jurado. La oficialidad joven no simpatizaba con Batista; tampoco con

Fidel, por muy diferentes, asimétricas razones: el primero había asaltado el poder advenedizamente; el segundo era un advenedizo que quería asaltarlo. Meses después los dos se me acercaron. Tirso me espetó: -“Estamos conspirando. Somos todos oficiales de las últimas promociones. – ¿Te unes?” Se pensaba entonces que el levantamiento daría comienzo desde nuestro barco, bombardeando el edificio del Estado Mayor de la Marina de Guerra. No teníamos jefe; decidimos nombrar al Director de

la Academia Naval. ¡Él no lo sabía! Se le comunicaría a posteriori. Orden más contraorden igual a desorden. Un cinco de septiembre estalló la revuelta parcialmente, en Cienfuegos. Dieron día y momento. Después que no. La oficialidad destacada en la base sur, en la ciudad de Cienfuegos no supo de aquel no. Se alzaron solos. Después todos los oficiales jóvenes de mi barco caerían presos, y la mayoría de

los pertenecientes a las últimas proporciones de egresados

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de la Academia Naval. Aquella mañana yo estaba en Key West. Me habían seleccionado, junto a Rafael, para un curso de Guerra Antisubmarina en la que entonces era la mayor base de submarinos norteamericanos. Los titulares de la prensa nos sorprendieron: “Cuban Naval Revolt!” Cuando volví a La Habana me condujeron al Servicio de Inteligencia Naval al frente del cual estaba el tenebroso Laurent. Pasé la prueba.

Dos notas simpáticas de aquellos días. La primera fue que otro oficial, al que yo había “reclutado” para la revuelta y que también había sido interrogado, pero que gracias a Dios tenía familiares con influencia en los mandos militares, me dijo: -“Laurent ni me tocó, porque el primer nombre que tenía en la punta de la lengua era el tuyo”. La segunda me ocurrió al llegar a Santiago de Cuba donde

estaba mi buque en aquellos días. Llegué al club de oficiales y me encontré a un oficial de mi misma promoción. Tenía puesto un casco ¡con los grados de capitán! (todos nosotros éramos simples tenientes), unas bandoleras repletas de municiones que le cruzaban el pecho, granadas colgando del cinturón. Vino corriendo a mi encuentro y me dice: -“Todos los demás de tu barco están presos, ¿y tú no? ¿Nunca te dijeron nada?...” No puedo narrarles mi respuesta.

No volví a ver a Tirso ni a Austén hasta después que salieron de prisión, cuando fueron liberados tras la fuga de Batista. Tirso era comandante, Austén era capitán, yo seguía siendo el mismo teniente en el mismo buque. Me visitaron un mediodía. Habían transcurrido varios meses desde la toma del poder de Castro. Portaban aquellos mismos nombres novelescos y una intención que me resultaba extraña. Estaba yo en el comedor del barco cuando irrumpieron amistosamente sonrientes. Tras una breve conversación me

preguntaron

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: –“Jorge, ¿y si esto fuera comunismo?”. Esa pregunta ya no resultó simpática. Dicen que instantes antes del morir se presenta toda nuestra vida como en un gran escenario abarcador, total. Fue así; como un flash: vi ante mí al miliciano que tras la toma del poder revolucionario encontré ya siempre, en su silla, a la entrada de la Iglesia de san Antonio de Miramar cuando iba a visitar al Santísimo; recordé el almacén con el que habían

sustituido la iglesia de la Universidad de Villanueva… Se me agolpaban mil imágenes en la mente, y la contestación fue, creí yo, muy rápida: - “Mientras no se metan con la Iglesia…”. Se fueron con la misma enigmática sonrisa con que habían entrado.

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A la Marina de Guerra había que liquidarla. La consideraban un cuerpo élite, difícil de controlar: pensaban, tenían un código de honor, y unas naves de guerra poderosas, que los de la Sierra no sabían manejar. No fue lo único que liquidaron. Les costó trabajo porque Cuba era una nación

joven y próspera. Ni su gente era fácil de domeñar, ni la riqueza del país, de tierras pródigas e industria ligera pero ingente, fácil de hacer cenizas. Lo lograron. A cabalidad, como máquina de central azucarero, fría e implacablemente, molieron sus praderas, sus montes, y sus gentes. Nuestra causa se mostraba cada día más justa, más urgente, más necesaria.

Pronto enviaron a la oficialidad a hacer tareas burocráticas e inofensivas en los ministerios del gobierno, donde eran más fácilmente vigilados. Los sustituyeron en sus cargos con antiguos “alzados” con los que iban ocupando todos los mandos militares. Estorbaba la disciplina. Nadie sabía nada de nada. Mejor. Mientras tanto se erigiría la poderosa maquinaria de Seguridad del Estado. Un fecundo grupo de cubanos, repletos de ideales, conspiraba de nuevo.

¿En cuanto al país? Hemos incluido, al final del libro, una pequeña reseña de Cuba anterior al 1959; pero el capital más importante con que contaba la isla era su nación, constituida por una clase media fuerte, robusta, emprendedora; con principios morales y religiosos que se iban fraguando con dificultad, pero con empeño, en aquella joven república: Dios existía, con Él se contaba, y en las cimas de sus montañas reinaba una pequeña Virgen,

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morenita, de la cual nos sentíamos hijos predilectos y mimados. Me destinaron primero a la construcción de un hotel en la oriental playa de Caonao. Después a un organismo adscrito al Ministerio de Hacienda. Allí estuve un tiempo, aunque sospechando lo que tramaban. Renuncié a la Marina de Guerra y me dediqué a la enseñanza, primero en

cursos para preuniversitarios, después, en la Escuela Superior de Pesca. Allí trabajaba el 16 de abril de 1964 cuando, exactamente a la medianoche, Pancho tocó a la puerta de mi casa.

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Buque PE 201 “Caribe”, de la Marina de Guerra Cubana

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De un inexistente Pancho. Dormía. Una voz, que me parece que llega de muy lejos, me trunca el sueño: -“Están llamando a la puerta. Dice que es tu amigo Pancho”.

En una fracción de segundo, miles de encontrados pensamientos cruzaron por mi mente……… Aurelio Martínez Ferro, uno de los poquísimos contactos que yo tenía en la célula conspirativa nuestra, había desaparecido hacía semanas. Por su hermana habíamos sabido que estaba en Seguridad del Estado. Corto de estatura, ya entrado en los cincuenta, se me había

acercado un día en la confidencialidad de nuestra relación. Aurelio era mi profesor y amigo, una de las mentes más preclaras que yo haya conocido. Me habló de una persona que acababa de llegar de Estados Unidos. Se refirió a él como “El Abuelo”: estaba organizando una conspiración en toda regla. Acepté inmediatamente. Como el gobierno comunista crea o infiltra cuanta organización pueda, se había acordado que cada cual trabajaría solamente con aquellos que le fueran muy

allegados, de confianza absoluta. Aurelio sabía de un puñado de gente así; un grupo de amigos comunes que en su mayoría, y por muchos años, habíamos formado un círculo de estudios con él. Cada uno tendría otros amigos con esas más que indispensables especificaciones. Así se fue extendiendo, ignorábamos entonces cuán efectiva y poderosamente, una red por tres provincias de la isla: había nacido el Frente Unido Occidental. Un sueño se materializaba y muy concretamente.

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Mi familia ignoraba todo, por muchas razones: la principal, que aquél régimen no tiene compasión con mujeres, ni incapacitados, ni viejos. El Estado es dios, es la familia, es el único amigo, y la delación se institucionaliza. Aquél que sepa algo y no denuncie aun a los suyos más suyos, independientemente de si esa persona aceptara sumarse a la conspiración, o no, es cómplice y paga con la cárcel su “deslealtad”, su “traición” a la Revolución. Eso siembra, siega, y nutre al comunismo: la exaltación de cuanta bajeza

moral pueda anidar, o clavar, en el individuo. Ningún mejor compañero de ruta que el envidioso, el retorcido de alma; formidable y adecuada cantera con que nutren las filas del proletariado. Pensé en mi familia, y entendí con claridad absoluta lo que quiso expresar Víctor Hugo con aquello de una tempestad bajo un cráneo.

A pesar de ser un nombre tan común, lo habían escogido mal: -“Yo no tengo ningún amigo que se llame Pancho”; respondí. Me levanté, y les abrí la puerta. No había escapatoria.

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Entraron como tromba al filo de la medianoche en más de cien hogares de La Habana. Ignoro si usando al mismo Pancho; pero con la misma indiferente frialdad del que sabe que esta cercenando

una vida para siempre y no le importa. En mi casa había tres puertas de entrada, por sitios diferentes. Me fueron señalando cada una de ellas con sus revólveres, para que las abriera a otros que iban entrando. Con toda la calma posible le pedí a cada uno su identificación, y por primera vez vi el temido carné de los de Seguridad del Estado.

Me sentaron en la sala. A los pocos segundos una niña de apenas seis años se trepó a mis piernas. Allí permaneció, apretada a su Papi. ¿En qué pensé entonces? En nada. Recé todo lo que pude y escuché atento, aguzando el oído cuanto podía. Iba siguiendo sus pasos a través del menor ruido; les adivinaba en cada palabra entrecortada, en cada respirar de sus narices abofadas.

Sin verlos --los mantenían separados de mí-- me retorcía a cada susurro, sollozos temblorosos, de aquellos míos que hasta entonces lo habían ignorado todo; pero que ahora lo sufrían y palpaban. Era el terror sin misericordia. Lo registraron todos todo, y todo todos. Cargaron con cuanta bobería se les antojó. Aquellos bultos que se llevaron no probaban nada; pero eran muy efectivos para los vecinos

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que -- ellos lo sabían -- atisbaban, temblando, detrás de sus persianas. Duró siglos la heroicidad de aquella soldadesca. -“¡Vamos!”. Tronaron sin ninguna otra explicación. Y a mi familia un irónico: –“Él vuelve luego”.

Salieron como entraron, como tromba; ahora yo con ellos. Atrás quedaba una niña llorando en la butaca, otros tres más pequeños en sus camitas; la casa a la que ya no volvería, albergando a unos seres que yo sabía devastados. Con el chirrido de las llantas contra el suelo y el ruido infernal de los motores les arrancaban el sueño a unos vecinos que quedaban avisados, aleccionados, como hojitas convulsas. La onda expansiva de la KGB cubana continuaba

extendiendo y contagiando aquel miedo que tan productivo les resultaba. Las calles de La Habana estaban desiertas. Sabía a donde íbamos. Ahora sí pensé: mi causa era justa. Seguí rezando.

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Vientos de Monzón Los predios, no así el edificio “renovado”, me eran absolutamente familiares. Antes se llamaba Villa Marista. Había jugado muchas veces en sus terrenos --en aquel entonces tendría entre los doce y los diecisiete años--,

vestido con mi uniforme de camisa celeste con el emblema de Champagnat en un bolsillo. Ahora yo tenía 29 años, 14 meses, 14 días, y 6 horas, y le llamaban el G-2, y no era en juego sino muy en serio. Me empujaron contra la pared y me quitaron cuanto tenía encima. El uniforme que me entregaron no se parecía a aquél que yo había usado allí años atrás. Alguien se me acercó por la espalda y me preguntó:

- “¿Tú no eres Arrastía? Yo soy Monzón; ¿te acuerdas de mí?; fui marinero en tu barco.”

Ahora era interrogador y carcelero. Pidió mi caso, me dijo días después. No se lo dieron porque yo era de otro. Ignoro, nunca lo sabré, si eso fue malo o bueno. Me condujeron por pasillos extraños. Inmensas puertas de hierro que se cerraban con palancas enormes; una tras otra, a ambos lados. Todo siniestro. Sus portazos resonaban

infinita, agónicamente, al abrirse y cerrarse 24 horas al día, escandalosamente. Me entraron en una de esas cuevas: una celda pequeña de ocho pies por cuatro. Dos literas de lona, una encima de la otra. Ismael ya estaba adentro; después traerían más y más, y los pondrían en el mismo agujero. Lo saludé. Me quité los zapatos, los puse como almohada, y me dormí en el suelo.

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Esos más y más me despertaban cada vez que entraban. No salían. Nos íbamos acomodando como podíamos. Otras puertas se abrían y cerraban. Así sería minuto tras minuto, semana tras semana. Después aprendí que sonaban también cada vez que llevaban a alguien al interrogatorio, y al volver; dos veces molestaban. Éramos muchos y los interrogatorios no cesaban. Entonces no había conocido todavía a Formoso.

Aunque ya nada importaba, la suerte estaba echada, y con aquel ruido infernal era inútil: no intenté, aquella noche, dormir de nuevo.

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Formoso no significa hermoso Cuando se entra en Seguridad del Estado te asignan a un dueño; el mío se llamaba Formoso. Era más bien alto, más bien de piel rojiza, más bien corrupto, más bien malo.

Cuando lo conocí todavía lo ignoraba, pero él iba a determinar en alto grado lo que me iría a suceder. Es desde allí donde le dicen al remedo de tribunal que más tarde te juzgará, lo que debe dictaminar. Una noche se abrió la enorme puerta de mi celda; entonces su ruido se te hace más infernal. Me condujeron ante él. –“Me llamo Fermín Formoso, y soy tu interrogador”, me dijo escuetamente.

Esbocé una sonrisa y él nunca supo el porqué. Era una ironía: estaba en terrenos que le habían quitado al colegio donde yo había estudiado literatura española… “Moza tan fermosa non vi en la frontera, como una vaquera de la Finojosa...” Vaya contraste entre aquella fermosa vaquera y este

personajillo que yo tenía delante. Me interrogaría después en innumerables ocasiones, no había por qué llevar la cuenta. Él sería el malo en el juego de interrogadores. A veces me interrogaba el bueno, que me aconsejaba fraternalmente que cediera, que contara todo, que él me aseguraba que era lo mejor y el camino para volver a mi casa pronto, a abrazar a mis seres queridos.

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Y ya que hablamos de mis seres queridos, meses más tarde me contaron que Formoso les había insinuado que si le daban dinero yo no iba a tener problemas. Sobraba la letra j: no se trataba pues de lo que yo dijera, sino de lo que mi familia diera. Mi familia ni se dio por enterada porque sospecharon que era una trampa.

Y hasta cierto punto no lo era. ¿Cómo lo sé? Muy sencillo: años más tarde, ya en Isla de Pinos (¡estoy adelantando la historia!) íbamos en un camión hacia el trabajo forzado. Al pasar cerca de pequeño grupo de “reclusos” que también trabajaban en el campo, divisamos a Formoso con su cabeza colorada, doblado el espinazo ante una guataca, partiendo la tierra. ¡Había prevaricado! Y el que hace un cesto hace un ciento.

Todavía resuena en mis oídos el grito de asombro y de sarcasmo que Guzmán le soltó: Formosoooooo!!!!... Aunque también en un ambiente bucólico, se veía todavía menos hermoso, y me vino de nuevo a la memoria, con insistencia de tonada, la figura agradable que me había tropezado en el bachillerato. Canté alegremente:

“Aquella vaquera, no fermosa era…”

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De lobos y de ovejas Formoso era un caso típico. Representaba el poder, el régimen todopoderoso; nosotros, cada uno, según la famosa expresión: la millonésima parte de un millón de personas. ¿O no…?

Él, el dueño de vidas. Su dictamen caería sobre unos hombres que una vez en la KGB cubana quedaban sentenciados de antemano. Solamente había que extraerles toda la información posible sin importar el cómo, dilucidar por cuánto tiempo la condena, e iríamos a parar a las mazmorras por todos los años que al interrogador le viniese en gana.

¿Qué papel jugábamos Formoso y yo en aquél juego despiadado, sin retrocesos? Tenía yo entonces, y tendría después, mucho tiempo para meditar en ello. ¿En qué parajes terminaría aquél régimen? ¿A dónde conduciría a aquel pueblo? ¿Qué pasiones estimularía? ¿Qué principios les cercenaría? ¿Qué haría con sus destrozadas voluntades? Despojados de Dios, desclavados los hijos de sus hogares, sembrada la

desconfianza y deshecha la familia, ¿a quién trituraría la maquinaria del Estado… a nosotros o a ellos? ¿Los envilecerían hasta el abismo, hasta quedasen los verdugos en carne viva? ¿Nos enriquecería a nosotros la prisión, creceríamos por encima de nosotros mismos hasta tocar en las puertas mismas de Dios? A aquellos victimarios, pobres víctimas de un régimen voraz,

insaciable en su hambre de poder absoluto, los habían

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apresado en sus fauces y no se detendrían hasta aniquilarlos. Estaban claros los papeles. Nuestra causa, hermosa, cuajada de destinos, nos había situado en la forja dura, pero noble, en que la patria acrisola a sus hijos amados.

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Ergo Descartes se había concentrado en el Cogito, Kant en el Yo, mi pensamiento se enfocó en el ergo. ¿No era en definitiva la relación lo que distinguía a las tres personas? ¿No era aquella conjunción maravillosa, aquel “y” pronunciado con respeto en nuestro el Gloria y al santiguarnos la que unía al distinguir, la que abriría las puertas al misterio del Trino en

el Uno? Hasta entonces me habían atrapado, fascinantes, las ciencias llamadas positivas. Entre ellas habitaba, allí vivía. Las matemáticas y la física habían sido mi pasión dominante. Entendía que su fundamentación geométrica, con sus puras y hermosas evidencia e intuición, le despojaba a las ciencias de un positivo y demostrable basamento desde donde erigir sus andamiajes; pero creía en

ellas. Luego, por lo tanto, eran la sensual coronación de cada teorema, la joya que con fruición colocábamos en la base misma de cada demostración. ¡Resuelto!; y contemplábamos desde una nube de ensueños cada arribo a un Eureka que era cúspide y peldaño, acicate, escozor, que conduciría a otra cumbre nueva que escalaríamos con alegría y empeño. Ad infinitum…

Luego, estaba allí: realmente estábamos allí. Por lo tanto, estaba allí con ella. Sin lápiz ni papel, sin pizarrón que emborronar con tizas. Solos los dos: yo y mi conciencia. Luego, por lo tanto, tendría que entrelazar como mejor pudiera mi yo y mi juicio, con un solo testigo y compañero: Dios.

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En aquel aislamiento estaba mutilado, pero no deshecho. Desde el muñón tendría que estirar mi otra infinitud, aquella que nadie más podría traspasar. “Two things awe me most, the starry sky above me and the moral law within me”. No había cielo estrellado. Lo habían arrancado de la celda, borrado de un tirón cruel y sangriento. Pero tenía otro infinito dentro de mí: con más brillos, con más luceros, con el resplandor de cien soles y de

mil lunas. Un mar de infinitudes se abría ante mí sin ninguna posibilidad de anclaje. Y lo tomé, resuelto. No insistiré ya más en esta vertiente de mi historia. No hace a estos cuentos. Anoto solamente al paso, como de vuelo, que cuanto quisieron encerrar lo abrieron, que cuando me desnudaron me vistieron; que hay una senda impresionante a la que se accede por la puerta que abre hacia el adentro, en la que la noche se hace misteriosamente más luminosa

sin lámparas que cuelguen de los cielos: y es que espléndidamente la conforman, cincel divino, dolor y sufrimiento. El oscuro se hizo muy claro, brillante, luminoso.

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Historia de una vaca. En Cuba todo es del Estado. En Cuba hay hambre. Ambos factores fueron inocentes y determinantes factores de esta historia.

Muchos, para sobrevivir, se robaban las reses del Estado. Se comían, por supuesto, parte de la carne; el resto la vendían clandestinamente porque de todo había que deshacerse con prisa. Los huesos y el cuero lo enterraban. Castro desató una cacería contra esa gente a todo lo largo de la isla. Husmeaban como perros por las fincas buscando la tierra removida.

Un día, en algún lugar de Pinar del Río, la provincia más occidental de Cuba, encontraron lo que sin lugar a dudas era un enterramiento. Allí estaban los restos de uno de los ya famosos vacunos… Cavaron ansiosamente; todo el que tuviera algo que ver con aquella parcela la iba a pasar mal, y eso los entusiasmaba enormemente. Para su sorpresa no encontraron ni un solo

hueso, ni la más mínima tirita de un pellejo. Encontraron armas. Taparon de nuevo el agujero, y pusieron vigilancia. Una mañana, ignoramos cuánto tiempo transcurrió, alguien vino al infortunado cementerio… En un régimen tiránico, cuando tienen un especialísimo

empeño en conseguir determinada información, cuando

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entre sus zarpas tienen a alguien que quieren que confiese lo que sabe y lo que no sabe, es extremadamente difícil que no lo haga. Habla. No importa cuántos días conlleve, ni los métodos que haya que emplear. No existe el habeas corpus, ni el mínimo derecho; policía y jueces son la misma y desalmada cosa, sin barreras, sin frenos. Fue cayendo célula tras célula hasta llegar, un día, al “Abuelo”. Un detalle siniestro de aquel hombre heroico: en

una casa de curar tabaco guardaba un innecesario y complicado archivo. Acorralado, prendió fuego al barracón y se enfrentó a tiros como todo un valiente, hasta caer muerto. Corajudo, bravío, murió defendiendo aquellas fichas con rugidos de fiera. Pero no todo resultó quemado... No necesitaron infiltrarnos. Una vaca, ya sin aliento ni mugidos, les abrió el camino.

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Una nueva crema de afeitar. Pero no pensaba en nada de ello en aquella noche de la celda atestada del G2. Entonces ignoraba cómo el amigo Pancho se las había ingeniado para llegar a tantas casas la noche del 16 de junio de 1964. La historia de la vaca fue reconstruida, pedazo a pedazo, meses después. Tampoco sabía que todos, sin excepción, de los que más

tarde irían llenando cada pedazo de aquella celda, habían caído a resultas del hallazgo de la tierra removida. Ni una pista. Todos hablaríamos de cualquier cosa menos de la causa por la que estábamos allí. Cualquiera de nosotros podría ser un miembro de Seguridad del Estado. Poco a poco se irían abriendo las pesadas puertas, hasta quedarme solo en la celda. Ya antes de vaciarse, una noche, había conocido a Formoso. Fui perdiendo la noción de las

fechas, de las horas. Todo siempre en tinieblas, Con una estudiada irregularidad en los interrogatorios y en las “comidas” que traían una tras otra en un muy reducido lapso, luego espaciadas, se llegan a ignorar fechas, noches o días. A veces, acabado de llegar a la celda, se abren otra vez los cerrojos y truena el eco del portazo para comenzar contigo de nuevo. Después hay lapsos de una agonía interminable en que no te vienen a buscar para interrogarte, pero lo estás esperando constantemente. No; no siempre

necesitan la tortura física del golpearte. Incambiado, repetitivo el juego en el que Formoso era el malo; el bueno te “aconseja”, “te entiende”, quiere “ayudarte”. Después desaparece y, aunque adivines los roles, el malo te resulta aún más malo; peor, muy peor. Quiere saberlo todo. Te dice que ya sabe ese todo, los otros se lo han dicho, Aurelio fue el primero, pero te conviene confesarlo por ti mismo para desbrozarte un poco tu

camino: ¿quiénes te han dicho algo?, ¿con quiénes has

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hablado de todo esto?, ¿quiénes son tus amigos, qué has dicho y qué has oído? Te dice claramente quiénes, de tus contactos, están en ese momento allí, en el mismo proceso: y por supuesto –añade-- ya han confesado. Sólo faltas tú que eres el más tonto y el más terco. De lo que no deja duda es de que él es el amo, que le importas un comino, y que, como Pilatos, tiene poder para condenarte o para absolverte.

Te das cuenta que, aunque no todo, saben ya mucho, además de que nunca necesitan nada para condenarte; pero buscan que contribuyas a que Pancho toque de nuevo en alguna otra puerta. Eso es lo crítico. Dios me ayudó a que el temible Pancho dejara tranquilos a mis otros amigos. Pero vayamos a lo de crema de afeitar. Recuerdo el 9 de julio de aquel año; por la cercanía a mi apresamiento todavía no había perdido la noción de las fechas. Desde el 16 del mes anterior no me había bañado, ni lavado los

dientes, ni me había afeitado. En mi lujoso hotel no había ni cómo ni con qué hacerlo. Se abrió la puerta y me tiraron un uniforme limpio. –“Tienes medio minuto para cambiarte”. Me llevaron a un cuartito donde había un sillón de barbería destartalado, maloliente, y un verdugo con una navaja. No chisté, no moví un músculo cuando me arrancó, a secas, la barba con la cuchilla vieja; no le iba a proporcionar el placer de quejarme; pero las lágrimas sí brotaron porque no dependen de nuestra voluntad, sino del dolor y la

impotencia. Aprendí que ellas no son la mejor crema de afeitar. Me condujeron, ya “limpio y afeitado”, a otro reducido cuarto donde aguardaban tres familiares míos. Después me enteré de que se habían dirigido a un poco más de medio mundo preguntando por mí y de que, en algún momento durante todo el proceso, Formoso les había insinuado --con tanto cuidado que en aquel momento no se dieron plena cuenta--

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de que había vías (dinero) que podrían abrir alternativas interesantes. –“Feliz cumpleaños” le dije a mi hermana. Ella no podía creer que me hubiese acordado en aquellas circunstancias. Era una visita de exactamente cinco minutos. Un guardia presente: Monzón de nuevo. Fue entonces que me dijo que había pedido que le entregaran mi caso y se lo habían negado. Fue la última vez que vi al ex marino de mi barco.

Nunca supieron, o sí, que todavía hoy, y para siempre, frente a un espejo, me iba a acordar de aquella crema que, a intervalos impredecibles, siempre el mismo verdugo de la cuchilla vieja y estropeada y brusca, me hicieron saborear en algunas, muy pocas, contadas veces.

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Hacia un futuro cierto Estaba esposado, en el asiento posterior de un muy pequeño auto, a dos entrañables y viejos (entonces jóvenes) amigos, Guzmán y Ojeda. Ahora nos unían además aquellas literalmente férreas anillas de filoso metal, camino a la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, entonces una de las

más temidas prisiones de la isla. No me cabía duda de que me esperaban, nos esperaban, largos y duros años de prisión. No me importaba. Una alegría extraña me embargaba: existía un derredor hermoso que hacía mucho que yo no contemplaba. Volvía, tras meses de cerrada tiniebla, a ver el Sol, las nubes, el cielo tan amado y tan azul. Me golpeaba sin rozarme el viento que abofeteaba el vidrio del autito sin que lograra alcanzar –

estaba seguro de que era su intención-- los rostros implacablemente ceñudos de los guardias. Atrás quedaba Villa Marista. No había habido juicio formal, no todavía; pero era en esa tenebrosa sede del G-2, de la policía política cubana, donde se decidía la muerte, lenta o de un tajo de cada hombre: si se le fusilaba o no, y cuántos años de encierro ese “no” significaba. La suerte estaba echada.

Cruzábamos las calles de La Habana con toda la prisa que permitían los años y la debilidad del coche. Veía a la gente caminando como siempre lo hacía, hacia ninguna parte, hacia el mismo lugar que siempre caminaban, sin que les estorbásemos nosotros, ni Fidel Castro, ni los uniformes que se apretujaban por las cansadas aceras de unas calles hastiadas de todos ellos. Ninguno alzaba los ojos hacia el cielo.

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Entonces recordé que mucho antes de haber estar encerrado en la KGB criolla, yo, como ellos, había dejado de apreciar la luz como diamante, la blancura grisácea de aquellas nubes y el inmenso espacio que ahora me estremecía hasta los huesos. Nos tiraron del auto, nos gritaron salvajemente; mostraban las bayonetas como dientes y los colmillos como bayonetas. Oí el chirriar de las enormes puertas de la fortaleza

cerrándonos la retirada para siempre. Sonreí de nuevo; por dentro solamente. Habíamos llegado.

