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14 / CRÓNICA / Nº 852 EL MUNDO / DOMINGO / 12 / FEBRERO / 2012 ntre cloacas, en el subsuelo de los recuerdos, el hombre se vuel- ve menos hom- bre y más animal. Sólo los que es- tán no condenados, por pecado o culpa, pueden salir del hoyo. Con- cepción Gil Ríos entra al lugar don- de duerme, no le llama casa. Y me- nos, hogar. Las paredes lucen gra- fittis que reivindican derechos sociales, o rebeldía. Los cristales de una puerta clausurada con cadenas y un candado soldado por el óxido están rotos. La noche gélida, el es- trés y la rabia hacen que su boca desdentada tirite. Tiemblan sus la- bios, rechinan sus molares frotán- dose uno contra otro. Atraviesa un par de largos pasillos. A su paso, las ratas corren. Ella mira a un la- do, a otro. Parece que está sola. Sus hijos aún no llegan. La galería co- mercial abandonada tiene una luz lúgubre, la luna plena del exterior no ilumina nada aquí. —Perdona el desorden— me dice. Dentro, dos carritos de supermerca- do guardan uno su vajilla, el otro sus viandas. Avergonzada, mira su entorno, como excusando su pobre- za. Sus tres gatos van a por ella, después rascan el aire, el breve agu- jero entre la puerta y el marco. Vigi- lantes, intentan evitar que roedores que compiten en peso y dimensio- nes con ellos entren en el escondite de Concepción y sus hijos. —Este es mi zulito— describe, piadosa, su habitante. Los felinos maúllan, cual llanto. GRAN DESESPERANZA Concepción vive en el sótano de la ciudad. Bajo tierra. Perdió su vivien- da tras una larga disputa judicial. Tras ver a centenares de agentes y burócratas arrojarla de su hogar, del piso de 55 metros cuadrados que llamaba así. Quedaba en una zona de edificaciones de protección ofi- cial para gente con especial necesi- dad. Su casa era una de ellas, evi- dentemente. El fin de esas construc- ciones, que pagamos todos, es destinarlas a familias sin recursos, con poco o nada. Como la suya. Cuando ello sucedió, Adrián, su hijo de 16 años, tenía la mirada per- dida en una esquina. Manuel, su pri- mogénito, recién en edad adulta, era retenido, atenazado más bien, por policías. Miraba a su madre arrodi- llada. Suplicaba que les dejaran se- guir en el lugar donde los había vis- to crecer, reír. Ella sentía que perdía algo más que ladrillos y pladur. Fue su refugio cuando su marido los abandonó. ¿Dónde irían si de donde los echaban es el último lugar en la escala de la solidaridad social? Tres madrileños debajo de la tierra de la capital, donde moran hoy. Me invitan a dormir con ellos. Acepto. El recinto asfixia, por la hu- medad y los ácaros. Éste es un lugar abandonado por la crisis que fue arrasando los comercios locales de Leganés. Una galería de toda la vida que antes tenía intensa actividad. Es una habitación pequeña, la mesa blanca es de plástico, reciclada, casi negra por el hollín, la grasa y el pol- vo. Da vida que sus rincones no es- tén desnudos y una lámpara de me- sa infantil añade candor. No hay cortinas que velen la oscuridad de la noche, porque no hay ventanas. El aire de la habitación está vicia- do. Al principio parece que son las colillas apagadas en un cenicero re- pleto, en un lugar sin respiraderos, ni ventilación, pero no. Es el local en sí mismo. La humedad y el aura fan- tasmal del lugar. Un espacio repleto de comercios muertos. Sucumbieron a raíz de la ambi- ción capitalista del ladrillo. Éste per- mitió que, en esta zona obrera, los centros comerciales proliferasen. Primero feneció el pequeño comer- cio de sótano. Después, ante el de- rrumbe económico, los mastodontes de luminosos letreros grandilocuen- tes no sobrevivieron tampoco. Un mall al estilo americano cayó en desgracia. Cuentan que la galería donde me encuentro fue sucum- biendo poco a poco. En sus comer- cios se advertía la necesidad gene- ral. A las fruterías apenas venían mendigos a pedir lo que iba a cadu- car. En las carnicerías igual, o se vendían tan sólo piltrafas. La madre sin hogar tiene un sem- blante amarillento, el ambiente po- see la luz espectral de una vela que está agonizando. Tiene el pelo rubio despeinado y lo esconde bajo un go- rrito de lana. Ha perdido dientes, la belleza se ha ido de una mujer de 42 años que hace seis meses sonreía sin temer. Aún conserva, entre las novísimas arrugas y el pelo que se le cae a mechones, una mirada firme y unos ojos verdegrisáceos que, a pe- sar de la penumbra, resplandecen. —Me siento como un pollo sin ca- beza... Lo más enorme es la soledad. Ésta es su cárcel. Suele pasar el día entero aquí, limpiando y lim- piando. Toma café compulsivamen- te. Se empeña en conseguir que pa- rezca un sitio habitable. —Pero me esfuerzo lo justo. Por- que arreglar mucho esto es aceptar que me voy a quedar mucho tiempo. Ella es de esas personas que con- siguen crear un hogar incluso en es- te muladar. Afuera, los fines de se- mana, beben cerca de su puerta. Miccionan, vomitan. Botellón. Los escucha y, al alba, friega. Durante ese tiempo no sale, se esconde. —La otra vez una chica chillaba. Dudaba entre salir o no. Pero no lo hice porque de pronto callaron. La distancia entre su habitación y el baño —que está en el exterior— son unos 40 metros. Lo que les da más miedo es ese trayecto. —Si no aguantamos, cogemos un cubo y allí... Hasta que amanezca. PAPELES PERDIDOS El primer mal de Concepción fue enfermarse. Fue vigilante de seguri- dad desde 1999 al 2003. Le dieron una baja médica por un problema en el corazón. El dinero