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Diario de un medico loco - Leonidas Andreiev -.pdf

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  • C O L E C C I N

  • Leonidas Andreiev

    Diario de un mdico loco

    Prlogo descar Vela Descalzo

  • Presidente del Consejo de la Judicatura

    Gustavo Jalkh Rben Vocales Nstor Arbito Chica / Karina Peralta Velsquez Alejandro Suba Sandoval / Tania Arias Manzano Consejo Editorial Gustavo Jalkh Rben / Nstor Arbito Chica Juan Chvez Pareja / Efran Villacs Directora de la Escuela de la Funcin Judicial Patricia Herrmann Fernndez Director de la Coleccin Efran Villacs Editor General Antonio Correa ISBN 978-9942-07-488-1 Diseo y Diagramacin Alejandra Zrate Fotografa de portada Direccin Nacional de Comunicacin del Consejo de la Judicatura Revisin y correccin de textos Susana Salvador Gustavo Salazar Imprenta Editogran

    Escuela de la Funcin Judicial Av. La Corua N26 -92 y San Ignacio Edif. Austria, 3er piso / http://escuela.funcionjudicial.gob.ec www.funcionjudicial.gob.ec Este libro es una publicacin sin fines de lucro y de distribucin gratuita

    Quito, Ecuador 2013

    C O L E C C I N

  • Contenido

    Prlogo de scar Vela Descalzo 9

    Diario de un mdico loco 17

    I 19

    II 37

    III 51

    IV 61

    V 79

    VI 93

    VII 103

    VIII 119

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    Leonidas Andreiev (Oryol, Rusia, 1871 - Fin-landia, 1919), es uno de los escritores ms repre-sentativos de la literatura criminal, tambin llamada en ocasiones literatura judicial, es decir aquella que parte normalmente de un delito de caractersticas atroces, y cuyo texto nace y se desarrolla en los propios expedientes procesales, en la mayora de los casos de la pluma de autores con formacin legal.

    Andreiev curs estudios de derecho en las uni-versidades de Mosc y San Petersburgo, estudios que abandonara pronto para dedicarse por entero a la literatura, inicialmente con un gran xito comercial, pero pocos aos despus terminara muriendo en pre-carias condiciones econmicas como consecuencia de su exilio en Finlandia. Es importante anotar que en el caso particular de Andreiev, adems de sus inicios en el Derecho, tambin influira en su obra el trabajo periodstico que realiz tras conseguir un puesto de

    DIARIO DE UN MDICO LOCO

    Una Historia para Juzgar o exculpar

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    reportero cubriendo la actividad judicial, y profundi-zando as su conocimiento en aquellos procesos crimi-nales que se constituiran ms adelante en la fuente inspiradora de sus obras.

    La riqueza literaria del crimen ha permitido que los lectores disfrutemos de obras maestras que, adems consagraron a varios autores. Extrayendo de la extensa lista algunos ejemplos tenemos obras como: Santuario de William Faulkner, Crimen y Castigo de Dostoievsky, Casa Desolada de Dickens, A Sangre Fra de Truman Capote, Los Asesinatos de la calle Morgue de Allan Poe, las aventuras de Sherlock Hol-mes de Sir Arthur Conan Doyle, entre otros.

    La fascinacin humana por el crimen nos llega desde tiempos inmemoriales. Ya en la tradicin oral las principales narraciones tenan que ver en gran medida con la muerte del hombre por el hombre. Con el descubrimiento del papel y la aparicin de los primeros libros la tendencia narrativa fue la misma: relatar historias reales y de ficcin a partir de los delitos ms graves que ha cometido el ser humano. As, conocimos la espeluznante historia del asesinato de Can, quiz el primero de la humanidad, y en lo sucesivo hasta nuestros tiempos nos vemos deslum-brados por esos sucesos macabros que, como reflejo dimensional del acto atroz de Can sobre su hermano Abel, se repiten de forma incesante, por siempre, en

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    una especie de estigma gentico que nos diferencia de casi todas las especies de seres vivos.

    En efecto, el ser humano es uno de los pocos animales habitantes del planeta que es capaz de exterminar a los miembros de su propia especie. De esta premisa cierta y comprobable nacen una serie de cuestionamientos y quiz uno de los ms debatidos de todos sea el siguiente: Es el ser humano un asesi-no por naturaleza? De esta interrogante han nacido varias teoras, quiz la ms aceptada universalmente es con la que coincide el filsofo espaol Fernando Savater al concluir que existen dos nacimientos para el ser humano, el fisiolgico en el que llegamos en un estado de completa indefensin y con el alma pura; y el social, es decir, nuestro ingreso al colectivo de la especie, all donde somos moldeados a ima-gen y semejenza de otros miembros de la sociedad siempre en funcin de nuestra condicin econ-mica, religiosa y sociolgica. En este nacimiento social, evidentemente, tenemos un riesgo ms alto de convertirnos en potenciales asesinos, y en efecto, no tengo duda de que todos, dependiendo de las circunstancia, lo somos.

    Por tanto, analizar y comprender el comporta-miento delictivo del ser humano ha sido probable-mente la razn ms poderosa para que existan tantos autores y tantas obras sobre criminalidad, pasando

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    por estudios psicolgicos, psiquitricos y sociolgicos, hasta los extensos tratados jurdicos que se han escri-to y se siguen escribiendo sobre el tema, e incluso las obras literarias como la que tiene usted en sus manos.

    De la inmensa cantidad de teoras criminales, hay una que resulta tan curiosa como controvertida, y es la del mdico turins Cesare Lombroso, que identifi-caba al criminal tipo en base a ciertas caractersticas fsicas como las asimetras craneales y mandbulas prominentes. Por supuesto su teora qued nada ms que en el campo del anlisis y la ancdota cuando, transcurrido el tiempo, la humanidad traslad a la ciencia de la psiquiatra y la psicologa el estudio de las causas y de la imputabilidad en materia crimi-nal. Y es precisamente all, en la imputabilidad, en donde radica la fuerza de esta magnfica narracin de Andreiev.

    Partamos inicialmente del hecho de que la impu-tabilidad es la capacidad humana para comprender las consecuencias de un hecho delictivo. Concurren all entonces la libertad, el discernimiento y la intencio-nalidad, y como resultado de estas concurrencias, la culpabilidad y responsabilidad del individuo. Tambin es importante analizar en el caso de esta obra literaria llevada al campo de lo jurdico, las causas comunes de ininmputabilidad, o sea aquellas eximentes de responsabilidad hacia quien ha cometido un delito,

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    y entre ellas se encuentran frecuentemente en las legislaciones las anomalas psquicas, la intoxicacin de alcohol o drogas, las alteraciones de conciencia y la edad. Llevando este caso hacia alguna de estas excepciones que haran inimputable al asesino del Diario de un mdico loco, podemos concluir en un primer anlisis bsico a partir del mismo ttulo que la intencin del autor era claramente incidir en el veredicto final del lector, predisponiendo al mismo a la lectura de una obra en la que la conclusin pareca estar resuelta desde el inicio, y por tanto la narracin solo nos descubrira el camino tomado. No obstante, me adelanto a comentar que, no necesariamente todo lo afirmado en el diario del doctor Kerjentzef resulta ser cierto.

    La locura ha sido y sigue siendo una maravillosa e inagotable fuente natural para varios gneros litera-rios, y tambin para la prctica jurdica profesional, pues en muchas ocasiones ha resultado una va de escape ptima para un cliente claramente culpable. La locura pues, ocupa un espacio preponderante en esta obra. El mdico Antonio Ignacio Kerjentzef se encarga de relatar en primera persona el asesinato de su amigo Alejo Constantino Savilov. Un mes despus del brutal crimen, es el autor confeso el que pone a disposicin de la justicia y de la psiquiatra su propia interpretacin de lo sucedido. Redactada como una

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    confesin llana y pura de los hechos, el lector se sumerge de inmediato en los nebulosos pasadizos de una mente tan perversa como brillante. El juego, porque la narracin de Andreiev en esta obra es eso, un juego de estrategia legal, consiste en desenmara-ar los hilos de una historia laberntica para juzgar o exculpar. Y ya que los lectores de este tipo de obra, ms an si somos abogados, nos inclinamos siempre a hacer el papel de dioses todopoderosos y omnipre-sentes, entramos al juego maravillados y con las cartas tendidas sobre la mesa: la confesin del criminal y las razones que tuvo para asesinar a su amigo.

    En teora, todo parece ser simple, casi una ecuacin matemtica o un silogismo categrico: dos premisas slidas y una conclusin verdadera. No obstante, en la obra no todo resulta ser verdad, o al menos, no todo lo que parece ser verdad es tal. La mente humana es tan compleja, tan inmensamente desconocida, que el juego del autor est justo all, en los terrenos ms farragosos del comportamiento humano: en la demencia.

    Es el mdico Antonio Ignacio Kerjentzef real-mente un asesino? Y en caso de serlo, es imputable por el delito cometido? Acaso sus causas son justifi-caciones procesales vlidas, eximentes de su culpa?

    Cada libro es una aventura nueva, una vida flo-reciente que el lector experimenta al abrir la primera

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    pgina y que sobrelleva con l hasta el punto final. No tengo duda de que las mejores experiencias de vida literaria que puede tener un lector estn en las obras que exploran y escarban el alma del ser humano, aquellas que cuestionan e inquieren, las que hieren mortalmente. Con el Diario de un mdico loco, usted no se quedar indiferente, ya sea como juez o como parte, como juzgador o juzgado, una nueva cicatriz lo acompaar siempre.

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    Diario de un Mdico Loco

    El 11 de diciembre de 1910 el mdico Antonio Ignacio Kerjentzef cometi un asesi-nato. Las circunstancias del crimen motivaron la sospecha de que pudiese haber algo anormal en el estado mental del asesino.

    Conducido al establecimiento de psiquiatra Elisabeth para ser all examinado, Kerjentzef se vio sometido a la vigilancia minuciosa y severa de varios especialistas experimentados, entre los cuales se encontraba el profesor Djemnits-ky, que acaba de morir.

    Un mes despus de su entrada en el hospi-tal, el doctor Kerjentzef present a los mdicos

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    especialistas una memoria escrita por su mano, y en la cual daba explicaciones sobre cuanto haba sucedido.

    He aqu el documento que, unido a los otros materiales proporcionados por la informacin judicial, sirvi de base para redactar el informe mdicolegal.

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    asta este momento, seores espe-cialistas, he ocultado la verdad; mas

    ahora me veo forzado a descubrirla. Cuando la conozcan, comprendern que mi asunto no es tan sencillo como pudo parecrselo a los pro-fanos. No se trata de uno de esos casos sencillos que conducen a la camisa de fuerza o al grillete. Hay en l algo infinitamente ms serio y que, por lo menos, as me atrevo a creerlo, ha de lograr interesarles.

