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Después de la quinta ola… los Otros

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Page 1: Después de la quinta ola… los Otros
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Después de la quinta ola… los Otrosbuscan supervivientes en el marinfinito.Cassie Sullivan y sus compañeroshan sobrevivido a las cuatro olas dedestrucción de los Otros. Ahora, conla raza humana prácticamenteexterminada y la quinta olaarrasándolo todo, se enfrentan auna elección: esperar a EvanWalker o huir en búsqueda de otrossupervivientes antes de que elenemigo los alcance. Consumidos,pero no derrotados. Acosados, perono sometidos. Esta guerra ha

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dejado de ser de humanos contraalienígenas. Es la lucha de laesperanza contra la desolación. Dela fe contra el miedo. Del amorcontra el odio. Y la humanidad es elcampo de batalla.Saben cómo piensas. Saben cómomatarte. Creen que no tienesninguna oportunidad. Pero nosaben… que no estás solo.

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Rick Yancey

El mar infinitoLa quinta ola - 2

ePub r1.2sleepwithghosts 02.04.15

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Título original: The Infinite SeaRick Yancey, 2014Traducción: Pilar Ramírez Tello

Editor digital: sleepwithghostsePub base r1.2

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PARA SANDY, GUARDIANA DELINFINITO

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Mi generosidad es taninagotable como elmar, y mi amor, tanprofundo; cuanto máste doy, más tengo, yaque ambos soninfinitos.

WILLIAMSHAKESPEARE

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EL TRIGO

No habría cosecha.Las lluvias de la primavera

despertaron los brotes dormidos, y unasyemas de color verde relucientenacieron de la tierra mojada y selevantaron como quien se estira tras unalarga siesta. Cuando la primavera diopaso al verano, las cañas de color verdereluciente se oscurecieron, broncearon y

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volvieron marrón dorado. Los días sealargaron y caldearon. Densas torres deturbulentas nubes negras trajeron lalluvia, y los tallos marrones brillaban enla penumbra perpetua que moraba bajola bóveda. El trigo creció y las espigasmaduras se inclinaron ante el viento dela pradera como una cortina ondulada,como un interminable mar encrespadoque se extendía hacia el horizonte.

Cuando llegó la cosecha, no habíagranjeros para arrancar las espigas delos tallos, restregarlas entre sus manoscallosas y separar el grano de la paja.No había cosechador que masticara losgranos y disfrutara del crujido de ladelicada piel entre sus dientes. El

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granjero había muerto a causa de laplaga, y lo que quedaba de su familiahabía huido a la ciudad más cercana,donde ellos también habían sucumbido,sumándose así a los miles de millonesque habían perecido en la tercera ola. Lavieja casa construida por el abuelo delgranjero era ahora una isla desiertarodeada de un infinito mar marrón. Losdías se acortaron y las noches seenfriaron, y el trigo crepitaba mecidopor el viento seco.

El trigo había sobrevivido al granizoy a los relámpagos de las tormentas deverano, pero nada lo salvaría del frío.Cuando los refugiados se ocultaron en lavieja casa, el trigo estaba muerto,

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asesinado por el puño de hierro de unagran helada.

Cinco hombres y dos mujeres que nose conocían antes de aquella últimatemporada de cultivo, y que ahoraestaban unidos por la promesa implícitade que cualquiera de ellos era másimportante que la suma de todos.

Los hombres se turnaban para vigilaren el porche. Durante el día, el cielo sinnubes era de un reluciente azul pulido yel sol, que avanzaba bajo por elhorizonte, pintaba el marrón apagado deltrigo de un dorado luminoso. Las nochesno eran amables, sino que parecían caercon rabia sobre la tierra, y la luz de lasestrellas transformaba el marrón dorado

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del trigo en el color de la plata pulida.El mundo mecanizado había muerto.

Los terremotos y tsunamis habíanarrasado las costas. La plaga habíadevorado a miles de millones depersonas.

Y los hombres del porche vigilabanel trigo y se preguntaban por lo quevendría después.

Una tarde, a primera hora, el hombrede guardia vio que el mar muerto demazorcas se abría y supo que seacercaba alguien, que alguien aplastabael trigo para llegar hasta la vieja granja.Llamó a los de dentro. Una de lasmujeres salió y se quedó con él en elporche; juntos observaron los altos

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tallos que desaparecían en el marmarrón, como si la misma tierra losabsorbiera. Quien fuera (o lo que fuera)no se veía por encima de la superficiedel trigo. El hombre bajó del porche yapuntó con su fusil hacia el trigo. Esperóen el patio, mientras la mujer esperabaen el porche y el resto lo hacía dentro dela casa, con el rostro pegado a lasventanas; nadie hablaba. Esperaban aque se abriera la cortina de trigo.

Cuando lo hizo, de ella surgió unniño, y el silencio de la espera serompió. La mujer salió corriendo delporche y bajó el cañón del fusil. «No esmás que un crío. ¿Vas a disparar a unniño?». Y el hombre hizo una mueca de

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indecisión y de rabia por sabertraicionado todo lo que antes daban porhecho. «¿Cómo podemos saberlo? —lepregunto a la mujer—. ¿Cómo vamos aestar seguros de nada?». El niño saliódel trigo dando traspiés y cayó al suelo.La mujer corrió hasta él y lo cogió enbrazos, apretando el sucio rostro delniño contra su pecho, mientras elhombre del arma se colocaba frente aella. «Hace mucho frío, tenemos quellevarlo dentro». Y el hombre sintió unagran presión en el pecho. Estabadividido entre lo que el mundo habíasido y aquello en lo que el mundo sehabía transformado, entre lo que él eraantes y lo que era ahora, y el precio de

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todas las promesas rotas le pesaba en elcorazón. «Es un crío, ¿vas a disparar aun niño?». La mujer pasó junto a él,subió los escalones, llegó al porche yentró en la casa; el hombre agachó lacabeza como si rezara y después lalevantó como si suplicara. Esperó unosminutos para ver si alguien más salía deltrigo, ya que le resultaba asombroso queun niño pequeño hubiera sobrevividotanto tiempo solo e indefenso sin quenadie lo protegiera. ¿Cómo iba a serposible?

Cuando entró en el salón de la viejagranja, vio que la mujer sostenía al niñoen su regazo. Lo había envuelto en unamanta y le había dado agua; el niño

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rodeó la taza con sus deditos rojos defrío y los demás se reunieron en lahabitación sin que nadie dijera nada.Todos observaban al niño, maravillados.«¿Cómo es posible?». El niño gimió.Desvió la mirada de una cara a otra enbusca de algo familiar, pero eran tandesconocidos para el como lo eran ellosentre sí antes de que el mundo acabara.Se quejó de que tenía frío y de que ledolía la garganta. Tenía mucha pupa enla garganta.

La mujer que lo sostenía le pidió queabriera la boca. Vio el tejido inflamadoen el fondo de la boca, pero no vio elfinísimo cable incrustado cerca de laabertura de la garganta. No pudo ver el

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cable ni la diminuta cápsula conectada asu extremo. Al inclinarse sobre el niñopara ver mejor la garganta, no podíasaber que el dispositivo que le habíancolocado dentro estaba calibrado paradetectar el dióxido de carbono de sualiento.

Nuestro aliento es el gatillo.Nuestros niños son el arma.El estallido vaporizó la vieja granja

al instante.El trigo tardó más. No quedó nada

de la granja, ni de los anexos, ni delgranero en el que guardaban laabundante cosecha cada dos años. Sinembargo, los tallos esbeltos y secos queconsumió el fuego se convirtieron en

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cenizas y, al ponerse el sol, un heladoviento del norte barrió la pradera y sellevó las cenizas al ciclo, para despuéstransportarlas durante cientos dekilómetros antes de depositarlas denuevo, convertidas en una nieve gris ynegra que se posó con indiferencia en elsuelo baldío.

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PRIMER LIBRO

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I

EL PROBLEMA DELAS RATAS

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1

El mundo es un reloj que se queda sincuerda.

Lo oigo en los helados dedos delviento que arañan la ventana. Lo hueloen la moqueta mohosa y en el papelpodrido de las paredes del viejo hotel.Y lo siento en el pecho de Tacitamientras duerme. El martilleo de sucorazón y el ritmo de su aliento, cálido

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frente al aire helado; un reloj que sequeda sin cuerda.

Al otro lado de la habitación, CassieSullivan está de vigía junto a la ventana.La luz de la luna se filtra a través de ladiminuta rendija de las cortinas quetiene detrás e ilumina las nubes dealiento helado que surgen de su bocacomo pequeños estallidos. Su hermanopequeño duerme en la cama que tienemás cerca; es un bulto diminuto bajo unapila de mantas. Ventana, cama, de nuevode espaldas; gira la cabeza como unpéndulo en movimiento. El giro de lacabeza, el ritmo de su aliento, como elde Frijol, como el de Tacita, como elmío, marcando el paso del tiempo en un

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reloj que se queda sin cuerda.Me levanto de la cama con cuidado.

Tacita gime en sueños y se arrebujaentre las mantas. El frío me atenaza, meaplasta el pecho a pesar de estarcompletamente vestida, salvo por lasbotas y la parka, que recojo de los piesde la cama. Sullivan me observamientras me pongo las botas y luegomientras me acerco al armario a por mimochila y mi fusil. Me uno a ella junto ala ventana. Tengo la sensación de quedebería decir algo antes de marcharme.Quizá no volvamos a vemos.

—Es la hora —me dice.Su pálida piel brilla a la luz lechosa.

La lluvia de pecas parece flotarle sobre

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la nariz y las mejillas.Me coloco bien el fusil al hombro.—Es la hora.—¿Sabes? Lo de Dumbo lo

entiendo, por lo de las orejas grandes. Ylo de Frijol, porque Sam es pequeñito.También lo de Tacita. Lo de Zombi, notanto, pero Ben no quiere explicarlo, ysupongo que lo de Bizcocho tiene quever con lo gordito que está. Pero ¿porqué Hacha?

Sé por dónde va: aparte de Zombi ysu hermano, no confía en nadie más. Noconocer la historia de mi nombrealimenta su paranoia.

—Soy humana.—Sí.

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Mira a través de la rendija de lascortinas hacia el aparcamiento, que estádos plantas más abajo y reluce debido alhielo.

—No eres la primera persona queme lo asegura —añade—. Y me lotragué como una tonta.

—No tan tonta, dadas lascircunstancias.

—No finjas, Hacha. Sé que no tecrees mi historia sobre Evan.

—Me creo tu historia; es su historiala que no tiene sentido.

Me dirijo a la puerta antes de que seme eche encima. No es buena ideapresionar a Cassie Sullivan sobre EvanWalker. No se lo tengo en cuenta: Evan

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es la ramita a la que se aferra para nocaer por el precipicio, y da igual que yano esté; eso solo sirve para que seagarre a ella con más fuerza.

Tacita no hace ningún ruido, aunquenoto que me mira. Sé que está despierta.Vuelvo a la cama.

—Llévame contigo —susurra.Niego con la cabeza: hemos pasado

por esto cien veces.—No tardaré mucho, solo un par de

días.—¿Lo prometes?Ni hablar, Tacita. Las promesas son

la única moneda que nos queda, así quehay que saber cuándo gastarlas. Letiembla el labio inferior y se le

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humedecen los ojos.—Eh —le digo en voz baja—. ¿Qué

te dije sobre eso, soldado? —lepregunto, resistiéndome al impulso detocarla—. ¿Cuál es nuestra prioridad?

—Nada de pensamientos negativos—responde, obediente.

—Porque ¿qué hacen lospensamientos negativos?

—Nos ablandan.—Y ¿qué pasa si nos ablandamos?—Morimos.—Y ¿queremos morir?—Todavía no —responde, negando

con la cabeza.Le toco la cara. Mejilla fría,

lágrimas cálidas. «Todavía no».

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Teniendo en cuenta que el reloj humanose ha quedado sin tiempo, esta niñaseguramente haya alcanzado ya lamediana edad. Sullivan y yo somosancianas. ¿Y Zombi? Más viejo que eltiempo.

Me está esperando en el vestíbulo,vestido con un plumífero sobre unasudadera amarillo chillón con capucha,ambas cosas encontradas entre los restosdel interior del hotel: Zombi escapó delCampo Asilo vestido tan solo con unabata blanca. Debajo de la barbadesaliñada se intuye el delator tonoescarlata de la fiebre. La herida de labala que le disparé se abrió al escaparde Campo Asilo y, aunque después la

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remendó nuestro médico de doce años,debe de estar infectada. Está apoyado enel mostrador y se aprieta el costado conla mano intentando aparentar que todova estupendamente.

—Empezaba a pensar que habíascambiado de idea —dice Zombi con losojos brillantes como si bromeara,aunque podría ser la fiebre.

—Tacita —respondo, sacudiendo lacabeza.

—No le pasará nada.Para tranquilizarme, libera de la

jaula su sonrisa asesina. Zombi no sabeapreciar como debe que las promesastienen un valor incalculable; sino, no lassoltaría con tanta facilidad.

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—No es Tacita la que me preocupa.Estás hecho una mierda, Zombi.

—Es por este tiempo. Me causaestragos en el cutis.

Una segunda sonrisa sale a rematar.Se inclina hacia delante para intentarobligarme a responder de la mismamanera.

—Un día de estos sonreirás por algoque diga, soldado Hacha, y el mundo separtirá por la mitad.

—No estoy preparada para tantaresponsabilidad.

Se ríe y me parece oír un silbido enlo más profundo de su pecho.

—Toma —dice, y me ofrece otrofolleto de las cuevas.

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—Ya tengo uno —le respondo.—Llévate este también, por si lo

pierdes.—No lo voy a perder, Zombi.—Voy a enviar a Bizcocho contigo.—No.—Estoy al mando, así que sí.—Necesitas a Bizcocho aquí más

que yo ahí fuera.Asiente con la cabeza. Sabía que me

negaría, pero no ha podido resistirse aun último intento.

—A lo mejor deberíamos abortar —dice—. En fin, aquí no se está tan mal.Unos miles de chinches, unos cuantoscientos de ratas y un par de docenas decadáveres, pero las vistas son

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fantásticas…Sigue bromeando e intentando

hacerme sonreír. Está mirando el folletoque lleva en la mano: «¡Veinticuatrogrados todo el año!».

—Hasta que nos bloquee la nieve ola temperatura vuelva a bajar. Lasituación es insostenible, Zombi. Noshemos quedado demasiado tiempo.

No lo entiendo. Hemos hablado deltema hasta reventar y ahora quiere seguirdándole. A veces no sé de qué vaZombi.

—Tenemos que arriesgarnos, y sabesque no podemos entrar a ciegas —sigoexplicando—. Lo más probable es quehaya otros supervivientes escondidos en

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esas cuevas, y puede que no esténdispuestos a tendernos la alfombra roja,sobre todo si ya han conocido a algunosde los Silenciadores de Sullivan.

—O a reclutas como nosotros —añade él.

—Así que echaré un vistazo yregresaré dentro de un par de días.

—Espero que cumplas esa promesa.—No es una promesa.No queda nada más que decir.

Quedan un millón de cosas por decir.Puede que sea la última vez que nosveamos, y él también lo está pensando,porque añade:

—Gracias por salvarme la vida.—Te metí una bala en el costado y

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puede que te mueras.Sacude la cabeza. Le brillan los ojos

de fiebre. Tiene los labios grises. ¿Porqué tuvieron que ponerle Zombi? Escomo un mal presagio. La primera vezque lo vi estaba haciendo flexionesapoyado en los nudillos en el patio deejercicios, con el rostro deformado porla rabia y el dolor, mientras un charcode sangre se formaba en el asfalto bajosus puños. «¿Quién es ese tío?»,pregunté. «Se llama Zombi». Me dijeronque había luchado contra la plaga yhabía vencido, pero no me lo creí.Nadie vence a la plaga. La plaga es unasentencia de muerte. Y Reznik, elsargento instructor, se inclinaba sobre él

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gritándole a pleno pulmón, y Zombi, consu holgado uniforme azul, seguíaforzándose hasta el punto en que eraimposible hacer una flexión más. No sépor qué me sorprendió que me pidieraque le disparara para poder cumplir supromesa imposible a Frijol. Cuandomiras a la muerte a los ojos y es lamuerte la que parpadea primero, nadaparece imposible.

Ni siquiera leer mentes.—Sé en lo que estás pensando.—No, no lo sabes.—Te preguntas si deberías darme un

beso de despedida.—¿Por qué haces eso? —le pregunto

—. ¿Por qué intentas ligar conmigo?

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Se encoge de hombros. Esboza unasonrisa torcida, como su cuerpoapoyado en el mostrador.

—Es lo normal. ¿No echas de menosla normalidad? —pregunta, y sus ojostaladran los míos, siempre en busca dealgo, no sé bien el qué—. Ya sabes,restaurantes de comida rápida, ir al cineun sábado por la noche, comersándwiches de helado y mirar tu Twitter.

Niego con la cabeza.—No tenía Twitter.—¿Facebook?Empiezo a cabrearme. A veces me

cuesta imaginar cómo Zombi haconseguido sobrevivir hasta ahora.Echar de menos lo que hemos perdido es

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como esperar lo imposible: amboscaminos conducen a un callejón sinsalida.

—No tiene importancia —respondo—. Esas cosas ya no tienen importancia.

La risa de Zombi le arranca en lastripas y sale burbujeando a la superficiecomo si fuera aire sobrecalentado quebrota de una fuente termal; ya no estoyenfadada. Aunque sé que está utilizandosu encanto, saberlo no disipa el efecto.Otra razón por la que Zombi me pone unpoco nerviosa.

—Tiene gracia —dice—, con laimportancia que les dábamos a todasesas cosas. ¿Sabes lo que importa deverdad? —Espera mi respuesta y me da

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la sensación de que me prepara unabroma, así que no digo nada—. Eltimbre de entrada.

Ahora sí que me ha arrinconado. Séque pretende manipularme, pero no meveo capaz de detenerlo.

—¿El timbre de entrada? —repito.—El sonido más normal del mundo.

Y cuando todo esto acabe, habrá denuevo timbres de entrada a clase. —Insiste en el asunto, quizá le preocupeque no lo haya pillado—. ¡Piénsalobien! Cuando vuelva a sonar un timbrede entrada, habremos vuelto a lanormalidad. A los niños corriendo parallegar a clase, sentados con cara deaburrimiento, esperando a que toque el

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timbre del final de las clases mientraspiensan en lo que harán esa noche, esefin de semana, los siguientes cincuentaaños. Les hablarán, como a nosotros, dedesastres naturales, enfermedades yguerras mundiales. Ya sabes, en plan:«Cuando llegaron los extraterrestres,murieron siete mil millones depersonas». Y entonces sonará el timbre ytodos se irán a comer y se quejarán deque las patatas fritas están blandengues.Y dirán: «Buf, siete mil millones depersonas, eso es mucho. Qué triste. ¿Tevas a comer esas patatas?». Eso es lanormalidad. Eso es lo que importa.

Así que no era una broma.—¿Patatas fritas blandengues?

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—Vale, de acuerdo, no tiene sentido.Soy un imbécil.

Sonríe. Sus dientes parecen muyblancos rodeados de la barbadescuidada; y ahora, tal y como sugirió,pienso en besarlo y en si los pelos de sulabio superior me harían cosquillas.

Descarto la idea. Las promesas notienen precio, y un beso es una especiede promesa.

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2

La luz de las estrellas, intacta, atraviesala oscuridad y cubre de blanco perladola autopista. La hierba seca brilla; losárboles desnudos relucen. Salvo por elviento que barre la tierra muerta, elmundo está sumido en un silencioinvernal.

Me agacho al lado de un todoterrenovarado para echar un último vistazo al

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hotel. Un anodino rectángulo blanco enun grupo de anodinos rectángulosblancos. A tan solo seis kilómetros ymedio del enorme agujero que antes eraCampo Asilo; le pusimos el apodo deHotel Walker en honor al arquitecto delenorme agujero. Sullivan nos contó queel hotel era el punto de encuentro quehabía acordado con Evan. A mí meparecía demasiado cercano al escenariodel crimen, demasiado difícil dedefender y, además, Evan Walker estabamuerto: le recordé a Zombi que, para unencuentro, hacen falta al menos dospersonas. Se negó a admitir mi teoría. SiWalker era de verdad uno de ellos,quizás hubiera encontrado la forma de

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sobrevivir.—¿Cómo? —pregunté.—Había cápsulas de escape —

respondió Sullivan.—¿Y?Ella frunció el ceño y respiró hondo.—Y… podría haber escapado en

una.La miré. Me devolvió la mirada.

Ninguna de las dos dijo nada. EntoncesZombi intervino:

—Bueno, hay que refugiarse enalguna parte, Hacha. —Todavía no habíaencontrado el folleto de las cavernas—.Y deberíamos concederle el beneficiode la duda.

—¿El beneficio de qué duda? —

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pregunté.—De que sea lo que dice ser —

respondió, mirando a Sullivan, quetodavía me dedicaba una mirada asesina—. De que cumplirá su promesa.

—Prometió que me encontraría —explicó ella.

—Vi el avión de carga —dije—,pero no vi ninguna cápsula de escape.

Sullivan se puso roja bajo las pecas.—Solo porque tú no la vieras…Me volví hacia Zombi.—Esto no tiene sentido. Un ser miles

de años más avanzado que nosotros sevuelve en contra de su propia especie.¿Para qué?

—No me contaron esa parte —

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respondió Zombi, esbozando una mediasonrisa.

—Toda su historia es extraña —seguí—. Conciencia pura que habita enun cuerpo humano… Si no necesitancuerpos, no necesitan un planeta.

—A lo mejor necesitan el planetapara otra cosa —indicó Zombi,estrujándose el cerebro.

—¿Como qué? ¿Criar ganado?¿Complejo vacacional?

Había algo más que me inquietaba,un incordio de vocecita que me decíaque algo iba mal, que no encajaba. Perono conseguía dar con el problema. Cadavez que intentaba desarrollar la idea, seme escapaba.

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—No tuvimos tiempo para entrar endetalles —soltó Sullivan—. Estaba másconcentrada en rescatar a mi hermanopequeño de un campo de exterminio.

Lo dejé pasar. A Sullivan parecíaque iba a estallarle la cabeza.

Distingo esa misma cabeza ahora, almirar atrás por última vez; su silueta serecorta contra la ventana de la segundaplanta, y eso es malo, muy malo: es unblanco fácil para un francotirador. Puedeque el siguiente Silenciador con el quese encuentre Sullivan no esté tanenamorado de ella como el primero.

Me meto entre la delgada hilera deárboles que bordea la carretera. Rígidasde hielo, las ruinas del otoño crujen

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bajo mis botas. Las hojas se cierrancomo puños, y los carroñeros hanesparcido por todas panes tanto basuracomo huesos humanos. El viento fríoarrastra un leve olor a humo. El mundoarderá cien años. El fuego consumirá lascosas que fabricamos con madera,plástico, goma y tela, y después el agua,el viento y el tiempo erosionarán lapiedra y el acero hasta convertirlos enpolvo. Es desconcertante queimagináramos ciudades incineradas porbombas alienígenas y rayos mortales,cuando lo único que se necesitaba era lamadre naturaleza y el paso del tiempo.

Y cuerpos humanos, según Sullivan,a pesar de que, también según Sullivan,

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no necesitan cuerpos.Una existencia virtual no necesita un

planeta físico.La primera vez que lo dije, Sullivan

no me escuchó y Zombi actuó como sidiera igual. Según él, sea por lo que sea,nos quieren a todos muertos. Lo demásno es más que ruido.

Puede. Pero no lo creo.Por las ratas.Se me olvidó contarle a Zombi lo de

las ratas.

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3

Al alba llego a las afueras del sur deUrbana. A medio camino, cumpliendo elhorario.

Han llegado nubes del norte; el solse eleva por detrás de ellas y les pinta elvientre de reluciente granate. Meocultaré en los árboles hasta que caigala noche, después saldré a campoabierto hacia el oeste de la ciudad y

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rezaré por que la cubierta de nubes sequede un tiempo, al menos hasta queencuentre de nuevo la autopista al otrolado. Rodear Urbana me supondrá unoscuantos kilómetros más, pero si hay algomás arriesgado que cruzar una ciudad dedía es intentarlo de noche.

Y el riesgo es lo principal.La niebla se levanta del suelo

helado. El frío es intenso; me aprieta lasmejillas y hace que me duela el pechocada vez que respiro. Me invade elancestral deseo de encender un fuego, lollevo en los genes. Domar el fuego fuenuestro primer gran paso adelante: elfuego nos protegía, nos calentaba,transformó nuestros cerebros al cambiar

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de una dieta de frutos secos y bayas aotra de carne rica en proteínas. Ahora,el fuego es otra arma en el arsenal delenemigo. Al llegar el crudo invierno,nos hemos quedado atrapados entre dosriesgos inaceptables: morir congeladoso alertar al enemigo de nuestra posición.

Sentada de espaldas a un árbol, sacoel folleto, «¡Las cuevas más pintorescasde Ohio!». Zombi tiene razón: nosobreviviremos hasta la primavera sinun refugio, y las cuevas son nuestramejor alternativa, o puede que la única.Quizás el enemigo las haya tomado odestruido. Quizá las hayan ocupadootros supervivientes que disparan alprimer desconocido que ven. Pero con

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cada día que alargamos nuestra estanciaen el hotel, el riesgo se multiplica pordiez.

No tenemos alternativa si las cuevasno dan resultado. No hay adonde ir nidonde esconderse, y la idea de luchar esridícula. El reloj se queda sin cuerda.

Cuando se lo comenté a Zombi, élme dijo que pensaba demasiado.Sonreía. Después dejó de sonreír yañadió: «No dejes que se te metan en lacabeza». Como si fuera un partido defútbol y yo necesitara una arenga paramotivarme a medio partido: «Perdemoscincuenta y seis a cero, pero no importa.¡Juega por orgullo!». En estos momentoses cuando me dan ganas de abofetearlo,

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cosa que no serviría de nada, pero meharía sentir mejor.

La brisa muere. Un silencioexpectante flota en el aire, la quietudantes de la tormenta. Si nieva, estaremosatrapados. Yo, en el bosque y Zombi, enel hotel. Todavía me quedan unos treintakilómetros para llegar a las cuevas.¿Debería arriesgarme a salir a campoabierto o arriesgarme a que la nieveespere, al menos, hasta la noche?

De vuelta a esa palabra que empiezapor erre. El riesgo es lo principal. Nosolo el nuestro, también el suyo.Incrustarse en cuerpos humanos,establecer campos de exterminio,entrenar a niños para terminar el

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genocidio… Todo eso supone un riesgodemencial y estúpido. Como EvanWalker: discordante, ilógico ysimplemente raro. Los primeros ataquesfueron de una eficacia brutal y borrarondel mapa al ochenta por ciento de lapoblación, e incluso la cuarta ola tuvocierto sentido. Cuesta organizar unaresistencia significativa cuando no sepuede confiar en los demás. Pero,después de eso, su genial estrategiaempieza a desmoronarse. Diez mil añospara planificar la erradicación de loshumanos de la Tierra y ¿esto es lo mejorque se les ocurre? Esa es la pregunta ala que no puedo dejar de darle vueltas,sobre todo desde Tacita y la noche de

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las ratas.En lo más profundo del bosque,

detrás de mí y a mi izquierda, un gemidointerrumpe el silencio. Lo reconozco deinmediato; lo he oído mil veces desdeque llegaron. En los primeros días, eracasi omnipresente, un continuo ruido defondo, como el zumbido del tráfico enuna autopista concurrida: el sonido deun ser humano que sufre.

Saco el ocular de la mochila y ajustocon cuidado la lente sobre el ojoizquierdo. A posta. Sin dejarme llevarpor el pánico. El pánico paraliza lasneuronas. Me levanto, compruebo elseguro del fusil y me meto entre losárboles buscando el origen del sonido,

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examinando el terreno por si doy con elrevelador brillo verde de los«infestados». La niebla cubre losárboles; el mundo está envuelto en unamortaja blanca. Mis pisadas son comotruenos sobre el suelo helado. Mi alientoes una bomba sónica.

La delicada cortina blanca se abre y,a unos veinte metros, veo una figuracaída contra un árbol, con la cabezahacia atrás y las manos presionándose elregazo. La cabeza no brilla en el ocular,lo que significa que no es un civil, sinoparte de la quinta ola.

Le apunto a la cabeza con el fusil.—¡Las manos! ¡Déjame ver las

manos!

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Tiene la boca abierta. Sus ojosvacíos contemplan el cielo gris a travésde las ramas desnudas, perladas dehielo. Doy un paso adelante. En el suelo,a su lado, hay un fusil idéntico al mío.No intenta cogerlo.

—¿Dónde está el resto de tupelotón? —le pregunto, pero noresponde.

Bajo el arma. Soy una idiota. Coneste tiempo, le habría visto el aliento, yno es así. El gemido que he oído antesha tenido que ser el último. Lentamente,doy una vuelta completa, conteniendo larespiración, pero no veo más queárboles y niebla, no oigo más que lasangre que me ruge en los oídos.

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Después me acerco al cadáverobligándome a no correr, a fijarme entodo. Sin pánico. El pánico te mata.

La misma arma que yo. El mismouniforme. Y hay un ocular en el suelo, asu lado. Es de la quinta ola, sin duda.

Le examino el rostro. Me resultavagamente familiar. Calculo que tendráunos doce o trece años, más o menos dela edad de Dumbo. Me arrodillo a sulado y le pongo un dedo en el cuello. Nohay pulso. Le abro la chaqueta y lelevanto la camiseta empapada de sangrepara buscar la herida. Le han dado enlas tripas con una sola bala de grancalibre.

Una bala que no he oído. O lleva

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aquí tirado mucho tiempo o elfrancotirador usa un silenciador.

Un Silenciador.

Según Sullivan, Evan Walker se cargó aun pelotón él solo, de noche, herido ysuperado en número, una especie decalentamiento antes de volar en pedazossin ayuda de nadie una instalaciónmilitar entera. En aquel momento, lahistoria de Cassie me resultó difícil decreer. Ahora tengo a un soldado muertoa los pies. Su pelotón está desaparecidoen combate. Y yo estoy sola con elsilencio del bosque y la pantalla blancolechoso de la bruma.

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Ya no me parece tan increíble.«Piensa deprisa, no te dejes llevar

por el pánico. Es como el ajedrez:calcula los riesgos».

Tengo dos opciones: o me quedodonde estoy hasta que ocurra algo ocaiga la noche; o salgo deprisa de estebosque. El que lo ha matado podría estarya a kilómetros de aquí o agazapadodetrás de un árbol, esperando tenervisibilidad para un disparo limpio.

Las posibilidades se multiplican.¿Dónde está su pelotón? ¿Muerto?¿Cazando a la persona que le hadisparado? ¿Y si la persona que le hadisparado era un compañero recluta quese volvió Dorothy? Dejemos el pelotón.

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¿Que pasa cuando lleguen los refuerzos?Saco el cuchillo. Hace cinco minutos

que he encontrado el cadáver: si alguiensupiera que estoy aquí, ya estaríamuerta. Esperaré a que oscurezca, perotengo que prepararme para laposibilidad de que otro miembro de laquinta ola venga hacia aquí.

Le presiono la nuca hasta queencuentro el bulto bajo la cicatriz.«Mantén la calma. Es como el ajedrez:ataque y contraataque».

Corto despacio a lo largo de lacicatriz y desincrusto la cápsula con lapunta del cuchillo, donde permanecesuspendida en una gota de sangre.

«Para saber dónde estáis. Para

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manteneros a salvo».El riesgo. El riesgo de aparecer

iluminada en un ocular. El riesgoopuesto de que el enemigo me fría elcerebro con solo pulsar un botón.

La cápsula está en su lecho desangre. La terrible quietud de losárboles, el frío imbatible y la niebla quese enrosca en las ramas como dedosentrelazándose. Y la voz de Zombi en micabeza: «Piensas demasiado».

Me meto la cápsula entre la mejilla ylas encías. Qué estúpida. Tendría quehaberla limpiado primero: ya sé a quésabe la sangre del niño.

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4

No estoy sola.Ni lo veo ni lo oigo, pero lo siento.

La sensación de ser observada hace queme cosquillee hasta el último centímetrodel cuerpo. Es una sensacióndesagradablemente familiar, presentedesde el primer día. El mero hecho deque la nave nodriza flotara en silenciosaórbita durante los primeros diez días

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provocó grietas en la estructura humana.Se trataba de una plaga vírica distinta:incertidumbre, miedo, pánico.Autopistas atascadas, aeropuertosdesiertos, urgencias inundadas,Gobiernos enclaustrados, escasez decomida y gasolina, ley marcial enalgunos lugares, anarquía en otros. Elleón se agazapa entre la alta hierba. Lagacela olisquea el aire. La terriblequietud antes del ataque. Por primeravez en diez milenios, volvíamos aexperimentar lo que era ser una presa.

Los árboles están llenos de cuervos.Cabezas negras relucientes, ojos negrosde mirada vacía; sus siluetas encorvadasme recuerdan a ancianitos sentados en

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bancos del parque. Hay cientos de ellosposados en los árboles o saltando por elsuelo. Le echo un vistazo al cadáver quetengo al lado, a sus ojos de mirada vacíae insondable, como los de los cuervos.Sé por qué han venido los pájaros:tienen hambre.

Yo también, así que saco mi bolsitacon cecina y gominolas ligeramentecaducadas. Comer también es un riesgo,porque tendré que quitarme el rastreadorde la boca, pero necesito permaneceralerta y, para eso, necesito combustible.Los pájaros me observan, ladean lacabeza como si intentaran oírmemasticar. «Culos gordos. ¿Cómo podéistener hambre?». Los ataques dejaron

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millones de toneladas de comida. En elmomento culminante de la plaga,enormes bandadas oscurecían el cielo;sus sombras recorrían el paisaje enllamas. Los cuervos y otros pájaroscarroñeros cerraron el círculo de latercera ola. Se alimentaron de loscadáveres infectados y esparcieron elvirus por nuevas áreas de alimentación.

Podría equivocarme: a lo mejor esteniño muerto y yo estamos solos. Cuantosmás segundos transcurren, más segurame siento. Si alguien me observa, solose me ocurre una razón para que no medispare: está esperando por si aparecealgún otro crío idiota que juega a sersoldado.

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Termino el desayuno y me meto denuevo la cápsula en la boca. Los minutosse hacen eternos. Una de las cosas másdesconcertantes sobre la invasión(después de ver morir de forma horriblea todos tus conocidos y seres queridos)fue constatar cómo el tiempo seralentizaba a medida que losacontecimientos se aceleraban. Diez milaños para construir la civilización, diezmeses para destrozarla y cada día eradiez veces más largo que el anterior,mientras que las noches duraban diezveces más que los días. Lo único peorque el aburrimiento de aquellas horasera el terror de saber que podíanacabarse en cualquier momento.

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Media mañana: la niebla se levantay empiezan a caer copos de nieve máspequeños que los ojos de los cuervos.No hay ni una chispa de viento. Elbosque está cubierto de un relucienteresplandor blanco, como de ensueño.Mientras la nieve mantenga esta luz, notendré problemas hasta que anochezca.

Si no me quedo dormida. Llevo másde veinte horas sin dormir, y aquí estoycalentita, cómoda y algo atontada.

En la quietud de gasa blanca, se medispara la paranoia. Tiene mi cabezaperfectamente centrada en su punto demira. Está subido a un árbol; estátumbado sin moverse, como un león,entre los arbustos. Soy un rompecabezas

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para él. Lo lógico sería que me dejarallevar por el pánico. Así que no disparay permite que la situación se desarrolle.Debe de haber algún motivo para queme quede aquí, al lado de un cadáver.

Pero no me dejo llevar por elpánico. No salto como una gacelaasustada. Soy algo más que la suma demis miedos.

No es el miedo lo que los vencerá.Ni el miedo ni la esperanza, ni siquierael amor, sino la ira.

«Que te den por culo», le dijoSullivan a Vosch. Es la única parte de suhistoria que me impresionó. No lloró.No rezó. No suplicó.

Sullivan creía que se había acabado

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todo y, cuando todo se acaba, cuando elreloj ha llegado al último segundo, ya noes el momento ni de llorar, ni de rezar nide suplicar.

—Que te den por culo —susurro.Decirlo en voz alta me hace sentir

mejor. Lo repito, en voz más alta. Elviento invernal transporta mis palabras.

Un revuelo de alas negras en elbosque, a mi derecha, el malhumoradograznido de los cuervos y, a través de miocular, veo un diminuto puntito verdebrillar entre el marrón y el blanco.

«Te encontré».El disparo será difícil. Difícil,

aunque no imposible. Nunca habíamanejado un arma de fuego hasta que el

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enemigo me encontró en una zona dedescanso de Cincinnati, me llevó a sucampo y me puso un fusil en la mano,momento en que el sargento instructor sepreguntó con sorna, en voz alta, si el altomando creería que iba a convenir aaquella cría en un hacha del tiro alblanco. Seis meses después, le disparéuna bala al corazón.

Tengo un don.La intensa luz verde se acerca. A lo

mejor sabe que lo he visto. Da igual.Acaricio el suave metal del gatillo yobservo cómo la mancha de luz seexpande a través del ocular. A lo mejorcree que no está a tiro o se estácolocando para tener más visibilidad.

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Da igual.A lo mejor no es uno de los asesinos

silenciosos de Sullivan. A lo mejor noes más que otro pobre supervivienteperdido que espera a que lo rescaten.

Da igual. Ya solo importa una cosa.«El riesgo».

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En el hotel, Sullivan me contó la historiade cómo había disparado a un soldadodetrás de unos refrigeradores concervezas y de lo mal que se habíasentido después.

—No era una pistola —intentóexplicar—, sino un crucifijo.

—¿Y qué importancia tiene? —lepregunté—. Podría haber sido una

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muñeca de trapo o una bolsa decaramelos. ¿Qué alternativa tenías?

—No la tenía. A eso me refiero.Negué con la cabeza.—A veces estás en el sitio

equivocado en el momento equivocado,y lo que pasa no es culpa de nadie. Soloquieres sentirte mal para sentirte mejor.

—¿Mal para sentirme mejor? —repitió mientras la rabia le teñía de rojolas mejillas, bajo las pecas—. Eso notiene sentido, tía.

—«Maté a un chico inocente, peromira lo culpable que me siento» —leexpliqué—. El chico sigue muerto.

Se me quedó mirando un buen rato.—Bueno, ya veo por qué Vosch te

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quería en el equipo.

La mancha verde de su cabeza avanzahacia mí entre los árboles, y ahora veoel brillo de un fusil a través de lalánguida nieve. Estoy bastante segura deque no es un crucifijo.

Coloco el fusil entre los brazos yapoyo la cabeza en el árbol, igual que siestuviera durmiendo o mirando cómoflotan los copos de nieve entre lasrelucientes ramas desnudas: la leonaentre la alta hierba.

A cincuenta metros. La velocidadinicial de un M16 es de 940 metros porsegundo. Eso quiere decir que le quedan

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dos tercios de un segundo de vida.Espero que sepa aprovecharlos.Le doy la vuelta al fusil, cuadro los

hombros y suelto la bala que completa elcirculo.

La bandada de cuervos saledisparada de los árboles, en un remolinode alas negras y gritos roncos yquejumbrosos. La bola verde de luz caey no se levanta.

Espero. Mejor esperar a ver lo quepasa después. Cinco minutos. Diez. Nohay movimiento. Ni sonido. Nada másque el atronador silencio de la nieve. Elbosque parece muy vacío sin lacompañía de los pájaros. Con la espaldacontra el árbol, me levanto

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deslizándome por el tronco y espero sinmoverme otros dos minutos. Ahora veode nuevo el brillo verde, en el suelo,quieto. Paso por encima del cadáver delrecluta muerto. Las hojas heladas crujenbajo mis botas.

Cada pisada mide el tiempo que seacaba. A medio camino del cuerpo, medoy cuenta de lo que he hecho.

Tacita está hecha un ovillo junto a unárbol caído, con la cara cubierta por lasmigajas de las hojas del año pasado.

Detrás de una fila de refrigeradoresde cerveza vacíos, un hombremoribundo se llevaba un crucifijo alpecho. Su asesina no tuvo elección. Nole dieron elección. Por el riesgo. Para

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ella. Para ellos.Me arrodillo a su lado. Tiene los

ojos muy abiertos, por el dolor. Intentatocarme con manos que parecen de colorcarmesí oscuro a la luz gris.

—Tacita —susurro—. Tacita, ¿quéestás haciendo aquí? ¿Dónde estáZombi?

Examino el bosque, pero no lo oigoni lo veo, ni a él ni a nadie. Tacitarespira con dificultad y una sangreespumosa le brota de los labios. Seahoga. Le vuelvo suavemente el rostrohacia el suelo para limpiarle la boca.

Debe de haberme oído maldecir. Poreso me ha encontrado, por la voz.

Tacita grita. El sonido desgarra la

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quietud, bota y rebota en los árboles.«Inaceptable». Le pongo una mano sobrelos labios ensangrentados y le digo quese calle. No sé quién disparó al crío quehe encontrado, pero el que fuera noestará lejos. Si el ruido de mi fusil no loatrae para investigar, lo harán sus gritos.

«Cállate, joder. Cállate. ¿Quénarices estás haciendo aquí, acercándotepor sorpresa, mierdecilla? Estúpida,estúpida, estúpida, estúpida».

Intenta morderme la palma de lamano con los dientes, frenética. Mebusca la cara con sus dedos diminutos.Tengo las mejillas pintadas con susangre. Con la mano libre, le abro lachaqueta. Tengo que comprimir la herida

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para que no se desangre.Agarro el cuello de su camisa y lo

rompo tirando hacia abajo, dejándole eltorso al aire. Hago una bola con la tela ypresiono con ella justo debajo de lascostillas, contra el agujero de bala querezuma sangre. Ella da un respingo ydeja escapar un sollozo entrecortado.

—¿Qué te dije, soldado? —susurro—. ¿Cuál es la prioridad?

Deja resbalar los labios por lapalma de mi mano. No salen laspalabras.

—Nada de pensamientos negativos—le digo—. Nada de pensamientosnegativos. Porque los pensamientosnegativos nos ablandan. Nos ablandan.

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Y no podemos ablandarnos. ¿Qué pasasi nos ablandamos?

El bosque está lleno de sombrasamenazadoras. En lo más profundo delos árboles oigo un chasquido. ¿Unabota que pisa el suelo helado? ¿O unarama cubierta de hielo que se astilla?Podríamos tener a cien enemigosrodeándonos. O a ninguno.

Repaso a toda la velocidad nuestrasopciones. No hay muchas. Y todas sonuna mierda.

Primera opción: nos quedamos. Elproblema es para qué. La unidad delrecluta muerto no ha aparecido.Tampoco sabemos quién lo ha matado. YTacita no tiene ninguna oportunidad de

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sobrevivir sin atención médica. Lequedan minutos, no horas.

Segunda opción: corremos. Elproblema es ¿adonde vamos? ¿Al hotel?Tacita podría desangrarse antes dellegar y, además, si se ha marchado deallí puede que tuviera un buen motivo.¿Las cuevas? No podemos arriesgarnosa atravesar Urbana, y eso significaañadir kilómetros de campo abierto ymuchas horas a un viaje que acaba en unlugar que, probablemente, tampoco seaseguro.

Existe una tercera opción: laimpensable. Y la única que tienesentido.

La nieve cae con más fuerza, el gris

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se hace más intenso. Le sostengo la caracon una mano mientras presiono laherida con la otra, aunque sé que nosirve de nada. Mi bala le ha perforadolas tripas; la herida es catastrófica.

Tacita va a morir.Debería abandonarla. Ya.Pero no lo hago. No puedo. Como le

dije a Zombi la noche que Campo Asilovoló en pedazos, en cuanto decidimosque una persona no importa, ganan ellos,y ahora mis palabras son la cadena queme une a ella.

La sostengo entre los brazos,rodeada de la terrible quietud delbosque bajo la nieve.

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La dejo sobre la tierra. Sin color alguno,su rostro es un poco más oscuro que lanieve, aunque no mucho. Tiene la bocaabierta y se le mueven los párpados. Haperdido la conciencia. No creo quevuelva a despertar.

Me tiemblan las manos. Intentomantener la calma. Estoy muy cabreadacon ella, conmigo y con los otros siete

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mil millones de dilemas imposibles quesurgieron con su llegada, con lasmentiras, las incoherenciasexasperantes, y las promesas ridículas,desesperadas y estúpidas que hemosincumplido desde que aparecieron.

«No te ablandes. Piensa en lo queimporta, en el aquí y el ahora; se te dabien».

Decido esperar. No puede tardarmucho. A lo mejor cuando muera podréendurecerme de nuevo y pensar conclaridad. Cada minuto que transcurre sinque pase nada quiere decir que aún haytiempo.

Pero el mundo es un reloj que sequeda sin cuerda, y eso de los minutos

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sin incidentes pasó a la historia.Un segundo después de decidir

quedarme con ella, la vibración de unashélices desgarra el silencio. El ruido delos helicópteros rompe el hechizo. Saberqué es lo importante: aparte de disparar,eso es lo que se me da mejor.

No puedo permitir que atrapen aTacita con vida.

Si lo hacen, quizá la salven. Y, si lasalvan, la pasarán por El País de lasMaravillas. Existe una remotaposibilidad de que Zombi siga a salvoen el hotel, una posibilidad de queTacita no estuviera huyendo de nada,sino de que saliera en mi busca. Si unade las dos hace un viaje por la

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madriguera del conejo, loscondenaremos a todos.

Saco el arma de la pistolera.«En cuanto decidamos…». Ojalá

tuviera tiempo para decidir, pero notengo ni treinta segundos. Treintasegundos es toda una vida. Un minutosería una eternidad.

Le apoyo el cañón del arma en lacabeza y alzo el rostro hacia el gris delcielo. La nieve se me posa en la piel ytiembla un poco antes de fundirse.

Sullivan tuvo a su Soldado delCrucifijo y, ahora, yo tengo al mío.

No. Yo soy el soldado. Tacita es lacruz.

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Entonces lo intuyo mirándome entre losárboles, inmóvil. Levanto la vista y loveo: una sombra más clara con formahumana entre los troncos oscuros. Por unmomento, ninguno de los dos se mueve.Sé, sin comprenderlo, que él disparó alcrío y a los demás miembros de supelotón. Y sé que el francotirador nopuede ser un recluta; su cabeza no brilla

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en mi ocular.La nieve cae dando vueltas, el frío

atenaza. Parpadeo, y la sombradesaparece. Si es que estaba ahí.

Empiezo a perder la calma, haydemasiadas variables, demasiadoriesgo. Temblando sin parar, mepregunto si por fin han logradohundirme; después de sobrevivir altsunami que se llevó mi casa, a la plagaque mató a mi familia, al campo deexterminio que me robó la esperanza, ala niña inocente que recibió mi balazo,por fin he llegado al extremo, estoyacabada. En realidad, ¿cabía algunaduda? La duda no era si ocurriría, sinocuándo.

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Los helicópteros descienden. Deboterminar lo que empecé con Tacita oacabaré como ella.

Deslizo la mirada por el cañón de lapistola hasta el rostro pálido y angelicalque yace a mis pies, mi víctima, mi cruz.

Y el rugido de los Blackhawks alacercarse convierte mis pensamientos enlos gemiditos llorosos de un roedormoribundo.

«Es como con las ratas, ¿verdad,Taza? Igual que con las ratas».

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El viejo hotel estaba infestado dealimañas. El frío había matado a lascucarachas, pero las otras plagas habíansobrevivido, sobre todo las chinches ylos escarabajos de las alfombras. Ytenían hambre. En cuestión de un día,todos estábamos llenos de picaduras. Elsótano era el dominio de las moscas,porque allí habían metido a los

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cadáveres durante la plaga. Cuando locomprobamos, casi todas habían muertoya. Había tantas moscas muertas que suscaparazones negros crujían bajo los piescuando bajamos el primer día. Ese fuetambién el último día que entramos en elsótano.

Todo el edificio olía a podrido, y ledije a Zombi que abrir las ventanasayudaría a disipar el olor y a matar partede los bichos. Él respondió que preferíalas picaduras y las arcadas a morircongelado. Y, mientras lo decía, sonreíapara ahogarme en su irresistible encanto.«Relájate, Hacha. No es más que otrodía en la selva alienígena».

Los bichos y el olor no preocupaban

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a Tacita, pero las ratas la poníanhistérica. Se habían abierto camino amordiscos por las paredes y, de noche,el ruido de sus mandíbulas y de sus uñasla mantenían despierta (y, por tanto, a mítambién). Daba vueltas sin parar, gemía,se quejaba y, en general, estabaobsesionada con ellas porque casi todoslos demás pensamientos sobre nuestrasituación acababan en un sitio muy feo.En un vano intento por distraerla,empecé a enseñarle a jugar al ajedrezutilizando una toalla a modo de tablero ymonedas en vez de piezas.

—El ajedrez es un juego estúpidopara gente estúpida —me informó.

—No, es muy democrático. La gente

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lista también juega.—Solo quieres jugar para ganarme

—respondió, haciendo un gesto deimpaciencia.

—No, quiero jugar porque lo echode menos.

—¿Esto es lo que echas de menos?—preguntó, boquiabierta.

Coloqué las monedas en la toalla.—No decidas qué te parece algo

antes de probarlo —dije.Yo tenía más o menos su edad

cuando empecé. El precioso tablero demadera que estaba en un pedestal delestudio de mi padre. Las relucientespiezas de marfil. El severo rey. La altivareina. El noble caballo. El pío alfil. Y el

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juego en sí, la forma en que cada piezacontribuía con su poder individual alconjunto. Era sencillo. Era complejo.Era salvaje; era elegante. Era un baile;era la guerra. Era finito y eterno. Era lavida.

—Los peniques son peones —leexpliqué—. Las de cinco centavos sontorres, las de diez son caballos y alfiles,las de veinticinco son reyes y reinas.

Ella sacudió la cabeza: Hacha esidiota.

—¿Cómo van a ser las dos cosas?—Cara: caballos y reyes. Cruz:

alfiles y reinas.El frío del marfil. La forma en que

las bases cubiertas de fieltro se

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deslizaban por la madera pulida, comotruenos susurrados. El rostro de mipadre, delgado y sin afeitar, inclinadosobre el tablero; los ojos rojos y loslabios fruncidos, encostrados desombras. El olor empalagoso y dulzóndel alcohol y los dedos quetamborileaban como alas de colibrí.

«Lo llaman el deporte de los reyes,Marika. ¿Te gustaría aprender?».

—Es el deporte de los reyes —ledije a Tacita.

—Bueno, yo no soy un rey —respondió, cruzando los brazos; hartitade mí—. A mí me gustan las damas.

—Entonces te encantará el ajedrez.El ajedrez es como las damas con

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esteroides.Mi padre dando golpecitos en la

mesa con sus uñas rotas. Las ratasarañando el interior de las paredes.

—Así se mueve el alfil, Tacita.«Asi se mueve el caballo, Marika».La niña se metió un trozo de chicle

rancio en la boca y se puso a masticarcon rabia los secos fragmentos. Alientofresco. Aliento a whisky. Arañazo,golpecito.

—Dale una oportunidad —lesupliqué—. Te encantará, te lo prometo.

Ella agarró la esquina de la toalla.—Esto es lo que opino —dijo.Lo vi venir, pero no pude evitar un

respingo cuando tiró de la toalla y las

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monedas volaron por el aire. Una de lasde cinco centavos le dio en la frente,pero ni parpadeó.

—¡Ja! —exclamó Tacita—.¡Supongo que eso es jaque mate, zorra!

Reaccioné sin pensar: le di unabofetada.

—No vuelvas a llamarme eso.Nunca.

El frío hizo que la bofetada doliesemás. Puso un mohín y se lehumedecieron los ojos, pero no lloró.

—Te odio —dijo.—Me da igual.—No, te odio, Hacha. Te odio con

todas mis fuerzas y odio tu puto ajedrez.—Decir palabrotas no te convierte

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en mayor, ya lo sabes.—Entonces, supongo que soy un

bebé. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Joder,joder, joder! —Empezó a tocarse lamejilla, pero se contuvo—. No tengoque hacerte caso, no eres mi madre ni mihermana, ni nadie.

—Entonces ¿por qué te has pegado amí como una lapa desde que salimos delcampo?

Ahí sí que soltó una lágrima, unaúnica gota que le bajó por la mejillaescarlata. Estaba muy pálida y delgada,tenía una piel tan luminiscente como laspiezas de ajedrez de mi padre. Mesorprendía no haberla roto en milpedazos con mi bofetada. No sabía qué

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decir ni cómo desdecir lo dicho, así queno comenté nada. Me limité a ponerleuna mano en la rodilla. Me la apartó.

—Quiero recuperar mi arma —dijo.—¿Para qué?—Para dispararte.—Pues entonces sí que no te la voy a

devolver.—¿Y para disparar a las ratas?—No tenemos suficientes balas —

repuse, suspirando.—Pues las envenenamos.—¿Con qué?—Vale —respondió, alzando las

manos—. ¡Prendemos fuego al hotel ylas quemamos a todas!

—Es una gran idea, pero nosotros

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también vivimos aquí.—Entonces, las ratas van a ganar.

Contra nosotros. Un puñado de ratas.Sacudí la cabeza, no la entendía.—¿Ganamos? ¿Cómo?Abrió mucho los ojos, incrédula:

Hacha es imbécil.—¡Escúchalas! Se lo están

comiendo. ¡Y al final no viviremos aquíporque no habrá un aquí!

—Eso no es ganar —comenté—.Porque ellas tampoco tendrían casa.

—Son ratas, Hacha; no son tanprevisoras.

«No solo las ratas», pensé aquellanoche cuando por fin se quedó dormidaa mi lado. Las oía dentro de las paredes,

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masticando, arañando, chillando. Alfinal, con la ayuda del tiempo, losinsectos y el paso de los días, el viejohotel se derrumbaría. En cuestión decien años, solo quedarían los cimientos.En mil, nada de nada. Ni aquí ni enninguna parte. Será como si nohubiéramos existido. ¿Quién necesita lasbombas que utilizaron en Campo Asilocuando pueden volver los elementos ennuestra contra?

Tacita estaba apretada contra mí. Apesar de la pila de mantas, el fríoapretaba con fuerza. Invierno: una olaque no había que diseñar. El frío mataríaa miles de personas más.

«Nada de lo que sucede es

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insignificante, Marika —me dijo mipadre durante una de mis lecciones deajedrez—. Todos los movimientoscuentan. Y, para dominar el juego, hayque comprender hasta qué punto cuentanen cada momento».

El problema de las ratas meinquietaba. No el problema de Tacita.No el problema con las ratas. Elproblema de las ratas.

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Los helicópteros se acercan a través delas ramas peladas vestidas de blanco:tres puntos negros contra el gris. Mequedan segundos.

Opciones:Acabar con Tacita y enfrentarme a

tres Blackhawks equipados con misilesHellfire.

Abandonar a Tacita para que ellos la

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maten… o peor, para que la salven.Una última opción: acabar con las

dos. Una bala para ella. Una bala paramí.

No sé si Zombi estará bien. No séqué es lo que ha obligado a Tacita asalir del hotel (si es que ha habidoalgo). Lo que sí sé es que nuestrasmuertes podrían ser su únicaoportunidad de seguir vivo.

Me ordeno apretar el gatillo. Silogro disparar la primera bala, lasegunda será mucho más fácil. Me digoque es demasiado tarde, demasiadotarde para ella y demasiado tarde paramí. De todos modos, no hay forma deevitar la muerte. ¿No es esa la lección

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con la que han estado machacándonosdurante meses? No hay forma deesconderse ni de huir de ella. Retrásalaun día, y la muerte seguro que teencontrará mañana.

Está preciosa, ni siquiera parecereal acurrucada en su lecho de nieve,con el cabello oscuro brillando como sifuera ónice y un rostro dormido quetransmite la indescriptible serenidad deuna estatua antigua.

Sé que matarnos a las dos es laopción que menor riesgo supone paramás personas. Y entonces pienso otravez en las ratas y en que, a veces, parapasar aquellas horas interminables,Tacita y yo tramábamos nuestra campaña

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contra las alimañas, ideábamosestratagemas y tácticas, oleadas deataques cada vez más ridículos hasta queella se partía de risa histérica y yo lesoltaba el mismo discurso que le habíasoltado a Zombi en el campo de tiro, lamisma lección que ahora vivo: el miedoque une al asesino y a la presa, y la balaque los conecta como si fuera un cordónde plata. Ahora yo soy el asesino y lapresa, un círculo completamentedistinto, y se me ha quedado la boca tanseca como el estéril aire, el corazónigual de frío: la temperatura de laverdadera rabia es el cero absoluto, y lamía es más profunda que el océano, másancha que el universo.

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Así que no es la esperanza lo que melleva a volver a guardar el arma en lapistolera. No es la fe y, desde luego,tampoco es el amor.

Es la rabia.La rabia, y el hecho de que tengo el

implante de un recluta muerto todavíametido entre la mejilla y las encías.

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La cojo en brazos. Se le cae la cabezasobre mi hombro. Nos metemos entre losárboles. Sobre nosotras brama unBlackhawk. Los otros dos helicópterosse han dividido, uno hacia el este y otrohacia el oeste, para cortarme la retirada.Las ramas altas y finas se doblan. Lanieve me azota de lado la cara. Tacita nopesa nada: es como cargar con un

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puñado de ropa vieja.Salimos de entre los árboles cuando

un Blackhawk llega rugiendo por elnorte. La ráfaga de aire me revuelve elpelo con furia ciclónica. El helicópteroflota sobre nosotras y nos quedamosinmóviles, de pie en medio de lacarretera. No seguiré huyendo. Seacabó.

Dejó a Tacita en el asfalto. Elhelicóptero está tan cerca que veo elvisor negro del piloto y la puerta abiertade la bodega, donde se apiñan varioscuerpos, y sé que estoy en el centro demedia docena de miras, la niña quetengo a los pies y yo. Y cada segundoque pasa significa que he sobrevivido

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otro segundo y que, con cada uno deellos, aumentan las posibilidades de quesobreviva al siguiente. Puede que no seademasiado tarde para mí ni para ella,todavía no.

No brillo en sus oculares. Soy unade ellos. Sí, ¿no?

Me quito el fusil del hombro y metoel dedo en el seguro.

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II

LA LIMPIEZA

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11

Cuando era tan pequeña que apenassabía andar, mi padre me preguntaba:«Cassie, ¿quieres volar?». Y yo notardaba ni medio segundo en levantar losbrazos por encima de la cabeza. «¿Metomas el pelo, viejo? —pensaba—.¡Pues claro que quiero volar!».

Me cogía por la cintura y me lanzabaal aire. Yo dejaba caer la cabeza hacia

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atrás y salía lanzada como un cohetehacia el cielo. Por un segundo queduraba mil años, creía que volaría hastaalcanzar las estrellas. Gritaba dealegría, con ese feroz miedo de montañarusa, intentando agarrar las nubes conlas manos.

«¡Vuela, Cassie, vuela!».Mi hermano también conocía esa

sensación. Mejor que yo, porque tenía elrecuerdo más fresco. Incluso después dela Llegada, papá lo ponía en órbita. Lovi hacerlo en el Campo Pozo de Cenizaunos días antes de que apareciera Voschy lo asesinara en el suelo.

«Sam, amigo mío, ¿quieres volar?».Cambiaba su voz de barítono a bajo,

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como un feriante de los viejos tiempos,aunque la atracción que vendía eragratis… y, a la vez, de un valorincalculable. Papá era la plataforma delanzamiento. Papá era la pista deaterrizaje. Papá, que era la cuerda queevitaba que Sams (y yo) saliéramosdisparados al vacío del espacioprofundo, ahora se había convertido enel vacío en sí.

Esperé a que Sam preguntara. Era laforma más fácil de darle una noticiahorrible. También la más rastrera. Perono preguntó, sino que afirmó:

—Papá está muerto.Un bulto diminuto bajo una pila de

mantas, ojos marrones grandes,

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redondos y vacíos, como los del oso depeluche que apretaba contra su mejilla.«Los osos de peluche son para los bebés—me dijo la primera noche en el HotelInfierno—. Ahora soy un soldado».

Acurrucada en la cama de al ladohabía otro soldado solemne y minúsculo,la niña de siete años a la que llamanTacita. La de la adorable cara demuñeca y los ojos torturados, que nocomparte cama con un peluche, sino conun fusil.

Bienvenidos a la era posthumana.—Ay, Sam —le dije. Abandoné mi

puesto junto a la ventana y me sentéjunto al capullo de mantas que loenvolvía—. Sammy, no sabía cómo…

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Él me dio un puñetazo en la mejillacon una manita del tamaño de unamanzana. No lo vi venir, en ambossentidos de la frase. Un estallido deestrellas relucientes me nubló los ojos.Por un segundo temí que se me hubiesedesprendido la retina.