no le alcan- zaba y decidió rechazar la pensión que recibía, menos de 300 euros mensuales. Trabajó de vendedora, a comisión, de media 400 euros, 900 el mes que más. No podía volver a ser guardia jurado, su espalda sufría demasiado. El dinero se iba en me- dicamentos, en sus hijos y en el transporte. Así hasta que se quedó sin nada en las alforjas. Un póster de Drakengard forma parte de la decoración. Es un video- juego de dragones y roles, donde el mundo se divide en dos bandos: la Alianza y el Imperio. Uno de los per- sonajes se llama Seere, el nombre de un príncipe del infierno que cum- ple el deseo de quien lo invoca y es sinónimo de abundancia y tesoro. Pero Concepción, a pesar de su si- tuación, está mas cerca del divino que de pactar con el demonio. —Creo en Dios y estoy enfadada con él— dice. Trata de limpiar con su mano izquierda una lágrima no nacida. Se le acumulan penas y, mu- chas veces, cae en la desesperanza. Sus padres tienen 70 y 68 años, res- pectivamente. Ellos, con mucho es- fuerzo, compraron su apartamento en Orcasitas, pauperizada área de Madrid. No saben lo que ella y sus nietos padecen. El papá, ex metalúr- gico en la fábrica de Peugeot-Talgo, tiene cáncer de garganta. —Se muere si se entera. Mueve la comisura de los labios, aprieta los dientes y se tapa la boca. Después me revela que él apenas puede hablar ya. Recibe todos los días a Adrián y a Manuel por las mañanas. En su casa se duchan, en la galería no hay cómo. Charla con ellos a gritos inaudibles. —Se esfuerza por hablar y piensa que le escucho. No sé lo que me di- ce, pero a todo le digo que sí. La familia de Concepción se com- pleta con tres hermanos, uno de ellos con síndrome de Down. Así describe su vida... —Nací en 1970. Soy acuario pero muy desgraciada. Me casé, querien- do y creyendo que iba a ser feliz, en 1992. Me separé cuatro años más tarde. Sin nada de pensión, el juez le quitó la patria potestad por aban- dono reiterado de familia. Nos dejó. Mis hijos hoy no lo reconocerían... Un sillón reciclado, fruto de la ca- ridad —amor de amigos—, será mi cama. Un gato blanco, con motas pardas y negras, cual radiografía de su calavera, mira al techo. Con sus ojos nigérrimos, sigue a sus enemi- gos así. Se escuchan sus correteos en el falso tejado. También, confor- me se hace de noche, se escucha co- mo deambulan por los pasadizos. —Una vez, un amigo de mi hijo Adrián, quien vino a visitarle co- menzó a perseguir a una. Son tan grandes que pensaba que se había escapado uno de los mininos. Cenamos a medianoche. Calienta un arroz que una amiga le trajo. Un manjar aún sin la compañía de car- ne, ni pollo, ni salchichas. Quien le trajo la comida también fue desahu- ciada y reside con su madre en una habitación. Ambas perdieron sus casas, General Electric Bank, una multinacional, se las arrebató. Ya ni siquiera tiene oficinas en el país. Al- quilan un cuarto en la misma zona para evitar el trauma. Ella le regala tabaco de liar a Concepción, quien fuma incesantemente. El cenicero se llena de cadáveres de colillas. La mezcla del calor de viejos radiadores y el humo genera la sensación de que la niebla se ha apoderado del lugar. Tocan la puer- ta arrítmicamente. Es Manuel, el hi- jo mayor que llega. Es alto, cuerpo de surfista, pelo corto militar, mar- cas de acné profundas y rojas. Es el fin de su rutina. —Volver aquí es un asco... Busco la manera de huir. Lo consigue durante el día. Deja el curriculum en centros comercia- les, en los que no han quebrado. Le frustra que ni lo llamen para una entrevista. Aún así no cesa en su búsqueda de empleo. Con 19 años quiere asumir el rol de hombre de la casa y no puede. No le dejan, en un país con más de cinco millones de desempleados. Está frustrado y, cuando ya no se puede hacer nada, va a matar su tiempo libre en el fút- bol. Da patadas y patadas al balón. Freud diría que sublima su furia. —Un día, un día, cogeré una ra- dial y abriré mi casa— comenta ba- jito—. Todos los días me paso para ver si alguien la ocupa... Ya no existe puerta en el sitio donde antes vivían. Hay un bloque de una sola pieza de metal soldado, más propio de una caja fuerte que de un piso de protección social. Su desalojo parece una venganza polí- tica. La otrora concejal de Servicios Sociales de Leganés, María Dolores Montoro, su némesis, abandonó su cargo tras insultarla públicamente en una red social: «Nunca comprenderé por qué una persona que se permite incluso rechazar la tramitación de una ren- ta mínima, deja de pagar una cuota miserablemente pequeña... Sólo una cuestión puede explicar al menos al- gunos de éstos casos y es la enfer- medad mental que hace que se crean invulnerables a las normas, sujetos del gratis total, personalida- des narcisistas hasta la neurosis [...] Amenazar es muy peligroso [...] es- pecialmente cuando se tiene el his- tórico hasta el cuello de detritus, vulgo mierda». Escribió esto y par- tió. Su legado: ya había dejado sin vivienda a Concepción. Es esa clase de políticos que es más cruel que un banco y prefiere dejar vacía una vivienda destinada a los más pobres. Gastar más fondos ¿Cómo relataría Charles Dickens la miseria que se extiende por España? En la semana en que se cumplen 200 años del nacimiento del mejor retratista de la pobreza, el periodista y escritor Martín Mucha se pone en su piel para contar la desgraciada historia de Concepción E MARTÍN MUCHA E DICKENS, 2012 MISERIA EN MADRID Concepción Gil, de 42 años, y sus hijos Manuel y Adrián, de 19 y 16.

