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Desperté con una erección — varios autores

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literatura

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Luis Odriozola • Alejandra Vergara • Dara Rivera

Alejandra Coral • José Jardinero • Inmaculada C. Pérez Parra

Daniel Valencia • Ángel Valenzuela • Diana Guerrero Lozoya

Martín Miguel Quintana • Gustavo Macedo Pérez

DESPERTÉCON UNAERECCIÓN

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Desperté con una erección por La Liga de los Impublicados, es una publicación bajo licencia de Creative Commons. Todos los derechos son propiedad de sus respecti-vos autores. Se permite la reproducción y distribución parcial o total del material de esta publicación siempre que sea citada la fuente.

Ilustraciones de cubierta: Mario Anieva, Ángel Valenzuela.

Diseño editorial: Ángel Valenzuela

Contacto: [email protected]

Febrero, 2012.

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La bolsita de panLuis Odriozola 7

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VisitaAlejandra Vergara

De cabezaDara Rivera

El cuchilloAlejandra Coral

La erección del DiabloJosé Jardinero

Si la dicha es buenaInmaculada C. Pérez Parra

Hace meses que te fuisteDaniel Valencia

Todo igualÁngel Valenzuela

Primera y última vezDiana Guerrero Lozoya

RefugioMartín Miguel Quintana

Cosas de niñosGustavo Macedo Pérez

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La bolsita de panLuis Odriozola

Desperté con una erección y con alguien que puede dar-le un uso adecuado, propicio, decente. Eso no le pasa a cualquiera, sólo a un campeón como yo.

Me llamo Francisco, tengo treinta y dos años y ningún pelo de tonto. Desde que dejé la escuela me he ganado la vida de la misma forma: estafando a la gente (aunque yo prefiero el término manipulando los hechos) y, aunque usted no lo crea, tengo el carisma (o la suerte) suficiente para que la gente a la que chingo, lejos de enojarse, indig-narse o sepadiosqué, vuelva a buscarme con una sonrisa de oreja a oreja.

Volvamos al tema de la erección acompañada: resul-ta que ayer fui a visitar a mi amigo el Ferrus, orgulloso propietario de La Vengadora (una de las cantinas más rimbombantes del barrio) y, para honrar la tradición, no traía yo más redondo que el culo.

Llegué al lugar y mi amigo-presa estaba al fondo del congal, en una mesa impregnada de borrachos y dos que tres putas.

—¿Qué pasó, mi Ferrus? —dije, en un tono que el Fe-rrus ya ubicaba como una petición anticipada—. Fíjate que otra vez ando sin un clavo… ¿No podrías invitarme un traguito?

—Dile al cantinero que te lo dé, mi Paquito, ¡pero no me estés chingando ahorita que voy ganando en el dominó!

Rápidamente me acerqué con el Franelas, cantinero y lacayo de confianza del Ferrus, lo llevé a un rinconcito en la entrada y le dije casi en secreto:

—Dice el Ferrus que me des el corte de caja.—¡Estás bien pendejo! —contestó.

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La bolsita de pan | Luis Odriozola

8 Desde lejos, sujetando al Franelas contra la pared y con cara de niño de la calle, volteé a ver al Ferrus y le grité:

—¡Ferrus... no me lo quiere dar!—¡Que se lo des, hijo de tu chingada madre! —contestó furioso el

Ferrus.No hubo de otra, el Franelas tenía que obedecer al patrón y dár-

melo y mientras él contaba el dinero de la caja, le dije en voz baja:—Pero dámelo en una bolsa de pan para que nadie se dé cuenta,

no vaya ser el diablo, ya ves que la gente es muy cabrona.Así fue que salí feliz de La Vengadora, con mi bolsita de pan bajo

el brazo y la sonrisa propia de un asalariado que se dirige a casa luego de un intenso pero productivo día de trabajo.

Hice las escalas pertinentes para abastecerme de buen vino, bue-na comida y buenos gorrones; llegamos a casa y todos los presentes comenzamos a jugar cubilete, a beber como piratas y a comer como aspiradoras industriales.

Al poco rato escuchamos que alguien llamaba violentamente a la puerta, cuál va siendo mi sorpresa cuando encuentro afuera de mi casa al Ferrus, borracho, con una botella rota en una mano y una hermosísima mujer en la otra.

—¿Por qué chigados me robaste? —dijo, entre balbuceos y pujidos. —No fui yo, mi Ferrus, fue la necesidad —contesté.Todos echaron a reír, incluso el Ferrus, quien me abrazó al tiem-

po que me presentaba a su acompañante.La fiesta siguió y con la llegada de la madrugada, la casa se iba que-

dando sin invitados hasta que por fin solamente quedamos la acom-pañante del Ferrus (quien ya se había ido cayéndose de borracho) y yo. Tuvimos sexo y nos quedamos dormidos.

Desperté con una erección y con alguien que puede darle un uso adecuado, propicio, decente. Eso no le pasa a cualquiera, sólo a un campeón como yo.