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Un trozo de libertad Víctimas inocentes las había habido, muchas, desde los primeros años de la toma del poder político por los barbados comunistas. Pensaba en ello en el tiempo que me sobraba –a borbotones, paréntesis entre dos eternidades-- en aquellos abovedados muros de la malhadada fortaleza.

Ya a comienzos de 1959, como medio de implantación del imprescindible terror, golpearon a las clases profesionales profusa e indiscriminadamente, sin que mediara culpa; mejor si no mediaba. Médicos, abogados, profesionales de todo tipo fueron lanzados a la cárcel. La noticia volaba entre las zarandeadas clases. Nadie se podía considerar exento; nadie sabía quién iba a ser el próximo; a qué familia la iban a desgarrar. Tranquilos. No se muevan. No se atrevan…

Después ya no. No hacía falta. Había quedado claro que el terror era dueño. El presidio se iría nutriendo, natural y abundantemente. ¿Cómo no iban a proliferar enrejados y rejas si había un motivo, un origen, un estandarte, un camino que andar? Ya en Seguridad del Estado empezaba a había comentado a barruntar el papel heroico del presidio. Era el grito desafiante a un régimen que exigía sumisión total y no

admitía discrepancias ni voces ni actitudes disonantes. Habría un bastión que le gritaría al régimen su ilegalidad, sus atrocidades; que le decía que no lo aceptaba, que no era tolerable su ignominia. Era denuncia y rebeldía, bandera alzada a contrapelo, ejemplo. Había una misión hermosa que cumplir En medio de aquellos muros se levantarían aulas, una universidad, se daría y recibiría formación política y social; se erguiría una iglesia no

tan silente: oraciones, catequesis. Allí iría creciendo lo que

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faltaría luego afuera: dignidad, hombría de bien, virilidad. Era el trozo de libertad ya conquistada. Lo intuían ellos, y golpeaban por impotencia, por desesperación, por miedo. La prisión, la esclavitud, podrían extenderla de las rejas hacia fuera, nunca hacia adentro: comenzaba en los esclavizados y hostiles carceleros, y se iba extendiendo

férreamente en las filas de los adeptos al sistema. Pobrecitos ellos.

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La Fortaleza de San Carlos de la Cabaña

La Fortaleza es un complejo militar situado en la entrada de la Bahía de La Habana, que junto a la fortaleza de San Salvador de La Punta y el Castillo de la Real Fuerza de La Habana defendían la ciudad

frente a cualquier ataque enemigo o pirata. Los ingleses tomaron el casi inexpugnable Castillo del Morro, principalmente gracias a que lograron capturar la loma donde posteriormente se edificaría la Cabaña, sirviéndose de esa privilegiada posición para su artillería cuando invadieron La Habana. un ritual simbólico en homenaje al pasado.

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La Cabaña es la más grande edificación militar construida por España en América, cubriendo un área de 700 m de largo por 240 de ancho. Tiene forma de polígono, el cual está compuesto por baluartes, revellines, fosos, camino cubierto, cuarteles y almacenes. En ella se alojaban las mejores unidades del ejército español en Cuba. Durante las luchas

independentistas del siglo XIX, no pocos héroes cubanos, entre ellos José Martí, fueron prisioneros de sus rejas y muchos fueron ejecutados en el Foso de los Laureles.

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Los incomunicados. La Cabaña es una muy antigua fortaleza española que se alza imponente al este de la Bahía de la ciudad de San Cristóbal de La Habana. Cuando tras meses de estar encerrado en Seguridad del Estado llegamos a ella, nos colocaron en la galera en que situaban a los recién llegados. La llamaban así: de los incomunicados. Nunca entendí el

porqué del nombre: lo habíamos estado, lo estábamos, y lo continuaríamos estando por el resto de nuestras condenas. Las visitas de nuestros familiares fueron siempre muy cortas, muy vigiladas, e impredecible y brutalmente espaciadas. Aparte de esas escasas ocasiones, tendían un aislamiento total a nuestro derredor, una red de silencio inquebrantable. Por eso las huelgas de hambre en la prisión resultaron tan heroicas y radicalmente honestas: carecían del elemento imprescindible de la propaganda: de ellas nos

enterábamos nosotros y los guardias. Si me permiten una digresión, una de esas huelgas constituyó un testimonio de un pasaje evangélico que hasta entonces, para mí, había tenido un signo diferente. Desde muy niño había pensado que aquellos cuarenta días de Cristo en el desierto, sin comer, era un número simbólico. Una de esas prolongadas huelgas, en la que participaron decenas de hombres, duró más de cuarenta días.

Llegamos a los Incomunicados un día de septiembre de 1964, y cuando entramos nosotros tres en la galera, el primer grito que escuchamos fue: -“¡Carne fresca!”. La broma era de mal gusto para unos asustados recién llegados. De allí recuerdo tres anécdotas que no se repetirían en mi vida:

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Estábamos todos con la misma ropa y bajo las mismas circunstancias. Desaparecía todo lo que fuera puramente aparencial. Cuando de joven veía en la prensa las fotos de los ministros del gobierno, de los “generales y doctores” con sus trajes almidonados, sus escoltas, sus enormes y brillosos autos, no me cabía duda de que todos ellos eran unos seres excepcionalmente talentosos y bien equipados para tareas sobrehumanas. No todos. Nada más apartado de

la realidad. Me los encontré allí, ya despojados de toda gloria y abalorio y fue un muy frustrante desencanto. Algo aprendí: el que alguien esté en la cumbre, o en cualquier sitio, sólo dice que está en ese sitio, y nada más. Recordé la fábula de la serpiente a la que el águila, sorprendida de encontrársela en la cima de la enorme montaña, le pregunta cómo llegó hasta allí: reptando.

Muchos dormíamos en el piso. No había “camas” (me ahorro otra descripción) para todos. Había en el suelo unos extraños agujeros que muy pronto descubrí para qué servían. Frecuentemente se inundaba la galera, en ocasiones mientras dormíamos, a veces en pleno día, y un agua extraña comenzaba a brotar abundantemente por aquellos huecos. Eran aguas albañales. Nos levantábamos con prisa; esperábamos a que las apestosas aguas retrocedieran a su antojo hacia sus agujeros; limpiábamos los excrementos y, si todavía

era de noche, tratábamos de reconquistar el sueño.

Conocí a un hombre que resultó estar emparentado de algún modo conmigo. Algunas de las muy desvencijadas literas eran de dos pisos. Aquel simpático personaje, alto, fuerte y feo, vivía en una de las de arriba. No importa a la hora del día o de la noche en que fuéramos al “baño” (otra descripción que paso

por alto) y pasáramos frente a él: lo encontrábamos

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indefectiblemente sentado en su litera, abanicándose con un pedazo de cartón —el calor era enorme—, siempre en vigilia, siempre en calzoncillos, siempre sonriente. Pasaron semanas y semanas. Nunca durmió. Nunca dormía.

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Se marca mi vida para siempre. En prisión las amistades se construyen y se constituyen sólida y rápidamente. Pepín me tomó del brazo aquella mañana y me preguntó si quería leer algo interesante.

- “Por supuesto que sí”.

Respondí sin tener que pensarlo. - “Ven conmigo al quinto piso”

Se trataba, por supuesto de la litera superior, la más cercana al techo, aquella en que el yute y el vapor se juntaban para que la temperatura escalara hasta hacerlo todo sofocante; pero la más segura por alejada de indiscreciones. En las prisiones había comunistas castigados; y otros que se ofrecen, para ganar méritos, a

servir de espías. Subimos. Me extendió un cuaderno, de esos que usan los niños en las escuelas, y comencé a leerlo. Decía más o menos: “Cuba es una isla, con numerosos cayos e islotes que la rodean; su extensión es de 105,000 kilómetros cuadrados....” y continuaba en el mismo tono.

- “Esto no es interesante para mí; hace ya mucho que lo sé”. Le dije.

- -“Sigue leyendo”. Continué por unas pocas páginas con aire displicente, hasta que de pronto me hirió una frase cortante: “Que tu vida no sea una vida estéril -Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la senda viscosa y sucia que dejaron los sembradores del odio. – Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”.

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Algo extraño me estremeció de mi más arriba hasta mi más abajo, como si a un tiempo me besara y me abofeteara el alma. Aquello había sido escrito para mí, expresamente para mí, a mi medida. Pero ¿iluminar, yo, allí?, ¿encender todos los caminos de la tierra en medio de aquella soledad? Me sacudía el reto y lo sentía directo, al pecho. ¿Cómo?

Devoré el resto de las páginas siguientes con furia y hambre. De pronto: “Cuba fue descubierta en 1492 por Cristóbal Colón...”. Había llegado a la mitad del cuaderno. Pasé unas páginas con precipitado nerviosismo, hasta que encontré “Camino” nuevamente. La razón por la que lo escondían era obvia. Una de las experiencias más terribles de prisión es cuando escuchas el angustioso grito de “¡Requisaaaaa!”

En aquellas requisas, los pocos guardianes que sabían leer revisaban los libros y cuadernos; los abrían por el comienzo, por el medio, y por el final. Camino se escondía entre páginas de geografía, de literatura, de historia. Nunca hemos sabido cómo entró el primer libro a la cárcel política, ni quiénes lo copiaron a los numerosos cuadernos que circulaban clandestinamente por las prisiones.

“Que tu vida no sea una vida estéril...”. Tendría que haber un medio de lograrlo. Una intuición profunda me golpeaba, me removía. Aquel cuaderno, esa inquietud, marcarían mi vida para siempre.

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“¡Requisaaaaa!” Junto con el chocar de los hierros de los guardias contra los barrotes, las rejas que se abren, los gritos demoníacos de la soldadesca, las bayonetas, tienes que salir apresuradamente de la galera, vacías las manos; en algunas ocasiones –lo

gritan y lo ordenan-- sin ropa alguna. Afuera, en el patio, esperan docenas de guardianes, bestias: golpes brutales, el hierro que corta carnes sin motivo y con saña, heridas que se abren. Adentro, nada te pertenece, ni la misma miseria es tuya; rompen, revisan, leen, te hacen sentir la rabia de la invasión en lo poco muy poco que creías tuyo, de aquellas ínfimas cositas que para ti son un tesoro y a lo que te aferras: una libreta, un cortaúñas, un libro, una cajetilla de cigarros. Cuando regresas está todo revuelto,

destrozado, fuera de su lugar: en otro sitio distante de tu wilaya, o ausente porque se lo han llevado arbitraría, cruelmente... Para ser comunista no hay que ser inteligente, si bruto mejor, basta con ser malo. Los más brutos de los brutos –los más malos de los malos-- iban de custodios a las prisiones. De muestra un botón: en una ocasión uno de ellos le gritaba a un preso para que se apurara: -“Dale a cien mil,

que es más que a millón.”; de aquellos dos números, quizá los únicos que había oído mencionar, uno era más largo y debería ser mayor. ¿Y por qué duelen?, ¿Y por qué marcan? ¿Y por qué dejan esa huella indeleble que ya no sana; que después de tantos años, todavía rebela cuando alguien osa asomarse a tu privacidad no importa cuán honda o superficial?

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Despojado. Sin propiedad y sin privacidad, se dividen tus vestiduras y echan a suertes a tu manto hasta quedar en cueros, miserable. Y si no eres fuerte, con fortaleza que es prestada, si no te apoyas en lo sobrenatural, si tu alma no se alza y se afinca aleteando en la Gracia, degradas. La indigencia y la opulencia materializan, el lujo la pobreza extrema se hermanan.

La penuria te hace aferrarse con despiadado brío al cartoncito que es de oros, al libro viejo que lo ves cuajado de brillantes. Nobleza obliga al noble, y ante el noble inclina. La indigencia mengua, ahoga, pervierte, deprava. Gritan requisaaaaaaa. Allá vamos, para que sientas que somos dueños, que eres menos que esclavo. Duele, marca, es indeleble, rebela, no sana.

En Cuba había un poeta, Agustín Acosta. Se compuso una parodia cuyos versos atribuíamos jocosamente a “Agustín, el posta”. Una de las improvisadas rimas resumía: “Qué triste es una Misa en el exilio. Que dura una requisa en el presidio”.

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Alguien tiene que hacerlo… …¿por qué tengo que ser yo? Mi amigo me lo volvió trizas: “…alguien tiene que hacerlo: ¿por qué no yo?...”

El primer reto, como cariñosa bofetada. Iba en serio. El medio era huraño y receptivo, rechazaba y clamaba. Era extraño. Nada que pensar. Nada que dudar. Algo estaba claro: no se podrían “escapar” al asalto. Las cercas los cercaban. Cristo apretaba. Demandaba. Urgía. No se estaba allí para holgazanear ni bañarse en quejas. Dunc in altum: a echar

las redes mar adentro, sin importar que en toda la noche de nuestras vidas nada hubiéramos pescado por no haber tenido barca ni haber lanzado redes. ¿Cómo se haría? Aprenderíamos a pescar, pescando. Ir uno a uno a los amigos, a los más cercanos. Organizar rosarios ante todo. Con la Virgen sería más fácil. Otros se irían pegando. Los traería Él, que era el que llamaba y escogía. Recordé que había hablado de recoger la mies. No

habría que roturar, ni sembrar, ni harían falta regadíos. Era tomar los rubios granos del trigal alargando la mano a las espigas ya maduras y frescas. Para sembrar hubiera tenido que entender de suelos, de adecuadas semillas, de estaciones, de abonos y de bueyes. Para recoger bastaba caminar entre los campos, y una cesta. Tampoco tendría que descubrir el fuego ni inventar la rueda. Era Él el que quería que ardiera y se incendiara, y todo iría

sobre ruedas. Ya otros trabajaban. Arrimar el hombro, y

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darle duro. Rezar, confianza; era Su obra y había mucha necesidad del Cristo entre tanta gente tan hambreada, que desfallecerían por aquellos caminos donde todas las fronteras se cerraban. Las camisas eran de mangas cortas: no había que arremangarse sino el alma. Las “P” estaban en las piernas y la espalda: impulsaban, y empujaban.

Tendría alguien que hacerlo. ¿Por qué no yo?... También, precisamente yo que era el menos adecuado, como aquellos primeros.

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De un oficio peligroso. Nos despertaban a eso de las cuatro y media de la mañana. Desayuno dentro de la galera. Uno cubo y un saquito de yute para repartir entre todos. A cada uno le tocaba unos sorbos de un líquido caliente: creemos, sin poder jurarlo,

que de agua con azúcar prieta; además una lasca de pan tan fina que bromeábamos acerca del peligro que correría el encargado de cortarlas: las revisábamos con una sonrisa buscando sangre en la menudita ración. No era fácil la profesión de aquel osado cortador de rodajas. ¿Para qué tan temprano? Molestar era la razón de ser de aquellos carceleros, romper el sueño con el que escapábamos de aquella infrahumana situación: apresurar el

placer de arrancarnos de la incomodidad de una estera llena de chinches a las que vencía nuestro agotamiento por debilidad física; y con ello traernos a la realidad de sus semblantes sarcásticos, de sus colmillos prominentes, sucios, jamás lavados, de su baba de lobos, de su odio marcado. A las nueve de la mañana nos sacaban a almorzar. Largas filas de uniformes amarillos, con sus P en las espaldas y en

cada pierna, que se encaminaban al comedor entre nutridas filas de soldadesca. Todo apretado en cercas de cantería, enorme, de la altura de varios hombres, que dejaban ver un pedazo de cielo. Unas largas mesas de piedra, con sus asientos trabados a ellas, de igual longitud y de idéntica materia. El líquido ahora era diferente. No mejor, ni mucho más abundante. Para que supiéramos que no era el desayuno, lo

daban a esta hora. Algo importante: otra rodajita de pan.

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Creo que es buen momento para explicar que cada preso poseía una cuchara, el único instrumento que estábamos autorizados a tener. Para los que nunca les han brindado la oportunidad de meditar acerca de ello, es conveniente aclarar que es, también, el único instrumento realmente necesario. Además de que el cuchillo y el tenedor se consideran herramientas peligrosas en una cárcel, no son imprescindibles. El tenedor no sirve para líquidos. Sin mucho

que cortar, y la conveniencia de tener manos y dedos, se puede prescindir del cuchillo; además de que, uno de los bordes del puño de la cuchara se puede afilar –no mucho que se note– contra un barrote, y reemplaza la función del cuchillo prohibido. A las doce del día regresábamos al comedor para la cena. En un plato de latón la comida. Yo tenía una cuchara grande… y buen humor; por lo que me entretenía en poner toda la

ración en ella, y de un solo bocado engullía toda lo que me tocaba. Otra rodajita de pan que había que consumir, obligatoriamente, en el comedor. Desde el mediodía, hasta las cuatro y media de la mañana del día siguiente, el tramo se hace y es interminable. Había que arriesgarse a llevar el pedacito de pan para la galera para poder tirarle algo al hambre cuando más apretase. Si alguno era sorprendido en la criminal tarea de esconder el pan para más tarde, lo echaban en las celdas de castigo.

Muchos iban a dar allí con sus huesos al ser sorprendidos en este increíble contrabando; otros, menos desafortunados, lograban salvar aquel trofeo que les haría la noche menos torturante. Uno de esos pedazos de pan iba a constituir -- no lo imaginé al comienzo de mi encarcelamiento --, una de las más hermosas tragedias que se vivía semanalmente en prisión, y a la que nos referiremos más adelante

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Las Wilayas Ocho galeras daban al patio principal de La Cabaña; todas atestadas de presos. Eran como bóvedas en arco con paredes de un extremadamente generoso espesor. Al entrar a cada una de ellas, a la derecha, había un hueco en el piso,

que servía las veces de inodoro, y de lugar de aseo. Al final de cada galera había una pequeña abertura ovalada, nacida desde el suelo, la que se continuaba en un pequeño túnel que daba a los fosos que rodeaban toda la fortaleza. En ambos extremos de este túnel había una hilera de barrotes gruesos. Varias veces al día un guardia entraba a la galera y daba golpes con un pedazo de hierro contra los barrotes para comprobar que no habían sido limados. Ese colindar de cada galera con los fosos tendría una importancia tremenda

en la vida de los presos; luego volveremos e ello. De los incomunicados me trasladaron a la galera ocho. La numeración comenzaba con el número siete, y se continuaba consecutivamente hasta la catorce. Interiormente no eran ni muy largas, ni anchas, lo cual permitía hacer aún más miserable la vida de los presos. Hacinaban a cientos en cada una. Para que cupiera una mayor cantidad habían colocado barras verticales de hierro y

entre cada ellas colocaban cinco pedazos de yute, para que durmieran cinco presos. Estas difíciles estructuras se extendían en dos bandas, a ambos lados y a todo lo largo, con un estrecho pasillo por el medio, donde también dormirían presos en el suelo. Cada dos torres de literas con su pasillo intermedio le llamaban una Wilaya, nombre tomado de los argelinos. Cada una era como un hogar en que se iban acomodando los

amigos más próximos, amén de que se hacían más prójimos

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y amigos los que les tocaba vivir en ese reducido espacio. Recuerdo que cada cual se refería a “mi wilaya” y ése término abarcaba tanto al espacio físico como a los que convivían en ella. Me tocó la que quedaba al final, a la izquierda: era la wilaya de Lavín, por ser el preso de mayor antigüedad de los que nos apretábamos en ella. Fui un privilegiado: leer era importante, y por el día éramos los más cercanos al pequeño

túnel por donde entraba la luz; por la noche los focos del otro lado del foso iluminaban tenuemente y nos comía la vista: no interesaba: leer, repito, era importante. Aun los privilegios tienen su contrapartida: ir al baño por la noche era una epopeya de equilibrio y audacia: toda una alfombra de cuerpos dormidos en el estrecho pasillo se interponía entre el baño y nosotros...

No se me olvidan unos personajes muy importantes que participaban absoluta y totalmente de nuestra vida, la enredaban, la volvían roja: las chinches. Este animalito, según el diccionario de la Lengua Española, es “un insecto hemíptero, de color rojo oscuro (por supuesto, añadiría yo), cuerpo muy aplastado, casi elíptico, de cuatro o cinco milímetros de largo, antenas cortas y cabeza inclinada hacia abajo. Es nocturno, fétido y sumamente incómodo, pues chupa la sangre humana taladrando la piel con picaduras irritantes. Abunda en las casas viejas y desaseadas, con

especialidad en las camas durante el verano”. Lo he copiado literalmente ahora porque me llama extraordinariamente su exactitud, aunque nosotros lo aprendimos sin necesitar tener un diccionario a mano. Cada wilaya tenía sus propias legiones, y entre todas formaban un formidable ejército que aliado al hambre constituían el más formidable ejército que pueda armarse.

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Esos aguzados enemigos, uno en la piel y el otro bien adentro, se encargaban de mantenernos despiertos la mayor parte de la noche. Por eso no tenía gran relevancia si en el largo camino entre mi litera y el baño, y en parte estorbado por mis pies grandes, tropezaba con algunos de aquellos cuerpos tendidos por el piso; en definitiva, los otros no estaban, tampoco, tan dormidos.

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El hambre duele. Cuando hay hambre se habla de comida. Lino López Quintana del Valle: alto, rubio, fuerte, con ojos que reflejaban en su verdor de yerba limpia su pureza de alma. Había trabajado en una tienda de venta de zapatos en lo que llamábamos el paradero de la Víbora, barrio en el que

yo había desplegado mis años juveniles. Después “alzado” con los rebeldes de la Sierra Maestra, capitán si la memoria no me falla, terminó siendo el administrador de nuestra cooperativa en presidio. Varios amigos uníamos los alimentos que nos traían nuestras familias en las esporádicas visitas que nos permitían, y se nombraba un administrador que era quien las iba espaciando, alargando, para que durara lo más posible, y que no era mucho: unos pocos días.

En aquellas largas conversaciones con que tratábamos de entretener las noches, Lino contaba que si algún día lograba salir en libertad iba a enganchar una hamaca en un cuarto de su casa, de pared a pared, sin ningún otro mueble en ella. Desde el techo colgarían unos cubos repletos de papas fritas, de trozos de carne; otros, por el piso con chorizos, jamón en trozos, opulentos quesos... Tendido en la hamaca, leería incansablemente, mientras con las manos, iría

alcanzando lo que hubiera en los cubos hasta vaciarlos. Ya en libertad no logró su sueño. Nunca saldría de Cuba. Un día escapó, junto a Carrión, de una de las cárceles en que estuvimos juntos. A Carrión lo mataron a tiros. A Lino lo capturaron y fue de nuevo a prisión. Lo vi, furtivamente, años después, en otra cárcel, cuando ya

él, cumplida su condena, estaba en libertad. Andaba

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entonces, siempre, con una pequeña bolsita de plástico colgada de la cintura, en la que llevaba un espejito, un anzuelo, una pita de pescar, una cuchara, y una cuchillita de afeitar. Me confesó que era para alzarse de nuevo porque nunca más iban a estar preso. Trató de escapar a la Base Naval de Guantánamo, tratando de llegar a territorio norteamericano. Voló en pedazos, todavía en territorio cubano, al tocar una de las minas

sembradas en el campo que lo separa de Cuba. Cuando alguien nos dice que ha pasado hambre, le preguntamos lo que ha sentido. No da en el clavo. Se siente un dolor agudo, insoportable, en el vientre; no se puede respirar ni dormir. Entonces las chinches importan un bledo, y, con las pocas fuerzas que quedan, se habla de hamacas, de cubos, y de sueños que nunca llegan a realizarse.

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De la Gran Psiquis. El diecisiete de diciembre de 1964, temprano en la mañana, fueron voceando nuestros nombres por las galeras. Llegaba el juicio. Antes de llevarnos tocaba el ritual del patio. Una o dos veces al día, siempre a capricho y sin hacerlo regla, abrían todas

las galeras, y nos permitían salir a aquella especie de explanada, no muy extensa, que se encerraba entre las galeras y los enormes muros que en esos momentos coronaban de guardias con ametralladoras. Allí nos apretujábamos, apenas cabíamos en ese espacio, para ver el cielo y conversar con los prisioneros de las otras galeras. Me lancé con ansiedad en búsqueda de Aurelio. Muchos años atrás él había pertenecido al partido

comunista. En la época de su juventud había dos tendencias políticas extremas que apasionaban a una juventud, eternamente idealista, y hacía que muchos se enrolaran en sus filas: el fascismo y el comunismo. Martínez Ferro había optado por la extrema izquierda; después, naturalmente, la había abandonado al comprobar la inicua falsedad de su doctrina. Eso me preocupaba más que ningún cargo político que pudieran esgrimir en su contra: el haber sido miembro del partido, y haber desertado, no se perdona. Temía lo

peor: su fusilamiento. Le encontré sin mucha dificultad, porque él también me buscaba, y porque nuestras galeras estaban adyacentes; a Martínez Ferro lo encerraban en la galera siete. Le abracé con más emoción que nunca: no quería que se diera cuenta de mis miedos, de mi extrema preocupación por su destino. Escondí mis sentimientos detrás del pretexto de la incertidumbre que encierra todo juicio, especialmente en los

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regímenes comunistas. Se me perdió entre los brazos porque era pequeñito, pero lo agarré con el corazón. El discurso tendría que improvisarse, Dios me lo tendría que inspirar, porque otro temor aún mayor que su cercana muerte me invadía: mi amigo no creía en Dios. Digámoslo con más precisión: no en el Dios que brota del catecismo. Me asustaba la idea de su encuentro con el Dios, otro, al que me habían acercado desde que era muy niño.

- Aurelio, amigo, ignoramos en que va a terminar esto. No

creo que sea el gran final; pero tenemos que actuar pensando en lo peor, porque lo que no podemos hacer es confiar en la bondad de esta gente. Son asesinos. Se mueven acorde a lo que su instinto político les dicta. Ellos nos temen más a nosotros, que nosotros a ellos. Debemos todos prepararnos para un posible encuentro con Dios.

- Jorge –y tendió su mirada lejos, al infinito--, hoy se me

va a descorrer el velo que me separa de esa Gran Psiquis.

- Reza, Aurelio. Todos recemos.

Eso fue todo. Yo no podía continuar hablando. Me preguntó que si tenía algún pañuelo que le prestara. Saqué de mi bolsillo el único que tenía y se lo di. Era blanco con un delgado filo verde en derredor; tan fino y

breve como mi esperanza de que lo pudiera volver a abrazar al día siguiente. Lo hice en aquél momento, fuerte, largamente. No lloré porque le había dejado al barbero del G-2 todas las lágrimas. Confié en que la misericordia de Dios se situara, aquella noche, entre Aurelio y las balas.

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Son unos criminales... Llegó el momento. Un poco más tarde. La mañana de aquél mismo diecisiete de diciembre, en una sala de la misma Fortaleza de La Cabaña: cárcel y tribunal bajo un mismo techo, que las injusticias siempre andan de bracete.