DICKENS, 2012: Miseria en Madrid

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¿Cómo relataría Charles Dickens la miseria que se extiende por España? En la semana en que se cumplen 200 años del nacimiento del mejor retratista de la pobreza, el periodista y escritor Martín Mucha se pone en su piel para contar la desgraciada

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1 4 / C RÓ N I C A / N º 8 5 2 EL MUNDO / DOMINGO / 12 / FEBRERO / 2012

ntre cloacas, enel subsuelo delos recuerdos, elhombre se vuel-ve menos hom-

bre y más animal. Sólo los que es-tán no condenados, por pecado oculpa, pueden salir del hoyo. Con-cepción Gil Ríos entra al lugar don-de duerme, no le llama casa. Y me-nos, hogar. Las paredes lucen gra-fittis que reivindican derechossociales, o rebeldía. Los cristales deuna puerta clausurada con cadenasy un candado soldado por el óxidoestán rotos. La noche gélida, el es-trés y la rabia hacen que su bocadesdentada tirite. Tiemblan sus la-bios, rechinan sus molares frotán-dose uno contra otro. Atraviesa unpar de largos pasillos. A su paso,las ratas corren. Ella mira a un la-do, a otro. Parece que está sola. Sushijos aún no llegan. La galería co-mercial abandonada tiene una luzlúgubre, la luna plena del exteriorno ilumina nada aquí.

