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BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
BIBLIOTECA AFRICANA www.cervantesvirtual.com
KARIMA TOUFALI Desde adentro. Relatos del Rif
[selección de relatos]
Edición impresa Karima Toufali, Desde adentro. Relatos del Rif (2010) En Karima Toufali (2010) Desde adentro. Relatos del Rif. Melilla: GEEP Ediciones. (pp. 39-44, 99-106, 139-146, 157-165)
Edición digital Karima Toufali, Desde adentro. Relatos del Rif (2012) Enrique Lomas López (ed.) Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Septiembre de 2012
Este trabajo se ha desarrollado en el marco del proyecto I+D «Literaturas africanas en español. Mediación literaria y hospitalidad poética desde los 90» (FFI2010-21439) dirigido por la Dra. Josefina Bueno Alonso
Karima Toufali | Desde adentro. Relatos del Rif
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Desde adentro. Relatos del Rif Karima Toufali
HAMID EL PESCADOR
La noche estaba serena y la mar amainada. El brillo de las estrellas destellaba en el agua
como puntadas de centelleo luminoso. Una suave brisa rozaba su ropa, la talla de su estatura lo
agraciaba con una imagen de faquir, erguido y robusto. Su caminar era lento y un ligero encorvamiento
se percibía al final de su esqueleto debido a su esbeltez y desatino. Una barba poblada salpicada de
relumbrones blancos avalaba su larga vida marinera. Una vida, aún no larga, a la que dedicó su
energía y su existencia.
La arena fría se apelmazaba bajo sus enormes pies, dejando la huella de sus sandalias de
grandes proporciones. En el poblado se le estimaba por su rectitud y legalidad. Le admiraban por su
inteligencia, su férrea voluntad y su vocación sublime. Aunque de aspecto mayor, Hamid era joven.
Pero a pesar de su juventud, su personalidad la forjó siendo casi un niño, en intimidades y
pensamientos en los que nadie del poblado pudo entrar. Sin embargo había en quien no dudó vaciar el
costal de sus secretos, a quien en sus horas de soledad confesaba sus infortunios; le hablaba en sus
momentos de soledad y le reveló sus intimidades mejor guardadas: el mar. Hamid amaba el mar de la
forma más intensa y sutil. Amaba sus profundidades, sus olas y su oscuridad, su rebeldía y su poder.
Su unión al mar era tan real como la unión de dos seres humanos cuando se aman, en un sincero y
eterno amor. «Él me cuenta sus cosas y yo le hablo de las mías», le reveló una madrugada a su amigo
Zubair.
Hamid se despertaba rutilante cada día, el mar le saludaba con su mejor amanecer
regalándole su mejor ondeo y él, por su parte, agradecía volverle a ver. Aspiraba profundamente el olor
del mar y se colmaba de aliento salino. Y como una cita de enamorados, Hamid se encaminaba a él.
Se vestía con su habitual ropaje de pantalón tobillero y camisa de cuello cerrado color piedra. El ropaje
escogido no era precisamente para acudir a una gala, sin embargo él siempre pensó que aquella
relación se merecía su mejor atuendo. Cada amanecer se transformaba en un ritual monótono,
continuo y tantas veces incansable. La luz de la luna nítida iluminaba la playa. El color del mar se
reflejaba oscuro, sombreado de verde azulado brumoso. Los amantes del mar respiraban apaciguados
en sus sueños de nostalgias y olvidos. El poblado dormía bañado por el silencio del crepúsculo
matutino, junto a la ribera, que le rendía la inmensidad al rumor del mar. Los amantes del mar se
embriagaban de su salitre, junto a sus olas que marcaban el ritmo de la melodía más hechicera. El mar
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se sentía en la soledad de lo infinito, de vida indefinida ante la Grandeza. La aurora se deslizaba por el
poblado tal cual acariciándolo y el muecín melodiosamente acompañaba la alborada lisonjeándola con
su voz. El poblado dormía.
En el poblado de Hamid no existía distancia entre la madrugada y el día, era bastante
pequeño y poco habitado, por ello no había ruidos extraños cuando amanecía, excepto los ladridos de
perros vigilantes, el rebuzno de los asnos de los pescadores y las voces de los chiquillos que ayudaban
junto a la orilla del mar, cuando llegaban las barcazas. Con una fortaleza inagotable, los chavales se
volcaban en la ayuda a sus padres. Ellos nacieron y se criaron junto a las barcas, y del mar mamaron
su salitre. Se esforzaban cinchando con sus pequeños brazos, las cargas que les desequilibraban sus
limitados cuerpos. Figuras diminutas entre las sombras de la oscuridad absoluta, mojados por el fresco
oleaje que jugueteaba cosquilleando sus pequeños pies. Infancia pescadora de juegos, arrebatados
por espumosas olas. Los asnos, al igual que los chiquillos, cumplían con su labor religiosamente,
jalaban de las cuerdas que servían para deslizar las barcazas y encallarlas en la arena, ayudando a los
pescadores en la cotidiana labor, eran unos más del grupo que se afanaba para sacar el jornal
adelante, siempre y cuando el mar no se hallaba enojado y las olas desazonadas.
Cuando así ocurría, a Hamid le abordaba la tristeza. La espera podía durar días, o tal vez
semanas, aunque el Mediterráneo suele ser agradecido y se acuerda de sus amigos en las ocasiones
adversas. Y como por arte de magia salía de su enojo y en cuestión de segundos, sus aguas volvían a
la placidez mientras arriba, el cielo se hacía azul sedoso y el sol alborozaba a los habitantes del
poblado, obsequiándoles con el sutil color de novia de la lluvia, como llaman los pescadores rifeños al
arco iris. El mar sonreía galanteando como niño jugueteando con su oleaje calmoso, suave, el temporal
amainaba. Hamid retornaba al poblado con la sonrisa simulada de felicidad. La mar le había confesado
sus secretos y regresaba con los mejores agasajos.
Zubair, el amigo de Hamid y compañero inseparable de faena pesquera, era físicamente
opuesto a él. De altura baja, algo regordete y bastante simpático. Su caminar sobre la arena y las
aguas de la orilla era de una agilidad pasmosa. Debido a su condición nerviosa, hablaba sin dejar de
mover brazos y manos. Era muy aficionado a las historias del más allá, y también a las del más acá.