    El hombre a quien yo mat, Alejo Constan-tino Savilov, haba sido compaero mo en el colegio y en la Universidad, a pesar de no ser los mismos nuestros estudios; como ustedes sa-ben, yo soy mdico, y l estudi en la Facultad

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    de Derecho. No puede decirse que odiase yo al difunto; siempre me fue simptico, y nunca tuve amigo ms ntimo que l. Sin embargo, a pesar de estos aspectos atrayentes, Savilov no perteneca a la categora de aquellas personas capaces de inspirarme respeto. La amabilidad y la condescendencia exagerada de su carcter, su extraa inconsecuencia en el terreno de las ideas y de los sentimientos, su ligereza y la es-casa firmeza de sus juicios, siempre verstiles, me obligaban a considerarlo como un nio o como una mujer. Las personas prximas a l sufran con frecuencia por su manera de ser y, sin embargo tal es el carcter ilgico de la condicin humana , le queran mucho, esfor-zndose por hallar una excusa a sus defectos y, para razonar el efecto que hacia l sentan, le llamaban artista.

    En verdad, se habra dicho que este califica-tivo, en apariencia tan sencillo, le disculpaba por completo: todo cuanto hubiese parecido mal en un hombre normal, se tena por indi-ferente y an como bueno, cuando de Alejo se

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    trataba. El poder de aquella palabra vaga era tan grande, que hasta yo mismo hube de com-partir durante algn tiempo la opinin general, perdonando de buena gana a Alejo sus peque-os defectos. Digo pequeos, porque l era incapaz de tener nada grande, ni siquiera los defectos. No necesitar presentar ms prueba que sus obras literarias, en las cuales todo es mezquino y vulgar, aunque otra cosa haya di-cho cierta crtica, siempre dispuesta a descu-brir talentos nuevos.

    Cuando Alejo muri tena treinta y un aos, es decir, aproximadamente ao y medio menos que yo.

    Alejo estaba casado. Si ustedes no han co-nocido a su mujer ms que siendo ya viuda, no pueden formarse idea de lo que fue antes, pues se ha desmejorado mucho. Sus mejillas han perdido el color, y la piel del rostro se ha deslu-cido y ajado, como un guante largo tiempo usa-do. Y sus arrugas? Ahora son arrugas, pero an-tes de un ao sern canales y surcos profundos. Era tanto lo que amaba a su marido! Tampoco

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    brillan ms sus ojos, ni ahora ren; mientras que antes solan rer siempre, aun en aquellas ocasiones en que debieran haber llorado. Yo no la he visto ms que un momento, por azar, en el despacho del juez de instruccin, y me sent conmovido ante semejante cambio. Ni siquiera fue capaz de lanzarme una mirada de odio... Pobre mujer!

    Tres personas tan solo: Alejo, Tatiana Nico-laevna y yo, sabamos que haca cinco aos, o sea dos antes del matrimonio de Alejo, hube yo de pedir la mano de Tatiana Nicolaevna , y que fui rechazado. Sin embargo, y por lo que a m respecta, es una suposicin tonta la de que no ramos ms que tres los que conocamos aquello, pues, sin duda alguna, Tatiana Nico-laevna pondra perfectamente al corriente a ms de una docena de amigos y de amigas, de que el doctor Kerjentzef haba querido casarse con ella, obteniendo en su demanda una nega-tiva humillante.

    Yo no s si ella recordar haberse redo en aquella ocasin: eran tantos los motivos que

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    tena para rer! Pero recurdenselo: el da 5 de septiembre ella se rio. Si ella lo niega y lo negar, asegrenle, ella se ri. Yo, el hom-bre fuerte, el que nunca haba llorado, el que jams tuvo miedo de nada, estaba tembloroso ante ella. Temblaba y la vea morderse los la-bios; alargaba los brazos para abrazarla, cuando ella alz los ojos, y sus ojos rean. Mis brazos se detuvieron en la mitad del camino, y ella se ech a rer y sigui riendo durante algn tiem-po. Tan largo tiempo como quiso, aunque en-seguida hubo de excusarse.

    Le ruego que me perdoneme dijo, pero sus ojos seguan riendo.

    Entonces tambin yo sonre; mas si he po-dido perdonarle su risa, jams me perdonar mi sonrisa. Era el 5 de septiembre, a las seis de la tarde hora de Petrogrado. Digo hora de Petrogrado, porque en aquel momento nos en-contrbamos en el andn de la estacin, y to-dava veo claramente el gran cuadrante blanco y, sobre l, la posicin de las negras agujas: la una, en alto; en bajo, la otra. Alejo Constantino

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    fue muerto tambin a las seis en punto. Es una coincidencia extraa, pero que a un hombre perspicaz le podr hacer adivinar muchas cosas.

    Una de las razones invocadas para internarme aqu ha sido la falta de motivos para el crimen. Ven ustedes ahora cmo exista el motivo? Es evidente que ste no era los celos o la envidia. Esto supone en el hombre un temperamento ardiente, con cierta debilidad en las facultades especulativas; es decir, estados de alma que son totalmente contrarios a m, hombre fro y razo-nable. La venganza? S, ms bien la vengan-za, ya que precisa una palabra vieja para definir un sentimiento nuevo y desconocido. Hay que decir que Tatiana Nicolaevna me indujo, por segunda vez, al error, y esto me exasper ms. Como yo conoca perfectamente a Alejo, estaba persuadido de que una vez casada con l, Tatia-na Nicolaevna sera muy desgraciada, sentira no haberse unido a m, y por eso insist tanto para que Alejo, que ya entonces estaba enamo-rado de ella, la hiciese su esposa. Todava un mes antes de su trgica muerte, l me deca:

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    A ti te debo mi felicidad... No es cierto, Tania? agregaba, y se volva hacia su mujer.

    Ella, despus de mirarme, contest:

    S.

    Y sus ojos sonrieron. Yo sonre tambin. Des-pus nos echamos todos a rer, cuando l abraz a Tatiana Nicolaevna; porque no solan repri-mirse en mi presencia. Entonces Alejo agreg:

    S, querido; t erraste el golpe.

    Esta broma, fuera de lugar, y que sealaba una absoluta falta de tacto, abrevi su vida una semana; en efecto, yo tena decidido con ante-rioridad no matarlo hasta el 18 de diciembre.

    S, la vida conyugal fue grata, y, especial-mente Tatiana ha sido feliz. l no quera a su mujer apasionadamente; adems, era incapaz de sentir un amor profundo. Tena una ocupa-cin favorita: la literatura, cuyos entusiasmos le arrastraban lejos de la alcoba conyugal. Pero ella no pensaba ms que en l, y slo para l viva. Adems, l no gozaba de mucha salud; a menudo padeca jaquecas, insomnios y, evi-

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    dentemente, esto era para l un tormento. En cambio, para ella era una dicha cuidarle cuan-do estaba enfermo y satisfacer todos sus capri-chos, porque, cuando la mujer ama, su perso-nalidad queda por entero anulada.

    As es como vea yo diariamente su rostro di-choso, joven, bello, indiferente. Y pensaba para mis adentros: yo soy quien tiene la culpa. Quise encadenarla a un marido desordenado, para que ella echase en falta lo que haba perdido al re-husar ser mi esposa, y, en lugar de eso, le haba dado un marido al que ella amaba. Compren-dan ustedes la singularidad de nuestra posicin; ella era ms inteligente que su marido, le gusta-ba hablar conmigo, y, despus de que habamos conversado juntos, me abandonaba completa-mente feliz para acostarse con su marido!

    No recuerdo ahora cundo sent por primera vez la idea de matar a Alejo; pero s que desde el primer instante se me hizo la cosa tan fami-liar como si hubiera nacido conmigo. S que senta deseos de hacer desgraciada a Tatiana Nicolaevna , y que desde el principio, imagin

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    otros muchos proyectos menos peligrosos para Alejo. Porque yo siempre he sido enemigo de la crueldad intil. Gracias a la influencia que yo tena sobre l, confiaba en lograr que se ena-morase de otra mujer, o en arrojarle a los exce-sos del alcoholismo (tena l cierta inclinacin a la bebida); pero estos medios no servan para nada, por la sencilla razn de que Tatiana se habra ingeniado para seguir siendo feliz, aun cediendo su marido a otra mujer o teniendo que recibir sus caricias de borracho. Necesi-taba a aquel hombre, y hubiera sido siempre su esclava, pasase lo que pasase. En el mundo existen semejantes naturalezas serviles, y en su condicin de esclavas, no pueden comprender ni apreciar otra fuerza que no sea la de su se-or. En el mundo ha habido mujeres inteligen-tes, bondadosas y llenas de talento; pero jams vio ni ver el mundo una mujer justa.

    Lo reconozco sinceramente, y no lo hago para obtener una indulgencia que me parece intil, sino para demostrar de qu manera nor-mal y correcta hubo de tomar cuerpo mi pro-

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    yecto; durante bastante tiempo tuve que luchar contra la piedad hacia el hombre que yo haba condenado a morir. Le tena lstima por los mi-nutos de horror que precederan a su muerte. Me apiadaba no s si me comprendern has-ta de su crneo, que yo habra de romper. En el organismo vivo, armonioso y activo, existe una belleza particular, y la muerte, lo mismo que la enfermedad o que la vejez, es, ante todo, una cosa fea. Recuerdo que, hace de esto mucho tiempo, cuando acababa de terminar mis es-tudios, tuve entre mis manos un perro joven y hermoso, de miembros vigorosos y bien pro-porcionados, y me fue preciso hacer un gran esfuerzo sobre m mismo antes de despellejarlo vivo, tal como lo exiga la experiencia que yo quera emprender. Mucho tiempo despus se-gua sindome desagradable el recuerdo.

    Si Alejo no hubiese estado tan enfermizo, tan dbil, quin sabe!, quiz yo no le hubiese matado. Todava siento ahora el destrozo de su hermosa cabeza. Dganselo ustedes a Tatiana Nicolaevna , se lo ruego! Su cabeza era hermo-

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    sa, muy hermosa. Tan solo los ojos dejaban algo que desear; eran demasiado plidos, sin fuego, sin energa.

    Mas yo no habra matado a Alejo si la crtica hubiese tenido razn; si l hubiera realmente posedo genio potico. Hay tantas tinieblas en la humanidad y est tan necesitada de grandes talentos para iluminar su camino, que es pre-ciso cuidar de stos como de las gemas ms preciosas, a fin de justificar de este modo la existencia del sinnmero de pcaros y de ton-tos. Pero Alejo no tena talento.

    No es ste el momento de escribir un ar-tculo de crtica; pero busquen el sentido de las obras del difunto, an de aquellas que hicieron ms ruido y vern cmo no eran en modo alguno indispensables a la humanidad. Eran interesantes para centenares de gentes cuya gordura les exige distracciones; pero no para todos los hombres en general, para to-dos nosotros, los que pretendemos buscar el secreto del Universo. Cuando el escritor, con la fuerza de su inteligencia, debe crear

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    una vida nueva, Savilov se contentaba con descubrir la vida antigua, sin pretender si-quiera arrancarle su sentido oculto. La nica produccin suya que me agrada, y en la cual, ciertamente, se aproxim a los dominios de lo inexplorado, es su novela corta titulada El se-creto; pero esa obra es la excepcin. Por otra parte, lo peor que hay en esto es que Alejo co-menzaba visiblemente a decaer y que su felici-dad le haba hecho perder los ltimos dientes, que tan necesarios son para morder a la vida y para deshacerla en menudos trozos. Con fre-cuencia me hablaba l mismo de sus dudas y yo vea que eran fundadas. He examinado con atencin y en detalle los planes de sus traba-jos futuros; sus desolados admiradores pueden consolarse: no he encontrado en ellos nada grande, ni nada nuevo. De todos los ntimos de Alejo, su mujer era la nica que no vea la decadencia de su marido, ni la hubiera visto jams. Saben ustedes por qu? Porque ella no lea nunca las obras de Alejo. Una vez que yo pretend abrirle los ojos, no ms que un poco, hubo de juzgarme simplemente como un em-

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    bustero. Y despus de haberse asegurado de que estbamos solos, me dijo:

    Hay algo que usted no puede perdonar a mi marido.

