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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA F ACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN FUNDAMENTOS DE LA EDUCACIÓN PROFESORA PATRICIA REDONDO TRABAJO GRUPAL PARA LA PROMOCIÓN AÑO: 2010 GRUPO 10 (John Dewey). ALUMNOS: Abel, Santiago Casado, Tomás Agustín Heiderscheid, Cristhian Orsini, Esteban

Dewey

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN

FUNDAMENTOS DE LA EDUCACIÓN

PROFESORA PATRICIA REDONDO

TRABAJO GRUPAL PARA LA PROMOCIÓN

AÑO: 2010

GRUPO 10 (John Dewey).

ALUMNOS: Abel, Santiago

Casado, Tomás Agustín

Heiderscheid, Cristhian

Orsini, Esteban

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LA ACTUALIDAD DEL PENSAMIENTO PEDAGÓGICO DE

JOHN DEWEY

INTRODUCCIÓN

Nos proponemos en el presente trabajo abordar los conceptos fundamentales de la

filosofía de la educación de John Dewey (1859-1952). Consideramos que éstos son los de

experiencia, educación y democracia. Expondremos previamente los principios generales

que articulan su pensamiento, a fin de captar una visión integral de su obra. Asimismo

repasaremos la experiencia de la Escuela Experimental de Chicago con el objeto de ver

plasmada su filosofía en estas prácticas. Finalmente, en nuestras conclusiones nos

abocaremos a repensar sus ideas y prácticas desde un punto de vista crítico,

considerando especialmente su eventual importancia para abordar problemáticas

educativas actuales.

PRINCIPIOS GENERALES DE LA TEORÍA DE DEWEY

La actividad y el pensamiento pedagógicos de Dewey no son fenómenos aislados

de sus ideas filosóficas, sociales y políticas más generales. Cuando se aborda un

pensador de estas características no debe nunca perderse de vista la coherencia, unidad

y articulación que existe entre las distintas partes y temas de su obra. Nos proponemos,

por lo tanto, exponer los principales aportes que ha legado al campo de la pedagogía

tomando previamente como punto de partida unos pocos principios de carácter muy

general que, consideramos, constituyen su fundamento último. Las concepciones de

Dewey en torno a la educación, la experiencia y la democracia nos remiten, en efecto, una

y otra vez a tales principios, que explicamos a continuación:

1. El primero de ellos podría denominarse “monismo”. Es notable la importancia

que Dewey le otorga a este principio. Gran parte de su obra puede entenderse como una

persistente polémica con el dualismo. Este último puede cobrar distintas formas: puede

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consistir en una antítesis irreconciliable entre teoría y práctica, entre conocimiento racional

y empírico, intelecto y emociones, espíritu y cuerpo, hacer y pensar, individuo y sociedad,

individuo y ambiente, etc. En definitiva, sostiene Dewey, el origen de todas estas

divisiones no es otro que la separación existente entre ricos y pobres, hombres y mujeres,

nobles y plebeyos, gobernantes y gobernados. Entre ambos polos se erige una barrera

infranqueable que impide un intercambio fluido y libre, dando lugar al surgimiento de tipos

diferentes de experiencias vitales, cada uno de los cuales tiene sus propios fines y valores

aislados. Otra expresión de este dualismo que merece una especial atención es aquélla

según la cual se establece una división entre las cosas de este mundo consideradas

como meras apariencias y una esencia inaccesible de la realidad (1967: 351). Aquí Dewey

se está enfrentando prácticamente con toda la tradición metafísica occidental, desde

Platón hasta Kant y algunos de sus seguidores. Richard Rorty destaca, comentando este

punto, una interesante conexión con el pensamiento de Nietzsche. En efecto, ambos

realizan contemporáneamente un denodado esfuerzo por deshacerse de la tradicional

oposición entre un “mundo verdadero” y un “mundo de apariencias”: ambos nos instan a

dar la espalda a la idea de la “realidad tal como es en sí misma”. Esta concepción de una

realidad que tiene una naturaleza intrínseca que nunca será accesible al conocimiento

humano es interpretada por ellos como un resabio de la idea de que existe algo no

humano (supra-humano) con autoridad sobre nosotros, idea que determina un

rebajamiento de uno mismo, una autohumillación (2000: 10-11). Frente a ello, Dewey

concibe las creencias que llamamos “verdaderas” de un modo pragmático, con lo cual

pasamos a su segundo principio general.

2. La filosofía de Dewey es, pues, pragmatista. Esto significa que el conocimiento

debe ser concebido no como una representación de una naturaleza intrínseca de la

realidad, sino más bien como una herramienta que nos permite ajustar unos medios para

unos fines (Rorty, 2000: 11). Es decir, tener una idea de una cosa (esto es, conocerla) es

ser capaz de responder a la cosa en vista del lugar que ocupa en un plan de acción,

previendo el rumbo y las probables consecuencias de la acción de la cosa sobre nosotros

y de nuestra acción sobre ella (1967: 40). De acuerdo con esto, podemos decir, con Rorty,

que el pragmatismo sostiene que no existe nada más aparte de lo condicionado, pues los

seres humanos no pueden saber nada más allá de las relaciones que mantienen entre sí

y con el resto de los seres finitos. Se trata, por lo tanto, de una renuncia a lo infinito que

plantea, en última instancia, que la búsqueda de la verdad coincide con la búsqueda de la

felicidad y no con la realización de un deseo que trasciende la simple felicidad (Rorty

2000: 11). Una vez derribado aquel mundo “verdadero”, “eterno” y “trascendente”, sólo

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nos queda este mundo cambiante, contingente y transido por la temporalidad. Esto nos

conduce directamente al tercer principio general.