Era buen narrador y de sagaz imaginación, a las historias les daba un toque particular y endulzaba las
fábulas con una nota de humor, o suspense, según la ocasión. Siempre acababa sus leyendas dejando
buen sabor de boca a los vecinos del poblado, que se maravillaban de su buen lenguaje. Hamid a
veces le increpaba por su exceso de invención que le hacía estremecer, pero él daba el equilibrio
preciso a esa unión de amigos y compañeros de faena. A Zubair le gustaban las historias de fantasmas
y de seres extraños que habitaban entre las gentes. Su vida navegaba entre la fantasía y el ensueño.
Hamid era más real, sus pies pisaban firme la arena dura y fría de la playa. Quizás por ello emanaba
una buena afinidad entre ellos.
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«¡Pues sí! La palabra bien medida tiene el doble de valor», le respondía Hamid en los
momentos de soledad en la mar. Formaban la pareja de amigos más excepcional y daba gusto verles
caminar por la orilla del mar: Hamid alto y sereno; Zubair con su pinta de personaje de cine, su estatura
recortada y su sonrisa imborrable.
«Un día de otoño, salimos como de costumbre a pescar. Por ser noche sin luna, reinaba en el
mar la oscuridad más absoluta. Una vez hubimos lanzado los anzuelos, nos dispusimos pacientemente
a esperar nuestras presas. De repente vimos aparecer sobre la línea de occidente una luz. Una luz
enorme, que de seguro no era un fuego ni alguna explosión, fue simplemente una luz inmensa. Aquella
luz nos cegó y nos arqueamos en la barcaza tapándonos los ojos. La luz inmensa se transfiguraba en
formas extrañas, enormes, casi abarcaban el cielo, algunas en forma de mujer que movían los labios
cual si hablaran. Otras figuras se manifestaban reales, a las cuales podíamos tocar, movían sus brazos
como si danzaran alrededor de nuestra barca. Nosotros permanecimos quietos. Desde nuestra postura
apocada mirábamos de reojo con miedo aterrador. Desde el primer momento tuvimos la sensación de
que no nos harían daño, pero puedo asegurar que manteníamos nuestras dudas. El mensaje era para
nosotros, o quizás para todo el mundo, pero indudablemente y con toda certeza, algo comunicaban. El
mar permanecía en calma, sin movimiento, callado, escuchando los mensajes, inaudibles para
nosotros pero que él escuchaba atento. El mar transformó su color oscuro por el rojo intenso y, de éste,
al mismo blanco traslúcido que irradiaban aquellas figuras. El poblado, que permanecía a oscuras,
aquella no che lo iluminó una luz tan fuerte y cegadora que despertó a todos. Duró acaso unos
minutos, que se hicieron eternos, y desapareció como si nada. El mar volvió a su oscuridad y aquellos
extraños seres dejaron paso a la alborada que comenzaba a despuntar.»
Así narraba la experiencia Zubair, el amigo inseparable de Hamid. No necesitó echarle
imaginación a aquella noche de luz radiante, como la bautizaron los pescadores. Éstos permanecieron
quietos cuando se disponían a navegar. Nadie se atrevió a botar su barca. Aquella experiencia le vino
como anillo al dedo a Zubair para asegurarle fiabilidad a las leyendas que contaba a los chiquillos del
poblado, que le escuchaban con toda atención, a veces sobrecogidos. A Hamid, aquella experiencia
extraña le había hecho cavilar. Intentaba discernir si aquella noche la extraña luz enigmática era real o
tal vez una pesadilla. Era muy importante conocer su mensaje y Hamid se sentía turbado. A partir de
aquella noche, los pescadores temieron por sus vidas. En el poblado, a los veteranos, el tema en las
tardes de corrillo les duró algún tiempo. Los ancianos del poblado, de manos agarrotadas por la sal de
la mar, sabedores de grandes experiencias, consejeros del saber, de miradas silenciosas, gente que
nunca pide nada por temor a que Dios se les ausente, sí supieron entender el mensaje claro que les
había llegado, a través de las misteriosas figuras de luz, en perfecta connivencia con el mar.
«El Mediterráneo nos pide ayuda. El hombre está desatendiendo su conservación y cuidado.
El mar sufre por eso, y ha llegado el momento de hacernos una llamada de atención, lo hizo a través
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de las figuras de luz, el mar habló», dijeron los ancianos penosamente. A partir de aquella experiencia,
el poblado permaneció en una larga espera. Sus habitantes tenían la certeza de que el mar volvería a
comunicarse con ellos, pero había que esperar. Las barcazas reposaron en la arena, durante largo
tiempo. Las olas se acercaban rozándolas distanciadamente, tímidamente. Posiblemente el mar las
añoraba. Hamid cada amanecer esperó petrificado junto a la orilla, con la mirada perdida en el
horizonte, como una efigie de sal. Los habitantes del poblado pesquero esperaron muchos días junto a
la orilla, esperando una nueva señal del mar enfermo.
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UN TAXI DE IDA
Mientras con su delantal estampado Farida se preparaba para la faena diaria, ligeras ojeras
alrededor de los ojos y una mirada apagada delataban su tristeza. Arrastró los pies que sostenían un
cuerpo dolorido, su cara evidenciaba no haber descansado durante la noche. Ya no hablaba con esa
alegría habitual en ella y su sonrisa, que le marcaba pequeños hoyuelos en las mejillas, se ocultaba
bajo su piel. A ratos se perdía con la mirada fija en el suelo o en algún lugar que no descubría. Mientras
se miraba en el espejo del baño, las ganas de vomitar iban aumentando. Escupió saliva salpicada de
bilis y pensó en unas tostadas de mantequilla con mermelada de ciruela y té caliente. No era habitual,
ni siquiera la mermelada de ciruela era de sus favoritas, por lo que se dijo que empezaba la cuenta
atrás. Farida sentía cambios en su interior. En su vientre crecía un nuevo ser y su cuerpo se lo decía;
también su mente, de forma insistente. Por primera vez sintió que sus emociones formaban una
barricada frente a los sentimientos que habían acomodado su vida a lo largo de muchos años y
cuestionaban el camino andado. Un camino en el que no escasearon obstáculos, que fue esquivando y
ahora se le agolpaban enzarzados en una batalla campal. Una batalla de emociones llegadas de forma
disimulada donde algo que ignoraba vencía en su interior, algo confuso pero justificado. No entendía
sus dudas que se ocultaban bajo velos oscuros. Imaginó que algo estaba cambiando su forma de ser y
de pensar y no dudó en recelar que los años de su madurez añadían su granito de arena a todo ese
monte de cosas extrañas. Necesitaba tiempo para ordenar los pensamientos y buscarles algún camino:
que un desorden emocional la estaba cambiando era lo único que tenía seguro. La necesidad de
aclarar esos sentimientos ganaba fuerza y se sentía rendida. En otro momento, sus dudas y recelos
eran algo tan usual que dejaba de cuestionárselo. Su piel iba perdiendo el brillo de la felicidad
amoldada que, por años, había vivido con ella sin disputas ni malos presagios. Todo funcionaba
adecuadamente, era lo normal.
