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Diego, Eliseo - Cuentos Escogidos

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Elíseo Diego

CUENTOS ESCOGIDOS

Selección y notas Redys Puebla Borrero

Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba Edición / Redys Puebla Borrero Diseño de cubierta / Carlos O. Suárez Diseño interior / Xiomara Leal Corrección / Ivón Díaz Composición computarizada / Evelio Almeida Perdomo © Herederos de Elíseo Diego, 1995 © Sobre la presente edición: Editorial Letras Cubanas, 1995 ISBN: 959-10-0269-6 Depósito Legal: M-39980-1995 Imprime: S.S.A.G., S.L. - MADRID (España) Instituto Cubano del Libro Editorial Letras Cubanas O'Reilly 4, esquina a Tacón La Habana, Cuba

PÓRTICO

Una simple ojeada a la vastísima bibliografía —activa y pasiva— de Eliseo Diego dejaría apreciar de cualquier modo al poeta; de hecho, críticos y seguidores de su obra reconocen en él al Maestro, merecedor de los más altos galardones entre las cuales es obligado mencionar el Juan Rulfo, 1993, otorgado ya en el ocaso de su vida.

Aún cuando altas voces de la cultura nacional y universal han dedicado páginas enteras al quehacer de Eliseo Diego en la narrativa, ésta ha ocupado un segundo plano en la valoración de su obra. No obstante, al explorar el acervo que él nos ha legado, encontramos que sus dos primeras publicaciones: En las oscuras manos del olvido (1942) y Divertimentos (1946), clasificados como prosa poética, son relatos de los buenos, de los que han dejado una huella imperecedera en nuestra literatura e hicieron que el nombre de su autor se uniera al de Alejo Carpentier, Virgilio Pinera, Arístides Fernández, Enrique Labrador Ruíz y Lezama Lima, entre otros, artífices principales de la cuentística fantástica en Cuba. Cabría entonces preguntarse si son realmente poemas los textos del Libro de quizás y de quién sabe (1989)1 Y es que resulta imposible obviar al poeta, en el concepto más ortodoxo, cuando se habla de su prosa, incluidas en ella los relatos más breves o más extensos, fantásticos, mágicos o educativos, como Algo de corazón, y hasta sus ensayos, porque aquí ideas e imágenes evocan, como en el verso, su ingénita vocación poética.

Quizás las propias palabras de Eliseo en el prólogo a Divertimentos ilustren con mayor claridad cuanto hemos intentado expresar acerca de su incuestionable maestría como cuentista:

No sé qué valor se dará hoy a estos brevísimos relatos, pero si digo que su autor fue mi maestro de poesía, es porque me enseñó —no por poseerlos él, sino por intuirlos— los tres golpes mágicos que después me han servido para entreabrir, ya que no abrir de par en par, sus puertas: la concisión o sequedad del golpe, la fuerza del impacto, y finalmente esa suprema tensión del golpe de vista en que uno atrapa, como a un relámpago, lo que vislumbra huyendo por la tiniebla del silencio adentro.

Este fragmento es prueba fehaciente de la madurez de quien lo escribe, dueño de su propio aparato conceptual y de una sólida riqueza expresiva cultivada al calor de los clásicos de la lengua española, de la cual explotó sus más variados registros y para ello no le faltaron elogios, así como de la cultura universal, características que signó a quienes como él se reunieron en torno al Grupo Orígenes y su revista, impar tesoro de nuestras letras, donde Eliseo dio a conocer muchos de sus cuentos.

El mundo que transita alrededor de las historias narradas no puede desligarse de la perplejidad que deja ante nuestros ojos un acto de magia; es magia y fantasía cuanto proyecta a través de las imágenes descritas en «De Jacques», «De las hermanas» o «En el hombre de los dientes de oro»; nada podría hacer la lógica frente a las delicias que entrega lo absurdo en «De la pelea» y «Nadie»; al ambiente alucinado y onírico de «De Esperanza Venablos»; a la candidez de «Historia del desterrado» o «Un regalo de cumpleaños»; a los fantasmas de «Historia del anticuario» o «Fantasmagorías»; a lo 1 Véase «Aviso al incauto lector» en Libro de quizás y de quién sabe. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1978, pp. 5-6.

grotesco en «De la máscara»; a la ironía en «Historia de un inmortal», y así sucesivamente, quedamos atrapados en las redes que el autor tiende al subconsciente del individuo, materia prima de sus historias donde animales y cosas se animan y personifican, y lo fantástico se ubica en el punto más alto de la parábola que se crea entre realidad y ficción con toda la fuerza y concisión capaces de ofrecerles aquellos «tres golpes mágicos».

Mañoso artesano de la palabra, no dejó Eliseo un instante para que ésta se helara antes de cobijarse en el papel, y en ese constante hacer surgieron los cuentos que han sido escogidos para esta nueva edición.

Confieso que cuando Francisco López Sacha, quien fraguó este proyecto, me encomendó la selección de los textos de Eliseo para integrar la antología, el grato placer que había sentido siempre al disfrutar de su obra como simple y atrevida lectora se convirtió en pavor al tener que elegir lo más sobresaliente y representativo de toda una cuentística precisamente sobresaliente, donde la excelencia no permite el lujo de dejar espacio a la elección. Es por ello que si no aparecen todos sus relatos aquí es primero: porque en extenso volumen fueron publicados las Prosas escogidas (1983) que, además de sus trabajos ensayísticos, reúne íntegramente: En las oscuras manos del olvido y Divertimentos, antes citados, Noticias de la quimera (1975) y narraciones escogidas en otras publicaciones, antologadas con posterioridad en la «mínima» Un almacén como otro cualquiera (1978), a las cuales sumamos en esta ocasión textos del Libro de quizás y de quién sabe; segundo: porque intentamos ofrecer lo más exquisito de la labor de este creador y que esto mueva a sondear toda su obra narrativa; que exégetas dirijan su ejercicio hacia esta zona de su quehacer de la que aún queda mucho por decir.

Aprovechar esta oportunidad sería edificante y grato pues al decir de Cintio Vitier «cuando tenemos en las manos un libro de Eliseo, no tenemos sólo una lectura, sino también un talismán. Nada malo puede ocurrimos entonces y ciertamente ya nos ha ocurrido lo mejor: haber encontrado el número cualitativo de la vida, la seguridad del triunfo de la gracia contra las tinieblas de la confusión...».

REDYS PUEBLA BORRERO

De EN LAS OSCURAS

MANOS DEL OLVIDO

(1942)

HISTORIA DEL NEGRO HARAGÁN La tarde en que mi madre dijo que iríamos a la quinta de la torrecilla alta y negra, que era el centro de nuestro horizonte, sentí una oscura angustia. En torno a aquella torre se apretaban las sombras, y era el corazón de piedra, poderoso como una enfermedad infatigable, que centraba la carne de la noche, regándola de sangre. Un gigante negro se alzaba así en medio del campo, de pie en aquella finca; un gigante que daba a veces torpes pasos por los alrededores oscureciéndolo todo con sus manos, hasta que los ángeles de Dios lo hacían volver a su sitio a cintarazos.

También dijo mi madre que podía llevar mi abrigo a cuadros, lo que me consoló bastante, porque dentro de él me sentía igual que San Jorge en su coraza. Como el San Jorge de las ilustraciones, negro y blanco, eternamente inmóvil, quieto siempre, con el dragón dormido a sus pies, o como el San Jorge que se inclina sobre el agua gris del grabado, sobre flores negras, y mira los inconcebibles peces de aquella agua de otro mundo, la tarde terrible y mía era un dibujo al que iba a entrar yo, en cuanto pasase las puertas, para ocupar mi puesto tranquilo e inmóvil: nadie podría cambiar una línea de la ilustración de mi victoria, donde estaría la torre, destrozada, a mis pies, como perro cansado y vencido.

Y niños gigantescos vendrían a mirar en mi libro cómo el otro niño vence al enemigo de su campo, al que hacía huir a las palomas de su Tío Eliseo. Esto sobre todo me animaba. Hería verlas huir por el atardecer, con grandes golpes de sus alas, hacia las cuevas del palomar, dejando caer silenciosamente sus plumas blancas, que se ennegrecían y enturbecían no bien quedaban solas por el aire. Luego, después de un instante de quietud, venía, como un pie enorme, maciza, pesada, la noche, la carne, la sangre, los huesos de la noche. Y se encendían las velas y lámparas en seguida. El automóvil se detuvo a la puerta de la casa, que era grande y de piedra. Antes habíamos cruzado el parque oscuro donde cada sendero de grava iba a los Sueños. Uno, guarnecido de pinos verdinegros, puntiagudos, llevaba al Sueño del Molino, cuyos hombres usaban capuchones de paño negro alargados horizontalmente. No sé si eran hombres, ángeles, bestias, los que estaban bajo las máscaras; sólo que trataron de ahogarme en el agua sin fondo de su Molino. En el mismo sueño vivía el Ermitaño de Velázquez, en su valle desolado de piedras blancas y negras, a donde le llevaba una paloma el alimento.