3. “Nosotros no vivimos en un mundo establecido y acabado, sino en un mundo

que se está haciendo” (Dewey, 1967: 166). En esta frase se condensa una concepción en

la que confluyen diversas cuestiones. Implica, en primer lugar, la transición desde una

interpretación estática de la vida, según la cual el ideal final es algo inmóvil y dado

previamente, hacia una interpretación dinámica de la misma, donde nos encontramos con

un presente moviente que incluye el pasado a condición de utilizarlo para dirigir su propio

movimiento (1967: 66-67, 87). Pero también esta frase nos permite entender cómo Dewey

analizaba el mundo en el que estaba viviendo. No era éste el mundo de los griegos ni el

del medioevo. Muchas cosas habían cambiado desde los albores de la modernidad.

EL MUNDO EN LOS TIEMPOS DE DEWEY

Debemos conocer, por lo tanto, las determinaciones históricas bajo las cuales se

encontraba Dewey para poder comprender de manera más acabada su vida y obra.

Dewey vivió en una época de profundas transformaciones. La noción de pragmatismo

supuso la expresión y explicación sistemática de todos estos cambios que iban a resituar

al mundo occidental y en especial a EEUU ante un nuevo horizonte de sentido. Siguiendo

a Hobsbawn, entendemos al siglo XX como un siglo corto, caracterizado por la

aceleración del tiempo histórico, es decir, por el incremento de acontecimientos en un

periodo acotado de tiempo que produjo grandes cambios económicos, sociales, políticos y

culturales en todo el mundo.

Durante fines del siglo XIX y principios del XX Estados Unidos fue receptora de un

gran flujo de inmigrantes que provenían de distintos países como Alemania, Irlanda,

Escocia, etc. Éstos no cesaban de llegar para trabajar en la industria, en el norte en la

producción de acero y hierro o en la red ferroviaria. Los procesos de migración del campo

a la ciudad y la consecuente urbanización, aumentaron y abarataron la oferta de mano de

obra para la industria creciente norteamericana. Esto produjo cambios en el sistema

educativo. La técnica se integró a la universidad y la universidad y la industria pasaron a

estar controladas por el gran capital. Se desarrolló un sistema escolar dominado por el

Estado y por los profesionales de la educación, con el doble propósito de integrar las

masas a la nueva sociedad industrial y de proporcionar a ésta los trabajadores

necesarios. Dewey pensaba que lo ofrecido por el sistema educativo norteamericano de

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su época no proporcionaba a los ciudadanos una preparación adecuada para la vida en

una sociedad democrática. Consideraba además, que la educación no debía ser

meramente una preparación para la vida futura, sino que debía proporcionar y tener pleno

sentido en su mismo desarrollo y realización presentes. Su trabajo y sus escritos

influyeron significativamente en los profundos cambios experimentados en la pedagogía

de Estados Unidos en los inicios del siglo XX, manifestados en el cambio del énfasis de lo

institucional y burocratizado a la realidad personal del alumno.

Dewey vivió la transición entre el largo siglo XIX y un siglo XX corto (Hobsbawm:

1997). La revolución compendiada en el ideario “libertad, igualdad y fraternidad” aún no

estaba culminada, era una tarea pendiente. Esta idea de la modernidad como un proyecto

inacabado indaga acerca de la posibilidad de llevar a cabo el ideal iluminista que apunta a

desarrollar una sociedad basada en la razón y en el respeto a un conjunto de derechos

considerados como universales. En este sentido, podemos establecer un vínculo estrecho

con el pensamiento de Jürgen Habermas.

Retomando la caracterización histórica, podemos decir que Dewey vivía en una

época donde los productos de la revolución ilustrada estaban condensados en el

industrialismo, el confort, el populismo y el dominio del hombre medio. Su compromiso

con la educación y la democracia no sólo estaba presente en su pensamiento, sino que

también se cristalizaba en su participación en la res pública. Sus convicciones

democráticas lo impulsaron a debatir y entrar en grandes controversias con un gran

número de educadores “progresistas”, incluso con algunos que se consideraban fieles

adeptos suyos. Rechazaba aquellos proyectos que abogaban por programas de

educación profesional en los que él veía una enseñanza de clase que convertiría a las

escuelas en un agente eficaz para la reproducción de una sociedad antidemocrática. “El

tipo de educación profesional que me interesa no es el que adapta a los trabajadores al

régimen industrial existente; no amo suficientemente ese régimen”. En vez de ello, a su

juicio, los norteamericanos debían tender hacia “un tipo de educación profesional que en

primer lugar modifique el sistema laboral existente y finalmente lo transforme” (Westbrook,

1993: 289-305).

La segunda revolución industrial (simbolizada en el automóvil y los rascacielos), el

taylorismo (desarrollo de la ciencia aplicada a la industria) y las guerras mundiales,

marcarían el camino de EEUU hacia la expansión económica y su nuevo posicionamiento

hegemónico en el mundo capitalista. Otros hechos significativos como la Revolución

Rusa, la crisis del 30´, la guerra civil española, permitieron pensar que el capitalismo no

era un sistema perfecto ni mucho menos estable. De esta manera apareció en escena la

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posibilidad de una transformación radical de la sociedad y la instauración del comunismo

como una forma de organización social alternativa.