Mientras recogía y ordenaba las cacerolas en las cajoneras, pensó en la comida que debía
preparar para sus hijos. Se sentó en un pequeño taburete de resina y miró los armarios, se detuvo en
las marcas de dedos que dejaban sus hijos para alcanzar algún vaso de la parte alta. Y mientras se
ausentaba y se perdía en las pequeñas cosas triviales, olvidaba su cansancio. Farida se había formado
en una casi perfecta madre y esposa, o al menos así lo pensaba; aunque no faltó de alguien que
intentara dejar huella en su estima. Su madre la enseñó a guisar sabroso tayin siendo aún mocita y
desenvoltura. Dijeran lo que dijeran, se sabía ordenada y disciplinada en sus quehaceres de esposa y
madre.
De muy temprano preparaba tortas de pan caseras, grandes ruedas esponjosas de dorado
color. Su marido nunca quiso comprar pan en la panadería, decía que el suyo era más bueno, y ella,
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con o sin fuerzas, se sentía obligada a agradarle. Se volcaba en la entrega a los suyos y no escatimaba
esfuerzos y dedicación, olvidándose de prestar un poco de atención a su persona. Con esa humildad y
sencillez había sido educada. «Me someto a gastar la razón de mis dudas», pensó, mientras volvía a
fijar la mirada en los altillos, observando una hormiga que al igual que ella, daba vueltas en un mismo
espacio, sin saber hacia dónde ir.
Los días transcurrían y los síntomas fastidiosos aumentaban su malestar, mientras en su
rostro asomaban unos pequeños granitos rojos y su cintura desaparecía ligeramente dando paso al
vientre redondeado. Miraba a su marido, que, a diferencia de ella, sujeta al insomnio, dormía
plácidamente. «¿Verdaderamente lo que yo siento por este hombre es un amor real o simple
costumbre?», pensó. Era algo que se preguntaba mientras le observaba, de noche o de día. Cualquier
cosa entre ellos, un gesto, una mirada o alguna palabra le llenaba de dudas. Recelaba de sus escasos
y esporádicos gestos de cariño hacia ella. Todo comenzaba a derrumbarse.
Cada mañana al amanecer Milud marchaba a su trabajo. Albañil de profesión, estaba
contratado en una empresa desde que era un muchacho. Su pequeño sueldo daba para mantenerles y
mantener a sus tres hijos y a su madre que había enviudado. Trabajaba el día entero, de sol a sol.
Milud, en su mundo de ladrillos y cemento, se hallaba bien lejos de la trifulca emocional de su mujer,
apenas percibía su cambio de carácter ni el brillo, apagado ahora, de su mirada. Nada cariñoso y a
veces frío, a Farida nunca le demostró querencia y ahora, con los años, no iba a cambiar, nunca lo
hizo. En pocas ocasiones recibía su atención y a veces sentía que él podía seguir su vida sin ella y sin
llegar a añorarla. Frío, distante y egoísta, no dudaba a la hora de soltarle exabruptos ponzoñosos sin
importarle el daño que ello le causaba. Incluso delante de algún familiar parecía disfrutar dejándola en
ridículo. Nunca le agradó que vinieran a casa sus hermanas y sobrinos, a los que saludaba con tanta
frialdad que éstos se sentían incómodos y evitaban visitarla. Farida no ya no sintió nunca que la casa
que habitaban era también su casa, sino que percibía que nada de lo que hacía en ella le pertenecía.
Ese comportamiento de él, que le hacía daño, lo guardaba y lloraba en silencio, para que nadie la viera,
y mucho menos su suegra que tenía un olfato inmediato ante cualquier sospecha. Aún así, siempre
acababa perdonándole, pues percibía que, en el hogar y en su destino de esposa, ése era su papel, el
de perdonar, perdonar siempre. Si alguna rara vez, por motivo más que sobrado, demostraba enfado,
él dejaba de hablarle durante días. Más de una vez, Farida pensó que él no se merecía una mujer
como ella. En los momentos más duros y cuando más lo necesitó, Milud siempre estuvo lejos, lejos de
ella, fuera en el trabajo o en el cafetín de su amigo Said, echando la partida de dominó, que se
alargaba hasta la media noche, algo sagrado que ella podía interrumpir, o bien haciendo de mirón con
otros ante el paso de mujeres, algo que Farida supo por sus hermanos y le costó creer. Sólo cuando
vio que su suegra lo justificaba como «cosa de hombres» entendió que era cierto. Al poco de estar
casados, le tenía por el hombre casi perfecto, con quien sería feliz. Ahora su comportamiento la
encelaba y envenenaba la sangre. Esas miradas a otras, a veces descaradas, hizo nacer un
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sentimiento de odio y repudio hacia él, segura ya de que no cambiaría porque lo prohibido siempre
atrae a los hombres débiles y Milud lo era, lo supo en su momento y lo sabía ahora mientras los
sentimientos encontrados luchaban en su interior. Cuanto esperaba es que ellos ni nada dañasen el
hijo que crecía en sus entrañas.