Durante todo el trayecto estuve prendido al brazo de mi madre, en que el lino era fresco y familiar, y de vez en cuando miraba el prendedor de esmalte que llevaba sobre el pecho. Era un poderoso talismán contra la realidad de las brumas, que amenazaba destruir nuestro sueño —de mi madre y mío—, dispersarlo por su sombría verdad. Pienso, ahora, en toda la vigilia, en todo el cuidadoso trabajo de mantener el aliento a mi pobre fuego, de impedir que los grandes fantasmas lo apagasen. En lo difícil de que un niño viva a través de su infancia entre tanta sombra y muerte reunidas.

Vosotros no conocéis al Negro Haragán, pero su figura grotesca llena mis temores de entonces, porque podía aparecer donde menos se le espera. Cruza los oscuros pasillos subterráneos y se tumba a descansar en cualquier parte: abrimos la puerta de nuestro cuarto y allí está el Negro Haragán recostado a la pared con las manazas cruzadas sobre el vientre, muy tranquilo. Una persona tan despreocupada, sería contento y confianza para un niño si no se hiciese angustia, como alegría trocada en terror, o como si el miedo tuviese una armazón de huesos y carne y sangre, al aparecer

de pronto junto a un macizo de flores en el juego de los escondidos, al aparecer escondido detrás de cualquier cosa. Pues lo primero que vimos, en la enorme sala con su escalera de mármol perdida hacia lo alto, fue al Negro Haragán, pero erguido, inmenso, con una lanza en la mano. Yo apreté el brazo de mi madre y se lo mostré en silencio; entonces ella se acercó, y con el anillo que llevaba en su dedo meñique —la misma ruedecilla de oro con que jugábamos por las extensas sábanas de la cama— le dio un golpe en el pecho. Un ruido sordo respondía como si estuviese aquella persona hueca o deshabitada: era que le habíamos dado muerte, de seguro, igual que a tantos otros fantasmas, con amable crueldad, según se hacía necesario para guardar la vigilia de mi sueño. Mi Tía estaba en la escalera, y mi madre y yo corrimos para alcanzarla. Íbamos al segundo piso, donde vivía Doña Isabel, la dueña de todo aquello, la tejedora de las noches.

Una puerta se abrió, y mi madre y mi Tía entraron por ella. Yo quedé olvidado en el corredor solitario. Con las manos en los bolsillos eché a andar junto a todas aquellas puertas cerradas hasta llegar a la última, que abrí.

Daba a un cuarto alargado, desolado, un pequeño vacío en la mole de piedra. Yo sentía todo el peso del edificio en torno de él, en la tensión de su aire oscuro, con sólo el desvaído claror que llegaba por las cortinas. El espejo de la cómoda estaba opacado del polvo, y la imagen del cuarto era en aquella gran pupila como un recuerdo antiguo y perdido. Allí volvía a ver las sillas con sus raídas cubiertas blancas, inmóviles, en la desesperada quietud que me había impresionado desde antes. Con el índice, a través del polvo, escribí mi nombre en el espejo, en mis grandes letras de niño. No olvidaré nunca el macizo aire de aquel cuarto, del que parecían desentrañados los muebles, de modo que su materia era el mismo aire, pero reunido en contorno y colores. Eran como imágenes en un sueño, que son más bien reflejos en su agua profunda que cuerpos sangrientos o vivos. Luego se les veía mejor, se veía que descansaban pesadamente sobre sus anchas patas de madera; poco a poco se iba viendo que tenían un movimiento, uno solo, este de pesar, de caer, de responder a la llamada de la tierra, que el suelo pétreo les devolvía, les enviaba por los espaldares y costillares arriba como marea de un corazón enorme. Y todo ello sin que se trasluciese nada a los ojos, sin que hubiese otra cosa que una presencia inmóvil.

La silla azul que estaba frente a la cómoda se arqueaba sobre sus finas patas en una tensión de salto; la cómoda, en cambio, era pesada y ancha, pero las dos estaban libradas de todo contacto humano, como si fuesen los muebles de un cuarto en un libro de cuentos, por ejemplo, el de Cenicienta. Nadie había puesto sus cepillos en la tabla por años, ni se había mirado en el espejo lleno de polvo. Mi nombre, mi palabra escrita en las letras holgadas, limpias, como una estela o huella de luz en lo oscuro, revelaba mi imagen al fondo del espejo y del sueño. Qué hondo estremecimiento era en el mueble, como una piedra que, lanzada dentro de un lago, va allí labrando ondas cada vez más grandes, hasta hacerse infinitas. Como en el cuento de Rip Van Winckle éste se despeja los ojos del polvo de cien años, yo miré a mi alrededor buscando una puerta que me llevase al día. La más cercana era una de roble, grande y ahondada por molduras gruesas Como no quería atravesar otra vez todo el cuarto, sino salir lo más pronto al aire fresco, a la tarde, la abrí con la esperanza de encontrar los árboles, las hierbas, las mil cosas conocidas de siempre. No había más que una luz apagada, amarilla, difusa, en la que se alzaban, igual que extrañas

rocas geométricas, las jaulas de unos animales. Perros, monos, un zorro, estaban allí en aquellas jaulas. La única ventana aparecía cubierta por un espeso cortinaje, sujeto de prisa con grandes clavos. Doña Isabel, en su alcoba, aparecía hundida en una gran butaca, profunda, afelpada, donde apenas distinguíamos su tieso cuerpecillo. Frente a ella ocupaba mi Tía un pequeño sillón negro (siempre fue cosa de magia para mí cómo podría acomodarse, tan alta y corpulenta, en los reducidos muebles que escogía, con perfecta dignidad, conciliando admirablemente las cosas para no alterar nada, para que todo sucediese naturalmente), y a su lado estaba mi madre, compuesto y alegre el vestido blanco. A mí me habían colocado en una butaca negra.

«Hace ya muchos años que no les veía —dijo Doña Isabel—. Recuerdo la última vez que te vi —continuó, dirigiéndose a mi madre—, hace ya unos veinte y tantos años, apenas una niña, cuando estuviste todo el tiempo hablando atropelladamente de una playa —San Sebastián, creo que era. Sí, una larga playa de oro con las casetas de brillantes colores y aquellos enormes trajes que se usaban, algunos a franjas negras y naranja. Y lo caliente que se estaba en la arena, como encerrados allí en el sol, ¿no es eso? Me parece que te olvidaste entonces del mar Cantábrico, tan frío de tan cercano a los polos de la tierra. Mucho mejor se está aquí en lo resguardado y mejor aún dentro de mi casa. »

«No te dije en aquel tiempo, porque eras tan niña, que odio el pasar de las altas figuras azules por la arena, los jirones de la música, rota brutalmente por las olas, el caer de las botellas ya inservibles, y luego, el caer del mismo sol, ennegreciendo las colinas verdes y ahogando el rumor de la cena. Aquí —dijo con el primer gesto de su pequeña mano, señalando las bujías de la luz— enciendo y apago mi propio sol cuando quiero. Es muy grato no escuchar el tiempo en el reloj ni ver más paisaje que éste, el de mis cuartos y mis cosas eternamente en su sitio, ardiendo en la lumbre mientras yo quiero.»

Al hablar Doña Isabel no se movía; sólo sus ojos iban de un punto al otro del aire, sin fijarse en nada hasta que, al terminar una frase, se clavaban burlones y tranquilos en alguno de nosotros. Parecía desfigurar las cosas, transformarlas en su propio lenguaje, como esas rosas negras de las rejas, que no son ya ni aun la imagen de una flor. «No sé cuánto tiempo hay desde que me encerré aquí —dijo Doña Isabel—, pero desde entonces no veo el sol sino a través de un ventanal de cristal, opaco y grueso, donde puedo, además, borrarlo, desaparecerlo con la cortina negra. Claro que es un gesto ridículo —agregó en tono de mofa, riéndose gentilmente de sí misma—, como tapar el sol con un dedo, pero a mí me basta, porque mejor que mis paredes opongo mi indiferencia al absurdo sucederse del sol y la luna, sin enterarme nunca de su insolente advertencia diaria, tan regular e insoportable. Es verdad que me veo obligada a esperarlo sus doce invariables horas cuando lo deseo, pero entonces puedo o no dejarlo entrar a mi casa, y siempre ha de tener el cuerpo cuadrado que le di, según me conviene que lo tenga.»