«Vale —me dije, restregándome lamejilla—. Me lo merecía».

—¿Por qué lo dejaste morir? —mepreguntó. No gritó ni lloró, lo preguntóen voz baja y feroz, rebosante de ira—.Se suponía que ibas a cuidar de él.

—No lo dejé morir, Sams.Mi padre desangrándose en la tierra,

arrastrándose por ella («¿Adónde vas,papá?») y Vosch sobre él, observándolo

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arrastrarse, satisfecho, como un niñosádico que observa una mosca a la quepreviamente le ha arrancado las alas.

Tacita, desde la cama:—Pégale otra vez.—Cierra la boca —le ladró Sam.—No fue culpa mía —susurré,

abrazando el osito.—Era blando —intervino Tacita—.

Eso es lo que pasa cuando…Sam cayó sobre ella en dos

segundos. Después se formó un remolinode puños, rodillas, pies y polvo quevolaba de las mantas, y pensé: «¡Diosbendito, hay un fusil en esa cama!», asíque aparté a Tacita de un empujón, cogía Sam en brazos y lo estreché con fuerza

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contra el pecho mientras él no paraba deagitar los brazos, darme patadas, escupiry apretar los dientes, y Tacita le gritabaobscenidades y le prometía que lomataría como a un perro si volvía atocarla. La puerta se abrió de golpe, yBen entró en tromba en el cuarto vestidocon aquella ridícula sudadera amarilla.

—¡No pasa nada! —grité por encimade los berridos—. ¡Todo controlado!

—¡Taza! ¡Frijol! ¡Parad!En cuanto Ben dio la orden, los dos

niños guardaron silencio, como situvieran un interruptor. Sam se relajó.Tacita se dejó caer contra el cabecerode la cama y cruzó los brazos sobre elpecho.

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—Ha empezado ella —se quejóSam.

—Estaba pensando en pintar unagran equis roja en el tejado —dijo Ben,guardando la pistola—. Gracias porahorrarme el trabajo, chicos —añadió,sonriéndome—. A lo mejor Tacitadebería dormir en mi cuarto hasta quevuelva Hacha.

—¡Bien! —exclamó ella.Después saltó de la cama, se dirigió

a la puerta, giró sobre los talones,regresó a la cama, recogió su fusil y tiróa Ben de la muñeca.

—Vámonos, Zombi.—Dentro de un segundo —

respondió él con amabilidad—. Dumbo

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está de guardia, usa su cama.—Ahora es mi cama —anunció ella,

y no pudo evitar un disparo dedespedida—: Capullos.

—¡Tú eres la capulla! —le gritóSammy. La puerta se cerró de esa formarápida y violenta en que se cierran laspuertas de los hoteles—. Capulla.

Ben me miró con la ceja derechaarqueada.

—¿Qué te ha pasado en la cara?—Nada.—Le he pegado —explicó Sammy.—¿Tú le has pegado?—Por dejar que mi papá muriera.Y ahí fue cuando Sam se desmoronó.

Aparecieron las lágrimas y, antes de

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darme cuenta, Ben estaba arrodillado ymi hermano pequeño lloraba en susbrazos, mientras Ben le decía:

—Eh, no pasa nada, soldado. Todoirá bien.

Le acariciaba el corte de pelo al queyo todavía no me había acostumbrado(Sammy no parecía Sammy sin supelambrera) mientras repetía una y otravez aquella idiotez de nombre que lehabían puesto en el campo:

—Frijol, Frijol.Sabia que no debería molestarme,

pero me molestaba que todos tuvieran sunombre de guerra menos yo. A mí megustaba Desafío.

Ben lo cogió en brazos y lo dejó en

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la cama. Después encontró a Oso en elsuelo y lo colocó sobre la almohada.Sam lo apartó, pero Ben lo cogió otravez.

—¿De verdad quieres retirar a Ositodel servicio? —le preguntó.

—No se llama Osito.—Soldado Oso —probó Ben.—Solo Oso, ¡y no quiero volver a

verlo! —gritó Sam, tapándose la cabezacon las mantas—. ¡Salid! ¡Que se vayatodo el mundo!

Di un paso hacia él, pero Ben mellamó y señaló la puerta con la cabeza.Lo seguí fuera. Una sombra enormecubría la ventana del pasillo: el críograndote y silencioso al que llamaban

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Bizcocho, cuyo silencio no era de losespeluznantes, sino más bien como laprofunda quietud de un lago de montaña.Ben se apoyó en la pared y se llevó aOso al pecho con la boca un pocoabierta, sudando a pesar de que hacía unfrío que pelaba. Exhausto después deenfrentarse a un par de niños; Ben teníaproblemas, y eso significaba que todoslos teníamos.

—Él no sabía que vuestro padreestaba muerto —dijo.

Lo sabía y no lo sabía —respondí—.Es una de esas cosas.

—Sí —contestó, suspirando—. Esascosas.

Un silencio plomizo del tamaño de

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Newark cayó sobre nosotros. Benacariciaba la cabeza de Oso con aireausente, como un anciano que acariciaun gato mientras lee el periódico.

—Debería volver con él —dije.Ben dio un paso hacia la puerta para

taparme el camino.—A lo mejor no es buena idea.—A lo mejor no deberías meter las

narices…—No es la primera persona que se

le muere. Lo superará.—Te has pasado —respondí. «El

tipo del que hablamos también era mipadre, Zombi».

—Ya sabes a qué me refiero.—¿Por qué la gente siempre dice

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eso después de soltar algo cruel? —Después añadí, porque tengo problemaspara contenerme—: Resulta que sé loque es «superar» la muerte sin ayuda.Cuando no hay nada más que un granvacío donde antes estaba todo. Habríasido agradable, muy agradable, tener aalguien allí, conmigo…

—Oye —me interrumpió en tonoamable—. Oye, Cassie, no quería…

—No, no querías, claro que no.Zombi. ¿Porque no tenía

sentimientos y estaba muerto por dentro,como un zombi? En el Campo Pozo deCeniza había gente así. Yo los llamabaarrastrapiés, sacos de polvo con formahumana. Se les había roto algo dentro,

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algo irreemplazable. Demasiadaspérdidas. Demasiado dolor. Gente quecaminaba arrastrando los pies ymascullaba con la boca entreabierta y lamirada vacía. ¿Así era Ben? ¿Era unarrastrapiés? Entonces ¿por qué lohabía arriesgado todo por salvar a Sam?

—Estuvieras donde estuvieras,nosotros también estábamos ahí —añadió, despacio.

Las palabras me dolieron porqueeran ciertas y porque otra persona mehabía dicho prácticamente lo mismo:«No eres la única que lo ha perdidotodo». Esa otra persona había sufrido lapérdida definitiva. Todo por mí, lacretina a la que había que recordarle,

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otra vez, que no es la única. La vida estárepleta de pequeñas ironías, perotambién cuajada de algunas del tamañode aquella gran roca de Australia.

Había llegado el momento decambiar de tema.

—¿Se ha ido Hacha?Ben asintió con la cabeza sin dejar

de acariciar al peluche. El Osoempezaba a molestarme, así que se loquité.

—He intentado enviar a Bizcochocon ella —respondió, y se rio en vozbaja—. Hacha.

Me pregunté si era consciente decómo pronunciaba su nombre. En vozqueda, como una oración.

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—Sabes que no tenemos plan deemergencia si no vuelve, ¿no?

—Volverá —respondió con certera.—¿Por qué estás tan seguro?—Porque no tenemos plan de

emergencia.Ahí sí que esbozó una sonrisa de

oreja a oreja, y me desorientó veraquella antigua sonrisa suya queiluminaba las aulas, los pasillos y losautobuses escolares amarillosdesplegada en su nueva cara, laremodelada por la enfermedad, las balasy el hambre. Como doblar la esquina enuna ciudad desconocida y encontrartecon un conocido.

—Eso es un razonamiento circular

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—comenté.—Puede que algunos chicos se

sientan amenazados cuando están conpersonas más listas que ellos, pero a míme inspira confianza, ¿sabes?

Me apretó el brazo y salió cojeandopor el pasillo hacia su cuarto. Entoncesme quedé sola con el oso y el chicograndote del otro lado del pasillo, lapuerta cerrada que tenía enfrente y yo.Respiré hondo y entré. Me senté al ladode la pila de mantas; no lo veía, perosabía que Sam estaba allí. Él no meveía, pero sabía que yo estaba allí.

—¿Cómo murió? —preguntó una vozahogada entre las mantas.

—Le dispararon.

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—¿Lo viste?—Sí.Nuestro padre, arañando la tierra.—¿Quién le disparó?—Vosch.Cerré los ojos. Mala idea: la

oscuridad hizo que la escena resultaramás nítida.

—¿Dónde estabas cuando ledisparó?

—Escondida.Alargué una mano para apartar las

mantas, pero no pude. «Estuvieras dondeestuvieras». En un lugar del bosque, allado de una autopista vacía, una chica semete en su saco de dormir y ve morir asu padre una y otra vez. Escondida

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entonces, escondida ahora, viéndolomorir una y otra vez.

—¿Luchó?—Sí, Sam. Luchó con ganas. Me

salvó la vida.—Pero te escondiste.—Sí.Estrujando a Oso contra el

estómago.—Como una gallina.—No, no fue así —susurré.Él apartó las mantas y se sentó de

golpe. No lo reconocí. Nunca anteshabía visto a ese niño. Un rostro feodeformado por la rabia y el odio.

—Lo voy a matar. ¡Le meteré undisparo en la cabeza!

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Sonreí. O lo intenté.—Lo siento, Sams, ya me lo he

pedido yo.Nos miramos, y el tiempo se plegó

sobre sí mismo, el tiempo que habíamosperdido en sangre y el tiempo quehabíamos comprado con sangre, eltiempo en que yo era la hermana mayormandona y él era el irritante hermanopequeño, el tiempo en que yo era la cosapor la que merecía la pena vivir y él erala cosa por la que merecía la penamorir, y después se derrumbó entre misbrazos, con el oso espachurrado entrenosotros como nosotros estábamosatrapados entre el tiempo de antes y elde después.

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Me tumbé a su lado y, juntos,rezamos su oración: «Si me dejassolo…». Y le conté la historia de lamuerte de papá. Que robó un arma a unode los malos y, él solo, acabó con doceSilenciadores. Que se enfrentó a Vosch yle dijo: «Podréis aplastar nuestroscuerpos, pero no nuestro espíritu». Quese sacrificó para que yo pudiera escapary rescatar a Sam de la malvada hordagaláctica. Para que, un día, Sam reunieralos retales que quedaran de lahumanidad y salvara el mundo. Para quelos recuerdos de los últimos momentosde su padre no fueran los de un hombreroto que se arrastra por el suelomientras se desangra.

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Después de quedarse dormido, salíde la cama y regresé a mi puesto junto ala ventana. Un trozo de aparcamiento, unrestaurante decrépito («¡Los miércoles,bufé libre!») y unos kilómetros deautopista gris que se funde en negro. Latierra oscura y tranquila, como estabaantes de que la llenáramos de ruido yluz. Algo acaba. Algo nuevo empieza.Este es el periodo intermedio. La pausa.

En la autopista, al lado de untodoterreno que se ha quedado metido enla mediana, la luz de las estrellas sereflejaba en la inconfundible forma delcañón de un fusil. Por un segundo, se meparó el corazón. La sombra que llevabael fusil salió disparada hacia los

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árboles, y entonces vi el brillo de unpelo negro azabache, reluciente y tanliso que daba envidia; y supe que lasombra era Hacha.

Hacha y yo no empezamos con buenpie, y la relación fue de mal en peor apartir de ahí. Ella recibía con un fríodesdén todo lo que yo decía, como si yofuera estúpida o estuviera loca. Sobretodo cuando surgía Evan Walker.«¿Estás segura? Eso no tiene sentido.¿Cómo va a ser humano y alienígena a lavez?». Cuanto más me enfadaba yo, másse enfriaba ella, hasta que las dos nosanulábamos como los dos lados de unaecuación química. Como E = MC2, laclase de ecuación química que genera

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explosiones enormes.Nuestras palabras de despedida

fueron el ejemplo perfecto.—¿Sabes? Lo de Dumbo lo

entiendo, por lo de las orejas grandes. Ylo de Frijol, porque Sam es pequeñito.También lo de Tacita. Lo de Zombi, notanto, pero Ben no quiere explicarlo, ysupongo que lo de Bizcocho tiene quever con lo gordito que está. Pero ¿porqué Hacha?

Me respondió con una miradahelada.

—Me hace sentir algo excluida. Yasabes, lo de ser la única del grupo sinnombre de calle.

—Nom de guerre —me corrigió

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ella.Me quedé mirándola un minuto.—Deja que adivine: ¿beca al mérito

escolar, club de ajedrez, equipo dematemáticas, la mejor de tu clase? Ytocas un instrumento, puede que el violíno el chelo, algo con cuerdas. Tu padretrabajaba en Silicon Valley y tu madreera profesora de universidad, creo quede física o de química.

Guardó silencio durante unos dosmil años y después contestó:

—¿Algo más?Sabía que debía parar, pero estaba

en racha y, cuando estoy así, me metohasta el fondo. Es el estilo Sullivan.

—Eres la mayor… No, hija única.

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Tu padre es budista, pero tu madre esatea. A los diez meses ya andabas. Tecrio tu abuela porque tus padrestrabajaban todo el tiempo. Te enseñótaichí. Nunca jugabas con muñecas.Hablas tres idiomas. Uno de ellos esfrancés. Estabas en el equipo depreparación para las olimpiadas,gimnasia. Una vez sacaste un notable ytus padres te quitaron tu juego dequímica y te encerraron en tu dormitoriouna semana, durante la cual te leíste lasobras completas de WilliamShakespeare. —Ella sacudía la cabeza—. Vale, las comedias no; no captabasel humor.

—Perfecto. Es asombroso. —Su voz

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era monótona y fina como un trozo depapel de aluminio recién sacado delrollo—. ¿Me dejas probar?

Me puse un poco tensa,preparándome.

—Puedes intentarlo.—Siempre te ha preocupado tu

aspecto, sobre todo tu pelo, seguido decerca por las pecas. Te sientes incómodaen situaciones sociales, así que leesmucho y escribes en tu diario desde quetenías doce años. Solo tienes una amigaíntima y vuestra relación escodependiente, lo que significa que cadavez que te peleabas con ella tedeprimías. Eres una niña de papá, nuncaestuviste muy unida a tu madre, que

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siempre te hacía sentir que, hicieras loque hicieras, no era suficiente. Tampocoayudaba que fuera más guapa que tú.Cuando murió, te sentiste culpable porodiarla en secreto y por sentirte aliviadaen secreto por su muerte. Eres cabezota,impulsiva y algo hiperactiva, así que tuspadres te apuntaron a algo que teayudara con la coordinación y laconcentración, como ballet o kárate,probablemente kárate. ¿Quieres quesiga?

Bueno, ¿qué iba a hacer? Solo veíados opciones: reírme o pegarle unpuñetazo. Vale, tres: reírme, pegarle unpuñetazo o devolverle una de susmiradas estoicas. Opté por la número

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tres.Mala idea.—Vale —dijo Hacha—. No eres ni

una marimacho ni una cursi. Estás en esazona gris intermedia. Estar ahí significaque siempre has envidiado en secreto alas que no lo están, pero has reservadocasi todo tu resentimiento para laschicas guapas. Te has enamorado, peronunca has tenido novio. Finges odiar alos chicos que te gustan y que te gustanlos chicos que odias. Siempre que estáscon alguien más guapo, más listo omejor que tú en cualquier sentido, teenfadas o te pones sarcástica porque terecuerdan lo mediocre que te sientes pordentro. ¿Sigo?

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Y yo, bajito:—Claro, lo que tú quieras.—Hasta que apareció Evan Walker,

ni siquiera habías ido de la mano de unchico, salvo en las excursiones del cole.Evan era amable, fácil de contentar y,encima, tan guapo que costaba mirarlo.Se convirtió en un lienzo en blanco paraque pudieras pintar en él tu deseo de unarelación perfecta con el chico perfectoque aliviaría tu miedo no haciéndotedaño nunca. Te dio todas esas cosas quetú imaginabas que tenían las chicasguapas y tú no, así que estar con él (ocon la idea de lo que era él) se basaba,sobre todo, en la venganza.

Me estaba mordiendo el labio

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inferior y me ardían los ojos. Apretétanto los puños que me clavé las uñas enlas palmas. ¿Por qué, oh, por qué nohabía elegido la segunda opción?

—Ahora quieres que pare —dijo, yno era una pregunta.

Alcé la barbilla. «¡Y Desafío serámi nombre de guerra!».

—¿Cuál es mi color favorito?—El verde.—Error. Es el amarillo —mentí.Se encogió de hombros; sabía que le

estaba mintiendo. Hacha: El País de lasMaravillas con patas.

—Pero, en serio, ¿por qué Hacha?Eso es, vuelve a ponerla a la

defensiva. Bueno, en realidad nunca lo

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estuvo, esa era yo.—Soy humana —respondió.—Sí. —Me asomé por la rendija de

las cortinas para observar elaparcamiento, dos plantas más abajo.¿Por qué lo hice? ¿De verdad pensabaencontrarlo ahí fuera, como el acosadorque es, sonriéndome? «¿Ves? Te dije quete encontraría»—. No eres la primerapersona que me lo asegura. Y me lotragué como una tonta.

—No tan tonta, dadas lascircunstancias.

Ah, vale, ¿había decidido ponerseamable? ¿Darme un respiro? No sabíaqué era peor: el Hacha doncella de hieloo el Hacha reina compasiva.

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—No finjas. Sé que no te crees mihistoria sobre Evan.

—Me creo tu historia; es su historiala que no tiene sentido.

Entonces salió del cuarto. Sin más.Justo a la mitad, antes de resolver nada.Aparte de todos los hombres del mundo,¿quién hace eso?

«Una existencia virtual no necesitaun planeta físico…».

¿Quién era Evan Walker? Paseé lamirada de la autopista a mi hermanopequeño y vuelta a empezar. ¿Quiéneras, Evan Walker?

Fue una idiotez confiar en él, peroestaba herida y sola (sola en el sentidode que creía ser el único ser humano con

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vida del puñetero universo) y bienjodida mentalmente porque ya habíamatado a una persona inocente, y estapersona, este Evan Walker, no habíaacabado con mi vida cuando habíatenido la oportunidad de hacerlo, sinoque me la había salvado. Así que cuandosonaron las alarmas, no les hice caso.Además, no estorbaba (¿ayudaba?) elhecho de que fuera increíblemente guapoy estuviera igual de increíblementeobsesionado con hacerme sentir que yole importaba más que su propia vida,desde bañarme hasta darme de comer yenseñarme a matar, desde contarme queyo era lo único que le quedaba por loque merecía la pena morir hasta

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demostrarlo muriendo por mí.Empezó como Evan, se despertó

trece años después para descubrir queno lo era, y después se despertó denuevo, según me contó, al verse a travésde mis ojos. Se encontró en mí y yo loencontré en mí, y yo fui él y ya no huboespacio entre los dos. Empezócontándome todo lo que yo deseaba oír yacabó diciéndome lo que necesitaba:que la principal arma para erradicar alos supervivientes humanos eran losmismos humanos. Y cuando murieran losúltimos «infestados», Vosch y compañíase encargarían de la quinta ola. Seterminó la purga. La casa limpia y listapara la mudanza.

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Cuando les conté a Ben y a Hachatodo eso (menos la parte sobre tener aEvan dentro, que era demasiadocompleja para Parish) me llevé muchasmiradas escépticas y ellosintercambiaron otras tantas miradasintencionadas que me dejabandolorosamente al margen.

—¿Uno de ellos estaba enamoradode ti? —preguntó Hacha cuando terminé—. ¿No sería como si uno de nosotrosse enamorase de una cucaracha?

—O de una efímera —respondí—. Alo mejor les van los insectos.

La reunión era en la habitación deBen. Nuestra primera noche en el HotelWalker, como lo bautizó Hacha, sobre

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todo, creo, por fastidiarme.—¿Qué más te contó? —preguntó

Ben.Estaba tirado en la cama. Seis

kilómetros desde el Campo Asilo alhotel y parecía como si acabara decorrer una maratón. El crío que nosremendó a Sam y a mí, Dumbo, no searriesgaba a dar un veredicto sobre Ben.No se atrevía a decir que mejoraría. Nose atrevía a decir que empeoraría. Porsupuesto, Dumbo solo tenía doce años.

—¿Capacidad? ¿Debilidades?—Ya no tienen cuerpos. Evan me

contó que era el único modo de hacer elviaje. A algunos los descargaron (aVosch, a él y a los otros Silenciadores),

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pero otros siguen en la nave nodriza,esperando a que desaparezcamos.

Ben se restregó la boca con el dorsode la mano.

—Los campos se organizaron paracribar a los mejores candidatos para ellavado de cerebro…

—Y para librarse de los que no loeran —concluí—. Cuando desplegaranla quinta ola, solo tenían que sentarse aesperar que los estúpidos humanoshicieran el trabajo sucio.

Hacha estaba sentada junto a laventana, más callada que una sombra.

—Pero ¿por qué utilizarnos? —sepreguntó Ben—. ¿Por qué no descargartropas suficientes en cuerpos humanos

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como para acabar con todos?—Puede que no sean suficientes —

supuse—. O que montar la quinta ola lessuponga menos riesgos.

—¿Qué riesgos? —preguntóSombra-Hacha, rompiendo su silencio.

Decidí no prestarle atención. Pormuchas razones, la primera de ellas quedarle conversación a Hacha era meterseen un berenjenal. Era capaz de humillara cualquiera con una sola palabra.

—Tú estuviste allí —le recordé aBen—. Oíste a Vosch. Llevan siglosobservándonos. Pero Evan demostróque, por muchos miles de años que unodedique a planificar algo, siempre puedesalir mal. No creo que se les ocurriera

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la posibilidad de que, al convertirse ennosotros, se convirtieran de verdad ennosotros.

—Ya —respondió Ben—. Y ¿cómopodemos usar eso?

—No podemos —respondió Hacha—. Sullivan no nos ha contado nada quenos ayude, a no ser que ese tal Evanhaya sobrevivido de algún modo a laexplosión y pueda rellenar los huecos.

Ben sacudía la cabeza.—Nadie puede sobrevivir a eso.—Había cápsulas de escape —

respondí, agarrándome al clavoardiendo al que me había estadoagarrando desde nuestra despedida.

—¿En serio? —preguntó Hacha, que

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no parecía creerme—. Entonces ¿porqué no te metió en una?

—Mira, seguramente no deberíadecirle esto a una persona armada conun fusil semiautomático de gran calibre,pero me estás empezando a tocar lasnarices —le dije.

—¿Por qué? —preguntó,sorprendida.

—Tenemos que organizamos —noscortó Ben, evitando que yo respondiera,lo que estuvo bien, porque Hacha deverdad llevaba un M16 y Ben me habíadicho que era la mejor tiradora delcampo—. ¿Cuál es el plan? ¿Esperar aque aparezca Evan o huir? Y, si huimos,¿adonde?

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Tenía las mejillas ardiendo de fiebrey los ojos brillantes. Iba perdiendo delargo y quedaban cuatro segundos paraque terminara el partido.

—¿Te dijo Evan algo que pudieraayudarnos? ¿Qué van a hacer con lasciudades?

—No las van a volar en pedazos —respondió Hacha sin esperar a que yorespondiera. Ni tampoco esperó a que lepreguntara cómo lo sabia ella—. Si esefuera el plan, habría sido lo primero ensuceder. Más de la mitad de lapoblación mundial vive en áreasurbanas.

—Así que piensan usarlas —dijoBen—. ¿Porque están usando cuerpos

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humanos?—No podemos escondernos en una

ciudad, Zombi —repuso Hacha—. Enninguna ciudad.

—¿Por qué?—Porque no es seguro. Incendios,

aguas residuales, enfermedadescausadas por los cadáveres enputrefacción, otros supervivientes queya deben de saber que usan cuerposhumanos… Si queremos seguir vivos elmayor tiempo posible, tenemos queseguir moviéndonos. Movernos y estarsolos siempre que podamos.

Ay, ¿dónde había oído antes esaregla? Estaba mareada, la rodilla medolía mucho. La rodilla en la que me

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había disparado un Silenciador. MiSilenciador. «Te encontraré, Cassie.¿Acaso no te he encontrado siempre?»Esta vez no, Evan. Creo que no. Mesenté en la cama, al lado de Ben.

—Tiene razón —le dije—. No esbuena idea permanecer en el mismo sitiodemasiados días.

—Ni permanecer juntos.Las palabras de Hacha flotaron en el

aire helado. A mi lado. Ben se tensó.Cerré los ojos. También había oído esaregla: no confíes en nadie.

—Eso no va a pasar, Hacha —dijoBen.

—Yo me llevo a Tacita y aBizcocho. Tú te quedas con los demás.

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Nuestras posibilidades se multiplicanpor dos.

—¿Y por qué parar ahí? —lepregunté—. ¿Por qué no nos dividimostodos? Así las multiplicamos por cuatro.

—Por seis —me corrigió.—Bueno, no soy un genio de las

matemáticas —intervino Ben—, pero meparece que dividirnos es dejarnos llevarpor su estrategia. Aislar y exterminar. —Le echó una mirada muy dura a Hacha—. Por mi parte, me gusta tener aalguien que me guarde las espaldas.

Se levantó de la cama y, por unsegundo, se tambaleó. Hacha le dijo quevolviera a tumbarse, pero no le hizocaso.

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—No podemos quedarnos, perotampoco tenemos adonde ir. Desde aquíno podemos llegar a ninguna parte, asíque ¿adónde vamos? —preguntó.

—Al sur —respondió Hacha—. Lomás al sur que podamos.

Estaba mirando por la ventana. Locomprendí: una buena nevada y nosquedaríamos atrapados hasta que sederritiera la nieve. Por tanto, había queir a algún sitio donde no nevara.

—¿Texas? —preguntó Ben.—México —respondió Hacha—. O

Centroamérica, cuando bajen las aguas.En la selva es posible ocultarse duranteaños.

—Me gusta —comentó Ben—, de

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vuelta a la naturaleza. Hay un pequeñopero —añadió, abriendo las manos—:no tenemos pasaportes.

Se quedó mirándola, aguantando elgesto, como si esperase que sucedieraalgo. Hacha le devolvió la mirada con elrostro inexpresivo. Ben dejó caer lasmanos y se encogió de hombros.

—No lo dirás en serio —dije. Lacosa empezaba a ponerse ridícula—.¿Centroamérica? En pleno invierno, apie, con Ben herido y dos niñospequeños. Tendremos suerte si llegamosa Kentucky.

—Es mucho mejor que quedarseaquí esperando a que regrese tu príncipealienígena.

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Eso fue la gota que colmó el vaso.Me daba igual que llevara un M16, iba aagarrarla por ese sedoso cabello suyo ya tirarla por la ventana. Ben lo vio veniry se interpuso entre las dos.

—Estamos en el mismo equipo,Sullivan. Vamos a comportarnos, ¿vale?—Después se volvió hacia Hacha—.Tienes razón, probablemente nosobreviviera, pero tenemos que darle aEvan la oportunidad de cumplir supromesa. De todos modos, no estoy encondiciones para un viaje por carretera.

—No volví a por Frijol y a por tipara que fuéramos los invitadosespeciales en un tiro al plato, Zombi —dijo Hacha—. Haz lo que creas que

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debes hacer, pero, si las cosas se ponenfeas, yo me largo.

—Es una jugadora de equipo —ledije a Ben.

—A lo mejor se te olvida quién tesalvó la vida —repuso ella.

—Que te den.—¡Ya está bien! —rugió Ben con su

mejor voz de quarterback al mando—.No sé cómo vamos a sobrevivir a estamierda, pero sé que así no. Cortad elrollo, las dos. Es una orden.

Se dejó caer en la cama, jadeando,apretándose el costado con una mano.Hacha se fue a buscar a Dumbo, lo quenos dejó a Ben y a mí solos por primeravez desde nuestra reunión en las

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entrañas de Campo Asilo.—Es curioso —comentó Ben—, lo

lógico seria pensar que, después de quedesapareciera el noventa y nueve porciento de la población, el dos por cientorestante se llevaría mejor.

«Estooo, eso sería el uno por ciento,Parish», pensé, y me dispuse acomentarlo, pero entonces lo vi sonreír,esperando que le corrigiese lasmatemáticas, consciente de que me iba aresultar casi imposible resistir latentación. Jugaba con el estereotipo dedeportista bobo igual que alguien de laedad de Sammy jugaría con la tiza en lasaceras: con trazos gruesos y torpes.

—Es una psicópata. En serio, hay

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algo que no le funciona. Si la miras a losojos, no hay nada.

—Creo que hay mucho —respondió,negando con la cabeza—. Pero está…muy escondido.

Hizo una mueca; tenia la manometida en el bolsillo de aquella horriblesudadera amarilla, como si imitara aNapoleón, apretando la herida de baladel disparo de Hacha. Una herida que élmismo había pedido. Una herida paraarriesgarlo todo por salvar a mihermano pequeño. Una herida quepodría costarle la vida.

—No puede hacerse —susurré.—Claro que sí —respondió,

poniendo una mano sobre la mía.

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Sacudí la cabeza: no me habíaentendido, yo no me refería a nosotros.

La sombra de su llegada cayó sobrela humanidad y, en la oscuridad absolutade aquella sombra, perdimos de vistaalgo fundamental. Sin embargo, que nolo viéramos no significaba que noestuviera ahí: mi padre urgiéndome ahuir cuando él no podía; Evansacándome de las entrañas de la bestiaantes de entregarse a ella; Benmetiéndose en la boca del infierno parasacar de allí a Sam. Hay algunas cosas(bueno, puede que solo una) que lasombra no puede mancillar. Algofrustrante, infatigable, invencible.

Pueden matarnos, pueden matar hasta

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el último ser humano, pero no puedenmatar lo que queda en nuestro interior.

«Cassie, ¿quieres volar?».«Si, papá, quiero volar».

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La autopista plateada que se perdía en laoscuridad. La oscuridad abrasada por laliberación de las estrellas. Los árbolessin hojas con los brazos alzados comoladrones atrapados in fraganti. El alientode mi hermano solidificándose en el airehelado mientras dormía. La ventananublándose con mi respiración. Y, másallá del cristal escarchado, junto a la

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autopista plateada bajo la abrasadoraluz de las estrellas, una figura diminutacorriendo bajo los brazos alzados de losárboles.

«Mierda».Salí disparada de la habitación y

llegué al pasillo, donde Bizcocho segiró rápidamente con el fusil en alto(«Relájate, grandullón»), y despuésentré en tromba en el cuarto de Ben.Dumbo estaba apoyado en el alféizar yBen, tirado en la cama que está máscerca de la puerta. Dumbo se levantó.Ben se sentó. Y yo hablé:

—¿Dónde está Tacita?Dumbo señaló la cama de al lado de

Ben.

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—Ahí.Después me miró como si pensara:

«A esta tía loca se le ha ido del todo laperola».

Me acerqué a la cama y aparté lapila de mantas. Ben soltó una palabrotay Dumbo retrocedió contra la pared,poniéndose rojo.

—¡Juro por Dios que estaba ahí!—La he visto —le dije a Ben—.

Fuera…—¿Fuera?Bajó las piernas por el lateral de la

cama, gruñendo por el esfuerzo.—En la autopista.Entonces lo comprendió.—Hacha, ha ido detrás de Hacha. —

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Dio una palmada en la cama—. ¡Malditasea!

—Yo voy —se ofreció Dumbo.Ben levantó la mano.—¡Bizcocho! —aulló.Se oía llegar al grandullón, pues el

suelo protestaba bajo su peso. Asomó lacabeza por la puerta y Ben le dijo:

—Tacita se ha largado. Detrás deHacha. Ve a por ese grano en el culo ytráelo para que pueda darle una paliza.

Bizcocho se alejó, despacio, y elsuelo dejó escapar un «¡Menos mal!».Ben se estaba ajustando la pistolera.

—¿Qué haces? —le pregunté.—Ocupar el puesto de Bizcocho

hasta que vuelva con esa enana. Tú te

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quedas con Frijol, quiero decir, Sam.Como se llame. Tenemos que elegir unnombre y atenernos a él.

Le temblaban los dedos. Fiebre.Miedo. Un poco de las dos cosas.

Dumbo abrió y cerró la boca, aunquesin decir nada. Ben se dio cuenta.

—Descansa, soldado. No ha sidoculpa tuya.

—Yo me ocuparé del pasillo —respondió Dumbo—. Tú quédate aquí,sargento. No deberías estar de pie.

Salió corriendo antes de que Benpudiera detenerlo. Ben, que empezó amirarme con ojos brillantes de fiebre.

—Creo que no te lo he contado —dijo—, pero, después de rebelarnos en

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Dayton, Vosch envió a dos pelotones acazarnos. Si seguían en el terrenocuando el campo voló en pedazos…

No terminó la idea. O creía que nohacía falta o no podía. Se levantó.Trastabilló. Me acerqué y me eché alhombro uno de sus brazos, sinavergonzarme. No hay una forma bonitade decirlo: Ben Parish olía a enfermo.Al olor agrio de la infección y a sudorrancio. Por primera vez desde que habíadescubierto que no era un cadáver me dicuenta de que pronto podría serlo.

—Vuelve a la cama —le dije.Él sacudió la cabeza, después se le

aflojó la mano que tenía sobre mihombro y cayó hacia atrás, de modo que

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se dio de culo contra el borde delcolchón y acabó en el suelo.

—Mareado —murmuró—. Ve a porFrijol y tráetelo aquí.

—Sam. ¿Podemos llamarlo Sam?Siempre que oigo Frijol me acuerdo

de la comida rápida, de losMcDonald’s, las patatas fritas, losbatidos de fresa y plátano, y los McCaféFrappé Mochas cubiertos de natamontada y espolvoreados de chocolate.

Ben sonrió. Y me rompió el corazónver aquella sonrisa luminosa en surostro demacrado.

—Claro que podemos —respondió.Sam apenas suspiró cuando lo saqué

de la cama y lo llevé al cuarto de Ben.

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Lo tumbé en la cama vacía de Tacita, loarropé y le toqué la mejilla con el dorsode la mano, una vieja costumbre queconservaba de los días de la plaga. Benseguía sentado en el suelo con la cabezahacia atrás, mirando el techo. Hiceademán de acercarme, pero me detuvocon un gesto.

—Ventana —jadeó—. Ahoraestamos ciegos de un lado. Muchasgracias, Tacita.

—¿Por qué iba a largarse…?—Desde Dayton lleva pegada a

Hacha como una lapa.—Yo solo las he visto pelearse.Me acordé de la riña del ajedrez, de

la moneda que acertó a Tacita en la

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cabeza y del «¡te odio!».Ben se rio.—Del amor al odio…Eché un vistazo al aparcamiento. El

asfalto brillaba como ónice. «Pegada aella como una lapa». Pensé en Evanacechando tras puertas cerradas yesquinas. Pensé en aquella cosa sinmancillar, la última que nos queda, ypensé en que lo único capaz desalvarnos es también lo único capaz deacabar con nosotros.

—No deberías estar en el suelo —loregañé—. Estarás más caliente en lacama.

—La centésima parte de un grado,sí. Esto no es nada, Sullivan. Un catarro

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comparado con la plaga.—¿Pasaste por la plaga?—Oh, sí. En el campo de refugiados

que había junto a Wright-Patterson.Después de que tomaran la base memetieron allí, me hincharon aantivíricos, me pusieron un fusil en lamano y me ordenaron ir a matar gente.¿Y tú?

Un crucifijo en una manoensangrentada. «O me ayudas o mematas». El soldado detrás de losrefrigeradores de la cerveza fue elprimero. No. El primero fue el tipo quedisparó a Pringoso en un pozo decenizas. Eso suma dos, y también estánlos Silenciadores, uno al que disparé

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justo antes de encontrar a Sam y otrojusto antes de que me encontrara Evan.Cuatro, entonces. ¿Se me olvidabaalguien? Los cadáveres se amontonan yse acaba perdiendo la cuenta. «Diosmío, se acaba perdiendo la cuenta».

—He matado a gente —respondí envoz baja.

—Me refiero a la plaga.—No. Mi madre…—¿Y tu padre?—Una plaga distinta —respondí. El

volvió la vista para mirarme—. Vosch.Vosch lo asesinó.

Le conté lo del Campo Pozo deCeniza. Los Humvees y el gran camiónde plataforma lleno de tropas. La

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aparición surrealista de los autobusesescolares. «Solo los niños. Solo haysitio para los niños». Cómo reunieron alresto en los barracones y cómo mi padreme envió con mi primera victima abuscar a Pringoso. Después, mi padre enel suelo, Vosch erguido sobre él, y yo enel bosque mientras mi padre me pedía ensilencio que huyera.

—Qué raro que no te metieran en unautobús —comentó Ben—. Si la ideaera construir un ejército de críos con elcerebro lavado.

—Casi todos eran niños pequeños,de la edad de Sam, algunos inclusomenores.

—En el campo separaban a todos

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los menores de cinco años y los metíanen el búnker…

Asentí con la cabeza.—Yo los encontré —respondí.En la habitación segura, con los

rostros alzados hacia el mío mientras yobuscaba a Sam.

—Lo que hace que uno se pregunte:¿para qué los querían? —preguntó Ben—. A no ser que Vosch espere unaguerra muy larga.

Lo dijo de un modo que daba aentender que dudaba de que esa fuera larazón. Se puso a tamborilear con losdedos en el colchón.

—¿Qué demonios pasa con Tacita?—dijo—. Ya deberían haber vuelto.

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—Iré a ver.—Ni de coña. Esto se está

conviniendo en una mezcla de todas laspelículas de miedo de la historia juntas.Ya sabes, asesinados uno a uno. De esonada. Cinco minutos más.

Guardamos silencio y escuchamos,pero solo nos llegaba el susurro delviento a través de la ventana mal selladay el constante murmullo de los arañazosde las ratas en las paredes. Tacita estabaobsesionada con ellas. Me había pasadohoras escuchando cómo Hacha y ellaplaneaban exterminarlas. Ese tonillo taninsufrible de Hacha cuando le explicabaque la población estaba fuera de control:en el hotel había más ratas que balas.

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—Ratas —dijo Ben, como si meleyera la mente—. Ratas, ratas, ratas.Cientos de ratas. Miles de ratas. Másratas que humanos. El planeta de lasratas —concluyó, y soltó una carcajadaronca. A lo mejor deliraba—. ¿Sabes loque no me quito de la cabeza? A Voschdiciéndonos que llevaba siglosobservándonos. Bueno, ¿cómo esposible? Sí, ya sé que es posible, perono entiendo por qué no nos atacaronentonces. ¿Cuánta gente había en laTierra cuando construyeron laspirámides? ¿Por qué esperar hasta quefuéramos siete mil millones de personasrepartidas por todos los continentes conuna tecnología un poco más avanzada

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que la de las lanzas y los palos? ¿Es queles gustan los retos? El momento paraexterminar a las alimañas en tu casanueva no es después de que tesobrepasen en número. ¿Y Evan? ¿No tecontó nada sobre eso?

Me aclaré la garganta.—Me contó que estaban divididos,

que un bando no quería exterminarnos.—Ajá. Así que puede que se pasaran

seis mil años debatiéndolo. Mareando laperdiz porque nadie se decidía, hastaque alguien dijo: «Venga, qué coño,vamos a acabar con esos cabrones».

—No lo sé. No tengo las respuestas—repuse, sintiéndome un poco a ladefensiva. Como si conocer a Evan

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significara que tenía que saberlo todo.—Supongo que Vosch podría estar

mintiendo —masculló Ben—. No lo sé,para jugar con nosotros, liarnos. Es loque hizo conmigo desde el principio. —Me miró y después apartó la vista—. Nodebería reconocerlo, pero idolatraba aese tío. Creía que era como… —Giró lamano en el aire, en busca de laspalabras—. El mejor de nosotros.

Le empezaron a temblar loshombros. Al principio creí que era porla fiebre, pero después me pareció queera otra cosa, así que me aparté de laventana y me acerqué.

Para los chicos, derrumbarse es algoprivado. Nunca permitas que te vean

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llorar, porque eso quiere decir que eresdébil, blando, un bebé, un gallina. Queno eres lo bastante hombre y toda esamierda. No me imaginaba al Ben Parishde antes de la Llegada llorando delantede nadie, al chico que lo tenía todo, alchico que todos querían ser, al querompía corazones, pero siempreconservaba el suyo intacto.

Me senté a su lado. No lo toqué nihablé. Él estaba donde estaba y yoestaba donde estaba.

—Lo siento —se disculpó.—No lo sientas —respondí,

sacudiendo la cabeza.Se limpió una mejilla con el dorso

de la mano y después la otra.

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—¿Sabes lo que me contó? Bueno,lo que me prometió. Me prometió queme vaciaría. Que me vaciaría y mellenaría de odio. Pero rompió lapromesa: no me llenó de odio, sino deesperanza.

Lo entendía. En la habitación segura,mil millones de caras poblando elinfinito, unos ojos que buscaban losmíos y una pregunta en aquellos ojosdemasiado horrible para darle voz:«¿Viviré?». Todo está conectado. LosOtros lo habían entendido, lo habíanentendido mejor que la mayoría denosotros. No hay esperanza sin fe, nohay fe sin esperanza, no hay amor sinconfianza, no hay confianza sin amor. Si

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se elimina una de esas cosas, sederrumba por completo el castillo denaipes humano.

Era como si Vosch quisiera que Bendescubriera la verdad, como si quisieraenseñarle la desesperanza de laesperanza. Y ¿cuál podría ser elobjetivo? Si querían aniquilamos, ¿porqué no hacerlo y punto? Debe de haberuna docena de formas de borrarnos de lafaz de la tierra rápidamente, pero lohicieron en cinco olas horribles, cadavez peores. ¿Por qué?

Hasta ese momento había pensadoque los Otros no sentían nada pornosotros, salvo desdén y quizás unpoquito de asco, igual que nos pasa a

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nosotros con las ratas, las cucarachas,las chinches y otras formas de vidainferiores. «No es nada personal,humanos, pero os tenéis que ir». Nuncase me ocurrió que podría ser personal.Que matarnos sin más no era suficiente.

—Nos odian —dije, tanto para mícomo para él. Ben me miró,sorprendido, y yo le devolví la mirada,sorprendida—. No hay otra explicación.

—No nos odian, Cassie —afirmócon cariño, como cuando se habla conun niño asustado—. Es que teníamos loque ellos querían.

—No.Yo ya tenía las mejillas empapadas

de lágrimas. La quinta ola tenía una

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única explicación; las demás eranabsurdas.

—No se trata de quitarnos elplaneta, Ben, sino de quitarnos anosotros de en medio.

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—Ya está —dijo Ben—, se acabó.Después se levantó, pero no llegó

demasiado lejos. Antes de enderezarsedel todo, se cayó de culo. Le puse unamano en el hombro.

—Iré yo.Se dio una palmada en el muslo.—No puedo permitir que ocurra —

masculló mientras yo abría la puerta y

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me asomaba al pasillo.¿Que no podía permitir que

ocurriera el qué? ¿Perder a Tacita y aBizcocho? ¿Perdernos a todos uno auno? ¿Perder la batalla contra susheridas? ¿O perder la guerra en general?

El pasillo estaba vacío.Primero, Tacita. Después, Bizcocho.

Ahora, Dumbo. Estábamosdesapareciendo más deprisa que unoscampistas en una peli gore.

—¡Dumbo! —lo llamé en voz baja.Aquel ridículo nombre retumbó en el

aire frío y estancado. Repasé todas lasposibilidades, de menos probable a másprobable: alguien lo había neutralizadoen silencio y había escondido su cuerpo:

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lo habían capturado; había visto u oídoalgo y había ido a investigar; había ido ahacer pis.

Me quedé en la puerta unossegundos, por si la última posibilidadera la correcta. Como el pasillo seguíavacío, volví al cuarto. Ben estaba depie, comprobando el cargador de suM16.

—No me obligues a adivinarlo —dijo—. Da igual, no hace falta.

—Quédate con Sam, voy yo.El avanzó arrastrando los pies hasta

quedarse a dos centímetros de mi nariz.—Lo siento, Sullivan. Es tu

hermano.Me puse tensa. La habitación estaba

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helada; yo notaba la sangre aún más fría.Su voz era dura, sin entonación nisentimientos. «Zombi. ¿Por qué tellaman Zombi, Ben?».

Después sonrió, una sonrisa muyreal, muy de Ben Parish.

—Esos chicos de ahí fuera… Todosson mis hermanos.

Me esquivó y se dirigió a la puerta,tambaleante. La situación estabapasando rápidamente de increíblementepeligrosa a peligrosamente increíble. Noveía otra salida: pasé por encima de lacama de Ben y agarré a Sam por loshombros; lo sacudí con fuerza y sedespertó con un grito ahogado. Le pusela mano en la boca para detener el ruido.

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—¡Sams! ¡Escucha! Algo va mal.Saqué la Luger de la pistolera y se la

puse en las manitas. Él abrió mucho losojos, con una expresión de miedo y deotra cosa que parecía alegría. Glups.

—Ben y yo tenemos que salir acomprobarlo. Echa el pestillo. ¿Sabes loque es? —Asintió abriendo mucho losojos—. Y mete una silla debajo delpomo. Mira por el agujerito. Quenadie… —¿Es que tenía quedeletreárselo todo?—. Mira, Sams, estoes importante, muy importante. Muy, muyimportante. ¿Sabes cómo distinguir a losbuenos de los malos? Los malos son losque te disparan.

La mejor lección sobre la vida que

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me había enseñado mi padre. Le di unbeso en la cabeza y salí de allí.

La puerta hizo clic al cerrarse. Oíque Sam corría el pestillo dentro. «Buenchico». Ben ya iba por la mitad delpasillo y me hizo un gesto para que meacercara. Me pegó los labios, que ardíande fiebre, a la oreja.

—Comprobamos las habitaciones ydespués bajamos.

Trabajamos juntos: yo iba delante yBen me cubría. El Hotel Walker teníauna política de puertas abiertas: lossupervivientes que buscaban refugiodurante las olas habían reventado todaslas cerraduras. También ayudaba que elWalker fuera perfecto para las familias

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con poco presupuesto: las habitacioneseran del tamaño aproximado de la casade Barbie. Treinta segundos paracomprobar una. Cuatro minutos pararevisarlas todas.

De vuelta en el pasillo, Ben volvió apegarme los labios a la oreja.

—El hueco.Hincó una rodilla frente a las puertas

del ascensor y me hizo un gesto para quecubriera la puerta de las escaleras antesde sacar su cuchillo de combate, deveinticinco centímetros, y meter la hojaen la rendija. «Ah —pensé—, ¡el viejotruco de esconderse en el ascensor!».Entonces ¿por qué cubría yo lasescaleras? Ben abrió las puertas y

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gesticuló para que me acercara.Vi cables oxidados y un montón de

polvo, además de oler lo que supuse quesería una rata muerta. Esperaba quefuera una rata muerta. Ben señaló a laoscuridad de abajo y lo entendí: noestábamos comprobando el hueco, sinoque lo íbamos a usar.

—Voy a comprobar las escaleras —me dijo—. Tú quédate en el ascensor yespera a mi señal.

Colocó un pie en el borde de unapuerta y apoyó el cuerpo en la otra paramantenerlas abiertas. Después dio unapalmada en el diminuto hueco entre sucadera y el borde. Moviendo los labios,en silencio, me dijo: «Vamos». Pasé por

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encima de sus piernas con cuidado, metíel culo dentro y pasé las piernas al otrolado. El techo del ascensor parecía estartreinta kilómetros más abajo. Ben sonriópara tranquilizarme: «No te preocupes,Sullivan, no te dejaré caer».

Avancé un poco hasta que el culo mequedó suspendido sobre el aire vacío.No, así no iba a funcionar. Volví alborde y maniobré para ponerme derodillas. Ben me agarró por la muñeca y,con la otra mano, levantó el pulgar paradarme el visto bueno. Bajé con lasrodillas por la pared del hueco delascensor, agarrándome al borde hastaque tuve los brazos completamenteextendidos. «Vale, Cassie, ahora tienes

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que soltarte. Ben te sujeta. Si, idiota, yBen está herido y parece tan fuerte comoun niño de tres años. Cuando te sueltes,tu peso tirará de él, lo soltará y caeréislos dos. Aterrizará encima de ti, teromperá el cuello y después sedesangrará lentamente encima de tucuerpo paralizado…».

En fin, a la mierda.Me desasí. Oí a Ben gruñir un poco,

pero ni me soltó ni se me cayó encima.Doblé el cuerpo por la cintura mientrasél me bajaba hasta que vi la silueta de sucabeza recortada en la abertura, surostro enmascarado por las sombras.Rocé con los dedos de los pies el techodel ascensor y le hice un gesto con el

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pulgar, aunque no estaba segura de sipodía verlo. Tres segundos. Cuatro. Yentonces sí me soltó.

Me dejé caer de rodillas y me puse apalpar la superficie en busca de latrampilla. Algo de grasa, algo deporquería y mucha porquería grasienta.

Antes de la electricidad medían laluminosidad en velas. La luz de ahíabajo era de, más o menos, la mitad dela mitad de la mitad de una vela.

Entonces, las puertas de arriba secerraron y la luz de la vela se redujo acero.

«Gracias, Parish. Podrías haberteesperado a que encontrara la trampilla».

Y, cuando la encontré, estaba

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atascada, probablemente por culpa delóxido. Fui a coger mi Luger con laintención de utilizar la culata a modo demartillo, pero entonces recordé quehabía dejado mi pistola semiautomáticaal cuidado de un niño de cinco años.Saqué el cuchillo de combate de lafunda del tobillo y le di tres porrazos alcierre con la empuñadura. El metalchirrió. Un chirrido muy fuerte. «Eso eslo que yo llamo sigilo». Sin embargo, elcierre cedió. Abrí la trampilla, lo queprodujo otro chirrido bien fuerte, estavez por culpa de las bisagras oxidadas.«Bueno, si, te parece muy fuerte a ti, queestás arrodillada al lado, pero seguroque fuera del hueco es como el ruidito

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de un ratoncito chiquitín. ¡No te pongasparanoica!». Mi padre tenía un dichosobre la paranoia. A mí nunca mepareció demasiado gracioso, y menosdespués de oírlo dos mil veces: «Soloestoy paranoico porque todos estáncontra mí». Antes pensaba que no eramás que un chiste, no un presagio.

Me dejé caer en la oscuridadabsoluta del ascensor. «Espera a miseñal». ¿A qué señal? Ben habíaolvidado mencionarlo. Pegué la oreja ala grieta entre las frías puertas metálicasy contuve el aliento. Contó hasta diez.Respiré. Conté de nuevo hasta diez.Respiré. Al cabo de seis veces y cuatrorespiraciones sin oír nada, empecé a

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ponerme un poco nerviosa. ¿Qué estabapasando allí fuera? ¿Dónde estaba Ben?¿Dónde estaba Dumbo? Nuestra pequeñabanda se deshacía miembro a miembro.Había sido un gran error dividimos,pero no nos quedaba otra. Nos estabanvenciendo, y a alguien le estabaresultando tan sencillo que parecíamostontos.

O a más de una persona: «Despuésde rebelarnos en Dayton, Vosch envió ados pelotones a cazarnos».

Eso era, tenía que ser eso. Uno o,posiblemente, los dos pelotones habíandescubierto nuestro escondite.Habíamos esperado demasiado tiempo.

«Efectivamente, y ¿por qué habéis

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esperado, Casiopea “Desafío” Sullivan?Ah, si, porque un tío muerto prometióque te encontraría. Así que cerraste losojos y saltaste al vacío, y ¿ahora tesorprende que no haya un colchónmullidito para amortiguar la caída?Culpa tuya. Pase lo que pase ahora, túserás la responsable».

El ascensor no era grande, pero, aoscuras, parecía del tamaño de uncampo de fútbol. Estaba de pie en unenorme pozo subterráneo sin luz nisonido, en un vacío negro y sin vida,helada hasta la médula, y paralizada porel miedo y las dudas. Y sabía (aunquesin entender cómo lo sabía) que la señalde Ben no llegaría. Y entendía (aunque

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sin saber cómo lo entendía) que tampocolo haría Evan.

Nunca se sabe cuándo una personaaceptará la verdad. No se puede elegirel momento, es el momento el que elige.Había tenido muchos días paraenfrentarme al hecho que no podíaescapar en aquel espacio frío y negro,pero me había negado a hacerlo. Nopodía hacerlo. Así que la verdad habíadecidido ir a por mí.

Cuando él me tocó, durante nuestraúltima noche juntos, no había espacioentre nosotros, no existía un punto en elque él acabara y yo empezara, y ahorano había espacio entre la oscuridad delpozo y mi cuerpo. Me prometió que me

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encontraría. «¿Acaso no te heencontrado siempre?». Y le creí.Después de desconfiar de todo lo queme había contado desde el instante enque lo conocí, por primera vez le creí,me creí las últimas palabras que medirigió.

Apreté la cara contra las fríaspuertas de metal. Me sentía caer, comosi hubiera varios kilómetros de airevacío debajo de mí. Caería parasiempre. «Eres una efímera. Un día en elmundo y se acabó». No, sigo aquí, Evan.Eres tú el que se ha ido.

Tú sabias lo que pasaría, lo sabíasen cuanto salimos de la granja —susurréal vacío—. Sabias que ibas a morir. Y

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fuiste de todos modos.No era capaz de seguir de pie. No

me quedaba elección. Me dejé caer derodillas. Caer. Caer. Caería parasiempre.

«Libérate, Cassie. Libérate».—¿Que me libere? Estoy encerrada

y cayendo. Estoy cayendo, Evan.Pero sabía a qué se refería.No me había liberado de él. No del

todo. Mil veces al día me repetía que nopodía haber sobrevivido, me decía queescondernos en aquel motel de malamuerte era inútil, peligroso, demencial ysuicida. Sin embargo, me aferraba a supromesa porque liberarme de ellasignificaba liberarme de él.

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—Te odio, Evan Walker —susurré alvacío.

Del interior del vacío (y del vacíode mi interior) solo llegó silencio.

«No puedo volver atrás. No puedoavanzar. No puedo aferrarme. No puedoliberarme. No puedo, no puedo, nopuedo. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedohacer?».

Alcé la vista. «Vale, eso sí puedohacerlo».

Me puse en pie. «Vale, estotambién».

Enderecé los hombros y metí laspuntas de los dedos en la rendija entrelas dos puertas.

«Ahora voy a salir de aquí —le

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aseguré a la profundidad silenciosa—.Voy a liberarme».

Abrí las puertas. La luz inundó elvacío y devoró hasta la última sombra,hasta la más diminuta.

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Salí al vestíbulo, a nuestro nuevo mundoen un microcosmos. Cristalesdestrozados, montañas de basura apiladaen las esquinas como hojas de otoñobarridas por el viento. Bichos muertosboca arriba con las patas encogidas. Unfrío que pelaba. Tanto silencio que solose oía mi aliento: después de que elZumbido desapareciera, llegó el

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Silencio.Ni rastro de Ben. Entre la segunda

planta y las escaleras debía de haberlepasado algo, y no precisamente bueno.Avancé con precaución hasta la puertade las escaleras y reprimí el impulso desalir corriendo a por Sam antes de quedesapareciera como Ben, como Dumbo,como Bizcocho y como Tacita, como el99,9 por ciento de la población de laTierra.

Los escombros crujían bajo misbotas. El aire frío me quemaba la cara ylas manos. Agarraba el fusil con ambasmanos y apenas parpadeaba a la tenueluz de las estrellas, que parecíanbrillantes como focos después de la

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absoluta oscuridad del ascensor.«Despacio, despacio. Sin errores».Puerta de las escaleras. Sostuve el

tirador de metal treinta segundos enterosmientras pegaba la oreja a la madera,pero solo oí el latido de mi corazón.Poco a poco, bajé el tirador y empujé lapuerta para abrir una rendija por la queasomarme. Oscuridad absoluta. Silencioabsoluto. «Maldita sea, Parish, ¿dóndeleches te has metido?».

No quedaba mas remedio que subir.Entré con sigilo en el hueco de lasescaleras. Clic: la puerta se cerró detrásde mí. De nuevo a oscuras, aunque estavez estaba decidida a mantener laoscuridad fuera, donde debía estar.

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El agrio olor de la muerte flotaba enel aire mohoso. Me dije que sería unarata, un mapache o cualquier otracriatura del bosque que se habíaquedado atrapada allí. Pisé algoblandengue. Oí el crujido de huesosdiminutos. Me limpié los restosviscosos en el borde de un escalón: noquería resbalarme, caer escaleras abajo,romperme el cuello y quedarme allítirada, indefensa, esperando que alguienme encontrara y me metiera una bala enla cabeza. No sería agradable.

Llegué al diminuto rellano («untramo más, respira hondo, ya casiestás») y después sonó el disparo,seguido de otro, después un tercero y

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una cortina de fuego completa cuando eltirador vació el cargador. Subícorriendo los escalones que quedaban,salí en tromba por la puerta y me lancéal pasillo hacia la habitación que ya notenía puerta, la habitación en la queestaba mi hermano pequeño, perotropecé con algo (algo blando que no vien mi loca carrera hacia Sam) y salívolando. Me di tal golpe contra lagruesa moqueta que casi me rompo lamandíbula. Después retrocedí de unsalto y vi a Ben Parish detrás de mí,tumbado en el suelo con los brazosestirados y una mancha oscura de sangreque le empapaba aquella ridículasudadera amarilla. Entonces Sam gritó y

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«no llego tarde, no llego tarde», y «allávoy, hijo de puta, allá voy», y, en lahabitación, una sombra alta se erguíasobre la diminuta figura cuyo diminutodedito presionaba con impotencia elgatillo de la pistola vacía.

Disparé. La sombra se volvió ydespués se abalanzó sobre mí, como siintentara cogerme.

Le pisé el cuello a la sombra y leclavé el cañón del fusil en la nuca.

—Perdone —dije, sin aliento—,pero se ha equivocado de habitación.

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III

LA ÚLTIMAESTRELLA

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De niño, soñaba con búhos.Llevaba muchos años sin pensar en

el sueño. Ahora, mientras se le escapabala vida, recuperó el recuerdo.

El recuerdo no era agradable.El pájaro posado en el alféizar

contemplando fijamente su dormitoriocon relucientes ojos amarillos. Los ojosparpadeaban despacio, rítmicamente;

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por lo demás, el búho no se movía.Observar al búho que lo observaba a

él, paralizado de miedo sin comprenderel porqué, incapaz de llamar a su madrey, después, las náuseas, los mareos, lafiebre y, durante varios días, lainquietante sensación de que alguien loobservaba.

Cuando cumplió los trece años, lossueños desaparecieron. Ya habíadespertado, así que no era necesarioseguir ocultando la verdad. Cuandollegara el momento, su yo despiertoemplearía los regalos que aquel «búho»le había entregado. Comprendía elobjetivo de los sueños porque su propioobjetivo se le había revelado.

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«Prepáralo. Abre camino».El búho había sido una mentira para

proteger la tierna psique de su cuerpoanfitrión. Al despertar, otra mentiraocupó su lugar: su vida. Su humanidadera una mentira, una máscara, como elsueño de los búhos en la oscuridad.

Ahora se estaba muriendo. Y lamentira moría con él.

No sentía dolor. No sentía el intensofrío. Su cuerpo parecía flotar en un marcálido y eterno. Se habían bloqueado lasseñales de alarma de los nervios a loscentros del dolor del cerebro. El regalofinal sería aquella transición amable eindolora de su cuerpo humano al olvido.

Después, cuando muriera el último

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ser humano: el renacimiento.Un nuevo cuerpo humano sin el peso

de los recuerdos de haber sido humano.No recordaría los últimos dieciochoaños. Esos recuerdos, junto con lasemociones unidas a ellos, se perderíanpara siempre… y no podría hacer nadapara evitar el terrible dolor que leproducía saberlo.

«Perdidos. Todos perdidos».El recuerdo de su rostro. Perdido. El

tiempo con ella. Perdido. La guerradeclarada entre lo que era y lo quefingía ser. Perdida.

En la tranquilidad del bosquecubierto de invierno, flotando en un mareterno, intentó tocarla, pero ella se le

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escapaba.Sabía lo que ocurriría, siempre lo

había sabido. Cuando la encontróatrapada en la nieve y la llevó a la casapara curarla, sabía que su muerte seríael precio. Ahora las virtudes son viciosy la muerte es el precio del amor. No lamuerte de su cuerpo. Su cuerpo era lamentira. La muerte de verdad. La muertede su humanidad. La muerte de su alma.

En el bosque, en el frío intenso, en lasuperficie de un mar eterno, susurrandosu nombre, confiando su recuerdo alviento, al abrazo de los silenciososárboles centinelas y al cuidado de lasfieles estrellas, su homónima, pura yeterna, el incontenible universo

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contenido en ella:Casiopea.