«No importa ya que lo que yo sienta por este hombre sea amor o costumbre, el asunto es si
debo seguir sintiendo algo por él», pensó de nuevo. Y de nuevo también le volvieron los recuerdos que
deseaba acallar:
En los partos de sus hijos, Milud nunca la acompañó, y cuando Farida sufría de alguna
enfermedad, su reacción era contraria a la de un hombre cariñoso y atento. Ella, de alguna manera le
disculpaba y hasta se sentía culpable al no poder atenderlo, por más que, en los momentos difíciles, no
llegase a contar con su ayuda y compañía. Tampoco, que recordara, oyó en él palabras de cariño, ni
agradecerle nada, ni reconocer su absoluta dedicación y entrega, nada. A sus tres hijos, nacidos en
intervalo de año y medio, los crió prácticamente sola, sin ayuda alguna de Milud. Ahora esos recuerdos
se transformaban en reproches que nunca le llegó a expresar para no ofenderle, y en sus pocos
momentos de descanso, cuando la soledad se le hacía más palpable, los recapacitaba y lloraba. «¿Por
qué le cuesta tanto mostrarme s amor y cariño, o tal vez no es tan verdadero ni perfecto como le
imaginaba?», se preguntaba una y otra vez. Entonces…
Porque ahora, y desdichada, al margen de las respuestas que buscaba, a Farida ya no le
importaba lo que él podía sentir por ella, le era indiferente. Al fin y al cabo, estaba decepcionada, y su
decisión estaba tomada. En estos momentos, lo único que le preocupaba era entenderse ella misma y
ordenar todo ese barullo de sentimientos confusos. «Si algún día la infelicidad abarcara toda mi razón
de ser, creo que no dudaré en irme y abandonarlo. Sé que sería una desdicha para todos, para mis
hijos, mi madre y la suya, pero siento a veces que soy algo parecido a un objeto», pensó en los
momentos más críticos. Pero eran pensamientos pasados, de cuando la rabia y la amargura la
anegaban.
Milud era feliz viendo a su mujer ajetreada entre fogones y vestida con su tradicional delantal
estampado, desgastado por los continuos lavados, preparando el mejor tayin, el pescado frito como
primer plato obligatorio, que ella traía a casa a primeras horas de la mañana, así como su jarra de agua
que le depositaba en una esquina de la mesa y él tomaba en unos segundos, tras llegar de la obra. Se
daba un par de cabezaditas en la misma mtarbat donde comería más tarde toda la familia. Una
pequeña televisión vociferaba a medio volumen, diálogos que se apagaban en sueños y una expresión
de cansancio le aparecía entre los tramos de la piel quemada por el sol. Unas enormes arrugas le
rodeaban la comisura de la boca y en su frente, otras permanecían fijas sin necesidad de esforzar
ninguna expresión. En su mundo de cemento y arena se le formaban nubes en su cabeza que, junto al
agotamiento, pocas cosas admitía ya su mente. No había espacio para sentimientos cariñosos y esa
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forma de ser se había forjado durante mucho tiempo entre asperezas que la vida, desde muy joven, le
fue insuflando.
Farida se casó siendo muy joven, con 18 años, y ahora en los pequeños momentos de
descanso que robaba a sus labores interminables, se hacía un recorrido pasajero de sus momentos de
felicidad junto a su marido. Lo conoció a través de una foto que su hermana le regaló, mientras las
madres de ambas determinaban su futuro en común. Ella lo aceptó, nunca fue obligada a casarse con
él. Ahora con los años, cuando creía que su amor, soldado como una pieza de forja, lo hubiera resistido
todo, se empezaba a deteriorar, ambos habían cambiado, quizá ella más. Y ese cambio de
sentimientos y desorientación eran tan reales que no podía imaginar que se debían a un estado
pasajero. Aunque seguía rogando a Dios que así lo fuera.
Decidió que debía hablar con él y contarle abiertamente sus sentimientos. Nunca antes lo
había hecho. Y esto le causaba tal estado de ansiedad que le impedía respirar. Por unos segundos,
dudaba de su decisión. Le recorría por la espalda un sudor frío y sus pies se quedaban congelados.
Tartamudeó mientras nombraba su nombre. «Milud, quería decirte…, decirte que… Bueno, que el té ya
está preparado». Se volvió a los fogones y respiró temblorosa. Él la miró casi indiferente y ella esquivó
mirarle. Temió que pudiera verla sonrojar, se le llenaron los ojos de lágrimas y se le atravesó un nudo
en la garganta que no la dejaba vocalizar. Pero lo hizo, le habló, y en su interior se multiplicó una
fuerza que abatía el miedo. Farida estaba cambiando.
—Pasado mañana iré a visitar a mis padres, me llevaré a los niños y estaré un tiempo con
ellos —le dijo con voz relajada, sin temor alguno.
Milud sí, en sus ojos le pareció ver un destello de alarma; que pronto cambió por su habitual
gesto de desprecio. Se desperezó, tomó sus cosas y dijo:
—Me voy al cafetín.
Dos días después, Farida preparaba las maletas. Los chicos correteaban de un lado para otro
con inusitada alegría, quizá presintieran que también a ellos les llegaba una nueva vida. Nunca se sabe
con los niños.
El pueblo donde vivían sus padres quedaba lejos, a unos ochenta kilómetros. El taxi la
esperaba al final de la calle. Habían acordado sólo el viaje de ida.
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RÍO SECO
Un Río seco, desamparado por la naturaleza, descuidado por el hombre, acumula chatarras y
escombros. El río olvidó el gorgoteo y el sentir del agua acariciar sus rocas, el olor a tierra mojada. La
lluvia no visita estas tierras desde hace mucho, sólo unas nubes grises aparecen con el aire de levante
envuelto en una capa de humedad pegajosa que a lo largo de la mañana se evapora para dejar paso al
viento de poniente, al calor y al sol africano que, durante unas horas, se oculta tamizando unos
centelleos de luz tras las nubes para más tarde surgir con sus rayos refulgentes. El río padece la
desecación, la sequía de muchos meses lo ha vaciado, dándole una imagen desoladora. Se ha
convertido en destino de todo aquello que el pueblo desecha. El viento de poniente siempre acaba
arrastrando bolsas negras que se enredan a los matorrales punzantes y lo acicalan como un vestido de
lunares negros. Los mosquitos disfrutan a sus anchas y toda una fauna de insectos y alimañas lo
convierten en su hogar. Otras, como las lagartijas, corretean entre las enormes piedras para disfrutar
de unas cortas vacaciones en el lugar y no faltan visitantes que merodean el río de pasada, buscando
alguna presa, aunque se les rechaza y no son bien recibidos.
Los habitantes del pueblo vagan entre el aire de levante y el viento de ponente con
expresiones pesarosas, desorientados. Los cambios de clima les provoca dolores de cabeza leves y
continuos que les atolondra y se les ve caminar o quietos, arrellanados en algún cafetín, con la mirada
extraviada. Una mirada entre la tristeza y la pobreza asumida.