Doña Isabel sonrió entonces bondadosamente e hizo una pausa. Aquel silencio era el mismo aire oscuro y pesado que nos estropeaba las ropas. Mi madre, viendo que yo escuchaba, me dijo que fuese al otro cuarto a jugar con los cachorros de la perra Iris. Una fuerte luz alumbraba el cuarto donde la gran danesa estaba echada en una estera, con sus perrillos en torno, aparte de las jaulas de los monos y el zorro. Yo me agaché junto a ellos distraídamente, mientras Doña Isabel alzaba imperceptiblemente la voz.

«Haces bien, hija mía, pues los niños no deben escuchar vuestra conversación de personas mayores —observó Doña Isabel—. Un polvo de muerte la rodea, como si un gran pájaro, negro y viejo, volase sobre vuestras cabezas cuando habláis de la comida del día. Cuando se dice: ¿qué haremos para el almuerzo?, este niño recuerda que ayer oyó la misma frase, y sabrá que mañana debe oírla otra vez, y así en torno de la frase idéntica sentirá el revolverse de muchos tiempos distintos, uno fresco y gris de la lluvia, otro seco y calcinado, y conocerá que no vive en un solo día maravilloso e invariable donde siempre se es pequeño. Que el apagarse las lámparas es, como al marchar en el tren, la ventana que se oscurece otra vez con otra sombra diferente y lejana. Que vamos alejándonos de nuestras cosas día a día, que vamos dejando atrás nuestra carne y nuestros huesos, día a día.» «He aquí —dijo Doña Isabel irguiéndose de pronto con su pequeño brazo tembloroso extendido hacia la puerta—, he aquí el límite que he puesto a la muerte, a vuestra repugnante muerte, a esa pirueta miserable. Afuera la dejo como a un lacayo apaleado, afuera de mi puerta.»

Se dejó caer en la poltrona y allí quedó alentando como un pajarillo lleno de terror, con su sonrisa de niña por los ojos.

«Oh, qué bien se está aquí —dijo al cabo de un momento juntando las manos, mientras miraba vagamente en torno—, qué bien se está entre mis invenciones, la cortina, mis sombras y lámparas, en tanto que afuera se suceden los astros, y corre el agua en la acequia, siempre nueva, todo inútilmente.» Se había hecho un ovillo en su sillón, acentuando su semejanza a una bestezuela en un tapiz, que procura confundirse con el color del fondo o entre algunos árboles desmesurados. «¿No lo creéis así?» —preguntó, antes de hundirse de nuevo en su silencio. Frente a ella las líneas rojas y negras de la alfombra se entrelazaban sin objeto, iniciando siempre una nueva figura antes de terminar ninguna.

Hacía ya un buen rato que casi no escuchaba lo que decían en el otro cuarto, ocupado en jugar con uno de los cachorros que se había hecho mi amigo. Desde la lámpara deslumbrante se desbordaba un agua de oro por el cuarto, inundándolo, resbalando en pesadas ondas por los costados de los escaparates, formando lagunas o cavando profundas galerías en los espejos, como en un lugar subterráneo y silencioso.

Las últimas palabras de Doña Isabel llegaron hasta mí muy despacio y casi imperceptibles, últimos acordes de aquella canción monótona que me había fascinado. Por el hueco de la puerta veía su cuarto, la honda penumbra en que apenas se formaba el contorno de los muebles, ya lo bastante antiguos como para tener una existencia propia y apacible, independiente de los hombres, situada al borde de su angustia —como esos árboles viejísimos que ya no se apasionan por sus caminos, a fuerza de ver pasar tantas veces la muerte—, y son ya las cosas que escogió Dios para sí.

Yo tenía formado el propósito de llevarme el perrito, y ya lo veía saltando conmigo por el campo de Arroyo Naranjo, y hasta le había puesto nombre, el de Leal. Oí que mi madre decía' casualmente: «¿y qué sabe usted de Pablo?», y entonces lo escondí de prisa bajo el abrigo y salí al corredor. La enorme galería de mármol estaba extensa, blanca, callada, delante de mí, envuelta en el polvo oscuro del crepúsculo. Eché a andar por lo más resguardado, y bajé los escalones lo más pronto que pude, sin mirar siquiera al derrumbado Negro Haragán. En el recibidor sombrío apenas distinguía la lámpara allá sobre el aire. Cuando las dos hojas de la gran puerta se cerraron firmemente a mi espalda, sentí como un frío mi absoluta soledad, y pensé oscuramente en un soldado de plomo que se me

había caído en un estanque, y estaba allí al fondo del agua helada, apretando su fusil entre los peces, negros del atardecer, y el liquen verde. Fui andando tristemente hasta la máquina y me encerré en ella, tratando de confortar a la bestezuela. Fuera de los cristales el viento animaba los árboles y me parecía que grandes pájaros oscuros volaban sobre nosotros, enturbeciendo el aire con su plumón negro. Y los árboles agitaban sus brazos enemigos.

Los altos pinos y los álamos corrían rápidamente junto a nosotros, al regreso, ocultando siempre de nuevo los Sueños, la tierra oscura, las piedras, las hierbas de los Sueños. Mi Tía, severa y alta, callaba. Sólo hoy he descubierto lo que iba pensando, porque un día lo dijo al fin: «He aquí esta pobre Isabel que ha muerto en su locura, la que imaginaba haberse alzado contra Dios y lo tenía tan cerca, sin embargo. ¿No decías tú: por qué me has abandonado?» (El día que repitió esto estaba en su recibidor, que, extrañamente, desapareció junto con ella, pues la casa se deshizo a su muerte, y sus ojos se encendieron como dos candelas, que iluminaron fantásticamente la alta estructura de su vestido.) Pero aquel día calló tozudamente, mirando delante de sí, y cuando habló lo hizo de un nuevo cuarto que pensaba edificar. Así es como nos abandonamos los unos a los otros en las -horas de temor, levantando gruesas paredes de silencio en torno nuestro, porque siempre pensamos que el otro guarda la revelación más cruel, que el otro es, al fin, la muerte que ha venido a sentarse a nuestro lado. En el último lindero de aquella finca pasamos la casa del guardabosques, blanca, hecha de piedra y madera. Pequeña y perfecta, se erguía allí junto a las enormes rejas de hierro. Adentro, pero cercano al umbral, vimos sentado al guardabosques, que se inclinaba ligeramente hacia adelante, sombrío, con las piernas cruzadas, fumando. ¿Qué hacías, guardabosques? Tu silla era tu amiga, la mesa, tosca y segura, era tu amiga, y no tenías por qué ocuparte con el despacioso crecimiento de las hierbas, junto a las paredes, o con los altos árboles, cuyos troncos oscuros se cierran en torno al corazón por donde asciende, eterna, la savia de la tierra hasta las hojas. Cuando el agua corría por los canales, arrastrando ramas e insectos, no te importaba, ni cuando un carro hendía la noche, que se cerraba en seguida, confiada y poderosa. Bastaba asomarse a la puerta o acercar la cara a los cristales para verla, para ver cómo se adensaba el sueño en los árboles, creando cuerpos enemigos, para ver cómo el mago sustituía incesantemente unas cosas por otras, que quedaban en el mismo sitio con toda inocencia. Pero allí entre tus amigas, atento a salvarte y a salvarlas, no te importaba.

Atentos a salvar nuestra propia vida, así también huíamos mi madre y yo. Tercos, Dios mío, ciegos y sordos a los murmullos del diablo, marchamos tercos como nuestro compañero el guardabosques, cerrados los ojos, clavados los oídos como los animales. A Ti nos consagrábamos, Dios, a tu servicio, pues éramos los vigilantes de tu sueño. Cuando llegábamos al pueblo vi un cielo rojizo sobre los grandes árboles del camino y, detrás de ellos, la torrecilla negra, erguida, como una persona que fuese aventando la noche en el aire. Vi de nuevo el parque extenso, y aquellas huecas criaturas con sus capuchas, y al Negro Haragán, torpe y enorme. Y despertando el eco del sombrío abismo, de la amenazante realidad en torno al sueño, vi pasar unos ángeles rojos por el cielo:

«Madre —le dije—, mira los ángeles que vienen a llevarme.» «No —dijo ella, como si me explicase un milagro mejor—. Son tan sólo las

nubes de Dios.»

HISTORIA DEL MIRADOR El hombre verde vivía en el mirador de la ceiba. Se subía por una escalera de caracol a la que el empeño de la lluvia había roto dos escalones. Por ellos nos asomábamos nosotros y veíamos, allá abajo, el minúsculo desierto de tierra roja con las caravanas de las hormigas. La ceiba estaba en el último rincón de la finca.

De los cinco países que la componían, cada uno cerrado por su puerta verde, éste era el último. La cerca estaba enredada de picualas que daban al último rincón su sombra acre y fresca, y a raíz de ella comenzaba el campo largo, solo, desierto para muchas maravillas.