Por otra parte debemos considerar que en este momento histórico tuvieron lugar

importantes acontecimientos que posibilitaron la acción y el compromiso político de

muchos actores sociales que antes estaban por fuera de los asuntos públicos. El

establecimiento de sistemas democráticos en numerosas naciones de todo el mundo, y en

particular la conformación de una democracia liberal a partir del reconocimiento de los

derechos (civiles, sociales, políticos) a la “ciudadanía” en EEUU abrió el juego político a

una mayor porción de la población, si bien a las personas de raza negra y a las mujeres

(hasta 1920) todavía se les excluía del sistema político.

No debemos perder de vista que la actividad de Dewey no quedó confinada al

ámbito de los Estados Unidos, ya que además se aventuró en el extranjero para apoyar

los esfuerzos reformistas en países tan diversos como Japón, Turquía, México, la Unión

Soviética y China, país donde quizás tuvo una mayor influencia. En efecto, fue recibido

por muchos intelectuales chinos que, como dijo un historiador, “asocian estrechamente el

pensamiento de Dewey a la noción misma de modernidad” (Westbrook, 1993: 303).

Concluyendo, frente a un mundo convulsionado como el que acabamos de

describir podemos considerar a Dewey como un pensador que trató de comprender e

interpretar la vorágine de una sociedad sometida a cambios acelerados, rupturas

científicas, mutaciones culturales, crisis políticas, y tensiones de toda índole.

CONCEPTOS CENTRALES DE LA FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN DE DEWEY

UNA NUEVA NOCIÓN DE EXPERIENCIA

El concepto de experiencia es uno de los elementos fundamentales del

pensamiento pedagógico de Dewey, una de cuyas tesis principales es, sin duda, la idea

de que existe una relación necesaria y orgánica entre la experiencia y la educación (1958:

16). Una pedagogía basada en este principio radical depende, por ello, del correcto

desarrollo de una filosofía de la experiencia (1958: 21-22). La primera cuestión que ha de

abordarse se refiere, por lo tanto, a la esencia de la experiencia. Ésta, entiende Dewey,

incluye dos elementos que se combinan entre sí: un elemento activo, según el cual la

experiencia consiste en ensayar (de aquí, el término “experimento”); y un elemento

pasivo, de acuerdo con el cual la experiencia implica sufrir o padecer. Así pues, cuando

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experimentamos algo, actuamos sobre una cosa que, a su vez, actúa sobre nosotros. Por

consiguiente, la experiencia no es primariamente cognoscitiva, sino que es un proceso

activo-pasivo, es decir, del orden de lo práctico. Pero no toda experiencia puede ser

considerada valiosa por igual. Dewey propone un criterio según el cual la fecundidad y el

valor de una experiencia residen en la conexión de sus elementos activo y pasivo. Es

decir, aprendemos algo cuando una actividad se continúa en nosotros en tanto sufrimos

sus consecuencias, de modo tal que ésta no constituye un mero fluir, sino un fluir cargado

de sentido. Aprender por la experiencia no es otra cosa que establecer y percibir la

relación, conexión o continuidad hacia atrás y hacia adelante entre lo que nosotros

hacemos a las cosas (aspecto activo) y lo que gozamos o sufrimos de las cosas como

consecuencia (aspecto pasivo). Es, pues, claro que sólo a partir de la retrospección y de

la proyección que hagamos nos es posible captar el sentido de una experiencia. Otra

característica de gran relevancia que se sigue de lo anterior es que una experiencia

comprende conocimiento en la medida en que se acumula o se suma a algo. Toda

experiencia, en efecto, recoge algo de lo anterior y modifica en cierta medida la cualidad

de lo que acontecerá después (1958: 37). Pero lo que distingue una experiencia educativa

de una antieducativa es, por un lado, el mayor grado en que se perciben en la primera las

conexiones que implica y, por otro, la capacidad de la misma de contribuir a un desarrollo

continuado, a una ampliación de las condiciones externas para un aprender ulterior (1958:

39).

A partir de la explicación precedente, podemos comprender fácilmente por qué

resulta perjudicial romper con la unión íntima entre la actividad y el sufrir las

consecuencias. Tal operación determinaría la incapacidad por parte de nosotros de

reconocer el sentido de nuestra experiencia, en la medida en que caeríamos en el error

de considerar al espíritu como puramente intelectual y cognitivo, y al cuerpo como algo

poco significativo o como un elemento obstaculizador. Si separamos el espíritu del cuerpo

de este modo radical, dice Dewey, nuestro actuar será mecánico. Frente a este dualismo,

es preciso mostrar que toda experiencia con sentido contiene algún elemento de

pensamiento o reflexión. Este último consiste precisamente en el discernimiento de la

relación que existe entre lo que tratamos de hacer y lo que ocurre como consecuencia.

Dewey, por lo tanto, se propone reunir la acción y el pensamiento en una unidad. Toda

experiencia verdaderamente valiosa contará con ambos elementos y será, por tanto,

reflexiva y no rutinaria o caprichosa. ¿Cuáles son los rasgos generales que comparte toda

experiencia reflexiva? En una primera etapa, nos hallamos en un estado de perplejidad,

confusión y duda, debido a que nos vemos envueltos en una situación incompleta y aún

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indeterminada en cuanto a su significación. Frente a ello, realizamos una anticipación por

simple conjetura (una hipótesis), lo cual constituye una tentativa de interpretación de los

elementos dados, a los que les atribuimos una tendencia a producir ciertas

consecuencias. El grado de reflexividad de nuestra experiencia depende directamente de

los tres siguientes pasos: 1. llevamos a cabo una revisión cuidadosa, es decir, un examen

exploración e inspección; 2. reelaboramos la hipótesis de tal modo que sea más precisa y

consistente y comprenda un campo más amplio de hechos; 3. confeccionamos un plan de

acción que se apoya en tal hipótesis y que se aplica a la situación que hemos de afrontar.