El pueblo crecía y crece con una población joven. Jóvenes sin otra ocupación que la de tomar
té en los cafetines, entre la apatía y las pocas esperanzas de mejorar el futuro, esperando ver pasar el
tiempo, con poca o ninguna gana de hacer algo útil; no porque quieran sino porque pueden hacer otra
cosa, con unas ilusiones resumidas a vivir en otro país donde puedan alcanzar aquello a lo que
aspiran. Inmóviles frente a una pequeña pantalla de televisor, colocada a casi tres metros del suelo,
viendo a sus jugadores favoritos debutar en los partidos de fútbol. Tortícolis, contracturas y tensiones
musculares de permanecer petrificados con el cuello inclinado. Tabaco, humo y olor a zapatillas de
deporte de poliéster falsificadas que no airean los pies por su mala confección. Todos ellos envuelven
al cafetín en una atmósfera irrespirable en horas de ocio obligado. Otros, más jóvenes, con la sonrisa
pícara y a veces orgullosa de poder vivir estas historias en el pueblo. En los meses de verano, recorren
de un lado a otro la carretera principal ofreciendo manojos de hierbas y cubos de higos chumbos que
recogen en las pocas huertas que aún quedan en el pueblo, para vender a los visitantes que vienen a
comprar fruta y verdura a precios muy bajos en los mercados al aire libre. Una especie de relajo
pausado define la vida del poblado. Como si la vida camina al ritmo que ellos le determinan. No importa
Karima Toufali | Desde adentro. Relatos del Rif
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que el mundo se mueva con rapidez, aquí todo es sosegado. De ahí que el pueblo tiene nombre de
felicidad, aunque sea una felicidad un tanto peculiar. El pueblo conserva su aspecto medieval. Las
casas construidas por los emigrantes con los ahorros de toda una vida aportan un toque de progreso al
pequeño pueblo. Unas casas de formas cuadriculadas, de dos o tres pisos, algunas con pequeños
balcones, haciendo alarde de rara imaginación arquitectónica. Simétricas, repetidas, monótonas y de
aspecto frío y poco gusto en sus fachadas. No se diferencian unas de otras más que en el color. Unos
talleres de coches, desorganizados, piezas de herramientas desordenadas, grasa, letreros dan nombre
al taller, los más modernos con luces, otros simplemente trazados a mano. En los últimos años han
proliferado estos talleres con tarifas muy baratas. Aunque uno puede correr el riesgo de ver alguna
inesperada avería en su automóvil, después de subsanar otra. Una carnicería con una imagen
renovada y alguna pastelería con venta de pan, tortas caseras de trigo y cebada donde no faltan las
tradicionales baguettes con un toque de mantequilla, herencia francesa. Pasteles, adornados de
cremas atiborradas de colorantes, que los chiquillos comen fascinados al salir de la escuela; y las
tradicionales pastas de té con almendras, nueces y dátiles.
Así puede resumirse el cambio que el pueblo ha experimentado en casi medio siglo. Desde
que tenía uso de razón, Benaisa recuerda su pueblo con esa propia estampa. La carretera principal
sigue siendo la misma desde la época colonial. Con el paso de los años, los baches proliferan y nadie
va a quejarse a las autoridades. ¿Para qué? Hay una dejadez y abandono por parte del alcalde,
ocupado, según él, en cosas más importantes. Los habitantes, con indiferencia contagiada, se han ido
acostumbrando a ver su pueblo abandonado y triste. La apatía es colectiva y la mayoría vaga en busca
de un plato de comida, trabajando en las chapuzas que, de tarde en tarde, surgen.
Junto al río, una casa se construye lentamente, como todo lo que se hace en el pueblo. Una
vez al mes, unos hombres visitan la casa para cobrar unos impuestos, de no sé qué reglamento. La
observan durante unos minutos y desaparecen al no ver al encargado de la obra al que reclamar esos
impuestos que más bien parecen inventados, pues su fin se desconoce.
Benaisa, su mujer Horia y sus hijas vivieron en Bélgica durante veinte años. Se fueron del
pueblo después de casarse. Sus hijas nacieron allí. Horia marchó del pueblo por primera vez en su
vida; el pueblo en el que nació y del que antes nunca había salido ni siquiera a las ciudades próximas.
Lo hizo al fin, tras una larga espera, viviendo con la suegra mientras aguardaba los papeles que le
exigían para ser residente del país extraño.
Cada agosto, la familia regresa al pueblo a pasar las vacaciones de verano. El viaje ya es en
sí una aventura: kilómetros y más kilómetros por carreteras atestadas, cruzando ciudades y pueblos en
los que rara vez paran. Un viaje agotador que nunca les importó repetir. Incomodidades y calor. Bolsas,
bolsos y maletas llenan el maletero y parte de los asientos. Entre los bultos asoman las pequeñas
cabecitas de las niñas, algunas aún babeaban. Sudorosas caras cansadas, pelos pegajosos, pero
Karima Toufali | Desde adentro. Relatos del Rif
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todos felices por volver al pueblo. Ellos y las niñas se van haciendo mayores, pero el viaje se repite, la
ilusión de volver al pueblo sigue invariable.
«Cosas que se pueden aprovechar en el pueblo», dice Horia a su marido, mientras preparan
las maletas. Ropa usada y todo tipo de utensilios de cocina, zapatos y ropa que algunas vecinas les
obsequian para llevar a los niños del pueblo, todo es bien aprovechado. Las chocolatinas y caramelos
en bolsas de un kilo, se compran en grandes cantidades, son más económicas. Horia prepara los
regalos, como cada año, mucho tiempo antes de partir. Para sus hermanas, cuñadas, sobrinos y
suegra, cualquier detalle era nuevo para ellas, y es recibido con mucha gratitud.
«Cada año metes más cosas», le contesta Benaisa, preocupado porque la amortiguación de
su viejo coche parece resentirse.
Benaisa trabajó en una fábrica de productos fitosanitarios hasta su jubilación por enfermedad:
los productos le habían dañado los pulmones. La vida se le hizo cuesta arriba cuando se quedó en
casa. Aunque él siempre se vio con fuerzas para seguir trabajando, los médicos le obligaron a
descansar, sus pulmones necesitaban un aire menos viciado que el de la fábrica. Para sentirse útil se
distraía cuidando de uno de esos pequeños huertos que la administración belga dispensa a los
jubilados. Aunque no todo el tiempo que quisiera, pues allí el día se consume con rapidez y la luz, la
poca luz que el cielo gris deja pasar, acaba pronto.
«En estas tierras todo es diferente, al contrario que en nuestro pueblo», cuenta Benaisa a un
amigo.