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VisitaAlejandra Vergara

Desperté con una erección que asfixié en el resorte de los calzones. Ahora, en la sala en tinieblas, me siento con-fundido, ¿es temprano en la mañana o el sol acaba de ponerse? Aún es sábado, anocheció hace poco, supon-go. Abro la puerta sin preguntar quién toca; será Marta, volviendo del hospital para darse un baño y tomar ropa limpia. Siempre olvida las llaves.

No es a mi hermana a quien veo en el umbral. Es la hermana de Claudia; está con otra chica de su misma edad, catorce o quince años. No sé hace cuánto la vi por última vez pero la reconozco de inmediato: es idéntica a Claudia. O a Claudia a su edad, vaya, no sé cómo luzca ahora.

—Hola Dante, ¿te acuerdas de mí?—Eres Mariana, la hermana de Claudia.—Sí. Es la boda de mi hermana acá a la vuelta y me

acordé que vivías aquí. Quise pasar a visitarte. Mira, ella es Diana.

La otra chica se para de puntitas y me besa la mejilla, lleva demasiado perfume y el olor dulce se impregna en mi nariz. También huele a ron.

Se está casando una de sus hermanas, dice, pero no menciona si es Claudia. No es que me importe, sólo es cu-riosidad: fuimos novios por tres años y me gustaría saber si es ella. Las veo: están paradas mirándome, esperando que las invite a pasar, que las deje entrar a mi sala en ti-nieblas, les sirva un trago y tengamos una conversación inolvidable.

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Visita | Alejandra Vergara

10 —¿Quieren pasar?—Sí. Tenía muchas ganas de verte.Se acomodan en un sillón mientras enciendo las luces. No les voy

a ofrecer algo de tomar. No quiero que se estacionen aquí y que Mar-ta me encuentre con dos adolescentes borrachas.

—Perdón por llegar sin avisar, es que le dije a Diana que eras muy simpático y quería traerla para que lo comprobara.

La tal Diana me sonríe, lleva menos maquillaje que Mariana y eso la hace ver más guapa. No tienen más de dieciséis.

—¿Cómo está Claudia?—Bien, gracias. Empezando la maestría.Supongo que no será Claudia la que se está casando, sino la res-

puesta sería algo como: “casándose a la vuelta de la esquina”. Desde ella que no estoy con alguien, es difícil con este ir y venir al hospital. Mi mamá lleva tres años muriéndose, no veo cómo conseguir novia así; tampoco es que piense mucho en eso. Mariana se agacha y se desabrocha un zapato, luego el otro.

—Los tacones me están matando.Diana hace lo mismo, estiran las piernas como gatos al sol y echan

las espaldas hacia atrás. Hay un silencio largo e incómodo, ellas inter-cambian miradas y ríen convulsionando sus pechos asomados en los escotes. No sé qué decirles, la última vez que vi a Mariana era una niña, no había pensado en ella desde entonces. Todavía es una niña. ¿Cuánto llevamos callados?, ¿cinco minutos?, ¿quince? Suena el teléfono. Sin importar quién sea diré que tengo que salir. Quiero librarme de este par de lolitas.

Es Marta: que será mejor que vaya al hospital; mi madre está muy mal. Quiere que vaya a despedirme. Me he despedido cuatro veces desde que enfermó. Me sigo preocupando pero hay algo de impacto que se pierde, como si el dolor se fuera deslavando. Aviso a las chicas que tengo que salir. Diana me ve desde la banqueta con una mirada alargada y divertida:

—Oye, ¿ustedes sienten cuando lo traen parado?—No. —Miento cerrando la puerta.Pienso que antes de pasar al hospital quiero arrancarme el pito

a chaquetas. Mi madre siempre ha podido esperar a la siguiente despedida.

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De cabezaDara Rivera

Desperté con una erección. Sí, poca cosa, es sólo una erec-ción, déjala ser. No, no la dejes correr, sólo déjala ser, ¿o es que siempre tienes que armar un escándalo por cosas tan pequeñas? Ay, “cosas tan pequeñas”.

Recuerdo que la noche anterior hacía frío, así que me cubrí con las sábanas hasta la cabeza. La última vez que vi el reloj eran las tres de la mañana con diecisiete minu-tos, lo recuerdo bien porque pensé que, visto de cabeza, el reloj decía una mentira y me reí. Antes me había ce-pillado los dientes, luego fumé un cigarrillo y arrojé el humo por la ventana para que mis padres no pudieran notar el olor, eso también lo recuerdo. Pero primero me puse la ropa de dormir, una camiseta vieja y un pantalón caliente, calcetines.

Me puse un pantalón caliente. Entonces no tenía nada.Al despertar no pude evitar soltar un grito. Noté algo

entre las piernas, pensé que sería algo que había dejado olvidado en la cama antes de dormir, el control de la te-levisión, un cepillo, cualquier cosa. Pero cuando lo toqué e intenté alejarlo de mí no pude. Aparté las sábanas, aún sin sospechar algo. Entonces grité.