    Qu es?

    El que lo sea y el que yo le ame. Si Alejo no experimentase la pasin que experimenta por usted...

    Ella vacil, mas yo le hice el cumplimiento de completar su frase:

    Usted me habra echado de esta casa!

    Brill en sus ojos un deseo de rer. Mas, sonriendo con aire inocente, pronunci muy despacio:

    No, no le habra echado de esta casa.

    No obstante, yo no le haba demostrado ni con un gesto, ni con una palabra, el que con-tinuaba amndola. Pero yo pens entonces: Tanto mejor, si ella lo ha adivinado.

    El hecho en s de quitar la vida a un hombre no tena para m nada que me detuviera. Saba que era un crimen severamente castigado por

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    la ley; mas casi todos nuestros actos son crme-nes, y para no verlo, es necesario estar ciego. Para quienes creen en Dios, son crmenes con-tra Dios; para los dems, son crmenes contra los hombres; para aquellos semejantes a m, son crmenes contra uno mismo. Habra sido un gran crimen no poner mi plan en ejecucin despus de haber llegado a reconocer la nece-sidad de matar a Alejo.

    La razn que divide los crmenes en grandes y pequeos y que califica al homicidio de gran crimen, siempre me ha parecido una de esas trapaceras humanas, consuetudinarias y pia-dosas, de las cuales se hace uno a s mismo culpable; lo he juzgado como un esfuerzo que hacemos para ocultarnos tras nosotros mismos, para evitar toda responsabilidad.

    Yo tena miedo de m mismo, y esto era lo principal. Para el asesino, para el culpable, lo terrible no es la intervencin de la polica o de la justicia, sino l mismo, sus nervios, la fuerte protesta de todo su ser, educado segn cier-tas tradiciones. Recuerden ustedes a Raskol-

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    nikov, aquel hombre muerto de un modo tan miserable y tan estpido; pues hay infinidad de hombres que se le asemejan. Yo me detuve largamente en este punto, lo estudi minucio-samente, tratando de representarme cuanto yo experimentara despus del asesinato. No dir que llegase a la completa certidumbre de mi tranquilidad semejante seguridad no puede existir en un hombre que piensa, que prev to-das las eventualidades. Pero despus de haber reunido cuidadosamente todos los datos pro-porcionados por mi pasado; despus de haber tomado en consideracin la fuerza de mi volun-tad, la firmeza de mi sistema nervioso intacto y mi desprecio profundo y sincero para la moral corriente, poda mantener una certidumbre re-lativa en cuanto se refera al resultado favora-ble de mi empresa. No sera intil recordarles aqu un hecho interesante de mi existencia.

    Cuando todava era estudiante de quinto ao, me apropi de quince rublos de cierta cantidad que mis camaradas me haban confiado, y des-pus les declar que el cajero haba padecido

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    un error de cuenta; nadie dud de mi palabra. Era algo ms que el robo ordinario de un nece-sitado que toma los dineros del rico; exista all un abuso de confianza y el dinero haba sido hurtado a un camarada, a un pobre, por un hombre que tena recursos; por esto era impo-sible dejar de creerme. Este acto les parecer a ustedes, probablemente, ms repugnante toda-va que el crimen por mi cometido al asesinar a mi amigo... no es cierto? Sin embargo, lo re-cuerdo perfectamente: yo estaba alegre por ha-ber podido realizar tan admirablemente aquel robo, con tal habilidad, y fijaba mis ojos resuel-tamente sobre los de mis camaradas, a quienes tan libre y audazmente estaba engaando; mis ojos eran negros, hermosos y francos y se crea en ellos. Pero de lo que yo estaba ms orgullo-so era de que no experimentaba absolutamente ningn remordimiento de conciencia; eso era lo que necesitaba demostrarme a m mismo. Todava recuerdo ahora con particular satisfac-cin los manjares del suculento almuerzo que hube de darme con el dinero robado, y cmo com con excelente apetito.

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    Ahora, acaso tengo remordimientos de con-ciencia? Absolutamente ninguno. Lo que ex-perimento es un sentimiento penoso, horrible-mente penoso, tal como ningn hombre en el mundo lo haya jams experimentado, y mis ca-bellos encanecen; pero esto es otra cosa. Una cosa distinta. Algo terrible, inesperado, incre-ble, dentro de su horrenda simplicidad.

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    e aqu el problema que yo tena que resolver.

    Deba matar a Alejo; precisaba que Tatiana Nicolaevna viese que era yo quien haba ma-tado a su marido; pero, al propio tiempo, era menester que el castigo legal no me alcanzase. Aparte de que el castigo habra, intilmente, proporcionado a Tatiana un motivo de satisfac-cin, yo no deseaba ir a presidio. Me gusta de-masiado la vida.

    Me gusta ver centellear el vino dorado en las finas copas de vidrio; me gusta extenderme sobre una cama limpia cuando estoy fatigado; me gusta respirar el aire puro en primavera, admirar las bellas puestas de sol, leer libros

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    interesantes y sabiamente escritos. Yo mismo me gusto; el vigor de mis msculos, el de mi pensamiento, exacto y claro. Me gusta el saber que estoy solo y que nadie ha penetrado con su curiosidad en la hondura de mi alma, y en sus abismos sombros, a cuyos bordes la cabeza gira desvanecida. No he llegado a comprender ni a experimentar eso que las gentes conocen con el nombre de tedio de la vida. La existen-cia me interesa; la amo por el gran secreto que dentro de ella se encierra y tambin por su crueldad, hasta por su feroz sed de venganza; por ese fuego de los hombres y de las cosas, del que se desprende cierta alegra satnica.

    Yo era el nico ser que me inspiraba respeto. Cmo hubiese podido arriesgarme a que este hombre fuera a presidio, en donde le habran privado de poder seguir llevando la existencia variada, completa y profunda que le era indis-pensable? Hasta desde su punto de vista, seo-res, tena yo razn al desear eludir el presidio. Ejerzo la medicina con xito, y, como poseo cierta posicin desahogada curo gratuitamente

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    a muchos pobres. Con toda seguridad, yo soy mucho ms til que aquel a quien he matado.

    Por otra parte, me habra sido sumamente fcil lograr la impunidad. Hay millares de ma-neras de matar insensiblemente a un hombre, y, para mi cualidad de mdico, me habra sido sumamente fcil recurrir a una de ellas. Entre los planes por m imaginados y desechados, me vi largo tiempo aferrado a ste: inocular a Alejo una enfermedad incurable y repugnante. Pero los inconvenientes de este plan eran evidentes, sin hablar de que los sufrimientos prolongados para el mismo sujeto, teniendo algo de anties-ttico y de grosero, me habran hecho pasar por muy poco inteligente; adems, Tatiana Nico-laevna hubiese encontrado un placer hasta en la enfermedad de su marido. Lo que complica-ba particularmente mi problema era el que Ta-tiana Nicolaevna tuviese que poder reconocer la mano que haba matado a su marido. Pero tan slo los cobardes tienen miedo a los obs-tculos que, por el contrario, suelen atraer con ms fuerza a las almas de temple.

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    El azar, ese gran aliado de los sabios, vino en mi socorro. Y muy particularmente me permito llamarles la atencin sobre este punto, seores peritos: fue justamente el azar; es decir, algo externo, independiente de mi voluntad, lo que me sirvi de base y me proporcion la idea para cuanto deba seguir despus. Haba yo ledo en un peridico la historia de un cajero, o de no s qu empleado (ese peridico probable-mente estar en mi casa, si no est ya en poder del juez de Instruccin), que haba simulado un ataque de epilepsia, durante el cual fingiera haber perdido un dinero que, en realidad, ha-ba robado. Este hombre haba sido cobarde; acab por confesarlo todo, incluso designando el sitio donde escondiera el dinero sustrado; pero la idea, en s, no era mala ni impractica-ble. Simular la locura, matar a Alejo en un fin-gido estado de enajenacin mental, y despus curar: tal fue el plan que instantneamente se me ocurri. Esto exiga mucho tiempo y al-gn trabajo para que la cosa tomase una forma concreta y bien definida. En aquella poca, yo no conoca la psiquiatra ms que superficial-

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    mente, como todo mdico que no hizo de ella su especialidad. Pas, pues, un ao, leyendo y meditando cuanto se haba publicado sobre aquellas materias. Al cabo de ese tiempo haba adquirido la conviccin de que mi plan era per-fectamente realizable.

    El primer extremo sobre el cual deba ha-cer fijar la atencin de los tcnicos, eran las influencias hereditarias, y para dicha ma, mi herencia era conforme a mis deseos. Mi pa-dre haba sido alcohlico; su hermano, uno de mis tos, haba fallecido en un manicomio, y, por ltimo, mi nica hermana, Ana, que ha-ba muerto, sufra en vida ataques epilpticos. Verdad es que por la parte de mi madre toda la familia presentaba antecedentes excelentes; pero ya se sabe que basta una sola gota de virus de la locura para envenenar toda una serie de generaciones. Por mi salud robusta, yo pareca haberme inclinado del lado de mi madre; pero existan en m ciertas extravagancias inofensi-vas, que podan rendirme un gran servicio. Mi gusto por la soledad habitual, que es simple-

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    mente indicio de un espritu sano, que prefiere estar solo consigo mismo o con los libros ms que perder su tiempo en charlataneras nulas y vacas, poda pasar por una misantropa en-fermiza; la frialdad de mi temperamento, poco dado a los groseros goces del cuerpo, por una seal de degeneracin. Mi testarudez natural logr el fin que me haba propuesto y de ello hay multitud de ejemplos en la rica existencia que llev por entonces, hasta poder alcanzar, para muchos de mis actos, lo que en el lengua-je de los especialistas tiene los nombres terri-bles de monomana, obsesin, ideas fijas, etc.

    De esta manera, el terreno se encontraba extraordinariamente preparado para la simula-cin: la esttica de la locura estaba all; solo restaba pasar a la dinmica. Bastaba dar dos pinceladas a tales elementos fortuitos de carc-ter, para que la imagen de la locura estuviese completa. Y yo me representaba muy clara-mente cuanto haba de pasar, no de una ma-nera abstracta, sino por imgenes bien vivas, porque, aunque yo no escriba idiotas novelas,

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    estoy muy lejos de hallarme desprovisto de sen-tido artstico y de fantasa.