La sala era pequeña, y la componían en esencia, si nos atenemos a quienes la ocupaban, tres estamentos: tribunos y sus guardias, los condenados (nadie, jamás, fue declarado absuelto), y los familiares. Estos últimos, cuando llegamos, ya estaban allí, en bancas, separados de nosotros por una fila de soldados. Nunca pregunté cómo ni cuando les habían avisado. ¿A nosotros?: esa mañana. No éramos muchos los que comparecíamos aquel día como

condenados; el numeroso resto de los del Frente Unido Occidental los habían ya juzgado o serían llevados allí en días sucesivos al mismo teatro, con los mismos jueces-actores, la misma culpabilidad, en el mismo escenario. Aurelio Martínez Ferro quedó atrás, en el extremo derecho de la última de nuestras filas, exactamente un puesto a la derecha de mis espaldas. Le miré de reojo. Estaba pequeñito en su sitio, tranquilo, escondido detrás de sus muy gruesas

gafas. Recordé entonces que en Seguridad del Estado había pedido papel y pluma y había desarrollado una nueva teoría de medición para situarse en el mar que, aunque me la explicó detalladamente en unos de las ocasiones en que nos sacaban al patio, borré completamente de mi mente; acaso por saber la inutilidad de unos papeles que los interrogadores, bien enraizados en la cultura proletaria,

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echarían a la basura sin mayor entusiasmo. Intenté una sonrisa que me devolvió hecha un garabato. Aproveché la espera de nuestros jueces para decir que tenía que ir al baño. Tendría que atravesar un pasillo, flanqueado de guardias, entre los familiares. Al menos vería a mi familia. Al pasar a su lado comentaron entre ellos y para que yo lo oyera: - “Ayer, María Antonia dio a luz una niña”. Tenía otra sobrina de mi única hermana. Mientras a unos los

fusilaban, otros nacían. Llegaron los jueces, el fiscal (conocido como Charco de Sangre), y los abogados; estos últimos vestidos de civil, y uno de ellos de uniforme verde olivo, el defensor de oficio. Unos pocos de los acusados, inútilmente, para lo único que servían era para traer y llevar recados a las familias antes del juicio, habían nombrado sus abogados, vestidos de civil. Al resto nos defendería el esbirro.

Comenzó… aquello… Leyeron las penas que solicitaba el fiscal: coincidirían exactamente con las sentencias con que condenarían a cada cual. Era el libreto. Tres grupos de peticiones de sentencias: varios a treinta, varios a veinte años, uno a fusilamiento: Aurelio Martínez Ferro. Charco de Sangre nos miraba. Clavó sus pupilas despiadada y sarcásticamente en Aurelio. Se reía. Me revolvió, con asco, cada entraña.

Martínez Ferro se inclinó hacia nosotros, y en susurro dijo: - “Me alegra el que a ninguno de ustedes lo vayan a fusilar.” Como un padre, estaba preocupado por nosotros. Temblé. Pensé por un instante que me habría hecho falta, él lo tenía, mi único pañuelo. No era necesario; un estremecimiento extraño, al oírle, me había arrancado todo nervio.

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La costumbre se había repetido: nos acusaban de agentes de la CIA. Por extrañas razones que nunca he llegado a comprender, en los regímenes comunistas, aunque ellos conozcan los hechos hasta la saciedad, a una enorme cantidad de detenidos se les acusa, inveteradamente, de un delito que no han cometido. Los abogados defensores fueron, uno a uno, desarrollando su inútil tontería. Después de ellos se levantó, falso y

ceremonioso, el nuestro: su uniforme verde olivo hacía juego con su bilis, todo de oficio: -“Mis defendidos... (y pronunció, como saboreando un dulce, nuestros nombres)... son unos criminales que merecen la pena de muerte. No obstante, como la Revolución es generosa, pido que les sea conmutada por las siguientes sentencias...” y leyó, repetitivamente, el bocadillo que acorde al autor de la obra, le tocaba recitar. Para entonces me interesaba un bledo lo que dijera.

En algún momento, mas tarde, terminó la farsa. Con mucha anticipación mi espíritu y mi imaginación habían abandonado la sala. A Aurelio, al final del juicio, Charco de Sangre, con su sonrisa mueca, le dijo que podía apelar. La apelación fue allí mismo, inmediatamente, ante los mismos jueces, el mismo tribunal.

- “¿Tiene algo más que aclarar?”

Las últimas palabras de Aurelio fueron, exacta, literalmente, como si todavía las estuviera oyendo: -“Habría tantísimas cosas que aclarar...”. No dijo más. No se lo permitieron. Ratificada la sentencia, su propia sentencia, la del mismo tribunal por el propio tribunal, lo arrancaron del lugar. No lo vería más. Era de noche.

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De la Fiesta. La sentencia a muerte se ejecuta inmediatamente. Una vez condenados los llevan a una celda retirada, cerca

del sitio del fusilamiento. El regresar a la galera después del juicio significa que a uno no lo van a matar. Al traspasar las rejas, se agolpan todos alrededor de los que entran, ansiosos, y preguntan, como esperando un milagro que nunca llega, por la suerte de los otros. -“A Aurelio Martínez Ferro lo fusilan esta noche”. Rezamos el Rosario. Cuando lo terminamos, como teníamos

algunos medicamentos traídos por los familiares, me sedaron con una dosis suficiente de modo que no oyera el fusilamiento. Caí en un estado de sopor profundo. Sucedía así: Desde tiempos de la Colonia, a las nueve en punto de la noche se disparaba un cañonazo desde La Cabaña. En aquellos siglos significaba que se cerraban las puertas de la ciudad. Después se continuó la costumbre ya como parte del

folklore. En la prisión, era la impuesta hora del silencio. Repito ahora que el colindar todas las galeras con aquellos fosos que la rodeaban y oprimían, tenía para nosotros una triste y radical importancia. Era en los fosos donde estaba el paredón de fusilamiento, y a través de los pequeños túneles al final de cada galera, entraba agudo, hiriente, cuanto ruido se produjera en ellos. Con toda la malvada intención que les

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cabía y les cabe en el pecho, después de las nueve de la noche comenzaban a ejecutar a los condenados a muerte. Traían extraños espectadores a la escena. Intuyo que unos obligados y otros encantados. Todos escarmentados. Se escuchaban nítidamente las risas de los invitados a la ejecución (“La Fiesta”, la llamaban ellos), las órdenes de fusilamiento; el grito de “Viva Cristo Rey” que atravesaba los aires hasta los cielos -- última frase y testamento de tanto

mártir cubano antes de que le arrancaran la voz destrozándole la vida. Luego, el tiro de gracia; el chocar del cuerpo muerto cuando lo arrojaban, como se hace con un saco, hacia lo que siempre supusimos que era la parte trasera de una vieja camioneta que emprendía un ruidoso y cansino andar hacia sabe Dios qué lugar de entierro. Nunca les entregaron el cuerpo muerto a los familiares. Cuentan que cuando sonó la descarga, en aquella noche que

le arrancó la vida a Aurelio, a pesar de estar yo inconsciente, saltó todo mi cuerpo en una sacudida en la litera. Ni aun en coma hubiera yo dejado de tributarle mi adiós a Aurelio.

“La víspera de la fiesta de la Pascua,

como Jesús sabía que había llegado la hora de pasar

de este mundo al Padre…” Jn. 13

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Con un pedazo de pan y sin un poco de vino. También don Segundo Sombra afirmó que las circunstancias no hacen al hombre; demuestran quién es. La prisión radicaliza, define, fuerza a que brote lo más hermoso o lo más vil de cada cual. Te pegas a Dios, te aferras a Él desesperadamente; o blasfemas. Creces en el

dolor, te purificas, te agigantas; o degeneras. Cada día nos reuníamos en torno al Rosario. Hombres adustos, hoscos, adolescentes tiernos, todos de pie, en círculo viril, desgranaban las cuentas, o contaban con los dedos. Cristo era el asunto. Presidía la Señora. Las voces, moldeadas por los días, armonizaban con su normalidad o su agonía. Se hacían bloque que atravesaba

muros y ascendía verticalmente al cielo, sin rodeos. Al final, la Salve. Se cerraba luego con la plegaria al patrón de lo imposible; san Judas tenía que resolver aquella situación: o cortaba a lo gordiano --lo sabía el apóstol-- o no habría solución. Alguien vigilaba la entrada para que los guardias no sorprendieran. Rezar era un crimen. Orar es una conspiración atroz en un régimen ateo. Ni César ni burgués

ni Dios, afirma la Internacional. Para que haya un nuevo César y se pueda aburguesar la nueva clase, hay que perseguir a Dios ferozmente. Una vez a la semana, la Paraliturgia de la Palabra. Alguien presidía, otro hacia la homilía, todos rezaban. Después de la Palabra, el pan. Y aquí hay que hacer un aparte importante. La gran batalla

consistía en ver quién donaba el pan. Todos querían dar

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aquel pedazo hurtado en el comedor a riesgo de ir a parar, siempre indefinidamente, a la celda de castigo: aquel trozo de alimento que podía marcar la diferencia entre dormir algo esa noche, o no dormir. A veces la pugna por el honor de pasar más hambre era tan intensa que teníamos que tomar una mitad de cada uno de los dos que rivalizaban con mayor obstinación. Tuvimos que terminar poniendo turnos. Seguíamos el ritual de la Misa estrictamente: no nos

apartábamos ni una tilde del texto, nadie inventaba, queríamos ser Iglesia en rigor. Pedíamos a Dios que bendijera el pan. No era Eucaristía; pero lo comíamos con fruición, con ganas, con la ansiedad de a quien le está prohibido el Cuerpo de Cristo. Entonces es que se extraña: cuando no se tiene, cuando no se puede. Cuando es imposible las ansias consumen; y nos arrepentimos de no haberlo hecho antes más a menudo, diariamente. Aquel pedazo de pan, no bastaba, aumentaban las ganas…

Apretujados en torno a Dios, partiendo y comiendo desesperadamente aquel trozo de pan robado al hambre. Sobraba sangre derramada en aquel entorno. No habría vino.

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Intocables. Me cuenta Pedro que en la Wilaya de Aurelio colgaba una mano de platanitos manzanos. Se los había traído su hermana en la última visita antes del juicio. Con tristeza, como un recuerdo amargo del que no queremos

deshacernos, los acariciaba Martínez Ferro con su vista cansada, agigantados por los gruesos lentes. Imaginaba, estoy seguro las penalidades por las que tenían que pasar los familiares para traer la “jaba” con comida cada visita. ¿Por qué las permitían los carceleros? Era un refinado medio de tortura para todos. En un país de total escasez, en el que las raciones que vendía el gobierno alcanzaban apenas para una semana de mal comer, aquellas jabas eran una

verdadera ostentación de muchas cosas: para los presos, del sacrificio inmenso de los familiares; para los familiares, del hambre de los presos; para los amigos y vecinos que ayudaban a los familiares con alimentos, del terror de una prisión a los que podrían ellos también ser condenados; para los estúpidos carceleros que requisaban cada paquete minuciosamente, representaba el tormento de ver comidas que ellos nunca probaban y que los convertían en seres más sádicos, más duros, con los familiares y los presos.

El hambre aumentaba cuando la jaba se terminaba. Los familiares lo sabían y trataban de romper un imposible: la crueldad tajante que no dejaba que el peso de la jaba sobrepasara ni una onza el límite impuesto. Inútilmente luchaban los presos para que sus seres queridos, a quienes todo les faltaba y todo lo entregaban, fueran menos generosos: para traerles aquel poco tenían

que dejar de comer, privarse del mínimo que les vendía el

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gobierno, y riesgosamente acudir al mercado negro. En aquella jaba depositaban sus escaseces los amigos, los amigos de los amigos, y el círculo se expandía interminablemente. Martínez Ferro ya no estaba. Ya no volvería a su wilaya. Pasaron los días y sin importar los rigores del hambre, aquellos platanitos de Aurelio fueron ennegreciéndose, estrujándose, empequeñeciéndose, intocados e intocables.

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Gorrión Pequeño, breve, nervioso. Minuet en punta de saltitos. Tenía alas, y estaba del otro lado de las rejas separadoras, dobles y recias.

Jamás entraron: las prisiones escuecen y no encajan al libérrimo volar del pájaro: nunca fue vistosa una jaula; ni nos miraron, ni sonrieron; como otros muchos. Nos alegraba el que no estuviesen allá adentro, como otros muchos; acaso por motivos diferentes, no era el lugar ni de unos ni de otros. Era fascinador verlos tan libres, tenue su respirar, tender de vuelos. Con ellos podíamos soñar que eran nuestros sus

espacios. Estaban al alcance de la mano que nunca pretendió asirlos ni asustarlos; se posaban en el estrecho túnel de lujos que entrelazaba la galera con el viento, brazo que se extendía hasta el cercano foso cuya sima adivinábamos con el instinto, como otra división separadora de esperanzas. Túnel de brisas, de fragancias, que así nos parecía, y con gorrión armonizaba. Los barrotes, espaciados, no los aprisionaban, cabían entre

ellos holgadamente; como cada suspiro con que cruzábamos al alba, para revolotear muy lejos, y que al caer la tarde regresaba para cambiar las pesadillas en rosáceos ensueños. Gorrión entre color de barro y gris de aceros, no imaginabas cuánta alegría nos traías. Verte aparecer era saber que la vida existía y vibraba. Embajador de cumbres; heraldo hermoso que nos gritabas de la alegría que no moría, que no podía morir porque el Nazareno la dibujaba cada vez que el

maligno teñía de sombras las calzadas.

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Han pasado los años, y no te olvido. Me aferro a ti como en aquellos días. Eres el amigo que no se aparta, que nada arranca, que permanece firme en entre los rojos pliegues de mi alma. Gorrión amigo, gorrión hermano, gorrión que sí eres compañero y camarada. No importa que nunca me mirases: estabas, te sabía, cuando no te esperaba. Amaba las gotitas de lluvia que lograban que allí te refugiaras. Y cuando no venías… ¡que vacío en el pecho! ¡Qué entrañas

sin entrañas! ¡Gorrión! ¡Te necesito! Me aferro a ti como lo que siempre fuiste: mi compañía silenciosa y abnegada, regalo de la Virgen, pequeña figurita de halos y atiborradas alas que pregonan que hay fosos, que hay maldad, que existen los barrotes, pero entre ellos cabes: ¡que de allí se escapa!

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Aquellas vocecitas En aquella fortaleza todos los tonos eran graves. Voces muy roncas. Gritos más roncos, enormes, espeluznantes. Gargantas rudas. Acentos, inflexiones, maneras, tonos, todos sombríos, profundos, abismales. No te das cuenta. Estás inmerso en un tajo de sombras, que

te la cortan para que todo calle; con un cañón enorme con voz de truenos azotando los muros. Aunque lo esperes cada noche a las nueve en punto --bien que lo sabes--no deja de cimbrarte. Todo se acuesta grave, y grave se levanta. Pasan días, semanas, a veces meses, y llega el día de visita. No has dormido; no puedes; son enormes las ansias de verles otra vez, no importa que sea sólo un rato, no importa que a través de unas dobles rejas que te impiden tocarles,

abrazarles. Los verás, te hablarán, te harán historias que para ti son nuevas; unas muy tristes, otras de brisa, de soles y de aguas. Después las repetirás mil veces. Te las volverás a contar incansablemente, sin que te agoten, sin que se borre ningún detalle. Vives de ellas. No importa que a las dos bancadas de asientos duros las separe un muro hasta los hombros y dos paredes del muro al techo de alambres y más alambres. Habrá requisa para ti

al entrar y al salir, habrá requisa para ellos. El lugar, largo y estrecho queda al otro lado del muro que limita el patio al que se abren las galeras. Queda al unos veinte pasos de las barras que fungen como puertas. Esa mañana, de pronto, escuchas una vocecita, ¡y otra!, ¡y otra!, ¡se entrelazan! ¡Niños que corren! ¡Mujeres que los llaman! Aquellas voces agudas, aquellas vocecitas, saltan el muro, y sin que lo sepan nos estremecen. Una y otra vez

sucede: se te habían borrado esos matices tan sagrados. Se

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te agarran de los oídos, de las pestañas que atraviesan unas lancitas dulces y amargas que no se aguantan y corren aunque no lo quieras, de arriba abajo, y te empapan. Aún recuerdo aquellas vocecitas que saltan muros y te golpean; y las recuerdo al rato, cuando se apagan.

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El otro, y Castro, y yo. ¿Por qué yo en esta arista, y el otro del otro lado de la vida? ¿Por qué yo encerrado y el otro asido a un afilado hierro, a un grito, a una bayoneta? ¿Dónde habría la existencia bifurcado los caminos para luego, en su trágico juego,

entrelazarlos de forma tan grotesca? ¿Era yo el mejor: un elegido; o él; o ambos? ¡Tan aparencialmente diferentes los destinos! No eran más culpables aquellos sobre los que cayó la torre de Siloé. ¿Nos diferenciábamos, real, sustancialmente en algo? ¿Ambos productos de un mismo victimario? ¿Estaba Cristo en mí, llagado, enfermo, traspasado, cobijado como se

refugia en cada uno de sus pequeños? ¿En mí? ¿En él? ¿En ambos a la vez? Llevábamos uniformes de color diferente. El mío amarillo con sus enormes P dibujadas en negro; el del otro, olivo. ¿Distinguiría Cristo por el color? Y en Castro, el autor, el que nos vestía así a los dos… ¿latía el Cristo? ¿Clamaba dentro de él para que le liberara yo, le liberara él? ¿Suplicaba rescate, redención, perdón, amor? Y de no tratar el otro,

¿caería sobre mí el peso todo, abrumador? Yo padecía a mi modo, y el otro al suyo. Com-padecíamos. Mostrar, mostrarle, que existe la dignidad, la hechura del bien, la rebeldía santa cuando el poder es injusto y opresor. No era liviana la tarea. ¿Clavarlo en el horcón más alto del camino por la mitad de la villana frente? ¿Amarle,

bendecirle, hacerle bien a ése que me ultraja, persigue, y

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aborrece; para ser el hijo que el Padre pide, y busca y quiere? Al Cristo parecería que no le atañe ni el santo ni el justo, que no se relaciona, que no los busca, que no los mira, que no ha venido a llamarlos; que con la excepción de Natanael, el israelita sin doblez, no le interesan: que anda rastreando criminales, prostitutas, samaritanos. Y para llamarlos tiene que estar adentro.

A Judas, cargado con la repleta bolsa de dineros, aquel Judas del beso, le llamó su amigo; y al ladrón, audaz y obstinado, al que nadie le prestaba atención en la otra cruz, olvidado, le habla de reinos de coronas, de premios… Pide lo mismo. Dice que ahora Él se ha hecho esos otros, y desde ellos llama. Es en sus gargantas que tiene el Cristo sed; es en ellos que se bebe la hiel. El guardia

desagradable, tosco, grosero, no se parece al Cristo, y Castro menos. ¿Está, ¡será posible!, escondido en ellos? ¿Es ese el yugo que denominas suave, la puerta que pides que atraviese? ¿Soy yo, acaso mejor que ellos? Que Castro acaso sí; no es arduo el serlo. No que los otros. ¿No me hace esa soberbia, ese rencor, ese llamarles de frentes tan canallas, peor que ellos? ¿No soy de raza vil, inflado, y hecho todo, del pelo al pie, de garfio y diente?

Señor, lo siento. No me es posible perdonarlos. No puedo amarlos. Por eso soy peor. ¡Yo no soy tú! Soy bajo y rencoroso, caricatura de soberbio. Preferiría aquel horcón martiano. Señor, ¡no puedo! No tengo garra. Sabes que me repugna… Voy a intentar querer quererlo. Al menos eso. Arrancarme la viga. ¡Dame las garras!: ni me es posible ni yo lo quiero. A Ti me vuelvo; eres mi único

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recurso: que si me ayudas, si me hago Tú y te haces yo, en Ti lo puedo.

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La Isla de los Pinos

Prisión de Isla de Pinos

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Vista Aérea de la Prisión

En el reverso de las fotos de la página siguiente escribí en aquel entonces: “Comida en el comedor del Presidio Modelo. Isla de Pinos. 1953” Doce años más tarde. El 28 de enero de 1965 estaría entrando en ese mismo penal como prisionero político. Nota: Yo soy, a la derecha de la foto inferior, el que le sobresale la cabeza.

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“¡Ay!, a llorar a Papá Montero, zumba, canalla rumbero…” Y serpenteaba la alegre caravana de rumberos regando de cimbreantes meneos los carnavales de Pinar del Rio a

Oriente, como si Cuba, riente, picaresca, apurara cantares y zarandeos presintiendo que pronto le iban a ahogar el alma. Era el 28 de enero de 1965, aniversario del nacimiento de Martí, y al Pinero le crujían sus 51 metros de eslora. Iba cargado de presos, recorriendo una vez más su ruta entre la ciudad de Batabanó, en el sureño vientre de la Isla, y Nueva Gerona. Nacido en Filadelfia apenas iniciado el siglo XX, con acerados destinos de agresivo buque de guerra, un incendio

le cambia su bélica vocación y le asignan un menos sublime oficio: termina transportando carga y pasajeros desde la provincia habanera y la Isla de Pinos. Llegaba tristemente a tiempo: corría la segunda mitad de los años veinte y apenas se iniciaba la construcción del Presidio Modelo. En esa desafortunada tarea puso el Pinero sus empeños: se repletaba de materiales en el sureño poblado y los depositaba, sé que renuentemente, en la más pequeña de las dos islas.

Los Castro habían recibido aquel enorme presidio con entusiasmo, y se afanaron en repletarlo hasta los topes. Nosotros éramos, en aquel día de enero, otros más en el interminable desfile de prisioneros. No éramos pasajeros, éramos carga. Desde las bodegas sentíamos la pesada panza de aquel barco, otrora tan lozano, arrastrando con desgana su fatigada quilla en las

tranquilas aguas. Compartíamos idénticas tristezas.

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Recordé una historia lejana. Estábamos en la Academia Naval. En aquellos tiempos el padre de unos de los guardiamarinas, era el capitán del Pinero. Temprano, cada mañana, todos de pie a un lado de nuestras camas, esperábamos la inspección del oficial de guardia. Silencio y nervios. Muchas veces me acordé de la canción de Papá Montero, y

remedándola cantaba en voz alta: - “¡Ay! A llorar al papá de Otero;

zumba, se hundió en el Pinero”. Se oía entonces la voz de Fernando que medio en broma y medio supersticioso me respondía:

-“Oye, no juegues con eso, que pudiera ser verdad” El Pinero nunca se hundió, ni con, ni sin el papá de Otero.

Gracias a eso, o nos hubieran obligado a hacerlo a nado, cruzaba hoy el estrecho de Batabanó, lenta, pesadamente, mientras sus ejes, como los de las viejas carretas cargadas de caña, crujían, crujían.

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El Edificio Llegamos a Gerona. Gran recibimiento. Montones de camiones con montones de guardias armados hasta las amígdalas, que quedan más adentro que los dientes. Por primera vez transitamos los caminos que recorrerían nuestros familiares en los escasos días de visitas; también lo

haríamos nosotros mismos para ir al trabajo forzado, con muchos de esos mismos guardias cuidándonos para que nadie nos pudiera hacer daño; ése era su exclusivo privilegio que además les servía para que no se les oxidaran las bayonetas por falta de uso. Llegamos al Presidio Modelo. Se componía no solamente de las cinco soberbias construcciones circulares, sino de tres edificios: el destinado a la guarnición, y dos edificios

rectangulares más, de varios pisos. En uno de ellos recluían a los nuevos ingresos: allí nos procesaban hasta el momento en que nos engulleran las Circulares con voraz apetito. En el otro edificio estaban los del llamado Plan de Rehabilitación, a través del cual, a algunos presos que aceptaban pasar por un proceso especial, les habilitarían para reincorporarse a la sociedad y, todo ello muy hipotéticamente, recuperar la libertad sin tener que cumplir toda su condena.

Tiempo de ceba. Ceba relativa, pero había que adaptar nuestros empellejados esqueletos para que al menos soportaran el trabajo forzado de la Isla. Nos vendieron algunos productos que no recuerdo. Los descontaban de una cuenta en la que, mientras estuviéramos en aquel privilegiado edificio, permitían a nuestros familiares depositar unos pocos pesos. Aunque hay un artículo bien determinado que no se me olvida: azúcar no

refinada, prieta; insisto, nada refinada: con sus pedazos de

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cartón, de piedrecitas, y otros adornos que nos encontrábamos al mezclarla con agua. En fin, algo para regodear el estómago, un lujo, una exquisitez gastronómica a la que no estábamos acostumbrados. Nos llevaron en pequeños grupos a la enfermería, no recuerdo para qué, pero sí lo que me sucedió en el trayecto. Íbamos a pie, y la llamada enfermería quedaba más allá de las Circulares, así que pasaríamos justo entre ellas. Nos

flanquearían por ambos lados los gritos de los presos que --en este caso desafortunadamente, veremos enseguida por qué— nos daban la bienvenida. Debido a mis años como maestro, al haber pertenecido a la Marina de Guerra, y al hecho de que mi estatura pusiera mi cabeza por encima de los otros, hacía que muchos me conocieran y reconocieran. El grito de “¡Arrastía!” saltaba entre los barrotes de muchas de las ventanas. No sabía quién sería porque no se distinguían los rostros, sólo veía brazos que se movían como

astas; pero yo saludaba, por supuesto. Se me acerca uno de los guardias y me dice:

- “Si saludas una sola vez más, vas de cabeza a las celdas de castigo”

En ese preciso instante resonó otro “¡Arrastia!”, y les dejo adivinar quién, sordo y testarudo –no podía renunciar a mis buenas maneras, sería descortesía-- fue a parar a golpes y empellones, a qué sitio, con sus todavía nada rellenados pellejos.

Allí me esperaba, entre otros, un guardia al que llamaban “Brazo de Oro”. En esos días tenía el brazo enyesado –mentira, no era de oro--; se le había fracturado a fuerza de ejercitar sus oficios.

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Celda con cine Las celdas se alineaban una al lado de la otra en un pequeño edificio, bajo y oscuro, apartado del resto de las otras edificaciones. Era el pabellón de castigo. Fuertes, sólidas las rejas. No veías a los otros, pero sí

podías oírles y hablarles dependiendo un poco de las bilis de ambos, de guardias y de presos; de las tensiones; de cuánto estaban unos y otros dispuestos ese día a ceder, a aguantar, o a reventar sin medir consecuencias, en una fiera batalla sin cuartel en la que cada pedazo de terreno era vital. Una pequeña equivocación en medir al otro, un desliz, un cálculo mal hecho, podía resultar fatal, especialmente por la necedad y estupidez de aquellos guardias.

Un nuevo castigado era una fuente de noticias, especialmente para algunos que llevaban meses aislados. Yo traía noticias de la Isla grande, de la Fortaleza de la Cabaña, de los últimos juicios y fusilamientos, de las últimas conspiraciones que caían, de amigos que aguardaban ser juzgados, de quiénes constituían el grupo que recién llegaba. Todo se facilitaba más durante la noche cuando Brazo de

Oro y sus compinches se iban a sus casas. Entonces quedaba solo un guardia de pura vigilancia, a quienes las sombras y los prisioneros volvían encogido y temeroso. Brutalidades de lado --sólo que eran más acentuadas en aquel sitio-- quisiera acentuar dos aspectos vitales. El cine era la más atractiva distracción en todas las prisiones; pero en las celdas de castigo adquiría matices

insospechados: se hacía importante, transportaba, arrobaba.