Mi madre abrió la puerta de la habitación al tiempo que volvía a cubrirme con las sábanas. Asomó su cabeza despeinada y su cara ojerosa; con voz ronca y molesta preguntó si había perdido la cabeza y los motivos que me habían hecho despertar a toda la calle con semejante gri-to. Le dije que vi una araña en las cortinas.

Una araña, por Dios.

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De cabeza | Dara Rivera

12 Todos los chicos tienen una erección en su vida (espero que al menos tengan una). Alguna vez en el colegio me habían explicado que cuando los chicos descubren a las chicas suelen tener sueños eróticos y es común que despierten con una erección. O con la sá-bana acartonada. Pero no iba a decirle eso a mi madre, ¿cómo iba a explicarle… todo?

Mi mamá se acercó a las cortinas y dijo que no veía ninguna ara-ña. Le dije que debí imaginarla y que se fuera, que quería continuar durmiendo. Ella siguió revisando las cortinas, creo que esperaba oler el cigarrillo en ellas. Al final me dijo que estaba loca.

Loca.Cuando mi madre abandonó mi habitación me levanté con la es-

peranza de que “eso” cayera. Pero nada, permaneció en su lugar, apuntando a una de mis paredes.

No era como que me hubiera vuelto un chico, sólo había desper-tado con una erección, “cuando desperté la erección estaba ahí”, se los juro. Fui al baño y todo estaba bien, todo, mi cabello, mi pecho, mis hombros, mis piernas, todo. Comencé a llorar, a veces llorar so-luciona las cosas en las películas. Pero yo seguía llorando con los pantalones abajo y una erección que no sabía cómo había llegado ahí.

Me lavé la cara, mi erección y yo volvimos a mi habitación. Me acosté de nuevo, sobre el costado derecho, tratando de ver el sol a través de las cortinas que mi madre acababa de revisar.

Entonces vi una araña.Desperté aterrada. El cielo se pintaba de azul y amarillo dejando

atrás el rosa. Aparté las sábanas y descubrí que no tenía nada. Eran las siete de la mañana con siete minutos, lo recuerdo bien porque el reloj, visto de cabeza, se reía de mí.

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El cuchilloAlejandra Coral

Desperté con una erección sobre la misma cama diminu-ta de ayer. No, todavía no me acostumbro. Todavía hablo de ayer como si el día anterior al anterior o al siguiente tuviera un gramo de importancia en lo que me queda de vida. Desperté a media noche y me masturbé. El frío cada vez era más soportable que la soledad. A veces, incluso, el frío se me antojaba de pretexto para congelar con mis manos la mirada de esas docenas de mujeres que me pe-dían que las penetrara. Como si al fundir mi semen con mi piel helada pudiera enfriar el pasado y mis ganas de volver allí: a ese estudio fotográfico del distrito de Sarrià.

La sangre aún estaba fresca cuando llegó la Policía y yo seguía riendo. El placer de una muerte tan perfecta es muy difícil de disimular. Tampoco intenté disimular. En el fondo sabía que había llegado el momento de enfrentar esa realidad en la cual vivían mis víctimas, como les dicen en los periódicos. Yo prefiero llamarlas amantes. Ellas preferían llamarme Amor. ¡Cómo si el amor existiera! Mi abogado, en cambio, prefiere llamarme Psicopatía Caris-mática. Dijo que así me reduciría la pena, pero le dije que eso no me interesa. La pena la curo con sangre y si no la puedo curar encerrado en este cuarto de mierda, me rega-lo la mía, mi sangre, mi muerte. El juez prefiere llamarme Millones de Euros, pero mis pinturas no se venden. Esas no. Ni para sacarme de aquí, ni para nada. Son como unas fotografías, pero con detalles pincelados que me escupen sobre la retina los recuerdos más viscerales y festivos de mis últimos años en Barcelona.

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El cuchillo | Alejandra Coral

14 “Ninguna se negó”, dije como para adaptarme al escaparate de la defensa, pero a sus familiares, ese les pareció un argumento poco complaciente. Ellos prefieren llamarme Animal, y de todos, es mi nombre más acertado. Aunque si me dieran a escoger, yo preferiría no tener que mencionarme nunca.

Lanzo las sábanas manchadas a un costado y me refugio en la co-bija de lana que fue tejida a mano para el adolescente que se suicidó con el cordón de la lámpara antes de que yo llegara. Yo nunca sería capaz de suicidarme. No tengo tanto valor. En eso siempre coincidí con Gema, mi primera amante. “¡Maldito cobarde hijo de puta!”, gri-tó la penúltima vez que fue al estudio. Yo me quedé un poco como si nada contemplando una copia de la primera pintura que había ven-dido. Era sobre un perro enamorado de un cuervo muerto. Patricia también me tachaba de cobarde, pero no le importó. Ella, en cambio, era de esas mujeres que absorben amor como agua una esponja. Me lo dio todo y yo no supe darle nada a cambio, por eso tengo su muerte estampada en uno de los lienzos más grandes del estudio.