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Se despertó dolorido.Un dolor atroz en la cabeza, en el

pecho, en las manos, en el tobillo. Lapiel le ardía. Era como si lo hubieransumergido en agua hirviendo.

Un pájaro posado en la rama de unárbol, un cuervo, lo observaba conmajestuosa indiferencia. «Ahora, elmundo pertenece a los cuervos», pensó.

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El resto eran intrusos, gente de paso.El humo se enroscaba en las ramas

desnudas, por encima de su cabeza: unahoguera. Y el olor a carne quechisporroteaba en una olla.

Estaba apoyado en un tronco deárbol, cubierto por una gruesa manta delana y con una parka enrollada a modode almohada. Despacio, levantó lacabeza un par de centímetros y se diocuenta de inmediato de que cualquiermovimiento era muy mala idea.

Ante él apareció una mujer altacargada con un montón de madera,aunque desapareció un momento de suvista para alimentar el fuego.

—Buenos días —lo saludó.

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Era una voz grave, cantarina yvagamente familiar.

Se sentó a su lado, se llevó lasrodillas al pecho y se rodeó las piernascon los largos brazos. También leresultaba familiar su rostro: piel blanca,rubia, facciones nórdicas, como unaprincesa vikinga.

—Te conozco —susurró él.Le ardía la garganta. Ella le puso la

boca de su cantimplora en los labioscortados, y él bebió un buen rato.

—Mucho mejor —comentó ella—.Anoche solo decías tonterías. Mepreocupaba que hubieras sufrido algomás grave que una conmoción.

Se levantó y volvió a desaparecer de

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su vista. Cuando regresó, llevaba unaolla. Se sentó a su lado y colocó la ollaen el suelo, entre los dos. Lo examinabacon la misma indiferencia altiva que elcuervo.

—No tengo hambre —dijo él.—Tienes que comer. —No era una

súplica, sino la simple constatación deun hecho—. Conejo fresco. He hecho unestofado.

—¿Es malo?—No, cocino bien.Él sacudió la cabeza y se obligó a

sonreír; ella sabía a qué se refería.—Es bastante malo —respondió—.

Dieciséis huesos rotos, fractura decráneo, quemaduras de segundo grado

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por casi todo el cuerpo, aunque no en elpelo. No has perdido el pelo. Esas sonlas buenas noticias.

La mujer metió una cuchara en elestofado, se la llevó a los labios, soplócon cuidado y pasó la lengua despaciopor el borde.

—¿Cuáles son las malas?—Tienes el tobillo fracturado y está

muy mal. Va a llevarte algún tiempo. Elresto… —añadió, encogiéndose dehombros. Después probó el estofado yfrunció los labios—. Le falta sal.

Él la vio rebuscar por su mochila enbusca de la sal.

—Grace —le dijo en voz baja—. Tellamas Grace.

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—Es uno de mis nombres —respondió ella, y pasó a decirle el deverdad, el que había llevado durantediez mil años—. Si te soy sincera, megusta más Grace. ¡Es mucho más fácil depronunciar!

Agitó la sopa con la cuchara y leofreció un poco. Él apretó los labios. Laidea de comer… Ella se encogió dehombros y se tomó otra cucharada.

—Creía que era un resto de laexplosión —siguió explicando—, no meesperaba encontrar una de las cápsulasde escape… ni a ti dentro. ¿Qué pasócon el sistema de dirección? ¿Lodesactivaste?

Él se lo pensó detenidamente antes

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de contestar.—Averiado.—¿Averiado?—Averiado —repitió más alto.Le ardía la garganta. Ella le sostuvo

la cantimplora para que bebiera.—No bebas demasiado —le advirtió

—. Vomitarás.El agua le goteaba por la barbilla,

así que Grace se la limpió.—La base estaba en peligro —dijo

él.—¿Cómo? —preguntó ella,

sorprendida.—No estoy seguro —contestó él,

negando con la cabeza.—¿Por qué estabas allí? Eso es lo

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más curioso.—Seguía a alguien.Aquello no iba bien. Para una

persona cuya vida entera era unamentira, le costaba bastante mentir.Sabía que Grace no vacilaría en acabarcon su actual cuerpo si sospechara queaquel «peligro» se debía a él. Todoscomprendían el riesgo de vestir el mantohumano: compartir cuerpo con unapsique humana conllevaba el peligro deadoptar vicios humanos… y virtudeshumanas. Y mucho más peligroso que lacodicia, la lujuria, la envidia y demás,más peligroso que cualquier otra cosa,era el amor.

—¿Seguiste… a alguien? ¿A un

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humano?—No tenía elección.Al menos, esa parte era cierta.—La base corría peligro. Por culpa

de un humano —repitió ella, sacudiendola cabeza sin poder creérselo—. Yabandonaste tu patrulla para detenerlo.

Él cerró los ojos. Quizá Gracepensara que se había desmayado. El olordel estofado le revolvía el estómago.

—Muy curioso —comentó Grace—.Que la base corriera peligro era unaposibilidad real, pero se suponía que elpeligro procedería del centro deprocesamiento. ¿Cómo iba un humano detu sector a saber algo sobre la limpieza?

Hacerse el muerto no iba a

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funcionar, así que abrió los ojos. Elcuervo no se había movido. El pájaro lomiraba, y él se acordó del búho en elalféizar, del niño en la cama y delmiedo.

—No estoy seguro de que la chica losupiera.

—¿La chica?—Sí, era una… hembra.—Casiopea.Él levantó la mirada bruscamente

hacia ella, no pudo evitarlo.—¿Cómo…?—Llevo tres días oyendo ese

nombre.—¿Tres días?Se le aceleró el corazón. Tenía que

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preguntarlo, pero ¿cómo? Preguntarlo loharía parecer aún más sospechoso de loque ya parecía. Preguntarlo sería unaestupidez. Así que dijo:

—Creo que escapó.—Bueno, si lo hizo, seguro que la

encontramos —respondió Grace.Él volvió a respirar. Grace no tenía

por qué mentir. Si hubiera encontrado aCassie, la habría matado y no se habríamolestado en ocultarlo. A pesar de todo,que Grace no la hubiera encontrado noprobaba nada: quizá Cassie no hubierasobrevivido.

Grace metió de nuevo la mano en lamochila y sacó un bote de pomada.

—Para las quemaduras —le explicó.

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Después bajó la manta con muchocuidado y expuso al gélido aire elcuerpo desnudo del chico. Sobre ellos,el cuervo inclinó la negra cabezareluciente y observó.

La pomada estaba fría. Sus manoseran cálidas. Grace lo había sacado delfuego; él había sacado a Cassie del hieloy la había llevado a través del ondulantemar blanco hasta la vieja granja, dondele había quitado la ropa y habíasumergido su cuerpo helado en aguacaliente. Igual que las manos de Grace,resbaladizas por el ungüento, vagabanpor su cuerpo, él había retirado el hieloincrustado en la densa melena de Cassie.Había extraído la bala mientras ella

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flotaba en el agua que su sangre habíateñido de rosa. La bala destinada a sucorazón. La bala de Evan. Y, después desacarla del agua y de vendar la herida,la había llevado a la cama de suhermana procurando no mirarla mientrasla vestía con el camisón de su hermana:Cassie debió de morirse de vergüenza aldarse cuenta de que él la había vistodesnuda.

Grace lo miraba fijamente. Élmiraba fijamente el osito de laalmohada. Él había tapado a Cassiehasta la barbilla con las mantas. Gracelo tapó a él con la manta.

«Vas a vivir», le había dicho él aCassie. Era más una oración que una

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promesa.—Vas a vivir —le dijo Grace a él.«Tienes que vivir», le había dicho él

a Cassie.—Tengo que hacerlo —le dijo él a

Grace.Ella ladeó la cabeza al mirarlo,

igual que el cuervo del árbol y el búhodel alféizar.

—Todos tenemos que hacerlo —repuso, asintiendo despacio—. Por esovinimos.

Se inclinó sobre él y lo besó concariño en la mejilla. Aliento cálido,labios fríos y un tenue olor a humo dehoguera. Grace deslizó los labios por sumejilla, hacia la boca. Él volvió la

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cabeza.—¿Cómo sabías su nombre? —le

susurró ella al oído—. Casiopea. ¿Porqué conocías a Casiopea?

—Encontré su campamento.Abandonado. Tenía un diario…

—Ah. Y por eso sabías queplaneaba atacar la base.

—Sí.—Bueno, entonces todo tiene

sentido. ¿Había escrito en el diario porqué quería atacar la base?

—Su hermano… Se lo llevaron deun campo de refugiados a Wright-Patterson… Ella escapó.

—Eso es impresionante. Despuéssupera nuestras defensas y destruye todo

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el centro de control. Eso es aún másimpresionante. Rozando lo increíble.

Grace recogió la olla, lanzó sucontenido a la maleza y se levantó. Seirguió sobre él como un coloso rubio demetro ochenta. Tenía las mejillassonrojadas, puede que del frío o puedeque del beso.

—Descansa —le dijo—. Ya estás lobastante bien para viajar, así que nosiremos esta noche.

—¿Adónde? —preguntó EvanWalker.

—A mi casa —respondió ella,sonriendo.

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Al ponerse el sol, Grace apagó el fuego,se echó a los hombros la mochila y elfusil, y levantó a Evan del suelo para laexcursión de veinticinco kilómetroshasta su base, en las afueras del sur deUrbana. Viajarían por la autopista paraavanzar más deprisa. A esas alturas delpartido, ya no implicaba demasiadosriesgos: llevaba semanas sin ver seres

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humanos. Aquellos a los que no habíamatado habían acabado en autobuses ose habían refugiado para protegerse dela embestida del invierno. Estaban en elintermedio. En un año, puede que endos, pero no más de cinco, no haría faltaningún sigilo porque no quedaríanpresas a las que acechar.

La temperatura se desplomó al caerel sol. Las nubes deshilachadas corríanpor el cielo añil empujadas por unviento del norte que jugaba con losmechones de la melena de Grace y lelevantaba, travieso, el cuello de lachaqueta. Aparecieron las primerasestrellas, salió la luna y la carreterabrilló ante ellos como una cinta blanca

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que se retorcía a través del fondo negrode campos muertos, aparcamientosvacíos y cascarones destrozados decasas abandonadas hacía tiempo.

Grace se detuvo una vez paradescansar, beber y untar más pomada enlas quemaduras de Evan.

—Estás distinto, aunque no sé bienqué es —comentó mientras lo tocaba portodas panes.

—No tuve un despertar fácil —respondió Evan—. Ya lo sabes.

Ella gruñó.—Eres un cascarrabias, Evan, y un

mal perdedor.Lo envolvió de nuevo en la manta y

le pasó los largos dedos por el pelo

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mientras lo miraba a los ojos.—Me estás ocultando algo —

añadió.Él no dijo nada.—Lo noto. La primera noche,

cuando te saqué de entre los restos,había… —Se detuvo en busca de laspalabras adecuadas—. Una habitaciónsecreta que antes no estaba.

Evan habló, y su voz le sonó hueca,vacía como el viento.

—No hay secretos.Grace se rio.—No deberías haberte integrado

nunca, Evan Walker. Sientes demasiadopara ser uno de ellos.

Lo cogió en brazos con la misma

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facilidad que una madre a su bebé reciénnacido. Grace alzó el rostro al cielonocturno y jadeó:

—¡La veo! Casiopea, reina de lanoche. Se acabó nuestra búsqueda, Evan—añadió, apoyando la mejilla en sucabeza.

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El puesto de Grace era una vieja casa demadera de una planta en la Autopista 68,situada justo en el centro del sector devigilancia de quince kilómetroscuadrados que le había sido asignado.Aparte de tapar con tablas las ventanasrotas y de reparar las puertas exteriores,había dejado la casa tal y como la habíaencontrado: retratos familiares en las

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paredes, recuerdos y reliquiasfamiliares demasiado pesados parapoder llevárselos fácilmente, mueblesrotos, cajones abiertos y, esparcidas portodas las habitaciones, las mil piezas delas vidas de sus antiguos ocupantes a lasque los saqueadores no habían otorgadovalor alguno. Grace no se habíamolestado en ordenar el desastre.Cuando llegara la primavera y la quintaola los bañara, ella ya no estaría.

Llevó a Evan al segundo dormitorio,el del fondo de la casa, el dormitorio delos niños, que estaba empapelado deazul chillón y tenía el suelo literalmentecubierto de juguetes; un móvil delsistema solar colgaba olvidado del

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techo. Ella lo tumbó en una de las camasgemelas. Un niño había grabado susiniciales en el cabecero: K. M. ¿Kevin?¿Kyle? La diminuta habitación olía a laplaga. No había demasiada luz (Gracetambién había tapado aquella ventanacon tablas), pero la vista de Evan eramucho más aguda que la de los humanosnormales, así que vio las manchasoscuras de sangre que habían acabadoen las paredes azules durante los últimosestertores de alguien.

Grace salió del cuarto y regresó alcabo de unos minutos con más pomada yun rollo de vendas. Le cubriórápidamente las quemaduras, como situviera asuntos apremiantes que resolver

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en otro lado. Ninguno de los dos hablóhasta que él estuvo tapado de nuevo.

—¿Qué necesitas? —le preguntóGrace—. ¿Algo de comer? ¿Ir al baño?

—Ropa.—No es buena idea —respondió

ella—. Una semana para lasquemaduras. Dos, puede que tres para eltobillo.

«No tengo tres semanas. Tres días yaes demasiado».

Por primera vez pensó que quizáfuera necesario neutralizar a Grace.

Ella le tocó la mejilla.—Llámame si me necesitas. No

apoyes ese tobillo. Tengo que ir a porsuministros; no esperaba compañía.

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—¿Cuánto tiempo pasarás fuera?—No más de un par de horas. Intenta

dormir.—Necesito un arma.—Evan, no hay nadie en cientos de

kilómetros a la redonda —respondióella, sonriendo—. Ah, te preocupa lasaboteadora.

—Sí.—No me dispares —le dijo ella

mientras le entregaba la pistola.Él rodeó el gatillo con los dedos.—No lo haré.—Llamaré primero.—No es mala idea —dijo él,

asintiendo con la cabeza.Grace se detuvo junto a la puerta.

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—Perdimos los teledirigidos cuandocayó la base.

—Lo sé.—Eso significa que estamos los dos

desconectados —añadió Grace—. Si leocurre algo a uno de los dos… o acualquiera de nosotros…

—¿Importa? Ya casi ha acabado.Grace asintió, pensativa.—¿Crees que los echaremos de

menos?—¿A los humanos?Se preguntó si intentaba hacer una

broma. Era algo inaudito en ella;bromear no formaba parte de sucarácter.

—No a los de ahí fuera —respondió

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ella, señalando más allá de las paredes,al mundo exterior—. A los de aquídentro —añadió con la mano en elpecho.

—No puedes echar de menos lo queno recuerdas.

—Bueno, creo que yo conservaré losrecuerdos —respondió Grace—. Fui unaniña muy feliz.

—Entonces no habrá nada que echarde menos, ¿no?

Ella cruzó los brazos sobre el pecho.Primero se iba y después no. ¿Por quéno se iba?

—No los conservaré todos —dijo,refiriéndose a los recuerdos—. Solo losbuenos.

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—Ese era mi temor desde elprincipio, Grace: que cuanto másjugamos a ser humanos, más humanosnos hacemos.

Ella lo miró, burlona, y guardó unincómodo silencio durante un buen rato.

—¿Quién juega a ser humano? —preguntó.

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Esperó hasta que dejó de oír suspisadas. El viento silbaba en lasrendijas entre el contrachapado y elmarco de la ventana; por lo demás, nooía nada. Como su vista, su oído eradeliciosamente agudo. Si Graceestuviera sentada en el porchepeinándose la melena, lo habría oído.

Primero, la pistola. Sacó el cargador

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y, como sospechaba, no tenía balas. Yale había parecido que la pistola pesabapoco. Evan se permitió reír en silencio.Qué ironía: su misión principal no eramatar, sino sembrar la desconfianzaentre los supervivientes y conducirloscomo ovejas asustadas a mataderoscomo Wright-Patterson. ¿Qué sucedecuando los que siembran la desconfianzatambién son los que pasan la guadaña?La guadaña. Reprimió una risa histérica.

Respiró hondo. Le iba a doler. Sesentó. La habitación le dio vueltas.Cerró los ojos. No, eso era peor. Abriólos ojos y se obligó a permanecerderecho. Habían mejorado su cuerpopara prepararlo para el despertar,

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aquella era la verdad que escondía elsueño del búho, el secreto que lamemoria tapadera le impedía ver y, portanto, recordar: mientras Grace, él ydecenas de miles de niños como ellosdormían, la noche les había llevado susregalos. Regalos que necesitarían en losaños venideros. Regalos queconvertirían sus cuerpos en armas deprecisión, porque los diseñadores de lainvasión habían comprendido unaverdad sencilla, aunque contradictoria:allá donde fuera el cuerpo, la mente loseguía.

Si se le da a alguien el poder de losdioses, se volverá tan indiferente comoellos.

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El dolor remitió. El mareo se redujo.Bajó las piernas de la cama paracomprobar el tobillo; el tobillo era laclave. Las demás heridas eran graves,pero intrascendentes, podía manejarlas.Con precaución, aplicó presión a lapunta del pie y un latigazo de dolor lesacudió la pierna. Cayó de espaldas,jadeante. Sobre él, los planetaspolvorientos seguían paralizados en suórbita alrededor de un sol abollado.

Se sentó y esperó a que se leaclarase la cabeza. No iba a encontrar elmodo de evitar el dolor, así que tendríaque encontrar el modo de soportarlo.

Bajó al suelo utilizando el lateral dela cama para apoyar el peso. Después se

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obligó a descansar. No hacía faltacorrer. Si Grace regresaba, podíaexplicarle que se había caído de lacama. Despacio, centímetro acentímetro, arrastró el culo por lamoqueta hasta que acabó de nuevo bocaarriba, mirando el sistema solar detrásde una lluvia de meteoritos al rojoblanco que le nublaba la vista. Eldormitorio estaba helado, pero élsudaba con ganas. Sin aliento. Con elcorazón a mil por hora. Y la pielardiendo. Se concentró en el móvil, enel azul desteñido de la Tierra, en el rojooscuro de Marte. El dolor llegaba enolas; ahora flotaba en otro mar distinto.

Las lamas de debajo de la cama

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estaban clavadas y sujetas por el pesode la estructura y el colchón. Daba igual.Se metió en el estrecho espacio de abajoaplastando los cadáveres de insectos enputrefacción, y descubrió un coche dejuguete volcado y las extremidadesretorcidas de una figura de acción deplástico, de la época en que los héroespoblaban los sueños de los niños.Rompió una de las tablas con tres golpesdel talón de la mano, retrocedió pordonde había entrado y liberó el otroextremo. El polvo se le metió en laboca. Tosió, y eso generó otro tsunamide dolor que le cruzó el pecho, le bajópor el costado y se le enrolló como unaanaconda en el estómago.

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Diez minutos después volvía acontemplar el sistema solar; lepreocupaba que Grace lo encontraradesmayado, sujetando sobre el pechouna lama de somier de diez por quince.Aquello sí que sería difícil de explicar.

El mundo daba vueltas. Los planetaspermanecían inmóviles.

«Hay una habitación secreta»…Había cruzado el umbral de esahabitación, en la que una simplepromesa ataba más que mil candados:«Te encontraré». Esa promesa, comotodas las promesas, creaba su propiamoralidad. Para cumplirla tendría quecruzar un mar de sangre.

El mundo desatado. Los planetas

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inertes.

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20

Cuando Grace regresó, ya era de noche.La luz de una lámpara expandiéndosepor el pasillo del exterior fue elpresagio de su llegada. Dejó la lámparaen la mesita de noche, y la luz proyectósombras que se tragaron su rostro. Evanno protestó cuando ella bajó las mantas,le quitó las vendas que le cubrían lasheridas y dejó su cuerpo expuesto al aire

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helado.—¿Me has echado de menos, Evan?

—murmuró con las puntas de los dedosresbaladizas por la pomada que leuntaba en la piel—. No me refiero a hoy.¿Cuántos años teníamos? ¿Quince?

—Dieciséis —respondió.—Hmmm. Me preguntaste si me

daba miedo el futuro. ¿Lo recuerdas?—Sí.—Una pregunta muy… humana.Con los dedos de una mano

masajeaba, mientras que con los dedosde la otra se desabrochaba la camisa,despacio.

—No tanto como la otra preguntaque te hice.

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Ella ladeó la cabeza con curiosidad.El cabello le cayó sobre el hombro. Surostro perdido en las sombras y lacamisa que se abría, como una cortina aldescorrerse.

—¿Cuál era? —susurró Grace.—Si no hacía mucho tiempo que te

sentías sola hasta límitesindescriptibles.

La frialdad de los dedos de Grace.El calor de la carne abrasada de Evan.

—El corazón te late muy deprisa —susurró ella.

Se levantó. El cerró los ojos. «Porla promesa». Justo al borde del círculode luz, Grace dejó que los pantalones lecayeran hasta los tobillos. Él no miró.

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—No tan sola —respondió Grace, ysu aliento le acarició la oreja—. Estarencerrados en estos cuerpos tiene suscompensaciones.

«Por la promesa». Y Cassie era laisla hacia la que nadaba, la que surgíade un mar de sangre.

—No tan sola, Evan —insistióGrace, y le tocó los labios con losdedos, el cuello con los labios.

Evan no tenía elección, su promesano se lo permitía. Grace nunca lo dejaríair; no vacilaría en asesinarlo si lointentaba. No podía correr más que ellani podía ocultarse. No tenía elección.

Abrió los ojos, levantó la manoderecha y le acarició el pelo con los

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dedos. Metió la mano izquierda bajo laalmohada. Sobre ellos, vio el solsolitario que brillaba a la luz de lalámpara sin sus retoños. Creía queGrace se fijaría en que faltaban losplanetas. Esperaba que le preguntase porqué los había quitado, aunque lo que élnecesitaba no eran los planetas.

Era el alambre.Pero Grace no se había fijado; tenía

la cabeza en otra parte.—Tócame, Evan —susurró.Él rodó bruscamente a la derecha y

le golpeó la mandíbula con el antebrazoizquierdo. Ella cayó de espaldas al salirél de la cama y golpearla con el hombroen el vientre. Grace le clavó las uñas en

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las quemaduras de la espalda y lo arañó.El cuarto se fundió en negro por uninstante, pero Evan no necesitaba ver:solo necesitaba estar cerca.

Puede que ella viera el garroteimprovisado con madera rota y alambredel móvil que Evan sujetaba en la manoo puede que solo tuviera suerte, pero elcaso es que cerró el puño en torno alalambre y empujó justo cuando él lotensaba. Él la derribó de una patada conla parte exterior de su tobillo bueno y latiró al suelo, siguiéndola con su cuerpo,aplastándole con la rodilla la parte bajade la espalda.

No tenía elección.Reunió toda la fuerza aumentada que

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le quedaba para tensar el alambre hastaque le atravesó la palma de la mano yllegó al hueso.

Grace forcejeó bajo el cuerpo deEvan. El le pasó la rodilla derecha porencima y le aplastó la cabeza con ella.Más fuerte. Más fuerte. Olía a sangre. Ala de él. A la de ella.

La habitación le daba vueltas.Hundido en sangre, la de él, la de

ella, Evan Walker se mantuvo firme.

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Cuando terminó, se arrastró hasta lacama y sacó la lama rota. Era un pocolarga para hacer de muleta (tenía quesostenerla en un ángulo complicado),pero tendría que bastar. Cojeó hasta elotro dormitorio, donde encontró ropa dehombre: unos vaqueros, una camisa decuadros, un jersey tejido a mano y unachaqueta de cuero con el nombre del

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equipo de bolos de su propietario. «Losbobos de Urbana», estampado en laespalda. La tela le raspaba la piellevantada y convertía cada movimientoen un estudio sobre el dolor. Despuésentró en el salón arrastrando los pies, yallí encontró la mochila y el fusil deGrace. Se echó ambas cosas al hombro.

Horas después, descansando en elnido metálico de uno de los ocho cochesenvueltos en un accidente en cadena dela Autopista 68, abrió la mochila parahacer inventario y descubrió una docenade bolsas de plástico etiquetadas conrotulador negro, cada una con un mechónde pelo humano. Al principio se quedódesconcertado: ¿de quién eran los

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mechones y por qué estaban en bolsas,todas con su fecha? Entonces locomprendió: Grace guardaba trofeos desus presas.

Allá donde fuera el cuerpo, la mentelo seguía.

Con dos trozos de metal roto y elresto de las vendas se fabricó una férulapara el tobillo. Bebió unos cuantostragos de agua. El cuerpo le pedía agritos que se durmiera, pero no lo haríahasta que cumpliera su promesa. Alzó elrostro hacia los puntitos de luz puraclavados en la oscuridad sin límites.«¿Acaso no te he encontrado siempre?».

El faro del coche que tenía a su ladoestalló en una lluvia de cristal

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pulverizado y plástico. Se metió bajo elvehículo más cercano, arrastrando elfusil tras él.

Grace, tenía que ser Grace. Graceestaba viva.

Se había marchado demasiadodeprisa. Había dado demasiado porhecho, había albergado demasiadasesperanzas. Y ahora estaba atrapado,arrinconado sin salida. Fue en esemomento cuando Evan se dio cuenta deque las promesas se podían cumplir delmodo más insospechado: habíaencontrado a Cassie convirtiéndose enella.

Herido, atrapado bajo un coche,incapaz de correr, incapaz de levantarse,

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a merced de un cazador implacable y sinrostro, un Silenciador diseñado paraapagar el ruido humano.

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Conoció («encontró» sería más preciso)a Grace el verano que amboscumplieron dieciséis años, en la Feriadel Condado de Hamilton. Evan estabajunto a la carpa del zoo interactivo deanimales exóticos con su hermanapequeña, Val, que llevaba exigiendo veral tigre blanco desde que habíanllegado, a primera hora de la mañana.

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Era agosto. La cola era larga. Val estabacansada, gruñona y pegajosa de sudor.Él había estado retrasando el momentoporque no le gustaba ver animales encautividad. Cuando los miraba a losojos, algo en ellos le devolvía lamirada.

Primero encontró a Grace al lado dela caravana de los buñuelos con unachorreante rodaja de sandía en la mano.Cabello rubio que le llegaba hasta lamitad de la espalda; rasgos fríos, casiárticos, sobre todo los ojos azul hielo; yuna sonrisa cínica reluciente de zumo.Se volvió hacia él, y él apartó la miradarápidamente hacia su hermana pequeña,que estaría muerta en menos de dos

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años. Un hecho con el que cargaba y queocultaba en otra habitación secretadistinta. A veces le costaba superarlo:saber que todos los rostros que habíavisto eran los rostros de futuroscadáveres. Su mundo estaba poblado defantasmas vivientes.

—¿Qué? —le preguntó Val.Él sacudió la cabeza: nada. Respiró

hondo y miró de nuevo hacia lacaravana, pero la rubia alta habíadesaparecido.

Dentro de la carpa, detrás de unaalambrada de acero, el tigre blancojadeaba de calor. Los niños seamontonaban frente a él. Detrás de ellos,los chasquidos de cámaras y móviles. El

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tigre exhibía una majestuosa indiferenciaante tanta atención.

—Precioso —murmuró una vozronca junto al oído de Evan.

No se volvió. Sabía, sin mirar, queera la chica del largo cabello rubio y loslabios relucientes de zumo de sandia. Laatracción estaba a rebosar; los brazosdesnudos de la chica rozaban los suyos.

—Y triste —dijo Evan.—No —repuso Grace—. El tigre

podría abrirse paso a través de esaalambrada en dos segundos y arrancarlela cara a un niño en tres. El decidequedarse ahí. Por eso es precioso.

Él la miró. Sus ojos eran aun mássorprendentes de cerca. Se clavaban en

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los suyos, y las rodillas le temblaron unmomento al reconocer a la entidad quese escondía dentro del cuerpo de Grace.

—Deberíamos hablar —susurróella.

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Al anochecer, las luces de la noria seencendieron, la música enlatada subióde volumen y la multitud aumentó por lacalle principal. Vaqueros cortos,chanclas y olor a protector solar decoco; hombres de prominente barriga ymanos callosas que caminaban comopatos, tocados con gorras de JohnDeere, con la cartera metida en el

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bolsillo trasero y amarrada a lastrabillas del cinturón. Dejó a Val con sumadre y se dirigió a la noria paraesperar, nervioso, a Grace. Ella sematerializó entre la multitud con unenorme animal de peluche en los brazos:un tigre blanco de Bengala con unosrelucientes ojos de plástico azulligeramente más oscuros que los de ella.

—Me llamo Evan.—Yo soy Grace.Se quedaron mirando la gigantesca

rueda que daba vueltas recortada contrael ciclo morado.

—¿Crees que lo echaremos demenos cuando desaparezca? —preguntóél.

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—Yo no —respondió Grace,arrugando la nariz—. Huelen fatal. Nome acostumbro.

—Eres la primera que conozcodesde que…

—Y yo. ¿Crees que ha sido unaccidente?

—No.—No pensaba venir hoy, pero esta

mañana, cuando me he despertado, heoído como una vocecita que me decíaque viniera. ¿Tú la has oído?

—Sí —contestó Evan.—Bien —dijo Grace, que parecía

aliviada—. Llevo tres añospreguntándome si estoy loca.

—No estás loca.

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—¿Tú no te lo preguntas?—Ya no.Ella esbozó una sonrisa maliciosa.—¿Quieres ir a dar un paseo?Caminaron hasta la zona de

espectáculos, ya desierta, y se sentaronen las gradas. Aparecieron las primerasestrellas. La noche era cálida, el aire,húmedo. Grace vestía unos pantalonescortos y una blusa blanca sin mangas concuello de encaje. Al sentarse a su lado,Evan detectó el olor a regaliz.

—Así será —comentó él mientrasseñalaba con la cabeza el corral vacíocon su suelo pisoteado, cubierto deserrín y estiércol.

—¿El qué?

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—El futuro.Ella se rio como si fuera un chiste.—El mundo se acaba. El mundo se

acaba y el mundo comienza de nuevo.Siempre ha sido así.

—¿No te da miedo lo que seavecina? ¿Nunca?

—Nunca —respondió abrazada altigre blanco de su regazo.

Sus ojos parecían adaptarse al colorde aquello que mirara. En aquelmomento estaba contemplando el cieloque oscurecía, y sus ojos eran de unnegro insondable.

Hablaron unos minutos en su idiomanativo, pero era difícil y se rindieronrápidamente. Demasiadas palabras

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impronunciables. Evan se dio cuenta deque ella se había quedado mucho mástranquila, y entendió que lo que le dabamiedo no era el futuro, sino el pasado:temía que la entidad de su interior nofuera más que el producto de la menteperturbada de una chica humana.Encontrarse con Evan había validado suexistencia.

—No estás sola —le dijo él.Bajó la vista y descubrió la mano de

Grace en la suya. Una mano para él, laotra para el tigre.

—Esa ha sido la peor parte —coincidió ella—. Sentirse la últimapersona del universo. Sentir que todoestá aquí —añadió, tocándose el pecho

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— y en ningún otro sitio.Años después leería algo similar en

el diario de otra chica de dieciséis años,la que encontró y perdió, encontró denuevo y volvió a perder:

«A veces pienso que tal vez sea elúltimo ser humano de la Tierra».

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El chasis del coche contra la espalda. Elfrío asfalto contra la mejilla. El fusilinútil agarrado en la mano. Estabaatrapado.

Grace tenía varias opciones. A él lequedaban dos.

No, si todavía albergaba algunaesperanza de cumplir su promesa, solotenía una: la elección de Cassie.

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Ella también había hecho unapromesa, una promesa imposible ysuicida a la única persona de la Tierraque le seguía importando, que leimportaba más que su propia vida.Aquel día se levantó para enfrentarse alcazador sin rostro porque su muerte noera nada comparada con la muerte de supromesa. Si quedaba alguna esperanza,se hallaba en las promesas imposiblesdel amor.

Se arrastró para salir al aire librepor debajo del parachoques delantero y,como Cassie Sullivan, Evan Walker selevantó.

Tensó el cuerpo a la espera de labala final. Cuando Cassie se levantó en

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aquella tarde de otoño sin nubes, suSilenciador huyó. No creía que Gracehuyera. Grace terminaría lo que habíaempezado.

Pero no llegó el final. No llegó labala silenciadora que lo conectaría conGrace como con un cordón de plata.Sabía que ella estaba allí. Sabía quepodía verlo de pie, medio encogido,delante del coche. Y se dio cuenta deque no había forma de escapar delpasado, de evitar las inevitablesconsecuencias: el terror de Cassie, suincertidumbre y su miedo, ahora lepertenecían a él.

Sobre Evan, las estrellas. Delante, lacarretera que brillaba a la luz de las

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estrellas. El frío helado que atenazaba yel olor medicinal del ungüento queGrace le había extendido sobre lasheridas. «El corazón te late muydeprisa».

«No va a matarte —se dijo—. No esel objetivo. Si matarte fuera el objetivo,no habría fallado el primer disparo».

Solo había una respuesta: Gracepretendía seguirlo. Él era un misteriopara ella, y seguirlo era el único modode resolverlo. Se había escapado de unatrampa solo para hundirse más en elpozo. Cumplir su promesa ya no era serfiel, sino que lo convertiría en traidor.

No podía dejarla atrás, no con eltobillo mal. No podía razonar con ella,

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ya que apenas era capaz de expresar conclaridad sus razones. Podía esperar aque se diese por vencida. Quedarse, nohacer nada… y arriesgarse a que lossoldados de la quinta ola descubrieran aCassie o a que ella abandonara el hotelantes de que acabara aquella situaciónde punto muerto con Grace. Podía forzaruna confrontación, pero había falladouna vez y lo más probable era quevolviera a hacerlo. Estaba demasiadodébil y herido. Necesitaba tiempo paracurarse, pero no había tiempo.

Se apoyó en el capó del coche ymiró al cielo tachonado de estrellas, sinluces humanas que les hicieran sombra,limpio de contaminantes, las mismas

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estrellas que habían iluminado el mundodesde antes de que la humanidadcaminara sobre él. Durante miles deaños, esas mismas estrellas; ¿qué era eltiempo para ellas?

—Efímera —susurró Evan—.Efímera.

Se echó el fusil al hombro y se abriópaso a través de los cochesaccidentados de vuelta a la mochila desuministros, que se echó al otro hombro.Se metió bajo el brazo la muletaimprovisada. Avanzaría despacio,dolorosamente despacio, pero asíobligaría a Grace a elegir entre dejarlomarchar o seguirlo, lo que significaríaabandonar el territorio que le había sido

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asignado en un momento en que desertarpodría suponer un importante revés enun calendario muy bien diseñado. Evaniría hacia el norte del hotel, al nortehacia la base más cercana. Al norte,adonde el enemigo había huido,reducidas sus fuerzas, a la espera de laprimavera para el ataque definitivo.

Sobre ellos recaía la esperanza (asíhabía sido desde el principio), sobre loshombros de los niños soldado de laquinta ola.

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La misma noche del día en que se habíanconocido, Evan y Grace paseaban por lacalle central de la feria, bajo las lucesque repelían la oscuridad, atravesandola multitud y dejando atrás los juegos delanzamiento de aro y de dardos, y el tirolibre de baloncesto. Los altavocesmontados en los postes de la luzberreaban su música, el burbujeante

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sonido de miles de conversacionesdiscurría por debajo como una corrientesubmarina, y el flujo de la multitudtambién era como un río que searremolinaba y giraba, rápido en unospuntos y lánguido en otros. Altos,esbeltos e imponentes, Evan y Gracellamaban la atención de los viandantes,lo que lo incomodaba. Nunca le habíangustado las multitudes, prefería lasoledad del bosque y de los campos dela granja familiar, una predisposiciónque le resultaría útil cuando llegara eltiempo de la limpieza.

El tiempo. Por encima de ellos, lasestrellas giraban como los puntos de luzde la noria que se erguía sobre la feria,

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aunque demasiado lentas para que el ojohumano lo percibiera; eran lasmanecillas del reloj universal que sequedaba sin cuerda, que llevabaquedándose sin cuerda desde elprincipio, y los rostros que pasabanmarcando el tiempo, como las mismasestrellas, eran sus prisioneros. Evan yGrace no. Ellos habían conquistado loinconquistable, negado lo innegable. Laúltima estrella moriría, el universo en síexpiraría, pero ellos seguirían parasiempre.

—¿En qué piensas? —le preguntóella.

—«Mi espíritu no permanecerá en elser humano para siempre, porque no es

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más que un simple mortal».—¿Cómo? —preguntó ella,

sonriendo.—Es de la Biblia.Grace se pasó el tigre de peluche a

la otra mano para poder coger la deEvan.

—No seas morboso. Es una nochepreciosa y no volveremos a vernos hastaque esto acabe. Tu problema es que nosabes vivir el momento.

Grace lo apartó de la explanadaprincipal, lo llevó hasta las sombrasentre dos carpas y allí lo besó, se apretócontra él, y algo dentro de Evan seabrió. Ella entró en él y aplacó laterrible soledad que había sentido desde

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su despertar.Ella se apartó con las mejillas

sonrosadas y un fuego pálido ardiéndoleen los ojos.

—A veces pienso en ello, en laprimera muerte. En cómo será.

Él asintió con la cabeza.—Yo también lo pienso. Pero, sobre

todo, pienso en la última.

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Abandonó la autopista y atravesó elcampo abierto cruzando caminossolitarios y deteniéndose a rellenar lacantimplora en el agua de un arroyohelado, guiándose por la Estrella Polar,como los antiguos. Las heridas loobligaban a descansar a menudo, y cadavez que lo hacía veía a Grace a lo lejos.Ella no se molestaba en esconderse,

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quería que supiera que estaba ahí, fueradel alcance de su fusil. Al alba, ya habíallegado a la Autopista 68, la arteriaprincipal que conectaba Huber Heightscon Urbana. Recogió madera entre unosárboles que bordeaban la carretera yencendió una fogata. Le temblaban lasmanos. Tenía fiebre. Le preocupaba quese le hubieran infectado las quemaduras.Aunque habían mejorado sus sistemascorporales, un cuerpo mejorado podíaalcanzar un punto sin retorno. El tobillose le había hinchado hasta el doble de sutamaño normal, la piel estaba caliente altacto y la herida le palpitaba con cadalatido del corazón. Decidió pasar allí undía, puede que dos, y mantener la

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hoguera encendida.Una baliza para atraerlos a la

trampa. Si seguían allí fuera. Siconseguía atraerlos.

La carretera ante él. El bosquedetrás. Se quedaría en campo abierto.Grace se quedaría en el bosque. Loesperaría. Ya estaba fuera de suterritorio, plenamente comprometida conla misión, no había vuelta atrás.

Se calentó junto al fuego. Grace noencendió ninguno. De Evan eran la luz yel calor. De Grace, la oscuridad y elfrío. Se desprendió de la chaqueta, y sequitó el jersey y la camisa. Lasquemaduras empezaban a cicatrizar,aunque también le picaban una

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barbaridad.Para distraerse, talló una muleta

nueva con una rama de árbol sacada delbosque.

Se preguntó si Grace se arriesgaría adormir. Ella sabía que Evan recuperabafuerzas con cada hora que pasaba y que,con cada hora que ella se retrasaba,disminuían sus probabilidades de éxito.

La vio a media tarde del segundodía, una sombra entre las sombras,mientras él recogía más leña para elfuego. Unos cincuenta metros más allá,entre los árboles, con un fusil defrancotirador de gran calibre, una vendaensangrentada en la mano y otra en elcuello. El aire bajo cero parecía

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transmitir su voz hasta el infinito.—¿Por qué no me mataste, Evan?Al principio no respondió, sino que

siguió recogiendo leña para la baliza.—Creía haberlo hecho —respondió

al fin.—No, eso es imposible.—A lo mejor estoy harto de

asesinatos.—¿Qué significa eso?—No lo entenderías —repuso él,

sacudiendo la cabeza.—¿Quién es Casiopea?Se irguió cuan alto era. La luz

apenas penetraba en la arboleda, bajouna sábana de nubes gris hierro. Aun así,pudo ver la sonrisa cínica de sus labios

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y el fuego azul pálido de sus ojos.—La que se alzó cuando cualquier

otro habría permanecido oculto —respondió Evan—. Aquella en la que nopodía dejar de pensar incluso antes deconocerla. El último, Grace. El últimoser humano sobre la faz de la Tierra.

Ella no respondió durante un buenrato. Él siguió donde estaba. Ellatambién.

—Te has enamorado de una humana—afirmó, asombrada, para despuésañadir lo obvio—: No es posible.

—Solíamos pensar lo mismo sobrela inmortalidad.

—Sería como si uno de ellos seenamorara de una babosa marina —dijo,

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sonriendo—. Estás loco. Te has vueltoloco.

—Sí.Le dio la espalda a Grace,

invitándola a dispararle. Al fin y alcabo, estaba loco, y la locuraproporcionaba su propia armadura.

—¡No puede ser eso! —le gritó ella—. ¿Por qué no me cuentas lo que pasade verdad?

Él se detuvo. La leña cayó conestrépito al suelo helado. La muleta,también. Giró un poco la cabeza, aunqueno se volvió hacia ella.

—Cúbrete, Grace —dijo en vozbaja.

El dedo de la chica tembló en el

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gatillo. Es posible que los ojos humanosnormales no lo captaran, pero los deEvan sí.

—¿O qué? —exigió saber—. ¿Meatacarás otra vez?

—Yo no te voy a atacar, Grace, peroellos sí.

La chica ladeó la cabeza como elpájaro del árbol cuando Evan se habíadespertado en su campamento.

—Están aquí —dijo él.La primera bala le acertó a Grace en

un muslo. Se tambaleó hacia atrás,aunque permaneció en pie. La siguientele dio en el hombro izquierdo, de modoque se le resbaló el fusil. La tercera,seguramente de un segundo tirador, se

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estrelló contra el árbol que había justoal lado de Evan; no le acertó en lacabeza por milímetros.

Grace se tiró al suelo.Evan corrió.

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Decir que corría era una exageración.Más bien se trataba de un cojeofrenético, balanceando la pierna heridalo máximo posible para echar todo elpeso en la buena. Cada vez que el talóntocaba el suelo le estallaban puntitos deluz brillante en los ojos. Dejó atrás lasbrasas de la fogata, la baliza que llevabados días ardiendo, la señal de

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«¡Estamos aquí!» que había colgado enel bosque. Recogió el fusil del suelo sinpararse, ya que no pretendía proteger suposición. Grace atraería sus disparos…Un pelotón de al menos dos reclutas,quizá más. Esperaba más. Másmantendrían a Grace ocupada un rato.

¿Cuánto? ¿Quince kilómetros?¿Treinta? No lograría mantener aquelritmo, pero, siempre y cuando siguieramoviéndose, estaría cerca del hotel alalba del día siguiente.

Oía los disparos tras él. Tirosesporádicos, no continuos, lo quesignificaba que Grace estaba siendometódica. Los soldados llevaríanoculares, lo que igualaría algo el juego;

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no mucho, pero sí un poco.Abandonó cualquier intento de ir

deprisa y llegó a la autopista, donde sepuso a avanzar a saltitos por el centro,una figura solitaria bajo la inmensidaddel cielo plomizo. Una bandada de másde mil cuervos daba vueltas yrevoloteaba sobre él en dirección norte.Siguió moviéndose, gruñendo de dolor;cada zancada era una lección, lasacudida de cada paso era unrecordatorio. Se le disparó latemperatura, le ardían los pulmones, elcorazón le martilleaba en el pecho. Lafricción de la ropa le desgarró lasdelicadas costras y no tardó en sangrar.La sangre le pegaba la camisa a la

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espalda y le empapaba los vaqueros.Sabía que estaba forzándose demasiado.Iba a fallar el sistema instalado paramantener su vida más allá de todaresistencia humana.

Se derrumbó cuando el sol hizo lopropio bajo la cúpula del cielo, unacaída a cámara lenta, tambaleante, en laque primero se golpeó un hombro ydespués rodó hasta el borde de lacarretera. Allí se quedó, boca arriba,con los brazos extendidos, entumecidode cintura para abajo, temblando sincontrol, ardiendo a pesar del fríointenso. La oscuridad barrió la faz de laTierra, y Evan Walker bajó dandotumbos hasta el fondo en tinieblas, hasta

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una habitación secreta que bailababañada en luz, una luz que procedía delrostro de ella; y Evan no teníaexplicación para el fenómeno, no sabíapor qué su cara iluminaba aquel lugaroscuro de su interior. «Estás loco. Tehas vuelto loco». Él también lo habíapensado. Luchaba por mantenerla vivamientras, cada noche, la abandonabapara matar al resto. ¿Por qué debía viviruna persona aunque el mundo enteropereciera? Ella iluminaba lastinieblas… Su vida era la lámpara, laúltima estrella de un universomoribundo.

«Yo soy la humanidad», habíaescrito Cassie. Egocéntrica, cabezota,

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sentimental, infantil, presumida. «Yo soyla humanidad». Cínica, ingenua, amable,cruel, suave como una pluma, dura comoel acero al tungsteno.

Tenía que levantarse. Si no lo hacía,la luz se apagaría. El mundo acabaríaconsumido por la aplastante oscuridad.Pero la atmósfera entera lo empujabahacia el suelo, lo atrapaba bajo el pesode cinco mil billones de fuerzadevastadora.

El sistema se había roto. Llevada allímite, la tecnología alienígena instaladaen su cuerpo humano cuando tenía treceaños se había bloqueado. Ya no quedabanada que lo mantuviera o protegiera.Quemado y roto, su cuerpo humano no

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era distinto al de su antigua presa: frágil,delicado, vulnerable, solo.

No era uno de ellos. Era uno deellos, por completo. Del todo Otro, deltodo humano.

Rodó para colocarse de lado. Sufrióun espasmo en la espalda. Notó sangreen la boca. La escupió.

Boca abajo. Después apoyó lasrodillas. Después, las manos. Los codosle temblaron, las muñecas amenazaroncon doblarse bajo su propio peso.Egocéntrica, cabezota, sentimental,infantil, presumida. «Yo soy lahumanidad». Cínica, ingenua, amable,cruel, suave como una pluma, dura comoel acero al tungsteno.

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«Yo soy la humanidad».Se arrastró.«Yo soy la humanidad».Cayó.«Yo soy la humanidad».Se levantó.

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Una vida entera después, Evanobservaba desde su escondite bajo elpaso elevado de la autopista a la chicade pelo oscuro que corría por elaparcamiento, cruzaba la rampa deacceso a la interestatal, trotaba unoscuantos metros hacia el norte por laAutopista 68 y se detenía al lado de untodoterreno para volver la vista atrás,

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hacia el edificio. Siguió su mirada hastauna ventana de la segunda planta, dondeuna sombra parpadeó un instante antesde desaparecer.

«Efímera».La chica de pelo oscuro se esfumó

entre los árboles que bordeaban laautopista. Desconocía por qué se habíamarchado y adónde iba. A lo mejor elgrupo se dividía (eso aumentaría unpoco las probabilidades de sobrevivir)o puede que fuese a explorar unescondite más seguro desde el quecapear el invierno. En cualquier caso, ledaba la impresión de que los habíaencontrado justo a tiempo.

La chica de pelo oscuro desapareció

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y dejó al menos a cuatro dentro, queeran los que él había visto controlandolas ventanas. No sabía si alguno de elloshabía sobrevivido a la explosión. Nisiquiera estaba seguro de que la sombrade la ventana fuera la de Cassie.

Tampoco importaba: había hechouna promesa y tenia que entrar.

No podía acercarse a caradescubierta, ya que la situación secomplicaba con muchas incógnitas. ¿Y sino era Cassie, sino un pelotón desoldados de la quinta ola que habíanquedado aislados al estallar la base,como el pelotón que había dejado alcuidado de Grace? Lo matarían antes dedar dos pasos. El riesgo no variaba

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mucho si se trataba de Cassie y de ungrupo de supervivientes: puede que lomataran antes de darse cuenta de quiénera.

Sin embargo, entrar de otro modotambién tenía sus riesgos: no sabíacuántas personas había dentro: no sabíasi era capaz de encargarse de dos —ymenos aún de cuatro— chavales degatillo fácil, bien armados y hasta lascejas de adrenalina, dispuestos a volaren pedazos todo lo que se moviera. Elsistema que mejoraba su cuerpo habíafallado. «Soy completamente humano»,le había dicho a Cassie. Ahora eraliteralmente cierto.

Seguía sopesando las opciones

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cuando una figura diminuta apareció enel aparcamiento. Un niño vestido conuniforme de la quinta ola. No era Sam,porque Sam llevaba el mono blanco delos menores recién procesados, pero erapequeño. Le echó unos seis o siete años.Seguía la misma ruta que la chica depelo oscuro, e incluso se detuvo junto almismo todoterreno para mirar hacia elhotel. Esta vez no vio ninguna sombra enla ventana: quienquiera que fuese, ya noestaba allí.

Ya iban dos. ¿Es que abandonaban elhotel uno a uno? Tácticamente, teníaalgo de sentido. Entonces ¿no deberíaesperar a que saliera Cassie, en vez dearriesgar la vida entrando?

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Y las estrellas giraban sobre él,marcando el tiempo del reloj que sequedaba sin cuerda.

Empezó a levantarse, pero volvió adejarse caer. Otra persona salió delhotel, alguien mucho más alto que laanterior, un crío grandote con una cabezaenorme y un fusil en la mano. Ya ibantres, aunque ninguno era Cassie ni Sam,ni el amigo del instituto de Cassie…¿Cómo era? ¿Ken? Con cada éxodoaumentaban las probabilidades de queCassie no estuviera en el grupo.¿Debería intentar entrar?

Su instinto lo urgía a hacerlo. Sinrespuestas, sin armas y casi sin fuerzas.El instinto era lo único que le quedaba.

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Así que lo hizo.

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Durante más de cinco años habíaconfiado en los regalos que lo hacíansuperior a los humanos en casi todos losaspectos: el oído, la vista, los reflejos,la agilidad, la fuerza. Aquellos dones lohabían malcriado. Se le había olvidadolo que se sentía al ser normal.

Ahora le tocaba asistir a un cursoacelerado.

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Se metió a hurtadillas en unahabitación de la planta baja a través deuna ventana rota. Se acercó cojeando ala puerta y pegó la oreja, pero solo oyóel atronador latido de su corazón. Abrióla puerta, salió al pasillo y escuchómientras esperaba en vano a que susojos se acostumbraran a la oscuridad.Recorrió el pasillo hasta el vestíbulo.Oía su propia respiración escarchándoseen el aire helado, pero nada más. Alparecer, no había nadie en la plantabaja. Sabía que había alguien en laventanita del pasillo de arriba, lo habíavisto mientras entraba en el edificio.

Escaleras. Dos tramos. Cuando llegóal segundo rellano, estaba mareado de

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dolor y sin aliento por el esfuerzo. Laboca le sabía a sangre. No había luces.Estaba sepultado en una oscuridadabsoluta.

De haber una sola persona al otrolado de la puerta, dispondría de algunossegundos. Más de una y el tiempocarecería de importancia: estaríamuerto. Su instinto le gritaba queesperase.

Pero entró.En el pasillo del otro lado de la

puerta vio a un crío bajito con unasorejas de tamaño extraordinario que,asombrado, abrió la boca de par en paren cuanto Evan lo agarró por el cuellocon una llave y le presionó la carótida

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con el antebrazo para cortarle elsuministro de sangre al cerebro.Arrastró a su presa, que se retorcía paraliberarse, de vuelta al pozo oscuro delas escaleras. El crio se desmayó antesde que la puerta volviera a cerrarse.

Evan esperó unos segundos al otrolado. El pasillo estaba vacío, la capturahabía sido rápida y relativamentesilenciosa. Los demás (si los había)podrían tardar un rato en darse cuenta deque el centinela había desaparecido.Arrastró al crío hasta el pie de lasescaleras y lo metió en el huequecitoentre los escalones y la pared. Despuéssubió de nuevo. Abrió un poco la puerta.A mitad del pasillo se abrió otra puerta,

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y dos figuras en sombras salieron porella. Las observó cruzar el pasillo yentrar en otro cuarto. Reaparecieroninstantes después y pasaron a lasiguiente puerta.

Estaban comprobando todas lashabitaciones. Las escaleras serían losiguiente. O el ascensor; se le habíaolvidado el ascensor. ¿Bajarían por elhueco y entrarían en las escaleras porabajo?

«No. Si solo hay dos, se dividirán:uno por las escaleras, otro por elascensor, y se reunirán en el vestíbulo».

Los observó salir de la últimahabitación y entrar en el ascensor, dondeuno sostuvo las puertas mientras el otro

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se perdía de vista en el hueco. Al quequedaba le costaba ponerse de pie, sesujetaba el estómago y gruñía bajito porel esfuerzo, apoyando todo su peso en unlado al dirigirse cojeando hacia dondeestaba Evan.

Esperó. Seis metros. Tres. Uno.Sujetando el fusil con la mano derecha yla barriga con la izquierda. De pie alotro lado de la puerta, Evan sonrió.«Ben, no Ken. Ben».

«Te encontré».Era demasiado peligroso confiar en

que Ben lo reconociera y no le dispararaen el acto. Salió de golpe por la puerta yle dio un puñetazo con todas sus fuerzasen el estómago herido. El porrazo lo

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dejó sin aliento, pero Ben se negó acaer. Tambaleándose de espaldas,levantó el fusil. Evan lo apartó a un ladoy volvió a golpearlo en el mismo punto;esta vez Ben si cayó de rodillas a lospies de Evan. Echó la cabeza hacia atrásy se miraron a los ojos.

—Sabía que no eras de fiar —jadeóBen.

—¿Dónde está Cassie?Se arrodilló, agarró a Ben por la

sudadera amarilla con capucha y se loacercó a la cara.

—¿Dónde está Cassie? —repitió.De haber sido como era antes, es

decir, si el sistema no hubierareventado, habría visto el movimiento

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de la hoja al salir, habría oído elinfinitesimal silbido del cuchillo alrasgar el aire. Sin embargo, no se diocuenta hasta que Ben se lo clavó en elmuslo.

Cayó de espaldas arrastrando a Bencon él. Lo lanzó a un lado cuando Benarrancó el cuchillo. Evan le aplastó lamuñeca con la rodilla para neutralizar laamenaza y le tapó la cara con ambasmanos, cubriéndole la nariz y la boca, yapretó con fuerza. El tiempo parecíaalargarse. Bajo él, Ben daba manotazosy patadas, volvía la cabeza de un lado aotro mientras, con la mano libre,intentaba coger el fusil, que tenía apocos centímetros de los dedos. El

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tiempo se paralizó.Entonces, Ben se quedó quieto y

Evan se dejó caer al suelo, jadeando,empapado en sangre y sudor, y sintiendocomo si el cuerpo fuera a estallarle enllamas. No tenía tiempo pararecuperarse: pasillo abajo, a través deuna rendija de la puerta, una cara conforma de corazón lo estaba mirando.

Sam.Se puso en pie, perdió el equilibrio,

se dio contra la pared, cayó. De nuevoarriba, convencido ya de que era Cassiela que había bajado por el hueco delascensor, pero con la intención deasegurar a Sam primero. Sin embargo, elniño había cerrado la puerta y gritaba

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obscenidades desde el otro lado; ydespués, cuando Evan puso la mano enel pomo, el crío disparó.

Se pegó a la pared, junto a la puerta,mientras Sam vaciaba el cargador.Cuando llegó la pausa, no vaciló: debíaneutralizar a Sam antes de querecargara.

Evan podía elegir: derribar la puertade una patada con el pie malo o apoyartodo el peso en él para derribarla con elotro. Ninguna de las dos opciones erabuena. Decidió golpear con el roto; nopodía arriesgarse a perder el equilibrio.

Tres patadas potentes y rápidas. Trespatadas que le produjeron un dolorcomo no había experimentado nunca

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antes. Sin embargo, la cerradura serompió con estruendo y la puerta seestrelló contra la pared del otro lado.Cayó en el cuarto, y allí estaba elhermano de Cassie, arrastrándose haciala ventana como los cangrejos. De algúnmodo, Evan consiguió no perder elequilibrio, algo lo mantuvo en pie y lopropulsó hacia el niño alargando unamano. «Estoy aquí, ¿me recuerdas? Tesalvé una vez; te salvaré de nuevo…».

Entonces, detrás de él, la última, laestrella, la que había llevado consigo através de un infinito mar blanco, la únicacosa por la que merecía la pena morir,abrió fuego.

Y la bala los conectó al dar en

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hueso, uniéndolos con un cordón deplata.

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IV

MILLONES

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30

El chico dejó de hablar el verano de laplaga.

Su padre había desaparecido. Elsuministro de velas menguaba, así queuna mañana salió a buscar más. Noregresó.

Su madre estaba enferma. Le dolía lacabeza. Le dolía todo. Incluso losdientes, le dijo. Las noches eran lo peor.

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Se le disparaba la fiebre. No lograbaretener nada en el estómago. A lamañana siguiente se sentía mejor. Decíaque a lo mejor lo superaba. Se negaba air al hospital. Habían oído historiasterribles sobre los hospitales,ambulatorios y refugios de emergencia.

Una a una, las familias huyeron delbarrio. Los saqueos empeoraban y laspandillas vagaban de noche por lascalles. Asesinaron al hombre que vivíados puertas más abajo, de un disparo enla cabeza, por negarse a compartir elagua potable de su familia. A vecesaparecía un desconocido en el barrio ycontaba historias sobre terremotos yparedes de agua de ciento cincuenta

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metros de altura que lo habían inundadotodo hasta Las Vegas. Miles de muertos.Millones.

Cuando su madre se quedódemasiado débil para levantarse de lacama, él tuvo que hacerse responsabledel bebé. Lo llamaban el bebé, pero yatenia casi tres años. Su madre le dijoque no se lo acercara, que el bebéenfermaría. Tampoco daba tanto trabajo,dormía mucho. Jugaba poco. Solo era unniño diminuto; no sabía nada. A vecespreguntaba dónde estaba su papá o quéle pasaba a mamá. Normalmente pedíacomida.

Se quedaban sin comida. Pero sumadre no le permitía salir, era

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demasiado peligroso. Se perdería. Losecuestrarían. Le dispararían. Eldiscutía con ella. Tenía ocho años y eramuy grande para su edad, el blanco delas pullas y los crueles insultos del colédesde que tenía seis años. Era duro.Podía defenderse. Pero ella no se lopermitía. «Yo lo echo todo y a ti no tevendrá mal perder algo de peso». No lodecía por crueldad; intentaba sergraciosa. Aunque a él no le parecíagracioso.

Entonces llegaron a su última lata desopa condensada y al último paquete degalletas saladas rancias. Calentó la sopaen la cocina, sobre un fuego alimentadocon trozos de muebles rotos y las viejas

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revistas de caza de su padre. El bebé secomió todas las galletas, pero decía queno quería sopa. Quería macarrones conqueso. «No tenemos macarrones conqueso. Tenemos sopa y galletas, y yaestá». El bebé lloró y rodó por el suelofrente a la chimenea, pidiendo a gritossus macarrones con queso.

Él le llevó una taza de sopa a sumadre. La fiebre era alta. La noche anteshabía empezado a vomitar aquella cosanegra con grumos, que era elrevestimiento de su estómago mezcladocon sangre, aunque entonces él no losabía. Cuando entró, ella lo observó consus ojos muertos e inexpresivos, lamirada fija de la Muerte Roja.

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«¿Qué te crees que haces? No puedocomerme eso. Llévatelo».

Se lo llevó y se lo comió de piejunto al fregadero de la cocina mientrassu hermano pequeño rodaba por el sueloy gritaba, y su madre se hundía en elvacío al extenderse el virus por sucerebro. En las últimas horas, su madredesaparecería. Su personalidad, susrecuerdos, lo que ella era, todo se rindióantes que su cuerpo. Él se comió la sopatibia y después limpió el cuenco alametones. Tenía que salir por lamañana, no quedaba comida. Le diría asu hermano pequeño que se quedaradentro pasara lo que pasara y queregresaría cuando encontrara algo de

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comida.Lo hizo a la mañana siguiente. Buscó

por tiendas abandonadas ysupermercados. Buscó en restaurantes ytiendas de comida rápida ya saqueados.Encontró cubos de basura que apestabana productos putrefactos, llenos de bolsasde basura rotas en las que ya habíanbuscado muchas manos. A última horade la tarde solo había encontrado unacosita comestible: un pastel pequeño,del tamaño de la palma de su mano,todavía envuelto en su plástico, debajodel estante vacío de una gasolinera. Sehacía tarde; el sol se ponía. Decidióvolver a casa y regresar a la mañanasiguiente. A lo mejor había más pasteles

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u otra clase de comida escondida operdida por ahí, y tenía que buscarmejor.