Mi Ángel de la Guarda no entró nunca al último recodo, sino que permanecía un poco a la derecha junto a la puerta en que la finca abre al campo. Allí se estaba de pie frente al aire verde de las guayabas, el aire quieto, atravesado pocas veces por el sol, en el que se imaginaba él sospechosas ausencias, vacíos extraños de no sabía justamente qué. Siempre le tuvo miedo a la desoladora luz de los mediodías, y también al amargo callar del campo por las tardes. Me parece estarlo viendo, cada vez que íbamos al último rincón, de pie junto al portillo con su espada nueva al lado.

Dicen que mi Tío Eliseo subía todas las tardes al mirador con un grueso libro bajo el gabán. El Hombre Verde lo saludaba siempre muy afable y luego se asomaban los dos al campo.

«Veo —decía mi Tío— que has puesto una casa sobre aquella loma, y que el campo hoy es todo rojo, siendo así que ayer era azul con el cielo verde.» (Invariablemente aparecía en la distancia el diente agudo del Central, la Torre del Ogro, como pensábamos nosotros, pero ya hablaré de esto en otra ocasión.) El Hombre Verde se excusaba entonces discretamente, prometiendo para el día siguiente alguna cosilla nueva, y leían un rato en las Vicias de Varones Ilustres. Después de lo cual mi Tío, cerrando el libro, daba las buenas noches.

Pero cuando murió él, la lluvia de aquel invierno, que llenaba el Almendares hasta desbordarlo, rompió el primer escalón y dejó toda la finca calada de frío. Durante un roes el Hombre Verde no oyó más que la voz de la lluvia, blanca y aguda, contando siempre la misma historia del pez y las algas, y de cómo es el verde del mar de hondo, y de cómo es el azul del mar, y del número de olas que hay según los océanos, así eternamente hasta que el Hombre Verde se cansó y se volvió de espaldas. Nunca lo hubiera hecho, porque la lluvia juró su ruina.

Al lado del estanque yo vi muchas veces al Hombre de las Estrellas que venía con su cesta llena. ¡Ploc!, hacían las estrellas al caer en el agua. Yo le preguntaba a mi Ángel de la Guarda si no podríamos llevarle al Hombre Verde un poco de aquella agua, pero él negaba, suponiendo con razón que ya estaría cansado del agua. Entretanto el otro se sumergía en la oscuridad del pozo, dejándonos con la angustia de la sombra a que había entrado, y de la tremenda soledad de su trabajo, que no podía olvidar una sola laguna por escondida que estuviese.

A veces íbamos hasta la ceiba y pretendíamos ver una casa verde con su arboleda de mangos rojos, o un bote varado en el camino. Una chispa del antiguo interés se encendía en los ojos del Hombre Verde, pero en seguida entendía nuestro engaño y volvía a su tristeza, a su callar quieto como de un árbol plantado definitivamente a las seis y treinta de la tarde. Así se nos fue muriendo sin que pudiéramos alcanzarle un pan, oírle una historia o darle las buenas noches el día en que, al fin, se murió en su mirador él solo.

HISTORIA DEL TÍTERE REBELDE Cundo terminaban las historias quedábamos en silencio, allí en la sala, sin atrevernos a hablar.

La sala estaba pintada de un agradable gris hasta el techo, donde comenzaban las vigas de madera roja. Y los muebles eran también rojos y frescos, finos, simples, justos en sus líneas, de tal modo que un poco más de sombra —pensábamos— podría destruirlos. Pero venían las nubes negras de la lluvia, «entraba su oscuridad por los cristales de las ventanas, los muebles permanecían en su fragilidad segura.

Aquel silencio que seguía a la terminación de las historias, cuando ya se hubo perdido la última palabra, era como un aislamiento por agua. A infinita distancia quedábamos los unos de los otros, fija la vista en el suelo. Si ahora quitáis con mucho cuidado a los demás y me dejáis allí solo, ¿qué extraña quietud, qué singular desasosiego es éste, si no se ha dicho historia alguna, si estoy allí a solas? Habrá que pensar entonces en cierta historia tremenda, dicha hace infinito tiempo, aun antes de la creación del mundo. Y el pavoroso silencio que la rodea es este de mi soledad, cuando quedo, a solas, en mi casa oscura.

Había allí en la sala un mueble largo y negro al que llamábamos la Biblioteca. Los grandes libros verdes se apretaban unos a otros detrás del cristal, y detrás de ellos había otros, sin término en lo hondo, de tal suerte que había el temor de imaginarlos, y el de no saber si puede uno perderse en la ciudad de la Asunción del Paraguay, grabada en negro al corazón de la Enciclopedia. Allí, un poco aparte del mueble, iba a estarme en aquella soledad, en aquel impenetrable silencio, mientras caía la lluvia en torno de mi casa. Y no sé ahora si imagino, o sueño, o recuerdo, con algún libro conocido entre las manos, esta historia.

En el retablo aguardaba el títere la hora del ensayo, doblado sobre sí, hecho un pequeño bulto de madera y telas. Su posición le procuraba, después de todo, la ventaja de poder observar el libre juego de la púrpura y el negro sobre las piernas, a la luz severa, limpia como la misma plata, que descendía hasta el retablo desde una amplia claraboya. A su espalda quedaba la puerta por donde marchaban el Maestro y sus ayudantes al terminar las representaciones; al frente, el recinto estrecho del teatro se hundía en la sombra.

«¡Oh Dios —pensaba el pequeño títere, que, a fuerza de aprender conscientemente sus papeles y de escuchar las conversaciones del Maestro, había logrado separar esta palabra para sí y la guardaba, austero, para muy pocas veces—, oh Dios, si sólo pudiese permanecer aquí toda la tarde, todos los años, hasta que llamasen las trompetas de los ángeles y fuese, por mis propios pies, a la otra parte de la puerta, donde está el terrible Señor rodeado de sus ángeles!» Pues, en su sencillo corazón, el títere imaginaba que a la otra parte de la puerta, de la pobre puerta que conducía afuera del teatro, comenzaba el Paraíso, o por lo menos el sitio donde estaba Dios.

Entonces se abrió la puerta y se escucharon los pasos del Maestro de los Muñecos, que se acercaba.

«¡Oh Dios —pensó el títere—, si por esta vez pudiese rebelarme, y cuando él diga que alce mi brazo derecho, yo lo baje, y cuando mi pierna izquierda, yo la baje, y cuando que afirme yo niegue!» Su vocecilla clamaba dentro del pecho de madera, en tanto el silencio estaba en torno, quieto y potente.

El Maestro llegaba ya junto al Retablo. Su rostro era amplio y bondadoso, rodeado de una barba blanca, aunque los ojos aparecían negros y quemantes como el fuego.

«Vamos a ver —dijo, pues hablaba con sus muñecos suponiéndoles una vida propia, para acostumbrarse a mirarlos como a personas y lograr, de este modo, que cobrasen más realidad en las comedias—, hay una fiesta en corredores hondos, en profundos corredores. Figuras rojas y azules, blancas y verdes danzan por las venas de la tierra. Tú vas con ellos, Arlequín, vas con ellos por lo profundo de la tierra.»

Y explicada la escena, tomó al Arlequín en sus manos: arriba la pierna izquierda, abajo, arriba el brazo derecho, abajo, mientras el títere lo contradecía en lo oculto de su corazón y quería bajar el brazo que se alzaba, subir la pierna caída. Su vocecilla inaudible clamaba en lo oscuro de la madera, rogando que se deshiciesen los tornillos, mientras las manos ágiles del Maestro lo arrastraban en la danza por las tablas. Derrumbado sobre las maderas estaba de nuevo el Arlequín, y la luz, que descendía desde muy alto, lo bañaba en sus aguas dibujándole los triángulos negros de las ropas. Imaginaba nuevas cosas, hacía planes.

Desde entonces el Maestro comenzó a decir que su Arlequín parecía animado, tanta era su agilidad, hasta tal punto adivinaba sus más leves insinuaciones, adelantándose casi a sus propósitos. Bastaba un mínimo movimiento de sus manos para que los brazos se alzasen con sorprendente fuerza. Y si, cansado por los trabajos del día, se retrasaban sus dedos, entorpecidos, las piernecillas del muñeco pesaban extrañamente en los hilos, como urgiéndolo.

Así, oscuramente, sin que se diese clara cuenta de ello, pues alababa la excelente construcción de su muñeco, el Maestro comenzó a olvidarse de sí y a descansar en la habilidad del Arlequín, que danzaba

y se agitaba en el retablo, arrastrando tras él las grandes manos. Fijos los ojos en el Arlequín, el alma en los ojos, fascinado por el rápido moverse de sus dedos al extremo de los hilos, sentíase invadir de sombras y sueños, hasta no quedar más que la obstinación de los ojos.