    Comprob que era capaz de representar mi papel. La inclinacin a la hipocresa existi siempre en mi carcter; era una de las formas por las cuales me esforc en alcanzar mi li-bertad interior. Ya en el colegio, simulaba con frecuencia la amistad; me paseaba por los co-rredores del brazo de un camarada, como lo ha-cen los verdaderos amigos; pronunciaba de una manera hbil palabras de amistosa franqueza, indagando en el nimo de mis compaeros, sin que de ellos se diesen cuenta. Entonces, cuan-do el amigo enternecido, dejaba al descubier-to todas las intimidades de su ser, yo lanzaba lejos de m su pequea alma, y me separaba de l con la firme conciencia de mi fuerza y de mi libertad interiores. Igualmente saba di-simular en mi casa, cerca de mis padres. De la misma manera que en las casas de los viejos creyentes se les ofrece una vajilla especial a los extranjeros, del mismo modo tena yo una sonrisa, unas palabras, una franqueza especial

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    para cada uno. Vea cmo las gentes realizaban muchas cosas estpidas, ociosas, perjudiciales para ellas mismas, y me pareca que si yo tam-bin me hubiese mostrado tal cual era, habra llegado a parecer como ellos, y me hubiese visto vencido por la misma idiotez y la misma banalidad.

    Me agrad siempre ser respetuoso con aque-llos a quienes despreciaba y abrazar a las gen-tes que odiaba, lo que defenda mi libertad y me haca dueo de los dems. Pero, como revancha, jams me enga a m mismo, no alcanzando a conocer esta forma, la ms exten-dida y la ms vil, de la esclavitud del hombre a la vida. Y cuanto ms les menta a los hombres, tanto ms implacablemente verdico era con-migo mismo; he aqu un mrito del que muy pocos pueden vanagloriarse.

    Adems me pareca que yo ocultaba en m un actor extraordinario, capaz de unir con unin completa a la vida del personaje encar-nado, la crtica, fra y constante, de mi propia razn. Hasta leyendo, penetraba rpidamente

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    en la psicologa del personaje representado, y, lo creern ustedes?, lloraba amargas lgrimas leyendo La cabaa del to Tom, cuando ya ha-ba llegado a la edad adulta. Cun maravillosa, en el espritu flexible y afinado por la cultura, la propiedad de encarnarse indefinidamente! Pa-rece como si vivisemos mil vidas, descendien-do a la oscuridad del infierno o elevndonos so-bre las ms altas cimas, desde donde se abarca, con una sola ojeada, el universo infinito. Si en-tre los destinos del hombre est el llegar a ser Dios, el libro habr de ser su trono...

    Y, a propsito de esto, es preciso que yo me queje a ustedes de lo que aqu pasa. Tan pron-to me hacen acostar cuando tengo deseos de escribir, cuando debo escribir, como me dejan abiertas las puertas y me veo obligado a sufrir los aullidos de un loco. El pobre alla, alla de un modo insoportable. Habra con ello motivo para volver demente a un hombre sano de jui-cio, con el fin de poder decir en seguida que estaba loco con anterioridad. Por ltimo, no podran proporcionarme una buja? Es indis-

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    pensable que dae mi vista con la luz elctrica?Pero vuelvo a coger mi relato. Hasta, una vez,

    pens en mostrarme al pblico desde un esce-nario. Sin embargo, pronto abandon tan rid-culo pensamiento; la simulacin pierde todo su valor cuando todos la conocen. Por otra parte, los fciles laureles de un actor de profesin no me atraan. Se puede juzgar del mrito de mi arte por el hecho de que, an ahora, una multitud de imbciles me cree el ms sincero y el ms verdico de los hombres. Es extrao, siempre he logrado engaar, no a los imbciles he empleado esta expresin arrastrado por la velocidad de la frase, sino a personas inteli-gentes; en cambio, hay dos categoras de seres de orden inferior, cuya confianza nunca pude obtener: la de las mujeres y la de los perros.

    Ustedes saben que Tatiana Nicolaevna ja-ms crey en mi amor, y supongo que tampoco ahora cree en l, despus de haber matado a su marido. He aqu de qu manera razona: No me quiere, y ha matado a Alejo porque yo le amaba! Y, seguramente, esta inepcia le pare-

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    ce cosa sensata y convincente. Sin embargo, es una mujer de talento.

    No me pareci muy difcil representar el pa-pel de un loco. Una parte de las indicaciones indispensables me la proporcionaron los libros; en cuanto a las restantes, hube de completar-las con mi propia creacin, tal como hace todo buen actor para cada uno de sus papeles.

    El resto suele ponerlo el mismo pblico, pues hay sentimientos ya perfeccionados por los libros y el teatro, que le han enseado a construir, segn dos o tres rasgos bastante va-gos, personajes vivos. Entindase bien, deba infaliblemente haber en ello algunas lagunas, lo que era particularmente peligroso, en razn a la severa pericia cientfica que luego habra de examinarme; pero tampoco en eso prevea ningn peligro serio. El inmenso campo de la psicopatologa est muy lejos de haberse ex-plorado por completo; presenta todava tantos rincones sombros, tantas situaciones depen-dientes del azar, el espacio dejado a lo subjetivo y a la improvisacin es tan grande, que yo he

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    puesto valientemente mi suerte en sus manos, seores especialistas. Espero no haberles ofen-dido. Yo no pongo en duda su autoridad cien-tfica, y creo que sern de mi misma opinin, como gentes que profesan un sistema de razo-namiento concienzudo y lgico.

    ... Por fin han dejado de aullar. Era insoportable.

    Cuando mi plan no haba salido an del es-tado de proyecto, tuve una idea que, cierta-mente, no poda proceder del cerebro de un hombre loco. Pens en el peligro terrible de mi experiencia. Ustedes comprenden lo que quie-ro decir. La locura es un fuego con el cual es sumamente peligroso jugar. Si encienden una llama en una bodega llena de plvora, deben sentirse mucho ms seguros que si el ms pe-queo temor de locura se desliza en su cerebro. Yo lo saba, lo saba; pero qu significa el peli-gro para un hombre como yo?

    Acaso no senta mi pensamiento claro, fir-me, como una hoja de acero? No me obedeca por completo? Igual que un florete de punta acerada, el pensamiento mo se plegaba, pin-

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    chaba, morda, desgarraba el tejido de los acon-tecimientos; y la guardia del florete estaba en mi mano, en la mano de hierro de un esgrimi-dor hbil y experimentado. Cun gil, activo y rpido mi pensamiento, y de qu modo amaba a mi esclavo, a mi fuerza, a mi nico tesoro!

    ... Allan de nuevo, y no puedo escribir. Qu horrible es ese rugido del hombre! He odo multitud de sonidos terrorficos; pero ste es el ms espantoso, el ms horrible de todos. No se parece a ningn otro semejante grito de fiera, al pasar por una garganta humana. Hay en l algo de feroz y de cobarde, de libre y de compa-sivo. La boca se crispa, los msculos del rostro se atirantan, cual si fuesen cuerdas y los dien-tes quedan al aire, como los de los perros; y del orificio sombro de la boca se escapa ese grito espantoso, que alla, silba, re y llora.

    S, s; era mi pensamiento. A propsito: us-tedes examinan, sin duda, mi letra; les ruego no concedan ninguna importancia al hecho de que a veces aparezca temblorosa y como trans-formada. Hace mucho tiempo que no he escri-

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    to, y el insomnio me tiene muy debilitado; por eso mi mano, a veces, no est segura. Pero esto me ocurra tambin antes.

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    omprendern ahora de qu gnero fue el acceso terrible que me aga-rr durante una velada en casa de

    los Karguanof. Era mi primera experiencia, y result mucho mejor de lo que yo mismo es-peraba. Se habra dicho que todas las perso-nas all presentes saban anticipadamente lo que me iba a suceder, como si la locura sbi-ta de un hombre, hasta entonces en su juicio, fuese a sus ojos una cosa muy natural y que puede ocurrir en cualquier momento. Nadie se mostr asombrado, y todos ayudaron admira-blemente a mi juego con el juego de su propia imaginacin; pocas veces un primer actor se vio rodeado por una compaa tan excelente como lo fue para m aquella reunin de gentes

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    sencillas, estpidas y confiadas. Les han con-tado a ustedes la palidez pavorosa que adquiri mi rostro y el sudor fro, s, fro, que cubri mi frente? Y el fuego insensato que brillaba en mis ojos negros? Cuando me comunicaron to-das sus observaciones, adopt un aire sombro y abatido, pero mi alma se estremeca de orgu-llo, de satisfaccin y de desprecio.

    Tatiana Nicolaevna y su marido no asistan a aquella reunin: no s si se habrn fijado en esta circunstancia. No era una casualidad: te-na miedo de asustar a Tatiana o, lo que habra sido todava peor, hacer nacer sospechas en ella. Si en el mundo hubiera existido alguien capaz de adivinarme, habra sido ella, solo ella.

    Por otra parte, no haba en todo aquello nada que se dejase abandonado a la casualidad. Al contrario, cada detalle, hasta el ms nfimo, ha-ba sido cuidadosamente estudiado. Escog el momento de la comida para mi ataque, porque entonces todos estaran presentes y algo exci-tados por los vinos. Me puse en el extremo de la mesa, lejos de los candelabros encendidos,

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    pues no tena deseo alguno de producir un in-cendio o de quemarme la nariz.

    A mi lado hice sentar a Pavel Ptrovich Pos-pilof, un hombre gordo y molesto, al cual de-seaba, desde mucho tiempo antes, hacerle algo desagradable. Sobre todo cuando come es re-pugnante. Al verle por vez primera entregado a semejante faena, naci en m la idea de que la accin de comer poda ser una cosa inmoral. Todo se presentaba, pues, a propsito. Proba-blemente nadie advirti que el plato roto por mi puetazo haba sido previamente cubierto con una servilleta para no cortarme la mano.

    En suma, que la farsa fue demasiado grosera, hasta estpida, pero precisamente contaba yo con ello. Un juego ms fino no hubiera sido comprendido. Desde un principio agitaba yo los brazos y hablaba como excitado a Pavel Ptrovich, hasta que este desencaj asombrado sus menudos ojos; despus me hund en una melancola concentrada, tal que la afable Ire-ne Pavlovna acab por preguntarme:

    Qu tiene usted, Antonio Ignacio? Por

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    qu est usted tan serio?

    Y cuando todas las miradas estuvieron clava-das en m, yo afect una sonrisa trgica.

    No se encuentra bien?

    No. Estoy algo enfermo. La cabeza me da vueltas. Pero no se inquieten ustedes, se lo rue-go... Esto pasar pronto...

    La seora de la casa se tranquiliz, y Pavel Ptrovich, desconfiado, me mir de reojo como desaprobando mi respuesta. Un minuto des-pus, cuando con un aire de beatitud llevaba a sus labios un vaso de vino del Cap, romp el vaso ante sus mismas narices, y despus di sobre mi plato un puetazo. Los restos volaron, Pavel Ptrovich se revolvi refunfuando, chi-llaron las damas, y yo, apretando los dientes, tir hacia m el mantel y cuanto haba encima: fue una escena muy cmica.

    Me rodearon entonces, me sujetaron por los brazos, me trajeron agua, y me sentaron en una butaca; y yo... yo ruga como el tigre del jar-dn zoolgico, hacienda girar mis ojos. Y todo aquello era tan estpido, y tan bestias los que

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    me rodeaban, que se apoder de m seriamen-te el deseo de aprovechar aquella ocasin para golpear a algunos en los hocicos. Pero, natural-mente, me contuve.

    Despus se represent la escena del lento volver en m, con las fuertes aspiraciones de los pulmones, los desfallecimientos, el rechi-nar de dientes, y las preguntas expresadas con voz dbil:

    En dnde estoy? Qu me ha sucedido?