Finalmente, actuamos en función de tal plan de acción produciendo el resultado que

habíamos anticipado y comprobando de este modo la hipótesis (1967: 164-165).

Sin embargo, dado que nuestro pensamiento no puede nunca tener en cuenta la

totalidad de las conexiones, jamás abarcará con perfecta precisión y plena seguridad

todas las consecuencias. Con ello tocamos un punto fundamental: el pensamiento

siempre se refiere a situaciones que todavía están ocurriendo y son incompletas,

inciertas, dudosas o problemáticas. Todo pensar implica en mayor o menor medida una

cierta dosis de peligro, ya que nada puede ser garantizado por adelantado. Sus

conclusiones, al menos hasta que no sean confirmadas por los sucesos, son tentativas e

hipotéticas. El pensar es, por consiguiente, un proceso de investigación, que constituye

aquel ámbito intermedio entre el conocimiento completo y la absoluta ignorancia (1967:

162-163).

Esto último se halla en íntima relación con los principios fundamentales que

estructuran la filosofía de Dewey, explicados más arriba. Es manifiesto el rol decisivo que

juega aquí la interpretación del mundo y de la época que le toca vivir: como dijimos, se

trata de un mundo signado por el cambio continuo y por la contingencia. El desafío de

toda educación y teoría pedagógica será dar cuenta de estos rasgos epocales y formar

individuos y sociedades que logren aprovechar los beneficios y potencialidades que

puede eventualmente ofrecer. También hemos visto en lo anterior cómo los enfoques

antidualista y pragmatista tiñen toda su concepción.

Pasemos ahora a considerar más específicamente el concepto de educación que,

como vimos, es inescindible del de experiencia.

LA EDUCACIÓN COMO RECONSTRUCCIÓN DE LA EXPERIENCIA

Educación es un concepto que atraviesa toda la obra de John Dewey y se relaciona

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con el resto de los conceptos que la estructuran. De hecho, la idea de educación en

Dewey es tan central que el resto del sistema de su filosofía parece apuntalarla y ésta al

sistema, como la clave de bóveda recibe y sostiene todo el peso de un arco. Siendo así,

para comprender la idea de educación deberemos necesariamente aplicarnos a las

articulaciones principales entre ésta y los otros conceptos.

Antes de empezar, o mejor, para dar comienzo, debemos hacer una salvedad. La

concepción de la educación que tiene Dewey definitivamente trasciende lo que

usualmente se asocia, al menos desde el sentido común, con ella: ideas como las buenas

maneras, la escolaridad, la formación profesional y otras, quedan chicas si se las pone

junto al concepto de educación que expresa. O mejor, estas ideas están comprendidas de

algún modo en el concepto de educación pero de ninguna manera componen su totalidad.

Si bien fue la figura más importante de un movimiento que apuntó a la reforma de la

escuela, ello se debe a la importancia de la escolaridad en este momento de la historia, la

cual se debe a su vez a la complejidad de la experiencia en la sociedad moderna. Pero su

noción de educación no puede bajo ningún concepto reducirse a lo escolar. En este

sentido apunta: “Lo que la nutrición y la reproducción son a la vida fisiológica, es la

educación a la vida social” (1967: 17). En esta frase se pone de manifiesto la naturaleza

de la educación como proceso que excede el periodo de la infancia y la juventud (etapa

que solemos asociar con el paso por la escuela). No podemos negar que hay una

particular preocupación en su obra por la acción educadora que se ejerce sobre los

jóvenes, pero si en última instancia se asocia educación a crecimiento (podemos entender

la frase citada en este sentido), el sujeto de esta educación no será sólo el niño o el joven

sino el ser humano. La educación será un proceso que abarcará toda la vida del hombre

(1967: 61 – 62).

Lo que es más, la educación como proceso trasciende la vida del individuo

particular, dado que se relaciona, en última instancia, con el desarrollo de una sociedad (si

pensamos desarrollo a la vez como perpetuación y como readaptación, reformulación y

cambio). La vida abarca una(s) experiencia(s). Así como la vida en su sentido fisiológico

continúa en la renovación, así también, la vida de un grupo social, sus experiencias,

continúan en la renovación del grupo. Es la educación en sentido amplio el medio por el

cual se continúa esta vida (1967: 10).

Como puede verse se trasciende al individuo en dos sentidos: por un lado tenemos

un grupo social del que el individuo es parte; por otro lado, las generaciones, la

superación del individuo (y de un grupo particular) a través de los tiempos.

Hecha la salvedad, nos queda entre manos la punta del hilo por la cual debemos

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empezar a tirar para desarmar el ovillo. Todo ser existe en un medio ambiente que

“consiste en aquellas condiciones que promueven o dificultan, estimulan o inhiben las

actividades características1 de un ser vivo” (1967: 20). Este medio ambiente no se reduce

a la proximidad física, a aquello que rodea al ser vivo, sino que incluye todo aquello que

interviene en la actividad de un ser. El medio ambiente de un ser que actúa en relación a

otros está también compuesto por esos otros y las relaciones entre esos otros y él, y la

historia de esas relaciones entre seres. Lo que queremos decir es que un ser humano,

que vive en sociedad, tiene un medio ambiente social. La actividad de un ser humano está

definitivamente influida por ciertas expectativas, mandatos, prohibiciones, condenas, etc.,

del resto del grupo.

La influencia del medio ambiente sobre la actividad del ser que vive en sociedad es

insalvable y constante. Todo el tiempo estamos actuando (estamos siendo) en relación a

nuestro ambiente. De esta manera, todo el tiempo estamos siendo educados por nuestro

ambiente: “el mismo proceso de convivir educa” (1967: 14).