Yo no aprendí a quedarme. Eso es algo que nunca enseñan. “Soy sólo un viaje de ida y vuelta”, les decía. Siempre les decía, pero nunca escuchaban y al amor hay que matarlo antes de que se crea dueño del cuerpo. Ellas contenían tanto amor dentro de sus cuerpos que había que abrirlo de par en par para dejarlo libre, pero siempre se traslada-ba a otro: más delicioso, más inteligente, menos cobarde y con otro nombre. A veces no eran de aquí y eran de allá, del coño sur al otro lado del Atlántico, pero a la vez eran iguales. Se enamoraban de mí más rápido de lo que la heroína tardaba en alcanzar los receptores opioides de mi sistema nervioso.

No vuelvo a dormir. Un retazo de cable de donde colgaba la lám-para, de donde colgó el adolescente antes de que yo llegara, me man-tuvo entretenido en lo que agonizaba la madrugada. La puerta de ba-rrotes me regala un gesto de tristeza patética cuando se abre. Sabe que no volveré a hablarle de las tetas de Sarah. Yo sé que no volveré a masturbarme.

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La erección del DiabloJosé Jardinero

Desperté con una erección. Sí, otra vez; era la sexta ma-drugada. Cuando me pasa eso, necesito recapitular y en-contrar lo que me tiene así, con algo atorado en los ojos, o en la garganta como le dicen, o más bien en el pecho, no sé. No, no era por ella. Pero algo bueno es que hoy sí estaba ahí en la cama, sin ropa y al alcance de un roce. Es-pero que no se malentienda, es que puede ser cualquier cosa. La última vez que ocurrió fue cuando perdí la llave del cuarto de triques. Esa ocasión no pude dormir pare-jo sino hasta la cuarta noche, después de repasar lo que hice antes de darme cuenta que la llave estaba extravia-da, para luego encontrarla adentro de un calcetín en el cesto de la ropa sucia. Imagino que debe parecer extraño despertar por la madrugada, de pie frente a alguna ven-tana de tu casa, con las manos en la cara y los ánimos de una erección apuntando hacia afuera. A esa le puse “la erección de la llave”, solo para organizar los recuerdos de alguna manera.

Esta vez ella estaba mirándome. ¿Y esa erección?, me preguntó. Justo estaba por dar con el motivo, respondí. Sonrió y se puso de pie para abrazarme por la espalda y respirarme en la nuca. ¡Ya!, lo tengo. Creo que todo co-menzó con la conversación que tuve con mi padre acerca del Diablo. ¿Qué pasó, papá? No estoy seguro, creo que lo envenenó algún vecino. El martes vi que se acercaba caminando chueco, como borracho, hasta que se fue de lado y cayó unos metros antes de llegar hasta donde yo estaba. Luego se arrastró y posó su cabeza en el escalón

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La erección del diablo | José Jardinero

16 de la puerta; no supe qué hacer, me quedé viéndolo y casi se me salen las lágrimas, hijo. Ay, papá, ¿qué hiciste? Lo cargué y lo acosté bajo el árbol y fui por algo para que comiera.

Comenzó a temblarme la espalda cuando sentí sus labios en mi oreja. Era la primera vez que se quedaba a pasar la noche y yo ahí, como un idiota, con una erección frente a una ventana, hablando so-bre una conversación con mi padre. Puso sus manos en mis muslos. Él le llevó un plato con restos de comida, un guisado de carne y arroz que no quiso ni probar. Se lo puso frente a su nariz. Nada. Le separó los dientes, puso la carne adentro, y la escupió, o se le cayó, no sé bien. Maldito Diablo, ya está viejo. Imagino a mi padre, caminando de aquí para allá, llevando una cosa, luego otra, luego leche y dándo-sela a la fuerza en el hocico. Creo que fue lo único que tomó. Hace unos días que nadie sabe nada de él. Mi padre dice que ya empezaba a levantarse; chueco y sin ladrar, claro. Pero nadie sabe nada. Le voy a llamar. ¿Ahora? Sí, justo ahora.

Papá, ¿te desperté? ¿Tú qué crees? Oye, es que estaba preocupa-do por el Diablo. Ya lo encontramos, estaba a unas cuadras de la casa, sobre la acera, con el cuerpo hinchado y la cara aplastada; supongo que se puso en pie y así borracho, lo atropellaron. Sí, debió ser eso. Casi no lo reconocí, estaba muy deformado, pero sí era él. Ya, perdo-na, lo siento mucho, te dejo descansar. Buenas noches, hijo.

Caminé de nuevo frente a la ventana y vi la luna. Era muy brillan-te. ¿Todavía tienes esa erección ahí? Miré hacia abajo. Sí, aquí está, pero es otra, ésta sí es tuya. Ven, anda, guárdala aquí.

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Si la dicha es buenaInmaculada C. Pérez Parra

—Desperté con una erección.Me incorporo, sobresaltada. Me santiguo y rezo rá-

pidamente el acto de contricción. Virgen del Carmen, qué horror, qué horror, yo soñar estas cosas, yo que me eduqué en las Ursulinas. Miro a mi Joaquín al lado mío y me pongo colorada sólo de pensar que él pudiera llegar a saberlo. Mi Joaquín, que es un bendito, un santo varón. Me vuelvo a acostar, agitadísima, y ahí, de nuevo, escucho la voz.