—Perdona el desorden— me dice.Dentro, dos carritos de supermerca-do guardan uno su vajilla, el otrosus viandas. Avergonzada, mira suentorno, como excusando su pobre-za. Sus tres gatos van a por ella,después rascan el aire, el breve agu-jero entre la puerta y el marco. Vigi-lantes, intentan evitar que roedoresque compiten en peso y dimensio-nes con ellos entren en el esconditede Concepción y sus hijos.

—Este es mi zulito— describe,piadosa, su habitante. Los felinosmaúllan, cual llanto.

GRAN DESESPERANZAConcepción vive en el sótano de laciudad. Bajo tierra. Perdió su vivien-da tras una larga disputa judicial.Tras ver a centenares de agentes yburócratas arrojarla de su hogar, delpiso de 55 metros cuadrados quellamaba así. Quedaba en una zonade edificaciones de protección ofi-cial para gente con especial necesi-dad. Su casa era una de ellas, evi-dentemente. El fin de esas construc-ciones, que pagamos todos, esdestinarlas a familias sin recursos,con poco o nada. Como la suya.

Cuando ello sucedió, Adrián, suhijo de 16 años, tenía la mirada per-dida en una esquina. Manuel, su pri-mogénito, recién en edad adulta, eraretenido, atenazado más bien, porpolicías. Miraba a su madre arrodi-llada. Suplicaba que les dejaran se-guir en el lugar donde los había vis-to crecer, reír. Ella sentía que perdíaalgo más que ladrillos y pladur. Fuesu refugio cuando su marido losabandonó. ¿Dónde irían si de dondelos echaban es el último lugar en laescala de la solidaridad social? Tresmadrileños debajo de la tierra de lacapital, donde moran hoy.

Me invitan a dormir con ellos.Acepto. El recinto asfixia, por la hu-medad y los ácaros. Éste es un lugarabandonado por la crisis que fuearrasando los comercios locales deLeganés. Una galería de toda la vidaque antes tenía intensa actividad.Es una habitación pequeña, la mesablanca es de plástico, reciclada, casinegra por el hollín, la grasa y el pol-vo. Da vida que sus rincones no es-tén desnudos y una lámpara de me-sa infantil añade candor. No haycortinas que velen la oscuridad de lanoche, porque no hay ventanas.

El aire de la habitación está vicia-do. Al principio parece que son lascolillas apagadas en un cenicero re-

pleto, en un lugar sin respiraderos,ni ventilación, pero no. Es el local ensí mismo. La humedad y el aura fan-tasmal del lugar. Un espacio repletode comercios muertos.

Sucumbieron a raíz de la ambi-ción capitalista del ladrillo. Éste per-mitió que, en esta zona obrera, loscentros comerciales proliferasen.Primero feneció el pequeño comer-cio de sótano. Después, ante el de-rrumbe económico, los mastodontesde luminosos letreros grandilocuen-tes no sobrevivieron tampoco. Unmall al estilo americano cayó endesgracia. Cuentan que la galeríadonde me encuentro fue sucum-biendo poco a poco. En sus comer-cios se advertía la necesidad gene-ral. A las fruterías apenas veníanmendigos a pedir lo que iba a cadu-car. En las carnicerías igual, o sevendían tan sólo piltrafas.

La madre sin hogar tiene un sem-blante amarillento, el ambiente po-see la luz espectral de una vela queestá agonizando. Tiene el pelo rubiodespeinado y lo esconde bajo un go-rrito de lana. Ha perdido dientes, labelleza se ha ido de una mujer de 42años que hace seis meses sonreíasin temer. Aún conserva, entre lasnovísimas arrugas y el pelo que se lecae a mechones, una mirada firme yunos ojos verdegrisáceos que, a pe-sar de la penumbra, resplandecen.