Lo que hace esta educación, con mayor o menor efectividad, es que se transforme

la cualidad de la experiencia del sujeto a fin de que “participe en los intereses, propósitos

e ideas corrientes en el grupo social” (1967: 29). Sólo así, el grupo social puede existir en

un momento dado y continuar siendo en el futuro. Es de vital importancia saber diferenciar

este fin último y deseable de la educación de otros actos que pueden ser tomados por

educación pero tiene una fuerza de naturaleza diferente. Pueden crearse hábitos en los

individuos de manera que se preparen las respuestas que tendrán ante determinados

estímulos y situaciones. También puede hacerse que una persona actúe conforme a los

intereses de un grupo a punta de pistola o a través de amenazas más sutiles, a través de

sanciones sociales. No hablamos de educación siempre que hablamos de dirigir la

experiencia de un sujeto. Hay educación si a través de este proceso el individuo hace

suyos los intereses, creencias y propósitos del grupo del que forma parte. Por eso en la

escuela nueva que propone Dewey “la fuente primaria de control social reside en la

misma naturaleza del trabajo realizado como una empresa social”2 (1958: 68).

Ahora bien, podemos trazar, para empezar a esclarecer el asunto, una primera

diferencia: por un lado todo el tiempo estamos siendo educados por nuestro ambiente

social que “ejerce una influencia educativa o formativa inconscientemente y aparte de

todo propósito establecido” (1967: 26). Acerca de esto es importante remarcar que el

1 El destacado es del autor.

2 El destacado es nuestro.

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hecho de existir en el medio es estar recibiendo y causando esa influencia, pero siempre

de una manera no dirigida, incidental.

Por otro lado, la educación puede ser intencionada. Si consideramos que a una

sociedad le interesa especialmente el desarrollo educativo de los miembros más jóvenes

dado que sólo de este modo se mantiene en el tiempo, entendemos que actuará con

particular energía sobre la educación de esos miembros inmaduros. Surgen entonces

esfuerzos de sistematización de la educación, de los que la escuela es un tipo, el tipo de

nuestra época.

Entre las dos formas de educación mencionadas la diferencia es significativa.

Mientras que la primera es, digamos, espontánea e inevitable, la educación sistemática

comprende esfuerzos conscientes por modificar el ambiente de los miembros inmaduros a

fin de dirigir su experiencia en alguna dirección particular. Esta acción sobre la experiencia

debe apuntar a la interacción del sujeto con el grupo, a hacerlo participar con un

compromiso profundo en una actividad conjunta. Además apuntar a la continuidad de las

experiencias futuras. De esta manera se cumple el ideal de crecimiento: tanto el individuo

como el grupo avanzan.

Hasta aquí hemos repasado unos cuantos puntos fundamentales que hacen a la

concepción de educación de John Dewey, a saber: que es un proceso que excede lo

escolar y atraviesa toda la vida del individuo; que su sujeto no es únicamente el niño sino

el hombre en general; que excede, visto desde otro ángulo, la vida del individuo y se

asocia a la vida del grupo; que es un proceso constante que se da naturalmente por el

ambiente pero que además podemos actuar sobre él y dirigir la experiencia del educando,

siempre con la vista puesta en la experiencia futura. Con estas cosas en mente podemos

pasar a la definición técnica de educación que da Dewey: “Es aquella reconstrucción o

reorganización de la experiencia que da sentido a la experiencia, y que aumenta la

capacidad para dirigir el curso de la experiencia subsiguiente” (1967: 88).

La educación es un trabajo sobre la experiencia. Su resultado tiene dos partes. Por

un lado obtenemos más sentido de las experiencias. Esto se debe a que la educación

produce un aumento de la percepción de las conexiones y continuidades de nuestras

experiencias. Nos hace ver los puntos de contacto entre nuestras diferentes actividades

que de otra manera serían invisibles. A esto se debe la insistencia de Dewey sobre la

necesidad de conectar las materias de estudio con la realidad del alumno, con sus

actividades cotidianas y con las actividades e intereses de su comunidad. Un

conocimiento que se imparte de manera aislada puede memorizarse y repetirse pero no

puede aplicarse a la vida real del alumno. En consecuencia, resulta de poco provecho

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(1958: 56).

Por otro lado, y como consecuencia de lo anterior, la educación provee de mayor

capacidad para dirigir la experiencia venidera. Es que, al poder comprender lo que

hacemos, lo que ocurre, podemos más fácilmente prever lo que va a acontecer. En

palabras de Dewey, se puede “estar dispuesto a prepararse de antemano para lograr

consecuencias más beneficiosas” (1967: 88).

La diferencia de esta concepción de la educación está en que no se la concibe

como un medio para un fin. La educación es un fin en sí mismo porque es un proceso que

no acaba. Los resultados se identifican con el proceso. Cada resultado que la educación

arroja viene a completar la etapa anterior haciendo visibles los sentidos de las actividades

que hasta entonces permanecían ocultos. A la vez, esta nueva visión es preparatoria para

nuevos tipos de experiencia, más plena en la medida que se comprende mejor su sentido.

Para concluir, podemos decir que la concepción de la educación como un proceso

y función social no tiene sentido concreto en la medida en que no definamos qué clase de

sociedad pretendemos. De esta manera, nos adentramos en el ideal democrático que nos

propone Dewey.