    Hasta esta inspida frase consagrada en dnde estoy? , tuvo su xito entre aquellas gentes, y tres por lo menos de aquellos imb-ciles se creyeron inmediatamente en la obliga-cin de contestarme:

    En casa de los Karguanof. (Despus, con una voz dulce). En casa del doctor. Sabe usted quin es Irene Pavlovna Karguanof?

    Positivamente, los tales eran indignos espec-tadores de mi excelente comedia.

    A los tres das pues dej transcurrir el tiem-po suficiente para que el rumor pblico llegase

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    a odos de los Savilov habl con Tatiana Ni-colaevna y Alejo. Este ltimo pareca no com-prender lo que haba pasado, y se content con preguntar:

    Qu has hecho en casa de los Karguanof?

    Volvi la espalda y, un momento despus, se retir a su gabinete de trabajo. Si realmente me hubiese vuelto loco, no hubiera mostrado mayor asombro. Tuve como desquite el que la simpata de su mujer fue muy expansiva, im-petuosa y evidentemente falsa. Entonces... no sent pesar por lo que haba comenzado a eje-cutar, pero me hice la siguiente pregunta: vale esto la pena?

    Quiere usted mucho a su marido? le pre-gunt a Tatiana Nicolaevna, que segua con la mirada a Alejo. Ella me lanz una mirada rpida.

    S... Por qu?

    Por nada. Lo he preguntado sin intencin. Y despus de un instante de silencio vigilante, lleno de pensamientos no expresados, agregu:Por qu no tiene usted confianza en m?

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    De nuevo me mir ella fijamente en los ojos, pero no respondi. En aquel momento yo no me acordaba de que haca mucho tiempo ella se haba redo, y no experimentaba ningn sen-timiento en contra suya: lo que yo haca me pa-reca intil y extrao. Era aquello una reaccin, muy natural, despus de la fuerte excitacin de los das anteriores; mas duro slo un instante.

    Pero se puede tener confianza en usted? pregunt Tatiana Nicolaevna , despus de un largo silencio.

    Habr que decir que no respond yo rien-do, mientras se encenda en m la llama que es-tuvo a punto de apagarse. Sent crecer en m la fuerza, el atrevimiento, la decisin del que ante nada se detiene. Satisfecho del xito ya obteni-do, resolv lanzarme audazmente hacia adelan-te. La lucha es la nica alegra de la vida.

    El segundo ataque tuvo lugar un mes des-pus del primero. Esta vez no estuvo tan bien estudiado; adems, era innecesario, puesto que yo tena un plan general. No tena la intencin de volver a comenzar aquella noche; pero pues-

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    to que las circunstancias se prestaban a ello, hubiera sido estpido no aprovecharse de ellas. Recuerdo muy bien cmo sucedi la cosa. Es-tbamos todos sentados en el saln y la conver-sacin era general, cuando me puse repentina-mente triste. Vea de manera clara lo que rara vez sucede cun extrao era yo a todas aque-llas gentes y qu aislado viva en el mundo yo, que estaba para siempre encerrado en mi ce-rebro como en una crcel. Entonces, cuantos me rodeaban me inspiraban repugnancia. Fu-riosamente me puse a dar puetazos, lanzando frases groseras, y tuve la alegra de ver pintarse el terror sobre los rostros empalidecidos.

    Miserables!gritaba. Miserables! Seres impuros y vanidosos! Embusteros!Hipcritas! Almas infectas! Les odio!

    Y verdaderamente me bata contra ellos, y des-pus contra los lacayos y los cocheros. Sencilla-mente, me era agradable golpearles y decides en su cara lo que eran. Acaso el que proclama en voz alta la verdad debe ser tenido por loco? Les aseguro a ustedes, seores especialistas, que yo

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    tena conciencia de todo, y que, al golpear, sen-ta bajo mis puos un cuerpo vivo al que haca dao. Cuando, vuelto a mi casa me qued solo, pensaba riendo: Qu actor tan maravilloso soy!. Despus, me acost y durante la noche le un libro, cuyo autor puedo citarles: Guy de Maupassant. Como siempre, me agrad, dur-mindome como un nio. Acaso los locos leen libros, seores especialistas, se entusiasman con ellos y duermen como los nios?

    Los locos no duermen. Sufren, y todo su cerebro se enturbia. Se enturbia y cae, y ellos sienten entonces deseos de rugir, de araarse las manos, de ponerse en cuatro patas y arras-trarse, suavemente, para alzarse de repente y luego ponerse a gritar:

    Ah!...Y rer, rugir, alzar la cabeza y aullar largo

    tiempo de un modo lastimoso. S. S.Y dorm como un nio. Acaso los locos

    duermen como los nios?

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    yer noche, la enfermera Ana me pregunt:

    Antonio Ignacio... no reza usted nunca?

    Hablaba seriamente, creyendo que yo iba a responderle del mismo modo y con sinceridad. En efecto, le contest sin sonrer, tal como ella deseaba:

    No, Macha, nunca. Pero si eso le agrada, puede hacer la seal de la cruz sobre m.

    Entonces, con gravedad, hizo ella sobre m tres veces la seal de la cruz, y yo me sent muy contento por haber procurado un minuto de alegra a esta mujer excelente. Como todas las gentes colocadas en alto y libres, ustedes, se-

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    ores especialistas, no conceden importancia a los criados, pero nosotros, los prisioneros y los locos, estamos obligados a verles de cerca, lo que nos da ocasin de hacer asombrosos des-cubrimientos. Por eso jams pensaron ustedes que la enfermera Macha, a la que han colocado para vigilar a los locos, est tambin loca. Y, sin embargo, nada ms cierto.

    Observen su paso silencioso, resbalando, un poco tmido, muy mesurado y listo, como si ca-minase entre invisibles espadas desnudas. Exa-minen su rostro, pero tengan cuidado de que ella no se d cuenta, que no advierta su presen-cia. Cuando uno de ustedes llega, el rostro de Macha se hace grave, serio, con una sonrisa de condescendencia: toma exactamente la expre-sin que reina entonces sobre nuestra misma cara. Hay que decir que Macha posee una fa-cultad extraa, que tiene su significacin, y es la de reflejar involuntariamente sobre su rostro la expresin de las dems personas. A veces me mira y me sonre, y yo adivino haber sonredo cuando ella me ha mirado. Otras veces el ros-

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    tro de Macha se torna desagradable, sin gracia, adoptando una expresin de martirio; las cejas se juntan sobre el nacimiento de la nariz, mien-tras las comisuras de la boca se humillan; todo el rostro parece como si envejeciera de repente diez aos y se llenase de sombras probable-mente es que mi fisonoma presenta el mismo aspecto. Alguna vez ocurre que le asusta mi mirada. Ustedes saben cun bizarro y, a menu-do, terrorfico, es el mirar del hombre hundido en un profundo ensueo. Los ojos de Macha se abren agrandados, la pupila se oscurece, sus brazos se alzan ligeramente; muda viene hacia m y me toca con ademn amistoso, mientras arregla mis cabellos o mi bata.

    Se le ha desatado el cinturn me dice, y su rostro sigue siempre tan asustado.

    Pero llego a verla sola, y entonces, su fisonoma est desprovista de toda expresin. Est plida, bella y enigmtica como la cara de un muerto. Si se le grita: Macha!, se vuelve rpidamente, sonre con una sonrisa medrosa, y pregunta:

    Hay que darle algo?

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    Perpetuamente, da o toma algo; y si no tiene nada que dar, que tomar o que arreglar, se ve que sufre por ello. Y siempre silenciosa. Jams he visto que haya dejado caer o chocar nada. He intentado hablar con ella de la vida; todo la deja terriblemente indiferente, lo mismo los homicidios, que los incendios u otros horrores, que tanto efecto producen en las gentes poco ilustradas.

    Comprenda usted: los hieren, los matan, y sus hijos pequeos tienen hambre le deca yo hablndole de la guerra.

    S, ya comprendo me responda, y pregun-taba toda pensativa: No hay que darle a us-ted leche? No ha comido usted poco?

    Ro, y ella me responde con una risa, un poco medrosa. No ha estado nunca en el teatro; ig-nora que Rusia es un Estado, y que hay otros; no sabe ni leer ni escribir, y del Evangelio tan solo conoce aquellos fragmentos odos en la Iglesia. Todas las noches se hinca de rodillas en el suelo y reza durante largo tiempo.

    Los primeros das la consider simplemente

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    como un ser sencillo y estpido, que naci para ser esclavo; pero cierto incidente me ha hecho cambiar de opinin.

    Sin duda alguna saben ustedes, probable-mente se lo habrn dicho, que yo he pasado aqu una fase mala que ciertamente no prueba nada, sino fatiga y debilidad momentnea de mi organismo. Bueno, pues una vez... Eviden-temente, yo soy ms fuerte que Macha y habra podido estrangularla, pues estbamos solos, y si ella hubiese gritado o agarrado mi brazo...; pero, no, permaneci muy tranquila. Solo me dijo, simplemente:

    Es preciso no hacer esto, amigo mo!

    Despus he pensado con frecuencia en aquel es preciso, y todava sigo sin poder compren-der la fuerza sorprendente que advert encerra-da en tales palabras. No est en las palabras vacas y desprovistas de sentido; est en la pro-fundidad del alma de Macha, en una profundi-dad que ignoro y que me es inaccesible. Esta mujer sabe algo. S, sabe; pero no puede o no quiere decirlo. Ms tarde, he tratado repetidas

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    veces de obligar a Macha para que me expli-case aquel es preciso, pero ella no ha podido satisfacer mi curiosidad.

    Cree usted que el suicidio es un pecado? Lo ha prohibido Dios?

    No.

    Entonces, por qu es preciso no cometer-lo?

    Porque es as. Es preciso. Despus ella sonre y pregunta: Desea usted que le traiga algo?

    Positivamente, esta mujer est loca; pero es la suya una locura tranquila, y quiere hacerse til, como muchos locos. Por eso es preciso no inquietarla.

    Me permitir aqu una digresin, pues la pregunta que me hizo ayer Macha me condu-jo a evocar recuerdos de mi infancia. No me acuerdo de mi madre, pero tena yo una ta llamada Amfisa, que me santiguaba todas las noches. Era una solterona vieja, silenciosa, de rostro cubierto de granos, y adoptaba un gesto

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    de disgusto cada vez que mi padre bromeaba a propsito de novios. Yo era todava pequeo, apenas si tena once aos, cuando mi ta se es-trangul por sus propias manos en un cuartu-cho donde solan guardar el carbn. A mi padre se le apareca con frecuencia en sus sueos; y aquel ateo jovial orden celebrar honras fne-bres y misas por el reposo de su alma.