«Así es», responde éste. «Escasea la luz y todo se mueve rápido. La gente aquí, más que
personas e hijos de Dios, parecen robots, y nosotros, lo queramos o no, hemos de seguir su ritmo.»
El emigrante trabaja jornadas completas para acabar el día cenando junto a las velas con que
decoran las casas a fin de hacerlas algo más propio. Pasa el año pensando en las vacaciones y se
espera al fin de semana para hacer lo que se hace todos los fines de semana: largos paseos por los
bellos jardines de la ciudad; si es que deja de llover y algo de sol les regala luz. En otoño, los árboles
de hoja caduca extienden sus alfombras de colores anaranjados y ocres sobre las praderas de los
bosques de la ciudad. Son muy bonitos, a qué negarlo, como estampas, pero el frío te engarrota los
huesos y apenas puedes disfrutar de esa belleza. «Ellos tienen el verdor más intenso en sus praderas
y sus ciudades; nosotros, el sol, en toda su inmensa claridad», le expone Benaisa a su amigo,
intentando justificar su decisión.
Benaisa se fue marchitando como la flor que se deja sin regar o se riega demasiado porque la
lluvia por estas tierras no escasea. En su cabeza rondaba una idea, una idea que no compartió hasta
que tuvo todo muy seguro y zanjado. Durante algún tiempo no dejó de pensar en regresar al Rif, al
terruño. Se sentía harto de la gran ciudad extranjera que siempre la vio ajena, del invierno perpetuo,
del lúgubre gris plomizo del cielo, de la lluvia persistente y echaba de menos el sol de su amado Rif, las
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palmeras y el cielo azul. Sus hijas también fueron motivo de grandes reflexiones. Había un abandono,
lento pero innegable, de sus valores culturales y eso le preocupaba, convirtiéndose en su principal
problema. Tenía que poner fin a esto y regresar al pueblo. Contactó con familiares para que éstos le
buscaran un terreno en el pueblo donde edificar una casa. Preparó todos sus ahorros y, poco a poco,
fue convenciendo a sus hijas para regresar a los orígenes. No faltó la rebeldía de algunas de las hijas,
sobre todo de las mayores. Pero finalmente Benaisa logró convencerlas y en él renació una emoción
que alumbraba los rasgos aplacados y nostálgicos que en los últimos años había agrisado su rostro.
El agua baja arrastrando el cemento blanco por las escaleras de granito gris. El eco retumba
en las paredes de la casa vacía. Un camión llega para descargar las mtarbat y grandes almohadones
con su tapicería bordada, con hilos de seda. Mesas redondas y mesitas auxiliares de madera tallada
desfilan escaleras arriba en sus envoltorios, con un espejo dorado y algunos cuadros con versículos en
letras doradas. Una nube de chilabas, gorras de ganchillo, tarbuch, babuchas y barbas blancas flamea
cerca del río. Un grupo de hombres acude a la fiesta como tradición, en honor de la casa que Benaisa
ofrece a los familiares, amigos y vecinos. Cocineras ataviadas con enormes delantales preparan el
banquete. Sobre los fogones, unas marmitas exageradas desprenden el olor a cordero. Almendras
fritas, ciruelas, limones y aceitunas. La fina masa de la pastella se prepara, para rellenar de mariscos,
como primer plato. El olor a canela, mantequilla y azúcar para el cuscús dulce con almendras. El
postre, hojaldre frito con crema, nata y frutos secos.
Para la ocasión, Benaisa luce una chilaba blanca con sarawales. Una luz refulgente rodea su
presencia, y aunque ha adelgazado mucho y se le ve desmejorado, irradia un destello distintivo. La
felicidad le mana por los poros de su piel, una piel que antes no evidenciaba felicidad. La sonrisa le
ensancha la comisura de los labios y exhibe una dentadura blanca y bien cuidada. Recibe a los
invitados en la puerta del salón junto al lavamanos plateado, colocado sobre una mesa. Grandes
alfombras delimitan el espacio de los salones. Las mujeres son recibidas por Horia junto a una de sus
hijas en otro salón, en la planta superior, algo más pequeño pero decorado con modestia elegancia. Un
olor a sándalo sube por las escaleras hasta los salones. Sillas revestidas, puestas alrededor de las
mesas, coordinadas con los faldones y servilletas en los mismos colores.
Benaisa se asoma por la misma ventana todos los días a la misma hora. El paisaje verde de
praderas y bosques extranjeros han sido reemplazados por la tierra seca y un río abandonado. Él
decidió cambiar de vida y el cambio era bastante grande. Muchas cosas quedan por valorar después
de su vuelta a la tierra que le vio nacer. Ahora tiene todo el tiempo del mundo para volver a vivir otra
vida. Pero ni por un instante duda que ese cambio es para bien.
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LA ALDEA DE TAMIMUNT
Tamimunt se levanta una hora antes de la oración del alba para preparar a su familia el shor.
Normalmente, como cada día, se trata de algo ligero: pan, mantequilla, huevos, té y alguna comida del
día anterior que calienta.
Las estrellas se forman en grupos, como racimos abrigándose a la noche. La escarcha dora el
frío y oscuro adobe de las paredes, como queriendo ayudar a iluminar la suave llama del viejo farol,
que transportan las toscas manos de Tamimunt. El silencio de la noche acalla los ladridos de los perros
del campo, cuidadores de pequeños ganados, las risas de los niños correteando por las calles
angostas. El silencio es distinto de cualquier otro lugar, aquí en esta pequeña aldea, hasta el silencio
puede tener su propio relato.
Tamimunt se asoma al patio interior de su pequeña casa, mientras su silueta abultada de
gruesos jerséis de lana vieja sobre su kandora de algodón y calcetines de color esconden las durezas
de unos pies grandes de campesina bajo el calado de unas chanclas de goma dura, dibujando sombras
que nacen junto a la alpargata y se deforman a la altura de su cabeza. Movimiento de sombras en la
oscuridad que forman parte de las noches monótonas. Pequeñas llamas de quinqué que acarician el
helor de la madrugada. La escarcha que preside el cemento de los patios interiores reclama su
presencia. La expresión ruda de Tamimunt acentúa los rasgos de una piel sufrida al frío de la noche y
cada arruga de su piel transmite el sufrir de su penosa e hipocondríaca vida. Una vida que sólo en
determinadas ocasiones le ofreció una cierta felicidad.