EL IDEAL DEMOCRÁTICO DE DEWEY

Dewey propone dos criterios para analizar distintas sociedades. El primero consiste

en el interés mantenido en común, es decir no sólo puntos más numerosos y más

variados de interés participado entre todos, sino también el conocimiento de los intereses

mutuos como un factor de control social. El segundo criterio supone una interacción libre

entre los grupos sociales, así como un cambio en los hábitos sociales, su reajuste

continuo afrontando las nuevas situaciones producidas por el intercambio variado. Una

sociedad es democrática en la medida en que facilita la participación de todos sus

miembros en sus bienes bajo condiciones iguales y asegura el reajuste flexible de sus

instituciones mediante la interacción de las diferentes formas de vida asociada. Tal

sociedad debe tener un tipo de educación que ofrezca a los individuos tanto un interés

personal en las relaciones como el control de la sociedad y los hábitos espirituales que

produzcan los cambios sociales sin introducir el desorden (Dewey, 1967: 94-99). Como

apunta Richard Rorty, “Dewey utilizó el término, democracia para designar algo parecido a

lo que Habermas quiere decir con el término “razón comunicativa”. Para Dewey esta

noción resume la idea de que los seres humanos deberían regular sus acciones y

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creencias por la necesidad de unirse a otros seres humanos en proyectos de cooperación,

y no por la necesidad de encontrarse en la correcta relación con respecto a algo no

humano” (2000: 32).

En este sentido, Dewey afirmaba que para que la escuela pudiera fomentar el

espíritu social de los niños y desarrollar su espíritu democrático tenía que organizarse en

comunidad cooperativa. La educación para la democracia requiere que la escuela se

convierta en “una institución que sea, provisionalmente, un lugar de vida para el niño, en

la que éste sea un miembro de la sociedad, tenga conciencia de su pertenencia y a la que

contribuya” (Westbrook, 1993:290). La creación en el aula de las condiciones favorables

para la formación del sentido democrático no es tarea fácil, ya que los maestros no

pueden imponer ese sentimiento a los alumnos; tienen que crear un entorno social en el

que los niños asuman por sí mismos las responsabilidades de una vida moral

democrática. Ahora bien, señalaba Dewey, este tipo de vida “sólo existe cuando el

individuo aprecia por sí mismo los fines que se propone y trabaja con interés y dedicación

personal para alcanzarlos” (Westbrook, 1993:291). Dewey nos interpela: “¿Qué significa la

democracia si no que cada persona tiene que participar en la determinación de las

condiciones y objetivos de su propio trabajo y que, en definitiva, gracias a la armonización

libre y recíproca de las diferentes personas, la actividad del mundo se hace mejor que

cuando unos pocos planifican, organizan y dirigen, por muy competentes y bien

intencionados que sean esos pocos?”` (Westbrook, 1993:301). En la Escuela

experimental de Chicago, como veremos más adelante, Dewey intentó llevar a la práctica

ese tipo de democracia mediante el trabajo.

Aunque Dewey no tenía un plan preciso para convertir las escuelas en poderosas

instituciones de oposición en el corazón de la cultura norteamericana, sí tenía en cambio

una clara visión de lo que a su juicio debían ser las escuelas en una sociedad plenamente

democrática, y no sin éxito, intentó realizar esta idea en la Escuela experimental. Estaba

claro que esa escuela no podía reproducirse socialmente. Si bien Dewey intentó

relacionar la escuela con una vida social exterior incorporando las “ocupaciones” al núcleo

del programa de estudios, suprimió conscientemente de ellas una de sus características

más esenciales en la sociedad norteamericana al separarlas de las relaciones sociales de

la producción capitalista y situarlas en un contexto cooperativo en el que prácticamente

resultaban irreconocibles para los que las practicaban en la sociedad exterior. Explicaba

que en la escuela las ocupaciones clásicas ejercidas por los alumnos estaban libres de

toda traba económica. El objetivo no era el valor económico de los productos, sino el

desarrollo de la autonomía y el conocimiento social (Westbrook, 1993:289). Las

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ocupaciones de la escuela, libres de “preocupaciones utilitarias”, estaban organizadas de

tal forma que “el método, el objetivo y la comprensión del trabajo [estuvieran] presentes

en la conciencia del que realiza el trabajo, y que su actividad [tuviese] un significado para

él” (Westbrook, 1993:303). De este modo, el trabajo de los niños no era un trabajo

alienante, ya que no se producía en absoluto la separación entre la mano y la mente que

existía en las fábricas y oficinas del país. Vemos aquí plasmada en la propia práctica

pedagógica uno de los principios generales que articulan el pensamiento de Dewey: nos

referimos al antidualismo.

Por otra parte, Dewey calificó a la Escuela experimental de “sociedad embrionaria”,

pero no se trataba en absoluto de un embrión de la sociedad que existía más allá de sus

muros (Westbrook, 1993:300). Lejos de prometer una reproducción de la América

industrial, preconizaba más bien su reconstrucción radical. La tendencia a reducir cosas

tales como la eficacia de la actividad y la organización científica a exterioridades

puramente técnicas es una prueba de los estímulos unilaterales del pensamiento

ofrecidos a los que controlan la industria. De esta manera la inteligencia se reduce a los

factores de la producción técnica y a la comercialización de mercancías. Podemos

entender esto como una crítica del autor al modelo científico-industrial taylorista que

imperaba en su época. Dewey separaba al progreso técnico y el desarrollo económico

respecto de la toma de conciencia y el avance moral. La superación de esto sólo era

posible a través de una cultura educativa de la democracia, que permitiera la plena y

conciente participación de los actores sociales en la construcción de una sociedad

democrática.