Llegó, pues, un día de gran fiesta, en que la luz, cayendo desde lo alto, revelaba los trajes de la primera fila, en un círculo, haciéndolos vivos hasta ser sangrientos, rojos y negros y verdes. El Arlequín danzaba vertiginosamente, pequeño y afilado en el retablo, saltando como jamás lo había hecho, mientras el Maestro lo seguía con los ojos inánimes, sintiendo que sus manos arrastraban pesadamente en los hilos. Y, de pronto, dio un gran salto, los brazos y las piernas rígidos, y cayó desde arriba como un fardo. Quizás porque se hubiesen enredado los hilos en la madera, o por cualquier otra causa, el Arlequín permanecía erguido sobre sus pies, mirándolo atentamente. Abajo quedaba el gran cuerpo del Maestro, la barba deshilachada, los brazos y las piernas extendidas cómicamente.

«Ah —reía la voz en el silencioso pecho de madera—, ¡mírate ahora!» Pues nosotros sabemos que el Arlequín lo había dispuesto todo de esta forma.

Pero entonces la sala se estremeció con infinitas carcajadas, retumbaron las paredes bajo su peso, y el Maestro de los Muñecos se alzó entre los aplausos e hizo una magnífica reverencia. Luego se acercó al retablo, colocó su mano sobre la cabeza del Arlequín, y dijo con cariño, aunque sus ojos resplandecían de fuego: «Termina ahora, pequeño, la comedia de tu rebelión, ya ves con qué éxito.»

No sé si sería ésta la historia que me veo leer, en la sala oscura de la memoria, mientras cae la lluvia en torno de mi casa, pues es necesaria una severa lucidez, que a muy pocos, Señor, alcanza, para guardar los días nítidos, justos, sin que los muden sueño o sombra.

Aunque bien visto, que fuese esta u otra la historia importa muy poco. Lo que importa, lo que ha crecido dentro de mí, es que estuve a solas escuchando el silencio grave y cargado en torno mío, procurando alterar algo con mis manos, escribir entre las líneas de la historia, introducirme entre ellas, romperlas y rehacerlas. Y que permanecía inflexible ante los ojos, llevándolos, paciente, hasta el último punto.

HISTORIA DEL DAGUERROTIPO ENEMIGO He aquí una escalera de mármol, cuyo comienzo no puedo descubrir porque lo esconde la bruma. Hay un niño en ella, de pié frente a una puertecilla blanca de hierro, y su gorra de marinero dice: Redoutable, en grandes letras de oro. En todo el universo no hay otro mundo que esta escalera de mármol y su niño. No sé qué lugar es éste. Debo admitir que el recibidor aparece como se veía en aquel tiempo: las dos alfombras separadas por el estrecho mar de las losas, y en el rincón el armario de los libros con sus vigilantes empolvados afuera; bajo el cristal, aquellos retratos que ya entonces aventuraban algún gesto, como cambiar una mano de posición o sonreír más delicadamente que de costumbre, a ver si alguien se fijaba en ellos e impedía el esfumarse día a día que era el olvido; y adentro el sombrío tesoro. Pero, lo que importa aún más, ved el retrato de mi primo Eliseo en el lienzo de pared que limita un saliente que es como una torre —y que correspondía a un pasillo oculto del cual se afirmaba: «Hoy lo vamos a encontrar, hoy, seguro», día a día, sin acabar de encontrarlo nunca, y que además tenía una puertecilla azul como la Gran Torre de Pisa.

Con su gorra antigua de marinero, negra y sin letras, de espaldas a la explanada gris del mar y del aire, en esta niebla de finas trizas de hierro que no sé de dónde ha venido, estando tan lejano el Almendares, se yergue la imagen de mi primo en su puesto. En aquel tiempo —en qué tiempo— sabíamos bien qué era un retrato. La arena, el mar y el aire eran un lienzo, la barca era otro lienzo, y sobre ellos la imagen de mi primo cerraba la composición, el retrato hecho, con indudable pericia, por Monsieur Juan, el fotógrafo. Sabíamos, entonces, dónde comenzaba y dónde terminaba el sueño.

Pero ved, decidme: la casa está desolada, nadie hay en ella sino la sombra. Entonces la ocupaban mil ruidos, mil luces que llegaban a este lugar dando testimonio de que se estaba en vela, de que se tenían los ojos abiertos, colmados por la luz del sueño. Ahora, en cambio, hay tan sólo el oscuro silencio en que dialogamos la imagen y yo, tú, la imagen, yo, el que declama, en este solitario lugar abandonado por los que están despiertos, por los que están vivos, por los que sueñan despiertos. Pero, aguarda: se oyen pasos. Todo el tiempo ha estado alguien a la puerta. Se oyen ahora sus pasos, ligeros y suaves. Dejadme decir por dónde vienen. Vienen por el vestíbulo, vienen sobre el blanco piso de mármol, entre los muebles negros, entre los dos caminos infinitos de los espejos. ¡Yo afirmo que hay un vestíbulo al otro lado de esa puerta, que viene alguien a hablarme en este sitio, que no estoy solo! Yo afirmo que hay muebles, que hay espejos, que hay una persona que viene a verme.

Ya está en la puerta, vedlo. Es un niño, soy yo, soy un niño de seis años ahí en la puerta. Este es mi traje de seis años, ésta es mi gorra de seis años, éste es mi cuerpo de seis años, ésta es mi sangre de seis años. Debo irme, debo huir a la otra parte de las paredes, no debemos encontrarnos frente a frente.

Pues yo soy el que declama, yo soy el que grita, yo el que declama, acerco mi oreja enorme a la puerta, acerco mis ojos enormes a la puerta para ver qué está pasando. El niño está de pie frente al retrato. Con las manos a la espalda está de pie frente a él, mirándolo. En los otros tiempos lo miraba siempre con respeto. (Quisiera borrar esta frase, «los otros tiempos», porque no tengo otros, pero ya está escrita, y no hay modo de borrarla, ni aun empujando las letras con los puños según trato de hacerlo.) En los otros tiempos lo miraba siempre con asombro, a aquel niño que había llegado en su barca a este lugar desierto, por el mar desde el horizonte de nieblas a este lugar desierto, por el mar desde su casa al sitio desierto, y desde él, victorioso, el descubridor, decía a sus padres en su casa. «Vedme, Padres, en mi isla descubierta.»

Ahora el niño mira en torno suyo y no encuentra más que el silencio. Detrás de cada puerta se abre un abismo, detrás de cada una hay un pozo, hay la sombra, aunque él no lo sabe, cree en la penumbra natural de la tarde. Se ha sentado en un amplio sillón de mimbre, pequeño y solo, se descubre como un niño bien educado, juega con su gorra, lee las letras que forman la palabra Redoutable en su gorra blanca, y espera. Pero yo descubro un peligro enorme. Decidme: de qué materia está hecho el niño, las paredes, el retrato, sino de la misma pulpa eterna de los sueños, la misma que forma la noche y los días de ayer y de antes de ayer. Qué de extraño hay, entonces, en que la imagen descienda y se acerque al niño y le llame: Elíseo. ¿Veis el peligro tremendo, el derrumbe del orden y la ley, que debo yo mantener incesantemente, como un campeón, hasta la muerte? ¡Ah, si la imagen desciende y llama al niño, si la sombra desciende y llama a la luz, si el caos desciende y estrecha al sueño! ¡Qué miserable bestezuela es el orden, qué débil corazón el suyo!

El aposento está ya oscuro. Por la ventana llega un pozo de fuego, cuyo brocal, de oro puro, se extiende limpiamente en el piso. Su alta profundidad, definida, clara, se hunde en la noche de afuera. Yo veo este corredor de luz cruzar junto a mi rostro, esta avenida que llega a los astros. La luz baña los pies del niño tranquilo, y a la linde de la luz se yerguen las paredes.

Miradme, observad a Eliseo Diego, atento el oído, la mirada atenta, en vela por un niño de seis años. Yo soy el que habla, ya lo he dicho, el que escribe, el que es escrito. Con mi gran cuerpo de gigante ando aquella parte de la historia en que nadie repara, pues yo soy el gigante que recorre toda la historia por la otra parte, ordenándola y haciéndola, haciéndose. Ved a Eliseo Diego que se ha vuelto de frente a su sueño y lo mira con sus ojos abiertos. Procura hacerlo eterno, diáfano, eterno. Habría de ser el perdurable, el minuto salvado en lo eterno, el que dura tanto como dure la palabra. Observad su transformación en mí, en el cuerpo de tinta y ceniza que alienta con su sangre, en el gigante oculto en el abismo nocturno, cercano su rostro a la puerta del sueño. Aquí se repite fielmente su angustia, yo, su doble en el mundo que él hizo, asomado a una puerta en el abismo nocturno, mientras la luz se hace en torno a su aposento, invade sus libros y papeles encendiéndolos en su candelada fresca, yo digo que voy muriendo a cada palabra escrita, lo mismo que él va muriendo a cada hora, y que me moriré definitivamente a la última palabra. Yo soy Eliseo Diego de pie frente a su sueño, con los ojos abiertos, y miro a este niño oculto en la penumbra, y la imagen en la pared alta, la ventana abierta a la pesadilla y el caos, por la que asoma una criatura amenazante. Y voy y le digo:

«Primo nuestro —le digo, sin que el otro lo vea—, primo nuestro, si te estás quieto, si pretendes no ver, no oír, no sentir nada, les contaré a todos estos señores —y hago un amplio gesto con la mano, inventando señores severos y respetuosos en torno, que se inclinan cortésmente—, les contaré a todos estos señores la maravillosa aventura de tu muerte.» Y al oído, muy bajo, le voy contando la historia, lo voy amansando, aquietando, mientras el niño cesa de jugar con su gorra y se duerme.