Mientras todos duermen, ella sigilosamente prepara el té y los huevos revueltos con
mantequilla. El pan se dora a fuego lento mientras se dispone a despertarlos. No lejos, se oye el ladrido
del perro que guarda la casa vecina, a la espera de que su amo le recompense. El perro, como cada
noche durante el mes de Ramadán, acostumbra acompañar a su amo a recoger leña para hacer fuego
en el rotoso anafe que guardan junto al horno de adobe frente a la puerta de entrada. Mientras su
dueño esquiva el barro que se forma en pequeños charcos de la lluvia caída en la noche, el perro
mueve la cola como queriendo reconocer la habilidad de su cansado amo. La hogaza caliente se
reserva mientras el agua hierve para la preparación del té con hierbabuena. Tamanant, su mujer, junto
a Tamimunt, su vecina, semanas antes habían acabado de recoger de la pequeña cosecha de olivos
las últimas aceitunas de la temporada. Las vasijas de barro han sido llenadas de aceitunas verdes para
guardar durante el frío invierno.
—¡Parece que aún les queda para madurar! —dice Tamanant mientras las saborea con pan.
Antes habían formado pequeños montones de aceitunas para repartir entre vecinas y cuñadas:
Traitmas, Zulija, Mehjuba y la vieja Hedhum, que les ha transmitido lo mucho que saben del campo.
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Historias y relatos de otros tiempos que ameniza las tardes del largo invierno. De sus consejos, ellas se
sienten orgullosas.
Hedhum se muestra cansada y a penas se levanta a encender el anafe para calentar su
humilde habitación. Su pelo blanco recuerda que los años no pasaron en balde, y de cada cabello
blanco nace una historia y vivencia que cuenta a las mujeres de la aldea. Su ropaje, como de
costumbre, luce el blanco puro de las mujeres mayores y respetadas. Ahora las envejecidas
articulaciones le dejan un sudor frío en la espalda que apenas le permite caminar como antaño hacía.
Vive para mirar cómo los pájaros y el sol se mezclan entre las ramas y para no morir antes de morir se
entretiene cuidando sus ovejas. Ella ha sido, y aún lo es a su edad, mujer de carácter fuerte y
habilidosa trabajadora del campo y menesteres. Su rebeldía ante las inclemencias de la vida le llevó a
luchar contra el coraje y la rabia. Rodeada de espinas, aprendió a florecer no sólo en primavera.
Sirviéndoles para las muchas lágrimas de las mujeres que la rodean. Quedó viuda con poco más de
treinta años y tuvo que trabajar duro para sacar adelante a sus cinco hijos. Ahora apenas de
acompañan dos gallinas de de cuando en cuando la obsequian con huevos frescos, el asno que lleva a
recoger leña y unos conejos que cuida con gran esmero. Hedhum vive de recuerdos que a veces le
llegan y sólo de tanto en tanto recuerda que la vida se queda y es la persona la que se va. Tal vez es
una forma de cargarse de ánimo, o quizá por vivir en una aldea donde el tiempo tarda más en perder
los recuerdos y los ayeres están más cerca. Hedhum ha aprendido durante su dura vida que de esos
recuerdos también puede alimentarse y seguir adelante. Ella siempre tiene un poco de su adentro para
los demás y su entrega puede ser completa. En las largas tardes del mes del Ramadán suele organizar
las tertulias de la ruptura del ayuno y, mientras todos saborean el aroma de la hierbabuena, Hedhum se
convierte en el centro de las miradas. A su manera y sin mucho apuro, Hedhum ha transmitido a sus
vecinas que el tiempo alcanza para cada cosa y que el apuro es una forma de morir a jirones. Aquel o
aquella que pasa corriendo no tiene tiempo para saborear los pequeños detalles de la vida que se
derrochan, y eso, explica Hedhum, es también una forma de morir. Con esta resignación, ella quiere
sobrevivir saboreando cada instante la paz de su sencilla y humilde vida, si bien cargada de dignidad.
La tarde anterior, Tamimunt había sacado mantequilla y preparado quesos de oveja que a sus
hijos les encanta comer mientras recogen leña de la pradera cercana a la casa de su tío Mimun,
conocido vendedor ambulante de ropa que a veces les regala los jerséis con los que cubren sus
cuerpecillos entumecidos por el frescor de las cercanas montañas del Rif. Cuando esto sucede, sus
caras muestran una felicidad infantil y corren a mostrar a su madre sus preciados regalos. Mejillas
sonrosadas y resecas por el frío helado. Calzan alpargatas deshilachadas y sus pequeños dedos
ofrecen un cierto color berenjena. Pueden y son felices con tan poco…
—¡No os lo pongáis ahora, niños, dejadlo para la pascua, que quedan pocos días —les dice
Tamimunt—. Hablaré con vuestro tío para pedirle que me consiga dos pares de zapatos del zoco
Amekran, así podréis ir de estreno como cada año. Los niños, mientras escuchan las palabras de su
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madre, no pueden disimular la felicidad que les alberga: la llegada de la pascua. Son días especiales:
algunos vecinos, como es habitual por estas fechas, les dan unas pocas monedas con las que comprar
en la diminuta tienda del pueblo caramelos a granel, de fresa y nata, y tortas de azúcar y almendras.
Esa noche durmieron pensando en ello.
Tamimunt se acordó de comprar almizcle de quemar para la fiesta, y por unos segundos
aspira por la nariz como queriendo no perder ese aroma que envuelve la casa y le recuerda que el día
puede ser distinto. Prepara la mesa rectangular de patas bajas, medio carcomida que cubre con un
mantel de plástico blanco, sobre la que coloca saleas y algunos ifarracen de colores vivos que guarda
para las ocasiones especiales. Éstos los había tejido a mano su madre cuando aún ella era una niña,
reservándolos celosamente para el día de su boda. Había pasado media vida tejiendo ifarracen que
vender en los zocos de la zona obteniendo algún dinero que ofrecer a la familia como ayuda, pues
nunca quiso ser una carga. Con la edad, ha perdido la vista, pero cuando toma y regala uno de sus
trabajos, lo reconoce por su tacto y puede recordar su forma y color.