Cuando llegó a casa, la puertadelantera estaba entreabierta. Recordabahaberla cerrado al marcharse, así quesupo que algo iba mal. Corrió alinterior. Llamó al bebé. Examinó todaslas habitaciones. Miró debajo de lascamas, dentro de los armarios, y en loscoches que esperaban, fríos e inútiles,en el garaje. Su madre lo llamó desde sudormitorio. Le preguntó dónde habíaestado. Decía que el bebé no habíadejado de llorar, llamándolo. Él lepreguntó a su madre dónde estaba elbebé, y ella le soltó: «¿Es que no lo

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oyes?».Pero no se oía nada.Salió y chilló el nombre del bebé.

Buscó en el patio de atrás, se acercó a lacasa de los vecinos y golpeó la puerta.Llamó a todas las puertas de la calle. Norespondió nadie. O la gente de dentroestaba demasiado asustada para salir oestaba enferma o muerta o se había ido.Caminó varias manzanas, después otrastantas más en sentido contrario, y gritóel nombre de su hermano hasta quedarseronco. Una anciana salió tambaleándosea su porche y le gritó que se fuera; teníaun arma. Así que se fue a su casa.

El bebé se había ido. Decidió nocontárselo a su madre. ¿Qué iba a hacer

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ella? No quería que pensara que habíahecho mal saliendo. Tendría que habersellevado al bebé con él, pero creyó queestaría más seguro en casa. Tu casa es ellugar más seguro del mundo.

Aquella noche, su madre lo llamó.«¿Dónde está mi bebé?». Él le dijo queestaba dormido. Era la peor noche hastaentonces. Bolas de pañuelos de papelensangrentados esparcidas por la cama.Pañuelos ensangrentados por la mesitade noche y por todo el suelo.

«Tráeme a mi bebé».«Está dormido».«Quiero ver a mi bebé».«Se lo vas a pegar».Ella le insultó, le dijo que se fuera al

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infierno. Le escupió flemasensangrentadas. Él se quedó en lapuerta, jugueteando con las manos queescondía en los bolsillos, nervioso, yentonces crujió el envoltorio del pastel:el plástico se había estropeado con elcalor.

«¿Dónde has estado?»«Buscando comida».Ella contuvo una arcada, «¡No digas

esa palabra!».Lo observaba con ojos brillantes y

ensangrentados.«¿Por qué buscabas comida? No

necesitas comida. Eres un repugnantesaco de grasa. Solo con la manteca de tubarriga podrías aguantar hasta el

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invierno».Él no dijo nada. Sabía que era la

plaga la que hablaba, no su madre. Sumadre lo quería. Cuando las pullas delcolegio fueron a peor, ella habló con eldirector y le advirtió que losdenunciaría si la cosa no paraba.

«¿Qué es ese ruido? ¿Qué es eseruido tan horroroso?».

Él respondió que no oía nada. Ellase enfadó mucho. Empezó a insultarlootra vez, y la saliva ensangrentadasalpicó el cabecero de la cama.

«Sale de ti. ¿Con qué juegas en elbolsillo?».

No podía hacer nada. Tuvo queenseñárselo. Sacó el pastel, y ella gritó

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que lo apartara de su vista y que novolviera a sacarlo. Que con razón estabatan gordo. Con razón su hermanopequeño se moría de hambre mientras élcomía pasteles, caramelos y todos losmacarrones con queso que había. ¿Quéclase de monstruo era para comersetodos los macarrones con queso de suhermano pequeño?

Intentó defenderse, pero cada vezque empezaba a hablar, ella le gritabaque se callase, que se callase, que seCALLASE. Su voz la ponía mala. Él laponía mala. Él. Él le hizo algo a supadre y a su hermano pequeño, ytambién a ella, la puso mala, laenvenenó, la estaba envenenando.

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Y cada vez que intentaba hablar, ellale gritaba: «¡Cállate, cállate, cállate!».

Murió dos días después.Él la envolvió en una sábana limpia

y llevó su cadáver al patio de atrás. Loroció con el líquido de encenderbarbacoas de su padre y le prendiófuego. Quemó el cuerpo de su madre ytambién toda la ropa de cama. Esperóotra semana, por si su hermano pequeñovolvía a casa, pero no lo hizo. Lo buscóy buscó comida. Encontró comida, perono a su hermano. Dejó de llamarlo. Dejóde hablar del todo. Se calló.

Seis semanas después estabacaminando por una autopista salpicadade coches parados, y de coches, motos y

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camiones accidentados, cuando viohumo negro a lo lejos y, al cabo de unosminutos, la fuente del humo, un autobúsescolar amarillo lleno de niños. En elautobús había soldados, y los soldadosle preguntaron su nombre, de dóndevenía y cuántos años tenía; más tarderecordó que se había metido las manosen los bolsillos, nervioso, y se habíapuesto a jugar con el viejo trozo depastel, que todavía estaba en suenvoltorio.

Saco de grasa. Solo con la mantecade tu barriga podrías aguantar hasta elinvierno.

«¿Qué pasa, chico? ¿No puedeshablar?».

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La historia de cómo había llegado alcampo con nada más que la ropa quellevaba puesta y un pastel en el bolsillollegó a oídos del sargento instructor.Antes de conocer la historia, elinstructor lo llamaba Gordo. Después deoírla, lo rebautizó Bizcocho.

«Me gustas, Bizcocho. Me gusta queseas un tirador innato. Seguro que salistede tu madre con una pistola en una manoy un donut en la otra. Me gusta quetengas la pinta de Elmer Gruñón y elpuñetero corazón de Mufasa. Y, sobretodo, me gusta que no hables. Nadiesabe de dónde eres ni dónde has estadoni qué piensas ni qué sientes. Joder, nolo sé ni yo, y no me importa una mierda,

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igual que no debería importarte a ti.Eres un asesino frío como el hielo ymudo como una piedra, salido delcorazón de las tinieblas con un corazóna juego, ¿verdad, soldado Bizcocho?».

No lo era.Todavía no.

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V

EL PRECIO

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31

Lo primero que pensaba hacer cuandodespertara era matarlo.

Si despertaba.Dumbo no estaba muy seguro de que

ocurriera.—Está bien jodido —me explicó

después de que lo desnudáramos parapoder echarle un buen vistazo a lasheridas.

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Con una puñalada en una pierna, untiro en la otra, el cuerpo cubierto dequemaduras, varios huesos rotos yescalofríos de fiebre (aunque lohabíamos enterrado en mantas), Evanseguía tiritando con tanta fuerza queparecía que la cama vibraba.

—Septicemia —masculló Dumbo.Me vio mirarlo con cara de tonta yañadió—: Cuando la infección entra entu torrente sanguíneo.

—¿Qué hacemos? —pregunté.—Antibióticos.—Que no tenemos.Me senté en la otra cama. Sam

corrió a sentarse a los pies, agarrado ala pistola vacía. Se negaba a soltarla.

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Ben estaba apoyado en la pared, con elfusil en el regazo, mirando a Evan condesconfianza, como si estuvieraconvencido de que en cualquiermomento saltaría de la cama y volveríaa intentar eliminarnos.

—No tenía elección —le expliqué aBen—. ¿Cómo iba a presentarse aoscuras sin que alguien le disparara?

—Quiero saber dónde estánBizcocho y Tacita —respondió Benentre dientes.

Dumbo le pidió que se sentara. Lohabía vendado otra vez, pero Ben habíaperdido mucha sangre. Ben le hizo ungesto para que lo dejara en paz, seapartó de la pared, cojeó hasta la cama

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de Evan y le dio una bofetada en la caracon el dorso de la mano.

—¡Despierta! —Bofetada—.¡Despierta, hijo de puta!

Me levanté a toda prisa de la cama yagarré a Ben por la muñeca antes de quegolpeara de nuevo a Evan.

—Ben, esto no…—Vale —respondió, zafándose de

mí para arrastrarse hasta la puerta—.Los encontraré yo solo.

—¡Zombi! —lo llamó Sam, quesalió corriendo hacia él—. ¡Voy contigo!

—Cortad el rollo, los dos —lesespeté—. De aquí no sale nadie hastaque…

—¿Qué, Cassie? —chilló Ben—.

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¿Hasta que qué?Abrí la boca, pero no salió nada.

Sam le tiraba del brazo: «¡Vamos,Zombi!». Mi hermano de cinco añosagitando una pistola sin balas; tomametáfora.

—Ben, escúchame. ¿Me estásescuchando? Si sales ahora…

—Voy a salir ahora…—¡Puede que también te perdamos a

ti! —grité por encima de su voz—. Nosabes lo que ha pasado ahí fuera.Seguramente, Evan los noqueó como aDumbo y a ti. Pero puede que no lohiciera, puede que estén de camino alhotel ahora mismo, y salir ahí fuera esun riesgo estúpido…

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—No me des lecciones sobreriesgos estúpidos. Lo sé todo sobre…

Ben se balanceó. Se quedó pálido ycayó sobre una rodilla mientras Sam letiraba inútilmente de la manga. Dumbo yyo lo levantamos y lo llevamos a lacama vacía, donde se derrumbó denuevo, maldiciéndonos a nosotros y aEvan Walker, y maldiciendo aquellamierda de situación en general. Dumbome miraba como un ciervo frente a losfaros de un coche, como si quisieradecir: «Tú tienes las respuestas,¿verdad? Tú sabes qué hacer,¿verdad?».

Mentira.

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32

Recogí el fusil de Dumbo y lo empujécontra el pecho del crío.

—Estamos ciegos —le dije—.Escaleras, las ventanas de los dospasillos, las habitaciones del lado este,las del lado oeste; no dejes de moverte ymantén los ojos abiertos. Yo me quedoaquí, con los machos alfa, para evitarque se maten entre sí.

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Dumbo asentía con la cabeza comosi me comprendiera, aunque no semovía, así que le puse las manos en loshombros y me concentré en sus ojostemblones.

—Tienes que ser fuerte, Dumbo, ¿loentiendes? Fuerte.

Él movió la cabeza arriba y abajo, asacudidas, como un dispensador humanode caramelos PEZ, y salió torpementedel cuarto. Marcharse era lo que menosdeseaba hacer en el mundo, pero yallevábamos en esa situación muchotiempo, haciendo lo que menosdeseábamos hacer en el mundo.

Detrás de mí, Ben gruñó.—¿Por qué no le pegaste un tiro en

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la cabeza? ¿Por qué en la rodilla?—Justicia poética —murmuré.Me senté al lado de Evan. Veía cómo

le temblaban los ojos detrás de lospárpados. Había estado muerto. Mehabía despedido de él. Ahora estabavivo y quizá no lograra saludarlo. «Soloestamos a unos seis kilómetros deCampo Asilo, Evan. ¿Por qué hastardado tanto?».

—No podemos quedarnos aquí —anunció Ben—. Fue una mala ideaenviar a Hacha de avanzadilla. Sabíaque no debíamos dividirnos. Noslargamos de aquí mañana por la mañana.

—¿Cómo vamos a hacerlo? —pregunté—. Tú estás herido. Evan

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está…—Esto no va con él. Bueno, supongo

que para ti sí.—Él es la razón por la que estás

vivo y puedes echar pestes ahora mismo,Parish.

—No echo pestes.—Sí que las echas. Echas más

pestes que una reina de la bellezaadolescente.

Sammy se rio. Creo que no habíaoído reír a mi hermano desde que muriónuestra madre. Me sorprendió, comoencontrar un lago en medio de undesierto.

—Cassie ha dicho que echas peste—informó Sam a Ben, por si no lo había

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captado.Ben no le hizo caso.—Esperamos aquí por él y ahora

estamos atrapados aquí por él. Haz loque quieras, Sullivan, pero yo me largopor la mañana.

—¡Yo también! —exclamó Sams.Ben se levantó, se apoyó en el

lateral de la cama un minuto pararecuperar el aliento y se acercócojeando a la puerta. Sam lo siguiócomo un perrito y yo no intentédetenerlos. ¿Para qué? Ben abrió lapuerta y le dijo a Dumbo en voz bajaque no le disparase, que salía aayudarlo. Después, Evan y yo nosquedamos solos.

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Me senté en la cama que Benacababa de abandonar. Seguía notándoseel calor de su cuerpo. Agarré el oso deSammy y me lo puse en el regazo.

—¿Me oyes? —le pregunté. A Evan,no al oso—. Supongo que estamos enpaz, ¿no? Tú me disparas en la rodilla;yo te disparo en la rodilla. Tú me ves enpelota picada; yo te veo en pelotapicada. Tú rezas por mi; yo…

Se me nubló la vista. Levanté a Osoen el aire y golpeé con él a Evan en elpecho.

—¿Y qué pasa con esa ridículachaqueta que llevas? Los bobos, quéoportuno. Lo has clavado. —Le golpeéde nuevo—. Bobo. —Otra vez—. Bobo.

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—Otra vez—. ¿Y ahora te piensasmorir? ¿Ahora?

Él movió los labios y de ellos seescapó lentamente una palabra, comocuando el aire escapa de un neumático.

—Efímera.

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33

Abrió los ojos. Cuando recordé haberescrito sobre sus cálidos ojos colorchocolate, me quedé medio tonta. ¿Porqué tenía aquel efecto en mí? ¿Por quése me doblaban las rodillas como sifuesen de gelatina? Yo no era así. ¿Porqué permití que me besara, me abrazaray, en general, me rondara como uncachorrito alienígena perdido? ¿Quién

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era este tío? ¿De qué retorcida versiónde la realidad había salido para meterseen mi retorcida versión de la realidad?Nada encajaba. Nada tenía sentido.Puede que enamorarse de mí hubierasido como enamorarse de una cucaracha,pero ¿qué pasa con mi reacción haciaél? ¿Eso cómo se llama?

—Si no te estuvieras muriendo y tal,te diría que te fueras a la mierda.

—No me estoy muriendo, Cassie.Temblor de párpados, cara sudorosa,

voz débil.—Vale, pues vete a la mierda. Me

abandonaste, Evan. En la oscuridad, sinmás, y después volaste en pedazos elsuelo bajo mis pies. Podrías habernos

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matado a todos. Me abandonaste justocuando…

—Regresé.Alargó una mano.—No me toques.«Nada de esos espeluznantes trucos

vulcanos para fundirme el cerebro».—Cumplí mi promesa —susurró.Bueno, ¿qué comentario sarcástico

podría tener para eso? Una promesa fuelo que me llevó hasta él. De nuevo me dicuenta de lo rarísimo que era que élestuviera donde había estado yo, y yo,donde había estado él. Su promesa porla mía. Mi bala por la suya. Incluso lode desnudarnos el uno al otro porque nohabía otra elección; aferrarse a la

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modestia en la era de los Otros eracomo sacrificar una cabra para quelloviera.

—Imbécil, casi consigues que tepeguen un tiro en la cabeza —le dije—.¿No se te ocurrió gritar por lasescaleras: «¡Eh, que soy yo! ¡Nodisparéis!»?

—Demasiado arriesgado —respondió, negando con la cabeza.

—Ah, claro, mucho más arriesgadoque la posibilidad de que te revienten lacabeza. ¿Dónde está Tacita? ¿YBizcocho?

Sacudió de nuevo la cabeza:«¿Quienes?».

—La niña que salió a la autopista.

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El crío grandote que la perseguía. Debesde haberlos visto.

—Hacia el norte —respondió,asintiendo con la cabeza.

—Bueno, ya sé en qué dirección sefueron…

—No vayas a por ellos.Eso me cortó en seco.—¿Qué quieres decir?—No es seguro.—No hay ningún lugar seguro, Evan.Él puso los ojos en blanco: se

desmayaba.—Grace.—¿Qué has dicho? ¿Gracia? ¿Como

en la Gracia Divina? ¿Qué quiere decir:«Gracia»?

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—Grace —murmuró, y cerró losojos.

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34

Me quedé con él hasta el alba. Me sentéa su lado como él se había sentado a milado en la vieja granja. Me habíallevado a aquel lugar en contra de mivoluntad y después mi voluntad lo habíallevado a él a este lugar, y puede queeso significara que nos pertenecíamos eluno al otro, o algo así. O que nosdebíamos algo el uno al otro. En

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cualquier caso, ninguna deuda se pagadel todo, en realidad; al menos, no lasque importan de verdad. «Tú mesalvaste», me dijo, y entonces no entendíde qué lo había salvado. Aquello fueantes de que me contara la verdad sobrequién era, después de que yo creyeraque se refería a que lo había salvado detodo el tema del genocidio humano y elasesinato en masa. Ahora pensaba queno se refería a que lo hubiera salvado denada, sino para algo. La partecomplicada, la que no tenía respuesta, laque me aterraba, era qué sería ese algo.

Gemía en sueños. Arañaba lassábanas. Deliraba. «Yo también hepasado por eso, Evan». Le di la mano.

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Tenía el cuerpo quemado, magullado yroto. ¿Y yo me preguntaba por qué habíatardado tanto en encontrarme? Debía dehaber llegado a rastras. Tenía la manocaliente; el rostro le brillaba de sudor.Por primera vez se me ocurrió que EvanWalker podría morir… Demasiadopronto, después de haber vuelto de entrelos muertos.

—Vas a vivir —le dije—. Tienesque vivir. Prométemelo, Evan.Prométeme que vas a vivir.Prométemelo.

Tuve un pequeño lapsus. Intenté notenerlo, pero no pude evitarlo:

—Eso cerraría el círculo, después lodejamos. Lo dejamos los dos, tú y yo.

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Tú me disparaste y viví. Yo te disparé, yvives. ¿Ves? Así funciona. Pregúntaseloa cualquiera. Además, está el hecho deque eres el Señor Superser de DiezSiglos destinado a salvar a loslamentables humanos del enjambreintergaláctico. Es tu trabajo. Nacistepara eso. O te engendraron para eso. Loque sea. Ya sabes, en lo que respecta aplanes para conquistar el mundo, losvuestros han sido bastante malos. Casiun año y aquí seguimos, y ¿quién es elque está tirado boca arriba como unbicho mientras le cae la saliva por labarbilla?

La verdad es que sí que tenía un hilode saliva por la barbilla. Se lo sequé

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con una punta de la manta.Se abrió la puerta y el amigo

Bizcocho entró en el cuarto. DespuésDumbo, sonriendo de oreja a oreja, yBen, y finalmente Sam. Finalmente, loque quiere decir que no estaba Tacita.

—¿Cómo está? —preguntó Ben.—Ardiendo —respondí—.

Delirando. No deja de hablar de laGracia.

—¿La Gracia Divina? —preguntóBen, frunciendo el ceño.

—A lo mejor está rezando como sehace antes de comer, para dar lasgracias y eso —sugirió Dumbo—. Debede estar muerto de hambre.

Bizcocho arrastró los pies hasta la

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ventana y se quedó mirando elaparcamiento. Lo observé cruzar elcuarto con sus andares de Ígor y despuésme volví hacia Ben.

—¿Qué ha pasado?—No lo ha dicho.—Pues oblígalo. Eres el sargento,

¿no?—Creo que no puede.—Así que Tacita ha desaparecido y

no sabemos por qué ni dónde está.—Alcanzó a Hacha —se aventuró a

suponer Dumbo— y Hacha decidióllevársela a las cuevas en vez de perdertiempo trayéndola.

Señalé a Bizcocho con la cabeza.—¿Y él dónde estaba?

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—Lo encontré fuera —respondióBen.

—¿Haciendo qué?—Pues… nada.—¿Nada? ¿En serio? ¿Alguna vez os

habéis preguntado en qué equipo juegaBizcocho?

Ben sacudió la cabeza, cansado.—Sullivan, no empieces…—En serio. Podría estar fingiendo lo

de ser mudo. Así no tiene que responderpreguntas incómodas. Además, resultamuy lógico infiltrar a uno de los tuyos encada pelotón de críos con cerebrolavado, por si alguien empieza asospechar…

—Claro, y antes de Bizcocho era

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Hacha. —Ben perdía los nervios—.Después será Dumbo. O yo. Mientrastanto, el tío que ha reconocido ser elenemigo está ahí tumbado, cogiéndote lamano.

—En realidad soy yo la que le cogela mano a él. Y no es el enemigo, Parish.Creía que ya lo habíamos dejado claro.

—¿Cómo sabemos que no mató aTacita? ¿O a Hacha? ¿Cómo losabemos?

—Dios mío, míralo. No podríamatar ni a una… a una…

Intenté pensar en algo que no tuvierafuerzas para matar, pero lo único en loque era capaz de pensar mi cerebrohambriento y muerto de sueño era

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«efímera», lo que habría sido unaopción malísima. Como un presagioinvoluntario, si es que los presagiospueden ser involuntarios.

Ben se volvió de golpe haciaDumbo, que dio un respingo. Creo queprefería que Ben dirigiera su rabia haciacualquiera menos hacia él.

—¿Vivirá?Dumbo sacudió la cabeza, y las

puntas de las orejas se le pusieron rosachillón.

—Está mal.—Esa es mi pregunta: ¿hasta qué

punto? ¿Cuánto falta para que puedaviajar?

—Un poco.

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—Mierda, Dumbo, ¿cuánto?—¿Un par de semanas? ¿Un mes?

Tiene el tobillo roto, pero eso no es lopeor. La infección, después está elriesgo de gangrena…

—¿Un mes? ¡Un mes! —se rio Ben,sin ganas—. Entra en tromba, te dejainconsciente, me da una paliza, ¡y un parde horas después resulta que no puedemoverse en un mes!

—¡Pues vete! —le grité desde elotro lado del cuarto—. Iros todos.Dejadme con él, y nosotros osseguiremos en cuanto podamos.

Ben, que tenía la boca abierta, lacerró de golpe. Sam revoloteabaalrededor de su pierna, con un dedito

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diminuto enganchado en la trabilla delcinturón de su amigo mayor. El corazónse me rompió un poquito ante la imagen.Ben me contó que en el campo habíanapodado a mi hermano «el perro deZombi» porque siempre estaba fielmentea su lado.

Dumbo asentía con la cabeza.—Tiene sentido, sargento.—Teníamos un plan —respondió

Ben sin apenas mover los labios—. Yvamos a seguirlo. Si Hacha no regresamañana a esta hora, nos largamos. —Melanzó una mirada asesina—. Todos. —Apuntó con el pulgar a Bizcocho y aDumbo—. Ellos llevarán a tu novio, silo necesita.

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Ben se volvió, se chocó contra lapared, salió rebotado y se lanzó alpasillo a través de la puerta.

Dumbo lo siguió.—Sargento, ¿adónde…?—¡A la cama, Dumbo! Si no me

tumbo, me caigo. Tú haces el primerturno. Frijol… Sam, como te llames,¿qué haces?

—Voy contigo.—Quédate con tu hermana. Espera,

tienes razón, ella tiene las manosllenas… literalmente. ¡Bizcocho!Sullivan está de guardia. Cierra un pocolos ojos, pedazo de mudo hijo de…

Su voz murió a lo lejos. Dumboregresó a los pies de la cama de Evan.

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—El sargento está de los nervios —me explicó, como si hiciera falta—.Normalmente es bastante tranqui.

—Y yo —respondí—. Soy de lasque se lo toman todo con calma. No tepreocupes.

No se iba, me miraba y tenía lasmejillas del mismo rojo chillón que lasorejas.

—¿De verdad es tu novio?—¿Quién? No, Dumbo. Solo es un

tío al que conocí cuando intentabamatarme.

—Oh, Bien —respondió, como siestuviera aliviado—. Es como Vosch,¿sabes?

—No se parece en nada a Vosch.

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—Quiero decir que es uno de ellos—añadió, bajando la voz como sicompartiera un oscuro secreto—. Zombidice que no son como esos insectosdiminutos del cerebro, sino que sedescargaron de algún modo en nosotros,como un virus informático o algo así.

—Sí, algo así.—Es muy raro.—Bueno, supongo que podrían

haberse descargado en gatosdomésticos, pero así habrían tardado unpoquito más en exterminarnos.

—Solo un par de meses más —respondió Dumbo, y me reí.

Como con Sammy, me sorprendióhacerlo. Pensé que, para arrebatarles la

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humanidad a los humanos, una buenaforma de empezar era robarles la risa. Amí nunca se me había dado bien lahistoria, pero estaba bastante segura deque los cabrones como Hitler no sereían mucho.

—Sigo sin pillarlo —siguiódiciendo—. ¿Por qué iba uno de ellos aponerse de nuestro lado?

—Me parece que él tampococomprende del todo la respuesta a esapregunta.

Dumbo asintió, se cuadró dehombros y respiró profundamente.Estaba muertito de sueño, igual quetodos. Lo llamé en voz baja antes de quesaliera.

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—Dumbo —dije, y le hice lapregunta que no había respondido a Ben—: ¿Sobrevivirá?

Guardó silencio un buen rato.—Si yo fuera un alienígena y

pudiera elegir el cuerpo que quisiera —contestó, despacio—, elegiría uno muyfuerte. Y después, solo para asegurarmede sobrevivir a la guerra, me gustaría,no sé, ser inmune a todos los virus ybacterias de la Tierra. O, al menos,resistente. Ya sabes, como vacunar alperro contra la rabia.

Sonreí.—Eres muy listo, ¿lo sabías,

Dumbo?Se ruborizó.

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—Ese apodo es por mis orejas.Se marchó. Tuve la espeluznante

sensación de que me observaban. Y meobservaban: Bizcocho me miraba desdesu puesto junto a la ventana.

—Y tú —le dije—, ¿cuál es tuhistoria? ¿Por qué no hablas?

Él se volvió hacia la ventana yempañó el cristal con el aliento.

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—¡Cassie! ¡Cassie! ¡Despierta!Me levanté de un salto. Había estado

acurrucada al lado de Evan, con lacabeza contra la suya y una manoaferrada a la suya. ¿Cómo era posible?Sam estaba de pie al lado de la cama,tirándome del brazo.

—¡Levanta, Sullivan!—No me llames eso, Sams —

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mascullé.La luz se escapaba de la habitación;

era media tarde. Llevaba todo el díadurmiendo.

—¿Qué…?Él se llevó un dedo a los labios y

señaló al techo con otro: «Escucha».Lo oí: el inconfundible sonido de las

hélices de un helicóptero; débil, perocada vez más fuerte. Salté de la cama,agarré el fusil y seguí a Sam al pasillo,donde Bizcocho y Dumbo rodeaban aBen, el antiguo quarterback, que estabaen cuclillas explicando la jugada.

—Puede que no sea más que unapatrulla —susurraba—. Que ni siquieranos busque a nosotros. Había dos

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pelotones ahí fuera cuando estalló elcampo. Puede que se trate de una misiónde rescate.

—Nos captarán —dijo Dumbo,presa del pánico—. Estamos perdidos,sargento.

—Puede que no —respondió Ben,esperanzado. Había recuperado parte desu magia—. ¿Lo oyes? Ya se marcha…

No eran imaginaciones suyas: elsonido era más débil. Había quecontener el aliento para oírlo. Nosquedamos allí otros diez minutos hastaque desapareció del todo. Esperamosotros diez y no regresó. Ben dejóescapar el aire en un suspiro.

—Creo que estamos a salvo…

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—¿Por cuánto tiempo? —quisosaber Dumbo—. No deberíamosquedarnos aquí esta noche, sargento. Yodigo que nos vayamos ya a las cuevas.

—¿Y arriesgarnos a perder a Hacha,que estará en el camino de vuelta? —Ben sacudió la cabeza—. ¿Oarriesgarnos a que el helicóptero regresecuando estemos expuestos? No, Dumbo,seguiremos el plan.

Se puso en pie y me miró.—¿Qué pasa con Buzz Lightyear?

¿Algún cambio?—Se llama Evan y no, ningún

cambio.Ben sonrió. No sé, puede que el

peligro inminente lo hiciera sentir más

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vivo, por el mismo motivo que loszombis son carnívoros con un solo platoen el menú. Nunca he oído hablar dezombis vegetarianos, porque ¿quédesafío supone atacar un plato deespárragos?

Sam se rio.—Zombi ha dicho que tu novio es un

ranger del espacio.—No lo es… Y ¿por qué todos

insistís en que es mi novio?Ben sonrió con más ganas.—¿No es tu novio? Pero te besó…—¿En la boca? —preguntó Dumbo.—Oh, sí. Dos veces. Yo lo vi.—¿Con lengua?—Puaj —protestó Sammy, poniendo

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cara de haber chupado un limón.—Que tengo una pistola —advertí,

medio en broma.—Yo no vi lengua —respondió Ben.—¿Quieres verla? —pregunté,

enseñándole la mía.Dumbo se rio. Hasta Bizcocho

sonrió.Entonces fue cuando apareció la

niña, que entró en el pasillo por lapuerta de las escaleras, y todo se volviómuy raro, muy deprisa.

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Una camiseta rosa de Hello Kitty, hechajirones y cubierta de lodo (o puede quefuera sangre). Unos pantalones cortosque quizás antes fueran color crema,pero que se habían quedado en unblanco sucio. Chanclas blancasmugrientas con un par de cuentas decristal que se aferraban con tozudez alas tiras. Un rostro delgado, de duende,

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dominado por unos ojos enormes ycoronado por una mata de pelo oscuroenredado. Y pequeña, más o menos de laedad de Sammy, aunque estaba tan flacaque parecía una anciana pequeñita.

Nadie dijo nada. Estábamospasmados. Verla al final del pasillo,castañeteándole los dientes, con lashuesudas rodillas temblando de frío, eraotro momento imposible, como el delautobús escolar sin escuela del CampoPozo de Ceniza: algo que, sencillamente,no podía existir.

Entonces, Sammy susurró:—¿Megan?Y Ben preguntó:—¿Quién demonios es Megan?

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Que era, más o menos, lo queestábamos pensando todos.

Sam salió disparado antes de que losdemás pudiéramos detenerlo. Se paró enseco a medio camino, antes de llegarhasta ella. La niña no se movió. Apenasparpadeó. Los ojos parecían brillarle ala menguante luz del sol, relucientes,como los de un pájaro, como los de unbúho marchito.

Sam se volvió hacia nosotros yexclamó, como si quisiera recalcar algoobvio:

—¡Es Megan! Es Megan, Zombi.¡Estaba en el autobús conmigo!

Después se volvió hacia ella.—Hola, Megan.

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Como si nada, como si hubieranquedado en los columpios del parquepara jugar.

—Bizcocho —dijo Ben en voz baja—. Comprueba las escaleras. Dumbo, túlas ventanas. Después barred la plantabaja, los dos. No ha podido llegar hastaaquí ella sola.

Entonces, la niña habló, y su vozsalió convenida en un gemido agudo ychirriante que me recordó el ruido deuñas arañando una pizarra.

—Me duele la garganta.Aquellos ojos enormes se quedaron

en blanco. Se le doblaron las rodillas.Sam corrió hacia ella, pero erademasiado tarde y cayó desplomada,

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golpeándose la frente contra la moquetaun segundo antes de que Sam llegara.Ben y yo corrimos hacia la niña y él seagachó para recogerla. Lo aparté.

—No deberías levantar peso —loregañé.

—No pesa nada —protestó.La levanté. Ben tenía bastante razón:

Megan pesaba poco más que un saco deharina; era piel, huesos, pelo, dientes ypoco más. La llevé a la habitación deEvan, la metí en la cama vacía y le cubríel cuerpecito tembloroso con seis capasde mantas. Le pedí a Sam que fuese alpasillo a por mi fusil.

—Sullivan —me dijo Ben desde lapuerta—. Algo no encaja.

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Asentí. Menos probable todavía quetener la suerte de haber dado al azar conel hotel era que hubiera sobrevivido aaquel tiempo con su ropa de verano. Beny yo estábamos pensando lo mismo:veinte minutos después de oír elhelicóptero, aparece la señorita Meganen nuestro portal.

No había llegado sola hasta allí: lahabían entregado a domicilio.

—Saben que estamos aquí —dije.—Pero, en vez de bombardear el

edificio, la sueltan a ella. ¿Por qué?Sam regresó con mi fusil.—Es Megan —explicó—. Fuimos

juntos en el autobús a Campo Asilo,Cassie.

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—Qué pequeño es el mundo, ¿eh? —comenté mientras lo apartaba de la camay lo empujaba hacia Ben—. ¿Algunaidea?

Se restregó la barbilla. Yo merestregué el cuello. Demasiadas ideasdándonos vueltas por el cerebro. Mequedé mirando cómo se restregaba labarbilla y él se quedó mirando cómo merestregaba el cuello, hasta que dijo:

—Dispositivo de seguimiento. Lehan implantado una cápsula.

Por supuesto. Seguramente por esoBen estaba al mando; es el tipo de lasideas. Palpé la nuca del cuello de fideode Megan para buscar el bultito delator.Nada. Miré a Ben y sacudí la cabeza.

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—Sabían que miraríamos ahí —comentó, impaciente—. Regístrala.Centímetro a centímetro, Sullivan. Sam,tú te vienes conmigo.

—¿Por qué no puedo quedarme? —gimió Sam. Al fin y al cabo, acababa dereencontrarse con una amiga perdida.

—¿Quieres ver a una chica desnuda?—le preguntó Ben, haciendo una mueca—. Qué asco.

Ben empujó a Sam por la puerta yretrocedió de espaldas hasta salir delcuarto. Yo me apreté los nudillos contralos ojos. Mierda. Maldita sea. Bajé lasmantas hasta los pies de la cama yexpuse a la luz moribunda de la tardeinvernal su cuerpo maltratado. Estaba

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cubierta de costras, moratones, llagasabiertas y varias capas de suciedad ymugre; la habían dejado en los huesoscon la horrible crueldad de laindiferencia y la brutal indiferencia dela crueldad; ella era una de nosotros y ala vez todos nosotros. Era la obramaestra de los Otros, su triunfo, elpasado y el futuro de la humanidad, loque habían hecho y lo que habíanprometido hacer, y lloré. Lloré porMegan, por mí, por mi hermano y portodos los que habían sido demasiadoestúpidos o desafortunados para estar yamuertos.

«Aguántate, Sullivan. Estamos aquí,después dejamos de estarlo, y eso ya era

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cierto antes de que llegaran ellos.Siempre ha sido así. Los Otros noinventaron la muerte; solo laperfeccionaron. Le dieron una cara a lamuerte para echárnosla a la cara porquesabían que era la única forma deaplastarnos. No terminará en ningúncontinente ni océano, en ningunamontaña ni llanura, en ninguna jungla nidesierto. Terminará donde empezó,donde había estado desde el principio,en el campo de batalla del últimocorazón humano vivo».

Le quité la harapienta ropa deverano, le extendí los brazos y laspiernas como si fuera el dibujo de DaVinci, el del tío desnudo dentro de la

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caja, metida dentro del círculo. Meobligué a ir despacio, metódicamente,empezando por la cabeza y bajándolepor el cuerpo. Le susurraba «Lo siento,lo siento mucho» mientras apretaba,palpaba y tanteaba.

Ya no estaba triste. Recordé el dedode Vosch pulsando el botón que habríafrito el cerebro de mi hermano de cincoaños y me entraron tantas ganas dereventarle la cabeza que la boca se mehizo agua.

«¿Dices que sabes cómo pensamos?Entonces sabrás lo que voy a hacer. Tearrancaré la cara con unas pinzas. Tesacaré el corazón con una aguja decoser. Te desangraré con siete mil

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millones de cortes diminutos, uno porcada uno de nosotros.

»Ese es el coste. Ese es el precio.Prepárate, porque cuando le arrebates lahumanidad a los humanos, te quedaráscon unos humanos sin humanidad.

»En otras palabras: obtendrás lo quebuscabas, hijo de puta».

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Llamé a Ben para que entrara.—Nada —le informé—. Y he

mirado… en todas partes.—¿Y en la garganta? —preguntó él

en voz baja.Notaba la rabia residual en mi voz,

se daba cuenta de que hablaba con unaloca y de que más le valía andarse conpies de plomo.

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—Justo antes de desmayarse dijoque le dolía la garganta —añadió.

Asentí.—He mirado. No hay cápsula, Ben.—¿Estás completamente segura? Es

muy raro que una niña helada ydesnutrida diga «me duele la garganta»en cuanto aparece por la puerta.

Se acercó con mucha precaución a lacama, no sé, quizá porque le preocupabaque me abalanzara sobre él en unmomento de locura desplazada. Como sihubiese ocurrido alguna vez, ejem. Congran delicadeza, le puso una mano en lafrente mientras le abría la boca con laotra. Cerró un ojo.

—Cuesta ver algo —masculló.

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—Por eso he utilizado esto —respondí, pasándole la linterna debolsillo que Sam había recibido en elcampo.

Él le iluminó la garganta.—Está bastante roja —comentó.—Ya, por eso decía que le dolía.Ben se rascó la barba incipiente,

dándole vueltas al problema.—No «ayudadme», o «tengo frío»,

ni siquiera «toda resistencia es inútil».Solo «me duele la garganta».

—¿«Toda resistencia es inútil»? —pregunté, cruzando los brazos sobre elpecho—. ¿En serio?

Sam estaba revoloteando junto a lapuerta, observándonos con sus grandes

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ojos castaños.—¿Está bien, Cassie?—Está viva —respondí.—¡Se lo ha tragado! —exclamó Ben,

el tipo de las ideas—. ¡No la hasencontrado porque la lleva en elestómago!

—Esos dispositivos son del tamañode un grano de arroz —le recordé—.¿Por qué iba a dolerle la garganta portragarse uno?

—No digo que le duela por culpadel dispositivo. Lo de la garganta notiene nada que ver.

—Entonces ¿por qué te preocupatanto que la tenga dolorida?

—Te diré lo que me preocupa,

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Sullivan —respondió esforzándosemucho por mantener la calma, porqueestaba claro que alguien tenía quemantenerla—. Que apareciera de la nadapodría significar muchas cosas, peroninguna buena. De hecho, solo puede seralgo malo. Algo muy malo que seconvierte en más muy malo porque nosabemos para qué la han enviado aquí.

—¿Más muy malo?—Ja, ja, el deportista tonto que no

sabe hablar como es debido. Te juro porDios que la siguiente persona que mecorrija la gramática se lleva un puñetazoen la cara.

Suspiré. La rabia se me escapaba yme dejaba convertida en un bulto hueco

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y exangüe con forma humana.Ben miró a Megan durante un buen

rato.—Tenemos que despertarla —

decidió.Entonces, Dumbo y Bizcocho

entraron en el cuarto a toda prisa.—No me digas: no habéis

encontrado nada —le dijo Ben aBizcocho, que, por supuesto, no se loiba a decir.

—No me «lo» digas —lo corrigióDumbo.

Ben no llegó a pegarle un puñetazo,aunque sí levantó una mano.

—Dame tu cantimplora.Desenroscó la tapa y sostuvo el

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recipiente sobre la frente de Megan. Unagota de agua, temblorosa, colgó delborde durante una eternidad.

Antes de que acabara esa eternidad,una voz ronca habló detrás de nosotros.

—En tu lugar, yo no lo haría.Evan Walker estaba despierto.

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Todos nos quedamos paralizados,incluso la gota de agua que crecía alborde de la cantimplora. Desde su cama,Evan nos observaba con ojos rojos yfebriles, esperando a que alguien hicierala pregunta obvia, cosa que, al final,hizo Ben.

—¿Por qué?—Porque despertarla así la haría

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respirar muy hondo, y eso no seríabueno.

Ben se volvió hacia él. La gota deagua cayó en la moqueta.

—¿De qué coño hablas?Evan tragó saliva, y el esfuerzo le

provocó una mueca. Tenía el rostro tanblanco como la funda de almohada enque apoyaba la cabeza.

—Le han puesto un implante, perono es un dispositivo de seguimiento.

Ben apretó los labios hastaconvertirlos en una línea dura y blanca.Lo entendió antes que los demás. Sevolvió rápidamente hacia Dumbo yBizcocho.

—Fuera. Sullivan, Sam y tú también.

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—No me voy a ninguna parte —respondí.

—Deberías —intervino Evan—. Nosé con qué precisión la han calibrado.

—¿Con qué precisión han calibradoel qué? —exigí saber.

—El dispositivo incendiario quereacciona al CO2 —respondió,apartando la mirada. Le costópronunciar las siguientes palabras—. Anuestro aliento, Cassie.

Llegados a este punto, ya loentendíamos todos. Sin embargo, hayuna diferencia entre entender y aceptar.La idea era inaceptable. Después detodo lo que habíamos experimentado,todavía quedaban ideas que nuestras

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mentes se negaban a explorar.—Bajad ahora mismo, todos —ladró

Ben.Evan negó con la cabeza.—No es lo bastante lejos. Deberíais

salir del edificio.Ben agarró a Dumbo del brazo con

una mano y a Bizcocho con la otra, y losempujó hacia la puerta. Sam habíaretrocedido hasta la entrada del cuartode baño y se tapaba la boca con uno desus diminutos puños.

—Además, alguien debería abrir esaventana —jadeó Evan.

Empujé a Sam hacia el pasillo, corría la ventana y la empujé con fuerza, perono cedía, seguramente porque el hielo la

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había bloqueado. Ben me apartó a unlado y destrozó el cristal con la culatade su fusil. Una ráfaga de aire heladoentró en la habitación. Ben retrocedióhasta la cama de Evan y lo observó porun segundo antes de agarrarlo por elpelo y tirar de él hacia delante.

—Hijo de puta…—¡Ben! —exclamé, poniéndole una

mano en el brazo—. Suéltalo, él no…—Ah, claro, se me había olvidado:

él es un alienígena malvado bueno.Lo soltó. Evan cayó de espaldas; no

le quedaban fuerzas para permanecersentado. Entonces, Ben le sugirió quehiciera con un pez algo que no eraanatómicamente posible.

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Evan me miró.—En la garganta. Suspendido justo

encima de la epiglotis.—Es una bomba —dijo Ben con la

voz temblándole de rabia e incredulidad—. Han cogido a una niña y la hanconvenido en una bomba improvisada.

—¿Podemos extraerlo? —pregunté.—¿Cómo? —preguntó Evan a su

vez, sacudiendo la cabeza.—Eso es lo que te está preguntando,

saco de mierda —rugió Ben.—El explosivo está conectado a un

detector de CO2 incrustado en lagarganta. Si se pierde la conexión,estalla.

—Eso no responde a mi pregunta —

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señalé—. ¿Podemos extraerlo sinponernos en órbita?

—Es factible…—Factible. Factible.Ben se reía con una risa extraña y

entrecortada. A mí me preocupaba quehubiese caído la proverbial gota quecolmaba su vaso.

—Evan —dije con toda la calma ytranquilidad que pude—, ¿podemoshacerlo sin…?

No fui capaz de terminar la frase yEvan no me obligó a hacerlo.

—Las probabilidades de que nodetone son mucho más altas si lo hacéis.

—¿Que si podemos hacerlo sin…qué? —preguntó Ben, al que le costaba

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seguirnos.No era culpa suya, seguía intentando

no ahogarse en lo impensable, como unpobre nadador atrapado en aguasrevueltas.

—Matarla primero —explicó Evan.

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Ben y yo salimos al pasillo paramantener otra reunión de planificaciónen tiempos jodidos. Ben ordenó a todoslos demás que cruzaran el aparcamientoy se escondieran en el restaurante hastaque les diera la señal de todo enorden… o el hotel volara en pedazos, loque ocurriera primero. Sam se negó. Bense puso duro. A Sam se le llenaron los

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ojos de lágrimas e hizo un puchero. Benle recordó que era un soldado y que losbuenos soldados siguen órdenes.Además, si se quedaba, ¿quién iba aproteger a Bizcocho y a Dumbo?

Antes de irse, Dumbo dijo:—Yo soy el médico. —Ya se había

imaginado lo que pretendía Ben—.Debería ir yo, sargento.

—Sal de aquí —respondió éllacónicamente, negando con la cabeza.

Después nos quedamos solos. Bendesviaba continuamente la mirada: comouna cucaracha atrapada, una rataarrinconada, un hombre que cae por elprecipicio agitando los brazos, sinningún arbusto esquelético al que

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agarrarse.—Bueno, supongo que ya hemos

respondido al gran acertijo, ¿eh? —comentó—. Lo que no entiendo es porqué no acabaron con nosotros con un parde misiles Hellfire. Saben que estamosaquí.

—No es su estilo —contesté.—¿Estilo?—¿No te habías fijado en lo

personal que ha sido esto… desde elprincipio? Creo que matarnos les pone.

Ben me miró, entre asombrado yasqueado.

—Sí, bueno, ya veo por qué quieressalir con uno de ellos.

No era lo más apropiado para el

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momento. Se dio cuenta rápidamente ycambió de táctica.

—¿A quién pretendemos engañar,Cassie? En realidad no hay nada quedecidir, salvo quién va a hacerlo. A lomejor deberíamos echarlo a cara o cruz.

—A lo mejor debería ser Dumbo.¿No me contaste que le habían enseñadocirugía de campaña?

—¿Cirugía? —preguntó, frunciendoel ceño—. Me tomas el pelo, ¿no?

—Bueno, ¿cómo si no vamos a…?Entonces lo entendí. No podía

aceptarlo, pero lo entendí. Meequivocaba con Ben. Él había caídomucho más que yo por el abismo de loimpensable. Unos diez kilómetros más

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abajo.Al ver mi expresión, la barbilla le

tocó el pecho. Se ruborizó. No eravergüenza, sino más bien enfado, una iraintensa, más allá de las palabras.

—No, Ben. No podemos hacerlo.Levantó la cabeza. Le brillaban los

ojos. Le temblaban las manos.—Yo sí puedo.—No, no puedes.Ben Parish se ahogaba. Había

llegado tan lejos que no sabía si podríaalcanzarlo, no sabía si me quedabanfuerzas para sacarlo a la superficie.

—Yo no lo he pedido —dijo—. ¡Nohe pedido nada de esto!

—Ni ella, Ben.

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Se me acercó, y entonces le vi unafiebre distinta ardiéndole en los ojos.

—No me preocupa ella. Hace unahora, ella no existía. ¿Lo entiendes? Noera nada, literalmente nada. Te tenía a tiy tenía a tu hermano pequeño, aBizcocho y a Dumbo. Ella era suya.Pertenece a los Otros. Yo no lasecuestré, no la engañé para que subieraa un autobús, ni le dije que estabacompletamente a salvo, para despuésmeterle una bomba en la garganta. No esculpa mía. No es responsabilidad mía.Mi trabajo consiste en manteneros convida el mayor tiempo posible y si esosignifica que muera otra persona que nosignifica nada para mí, supongo que así

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tiene que ser.No pude soportarlo más. Ben se

había hundido demasiado, la presión erademasiado grande, me costaba respirar.

—Eso es —dijo con amargura—,llora, Cassie. Llora por ella. Llora portodos los niños. No te oyen ni te ven, nisienten lo mal que te sientes, pero llorapor ellos. Una lágrima por cada uno yllenarás el puto océano. Llora.

»Sabes que tengo razón. Sabes queno hay alternativa. Y sabes que Hachatenía razón: lo importante es el riesgo.Siempre ha sido el riesgo. Y si una niñatiene que morir para que seis personasvivan, ese es el precio. Es el precio.

Me empujó a un lado y bajó

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cojeando por el pasillo hacia la puertarota. Yo no podía moverme. No podíahablar. No levanté un dedo ni articulé undiscurso para detenerlo. Había llegadoal final de las palabras, y los gestos noparecían tener sentido.

«Páralo, Evan, por favor. Páralo,porque yo no puedo».

En la habitación segura del sótano,sus rostros alzados hacia mí y miplegaria silenciosa, mi promesadesesperada: «Subios a mis hombros,subios a mis hombros, subios a mishombros».

No le iba a pegar un tiro. Por elriesgo. La iba a ahogar. Le iba a colocaruna almohada en la cara y apretar hasta

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que ya no fuera necesario seguirapretando. No iba a dejar su cuerpo ahí:el riesgo. La iba a llevar fuera, pero noa enterrarla ni a quemarla: el riesgo. Laiba a llevar al interior del bosque, aabandonarla en el suelo helado como sifuera basura para que se encargaran deella los buitres, los cuervos y losinsectos. El riesgo.

Me dejé caer contra la pared y mellevé las rodillas al pecho, agaché lacabeza y me la cubrí con los brazos. Metapé los oídos. Cerré los ojos. Y allíestaba el dedo de Vosch, pulsando elbotón, las manos de Ben sobre laalmohada, mi dedo en el gatillo. Sam,Megan. El soldado del crucifijo. Y la

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voz de Hacha, hablándome desde laoscuridad silenciosa: «A veces estás enel sitio equivocado en el momentoequivocado, y lo que pasa no es culpade nadie».

Y cuando saliera Ben, destrozado yvacío, yo me levantaría, me acercaría aél y lo consolaría. Le cogería la manoque había asesinado a una niña, y losdos nos lamentaríamos por nosotros ypor las elecciones que habíamosrealizado, que en realidad no eranelecciones.

Ben salió y se sentó apoyado en lapared, diez puertas más abajo. Al cabode un minuto, me levanté y me acerqué.Él no levantó la mirada. Apoyó los

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antebrazos en las rodillas dobladas yagachó la cabeza. Me senté a su lado.

—Te equivocas —le dije, y él sepuso a retorcerse las manos como sirespondiera: «Lo que tú digas»—. Ellanos pertenecía a nosotros. Todos nospertenecen.

Echó la cabeza atrás, contra lapared.

—¿Las oyes? Las puñeteras ratas.—Ben, creo que tenéis que iros. Ya.

No esperéis a mañana. Llévate a Dumboy a Bizcocho, y avanzad lo más deprisaposible hacia las cuevas.

A lo mejor Hacha podía ayudarlo. Élsiempre la escuchaba, parecía que ellalo intimidaba un poco, puede que

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incluso lo impresionara.Ben dejó escapar una carcajada que

le salía de las tripas.—Ahora mismo estoy un poco hecho

polvo. Roto. Estoy roto, Sullivan. —Memiró—. Y Walker no está encondiciones de hacerlo.

—¿De hacer el qué?—De cortar la maldita cosa. Tú eres

la única que tiene alguna oportunidad.—¿No la has…?—No he podido.Se rio otra vez. Asomó de nuevo la

cabeza a la superficie y llenó lospulmones de aire fresco.

—No he podido.

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La habitación en la que estaba tumbadaparecía una cámara frigorífica; Evan sehabía sentado y me observó al entrar.Había una almohada en el suelo, dondeBen la había dejado caer, y yo la recogíy me senté a los pies de la cama deEvan. Nuestros alientos se escarchaban,nuestros corazones latían y el silencio seespesaba entre nosotros.

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Hasta que pregunté:—¿Por qué?Y él respondió:—Para volar en pedazos lo que

quede. Para romper el último vínculoirrompible.

Abracé la almohada contra el pechoy me mecí lentamente adelante y atrás.Hacía frío, mucho frío.

—No se puede confiar en nadie —dije—. Ni siquiera en los niños. —Elfrío me caló hasta los huesos, hasta lamédula—. ¿Qué eres, Evan Walker?¿Qué eres?

Él no me miraba.—Ya te lo expliqué.—Sí, el gran tiburón blanco. Pero yo

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no, todavía no. No vamos a matarla,Evan. Voy a sacarlo y tú me vas aayudar.

No me lo discutió. No era tan tonto.Ben me ayudó a recoger los

suministros antes de marcharse paraunirse a los demás en el restaurante delotro lado del aparcamiento. Paño.Toallas. Un ambientador en aerosol. Elbotiquín de campaña de Dumbo. Nosdespedimos en la puerta de lasescaleras. Le dije que tuviera cuidado,que había unas tripas de rata muyresbaladizas por el camino.

—Antes he perdido la cabeza —medijo, bajando la mirada y restregando elzapato contra la moqueta como un niño

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avergonzado al que han pillado en unamentira—. No ha estado bien.

—Tu secreto está a salvo conmigo.—Sullivan… —Sonrió—. Cassie…

Si no lo… Quería decirte que…Esperé, no lo presioné.—Esos cabrones imbéciles

cometieron un grave error al no matartea ti la primera —me espetó.

—Benjamín Thomas Parish, es elcumplido más bonito y más raro que herecibido.

Le di un beso en la mejilla. Él medio un beso en la boca.

—¿Sabías que hace un año habríavendido mi alma por esto? —susurré.

Negó con la cabeza.

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—No lo vale.Y por una milésima de segundo todo

desapareció, la desesperación, latristeza, la rabia, el dolor y el hambre, yel viejo Ben Parish surgió de entre losmuertos. Aquella mirada penetrante.Aquella sonrisa arrebatadora. En unsegundo se desvanecería y volvería aser el nuevo Ben, al que llamabanZombi, y entonces comprendí lo que nohabía comprendido antes: el objeto demis deseos adolescentes estaba muerto,igual que estaba muerta la adolescenteque lo deseaba.

—Sal de aquí —le ordené—. Y sipermites que le suceda algo a mihermano pequeño, te perseguiré como un

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perro de presa.—Puede que sea tonto, pero no

tanto.Desapareció en la oscuridad

absoluta de las escaleras.Regresé a la habitación. No podía

hacerlo. Tenia que hacerlo. Evanretrocedió en su cama hasta tocar elcabecero con el culo. Metí los brazosbajo el cuerpo de Megan y la levantédespacio: después me volví y la dejécon cuidado encima de Evan,apoyándole la cabeza en el regazo.Recogí el ambientador en aerosol(«¡Una delicada mezcla de esencias!») yempapé el trapo. Me temblaban lasmanos. No podía hacerlo ni de coña. Ni

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de coña.—Un gancho con cinco dientes —

explicó Evan en voz baja—. Incrustadobajo la amígdala derecha. No intentesarrancarlo. Agarra bien el cable, cortalo más cerca posible del gancho y sacael gancho muy despacio. Si el cable sesuelta de la cápsula…

Asentí con impaciencia.—Bum, lo sé. Ya me lo has

explicado.Abrí el botiquín, y saqué unas pinzas

y tijeras quirúrgicas. Pequeñas, aunqueparecían enormes. Encendí la linterna yla sujeté entre los dientes.

Le pasé a Evan el trapo que apestabaa pino. Él lo apretó contra la nariz y la

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boca de Megan. La niña se movió, abrióun poco los párpados y puso los ojos enblanco. Las manos, cruzadas conremilgo sobre el regazo, le temblaronantes de quedar de nuevo inmóviles.Evan dejó caer el trapo sobre el pechode Megan.

—Si se despierta mientras estoy ahídentro… —dije con la linterna entre losdientes, de modo que parecía unaventrílocua: «Fi fe fefpiezta…».

Evan asintió con la cabeza.—Puede salir mal de cien maneras

distintas, Cassie.Echó la cabeza de la niña hacia atrás

y le abrió la boca. Me quedé mirando unreluciente túnel rojo del ancho de una

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cuchilla y un kilómetro de profundidad.Las pinzas en la izquierda. Las tijeras enla derecha. Las dos manos del tamañode pelotas de fútbol.

—¿La puedes abrir más? —pregunté.

—Si la abro más, le desencajaré lamandíbula.

Bien, si lo miramos todo en suconjunto, una mandíbula desencajada eramejor que tener que recoger nuestroscachitos del suelo con unas pinzas, perobueno.

—¿Esta? —pregunté, tocando concuidado la amígdala con el extremo delas pinzas.

—No veo.

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—Cuando has dicho la amígdaladerecha te referías a su derecha, no a lamía, ¿verdad?

—Su derecha. Tu izquierda.—Vale —respondí, dejando escapar

el aire—. Solo quería asegurarme.No veía lo que hacía. Tenía las

pinzas metidas en la garganta de la niña,pero no las tijeras, y no sabía cómo ibana caber las dos cosas en aquella bocadiminuta.

—Sujeta el cable con el extremo delas pinzas —sugirió Evan—. Despuéslevántalo muy despacio para poder verlo que haces. No tires. Si el cable sedesconecta de la cápsula…

Por Dios bendito, Walker, ¡no tienes

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que recordarme cada dos minutos lo quepasa si el puñetero cable se desconectade la puñetera cápsula!

Noté que la punta de las pinzas seenganchaba en algo.

—Vale, creo que lo tengo.—Es muy fino. Negro. Brillante. La

luz debería reflejarse…—Por favor, cállate.O, en jerga de linterna: «Fof, fafof,

fállafe».Me temblaba todo el cuerpo, pero,

milagrosamente, las manos las teníafirmes como rocas. Le metí la manoderecha en la boca empujándole elinterior de la mejilla y maniobrandopara colocar la punta de las tijeras en

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posición. ¿Era eso? ¿De verdad lotenia? El cable, si es que lo quereflejaba la luz de mi linterna era elcable, era tan fino como un pelo humano.

—Despacio, Cassie.—Cierra. El. Pico.—Si se lo traga…—Te voy a matar, Evan. En serio.Ya tenía el cable agarrado con las

pinzas. Al tirar, vi el gancho diminutoincrustado en la carne inflamada.«Despacio, despacio, despacio.Asegúrate de cortar el extremo correctodel cable. El del gancho».

—Estás demasiado cerca —meadvirtió—. Deja de hablar y no respiresdirectamente en su boca…

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«De acuerdo, creo que mejor te pegoun puñetazo en la tuya».

Había dicho que podía salir mal decien maneras distintas. Pero las cosaspueden salir mal, muy mal o fatalmentemal. Cuando Megan abrió los ojos yretorció el cuerpo debajo de mí, íbamosderechos a la posibilidad de que lascosas salieran fatalmente mal.

—¡Está despierta! —chilléinnecesariamente.

—¡No sueltes el cable! —gritó Evaninnecesariamente.

La niña me mordió con fuerza ysacudió la cabeza de un lado a otro. Seme quedaron los dedos atrapados dentrode su boca. Intenté mantener quietas las

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pinzas, pero un solo tirón y la cápsula seliberaría…

—¡Evan, haz algo!Él intentó localizar el trapo

empapado de ambientador.—¡No! ¡Sujétale la cabeza, imbécil!

No dejes que…—Suelta el cable —jadeó.—¿Qué? Acabas de decirme que

no…Él le tapó la nariz. ¿Lo soltaba? ¿No

lo soltaba? Si lo soltaba, el cable podríaenrollarse alrededor de las pinzas ydesprenderse solo. Si no lo soltaba, contanto giro y sacudida a lo mejor sedesprendía solo. Megan puso los ojos enblanco. Dolor, terror y confusión, la

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mezcla constante que los Otros siempreofrecían. Abrió la boca y yo le metí lastijeras en la garganta.

—Ahora mismo te odio —le susurréa Evan—. Te odio más de lo que heodiado a nadie en mi vida.

Me pareció que debía saberlo antesde que yo cerrara las tijeras. Por sivolábamos en pedazos.

—¿Lo tienes? —preguntó.—¡No tengo ni puñetera idea!—Hazlo. —Entonces sonrió.

¡Sonrió!—. Corta el cable, Efímera.Y corté el cable.

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—Es una prueba —dijo Evan.La cosa, que parecía una cápsula

llena de líquido, estaba en el escritorio,bien sellada (esperábamos) dentro deuna bolsa de plástico transparente, deesas que las madres usaban en los viejostiempos para guardar el sándwich y laspatatas fritas, de manera que seconservaran frescos hasta la hora del

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recreo.—¿De qué? ¿Es que las bombas

humanas todavía están en proceso de I +D? —preguntó Ben.

Estaba apoyado en el alféizar de laventana reventada, temblando, peroalguien tenía que vigilar el aparcamientoy no estaba dispuesto a permitir que otrapersona asumiera el riesgo. Al menos sehabía quitado la horrorosa sudaderaamarilla empapada en sangre (ya erahorrorosa antes de la sangre) y se habíapuesto una sudadera negra que casi lollevaba de vuelta a su periodomusculoso anterior a la Llegada.

Sam soltó una risita vacilante desdela cama, no muy seguro de si su amado

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Zombi estaba haciendo una broma. Nosoy loquera, pero supuse que Samshabía pasado por un proceso detransferencia por culpa de los asumidossin resolver con su papá.

—Para las bombas, no —respondióEvan—. Para nosotros.

—Genial —gruñó Ben—, el primerexamen que me ponen en tres años.

—Corta el rollo, Parish —le dije.¿Quién aprobó la ley que establece quelos deportistas de instituto tienen quecomportarse como tontos para serguays?—. Sé a ciencia cierta que el añopasado quedaste finalista de la beca almérito escolar.

—¿En serio? —preguntó Dumbo,

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estirando las orejas.Vale, no debería hacer comentarios

sobre sus orejas, pero sí que parecía unperrito salchicha emocionado.

—Sí, en serio —respondió Ben consu sonrisa Parish de marca registrada—.Pero fue un año muy flojo: nosinvadieron los alienígenas.

Miró a Evan y se le murió la sonrisa,que es lo que solía pasarle a la sonrisade Ben cada vez que este miraba a Evan.