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Conocí a un preso, delgado y pequeño que apodaban el judoca, porque decían que con sus aptitudes físicas, solamente siendo judoca podría, en medios hostiles, sobrevivir. Nuestro personaje era un maestro de la narrativa del celuloide. Fanático de la pantalla grande, había visto cientos de películas que recordaba hasta en sus más increíbles detalles; y los que había olvidado los suplía magistralmente. Narraba de tal modo que nos parecía estar en una sala de teatro, a oscuras, con el rayo de luz

proyectando vida, color, casi hasta olores en la pantalla que se abría ante nuestros asombrados ojos. No todos narraban, por supuesto, con los talentos del judoca, pero con poco nos bastaba para que la imaginación volara a alturas de epopeya. Necesitábamos, mucho, ese relato que salía de una celda diferente cada vez, por turnos, y se iba en volteretas extendiendo por el pasillo y entrando entre barrotes a los

silencios de cada castigado. Se hacía esencial, porque aparte de la desnudez, las burlas, los maltratos, la comida escasísima, los golpes cuando a alguno lo sacaban de la celda entre un montón de guardias, los cubos de agua que nos sorprendían y nos dejaban titiritando, había un elemento que sobresalía entre todos atrozmente: la soledad. Estaba cada uno, solo, muy solo. La soledad espanta. La había sentido en seguridad del Estado apenas hacía unos

meses; y ahora resurgía, como si nunca se hubiera apartado de mí; apretaba con más fuerza, ponía acíbar en las heridas no cicatrizadas, purulentas. La había hundido en el subconsciente, la había ahogado por necesidad, y ahora se alzaba con más fuerza; estaba allí, viva, maloliente. Acaso sea eso lo que hace que la muerte se tema tan aterradora y desesperadamente, porque sabemos que nos vamos a encontrar radicalmente solos ante esa puerta que se abre y en la que va a quedar todo, todo, detrás. Todo. Nosotros

nada más, ante la muerte. Acaso para siempre…

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¿Y Dios?

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Dios

Está el profeta desolado.

“… entró en la gruta y pasó la noche. … Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta. Entonces le llegó una voz, que decía: "¿Qué haces aquí…?".

El rumor era tan sutil que nadie más lo oía. Se escucha de

noche, se escucha en la gruta, se escucha cuando una nube envuelve el alma, se escucha cuando todo calla, se escucha adentro.

- “Señor, Tú sabes lo qué hago aquí. Tú me trajiste” Y ya no hay más soledad, sino abrazo; abrazo estrecho, como el del niño que se arroja en brazos de su padre alocada, confiadamente.

Lo sabes, Le sabes allí. No hay dudas, no puede haberla; porque aquella brisa y aquel murmullo son más fuertes que viento huracanado, que terremoto y fuego: ¡Es él!: es Él que está, Él que te envuelve en sangre, en llagas, en vestiduras blancas manchadas de escarlata. Es el de Borras, y Nazaret, con el murmullo y la brisa. ¡Alas!; aleteo inefable; gemido con que hablas en Él. Y Él en ti.

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Entonces hallas dónde está cuando la viuda sufre, y el niño de África y de la América india mueren de hambre; cuando hay injusticia y luto, y dolor y soledad: está al alcance de la mano, está al alcance del alma… Tú no lo ves, pero ellos sí. Estaba cuando el Cristo gemía abandonado. Nunca se fue, se escondió un poco para que Él le gritara desde la cruz; y el moribundo desde su agonía, y yo desde aquel pabellón de sombra y muerte.

¿No es cierto, Agustín, que hay cosas que Dios niega por clemencia y cosas que concede por cólera?

Arrecia el huracán, brama implacable el terremoto, se enciende el fuego, y el Señor… ¿no está? ¡¿Dónde está Dios, realmente; dónde se esconde cuando más, yo, lo necesito?! Con esas furias reaviva el corazón, y luego, en el silencio, hay gritos; en la muerte oscuridad y luz, bálsamo y aceite

en cada herida. En esa soledad, en la que se parten las montañas y resquebrajan rocas, hay compañía: la única que importa, la que radicalmente necesitas: en aquella soledad de todo, que es la más tuya y la más mía: precisamente ahí. Es el misterio.

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Sí, pero sufro Absurdo separar a Dios del sufrimiento. Parece paradoja. Eso gritaban fariseos al Cristo, un solo requisito, para ellos creer: bajarse de la Cruz. ¡Cualquier cosa menos la cruz! La cruz molesta. No es que donde está Dios haya sufrimiento; donde está

Dios hay paz --a Sus modos--. Donde haya sufrimiento se alza el Dios intensa, apasionadamente. En la cruz, el sufrimiento y el dolor, está el verdadero encuentro. ¡Sufrimiento y Dios se hacen, por su misericordia, la misma y heroica cosa! Es ahí donde Dios es flaco, ahí su talón de Aquiles, su flanco débil. Ahí malcría, consiente, y se le ablandan sus furias y se apagan sus truenos. El alma infinita del Dios se empequeñece, se le

hace un nudo en la garganta y llora inconsolablemente. Dios se hace presente, inunda, abraza, besa, en cada angustia; entonces el dolor es un extraño mago, un iniciador en secretos, un sacerdote que dispensa misterios, unos misterios desconocidos… si no rechazas su abrazo y su beso. Estás preso, y enfermas. Te enfermas a secas, sin ayuda ninguna, sin paliativos, sin brujos de los humos que saben

de las hierbas, sin el casero remedio de una madre. No hay madres, ni camas ni hay por supuesto cabeceras. Sólo, muy solo, solo y además enfermo. Tienes llagas en el alma, supuran, duelen, te traspasan… y sientes la caricia, la brisa suave, el ósculo en la frente… es el Dios de los niños, de los desvalidos, de los harapientos. Y todo se hace luminoso; cobra sentido, dimensión, tono,

color, trasciende, se hace excelso.

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No hay término medio. Lo vives y lo entiendes, compartes su secreto; o no lo entiendes.

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Los revuelos de una cajetilla de cigarrillos Nosotros le llamamos tabacos a los grandes; los de bronceadas capas que se aprietan con arte y ciencia, con pericia extrema, contra el eje central. Los famosos

“Habanos” que disfrutaba Churchill. A los más delgados, como suspiros, con picadura en el centro y blanca capa, le decimos cigarros. A los primeros, porque todo en ellos es de tabaco, le denominan puros; a los segundos cigarrillos. Hablaremos de cigarros, o de cigarrillos. De vuelta al edificio. Ese día me habían sacado del pabellón de castigo y entregado de vuelta el uniforme. Nuevamente entre las Circulares desandando el camino. De nuevo mi nombre que voceaban. De nuevo devolvía los saludos. Ahora

eso, a los custodios, no les importaba. Saben que no aprendemos lección alguna. Es extraño: nunca recuerdo, nunca supe, cuántos días estuve en seguridad del Estado, acaso de junio a septiembre; ni cuántos en aquél pabellón de castigos. Al entrar todos me hicieron coro: preguntaban. Querían saber de la experiencia –yo había sido el primero en aquel

grupo--, quiénes más estaban en las celdas de castigo. Preguntas y preguntas hasta el mareo. Conocer la verdadera entraña del comunismo lleva tiempo, experiencias amargas, ver cómo van desarrollando su crueldad inacabablemente, en eterno in crescendo. Nada es por gusto, nada al acaso. Para muestra, un ejemplo. Nos enteramos que en la Isla daban, de vez en vez, una cajetilla de cigarros a cada preso. Parecía dádiva. Nada lo es en

ellos. Afuera había escasez total; aquí los daban y eran

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divisas, eran oro sin ríos, ni picos, ni minas, ni esfuerzos. ¿Cuántos entre los presos querrían recibir una cuota de diamantes blancos, alargados, siniestros? Unos los aceptarían y otros no. Una división más, una fragmentación; controversia, enemigos que se crean por una aparente bagatela. Quedaríamos atrapados en una simple cajetilla de picadura envuelta en papelitos. En el centro mismo del edificio había un agujero rectangular

de amplios metros, que abría un vacío de arriba abajo, atravesando cada piso; en cada uno de los pisos, barandas de metal como brocales. Cuando se golpeaban los metales con un hierro, para comunicar algún aviso o discurso importante, se congregaban todos los presos alrededor de ellos. Sonaron aquel día como los platillos que a san Pablo le llamaban la atención por resonantes. Habló un preso. Nos iban a repartir cajetillas de cigarros.

Cogerlos era claudicación; aceptarlos era denigrarse ante los mendrugos que arrojaría la guarnición. Había que rechazarlos o rebajarse. No se aceptaban términos medios. Hubo silencios.

- “¡Protesto!”, les grité. Yo no estaba de acuerdo. Aquello me sonaba a coacción, sin relación alguna con ideales ni principios. Me molestaba el tono y acaso la intención. Pocos se atreverían a

refutarla, menos a enfrentarse a aquel reto público, amenazador, abierto.

Recordé a Jefferson y lo cité con toda la furia que me dieron mis pulmones: -“He jurado, sobre el altar de Dios, eterna lucha contra todo tipo de tiranía sobre la mente del hombre”. Si se trataba de principios, ése principio estaba sobre todos los principios; pero no había que llevarlo al campo de las ideas –continué--

: no podía permitirse que se amedrentara a nadie por lo

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que no era sino una simple cuestión de táctica, muy simple, frente al enemigo. Ante todo yo no fumaba. Jamás lo había hecho, y el aceptarlos, o no, no me afectaba. Pero iba a aceptarlos si nos los daban, y se los regalaría al que más los necesitase para aliviar su ansiedad o tensión, o porque su familia no estuviese en condición de traérselos. Sería, de una parte, aliviar un poco la carga de nuestros seres queridos; y de la otra, una herida económica al comunismo: significaría miles de cigarrillos, de divisas que tanto

necesitaba el régimen, blancas y humeantes joyas que le arrebataríamos a su quebrada economía. Lo que consideraba apremiante era mantener nuestra unidad. El que quisiese los cogería; el que no, que no lo hiciera; sin que la libre decisión de cada cual constituyera factor de desunión. Concluí. Hubo silencios. Allí, entonces, se aceptaba si no se contradecía. Final feliz. Quedábamos todos amigos.

¿Recuerdan al judoca, al diestro contador de películas? Comenzó –lo necesitaba-- a recibir doble ración de cigarrillos. Se le llenaban de humos los pulmones al contarlas.

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La novia de los presos La llamaban así. Era joven, bonita y valiente, muy valiente, toda una linda mambisa que no le temía a colmillos crujientes. Estaba siempre, en la mañana muy de mañana, en la tarde

muy ya de tarde, parada junto a la puerta de su breve casa. Cuando los camiones cargados de presos iban y venían hacia los trabajos forzados seguidos por otros colmados de fusiles y guardias, ella nos sonreía, alzaba su mano como un ángel y ondeaba un adiós que he visto envidiar a las palmas. Fascinado las contemplaba, inútil esfuerzo, tratar de imitarla: sus verdeantes hojas, sus flexibles pencas, blandir a los vientos.

Saludaba airosa. Siempre ella primero. Su sonrisa era flor que mecía el cariño, desafío y reto vertical de una niña a un sistema que llenaba de esclavos las tierras de su isla cuajada de pinares tristemente deslumbrantes que volvían dolientes sus espaldas, para no ver manchados de infamias los campos en que habían siempre hundido sus raíces con fragancias de cielos. La caravana la abrían los camiones de los presos con sus

amarillos uniformes, sus guantes de faena, sus guajiros sombreros. Entonces ella sonreía, saludaba, emanaba aromas, se erguía triunfante, como pequeña reina que recibiera a sus tropas de caballería. Los guantes se alzaban y casi temblaban al responderle aquella caricia de su beso que sin lanzarlo lo veíamos, lo palpábamos, saltaba entre sus labios. Algunos sombreros se abajaban como tributo tierno a tanta grandeza de mujer repleta de heredadas hidalguías.

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Después, al pasar los guardianes, se ponía seria, muy seria; bajaba los ojos como si le abochornara el rastro de lutos y de sangre, que dejaban en la carretera de frente a su casa soldadesca y armas. Nunca falló. Siempre estaba en su puesto, como inamovible estatua de deidad griega. Un día supimos que algo había sucedido. Estaba claro: como

tantas otras veces, en tantos otros sitios, la habían visitado… Le habían prohibido levantar los brazos para saludarnos; no los alzaba. Y se irguió más bella, su furor de ángel se transparentaba. Le molestaban las rudas, invisibles esposas con que habían anudado sus brazos, pero no su fiereza. Sus brazos caían a todo lo largo de su cuerpo; pero su cabeza, altiva, se movía a uno y otro lado; sonreía más que nunca, sus ojos

brillaban. Aquel saludo era aun más fresco, más frágil y más férreo. Ademanes atados, sus gestos se empinaban; su rostro radiaba, reía, reía. No sé qué se habrá hecho de ella; sé que venció. Años después se vieron obligados a cerrar el Presidio Modelo --tanta era la vergüenza--. La adivino, ¡la veo!, en su casa pequeña, modesta, todavía rezando, todavía asomando cada tarde, cada mañana, su invencible figurita junto a su puerta, riendo, riendo.

Cuentan algunos que todavía, al pasar por algún camino vecinal, irrumpe en sus memorias, irremediablemente hermosa, inolvidable, la novia de los presos.

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De un mosquito-dinosaurio Llamaron. Una vez más el voceo de los nombres se dilataba por toda la circular. ¡Traslado! Embarcamos en ómnibus cerrados, de noche como siempre, ignorándolo todo: ¿por qué nosotros entre todos los presos?,

¿a dónde iríamos?, ¿qué nos esperaba? Sólo algo era cierto: partíamos de nuevo. Nos fueron sacando de varias Circulares. Unos pocos cientos de prisioneros. Guardias de ruidos, rifles, aullidos. Sombras que iban a ocultarnos durante todo el trayecto. No fuimos hacia el puerto. Senderos. Vericuetos. ¡Nos dejaban en la Isla de Pinos! ¿En dónde? No había otras

cárceles en aquella isla; es decir, que nosotros supiéramos. Estrenaríamos –sorpresa-- otra nueva; otra más, que aquella industria de la opresión había que expandirla. Llegamos a Mosquito. Aunque en ese momento desconocíamos el nombre, ningún otro hubiera sido más adecuado. Una explanada en medio de ningún lugar. Barracas, cercas de aceros enroscados, torres con reflectores, soldados, y, por supuesto, unas oscuros, agigantados zumbidos, de algo que “palpamos” de

inmediato: aquellos sanguinarios insectos. Todo era nuevo, todo mal hecho, mal acabado. Una chapuza enorme. Perdón; no las cercas ni las alambradas. Éstas eran perfectas, relucientes, duras, sin defectos de fábrica; garantizadas. San Josemaría acostumbraba llevar a los jóvenes a las cúpulas de las catedrales para mostrarles el perfecto

acabado, la plenitud de un trabajo que nadie vería, sino

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Dios. La negligencia y el descuido de Mosquito lo vería cualquiera; saltaba y dañaba la vista. ¿Y qué importaba?; mejor dicho, ¿a quién le importaba? Nada le importó nada a nadie nunca en aquel sistema. Ni era aquel un sitio tan sagrado que digamos. Un detalle curioso en la larga lista de ignorancias, negligencias, faltas de respeto a que esos sistemas llevan a sus gentes. Hubo un preso que le tocó vivir frente a mí, en

la misma y lujosa barraca. Era relojero. A todos nos asignaron –etiquetaron sería el vocablo apropiado—números nuevos. Nunca eres sino una cifra más. A este buen hombre le dieron el número 113. Era el mismo que le habían asignado a José Martí cuando el 4 de abril de 1870 fue obligado a trabajos forzados por el gobierno español en las canteras de San Lázaro, donde arrastró un odioso grillete agarrado al pie y atado a la cintura. En Cuba había sido prohibido el volver a asignar el número 113 a ningún preso;

pero ¿no había pasado casi un siglo desde aquel suceso? ¿Quién se iba a acordar después de tanto tiempo de ese detalle tan insignificante? Ellos se preocupaban de asuntos más importantes; como cantarle loas a Fidel. En fin, que mi amigo tuvo aquel irrepetible honor por algún tiempo. Alguien en algún lugar se enteró y le asignaron otro. Era ya tarde: lo escrito, había estado escrito; y lo numerado, numerado... Pero volvamos al relato. Como sucedía indefectiblemente, quedamos hacinados en las barracas, sin salir nunca de

ellas. Sólo nos sacaban a la explanada que se abría enfrente, para el conteo dos veces al día. Esa orden iba a proporcionarnos una coyuntura favorable, providencial, que en aquellos momentos no imaginábamos. Hablaremos enseguida de ello. Parte importante de aquel hacinamiento es que lo compartíamos con aquellos miembros de la familia de los dípteros, del suborden de los nematóceros acaso del clan de

los culícidos ¿Los impresioné con todos esos nombres?

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Algunos resultaron tan enormes que los capturábamos y los guardábamos en cajitas de fósforos para mostrárselos a las familias, especialmente a los niños, en las visitas. Esos insectos eran los parientes más cercanos de los vertebrados saurópsidos que dominaron los ecosistemas terrestres del Mesozoico (dinosaurios: latinización del término griego δεινός σαῦρος). ¡Volví a impresionarlos! ¿Qué me haría yo

sin un diccionario?

Pues bien, aparte de esa aéreo-compañía, estábamos aislados. Solamente, y debido a las arcanas resoluciones del Partido y de Seguridad del Estado, nos habían permitido enviar un escueto telegrama a nuestras familias avisando del traslado. Atrás habían quedado las noticias clandestinas, la comunicación entre Circulares, la fuerza de saber que en caso de una crisis éramos miles, la posibilidad de sacar clandestinamente un mensaje urgente… Aparte de los endémicos insectos, nadie sabía dónde quedaba ese maldito

Mosquitos. Un día nos comunicaron la noticia. Era, y entonces nos percatamos, parte crítica del plan. En aquel lugar había aulas, añadida sorpresa. Habría escuelita obligatoria. Eso era grave. Sabían que nos íbamos a negar a que nos llevaran a unas clases cuyo fin último era el adoctrinamiento. No lo habían nunca aceptado los presos del que llamábamos Presidio Histórico, bajo ninguna

circunstancia. Como resultado natural, habría guerra. Esta vez aislados, totalmente solos; les constaba a ellos y a nosotros. Por eso lo intentaban, calculando bien las consecuencias. La historia era conocida: Nos negaríamos a salir de las barracas. Nos sacarían violentamente. Habría golpes. Unos serían más difíciles de doblegar; pero surgirían las naturales divisiones entre los presos. Heridos. Quizá algún muerto. En

fin, se nos avecinaba un infierno.

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¿Qué hacer?

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Qué hacer Cuatro medidas a tomar, en riguroso orden: Rezar. Pensar; pensar a trío: con Él y con calma; sin pánicos inútiles y paralizadores. Deliberar. Conspirar. Rezar. Se pasó la voz, a todos. Era la más urgente tarea: buscaríamos una solución, pero la principal ayuda tenía que

venir de muy arriba, de quien nos amaba y no nos abandonaría. Pensar. Y duro, hasta que duela. Aquella situación era extrema. Nos iban a moler a palos, como a los sarracenos, y doblegar a alguno, o a dos, o a tres... Resquemores. Divisiones. Más fracciones y colapso. Lo habían calculado bien. Si nos sacaban a la fuerza, y la fuerza bestial era lo único que conocía el régimen, tendríamos todos los hados en

contra nuestra. Olía, rabiosamente, a desastre. La única carta de triunfo estaba en desequilibrarlos, tomar nosotros la delantera. ¿Cómo? Deliberar. Necesitaríamos una persona por barraca, que la representase; su paladín, con delegación de poder, para tomar decisiones colegiadamente y sin demoras: el tiempo estaba en contra nuestra. ¿Cómo reunirnos, físicamente, si estábamos confinados, todos y cada uno, a una barraca?

¿Con quiénes? Podría haber, seguramente lo habría, algún soplón infiltrado en alguna barraca. Tendríamos que conspirar de nuevo, trabajar en células cerradas: seleccionar a un amigo íntimo por barraca, de total confianza, que tuviese además prestigio para ser escuchado y seguido por los demás. Se designó uno por galera. El siguiente paso era el reunirnos con esos cuatro de las otras cuatro galeras. Prácticamente imposible. A menos

que… nos arriesgáramos y nos cambiáramos sin ser

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sorprendidos a una sola barraca durante el conteo de por la mañana, para regresar cada uno a la suya en el conteo de por la tarde. No era fácil: tendríamos que burlar al posible informante. Eso, o catástrofe. Hicimos cuatro papelitos con las instrucciones y en el próximo conteo logramos hacer relampagueantes y milagrosos contactos. La primera fase había sido un increíble éxito. A seguir rezando. El rezo a Dios tenía que ser igual o

mayor que el mazo con que estábamos dando. Al día siguiente, y con la ayuda de un grupo de presos que produjo una muy breve escaramuza de distracción –-no podíamos pasarnos de la justa medida-- que desvió la atención de los guardias durante el conteo de la mañana, nos reunimos los cinco en la que creímos que era la más segura de las barracas. Si no sucedía un imprevisto, teníamos unas horas para deliberar antes de regresar a

nuestros sitios. Un abrazo fuerte y a trabajar. Les explicamos nuestras ideas. Teníamos que evitar que emplearan la fuerza; romperles los planes, las instrucciones que habían recibido de cómo proceder: destrozarles el librito. Yo había sido maestro muchos años; había levantado y luego conducido una escuela desde cero; conocía lo que se podía y no se podía con alumnos y maestros. Ahí estaría la carta que nos tendríamos que jugar. De acuerdo todos. En cada barraca

tendrían que seleccionar otro pequeño grupo que supiera en detalle lo que se iba a hacer, y al que los otros siguieran en el momento de actuar. Lo que no podía suceder era que alguien pasara la información a los guardias. Tomarlos por sorpresa era clave. Tampoco sabíamos a qué barraca le tocaría ser la primera en ser llamada: empezarían por una sola, porque todos no cabíamos en las aulas al mismo tiempo.

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Pudimos regresar todos sin contratiempo a nuestras galeras. A esperar, era imperativo, orando.

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Ocurrió una noche Ocurrió una noche. Siempre de noche. Irrumpieron turbas de guardias garrotes y bayonetas e hicieron dos filas de aullidos frente a la barraca más alejada de la mía. Entre ellas tendrían que desfilar los presos.

- “¡Arriba, mari….! ¡A la escuelita! ¡Y a millón! Alzaban palos, listos para entrar a la barraca a sacar a la

fuerza a unos presos que no iban a moverse, que iban a negarse a ir a ningún lado --se los habían dicho, estaba todo escrito--, y a los a que iban a despedazarles las cabezas, los brazos, lo que fuera, hasta moverlos. Los alaridos se expandían por aquel lugar desolado hasta perderse por los confines del infierno. Retumbaba el averno y los demonios unían sus rugidos de júbilo inconteniblemente. Pero los presos se movieron. Caminaron dócilmente hacia

donde les indicaban. Los guardias no podían creerlo. Se miraban perdidos, desorientados. Algunos bramidos aislados que fueron disminuyendo. Sintieron cierto alivio. Estaban angustiados; nunca sabían en que podría terminar aquello, y no eran precisamente valerosos aunque tuvieran los fusiles. Sonreían nerviosamente: ¿Qué estaba sucediendo? ¿Habrían triunfado? ¿Se habrían rendido los presos esta vez tan

mansamente? El camino hasta las aulas era corto. Cuentan que les pareció muy largo. El silencio ahora se extendía densamente por todos lados, espeso, amargo. Desaparecieron todos de la vista del resto de los presos que vigilaban ansiosos detrás de las ventanas de cruzadas barras. Llegaron.

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El aula era fría, burda, los pupitres bastos, al maestro famélico y torpe. Guardias en los cuatro rincones. Absurdo todo, y todo tenso. La voz del maestro logró extraer unos sonidos que se oían extraños, arrancados a una garganta entrecortada y temblorosa que se negaba a soltarlos. Finalmente articuló algo que se arrastraba por el piso, se enroscaba en las patas de las sillas, rozaba los oídos y se encaramaba por el techo:

- Delante de cada unos de ustedes hay un cuaderno y un

lápiz, Escriban sus nombres completos y la fecha en la primera página.

Nadie se movió. No había gestos en los petrificados rostros de los presos; ninguna fibra de ningún músculo se contrajo. El supuesto maestro, ahora más inquieto, emitió las mismas

palabras con idéntico acento y el mismo resultado: igual rechazo e indiferencia de los presos. Aquel insignificante maestro miró a los guardias interrogantemente, y éstos cruzaron asombradas miradas entre sí. Uno de ellos alcanzó casi a balbucir alzando su infecunda voz, una pregunta cuya desesperación no pudo disimular:

- ¿No van a obedecer ustedes al maestro? ¿Están sordos?

El mismo frustrante silencio. El libreto se había roto. Eso no lo habían escrito; estaba ausente en el script. El que parecía el soldado jefe salió precipitadamente del aula. Iba, evidentemente, a consultar con el superior que estaba afuera. Lo comprendió ése de afuera; pero a todas luces tampoco

tenía una respuesta. Se podía forzar destempladamente a

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una persona a acudir a las aulas, hacerla sangrar, arrastrarla y sentarla en un pupitre salvajemente; pero no, atender a las que resultarían inútiles palabras de un igualmente inservible maestro. Regresaron los presos a las barracas acompañados de los mismos rugidos y alzados palos, aunque esta vez no cayeron sobre nadie. En esta ocasión resultarían inoperantes; más que todo temían, aterradoramente, hacer algo que no les

hubieran ordenado: las palizas y bayonetazos estaban supuestas a propinarse en el camino hacia las aulas, no en el de regreso. Se suspendieron las clases definitivamente. Nunca más llamaron y desapareció el maestro. A los pocos días vocearon a traslado de nuevo. Esta vez fuimos solamente un pequeño puñado de presos que regresábamos a las circulares, dejando atrás con tristeza a quienes nos

despidieron con demasiada alegría, empapándonos las espaldas de cariñosas, fuertes palmadas. No cabía la menor duda de que había un informante entre los que dejábamos atrás; o acaso nos acompañaba de regreso, porque había fallado en descubrir y advertirles la jugada

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Cura con hambre. Un cura preso. Un buen cura. Con un largo período en Seguridad del Estado; más prolongado en la prisión…

Circular número 2. Isla de Pinos. Edificio redondo. Seis pisos contra la pared, en la periferia interna; realmente eran seis estrechos corredores, como aleros, en cada piso; plagado cada uno de celdas esmirriadas; paredes sólo a los lados, abiertas hacia el centro para poder ser vigiladas desde una torre central, altísima, a la que accede el guardia por un subterráneo conectado a la escalera que serpentea (¿qué en ellos no?) en caracol hasta la portezuela y pasillo angosto con barandal de hierro, que bordeando se estira trescientos

sesenta grados para que el guardia otee en cortas e interminables rondas furiosas. En cada celda había dos literas, una encima de la otra, y un brevísimo pasillo que se acababa en una pequeña y por supuesto que fuertemente enrejada ventanita. Desde ella, según el ángulo, se podía divisar alguno o algunos de los otros cuatro edificios, idénticos en forma y contenido. Uno realmente no: el central, al que rodeaban los otros cuatro

atestados con docenas y más docenas de presos. Entonces se decía que habría alrededor de cinco mil presos entre los cuatro. Los habían construido muchos años antes, siendo Gerardo Machado el presidente de la República. Cuentan que al ser preguntado que para qué aquella enormidad de cárcel, Machado había respondido que ya habría algún loco que la llenaría. Yo había estado de visita en aquella prisión durante

el primer viaje de instrucción de guardiamarinas, en mi

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primer año en la Academia Naval del Mariel. Isla de Pinos estaba entre los sitios que visitamos y nos llevaron a ver a lo que entonces se llamaba “Presidio Modelo”. Cuando entramos a una de las “Circulares” la impresión fue fuerte y duradera. Dieron la voz de atención y cada recluso –ninguno era político, no los había en Cuba— se paró, militarmente. Mi celda estaba en el quinto piso. En el sexto estaba el cura. Franciscano. Tocaba la guitarra, cantaba, pintaba. Allí no: no

había ni oleos ni cuerdas que hacer vibrar. Aunque la voz sí le vibraba: fuerte, acusadora, serena, conciliadora, remedando a la del Nazareno. Fue una gota de agua en el desierto. Tuvimos Misa, y confesiones, bautizos, confirmaciones, entre un torrente de conversiones, de gente que volvía. Tocaba a arrebato el cielo. Un día, había yo terminado de confesarme, agachados ambos en el suelo, le di las gracias y empecé a erguirme

para marcharme. Me agarró del brazo: - No hemos terminado. Ahora me toca a mí confesarme contigo.