La noche anterior, Tamimunt preparó la sémola para el cuscús. Dejó a un lado la leche que
ordeñó de la vaca para hervir y cortó en grades trozos la calabaza roja que su marido compró en el
zoco y la dejó cocer a fuego lento. La masa de remsemmen y jringo la dejó reposar en la habitación, en
la última esquina, alejada de los niños y cubierta por un paño de algodón blanco. Antes, a media tarde,
recogió agua del pozo y la calentó en abolladas cacerolas de aluminio para bañar a los niños. El aseo
retiene el calor del anafe mientras calienta el agua. A los niños no les agrada porque el frío aseo nunca
llega a caldearse del todo, pero han de hacerlo porque es norma bañarse antes de la pascua. A las
niñas las embadurnan de erhenne pies y manos, perfilándoles el dibujo anaranjado que tapan con
restos de tela de alguna kandora desechada. Duermen acurrucadas por el frío de la pasta verde y sólo
cuando se cubren hasta el cuello con mantas pesadas y viejas, empiezan a entrar en calor. Las
pequeñas hojas de erhenne han sido limpiadas y separadas de ramas y hierbajos, a lo que Tamanant y
Tamimunt dedicaron toda una tarde. Se aprovecha el día de sol para ponerlas a secar y tostar;
después, en un gran mortero de hierro, se majan hasta convertirlas en el polvo verde que luego se
cierne. Erhenne es el símbolo de las fiestas y se prepara siempre que se celebra algún acontecimiento
importante: bodas, bautizos y, sobre todo, la pascua.
Al día siguiente, muy temprano, se levantan sin hacer ruido y se sientan en una esquina de la
habitación destapando pies y manos para ver el dibujo que les ha marcado el erhenne. Luego vuelven
a sus camas esperando que se despierten todos. El nerviosismo y la emoción de disfrutar de un día tan
emotivo, junto a primos y vecinos, les desvela el sueño. La lluvia ha parado por unas horas y cede el
espacio al cielo azul nítido y brillante que sólo en África se puede admirar. El sol asoma tímidamente
pero pronto calienta con intensidad. Las montañas relucen como si se hubiesen pintado de color plata y
fulgen con brillos claroscuros, el mismo color y brillo que irradian los ojos de Tamimunt.
A la vuelta de la mezquita se toma el desayuno familiar. Los niños, una hora antes,
acompañan a su padre al rezo comunitario. Se visten con sus blancas chilabas que ya apenas les
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llegan a los tobillos pues son las del año pasado. Después, salen a recorrer las casas de la aldea para
felicitar a vecinos y familiares. Cada año se repite el mismo recorrido, pero cada tanto se siente la
ausencia de algunos y la nostalgia es sustituida por el nacimiento de otros. El pueblo crece lentamente.
Las calles se llenan de niños que aportan una alegría diferente al pueblo. De no ser por estas ruidosas
criaturas, el pueblo podría haberse apagado como las velas de cera blanca que cada casa reserva en
el alféizar de las ventanas por si fuera preciso aumentar la luz de los candiles. A los más ancianos se
les visita en sus casas, y como de costumbre, éstos ofrecen lo mejor a los visitantes: leche agria,
cuscús, remsemmen, té, cacahuetes tostados…
Se aprovecha la ocasión para escuchar la sabiduría de los mayores y se concluye haciendo
acopio de nuevos conocimientos. La tarde puede pasar casi desapercibida sin haberse notado. La
charla se hace amena y las humildes estancias, largas y de adobe oscuro, se convierten
ocasionalmente en acogedoras habitaciones por la calidez que dan los huéspedes. Esta visita de
felicitación por pascua puede ser la última, Allah no lo quiera, por lo que se aprovechaba hasta el último
minuto.
Tamimunt se viste con sus mejores dfain de terciopelo y raso, de colores achispados,
amarillos y naranjas. Su suegra le trajo la tela de La Meca y ella la había dado a coser en el pueblo
cercano a un costurero conocido. Sus precios no son caros y la costura que hace a los dfain agrada a
Tamimunt y a sus vecinas.
Cuando amanece, mientras Tamimunt prepara el desayuno, masca swac, una corteza de
árbol seca y tratada de sabor amargo que deja los dientes relucientes; las encías entonces lucen un
color abrillantado. El swac se masca largo tiempo, sin prisas, y cada tanto se escupe el jugo
anaranjado de la corteza. Mientras tararea alguna de las canciones populares que cada año se ponen
de moda, Tamimunt se mira en el trozo de espejo que guarda en el aseo para comprobar su eficacia.
Pocas veces las mujeres de la aldea se arreglan y cuidan con esmero: ocupadas en las tareas del
campo y la casa, se olvidan de sí mismas y su tez acaba dando paso a la apariencia ruda de los vastos
y sufridos rasgos de los hombres.
En las calles se puede respirar el aire de paz que se vive en los tres días que dura la pascua.
Los olores del cuscús y la hierbabuena se mezclan con el de los churros caseros.
A Hedhum la visitan todos sus hijos, excepto el mayor que ha emigrado a Alemania. Se
marchó cuando apenas era un adolescente. Allí se casó y formó familia. Viene cada dos años al pueblo
que le vio nacer. En esta fecha tan señalada, los hermanos y amigos le recuerdan y le echan de
menos. Se acomodan en el cuarto grande que ella gustosamente acondiciona para la ocasión. Hedhum
quiere mostrar a todos que aún es fuerte y no permite que nadie prepare el anafe para hacer el té y
servir el cuscús. Los nietos corretean por el patio interior, mientras los adultos charlan de cosas del
campo y de sus cosechas y de las otras aldeas. Las mujeres forman otro corrillo hablando de sus
quehaceres y Hedhum, al ser una mujer mayor, participa de ambas charlas mientras no deja de andar
de un lado para otro.
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La existencia en la pequeña aldea continúa en su senda, y sus personajes se agarran a ella,
con sus inquietudes, emociones y sus historias, haciendo peso en la subida, en la rigurosa y a veces
momentáneamente benévola vida. Cuando creemos que el tiempo se para en la aldea de Tamimunt,
en verdad avanza, lento, pero avanza.
GLOSARIO
Shor: Comida que se toma antes de comenzar el ayuno al alba.
Kandora: Túnica larga hecha de algodón u otro género.
Ramadán: Mes del ayuno para los musulmanes.
Amekran: Grande.
Ifarracen: Mantas de lana tejidas a mano de colores vivos.
Cuscús: Pasta de sémola en pequeños grumitos que se prepara al vapor.
Remsemmen: Hojaldre blando que se prepara con varias capas.
Jringo: Parecidos a los crepes, se sirven con mantequilla o aceite.
Erhenne: Tinte natural de tonos desde anaranjado a caoba.
Dfain: Traje típico largo y de varias piezas.
Swac: Corteza de árbol para la limpieza dental y bucal.