En una lluvia fina y dura en el año de 1874, la berlina negra de mis Tíos estaba esperándolos a la entrada, absolutamente inmóvil junto a la acera. Ellos bajaron vestidos de negro, cubiertos por dos paraguas enormes, mientras a su espalda se derrumbaba la casa y no quedaba más que la fachada —pues, es preciso recordarlo, no podemos mirar todas las cosas todo el tiempo, y ellas aprovechan nuestra limitación para dejarse ir, para dejarse caer en el desorden en cuanto no las miramos. Mi primo los seguía con su gorra nueva, recién comprada, reluciente —nunca hubo, en aquel tiempo, otra gorra como aquélla—, y los tres entraron al interior, seguro y cómodo, del coche.

Los dos caballos negros iban despertando sordos ruidos a las piedras, en aquella agua larga y segura, como dos peces que arrastrasen un carro de algas por el fondo de una laguna muy clara. Luego viene la calle de Obispo, estrecha como el corredor de la propia casa, en el que hay la inquietud de ver que se asoma a la puerta, de pronto, algún duende de los cuartos. Va despierto el corazón, todo el tiempo, y van los ojos vigilantes.

La sala de espera de Monsieur Juan, el fotógrafo, se esfuma; sus paredes se hacen humo, se hacen las altas paredes de granito del Sund, que estrecha aguas incalculables, aguas de hondura vertiginosa que los peces han abandonado, y sobre tanta agua va el barco rojo con sus dos ruedas tan seguras como golpes de fiebre. Monsieur Juan va buscando una playa larga y blanca, con sólo un bote varado, deshecho del hielo, y unas huellas, que se pierden no se sabe adónde. La quiere para el fondo de un retrato. También pudiera servir un fiordo retorcido como un cuchillo de fuego, afilado hasta el filo de la muerte.

En esto tocan a la puerta, y Monsieur Juan abre solícito. Un caballero, alto, robusto, con una barba entrecana, una señora, vestida de negro, y un niño que mira con azoro. Monsieur Juan los hace pasar mientras se abrocha el saco de trabajo, procurando que no se note el azul excesivamente celeste de la chalina.

La sala es alta y estrecha, sus paredes se ocultan en la penumbra del techo, dejando, apenas, entrever una cenefa de oro todo en torno. Mi primo, de pie entre sus padres, mira las jarras esféricas y blancas, las pantallas rojas, atravesadas de luz, encarnada la luz en ellas, las lámparas colgantes de cadenas desconocidas, y a sus pies las alfombras que reinician el juego de sus colores oscuros. En el sillón está el niño dormido, el traje blanco resplandeciente, caído el brazo que sostiene aún la gorra, y por la ventana le llega la aparición de la luz, que se tiende a sus pies como un perro de fuego. Afuera ha nacido la mañana, es el milagro de la nueva creación del mundo, la lluvia fresca golpea las cosas llamándolas del sueño, llamándome, pidiéndome que me acerque a la ventana y presencie la nueva creación del mundo. También mi primo oye de pronto la lluvia que golpea el techo oculto.

«¿Qué desean los señores»? —dice Monsieur Juan cuando los ha acomodado. Su boca sonríe de oreja a oreja mientras sus ojos permanecen serios.

«Caballero —dice el caballero de la barba—, mi esposa y yo quisiéramos un retrato de nuestro hijo.»

«¡Ah! —dice Monsieur Juan, afanándose solícito con sus lienzos—. Precisamente terminaba los últimos toques de un fondo, magnífico, algo de playas y barcos, justo algo para hacer juego con la gorra

del señor.» Y señala con su dedo índice, familiarmente, a mi primo. Éste se entretenía aún en repasar la sala, atestada de cosas, las lámparas de gas con sus globos perfectos, las jarras, las cornucopias, los cuadros, los pebeteros, infinidad de cosas reunidas para estorbar la huida de los días. (Es curioso observar que de todas ellas no queda señal alguna, ni aun la relación exacta. La lluvia resbala sobre mi rostro entre la noche, empapa mis ropas, cala mis huesos la lluvia nocturna. Ah de tus días, Eliseo Diego, por qué no vienen a acompañarme, ellos, los ya inalcanzables. Convócalos, reúnelos bajo la alta techumbre, nunca soñada y amenazante, de la gran noche.)

«Padre —se aventura a decir mi primo—, ¿no podrían retratarme aquí, con estas cosas de fondo?»

«¡Ah, no! —dice Monsieur Juan—. ¿Y la gorra del señor, y el traje del señor? Una playa es lo indicado.»

«Pero, padre —dice mi primo—, podría quitarme la gorra, dejarla. No me gustan las absurdas playas de papel, y aquí, junto a la mesa, estaría mejor.»

En silencio Monsieur Juan ha desplegado su maravillosa playa, y coloca sobre ella la barca. «Mire usted —dice gravemente—. No se trata de pinturas: es una playa real. Yo mismo la

fotografié en mis viajes por el Norte. Piense usted: no ha estado nunca allí y va a estar allí, sin embargo. Dirá el señor a sus amigos: mirad donde estuve yo en el Norte.»

«No, no quiero —dice mi primo—. Aquí se está mejor, padre. Mira, mira qué bien se está aquí.» Entonces Monsieur Juan se le acerca hasta poner la boca junto a su oído y le susurra como a

gritos: «¿Dónde está usted, señor? ¿Lo sabe usted? Está usted sobre mi alfombra asiática, tejida por

manos de Asia, cocida por el sol de Asia, y debajo están las losas de España, y en sus zapatos está la piel de Escocia, y la tierra ha caído millones de millas y de años mientras hablábamos. ¿Qué importa, qué importa nada de eso, señor? ¿Y no debo yo cuidar de la dignidad de mi arte?» Y Monsieur Juan tira sus brazos al aire como si fuesen cosas, en triunfo.

«¿No tengo yo razón, padre?» —dice mi primo, prendiéndose a su solapa. Pero entre todos lo cargan y lo ponen en la playa. Lo ponen junto a la barca en el lugar lejano y hacen el retrato. Monsieur Juan sonríe solícito sobre su corbata azul celeste.

Aquí comienza tu aventura, tu famosa aventura de descubrimiento, primo nuestro. ¿Qué podía hacer, os pregunto, qué podía hacer este muchacho heroico, señores, sino lo que hizo?

A la llegada a la casa, mi primo dijo a sus padres: «Llevadme a viajar por el Norte. Estoy enfermo y quizás me cure en esa hermosa playa.» Mi Tío lo miró severamente, en silencio.

Si no puede ir a la playa, pararse en el mismo sitio en que lo retrataron, ¿cómo ordenar estas ilusiones, cómo trabarlas, cómo convertir la pesadilla en vida, la mentira en verdad, el sueño en desvelo? El tiene que ir a ese sitio. Tiene que sentir el aire fresco en su rostro. Tiene que remar en su barca por el agua helada, tiene que sostener la madera del remo en sus manos.

Buscaba nuestro primo por rincones perdidos y llenos de polvo, en los que nadie podría alcanzarlo porque no saben que existen estos lugares en la casa enorme, buscaba la puerta del sueño. Se le llenaban los ojos de tristeza al ver aquel témpano de hielo, aquel silencio a la espalda de su imagen, y no poderle avisar para que lo mirase de frente.

Se sienta junto a su imagen con los ojos bien abiertos, vigilándola, pensándola, imaginándola, haciéndola, salvándola. No dormía, estaba allí vigilándola, haciéndola. La muerte lo ha sorprendido con los ojos abiertos, desvelado. Tal es la aventura maravillosa e inútil de este cruzado muerto de sueño.

Ya voy terminando, ya termino. Imagen de muerte, cuerpo de existencia perdida, yo el que miro, el que estaba con los oídos y los ojos gigantes en la sala del fotógrafo, yo el que voy muriendo a cada palabra escrita, yo el que va muriendo a cada hora que pasa, estamos todos en este sitio desordenado.