—Me desperté con una erección.Ahí sí que salto, se me salen todos los rulos de los

ganchos. ¡Es mi Joaquín! Ay, San Judas, San Pancracio y San José, mi Joaquín, el mismito con el que llevo 35 años casada, diciendo esas inmundicias, ni aún en sueños. El mismo Joaquín Cerezo Ramírez con el que he tenido cua-tro hijos como cuatro soles, siempre como dios manda, rapidito y sin gozo y encomendándonos a San Antonio, que una es muy honrada.

Si ya sabía yo que el año que pasó acuartelado en Me-lilla, con todas las moras con velo que tiene que haber por allí, algo tuvo que ver, vamos, digo yo. Además que los hombres son muy suyos, todos ahí encerrados en el cuar-tel y contándose vaya a saber Dios qué historias, gente de toda condición y de mucho pueblo chico, que en los pajares en verano todo el mundo sabe que siempre hubo mucho movimiento. Y eso que mi Joaquín era alférez y no se juntaba con la plebe, pues no iba a ser, si tenía estudios. Y ahora yo qué hago, Virgen del Carmen, ¿lo despierto, no lo despierto, rezo un misterio del rosario?

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Si la dicha es buena | Inmaculada C. Pérez Parra

18 —¡Erección, erección!—, empieza a gritar mi esposo. Santa María Santísima, tiemblo horrores. Lo agarro por los hombros y lo sacudo, lo llamo como las locas Joaquín, Joaquín, por los clavos de Cristo, despierta, esto es un sindiós, despiértate, despiértate. No sé ni cómo contarle, le digo que estaba hablando cochinadas en sueños y él tam-poco sabe dónde meterse, pobre santo, si es que es un santo, que la del cuarto le tiene echado el ojo, que yo lo sé, y él le vuelve la cara en la escalera. Y a las mujeres en biquini de la televisión él ni las mira, por no atentar contra el sexto.

—Carmen, hija, en los sueños uno no tiene voluntad, yo por la tarde iré a confesarme con el padre Damián. Tú no te preocupes que estamos bien encomendados.

Qué tranquila que me quedo. De todas maneras me levanto y le enciendo una lamparita a Santa Teresita, que nunca viene mal. Me recompongo los rulos y me acuesto, mi Joaquín ya está roncan-do, qué facilidad tiene este hombre para no hacerse problemas. Voy cerrando los ojos pero muy apaciguada no me quedo, y hago bien, porque al ratito siento la mano de mi Joaquín en el hombro y a él que me dice:

—Carmen, me desperté con una erección.

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Hace meses que te fuisteDaniel Valencia

Desperté con una erección que apuntaba a tu figura ausente al otro lado de la cama. Se acumulaban las me-morias y buscaban salir por esa parte de mi cuerpo, eso me pareció extraño, pues por la madrugada, podría ha-ber jurado que el total de tu recuerdo se había desbor-dado por mis ojos. Pero ahí estabas de nuevo, alterando mi mañana y palpitando en mi entrepierna. Hace meses que te fuiste y yo sigo en las mismas: despertando, no de algún sueño porque no logro conciliarlo, sino del desga-no que me causa estancarme en el nosotros. Te revivo en nuestra cama como quien reaviva el fuego de la misma hoguera en que lo han incinerado.

Llevo los brazos cansados por extirpar tus evocacio-nes de mis entrañas. Pierdo los días buscando entre las sábanas el tiempo que creo haber perdido a tu lado. Y así sucede mi mañana, con mi mano derecha friccionando los instantes en que te tuve y la izquierda acariciando tu abandono. Comienzo con movimientos suaves como palpando tus mejillas y al instante me descubro frené-tico, como tratando de arrancarte de mi vida y jalo con fuerza tus vestigios en mi cuerpo.

Te ausentaste desde antes de partir. Ya no llenaba la casa el vacío de tu mirada. Tus silencios hacían eco en mis oídos. Pero medir la distancia no sirve de nada si no se está dispuesto a recorrerla. No sé en qué momento llegamos a ese punto en que solo fuimos compañeros de cama. Quizá la pasión se evaporó junto al sudor que secretamos o se

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Hace meses que te fuiste | Daniel Valencia

20 secó como la saliva que tu boca rociaba por mi cuerpo. Tal vez fallé al pensar que mientras el sexo fuese bueno, la relación fecundaría.

Tiembla mi ser y rechinan mis dientes. Mi mano reduce el rit-mo y la palma que me ahogaba, cede. Mis ojos cierran y abren como queriendo encontrarte en cada parpadeo, o por lo menos a tus la-bios. Que resbalen tus labios y sustituyan a mis dedos, que cansados ya, imaginan que la humedad que están tocando es producto de tus besos. Tus rebordes diminutos encarcelan mi deseo y se pierde tu lengua ensalivando mis caminos. Gimo tu nombre para invocarte y aparece la imagen de tu cuerpo descubierto. Tus uñas hacen surcos en el costado de mis caderas y te siembras.