- ¡No, padre! - -Sí, hijo.

Vertiginosamente pensé en los años sin él; se me agolparon meses y meses sin comulgar, sin confesarme, sin nadie a quien decir mis pecados. Sin alguien en quién volcarme. Era un cura con hambre. Lo oí en silencio. Lo entendía. Lo oía y no lo oía. Al terminar le dije. – Padre,

de penitencia, rece lo que le venga en gana; yo no sé qué decirle. A los sacerdotes Dios les da el don de perdonar y de olvidar. Yo no era sacerdote: perdonar no podía; ¿recordar?, a los cinco segundos de nada me acordaba. Como el gorrión, breve el lapso. No nos quejamos, cargadas las alforjas por un trecho, repetido el destino, partió hacia otros que lo necesitaban con urgencias. Lo trasladaron.

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El bisté del sargento Curbelo era un hombre simpático. Había sido sargento de la Marina de Guerra cubana, y siempre metido en líos; a tal punto, que en una ocasión hizo acto de presencia en la crónica roja de un diario matutino, por saltar balcones

huyendo de la persecución de un revólver, al que iba fuerte y coléricamente agarrado un ofendido esposo. Tras la aparición en el periódico se vio necesariamente obligado, por un buen tiempo, a no aparecer por ningún sitio. Curbelo no escarmentaba; y en sus malaventuradas aventuras incluyó las andanzas políticas – decía que Fidel Castro le gustaba menos que los odiados y feroces maridos de sus damas--. Esta vez no apareció en la prensa, sino en

Seguridad del Estado. La política golpea, siempre, más duramente que los amoríos. Lo conocí en la prisión de La Cabaña donde entretenía, siempre risueño, nuestras horas con sus múltiples cuentos que parecían arrancados a la picaresca. Solamente se ponía serio cuando le apuntábamos la posibilidad de que alguno de aquellos burlados caballeros de su pasado, cayera preso y lo reconociera un día.

Más tarde coincidimos en la misma Circular en Isla de Pinos. Y allí, a la vuelta de una visita con sus familiares, nos narró esta historia. Aquel día lo habían venido a visitar su paciente, santa, perdonadora esposa --a quien Curbelo le había repetido muchas veces lo de las setenta veces siete de san Pedro y de Cristo--, y un hijo del nuestro conocido ex-sargento que

rondaba los seis años edad. A los familiares les permitían

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traer unas pocas libras de alimentos, incluido un inevitablemente compartido almuerzo de familia porque llegaban, cargados y hambrientos, de un fatigante, interminable viaje. Con la premura y nerviosismo bien entendibles, sucedió que a Curbelo se le cayó su bisté al no muy limpio piso. Caérsele y recogerlo fue casi la misma y centelleante acción. Con lo que no contaba nuestro amigo, era con la aleccionadora vocecita de su hijo:

- “Papá, no te puedes comer esa carne que estaba en el

suelo. Pobre amigo nuestro, siempre en aprietos; aquel día fue, además, un aguerrido mago. El bisté tuvo que ir de nuevo al suelo para en definitiva ir a parar --no podía resultar de otra manera-- entre malabares juegos y sonrisas, distracciones y acrobacias, al desnutrido vientre de Curbelo. La higiene y el hambre, decía él, como tantas otras cosas en la vida, ni fraternizan ni congenian.

No quiero dejar intrigado a ningún curioso lector: nunca ninguno de los traicionados esposos cayó nunca preso; tras sus experiencias con el contrarrevolucionario sargento, todos se hicieron comunistas.

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El hombre araña, o de un hombre serio y de espejuelos Teníamos prensa secreta y clandestina porque, por

supuesto, no teníamos acceso a ningún otro tipo de prensa. No había ley mordaza; sencillamente nada de nada. Y cuando digo clandestina, es porque lo era literal, desgarradoramente: clandestina aun entre nosotros mismos: no se podía exponer el quién, el cómo, la fuente de información, a riesgo alguno. En prisión, cuando no se quería revelar la fuente, se decía: “Esta noticia es de total confianza, me la dio un hombre serio y de espejuelos”

El techo de aquellas elevadísimas edificaciones circulares, estaba sostenido por unas largas, enormes vigas de metal, que se extendían en plano inclinado, como una red, desde el sexto piso de las celdas, hasta el mismo centro de cada Circular, coronada en cúspide afilada. En la corona misma se escondía el radio-receptor. Hacia ella se deslizaba dos veces al día un hombre araña: una a buscarlo, la otra a esconderlo. Tampoco un hombre cualquiera; el que tuviera el talento y el coraje de desafiar al vacío que se estiraba

metros y metros debajo de aquella pirueta humana, escalofriante. El más mínimo error, y caería irremisiblemente, porque era una araña sin tela a la que agarrarse. Un agravante: había que distraer al guardia, y a algunos otros, en dirección contraria a aquel casi suicidio; es decir, con el tiempo muy contado: operación suicida, bravía, y relampagueante. No se me olvidan las ocasiones en que veía a aquel hombre volar sobre la viga… tenía que rezar por él antes y después: el terror, durante, me

paralizaba.

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Peculiar “radio-receptor”. Fabricado en la misma Circular, “hecho en casa” pieza a pieza, introducidas todas furtivamente; tampoco usaban baterías como las actuales tenía, no sé en qué proporción ni cómo se armaba ni mezclaba, un elemento de orina. No eran radio-transmisores propiamente, me cuenta Ángel, que después tuvimos alguno. Un enredo, en fin, que parirían, aunadas, la pericia y la industria de hormigas desesperadas, y el talento que allí

sobraba. Un aparatico extraño, insólito, pero funcionaba. Las noticias se resumían en papeles diminutos con letra menuda, parvulita. Unos pocos. Se circulaba entre unos pocos, y se iba difundiendo a los otros verbalmente –había aproximadamente mil quinientos hombres en cada Circular-- con la sacra veracidad que prestaba el que se dijera que lo había dicho “un hombre serio y de espejuelos.”

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Un clic, y la luz se apaga La noticia no nos llegó por medio ajeno alguno; ni adivinadores ni espiritistas, ni el hombre araña, ni el hombre

serio y de espejuelos podían haberlo anticipado. Lo veíamos estupefactos, ¡se vaciaban de presos las circulares! ¡Se acababa aquello! Era el más hermoso de los triunfos, el más acariciado sueño: los habíamos derrotado a fuerza de la heroicidad de muchos que habían caído en aquellos campos de trabajo forzado, de la tenacidad de cada día, del no conceder en lo importante, en la dignidad ni descuidada ni cedida.

Recordé a Girón, sargento, jefe de la soldadesca de unos de los que llamaban “bloques” en que dividían a los presos para llevarlos al trabajo forzado. Era sin dudas uno de los más sanguinarios entre todos. Una mañana, mientras obligaban al grupo de presos que le habían asignado a los camiones, antes de que lo hubieran hecho, y no recuerdo el porqué, aunque los porqués poco importaban, Girón la emprendió a golpes con uno de los presos, mientras los soldados lo rodeaban en círculo horroroso y mantenían un muro vil de

fusiles y bayonetas entre él y el resto de los presos. Tan salvajemente lo golpeó que el preso perdió el conocimiento. Entonces el sargento se volvió a los presos y los conminó, amenazante, colérico, a que lo cargaran y lo pusieran encima del camión. Nadie se movió. Parecía que se había paralizado el universo entero. Lo que siguió fue aleccionador: Girón, frustrado, y como renegando de sí mismo, sin darse cabal cuenta der lo que prefería, se le escapó, pero todos oyeron una desconcertante

exclamación: -“¡Fallé! Los presos no hacen eso.”

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¡Y era tanto lo que los presos no hacían! Matar sus cuerpos lo podían esencialmente porque se sentían poderosos. Pocas voces en el mundo acusaban. Intelectuales aplaudían, la prensa volvía el rostro al otro lado e ignoraba; gobiernos, babosos, serpeando en sus barrigas adulaban y, a los sumo, cuando visitaban a Castro, al regalarle una espada, un cuadro o una artesanía, se llevaban algún preso a su país como migaja. Cada cual regalaba de lo que le sobraba.

Matar sus cuerpos, cercenarlos, acribillarlos, mutilarlos lo podían; pero los aprisionados, aislados, abandonados, no les temían; lo había sentenciado el Nazareno: matar el alma no podían, ni rozar la dignidad, ni contaminar la lozanía de los espíritus de aquellos esqueléticos cuerpos. Nunca les habían temido, por eso, verdosos como sus uniformes, aullaban, aullaban. Golpeaban, pero respetaban a los masacrados, se les leían las rueditas de sus pobres cerebros que su mirada

denunciaba: la nobleza obliga al que la lleva a redoblar nobleza, exige, fuerza al noble a serlo más; y también a despojarse del sombrero a quien le enfrenta, a doblar la cerviz interior y exclamar siempre sin desearlo, escapado desde el fondo del reconocimiento que le aprieta: -“¡Fallé! Los presos no hacen eso.” ¡Y era tanto lo que los presos no hacían de ninguna manera! Y dije mal, no estaban solos, sabíamos de los pequeñitos de este mundo que cerraban filas a nuestro lado: del rezo

callado y todopoderoso de los claustros, de monjitas en vela, de los niños que oraban a Papa-Dios por el padre ultrajado, ¡y de un Dios que ante ellos cedía!, que abrumado a clamores, mostraba sus amores, besaba frentes y colocaba en ellas estrellas y esplendores; que arropaba en sus llagas las cicatrices nobles: un Dios de clemencias que nunca se había ido, que allí sufría, que en esa nueva cruz se entregaba por todos, también por los verdugos, en cada uno de sus nuevos Cristos, que en ellos de nuevo le inquiría al

Padre por abandonos. El Padre respondía, siempre lo hacía:

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engendraba trascendencia en cada vida, labraba surcos de vida de cada sangre derramada, reclamando por suyos, hijos queridos, a los que allí sufrían; que tenía en su seno a los que ya no estaban, ¡y sí estaban!, ¡estaban más que nunca!: existían, ahora eternos, en aquellas moradas que les tenía desde el comienzo de los tiempos preparadas. Y ese no hacer los presos, y el quehacer de Dios, y el tiempo que llegaba, forzó al carcelero. Se vaciaban las circulares. Se

vaciaban aunque pareciera que no era cierto. Sí se vaciaban. Un resto de los presos, los que aún quedaban, quedábamos, un puñadito, los concentraron en la Circular número uno. Nos concentraron. Era extraño saber y ver que las tres otras inmensas Circulares estaban ya vacías. Era extraño oír los ecos que provocaban entre los pisos ahora casi deshabitados, entre las vigas de araña rebotadas nuestras asombradas voces en aquel último vestigio de lo que pareciera, hace una pocas semanas, una invencible fortaleza

de maldades. Un día nos llamaron, éramos ya muy pocos, un exiguo grupito, al que le tocó el honor, al salir, de hacer clic al conmutador… y la luz que se apaga… Habían, a lo Girón, fallado. A los presos podían doblarlos, pero no quebrarlos, derribarlos, pero no vencerlos, porque cuando más débiles eran más fuerte la fortaleza de su osada hombría. No lo sabíamos al salir en medio de la noche, pero

el principio del fin había llegado.

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De regreso a la Isla grande. De una cárcel, rectangular y circular,

a las siguientes…

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Incertidumbre. La mente humana no está hecha para soportar la incertidumbre. El no tener control ninguno sobre nuestras vidas, el desconocimiento absoluto del mañana cuando éste se determina totalmente ajeno a nuestra esfera de

influencia, constituye una de las más aniquilantes torturas a la que se pueda someter al ser humano. Cualquier desenlace –ha dicho más de uno--, cualquiera, sin importarme cuál, antes que continuar en esta situación destrozadoramente desconcertante por la que atravieso ahora. La incertidumbre paraliza. Detiene al hombre. ¿A dónde ir? ¿Qué hacer? ¿A dónde dirigir las fuerzas si no existe

horizonte, ni destino, ni brújula, ni meta? Cuando todo se constituye en un descomunal interrogante, la desesperanza agarrota el alma. Atrapado en la desgarradora circunstancia, se hunde el ánimo en la nada. Sin puños y sin bríos, estás ya derrotado. El comunismo la impone en todas las esferas. Individualmente es donde más pesa. El ayer y el hoy están en manos del opresor, que decide por cada súbdito sin

mostrar el mañana. El decreto del zar se impone sobre cada persona, arbitrario, aplastante. Nadie decide por sí mismo, nadie pensar con sus propias neuronas; todo lo rige, determina, el todopoderoso amo. Es él, omnisciente, omnipotente, omnipresente, quien decide hasta lo que es rojo y es verde, y los déspotas son cruelmente impredecibles. En la cárcel la incertidumbre es ley. No sabes, por supuesto,

cuándo van a lanzar el terrible grito de requisa, ni cuándo

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tendrás la próxima visita de tus familiares, ni si van a permitir que te traigan algún libro o un poco de comida, ni si te los van a quitar después que se hayan ido. Qué aniquilador resulta saberlos regresar, te lo han dicho ellos mismos, con la jaba que querían entregarte… sin conocer, ni ellos ni nosotros, cuándo podrán intentarlo de nuevo; ni a dónde tendrán que ir para hacerlo, porque han aprendido que el tiempo de permanencia en una prisión determinada es tan voluble como el viento; sólo una certeza: no te

dejarán en el mismo lugar más de dos años. Una noche, un día cualquiera, vocearán una lista, y le darán unos minutos a los que han llamado para que recojan “todas” sus pertenencias –es lo que gritan--. Sobrarán minutos, que caben casi en un pañuelo. Un camión cerrado, una escolta de guardias armados hasta los tuétanos, y de nuevo en marcha hacia lo desconocido; ni a los soldados --que de ellos, por principio de todo el mundo, sin posibles excepciones, desconfían--, les dirán dónde; solamente el

que dirige, porque a alguien hay que decirlo, sabe. Así rompen los lazos de amistad, evitan que se pueda organizar al necesario largo plazo un grupo o acción. Desestabilizarlo todo, todo arrancarlo. Un par de cuadernos copiados de Camino, llevados por diferentes presos, era lo primero que procurábamos cargar en un traslado. Aferrados a ese librito pequeño y corajudo, la incertidumbre no hacía ya daño; aferrado a él, me liberaba de ella. Preñado de su esencia, la mordida de la

serpiente no causa muerte, el veneno pierde su ponzoña, la vida destroza toda muerte. Desafortunadamente, así es la vida, así como los libros guardan sus secretos, en ello como en todo, lo aprendía de nuevo, el círculo era pequeño, no era de muchos. Sabía, de su autor, prácticamente nada, y lo sabía todo: cuanto decía tenía un sentido aplastante, su lógica trascendía el apretado horizonte de lo inmediato, en él se hacía añicos –recordé la piedra, y los que caen sobre o bajo ella-- el demoníaco empeño con que buscaban

destrozarnos la mente, aniquilar las voluntades y que el

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dolor se hiciera constante, demoledor, intenso. Camino traía sus aires frescos, alargaba su espada y su coraza. ¡Yo era hijo de Dios! Yo no era el dueño del mundo, pero era el hijo del dueño. Nada podía suceder que Dios no lo permitiera para mi bien; había un propósito, un fin; se podía volver en endecasílabos heroicos la prosa de cada día; encontrar lo divino que late escondido en cada cosa, no importa cuán vulgar o sin valor se muestre o nos parezca… ¡sólo había que estar alerta para hallarlo!

Nos transformábamos, de galas la alegría, renovado el coraje, sin límite el arresto, singulares audacias, cuando día tras día nos sentábamos en grupo alrededor de aquél cuaderno dibujado por Dios. Leíamos, uno a uno, despacio, y comentábamos con fruición hasta exprimirlos, nueve puntos del librito. Así hasta agotar los 999 que lo completan. Al llegar al último punto, comenzábamos de nuevo. La duración de aquella charla amena y honda a la vez, era

acorde a la prisión en que nos encerraran, del tiempo de que dispusiésemos, pero siempre, invariablemente, nos parecía como a los novios en un parque, corta. Ahí adquiríamos control de nuestras vidas, y se quebraba toda incertidumbre.

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El Hippie Cárcel en Melena del Sur. Le llamaban El Hippie y he llegado a olvidar su nombre.

Medianamente alto, de pelo casi negro, de semblante aniñado, de los que llaman “de la calle”. Venía de esos mundos extraños, de melenas y rebeldías, que imperaban por toda la tierra, y que habían penetrado la cortina de hierro con la que Castro aislaba a la isla celosamente. Por él me enteré de la existencia del grupo que le había proporcionado el mote, de las características de aquella corriente juvenil, sus ansiedades, su inconformidad con la

circunstancia en que habían crecido. Tenía fibra, tenía ganas, y le dediqué tiempo: allí había una fuerte posibilidad, una esperanza. No fue difícil: buscaba un camino, y yo sabía dónde estaba. Quería soñar, y lo dejé que explorara senderos nuevos. Era rebelde, y yo tenía una bandera. En poco tiempo era catecúmeno. Unas pocas semanas después, como el eunuco de Felipe, pidió ser bautizado. Ni se le podía negar, ni había

tiempo que perder: apremiaba el eterno peligro de pudiera acaecer lo peor, y quizá al día siguiente no íbamos a estar juntos. Era una tarde hermosa. El hippie estaba nervioso; había lavado y planchado su uniforme, se había afeitado su incipiente barba; y se le veían por las pupilas sus adentros, todavía más limpios y ordenados. Era su iniciación; Le sudaban las manos. Un grupo como de treinta presos nos

rodeaba. Le hablamos de fe, de Iglesia, de entrega, de

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seguimiento, y levantando la mano, él inclinado, le derramé el agua sobre su cabeza: -“Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. La voz, atronadora, rompió, el encanto: - “¡Eh, tú!... ¡Ven conmigo!”. Nadie había vigilado. ¡Se nos había olvidado! Era un carcelero tosco, pequeño, amargado. Caminé a su lado hacia la enrejada puerta que separaba, en medio de las

cercas, el lugar de los presos del de los guardias. Habría un poco más de cien metros, entre el lugar del bautizo y aquel portón; fue de pasos interminables, enormes, de tiempo aún mas alargado. Pensé en lo que me aguardaba: vejaciones, confinamiento, semanas de celda estrecha, de hambre y de sed aún más intensas... Después de treintenas de años luz llegamos el guardia y yo a aquella puerta. La abrió bruscamente; se viró hacia mí que le seguía, y enmudeció. Se le agrandaba la mirada, tembló espantado.

- “¡Vete!, ¡lárgate de aquí! Gritó, con otras entrecortadas palabrotas. No lo entendía. Tuvo que empujarme y cerrar la puerta para que yo me diera cuenta de que no iría hacia el lado de los guardias. Me volví, y entonces fui yo el que abrí los ojos desmesuradamente... Detrás de mí había cientos de

hombres, el campamento entero. Nos habían seguido en retador silencio; serios, demasiado serios para que el guardia no hubiese temblado. El hippie era, entre ellos, el único que sonreía. Me rodeó su abrazo.

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Aquel Pastor… Se me acercó una tarde. Aparentemente no sabía cómo plantearme el tema. Le estimulé con una sonrisa abierta:

- ¿Qué quieres?

Se decidió entre titubeos que con gran esfuerzo quedaron a un lado:

- He estado pensando en que tú pareces aquí algo así como el que encabezara a los católicos… ¿Por qué no entablamos una conversación amplia, en presencia de todos los presos de este campamento? Los reunimos, y ambos exponemos los diferentes puntos de nuestras

religiones.

- “No”. Le contesté tajante. Me miró extrañado, casi perplejo…

Entonces alivié la tensión ensayando la mejor sonrisa que pude conseguir:

- No; y te voy a explicar el porqué. No temas. La razón

es muy sencilla: no te conviene. Le leí en los ojos, danzantes, toda una serie de inquietudes, múltiples, contradictorias. Continué:

- No te conviene por dos razones esenciales y simples: lo que realmente deseas es entablar una discusión pública, y ganarla. Sé que piensas ganarla porque, si no, carecería de sentido el que lo plantearas. Pero

piensa que tú eres un Pastor y yo un don nadie. El

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ganar no te acarrearía mérito alguno: has derrotado a un infeliz pelagatos. Si pierdes, y siempre cabe esa posibilidad, resultaría que te habría humillado un peatón cualquiera. No te conviene. La segunda razón es de índole más material: puede suceder que en medio de los argumentos salga a relucir la Virgen y se te escape en esos momentos de apasionamiento, acaso sin tú quererlo, una palabra, una frase desacertada. En ese instante, amigo, tú me

conoces, agarro una estaca y te rajo la cabeza en dos. Dios se sabe defender solo; a la Virgen la defiendo yo. No nos conviene. Me he preguntado, muchas veces, en qué hubiese terminado aquel diálogo que nunca se dio.

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El Niño nace en insospechadas almas Era un inmenso barracón, rodeado de cercas de púas y de ásperos guardias. En tiempos anteriores a Castro, se había destinado a curar hojas de tabaco. Ahora secaban prisioneros. Vélez era un largo mulato, cuya sonrisa mostraba un hueco enorme en el mismísimo centro de una dentadura que en algún tiempo pasado debió haber estado completa. Él no nos vigilaba, como los otros, desde las cercas; su función era pasearse alrededor de aquella vieja estructura, de este lado de las erizadas alambradas, para avisar al resto de la soldadesca de la más mínima anomalía. Era Nochebuena. De un seco arbolito que de alguna manera

algunos presos se habían conseguido, colgaban unas cáscaras de huevo con dibujos primorosos que, en medio de la aridez aquella, resultaban espléndidos. Lo contemplábamos tristemente satisfechos de nuestro humilde homenaje al Dios que en unas pocas horas iba a nacer. No habría Misa del gallo; pero allí estaban los consabidos trozos de pan, para que Dios los bendijera. Se repartirían en aquella paraliturgia y -- lo sabíamos con rebelde certeza--,

en esos momentos el Niño se abriría paso entre las cercas y las tristezas, para hacerse un huequito en las almas de aquellos hombres, tan rudas y tan tiernas. Primero los villancicos; por supuesto, a capella. Ellos primero, para que hendieran el firmamento que aquella noche se mostraba magnánimo en estrellas: la ausencia de luces allanaba la senda. Las voces roncas se humedecieron, mojadas en nostalgias y recuerdos.

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Después la Palabra. Una lectura del Antiguo Testamento. Siguió el Evangelio. La homilía sencilla, indignada en injusticias y pródiga en perdones, que el odio no tenía lugar. El reclamo de aquellos hombres al cielo se palpaba tenso, mesurado, como gritos de un airado incienso. Se repartió el pan. Silencio. Plegaria callada. Más villancicos. Y en repetidas y calladas soledades se fueron dispersando los presos.

Se me acercó Vélez. Nunca antes habían pronunciado mi apellido con tanta sencillez mezclada de respeto:

- “Arrastia, escuché los cantos. Le oí hablar. Estaba muy nervioso pensando que pudieran venir otros guardias; pero le hubiera avisado enseguida. Estaba listo para hacerlo.

Me acordé del Cristo que se presenta a los que no le llaman.

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Otras como aquélla. Cada Navidad fue como la otra, todas idénticas: …ni en otros muchos sitios la celebraban, acaso en algunas pocas iglesias (los curas no alcanzaban para todas), o en alguna casa entre otras miles en que nada pasaba. A muchos les era indiferente o les daba miedo celebrarla.

Castro había abolido la fecha por decreto imperial obedeciendo --ni césar, ni burgués, ni Dios-- los dictados de la Internacional; él era el dueño de las fiestas, de los hombres, y de los esqueletos. ... ni habría tanta solemnidad alegre, tanta pobreza, tanto asombrado recogimiento, como en el escondido rinconcito de una cárcel. No nos habían quitado las gargantas, ni nuestros agradecidos sentimientos hacia ese Niño que nacía y que

nos empujaba a Él, con opuesta y enérgica fuerza con la que aquél otro, el de las barbas, instituía la insensatez perversa de un estado sin Dios. Allí se acrisolaba tradición, allí se continuaba nuestra historia. No era afuera de las cercas, ni en los desfiles de rojizas banderas, ni en la obligatoriedad de ir a empellones, a rellenar las plazas; sino en aquellos villancicos de los que parecían derrotados. Hermosa la lección.

Siempre se reservaba algo para hacer la fiesta; que esa palabra en definitiva significa alegría en los pechos, un canto, y ¿por qué no?, un poco más del beber y comer que de ordinario. El que hubiese más era muy fácil: ¡ese ordinario era tan poco!; y era difícil: para lograrlo tenía que haber habido, antes, aún menos de ese poco. El coro había ensayado por semanas, y en secreto por dos

motivos: por los guardias, y porque a los presos les

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resultara una “sorpresa” escucharlos aquella noche que, para todos nosotros, era muy buena. Los uniformes más limpios y planchados de alguna prodigiosa manera; todos nerviosos porque la solemnidad y la belleza dependerían del empeño, del sentimiento que el pecho aunara a cada voz. El grupo de cantores era pequeño. En derredor hombres curtidos, hombres muy solos, hombres que creen en Dios, se hacían un bulto de tributo. El culto lo constituían aquellos

villancicos, tersos, ingenuos. Entonces los presos eran niños, y en cada alma, aquella noche triste, aquella noche alegre --¿no había sido igual entre unas tablas, en un suelo dominado por soldados del imperio, que había ocurrido la primera Navidad?—nacía Dios.

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Del complejo de los superhéroes, o de un Dios chiquito. Yo era hijo de Dios. Habíamos quedado que era, al menos, hijo del dueño. Nada podía suceder que Dios no lo

permitiera para mi bien. En la prisión también, los superhéroes le han hecho un gran daño a muchos. ¿Qué es un superhéroe? Un superhéroe es alguien que ve un mal y lo detiene, y lucha contra el vil, y vence esa batalla, ésta de ahora, visiblemente. Detiene este mal, derrota a este malvado, aunque haya miles de miles que no pueda detener porque no sepa ni que existen; aunque este daño de aquí, éste bien específico, este que

tiene frente a él, a veces lo resuelva con un poco de trabajo. Todos lo ven y aplauden, y sale en los periódicos, y una muchacha se enamora de él aunque el superhéroe no pueda corresponder por la índole de su misión y de tener que mantener el secreto de quién verdaderamente es. Y de ahí infieren que Dios tiene que ser eso, sólo que un poco más grande, más poderoso, y que su misión es luchar contra esta injusticia, detenerla. Ésta de aquí y de ahora.

Mejor, si a nuestra manera. Siempre en presente. Y el no hacerlo implica ser un Dios fracasado, un Dios injusto, un Dios malvado. O lo detiene ahora, o es un Dios poquita cosa, que no alcanza a mucho, o que me ignora. Alguno, en esa cárcel sin sentido, se revolcaba en la contradicción de ese Dios no Dios. Un Dios que es Dios y es injusto, un Dios que es Dios y es poca cosa, y sordo y mudo y lerdo.

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Allí estábamos nosotros, entre barrotes. La injusticia era evidente. Parecía que como a los sarracenos, uno y otro día, semanas, meses, años, los ayudaba Dios porque eran más que los buenos. ¡No! Era hijo de Dios y mi Padre era bueno, muy bueno. Yo malo y Él bueno. Yo era un miserable intrascendente, y Él la trascendencia misma. Tenía mil razones para amarlo. Podía preguntarle, como mi amigo: ¿Señor, que vas a darme,

cuando me pides esto? Tú eres el único que de un mal puedes sacar un bien, y de un gran mal, un gran bien. Hazlo en mí, cuándo y cómo Tú lo creas. Hazlo en nosotros. Me entrego. Que surjan cercas, e ingratitudes, que muchos piensen allá afuera –constaba—que soy un gran tonto abrazado a una causa perdida. Esta causa es tuya, y Tú no pierdes.