—¿Para qué es la prueba?—Buscan conocimiento.—Sí, ese suele ser el objetivo de

una prueba. ¿Sabes qué nos vendría muybien ahora? Que dejaras tu rollo de alienenigmático y hablaras claro de una puta

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vez. Porque cada segundo que pasa y esacosa no estalla —dijo, señalando labolsita con la cabeza—, es un segundoque multiplica el riesgo por dos. Tarde otemprano, y yo diría que será más bientemprano, van a volver y enviarnos a laCochinchina de un misilazo.

—¿Cochinchina? —chilló Dumbo.No pillaba la referencia y eso loasustaba. ¿Qué pasaba en laCochinchina?

—No es más que una ciudad, Dumbo—le aseguró Ben—. Una ciudad al azar.

Evan asentía con la cabeza. Miré aBizcocho, que llenaba todo el umbralcon su cuerpo y tenía la boca un pocoabierta mientras volvía la enorme

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cabeza de un lado a otro, cual pelota detenis, para seguir nuestra conversación.

—Volverán —dijo Evan—. A no serque fallemos la prueba para que notengan que hacerlo.

—¿Que la fallemos? Pero la hemospasado, ¿no? —Ben se volvió hacia mí—. A mí me da que la hemos pasado, ¿ya ti?

—Fallar habría sido aceptar a laniña como borricos felices —expliqué— y que nos enviaran a la Cochinchinade un bombazo.

—La Cochinchina —repitió Dumbo,perplejo.

—La ausencia de detonación solopuede significar una de tres cosas —dijo

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Evan—: una, que el dispositivo no hafuncionado bien; dos, que el dispositivose ha calibrado incorrectamente; otres…

Ben alzó una mano.—O tres, que alguien del hotel sabe

lo de los niños bomba y ha sido capazde extraerla, guardarla en una bolsa deplástico e impartir un seminario sobrecómo infundir el pánico y la paranoia enlos memos de los humanos. La pruebasirve para comprobar si tenemos a unSilenciador entre nosotros.

—¡Lo tenemos! —chilló Sam,apuntando con un dedo a Evan—. ¡Túeres un Silenciador!

—Algo que no pueden saber con

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absoluta certeza si vaporizan este antrocon un par de misiles Hellfire biendirigidos —concluyó Ben.

—Lo que nos plantea una pregunta—añadió Evan en voz baja—: ¿por quésospechan tal cosa?

La habitación entera guardó silencio.Ben se puso a tamborilear con los dedosen el antebrazo. Bizcocho abría ycerraba la boca. Dumbo se tiraba dellóbulo de la oreja. Yo me mecíaadelante y atrás en la silla, tirando de lapata de Oso. No sabía cómo habíallegado a hacerme con Oso, puede quelo hubiera recogido mientras Bizcochotrasladaba a Megan a la habitacióncontigua. Recordaba que lo habían

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tirado al suelo, pero no recordabahaberlo recogido.

—Bueno, es obvio —dijo Ben—.Deben de tener un modo de saber queestás aquí, ¿no? De lo contrario, corresel riesgo de acabar con tus propiosjugadores.

—Si supieran que estoy aquí, no lesharía falta una prueba. Sospechan queestoy aquí.

Entonces lo entendí. Y entenderlo nome supuso ningún consuelo.

—Hacha.Ben volvió la cabeza hacia mí como

si tuviera un resorte. El más ligero soplode aire lo habría derribado de suasiento.

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—La han capturado —explique—. Oa Tacita. O a las dos.

Me volví hacia Evan porque laexpresión de Ben era insoportable.

—Es lo que tiene más sentido —coincidió Evan.

—¡Y una mierda! Hacha jamás noshabría vendido —le gritó Ben.

—No por voluntad propia —respondió Evan.

—El País de las Maravillas —dijecon un jadeo—. Han descargado susrecuerdos…

Entonces fue cuando Ben se levantódel alféizar, perdió el equilibrio, setambaleó hacia delante y se golpeócontra el borde de la cama de Sammy.

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Estaba temblando, aunque no de frío.—Oh, no, no, no. No han capturado a

Hacha. Está a salvo, Tacita está a salvo,y no vamos a pasar por ahí…

—No —repuso Evan—. Ya estamosahí.

Me levantó de la silla y me dirigí aBen. Fue uno de esos momentos en losque uno sabe que debe hacer algo, perono tiene ni idea de el qué.

—Ben, tiene razón: estamos vivospor el mismo motivo por el que enviarona Megan.

—¿A ti qué te pasa? —me espetóBen—. Te crees todo lo que dice ese tío,como si fuera Moisés después de bajarde la montaña. Si creen que está aquí,

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por la razón que sea, saben que es untraidor, así que acabarán enviándonos ala Cochinchina.

Todos miraron a Dumbo, a la esperade su reacción.

—No quieren matarme —dijo al finEvan con cara de tristeza.

—Es verdad, se me olvidó —repusoBen—: quieren matarme a mí.

Se apartó de mí y arrastró los pieshasta la ventana, apoyó las manos en elalféizar y examinó el cielo nocturno.

—Si nos quedamos, estamosacabados. Si nos largamos, estamosacabados. Somos como niños de cincoaños jugando al ajedrez contra BobbyFischer. —Se volvió hacia Evan—. Es

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posible que te viera una patrulla y tesiguiera hasta aquí. —Señaló la bolsita—. Eso no quiere decir que tengan aHacha o a Taza. Lo que quiere decir esque nos hemos quedado sin tiempo. Nopodemos huir, no podemos escondernos,así que la pregunta vuelve a ser la desiempre: no si vamos a morir, sino cómovamos a hacerlo. ¿Cómo vamos a morir?Dumbo, ¿cómo quieres morir?

Dumbo se enderezó. Cuadró loshombros y alzó la barbilla.

—¡De pie, señor!Ben miró a Bizcocho.—Bizco, ¿quieres morir de pie?Bizcocho también se había puesto

firmes. Asintió sin perder tiempo.

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Ben no tuvo que preguntárselo aSam: mi hermano pequeño se levantó sinmás y, lenta y deliberadamente, saludó asu oficial al mando.

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Ay, Dios. Hombres.Lancé a Oso sobre la mesa.—Ya he estado en esta situación —

le dije al Escuadrón de los Machotes—.Si huyes, mueres. Si te quedas, mueres.Así que, antes de ponernos en plan O.K.Corral, vamos a considerar la terceraopción: nosotros lo volamos en pedazos.

La sugerencia absorbió todo el aire

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de la habitación. Evan fue el primero enentenderlo y asintió despacio, aunqueestaba claro que no le gustaba la idea.Había demasiadas variables. Mil cosaspodían salir mal y solo una bien.

Ben fue derecho al sangriento quidde la cuestión:

—¿Cómo? ¿A quien le va a tocarrespirar sobre la bomba y acabarvaporizado?

—Yo lo haré, sargento —respondióDumbo. Se le habían puesto rojas lasorejas, como si le avergonzara su valor.Sonrió con timidez. Al final lo habíapillado—: Siempre he querido ir a laCochinchina.

—El aliento humano no es la única

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fuente de CO2 —le hice saber alfinalista de la beca al mérito escolar.

—¡Coca-Cola! —gritó Dumbo, conrazón.

—Buena suerte con eso —repusoBen.

Era cierto: junto con todas lasbebidas alcohólicas, los refrescosfueron una de las primeras víctimas dela invasión.

—Una lata o una botella, sí —dijoEvan—. Cassie, ¿no me dijiste que hayun restaurante aquí al lado?

—Las bombonas de CO2 de losrefrescos de grifo —empecé a decir.

—Seguramente siguen ahí —terminóél la frase.

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—Si unimos la bomba a labombona…

—Y preparamos la bombona paraque dispense CO2…

—Una fuga lenta…—En un espacio cerrado…—¡El ascensor! —exclamamos los

dos a la vez.—Vaya —jadeó Ben—, genial. Pero

todavía me queda poco claro cómo va asolucionar eso el problema.

—Creerán que estamos muertos,Zombi —respondió Sam.

El crío de cinco años lo entendía,pero le faltaba la experiencia de Ben,que sabía lo difícil que era burlar aVosch y compañía.

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—Después vendrán a comprobarlo,no encontrarán cadáveres y lo sabrán —repuso Ben.

—Pero ganaremos tiempo —dijoEvan—. Y creo que, cuando se dencuenta de la verdad, ya será demasiadotarde.

—¿Porque, obviamente, somosmucho más listos que ellos? —preguntóBen.

Evan esbozó una sonrisa lúgubre.—Porque vamos a ir al único lugar

en el que no se les ocurriría buscarnos.

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No había tiempo para más debates;teníamos que iniciar la OperaciónAbandonen el Barco antes de que laquinta ola nos barriera de él. Ben yBizcocho se fueron a buscar la bombonade CO2 al restaurante. Dumbo seencargó de patrullar el pasillo. Le dije aSam que él tenía que cuidar de Megan,por aquello de ser un colega de los

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viejos tiempos del autobús escolar. Élme pidió que le devolviera la pistola. Lerecordé que tenerla no le había servidode mucho la última vez: había vaciadoel cargador sin tan siquiera rozar alobjetivo. Intenté darle a Oso. Él hizo ungesto de impaciencia: «Oso dejó deestar de moda hace seis meses, que no teenteras».

Después, Evan y yo nos quedamossolos. Con la bombita verde, éramostres.

—Escúpelo —le ordené.—¿El qué? —preguntó con unos

ojos tan grandes e inocentes como los deOso.

—Todo, Walker. Te estás callando

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algo.—¿Por qué lo…?—Porque es tu estilo. Tu modus

operandi. Como un iceberg, tres cuartosbajo la superficie, pero te juro que novoy a dejar que conviertas este hotel enel Titanic.

Suspiró y evitó mirarme a los ojos.—¿Lápiz y papel?—¿Qué? ¿Crees que es el momento

para escribir un tierno poema de amor?También era su estilo: cada vez que

me acercaba demasiado a algo, meesquivaba diciéndome lo mucho que meamaba, que lo había salvado o algunaotra observación romanticoide ypseudoprofunda sobre la naturaleza de

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mi magnificencia. De todos modos, cogíla libreta y el boli del escritorio y se lospasé porque, en realidad, ¿a quién no legusta que le escriban un tierno poema deamor?

En vez de eso, dibujó un mapa.—Una planta, blanca (o antes lo

era), estructura de madera, no recuerdola dirección, pero está justo en laAutopista 68. Al lado de una estación deservicio. Tiene uno de esos viejoscarteles de metal colgados delante,Havoline Oil, o algo así.

Arrancó la hoja y me la puso en lamano.

—¿Y por qué es el único lugar en elque no van a buscarnos? —pregunté,

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cayendo de nuevo en la trampa de sutécnica para desviar mi atención, y esoque Havoline Oil no tenía nadaempalagosamente poético—. ¿Y por quéme dibujas un mapa, si vienes connosotros?

—Por si pasa algo.—Te. Por si TE pasa algo. ¿Y si nos

pasa algo a los dos?—Tienes razón, haré cinco más.Empezó con el siguiente. Me quedé

observándolo dos segundos, después learrebaté la libreta y se la tiré a lacabeza.

—Hijo de puta, sé lo que estáshaciendo.

—Estaba dibujando un mapa,

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Cassie.—Inventarte un detonador usando un

grifo de refresco, en plan Misión:Imposible, ¿en serio? Mientras todoscorremos como locos hacia el cartel deHavoline, contigo delante, con tu tobilloroto, la pierna agujereada, y una fiebrede cuarenta y un grados…

—Si tuviera una fiebre de cuarenta yun grados, estaría muerto —comentó.

—No, ¿quieres saber por qué?¡Porque los muertos no tienen fiebre!

Estaba asintiendo, pensativo.—Dios, cómo te he echado de

menos.—¡Otra vez! ¡Lo mismo de siempre!

Como en el hogar de los Walker, como

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en el Campo Pozo de Ceniza, como en elcampo de exterminio de Vosch. Cada vezque te arrincono…

—Me tienes arrinconado desde elprimer instante en que…

—Déjalo ya.Lo dejó. Me senté en la cama, a su

lado. A lo mejor lo estaba enfocandomal. Se atrapan más moscas con mielque con hiel, como siempre decía miabuela. El problema era que los ardidesfemeninos no eran mi fuerte. Le di lamano. Lo miré atentamente a los ojos.Consideré la posibilidad dedesabrocharme la camisa un poco, perodecidí que quizá descubriera mipequeña artimaña. Aunque mis

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artimañas no eran tan pequeñas, laverdad.

—No pienso permitir que vuelvas ajugármela como en Campo Asilo —ledije, añadiendo al tono de voz lo queesperaba que fuera un ronroneo atractivo—. No va a pasar. Te vienes connosotros. Bizcocho y Dumbo cargaráncontigo.

Levantó la otra mano y me tocó lamejilla. Conocía aquella caricia y lahabía echado de menos.

—Lo sé —respondió.La mirada de aquellos ojos color

chocolate (ay) era de una tristezainfinita. También conocía aquellamirada: la había visto antes, en el

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bosque, cuando me había confesadoquién era en realidad.

—Pero no lo sabes todo. No sabeslo de Grace.

—Otra vez —repuse, apartándole lamano de mi muñeca y olvidando lo de lamiel.

Decidí que me gustaban demasiadosus caricias y que tenía que esforzarmepara que no me gustaran tanto. Y tambiénpara que no me gustara la forma en queme miraba, como si fuera la últimapersona sobre la faz de la Tierra, comocreí serlo antes de que me encontrara.Es algo terrible, una carga tremendapara cualquiera. Permitir que toda laexistencia propia dependa de otro ser

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humano es buscarse problemas. Solo hayque pensar en todas las trágicas historiasde amor que se han escrito, y no queríaconvertirme en la Julieta de un Romeo,no si podía evitarlo. Ni siquiera si elúnico candidato disponible estabadispuesto a morir por mí, a sentarse a milado cogiéndome de la mano mientrasme miraba a los ojos con aquellos ojoscolor chocolate fundido que ya no meafectaban tanto. Además de estarprácticamente desnudo debajo de lasmantas y de contar con el cuerpo de unmodelo… Pero no voy a ahondar en eso.

—Otra vez Gracia. No dejas demencionarla desde que te dispararon.

—Tú no la conoces.

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Bueno, aquello escocía. No sabíaque fuera tan religioso… ni tan crítico.Las dos cosas suelen ir de la mano,pero…

—Cassie, tengo que contarte unacosa.

—¿Que eres baptista?—Aquella noche, en la autopista,

después de que… te dejara marchar,tenía mucho miedo. No entendía lo quepasaba, no sabía por qué no era capaz…de hacer lo que había venido a hacer. Dehacer lo que había nacido para hacer.No tenía sentido. Y, en muchos aspectos,sigue sin tener sentido. Crees conocerte,crees que conoces a la persona que vesen el espejo. Te encontré, pero, al

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encontrarte, me perdí. Ya no hay nadaclaro. No hay nada simple.

Asentí.—Lo recuerdo. Recuerdo cuando

todo era simple.—Al principio, después de traerte

de vuelta, la verdad es que no sabía sisobrevivirías. Y me sentaba allí,contigo, y pensaba: «A lo mejor nodebería sobrevivir».

—Jo, Evan, qué romántico.—Sabía lo que se avecinaba —

continuó, y eso sí que era algo claro ysimple.

Me cogió las dos manos y me acercóa él, y yo caí en picado dentro deaquellos puñeteros ojos; por eso la

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técnica de la miel no me va: porque yosoy más bien la mosca cuando estoy conél.

—Sé lo que se avecina, Cassie, yhasta ahora creía que los muertos eranlos afortunados. Pero ahora lo veo. Loveo.

—¿Qué? ¿Qué ves, Evan? —lepregunté con voz temblorosa.

Me estaba asustando. A lo mejor erala fiebre la que hablaba, pero Evan noactuaba como el Evan de siempre.

—La salida. La forma de acabarlo.El problema es Grace. Grace esdemasiado para ti, para cualquiera devosotros. Grace es la entrada, y yo soyel único que puede atravesarla. Puedo

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ofrecerte eso, por lo menos. Y tiempo.Esas dos cosas, Grace y tiempo, paraque tú puedas acabarlo.

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Entonces, Dumbo, con unasincronización perfecta, asomó lacabeza por la puerta.

—Han vuelto, Sullivan. Zombi hadicho…

Se detuvo, consciente de que,obviamente, había interrumpido unmomento íntimo. Gracias a Dios que nome había desabrochado la camisa. Le

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quité las manos de encima a Evan y melevanté.

—¿Han encontrado una bombona?Dumbo asintió.—La están metiendo en el ascensor

ahora mismo —respondió, y miró aEvan—. Zombi ha dicho que cuandoestéis listos.

Evan asintió, despacio.—Vale.Pero no se movió. No me moví.

Dumbo se quedó allí unos segundos.—Vale —repitió.Evan no dijo nada. Yo no dije nada.Entonces, Dumbo dijo:—Nos vemos después, chicos…, ¡en

la Cochinchina! Je, je.

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Y salió del cuarto caminando deespaldas.

Me volví hacia Evan.De acuerdo. ¿Recuerdas lo que dijo

Ben del rollo de alien enigmático?Entonces, Evan Walker hizo algo que

nunca le había visto hacer o, para sermás exactos, que nunca le había oídodecir.

—Mierda —respondió.Dumbo apareció de nuevo en la

puerta con la mandíbula caída y lasorejas rojas, atrapado por una chica altacon una cascada de pelo rubio miel yunos impresionantes rasgos de modelonórdica, penetrantes ojos azules, labioscarnosos y sensuales rellenos de

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colágeno, y la figura esbelta de unaprincesa de la pasarela.

—Hola, Evan —saludó la chicaCosmo.

Y, por supuesto, su voz era profunday algo ronca, como la de todas las malasseductoras concebidas por Hollywood.

—Hola, Grace —respondió Evan.

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Grace, no Gracia: una persona, no unaplegaria ni nada remotamenterelacionado con Dios. Y armada hastalos dientes: tenía el M16 de Dumbo,además del enorme fusil defrancotirador que llevaba a la espalda.Empujó al crío al interior de lahabitación y después me deslumbró consu sonrisa eléctrica.

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—Y tú debes de ser Casiopea, reinadel cielo nocturno. Me sorprendes,Evan, no es como me la imaginaba.Tirando a pelirroja. No sabía que esefuera tu tipo.

Miré a Evan.—¿Quién narices es esta persona?—Grace es como yo —respondió

Evan.—Nos conocemos desde hace

tiempo. Diez siglos, más o menos.Cambiando de tema… —Grace hizo ungesto hacia mi fusil, así que se lo lancé alos pies—. La pistola, también. Y esecuchillo que llevas en el tobillo, debajodel uniforme.

—Deja que se vayan, Grace —le

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dijo Evan—. No los necesitamos.Grace no le hizo caso. Le dio una

patadita a mi fusil y me ordenó que lolanzara por la ventana, junto con laLuger y el cuchillo. Evan asintió, comodiciendo: «Será mejor que lo hagas».Así que lo hice. La cabeza me dabavueltas. No conseguía componer ningúnpensamiento coherente. Grace era unaSilenciadora, como Evan, eso loentendía. Pero ¿por qué conocía minombre, por qué estaba allí, por quésabía Evan que vendría y qué queríadecir con «Grace es la entrada»? ¿Laentrada a qué?

—Sabía que era humana —decíaGrace, de vuelta al tema favorito de

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Evan—, pero no me imaginaba lohumana que era.

Evan sabía lo que le esperaba, perointentó detenerlo de todos modos.

—Cassie…—Que te den a ti y a toda tu

descendencia, alien hijo de puta.—Soez. Imaginativo. Bonito —

comentó ella.Grace me hizo un gesto con el fusil

de Dumbo para que me sentara.De nuevo, Evan me lanzó la misma

mirada: «Hazlo, Cassie». Así que mesenté en la cama de al lado, junto aDumbo, que respiraba por la boca comosi tuviera asma. Grace se quedó en laentrada para no perder de vista el

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pasillo. A lo mejor no sabia que Samestaba con Megan en la habitacióncontigua, ni que Ben y Bizcochoesperaban a Evan abajo, en el ascensor.Entonces comprendí la estrategia deEvan: «Dale largas. Gana tiempo».Cuando Ben y Bizcocho salieran a verqué pasaba, tendríamos una oportunidad.Recordé que Evan se había cargado a unpelotón entero de la quinta ola, conmenos armas y a oscuras, y pensé: «No,cuando aparezcan, será la oportunidadde Grace».

La examiné: su forma de apoyarse enla jamba de la puerta con un tobillocruzado sobre el otro, los mechonesdorados que le caían sobre un hombro,

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la cabeza un poco girada para queadmirásemos su imponente perfilnórdico. Y pensé: «Claro, tiene sentido:si puedes descargarte en cualquiercuerpo humano, ¿por qué no elegir unoimpecable? Igual que Evan». En esesentido, no era más que un granimpostor, y me resultaba raro pensarlo.En el fondo, el tío que hacía que metemblaran las rodillas era una efigie, unamáscara sobre un rostro sin rostro quediez mil años atrás seguramente teníapinta de calamar o algo parecido.

—Bueno, ya nos habían avisado deque era arriesgado vivir tanto tiempocomo humanos entre humanos —dijoGrace—. Dime una cosa, Casiopea: ¿no

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te ha parecido perfectamente perfecto enla cama?

—¿Por qué no me lo dices tú? —respondí—. Puta extraterrestre.

—Una guerrera, como su tocaya.—Ellos no tienen nada que ver con

esto —intervino Evan—. Deja que sevayan, Grace.

—Evan, ni siquiera estoy segura deentender qué es «esto». —Dejó supuesto y flotó (no existe otra palabra quelo describa) hasta su cama—. Y nadie seva a ninguna parte hasta que yo lo haga.

Se inclinó, le cogió la cara entre lasmanos y le dio un largo beso en la boca.Él se resistió (me daba cuenta), peroella lo inmovilizaba con unos

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superardides sobrenaturales que, alparecer, sí eran su fuerte.

—¿Se lo has contado, Evan? —murmuró pegada a su mejilla, aunqueasegurándose de que yo lo oyera—.¿Sabe cómo acaba todo esto?

—Así —dije, y me abalancé sobreella con la cabeza por delante, comosolía hacer, apuntando con mi duracoronilla a su blanda sien.

El impacto la derribó de lado contralas puertas del armario. Acabédespatarrada en el regazo de Evan.«Perfectamente perfecto», pensé, unpoco incoherentemente.

Me levanté, pero Evan me rodeó lacintura y me obligó a sentarme. «No,

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Cassie».Pero estaba débil y yo era fuerte, así

que me zafé fácilmente de él y salté dela cama a la espalda de Grace. Aquelfue mi gran error: ella me sujetó por unbrazo y me lanzó al otro lado de lahabitación. Me estrellé contra la paredde la ventana y caí de culo, lo que meprovocó un latigazo de dolor que merecorrió toda la espalda. Desde elpasillo, oí que se abría de golpe unapuerta, y grité:

—¡Sal de aquí, Sam! ¡Ve a porZombi! ¡Sal…!

Grace desapareció antes de que mediera tiempo a terminar la advertencia.La última vez que había visto a alguien

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moverse tan deprisa había sido enCampo Pozo de Ceniza, cuando losfalsos soldados de Wright-Patterson mehabían encontrado escondida en elbosque. Tan deprisa como en unosdibujos animados, lo que podría resultargracioso de no ser por lascircunstancias.

«Ah, no, puta. A mi hermanopequeño sí que no».

Pasé corriendo junto a Dumbo, juntoa Evan, que había apartado las mantas yluchaba por sacar su cuerpo herido de lacama; salí al pasillo, que estaba vacío,lo que no era bueno en absoluto;después, en dos pasos, llegué al cuartode Sam y cuando toqué con los dedos el

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tirador, una bola de demolición megolpeó en la nuca y me estrellé denarices contra la madera. Algo crujió, yno era la madera. Di un paso atrás, conla cara ensangrentada. Noté el sabor demi sangre y, de algún modo, fue esesabor lo que me mantuvo en pie: hastaentonces desconocía que la ira supiera aalgo y que ese sabor fuera como el de lapropia sangre.

Unos dedos fríos me rodearon elcuello, y me quedé mirando a través deuna cortina de lluvia roja cómo los piesse me separaban del suelo. Despuésvolé por el pasillo hasta aterrizar confuerza sobre el hombro, rodar por elsuelo y pararme a pocos centímetros de

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la ventana del otro extremo.Grace:—Quédate ahí.Estaba de pie junto a la puerta de

Sammy, como una sombra esbelta en untúnel mal iluminado, reluciendo al otrolado de las lágrimas que brotaban sincontrol y me rodaban por las mejillaspara mezclarse con la sangre.

—Deja. A mi hermano. En paz.—¿A ese adorable pequeñín? ¿Es tu

hermano? Lo siento, Casiopea, no losabía.

Sacudió la cabeza y se burlófingiendo tristeza, como si se burlara detodo lo que hay de bueno en el serhumano.

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—Ya está muerto.

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Tres cosas pasaron muy deprisa, todas ala vez. Cuatro, si se cuenta el momentoen que se me rompió el corazón.

Corrí, y no para alejarme de ella,sino hacia ella. Pensaba arrancarleaquella cara de modelo de portada.Pensaba sacar su corazón pseudohumanode entre sus perfectas tetas humanas.Pensaba destriparla con las uñas.

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Esa fue la primera.La segunda fue que la puerta de las

escaleras se abrió de golpe, y Bizcochoentró en el pasillo al estilo Ígor,empujándome con un brazo mientras,con el otro, apuntaba con su fusil aGrace. No era un disparo fácil en ningúncaso, pero Bizcocho era el mejor tiradordel pelotón después de Hacha, segúnBen.

La tercera cosa fue que un EvanWalker sin camisa y en calzoncillossalió arrastrándose de la habitacióndetrás de Grace. Tirador experto o no, siBizcocho fallaba… o si Grace seapartaba de la línea de tiro en el últimosegundo…

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Así que me lancé y me abracé a lostobillos del crío, que cayó hacia delante,disparando el fusil, y entonces oí denuevo la puerta de las escaleras y a Benque gritaba:

—¡Quieta!Fue como en las películas, pero

nadie se quedó quieto, ni yo, niBizcocho, ni Evan, ni mucho menosGrace, que había desaparecido. En unsegundo. Ben saltó por encima de mí yde Bizcocho, y cojeó por el pasillo hastala habitación situada enfrente de la deSam.

Sam.Me levanté de un salto y corrí por el

pasillo. Ben le estaba haciendo un gesto

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a Bizcocho, mientras decía:—Está ahí dentro.Tiré del pomo: cerrado. «¡Gracias,

Señor!».Golpeé la puerta.—¡Sam! ¡Sam, abre! ¡Soy yo!Y, desde el otro lado, una voz no

más alta que el chillido de un ratón.—¡Es una trampa! ¡Me estás

engañando!Perdí el control. Apreté la mejilla

ensangrentada contra la puerta y tuve unaminicrisis nerviosa de las buenas. Bajéla guardia. Se me había olvidado locrueles que podían llegar a ser losOtros. No bastaba con atravesarme elcorazón con una bala, no, primero había

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que machacarlo, pisotearlo y estrujarloentre las manos hasta que el tejidorezumara entre los dedos como laplastilina.

—Vale, vale, vale —gemí—.Quédate ahí, ¿vale? Pase lo que pase,Sam. No salgas hasta que yo vuelva.

Bizcocho estaba de pie junto a lapuerta del otro lado del pasillo. Benestaba ayudando a Evan a levantarse…o intentándolo. Cada vez que se leescapaba, a Evan se le doblaban lasrodillas. Al final, Ben decidió dejarloapoyado contra la pared, y Evan sequedó allí, meciéndose y jadeando, conla piel del color de las cenizas delcampo donde había muerto mi padre.

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Evan me miró y apenas le quedóaliento para decir:

—Sal de este pasillo. Ahora.La pared de yeso que había frente a

Bizcocho estalló en una lluvia de finopolvo blanco y trozos de papel mohoso.Retrocedió, tambaleándose. El fusil sele cayó al suelo. Se tropezó con Ben,que lo agarró por un hombro y lo lanzóal interior del cuarto con Dumbo. Benfue después a por mí, pero lo aparté deun manotazo, le dije que fuera a porEvan, recogí el fusil de Bizcocho ydisparé contra la puerta de Grace. Elruido fue ensordecedor en aquel pasillotan estrecho. Vacié el cargador antes deque Ben llegara hasta mí y me apartara.

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—¡No seas idiota! —gritó.Después me puso un cargador lleno

en la mano y me pidió que vigilara lapuerta, pero que me quedara agachada.

La escena se desarrolló como sialguien estuviera viendo un programa dela tele en otro cuarto: no eran más quevoces. Me quedé tumbada boca abajo,apoyando el tronco en los codos, con elfusil apuntando directamente a la puertaque tenía delante. «Vamos, doncella dehielo, tengo una cosita para ti». Melamía los labios ensangrentados yodiaba el sabor, pero también loadoraba. «Vamos, sueca del infierno».

BEN: Dumbo, ¿qué tal? ¡Dumbo!DUMBO: Está mal, sargento.

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BEN: ¿Hasta qué punto?DUMBO: Bastante mal…BEN: Joder, ¡ya veo que está mal,

Dumbo!EVAN: Ben, escúchame, tienes que

escucharme: tenemos que salir de aquí.Ya.

BEN: ¿Por qué? La tenemoscontrolada…

EVAN: No por mucho tiempo.BEN: Sullivan la puede manejar. De

todos modos, ¿quién es?EVAN: (ininteligible)BEN: Bueno, claro, cuantos más,

mejor. Supongo que hemos llegado alplan B. Yo me encargo de ti, Walker.Dumbo, tú de Bizcocho. Sullivan se

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llevará a los niños.Ben se agachó a mi lado y me puso

la mano en la nuca mientras indicaba lapuerta con un gesto de la cabeza.

—No podemos largarnos hastaneutralizar la amenaza —susurró—.Oye, ¿qué te ha pasado en la nariz?

Me encogí de hombros y me relamíde nuevo.

—¿Cómo? —pregunté con voz deestar muy resfriada.

—Muy fácil: alguien entra por lapuerta, uno por abajo y otro por arriba,uno a la derecha y otro a la izquierda. Lapeor parte son los primeros dossegundos y medio.

—¿Y la mejor?

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—Los últimos dos segundos ymedio. ¿Lista?

—Cassie, espera.Era Evan, de rodillas detrás de

nosotros, como un peregrino ante elaltar.

—Ben no sabe a qué se enfrenta,pero tú sí. Cuéntaselo. Cuéntale lo quees capaz de…

—Cierra la boca, Romeo —gruñóBen, y me tiró de la camisa—. Adelante.

—Ni siquiera sigue ahí… Te logarantizo —dijo Evan, alzando la voz.

—¿Qué? ¿Ha bajado dos plantas deun salto? —Ben se rio—. Genial. Meencargaré de que las piernas no sean loúnico que se rompa.

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—Seguramente habrá saltado, perono se ha roto nada. Grace es como yo —dijo Evan, que nos hablaba a los dos,pero me miraba a mí con airedesesperado—. Como yo, Cassie.

—Pero tú eres humano… Quierodecir, que tu cuerpo es humano —repusoBen—. Y ningún cuerpo humano…

—El suyo, sí. El mío, ya no. El míose ha… roto.

—¿Tú entiendes algo? —mepreguntó Ben—. Porque a mí me suena aotra gilipollez del señor E.T.

—¿Qué sugieres que hagamos,Evan? —le pregunté.

A pesar del fuerte sabor a sangre quenotaba en la boca, empezaba a quedarme

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sin rabia, y lo que la sustituía era laincómoda y, a estas alturas, muy familiarsensación de que los acontecimientos mesuperaban de largo.

—Marchaos. Ya. Ella no os quiere avosotros.

—El chivo expiatorio —dijo Bencon una sonrisa desagradable—. Megusta.

—Y nos va a dejar marchar sin más—dije, negando con la cabeza.

La sensación de impotenciaaumentaba. ¿Tendría razón Ben? ¿En quépensaba cuando había confiado mi viday la de mi hermano a Evan Walker? Algono encajaba. Algo iba mal.

—Así, sin más —añadí.

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—No lo sé —respondió Evan, loque era un punto a su favor.

Podría haber dicho: «Claro, no esmala persona una vez que teacostumbras a su problemilla con elsadismo».

—Pero sí sé lo que pasará si osquedáis —concluyó.

—A mí me basta —anunció Ben,retrocediendo hasta el interior del cuarto—. Cambio de planes, chicos. Yo meencargo de Bizcocho. Dumbo, tú tellevas a Megan. Sullivan, a su hermano.Haced el petate y adelante, que nosvamos de fiesta.

—Cassie —dijo Evan, que corrió ami lado. Después me giró la cara hacia

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él y me recorrió la ensangrentadamejilla con el pulgar—. No hay otromodo.

—No pienso abandonarte, Evan. Yno pienso permitir que me abandones.Otra vez, no.

—¿Y Sam? También le hiciste unapromesa a él. No puedes cumplirlas lasdos. Grace es problema mío. Ella… mepertenece. No de la forma en que Sam tepertenece a ti; no me refería a eso…

—¿En serio? Me sorprendes, Evan,con lo claro que eres siempre para todo.

Me senté, respiré hondo y le di unabofetada en su bello rostro. Podríahaberle pegado un tiro, pero decidí queno se iba a librar tan fácilmente.

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Y entonces fue cuando lo oímos,como si la bofetada fuera la señal queestaba esperando; el ruido de unhelicóptero que se acercaba muydeprisa.

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Después llegó el foco: una luz brillanteinundó el pasillo, se derramó por elcuarto, y proyectó sombras afiladas enparedes y suelo. Ben se acercócorriendo y tiró de mí para ponerme enpie: yo agarré a Evan por el brazo y tiré.El se zafó y sacudió la cabeza.

—Tú déjame un arma.—Aquí tienes, amigo —respondió

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Ben, pasándole su pistola—. Sullivan,ve a por tu hermano.

—¿Qué pasa con vosotros? —pregunté, sin poder creérmelo—. Ahorano podemos huir.

—¿Cuál es tu plan? —me gritó Ben.Tenía que gritarme porque el rugido

del helicóptero ahogaba cualquiersonido más suave; por el ángulo de laluz y el ruido, estaba ya justo encima delhotel.

Evan se agarró a la astillada jambade la puerta y se puso de pie… o a lapata coja, porque no era capaz deapoyar peso en el otro. Le grite al oído:

—Dime una cosa y, por una vez entus diez mil años de vida, sé sincero: no

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tenías ninguna intención de fabricar labomba y escapar con nosotros. Sabíasque Grace venía y pensabas enviaros deun bombazo a la…

En aquel momento, Sammy salió atoda prisa de su cuarto sujetando aMegan por la muñeca. En algúnmomento, la niña se había quedado conOso. Seguramente se lo había dadoSams: siempre le daba aquel oso a algúnnecesitado.

—¡Cassie!Corrió hacia mí y me pegó un buen

cabezazo en el estómago. Me lo subí a lacadera, me giré («Madre mía, cómopesa») y cogí a Megan de la mano.

Un torbellino de viento helado entró

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rugiendo por la ventana rota y oí aDumbo gritar:

—¡Van a aterrizar en el tejado!Lo oí porque casi se me mete en el

bolsillo de atrás al intentar entrar en elpasillo. Ben estaba justo detrás,sujetando a Bizcocho, que le habíapuesto un brazo sobre el hombro.

—¡Sullivan! —gritó Ben—.¡Muévete!

Evan me rodeó el codo con losdedos.

—Espera —dijo, mirando al techo.Movía los labios sin hacer ruido, o

puede que lo hiciera y yo no lo oyera.—¿Que espere? —grité. El pánico

general se había hecho muy específico

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—. ¿Que espere a qué?—A Grace —respondió, todavía

mirando arriba.Un aullido lastimero se alzó por

encima de la vibración de los rotores,aumentando de volumen y tono hastaconvenirse en un chillido sobrenatural yensordecedor. Todo el edificio tembló.Una grieta recorrió el techo. Loshorribles cuadros del hotel cayeron delas paredes junto a sus marcos baratos.El foco se apagó y, un segundo después,el estallido irrumpió en la habitación,seguido de una ráfaga de airesobrecalentado.

—Le ha dado al piloto —dijo Evan,asintiendo con la cabeza. Tiró de Sam,

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de Megan y de mí para meternos en elpasillo, y se volvió para decirle a Ben—: Ahora sí que os vais. —Después, amí—: La casa del mapa. Ahora es deGrace, pero no lo será a partir de estanoche. No salgáis de allí. Hay comida,agua y suministros suficientes para pasarel invierno. —Hablaba muy deprisa,casi sin tiempo; puede que no seacercara la quinta ola, pero sí Grace—.Allí estarás a salvo, Cassie. En elequinoccio…

Ben, Dumbo y Bizcocho habíanllegado a las escaleras. Ben nos hacíaseñas, frenético: «¡Vamos!».

—¡Cassie! ¿Me estás escuchando?En el equinoccio, la nave nodriza

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enviará una cápsula para extraer a Gracedel refugio…

—¡Sullivan! ¡Ya! —bramó Ben.—Si encuentras el modo de

manipularla…Me empujaba algo contra el

estómago, pero yo tenía las manosllenas. Con unos ojos como platos, vi ami hermano pequeño coger de manos deEvan la bolsita de plástico con labomba.

Entonces, Evan Walker me sujetó elrostro entre las manos y me besó confuerza en los labios.

—Tú puedes acabar con esto,Cassie. Tú. Y así debe ser. Debes ser tú.Tú.

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Me besó de nuevo; mi sangre lemarcó la cara y sus lágrimas marcaronla mía.

—No puedo prometerte nada estavez —se apresuró a añadir—, pero tú sí.Prométemelo, Cassie. Prométeme queacabarás con esto.

Asentí.—Acabaré con esto.Y la promesa fue como un veredicto,

la puerta de una celda al cerrarse, unapiedra alrededor del cuello con la quecargaría hasta hundirme en el fondo deun mar infinito.

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Me detuve medio segundo en la puertade las escaleras, sabiendo que quizáfuera la última vez que lo veía o, paraser más exactos, la segunda última vezque lo veía. Después me sumergí en laoscuridad absoluta, casi igual que laprimera última vez, y le susurré a Meganque tuviera cuidado con las tripas derata. Después llegué al vestíbulo, donde

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los chicos que me habían llevado aaquella fiesta esperaban junto a laspuertas, las siluetas de sus cuerposrecortadas contra el brillo naranjaoscuro del helicóptero en llamas. Penséque huir por la puerta principal era unmovimiento ilógico muy inteligente.Seguro que Grace suponía queestábamos atrincherados en una de lashabitaciones de arriba y subiría dandosaltos al estilo Matrix por la pared hastallegar a la ventana reventada del otrolado del edificio.

—Cassie —me dijo Sam al oído—,se te ha puesto la nariz muy grande.

—Eso es porque está rota.«Como mi corazón, chaval. A

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juego».Bizcocho ya no se apoyaba en Ben

con un brazo, sino que todo su cuerpoestaba encima de Ben, que lo llevabacomo si fuera un bombero. Y Ben noparecía estar disfrutándolo.

—Esto no funcionará —le informé—. No durarás ni cien metros.

Ben no me hizo ni caso.—Dumbo, a ti te toca Megan. Sam,

vas a tener que bajarte; tu hermana irádelante. Yo me encargaré de laretaguardia.

—¡Necesito un arma! —gritóSammy.

Ben tampoco le hizo caso a él.—Por etapas. Primera etapa: el paso

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elevado. Segunda etapa: los árboles delotro lado del paso elevado. Terceraetapa…

—Al este —lo interrumpí.Dejé a Sammy en el suelo y saqué

del bolsillo el mapa arrugado. Ben memiraba como si hubiera perdido lacabeza.

—Vamos aquí —añadí, señalando eldiminuto cuadrado que representaba elrefugio de Grace.

—Nooo, Sullivan. Vamos a lascuevas para reunimos con Hacha yTacita.

—Me da igual adonde vayamos,¡siempre que no sea a la Cochinchina!—exclamó Dumbo.

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Ben sacudió la cabeza.—Dumbo, ya no tiene gracia.

Ninguna gracia. Vale, vámonos.Nos fuimos. Caía una ligera nevada:

los cristalitos brillaban en los remolinosde luz naranja, se olía el hedor aceitosodel combustible ardiendo y se sentía lapresión del calor sobre la cabeza. Mepuse la primera, como había sugeridoBen (bueno, como había ordenado):llevaba a Sammy enganchado de latrabilla del cinturón y a Dumbo justodetrás, con Megan, que no había abiertola boca. ¿Quién podría culparla?Seguramente estaba conmocionada.Cuando llevábamos medio aparcamientorecorrido y nos acercábamos a la zona

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de tierra que lo separaba de la entrada ala interestatal, volví la vista atrás atiempo de ver a Ben caer bajo el pesode su carga. Empujé a Sammy haciaDumbo y patiné por el resbaladizoasfalto hacia Ben. En el tejado del hotelvi los retorcidos restos metálicos delBlackhawk.

—¡Te dije que no funcionaría! —legrité, susurrando.

—No pienso abandonarlo…Ben estaba a cuatro patas, jadeando,

con arcadas. A la luz del fuego, loslabios se le veían de color carmesí;estaba tosiendo sangre.

Entonces, Dumbo apareció a milado.

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—Sargento. Oye, ¿sargento…?Algo en la voz de Dumbo le llamó la

atención. Levantó la mirada, y Dumbosacudió la cabeza muy despacio: «No vaa sobrevivir».

Y Ben Parish golpeó el suelo heladocon la palma de una mano, arqueó laespalda y chilló incoherencias, y yopensé: «Dios mío. Dios mío, no es elmejor momento para una crisisexistencial. Estamos perdidos si sehunde. Estamos completamenteperdidos».

Me arrodillé al lado de Ben, quetenía el rostro desfigurado por el dolor,el miedo y la rabia, la ira que seremontaba al inalterable y siempre

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presente pasado, cuando su hermanahabía gritado su nombre y él la habíaabandonado para que muriera. La habíaabandonado, pero ella no lo abandonaríanunca. Siempre estaría con él. Estaríacon él hasta su último aliento. Estabacon él en aquel instante, desangrándosea medio metro de él, y no podía hacernada para salvarla.

—Ben —le dije, acariciándole lanuca. Le brillaba el pelo, salpicado denieve cristalina—. Se acabó.

Una sombra pasó corriendo junto anosotros hacia el hotel. Me levanté de unsalto y fui tras ella, porque la sombraestaba unida a mi hermano pequeño, quevolaba hacia la puerta principal. Lo

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atrapé, lo levanté del suelo, y él se pusoa dar patadas, a retorcerse y, en general,a comportarse como si estuviera loco;yo estaba segura de que el siguientesería Dumbo, y tres lunáticos erandemasiados para una sola persona.

Pero no tenía por qué preocuparme:Dumbo había conseguido levantar a Ben,llevaba a Megan de la mano y metíaprisas a ambos para que avanzaran haciala carretera. Se le daba mejor que a mícon Sammy, a quien en ese momento yollevaba sujeto bajo el brazo, mientras élseguía agitando brazos y piernas, ychillaba:

—¡Tenemos que volver, Cassie!¡Tenemos que volver!

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Crucé la entrada a la autopista y bajépor la empinada rampa que daba al pasoelevado. Primera etapa completada.Después dejé a Sammy en el suelo, le diun cachete en el culo y le dije que secalmara si no quería matarnos a todos.

—Pero ¿qué es lo que te pasa? —lepregunté.

—¡Estaba intentando decírtelo! —sollozó—. Pero no me escuchabas.¡Nunca me escuchas! ¡Se me ha caído!

—¿El qué?—La bolsa, Cassie. Al correr, se

me… ¡se me ha caído!Miré a Ben, que estaba encorvado,

con la cabeza baja y los antebrazosapoyados en las rodillas levantadas.

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Miré a Dumbo. Hombros hundidos, ojosmuy abiertos, con Megan de la mano.

—Tengo un mal presentimiento —susurró.

El mundo entero contuvo el aliento.Hasta la nieve pareció quedarsuspendida en el aire.

El hotel estalló formando unacegadora bola de fuego verde neón. Latierra tembló. El vacío absorbió el aire,derribándonos a los cuatro. Después, losescombros salieron despedidos hacianosotros, rugiendo, y yo me abalancésobre Sammy. Una ola de hormigón,cristal, madera y partículas metálicas (y,sí, trocitos de las puñeteras ratas deDen) del tamaño de granos de arena

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barrió la colina, como una hirvientemasa gris, y nos engulló.

Bienvenidos a la Cochinchina.

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VI

EL GATILLO

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No le gustaba estar con los niños máspequeños del campo. Lo recordaban a suhermano pequeño, el que había perdido.El que estaba allí la mañana que salió enbusca de comida, pero no cuandoregresó. El que no había encontradonunca. En el campo, cuando no estabaentrenando, comiendo, durmiendo,limpiando los barracones, abrillantando

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las botas, limpiando su fusil, ayudandoen la cocina o trabajando en el hangar deP&E, se presentaba voluntario paracuidar de los niños o para trabajar conlos autobuses cuando llegaban. No legustaba estar con los niños pequeños,pero lo hacía. Nunca perdió laesperanza de encontrar algún día a suhermano pequeño. De entrar algún díaen el hangar de recepción yencontrárselo sentado en uno de losgrandes círculos rojos pintados en elsuelo o verlo columpiándose en el viejoneumático colgado del árbol, en elimprovisado patio infantil de al lado delpatio de los desfiles.

Pero nunca lo encontró.

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En el hotel, cuando descubrió que elenemigo estaba colocando bombas enlos niños, se preguntó si eso era lo quele había sucedido a su hermano. Si lohabrían encontrado, se lo habríanllevado y lo habrían obligado a tragarsela cápsula verde para enviarlo de nuevoal exterior, a que otros lo encontraran.Seguramente no. La mayoría de losniños estaban muertos. Solo habíansalvado a unos cuantos para llevárselosal campo. Era muy probable que suhermano no hubiera sobrevividodemasiados días después dedesaparecer.

Sin embargo, podrían habérselollevado. Podrían haberlo obligado a

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tragarse la cápsula verde. Podríanhaberlo devuelto al mundo para quevagara hasta tropezar con un grupo desupervivientes que lo aceptaran y que loalimentaran, que llenasen la habitacióncon su aliento. Sí, podría haber sido así.

«¿Qué te preocupa?», quiso saberZombi. Habían cruzado el aparcamientopara buscar una bombona de CO2 en elviejo restaurante. Zombi había dejadode intentar hablar con él, salvo paradarle órdenes, y también había dejadode intentar hacerle hablar. Cuando lehizo la pregunta, en realidad, Zombi noesperaba respuesta.

«Siempre noto cuando te preocupaalgo. Pones esa cara de estreñido, como

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si intentaras cagar un ladrillo».La bombona no era muy pesada,

pero Zombi estaba herido y la cogió dela punta en el camino de vuelta. Zombiestaba nervioso, daba un respingo cadavez que veía una sombra. No dejaba derepetir que algo iba mal. Algo iba malcon aquel Evan Walker y algo iba malcon la situación en general. Zombi creíaque los estaban engañando.

De vuelta en el hotel, Zombi envió aDumbo arriba para recoger a Evan.Después, esperaron dentro del ascensora que Evan bajara.

«Verás, Bizco, esto vuelve allevarme a la misma pregunta. Ondaselectromagnéticas, tsunamis, plagas,

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aliens disfrazados, niños con el cerebrolavado y, ahora, niños con bombasdentro. ¿Por qué se complican tanto? Escomo si quisieran pelea. O como siquisieran que la pelea fuera interesante.Eh, a lo mejor es eso. A lo mejor llegaun momento de la evolución en que elaburrimiento es la mayor amenaza parala supervivencia. A lo mejor no es unainvasión planetaria, sino un juego. Comoun crío que le arranca las alas a lasmoscas».

A medida que pasaban los minutos,los nervios de Zombi aumentaban.

«Y, ahora, ¿qué? ¿Dónde se hametido? Dios mío, ¿no creerás que…?Será mejor que subas, Bizcocho. Si es

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necesario, échate su culo gordo alhombro y bájalo aquí».

Cuando iba por la mitad de lasescaleras oyó un golpetazo sobre sucabeza, después un segundo golpe mássuave y después un grito. Llegó a lapuerta a tiempo de ver el cuerpo deCassie pasar volando junto a él yestrellarse contra el suelo. Siguió sutrayectoria hasta el punto de inicio y vioa la chica alta al lado de la habitacióncon la puerta reventada. Y no vaciló,entró en el pasillo como una exhalacióny supo que la chica alta no sobreviviría.Era un buen tirador, el mejor de supelotón hasta que Hacha llegó, así quesabía que no fallaría.

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Salvo que Cassie lo derribó y lachica alta se perdió de vista. La habríamatado si Cassie no se lo hubieraimpedido. Estaba seguro.

Entonces, la chica alta le disparó através de la pared.

Dumbo le rompió la camisa y apretóuna sábana enrollada contra la herida.Le dijo que no era tan grave, que losuperaría, pero él sabía que no eracierto. Llevaba demasiado tiemporodeado de muerte. Sabia cómo olía, aqué sabía, qué se sentía. Llevaba lamuerte dentro, en los recuerdos de sumadre y de las piras de tres metros dealtura, en los huesos de la carretera y enla cinta transportadora que introducía

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cientos de cadáveres en el horno de lacentral eléctrica del campo. Quemaban alos muertos para iluminar losbarracones, para tener agua caliente ypara no pasar frío. Morir no lepreocupaba. Morir sin saber lo que lehabía pasado a su hermano sí lepreocupaba.

Muriéndose, se lo llevaron abajo.Muriéndose, Zombi se lo echó alhombro. Y después, en el aparcamiento,Zombi cayó y los demás se reunieron asu alrededor, y Zombi golpeó el asfaltohelado hasta que se le abrió la piel delas manos.

Después, lo abandonaron. No estabaenfadado, lo entendía. Se estaba

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muriendo.Entonces, se levantó.No al principio. Al principio se

arrastró.La chica alta estaba de pie en el

vestíbulo cuando se arrastró hasta elinterior. Estaba al lado de la puerta quedaba a las escaleras, sosteniendo unapistola con ambas manos, con la cabezainclinada como si escuchara algo.

Entonces fue cuando se levantó.La chica alta irguió el cuerpo y se

giró. Alzó el arma, pero la bajó al verque él se moría. Sonrió y lo saludó. Lachica lo observaba desde las puertasprincipales, así que no veía el ascensor,ni tampoco vio a Evan entrando en él

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por la trampilla de emergencia. PeroEvan sí lo vio a él y se quedóparalizado, como si no supiera quéhacer.

«Te conozco». La chica altacaminaba hacia él. Si se volvía en aquelmomento, si miraba detrás de ella, veríaa Evan, así que sacó su pistola paradistraerla, pero se le resbaló de la manoy aterrizó en el suelo. Había perdidomucha sangre. La presión arterial caíaen picado. El corazón apenas era capazde latir lo suficiente, y estaba perdiendola sensibilidad de las manos y de lospies.

Cayó de rodillas y fue a por lapistola. Ella le disparó en la mano. El

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cayó de culo y se metió la mano heridaen el bolsillo, como si eso pudieraprotegerla.

«Vaya, eres un chico grande y fuerte,¿no? ¿Cuántos años tienes?».

Esperó a que respondiera.«¿Qué te pasa? ¿Se te ha comido la

lengua el gato?».Ella le disparó en la pierna. Después

esperó a que gritara, llorara o dijeraalgo. Como no lo hizo, le disparó en laotra pierna.

Detrás de ella, Evan se puso bocaabajo y empezó a arrastrarse hacia ellos.El sacudió la cabeza para que Evan loviera y tragó aire. Estaba entumecido.No notaba dolor, pero una cortina gris le

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había cubierto los ojos.La chica alta se acercó más. Ahora

estaba a medio camino entre Evan y él, yle apuntaba a la frente con su pistola.

«Di algo si no quieres que te vuelela tapa de los sesos. ¿Dónde estáEvan?».

La chica alta empezó a girarse.Quizás hubiera oído a Evan arrastrarsehacia ella. Así que se levantó porpenúltima vez para distraerla. No lohizo deprisa, tardó más de un minutoporque las botas se le resbalaban en lasbaldosas, que estaban mojadas de nievederretida. Se levantaba y volvía a caer;llevar la mano en el bolsillo lo hacía eldoble de complicado. La chica alta

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sonrió y se rio entre dientes, igual quelos niños del colegio. Estaba gordo. Eratorpe. Era estúpido. Era un saco degrasa de cerdo. Cuando por fin se pusoen pie, ella le disparó de nuevo.

«Por favor, date prisa, que estoymalgastando munición».

El plástico del envoltorio del pastelestaba tieso y crujiente, y siempre haciaruido cuando jugaba con él en elbolsillo. Por eso su madre supo que lotenía el día en que desapareció suhermano. Por eso lo supieron tambiénlos soldados del autobús. Y el sargentoinstructor lo llamó Bizcocho porque leencantó la historia del chico gordo quehabía llegado al campo sin nada más que

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la ropa puesta y un envoltorio lleno demigas de pastel rancio en el bolsillo.

La bolsa de plástico parasándwiches que había encontrado antesde entrar en el hotel no crujía. Eramucho más blanda. No hizo ningún ruidocuando la sacó del bolsillo. La bolsasalió en silencio, el mismo silencio queguardaba él desde que le habían gritadoque se callase, que se callase, ¡que secallase!

La chica alta perdió la sonrisa.Y Bizcocho empezó a moverse otra

vez. No hacia ella ni hacia el ascensor,sino hacia la puerta lateral del final delpasillo.

«Eh, ¿qué tienes ahí, grandullón?

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¿Eh? ¿Qué es eso? Imagino que no es unTylenol».

La chica alta recuperó la sonrisa.Era una sonrisa distinta, una sonrisaagradable. Era muy guapa cuandosonreía así. Seguramente era la chicamás guapa que había visto.

«Hay que tener cuidado con eso, ¿meentiendes? Eh. Eh, ¿sabes lo que tedigo? Haremos un trato: yo dejo lapistola si tú dejas eso, ¿vale? ¿Qué teparece?».

Y lo hizo: dejó su pistola en elsuelo. Se quitó el fusil del hombro ytambién lo dejó en el suelo. Después,levantó las manos.

«Puedo ayudarte. Deja eso y te

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ayudaré. No tienes por qué morir. Sécómo curarte. Soy… No soy como tú.Obviamente, no soy ni tan valiente ni tanfuerte como tú. No puedo creerme quesigas en pie».

La chica alta pensaba esperar.Esperaría hasta que él se desmayara ocayera muerto. Lo único que debía hacerera seguir hablando, sonriendo yfingiendo que le caía bien.

Él abrió la bolsa.La chica alta ya no sonreía. Corría

hacia él más deprisa que nadie quehubiese conocido. El velo gris brilló alacercarse la chica. Cuando estuvo lobastante cerca, dio un salto y saliódisparada hacia el punto en que le había

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dado la primera bala, lo lanzó deespaldas, y él se estrelló contra el marcode la puerta metálica. La bolsa salióvolando de sus dedos entumecidos y sedeslizó como un disco de hockey por lasbaldosas. El velo gris se volvió negropor un segundo. La chica alta pivotóhacia la bolsa con la elegancia de unabailarina. Él le enganchó la pierna conel tobillo y la tiró al suelo.

Ella era demasiado rápida y élestaba demasiado herido. Llegaría hastala bolsa antes que él. Así que cogió lapistola que había soltado y le disparó enla espalda.

Después se levantó por última vez.Tiró la pistola. Pasó por encima de ella,

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que se retorcía, y no llegó más lejosantes de caer por última vez.

Se arrastró hacia la bolsa. Ella searrastró detrás de él. No podíalevantarse porque la bala le habíadestrozado la médula espinal. Estabaparalizada de cintura hacia abajo. Sinembargo, era más fuerte que él y nohabía perdido tanta sangre.

Él recogió la bolsa de plástico delsuelo. Ella lo agarró por un brazo y tiróde él como si no pesara nada. Acabaríacon él de un solo puñetazo a sumoribundo corazón.

Pero él solo tenía que respirar.Abrió la bolsa sobre su boca.Y respiró.

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SEGUNDO LIBRO

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VII

LA SUMA DE TODASLAS COSAS

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Estoy sentada en un aula sin ventanas,sola. Moqueta azul, paredes blancas,mesas largas y blancas. Monitores deordenador blancos con teclados blancos.Llevo puesto el mono blanco de losnuevos reclutas. Otro campo, mismarutina, incluso el implante en el cuello yel viaje a El País de las Maravillas.Todavía estoy pagando ese viaje.

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Cuando te vacían de recuerdos no tesientes vacía, sino dolorida de pies acabeza. Los músculos también tienenmemoria, por eso nos atan para el viaje.

La puerta se abre y el comandanteAlexander Vosch entra en la habitación.Lleva una caja de madera que deja sobrela mesa que tengo delante.

—Tienes buen aspecto, Marika —dice—. Mucho mejor del que esperaba.

—Me llamo Hacha.Él asiente: entiende perfectamente a

qué me refiero. Más de una vez me hepreguntado si la información reunida porEl País de las Maravillas Huiría enambos sentidos. Si se puede descargarla experiencia humana, ¿por qué no

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volver a cargarla dentro de alguien? Esposible que la persona que me sonríe enestos momentos guarde en su interior losrecuerdos de todos los seres humanosque han pasado por el programa. Puedeque no sea humano (y tengo mis dudas alrespecto), pero puede que también sea lasuma de todos los humanos que hanpasado por las puertas de El País de lasMaravillas.

—Sí. Marika murió —dice,sentándose frente a mí—. Y aquí estástú, alzándote como un fénix de entre suscenizas.

Sabe lo que voy a decir. Lo leo en elcentelleo de sus ojos azul claro. ¿Porqué no me lo dice sin más? ¿Por qué me

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obliga a preguntar?—¿Está viva Tacita?—¿En qué respuesta confiarías más?

¿En el sí o en el no?Piensa antes de responder. El

ajedrez te lo enseña.—En el no.—¿Por qué?—Porque el sí podría ser una

mentira para manipularme.Se pone a asentir, admirado.—Para darte falsas esperanzas.—Para conseguir una ventaja sobre

mí.Ladea la cabeza y me mira desde el

otro lado de su estrecha nariz.—¿Por qué iba a necesitar alguien

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como yo buscar una ventaja sobrealguien como tú?

—No lo sé. Debes de querer algo demí.

—¿De lo contrario…?—De lo contrario, estaría muerta.No dice nada durante un buen rato.

Su mirada me atraviesa hasta la médula.Señala con un gesto la caja de madera.

—Te he traído una cosa. Ábrela.Miro la caja. Lo miro a él.—No pienso hacerlo.—Solo es una caja.—Me da igual lo que quieras que

haga, no lo haré. Estás perdiendo eltiempo.

—Y el tiempo es la única moneda

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que nos queda, ¿verdad? El tiempo… ylas promesas. —Da un golpecito en latapa de la caja—. He invertido unabuena cantidad de esa mercancía tanvaliosa para encontrar uno de estos —explica, mientras empuja la caja haciamí—. Ábrela.

La abro. Él sigue.—Ben no quería jugar contigo. Ni la

pequeña Allison, quiero decir, Tacita;Allison también está muerta. No hasjugado al ajedrez desde que murió tupadre.

Sacudo la cabeza. No pararesponder a su pregunta, sino porque nolo entiendo. ¿El arquitecto jefe delgenocidio quiere jugar al ajedrez

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conmigo?Tiemblo dentro de mi mono, que es

fino como el papel. Hace mucho frío enel cuarto. Vosch me observa, sonriente.«No, no me observa. Esto no es como ElPaís de las Maravillas. No solo conocetus recuerdos, sino que también sabe loque estás pensando». El País de lasMaravillas es un dispositivo queregistra, mientras que Vosch lee.

—Se han ido —escupo—. No estánen el hotel. Y no sabes dónde están.

Tiene que ser eso, no se me ocurreotra razón por la que todavía no me hayamatado.

Sin embargo, es una razón demierda. Con este tiempo y con sus

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recursos, ¿le costaría muchoencontrarlos? Meto las manos heladasentre las rodillas, y me obligo a respirardespacio y profundamente.

Él abre la tapa, saca el tablero y lareina blanca.

—¿Blancas? Tú prefieres lasblancas.

Monta el tablero con sus dedoslargos y ágiles. Son los dedos de unmúsico, de un escultor, de un pintor.Apoya los codos en la mesa y entrelazaesos mismos dedos para que le sirvan deestante a la barbilla, como hacía mipadre cada vez que jugaba.

—¿Qué quieres? —le pregunto.Él arquea una ceja.

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—Quiero jugar una partida deajedrez.

Me mira en silencio. Cinco segundosse convierten en diez. Diez, en veinte.Al cabo de treinta segundos, ha pasadouna eternidad. Creo que sé lo que sepropone: jugar una partida dentro de unapartida. El problema es que no entiendoel porqué.