—Me siento como un pollo sin ca-beza... Lo más enorme es la soledad.

Ésta es su cárcel. Suele pasar eldía entero aquí, limpiando y lim-piando. Toma café compulsivamen-te. Se empeña en conseguir que pa-rezca un sitio habitable.

—Pero me esfuerzo lo justo. Por-que arreglar mucho esto es aceptarque me voy a quedar mucho tiempo.

Ella es de esas personas que con-siguen crear un hogar incluso en es-te muladar. Afuera, los fines de se-mana, beben cerca de su puerta.Miccionan, vomitan. Botellón. Losescucha y, al alba, friega. Duranteese tiempo no sale, se esconde.

—La otra vez una chica chillaba.Dudaba entre salir o no. Pero no lohice porque de pronto callaron.

La distancia entre su habitación yel baño —que está en el exterior—son unos 40 metros. Lo que les damás miedo es ese trayecto.

—Si no aguantamos, cogemos uncubo y allí... Hasta que amanezca.

PAPELES PERDIDOSEl primer mal de Concepción fueenfermarse. Fue vigilante de seguri-dad desde 1999 al 2003. Le dieronuna baja médica por un problemaen el corazón. El dinero no le alcan-zaba y decidió rechazar la pensiónque recibía, menos de 300 eurosmensuales. Trabajó de vendedora, acomisión, de media 400 euros, 900el mes que más. No podía volver aser guardia jurado, su espalda sufríademasiado. El dinero se iba en me-

dicamentos, en sus hijos y en eltransporte. Así hasta que se quedósin nada en las alforjas.

Un póster de Drakengard formaparte de la decoración. Es un video-juego de dragones y roles, donde elmundo se divide en dos bandos: laAlianza y el Imperio. Uno de los per-sonajes se llama Seere, el nombrede un príncipe del infierno que cum-ple el deseo de quien lo invoca y essinónimo de abundancia y tesoro.Pero Concepción, a pesar de su si-tuación, está mas cerca del divinoque de pactar con el demonio.

—Creo en Dios y estoy enfadadacon él— dice. Trata de limpiar consu mano izquierda una lágrima nonacida. Se le acumulan penas y, mu-chas veces, cae en la desesperanza.Sus padres tienen 70 y 68 años, res-pectivamente. Ellos, con mucho es-fuerzo, compraron su apartamentoen Orcasitas, pauperizada área deMadrid. No saben lo que ella y susnietos padecen. El papá, ex metalúr-gico en la fábrica de Peugeot-Talgo,tiene cáncer de garganta.

—Se muere si se entera.Mueve la comisura de los labios,

aprieta los dientes y se tapa la boca.Después me revela que él apenaspuede hablar ya. Recibe todos losdías a Adrián y a Manuel por lasmañanas. En su casa se duchan, enla galería no hay cómo. Charla conellos a gritos inaudibles.

—Se esfuerza por hablar y piensa

que le escucho. No sé lo que me di-ce, pero a todo le digo que sí.

La familia de Concepción se com-pleta con tres hermanos, uno deellos con síndrome de Down. Asídescribe su vida...

—Nací en 1970. Soy acuario peromuy desgraciada. Me casé, querien-do y creyendo que iba a ser feliz, en1992. Me separé cuatro años mástarde. Sin nada de pensión, el juezle quitó la patria potestad por aban-

dono reiterado de familia. Nos dejó.Mis hijos hoy no lo reconocerían...

Un sillón reciclado, fruto de la ca-ridad —amor de amigos—, será micama. Un gato blanco, con motaspardas y negras, cual radiografía desu calavera, mira al techo. Con susojos nigérrimos, sigue a sus enemi-gos así. Se escuchan sus correteosen el falso tejado. También, confor-me se hace de noche, se escucha co-mo deambulan por los pasadizos.

—Una vez, un amigo de mi hijoAdrián, quien vino a visitarle co-menzó a perseguir a una. Son tangrandes que pensaba que se habíaescapado uno de los mininos.