Los poetas son poetas doscientos años después de muertos, y los héroes, y los santos, y los mártires. Cincuenta o cien años son tan solo un soplo ante Tus Ojos. La opinión de muchos no hace verdad a la mentira, ni convierte en justicia una crueldad, ni el que estemos amarrados a estos grillos significa que has dejado de amarnos. Nos amas como amaste a tu Hijo. Lo somos también. Y Tú nos mimas y nos quieres, ahora más que nunca, porque somos pobres y desvalidos. Que crezcas. Hazlo por esos de allá afuera, y éstos de acá adentro que no entienden la irracionalidad de

un Dios tan diminuto.

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¡Magistral! Las tertulias eran importantes. Charlas entre amigos ¡de tantas cosas! Llenaban vacíos en el vacío tiempo, arrancaban angustias por un rato, nos compenetrábamos, nos reíamos, aprendíamos. Algunas pedían repetirla de vez en vez. Ésta fue una de ésas.

En los países comunistas, la Marina de Pesca es tan importante, o más, que la Marina Mercante. No solamente representa una vital fuente de divisas, sino que lo exigen razones militares y políticas, que siempre se sobreponen a las económicas en esos regímenes, así de simple. Sus barcos, equipados con artillería y con sofisticados sistemas de espionaje, irán a todos los mares del mundo. Temprano en la década de los 60, cuando todavía la red de

Seguridad del Estado (la KGB cubana) no estaba completamente organizada -- o no nos hubieran seleccionado-- llamaron a un amigo, y con él a mí, para que estructuráramos, desde cero, educacional y administrativamente, la Escuela Superior de Capitanes y Maquinistas de la futura flota pesquera. La razón de llamarnos fue, suponemos, que descontado que deberíamos saber algo de andanzas marítimas, ambos nos habíamos dedicado intensamente al estudio y a la enseñanza. Ya

habían abierto poco antes, cerca de la Ciénaga de Zapata, en el Sur de Cuba, una escuela para los marineros. Tengo que retrotraerme a las circunstancias de aquellos días. Aquel régimen, lo creíamos muchos, tenía sus pocos días bien contados. La situación política era insostenible. La lucha ya emprendida sería dura, pero no larga. Personalmente teníamos que hacerlo desde el mejor reducto posible porque el combate, obligadamente clandestino, el

enemigo lo llevaba a cabo astuta e inmisericordemente.

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Aquella escuela se vislumbraba como el mejor refugio posible: nos daría la cobertura necesaria para cualquier actividad conspirativa; materialmente nos ofrecían un sueldo decente para mantener a nuestras familias; e íbamos a colocarnos en un campo que nos deleitaba: el de la educación. Alguna influencia formativa podríamos ejercer sobre aquellos jóvenes –que de caer en otras manos quedarían expuestos a influjos muy dañinos--; y como colofón podríamos contratar un cuerpo de profesores,

académicamente excelentes, que no encontraban con facilidad dónde ocuparse debido a su historial, nada afín a un comunismo que cada vez apretaba más sus tuercas. La escuela estaría situada en las márgenes del río Almendares, en los lares de la que había sido la Escuela de Patrones Navales, con un muy interesante acceso al mar, posible y magnífica ventaja adicional si el futuro político o conspirativo nos lo exigiera.

Abreviando la historia, en un corto período de tiempo estaban los planes de estudio hechos –adaptamos los de la Academia Naval cubana, y los de Annapolis en USA--, la escuela abierta y funcionando. Nunca acepté estar al frente del plantel alegando mi pasión por la enseñanza a la cual me dedicaría totalmente sin otras distracciones burocráticas. La realidad era que el cargo de director implicaba riesgosas añadiduras políticas. Quedé nombrado subdirector docente, a cargo del cuerpo profesional, y del desarrollo académico y profesional de los alumnos. No se me escapaba que de todas

formas me las tendría que ingeniar, y mucho, para desligarme de toda actividad política; lo que no iba a ser, ni resultó, un camino de flores. Narrarlo exigiría todo un libro. Independientemente de su formación académica, aquellos jóvenes serían indoctrinados políticamente. Los lanzarían al mar algún día, algo que todos en la Isla deseaban con ardor: tenían que asegurarse de su incondicionalidad a la causa comunista. En ellos lo ensayarían con mayor apremio,

dada la misión especial que les sería encomendada. Para esa

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tarea de adoctrinamiento político establecieron una sección paralela e independiente, dirigida por el Ministerio del Interior. Nombraron dos personas, que el argot popular bautizaba como los “abuelitos”. Esos personajes no solamente lo vigilaban todo --o casi todo: que les había levantado una pared de diez metros en lo que se refería a nuestro Departamento-- sino que impartían unas clases llamadas, oficialmente, de “Instrucción Revolucionaria”.

Todo lo anterior resulta imprescindible para poder narrar lo que sucedió con un visitante que un día apareció, surgido de en medio de la nada, y que va a ser el centro de esta narración. Nada se inventó en una Cuba calcada hasta en el más ínfimo detalle de su guía y protector allende los mares… pero cercano, demasiado cercano al mismo tiempo, con su ojo enorme y su garra pesada. En la Unión de Repúblicas

Soviéticas proliferaban las Escuelas de Pesca. Y en Moscú radicaba la Dirección General de todas esas escuelas. No recuerdo el nombre de ese Director de Directores –creo que Igor--, perteneciente, nos contó, a las altas esferas del Partido, y que fue a Cuba en una de aquellas visitas, mitad turismo y mitad rastreo y supervisión, de las que los jerarcas disfrutaban. No hubo, para nosotros al menos, aviso previo de su llegada. Me llamaron y nos presentaron. Estaría por los alrededores, me informaron, y en algún momento hablaría conmigo.

Un día sucedió. No me preguntó acerca de mis ideas. Venía él de un mundo extremadamente cuadriculado, donde una mano larga y férrea dirige cada paso y coloca a cada cual en su lugar exacto. Dio por incuestionable que dado mi delicado puesto, encargado del material de relojería que representaban aquellos muchachos, yo era comunista. Hablamos. Nunca tuve que ocultarle nada, porque nunca me hizo la pregunta. Conversó conmigo, pues, de compañero a

compañero, de camarada a camarada. Dicen que el

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problema de las mentes cerradas es que tienen la boca siempre abierta, y la abrió totalmente. Recibí montones de consejos directivos, algunos asombrosos, y que ahora, en síntesis, son los que narro. Nunca debería, bajo ninguna circunstancia, embarcar a nadie que no dejara “rehenes” en tierra. Rehenes que le interesaran mucho y que le disuadieran de cometer locuras.

Todas las reuniones deberían ser micrométricamente preparadas. Yo, personalmente, debería proponer pocos asuntos que fueran realmente críticos o importantes. Había un mejor método. Llamaría a uno o a dos profesores, con antelación suficiente, y los instruiría adecuadamente en la idea que yo deseaba que se aprobara. Uno de ellos la propondría, el otro lo apoyaría; y refutarían, ambos, a cualquiera que intentara objetarla. Yo, con mi autoridad, entonces y sólo entonces, lo analizaría todo serena,

objetivamente, y decidiría. Si me permiten una digresión, lo hice en una ocasión, llevado por la curiosidad y el poco comedimiento de mi juventud, como ensayo de laboratorio. El resultado fue fantástico. Inmediatamente después les confesé lo que había hecho, y les pedí disculpas por haberlos hecho parte involuntaria de un experimento; pero que no me había podido resistir a la tentación de comprobar su efectividad, y que había pensado que a todos nos sería útil conocer que existía y se practicaba con mayor frecuencia de la que imaginábamos. Gracias a Dios todos lo tomaron a

broma y se rieron mucho; curiosamente, al que más gracia le causó fue aquél por el que más pesar yo sentía: un amigo ya entrado en años, que había sido jefe de la Marina de Guerra Constitucional, y que luego nos contó, divertido, que nunca, durante su jefatura, se le hubiera ocurrido hacerlo. El método, aunque atrozmente inmoral, parecía funcionar con mucha eficacia. Lo practicaban dese 1917. Aquel soviético me refirió cómo reclutaba a los que le

referían como los mejores prospectos para engrosar las filas

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de la Juventud Comunista. Su despacho, narró, era imponente. Su escritorio estaba estratégicamente colocado en una elevación del piso. Llamaban al pobre muchacho y lo sentaban en una butaca que le resultaba demasiado holgada. Se ajustaban las luces del salón adecuadamente. Allí quedaba, sepultado ante aquel señor de señores que le miraba fijo desde su alto trono, le alababa, y finalmente le preguntaba calmada y fuertemente si aceptaba la magnífica oportunidad que le brindaba… Nunca, ninguno, se había

negado. Me confesó que los planes de estudios nuestros eran “en algunos aspectos” mejores que los que ellos tenían en la Unión Soviética. Le di las gracias, añadiéndole que eran los mismos con los que los nosotros habíamos estudiado en la Academia Naval. Yo sabía que eran mejores en todos los aspectos. No le hablé de la Academia norteamericana de Annapolis porque temí que nos dijeran que los dejáramos de

usar inmediatamente. La historia final es la más interesante. Era llamativo constatar cómo su mente funcionaba dentro del rígido marco comunista en que se había desarrollado toda su vida. Él estaba seguro de que las clases de Instrucción Revolucionaria dependían de mí. Resultaba totalmente lógico. No podía ser de otra manera: yo era, lo dio por indudable, el encargado de dirigir la formación doctrinaria en la escuela. Me dijo que esas clases había que suspenderlas

inmediatamente. ¡Ahí sí me dio tamaña sorpresa! ¿Por qué? Era evidente: si tomas a un joven, lo sientas, y le dices que lo vas a adoctrinar, sus adentros todos, sus entrañas, le saltan en furiosa rebelión. La tarea de adoctrinamiento era labor más solapada y más constante; de cada profesor, en cada clase, continua e ininterrumpidamente. Inolvidable el ejemplo que empleó: el maestro de Aritmética está enseñando a sumar: tres más dos son cinco… como cinco son las puntas de la estrella que hay en medio del triángulo,

rojo, de la bandera cubana; y que simboliza nuestra

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soberanía, nuestra guerra a muerte en contra del imperialismo norteamericano…… ¡Magistral! --pensé-- ¡Magistralmente diabólico!

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Un autobús en medio de la nada Otra tertulia. La relataba un preso que había sido técnico en sonido de la mayor estación televisiva de Cuba: la CMQ. Habían descorrido, para Cuba, el telón de hierro que siempre escondió a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y los cubanos pudieron viajar a la que sería la madrastra

Patria. Nuestro amigo, receloso, no se había aventurado en los primeros viajes. Después se decidió a visitar Checoslovaquia. Al volver cada viajero lo rodeaban, curiosos, sus amigos, y los compañeros de trabajo para saber --tantas cosas se habían escuchado—acerca de los misteriosos países que habían quedado bajo la bota rusa y herméticamente aislados después de la Segunda Guerra Mundial. Tampoco nuestro

narrador, aunque no había sido de los primeros en aventurarse, había escapado a las preguntas que en coro cerrado le hicieron, ávidos, el primer día que reapareció en la estación de televisión. Uno de los acontecimientos que más le había llamado la atención, fue lo sucedido en una excursión que tomó para visitar varios poblados en los alrededores de Praga. El autobús había partido temprano en la mañana. Los campos

eran maravillosos, exhibían casi la misma exuberancia y esplendor que los cubanos; y su gente en los poblados, aunque pobre y sin parecer demasiado alegre, era amigable, cortés, y comedida. Se notaban los rasgos de una Europa milenaria, cuyo pasado era hermosamente imborrable, a pesar de los destrozos de la guerra y de los años de dominación soviética. Regresaban, ya caída la tarde, cuando el chofer detuvo de

pronto el autobús y les dijo que había sentido algo que no le

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parecía normal en el motor. Un ruido extraño. Añadió --parecía conturbado-- que por favor permanecieran sentados, cada uno en su sitio ya que empezaba a oscurecer, y se bajó. Al volver, las noticias no eran nada agradables. Aparentemente había un desperfecto que él no sabría resolver. Habría que pedir ayuda. El problema era cómo y a quién. Estaban en un lugar solitario, caída ya la noche, y no tenía cómo comunicarse.

A lo lejos, como por milagro, divisan una luz en lo alto de un no muy elevado promontorio. Era una casa. El chofer, asombrado, dice que va aventurarse a investigar y pregunta si alguien se atreve a seguirle. Por supuesto que todos se lanzaron tras él. Ésta sí que sería una extrañeza: en medio de la nada una casita de magia: limpia, bonita, con cortinas y muebles impecables, luz eléctrica que provenía de un flamante generador, refrigerador, cocina eléctrica. ¡Una maravilla sacada de un cuento de hadas!...

Y en ese momento, refiere nuestro amigo el narrador, le interrumpen de pronto. –“¡Espera! ¿El señor era canoso, de bigote espeso, y la esposa una señora de espejuelos muy grandes; y tenían dos niños jovencitos, y una niña pequeña de pelo muy rojo y con dos trenzas? ¿Y el chofer regordete y tartamudo?... ¡Yo también tomé ese viaje de turismo, y mi autobús se descompuso en el mismo lugar! Efectivamente, era un cuento de hadas.

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Por conducto reglamentario Cuando le digo a alguien que san Josemaría estuvo con nosotros, preso, en la cárcel, se desconcierta, o se ríe a carcajadas; pero es absolutamente cierto. No es el libro. Es el autor del libro. Cuando alguien niega

que las aguas del Jordán se abrieron para dar paso a Israel, y luego se cerraron ante los carruajes egipcios y los que los conducían, tiene un grave problema: el autor del libro. Lo que niega es que alguien haya hecho los ríos, y a los israelitas y a los egipcios, y a Moisés, y al monte y al desierto. ¿Por qué no puede, si se le antoja, al que incrustó volcanes en las entrañas de las cumbres, hacer una pared de aguas?

Allí estaba el autor. No eran las líneas de aquel cuaderno, que estaban muertas. Era que una vez que abríamos aquellas páginas, irrumpía él mismo. Sentíamos su presencia. Un escalofrío y un hervor rasgar las venas. Era de miedos y de bríos. Alegoría y ángel, certeza, claridad, y un indescriptible regocijo porque por primera vez ya no te sientes solo. Alguien anda contigo. Era él quien nos daba las fuerzas, quien nos reconfortaba,

quien daba plenitud para aceptar, querer, y amar la voluntad de un ser supremo que tenía que saber lo que se traía entre manos, y lo hacía. Resignarnos primero; y en ascenso llegar a amar aquello que nos compelía a entregar la voluntad, a abandonarnos, porque detrás de bambalinas había alguien poderoso, muy poderoso, que nos quería. Aquella puerta tan estrecha era la entrada. Aquel sendero abrupto era el camino. Bien trazado el terreno, seguro, firme, apisonado. Y un compañero que retaba a apretar el

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paso, cada vez apuntando más alto. Sabíamos a dónde, porque hablaba de cruces y de crucificado. El Padre estuvo preso. Acaso aún lo esté, pujante, compasivo, sabio; con su mano atizando la llaga, quebrando incertidumbres, abriendo brecha. Fue el ingeniero y el camino. Guiaba y le seguimos. Abrazamos su ejemplo. Sabíamos que tras de él se iba a Cristo, a lo Don Álvaro, por el debido conducto reglamentario.

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…Que disimules… No les interesa que nadie sea comunista. Si nadie lo es, mejor. Verticalidad, ninguna. Doble vida. Aparentar. Que la dignidad se vaya doblegando, que robes y parezcas honorable, que engañes, que simules, y que tu vida se vaya conformando en ese molde hasta que, rígido, solidificado, trampa mortal, te atrape. Dos vidas: una la de tus sentimientos: frustración, desencanto, rebeldía que aplastas hasta ahogarla, el grito que quisieras lanzar y que no lanzas, la rabia que te subleva y la revuelves entre tu bilis. Impotente. O acaso indiferencia, abulia, ¿qué te importa ya todo?… ¡no puedes nada!; resignación, adaptación, fatigas que dejas que te abrumen, cansancios de los que no te alzas. O te alcoholizas para que sea la realidad la que se esfume; sin que logres borrarla. Callas. Siempre te callas. Ya no eres aquél que eras. No te interesa: sobrevives, que es vivir sin el ayer y sin mañanas, sin bríos, sin esperanzas. Disimulas, cubres, disfrazas. Te mientes a ti mismo; te desfiguras sólo ante ti,

que a nadie más le finges ni le engañas. Te desdoblas, y desdoblado mueres. Lo saben. Lo han logrado. Es verdad que estás afuera, que no hay que llevarte jabas, ni gastar en guardias ni en muros... porque no existes. La caricatura no es una persona. La máscara es máscara y no faz. Parecer no es ser; no logra ser hogar la tímida fachada;

escabullir el alma es aceptar la vergonzante faena de

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destruir lo único que es nuestro: el irrepetible don del ser que se nos ha confiado. Unir el adentro y el afuera –le llaman unidad de vida--; fundir la piel con el hueso, la víscera y las uñas para hacerlas garra. El existir se logra de una sola manera: empinando cada virilidad hasta que no haya sino cielos sobre la límpida mirada.

Al águila de nidos en las cumbres no acepta otro techo que la abombada concavidad del firmamento: las grisáceas nubes, despojadas de cimas, le parecen enanas, ¡le parecen tan bajas! Es una con su pico, es una con sus alas, es una con su vuelo donde exhibe también integralmente suyos, desafiantes, afiladas las puntas, puños de acero. Es águila, y sólo águila. Toda águila ella, del pico hasta la garra. Y si concede descender desde su raptus, es en rapiña, descabezando a la serpiente que se arrastra.

No te intimides. Espinas y cercados no logran sino arañar la piel, cortar las carnes, llegar hasta los huesos. De ahí no pasan. La dignidad se yergue inalcanzada, lleva coraza inexpugnable. Te sumas a la manifestación, aplaudes aunque no aceptes, aceptas aunque no creas, gritas, te doblas, desdoblas,--lo saben-- te deshaces.

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Pobrecito mío, hay redención, no temas. Se puede pagar por ti. Se puede co-redimir; eso se intenta.

No por buenos, sino por serios. Conocemos el precio, y, aunque flacos, pretendemos saldarlo. Es la vida quien nos lo ha pedido, casi empujado. No buscamos encierros, sería locura, sencillamente aceptamos el reto; y ya montados en el borrico, no vamos a evadirle los palos. En derechura hasta donde el sino quiera marcarlo. Sin heroísmos, sin reclamar el tristísimo papel de víctimas –no es nuestra vocación, eso lo sabes—sin doblegamos, ni

pedirle mercedes a ningún tirano. Mártires muchos, ya están caídos, inmolados en esta hermosa lucha. Los que quedamos nos afincamos a la tierra, firmes, serenos, sonreímos, rezamos. No es flaca tarea; se hace suave como el yugo del Maestro al conocer que estamos del lado honesto; que estamos donde caen los justos, aunque no lo seamos --y es por eso que no hemos caído--, y que no nos cuentan entre los muertos. Por su memoria es que abrazados a la esperanza caminamos.

Ya una vez apostó, un imperio, hasta el último hombre y la última peseta. Y un joven, un viejo --se les unió un mulato--aceptaron el desafío desembarcando en un navío pequeñito, y lo vencieron. Costearon entonces por nosotros. Cayó el joven, después cayó el mulato, y no pudieron con el viejo. Llegó a verlo. Algunos caeremos, otros llegaremos, y todos pagaremos;

para eso existen los denarios. Después, cuando se cruce,

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cuando se sienta que el Mar Rojo se nos abre, cuando yazgan los hijos del faraón, ya idos… no creas que se ha arribado; será largo el camino todavía: cuarenta años circundando algún monte, quemantes las arenas; maná en el que se enroscan las serpientes, tablas talladas en la laja, rocas que manen aguas, revueltas, sediciones, hasta que los que fueron esclavos se hayan todos muerto. Entonces y sólo entonces se desmoronan las murallas que no resisten las trompetas, y se derrumban los gigantes de la otra tierra. La

historia será larga, generaciones desgastadas desde el Egipto hasta el Jordán antes de que lo crucemos para ser lo que fuimos; para que miel y leche manen, y las vides nos cedan sus racimos. Entretanto no temas. Hay redención. Los rescates se pagan y en eso nos entretenemos. Otro lo ha hecho antes. Por ti, mi pobrecito mío, sonreímos, rezamos, con Dios, desde el otro lado de la zarza.

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Ininteligibilidad … es, decía Ortega, la palabra más difícil de pronunciar en el idioma español. Saber es apresar lo inteligible, pasmarse ante todo,

asombrarse a cada instante al asomarnos ante este mundo anchuroso, bello, insinuante, en el que se entiende cabalmente algo hasta que viene otro y nos demuestra que es de otra manera. Estaba tumbado en un camastro, derribado, sin fuerzas. Era mi segunda hepatitis en poco más de un año. Aburrido. Nieto era un gran médico, graduado de la Sorbona, preso en mi misma causa. Se me acercó, como casi cada mañana. Le

describí lo que él ya sabía, incluido mi tedio, cuando me preguntó cómo estaba. -¿Tienes algún libro que me prestes? Como atendía a los presos, habían permitido que sus familiares le pasaran algunos libros de medicina. Poco después volvió con un enorme libro de fisiología, casi tan ancho y largo como el mundo mismo. Aunque apenas podía

con su peso, me alegró enormemente: iba a llenar un montón de mis días. Nieto volvía a verme regularmente, y pasadas un par de semanas le pregunté: - ¿Que saben ustedes los médicos? - Nada.

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- Lo he comprobado. Si en este libro no me he tropezado decenas de veces con la frase “…pero no sabemos”, en varias ocasiones en la misma página, no aparece entonces nunca. Quise conocer más acerca de la hepatitis, y Nieto me prestó otros libros. Ocasionalmente se podían remitir enfermos al antiguo

Castillo del Príncipe, que había convertido en una cárcel, y en el que funcionaba un “hospital” donde se suponía que podían atender a los reclusos graves con un poco más de supuestos cuidados. Las diferentes cárceles remitían sus “candidatos”, que eran examinados por un médico de Seguridad del Estado, con poderes absolutos, por supuesto, para recibirlos o devolverlos inmediatamente a su prisión de origen. Ya un poco mejor de salud, pero preocupado por la recurrencia de la enfermedad, y sin recursos, Nieto logró

incluirme en un pequeño grupo que iban a enviar al famoso Castillo. De todos, el único que fue rechazado fui yo. Me enfrenté al medicucho aquel y le dije que estaba totalmente equivocado al negarme el ingreso, debido a la peligrosidad de la enfermedad, su probable contagio a otros, especialmente debido a las circunstancias deplorables en que nos hacinaban, y de su recurrencia en un corto lapso. Sabía que eso a él le importaba tres pitos, pero decidí ridiculizarlo y le aduje la patología y sus riesgos. Tras un

fuerte intercambio de frases, se vio obligado a admitir delante de todos:

- Bueno, es que yo no sé mucho del hígado.

- Pues yo sí –le grité desafiante--.

Era una victoria pírrica. Nunca más iba a ser admitido en aquel sitio, aunque llegara medio muerto. Pero fue tan dulce

–no obteníamos muchas-- que la saboreé al irme, al

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compartirla con los otros --¡felices!-- ya en mi barraca, y todavía, al evocarla, unas gotitas de miel me rondan picarescamente por el alma. Ininteligibilidad. Le daba vueltas a la palabrita. Difícil de pronunciar. A menudo fácil de detectar: les ves, en la mirada, cómo las rueditas se les encangrejan, en su corto cráneo, las unas contras las otras.

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El Castillo del Príncipe

El fuerte fue construido durante la oleada de construcciones militares en Cuba, luego del fin de la Toma de La Habana, por los ingleses que duró casi un año, el gobierno español se dio cuenta de que la ciudad estaba desprotegida y transformó a la Llave del Nuevo Mundo, en la ciudad más fortificada del continente americano.

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Otras rueditas más engrasadas. La maldad puede servir de lubricante y entonces las ruedas no se encangrejan: refulgen aceradas.

Valente, recuerdo solamente su sonoro apellido y su rostro inocente, sentía que todo el peso de la inhumana opresión caía todo sobre sus débiles espaldas. Caía y apretaba. Aquel avispado, resoluto, pero joven, muy joven muchachito, ya no podía más. Tampoco tenía una cabal idea del tenebroso alcance de aquéllos contra los que iba a jugar su desesperada carta. Riesgosa, casi imposible tarea la de intentar su maniobra con unos personajes que le tenían bien agarrado con anillos viscosos y afilados.

No consultó a nadie. Fue su secreto hasta que nos enteramos cuando era tarde, tras su vuelta del principesco hospital donde se agolpaban los más ineptos doctores que la imaginación pudiera presentarnos; en algunos, sus aceitados cerebros habían logrado que sus uñas, para hacer juego, les crecieran largas, incisivas, punzantes. Valente iba a jugar el papel de loco. Locura resultaba

hacerse el loco entre tanta canalla. Ya jugar el rol mismo denotaba algún desequilibrio; un juicio un poco roto, estropeado. Subestimarlos tan burdamente era insano. Ya habría, al menos, iniciado la jornada por los alucinantes caminos que toman los temerarios. Cordura, al menos, no le sobraba. El primer paso le fue fácil. Los brutos guardias. Y de cabeza al hospital donde había de todo menos delfines reales. Lo

recibió una doctora, de verde olivo del cuello a las rodillas,

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duro el semblante. Por la edad podía ser su madre. Por el corazón, verdugo sin amaneramientos. Fingió Valente. Directa ella; copiado el expediente, una sola la prueba.

- “Extiende brazo y mano”. Brutalmente seca, apremiante.

El muchachito obedeció. Le apretó ella un cigarrillo encendido contra los dedos,

mientras le miraba desafiantemente a las pupilas como atravesándolas con fuegos infernales. Cuenta Valente que se le llenó de lágrimas la cara, pero no se movió. El dolor, lacerante. Pasaron siglos; para la mujer fueron cortos instantes que no hubiera querido que se terminasen.

- “Llévenselo de regreso a su cárcel; un loco hubiera quitado la mano inmediatamente”.

Y se reía. No, nunca hubo maltratos ni torturas. Acaso, y muy ocasionalmente, algunos procedimientos médicos necesarios para el análisis clínico de algunas enfermedades; algunas risas, algunas burlas; alguna que otra cicatriz que cuando desapareciera la del cuerpo, se quedaba en el alma.