Ahora, junto al primer niño, hay uno mayor, con una gorra de marinero negra y muy vieja. Pero no están en la sala, sino en una playa blanca y larga. Van marchando playa abajo, abajo. Luego no hay más que un bote varado sobre la arena.

HISTORIA DEL PAYADOR

Aquella muchacha cantó, por primera vez, la canción del payador, cierta tarde en que estábamos todos sentados al pie de las desnudas paredes del lavadero. Y recuerdo que me pareció una canción muy triste, como un camino amarillo en una tarde de invierno, pero una tarde que pudiéramos guardar entre las manos, igual que a esas esferillas de cristal en que cae la nieve sobre un caminante inmóvil con el que no tenemos más comunicación que nuestra quietud, que él siente por su cuenta bajo el vidrio y nosotros afuera.

Y recuerdo también que en aquel preciso instante supe que el payador vivía allí a nuestras espaldas, en aquel cuarto donde hubo un lavabo muy antiguo, esmaltado de flores cuyos tonos estaban ya muertos. Parecía como si una mujer hubiese puesto sus manos, en un tiempo ya perdido, entre aquella miseria de allá atrás, convirtiéndola en un paraíso oculto, igual a esas monedas de oro que solíamos encontrar con sólo cavar un poco entre los cimientos del mesón derruido; y que ahora todo se había vuelto una misma ruina. Quise haber dicho: «entremos, que ahí dentro está el payador», pero no lo hice porque desde entonces me identifiqué con él y le tuve simpatía: también mi muchacha estaba bien lejos de mí, pero al terminar de muchos años. Y los dos andábamos solos, él por los caminos y yo por mis días.

No me sorprendió nunca que esperase a que nos marcháramos todos antes de irse por el camino entre los eucaliptos altos y grises. Oía él solo las hojas secas en sus pasos, luchaba con un viento que sólo a él alcanzaba, y en los trances de muerte que lo esperaron junto al lagunato de las guayabas, por ejemplo, fue él quien se alzó con sus propias manos sobre la quietud de los árboles, y suya únicamente la alegría de erguirse, otra vez, entre los aires. Tenía dos o tres cosas nada más. Las quiso, creo, como yo suponía entonces que los pobres quieren a sus pocas cosas.

Una mañana pude haberle preguntado: «¿Por qué no dejas este pueblo, por qué no vas a buscarla a otra parte?» Pero mi silencio era tan hostil como el suyo, mi soledad tan suficiente. Además, podía él preguntarme: «¿por qué no dejas esta infancia, por qué no dejas estos días y vas a buscarla?» En realidad estábamos los dos en el mismo sitio, los puestos que nos habían dado eran los mismos. Y si bien él fue espantosamente engañado, yo espero morir, aún.

Algunas de las tardes que me pasaba yo apoyado en la baranda del puente negro, sobre la línea

del ferrocarril, imaginaba que oía al pobre cantor en lo más lejos. Las casas de Arroyo Naranjo estaban asomadas a la línea, con sus tapias blancas en fila. Soñaban que el mar llegaría alguna vez hasta sus muros, que los barcos vendrían hasta allí con noticias y objetos de los demás puntos de la tierra. La tarde, en silencio, las sumergía en un oro profundo, a veces algo viejo, como si el Rey de la Baraja hubiese llenado el aire de oro. Allí, al fondo de aquel lago, cuya superficie altísima entreveíamos apenas, ligeramente azul, aguardábamos los dos.

Esa última tarde que lo oí vagar por el pueblo —el remanso de la espera se abría en avenida— estaba yo junto a la fuente arruinada, cerca del portal. Le habían hecho unas puertas rústicas, rotas como con el ariete de los indios, y en las rocas del medio, que antes estaban al centro del agua, crecían unas florecillas rojas con las que llenábamos las alforjas de las excursiones, puesto que sabíamos que los exploradores no llevan nunca las cosas de la despensa, sino que descubren los secretos de los árboles, encontrando sus milagrosos tesoros: si se arrancaban con cuidado aquellas florecillas de sus tallos, era posible chuparles un zumo tan dulce como la misma miel. Yo iba muchas veces allí e imaginaba el tiempo en que los peces rojos cruzaban el agua, en que la gran fuente era un humilde embajador del mar. En aquel lago atravesado por los peces hallaba un recuerdo perdido que trataba de encontrar por la arena del fondo. Padre, creo que decía oscuramente, de verdad te has olvidado de Arroyo Naranjo, o andarás por una playa desierta junto al mar frío, buscando algún sendero en la manigua que te traiga a nosotros. Desde que habían secado la fuente no podría él aparecer en la isleta del centro, con sus pies casi en el agua y en las manos las buenas nuevas que esperábamos. Altísimas paredes de piedra nos separaban de Dios.

Cuando alcé los ojos de estos sueños vi una niña a mi lado. Había venido de un campo que estaba a la izquierda de la fuente, donde crecían dos grupos de palmas unidas, tres a un lado y dos al otro, que eran los fuertes de nuestras batallas. Me figuré que ella siempre había vivido en este campo, que sabría las historias de los reyes que habían reinado en él, que tendría libros con sus retratos, llenos de fechas y de nombres de extrañísimas armas. Con la savia de los árboles los escribirían los Niños Perdidos, en las imprentas que habría bajo las enredaderas. Por un momento fui a pedirle que me llevara a su país, que me dejara formar en las patrullas que vigilaban, por las cercas, a los extranjeros que vivían en los campos semiabandonados, en los desiertos de tierra roja, los mismos que habían despedazado la cabeza de un viejo en la Casa de las Lomas. Pero, mirándole de pronto los ojos negros, comprendí mi deslealtad, comprendí que aquella era la muchacha de mi amigo, el payador.

Sus ojos eran negros y limpios, aunque en el fondo me pareció ver dos pequeñas hogueras de invierno, como las que estaban en el libro de cuentos. A esos fuegos los rodeaba, en las ilustraciones, la noche de los bosques, un gigante que se inclina sobre ellos con los bolsillos llenos de cosas terribles. Y así debe ser, naturalmente, puesto que todo lo que se esconde de día tras los troncos de los árboles, y da vueltas cuando nosotros damos vueltas sin dejarse alcanzar nunca, anda libre por las sombras y arroja puñados de ceniza a las llamas para apagarlas. Luego me atrajo su maravilloso vestido, formado de andrajos, y sus pies pequeños y duros, descalzos. Pero, recordando mi deber, aunque con amargura, porque era el payador y no yo quien iba a estar al fin tranquilo, la tomé de la mano y la llevé a uno de los patios donde nos reuníamos, con idea de ir a buscar al novio yo mismo.

A los lados del comedor de la casa estaban estos dos patios iguales. Las puertas del comedor eran como marcos de espejos, y cada uno de los patiecillos la imagen del otro. Estaban en ruinas, lo mismo que toda aquella finca; estaban en ruinas desde ayer o anteayer, desde el día de la creación. No eran mayores que dos salas de medianas dimensiones: tenían alrededor una estrecha galería con altas columnas de madera, cubiertas con enredaderas de picuala que, cruzándose, habían hecho alguna vez de los patios cenadores hondos y oscuros. Ahora las enredaderas se agarraban tan sólo a algunas partes, dando una sombra más espesa y fresca a los rincones. Vivía siempre allí el olor profundo y sombrío de la picuala, que da a la vez la sensación de que el sol está escondido entre las ramas, y que allí, oculto por las hojas, da su calor el aroma acre, de sueño. Por el suelo había grandes bolas de cemento, perfectamente redondas, como si los duendecillos se dedicasen a estudiar en ellas la geografía de sus países, y que podían ser adornos o haber caído de alguna cornisa derruida. Un jardinero invisible hacía crecer de los canteros de polvo rosas y jazmines.

Dejé allí a la novia del payador, digo, y corrí al frente de la casa, una distancia muy corta, pues no me separaban más que las pocas leguas del Escondite de mi Tío, cuyas altas ventanas de cristales reflejaban entonces los macizos de flores que ya las habían alcanzado. En el portal encontré a mi primo y le dije que corriese a buscar a nuestro amigo, volviendo yo en seguida al patio. No estuve fuera más que un momento, un brevísimo instante, pero ya no había nadie en aquel maldito patio. Desde dos días antes había llovido incansablemente, calando hasta los huesos la tierra, que era toda una ciénaga inmóvil y larga. Pero no vi más que mis propias huellas que iban y venían, nada más que mis huellas por todos los alrededores. Regresé y fui a sentarme en una de las bolas de cemento, tratando de pensar, hasta que oí los pasos apresurados de los otros.