Abro con el Ruy López. No es laapertura más original de la historia delajedrez; estoy un poco estresada.Mientras jugamos, él tararea en vozbaja, sin melodía, y sé que se estáburlando a posta de mi padre. Elestómago se me revuelve de asco. Parasobrevivir, levanté muros, una fortaleza

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emocional que me protegía y memantenía cuerda en un mundo que sehabía vuelto peligrosamente loco, perohasta la persona más abierta del mundocuenta con un lugar privado y sagrado alque nadie más puede entrar.

Ahora comprendo de qué va lapartida dentro de la partida: no hay nadaprivado, nada sagrado. Nada que puedaesconderle. Se me vuelve a revolver elestómago. Ha violado algo más que misrecuerdos. También está abusando de mialma.

El ratón y el teclado de mi derechason inalámbricos, pero el monitor queestá a su lado, no. Me lanzo sobre lamesa, le doy un golpetazo en la parte de

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arriba de la cabeza y le enrollo el cablealrededor del cuello. Ejecutado encuatro segundos, todo se acaba en cuatrominutos. A no ser que nos observen,cosa bastante probable. Vosch viviría,Tacita y yo moriríamos. Y, aunqueconsiguiera acabar antes con él, seríauna victoria pírrica, suponiendo que loque afirmó Evan Walker sea verdad. Enel hotel se lo puntualicé a Sullivancuando ella dijo que Evan se habíasacrificado al volar la base en pedazos:si pueden descargarse en cuerposhumanos, también pueden copiarse. Elconjunto de «Evans» y «Voschs» seríainfinito. Evan podría suicidarse. Yopodría matar a Vosch. Daría igual. Por

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definición, las entidades de su interiorson inmortales.

«Tenéis que prestar mucha atencióna lo que os cuento —dijo Sullivan conexagerada paciencia—: existe un Evanhumano que se fundió con la concienciaalienígena. No es ni una cosa ni la otra;es las dos. Así que puede morir».

«No la parte importante», repliqué.«Claro —soltó ella—, solo la

insignificante parte humana».Vosch está inclinado sobre el

tablero. El aliento le huele a manzana.Aprieto las manos contra el regazo. Élarquea una ceja: «¿Algún problema?».

—Voy a perder —le digo.—¿Qué te hace pensar eso? —

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pregunta, fingiendo sorpresa.—Conoces mis movimientos antes

de que los haga.—Te refieres a El País de las

Maravillas. Pero se te olvida que somosmás que la suma de nuestrasexperiencias. Los seres humanos puedenser maravillosamente impredecibles.Que rescataras a Ben Parish durante lacaída de Campo Asilo, por ejemplo,desafiaba la lógica y hacía caso omisode la primera prerrogativa de todos losseres vivos: seguir viviendo. O tudecisión de ayer de entregarte cuando tediste cuenta de que la captura era laúnica oportunidad de sobrevivir quetenía la niña.

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—¿Y ha sobrevivido?—Ya conoces la respuesta a esa

pregunta —dice, impaciente, como unprofesor duro a un estudianteprometedor. Señala el tablero con ungesto: «Juega».

Me rodeo un puño con la otra manoy aprieto con todas mis fuerzas. Meimagino que mi puño es su cuello.Cuatro minutos para exprimirle la vida.Solo cuatro minutos.

—Tacita está viva —le digo—.Sabes que la amenaza de freírme elcerebro no conseguirá que haga lo quequieres que haga. Pero sabes que sí loharé por ella.

—Ahora os pertenecéis la una a la

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otra, ¿no? Estáis conectadas por uncordón de plata —responde, sonriendo—. De todos modos, aparte de lasgraves heridas de las que quizá no serecupere, le has dado el preciado regalodel tiempo. Hay un dicho en latín: Vincitqui patitur. ¿Sabes lo que significa?

Estoy más allá del frío; he alcanzadoel cero absoluto.

—Sabes que no.—El que aguanta, conquista.

Recuerda a las pobres ratas de Tacita.¿Qué nos enseñan? Te lo dije cuandollegaste hasta mí: no se trata de aplastarvuestra capacidad de luchar, sinovuestra voluntad de luchar.

De nuevo las ratas.

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—Una rata sin esperanza es una ratamuerta.

—Las ratas no conocen la esperanza,ni la fe, ni el amor. Tenias razón alrespecto, soldado Hacha. No será eso loque ayude a la humanidad a superar latormenta. Sin embargo, te equivocabassobre la ira. La ira tampoco es larespuesta.

—¿Cuál es la respuesta?No quiero preguntar, no quiero darle

esa satisfacción, pero no he podidoevitarlo.

—Estás muy cerca de averiguarla.Creo que te sorprendería lo cerca queestás.

—¿Cerca de qué?

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Mi voz es tan poca cosa como la deuna rata.

Sacude la cabeza, de nuevoimpaciente, e insiste:

—Juega.—No tiene sentido.—Un mundo en el que el ajedrez no

importa es un mundo en el que no megustaría vivir.

—Deja de hacer eso. Deja deburlarte de mi padre.

—Tu padre era un buen hombrevíctima de una enfermedad terrible. Nodeberías juzgarlo con tanta dureza. Ni ati misma por abandonarlo.

«Por favor, no te vayas. No meabandones, Marika».

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Unos dedos largos y esbeltosaferrándose a mi camiseta, los dedos deun artista. El rostro esculpido por eldespiadado cuchillo del hambre, elartista enfurecido con la impotentearcilla, y los ojos rojos bordeados denegro.

«Volveré, lo prometo. Te morirás sino lo consigo. Te lo prometo. Volveré».

Vosch esboza una sonrisa sin alma,la sonrisa de un tiburón o de unacalavera. Y si la ira no es la respuesta,¿cuál es? Aprieto con fuerza el puño,con tanta fuerza que me clavo las uñasen la palma de la mano. «Así lodescribió Evan —dijo Sullivan,rodeándose el puño con la otra mano—.

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Este es Evan y este es el ser delinterior». Mi mano es la ira, pero ¿quées mi puño? ¿Qué es lo que estáenvuelto en ira?

—Un movimiento para mate —diceVosch en voz baja—. ¿Por qué no lohaces?

Apenas muevo los labios.—No me gusta perder.Se saca del bolsillo del pecho un

dispositivo plateado del tamaño de unmóvil. Ya había visto antes uno comoese. Sé para qué sirve. Empieza apicarme la piel del cuello, en torno aldiminuto parche de cinta adhesiva queprotege el punto de inserción.

—Ya hemos dejado atrás esa etapa

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—dice.Hay sangre en el interior del puño

que está dentro de la mano que aprieta elpuño.

—Pulsa el botón. Me importa unamierda.

Él asiente, como si lo aprobara.—Ahora estás muy cerca de la

respuesta. Pero no es tu implante el queestá conectado a este transmisor.¿Todavía quieres que lo pulse?

Tacita. Miro el tablero. «Unmovimiento para mate». La partidahabía terminado antes de empezar.Cuando la partida está amañada, ¿cómoevitas perder?

Una niña de siete años conocía la

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respuesta a esa pregunta. Meto la manopor debajo del tablero y lo lanzo haciasu cabeza. «¡Supongo que eso es jaquemate, zorra!».

Lo ve venir y lo esquiva fácilmente.Las piezas de ajedrez se estrellan conestrépito contra la mesa y ruedan,perezosas, por encima antes de caer alsuelo. No debería haberme dicho que eldispositivo está conectado a Tacita: sipulsa el botón, pierde su ventaja sobremí.

Vosch pulsa el botón.

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Mi reacción se ha estado cociendodurante meses. Y es instantánea.

Salto por encima de la mesa, le doyun rodillazo en el pecho y lo tiro deespaldas al suelo. Aterrizo encima de ély le aplasto la aristocrática nariz con lapalma de la mano ensangrentada,girando los hombros para añadir fuerzaal golpe y maximizar el impacto: un

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movimiento de manual, perfecto, comome enseñaron mis instructores en CampoAsilo. Un entrenamiento tras otro y trasotro, hasta que no tenía ni que pensarlo:los músculos también tienen memoria.La nariz se le rompe con un crujido muysatisfactorio. Mis instructores medijeron que ese era el momento en queun soldado listo se retira. El combatecuerpo a cuerpo es impredecible y cadasegundo que uno pasa enzarzado en élaumenta el riesgo. Lo llamaban salir dela zona caliente. Vincit qui patitur.

Pero no hay forma de salir de estazona caliente en concreto. El reloj hallegado a la última vuelta; me hequedado sin tiempo. La puerta se abre

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de golpe y los soldados abarrotan lahabitación. Me derriban sin miramientosen un segundo; me arrancan de Vosch yme tiran boca abajo en el suelo, con labarbilla apretada contra el cuello. Hueloa sangre. No a la mía, sino a la suya.

—Me decepcionas —me susurra aloído—. Te dije que la ira no era larespuesta.

Me ponen de pie. La parte inferiordel rostro de Vosch está cubierta desangre. Le mancha las mejillas como sifuera pintura. Se le han empezado ahinchar los ojos, lo que le da un aspectoraro, como de cerdo.

Se vuelve hacia el líder del pelotón,que está a su lado, un recluta de piel

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clara, pelo rubio y profundos ojososcuros.

—Preparadla.

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Pasillo: techos bajos, fluorescentesparpadeantes, paredes de bloques dehormigón. Una masa de cuerpos a mialrededor, uno delante, uno detrás, dos acada lado sosteniéndome los brazos. Elchirrido de los zapatos de suela de gomasobre el suelo de hormigón gris, el levehedor a sudor y el olor agridulce delaire reciclado. Escaleras: barandillas

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metálicas pintadas de gris, como lossuelos; telas de araña revoloteando enlas esquinas; bombillas amarillaspolvorientas dentro de jaulas dealambre; descenso hacia un aire máscálido y mohoso. Otro pasillo: puertassin marcar, grandes franjas rojas querecorren todas las paredes grises ycarteles en los que se lee: «PROHIBIDOEL PASO, SOLO PERSONALAUTORIZADO». Habitación: pequeña, sinventanas. Armarios en una pared, camade hospital en el centro, monitor designos vitales al lado, pantalla oscura.Al otro lado de la cama, dos personascon bata blanca. Un hombre de medianaedad, una mujer más joven, ambos

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esbozando sonrisas forzadas.La puerta se cierra con estrépito.

Estoy a solas con los batas blancas,salvo por el recluta rubio que está depie en la puerta, detrás de mí.

—¿Por las buenas o por las malas?—pregunta el hombre de bata blanca—.Tú decides.

—Por las malas —respondo.Me vuelvo a toda velocidad y

derribo al recluta de un puñetazo en elcuello. Su arma cae sobre las baldosasdel suelo. La recojo y me vuelvo hacialos batas blancas.

—No hay escapatoria —dice elhombre, muy tranquilo—. Ya lo sabes.

Lo sé. Pero no necesito el arma para

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escapar. No en el sentido al que él serefiere. No pienso tomar rehenes nimatar a nadie. Matar seres humanos esel objetivo del enemigo. Detrás de mí, elchico se retuerce en el suelo mientrasgargarea y deja escapar una especie dehipidos. Puede que le haya fracturado lalaringe.

Miro hacia la cámara montada en laotra esquina del cuarto. ¿Me estarámirando? Gracias a El País de lasMaravillas, me conoce mejor queninguna otra persona sobre la Tierra.Debe de saber por qué he cogido lapistola.

Mate. Y es demasiado tarde pararendirse.

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Me aprieto el frío cañón contra lasien. La mujer abre la boca y da un pasohacia mí.

—Marika. —Ojos amables, vozsuave—. Ella está viva porque tú loestás. Si no lo estás, ella tampoco.

Entonces, todo encaja: me dijo quela ira no era la respuesta, pero la ira esla única explicación para que pulsara elbotón cuando he tirado el tablero. Es loque he pensado cuando ha sucedido. Nose me ha ocurrido que fuera un farol.

Y debería habérseme ocurrido. Nopiensa ceder su ventaja de ningún modo.¿Por qué no me he dado cuenta? Yo soyla que está cegada por la ira, no él.

Estoy marcada; la habitación no se

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queda quieta. Faroles dentro de faroles,fintas que se responden con fintas. Estoymetida en una partida de la quedesconozco las reglas e incluso elobjetivo. Tacita está viva porque yoestoy viva. Yo estoy viva porque ellaestá viva.

—Llevadme a verla —le pido a lamujer.

Quiero pruebas de que la hipótesisprincipal es cierta.

—No es posible —responde elhombre—. ¿Ahora qué?

Buena pregunta. Pero hay que seguirpresionando, presionando hasta el final,así que me aprieto el cañón contra lasien.

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—Llevadme a verla o juro por Diosque lo hago.

—No puedes —dice la joven. Vozsuave, ojos amables y mano extendida.

Tiene razón: no puedo. Podría sermentira; Tacita podría estar muerta. Peroexiste una posibilidad de que siga viva,y si yo desaparezco, no tienen por quémantenerla así. El riesgo es inaceptable.

Esta es la atadura. Esta es la trampa.Es el callejón sin salida al que lleva lacarretera de las promesas imposibles.Es el único resultado posible de laanticuada creencia según la cual lainsignificante vida de una niña de sieteaños sigue importando.

«Lo siento, Tacita, debería haber

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acabado con esto en el bosque».Bajo el arma.

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El monitor sigue parpadeando. Pulso,presión arterial, respiración,temperatura. El crío al que he derribadovuelve a estar de pie, apoyado en lapuerta, masajeándose el cuello con unamano mientras sostiene la pistola con laotra. Lanza una mirada asesina hacia micama.

—Esto es para relajarte —murmura

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la mujer de la voz suave y los ojosamables—. Un pinchacito.

El mordisco de la aguja. Las paredesdesaparecen y se convierte en una nadaincolora. Pasan mil años. El talón deltiempo me reduce a polvo. Las voces searrastran, los rostros se dilatan. La finaespuma que tengo debajo se disuelve.Estoy flotando sobre un interminableocéano blanco.

Una voz incorpórea emerge de laniebla.

—Y, ahora, vamos a regresar alproblema de las ratas, ¿te parece?

Vosch. No lo veo. Su voz no seorigina en ningún punto, sino que surgede todas partes y de ninguna, como si lo

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tuviera dentro.—Has perdido tu hogar. Y el

encantador hogar (el único hogar) quehas encontrado para sustituir al tuyo estáplagado de alimañas. ¿Qué puedeshacer? ¿Qué opciones tienes?¿Resignarte a vivir en paz con esascriaturas destructivas o exterminarlasantes de que destruyan tu nuevo hogar?¿Te dices: «Las ratas son animalesasquerosos, pero no dejan de ser seresvivos con los mismos derechos que yo»?¿O te dices: «Estas ratas y yo somosincompatibles. Si quiero vivir aquí,ellas deben morir»?

Desde miles de kilómetros dedistancia, oigo el pitido del monitor que

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marca el latido de mi corazón. El mar seondula. Yo me elevo y caigo con cadaonda de la superficie.

—Pero, en realidad, no tiene que vercon las ratas. —Su voz cae, dura, densacomo un trueno—. Nunca ha tenido nadaque ver. La necesidad de exterminarlases un hecho. Es el método lo que teinquieta. El verdadero problema, elproblema fundamental, son las rocas.

La cortina blanca se descorre. Sigoflotando, pero ahora estoy muy porencima de la Tierra, en un vacío negrorepleto de estrellas; el sol besa elhorizonte y pinta la superficie delplaneta que tengo debajo de un doradoreluciente. El monitor pita como loco y

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una voz dice:—Mierda.Y después, Vosch:—Respira, Marika. Estás

completamente a salvo.«Completamente a salvo». Así que

por eso me han sedado. Si no lohubieran hecho, es probable que elcorazón se me hubiera parado de laconmoción. El efecto es tridimensional,indistinguible de la realidad, salvo que,en el espacio, no estaría respirando. Nioyendo la voz de Vosch en un sitio en elque el sonido no existe.

—Esta es la Tierra como era hacesesenta y seis millones de años.Preciosa, ¿verdad? Paradisíaca.

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Inmaculada. La atmósfera antes de quela envenenaseis. El agua antes de que lacontaminaseis. La tierra repleta de vidaantes de que vosotros, como losroedores que sois, la hicierais jironespara satisfacer vuestros voraces apetitosy construir vuestros sucios nidos. Podríahaber permanecido impoluta otrossesenta y seis millones de años, sinmancillar por vuestra glotoneríamamífera, de no ser por un encuentrofortuito con un visitante alienígena deltamaño de una cuarta parte deManhattan.

Pasa silbando junto a mí, con susuperficie irregular llena de agujeros deviruela, y tapa las estrellas en su caída

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en picado hacia el planeta. Cuandoatraviesa la atmósfera, la parte inferiordel asteroide empieza a brillar.Amarillo chillón y después blanco.

—Y así quedó sellado el destino delplaneta. Por una roca.

Ahora estoy de pie en las orillas deun vasto mar poco profundo, observandola caída del asteroide, un puntodiminuto, un guijarro insignificante.

—Cuando se pose el polvo delimpacto, tres cuartos de la vida de laTierra habrán desaparecido. El mundose acaba. El mundo empieza de nuevo.La humanidad debe su existencia a uncaprichito cósmico. A una roca. Si lopiensas, es increíble.

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El suelo tiembla. Un estallidolejano, seguido de un espeluznantesilencio.

—Y ahí reside el misterio, elacertijo que has estado evitando, porqueenfrentarse al problema sacude hasta losmismísimos cimientos, ¿no? Desafíacualquier explicación. Convierte endiscordante todo lo acontecido, en algoabsurdo y sin sentido.

El mar se agita; el vapor searremolina. El agua hierve. Ungigantesco muro de polvo y piedrapulverizada ruge hacia mí, tapando elcielo. Un chillido agudo flota en el aire,como si fuera el grito de un animalmoribundo.

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—No hace falta que señale lo obvio,¿verdad? Llevas mucho tiempo dándolevueltas a la pregunta.

No puedo moverme. Sé que no esreal, pero mi pánico sí lo es cuando elatronador muro de vapor y polvo caesobre mí. Un millón de años deevolución me han enseñado a confiar enmis sentidos, y la parte primitiva de micerebro no escucha a la parte racional,que grita a todo volumen, como unanimal moribundo: «No es real, no esreal, no es real».

—Pulsos electromagnéticos. Barrasmetálicas gigantes que llueven del cielo.Plaga vírica… —Alza la voz con cadapalabra, y las palabras son como truenos

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o como el talón de una bota al caer—.Agentes durmientes implantados encuerpos humanos. Ejércitos de niños conel cerebro lavado. ¿Qué es esto? Esa esla pregunta principal. La única querealmente importa: ¿por qué molestarsecon todo esto cuando lo único que senecesita es una roca muy, muy grande?

La ola me barre y yo me ahogo.

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Paso milenios enterrada.Varios kilómetros por encima de mí,

el mundo se despierta. En las frescassombras que se acumulan en el suelo delbosque tropical, una criatura con formade rata excava en busca de raíces mástiernas. Sus descendientes domarán elfuego, inventarán la rueda, descubriránlas matemáticas, crearán poesía,

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reconducirán ríos, arrasarán bosques,construirán ciudades y explorarán elespacio profundo. Por ahora, sinembargo, lo único que importa esencontrar comida y permanecer viva lobastante tiempo como para engendrarmás criaturas con forma de rata.

Aniquilado en fuego y polvo, elmundo renace convertido en un roedorhambriento que excava en la tierra.

El reloj avanza. Nerviosa, lacriatura olisquea el aire cálido yhúmedo. El latido metronómico del relojse acelera, y yo subo hacia la superficie.Cuando emerjo del polvo, la criatura seha transformado: está sentada en unasilla junto a mi cama y lleva puestos

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unos vaqueros tiesos de tan sucios y unacamiseta desgarrada. Encorvado, sinafeitar, con mirada hueca, el inventor dela rueda, el heredero, el cuidador, eldespilfarrador.

Mi padre.El pitido del monitor. El goteo de la

intravenosa, las sábanas rígidas, laalmohada dura y los tubos que meserpentean por los brazos. Y el hombresentado al lado de la cama, cetrino ysudoroso, cubierto de suciedad,inquieto, tirándose de la camisa,nervioso, con los ojos inyectados ensangre, y los labios hinchados yhúmedos.

—Marika.

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Cierro los ojos. «No es él, es ladroga que te ha inyectado Vosch».

De nuevo:—Marika.—Cierra la boca, no eres real.—Marika, tengo que contarte algo.

Algo que deberías saber.—No entiendo por qué me estás

haciendo esto —le digo a Vosch, porquesé que me observa.

—Te perdono —dice mi padre.Me quedo sin aliento. Noto un dolor

agudo en el pecho, como un cuchillo queme atraviesa.

—Por favor —le suplico a Vosch—.No me hagas esto.

—Tenías que marcharte —dice mi

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padre—. No te dejé elección y, de todosmodos, lo que me pasó fue culpa mía,joder. Tú no me convertiste en borracho.

Siguiendo mi instinto, me tapo lasorejas con las manos. Pero su voz noestá en el cuarto, sino dentro de mí.

—No duré mucho después de que temarcharas —dice mi padre, intentandotranquilizarme—. Solo un par de horas.

Logramos llegar hasta Cincinnati.Poco más de ciento cincuentakilómetros. Entonces se le acabó elalijo. Me suplicó que no lo abandonara,pero yo sabía que si no encontrabaalcohol deprisa, se moriría. Encontré unpoco (una botella de vodka escondidadebajo de un colchón) después de entrar

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por la fuerza en dieciséis casas, si esque se puede decir que aquello fueraentrar por la fuerza, teniendo en cuentaque estaban todas abandonadas y que loúnico que tuve que hacer fue entrar poruna ventana rota. Me alegré tanto deencontrar aquella botella que llegué abesarla.

Pero era demasiado tarde. Ya estabamuerto cuando regresé a nuestrocampamento.

—Sé que te culpas por eso, perohabría muerto de todos modos, Marika.De todos modos. Hiciste lo que creísteque debías hacer.

No hay forma de esconderse de suvoz, ni tampoco de huir de ella. Abro

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los ojos y miro a los suyos.—Sé que esto es mentira. No eres

real.Sonríe. La misma sonrisa que

esbozaba cuando me veía hacer unmovimiento especialmente bueno en unapartida. El profesor encantado.

—¡Eso es lo que he venido adecirte!

Se restriega los largos dedos por losmuslos, y veo que tiene tierra incrustadadebajo de las uñas.

—Esa es la lección, Marika. Eso eslo que quieren que entiendas.

Mano cálida en piel fría: me estátocando el brazo. La última vez que sentísu mano en la mejilla fue para darme

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unas fuertes bofetadas mientras mesujetaba con la otra. «¡Zorra! No meabandones. ¡No me abandones nunca,zorra!». Enfatizaba cada «zorra» con unabofetada. Se le había ido la cabeza. Veíacosas que no estaban allí en la profundaoscuridad que nos aplastaba cada noche.Oía cosas en el terrible silencio queamenazaba con ahogarnos todos losdías. La noche en que murió, se despertógritando, arañándose los ojos. Decía quetenía bichos dentro, que los sentíaarrastrarse por ellos.

Aquellos mismos ojos hinchados memiran ahora. Y las marcas de arañazosque los rodean siguen frescas. Otrocírculo, otro cordón plateado: ahora soy

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yo la que ve cosas, la que oye cosas, laque siente cosas que no están ahí en elterrible silencio.

—Primero nos enseñaron a noconfiar en ellos —susurra—. Después, ano confiar los unos en los otros. Ahoranos enseñan que ni siquiera podemosconfiar en nosotros mismos.

Y yo susurré:—No lo entiendo.Se desvanece. A medida que me

hundo cada vez más en las oscurasprofundidades, mi padre se pierde enuna luz sin fondo. Me da un beso en lafrente. Una bendición. Una maldición.

—Ahora les perteneces a ellos.

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La silla vuelve a estar vacía. Estoy sola.Entonces me recuerdo que ya estaba solacuando la silla no estaba vacía. Espero aque se me calme el latido del corazón.Me obligo a mantener la tranquilidad, acontrolar la respiración. La drogacompletará su recorrido por mi cuerpo yno me pasará nada. «Estás a salvo —medigo—. Completamente a salvo».

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El recluta rubio al que pegué en elcuello entra en el cuarto. Lleva unabandeja de comida: un trozo demisteriosa carne gris, patatas, unapastosa pila de alubias y un vaso altocon zumo de naranja. Deja la bandejajunto a la cama, pulsa el botón paraponerme sentada, gira la bandeja paracolocármela delante y se queda ahí, conlos brazos cruzados, como si esperasealgo.

—Ya me dirás a qué sabe —susurra,ronco—. No puedo comer nada sólidohasta que pasen otras tres semanas.

Tiene la piel clara, lo que hace quesus ojos castaños y hundidos parezcanaún más profundos. No es grande; no es

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musculoso como Zombi ni corpulentocomo Bizcocho. Es alto y delgado,cuerpo de nadador. Transmite unaintensidad tranquila, tanto en su formade comportarse como, sobre todo, en losojos, bajo cuya superficie se adivina unafuerza cuidadosamente contenida,expectante.

No sé bien qué quiere que le diga.—Lo siento.—Ha sido un golpe a traición. —Se

pone a tamborilear con los dedos en elantebrazo—. ¿No vas a comer?

Sacudo la cabeza.—No tengo hambre.¿Es real esta comida? ¿Es real el

chico que me la trae? La incertidumbre

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de mi experiencia me aplasta. Me ahogoen un mar infinito. Me hundo despacio,el peso de las profundidades en tinieblasme obliga a descender, me arrebata elaire de los pulmones, me exprime elcorazón y me lo deja sin sangre.

—Bébete el zumo —me regaña—.Me han dicho que, al menos, tienes quebeberte el zumo.

—¿Por qué? —consigo preguntar—.¿Qué hay en el zumo?

—¿No estás un poco paranoica?—Un poco.—Te acaban de sacar casi medio

litro de sangre. Así que me han pedidoque me asegure de que te bebes el zumo.

No recuerdo que me hayan sacado

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sangre. ¿Ha sido mientras yo «hablaba»con mi padre?

—¿Para qué me sacan sangre?Mirada impasible.—Déjame ver si lo recuerdo. Como

me lo cuentan todo…—¿Qué te han contado? ¿Por qué

estoy aquí?—Se supone que no debo hablar

contigo —responde, y después añade—:Nos han contado que eres una prisioneramuy importante. —Sacude la cabeza—.No lo entiendo. En los viejos tiempos,los Dorothy simplemente…desaparecían.

—No soy una Dorothy.—No hago preguntas —responde,

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encogiéndose de hombros.Pero necesito que me responda

algunas.—¿Sabes qué le ha pasado a Tacita?—Huyó con la cuchara, según he

oído.—Lo de la canción es un plato, no

una taza.—Era un chiste.—No lo entiendo.—Pues nada, que te den.—La niña que han traído conmigo en

el helicóptero. Malherida. Necesitosaber si sigue con vida.

—Ahora mismo me pongo aaveriguarlo —responde asintiendo, muyserio.

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No estoy utilizando la tácticacorrecta. La gente nunca se me ha dadobien. Mi apodo en el colegio era laReina Marika y una docena devariaciones sobre el mismo tema. A lomejor debería establecer alguna relaciónque vaya más allá del «vete a freírespárragos».

—Me llamo Hacha.—Fantástico. Debes de sentirte muy

satisfecha.—Me resultas familiar. ¿Estabas en

Campo Asilo?Empieza a decir algo, pero se calla.—Mis órdenes son no hablar

contigo.Casi le respondo: «Entonces ¿por

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qué lo haces?». Pero me contengo.—Puede que sea buena idea. No

quieren que sepas lo que sé yo.—Oh, sé lo que sabes tú: que es

todo mentira, que el enemigo nos haengañado, que nos utilizan para acabarcon los supervivientes, bla, bla, bla. Latípica mierda de los que se vuelvenDorothy.

—Es lo que pensaba antes —reconozco—. Ahora no estoy tan segura.

—Ya lo averiguarás.—Lo haré.Rocas, ratas y formas de vida que

evolucionan lo bastante como para nonecesitar cuerpos físicos. Lo averiguaré,pero seguramente lo haré demasiado

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tarde, aunque puede que ya lo sea. ¿Porqué me han sacado sangre? ¿Por qué memantiene Vosch con vida? ¿Qué puedotener yo que él necesite? ¿Por qué menecesitan, por qué necesitan a este chicorubio o a cualquier humano? Si hanlogrado diseñar genéticamente un virusque mata a nueve de cada diez personas,¿por qué no a diez de cada diez? O,como ha dicho Vosch, ¿por quémolestarse con todo eso si solo senecesita una roca muy grande?

Me duele la cabeza. Estoy marcada.Tengo arcadas. Echo de menos ser capazde pensar con claridad. Antes era lo quemás me gustaba en el mundo.

—Bébete el maldito zumo para que

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pueda irme.—Dime tu nombre y me lo bebo.Vacila, pero responde:—Navaja.Me bebo el zumo. Él recoge la

bandeja y se va. Al menos heconseguido su nombre; una victoriamenor.

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La mujer de la bata blanca aparece.Dice que se llama doctora Claire. Llevael cabello, ondulado y oscuro, peinadohacia atrás. Ojos del color del cielootoñal. Huele a almendras amargas, quetambién es el olor del cianuro.

—¿Para qué me habéis sacadosangre?

Sonríe.

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—Porque, como Hacha es tan dulce,hemos decidido hacer cien clones suyos.

Lo dice sin una pizca de sarcasmo.Desconecta la intravenosa y da un pasoatrás a toda prisa, como si temiera queyo saltara de la cama y la estrangulara.Es cierto que en algún momento se meha ocurrido estrangularla, peropreferiría matarla a puñaladas con unanavaja suiza. No sé cuántas puñaladasharían falta. Seguramente muchas.

—Otra cosa que no tiene sentido —le digo—. ¿Para qué descargar tuconciencia en un cuerpo humano sipuedes clonar tantas versiones de ticomo desees en tu nave nodriza? Riesgocero.

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Sobre todo si una de las descargasse puede poner en plan Evan Walker yenamorarse de una chica humana.

—Bien visto —dice, asintiendo contotal seriedad—. Lo comentaré en lasiguiente reunión de planificación. A lomejor tenemos que volver areplantearnos todo el tema de lainvasión y tal. —Hace un gesto hacia lapuerta—. Sal.

—¿Adónde?—Ya lo descubrirás. No te

preocupes —añade Claire—. Lo vas adisfrutar.

No vamos demasiado lejos, apenasdos puertas más abajo. La habitación essobria, solo un lavabo, un armario, un

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váter y una ducha.—¿Cuánto hace que no te has dado

una ducha en condiciones? —mepregunta.

—Desde Campo Asilo. La nocheantes de dispararle una bala en elcorazón a mi sargento instructor.

—¿Eso hiciste? —pregunta, como sinada, como si acabara de contarle queantes vivía en San Francisco—. Ahítienes la toalla. Cepillo de dientes,peine y desodorante en el armario.Estaré al otro lado de la puerta. Llama sinecesitas algo.

Sola, abro el armario. Desodoranteen roll-on. Un peine. Un tubo de pastade dientes tamaño viaje. Un cepillo de

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dientes en un envoltorio de plástico. Nohay seda dental. Esperaba que hubieraseda dental. Pierdo un par de minutosdándole vueltas a cómo afilar el extremodel cepillo de dientes para convertirloen un instrumento cortante. Después mequito el mono, me meto en la ducha ypienso en Zombi, no porque estédesnuda en la ducha, sino porque lorecuerdo hablando de Facebook, de losrestaurantes de comida rápida, de lostimbres de entrada a clase y de lainterminable lista de todas las cosasperdidas, como las patatas fritasgrasientas, las librerías rancias y lasduchas calientes. Pongo la temperaturaal máximo de lo que soy capaz de

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soportar y dejo que el agua me lluevaencima hasta que se me arrugan laspuntas de los dedos. Jabón de lavanda.Champú afrutado. El duro bultito deldiminuto transmisor rueda bajo misdedos. «Ahora les perteneces a ellos».

Lanzo el bote de champú contra lapared de la ducha. Pego puñetazos enlos azulejos una y otra vez, hasta que seme abre la piel de los nudillos. Mi ira esmayor que la suma de todas las cosasperdidas.

Vosch me espera cuando vuelvo alcuarto, dos puertas más abajo. No dicenada mientras Claire me venda la mano:

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se limita a guardar silencio hasta queestamos solos.

—¿Qué has logrado con eso? —mepregunta.

—Necesitaba demostrarme algo.—¿El dolor es la única prueba de

vida que vale?Sacudo la cabeza.—Sé que estoy viva.El asiente, pensativo.—¿Te gustaría verla?—Tacita está muerta.—¿Por qué lo crees?—No hay ninguna razón para

mantenerla con vida.—Correcto, si partimos de la

hipótesis de que la única razón para

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mantenerla con vida es manipularte. Deverdad, ¡qué narcisista es la juventud dehoy en día!

Pulsa el botón de la pared. Unapantalla desciende del techo.

—No puedes obligarme a ayudarte.Reprimo el pánico que empieza a

resurgir, el pánico a perder el controlsobre algo cuyo control nunca he tenido.

Vosch levanta la mano; en la palmaveo un objeto verde reluciente deltamaño y la forma de una gran cápsulade gel. De un extremo sobresale uncable fino como un cabello.

—Este es el mensaje.Las luces bajan de intensidad. La

pantalla cobra vida entre parpadeos. La

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cámara sobrevuela un campo de trigoarrasado por el invierno. A lo lejos, unagranja y un par de construccionesanexas, un granero oxidado. Una figuradiminuta sale dando traspiés de unaarboleda que bordea el campo y avanzatambaleándose a través de los tallosrotos y secos hacia el grupo deedificios.

—Ese es el mensajero.Desde esta altura no sé decir si es

niño o niña, solo que es pequeño. ¿De laedad de Frijol? ¿Menor?

—Centro de Kansas —sigueexplicando Vosch—. Ayer,aproximadamente a las trece horas.

Otra figura aparece en los escalones

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del porche. Al cabo de un minuto, saleotra persona. El niño empieza a correrhacia ellos.

—No es Tacita —susurro.—No.Corre a través de las crujientes

cascarillas hacia los adultos que loobservan sin moverse, uno de ellosarmado. No hay sonido, lo que hace que,de algún modo, todo resulte máshorrible.

—Es un instinto muy antiguo: enmomentos de gran peligro, desconfía delos desconocidos. No confíes en nadiede fuera de tu círculo.

Me pongo tensa. Sé cómo acabaesto, lo he vivido. El hombre con el

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arma: yo. El niño que corre hacia él:Tacita.

El niño cae. Se levanta. Corre. Caede nuevo.

—Sin embargo, existe otro instintomucho más antiguo, tan viejo como lavida, uno que es casi imposible desuperar para la mente humana: protegera los niños a toda costa. Conservar elfuturo.

El niño sale del trigo, entra en elpatio y cae por última vez. El que vaarmado no baja el fusil, aunque sucompañero corre a por el niño caído ylo levanta del suelo helado. El armadoles bloquea el camino a la entrada de lacasa. El cuadro se mantiene así varios

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segundos.—Lo importante es el riesgo —

comenta Vosch—. Tú te diste cuentahace mucho tiempo. Así que, porsupuesto, sabes quién ganará ladiscusión. Al fin y al cabo, ¿cuántoriesgo puede suponer un niño? Hay queproteger a los niños y conservar elfuturo.

La persona que lleva al niño esquivaal hombre del arma y corre escalonesarriba al interior de la casa. El del armadeja caer la cabeza, como si rezara, ydespués la levanta, como si suplicara.Por último se vuelve y entra en la casa.Los minutos se alargan.

A mi lado, Vosch murmura:

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—El mundo es un reloj.La granja, los anexos, el granero, los

campos marrones y los númerosborrosos que avanzan en el reloj al piede la pantalla, que marca los segundoscentésima a centésima. Sé lo queocurrirá, aunque doy un respingo cuandoel relámpago silencioso borra la escena.Después, olas de polvo y escombros, ynubes de humo: el trigo arde, seconsume en cuestión de segundos, tiernaleña para el fuego. Donde estaban losedificios, ahora hay un cráter, un agujeronegro horadado en la Tierra. La pantallase funde en negro y vuelve a esconderseen el techo. Las luces no aumentan deintensidad.

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—Quiero que lo entiendas —diceVosch amablemente—. Te preguntabaspor qué nos quedábamos con lospequeños, los que eran demasiadojóvenes para luchar.

—No lo entiendo.Una diminuta figura en medio de

varios acres marrones, vestida con petovaquero, descalza, corriendo por eltrigo.

Él malinterpreta mi confusión.—El dispositivo dentro del cuerpo

del niño está calibrado para detectarfluctuaciones mínimas en el dióxido decarbono, componente principal delaliento humano. Cuando el CO2 alcanzacierto umbral, lo que indica la presencia

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de múltiples objetivos, el dispositivoestalla.

—No —susurro.Lo llevaron dentro, lo envolvieron

en una manta calentita, le dieron agua, lelavaron la cara. El grupo se reunió a sualrededor y lo bañó en su aliento.

—Habrían muerto igual si hubierasdejado caer una bomba.

—Esto no tiene que ver con losmuertos —suelta, impaciente—. Nuncaha tenido nada que ver.

Las luces se encienden, la puerta seabre y entra Claire empujando un carritometálico, seguida de su colega de batablanca y de Navaja, que me mira, paradespués apartar la mirada. Eso me

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inquieta más que el carro con su juegode jeringas: que no sea capaz demirarme.

—Eso no cambia nada —digo,alzando la voz—. Me da igual lo quehagas. Ya ni siquiera me importa Tacita.Me mataré antes que ayudarte.

Él sacude la cabeza y responde:—No me estás ayudando.

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Claire me ata una correa de goma albrazo y me da unos toquecitos en elinterior del codo para que resalte unavena. Navaja se ha colocado al otrolado de la cama. El hombre de la batablanca (no me han dicho su nombre) estájunto al monitor, con un cronómetro en lamano. Vosch se inclina sobre elfregadero y me observa con un brillo

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despiadado en los ojos, como loscuervos del bosque el día que disparé aTacita: curiosos, pero curiosamenteindiferentes. Entonces comprendo queVosch tiene razón: la respuesta a sullegada no es la ira. La respuesta es locontrario de la ira. La única respuestaposible es lo contrario de todas lascosas, como el hoyo donde antes estabala granja: nada en absoluto. Ni odio, nirabia, ni miedo, ni nada de nada.Espacio vacío. La fría indiferencia delojo del tiburón.

—Demasiado alto —murmura elseñor Bata Blanca, mirando el monitor.

—Primero, algo para relajarte —dice Claire, y me introduce la jeringa en

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el brazo. Miro a Navaja. Él aparta lavista.

—Mejor —dice Bata Blanca.—Me da igual lo que me hagáis —

informo a Vosch.Noto la lengua hinchada y torpe.—No importa —responde, y hace un

gesto con la cabeza a Claire, que recogela segunda jeringa.

—Introducción del nodo a mi señal—dice ella.

¿El nodo?—Ajá —responde Bata Blanca—.

Con cuidado.Mira el monitor cuando mi ritmo

cardiaco aumenta un punto.—No tengas miedo —me dice Vosch

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—. No te hará daño.Claire lo mira, sorprendida. Él se

encoge de hombros.—Bueno, hemos hecho pruebas.Vosch mueve rápidamente el dedo

como diciendo: «Empieza de una vez».Peso diez millones de toneladas.

Mis huesos son de hierro; el resto, depiedra. No noto la aguja que me entra enel brazo. Claire dice:

—Ahora.Y Bata Blanca pulsa el cronómetro.

El mundo es un reloj.—Los muertos tienen su recompensa

—comenta Vosch—. Son los vivos, tú yyo, los que todavía tienen un trabajopendiente. Llámalo como quieras:

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destino, suerte, providencia… Te hadejado en mis manos para que seas miinstrumento.

—Anexándolo a la corteza cerebral.Esa es Claire. Su voz me llega

amortiguada, como si me hubieranllenado de algodón los oídos. Giro lacabeza hacia ella. Pasan mil años.

—Ya has visto uno antes —diceVosch, a mil kilómetros de distancia—.En la sala de examen, el día que llegastea Campo Asilo. Te dijimos que eracerebro humano infestado por una formade vida alienígena. Era mentira.

Oigo la respiración de Navaja, alta,como el aliento de un buceador a travésde un regulador.

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—En realidad, es un nodo de controlmicroscópico fijado a la cortezaprefrontal de tu cerebro. Una CPU, porasí decirlo.

—Encendiendo. Tiene buena pinta—informa Claire.

—No para controlarte a ti… —diceVosch.

—Introduciendo primera matriz.La aguja lanza destellos bajo la luz

fluorescente. Motas negras suspendidasen fluido ámbar. No siento nada cuandome la inyecta en la vena.

—Sino para coordinar a los,aproximadamente, cuarenta milhuéspedes mecanizados a los que vas aalojar.

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—Temperatura: treinta y siete concinco —dice Bata Blanca.

Navaja a mi lado, respirando.—Las ratas prehistóricas tardaron

millones de años y mil generaciones enalcanzar la etapa actual de la evoluciónhumana —explica Vosch—. Tú tardarásunos días en pasar a la siguiente.

Enlace con la primera matriz,completado —dice Claire, inclinándosede nuevo sobre mí. Aliento a almendrasamargas—. Introduciendo segundamatriz.

La habitación es como un horno.Estoy empapada en sudor. Bata Blancaanuncia que mi temperatura es de treintay ocho.

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—La evolución es un asunto muylioso —sigue Vosch—. Hay muchosarranques en falso y callejones sinsalida. Algunos candidatos no sonanfitriones adecuados. Sus sistemasinmunitarios se desmoronan o sufren unadisonancia cognitiva permanente.Hablando claro, se vuelven locos.

Estoy ardiendo. Me corre fuego porlas venas. Me fluye agua de los ojos, mebaja por las sienes y se me acumula enlas orejas. Veo el rostro de Voschinclinado sobre la superficie del marondulante de mis lágrimas.

—Pero tengo fe en ti, Marika. Nohas atravesado fuego y sangre solo paracaer ahora. Serás el puente que conecte

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lo que era con lo que será.—La estamos perdiendo —anuncia

Bata Blanca con voz temblorosa.—No —murmura Vosch poniéndome

una mano fría en la húmeda mejilla—.La hemos salvado.

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Ya no hay día ni noche, tan solo el brilloestéril de las luces fluorescentes, y esasluces nunca se apagan. Calculo las horaspor las visitas de Navaja, tres veces aldía para llevarme una comida que nologro retener.

No consiguen controlarme la fiebre.No consiguen estabilizarme la presiónarterial. No consiguen calmarme las

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náuseas. Mi cuerpo está rechazando lasonce matrices diseñadas para mejorarcada uno de mis sistemas biológicos,cuatro mil unidades en cada matriz, loque suma un total de cuarenta y cuatromil invasores robóticos microscópicosnavegando por mis venas.

Estoy hecha una mierda.Después de cada desayuno, Claire

entra para examinarme, juguetea con mismedicinas y hace comentarios crípticoscomo: «Será mejor que empieces asentirte bien» o «Se te está agotando eltiempo». O comentarios sarcásticoscomo: «Empiezo a pensar que lo de laroca grande no era tan mala idea».Parece resentida porque he reaccionado

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mal después de que me abarrotara elcuerpo de mecanismos alienígenas.

—En realidad, no puedes hacer nadaal respecto —me dijo una vez—. Elprocedimiento es irreversible.

—Hay una cosa.—¿El qué? Ah, claro. Hacha, la

insustituible. —Se sacó del bolsillo dela bata blanca el dispositivo con elinterruptor asesino y lo sostuvo en alto—. Te tengo conectada. Pulsaré el botón.Adelante. Pídeme que pulse el botón.

Esbozó una sonrisa desdeñosa.—Pulsa el botón —le pedí.Ella se rio en voz baja.—Es asombroso. Siempre que

empiezo a preguntarme qué ve en ti,

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dices algo así.—¿Quién? ¿Vosch?Perdió la sonrisa. Sus ojos se

quedaron vacíos, como los del tiburón.—Si no te adaptas, daremos por

terminada la actualización.«Daremos por terminada la

actualización».Me quitó las vendas de los nudillos.

No había costras, ni moratones, nicicatrices. Como si no hubiera sucedido.Como si no hubiera estrellado el puñocontra una pared hasta dar con hueso.Pensé en Vosch, que apareció en micuarto completamente curado díasdespués de haberle aplastado la nariz ydejarle los ojos morados. Y en Sullivan,

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que me había contado que Evan Walker,después de acabar destrozado por lametralla, logró infiltrarse unas horasmás tarde en una instalación militar yacabar con ella él solito.

Primero se llevaron a Marika y laconvirtieron en Hacha. Ahora hancogido a Hacha y la han «actualizado»para transformarla en otra personacompletamente distinta. En alguien comoellos.

O en algo.Ya no hay noche ni día, solo un

continuo brillo estéril.

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—¿Qué me han hecho? —le pregunto aNavaja un día, cuando me lleva otracomida incomible.

No espero respuesta, pero él síesperaba que le hiciera la pregunta.Debe de resultarle extraño que no lohaya hecho hasta ahora.

Se encoge de hombros y evitamirarme a los ojos.

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—Veamos qué tenemos hoy en elmenú. Oooh. ¡Pastel de carne! Chica consuerte.

—Voy a vomitar.Él abre mucho los ojos.—¿En serio? —pregunta, y mira a su

alrededor, desesperado, en busca delcontenedor de plástico para lasvomitonas.

—Llévate la bandeja, por favor. Nopuedo.

Frunce el ceño.—Te desenchufarán si no te dejas de

historias.—Podrían habérselo hecho a

cualquiera. ¿Por qué me lo han hecho amí?

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—A lo mejor eres especial.Sacudo la cabeza y respondo como

si lo hubiera dicho en serio.—No. Creo que es porque hay otra

persona que sí lo es. ¿Juegas al ajedrez?—¿Que si juego a qué? —pregunta,

sorprendido.—A lo mejor podemos jugar.

Cuando me sienta mejor.—Yo soy más de béisbol.—¿En serio? Yo habría apostado por

la natación. O el tenis.Él ladea la cabeza y junta las cejas.—Debes de sentirte fatal para estar

conversando como si fueras mediohumana.

—Soy medio humana. Literalmente.

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La otra mitad…Me encojo de hombros y consigo

hacerlo sonreír.—Bueno, el sistema número 12 es

suyo, está claro —responde.¿El sistema número 12? ¿Qué quiere

decir eso exactamente? No estoy segura,aunque sospecho que hace referencia alos once sistemas básicos del cuerpohumano.

—Descubrimos el modo dearrancarlos de los cadáveres de losinfestados y… —Navaja deja la frase enel aire y echa una mirada avergonzada ala cámara—. De todos modos, tienesque comer. Los he oído hablar de unasonda nasogástrica.

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—¿Esa es la historia oficial? ComoEl País de las Maravillas: estamosusando su tecnología contra ellos. Y túte lo crees.

Se apoya en la pared, cruza losbrazos sobre el pecho y tararea «Sigueel camino de baldosas amarillas».Sacudo la cabeza. Asombroso. No esque las mentiras sean demasiado bonitaspara resistirse a ellas, sino, más bien,que la verdad es demasiado fea.

—El comandante Vosch estáimplantando bombas en niños. Estáconvirtiendo a los críos en artefactosexplosivos —le digo. Él tararea másalto—. Críos pequeños. De apenas unoo dos años. Los separan cuando llegan,

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¿verdad? Estaban en Campo Asilo. Acualquiera que tenga menos de cincoaños se lo llevan y no vuelves a verlo.¿Has visto alguno? ¿Dónde están losniños, Navaja? ¿Dónde?

Deja de tararear lo bastante paradecir:

—Cállate, Dorothy.—Y ¿esto tiene sentido? ¿Llenar

hasta arriba a una Dorothy de tecnologíasuperior alienígena? Si el alto mando hadecidido «mejorar» a la gente para laguerra, ¿de verdad crees que elegirían alos locos?

—No lo sé. Te han elegido a ti, ¿no?Recoge la bandeja de comida intacta

y se dirige a la puerta.

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—No te vayas.Se vuelve, sorprendido. Me arde la

cara. La fiebre debe de estar subiendo.Tiene que ser por eso.

—¿Por qué? —pregunta.—Eres la única persona sincera con

la que puedo hablar.Se ríe. Es una buena risa, auténtica,

real; me gusta, aunque tengo fiebre.—¿Quién dice que sea sincero?

Todos somos enemigos disfrazados,¿no?

—Mi padre contaba una historiasobre seis hombres ciegos y un elefante.Un hombre palpaba la pata del elefante ydecía que un elefante debía de parecersea una columna. Otro palpaba la trompa y

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decía que un elefante debía de parecersea la rama de un árbol. El ciego númerotres palpaba la cola y decía que unelefante era como una cuerda. El cuartopalpaba el vientre: el elefante es comouna pared. El quinto, la oreja: el elefantetiene forma de abanico. El sexto, uncolmillo, así que el elefante debía deparecerse a una tubería.

Navaja me mira con rostroinexpresivo durante un buen rato;después, sonríe. Es una buena sonrisa;también me gusta.

—Es una historia preciosa. Deberíascontarla en las fiestas.

—El tema es que desde el momentoen que apareció su nave, todos hemos

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sido como ciegos palpando un elefante.

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Bajo el continuo brillo estéril, calculolos días por las comidas que me trae yque se lleva intactas. Tres comidas, undía. Seis, dos días. Al décimo día,después de dejar la bandeja frente a mí,le pregunto:

—¿Por qué te molestas?Mi voz ya es un graznido ronco,

como la suya. Estoy empapada en sudor,

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me ha subido la fiebre, me palpita lacabeza y se me acelera el corazón. Noresponde. Navaja no me ha habladodurante las últimas diecisiete comidas.Parece nervioso, distraído, inclusoenfadado. Claire también guardasilencio. Viene dos veces al día paracambiar la bolsa de la intravenosa,examinarme los ojos con un otoscopio,comprobar mis reflejos, cambiar labolsa del catéter y vaciar el orinal. Cadaseis comidas me toca un baño conesponja. Un día se trae una cinta métricay me la enrolla en torno a los bíceps,supongo que para ver cuánta masamuscular he perdido. No veo a nadiemás. Ni al señor Bata Blanca, ni a

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Vosch, ni a ningún padre muerto queVosch me haya metido en la cabeza. Noestoy tan pasada de vueltas como parano saber lo que hacen: me están velando,esperando a ver si las «mejoras» mematan.

Una mañana, está enjuagando elorinal cuando entra Navaja con midesayuno, así que él espera en silenciohasta que ella acaba, y entonces lo oigosusurrar:

—¿Se está muriendo?Claire sacude la cabeza. Es

ambivalente: podría ser un no o un «túsabes tanto como yo». Espero a que sevaya para decir:

—Pierdes el tiempo.

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Él mira la cámara montada en eltecho.

—Solo hago lo que me ordenan.Levanto la bandeja y la lanzo al

suelo. Él aprieta los labios, pero no dicenada. Limpia el desastre en silenciomientras yo jadeo, exhausta por elesfuerzo, chorreando sudor.

—Sí, recógelo. Haz algo útil.Cuando se me dispara la fiebre, algo

se me rompe dentro de la cabeza y meimagino que puedo sentir a los cuarentay cuatro mil microbots que se muevenpor mi torrente sanguíneo y al nodo, consu delicado encaje de tentáculosincrustados en todos los lóbulos, ycomprendo lo que sintió mi padre en sus

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últimas horas, cuando se arañaba parasometer a los insectos imaginarios quele reptaban bajo la piel.

—Zorra —jadeo.Desde el suelo, Navaja me mira,

sorprendido.—Lárgate, zorra.—Con mucho gusto —masculla él.Está a gatas, utilizando un trapo

mojado para limpiar el suelo, y me llegael olor ácido del desinfectante.

—Lo antes que pueda —añade.Se levanta. Tiene las marfileñas

mejillas ruborizadas. En pleno delirio,pienso que el color le resalta losreflejos caoba del pelo rubio.

—No va a funcionar —me asegura

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—. Lo de matarte de hambre. Así queserá mejor que pienses en otra cosa.

Lo he intentado, pero no hayalternativa. Apenas soy capaz delevantar la cabeza. «Ahora lesperteneces a ellos». Vosch, el escultor;mi cuerpo, la arcilla; pero no miespíritu, no mi alma. Sin conquistar, sinaplastar, sin refrenar.

No tengo ataduras; ellos, sí.Languidece, muere o recupérate, pero lapartida ha terminado, el gran maestroVosch te hizo mate.

—Mi padre tenía un dicho favorito—le cuento a Navaja—: «Decimos queel ajedrez es el deporte de los reyesporque, a través del ajedrez,

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aprendemos a gobernar a los reyes».—Otra vez con el ajedrez.Suelta el trapo sucio en el fregadero

y cierra de un portazo. Cuando vuelvecon la siguiente comida, además de labandeja, lleva consigo una caja demadera que me resulta familiar. Sinmediar palabra, Navaja recoge lacomida y la tira a la basura, y echa labandeja metálica en el fregadero, dondeaterriza con estrépito. La cama vibra almaniobrarla para sentarme; después mecoloca la caja delante.

—Decías que no jugabas —susurré.—Enséñame.Sacudo la cabeza y le digo a la

cámara que tiene detrás:

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—Buen intento, pero ya os lo podéismeter por el culo.

Navaja se ríe.—No ha sido idea suya. Pero,

hablando de culos, puedes apostar eltuyo a que primero he pedido permiso.

Abre la caja, saca el tablero ytoquetea las piezas.

—Tenemos reinas, reyes, priones yestas cosas con forma de torres devigilancia. ¿Por qué todas las piezasparecen personas o animales, salvoestas?

—Peones, no priones. Un prion es unagente infeccioso.

—Hay un tío en mi unidad que sellama así —responde, asintiendo.

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—¿Peón?—Prion. No tenía ni idea de qué

puñetas era.—Las estás colocando mal.—Puede que sea porque no sé cómo

narices se juega. Hazlo tú.—No quiero.—Entonces ¿te rindes?—Abandonar. Se llama abandonar.—Bueno es saberlo, porque tengo la

sensación de que lo voy a necesitar.Sonríe. No es la sonrisa de alto

voltaje de Zombi, sino una más pequeña,más sutil, más irónica. Se sienta al ladode la cama y me llega un leve olor achicle.

—¿Blancas o negras?

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—Navaja, estoy demasiado débilpara levantar…

—Pues me señalas adónde quieres iry yo muevo por ti.

No se rinde. En realidad, no loesperaba. A estas alturas, ya se handesecho de los indecisos y los cobardes.No quedan gallinas. Le explico dóndecolocar las piezas y cómo se muevecada una. Le describo las reglas básicas.Asiente a menudo con la cabeza y depalabra, pero me da la impresión de queme da la razón como a las locas.Después, jugamos y me lo cargo encuatro movimientos. La siguiente partidase dedica a discutir y renegar: «¡Nopuedes hacer eso!», «No me digas que

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no es la regla más estúpida del mundo».A la tercera partida, estoy segura de queya se arrepiente de su idea. Yo no meanimo y él está cada vez más hundido.

—Es el juego más estúpido que sehaya inventado —gimotea.

—El ajedrez no se inventó: sedescubrió.

—¿Como América?—Como las matemáticas.—Conocí a chicas como tú en el

instituto —dice, aunque lo deja ahí y sepone a montar el tablero de nuevo.

—Déjalo, Navaja, estoy cansada.—Mañana traeré damas —avisa,

como si fuera una amenaza.Pero no lo hace. Bandeja, caja,

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tablero. Esta vez coloca las piezas enuna configuración extraña: el rey negroen el centro, de cara a él, la reina en elborde, de cara al rey, tres peones detrásdel rey a las diez, las doce y las dos enpunto, un caballo a la derecha del rey,otro a su izquierda, un alfil justo detrásde él y, junto al alfil, otro peón.Entonces, Navaja me mira con susonrisa seráfica.

—Vale —asiento, aunque no sé bienpor qué.

—He inventado un juego. ¿Estáslista? Se llama… —Da unos golpecitosen la baranda de la cama a modo deredoble de tambor—. ¡Ajebol!

—¿Ajebol?

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—Ajedrez-béisbol. Ajebol. ¿Lopillas? —pregunta, mientras deja caeruna moneda al lado del tablero.

—¿Qué es eso? —pregunto.—Un cuarto de dólar.—Ya sé que es un cuarto de dólar.—En el juego, es la pelota. Bueno,

en realidad no es la pelota, sino que larepresenta. O representa lo que pasa conla pelota. Si te callas un segundo, teexplico las reglas.

—No estaba hablando.—Bien. Me das dolor de cabeza

cuando hablas. Insultos y citas de Yodasobre el ajedrez, además de esashistorias crípticas de elefantes. ¿Quieresjugar o no?

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No espera a la respuesta. Coloca unpeón blanco justo frente a la reina negray dice que es él, el bateador.

—Deberías salir con la reina. Es lamás poderosa.

—Por eso es ella la que batea lacuarta —responde, sacudiendo la cabezacomo si le pasmara mi ignorancia—. Esmuy sencillo: posición defensiva, queeres tú, lanza la moneda primero. Si salecara, es un strike. Si sale cruz, es bola.

—Una moneda no sirve —comento—. Hay tres posibilidades: strike, bolao hit.

—En realidad, hay cuatro, si cuentaslos fouls. Tú preocúpate del ajedrez,que yo me encargo del béisbol.

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—Ajebol —lo corrijo.—Lo que tú digas. Si te sale cruz, es

bola y la lanzas de nuevo. Pero si salecara, yo me quedo la moneda. Así tengouna oportunidad de conectar un hit.Cara, conecto; cruz, fallo. Si fallo, esstrike uno. Y así sucesivamente.

—Lo entiendo. Y si sale cara, yorecupero la moneda para ver si puedoatraparla. Si sale cruz, te elimino…

—¡Mal! ¡Muy mal! No, primerolanzo yo tres veces. Cuatro, si consigoDC.

—¿DC?Doble cruz. Eso es un triple. Con un

DC consigues otro lanzamiento demoneda: cara es un homerun; cruz, un

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triple. Dos veces cara es un sencillo;cara-cruz es un doble.

—¿Y si empezamos a jugar y me vasexplicando…?

—Entonces es cuando recuperas lamoneda para ver si consigues atrapar miposible sencillo, doble, triple ohomerun. Cara, me quedo fuera. Cruz,sigo en la base. —Respira hondo—. Ano ser que sea un homerun, claro.

—Claro.—¿Te burlas de mí? Porque no sé…—Solo intento asimilar…—Es que suena como si te burlaras.

No tienes ni idea de lo que he tardado eninventarme esto. Es bastante complejo.Vamos, que no es el juego de los reyes,

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pero ya sabes cómo llaman al béisbol,¿no? El pasatiempo nacional. Al béisbollo llaman el pasatiempo nacionalporque, cuando lo jugamos, aprendemosa controlar el tiempo. O el pasado. Unade las dos cosas.

—Ahora eres tú el que se burla demí.

—En realidad, soy el único que seburla de ti ahora mismo. —Se quedaesperando. Sé lo que espera—. Nuncasonríes.

—¿Importa?—Una vez, cuando era pequeño, me

reí tanto que me hice pis encima.Estábamos en el parque de atraccionesde Six Flags. En la noria.

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—¿Qué te hizo reír?—No me acuerdo. —Me desliza la

mano bajo la muñeca y me levanta elbrazo para ponerme el cuarto de dólaren la palma—. Lanza la puñeteramoneda para que podamos jugar.

No quiero herir sus sentimientos,pero el juego no es tan complejo. Seemociona mucho con su primer hit,levanta el puño con ademán triunfal yprocede a mover las piezas negras porel tablero mientras anuncia la jugadaimitando la voz ronca y chillona delpresentador, como un niño que juega consus muñecos coleccionables.

—¡Al fondo del campo central!El peón del campo central se desliza

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hasta la segunda base, el segundobateador alfil y el peón shortstopretroceden, y el peón del jardínizquierdo sube corriendo y después sedesplaza hacia el centro. Eso lo hacecon una mano, mientras con la otramanipula la moneda, dándole vueltasentre los dedos como si fuera una pelotaque gira en su trayectoria de vuelo,bajándola como a cámara lenta paraaterrizar en la parte central izquierda delcampo. Es tan ridículo y pueril que mehabría hecho sonreír si todavía fueracapaz de sonreír.

—Safe! —grita Navaja.No, pueril no, infantil. Ojos febriles

y relucientes, voz que aumenta de

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volumen por la emoción… Vuelve atener diez años. No se ha perdido todo,no se ha perdido lo más importante.