Cenamos a medianoche. Calientaun arroz que una amiga le trajo. Unmanjar aún sin la compañía de car-ne, ni pollo, ni salchichas. Quien letrajo la comida también fue desahu-ciada y reside con su madre en unahabitación. Ambas perdieron suscasas, General Electric Bank, unamultinacional, se las arrebató. Ya nisiquiera tiene oficinas en el país. Al-quilan un cuarto en la misma zonapara evitar el trauma. Ella le regalatabaco de liar a Concepción, quienfuma incesantemente.

El cenicero se llena de cadáveresde colillas. La mezcla del calor deviejos radiadores y el humo generala sensación de que la niebla se haapoderado del lugar. Tocan la puer-ta arrítmicamente. Es Manuel, el hi-jo mayor que llega. Es alto, cuerpode surfista, pelo corto militar, mar-cas de acné profundas y rojas. Es elfin de su rutina.

—Volver aquí es un asco... Buscola manera de huir.

Lo consigue durante el día. Dejael curriculum en centros comercia-les, en los que no han quebrado. Lefrustra que ni lo llamen para unaentrevista. Aún así no cesa en subúsqueda de empleo. Con 19 añosquiere asumir el rol de hombre de lacasa y no puede. No le dejan, en unpaís con más de cinco millones dedesempleados. Está frustrado y,cuando ya no se puede hacer nada,va a matar su tiempo libre en el fút-bol. Da patadas y patadas al balón.Freud diría que sublima su furia.

—Un día, un día, cogeré una ra-dial y abriré mi casa— comenta ba-jito—. Todos los días me paso paraver si alguien la ocupa...

Ya no existe puerta en el sitiodonde antes vivían. Hay un bloquede una sola pieza de metal soldado,más propio de una caja fuerte quede un piso de protección social. Sudesalojo parece una venganza polí-tica. La otrora concejal de ServiciosSociales de Leganés, María DoloresMontoro, su némesis, abandonó sucargo tras insultarla públicamenteen una red social:

«Nunca comprenderé por quéuna persona que se permite inclusorechazar la tramitación de una ren-ta mínima, deja de pagar una cuotamiserablemente pequeña... Sólo unacuestión puede explicar al menos al-gunos de éstos casos y es la enfer-medad mental que hace que secrean invulnerables a las normas,sujetos del gratis total, personalida-des narcisistas hasta la neurosis [...]Amenazar es muy peligroso [...] es-pecialmente cuando se tiene el his-tórico hasta el cuello de detritus,vulgo mierda». Escribió esto y par-tió. Su legado: ya había dejado sinvivienda a Concepción.

Es esa clase de políticos que esmás cruel que un banco y prefieredejar vacía una vivienda destinada alos más pobres. Gastar más fondos

¿Cómo relataría Charles Dickens lamiseria que se extiende por España? Enla semana en que se cumplen 200 añosdel nacimiento del mejor retratista de lapobreza, el periodista y escritor MartínMucha se pone en su piel para contar ladesgraciada historia de Concepción

E MARTÍN MUCHAE

DICKENS, 2012

MISERIA EN MADRID

ConcepciónGil, de 42años, y sushijos Manuely Adrián, de19 y 16.

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EL MUNDO / DOMINGO / 12 / FEBRERO / 2012 N º 8 5 2 / C RÓ N I C A / 1 5

en una cerradura acorazada —y enabogados y en el despliegue poli-cial— que el que se utilizó en tratarde reinsertar socialmente a una fa-milia de su municipio. Hoy la tieneviviendo en un muladar. ¿Dónde laenviarán luego? ¿Quiso sacarlos dela sociedad? ¿La vía lumpen?

—Ha sido muy duro. Hasta parapasar hambre se necesita un techo.Aunque sólo tenía para comer sopade sobre, me sentía protegida.

Manuel da un puñetazo a la silla.Rememora cómo apenas tuvo tiem-po de recoger lo poco que tenían.

—Si volviera, me soltaría y levan-taría a mi madre. Sentía impotenciaal verla arrodillada y no poder ha-cer nada... Mañana voy con una sie-rra y parto la puerta. ¡La parto!

El día en que perdieron su hogarle sostenía la mirada a los agentes.Hasta que, al ser consciente de loirremediable, el hombretón volvió aser el niño de Concepción. Lloróabrazado a su amigo. Lo hizo antelas cámaras que grababan su trage-dia. Tenía colgado del cuello la mis-ma bandolera que luce ahora.