No soporto más, mis glúteos se contraen y se estremecen mis piernas. Se traba mi mandíbula que se abre solo cuando bufo; se ace-leran los movimientos descontrolados de mi mano derecha; la iz-quierda te sigue buscando en todo lo ancho de la cama. Mientras, de mí, salen lágrimas, un suspiro, añoranza y escasas gotas de semen. Y ahora te desvaneces, como parecías hacerlo cada vez que sincroniza-dos, nos corríamos. Me das la espalda y tu indiferencia.

Despierto cada mañana con una erección que lleva tu nombre es-crito en las venas, me dispongo a darle placer a tu ausencia; y termi-no el día derramando lágrimas y otros líquidos que ojalá arrastraran en su corriente tu recuerdo.

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Todo igualÁngel Valenzuela

Desperté con una erección. Sobresaltado, mojado en su-dor y —me encabrona reconocerlo— excitado. Metí la mano por debajo del calzoncillo y comencé a tocarme instintivamente, con movimientos suaves primero y co-brando más fuerza hasta que me cegó el temblor. Luego de recobrar el aliento tomé un pañuelo de la mesita de noche para limpiar el desorden.

Me hice ovillo hasta caer dormido otra vez.La mañana siguiente seguía todo igual. En realidad,

nada ha cambiado desde la noche que, años después, de-cidiera que era hora de hablar. El viento sigue rasguñan-do el cristal con las ramas del limonero, el sol a través de la ventana se empeña en hacer cosquillas al gato y a lo lejos se puede escuchar el barullo de los chiquillos que esperan la llegada del autobús escolar.

Todas las mañanas.Despierto con el recuerdo de mi madre en la cocina,

preparándole hotcakes a él.Todas. Las putas. Mañanas.Era absurdo. ¿Cómo pudo seguir prodigándole aten-

ciones a ese hijo de la chingada después de mi confesión? ¿No había llorado conmigo la noche anterior, abrazados sobre el piso de madera de mi recámara hasta las altas? ¿O es que no le parecía una falta grave lo que había hecho Horacio conmigo?

Antes me exasperaba que no hubiera notado nada distinto en mí la mañana después de que su esposo se metiera a hurtadillas en mi cama. Le supliqué entonces que me lavara la ropa de cama pero ella se rehusó.

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Todo igual | Ángel Valenzuela

22 Diego, justo te puse las sábanas nuevas, cariño.Volví a dormir en la inmundicia de Horacio. Estúpida. Debió re-

parar en mi insistencia. Tendría que haberse dado cuenta que su hijo había sido forzado. Yo no quise hablar por miedo, porque no sabría cómo hacerlo, quizás no me creyese. En todo caso era obligación de mi madre notarlo.

Cuando llegó el verano, mi rostro había dibujado una marca per-manente en el entrecejo. Me irritaba por cualquier detalle y la sola idea de quedarme todo el día en casa con ese mantenido me enfada-ba. Cada vez que mi madre me preguntaba si algo sucedía, yo siempre respondía esquivo. Tampoco es que ella insistiera mucho: a fuerza de negativas, terminó por asumir que mis cambios de humor y el ce-rrojo en la puerta de mi habitación se debían a que ya me acercaba a la pubertad.

Habla con él, Horacio. Tú eres el único padre que conoce.Déjalo, mujer, es natural que explore su cuerpo. Todos los chicos

lo hacen.Tenía razón. Algunas veces lo hacía bajo la ducha mientras re-

cordaba cómo la mano de Horacio tomaba la mía y la guiaba hasta su verga dura. El vello profuso me turbó provocándome también una erección. Entonces dejé caer mi mano, inerte: no supe reaccionar, así que fingí que dormía el tiempo que duró la invasión, pero yo me tocaba reviviendo su aliento sobre mi cuello, reconstruyendo cada instante.

Siempre terminaba avergonzado, llorando bajo el agua.Es mi culpa. Debí haber hecho algo para impedirlo.Pero entonces ella no lo sabía. Años después, cuando Mamá supo

todo—Servil. Después de una hora de sollozos antes de poder siquiera articu-

lar palabra y haber llorado junt—Rabia. Impotencia.Cuando al fin lo conseguí, no pude perdonarle que—¿Maple y mantequilla, Horacio? ¿Tocino?Todas las putas mañanas.

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Primera y última vezDiana Guerrero Lozoya

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Desperté con una erección acostado sobre papeles man-chados de semen, lo cual ridiculizaba la escena entera. Uno de esos papeles se adhería a mi oreja izquierda. ¿Qué había pasado? Mi cabeza era un tanque de guerra que disparaba. Alguna parte de mi cerebro estaba siendo ata-cado sin tregua. La erección no bajaba. Quise levantarme como si eso fuera a llevarme a donde no estuviera mi ca-beza. Como huyendo del bombardeo. Un soldado cobar-de o astuto. Ni siquiera alcancé la cornisa de la ventana. ¿Y esa ventana?