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Media Hora y Mangas Largas Aun en los castillos, por muy principescos que sean, hay personajes pintorescos. En éste se albergaban, bajo el manto protector de la

Revolución, en lujosas aunque separadas habitaciones de encumbrada realeza… presos políticos y comunes. Entre estos últimos estaba Media Hora. Su bien adquirido sobrenombre provenía de una facultad manipulativa sorprendente. Si bien estamos seguros de que Dios lo había dotado de aquel talento especial para fines diferentes, Media Hora lo había empleado en lograr desarmar un automóvil completa y destripadoramente en 30 minutos. No había auto

robado que entrara en su poder, que no lo hiciera picadillo de piezas en ese voraz período de tiempo. No necesitaba ni un segundo más. Su habilidad, por supuesto, le había conquistado varias condenas, todas inversamente proporcionales al corto lapso con que desarrollaba su destreza de mago de los hierros y aceros. Mangas Largas era uno de los tenebrosos individuos que se encargaban cuidadosamente de mantener a Media Hora y

sus parecidos congéneres debidamente guardados bajo la acogedora y maternal sombra de aquella cárcel de muros elevados y guardias encaramados en garitas condales. Se conocían bien. No se sabía por qué misterioso juego del destino Media Hora era el preso y Mangas Largas era el custodio; podían intercambiar roles y posiciones sin mayores dificultades, aunque Mangas Largas no hubiera podido desplegar la destreza del que la vida quiso que en esta oportunidad fuese el recluso. Una de los mayores

impedimentos que hubiera atemperado la velocidad de

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demolición en Mangas Largas, era precisamente el motivo del mote por el que todos le conocían: las mangas de sus uniformes verde olivo escondían casi completamente sus manos y sus brazos, dejando apenas entrever las afiladas puntas de sus dedos como garfios. Se le hubiera trabado tanta tela entre los pistones, válvulas, y enredadas piezas de los automóviles robados. A los presos comunes, después de un tiempo de buena

conducta, les concedían unos llamados “pases”: autorizaciones para ir a sus casas durante un fin de semana y en ocasiones por períodos más largos. Media Hora más que lo sabía. Un día se le acerca a Mangas Largas y se establece un inolvidable diálogo:

- “Sargento, ¿cuándo será posible que a mí me den uno de esos pases para visitar a mi familia?

- Usualmente se conceden cuando el reo ha cumplido una buena parte de su condena. ¿Cuántos años tienes que cumplir en total, sumadas todas tus condenas?

- Ciento veinte años, sargento - Entonces me vienes a ver cuando hayas cumplido

sesenta años de prisión. Media Hora se volvió de espaldas y comenzó a caminar con sus pasitos cortos pero todavía ágiles de animal asustado, y de pronto se vuelve y mira de frente a Mangas largas.

- Perdóneme sargento, pero ese día, ¿lo veo por la

mañana, o por la tarde?

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El túnel, de pan y de cebollas.

A veces, de vez en vez, o de veces en veces, alguno que no me comprende.

Contigo pan y cebollas. Y también con pan solo, aunque sea escaso, porque puede suceder que la cebolla dure años ausente. Con el amor basta, también sin pan y sin cebolla. Y yo tenía al ¡Amor! Con mayúsculas. Rectifico, Él me tenía a mí. Me había apresado, escondido en sus llagas. La suyas eran reales, hermosas, grandes, cabía todo yo en su incomparable escarlata. Allí se estaba bien. Era un secreto entre nosotros dos. Nadie nos veía.

El camino era Él y me había borrado todos los demás

caminos. Él era la verdad y me borraba toda mentira intrínseca y perversa. Él era la vida y yo vivía en Él. Juntos, apretujados el uno contra el otro, arrebujados, no necesitaba más espacio vital. ¡Al diablo con el pan y la cebolla!

«Algunos pasan por la vida como por un túnel, y no se explican el esplendor y la seguridad y el calor del sol de la fe». Mi túnel, todo convexo interiormente, quedaba afuera

de todo encierro, era al revés: un túnel interminable que se abría desde unas llagas, y saltaba en chorros hacia afuera. Mi túnel desembocaba al exterior, era exterior, fabricado mi túnel todo de fe.

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¿Por qué?

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Señor mío y Dios mío, me guiaste por un largo camino oscuro, pedregoso y duro.

Mis fuerzas a menudo parecían querer abandonarme, no esperaba ver la luz un día más.

Mi corazón se petrificaba en un sufrimiento profundo cuando la claridad de una estrella se levantó sobre mis ojos.

Fiel, ella me guió y yo la seguí

primero con paso tímido, más seguro después. Llegué por fin ante la puerta…

Se abrió… En el interior las estrellas se suceden,

estrellas de flores rojas que me muestran el camino hasta ti...

Y tu bondad permite que me alumbren en mi camino hacia ti….

¿Señor, le es posible a alguien renacer

una vez andada la mitad de su vida? lo dijiste, y para mí ha se hecho realidad.

El peso de las faltas y las penas de mi larga vida me dejaron.

Mi corazón se ha convertido en el pesebre que espera tu

presencia… ¡Por poco tiempo!

María, tu madre, que es también la mía…. a medianoche deposita en mi corazón a su niño recién

nacido. ¡Oh! Ningún corazón humano puede concebir

lo que preparas a aquellos que te aman. Me perteneces en lo sucesivo y nunca más te dejaré.

Dondequiera que pueda ir el camino de mi vida, estás cerca de mí.

Nada jamás podrá separarme de tu amor.

Santa Teresa Benedicta de la Cruz

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¿Por qué... estaba yo allí, preso…? La pregunta me había torturado todos aquellos años. Le había pedido a Dios el entenderlo; que me diese, por favor, una explicación que orientara mi

vida, mi presente, acaso mi futuro y mi destino. De todos los hechos, innegablemente ocurridos, de aquella encrucijada en que yo mismo me había colocado, podían haber resultado una variedad enorme de posibles alternativas: acaso nunca hubieran llegado a mí en la cadena de arrestos, se podrían haber decidido a fusilarme (poco costaba), o absuelto (menos probable). Pudiera yo nunca haber conspirado.

Pero estaba. Me esperaban 20 largos, larguísimos años de prisión. Y los prolongaría aún más aquel interrogante: ¿Por qué?... Aurelio me había hablado, a mí y a un estrecho grupo de amigos. Habíamos aceptado porque consideraba que había que sublevarse, tomar las armas: atacar era la única defensa. Al comunismo se le combate con violencia; no se

cae; se tumba –“¡Cañones!”, repetiría Franco incansablemente cada vez que escuchaba esa palabra-- o se eterniza amamantado en el terror más despiadado. Estaba la Iglesia, Dios, mis hijos, mi familia, nuestros principios, nuestra nación: ¡Tantos motivos para rebelarnos!... todos esenciales, todos apremiantemente insoslayables. Lo habíamos hecho, y a lo hecho, pecho. Pero eso no borraba mi pregunta. Siguiendo la radical diferenciación

hegeliana, tenía la explicación, pero no la interpretación de

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lo que me sucedía. Se me escapaba la conciencia vital; la para mí misteriosa, desconocida, esencial razón de mi prisión. Me venían a la mente dos hechos del pasado: innegables, rotundos. Debería haber caído preso cuando el frustrado acontecimiento del 5 de septiembre de 1957. Yo había conspirado entonces. Me había comprometido fuertemente. Era parte de aquella oficialidad joven, repleta de ideales,

que no aceptaba el que hubieran pisoteado a la joven nación, y anhelaba activamente enrumbar nuevamente el futuro de Cuba. Mi participación, al menos en el planteamiento inicial, era importante y el gobierno hubiera tenido motivos para encarcelarme. Cayeron todos los oficiales de mi buque, y el que yo hubiese estado en el extranjero en el momento del levantamiento no resultaba razón suficiente para haber explicarme el haber salido indemne de aquella escaramuza. Pero había ocurrido, más

tarde, algo mucho más grave. Navegábamos frente a la costa norte de Cuba. Diciembre de 1958. Yo era el oficial de artillería. Me avisan que el comandante estaba en el puente alto y quería verme. Era José Carreras, apodado Pepe Coraje (la segunda palabra del mote era más fuerte que la que empleo). Me tiende, en silencio, un papel con un mensaje que acababa de recibir en clave y había descifrado. Lo leo, y sin siquiera pensarlo, sabiendo bien lo que mi respuesta podía significarme le espeto: - “Yo no cumplo esa orden”. Me mira seriamente y me dice con un acento que no dejaba

lugar a interpretaciones: -“Ni yo tampoco”. El mensaje decía que los mau-mau (los rebeldes) se habían apoderado de la ciudad de Nuevitas, y ordenaban bombardearla. Al día siguiente recibimos una orden conminatoria de regresar inmediatamente al puerto de La Habana. Entramos a puerto en la aurora (todavía entre un negror de sombras) del 1 de enero de 1959. Nos enteramos de que el gobierno había abandonado la isla. Los que habían enviado aquel mensaje estaban rumbo al extranjero.

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¿Por qué ahora había resultado todo tan diferente? Entre aquellos libros escondidos, hurtados a la mirada del guardián, un día –con cita larga-- me sorprendió Oseas:

“Decid a vuestros hermanos: Ammi; y a vuestras hermanas: Ruhama. Contended con vuestra madre, contended; porque ella no es mi mujer, ni yo su marido; aparte, pues, sus fornicaciones

de su rostro, y sus adulterios de entre sus pechos; no sea que yo la despoje y desnude, la ponga como el día en que nació, la haga como un desierto, la deje como tierra seca, y la mate de sed. Ni tendré misericordia de sus hijos, porque son hijos de prostitución. Porque su madre se prostituyó; la que los dio a luz se deshonró, porque dijo: Iré tras mis amantes, que me dan mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mi bebida. Por tanto, he aquí yo rodearé de espinos su camino, y la

cercaré con seto, y no hallará sus caminos. Seguirá a sus amantes, y no los alcanzará; los buscará, y no los hallará. Entonces dirá: Iré y me volveré a mi primer marido…

…Y ella no reconoció que yo le daba el trigo, el vino y el aceite, y que le multipliqué la plata y el oro que ofrecían a Baal. Por tanto, yo volveré y tomaré mi trigo a su tiempo, y mi

vino a su sazón, y quitaré mi lana y mi lino que había dado para cubrir su desnudez. Y ahora descubriré yo su locura delante de los ojos de sus amantes, y nadie la librará de mi mano. Haré cesar todo su gozo, sus fiestas, sus nuevas lunas y sus días de reposo, y todas sus festividades. Y haré talar sus vides y sus higueras, de las cuales dijo: Mi salario son, salario que me han dado mis amantes. Y las reduciré a un matorral, y las comerán las bestias del

campo.

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Y la castigaré por los días en que incensaba a los baales, y se adornaba de sus zarcillos y de sus joyeles, y se iba tras sus amantes y se olvidaba de mí, dice Yahvé. Pero he aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza; y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto.

En aquel tiempo, dice Yahvé, me llamarás Ishi, y nunca más me llamarás Baali. Porque quitaré de su boca los nombres de los baales, y nunca más se mencionarán sus nombres... …Y te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Yahvé. En aquel tiempo responderé, dice Yahvé, yo responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra. Y la tierra responderá al trigo, al vino y al aceite, y ellos

responderán a Jezreel. Y la sembraré para mí en la tierra, y tendré misericordia de Lo-ruhama; y diré a Lo-ammi: Tú eres pueblo mío, y él dirá: Dios mío.”

¡Ésa era la interpretación ופרסין ,תקל ,מנא, מנא de la pared!

Había sido medido y pesado. El agustiniano sentenciar de que “Hay cosas que Dios niega por clemencia, y cosas que concede por cólera”. Arrebatados el trigo, el vino y el aceite,

rodeados de espinos mis caminos, me ha atraído, llevado al desierto y hablado al corazón… Dejado como la tierra seca, cercado en setos, sin senderos ni amantes, y sin Baal, no tuve otro remedio que volverme a mi primer marido, a mi Dios mío.

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Absurdo Absurda aquella prisión. Absurdo que masacraran, asesinaran, fusilaran, aterrorizaran para imponer una doctrina absurda. Absurdo que la mitad del mundo lo contemplara indiferente; y la otra mitad le rindiera pleitesía a un tirano que los despreciaba por débiles. Tontos y crueles, y sin agallas ni para escupirle en sus absurdas las

barbas. Absurdo todo. Aquellas sombras, aquel abandono, aquel sentirnos traicionados, burlados, olvidados por los de nuestra carne y sangre, por aquellos que defendíamos con nuestras pobres fuerzas a pesar de ellos mismos, a pesar de todos los pesares. Absurdo que lucháramos contra los molinos de vientos,

contra los gigantes que sabíamos pigmeos, bolcheviques que eran miserables mencheviques agazapados en sus fueros forrados de bayonetas, y a quienes hacían aparecer descomunales las aduladoras babas de muchos cubanos y aún más extranjeros. Se fundían en un cobarde mirar hacia otro lado para ignorar los que caían, los que morían, los que dejaban jirones de sangre en las cercas. Absurdo que no nos doblegaran, que no quebraran lo que

parecía la hueca caña doblada por los vientos. Absurdo que la caña fuera de acero. Absurdo que miráramos nuestras carnes tan ferozmente descarnadas, nuestras fuerzas sin fuerzas, y alzáramos la frente con la humilde arrogancia del que no teme al que agarrota, ni le importa el que nadie le defienda. Pero ¿no había sido absurdo que Pedro lanzara las redes a un mar que se había negado a darle peces durante toda una

larga noche de la furiosa brega? Y más absurdo que los

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peces que le habían negado autoridad a las redes para atraparlos, se metieran en ellas, todos, hasta dejar vacío el Tiberíades? ¡Doble milagro de obediencia!: dócil Simón, y dóciles los peces. ¡Qué abundancia de frutos hay en los absurdos! No es contrasentido obedecer a la llamada retadora de la dignidad humana; no es absurdo obedecer a la conciencia,

aunque todo el universo arremeta en contra nuestra, aunque la injusticia parezca soberana. Glorioso acatamiento del deber hincando lanzas. Hermoso defender a los que nos abandonan, a los que no comprenden, a los de alma flaca. Eso incentiva, empuja, alza. Luchábamos, obedecíamos a la patria; bendito absurdo de

las absurdas armas que henchida de divina locura empuña el alma. Éramos felices.

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¿Miedo? Afirmaba Ortega y Gasset que en el animal el miedo es profesión. ¿Teníamos miedo? Nadie me hace la pregunta. Yo me la hago.

El miedo permanente no. No fuimos profesionales de los miedos. No le temimos al sistema ni a sus bayonetas. Asustaban a otros. Aquel lugar era para ellos un grito permanente de que no nos intimidaban ni su poder omnímodo, ni sus bravuconerías de guapo de barrio. No podían sino matar el cuerpo; ya nos lo habían advertido hacía mucho tiempo. Ese era su mayor fracaso, lo que más le revolvía las entrañas: allí estaba su enemigo diciendo que lo era, que no lo amedrentaban, que no se ponía de rodillas, que no le simulaba.

¿No ves que los echan a las fieras para que nieguen al Señor, y, con todo, no lo consiguen? ¿No ves que cuanto más los castigan, más abundan? Estas no son obras del hombre; son el poder de Dios; son prueba de su presencia. Reza la carta a Diogneto. No el miedo permanente. El momentáneo muchas veces, esencialmente cuando se presenta de improviso. Un grito de

requisa, una noche que la cortan a gritos desenfrenados para un traslado, el anuncio del juicio… Al miedo se le enfrenta, y huye, porque es cobarde el miedo. No éramos temerariamente locos; y cuando el sobresalto irrumpe detona el pecho, la sangre fluye. Es el momento de imponerse, de avanzar de frente al enemigo; de hacer, de la adrenalina, lanza y espada. Si hay repliegue, que sea del miedo: que sea él el que de sustos ya no aguante, y ceda.

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Ellos tenían más estremecimiento que nosotros. Tenían que hacerlo todo en grupo y escandalizando para acallar su desazón: ahogaban con sus gritos el aullido de sus propios espantos. ¿Miedo? Busqué en el pasado. Habían entrado como tromba aquella noche del apresamiento; si restallaron nervios, fueron los de ellos. Recordé mi primera noche en seguridad del estado con los zapatos como almohada y mi sueño

profundo… La suerte estaba echada. Es cierto que se movía la barca, que había tempestad y la mar se encrespaba; pero en la popa, cabeza en cabezal, dormía Él.

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Otro para siempre El miedo es breve, perecedero, actual, provisional. Miedo al hecho exacto que irrumpe concretamente, que tocas, palpas, en el ahora en que lo siento. Es un viajero que toca con fiereza a la puerta, se asoma, y pasa… hasta que vuelva el próximo. Mueve a la acción –no paraliza --acaso el horror

lo logre--: transforma en ataque o en retirada. Normalmente el miedo tiene razón de ser. Algo totalmente diferente es el temor irracional, escalofriante, que rebasa toda frontera del ser. Un enfrentarse a lo indefinido, al sin rostro y sin nombre; al riesgo sin concreciones, en abstracto; a la nada, a la sombra que se cierne y retorciendo abarca. Pavor… a lo que es nada…; no sabes a qué, pero lo tienes. Vacío que agarra el corazón y lo aniquila si no te

virilizas. No hay armas, ni esperanzas, ni caminos trillados, ni experiencias. Es la inexistencia misma. No puedes explicarlo. No imaginabas la dureza que te tortura sin despegarse, que abraza inmisericordemente. Caminar sin fines y sin fin; jornadas sempiternas en que la crisis no abandona. Eterna sombra, despreciativa de amaneceres y de ocasos: sin cuerpo que te choque, que puedas apuñalar hasta saciarte, sin huesos que enterrar, sin

tumba que los tape. La muerte, en cambio, se te presenta entonces sin ambages. No es más efugio, vaguedad: se concretiza. No es ya el “llegará” impersonal; ese afirmar “que a todos llega” de nebulosas indistintas, eventuales… No es más difusa, ni tarda, ni es para los otros; aquella muerte que se llega a veces a sentir un poco incierta…

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Ahora no. Ahora es real, es para mí, está cercana, me atenaza; se siente el irrevocable filo de su acuchillar, cortante; contigua, casi amigable por su cercanía tan cotidiana y escalofriante. La muerte, ahora real, es mi muerte. Morirá un número, una cosa. La subjetividad aniquilada. Y absurdamente, se sobrepone nuevamente la certeza de una incertidumbre; la impersonal indefinición de un algo borroso,

indefinible, ilimitado, inagotable. Es entonces que lo que sabes nada, ante el enorme peso que te embarga, pesa; se agudiza el intervalo, la breve eternidad de ese momento que arriba y pasa. Y hasta que llega el siguiente temor, no se descansa. Llega y se va con la misma prisa con la que el hierro blando se imana y desimana. Como el hierro duro, la desgarradora esgrima con lo desconocido apresa en lentitud; después no se desimanta.

Desde el lugar de la zozobra impenetrable, ya no eres el mismo. Cualquiera la actitud que asumas, derrumbado, vencido, o victorioso, serás ya otro, entera, eternamente.

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Acuérdate…

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A san Josemaría…

Encuentro

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San Josemaría.

Un día te encontré en el quinto piso de la infernal galera;

en un cuaderno sembrabas tu Camino y me aferré a él, --nos aferramos muchos--

porque al decir de Oseas privado de las mieles los vinos y las leches no tuve otro camino sino

volverme a Él y gritarle, desgarradoramente: ¡Marido mío!.

Fuiste el pedazo de destino que cerrara, estrechara,

hiciera angosto mi camino. ¡Cuánto te amé!,

con qué avidez me agarré de tu locura,

con cuánta plenitud llenaste la tenue fragilidad de nuestra fe... Cada día tomábamos --¿te acuerdas?-- nueve preciosas catalinas

y por horas apagabas nuestra sed: de cada una hacíamos discurso,

en cada una nos embriagábamos el ser, despacio, sin cansancios ni apuros que el tiempo nos sobraba

y nos faltaba el tiempo porque queríamos crecer y no era suficiente ningún tiempo para Él;

en cada una le encontrábamos remedio a las llagadas soledades: ¡contábamos con Él, contábamos con Ella!,

tú nos decías que no nos habían abandonado, que estábamos más cerca, que éramos sus niñitos mimados,

que La madrecita linda nos cubría de relumbres en cada noche de aquéllas sin estrellas

y al negarnos la luz nos brillaba en el alma el Sol del otro Cielo

más dilatado, de más eternidad, más sin fronteras ni guardias hoscos ni bayonetas.

Despojados de todo, tú nos vestiste, nos diste de comer,

nos visitaste; aún más, te hiciste cárcel, prisionero, refugio, lámpara a la sombra

que agarrotaba por doquier; soñábamos en Dios a tu reclamo

y casi besábamos tus pies.

Glorioso santo, fuiste muy mío, te sentía en mi carne

porque sufrías los sufrimientos míos, hacías tibia la frigidez de los muros y rejas

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y nos besabas, tú a tu vez, cuando con miedo pensábamos si habría

un mañana, ¿y que importaba,

si este hoy representaba la plenitud existencial del ser? Porque nos acercaste a Dios como jamás

sino en ese ahora y en ese aquí se hubiese conseguido; sólo allí nos podías, José María –así te llamábamos--, haber mostrado

que la Virgen morenita nos cuidaba con más cariño; tú nos pegaste con garra al ángel de la guarda

y lograste que del Rosario hiciéramos nuestro escudo y espada. Santo varón, estuviste encerrado,

cambiaste tu sotana por el feo uniforme amarillo con P en las espaldas y los muslos,

te conformaste uno más entre nosotros todos y

como Cristo

diste sentido al dolor y a la pena, humillaciones y maltratos, y los hiciste tuyos

y los hiciste gemas. Cuando los fusiles sesgaban sin distinción las vidas,

cuando el paredón quedaba vacío de soldados y muertos y el grito de ¡Viva Cristo Rey! se había apagado,

tú recogías el alma, sepultabas el cuerpo, y consolabas a la viuda y al huérfano;

cuando la bayoneta calaba carnes acariciabas las heridas y recogías un cáliz de la sangre bravía...

yo te veía yo te sabía

yo te rezaba yo te quería.

Aún te amo, padre mío,

aún quiere mi poquedad crecer en ganas de imitarte, de agradecerte, de predicarte.

Soy pequeño y soy malo, pero quizá me redima el cariño hondo que te tengo

por haberme acercado al Dios eterno; y tanto, que aquellas prisiones tan horribles, gracias a ti las recuerdo

con cariño, y casi con nostalgia, con agradecimiento:

gracias a ti nunca estuve tan cerca de ellos dos, del Cristo y de Su Madre,

cuando contigo caminaba por las arenas hermosas y rojizas del desierto.

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“Combatirán contra ti, pero no te derrotarán,

porque yo estoy contigo para librarte -oráculo del Señor-". Jeremías

Y acuérdate…

“Acuérdate del largo camino que el Señor, tu Dios, te hizo

recorrer por el desierto durante esos cuarenta años. Allí él te afligió y te puso a prueba, para conocer el fondo de tu corazón y ver si eres capaz o no de guardar sus mandamientos. Te afligió y te hizo sentir hambre, pero te dio a comer el maná, ese alimento que ni tú ni tus padres conocían, para enseñarte que el hombre no vive solamente de pan, sino de todo lo que sale de la boca del Señor.

Ten cuidado, no te olvides del Señor. No sea que cuando comas hasta hartarte, cuando te edifiques casas hermosas y las habites, cuando críes tus reses y ovejas, aumentes tu plata y tu oro, y abundes de todo, te vuelvas engreído y te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que te sacó agua de una roca de pedernal y en el

desierto te alimentó con el maná, un alimento que no conocieron tus padres. Así te afligió y te puso a prueba, para que tú vieras un futuro dichoso.” Deuteronomio 8

“Pasando en medio de ellos, seguía su camino…” Lc 4

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Epílogo

“¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino…?”

…continuaría diciendo Lucas ¿Te he fatigado, amigo, cuando al tomarte de la mano te he

hecho caminar, a trompicones, todo este trecho? Falta el final feliz con que rematan algunos cuentos. Al menos éste. Ahora no sorprenden ningunas vocecitas; ni hay luces que encandilan. Todo es más sencillo: vivo rodeado de mi mujer y de mis hijos, y de los nietos de mis hijos. Me quieren y los quiero, diría que mucho. Amigos a montones, amigos de los buenos, de los que decantan las jornadas largas y arduas. Pero nunca es completamente abrazadora la hermana dicha: hay algo que no tengo ya

más, aquello extraño: ardor del corazón de cuando al hacerse caminante habla. Y es que nunca estuve antes, ni he estado, tan cerca de mi Dios como en aquél ya ido. ¡Qué hermoso fue serlo!, yo era su pequeñuelo herido. Ahora no bebo de los charcos en medio de esclavizador trabajo. No veo la bayoneta caer salvajemente sobre los famélicos hombros, o atravesar, al que forzadamente trabajaba conmigo del alba hasta el ocaso; no veo sus sudores mezclarse con su sangre. Ya puedo confesarme con un cura, y comer a Dios físicamente, día tras día; lo hago, y

no me lleno porque me falta aquella hambre de las hambres, hambre de no tenerlo; ¡y de tenerlo! en un anhelo, en un trocito de un pan duro y reseco que las ansias repletaban a todo vuelo. Ahora aquella forja me ha hecho otro, aunque sea yo mismo. ¿Mismísimos los hombres, el mismo de Asís e idéntico lobo, materialismos, avaricias, todo mezclado; idénticos los santos, idénticos los héroes? ¡No! No son ya los mismos; porque el que no soy, soy yo: soy otro aunque

siga siendo aquel mismo.

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Me transformó tres veces, Él. Cuando desde la nada me sacó, y me dio un nombre: me trasmutó al crearme. Nacer de nuevo, me transformó cuando las aguas del bautismo me hicieron su hijo. Y un día, con aquel librito de la Wilaya me abrió un camino de delirantes novedades. Lo que no extraño, porque traje conmigo, es la celda. Plantada está en medio de este mundo, precioso a pesar de todos los pesares. Con ella voy dondequiera que vaya; y desde ella puedo, trecho tras trecho, contemplar a mis anchas; a mis

anchas rezar, sufrir, cantar, reír, loar…. desde la liberadora celda que me traje conmigo.

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Apéndices

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Profecías de Castro

Políticas e ideológicas

“Yo no soy comunista” Fidel Castro -I-2-1959. En el parque de Céspedes, en Santiago de Cuba

“Yo no soy comunista” Fidel Castro -I-13-1959. En La Habana

“Esta revolución no es comunista sino humanista”, Fidel Castro -IV-1959 Reunido con periodistas en Washington

“No soy comunista, ni los comunistas tienen fuerza para ser determinantes en mi país”. Fidel Castro -IV-1959 En la Sociedad Norteamericana de Editores de Periódicos, en los Estados Unidos.

“¿Es que acaso pudiera alguien afirmar que he mentido alguna vez al pueblo?” Fidel Castro -IV-1959. De regreso a La Habana.

“Soy marxista-leninista y seré marxista-leninista hasta el último día de mi vida”. Fidel Castro -XII-2-1961.

Económicas

“Tengo la seguridad de que en el curso de breves años elevaremos el estándar de vida del cubano por encima del de Estados Unidos y del de Rusia”. Fidel Castro -II-16-1959. “Además, estamos ya estudiando y preparando los proyectos para desecar la Ciénaga de Zapata, con una capacidad de 15 000 caballerías de tierra, y que

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cuando esté en condiciones de cultivo, va a servir de sustento a decenas de miles de familias cubanas.” -Fidel Castro – III-15-1959. “Nosotros vamos a tener dentro de 10 años, una producción de leche superior a Holanda, y una producción de queso superior a Francia.” Fidel Castro – V-1964

“La gran batalla de los huevos ha sido ganada. De ahora en adelante el pueblo podrá contar con 60 millones de huevos cada mes”. Fidel Castro –I-2-1965.

“Porque hay ahora ya esa conciencia, esa responsabilidad, ese conocimiento, esa organización que ya se ve en todas partes en nuestro país y que, sin duda de ninguna clase, augura éxitos aún

mayores, porque de la misma manera que alcanzamos estos 6 millones de toneladas de azúcar sin duda que se alcanzarán los 10 millones en 1970”. Fidel Castro 6-7-1965.