    Mi padre era muy inteligente y tena mucho talento: sus discursos en el foro hacan llorar, no solo a las mujeres nerviosas, sino tambin a las gentes serias y bien equilibradas. nica-mente yo no lloraba al escucharle, porque le conoca y saba muy bien que a lo mejor l mis-mo no saba nada de las cosas de que estaba hablando. Posea una gran variedad de cono-cimientos y de ideas, pero sobre todo de pala-bras; y las palabras, las ideas y los conocimien-tos se combinaban a menudo de manera feliz y bella, pero l mismo no las entenda. Hasta algunas veces yo mismo dudaba de su existen-cia: de tal modo estaba ausente de sus voces y de sus gestos; y a veces me pareca que no

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    era un hombre, sino una imagen que apareca en un cinematgrafo completado por un fon-grafo. No se daba cuenta de ser un hombre, que viva actualmente, pero que un da tendra que morir, y no se haba preocupado de dar un objeto a su vida. Cuando se meta en la cama y dorma, probablemente no tena sueo algu-no, interrumpindose en seco el curso de su existencia. Con su lengua era abogado, ga-naba al ao una treintena de miles de rublos; y ni una sola vez se extra de aquel hecho que no provocaba en l reflexin alguna. Recuer-do que habamos ido juntos a una finca que acababa de comprar y yo le dije, sealando los rboles del parque:

    Los clientes?

    l sonri, lisonjeado, y me respondi:

    S, hijo mo; el talento es una gran cosa.

    Beba mucho, y en l la borrachera se mani-festaba tan solo por una aceleracin en todos los movimientos, cortada bruscamente en el momento que se acostaba. Le consideraba todo el mundo como un ser excepcionalmente bien

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    dotado, y el sola decir siempre que, si no fuese un abogado clebre, habra sido un gran pintor o un escritor de genio. Y, por desgracia, era cierto.

    Era a m a quien l menos comprenda. Hubo cierta ocasin en que estuvimos a pun-to de perder toda nuestra fortuna. Aquello era terrible para m. En estos tiempos, cuando ni-camente la riqueza proporciona la libertad, no s lo que habra sucedido si la suerte me hu-biese colocado en los rangos del proletariado. Todava no me es dado recordar sin furia que alguien hubiera podido intentar poner su mano sobre m, obligndome a hacer lo que no qui-siera, comprando por un sueldo mi trabajo, mi sangre, mis nervios, mi vida. Pero este miedo no lo sent ms que un minuto; al momento comprend que las gentes como yo jams per-manecen pobres. Mi padre no lo comprenda. Me consideraba sinceramente como un ado-lescente estpido y miraba con terror mi su-puesta impotencia.

    Ah, Antonio, Antonio!... Qu ser de ti?deca. l mismo haba perdido todas sus ener-

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    gas; los largos cabellos en desorden le colga-ban sobre la frente; tena el color plomizo.

    Yo le respond:

    No te inquietes por m, pap. Si yo carezco de talento, matar a Rothschild, o desvalijar una casa de banca.

    Mi padre se enfad, pues tom mi respuesta por una broma inoportuna y trivial. Vea mi ros-tro, escuchaba el tono de mi voz, y, a pesar de ella, crea que yo bromeaba. Pobre polichinela de cartn, al que por un error se consideraba como un hombre!

    Desconoca mi alma, y le disgustaba toda la compostura exterior de mi vida, ya que no poda comprender el sentido de aquella. En el colegio, yo ocupaba un buen puesto, y esto le desazonaba. Cuando reciba visitas abogados, literatos, artistas, sealndome con el dedo deca:

    Ah tienen ustedes a mi hijo es el primero de su clase. Qu he hecho yo para desatar la clera de Dios?

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    Se rean de m, y yo me burlaba de aquellas gentes. Pero lo que le enfadaba todava ms que mis xitos eran mi conducta y mi traje, correctos. Entraba en mi cuarto, cambiaba de sitio intencionadamente mis libros, y todo lo desordenaba. Mi peinado, siempre cuidado y sencillo, le quitaba el apetito.

    El inspector ordena cortarse as los cabe-llos deca yo con un tono de gravedad respe-tuosa.

    l profera grandes injurias, y yo, en mi inte-rior, temblaba con una risa despreciativa.

    La afliccin mayor de mi padre eran mis cua-dernos. A veces, cuando estaba borracho, los examinaba con cierta desesperacin de una violencia cmica.

    No has echado nunca un borrn?

    S, pap. Anteayer ech uno en mi cuader-no de trigonometra.

    Y lo lamiste?

    Qu quieres decirme?

    Que si pasaste la lengua por la mancha.

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    No; apliqu sobre ella papel secante.

    Con un gesto de borracho, mi padre agitaba la mano y, refunfuando, deca mientras se levantaba:

    T no eres mi hijo! Qu has de serlo!...

    Entre los cuadernos que odiaba, haba uno que debiera haberle agradado. No presentaba ni una lnea cruzada, ni una mancha, ni una raspadura. Mas he aqu, aproximadamente, lo que en l se poda leer:

    Mi padre es un borracho, un ladrn y un co-barde. Despus seguan ciertos detalles, que considero intil reproducir, tanto por deferen-cia hacia la memoria de mi padre, como por respeto a la ley.

    Viene a mi memoria un suceso, en el que ya no pensaba, y que, ahora lo veo, no estar falto de inters para ustedes, seores peritos. Estoy muy contento por haberlo recordado, muy con-tento. Cmo me haba olvidado de l?

    Tenamos en casa una sirvienta, llamada Ca-talina, que era la querida de mi padre, al propio

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    tiempo que la ma. A mi padre le quera por-que le daba dinero, y a m porque yo era joven, porque tena bellos ojos negros, y porque no le pagaba. La misma noche en que mi padre yaca en su fretro, en el saln, fui al cuarto de Cata-lina. Estaba cerca del saln y desde l se oa al sacerdote la lectura de las oraciones.

    Pienso que aquella noche el alma inmortal de mi padre recibi plena y entera satisfaccin!

    Ciertamente es un suceso interesante, y no comprendo cmo lo iba a pasar en silencio. Podran considerar esto como un acto infan-til, como una chiquillada, seores peritos, pero se engaan! Fue una lucha cruel, seores pe-ritos, y no alcanc fcilmente la victoria! La puesta, era mi vida. Si hubiera tenido miedo, si hubiera retrocedido, incapaz de amar aquella noche, me habra matado. Estaba decidido, lo recuerdo muy bien.

    Lo que yo haba hecho no era cosa tan fcil para un adolescente de mi edad. Ahora, s muy bien que combata contra molinos de viento; pero entonces vea yo el asunto bajo un aspec-

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    to bien distinto. Actualmente me es difcil re-memorar lo que entonces experimentaba, pero recuerdo que me pareca iba a violar con un solo acto todas las leyes divinas y humanas. Un miedo horrible, hasta cmico, me haba invadi-do; pero no obstante, logr dominarme; y cuan-do entraba en la habitacin de Catalina, estaba tan bien dispuesto para recibir sus besos como el propio Romeo.

    S, creo que entonce sera yo todava romn-tico. Qu dichoso aquel tiempo, y ya, cun lejano! Recuerdo, seores peritos, que al salir del cuarto de Catalina, me detuve ante el ca-dver de mi padre, puse la mano sobre mi pe-cho, como Napolen, y le contempl con visi-ble arrogancia. En el mismo instante temblaba, asustado por el sudario que se haba movido. Qu dichoso aquel tiempo, y ya, cun lejano!

    Siento miedo al pensar en ello, pero creo que jams he dejado de ser romntico. Crea en la inteligencia humana y en su poder ilimitado. La historia entera de la Humanidad me pare-ca ser la marcha de aquella inteligencia triun-

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    fante; y, muy recientemente, tal era todava mi opinin. Me es penoso pensar que mi vida, de un extremo a otro, ha sido un error, que he es-tado loco durante toda mi existencia, como ese actor alienado que he visto en la sala prxima. Ha ido regando por todas partes trozos de papel rojo y azul, y de cada uno de esos trozos cree que es un milln; se los pide a los visitantes, se los roba, los coge en los retretes, y los guardia-nes le gastan bromas groseras. l, los desprecia profunda y sinceramente. Yo le he sido agra-dable, y, despus de pedirme permiso, me ha entregado un milln.

    Es un milln pequeo me ha dicho, per-dneme usted; pero tengo ahora tantos gastos, tantos gastos!

    Y, llevndome aparte, me ha explicado en voz baja:

    En este momento estoy recogiendo infor-maciones de Italia. Quiero arrojar al Papa e in-troducir all una nueva moneda, sta. En segui-da, un domingo me har proclamar santo. Los italianos quedarn satisfechos, pues son muy

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    felices cada vez que les dan un santo nuevo.No es cierto que yo mismo he vivido con

    esos millones? Es extrao pensar que mis libros mis cama-

    radas y mis amigos permanecen siempre bajo sus rayos y que guardan silenciosamente lo que yo considero como la sabidura del Universo: su esperanza y su felicidad. Yo s, seores pe-ritos, que, loco o no, desde su punto de vista, soy un monstruo; pues bien, debieran ver a ese monstruo cuando penetra en su biblioteca.

    Vayan, seores peritos, examinen mi apo-sento, que eso les interesar! En el cajn su-perior, a la izquierda de mi mesa de trabajo, encontrarn un catlogo detallado de mis li-bros, de mis cuadros y de mis objetos de arte; tambin encontrarn all las llaves de los arma-rios. Ustedes tambin son hombres de ciencia, y confo en que tratarn cuanto me pertenece con el respeto y el cuidado debidos. Les ruego tambin tener cuidado de que las lmparas no den tufo. No hay cosa tan terrible como ese holln fino que penetra por todas partes y no

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    puede quitarse sino con suma dificultad.

    El enfermero Ptrof acaba de negarse a dar-me la dosis de cloral que le he pedido. Antes de nada, yo soy mdico y s muy bien lo que hago; por eso, si me niegan algo, tomar medi-das decisivas. Hace dos noches que no duermo y, resueltamente, no quiero volverme loco. Exi-jo que me den chloramida. Lo exijo. Es infame hacer que las gentes se vuelvan locas.

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    espus del segundo ataque, comen-zaron a temerme. En muchas casas

    se apresuraron a cerrarme la puerta; cuando por casualidad me tropezaba con personas de mi amistad, los rostros se crispaban, sonrean cobardemente y me preguntaban con cierto tono significativo:

    Bueno, amigo. Qu tal, cmo se encuentra usted?

    Yo habra podido cometer entonces cualquier iniquidad, sin perder la estimacin de los que me rodeaban. Miraba a aquellas gentes y pen-saba para m: si quiero, puedo matar a ste y a aqul, y no por ello sera castigado. El sen-timiento que experimentaba con tales ideas

    D V

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    me resultaba cosa nueva, agradable y un tanto terrible. El hombre dejaba de ser algo severa-mente prohibido, peligroso de tocar: me pare-ca que las escamas que lo protegan haban cado, que estaba desnudo, y que matarlo sera fcil y seductor.

    El miedo, como una muralla espesa, impeda el que las miradas escrutadoras llegasen hasta m; por esto mismo desapareci la necesidad de un tercer acceso preparatorio. Tan slo en esto me desvi del plan concebido, pero jus-tamente en eso reside la fuerza del talento; no forma el cuadro, y cambia completamente el orden del ataque segn las circunstancias. Ms todava deseaba obtener el perdn oficial de mis pecados pasados y un permiso para los pecados futuros; deseaba un testimonio mdi-co y cientfico de mi enfermedad.