2

No logro despertar. Afuera, si es que existe un afue-ra dentro del dormido, canta algo, pero no es un pájaro. Hierven las sábanas y estoy ardiendo yo. Intento regre-sar del sueño, pero me detiene ese canto. Podría jurar que es una alarma programada para no abrir los ojos nunca. Me falta el aire y me sobran las fuerzas. ¿Cómo se respira cuando no se sabe si estás vivo?

3

Había escrito sobre estos papeles, aunque en ese mo-mento se veía borroso. El que colgaba de mi oreja habla-ba sobre la fascinación por los relojes que sufre el Doc-tor Whitman. Digo que la sufre porque nunca es bueno

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Primera y última vez | Diana Guerrero Lozoya

24 estar fascinado por las cosas. Creo que lo que le gusta es la precisión que se necesita para colocar el volante, el áncora y la rueda del ánco-ra en una diminuta jaula que logre rotar sobre sí misma una vez por minuto. Vaya, recordaba eso que nunca logré comprender. Lograba ver mi erección, allá abajo, palpitando. Pensaba en relojes y seguía erecto. Qué burla. ¿Por qué no podía mover mis piernas?

4

¿Cómo volver al mundo despierto? Me va a reventar el corazón, algo se me saldrá por los oídos. Sé que las venas son delgadas, algunas miden menos que milímetros. Esta sangre que corre brava, ¿a dónde va? ¿Parará en algún lado? ¿Me reventará por dentro? Quiero escu-pir, necesito salir de donde sea que estoy ahora. Mira que la fuerza debe contener al hombre, no al contrario. Y ahora siento que podría partir un roble en dos, con mis manos de psicoanalista. ¿Qué es esto que me está haciendo bramar casi?

5

La ventana parecía ser la del sótano de casa de mi madre. Claro, algunas veces guardaba material de varios años atrás ahí, mi depar-tamento apenas podía guardarme a mí. ¿Había eyaculado en el só-tano de mi madre? Qué niñazo. A mis 52 y haciendo, o no haciendo estas cosas. Rara vez uno recuerda qué soñó que fue lo que lo llevó a eyacular. Simplemente pasa. Las primeras veces, incluso, es algo traumatizante. Y ésta, que no era algo ni siquiera cercano a mis ini-ciaciones en este acto brutal. ¿Por qué me había sucedido esto?

6

Debe existir un golpe, un impulso, que me obligue a despertar. Esta cama está por estallar en llamas. ¿Voy a morir, estaré murien-do? No pensé que morir se sintiera así. Tan… bien. Apenas siento mi cuerpo. Más parece que mi realidad es el sueño.

¿Desperté? Sí. Estoy despierto. Eso, esto. Desperté con una erec-ción.

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RefugioMartín Miguel Quintana

I

Desperté con una erección pero Alejandra ya no estaba. Todavía quedaba su olor en las sábanas, en mí mismo, en el abrigo que había dejado pese al frío obsceno que se colaba por la ventilación. Desnudo frente a la ventana contemplé el mundo y era igual que ayer, era un mundo que ya no existe.

II

Afuera sonaban los primeros disparos de la mañana. Mientras colaba el café del día anterior traté de recordar la última vez que el sonido de un arma me conmovió. Un humo constante se alzaba sobre la ciudad, sugería más incendios desconocidos. Es increíble a qué cosas somos capaces de acostumbrarnos, eso decía Alejandra todo el tiempo.

III

Anochecía y Alejandra no llegaba. Afuera los saquea-dores se golpeaban unos a otros y destrozaban las pocas vidrieras que habían quedado en pie. Las posibilidades de que estuviera muerta, escondida en un refugio colec-tivo o acostándose con otro hombre por placer o a cam-bio de municiones se me antojaban igual de razonables y aterradoras. Sentí el sabor amargo en la boca de desear que regresara o que al menos esté bien y me odié a mí mismo por quererla de esa manera.

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Refugio | Martín Miguel Quintana

26 IV

Llegué a la conclusión de que nunca regresaría. Nadie puede con-fiar del todo en un sobreviviente. No me quedaba otra cosa que hacer que salir solo a buscar comida. Al fin y al cabo, yo seguía teniendo el arma. Entré en la bruma gris como quien entra a un cementerio.

V

Había encontrado a Alejandra escondida en un pasillo similar al que entonces recorría. Eran los primeros días que siguieron a la di-solución del gobierno y no existían siquiera los grupos de caza: cada uno actuaba por su cuenta. Imagino que me conmovió su juventud o el hecho de que tenía unos ojos muy parecidos a los de mi hermana. Le dejé una lata de atún en conserva y cuando intentó incorporarse le pedí que se quedara quieta hasta que me fuera. Cuando llegué a mi refugio la vi, treinta metros detrás de mí, camuflada en las sombras de lo que había sido la panadería de los mellizos. Agitaba un brazo a manera de saludo o de burla.