Su siguiente bateo es un hit flojo quecae entre la primera base y el jardínderecho. Navaja recrea un dramáticochoque entre mi jardinero y el base, elprimera base se desliza hacia atrás, eljardinero derecho se desliza haciaarriba y ¡pum! Navaja se desternilla derisa con el impacto.

—¿Y eso no sería un error? —pregunto—. Es una bola fácil de atrapar.

—¿Fácil de atrapar? Hacha, no esmás que un juego tonto que me heinventado en cinco minutos con unpuñado de piezas de ajedrez y un cuarto

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de dólar.Dos hits más; está cinco carreras

por encima al final del primer inning.Siempre se me han dado fatal los juegosde azar. Siempre los he odiado por esemotivo. Navaja debe de percatarse deque me empieza a flaquear elentusiasmo, así que eleva el volumen delos comentarios mientras mueve laspiezas de un lado a otro (a pesar de quele puntualizo que son mis piezas, ya queyo estoy en la defensa). Otra bola alfondo del jardín izquierdo. Otro floaterdetrás de la primera base. Otro choquedel primera base contra el jardinero. Nosé si se repite porque cree que esdivertido o porque tiene un grave

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problema de falta de imaginación. Poruna parte, creo que debería tomármelocomo un ultraje a los jugadores deajedrez del mundo entero.

Cuando llegamos al tercer inning,estoy agotada.

—¿Y si seguimos esta noche? —lesugiero—. O mañana. Mañana, mejor.

—¿Qué? ¿No te gusta?—Sí me gusta, es divertido. Es que

estoy cansada. Muy cansada.Se encoge de hombros como si no le

importara, aunque sí le importa, porquesi no, no se encogería de hombros. Seguarda la moneda en el bolsillo y recogela caja mientras masculla entre dientes.Capto la palabra «ajedrez».

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—¿Qué has dicho?—Nada —responde, apartando la

vista.—Algo sobre el ajedrez.—Ajedrez, ajedrez, ajedrez. Ajedrez

en los sesos. Siento que el ajebol no seatan superemocionante como el ajedrez.

Se mete la caja bajo el brazo y sedirige a la puerta hecho una furia. Undisparo de despedida, antes demarcharse:

—Creía que serviría para animarteun poco, nada más. Gracias. No tenemospor qué volver a jugar.

—¿Estás enfadado conmigo?—Yo le di una oportunidad al

ajedrez, ¿no? Y no me viste quejarme.

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—No se la diste. Y si lo hiciste. Unmontón.

—Tú piénsatelo.—¿Que me piense el qué?—¡Tú piénsatelo! —me grita desde

el otro lado del cuarto.Cierra de un portazo. Estoy sin

aliento, temblorosa, y no tengo ni ideadel porqué.

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Tengo la disculpa preparada cuando seabre la puerta por la noche. Cuanto máslo pienso con mi mente nublada por lafiebre, más me siento como la matona deplaya que destroza a patadas el castillode arena de un niño.

—Oye, Navaja, lo…Se me queda la boca abierta: la

bandeja la trae un desconocido, un crío

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de unos doce o trece años.—¿Dónde está Navaja? —pregunto.

Bueno, más bien exijo saber.—No lo sé —grazna el crío—. A mí

me han dado la bandeja y me hanordenado que la trajera.

—Que la trajeras —repito como unatonta.

—Sí, que la trajera. Que trajera labandeja.

Navaja ya no está a cargo de Hacha.A lo mejor el ajebol va contra lasnormas. A lo mejor Vosch se hamosqueado porque dos críos se hancomportado como críos durante un parde horas. La desesperación es adictivatanto para el que la observa como para

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el que la experimenta.O puede que sea Navaja el que está

mosqueado. A lo mejor ha pedido que loreasignaran, ha cogido su ajebol y se haido a casa.

No duermo bien por la noche, si esque se puede llamar noche a esteconstante brillo estéril. Se me dispara lafiebre a treinta y nueve y medio, y misistema inmunitario lanza su últimoataque desesperado a las matrices. Veolos borrosos números verdes delmonitor subiendo poco a poco. Mesumerjo en un sopor semidelirante.

«¡Zorra! Lárgate. Sabes por qué lollaman béisbol, ¿no? ¡Al fondo delcampo central! He acabado. Cuídate

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sola».La plata mugrienta que da vueltas

entre los dedos de Navaja. «Al fondodel campo central. Al fondo». Bajahacia el tablero a cámara lenta, losjardineros suben, el segunda base y elshortstop retroceden, el de la izquierdava a la derecha. «¡Hit flojo en la lineade primera base!». El jardinero subecorriendo, el base retrocede, pum.Jardineros arriba, base atrás, a laderecha. El primera base retrocede, eljardinero derecho sube, pum. Subir,retroceder, a un lado. Retroceder, subir.Pum.

Una y otra vez, «vamos a ver larepetición de la jugada», subir,

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retroceder, a un lado. Retroceder, subir.Pum.Ahora estoy completamente

despierta, mirando al techo. No. Así loveo peor. Mejor con los ojos cerrados.

El central y el izquierdo bajancorriendo. El izquierdo atraviesa al otrolado:

HEl derecho sube. El primera base

retrocede:I«Hi». Hola. Venga, vamos, es

ridículo. «Alucinas».Cuando regresé aquella noche a

nuestro campamento con el vodka, meencontré a mi padre muerto en posición

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fetal, con la cara cubierta de sangreporque se había arañado para sacarselos bichos fruto de su mente. «Zorra»,me llamó antes de que me fuera abuscarle el veneno que lo salvaría.También me llamó por otro nombre, elnombre de la mujer que nos habíaabandonado cuando yo tenía tres años.Él creía que yo era mi madre, lo queresulta irónico porque, al cumplir loscatorce años, prácticamente me convertíen su madre: lo alimentaba, le lavaba laropa, me ocupaba de la casa y measeguraba de que no cometiera ningunaestupidez catastrófica contra si mismo.Y todos los días iba a clase con miuniforme perfectamente planchado, y allí

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me llamaban la Reina Marika y decíanque yo me creía mejor que los demásporque mi padre era un artistasemifamoso, de esos genios solitarios,cuando lo cierto era que la mayor partede los días mi padre ni siquiera sabía enqué planeta estaba. Para cuando llegabaa casa de clase, él ya estaba alucinando.Y yo permitía que la gente de fuerasiguiera también con sus ilusiones. Lespermitía pensar que yo me creíasuperior, igual que le permití pensar aSullivan que tenía razón sobre mí. Noera que fomentara aquellas ilusiones,sino que las vivía. Incluso después deque el mundo se derrumbara a nuestroalrededor, me aferraba a ellas. Sin

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embargo, después de la muerte de mipadre, me dije que ya bastaba. Basta defachadas valientes, de falsas esperanzasy de fingir que todo iba bien cuandonada iba bien. Creía que fingir me hacíadura, lo llamaba ser optimista y valiente,ir con la cabeza alta o la mierda queresultara más adecuada para cadamomento. Eso no es ser dura: es laperfecta definición de ser blanda. Meavergonzaba de la enfermedad de mipadre y estaba enfadada con él, perotambién me sentía culpable. Seguí conlas mentiras hasta el final: cuando él mellamó por el nombre de mi madre, no locorregí.

Alucinaba.

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En la esquina, el ojo negro y frío dela cámara me observa.

¿Qué dijo Navaja? «¡Túpiénsatelo!».

«Pero eso no es lo único que dijiste,¿verdad? —le pregunto, devolviéndoleuna mirada inexpresiva al ojo negroinexpresivo—. Eso no es todo».

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Contengo el aliento cuando se abre lapuerta a la mañana siguiente.

Llevo toda la noche debatiéndomeentre la creencia y la duda,regodeándome en todos los aspectos dela nueva realidad.

Primera opción: Navaja no se hainventado el ajebol, igual que yo no mehe inventado el ajedrez. El juego lo creó

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Vosch por motivos demasiados turbiospara comprenderlos.

Segunda opción: Navaja, por algúnmotivo que solo conoce Navaja, hadecidido volverme loca. No solo laspersonas resistentes y con corazón depiedra habían sobrevivido a la criba dela raza humana. También un montón decapullos sádicos. Así sucede en todaslas catástrofes humanas: los cabronesson casi indestructibles.

Tercera opción: todo está en micabeza. El ajebol es un juego estúpidoinventado por un crío para que se meolvide que quizá me esté muriendo. Nohay ninguna otra explicación, nimensajes ocultos sobre un tablero de

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ajedrez. Que vea letras donde no las hayes la tendencia humana del cerebro aencontrar patrones, incluso donde no loshay.

Y contengo el aliento por otromotivo: ¿y si vuelve a aparecer el críode voz de gallo? ¿Y si Navaja novuelve, si no vuelve nunca? Existe laposibilidad real de que esté muerto. Siestaba intentando comunicarse conmigoen secreto y Vosch lo ha descubierto,seguro que para Vosch solo hay unarespuesta posible.

Dejo escapar el aire muy despacio ycon calma cuando Navaja entra en elcuarto. El pitido del monitor sube unpunto.

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—¿Qué? —pregunta, entornando losojos. Al instante capta que pasa algo.

—Hola —le digo.Mueve los ojos a la derecha y

después a la izquierda.—Hola.Dibuja la diminuta palabra en inglés

con la mirada, muy despacio, como siquisiera asegurarse de que no está conuna lunática.

—¿Hambre?—La verdad es que no —respondo,

negando con la cabeza.—Deberías intentar comerte esto. Te

pareces a mi prima Stacey, que eraadicta a la metanfetamina. Bueno, no esque parezcas literalmente una adicta a la

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meta, pero… —Se pone rojo—. Yasabes, como si algo te comiera pordentro.

Pulsa el botón de al lado de la cama.Subo.

—¿Sabes a qué soy adicto yo? A lasgominolas con picapica. Las deframbuesa. Las de limón no me gustantanto. Tengo un alijo. Te traeré unascuantas, si quieres.

Deja la bandeja frente a mí: huevosrevueltos fríos, patatas fritas, una cosaennegrecida y con corteza que tal vezsea beicon o tal vez no. Se me revuelveel estómago. Lo miro.

—Prueba los huevos —me sugiere—. Son frescos. De granja, orgánicos,

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sin productos químicos. Se crían aquí,en el campo. Las gallinas, no los huevos.

Ojos oscuros, intensos, y esamisteriosa sonrisa beatífica. ¿Qué haquerido decir su reacción cuando lo hesaludado? ¿Le ha sorprendido que leofreciera un saludo medio humano o leha sorprendido que hubiese averiguadoel verdadero propósito del ajebol? ¿Ono se ha sorprendido en absoluto y estoybuscando pistas donde no las hay?

—No veo la caja.—¿Qué caja? Ah. Era un juego

estúpido. —Aparta la vista y se dice envoz baja—: Echo de menos el béisbol.

Guarda silencio un par de minutosmientras yo muevo los huevos fríos por

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el plato. «Echo de menos el béisbol».Una pérdida tan grande como eluniverso en una sola frase.

—No, me gustaba —le digo—. Eradivertido.

—¿De verdad?Una mirada: «¿Lo dices en serio?».

No sabe que digo las cosas en serio un99,99999 por ciento de las veces.

—Pues no parecías demasiadoentusiasmada la otra vez —añade.

—Supongo que no me siento muybien últimamente.

Se ríe y después parecesorprenderse ante su reacción.

—Vale. Bueno, me la he dejado enmi cuarto. La traeré otro día, si nadie me

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la roba.La conversación se aleja del juego.

Averiguo que Navaja era el máspequeño de cinco hermanos, que crecióen Ann Arbor, donde su padre trabajabade electricista y su madre debibliotecaria en una escuela, que jugabaal béisbol y al fútbol, y que le encantabael equipo de fútbol americano deMichigan. Hasta los doce años, sumayor ambición era ser el quarterbackprincipal de los Wolverines. Pero sehizo alto, no grande, y el béisbol seconvirtió en su pasión.

—Mi madre quería que fuesemédico o abogado, pero el viejopensaba que no era lo bastante listo…

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—Espera: ¿tu padre creía que noeras listo?

—Lo bastante listo. Hay unadiferencia. —Defendiendo a su padrehasta después de muerto. La gentemuere; el amor permanece—. Queríaque fuese electricista, como él. Mi padreera un tipo importante en el sindicato,presidente de su rama local, esas cosas.Esa era la verdadera razón por la que noquería que fuese abogado. «Trajeados»,los llamaba.

—Tenía un problema con laautoridad.

—«Sé tu propio jefe», me decíasiempre. «No seas el que trabaja para eljefe». —Arrastra los pies, avergonzado,

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como si estuviera hablando demasiado—. ¿Y tu viejo?

—Era un artista.—Qué guay.—También era un borracho. Bebía

más que pintaba.Aunque no siempre. Fotografías

amarillentas de exposiciones, colgadasen marcos polvorientos; estudiantes quedaban vueltas por su estudio limpiandolos pinceles, nerviosos; y el silencioreverencial que se hacía cuando entrabaen una habitación abarrotada.

—¿Qué clase de mierda pintaba? —pregunta Navaja.

—Sobre todo, eso, mierda.Aunque no siempre. No cuando era

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más joven, yo era pequeña y la manoque sostenía la mía estaba manchada delos colores del arcoíris.

Se ríe.—Qué forma tienes de bromear.

Como si ni siquiera supieras quebromeas, y eso que eres tú la que lodice.

—No bromeaba —respondo,sacudiendo la cabeza.

—A lo mejor por eso no lo sabes —dice, asintiendo.

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Después de la cena que no me como, delas bromas forzadas y de los minúsculossilencios incómodos entre una frase yotra; después de que el tablero salga dela caja de madera, de que coloque laspiezas, de que lancemos la moneda paraver quién es el equipo anfitrión y de queél gane; después de decirle que creo quepuedo manejar mi propio equipo y de

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que él sonría: «Sí, claro, vamos, nena»;después de que él se siente a mi lado alborde de la cama; después de semanasde aprender a olvidar mi ira y abrazar elvacío huracanado; después de años delevantar muros alrededor del dolor, lapérdida y la sensación de que nuncavolveré a sentir nada; después de perdera mi padre, a Tacita, a Zombi, deperderlo todo salvo este vacíohuracanado que no es nada, nada enabsoluto, digo la palabra en silencio:

«HI».Navaja asiente con la cabeza.—Sí.Da un golpecito en la manta y lo noto

contra el muslo: toc.

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—No está mal, aunque mola máscuando lo haces a cámara lenta.

Me lo demuestra.—¿Lo pillas ahora? —pregunta.—Si insistes —respondo,

suspirando—. Sí. —Doy un golpecito enla baranda—. Bueno, si te soy sincera,la verdad es que no le veo ningúnsentido.

—¿No?Toc, toc en la manta.—No.Toc, toc en la baranda.Tarda casi veinte minutos en dibujar

la siguiente palabra:«AYUDA».Toc.

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—¿Te he contado alguna vez lo demi trabajo de verano antes de quedejaran de existir los trabajos deverano? —pregunta—. Lavaba perros.¿Lo peor del trabajo? Exprimir lasglándulas anales…

Está en racha. Cuatro carreras y niun solo out.

«CÓMO».No obtendré respuesta hasta dentro

de otros cuarenta minutos. Estoy un pococansada y más que un poco frustrada. Escomo mandar mensajitos a alguien queestá a mil kilómetros de distanciautilizando corredores con una solapierna. El tiempo se ralentiza; losacontecimientos se aceleran.

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«PLN».No sé qué significa eso. Lo miro,

pero él está mirando el tablero,colocando en su sitio las piezas,hablando, llenando los silenciosdiminutos, abarrotando el espacio vacíocon su cháchara.

—Así es como lo llamaban:exprimirlas —dice, todavía hablando delos perros—. Enjuagar, lavar, secar,exprimir, repetir. Un aburrimiento.

Y el ojo negro, frío y constante de lacámara, mirándonos.

—No he entendido la última jugada—le digo.

—El ajebol no es un juego estúpido,como el ajedrez —me explica con

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paciencia—. Tiene sus complejidades.Complejidades. Para ganar necesitas unplan.

—Y ese eres tú, ¿no? Un tío con unplan.

—Exacto, ese soy yo.Toc.

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Llevaba varios días sin ver a Vosch. Esocambia a la mañana siguiente.

—Venga, vamos a oírlo —le dice aClaire, que está al lado del señor BataBlanca con cara de estudiante desecundaria a la que han llevado aldespacho del director por meterse conun crío escuchimizado.

—Ha perdido tres kilos y medio, y

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un veinte por ciento de masa muscular.Está con Diovan para la tensión alta,Phenergan para las náuseas, amoxicilinay estreptomicina para apaciguar susistema linfático, pero seguimospeleando con la fiebre —informa Claire.

—¿«Peleando con la fiebre»?Claire aparta la vista.—La buena noticia es que el hígado

y los riñones siguen funcionando connormalidad. Un poco de líquido en lospulmones, pero estamos…

Vosch le hace un gesto para que secalle y se acerca a mi cama. Susbrillantes ojos de pájaro relucen.

—¿Quieres vivir?—Sí —respondo sin dudar.

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—¿Por qué?Por algún motivo, la pregunta me

pilla por sorpresa.—No lo entiendo.—No puedes vencernos. Nadie

puede. Ni siquiera si hubieseis contadocon siete veces siete mil millones depersonas cuando empezó todo. El mundoes un reloj y el reloj ha llegado a suúltimo segundo. ¿Por qué quieres seguirviviendo?

—No quiero salvar el mundo —respondo—. Solo espero tener laoportunidad de matarte.

No le cambia la expresión, aunquelos ojos le brillan y le bailan. «Teconozco —dicen—. Te conozco».

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—Esperanza —susurra—. Sí. —Asiente: está satisfecho conmigo—.Esperanza, Marika. Aférrate a tuesperanza. —Se vuelve hacia Claire y elseñor Bata Blanca—. Quitadle lamedicación.

El rostro del señor Bata Blanca setorna del color de su uniforme. Claireempieza a quejarse, pero después apañala mirada. Vosch se vuelve de nuevohacia mí.

—¿Cuál es la respuesta? —exigesaber—. No es la ira. ¿Qué es?

—La indiferencia.—Prueba otra vez.—El desapego.—Otra vez.

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—La esperanza. La desesperación.El amor. El odio. La rabia. La pena. —Estoy temblando: debe de estarsubiéndome la fiebre—. No lo sé, no losé, no lo sé.

—Mejor —responde.

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Esa noche, la cosa se pone tan mal queapenas consigo aguantar cuatro inningsdel ajebol.

«XMEDS».—Corre el rumor de que te han

quitado la medicación —dice Navaja,sacudiendo la moneda dentro de su puñocerrado—. ¿Es verdad?

—Lo único que queda en mi gotero

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es suero para que los riñones no dejende funcionar.

Echa un vistazo a mis signos vitalesen el monitor. Frunce el ceño. CuandoNavaja frunce el ceño, me recuerda a unniño que se ha dado un golpe en un dedodel pie y se cree demasiado grande parallorar.

—Así que te estarás poniendo mejor,¿no?

—Supongo. —Dos golpes en labaranda.

—Vale —suspira—. Mi reina sube.Cuidado.

La espalda me da un tirón. Se menubla la vista. Me tumbo de lado yvomito el contenido del estómago, lo

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poco que hay dentro, en las baldosasblancas. Navaja se levanta de un salto,tirando el tablero, y deja escapar ungrito de asco.

—¡Eh! —grita. No a mí, sino al ojonegro que tenemos por encima—. ¡Eh,un poquito de ayuda por aquí!

No llega ayuda. Mira al monitor,luego me mira a mí y dice:

—No sé qué hacer.—Estoy bien.—Claro. Estás bien, ¡estás

perfectamente!Se acerca al fregadero, moja una

toalla limpia y me la pone en la frente.—¡Y una mierda! —exclama—. ¿Por

qué te han quitado la medicación?

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—¿Por qué no?Estoy intentando no volver a

vomitar.—Bueno, no lo sé. A lo mejor

porque te vas a morir sin las medicinas—responde, mirando con rabia a lacámara.

—A lo mejor deberías pasarme esecontenedor.

Me limpia el vómito de la barbilla,vuelve a doblar el trapo, agarra elcontenedor y me lo pone en el regazo.

—Navaja.—¿Sí?—Por favor, no vuelvas a ponerme

eso en la cara.—¿Cómo? Ah, mierda. Sí. Espera.

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Coge una toalla limpia y la moja enel grifo. Le tiemblan las manos.

—¿Sabes lo que pasa? Yo sí. ¿Porqué no lo he pensado antes? ¿Por qué nolo has pensado tú? La medicación debede estar interfiriendo en tu sistema.

—¿Qué sistema?—El doce, el que te han inyectado,

Sherlock. El nodo y sus cuarenta milamiguitos, los que tienen quesobrecargar los otros once. —Me ponela toalla húmeda en la frente—. Tienesfrío. ¿Quieres que vaya a por otramanta?

—No, estoy ardiendo.—Es una guerra —dice, y se da un

golpecito en el pecho—. Aquí. Tienes

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que declarar una tregua, Hacha.Sacudo la cabeza.—No habrá paz.Él asiente y me aprieta la muñeca

debajo de la fina manta. Se agacha en elsuelo para recoger todas las piezas deajedrez caídas. Suelta una palabrotacuando no encuentra la moneda. Decideque no puede dejar el vómito en elsuelo.

Coge la toalla sucia que ha usadopara limpiarme la barbilla y friega elsuelo a gatas. Sigue soltando palabrotascuando se abre la puerta y entra Claire.

—¡Muy oportuna! —le ladra Navaja—. Oye, al menos podríais darle elsuero antipotas.

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Claire hace un gesto con la cabezahacia la puerta.

—Sal —ordena, y señala la caja—.Y llévate eso.

Navaja la mira con rabia, peroobedece. Vuelvo a ver la fuerzacontenida detrás de sus faccionesangelicales. «Cuidado, Navaja. Esa noes la respuesta».

Entonces nos quedamos a solas yClaire observa el monitor en silenciodurante un largo momento.

—¿Antes estabas diciendo laverdad? —me pregunta—. ¿Que quieresvivir para poder matar al comandanteVosch? Te creía más lista —añade conla voz de una madre que regaña a un

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niño muy pequeño.—Tienes razón, no disfrutaré de esa

posibilidad. Pero sí de la oportunidadde matarte a ti.

—¿A mí? —pregunta, sorprendida—. ¿Por qué ibas a querer matarme amí? —Como no respondo, añade—: Nocreo que sobrevivas a esta noche.

Asiento.—Y a ti no te queda ni un mes de

vida.Se ríe. El sonido de su risa me sube

la bilis a la garganta. Arde. Arde.—¿Qué vas a hacer? —pregunta en

voz baja mientras me quita la toalla dela frente—. ¿Ahogarme con esto?

—No. Voy a derribar al guardia

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aplastándole la cabeza con un objetopesado y después le quitaré el arma y tedispararé en la cara.

Se ríe durante toda mi explicación.—Bueno, pues que tengas buena

suerte.—No será cuestión de suerte.

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Al final resulta que Claire seequivocaba con su predicción de que yono llegaría viva a la mañana siguiente.

Casi un mes después, según miscálculos de tres comidas al día, sigoaquí.

No recuerdo mucho. En algúnmomento me desconectaron de laintravenosa y del monitor, y el silencio

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que cayó sobre mí después del pitidoconstante fue tan clamoroso que habríapodido sacudir montañas. La únicapersona a la que he visto durante todoeste tiempo es a Navaja. Ahora es micuidador a tiempo completo. Mealimenta, vacía el orinal, me lava la caray las manos, me vuelve para que no mesalgan llagas, juega al ajebol durante lashoras en las que no deliro y habla sinparar. Habla de todo, lo que es igual quedecir que no habla de nada. Su familiamuerta; sus amigos muertos; suscompañeros de pelotón; el trabajosoporífero del campo militar eninvierno; las peleas surgidas delaburrimiento, la fatiga y el miedo (pero,

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sobre todo, del miedo); los rumores deque, cuando llegue la primavera, losinfestados lanzarán una gran ofensiva, unúltimo intento desesperado por eliminardel mundo el ruido humano, ruido en elque Navaja desempeña una parte muyactiva. Habla, habla y habla. Su novia sellamaba Olivia y tenía la piel oscuracomo un río turbio, tocaba el clarineteen la banda del instituto y quería sermédico. Odiaba al padre de Navajaporque el hombre no creía que Navajapudiera llegar a ser médico. Deja caerque se llama Alex, como el jugador AlexRodríguez, y que su sargento instructorlo apodó Navaja no porque sea delgado,sino porque se cortó afeitándose una

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mañana. «Tengo una piel muy sensible».Habla sin hacer puntos ni comas, sinpárrafos, o, para ser más precisos, sudiscurso es como un largo párrafo sinmárgenes.

Solo se calla una vez después decasi un mes de diarrea verbal. Me estácontando que quedó el primero en laferia de las ciencias del quinto cursocon su proyecto para convertir unapatata en una batería cuando se para enmedio de una frase. Su silencio chirría,como la calma después de que sederrumbe un edificio.

—¿Qué es eso? —me pregunta,mirándome fijamente a la cara, y no haynadie que mire más fijamente que

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Navaja, ni siquiera Vosch.—Nada —respondo, apartando la

cara.—¿Estás llorando, Hacha?—Me pican los ojos.—No.—No me digas que no, Navaja. Yo

no lloro.—Y una mierda.Un golpe en la manta.Dos golpes en la baranda.—¿Funcionó? —le pregunto,

volviéndome de nuevo hacia él. ¿Quémás da que me vea llorar?—. La bateríade patata.

—Claro que sí. Es ciencia. Nuncadudes de que funciona. Si lo planeas

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todo, si sigues los pasos, no puede salirmal.

Me aprieta la mano por encima de lamanta: «No tengas miedo. Todo estápreparado. No te decepcionaré».

De todos modos, es demasiado tardepara echarse atrás: desvía la miradahacia la bandeja de comida que estájunto a la cama.

—Esta noche te has comido todo elpudín. ¿Sabes cómo hacen el pudin dechocolate sin chocolate? Mejor que nolo sepas.

—A ver si lo adivino: con Ex-Lax.—¿Qué es Ex-Lax?—¿En serio? ¿No lo sabes?—Bueno, siento mucho no saber lo

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que es ese Ex-Lax que no le importa anadie.

—Es un laxante con sabor achocolate.

—Eso es asqueroso —dice,haciendo una mueca.

—Esa es la idea.—¿La idea? —pregunta, sonriendo

—. Dios mío, ¿acabas de hacer unchiste?

—¿Cómo voy a saberlo? Túprométeme que no han metido Ex-Lax enmi pudin.

—Prometido.Un golpe.Aguanto unas cuantas horas después

de que se vaya, hasta mucho después de

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que se apaguen las luces en el resto delcampo, en el profundo corazón de lanoche invernal, antes de que la presiónresulte insoportable. Y entonces, cuandoya no lo soporto más, empiezo a gritarpidiendo ayuda, haciendo gestos a lacámara y rodando para apretar el pechocontra la fría barandilla metálicamientras pego puñetazos de frustración yrabia en la almohada. Sigo así hasta quese abre de golpe la puerta y por ellaentra Claire, seguida muy de cerca porun recluta que parece un oso enorme yque se tapa de inmediato la nariz conuna mano.

—¿Qué ha pasado? —preguntaClaire, aunque el olor debería haberle

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contado todo lo que necesita saber.—¡Mierda! —balbucea el recluta

bajo su mano.—Exacto —jadeo.—Genial, es genial —dice Claire,

que tira la manta y la sábana al suelo yle hace un gesto al recluta para que laayude—. Buen trabajo, señorita. Esperoque estés orgullosa.

—Todavía no —gimoteo.—¿Qué haces? —le grita Claire al

recluta, perdida ya su voz suave, al igualque la mirada amable—. Ayúdame conesto.

—¿Que la ayude con qué, señora?Tiene la nariz plana, los ojos muy

pequeños y una frente que sobresale por

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el centro. La barriga le cuelga porencima del cinturón y los pantalones quellevan le quedan cortos por un par decentímetros. Es enorme; pesa unoscincuenta kilos más que yo.

No importa.—Levanta —me ordena Claire—.

Vamos, baja las piernas.Me sujeta por un brazo, mientras el

recluta extragrande lo hace por el otro, yjuntos me sacan de la cama. La caraaplastada del recluta se retuerce deasco.

—Ay, Dios mío, ¡está por todaspartes! —gime en voz baja.

—Creo que no puedo andar —ledigo a Claire.

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—Pues tendrás que arrastrarte —meespeta ella—. Debería dejarte así; esuna metáfora perfecta.

Me llevan dos puertas más abajo yme meten en la habitación de la ducha.El recluta grandote tose y tiene arcadas,Claire no deja de quejarse mientras, yyo me disculpo mientras me quita elmono y se lo lanza al reclutaextragrande, a quien ordena que esperefuera.

—No te apoyes en mí, apóyate en lapared —me dice, con voz seca.

Se me doblan las rodillas. Mecuelgo de las cortinas de la ducha parano caerme; llevo un mes sin utilizar laspiernas.

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Mientras me sujeta por el brazoizquierdo, Claire me mete debajo delagua y dobla el cuerpo a la altura de lacintura para no mojarse. El chorro estáhelado: no se ha molestado en ajustar latemperatura. El bofetón del agua fríacontra el cuerpo es como una alarma quese dispara y me saca de mi largahibernación. Levanto una mano, meagarro a la tubería de la ducha que salede la pared y le digo a Claire que creoque ya estoy, que me parece que puedomantenerme en pie: que puede soltarme.

—¿Estás segura? —pregunta, sindejarme.

—Bastante.Tiro de la tubería hacia abajo con

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todas mis fuerzas. La tubería se rompeen la junta produciendo un chirridometálico y el agua fría sale de golpe conun rugido viscoso. Levanto el brazoizquierdo, escurriéndome entre losdedos de Claire, la sujeto por la muñecay giro el cuerpo hacia ella, rotando lascaderas para maximizar el golpe;después, le clavo en el cuello el bordedentado de la tubería rota.

No estaba segura de si lograríaromper una tubería con las manos, perosí que tenía fundadas sospechas.

Me han mejorado.

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Claire retrocede tambaleándose,sangrando por la herida de cincocentímetros de diámetro del cuello. Elhecho de que no se haya caído no mesorprende, ya que imaginaba que a ellatambién la habrían mejorado. Sinembargo, esperaba tener suerte yperforarle la carótida. Ella se mete lamano en el bolsillo de la bata para coger

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el interruptor asesino. Me lo esperaba.Lanzo lejos la tubería rota, me agarro ala barra de la ducha que está atornilladaa la pared, la arranco de las abrazaderasy le doy un golpe en la cabeza con elextremo.

El impacto apenas la mueve. En unmilisegundo, demasiado deprisa paraque me dé tiempo a captar elmovimiento con la mirada, tiene elextremo de la barra en las manos. Lasuelto en medio milisegundo, así que,cuando tira, ya no hay nada que sujete elotro extremo. Retrocede dando tumboshasta chocar contra la pared con tantafuerza como para romper los azulejos.Me abalanzo sobre ella. Intenta

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golpearme en la cabeza con la barra,pero también me lo esperaba; de hecho,contaba con ello mientras ensayaba laescena en las mil horas de silencio, bajola luz constante.

Agarro el otro extremo de la barracuando baja hacia mi, primero con laderecha, después con la izquierda, lasmanos separadas a la altura de loshombros, y le empujo la barra hacia elcuello, abriendo las piernas paramantener el equilibrio y conseguir elimpulso necesario para aplastarle latráquea.

Nuestras caras están a pocoscentímetros de distancia. Estoy tan cercaque huelo el aliento de cianuro que le

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sale poco a poco de entre los labiosentreabiertos.

Tiene las manos a ambos lados delas mías y empuja hacia atrás mientrasyo empujo hacia delante. El sueloresbala; yo estoy descalza, pero ella no;voy a perder la ventaja antes de que sedesmaye. Tengo que derribarla deprisa.

Acerco el pie al interior de sutobillo y le doy una patada. Perfecto:cae al suelo y caigo sobre ella.

Aterriza de espaldas. Yo, sobre suestómago. Le sujeto el tronco con lasrodillas y le estrello la barra contra elcuello.

Entonces se abre la puerta quetenemos detrás y entra el recluta

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extragrande arrastrando los pies, con elarma preparada, gritando incoherencias.Tres minutos y la luz empieza a apagarseen los ojos de Claire, aunque no se haido del todo, y sé que tengo que correrun riesgo. No me gustan los riesgos,nunca me han gustado; solo he aprendidoa aceptarlos. Algunas cosas se puedenelegir, pero otras no, como el soldadodel crucifijo de Sullivan, como Tacita,como volver a por Zombi y a por Frijolporque no volver significaba que yanada valía nada, ni la vida, ni el tiempo,ni las promesas.

Y tengo que cumplir una promesa.El arma del recluta. El sistema

número 12 la ubica, y miles de robots

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microscópicos se ponen a trabajar:mejoran los músculos, tendones ynervios en las manos, pero también losojos y el cerebro para neutralizar laamenaza. En un microsegundo, elobjetivo está identificado, lainformación está procesada y el métodose ha determinado.

El recluta no tiene tiempo ni pararezar.

El ataque se produce demasiadodeprisa para que su cerebro lo procese.Dudo que llegue a ver siquiera la barrade la cortina que desciende hacia sumano. El arma sale volando por elcuarto. Él corre hacia un lado (a por elarma), mientras yo corro hacia el otro (a

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por el váter).La tapa de la cisterna es de cerámica

sólida. Y pesa. Podría matarlo; no lohago. Sin embargo, le doy un porrazo enla cabeza lo bastante fuerte como paradejarlo noqueado un buen rato.

El recluta extragrande cae. Claire selevanta. Le lanzo la tapa a la cabeza.Ella alza un brazo para protegerse delproyectil. Mi oído mejorado capta elruido de un hueso al romperse con elgolpe. El dispositivo plateado de lamano se le cae al suelo. Corre arecogerlo mientras yo doy un pasoadelante. Le piso la mano estirada y, conel otro pie, le doy una patada aldispositivo y lo mando a la otra punta

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del cuarto.Hecho.Y ella lo sabe. Mira más allá del

cañón de la pistola con la que le apuntoa la cara (más allá del diminuto agujerolleno de una nada inmensa), me mira alos ojos. Su mirada vuelve a ser amabley su voz, suave; la muy zorra.

—Marika…No. Marika era lenta, débil,

sentimental y tonta. Marika era unaniñita que se aferraba a dedos arcoíris,que contemplaba impotente el paso deltiempo, que hacía equilibrios sobre elfilo de una navaja suspendido sobre elabismo insondable, expuesta detrás delos muros de su fortaleza por culpa de

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las promesas que nunca podría cumplir.Pero yo cumpliré su última promesa aClaire, la bestia que la ha desnudado yla ha bautizado en el agua fría que siguesaliendo con furia de la ducha rota.Cumpliré la promesa de Marika. Marikaestá muerta y yo cumpliré su promesa.

—Me llamo Hacha.Y aprieto el gatillo.

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El recluta debería tener un cuchillo. Esla equipación estándar para todos losreclutas. Me arrodillo junto a su cuerpoinconsciente, saco el cuchillo de lavaina y, con cuidado, le arranco lacápsula implantada cerca de la médulaespinal, en la base del cráneo. Me lameto entre la mejilla y las encías.

Ahora, la mía. No siento dolor al

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extraerla, y solo brotan unas gotas desangre de la incisión. Robots paramitigar las sensaciones. Robots parareparar el daño. Por eso no ha muertoClaire cuando le he clavado una tuberíarota en el cuello y por eso, después delderrame inicial, la sangre ha dejado desalir muy deprisa.

Y por eso ni siquiera me falta elaliento, a pesar de que llevo seissemanas tumbada boca arriba comiendomuy poco y de que acabo de sometermea una intensa actividad física.

Introduzco la diminuta cápsula en elcuello del recluta. «Sígueme ahora,comandante tonto del culo».

Un uniforme nuevo de la pila que

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hay bajo el fregadero. Zapatos: Clairetiene los pies demasiado pequeños: y elrecluta, demasiado grandes. Mepreocuparé por los zapatos después. Sinembargo, puede que me resulte útil lachaqueta de cuero del grandullón. Mecuelga como un saco, pero me gusta lode tener espacio adicional en lasmangas.

Se me olvida algo. Miro a mialrededor: el interruptor, eso es. Lapantalla se cascó en la melé, pero eldispositivo sigue funcionando. Unnúmero brilla por encima del botónverde que parpadea. Mi número. Paso elpulgar por encima de la pantalla y estase llena de números, cientos de

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secuencias que representan a cada unode los reclutas de la base. Lo paso denuevo para regresar a mi número, lotoco y aparece un mapa en el que se vela ubicación exacta de mi implante.Hago zoom y la pantalla se llena dediminutos puntos verdes relucientes: laubicación de todos los soldados de labase que llevan implantes. Bingo.

Y jaque mate. Con una pasada delpulgar y un toquecito con el dedo puedomarcar todos los números. El botón delpie de la pantalla se encenderá. Unúltimo toque y neutralizaré a todos ycada uno de los reclutas; se acabó.Podría salir de aquí paseando.

Podría… si fuera capaz de pasar por

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encima de cientos de cadáveres de sereshumanos inocentes, de niños que son tanvíctimas como yo, cuyo único delito hasido el de conservar la esperanza. Si elpecado se paga con la muerte, entoncesahora la virtud es un vicio: un niñoindefenso y hambriento se pierde en uncampo de trigo y le dan refugio. Unsoldado herido grita pidiendo ayudadesde detrás de una hilera derefrigeradores de cerveza. Una niñarecibe un disparo por error y la entregana sus enemigos para salvarla.

Y no sé qué es más inhumano: losseres alienígenas que han creado estenuevo mundo o el ser humano que sepregunta, aunque solo sea por un

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segundo, si debe pulsar el botón verde.Tres grupos grandes de puntos

inmóviles flotan a la derecha de lapantalla: los que están dormidos. Unadocena de individuos aislados en laperiferia: centinelas. Dos en el centro:el mío, en el cuello del reclutaextragrande; el suyo, en mi boca. Otrostres o cuatro muy cerca, en la mismaplanta: los enfermos y los heridos. Unaplanta más abajo, la UCI, donde solobrilla un punto verde. Así que:barracones, puestos de vigilancia,hospital. Un par de puntos de loscentinelas controlan el edificio delpolvorín. No me costará averiguarquiénes son. Lo sabré en unos minutos.

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«Vamos, Navaja, vamos. Me quedauna promesa por cumplir».

Me quedo mirando el chorro de aguaque mana de la tubería rota.

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—¿Tú rezas? —me preguntó Navajadespués de una agotadora noche deajebol, mientras él guardaba el tablero ylas piezas.

Negué con la cabeza.—¿Y tú?—Claro que sí —respondió,

asintiendo para enfatizar la afirmación—. No hay ateos en las trincheras.

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—Mi padre lo era.—¿Una trinchera?—Un ateo.—Ya lo sé, Hacha.—¿Cómo sabías que mi padre era

ateo?—No lo sabía.—Entonces ¿por qué me has

preguntado si era una trinchera?—No lo he hecho, estaba de… —

Sonrió—. Ah, ya lo pillo, ya sé lo quehaces. Lo que me inquieta es por qué lohaces. Como si no intentaras sergraciosa, sino demostrar lo superior queeres. O que crees ser. Pues ni una cosani la otra. Ni graciosa ni superior. ¿Porqué no rezas?

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—No me gusta poner a Dios en uncompromiso.

Navaja cogió la reina y le examinóla cara.

—¿Alguna vez la has observado?Esta cabrona da un miedo que te cagas.

—A mí me parece majestuosa.—Se parece a mi maestra de

tercero: mucho bigote y poca colonia.—¿Qué?—Ya sabes, más tío que tía.—Yo la veo feroz. Una reina

guerrera.—¿A mi maestra de tercero? —Me

examinó, esperando, esperando—. Losiento, ya he probado antes con esabroma y fue un fracaso absoluto. —

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Colocó la pieza en la caja—. Mi abuelapertenecía a un grupo de oración. ¿Sabeslo que es?

—Sí.—¿En serio? Creía que eras atea.—Mi padre era ateo. ¿Y es que un

ateo no puede saber lo que es un grupode oración? La gente religiosa sabe loque es la evolución.

—Ya sé lo que es, lo tengo —respondió, pensativo, con aquellos ojososcuros y penetrantes todavía fijos en mirostro—. Tenías cinco o seis años y unpariente comentó de forma muy positivaque eras una niñita muy seria, así que,desde entonces, crees que la seriedad esalgo atractivo.

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—¿Qué pasó en el grupo de oración?—pregunté para intentar que volviera algrano.

—¡Ja! ¡Así que no sabes lo que es!Dejó la caja en la mesa y arrastró el

culo por la cama para sentarse másadentro, hasta tocarme un muslo. Apartéla pierna. Con sutileza, esperaba.

—Te contaré lo que pasó. El perrode mi abuela se puso enfermo. Era unode esos perros de bolsillo que muerdena todo el mundo y viven unos veinticincoaños sin dejar de pegarle mordiscos a lagente. Total, que su petición tenía quever con que Dios salvara a aquel perritomalvado para que pudiera seguirmordiendo a todo el mundo. Y la mitad

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de las ancianas señoras de su grupoestuvieron de acuerdo, aunque la otramitad no, no acabo de entender por qué;en fin, un Dios al que no le gusten losperros no podría ser Dios, ¿no? Bueno,el caso es que se montó un gran debatesobre malgastar oraciones, si es que lasoraciones se pueden malgastar, y al finalacabaron discutiendo sobre elHolocausto. Así que, en cinco minutos,el tema pasó de un viejo perritocascarrabias al Holocausto.

—Y ¿qué ocurrió? ¿Rezaron por elperro?

—No, rezaron por las almas delHolocausto. El perro murió al díasiguiente. —Entonces se puso a asentir,

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pensativo—. Mi abuela rezó por él.Todas las noches. Nos pidió a todos losnietos que rezáramos también. Así querecé por aquel perro odioso que meaterrorizaba y que me hizo esto. —Pusouna pierna sobre la cama y se levantó lapernera para enseñarme la pantorrilla—.¿Ves la cicatriz?

—No.—Bueno, pues ahí está. —Se bajó la

pernera, aunque dejó el pie en la cama—. Así que, después de que muriera, ledije a la abuela: «He rezado mucho,pero Flubby se ha muerto de todosmodos. ¿Es que Dios me odia?».

—¿Qué respondió ella?—Un rollo sobre que Dios quería

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que Flubby subiera con él al cielo, loque era algo que mi cerebro de seis añosno podía procesar. ¿Había perritoscascarrabias en el cielo? ¿No se suponíaque el cielo era un lugar agradable? Eltema me preocupó durante bastantetiempo. Vamos, que cada noche,mientras rezaba, no dejaba depreguntarme si de verdad quería ir alcielo y pasar la eternidad con Flubby.Así que decidí que tenía que estar en elinfierno. De lo contrario, la teología nose sostiene.

Se rodeó con los brazos la rodillalevantada, apoyó en ella la barbilla y sequedó mirando al vacío. Habíaregresado a una época en que las

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preguntas de un niño sobre lasoraciones, Dios y el cielo todavíaimportaban.

—Una vez rompí una taza —siguiócontando—. Estaba jugando en elarmario de la porcelana de mi madre.Era una delicada tacita que formabaparte de un juego de té de la vajilla delajuar de mi madre. No la rompí deltodo, solo se me cayó al suelo y seagrietó.

—¿El suelo?—No, el suelo, no, la ta… —Abrió

mucho los ojos, pasmado—. ¿Acabas dehacer la misma…?

Sacudí la cabeza y él me apuntó conel dedo.

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—No, no, ¡te he pillado! ¡Un instantede frivolidad de Hacha, la reinaguerrera!

—Yo bromeo sin parar.—Claro, pero son bromas tan sutiles

que solo las entiende la gente lista.—La taza —lo insté a seguir.—Bueno, pues había roto la

preciada taza de porcelana de mi madre.La puse de nuevo en el armario ycoloqué el lado agrietado mirando haciael fondo para que no lo viera, aunquesabía que era cuestión de tiempo que loencontrara, y entonces sería hombremuerto. ¿Sabes a quién recurrí en buscade ayuda?

No me costó averiguarlo. Sabía

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hacia dónde iba la historia.—A Dios.—A Dios. Recé a Dios para que

mantuviera a mi madre lejos de aquellataza. Si era posible, durante el resto desu vida. O, al menos, hasta que yo mehubiera mudado para ir a la universidad.Después recé para que curase a la taza.Es Dios, ¿no? Puede curar a la gente,¿qué era para él una diminuta tazafabricada en China? Aquella era lasolución óptima, y de eso va él, desoluciones óptimas.

—Y tu madre encontró la taza.—Ya te digo que si la encontró.—Me sorprende que sigas rezando.

Después de lo de Flubby y lo de la taza.

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—Ese no es el tema —repuso,sacudiendo la cabeza.

—Pero ¿hay un tema?—Si me dejas terminar la historia,

sí, claro que lo hay. Te lo explico:después de que encontrara la taza y antesde que yo supiera que la habíaencontrado, la sustituyó. Pidió una nuevay tiró la vieja. Una mañana de sábado(yo llevaría ya como un mes rezando),fui al armario para demostrar que elgrupo de oración se equivocaba con lode malgastar oraciones, y la vi.

—La taza nueva —dije, y él asintiócon la cabeza—. Pero no sabías que tumadre la había sustituido.

Alzó los brazos al cielo.

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—¡Es un milagro, joder! ¡Lo queestaba agrietado ya no lo está! ¡Lo rotovuelve a estar intacto! ¡Dios existe! Casime cago en los pantalones.

—La tacita se había curado —dije,despacio.

Hundió sus ojos oscuros en los míosy dejó caer la mano sobre mi rodilla. Unapretón. Después, un golpe.

«Sí».

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En el cuarto de baño, el chorro seconvierte en riachuelo, el riachuelo engoteo y el goteo en unas gotitasanémicas. El agua frena y el corazón seme acelera. La paranoia me estabaganando la partida. Una décadaesperando a que el agua se cortara: laseñal de Navaja.

El pasillo de fuera está desierto. Ya

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lo sabía gracias al dispositivo deseguimiento de Claire. También séexactamente adónde voy.

Escaleras. Un rellano más abajo.Una última promesa. Me detengo lobastante para meterme la pistola delrecluta en el bolsillo de la chaqueta.

Después salgo corriendo por lapuerta y sigo por el pasillo. Derecha alpuesto de enfermería. Directa al puesto.La enfermera se levanta de un salto.

—¡Cúbrete! —le grito—. ¡Va aestallar!

Paso de largo el mostrador y corrohacia las puertas batientes que dan alpabellón.

—¡Eh! —me grita—. ¡No puedes

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entrar ahí!«Cuando tú quieras, Navaja».Ella pulsa el botón de bloqueo de su

escritorio. Da igual. Me estrello a todavelocidad contra las puertas y destrozolas bisagras.

—¡Quieta! —me grita.Me queda todo el pasillo; no lo

conseguiré. Me han mejorado, pero nosoy más rápida que una bala. Medetengo poco a poco.

«Navaja, lo digo en serio, ahorasería un buen momento».

—¡Las manos en la cabeza! Ya —meordena, intentando recuperar el aliento—. Buen trabajo. Ahora, camina haciamí, de espaldas. Despacio. Muy

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despacio, o te juro por Dios que tedisparo.

Obedezco, retrocedo arrastrando lospies hacia el sonido de su voz. Meordena que pare. Paro. Me quedo quieta,pero los mecanismos de mi interior, no.Han fijado su posición: no me hace faltaverla para saber exactamente dóndeestá. El nodo ha enviado a los gestoresde mis sistemas muscular y nerviosopara ejecutar la directiva cuando se lespida. No tendré que pensarlo cuandollegue el momento: el nodo se encargará.

Pero no le deberé del todo mi vidaal sistema número 12: ha sido idea míacoger la chaqueta del recluta.

Y eso me recuerda:

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—Zapatos —murmuro.—¿Qué has dicho? —pregunta ella

con voz temblorosa.—Necesito zapatos. ¿Qué número

calzas?—¿Qué?La señal del nodo se dispara a la

velocidad de la luz. Mi cuerpo no semueve tan deprisa, aunque sí al doble dela velocidad que, seguramente, esnecesaria.

Meto la mano derecha en la anchamanga del recluta, donde he guardado elcuchillo de veinticinco centímetros;pivoto a la izquierda y lanzo.

Y ella cae.Le saco el cuchillo del cuello, me

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guardo de nuevo el arma ensangrentadaen la manga izquierda de la chaqueta yle miro los zapatos. Un par de zapatosblancos de enfermera con suela gruesa.Medio número más que yo, pero meservirán.

Al final del pasillo, me meto en laúltima habitación de la derecha. Estáoscuro, pero también me han mejoradolos ojos: la veo claramente en la cama,dormida profundamente. O drogada.Tengo que averiguar si es una cosa o laotra.

—¿Tacita? Soy yo, Hacha.Las densas pestañas oscuras aletean.

Ahora mismo estoy tan acelerada quejuraría que oigo el batir de los diminutos

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pelos en el aire.Susurra algo sin abrir los ojos,

demasiado bajo para un oído normal,pero los robots auditivos transmiten lainformación al nodo, que lo envía alcolículo inferior, el centro auditivo demi cerebro.

—Estás muerta.—Ya no. Y tú tampoco.

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La ventana que está junto a la cama semueve en su marco. El suelo tiembla.Una brillante luz naranja inunda lahabitación, se apaga, y después se oyeun rugido ensordecedor y una fina brumade yeso cae flotando del techo. Lasecuencia se repite. Una y otra vez.

Navaja ha dado con el polvorín.—Tacita, tenemos que irnos.

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Le meto una mano bajo la cabeza yla levanto con cuidado.

—¿Adónde?—Lo más lejos que podamos.Mientras le sujeto la parte de atrás

de la cabeza con una mano, le doy en lafrente con la almohadilla de la otra. Conla fuerza justa, ni más, ni menos. Pierdela conciencia. La saco de la cama. Otroestallido; la artillería del polvorín sigueexplotando. Rompo la ventana de unapatada. Una ráfaga de aire helado entraen la habitación. Me siento en el alféizarmirando hacia la cama, con Tacita enbrazos, contra el pecho. Mi propósitopone en alerta al nodo: estoy a dosplantas del suelo. Los refuerzos corren a

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los huesos y a los tendones de los pies,de los tobillos, de las espinillas, de lasrodillas y de la pelvis.

Nos preparamos.Me doy la vuelta al caer, como un

gato al saltar de una encimera.Aterrizamos a salvo, como un gato,salvo que a Tacita le rebota la cabezacon el impacto y me da un buen golpebajo la barbilla. Frente a nosotras estáel hospital. Detrás, el almacén de armasen llamas. Y, a la derecha, justo dondeNavaja dijo que estaría, el Dodge M882negro.

Abro la puerta, meto a Tacita en elasiento de atrás, me siento al volante ysalgo disparada por el aparcamiento,

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virando bruscamente a la izquierda paragirar al norte, hacia el campo de vuelo.Una sirena aúlla. Los focos se iluminan.Por los retrovisores veo vehículos deemergencia que salen disparados haciael polvorín. A los bomberos les va acostar apagar el fuego porque alguien hacortado el agua.

Otro giro brusco a la izquierda yahora, justo delante, están las grandessiluetas de los Blackhawks, que relucencomo los cuerpos de escarabajos negrosa la fría luz de los focos. Me aferró alvolante y respiro hondo. Esta es la partemás complicada. Si Navaja no hapodido secuestrar a un piloto, estamostodos jodidos.

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A unos cien metros, veo que alguienbaja de un salto de la bodega de uno delos helicópteros. Lleva una parka gruesay un fusil de asalto. El rostro quedatapado en parte por la capucha, peroreconocería esa sonrisa en cualquierparte.

Bajo de un salto del M882.Y Navaja dice:—Hola.—¿Dónde está el piloto? —le

pregunto.Él señala la cabina con la cabeza.—Yo tengo lo mío, ¿dónde está lo

tuyo?Saco a Tacita del camión y salto al

interior del helicóptero. Un tío que solo

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lleva puestos una camiseta verde military calzoncillos a juego está sentado traslos controles. Navaja ocupa el asientodel copiloto, a su lado.

—Arranca, teniente Bob —le ordenaNavaja al piloto, sonriendo—. Perdón,qué modales. Hacha, este es el tenienteBob. Teniente Bob, esta es Hacha.

—Esto no funcionará —dice elteniente Bob—. Nos perseguirán contodo lo que tienen.

—¿Sí? ¿Qué es esto? —preguntaNavaja, sosteniendo una masa de cableseléctricos retorcidos.

El piloto sacude la cabeza. Tienetanto frío que se le están poniendoazules los labios.

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—No lo sé.—Ni yo, pero diría que es muy

importante para que funcione bien unhelicóptero.

—No lo entiendes…Navaja se inclina sobre él; ya no

bromea. Los ojos, hundidos, le ardencomo si los iluminara por detrás lafuerza contenida que percibí desde elprincipio, y lo hacen con tal ferocidadque doy un respingo.

—Escúchame, hijo de putaalienígena, tú arranca de una vez estepuñetero cacharro si no quieres…

El piloto apoya las manos en elregazo y se queda mirando al frente.Después de conseguir un helicóptero sin

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que nos detectaran, mi mayorpreocupación era conseguir que unpiloto cooperase. Me inclino haciadelante, agarro a Bob de la muñeca y ledoblo el meñique hacia atrás.

—Te lo romperé —le prometo.—¡Adelante!Se lo rompo. Él se muerde el labio

inferior; le tiemblan las piernas: se lellenan los ojos de lágrimas. Eso nodebería ocurrir. Le palpo la nuca con losdedos y me vuelvo hacia Navaja.

—Tiene un implante, no es uno deellos.

—Sí, bueno, ¿y quién coño soisvosotros? —chilla el piloto.

Me saco el dispositivo de

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seguimiento del bolsillo. Ahí están elhospital y el polvorín rodeados de unenjambre de puntos verdes. Y otros trespuntos verdes que brillan en la pista deaterrizaje.

—Te has extraído el tuyo —le digo aNavaja.

—Y lo he dejado bajo la almohada—responde, asintiendo—. Ese era elplan. ¿O no? Mierda, Hacha, ¿no era eseel plan? —pregunta, al borde delpánico.

Dejo caer el cuchillo en la mano.—Sujétalo.Navaja lo entiende al instante:

agarra al teniente Bob por el cuello conuna llave. Bob no opone demasiada

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resistencia. Ahora me preocupa quesufra una conmoción. Si la sufre, seacabó.

No hay demasiada luz y Navaja noconsigue mantenerlo del todo quieto, asíque le digo a Bob que no se mueva si noquiere que le corte la médula espinal, loque añadiría la parálisis al problema deldedo roto. Saco la cápsula, la tiro alasfalto, le echo a Bob la cabeza haciaatrás y le susurro al oído:

—No soy el enemigo y no me hevuelto Dorothy. Soy como tú…

—Solo que mejor —concluyeNavaja. Después mira por la ventana ydice—: Oye, Hacha…

Los veo: el brillo de los faros se

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expande como un par de estrellasvolviéndose supernova.

—Vienen y, cuando lleguen, nosmatarán —le digo a Bob—. A titambién. No te creerán y seguro que tematan.

Bob se me queda mirando, con elrostro surcado por lágrimas de dolor.

—Tendrás que confiar en mí —añado.

—O te romperá otro dedo —aclaraNavaja.

Tiene la respiración temblorosa yalterada, tirita sin control, se acaricia lamano herida y la sangre que le chorreapor el cuello le está empapando lacamiseta.

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—No servirá de nada —susurra—.Nos derribarán.

Siguiendo un impulso, me inclinohacia delante y le pongo una mano en lamejilla. No retrocede. Se queda muyquieto. No entiendo por qué lo he tocadoni qué le está pasando ahora, pero sientoque algo se abre dentro de mí, como uncapullo que extiende sus delicadospétalos hacia el sol. Estoy helada. Mearde el cuello. Y el meñique de la manoderecha me palpita al ritmo del corazón.Se me saltan las lágrimas por el dolor.Su dolor.

—¡Hacha! —ladra Navaja—. ¿Quéleches haces?

Vierto calor en el hombre al que

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estoy tocando. Mitigo el fuego. Acaricioel dolor. Calmo su miedo. Surespiración vuelve a la normalidad. Sele relaja el cuerpo.

—Bob, de verdad que tenemos queirnos —le digo.

Y, dos minutos después, lo hacemos.

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Cuando ascendemos, el camión frenacon un chirrido y un hombre alto sale deél. Aunque su rostro es un compendio desombras profundas proyectadas por losfocos, mis ojos mejorados me permitenver los suyos. Brillan con la mismafrialdad que los de los cuervos delbosque, aunque los del hombre son de unazul pulido, mientras que los de los

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cuervos eran negros. Debe de ser untruco de la luz o de las sombras, peroparece esbozar una sonrisita tensa.

—No subas mucho —le ordeno aBob.

—¿Adónde vamos?—Al sur.El helicóptero se ladea; el suelo

corre hacia nosotros. Veo el polvorínardiendo, las luces giratorias de loscamiones de bomberos y a los reclutasque corren como hormigas por todaspartes. Cruzamos un río. Las aguasnegras chisporrotean con la luzderramada por los focos. Detrás denosotros, el campo es un oasis de luz enun desierto de oscuro invierno. Nos

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sumergimos en esa oscuridad y volamosun par de metros por encima de lascopas de los árboles.

Me siento al lado de Tacita, le apoyola cabeza en mi pecho y le aparto el peloa un lado. Espero que sea la última vezque tengo que hacer esto. Cuando acabo,aplasto el implante con el mango delcuchillo.

La voz de Navaja me grazna en losauriculares.

—¿Cómo va?—Está bien, creo.—¿Cómo vas tú?—Bien.—¿Heridas?—Menores. ¿Tú?

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—Perfecto, como el culito de unbebé.

Vuelvo a dejar a Tacita en el asiento,me levanto y abro compartimentos hastaque encuentro los paracaídas. Navaja nopara de hablar mientras compruebo lasunidades.

—¿Algo que quieras decirme?¿Como, no sé: «Gracias, Navaja, porsalvarme el culo y evitarme una vidaentera de servidumbre, a pesar de que tedi un puñetazo en el cuello y mecomporté, en términos generales, comouna imbécil»? ¿Algo así? Ya sabes queno ha sido precisamente un paseo por elcampo de béisbol, con el rollo de loscódigos secretos ocultos en juegos de

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mentira, el laxante en el pudin, losexplosivos, el robo de camiones y elsecuestro de pilotos con dedos para quese los pudieras romper. A lo mejor algoasí como: «Oye, Navaja, no podríahaberlo hecho sin ti. Eres la caña».Tampoco tienes que repetirlo palabrapor palabra, solo es para que captes laidea general.

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por quéhas confiado en mi?

—Por lo que dijiste aquel día sobrelos niños, lo de convertir niños enbombas. Pregunté por ahí. Antes dedarme cuenta estaba en la silla de ElPaís de las Maravillas, después mellevaron ante el comandante y él me

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machacó por algo que habías dicho tú yme ordenó que dejara de hablar contigoporque no podía ordenarme que noescuchara, y cuanto más lo pensaba, másapestaba la cosa. ¿Nos entrenan paraacabar con los infestados y despuésllenan a unos bebés de artilleríaalienígena? ¿Aquí quiénes son losbuenos? Después empecé a preguntarme:«¿Y quién soy yo aquí?». Me angustiémucho, una crisis existencial en todaregla. Pero lo que realmente me decidiófueron las matemáticas.

—¿Matemáticas?—Sí, matemáticas. ¿A los asiáticos

no se os dan tan bien las matemáticas?—No seas racista. Y soy tres cuartos

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asiática.—Tres cuartos. ¿Ves?

¿Matemáticas? No es más que unasimple suma, y no cuadra. Vale, a lomejor tuvimos suerte y conseguimosquitarles El País de las Maravillas.Hasta los alienígenas de intelectosuperior pueden cagarla, nadie esperfecto. Pero no solo les robamos ElPaís de las Maravillas. Tambiéntenemos sus bombas, sus implantes deseguimiento, su supersofisticado sistemade nanobots… Mierda, hasta tenemostecnología capaz de detectarlos. ¿Quénarices…? ¡Tenemos más armas suyasque ellos! Pero cuando de verdad vi laluz fue el día en que te modificaron,

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cuando Vosch dijo que nos habíanmentido sobre el organismo pegado alos cerebros humanos. ¡Increíble!

—Porque si eso es mentira…—Entonces, todo es mentira.Bajo nosotros, la tierra está cubierta

por un manto blanco. El horizonte esindiscernible a oscuras, se pierde.«Todo es mentira». Pienso en mi padremuerto diciéndome que ahora lespertenecía a ellos. Cojo la manita deTacita siguiendo un instinto: la verdad.