LA ESCUELA LABORATORIO DE CHICAGO

La experiencia del la Escuela Laboratorio se inició en enero de 1897 con dieciséis

alumnos y estuvo presidida por Dewey hasta su renuncia en 1904 (Tanner, 1997: 23).

Tiene sus orígenes en la década de 1890 en la que el filósofo es convocado por el

presidente de la Universidad de Chicago William R. Harper. Harper, interesado en los

estudios de Dewey en los campos filosóficos, psicológicos y sociológicos y sabiendo el

interés que le suscitaba el estudio de la pedagogía, lo convoca para presidir esa área de

reciente apertura en dicha institución.

En consonancia con su doctrina pragmatista, Dewey fundó la Escuela Laboratorio

como base del proyecto del Departamento de Pedagogía. Este espacio no era un espacio

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de prueba sino un espacio de creación, y el propósito de Dewey no era enseñar sino

aprender (1997: 15).

La teoría deweyana en torno a la educación se construye durante la clase. La

experiencia del aula ya no es el espacio al que el docente llega con un desarrollo

acabado, sino que se instala en el centro de la actividad educativa. De esta forma el

anclaje de la educación deja de ser el pasado, en tanto no se basa en la incorporación de

conceptos cristalizados que los alumnos memorizan para utilizar en un tiempo futuro, sino

que pone el foco en el presente. Es así que el conocimiento se genera en el espacio

áulico, cambiando la concepción del alumno pasivo hacia la de un sujeto activo productor

del conocimiento. La Escuela Laboratorio como parte central del proyecto funciona como

centro de observación, demostración y experimentación. Allí Dewey propone una nueva

forma de la educación en tanto experiencia en el aula. El educador es quien guía la

experiencia educativa no a partir de un programa cerrado sino a través de preguntas

generadores que orienten la situación educativa. Como eje de esta actividad, quien

coordina las clases debe asegurar una continuidad de la experiencia creando junto con el

grupo un camino hacia el conocimiento. Ese camino es el de la educación progresiva.

Esta dinámica áulica lejos está de abandonar la confección de programas que

propongan el recorrido pragmático y conceptual de las clases (1997: 25). La elaboración

de un plan en completo diálogo con la sociedad y con las necesidades propias de cada

alumno es una parte troncal del método de la Escuela Nueva en tanto resulta sustancial

para lograr que la clase realice actividades que generen un aprendizaje que a su vez

derive en nuevas preguntas logrando la continuidad que es eje del método.

El espacio de la escuela deweyana se vincula directamente con la comunidad en

cuanto se concibe como una sociedad en miniatura en donde los alumnos no aprenden lo

que una sociedad o un sujeto en tanto ciudadano puede o debe hacer, sino que el espacio

se concibe como un ámbito de entrenamiento en donde los sujetos administran, dirigen

actividades y asumen responsabilidades. Es así que esta escuela propone acceder al

conocimiento a partir de problemas muy concretos como lo son la construcción de un

espacio arquitectónico, llevar adelante una cosecha, confeccionar prendas de vestir o

elaborar alimentos. Estas ocupaciones son generadoras de las preguntas que conducirán

hacia los conceptos más teóricos. De esta forma la teoría se aprehende como un

verdadero instrumento para la resolución de problemas concretos y de interés vital tanto

para los alumnos como para los maestros. Vinculemos esto con el principio general

explicitado en la primera parte, y que denominamos “pragmatismo”: las ideas son

concebidas como herramientas para nuestra acción.

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Si bien esta concepción de escuela supone un corte radical con el modo tradicional

en el que se concibe la educación, tiene un correlato directo con el funcionamiento de la

vida en sociedad. El trabajo es así llevado adelante mediante grupos cuyo propósito no es

la obtención individual de ciertos objetivos sino el proceso de llevar adelante actividades

colectivas. Éstas no son simplemente ocupaciones que sirven únicamente para la

ejercitación, sino hechos concretos de producción a través de los cuáles adquirir

conocimiento.

Esta forma de aprehensión involucra un trabajo del conocimiento científico en el

ámbito escolar. Según Dewey, el conocimiento científico, en cuanto saber comprobado y

comprobable, se concibe como una forma privilegiada de conocimiento. Es ésta una de

las razones por las que la Escuela Nueva es llamada Escuela-Laboratorio. Laboratorio en

tanto espacio generador del conocimiento científico en cuanto se comprueba en la misma

actividad áulica, pero científico también en tanto la misma concepción educativa es puesta

a prueba en el laboratorio. Al tomar la pregunta como método, el trabajo se vuelve

intrínsecamente dinámico dado que es fundamental que se genere la acción la cual hará

avanzar progresivamente la experiencia.

La consideración del educando como sujeto activo da lugar a un tratamiento

novedoso de lo corporal. El cuerpo, en efecto, no es más concebido como un obstáculo

de la actividad educativa, sino que es integrado a ella en su intrínseca unidad con la

esfera intelectual: vemos nuevamente operar al antidualismo de Dewey en el seno de su

práctica pedagógica. De esta manera, se contrapone a la concepción moderna del

hombre (que se caracteriza por la dicotomía entre mente y cuerpo) cuyo exponente

paradigmático es, sin duda, Descartes. (Le Breton, 2008). Si nos detenemos a analizar la

escuela tradicional, encontraremos que propone un modelo de alumno al cual se le

impone la condición de espectador de un desarrollo de carácter más bien teórico, con un

concepto de educación que separa la actividad intelectual de la corporal sin predisponer al

educando al trabajo.