VI

Terminamos por tolerar la compañía del otro. Algo se construyó entre mi obsesión enfermiza por el orden, la constancia y el méto-do y su desgano crónico y adolescente. Al final de la única discusión importante que tuvimos, luego de que yo dijera un insulto terrible y ella me mordiera el brazo, hicimos el amor con toda la violencia que todavía nos quedaba. Volvimos a hacerlo cada noche y cada mañana desde entonces.

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Refugio | Martín Miguel Quintana

VII

Tomé con fuerza la bolsa y crucé corriendo los últimos metros que me separaban de la puerta. Volví a cerrar con llave y agradecí a algún dios olvidado la suerte de haber podido vencer la suerte. Entré en la casa y sentí el aroma inconfundible de la carne cociéndose y me enfrenté con sorpresa a la ausencia completa de polvo en el sue-lo. El sofá estaba cálido y luego de cierto esfuerzo logré adoptar una posición que no me provocara dolor en la pierna. Mientras fumaba un cigarrillo y esperaba la comida tuve la secreta convicción de que todo iba a salir bien, porque Alejandra ya estaba.

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Cosas de niñosGustavo Macedo Pérez

Desperté con una erección frente a mi cara.—Te trajimos una paleta de carne. Chúpala —dijo uno

de los que rodeaban mi camastro.Hincado, apreté los ojos e hice lo que me pedían, pero

las viscosidades y el sabor salado me provocaron escu-pir. La primera patada que recibí en la nuca me hizo per-der el conocimiento.

—Mira, ahí va la que te gusta.—Ya sé, ya la vi. Déjame en paz.—“Déjame en paz” —me remedó, haciendo una voz

chillona—, eres un pinche maricón.—Maricón tú. Vas a ver cómo sí soy hombre. Pero se

lo voy a demostrar a ella, no a ti, pendejo.—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer? ¿Seguirle dando pale-

tas en la escuela?—A ti qué te importa. Algo le voy a dar, pero sólo yo

sé qué.

Los custodios habían detenido la golpiza antes de que alcanzaran a fracturarme algo. Unos días después, la psi-cóloga me preguntaba cómo había empezado todo.

—Ellos me atacaron a mí. Yo no hice nada.—¿Y por qué querían golpearte?—No querían golpearme, querían que se la chupara

a uno de ellos.—Pero si no son de tu área, ¿qué hacían ahí?—Pregúntele a los custodios, yo qué.

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Cosas de niños | Gustavo Macedo Pérez

30 La muchachita tenía que atravesar el arroyo para ir de la escuela a su casa. Ahí, en la quebrada, la abordé.

—Me asustaste, ¿qué haces aquí?—Te estaba esperando.—¿A mí? ¿Para qué?—No te hagas pendeja. Échate ahí y levántate la falda.—Estás loco. Déjame.Entonces la tiré de un golpe, me coloqué sobre ella y puse mi erec-

ción sobre su cara.

El licenciado me hizo pasar a su despacho, donde estaba resguar-dado por pilares de papeles.

—Ya nos dijeron quiénes te atacaron y se les va a aplicar un castigo.—No me importa. A mí no me metan.—¿Cómo no te va a importar? En esta escuela no vamos a permi-

tir este tipo de problemas.—Qué pendejada que le digan “escuela”.—Pues eso es aquí: una escuela de rehabilitación social.—Es una pinche cárcel para niños. Díganle así.

Me acusó con sus padres, con el maestro del pueblo y hasta con el cura. Nadie le creyó. Varias veces cambió el camino que tomaba para ir de la escuela a su casa, pero finalmente se resignó a que, por donde fuera, yo la encontraría para que me la chupara y meterle los dedos.

—¿Es cierto que tú hiciste que mandaran a los del área dos a de-tención por un mes?

—Sí. ¿Por qué? ¿Quieres que te mande también a ti?—No, no… claro que no.—Lárgate pues a la chingada. Déjame en paz.Permanecí ahí hasta después de cumplir los quince años. Nadie

volvió a molestarme.

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Cosas de niños | Gustavo Macedo Pérez

Me agarró el único policía del pueblo y me llevó a la comisaría. Ahí me estaba esperando el padre de la muchachita.

—¿Es este?—Este cabrón es.—¿Está seguro?—Claro que estoy seguro. Pinche mocoso, se ha llevado como cin-

co gallinas y un becerro.Tanto me había preparado para enfrentarlo cuando me reclama-

se el haber abusado de su hija, que la acusación me decepcionó.—También me cogí a su hija —le dije.—¿Cómo te la vas a andar cogiendo, si eres un niño? —respondió,

golpeándome la cabeza con la palma de la mano.—¿Un becerro también? —intervino el policía—. Ya te chingaste,

niño. Se me hace que te van a mandar a la correccional, allá en la capital.

Me llevaron al siguiente día. Nunca regresé al pueblo y no volví a saber nada de la muchachita.

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Desperté con una erección fue compuesto en tipos Sentinel y Chronicle Text de Jonathan Hoefler & Tobias Frere-Jones por Ángel Valenzuela en Juárez, Chihuahua, México bajo los efectos del chai latte y la música

de Husky Rescue, Lhasa y Andrew Bird.

16 de Febrero, 2012.

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