    Tambin para eso esperaba el concurso de las circunstancias, entre las cuales mi visita a casa de un psiquiatra poda parecer algo dependien-te de una casualidad y hasta de una obligacin. Probablemente era una sutileza intil, pero te-

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    na su valor artstico para el perfeccionamien-to de mi papel. Fueron Tatiana Nicolaevna y su marido los encargados de hacerme ir a casa de un mdico.

    Se lo ruego, querido Antonio Ignacio, vaya usted a ver un mdico me dijo Tatiana Nico-laevna. Nunca hasta entonces me haba ella llamado querido , y tena que pasar por loco para llegar a recibir aquella nfima caricia.

    Est bien, querida Tatiana Nicolaevna , ir respond yo, con sumisin. Nos hall-bamos los tres Alejo estaba tambin presen-te en el despacho donde deba consumarse el homicidio.

    S, Antonio, no dejes de ir confirm Alejo con autoridad, si no, Dios sabe lo que todava hars.

    Qu es lo que yo puedo hacer? pregun-t tmidamente, intentando disculparme ante los ojos de mi severo amigo.

    Quin puede saberlo? Puede que le hagas pedazos la cabeza a alguien.

    Yo daba vueltas entre mis manos a un pesa-

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    do pisapapeles de bronce, y, mirando primero a Alejo, luego al objeto, pregunt:

    La cabeza? Has dicho la cabeza?

    S, la cabeza. Un da cogers un objeto como ese, y todo habr terminado. Aquello se haca interesante: justamente era aquella cabeza la que yo me propona hacer pedazos con aquel objeto, y precisamente aquella cabeza estaba pensando en el modo como la cosa sucedera. Pensaba en ello con una sonrisa de indiferencia. Hay gentes que creen en los presentimientos, figurndose que la muerte enva por delante de ella mensajeros invisibles: qu tontera!

    No parece natural que se le pueda hacer dao a nadie con este objeto dije yo. Es de-masiado ligero.

    Qu dices? Que es demasiado ligero?contest Alejo excitado. Me quit el pisapa-peles y, blandindole con la mano cerrada, lo agit en el aire varias veces. Ensyate.

    Ya lo veo, ya.

    No, no lo ves. Cgelo as, y vers.

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    De mala gana, tom sonriendo el pesado ob-jeto; pero entonces intervino Tatiana Nicolae-vna . Plida, temblorosos los labios, dijo, ms bien grit:

    Alejo, deja eso! Alejo, deja eso!

    Qu tienes Tania? Qu es lo que tienes? pregunt asombrado el esposo.

    Deja eso! Ya sabes que no me gustan seme-jantes bromas.

    Nos echamos a rer todos, y el pisapapeles volvi a ser colocado en su sitio, sobre la mesa.

    En casa del profesor T. pas todo tal como yo esperaba que pasase. Emple infinidad de precauciones, escogiendo palabras discretas; me pregunt si tena parientes que pudiesen cuidar de m; me aconsej no salir de casa, des-cansar y tranquilizarme. Apoyndome en mi condicin de mdico, discut un poco con l; y si hubiese tenido algunas dudas, se le hubieran desvanecido cuando tuve la audacia de contra-decirle: desde entonces me consider irrevoca-blemente como loco.

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    Me atrevo a confiar, seores peritos, que no darn ustedes demasiada importancia a esta farsa inofensiva ejecutada a expensas de un compaero suyo: como sabio, el profesor T. es, indudablemente, digno del mayor respeto.

    Los das que siguieron figuran entre los ms felices de mi vida. Me compadecan, como si realmente hubiese estado enfermo; me hacan visitas, empleando para hablarme un lenguaje absurdo, una especie de jerga; y como nadie ms que yo saba que estaba tan sano como cualquiera otra persona, me deleitaba ante la obra potente y precisa de mi talento. De todo cuanto de asombroso e inconcebible hay en la vida, nada tan maravilloso como la inteligen-cia humana. Existe en ella un elemento divino, que viene a ser como la hipoteca de la inmor-talidad, una fuerza que no tiene lmites. Los hombres se sienten sorprendidos y arrebatados cuando contemplan las cimas nevadas de las altas montaas; si ellos mismos supieran com-prenderse, se sentiran todava mucho ms ma-ravillados ante su propia inteligencia que ante

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    todas las montaas o ante todas las bellezas y todos los tesoros del mundo. El simple acto mental del obrero que se pregunta cul es el modo mejor de colocar un ladrillo sobre otro: he ah el gran milagro y el misterio supremo.

    Disfrutaba yo de mi inteligencia. Inocente dentro de su belleza, se me entregaba como amante apasionada, me serva como una escla-va y me apoyaba como un amigo. No vayan a creer que, durante todos aquellos das pasados entre cuatro paredes, en mi casa, no pens ms que en mis proyectos. No; estos estaban ya en limpio y perfectamente estudiados. Pensaba en otras muchas cosas. Yo y mi pensamiento, por decirlo as, gozbamos con la muerte y con la vida, volando muy alto, por cima de ellas. Entre otras ocupaciones, logr entonces resolver dos problemas de ajedrez muy interesantes, cuya so-lucin buscaba haca mucho tiempo sin lograr dar con ella. Sin duda alguna, ustedes no igno-ran que, de esto hace tres aos, tom parte en un torneo internacional de ajedrez, obteniendo en l el segundo premio; fue Lasker quien se

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    llev el primero. Si no hubiera sido yo enemigo de toda publicidad, habra continuado tomando parte en tales concursos. Lasker habra tenido que acabar por cederme el primer puesto, que retiene desde hace demasiado tiempo.

    Entretanto, desde el instante en que la vida de Alejo se encontr entre mis manos, me sen-ta a su lado en una disposicin particular. Me resultaba agradable pensar que viva, coma, beba y se diverta, y que todo esto era porque yo quera. Por mi parte, era un sentimiento se-mejante al de un padre para su hijo. Pero me atormentaba mucho por su salud. A pesar de su natural debilidad, era de una imprudencia imperdonable: se negaba a usar franelas y sala sin chanclos con el tiempo ms hmedo. Fe-lizmente, Tatiana Nicolaevna vino a tranquili-zarme. Se tom un da el trabajo de subir a mi casa para hacerme saber que Alejo se hallaba bien de salud y que hasta dorma bien, cosa que suceda raras veces. Completamente ale-gre, rogu a Tatiana Nicolaevna entregase a su marido, de mi parte, un libro, un ejemplar raro

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    que casualmente haba entre mis manos, y que desde haca tiempo deseaba l poseerlo. Quiz aquel regalo fuese un error desde el punto de vista de mi plan podan acusarme de haber querido de ese modo dar un cambio; pero te-na tal deseo de complacer en algo a Alejo, que resolv correr aquel pequeo riesgo.

    Esta vez estuve sumamente amable y natural con Tatiana Nicolaevna , produciendo en ella una favorable impresin. Ni ella ni Alejo ha-ban presenciado uno slo de mis accesos: les era, pues, difcil, casi imposible, figurarse que yo estaba loco.

    Venga usted por casa me dijo Tatiana Ni-colaevna, al despedirse de m.

    No puedo respond sonriendo, el mdico me lo ha prohibido.

    Qu tontera! Puede usted venir a nuestra casa tal como est en la suya; adems, Alejo le echa mucho de menos.

    Promet ir, y jams he hecho una promesa con tanta seguridad de cumplirla como aquel da. No les parece a ustedes, seores peritos,

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    ahora que conocen todas esas maravillosas coincidencias, no les parece que no era yo el nico que haba condenado a muerte a Alejo, sino que tambin le haba condenado algn otro? No obstante, no hay en ello ningn otro: todo es sencillo y lgico.

    Cuando el 11 de diciembre, a las cinco de la tarde, penetr en el gabinete de trabajo de Alejo, el pisapapeles fundido estaba en su sitio. En aquel momento, antes de la comida ellos solan cenar a las siete, Alejo y Tatiana Nico-laevna estaban descansando. Al verme se mos-traron muy complacidos.

    Muchas gracias por el libro dijo Alejo, apretando mi mano. Yo mismo habra ido a tu casa, pero Tatiana me dijo que estabas completamente curado.Esta noche vamos al teatro.Por qu no vienes con nosotros?

    La conversacin se generaliz entre nosotros. Aquella tarde haba resuelto no ser disimulado cierto es que haba un fino disimulo en aque-lla ausencia de disimulacin, y, encontrndo-me bajo la influencia de la sobrexcitacin de

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    mi inteligencia que acababa de experimentar, hablaba mucho y de una manera inteligente. Si los admiradores del talento de Savilov su-piesen cuntas de sus mejores ideas nacieron en el cerebro de su amigo el doctor Kerjentzef!

    Hablaba yo con exactitud y precisin, ha-ciendo destacar mis frases; al mismo tiempo, miraba la aguja del reloj y pensaba en que, en el momento en que aquella estuviese sobre la cifra seis, yo sera un asesino. Despus dije algo divertido, y ellos se echaron a rer; en tanto, yo me esforzaba por anotar en mi memoria los sentimientos que experimenta el hombre que no es todava un asesino, pero que va pronto a serlo. No era yo una imagen abstracta; pero, por una sencilla intuicin, conceba el proceso de la vida dentro de Alejo, el latido de su co-razn, la circulacin de la sangre por sus sie-nes, la silenciosa vibracin del cerebro, y me representaba de qu modo aquel proceso iba a interrumpirse, cesando el corazn de refluir la sangre y el cerebro, de vibrar.

    En qu pensamiento se detendra?

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    Jams la claridad de mi conciencia haba al-canzado altura tal e intensidad semejante; ja-ms haba sentido funcionar mi yo tan comple-ta, tan diversa, ni tan armoniosamente. Como Dios, vea sin ver, escuchaba sin escuchar y, sin pensar, saba.

    Me faltaban todava siete minutos, cuando Alejo se levant perezosamente del sof, se desperez y sali diciendo:

    Vengo en seguida!No queriendo encontrarme con la mirada de

    Tatiana Nicolaevna, me fui hacia la ventana, apart los visillos y permanec all. Sin verla, sent que Tatiana Nicolaevna atravesaba rpidamen-te la habitacin y vena junto a m. Escuchaba su respiracin, saba que me estaba mirando a m, no a la ventana, y permaneca callada.

    Cmo brilla la nieve! dijo Tatiana Nico-laevna ; pero yo no respond nada.

    Antonio Ignacio! exclam ella; despus se detuvo.

    Yo segu guardando silencio.

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    Antonio Ignacio! repiti ella con una voz balbuciente; entonces la mir. Ella vacil y es-tuvo a punto de caer, como si se hubiera visto empujada por una fuerza terrible que se des-prenda de mis ojos. Despus se lanz hacia su marido, que volva en aquel instante.

    Alejo murmur, Alejo...Qu pasa?Sin sonrer, pero atenuando mi broma con la

    inflexin de mi voz, dije:

    Cree que voy a matarte con esto.Y, con mucha calma, francamente, cog el

    pisapapeles con mi mano y me aproxim con toda tranquilidad a Alejo. l me mir fijamen-te, con sus ojos plidos, y repiti:

    Cree ella...S; lo cree!Lentamente, con amplio gesto, alc el brazo

    y, con la misma lentitud, Alejo alz el suyo, sin quitarme los ojos.