“No serán los 10 millones de toneladas de azúcar, sino los casi 4 millones de toneladas de miel porque parejamente se va a desarrollar también la ganadería y utilizaremos la miel como alimentación para el ganado que nos permitirá ser país exportador de

carne de res”. Fidel Castro 6-7-19

“En 1970 la Isla habrá de tener 5 mil expertos en la industria ganadera y alrededor de 8 millones de vacas y terneras…productoras de leche… Habrá tanta leche que se podrá llenar la bahía de La Habana con leche”. Fidel Castro VIII-23-1966. “Cuba, en un breve tiempo se convertirá en un país

exportador de petróleo” -Fidel Castro VI-18-2008.

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“Y si ellos en la Florida han podido desarrollar una gran industria de cítricos en una tierra peor que la nuestra, no hay la menor duda de que nosotros vamos a tener una industria de cítricos superior a la industria de cítricos de la Florida. De eso no hay duda” -Fidel Castro VI-8-1968. “Y nosotros tenemos que ir elevando, año por año, el

rendimiento de los cañaverales, porque Cuba estaba entre los últimos países de producción de caña por hectárea, aunque en rendimiento de azúcar éramos de los primeros, pero la agricultura atrasada, sin técnica, sin fertilizantes, pues hacía que el promedio de producción por caballería fuese realmente muy bajo”. -Fidel Castro -VII-26-1968. “Parejamente se desarrollará la industria de la

sucroquímica, la utilización del bagazo para hacer pulpa, y con los planes de repoblación forestal que se están haciendo, en el futuro podremos mezclar pulpa de bagazo con pulpa de madera y tendremos otro tremendo renglón de exportaciones. –Fidel Castro -VI-7-1965. No serán los 10 millones de toneladas de azúcar, sino los casi 4 millones de toneladas de miel porque parejamente se va a desarrollar también la ganadería

y utilizaremos la miel como alimentación para el ganado, que nos permitirá ser país exportador de carne de res”. –Fidel Castro -VI-7-1965. “Y ya en el campo de la economía, nuestra agricultura estará considerablemente desarrollada para 1970, y se pondrá el énfasis fundamental del país no solo en las industrias básicas —como cemento, electricidad y otras—, sino que ya la década de 1970 a 1980 será la

década de las instalaciones industriales, tanto para

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elaborar los productos de-una agricultura desarrollada como para atender todas las necesidades de una sociedad moderna y en avance”.- Fidel Castro I-2-1968. “El azúcar es nuestro principal cultivo y quien quiera cualquier variedad de nuestras mejores variedades de azúcar que la venga a buscar a Cuba. Nuestra ganadería se desarrolla y no tenemos dudas de que

será en el curso de pocos años una de las mejores ganaderías del mundo, porque nosotros no tememos competencia de ninguna clase, pero, además, seremos productores importantes de carne para los mercados del mundo, en cantidad y en calidad, y seremos productores importantes de cultivos tropicales, y entre los cítricos nos colocaremos entre los primeros países del mundo, y lo mismo ocurrirá con el café y con el plátano fruta y con la piña (APLAUSOS)”.- Fidel

Castro I-2-1968 “Cuba, en un breve tiempo se convertirá en un país exportador de petróleo”. Fidel Castro 6-18-2008

El Embargo. ¿El gran crimen contra Cuba, o un tema sin importancia para Castro?

“Al principio [los Estados Unidos] bastante que nos fastidiaron con sus cancelaciones…pero cuando ya por suerte no dependemos de ellos para nada, ni en el comercio, ni en los abastecimientos, ni en nada, si ya salimos victoriosos ahora, después de la victoria, ¿con qué nos pueden amenazar? ¿Con cancelar qué cosa?” Fidel Castro –VII-1975.

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“Los Estados Unidos tienen menos y menos cosas para ofrecer a Cuba… ¿Deberíamos privar a otros países socialistas de nuestros productos para venderlos a los Estados Unidos? Hay un dicho popular que dice: no cambies la vaca por la chiva” Fidel Castro –IV-1985, entrevista para la revista Playboy.

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Algunos datos históricos de Cuba de los siglos XIX al

XXI

Año 1723: Se produce el primer impreso cubano: La Tarifa

General de Precios de Medicinas y fue impresa el 11 de febrero de ese año.

Año 1764: Se publica el primer periódico cubano: "La Gaceta de La Habana".

Año 1806: El primer cementerio de Iberoamérica construido fuera de una iglesia fue el Cementerio de Espada, en La Habana

Nota: Siempre que nos refiramos a Iberoamérica estaremos incluyendo a España y Portugal.

Año 1829: Cuba (incluyendo a España y Portugal) es uno de los primeros del mundo, en usar máquinas de vapor y barcos de vapor.

Año 1837: Cuba se convierte en el primer país de Iberoamérica, y en el tercero del mundo (después de Inglaterra y USA) en usar el ferrocarril. Ya en 1854 Cuba contaba con 593 kilómetros de líneas férreas de servicio público, y en 1885 esta cifra ascendía a 1499, mientras

que en España solo había 305 kilómetros de líneas férreas construidas.

Año 1847: Un cubano aplica en La Habana por primera vez la anestesia con éter, antes que en cualquier otro país de Iberoamérica.

Año 1877: Se realiza en La Habana la primera demostración práctica, a nivel mundial, del funcionamiento de un sistema industrial con luz eléctrica.

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Año 1881: El cubano Carlos J. Finlay descubre el agente transmisor de la fiebre amarilla.

Año 1889: La Habana pone en marcha el primer sistema de alumbrado eléctrico público de Iberoamérica.

Años 1825-1897: Entre el 60% y el 75% de los ingresos brutos que España recibía del exterior procedían de Cuba, motivo por el cual la llamaban “La Perla del Caribe”.

Año 1895: Estalla la segunda guerra de independencia de Cuba. Los cubanos, con el machete como armamento básico, tendrán que enfrentarse al ejército más fuerte y numeroso que jamás tuvo España en el Nuevo Mundo. Cuando las guerras de independencia de la Latinoamérica continental de Bolívar, Sucre y San Martín, España no pudo emplearse a fondo pues estaba afectada por su conflicto bélico contra Napoleón. Los cubanos enfrentarían a ese poderosísimo ejército español sin

ninguna ayuda del exterior. Conocida es la frase de Bolívar de “con un Haití ya nos basta”, y los cubanos que en Estados Unidos se dedicaban a buscar apoyo y a recaudar armas para la causa independentista eran frecuentemente perseguidos y encarcelados por las autoridades estadounidenses. Sólo cuando ya los mambises tenían el control de las áreas rurales del país, los Estados Unidos comenzaron a dar alguna ayuda a los insurrectos cubanos, que culminó con su intervención

directa.

Año 1898: Valeriano Weyler crea los primeros campos de concentración que se conocen en la historia de la Humanidad, al concentrar a los campesinos en las afueras de La Habana, para impedir que estos continuaran apoyando a las fuerzas insurrectas.

Año 1898: Los Estados Unidos entran en la Guerra contra España, justo en el momento en que la Metrópolis

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sólo mantenía el control absoluto sobre las ciudades de La Habana, Matanzas y Santiago de Cuba. El ejército norteamericano desembarca en la playa Daiquirí sin tener que hacer un solo disparo, ya que esa playa era territorio mambí. El único combate terrestre que realizó y en el que derrotó a la infantería y artillería españolas, ayudados siempre por los mambises cubanos que no permitieron la llegada de los refuerzos españoles desde La Habana, fue en las Lomas de San Juan,

entonces a las afueras de Santiago de Cuba. Posteriormente, con el hundimiento de la flota del capitán Cervera en la Bahía de Santiago por parte de la ya entonces muy poderosa marina estadounidense, se desmorona el estado de ánimo de los españoles, que deciden la rendición. Una de las tres hipótesis de la voladura del Maine que se valoró durante mucho tiempo planteaba que ésta fue realizada por los propios españoles con ánimo de provocar

la entrada de los Estados Unidos en la Guerra, ya que no pocos altos militares peninsulares, al apreciar el avance de los mambises, consideraban “más honorable” una derrota a manos de los estadounidenses, que al menos ya habían derrotado a los ingleses, que a manos de los “bárbaros” insurrectos cubanos. Los defensores de esta hipótesis se basan en el contenido de las comunicaciones efectuadas entre el mando militar español en Cuba y la Corona Española entre finales de 1897 y principios de 1898.

Algunos libros distorsionan la historia al afirmar que España perdió a Cuba en una Guerra contra los Estados Unidos, sin mencionar el papel desempeñado por las tropas mambisas en la contienda.

Año 1899: El día 10 de octubre, luego de la total retirada de las tropas españolas, quedan abolidas en Cuba las corridas de toros, por ser “impopulares, sanguinarias y abusivas con los animales”.

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Periodo 1900 – 1959

Año 1900: Circula en La Habana el primer tranvía que se conoce en Latinoamérica. También ese año circula por las calles de La Habana el primer automóvil (algunos han recogido su llegada a Cuba en diciembre de 1898), antes que en cualquier lugar de Latinoamérica se conociera ese medio de transporte, y fue conducido por la escritora cubana René Méndez Capote, que se convirtió así en la

primera mujer iberoamericana en conducir un automóvil.

Año 1900: Primer campeón olímpico latinoamericano: el esgrimista cubano Ramón Fonts.

Año 1906: La Habana es la primera ciudad del mundo en tener telefonía con discado directo (sin mediación de operadora).

Año 1907: La Habana pone en funcionamiento el primer departamento de Rayos X del mundo iberoamericano, dirigido por el médico cubano Francisco Domínguez Roldán.

Año 1913: El primer vuelo internacional de la aviación latinoamericana fue realizado por los cubanos Agustín Parla y Domingo Rosillo. Ocurrió el día 19 de mayo, de Cuba a Cayo Hueso, y duró dos horas y 40 minutos.

Año 1915: Se acuña por primera vez el peso cubano

como moneda nacional, y desde su nacimiento tuvo el mismo valor que el dólar estadounidense. Desde 1955 hasta 1959 el peso cubano valió un centavo más que el dólar.

Año 1921: El cubano José Raúl Capablanca se convierte en el primer iberoamericano en ganar un campeonato mundial de ajedrez, y es el primer campeón mundial de ajedrez nacido en un país subdesarrollado. Ganó

consecutivamente todos los campeonatos mundiales

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desde 1921 hasta 1927, y es considerado por los especialistas como “El Mozart del ajedrez”.

Año 1922: Cuba se convierte en el segundo país del mundo en inaugurar una emisora de radio, la PWX, y en el primer país del mundo en emitir por radio un concierto musical y en emitir un noticiero radial. La primera locutora mujer de la radio en el mundo fue la cubana Esther Perea de la Torre.

Año 1928: Cuba tenía 61 emisoras radiales, 43 de ellas en La Habana; lo que colocaba al país en el cuarto lugar mundial, solo superada por USA, Canadá y la Unión Soviética; y en el primero mundial en emisoras radiales por número de habitantes y por extensión territorial.

Año 1933: Alfonso de Borbón y Battenberg, hijo de Alfonso XIII, en aquel entonces príncipe de Asturias, renuncia a sus derechos sucesorios al Trono de España

para poder casarse con la cubana Edelmira Sampedro Robato.

Año 1935: Cuba se consolida como primer exportador a Iberoamérica de libretos y grabaciones radiales. El cubano Félix Caignet crea el concepto del serial radiofónico y la radionovela.

Año 1937: Cuba se convierte en el primer país de Latinoamérica en decretar por ley la jornada laboral de

ocho horas, el salario mínimo y la autonomía

Año 1940: Cuba es el primer país de Iberoamérica en tener un presidente de la raza negra electo por sufragio universal, y además por mayoría absoluta, en un país donde la mayoría de su población era todavía de raza blanca.

Año 1940: Se aprueba en Cuba la Constitución del 40,

primer país de Iberoamérica en reconocer mediante ley el

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derecho al voto de la mujer, la igualdad de derechos entre sexos y razas, y el derecho de la mujer al trabajo. En 1976 todavía la mujer española no tenía derecho al voto, ni derecho a la patria potestad sobre sus hijos, ni podía abrir una cuenta bancaria ni sacar pasaporte sin la autorización escrita y firmada por su marido.

Año 1942: El cubano Ernesto Lecuona es el primer iberoamericano en ser director musical de una productora

cinematográfica mundial, y el primer iberoamericano en conseguir una nominación a los premios Oscar.

Año 1946: La Zoila Gálvez se convierte en la primera iberoamericana en cantar en la Scala de Milán. En 1950 otra cubana, Martha Pérez, se convertiría en la segunda.

Año 1950: Cuba es el segundo país del mundo en emitir regularmente señales de televisión. Ese año van a Cuba a hacer su debut televisivo Libertad Lamarque, Pedro

Vargas, Arturo de Córdoba, Dolores del Rio, María Félix, Lola Flores, Sara Montiel, Concha Piquer, Tita Merello, Lucho Gatica y otras estrellas que no contaban con el medio televisivo en sus respectivos países. Ese año Cuba es el primer promotor, productor y exportador mundial de telenovelas seriadas.

Año 1950: El músico cubano Dámaso Pérez Prado coloca durante 15 semanas consecutivas en el hit parade de los

EEUU su éxito “Patricia”. Este record no pudo ser igualado ni por Elvis Presley ni por los Beatles.

Año 1951: El cubano Dessie Arnaz se convierte en el productor más importante de la televisión de los Estados Unidos. Fue el primero del mundo en implementar el uso de una tercera cámara en televisión y el primero en hacer escenas completas en español en un programa transmitido de costa a costa de los Estados Unidos.

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Año 1951: Se construye el Hotel Riviera de La Habana, el primero del mundo en tener aire acondicionado centralizado.

Año 1952: Se construye en La Habana el edificio Focsa, primero de apartamentos construidos completamente de hormigón en todo el mundo. Un año después, en los sótanos de ese edificio se construyen los estudios de televisión más modernos del mundo en su momento, los

estudios de la CMQ.

Año 1954: Cuba cuenta con una vaca por persona, y es el tercer país de Iberoamérica (solo superada por Argentina y Uruguay) que más carne de res per cápita consume (40 kg al año).

Año 1954: Cuba también inició lo que se llama actualmente transmisión por satélite. El 29 de septiembre de1954, técnicos cubanos instalaron en un avión C-46 un

receptor de televisión y un transmisor, con el propósito de que el juego de la Serie Mundial de pelota se viera en vivo. El avión volando sobre el Estrecho de la Florida, recogía la señal del Canal 4 de Miami, y la retransmita a Cuba, siendo a partir de ahí, que el cubano viera la pelota en directo. Después se instalaron las antenas disco en Matanzas, para no tener que usar el avión.

Año 1955: Según el anuario de la OMS, Cuba es el

segundo país de Iberoamérica de más bajo porcentaje de mortalidad infantil (33,4 por cada mil nacidos vivos).

Año 1956: Cuba es reconocida por la ONU como el segundo país de Iberoamérica de más bajo índice de analfabetismo (solo el 23,6%). Según ese informe, en el ámbito iberoamericano Haití estaba por encima del 90%. Entre otros tenían más del 50% de analfabetismo: España, El Salvador, Republica Dominicana, Guatemala, Nicaragua, Perú, Brasil, Venezuela y Bolivia.

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Año 1957: El anuario de la ONU ubica a Cuba como el mejor país de Iberoamérica en cantidad de médicos per cápita (1 por cada 957 habitantes), el de más alto porcentaje de viviendas urbanas electrificadas (82,9%), de viviendas urbanas con baños propios (79,9%); y el segundo, después de Uruguay, en consumo de calorías por día y por habitantes (2870).

Año 1957: La Habana es la segunda ciudad del mundo

en tener cine de tercera dimensión; el cine Radiocentro.

Año 1958: Cuba es el segundo país del mundo en emitir señales de televisión a color, y el tercer canal televisivo a color de todo el mundo.

Año 1958: Cuba es el país de Iberoamérica con más automóviles: 160 mil, uno por cada 38 habitantes. Es también el que posee mayor cantidad de electrodomésticos, el de más kilómetros de líneas férreas

construidas por kilómetro cuadrado, y el segundo considerando el total de receptores de radio.

Año 1958: Durante toda la década del 50 Cuba mantuvo entre la segunda y tercera mejores rentas per cápita de Iberoamérica, siempre superior a la de Italia y más de dos veces superior a la de España. Por su Producto Interno Bruto (PIB) Cuba ocupaba en 1958 la posición 29 entre las mejores economías del mundo, a pesar de su

poca extensión territorial y de contar con solo seis millones de habitantes. Año 1958: con sus 358 salas de cine, La Habana era la ciudad del mundo con más salas de cine superando a Nueva York y París, que ocupaban el segundo y tercer lugar respectivamente.

Continuamos con el año 1958, antes de que en diciembre de ese año se fugue Batista...

Con respecto a la Educación, en ese año había en Cuba 8

universidades estatales, 3 universidades privadas, escuelas

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profesionales de comercio en las principales ciudades, escuelas normales para la formación de maestros (el título de maestro normalista, o universitario, eran indispensables para impartir clases); y centros de estudios técnicos. También existían en las ciudades escuelas privadas elementales y secundarias, de bachillerato o comercio, todas incorporadas a las estatales. En cada pueblo había por lo menos una escuela primaria y otra secundaria. En la mayoría de los pequeños poblados del campo (bateyes)

existían escuelitas primarias. Cuba hacia solamente unos años que comenzaba a emerger como república. A finales de 1958 se habían construido cientos de escuelas campesinas, en las que los maestros eran profesionales graduados. En 1958 Cuba tenía un 80% de alfabetización y sus índices de salud eran los de una nación desarrollada. En 1953, países como Holanda, Francia, Reino Unido y Finlandia, contaban proporcionalmente con menos médicos y dentistas

que Cuba.

En 1958 Cuba -segundo lugar de América-- tenía 58 periódicos diarios (varios de mayor circulación nacional), y 126 revistas semanales (diferentes formatos), 3 no especializadas de mayor circulación a nivel nacional. Había un receptor de radio por cada 5 habitantes, segundo lugar de América; 160 emisoras de radio, distribuidas a lo largo y ancho de la isla; 28 receptores de televisión por cada 1000 habitantes, segundo lugar de América

La prostitución en Cuba antes de 1959 era de un total de 10 mil prostitutas, las cifras actuales rondan las 100 mil, que la sitúa en el primer lugar en América y en el lugar 10 a nivel mundial, solo superada por los países asiáticos con Tailandia a la cabeza. Antes de 1959, la prostituta no tenía necesidad de acudir al extranjero ya que el dólar era 1 a 1. Si alguna vez Cuba fue el burdel del mundo, lo es en la actualidad.

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Continuando con la economía, Cuba era en 1958 el tercer país de América Latina con mayor solidez monetaria por sus reservas de oro, dólares y valores convertibles. En la actualidad el peso cubano no tiene prácticamente ningún valor. Cuba tenía la inflación más baja de Latinoamérica con 1.4%. La media era de México con 7.8 y la más alta era la de Bolivia con el 63 %. La inflación citada, no pudo ser lograda

en ninguna época posterior a 1959.

Cuba ocupaba el cuarto lugar a nivel Mundial en porcentaje de remuneración de obreros y empleados con relación con el ingreso nacional:

1.- Gran Bretaña con el 74% 2.- Estados Unidos con el 71.1% 3.- Canadá con el 68.5 % 4.- Cuba con el 66 %

5.- Suiza con el 64.4%

A finales de Cuba republicana, en tres meses, se producía un promedio de 5 millones ochocientas mil toneladas de azúcar, con 161 centrales azucareros moliendo, unos 45 mil cortadores de caña. La producción de azúcar estaba regulada, pues si permitía moler toda la caña que se sembrara, fácilmente se hacían más de 7 millones de toneladas.

El 94 % de la caña para los centrales la suplían unos 60,000 colonos. El resto (6%) se producía en los centrales, y se llamaba caña de administración. El 74% de esos 60,000 colonos –pequeños agricultores-- producían menos de 50 mil arrobas de caña cada uno. 12% de los colonos producían entre 50 y 100 mil arrobas (también eran pequeños agricultores). El resto (14%) estaba constituido por los colonos que molían más de 100 mil arrobas.

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De los centrales azucareros que existían a principio de la década de 1930 (28 años desde que Cuba era república), sólo 56 eran propiedad de cubanos. Para la década de los 50 ya los cubanos eran dueños de 113 centrales, 41 en manos de americanos, 12 de españoles, y uno propiedad de un francés.

En el año 1958, un tren recorría los principales pueblos, enseñando productos elaborados en un 100% con bagazo de

caña: pupitres, mesas, combustible, etc. El plan en desarrollo consistía en hacer fábricas, anexas a los principales centrales, para elaborar los productos que se obtienen de la caña de azúcar.

En 1958, con una población de unos 6,200,000 habitantes, había en Cuba unas 3,600 fábricas --pequeñas, medianas, y grandes—entre las que se contaban 161 centrales azucareros, y siete plantas de enlatar leche condensada y evaporada que producían un millón ochocientas mil cajas al

año. Las lecherías producían más de 700 millones de litros al año, además de los consabidos campesinos con unas pocas vacas lecheras que la vendían en los pueblos. Había 10 plantas de enlatar pescado, que suplían el mercado nacional y alcanzaban a exportar, 160 plantas de enlates (frutas, tomates, salchichas, etc.), 90 fábricas de textiles (las más grandes eran la Rayonera de Matanzas, y la Textilera de Ariguanabo). La industria textil cubría ampliamente el consumo nacional (medias de nylon y algodón, pantalones,

camisas, etc.). En 1958 Cuba exportaba, entre otros rublos, cuerdas de rayón para gomas de automóviles. Había 26 fábricas de quesos industriales, 5 fábricas de cervezas en las que también se embotellaba maltas, 1 planta de fabricar cables eléctricos de cobre (cubría la demanda nacional), 11 plantas curtidoras de pieles (para zapatos, cintos, etc.), 3 grandes fábricas de cemento (Mariel, P. del Río, y Santiago de Cuba) que cubrían el 95% de la demanda nacional. La industria del tabaco --que con el azúcar constituía uno de los

dos mayores rublos de exportación--, la minera, y un

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sinnúmero de otras medianas y pequeñas industrias, hacían de Cuba un país en amplia vía de industrialización.

En 1958 Cuba tenía un kilometro de línea férrea por cada 8 kilómetros cuadrados. Primer lugar de América

Según los archivos de la Compañía Cubana de Electricidad, había 732,000 suscriptores, los cuales consumían once millones ochocientos mil Mw/h al año per cápita. Cuba era, en Latinoamérica, el primer país en consumo de electricidad

de acuerdo a la población, y el 25 a nivel mundial.

En 1958 el cubano era el tercer consumidor de carne en América (res, cerdo, avícola).

En el año 1957 habían producido 182,000 toneladas métricas de arroz, y 56,000 toneladas métricas de frijoles. Los cosecheros cubanos ya estaban en vías de suplir el mercado nacional.

En 1958 pastaban en Cuba más de 6 millones de reses, casi una por habitante.

Actualmente, aunque las estadísticas en Cuba son incompletas, inconsistentes, y muy a menudo cuestionables, en un trabajo de toda una vida, Carmelo Mesa Lago de la Universidad de Pittsburgh ha calculado que el per cápita, en 15 de los 22 principales productos de la agricultura y la industria habían caído estrepitosamente en el 2007,

comparados con1958. Los aumentos en la industria de petróleo, gas, y níquel se habían debido en gran medida a las inversiones. El per cápita del azúcar, el producto icono de Cuba, cayó a un octavo de su nivel entre1958 y 1989. La inversión de capital ha colapsado. Raúl Castro se ha lamentado repetidamente que entre el 2007 y el 2009 Cuba tuvo que importar aproximadamente el 80% de sus productos comestibles a un costo superior a los $1.7 billones cada año.

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El control del Estado sobre la agricultura cubana ha sido desastroso. Las diferentes granjas del estado ocupan el 75% de las 6.7m hectáreas de tierra cultivable del país. En el 2007 están abandonadas, y en gran parte de ellas el marabú, una espinosa planta salvaje dura de eliminar, crece a sus anchas. Cuba es el único país de América Latina donde matar una vaca es, legalmente, un crimen (y comer carne un raro lujo). Eso no ha impedido que el ganado haya descendido de 7 millones en 1967 a 4 millones en el 2011.

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Lo que debe cada cubano

Cuba Facts Issue 38 - April 2008

País (en orden de deuda exterior per cápita)

Population 2007 est. (en millones de habitantes)

Deuda Exterior per Cápita

(en dólares U.S.)

Cuba 11.2

$3,915 [1]

Chile 16.3 $3,199

Uruguay 3.5 $3,108

Argentina 40.3 $2,930

Trinidad and Tobago

1.1 $2,750

Jamaica 2.8 $2,549

Costa Rica 4.1 $1,783

Mexico 109 $1,716

Ecuador 13.8 $1,280

Brazil 190 $1,251

Peru 28.7 $1,058

Colombia 44.4 $981

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Dominican Republic 9.4 $941

Bolivia 9.1 $763

Nicaragua 5.7 $649

Haiti 8.7 $144

*Fuentes: Cuba Transition Project, "Cuba's Mortgaged

Future: Castro Regime Foreign Debt," Cuba Facts, Institute for Cuban and Cuban-American Studies, University of Miami, March 2008, http://ctp.iccas.miami.edu/FACTS_Web/Cuba%20Facts%20Issue%2037%20February.htm/; The World Bank, "Quarterly External Debt Statistics," 3rd Quarter 2007, http://go.worldbank.org/GWMYALHYQ0/, accessed March 2008; U.S. CIA, The World Factbook 2008, online edition, accessed March 2008.

Índice

A modo de prólogo 3

Agridulce acaso 4

Un Poco de Historia 5

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De un inexistente Pancho. 11

Entraron como tromba 13

Vientos de Monzón 15

Formoso no significa hermoso 17

De lobos y de ovejas 19

Ergo 21

Historia de una vaca 23

Una nueva crema de afeitar 25

Hacia un futuro cierto 28

Un trozo de libertad 30

Los incomunicados 34

Se marca mi vida para siempre 37

“¡Requisaaaaa!” 39

Alguien tiene que hacerlo… 41

De un oficio peligroso 43

Las Wilayas 45

El hambre duele 48

De la Gran Psiquis 50

Son unos criminales... 52

De la Fiesta 55

Con un pedazo de pan y sin un

Poco de vino 57

Intocables 59

Gorrión 61

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Aquellas vocecitas 63

El otro, y Castro, y yo 65

La Isla de los Pinos 68

“¡Ay!, a llorar a Papá Montero, 71

Brazo de oro 73

Celda con cine 75

Dios 78

Sí, pero sufro 80

Los revuelos de una cajetilla

de cigarrillos 82

La novia de los presos 85

De un mosquito-dinosaurio 87

Qué hacer 91

Ocurrió una noche 94

Cura con hambre 97

El bisté del sargento 99

El hombre araña, o de un hombre

serio y de espejuelos 101

Y la luz se apaga 103

De regreso a la Isla grande 106

Incertidumbre 107

El Hippie 110

Aquel Pastor… 112

El Niño nace

en insospechadas almas 114

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Otras como aquélla 116

Del complejo de los superhéroes,

o de un Dios chiquito 118

¡Magistral! 120

Un autobús en medio de la nada 126

Por conducto reglamentario 128

…Que disimules… 130

Pobrecito mío 132

Ininteligibilidad 134

El Castillo del Príncipe 137

Otras rueditas más engrasadas 138

Media Hora y Mangas Largas 140

El túnel, o de pan y de cebollas 142

¿Por qué? 143

Las estrellas se suceden 144

¿Por qué... 145

Absurdo 149

¿Miedo? 151

Otro para siempre 153

Acuérdate… 155

Encuentro 156

San Josemaría 157

Pasando en medio de ellos 159

Epílogo 160

Apéndices 162

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Profecías de Castro 163

Algunos datos históricos 168

Lo que debe cada cubano 181