—Allí se quedaron nuestras foto-grafías— dice mientras le pide uncigarrillo a mamá. Lanza su cabezaatrás. Cierra los ojos.

Se quiere hacer cargo de la trage-dia familiar y no le dejan. Por unatemporada descargaba camiones.Le empleaba el padre de un amigoahora casi en bancarrota. ¿Qué lequeda? Desahogarse con un balón.

—No me drogo, ni bebo. Sólo jue-go para intentar liberar este dolor.

El estertor de los malos días nocomienza aún. Este chico de volun-tad férrea no cesa en su intenciónde tener trabajo. Por internet, a pie,por teléfono. No hay nada para unchico con músculo, sin título univer-sitario, pero con formación profe-sional. Como cuando en el XIX,aquellos que sólo tenían la fuerzade sus brazos eran vencidos por lasmáquinas de la industria. El am-biente era insalubre, escribían loscronistas de entonces. Las ratas pu-lulaban por las casas de los obreros.La insuficiente ventilación los enfer-maba. Los mataba... Nada ha cam-biado, parece. Y el gran corazón delMadrid de hoy, el alma colectiva desu gente, tiene también taquicardia.

CASA DESOLADA—Nunca llegué a cobrar mil euros,ni cuando trabajaba 14 horas al día.¿Pertenezco a otro mundo? No, alde vosotros. ¿Qué quiero? Quieromi casa con sus rajas en la pared ysus vecinos generosos... Cuando mequedo sin fuerzas voy allí y recuer-do. Y sigo luchando, como cuandohice huelga de hambre para que nome la quitaran. Para cumplir la pro-mesa que le hice a mis hijos de vol-ver.— Concepción hace un silencio.Llega su otro hijo, Adrián, el peque-ño, moreno, ojos grandes, 16 años,estudia electricidad. En plena ado-lescencia, ha madurado en el pesar.

—No es tan grave. En el barriode mis abuelos, hay dos pobres an-cianos que viven en la calle...

Enciende su reproductor de mú-sica. Se escucha una canción quecompusieron él y sus amigos. Unretrato de lo que sienten. Aquí estáexpectorada su rabia.

«Mi vista ya está cansada/ de mifamilia desahuciada/ mal alimenta-da.../ Menuda vida/ pobres que re-cogen su propia comida/ El banco yel Ivima [Instituto de la Vivienda deMadrid] hacen lo que les apetece.../Le quitan la casa a alguien y nadie

lo merece.../ Recuerdos que ahoramismo yacen en la basura/ gentesin ayuda/ chavales de barrio queya ni te saludan/ vaya mierda de es-tructura./ ¿Ves la luz de fondo?/ Estu vida perdida/ tu vida perdida».

Rap grabado con ruido de fondo.Los hermanos van a dormir, son ca-si las dos de la mañana. Los gatosmaúllan como persiguiendo fantas-mas. Hay ruidos de peleas que, enla ceguera, aturden. Y el sollozar deConcepción. En su soledad parececharlar con los gatos desesperados.

—Quieren ver la luz. Aunque nolo creas, están peor que nosotros,

me dan aún más pena. Llevan me-ses sin disfrutar del sol.

En su bondad, cree que no medespierta... Hay tres radiadores en-cendidos que apenas contrarrestanlo gélido. En la noche apenas seduerme. Lo negro prima. Día y no-che, iguales. El amanecer lo indicami reloj. Es lo que sucede en lascloacas, en un pobre mundo dondeestá condenado hasta el tiempo.

M. Mucha, redactor de «Crónica», es au-tor de «Tus ojos en una ciudad gris»[Para ayudar a la familia de Concepción:[email protected]]

CONCEPCIÓN HA SIDO EXPULSADA DE UNPISO PARA POBRES. AHORA SE REFUGIAEN UNA GÉLIDA GALERÍA ABANDONADA

VIVE EN EL SUBSUELO CON SUS HIJOS.ME INVITA A DORMIR ALLÍ, CON ELLOS.ACEPTO. A SU PASO, LAS RATAS CORREN...