La necesidad de una formación continua de los maestros de la Escuela Laboratorio (ya

que el método exige trabajar de una forma diferenciada atendiendo a la diversidad que

presentan los contextos históricos, culturales, sociales y económicos), y la necesidad de

espacios más grandes y grupos más reducidos, hacen que las experiencias que formaron

parte del movimiento de escuela nueva sean casos aislados que no han logrado hacerse

masivos.

Dewey no tenía realmente una estrategia para que las escuelas norteamericanas

en general se convirtieran en instituciones en favor de una democracia radical. Aunque no

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pretendía ni esperaba que los métodos de la Escuela experimental fueran seguidos de

manera estricta en otros lugares, si albergaba la esperanza de que su escuela sirviera de

fuente de inspiración para los que pretendían transformar la educación pública, así como

de terreno de formación y centro de investigación para los maestros y especialistas

partidarios de la reforma. En este aspecto, subestimaba el hecho de que el éxito de la

Escuela de Dewey se debía en cierta medida a que permanecía al margen de los

conflictos, divisiones y desigualdades de la sociedad en general, aislamiento que

resultaba difícil reproducir. Después de todo, se trataba de una pequeña escuela a la que

asistían hijos de profesionales acomodados, dotada de profesores abnegados, bien

calificados y en contacto con los intelectuales de una de las mayores universidades del

país.

Sin embargo es importante pensar los aportes que nos puede dar este movimiento

de Escuela Nueva para la educación de nuestros días. A ello nos abocaremos a

continuación, en las conclusiones del trabajo.

CONCLUSIÓN

Teniendo en cuenta lo expuesto anteriormente, querríamos ahora aprovechar este

recorrido que hemos realizado para reflexionar y problematizar en torno a las prácticas de

enseñanza actuales. ¿Conserva el pensamiento de Dewey vigencia hoy en día? ¿Sus

aportes al campo educativo son susceptibles de ser capitalizados? ¿Qué elementos de la

filosofía de la educación de Dewey podemos tomar como herramientas para desarrollar

estrategias que nos ayuden a repensar las prácticas e instituciones de enseñanza?

Consideramos que son cuatro los puntos en los que podemos estructurar nuestra

respuesta a estos interrogantes. En primer lugar, creemos necesario destacar la

potencialidad de la propuesta deweyana de integrar la institución educativa a la

comunidad. En las circunstancias actuales ya no podemos hablar de una concepción

homogénea de niñez en la medida en que está en crisis el modelo de infancia que se

impuso en la modernidad, dando lugar a diversas maneras de entender la infancia.

Asistimos, por ejemplo, a situaciones en las que los límites y la distancia entre el mundo

adulto y el de los niños se hallan desdibujados. Esto nos obliga a repensar el rol de la

escuela y su vínculo con estos niños. Creemos que el desafío que se nos impone hoy en

día como educadores es recuperar la idea del niño como sujeto de la educación, esto es,

como alumno, sin perder de vista, al mismo tiempo, su inserción en la compleja trama

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social que constituye su entorno más inmediato. Es en este punto central donde

consideramos que la propuesta de Dewey puede ayudar a vincular estos dos aspectos

que hasta ahora no se ha logrado integrar armónicamente.

En segundo lugar, atendiendo también a las situaciones educativas a las que nos

referimos anteriormente, valoramos el pensamiento de Dewey en cuanto posibilitaría

construir una respuesta inteligente a las demandas vinculadas con la deserción escolar, el

ausentismo y la falta de interés por parte no sólo de los educandos, sino también del

cuerpo docente. En este sentido, creemos que tienen una gran vigencia las ideas

deweyanas respecto del papel activo que ha de cumplir el alumno en el proceso de

aprendizaje, del valor del interés del mismo en su desarrollo educativo y del

cooperativismo como modo de restablecer el vínculo social y la disciplina.

En tercer lugar, estrechamente relacionado con lo anterior, la experiencia de

autogobierno por parte de los alumnos y profesores es un ejercicio que puede muy bien

representar un cambio en el modo de administrar las problemáticas locales que surgen

continuamente y a las que un modelo burocrático centralizado y jerarquizado no puede

brindar soluciones. Asimismo, esta práctica de participación mediante el diálogo y el

intercambio de ideas y experiencias, estimularía la instrucción ciudadana y la

conformación de una conciencia democrática, de manera tal que se resignificaría y

enriquecería la noción misma de democracia que rige en la actualidad.

Por último, retomando la idea de la educación como medio para la transformación

social, consideramos que la idea de la escuela como comunidad embrionaria y, por ende,

como herramienta privilegiada para la recreación de la sociedad, merece ser tenida en

cuenta en toda política educativa progresiva. Este ideal, sin embargo, si bien es

enunciado con frecuencia, nos debe invitar a reflexionar sobre la real potencialidad de la

institución escolar para contribuir al progreso social. ¿Puede la escuela por sí sola dar

lugar a un proceso de esta magnitud? Creemos que todo sistema educativo está

atravesado por las relaciones de poder que se hallan en el resto de la sociedad, razón por

la cual, lo educativo no constituye una esfera aislada de lo político, sino una parte esencial

de ello. Dewey mismo, luego de la primera Guerra Mundial, llegó a advertir que su fe en la

institución escolar había sido excesiva y por esta razón encaminó su práctica política

hacia horizontes más amplios de la sociedad no sólo norteamericana, sino también de

otros países. Si queremos responder a la pregunta sobre la razón por la cual la propuesta

educativa de Dewey no logró un desarrollo masivo es indispensable tener en cuenta estas

últimas apreciaciones: la educación y lo político han de entenderse en su unión no carente

de tensiones y conflictos.

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BIBLIOGRAFÍA

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