Oigo a Bob por los auriculares.—Estoy confundido.—Relájate, Bob —dice Navaja—.

Oye, Bob. ¿No se llamaba así elcomandante de Campo Asilo? ¿Qué les

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pasa a los oficiales con ese nombre?Suena una alarma. Devuelvo la mano

de Tacita a su regazo y me acerco aellos.

—¿Qué pasa?—Tenemos compañía —responde

Bob—. A las seis en punto.—¿Helicópteros?—Negativo. F-15. Tres.—¿Cuánto tardaremos en estar a su

alcance?Sacude la cabeza: a pesar del frío,

tiene la camiseta empapada en sudor y lebrilla la cara.

—De cinco a siete minutos.—Súbenos —le ordeno—. Altitud

máxima.

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Agarro un par de paracaídas y lepongo uno a Navaja en el regazo.

—¿Nos tiramos? —pregunta.—No podemos enfrentarnos a ellos

y tampoco podemos dejarlos atrás. Túvas con Tacita. Saltamos en tándem.

—¿Yo voy con Tacita? ¿Y tú conquién vas?

Bob mira el otro paracaídas quetengo en la mano.

—Yo no salto —dice. Y después,por si no lo he oído o no lo heentendido, añade—: Yo. No. Salto.

No existen los planes perfectos. Yome esperaba un Bob Silenciador, lo quesignifica que pensaba matarlo antes deabandonar el helicóptero. Ahora es más

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complicado. No he matado al reclutaextragrande por el mismo motivo por elque no quiero matar a Bob: si matas aunos cuantos reclutas y a otros tantosBobs, al final caes hasta el mismo fondoen el que están los que son capaces demeterle una bomba por la garganta a uncrío.

Me encojo de hombros para ocultarmi incertidumbre. Le lanzo el paracaídasal regazo.

—Entonces supongo que teincinerarán.

Estamos a cinco mil pies. Cielooscuro, suelo oscuro, sin horizonte, todooscuro. El fondo del mar en tinieblas.Navaja mira la pantalla del radar, pero

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me dice:—¿Dónde está tu paracaídas,

Hacha?No hago caso de la pregunta.—¿Puedes avisarme

aproximadamente cuando estemos asesenta segundos de su alcance? —lepregunto a Bob.

Él asiente. Navaja repite la pregunta.—Son matemáticas —le digo—. Así

que a tres cuartas partes de mí se les danbien. Si somos cuatro y ven dosparacaídas, significa que al menos unode nosotros se ha tenido que quedar abordo. Uno, puede que dos de ellos,seguirán al helicóptero al menos hastaque logren derribarlo. Así ganaremos

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tiempo.—¿Qué te hace pensar que seguirán

al helicóptero?—Es lo que haría yo —respondo,

encogiéndome de hombros.—Eso no responde a mi pregunta del

paracaídas.—Nos están llamando —anuncia

Bob—. Nos ordenan aterrizar.—Diles que les den —responde

Navaja. Se mete un trozo de chicle en laboca y se da un golpecito en la oreja—.Para que no se taponen los oídos. —Semete el envoltorio del chicle en elbolsillo y se da cuenta de que lo estoymirando, así que sonríe—. No me fijé entoda la mierda que había en el mundo

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hasta que no quedó nadie para recogerla—me explica—. La Tierra es mi carga.

Entonces Bob anuncia:—¡Sesenta segundos!Le tiro de la parka a Navaja:

«Ahora».Me mira y dice despacio, con voz

muy clara:—¿Dónde está tu puñetero

paracaídas?Lo levanto del asiento con una mano.

Él chilla, sorprendido, mientras vadando tumbos hacia la parte de atrás. Losigo y me agacho frente a Tacita paraquitarle el arnés de seguridad.

—¡Cuarenta segundos!—¿Cómo vamos a encontrarte? —

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grita Navaja, que está de pie a mi lado.—Dirigios al fuego.—¿Qué fuego?—¡Treinta segundos!Abro la puerta de un empujón. La

ráfaga de aire que entra en la bodega lequita a Navaja su capucha. Cojo a Tacitaen brazos y se la apoyo en el pecho.

—No la dejes morir.Él asiente.—Promételo.—Lo prometo —responde,

asintiendo de nuevo.—Gracias, Navaja —le digo—. Por

todo.Se inclina sobre mi y me da un beso

en la boca.

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—No vuelvas a hacerlo —le ordeno.—¿Por qué? ¿Porque te ha gustado o

porque no te ha gustado?—Por las dos cosas.—¡Quince segundos!Navaja se coloca a Tacita sobre el

hombro, agarra el cable de seguridad yretrocede arrastrando los pies hasta quetoca con los talones la plataforma desalto. Su silueta recortada en la abertura,el chico y la niña sobre el hombro delchico y, cinco mil pies por debajo deellos, la oscuridad infinita. «La Tierraes mi carga».

Navaja suelta el cable. No parececaer, es como si el vacío hambriento loabsorbiera.

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Me dirijo a la cabina, donde meencuentro la puerta del piloto abierta, elasiento vacío y ni rastro de Bob.

Me preguntaba por qué se habríadetenido la cuenta atrás; ahora lo sé: hacambiado de idea sobre lo de saltar.

Debemos de estar a su alcance, loque significa que no pretendenderribarnos. Han tomado nota del punto

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de salto de Navaja y seguirán alhelicóptero hasta que yo lo abandone ose quede sin combustible y no me quedemás remedio que abandonarlo. A estasalturas, Vosch ya se habrá imaginado porqué el implante del recluta extragrandeestá en esta nave mientras que su dueñose encuentra en la enfermería, curándosede un dolor de cabeza muy malo.

Con la punta de la lengua me quito lacápsula de la boca y la dejo en la palmade la mano.

«¿Quieres vivir?».«Sí, y tú también quieres que viva

—le digo a Vosch—. No se por qué y,con suerte, no lo sabré nunca».

Tiro la cápsula.

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La reacción del nodo es instantánea.Mi intención ha alertado al procesadorcentral, que ha calculado la abrumadoraprobabilidad de fallo terminal yapagado todas las funciones esencialesde mi sistema muscular. El sistemanúmero 12 sigue la misma orden que lehe dado a Navaja: «No la dejes morir».Como en el caso de un parásito, la vidadel sistema depende de la continuaciónde la mía.

En cuanto cambie mi intención(«Vale, de acuerdo, saltaré enparacaídas»), el nodo me liberará.Entonces y solo entonces. No puedomentirle ni negociar con él. No puedoconvencerlo. No puedo forzarlo. A no

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ser que yo cambie de idea, no puedesoltarme. A no ser que me suelte, nopuedo cambiar de idea.

Corazón de fuego. Cuerpo de piedra.El nodo no puede hacer nada con mi

pánico, que aumenta de tamaño comouna bola de nieve. No responde ante lasemociones; no puede controlarlas. Seliberan endorfínas. Las neuronas y losmastocitos vierten serotonina en mitorrente sanguíneo. Aparte de estosajustes fisiológicos, está tan paralizadocomo yo.

«Tiene que haber una respuesta.Tiene que haber una respuesta. Tieneque haber una respuesta. ¿Cuál es larespuesta?». Entonces veo los

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relucientes ojos de pájaro de Voschclavados en los míos. «¿Cuál es larespuesta? No es la ira, ni la esperanza,ni la fe, ni el amor, ni el desapego, ni elapego, ni el abandono, ni la lucha, ni lahuida, ni ocultarse, ni rendirse, nientregarse, no, no, no, nada, nada,nada».

Nada.«¿Cuál es la respuesta?», preguntó.Y yo respondí:«Nada».

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Sigo sin poder moverme, ni siquiera losojos, pero veo bastante bien losinstrumentos desde este ángulo,incluidos el altímetro y el indicador decombustible. Estamos a cinco mil piesde altura y el combustible no durarápara siempre. Inducir una parálisis talvez me impida saltar, pero no caer. Laprobabilidad de fallo terminal en ese

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caso es absoluta.El nodo no tiene alternativa. Me

libera, y la sensación es como si mehubieran lanzado desde el otro extremode un campo de fútbol: de golpe, me hanempujado de vuelta a mi cuerpo.

«Vale, Hacha 2.0, vamos acomprobar lo buena que eres».

Me agarro al tirador de la puerta delpiloto y apago los motores.

Suena una alarma. La apago también.Ahora hay viento y nada más que viento.

Por unos segundos, el impulsomantiene el helicóptero equilibrado;después, caída libre.

Salgo disparada hacia el techo; megolpeo la cabeza contra el parabrisas.

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Veo estrellitas blancas. El helicópteroempieza a dar vueltas mientras cae, y amí se me escapa el tirador de la puerta.Doy bandazos como un dado dentro deuna cubilete de póquer, aferrándome alespacio vacío, buscando un asidero. Elhelicóptero se pone del revés, con elmorro hacia arriba: salgo volandocuatro metros hasta la parte de atrás dela nave, regreso volando cuando se ponedel derecho y me doy en el pecho contrala parte de atrás del asiento del piloto.Un cuchillo ardiendo me desgarra elcostado: me he roto una costilla. Lacorrea de nailon suelta del arnés delpiloto me golpea en la cara, así que lasujeto antes de salir volando otra vez.

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Otra vuelta, y la fuerza centrifuga melanza hacia la cabina, donde me estrellocontra la puerta. Se abre de golpe, yapoyo mi zapato de suela de enfermeraen el asiento para hacer palanca, conmedio cuerpo fuera. Suelto la correa,agarro bien el tirador y empujo confuerza.

Ruedo, caigo, giro, voltereta,destellos grises, negros y de un blancochispeante. Estoy colgada del tiradormientras el helicóptero gira y el lado delpiloto queda hacia arriba; la puerta seme cierra de golpe contra la muñeca, merompe el hueso y me arranca los dedosdel tirador. Reboto y me retuerzo portodo el Blackhawk hasta estrellarme

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contra el timón de atrás, luego salgodisparada hacia arriba y, cuando la colarota hacia el cielo, vuelo hacia elhorizonte como una roca lanzada con untirachinas.

No tengo la sensación de caer, sinode estar suspendida en la corrienteascendente de aire caliente que presionaal frío, como un halcón que navega porel cielo nocturno con las alasextendidas; detrás y debajo de mi, elhelicóptero, prisionero de la gravedadque yo rechazo, cae dando vueltas. Nooigo el estallido cuando se estrella. Soloel viento, la sangre en los oídos y nadade dolor, a pesar de la paliza dentro delhelicóptero. Deliro, estoy

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estimulantemente vacía. No soy nada. Elviento tiene más sustancia que mishuesos.

La Tierra corre hacia mí. No tengomiedo. He cumplido mis promesas. Heaprovechado el tiempo.

Extiendo los brazos. Estiro bien losdedos. Alzo el rostro hacia la linea enque el cielo se encuentra con la Tierra.

Mi hogar. Mi responsabilidad.

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Caigo a velocidad terminal hacia unmonótono paisaje blanco, una vasta nadaque lo engulle todo a su paso, queexplota hacia el horizonte en todas lasdirecciones.

«Es un lago. Un lago muy grande».Un lago helado muy grande.Entrar con los pies por delante es mi

única opción. Si el hielo es de más de

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treinta centímetros de espesor, estoyacabada. Ninguna mejora alienígena deluniverso me protegerá. Me destrozarélos huesos de las piernas. Se meromperá el bazo. Me fallarán lospulmones.

«Tengo fe en ti, Marika. No hasatravesado fuego y sangre solo para caerahora».

En realidad, comandante, sí lo hehecho.

El mundo blanco de abajo brillacomo las perlas, es un lienzo sinestrenar, un abismo de alabastro. Unapared de viento aullante me empuja laspiernas mientras arrastro las rodillashasta el pecho para rotar. Tengo que

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entrar en un ángulo de noventa grados.Si me enderezo demasiado pronto, elviento me desestabilizará. Si lo hagodemasiado tarde, me caeré de culo o depecho.

Cierro los ojos; no los necesito. Elnodo ha funcionado perfectamente hastaahora; ha llegado el momento dedepositar en él toda mi confianza.

Vacío la mente: lienzo sin estrenar,abismo de alabastro. Yo soy el navío, elnodo es el piloto.

«¿Cuál es la respuesta?».Y yo respondí: «Nada. La respuesta

es nada».Pataleo con fuerza con ambas

piernas. Giro el cuerpo hasta

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enderezarlo. Subo los brazos y los cruzosobre el pecho. Dejo caer la cabezahacia atrás y dirijo el rostro al cielo.Abro la boca. Respiración profunda,suelta el aire. Respiración profunda,suelta el aire. Respiración profunda,contén el aliento.

Ahora estoy en posición vertical,liberada por el viento, caigo másdeprisa. Golpeo el hielo con los piespor delante, a ciento cincuentakilómetros por hora.

No siento el impacto.Ni el agua fría que me engulle.Ni la presión del agua al sumergirme

en la oscuridad absoluta.No siento nada. Los nervios se me

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han bloqueado o los receptores de dolordel cerebro se han apagado.

Cientos de metros por encima de mí,un punto diminuto de luz, una cabeza dealfiler tan tenue como la estrella máslejana: el punto de entrada. También, elde salida. Pataleo para llegar a laestrella. Tengo el cuerpo entumecido. Lamente, vacía. Me he rendido porcompleto al sistema número 12. Ya noforma parte de mí, sino que soy yo.Somos una.

Soy humana. Y no lo soy. Asciendohacia la estrella que brilla en la bóvedacubierta de hielo, un «protodiós» que sealza de las profundidades primordiales,enteramente humano, completamente

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alienígena, y ahora lo entiendo; conozcola respuesta al acertijo imposible deEvan Walker.

Salgo disparada al corazón de laestrella y me arrastro por el borde delagujero para descansar sobre el hielo.Un par de costillas rotas, una muñecafracturada, un corte profundo en la frente(del arnés del piloto), el cuerpototalmente entumecido, sin alientoalguno, vacía, entera, consciente.

Viva.

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Al alba, llego a los humeantes restos delhelicóptero. No me cuesta dar con ellugar del accidente: el Blackhawk se haestrellado en el centro de un campoabierto recién cubierto de nieve. Se veel brillo de las llamas desde varioskilómetros a la redonda.

Me acerco lentamente desde el sur.A mi derecha, el sol irrumpe en el

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horizonte y la luz corre por el paisajeinvernal, prendiendo fuego a un infiernocristalino, como si mil millones dediamantes hubieran caído del cielo.

Tengo la ropa empapada y tancongelada que cruje como leña cuandome muevo. He recuperado lassensaciones. El sistema número 12perpetúa mi existencia para perpetuar lasuya. Me pide descanso, comida, ayudapara el proceso de curación; ese es elobjetivo de devolverme el dolor.

«No. No descansaremos hasta quelos encuentre».

El cielo está vacío. No hay viento.Las volutas de humo se alzan de losrestos del helicóptero, negras y grises,

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como el humo que flotaba sobre CampoAsilo con los restos incinerados de losmuertos.

«¿Dónde estás, Navaja?».Sale el sol, y el brillo que se refleja

en la nieve se vuelve cegador. La matrizvisual adapta mis ojos: un filtro másoscuro, que en nada difiere de unasgafas de sol, cubre mi campo visual yme permite ver una mancha en el blancoperfecto que me rodea, más o menoskilómetro y medio al oeste. Me tumboboca abajo y muevo el pecho paraexcavar una pequeña trinchera. Alacercarse, la imperfección oscuraadquiere forma humana: alta y delgada,con una gruesa parka y un fusil, se

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mueve despacio recortada contra elfondo de nieve que lo cubre hasta lostobillos. Pasan treinta minutos. Cuandoestá a unos cien metros, me levanto. Elcae, como si le disparasen. Lo llamo porsu nombre, no demasiado alto: el sonidollega más lejos en el aire invernal.

Su voz, chillona por la ansiedad, mellega flotando.

—¡Joder!Avanza con torpeza unos pasos, pero

después echa a correr, levantando mucholas rodillas y moviendo los brazos comoun fanático del cardio en una cinta. Sedetiene a un brazo de distancia, y elcálido aliento le sale en estallidos de laboca abierta.

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—Estás viva —susurra.Lo veo en sus ojos: «Imposible».—¿Dónde está Tacita?Hace un gesto con la cabeza.—Está bien. Bueno, creo que quizá

se haya roto una pierna…Lo rodeo y empiezo a caminar por

donde ha venido. Él arrastra los piesdetrás de mí, pidiéndome que frene.

—Estaba a punto de darte porperdida —jadea—. ¡Sin paracaídas!¿Qué? ¿Ahora vuelas? ¿Qué te hapasado en la cabeza?

—Me he dado un golpe.—Ah. Bueno, pareces una apache.

Ya sabes: pintura de guerra.—Esa es la cuarta parte que faltaba:

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apache.—¿En serio?—¿Qué quieres decir con que crees

que quizá se haya roto la pierna?—Bueno, lo que quiero decir es que

creo que quizá se haya roto la pierna.Con ayuda de tu visión de rayos equis alo mejor puedes diagnosticar…

—Qué raro —digo, examinando elcielo mientras caminamos—. ¿Dóndeestán los perseguidores? Deben de saberdónde estamos.

—No he visto nada. Como si sehubieran rendido.

—No se rinden —respondo,sacudiendo la cabeza—. ¿Cuánto queda,Navaja?

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—¿Kilómetro y medio? No tepreocupes, la tengo bien escondidita.

—¿Por qué la has dejado?Me lanza una mirada brusca,

pasmado por un segundo. Pero solo unsegundo. Navaja nunca se queda sinpalabras mucho tiempo.

—Para buscarte. Me dijiste que teesperase junto al fuego. Una especie dedirección genérica. Podrías haber dicho:«Reúnete conmigo en el punto dondevoy a estrellar el helicóptero. En esefuego».

Caminamos en silencio unosminutos. Navaja está sin aliento. Yo, no.Las matrices me mantendrán hasta que laencuentre, pero tengo la sensación de

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que, cuando caiga, caeré del todo.—Y ahora, ¿qué? —me pregunta.—Descansaremos unos días… o

todo lo que podamos.—¿Y después?—Al sur.—Al sur. ¿Ese es el plan? Al sur.

Muy elaborado, ¿no?—Tenemos que regresar a Ohio.Se detiene como si se hubiera

topado con un muro invisible. Arrastrolos pies unos cuantos pasos más y mevuelvo. Navaja sacude la cabeza.

—Hacha, ¿tienes alguna idea dedónde estás?

—A unos treinta y dos kilómetros alnorte de uno de los Grandes Lagos.

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Diría que el Erie.—¿Cómo vas…? ¿Cómo vamos…?

¿Te das cuenta de que Ohio está a másde ciento sesenta kilómetros de aquí? —balbucea.

—El sitio al que vamos está, másbien, a trescientos veinte. En línea recta.

—En línea… Bueno, mira qué penaque haya curvas. ¿Qué hay en Ohio?

—Mis amigos.Sigo caminando, siguiendo las

huellas de sus botas en la nieve.—Hacha, no quiero joderte las

ilusiones, pero…—¿Que no quieres joderme el qué?—Eso ha sonado sospechosamente a

broma.

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—Sé que seguramente estaránmuertos. Y sé que seguramente moriréantes de llegar hasta ellos, aunque no loestén. Pero hice una promesa, Navaja.En aquel momento creía que no lo era,me dije que no lo era. Le dije a él queno lo era. Pero, por un lado, está lo quenosotros nos decimos sobre la verdad y,por otro, lo que la verdad dice sobrenosotros.

—Lo que acabas de decir no tienesentido. Lo sabes, ¿no? Puede que sea laherida de la cabeza. Normalmentetienes…

—¿Heridas en la cabeza?—Vale, ¡eso sí ha sido una broma!

—exclama, frunciendo el ceño—. ¿A

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quién le hiciste una promesa?—A un chicarrón deportista,

ingenuo, memo y estereotípico que secree el regalo de Dios al mundo cuandono piensa que el mundo es un regalo queDios le ha hecho a él.

—Ah, vale.No dice nada durante unos cuantos

pasos más.—Entonces ¿desde cuándo es tu

novio el señor deportista ingenuo, memoy estereotípico?

Me detengo. Me vuelvo. Le sujeto lacara con ambas manos y le doy un besoen los labios. Él abre mucho los ojos,que expresan algo muy parecido almiedo.

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—¿A qué ha venido eso?Lo beso de nuevo. Nuestros cuerpos

se pegan. Su rostro frío entre mis manos,más frías. Me llega el olor a chicle de sualiento. «La Tierra es miresponsabilidad». Somos dos pilaresque surgen de un mar rizado de colorblanco resplandeciente. Sin límites. Sinfronteras, sin cortapisas.

Él me sacó de la tumba. Me levantóde entre los muertos. Arriesgó la vidapara que yo recuperara la mía. Habríasido más fácil volverme la espalda,dejarme marchar. Habría sido más fácilcreerse la bonita mentira antes que lahorrible verdad. Después de la muertede mi padre, construí una fortaleza

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segura y resistente para que durase milaños. Un fuerte poderoso que sederrumba con un beso.

—Ahora estamos en paz —susurro.—No del todo —responde, ronco—.

Yo solo te besé una vez.

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Al acercarnos, el complejo parecesurgir de la nieve cual leviatán de lasprofundidades. Silos, cintastransportadoras, cubos, hormigoneras,almacenes y edificios de oficinas; undepósito enorme que dobla en tamaño alhangar de un avión, todo rodeado de unaalambrada metálica oxidada. Es de unsimbolismo espeluznante, y bastante

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apropiado, que esto acabe en una fábricade hormigón. El hormigón es laomnipresente firma humana, nuestroprincipal medio artístico en el lienzo enblanco del mundo: allá donde íbamos, laTierra desaparecía poco a poco debajo.

Navaja aparta una sección dealambrada para que yo pase por debajo.Mejillas sonrosadas, nariz rojo brillantepor el frío, ojos amables y profundosque lo observan todo. A lo mejor sesiente tan expuesto como yo en campoabierto, empequeñecido por los enormessilos y los gigantescos equipos bajo uncielo reluciente y despejado.

A lo mejor, aunque lo dudo.—Dame tu fusil —le pido.

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—¿Qué?Tiene el arma apretada contra el

pecho y le da golpecitos nerviosos algatillo.

—Yo tengo mejor puntería.—Hacha, lo he comprobado todo.

Aquí no hay nadie. Estamoscompletamente…

—A salvo —termino la frase por él—. Claro —añado, y extiendo una mano.

—Vamos, está ahí mismo, en elalmacén…

No me muevo. Él hace un gesto deimpaciencia, echa la cabeza atrás paracontemplar el cielo vacío y vuelve amirarme.

—Si estuvieran ahí, sabes que ya

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estaríamos muertos.—El fusil.—Vale.Me lo entrega con brusquedad. Se lo

quito de las manos y le golpeo la siencon la culata. Él cae de rodillas,mirándome a la cara, aunque no haynada en esos ojos, nada en absoluto.

—Cae —le digo; él cae haciadelante y se queda quieto.

No creo que ella esté en el almacén.Existe una razón para que Navaja quieraque entre, pero no me creo que esa razóntenga algo que ver con Tacita. Dudo queesté en un radio de cien kilómetros a laredonda. Sin embargo, no me quedaalternativa. Tener el fusil y a Navaja

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neutralizado me ofrece algo de ventaja,pero no mucha.

Se abrió a mí cuando lo besé. No sécómo las mejoras abren una rutaempática al interior de otro ser humano.Puede que conviertan al portador en unaespecie de detector de mentiras humanoque recoge y coteja datos de una miríadade entradas sensoriales y las hace pasara través del nodo para su interpretacióny análisis. Funcione como funcione,percibí el punto vacío dentro de Navaja,una nulidad, una habitación oculta, ysupe que algo iba muy mal.

Mentiras dentro de mentiras dentrode mentiras. Fintas que se responden confintas. Como un espejismo en el

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desierto, da igual lo deprisa que unocorra hacia él, siempre permanece a lolejos. Descubrir la verdad era comoperseguir el horizonte.

Al entrar en la sombra del edificio,algo se desploma dentro de mí. Metiemblan las rodillas. Me duele el pechocomo si me lo hubieran golpeado con unariete. No consigo recuperar el aliento.El sistema número 12 puede sostenermey fortalecerme, sobrecargar mis reflejos,multiplicar por diez la capacidad de missentidos, curarme y protegerme decualquier daño físico, pero no hay nadaque mis cuarenta mil huéspedes nodeseados puedan hacer para arreglar uncorazón roto.

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«No, no, no puedo ablandarmeahora. ¿Qué pasa si nos ablandamos?¿Qué pasa?».

No puedo entrar. Debo entrar.Me apoyo en la pared de frío metal

del almacén, al lado de la puerta abiertatras la que mora la oscuridad, profundacomo una tumba.

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Leche agria.Cuando entro, el hedor de la plaga

es tan intenso que me dan arcadas. Lamatriz olfativa suprime de inmediato misentido del olfato. Se me calma elestómago. Se me aclara la vista. Elalmacén es el doble de grande que unestadio de fútbol americano y estádividido en tres niveles ascendentes. El

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de abajo, en el que estoy, se haconvenido en un hospital de campo.Cientos de catres, sábanas enrolladas ycarros de suministros médicos volcados.Sangre por todas partes. Brilla a la luzque entra a través de los agujeros deltecho parcialmente derrumbado, tresplantas más arriba. Sábanas heladas desangre en el suelo. Sangre que manchalas paredes. Sábanas y almohadasempapadas de sangre. Sangre, sangre,sangre por todas partes, pero ningúncadáver.

Subo el primer tramo de escalerashasta el segundo nivel. Nivel desuministros: bolsas abiertas de harina yotros alimentos secos, cuyo contenido

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han desparramado las ratas y otroscarroñeros; pilas de alimentosenlatados, garrafas de agua, barriles dequeroseno. Almacenados parasobrevivir al invierno, pero el TsunamiRojo llegó primero y los ahogó en supropia sangre.

Subo el segundo tramo de escalerashasta el tercer nivel. Una columna de luzsolar atraviesa el polvoriento aire comosi fuera un foco. He llegado al final, alúltimo nivel. La plataforma estáabarrotada de cadáveres que, en algunospuntos, forman pilas de hasta seiscuerpos; los de abajo están bienenvueltos en sábanas, pero a los dearriba los han tirado a toda prisa, así

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que forman un revoltijo de brazos ypiernas, una masa retorcida de hueso,piel seca y dedos esqueléticos queintentan aferrarse inútilmente al airevacío.

Han despejado un espacio en elcentro de la planta. Veo una mesa demadera en medio de una columna de luz.Y, sobre la mesa, una caja de madera; y,al lado de la caja de madera, un juegode ajedrez con las piezas ordenadas enun final de partida que reconozco alinstante.

Entonces oigo su voz, que surge detodas partes y de ninguna, como elsusurro de un trueno lejano, imposiblede ubicar.

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—No llegamos a terminar nuestrapartida.

Alargo la mano y derribo el reyblanco. Oigo un suspiro, como el aire enlo alto de los árboles.

—¿Por qué estás aquí, Marika?—Era una prueba —susurro.El rey blanco yace de espaldas con

la vista perdida; los ojos son un abismode alabastro que me devuelve la mirada.

—Necesitabas comprobar el sistemanúmero 12 —prosigo— sin que yosupiera que se trataba de una prueba.Tenía que creerme que era real. Era laúnica forma de lograr que cooperara.

—¿Y has superado la prueba?—Sí.

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Le doy la espalda a la luz. Está depie en lo alto de las escaleras, solo, conel rostro oculto entre las sombras,aunque juraría que veo sus relucientesojos azules de pájaro brillando en lasepulcral oscuridad.

—Todavía no —responde.Le apunto con el fusil a la frente,

justo entre los ojos relucientes, y aprietoel gatillo. Los clics de la cámara vacíaretumban en las paredes: clic, clic, clic,clic, clic, clic.

—Has llegado muy lejos, Marika —dice Vosch—. No me decepcionesahora. Tendrías que haberte imaginadoque no estaba cargado.

Suelto el fúsil y retrocedo

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arrastrando los pies hasta darme contrala mesa. Me sujeto a ella con las manospara mantener el equilibrio.

—Haz la pregunta —me ordena.—¿Qué has querido decir con:

«Todavía no»?—Ya conoces la respuesta.Levanto la mesa y se la lanzo. La

rechaza con un brazo aunque, paraentonces, ya he llegado hasta él, de unsalto a dos metros de distancia, y le hegolpeado en el pecho con el hombropara después atraparlo en un abrazo deoso. Salimos volando del tercer nivel ynos estrellamos contra el segundo. Lastablas que tenemos debajo crujen conestrépito. El impacto hace que lo suelte

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un poco. El me rodea el cuello con loslargos dedos de una de las manos y melanza a una distancia de seis metros,contra una torre de comida enlatada.Estoy en pie en menos de un segundo,pero, a pesar de eso, me supera; semueve tan deprisa que, al levantarse, medeja una imagen persistente en la retina.

—El pobre recluta del baño —dice—. La enfermera que estaba junto a laUCI, el piloto, Navaja… Incluso Claire,la pobre Claire, que estaba en claradesventaja desde el principio. No erabastante, no. Para superar de verdad laprueba debías vencer lo invencible.

Abre los brazos a modo deinvitación.

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—Querías una oportunidad, Marika.Pues bien, aquí la tienes.

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Hay poca diferencia entre lo que pasadespués y una partida de ajedrez. Sabelo que pienso. Sabe cuáles son mispuntos fuertes y débiles. Conoce todosmis movimientos antes de que losejecute. Presta particular atención a misheridas: la muñeca, las costillas, la cara.La sangre brota al volver a abrírseme laherida de la frente y echa humo al salir

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al aire bajo cero; se me mete en la bocay en los ojos; el mundo se vuelvecarmesí bajo una cortina ensangrentada.Después de verme caer por tercera vez,dice:

—Basta. No te levantes, Marika.Me levanto. Me derriba una cuarta

vez.—Vas a sobrecargar el sistema —me

advierte. Estoy a gatas, mirando comouna tonta la sangre que me gotea de lacara y salpica al caer al suelo, como unalluvia roja—. Podría romperse. Siocurre, las heridas te matarán.

Estoy gritando. Sale del mismofondo de mi alma: los aullidos finales desiete mil millones de seres humanos

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asesinados. El sonido rebota en elespacio cavernoso.

Después me levanto por última vez.A pesar de las mejoras, no logro seguircon los ojos el movimiento de suspuños. Como partículas cuánticas, noestán aquí ni allí, son imposibles deubicar, imposibles de predecir. Lanza micuerpo inerte de la plataforma al suelode hormigón de abajo, y tengo lasensación de que no dejaré de caernunca, de que me desplomo en unaoscuridad más densa que la que se tragóal universo antes del inicio de lostiempos. Ruedo para ponerme bocaarriba y me levanto. Me sujeta el cuellocon sus botas y me lo aplasta.

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—¿Cuál es la respuesta, Marika?No tiene que explicármelo, por fin

entiendo la pregunta. Por fin capto elacertijo: no me pregunta por nuestrarespuesta al problema de su presencia.Nunca lo ha hecho. Me pregunta por surespuesta al problema de nuestrapresencia.

Así que respondo:—Nada. Esa es la respuesta. No

están aquí. Nunca han estado aquí.—¿Quiénes? ¿Quiénes no están

aquí?Tengo la boca llena de sangre. Me la

trago.—El riesgo…—Sí, muy bien. El riesgo es la

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clave.—No están aquí. No hay entidades

descargadas en cuerpos humanos. Nohay conciencias alienígenas dentro denadie. Por el riesgo. El riesgo. El riesgoes inaceptable. Es un… un programa,una construcción ficticia. Se introdujo ensus mentes antes de que nacieran, seactivó al llegar a la pubertad… Unamentira, es una mentira. Son humanos.Mejorados, como yo, pero humanos…Humanos como yo.

—¿Y yo? Si tú eres humana, ¿quésoy yo?

—No lo sé…La bota me aprieta más, me aplasta

la mejilla contra el hormigón.

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—¿Qué soy yo?—No lo sé. El controlador. El

director. No lo sé. El elegido para… Nolo sé, no lo sé.

—¿Soy humano?—¡No lo sé!Y no lo sabía. Habíamos llegado al

lugar en el que no quería entrar. El puntosin retorno. Encima: la bota. Abajo: elabismo.

—Pero si eres humano…—Sí, termina esa frase: si soy

humano… ¿Qué?Me ahogo en sangre. No en la mía,

sino en la sangre de los miles demillones que murieron antes que yo, enun mar infinito de sangre que me

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envuelve y me arrastra consigo al fondoen tinieblas.

—Si eres humano, no hay esperanza.

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Me levanta del suelo, me lleva hasta unode los catres y me tumba con delicadeza.

—Te has doblado, pero no te hasroto. Hay que fundir el acero antes deforjar la espada. Tú eres la espada,Marika. Yo soy el herrero y tú eres laespada.

Me pasa el pulgar por la mejillaensangrentada.

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—Ahora, descansa, Marika. Aquíestás a salvo. Completamente a salvo. Élse quedará contigo para cuidarte.

Navaja. Eso no podre soportarlo.Sacudo la cabeza.

—Por favor, no. Por favor.—Y en un par de semanas, estarás

lista.Está esperando la pregunta. Se siente

muy satisfecho de sí mismo. O de mí. Ode lo que ha logrado conmigo. Pero nose la hago.

Y entonces se va.Un poco más tarde oigo el

helicóptero que llega para llevárselo.Después aparece Navaja, y es como sialguien le hubiera metido una manzana

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bajo la piel de las mejillas. No dicenada. No digo nada. Me lava la cara conagua tibia jabonosa. Me venda lasheridas. Me sujeta las costillasfracturadas. Me entablilla la muñecarota. No se molesta en ofrecerme agua,aunque debe de saber que tengo sed. Mepone un gotero en el brazo y engancha unbote de suero. Después me deja y sesienta en una silla plegable junto a lapuerta abierta, envuelto en una gruesaparka y con el fusil en el regazo. Cuandose pone el sol, enciende una lámpara dequeroseno y la coloca en el suelo, a sulado. La luz asciende y le baña la cara,aunque no le veo los ojos.

—¿Dónde está Tacita? —pregunto, y

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mi voz rebota por el amplio espacio.No responde.—Tengo una teoría —le digo—. Es

sobre las ratas. ¿Quieres oírla?Silencio.—Matar una rata es sencillo: solo

hace falta un trozo de queso rancio y unatrampa de resorte. Pero matar mil ratas,un millón de ratas, mil millones de ratas(o siete mil millones) es un poco máscomplicado. Para eso hace falta un cebo.Veneno. No tienes por qué envenenar alos siete mil millones, solo a unporcentaje que se lleve el veneno a sunido.

No se mueve. No tengo ni idea de sime escucha, ni siquiera sé si está

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despierto.—Nosotros somos las ratas. El

programa descargado en los fetoshumanos… Ese es el cebo. ¿Cuál es ladiferencia entre un humano quetransporta una conciencia alienígena yun humano que cree transportarla?Ninguna, salvo una: el riesgo. El riesgoes la diferencia. No el nuestro: el suyo.¿Por qué iban a arriesgarse así? Larespuesta es que no se arriesgaron. Noestán aquí, Navaja. Nunca han estadoaquí. Solo somos nosotros. Siemprehemos sido nosotros.

Se inclina hacia delante muydespacio, con movimientos pausados, yapaga la luz.

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Suspiro.—Pero, como todas las teorías, hay

lagunas. No consigo que encaje con lapregunta de la roca grande. ¿Por quémolestarse con todo esto si lo único quetenían que hacer era lanzar una roca muygrande?

En voz baja, muy baja, tanto que nolo habría oído sin la matriz, dice:

—Cállate.—¿Por qué lo has hecho, Alex?Si es que se llama Alex. Toda su

historia podría ser una mentira diseñadapor Vosch para manipularme. Lo másprobable es que lo sea.

—Soy un soldado.—Solo seguías órdenes.

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—Soy un soldado.—Razonar el porqué no es cosa

tuya.—¡Soy… un… soldado!Cierro los ojos.—Ajebol. ¿También fue idea de

Vosch? Lo siento, una pregunta estúpida.Silencio.—Es Walker —digo de repente,

abriendo mucho los ojos—. Tiene queser por eso. Es lo único que tienesentido. Es Evan, ¿verdad, Navaja?Quiere a Evan y yo soy el único caminohasta él.

Silencio.La implosión de Campo Asilo y los

teledirigidos desactivados que llovían

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del cielo: ¿para qué querían losteledirigidos? Siempre me lo hepreguntado. ¿Tan difícil era encontrar alos grupos de supervivientes, teniendoen cuenta que solo quedaban unoscuantos y que la tecnología humana eramás que suficiente para localizarlos?Los supervivientes se agrupaban, seunían como abejas en una colmena. Lamisión de los teledirigidos no eramantenernos controlados a nosotros,sino a ellos, a los humanos como EvanWalker, solitarios y con mejoraspeligrosas, repartidos por todos loscontinentes, armados con conocimientosque podrían acabar con todo el sistemasi el programa descargado en ellos

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empezara a funcionar mal… Comoclaramente había sido el caso con Evan.

Evan está fuera de su alcance. Voschno sabe dónde se encuentra, ni si estávivo o muerto. Pero si Evan está vivo,Vosch necesita a alguien dentro, alguienen quien Evan confíe.

«Yo soy el herrero».«Y tú eres la espada».

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Durante una semana, no disfruto de máscompañía que la suya. Guardia,enfermera, centinela. Cuando tengohambre, me trae comida. Cuando meduele algo, mitiga mi dolor. Cuandoestoy sucia, me lava. Es constante. Esfiel. Está aquí cuando me despierto ysigue aquí cuando me quedo dormida.Nunca lo pillo durmiendo: él es

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constante, pero mi sueño no, así que medespierto varias veces por la noche y élsiempre está observándome desde supuesto, junto a la puerta. Guardasilencio, taciturno y, cosa curiosa, estánervioso. Precisamente él, que meengañó sin problemas para que creyerano solo lo que decía, sino también en él.Como si pensara que voy a intentarescapar, cuando sabe que puedo peroque no lo haré, cuando sabe que meretiene una promesa más pesada que milcadenas.

La tarde del sexto día, Navaja se ataun trapo sobre la nariz y la boca, subelas escaleras que dan al tercer nivel yregresa con un cadáver. Lo saca fuera.

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Después, regresa a las escaleras conpasos tan lentos con las manos vacíascomo cuando las tenía llenas, y otrocadáver baja hasta el fondo. Pierdo lacuenta al llegar a los ciento veintitrés.Navaja vacía de muertos el almacén, losapila en el patio y, al atardecer, lesprende fuego. Los cadáveres se hanmomificado, así que arden rápidamente,con llamas muy calientes y brillantes. Lapira puede verse a kilómetros dedistancia, si es que hay alguien paraverla. La luz ilumina la entrada, lame elsuelo y convierte el hormigón en unondulante lecho marino de color dorado.Navaja descansa en el umbral,contemplando el fuego, y parece una

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sombra delgada con un halo, como uneclipse lunar. Se quita la chaqueta, sequita la camisa, se sube la manga de lacamiseta interior para dejar los hombrosal aire. La hoja de su cuchillo refleja laluz amarilla cuando se graba algo en lapiel con la punta.

La noche avanza despacio; el fuegose consume; el viento cambia dedirección y el corazón me duele denostalgia: campamentos de verano, cazade luciérnagas y ciclos de agostorebosantes de estrellas. El olor deldesierto y el largo suspiro melancólicodel viento que baja corriendo de lasmontañas cuando el sol se esconde trasel horizonte.

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Navaja enciende la lámpara dequeroseno y se me acerca. Huele a humoy, aunque solo un poco, a los muertos.

—¿Por qué lo has hecho? —lepregunto.

Por encima del trapo, sus ojos nadanen lágrimas. No sé si es por el humo opor otra cosa.

—Órdenes —responde.Me saca la intravenosa del brazo y

enrolla el tubo en el gancho del postedel suero.

—No te creo.—Vaya, menuda sorpresa.Es nuestra conversación más larga

desde que se fue Vosch. Me sorprendeque volver a oír su voz me alivie. Me

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está examinando la herida de la frente,con el rostro muy pegado al mío porquehay poca luz.

—Tacita —susurro.—¿Tú qué crees? —pregunta,

enfadado.—Está viva. Es la única ventaja que

tiene sobre mí.—Vale, pues está viva.Me extiende pomada antibacteriana

sobre el corte. Un ser humano nomejorado habría necesitado variospuntos, pero en pocos días nadie se darácuenta siquiera de que sufrí una herida.

—Podría destapar su farol —digo—. ¿Cómo va a matarla ahora?

—¿A lo mejor porque le importa una

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mierda esa niña en concreto cuando eldestino del mundo entero está enpeligro? —pregunta a su vez,encogiéndose de hombros—. Supongo,vamos.

—Después de todo lo que hapasado, después de todo lo que hasescuchado y de todo lo que has visto,todavía te crees su historia.

Me mira con algo muy similar a lalástima.

—Tengo que creérmela, Hacha. Sidejo de hacerlo, estoy acabado. Soycomo ellos —añade, señalando con lacabeza el patio, donde todavía humeanlos huesos ennegrecidos.

Se sienta en el catre de al lado y se

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quita la máscara improvisada. Lalámpara entre sus pies, la luz que lebaña la cara y las sombras que se leacumulan en los ojos hundidos.

—Demasiado tarde para eso —ledigo.

—Claro, ya estamos muertos.Entonces, no hay ninguna ventaja, ¿no?Mátame, Hacha. Mátame ya y huye.Huye.

Podría levantarme del catre antes deque terminara de parpadear. Con un solopuñetazo mejorado en el pecho, leclavaría una costilla destrozada en elcorazón. Y después podría salir de aquísin más, alejarme caminando, internarmeen el bosque y esconderme durante años,

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durante décadas, hasta ser tan vieja queel sistema número 12 no pueda yasustentarme. Podría vivir más que nadie.Podría despertarme un día y ser laúltima persona de la Tierra.

Y entonces. Y entonces.Debe de estar congelado, ahí

sentado sin nada más que una camisetaencima. Veo una línea de sangre secasobre sus bíceps.

—¿Qué te has hecho en el brazo? —le pregunto.

Se sube la manga. Las letras sontoscas, grandes, mayúsculas ytemblorosas, como las de un niño queaprende a escribir:

«VQP».

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—Latín —susurra—. Vincit quipatitur. Significa…

—Sé lo que significa —respondo enotro susurro.

—Dudo que de verdad lo sepas —dice, negando con la cabeza. No pareceenfadado, sino triste.

Alex vuelve la cabeza hacia lapuerta, más allá de la cual los muertosvuelan hacia el indiferente cielo. Alex.

—¿De verdad te llamas Alex?Me mira de nuevo, y veo la sonrisa

irónica y juguetona. Igual que cuandoescuché de nuevo su voz, me sorprendehaberla echado de menos.

—No te mentí sobre nada de eso.Solo sobre lo importante.

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—¿Tu abuela tenía un perro que sellamaba Flubby?

—Sí —responde, riéndose un poco.—Eso es bueno.—¿Por qué?—Deseaba que esa parte fuera

cierta.—¿Porque te encantan los perritos

cascarrabias tamaño bolsillo?—Porque me gusta pensar que hubo

un tiempo en que existían perritoscascarrabias tamaño bolsillo llamadosFlubby. Eso es bueno. Merece la penarecordarlo.

Se levanta del catre en un abrir ycerrar de ojos y me besa, y yo mesumerjo en él y ya no hay nada oculto.

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Ahora se abre a mí, el chico que me hacuidado y el que me ha traicionado, elque me ha devuelto a la vida y el que meha entregado a la muerte. La ira no es larespuesta, no, ni tampoco el odio. Capaa capa, lo que nos separa se desprendehasta que llego al centro, a la región sinnombre, a la fortaleza sin defensas, a undolor sin edad y sin límites, a lasolitaria singularidad de su alma, que semantiene a pesar del tiempo y laexperiencia, más allá del pensamiento,infinita.

Y estoy allí con él, ya estoy allí.Dentro de la singularidad, ya estoy allí.

—No puede ser cierto —susurro.Dentro del centro de todo, donde no

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hay nada, lo encuentro abrazándome.—No me creo todas tus chorradas

—murmura—, pero tienes razón en algo:hay cosas, incluso las más pequeñas,que valen la suma de todas las cosas.

En el exterior arde la amargacosecha. En el interior, aparta lassábanas, y estas son las manos que mehan sostenido, las manos que me hanbañado, me han alimentado y me hanlevantado cuando yo no podíalevantarme. El me condujo a la muerte;él me lleva a la vida. Por eso sacó a losmuertos del nivel superior: los hizodesaparecer, los envió al fuego, no paraprofanarlos, sino para santificarnos.

La sombra que lucha contra la luz. El

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frío que compite con el fuego. «Es unaguerra», me dijo una vez, y nosotrossomos los conquistadores del país sindescubrir, una isla de vida centrada enun ilimitado mar de sangre.

El frío cortante. El calor abrasador.Sus labios que se deslizan sobre micuello y mis dedos que palpan su mejilladestrozada, la herida que yo le hice y lasheridas de su brazo (VQP), las que sehizo él solo; después deslizo las manospor su espalda. «No me abandones. Porfavor, no me abandones». El olor achicle, el olor a humo y el olor a susangre; la forma en que mueve el cuerposobre el mío y la forma en que introducesu alma en la mía: Navaja. El latido de

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nuestros corazones, el ritmo de nuestrosalientos, y las estrellas que giran y novemos, que marcan el paso del tiempo ymiden los intervalos que se reducenpoco a poco hasta nuestro final, el suyo,el mío y el de todo lo demás.

El mundo es un reloj que se quedasin cuerda, y su llegada no tuvo nada quever con eso. El mundo siempre ha sidoun reloj. Hasta las estrellas se apaganuna a una, no habrá ni luz ni calor, y estoes la guerra, la interminable guerra inútilcontra el vacío sin luz y sin calor quecorre hacia nosotros.

Entrelaza los dedos detrás de miespalda y me empuja con fuerza hacia él.Ya no hay espacio entre los dos. No hay

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un punto en el que él acabe y yoempiece. El vacío se llena. Un desafío ala nada.

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Se queda conmigo hasta que se noscalma el aliento y se nos frena elcorazón; me pasa los dedos por el pelo yme mira fijamente a la cara, como si nopudiera marcharse hasta habermemorizado cada detalle. Me toca loslabios, las mejillas, los párpados. Meacaricia la nariz con la punta del dedo ydespués me recorre la curva de la oreja.

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Su rostro está en sombras; el mío,iluminado.

—Huye —me susurra.—No puedo —respondo, negando

con la cabeza.Se levanta del catre, pero me da la

sensación de ser yo la que cae y él quienpermanece quieto. Se viste muy deprisa.No consigo descifrar su expresión.Navaja se ha cerrado a mí. Vuelvo aestar presa en el vacío. No lo soporto.Me aplastará esta ausencia con la que hevivido tanto tiempo que ya apenas lapercibía. Apenas, hasta este momento: élme ha enseñado lo enorme que era elvacío que la llenaba.

—No te atraparán —insiste—.

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¿Cómo van a atraparte?—Sabe que no huiré mientras la

tenga a ella.—Dios mío. Pero ¿qué es ella para

ti? ¿Merece la pena morir por ella?¿Cómo vas a sacrificar toda tu vida poruna sola persona? —Es una preguntacuya respuesta ya conoce—. Vale, haz loque quieras. Como si me importara algo.Como si importara.

—Esa es la lección que nos hanenseñado, Navaja: qué importa y qué no.La única verdad en medio de tantamentira.

Recoge el fusil y se lo echa alhombro. Me da un beso en la frente. Unaaprobación. Una bendición. Después

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recoge la lámpara y se dirige con pasovacilante hacia la puerta, el vigilante, elcuidador, el que no descansa ni se fatiga,ni flaquea. Se apoya en la puerta abierta,de cara a la noche, y el cielo sobre élarde con la luz fría de diez mil piras quemarcan el paso del tiempo que se acaba.

—Huye —lo oigo decir, aunque creoque no habla conmigo—. Huye.

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El octavo día, el helicóptero vuelve apor nosotros. Permito que Navaja meayude a ponerme la ropa, pero aparte deun par de costillas doloridas y de notarlas piernas débiles, las doce matricesconocidas en su conjunto como Hachaestán completamente operativas. Se meha curado del todo la cara; ni siquierame queda cicatriz. En el camino de

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vuelta a la base, Navaja se sienta frentea mí y contempla el suelo; solo alza lacabeza una vez para mirarme. «Huye —me pide moviendo los labios en silencio—. Huye».

Tierra blanca, río oscuro, elhelicóptero se inclina bruscamente ydesciende en picado hacia la torre decontrol del campo de aviación, lobastante cerca como para permitirme veruna figura alta y solitaria detrás de lasventanas tintadas. Aterrizamos en elmismo lugar del que partimos, otrocírculo completo, y Navaja me pone unamano en el codo para guiarme al interiorde la torre. Mientras subimos a lo másalto, me coge la mano durante un

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segundo.—Sé qué es lo que importa —dice.Vosch está de pie en la otra punta de

la sala, de espaldas a nosotros, aunqueveo su rostro reflejado a media luz en elcristal. A su lado hay un reclutacorpulento con un fusil pegado al pechoy el aspecto desesperado de alguien quecuelga del cordón de un zapato sobre undesfiladero de veinte kilómetros deprofundidad. Sentado al lado del recluta,vestida con el mono blancoreglamentario, está la razón por la quesigo aquí: mi victima, mi cruz, miresponsabilidad.

Tacita empieza a levantarse cuandome ve. El recluta fornido le pone una

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mano en el hombro y la empuja haciaatrás. Sacudo la cabeza y muevo loslabios para pedirle a la niña que no semueva.

La habitación está en silencio.Navaja está a mi derecha, de pie, algodetrás de mí. No lo veo, aunque está tancerca que sí lo oigo respirar.

—Bueno —dice Vosch a modo depreludio—, ¿has resuelto el acertijo delas rocas?

—Sí.En el cristal oscuro veo que esboza

una tensa sonrisa.—¿Y?—Lanzar una roca muy grande iría

en contra del objetivo.

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—¿Y cuál es el objetivo?—Que alguien sobreviva.—Eso genera otra pregunta. Puedes

hacerlo mejor.—Podríais habernos matado a todos,

pero no lo habéis hecho. Estáisquemando la aldea para salvarla.

—Un salvador, ¿eso es lo que soy?—Se vuelve para mirarme—. Concretatu respuesta. ¿Debe ser todo o nada? Siel objetivo es salvar la aldea de losaldeanos, una roca más pequeña habríalogrado el mismo resultado. ¿Por quéuna serie de ataques? ¿Por qué las tretasy los ardides? ¿Por qué diseñarmarionetas engañadas como EvanWalker? Una roca es algo mucho más

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sencillo y directo.—No estoy segura —confieso—,

pero creo que tiene que ver con lasuerte.

Se me queda mirando un buen rato.Después asiente. Parece complacido.

—¿Qué pasa ahora, Marika?—Me llevas hasta su última

ubicación conocida —respondo—. Mesueltas para seguirlo. Es una anomalía,un defecto del sistema que no puedetolerarse.

—¿En serio? ¿Y cómo va una pobremarioneta humana a suponer un peligro?

—Se ha enamorado, y el amor es laúnica debilidad.

—¿Por qué?

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A mi lado, el aliento de Navaja.Ante mí, el rostro alzado de Tacita.

—Porque el amor es irracional —ledigo a Vosch—, no sigue ninguna norma.Ni siquiera las suyas. El amor es loúnico impredecible en todo el universo.

—Con todos mis respetos, debodisentir contigo en ese punto —respondeVosch, mientras mira a Tacita—. Latrayectoria del amor es completamentepredecible.

Da un paso adelante, se cierne sobremí, un coloso hecho de carne y huesocon ojos claros como un lago demontaña que me perforan hasta llegar alfondo de mi alma.

—¿Por qué iba yo a querer que lo

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localizaras a él o a cualquier otro?—Has perdido los teledirigidos que

lo supervisan a él y a todos los que soncomo él. Está fuera de control. No sabela verdad, pero sí sabe lo suficientecomo para provocar graves daños si nolo detienes.

Vosch alza una mano. Doy unrespingo, pero me apoya la mano en elhombro y lo aprieta con fuerza, con elrostro radiante de satisfacción.

—Muy bien, Marika. Muy, muy bien.Y, a mi lado, Navaja susurra:—Huye.Su pistola estalla junto a mi oído.

Vosch retrocede hacia la ventana, aunqueno es él quien ha recibido el disparo. El

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recluta fornido se pone de rodillas yapoya la culata del fusil en el hombro,pero tampoco le ha dado a él.

El blanco de Navaja era la cosa máspequeña que es la suma de todas lascosas, su bala es la espada que corta lacadena que me ata.

El impacto lanza a Tacita deespaldas. Se golpea la cabeza contra elmostrador que tiene detrás; agita en elaire sus bracitos de alambre. Me giro atoda velocidad hacia la derecha, haciaNavaja, a tiempo de verle el pechoabierto por la bala del recluta.

Cae de cara, y yo levanto los brazospor instinto, pero él cae demasiadodeprisa. No lo alcanzo.

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Y alza los ojos, sus cálidos yprofundos ojos, hacia los míos, al finalde la trayectoria que Vosch no halogrado predecir.

—Eres libre —me susurra Alex—.Huye.

El recluta gira el fusil hacia mí.Vosch se coloca entre nosotros con ungrito gutural de furia.

El nodo dispara la matriz muscularcuando salgo corriendo hacia lasventanas que dan al campo de aviación ydoy un salto de dos metros mientras giroel hombro derecho hacia el cristal.

Y después estoy fuera y caigo, caigo,caigo.

«Eres libre».

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Caigo.

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VIII

LA COCHINCHINA

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Cubiertos de cenizas y polvo, cincofantasmas grises ocupaban el bosque alalba.

Megan y Sam por fin se habíandormido, aunque más que dormirse sehabían desmayado. Ella tenía a Osoaferrado contra el pecho. «Yo siemprevoy donde hay alguien que me necesita»,me dijo Oso.

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Ben estaba contemplando la salidadel sol con el fusil en el regazo, ensilencio, bien envuelto en ira y pena,pero sobre todo en pena. Dumbo, el máspráctico, rebuscando comida en sumochila. Y yo, también bien envuelta enira y pena, pero sobre todo en ira. Holay adiós. Hola y adiós. ¿Cuántas vecestengo que revivir este círculo? No eradifícil averiguar lo que había pasado;simplemente, era imposible entenderlo.Evan encontró la bolsa que habíasoltado Sam y, con su último aliento(literalmente), voló por los aires conGrace en una nube verde lima. Y ese erael plan de Evan desde el principio, elplan idealista y sacrificado de aquel

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cabrón de híbrido alienígena.Dumbo se me acercó para

preguntarme si quería que le echara unvistazo a mi nariz. Repuse que, para mí,se veía con claridad desde varioskilómetros a la redonda. Se rio.

—Échale un vistazo a Ben —le pedí.—No me deja —respondió.—Bueno, tu magia no sirve para

curar su verdadera herida, Dumbo.Él fue quien lo oyó primero (¿por el

tamaño de sus orejas?); levantó lacabeza para mirar por encima de mihombro hacia los árboles: el crujido delsuelo helado al romperse y el de lashojas al aplastarlas. Me levanté y apuntécon el fusil hacia el sonido. Entre las

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oscuras sombras se movía una sombramás clara. ¿Un superviviente delhelicóptero que nos había seguido hastaaquí? ¿Otro Evan o Grace, unSilenciador que nos había encontrado ensu territorio? No, no podía ser. A unSilenciador no lo pillaríamos ni de coñacaminando por el bosque con el sigilode un elefante en una cacharrería.

La sombra alzó los brazos y supe, losupe antes de oír mi nombre, que mehabía encontrado de nuevo, que habíacumplido la promesa que no podíahacer, la que le había marcado con misangre y la que él me había marcado consus lágrimas; un Silenciador, si, miSilenciador, caminando hacia mí, dando

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traspiés a la imposible luz pura de unalba de invierno que ya prometíaprimavera.

Le pasé mi fusil a Dumbo. Lo dejéallí. La luz dorada, los árboles oscurosrelucientes de hielo y la forma en que elaire huele en las mañanas frías. Lascosas que dejamos atrás y las cosas quenunca nos dejan. El mundo acabó unavez. Acabará de nuevo. El mundo seacaba y después regresa. El mundosiempre regresa.

Me detuve unos pasos antes dellegar hasta él. Él también se detuvo, ynos contemplamos a través de unadistancia más grande que el universo,dentro de un espacio más delgado que el

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filo de una navaja.—Tengo la nariz rota —le dije.Puñetero Dumbo, me había cohibido

con el tema.—Tengo el tobillo roto.—Entonces, deja que me acerque yo.

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AGRADECIMIENTOS

Al iniciarlo, no era consciente delprecio que tendría que pagar por esteproyecto. Uno de mis defectos comoescritor (uno de muchos, está claro) esque tiendo a meterme demasiado en losmundos interiores de mis personajes. Nohago caso del sabio consejo depermanecer por encima del conflicto, deser tan indiferente como los dioses ante

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el sufrimiento de mi creación. Cuando seescribe una historia larga que ocupa tresvolúmenes y que trata sobre el fin delmundo tal y como lo conocemos,seguramente lo mejor es no tomarse lascosas demasiado en serio. De locontrario, tienes garantizadas unascuantas noches oscuras para el alma,además de fatiga, malestar, cambios dehumor inapropiados, hipocondría,ataques de llanto y cabreos pueriles.Uno termina por convencerse a sí mismo(y también a los demás) de que actuarcomo un niño de cuatro años que lloraporque no ha conseguido el regalo quequería por Navidad es completamentenormal, aunque, en el fondo, sabe que

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está siendo poco sincero. En el fondosabe que, cuando el reloj se pare y eltiempo se acabe, deberá algo más queagradecimientos; también tendrá quepedir disculpas.

A la buena gente de Putnam, sobretodo a Don Weisberg, Jennifer Besser yAri Lewin: perdonadme por irme por lasramas, por tomarme a mí mismo y a mislibros demasiado en serio, por culpar aotros de mis propios defectos, poratascarme en las lodosas trincheras dedilemas imposibles que creaba yomismo. Habéis sido generosos ypacientes, y me habéis apoyado hasta loindecible.

A mi agente, Brian DeFiore: hace

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diez años no tenías ni idea de dónde teestabas metiendo. Para serte sincero, yotampoco, pero gracias por aguantar ahí.Se agradece saber que hay una persona ala que puedo llamar en cualquiermomento para gritarle sin motivoalguno.

A mi hijo, Jake: gracias porresponder siempre a mis mensajes y porno perder los nervios cuando los perdíayo. Gracias por saber interpretar misestados de ánimo y perdonarlos inclusocuando no los entendías. Gracias porinspirarme, por animarme y pordefenderme siempre de la mala gente. Ygracias por soportar bastante bien lacostumbre de tu padre de introducir en

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las conversaciones citas misteriosas delibros que no has leído y de películasque no has visto.

Por último, a Sandy, mi mujer desdehace casi veinte años, que supo ver elsueño que su marido necesitaba alcanzary que comprendió mejor que él cómohacerlo realidad: cariño, me hasenseñado a ser valiente ante lasperspectivas aciagas y la pérdidaincalculable. Me has enseñado a tener feante la desesperación, valor en losmomentos de caos más oscuros,paciencia cuando acecha el pánico deltiempo perdido y el esfuerzomalgastado. Perdóname por las horas desilencio que has soportado, por la ira

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incoherente y la desesperación, por losinexplicables cambios de ánimo, de laeuforia («¡soy un genio!») a la angustia(«¡soy una mierda!»). Soy el únicoimbécil al que te he visto soportar debuena gana. Vacaciones estropeadas,obligaciones olvidadas, preguntas noescuchadas. No hay nada más dolorosoque la soledad de estar con alguien queno está nunca del todo contigo. Hecontraído una deuda que nunca podrésaldar, aunque prometo que lo intentaré.Porque, al final, sin amor, nuestrosesfuerzos no sirven de nada, todo lohacemos en vano.

Vincit qui patitur.

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RICK YANCEY. Es autor de trecenovelas y una memoria. Sus libros hansido publicados en más de veinteidiomas y han ganado numerosospremios alrededor del mundo. Su novelapara jóvenes, The ExtraordinaryAdventures of Alfred Kropp, fue llamadael «Best Book of the Year» por el

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Publishers Weekly y fue nominada porla Carnegie Medal. En 2010, Rickrecibió el Michael L. Printz Honor porThe Monstrumologist. La secuela, TheCurse of the Wendigo, fue finalista paraLos Angeles Times Book Prize. Suúltima novela, La quinta ola, el primerlibro de una trilogía de ciencia ficciónépica, hizo su estreno mundial en 2013,y pronto será llevada a la pantallagrande por GK Films y Sony Pictures.