    Espera! dije yo con tono severo.El brazo de Alejo se detuvo, y siempre fijos

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    sus ojos en m, tuvo una sonrisa plida, des-confiada, que apenas se dibuj sobre sus la-bios. Tatiana Nicolaevna grit algo con una voz terrible, pero ya demasiado tarde. Con la extremidad aguda del pisapapeles, golpeaba yo sobre la sien, muy cerca del arco superciliar del ojo. Cuando el cay, me inclin, y todava le golpe dos veces. El juez de instruccin me ha dicho que yo le di a Alejo numerosos golpes, porque su cabeza estaba completamente hecha pedazos. Pero esto no es cierto . Yo lo golpe, en total, tres veces: una vez, cuando estaba de pie, y dos veces, cuando yaca en tierra.

    Es cierto que los golpes fueron muy violen-tos; pero no hubo ms que tres. Lo recuerdo perfectamente. No hubo ms que tres golpes.

  • 93

    o se molesten ustedes en descifrar lo que va anotado al pie del cuarto captulo, y no den ustedes excesiva

    importancia a los borrones o raspaduras. No vayan a considerarlo como indicios de un es-pritu desordenado. En la extraa situacin en que me encuentro, debo ser extremadamente minucioso; no oculto nada y espero que as han de comprenderlo.

    La oscuridad de la noche obra siempre de una manera muy viva sobre un sistema nervioso fatigado y, por eso, los pensamientos espanto-sos nacen a cada momento. Durante la noche que sigui a mi crimen, mis nervios se encon-traban naturalmente presos de una excitacin

    N VI

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    particular. Es bueno tener dominio sobre uno mismo, porque matar a un hombre no es una broma. A la hora del t, despus de haber pues-to orden en mi persona, pul mis uas y me cambi de ropa y llam a Mara Vasilievna para que me hiciese compaa. Es mi ama de llaves y un poco mi mujer. Creo que tiene otro aman-te; pero es una buena mujer, tranquila, y como no es demasiado interesada, me he resignado fcilmente a ese pequeo inconveniente, casi inevitable cuando un hombre compra el amor con dinero. He aqu que esta mujer idiota me dio el primer golpe.

    Abrzame le dije.

    Sonri bestialmente y permaneci inmvil en su sitio.

    Bueno! Qu te pasa?

    Se estremeci, se puso roja, tomaron sus ojos una expresin de terror, se inclin hacia m con aire suplicante, por encima de la mesa, y dijo:

    Antonio Ignacio, vaya usted a casa del mdico!

    Por qu dices eso? grit furioso.

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    Oh, no grite, que me da usted miedo! Ten-go miedo, seor, tengo miedo.

    Sin embargo, ella no saba de los dos ataques, ni del crimen, y haba sido siempre con ella de un humor igual y amable. Hay algo en m que no hay en los dems hombres, y que causa mie-do. Tal fue el pensamiento que tuve, pero se borr enseguida, dejndome una extraa sen-sacin de fro en las piernas y en la espalda.

    Pienso en que, sin duda alguna, Mara Vasi-lievna haba odo hablar de mi enfermedad en la ciudad o a los criados, o haba visto las ropas desgarradas que yo me haba quitado, y de este modo su miedo se explicaba naturalmente.

    Vyase le orden.

    Despus me tend sobre el sof, en mi biblio-teca. No tena ganas de leer, y todo mi cuerpo estaba fatigado; me encontraba, en suma, en la situacin de un actor despus de un papel interpretado brillantemente. Pero me resulta-ba agradable contemplar mis libros y pensar en que habra de volver otra vez a leerlos. Todo me agradaba: mi habitacin, mi sof y Mara

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    Vasilievna. Por mi cabeza cruzaban fragmentos de frases de mi papel y bajo mis ojos se repro-ducan movimientos hechos por m; poco a poco, se precipitaban negligentemente algu-nos reparos crticos: aqu, habra sido mejor decir esto. Pero estaba muy contento de mi Espera! improvisado. Verdaderamente, era un ejemplar raro, increble para quienes no lo han experimentado, del poder de la sugestin.

    Espera! repeta sonriendo, con los ojos cerrados. Y mis prpados sentan pesadez, te-nia deseos de dormir, cuando una nueva idea penetr en mi cerebro, tranquilamente, pere-zosamente, como las dems, y que tena todas las propiedades de mi inteligencia: la clari-dad, la precisin y la simplicidad. Penetr sin prisas y se qued all. Hela aqu textualmente, en tercera persona, tal como se formul en m, ignoro por qu:

    Es muy posible que el doctor Kerjentzej est realmente loco. Ha credo que simulaba la lo-cura; pero, en realidad, est loco. En este mo-mento, todava est loco.

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    Aquella idea se repiti tres veces; y yo son-rea siempre, sin comprender.

    Ha pensado que simulaba la locura; pero est realmente loco.

    Cuando, por fin, comprend... Primero cre que esta frase haba sido dicha por Mara Vasi-lievna, porque me pareca haber percibido una voz, y aquella voz era semejante a la suya. Des-pus pens que era la de Alejo. S, la de Alejo, la del muerto. Por ltimo, comprend que era yo quien haba pensado aquello, y eso fue terri-ble. Me agarr los cabellos y de pie, en medio de la estancia, no s por qu, dije:

    As es. Todo ha terminado! Me ha sucedido lo que yo tema. Me he aproximado demasiado cerca del borde, y, ahora, el porvenir no me re-serva ms que una cosa: la locura.

    Cuando vinieron a detenerme, parece ser que estaba en un estado espantable, hecho una lstima, desgarradas las ropas, plido y terrible. Pero Dios santo! pasar una noche semejante y no volverse loco... no quiere demostrar que se posee un cerebro indestructible? A pesar de

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    eso, no hice ms que estropear mis vestidos y romper los espejos. A propsito: permtanme ustedes darles un consejo. Si alguna vez uno de ustedes tiene que pasar por lo que yo ex-periment aquella noche, cubra con unos ve-los los espejos del cuarto donde se encuentre. Cbranlos, como lo hacen cuando hay algn muerto en la casa! Tpenlos bien!

    Es horroroso para m haber escrito todo esto. Tengo miedo de cuanto voy a tener que recor-dar, de cuanto debo escribir. Pero no puedo de-jarlo para ms adelante.

    Fue aquella tarde.

    Represntense ustedes una serpiente ebria, s s, una serpiente ebria: ha conservado toda su ligereza; la agilidad de sus movimientos ha aumentado ms todava: y sus dientes son tambin ms agudos y venenosos. Est borra-cha y se encuentra en una habitacin cerrada, llena de gentes invadidas por el miedo. Fra-mente, ferozmente, se arrastra entre ellas, se enrosca alrededor de sus piernas, las pica en el rostro, en los labios, y despus se apelotona

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    sobre s misma, para hundir sus dientes en su propio cuerpo. Y parece como si no estuviese sola, como si miles de serpientes se enrollasen, mordiesen y se tragasen unas a otras. Tal era la imagen de mi inteligencia, de aquella en la que yo crea, y en cuyos dientes, agudos y veneno-sos, vea mi salud y mi defensa.

    La nica idea se haba roto en millares de ideas, y cada una de ellas era fuerte, y todas ellas eran enemigas entre s. Giraban en una ronda salvaje, y su msica era una voz mons-truosa, resonante como una trompeta, y que llegaba desde una profundidad invisible para m. Era la idea fugitiva, la ms terrible de las vboras, puesto que se agazapa en la oscuridad. Haba salido de mi cerebro, en donde yo la tena encerrada, para ir hasta los lugares ms ocultos de mi cuerpo, hasta las negras profun-didades inexploradas. Y, all, vociferaba como una extranjera, como una esclava que huye, c-nica e insolente, en su impunidad:

    Has credo que fingas estar loco, y lo es-tabas en realidad! T, doctor Kerjentzef, eres

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    pequeo, eres malo, eres bestia! Un doctor Kerjentzef, el doctor Kerjentzef que est loco!

    Eso era lo que me gritaba, ignorando yo de dnde vena aquella voz monstruosa. Ni si-quiera saba lo que era; ya les he dicho que era mi inteligencia, pero quiz no fuese. Las ideas daban vueltas en mi cabeza como pichones aterrorizados por un incendio, y la voz gritaba siempre, desde no se sabe dnde, desde abajo, desde arriba, de un lado, del otro, desde un si-tio en donde no poda verla ni agarrarla.

    Entre todas las sensaciones que me estreme-can, la ms terrible era la conciencia que tena de no conocerme y de no haberme conocido nunca. En tanto que mi yo se encontraba en mi cerebro bien organizado, donde todo vive y fun-ciona segn su orden reglado, yo me conoca y me comprenda, meditaba acerca de mi carc-ter, sobre mis proyectos, y era, segn yo cra, el amo. Pero ahora veo que no era el amo, sino un esclavo miserable, digno de lstima. Figrense que habitan una casa en la que existen muchas habitaciones; no ocupan ms que una, pero po-

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    seen la casa entera. Y de repente se enteran de que en torno suyo, todas las habitaciones estn habitadas. S, habitadas, viven en ellas seres enigmticos, quiz personas, quiz otra cosa, y la casa les pertenece. Quieren saber quines son; pero las puertas estn cerradas, y detrs de las paredes no se oye ningn ruido, ninguna voz. Y, al mismo tiempo, saben que all, al otro lado de aquella puerta cerrada, est en trance de decidirse su suerte.

    Yo me aproxim a los espejos... Cubran los espejos! Cbranlos!

    Despus no me acuerdo de nada hasta el mo-mento en que llegaron los representantes de la ley y de la justicia. Pregunt la hora, y me res-pondieron que eran las nueve. Mucho tiempo despus, no pude comprender cmo no haban pasado ms que dos horas desde mi regreso a casa, y tres horas, poco ms o menos, desde la muerte de Alejo.

    Perdnenme, seores peritos, por haber des-crito en trminos tan generales y tan vagos un momento tan importante para la especialidad

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    como aqul de mi terrible estado mental des-pus del crimen. Pero esto es todo lo que yo recuerdo, y todo lo que puedo traducir en len-guaje humano. Por ejemplo, no puedo pintar con palabras el horror que me abrum sin un minuto de descanso. Tampoco puedo decir, con una certeza positiva, si todo lo que tan mal he expresado sucedi realmente. Quiz todo ello no haya existido, y lo que sucedi fue otra cosa. Lo que recuerdo muy bien es aquella idea, o aquella voz, a menos que no fuese otra cosa:

    El doctor Kerjentzef ha credo que simulaba la locura, y en realidad est loco.

    Acabo de tomarme el pulso: 180. El slo re-cuerdo de aquella voz ha bastado para agitarme de esta forma.

  • 103

    a vez pasada escrib muchas cosas intiles y absurdas, que, desgraciada-

    mente, ya no puedo borrar. Me asusta pensar que puedan darles una falsa idea de mi perso-nalidad y del estado real de mis facultades. Sin embargo, tengo fe en su ciencia y en la claridad de su juicio, seores peritos.

    Ya comprendern que nicamente causas muy serias han podido conducirme a m, al doctor Kerjentzef, a descubrirles la verdad en el asunto del asesinato de mi amigo Savilof.

    Esas causas las vern y apreciarn fcilmente en cuanto yo les haya dicho que, todava hoy, ignoro si he fingido la locura con el fin de ma-tar impune