El payador me miró fijamente, muy cerca de mí, sin decir una palabra. Qué extraños eran sus ojos en aquella máscara blanca e inalterable de la cara, que hubiese sido mucho más natural sin sus dos espantosas cuentas negras. «¿Dónde está?» —dijo, muy bajo. Sus botas, una azul, una roja, estaban llenas de fango, y la guitarra, de la que no podría separarse, gemía en la presión de la mano. «No sé» —dije, con rabia. Su angustia le daba una milagrosa lucidez y se volvió y lo seguimos.

En el otro camino, el de los dos grupos de palmas, encontramos efectivamente las dos líneas de huellas, mis zapatos y los pies descalzos de la niña. El payador se lanzó brutalmente sobre aquella distancia, sobre aquel tiempo rojo. Llegó muy pronto al segundo patio. Allí no había nadie tampoco, no había más que un pedacito del vestido enredado en las espinas, que él desprendió con cuidado. Las huellas de la niña daban vueltas entre los canteros, pero de allí nadie había salido nunca. El pobre cantor llamó varias veces en una voz grave y segura; luego fue a sentarse en una de las piedras redondas, como lo había hecho yo antes.

Amigos míos, pienso que nunca ha sido encontrada, a pesar de las muchas y contrarias historias, la boca del Infierno, con sus dientes pétreos, su lengua, su saliva, su aliento quemante. Quizás estuviese allí en aquel lugar, detrás de una columna de madera, bajo un cantero, dentro de la misma enredadera de picuala. Puede que por ello tengan miedo los niños de la noche, porque el abismo puede estar bajo la alta cama o a espaldas de la puerta.

Lo cierto es que el payador era muy joven para lo que sucedió después. ¿No estamos toda la vida haciendo acopio de sangre para poder morirnos? Él no tenía más que su pobre fuerza de veinte años y se la dispersaba el aire. Débil y despojado era en aquella tarde tranquila, entre las tapias blancas e inmóviles del pueblo a lo lejos y la alegría verde de la hierba. Sin embargo, sacó la cuchilla con que arreglaba las claves de su guitarra —de aquella guitarra que sangraba con su sangre—, y la llevó a la carne de su estómago, que huyó riendo de la broma. Entonces alzó la hoja, y hundió y desgajó su corazón. Aquella que crujía, aquella lucha de puños y dientes, no podía ser nuestro amigo el payador, no era sino su muerte a destiempo. Amigos míos, juro que en todo el día no hubo más aventura que la enorme dificultad de su muerte. No la recordamos sino a ella en mucho tiempo, no debimos recordar otra cosa.

Entre mi primo y yo lo sacamos del patio y lo llevamos junto al mirador de la ceiba. Allí lo dejamos sobre la tierra. En qué profundo aislamiento estaba el aventurero, que moría de sí y no de la aventura que pareció matarlo. Su cuerpo agonizante era un objeto único y solitario, a infinita distancia de

la muchacha y también de la guitarra olvidada. Nos fuimos dejándolo en un «charco de su sangre», como dice la canción. Encinas, altos álamos, debieron crecer de aquella sangre. No creció más que la hierba.

HISTORIA DEL ANTIGUO ESPEJO DE LUNA

Mi Tío Manuel era corpulento y tranquilo. Usaba una barba en punta, que tenía casi nívea, y los mostachos le caían lacios a lo largo de la boca, dándole un aspecto melancólico y bondadoso, pero de una bondad entrañable que dependía de todo su cuerpo, de su sangre y de sus huesos, como si fuese una morsa de temperamento grave y, sin duda, de excelente familia. En su tiempo había viajado por todas las partes del mundo: teníamos su retrato como mandarín chino, de forma que daba pena verlo, tan solemne y robado de su mejor efecto por la sola luz negra de la fotografía; otro lo representaba junto a la Esfinge, en Egipto, pero algún curioso accidente de luz había distorsionado la cara de la Esfinge, haciéndola enorme, y lanzándola, sonriente, hacia arriba con increíble fuerza, como proponiéndose dar un susto risueño al que mirase. Sí, nuestro Tío Manuel, nunca supimos si tomaba las cosas en serio o en broma, cuando levantaba inadvertidamente la magnífica túnica de mandarín para enseñar los botines negros lustrosos, o aparecía con el tabaco desmesurado bajo el birrete de profesor, o, en el jardín, repleto de buen vino y mejor cena, decía señalando con el bastón un astro resplandeciente «Vosotros, cuando muráis, id allá, a Júpiter, y encontraréis al Tío Manuel, entrando, a la derecha», porque entonces permanecía largo tiempo mirando el cielo, hasta hacernos ver aquel punto incomprensible como un sitio aislado por graves abismos de silencio, pero en el cual sería posible vivir como a la claridad y abrigo de la propia casa, aunque a tan insalvable distancia y soledad de ella, y luego bajaba los ojos claros e inocentes a mirarnos, sonriendo.

Mi Tía-Abuela Ana María guardaba todos estos retratos, junto con varios paquetes de carta atados con cintas rojas y azules, cuyos bordes amarillentos aparecían húmedos o fantásticamente corroídos, y con las que hoy llamaríamos almohadillas de olor, porque es tan justo llamarlas de este modo, a fin de que formen parte limpia de sólo un sueño, pero que entonces, en el aire espeso de la gaveta, eran cosas sin nombre en toda la evidencia desnuda de su muerte; nuestra Tía-Abuela Ana María guardaba, digo, todos estos tesoros en la cómoda del desván, que era de caoba, oscura, con una panza amplia, graciosa, y que parecía hecha expresamente para ocupar un sitio, para pesar, para caer, para oponerse al tiempo; pero a veces, por las tardes, nos llamaba el desván, donde nos sentábamos todos en el suelo, en torno a ella, sin tener en cuenta la luz demasiado viva de mi lámpara o el álamo a la entrada del parque, mientras bajaba la luz del sol por la ventana enrejada, abriéndose paso trabajosamente entre el polvo hasta caer suavemente por los hombros de la tía-abuela, modelando los rasgos claros y finos de su cara pequeña, el pelo blanco hecho en un moño alto, las flores grises de su vestido, y entonces, gravemente —«¡hay algo esta tarde!», como decía siempre—, en sus manos nos iba enseñando las postales de París o Viena en el tiempo del Tío Manuel, o los maravillosos retratos de familia, hablando, sonriendo, explicando, deteniendo nuestra prisa con sus dedos finos, quedando tantas veces en silencio.

No sabría, ahora, precisar exactamente cómo se alcanzaba aquel desván, si estaba al frente o a lo último de la casa, qué escaleras nos llevaban, de forma que ahora es sólo un aposento sitiado por la noche, pero con aquel rectángulo de la ventana alumbrado de sol milagroso, por donde ascendían los rayos cálidos, vivos, del polvo de oro, alabando la figura menuda de Ana María, dejándonos a los primos-hermanos y a mí casi en la sombra, los ojos asombrados —sombra apenas viva entre la otra—, mientras ella nos mostraba la tarde de Viena, los carros rojos en la calle, la tarde muerta de otro tiempo retenida en sus manos, y venía el organillero de boina roja a la puerta de entrada y nos decía: «¿Hay algo para mí esta tarde?», como decía siempre, de modo que la tía-abuela interrumpía su conversación con Manuel, que jugaba tranquilamente con su monóculo, para contestarle, y luego, con sus postales aún en la mano, reasumía su explicación: «así era Viena cuando Manuel tenía veinte años», pero tantas cosas habían pasado, y el Tío Manuel estaba indudablemente muerto, esperándonos a la derecha de algo, que no sabría ahora precisar exactamente.

Lo que sí recuerdo exactamente es que Manuel está entrando ahora a su cuarto y se detiene ante el antiguo espejo de luna: allí encuentra la blanca extensión de su chaleco, con su leontina de oro a todo lo largo, y en lo alto, sobre el cuello duro y la corbata negra, su cara ancha y roja con sus bigotes de anciano, su calva reluciente provista de su orlilla de canas; lo que también sabría ahora exactamente es que da un golpecito con sus dedos en el chaleco pacífico a la otra parte y que ahora en este instante se sienta a su viejo escritorio con las mil casetas maravillosas que yo ambiciono y mi madre se niega porque está muerto y le pido que me lo regale y ya lo han vendido y mi Tío Manuel está allí escribiendo; de forma que la luz ya oscura entra por la ventana a su izquierda y desciende pesadamente por su enorme espalda de alpaca, pero él mira la ventana y encuentra allí siempre los árboles del patio, que entrecruzan sus hilos negros y no se cansan jamás de entrecruzarlos y oscurecer la tarde azul oscuro hondamente:

Mi querido David, hace ya tanto tiempo que no le veo, conque sepa que estoy en mi cuarto que llaman en casa el desván por las tantas cosas viejas que guardo, como aquella caja de cristal que me regaló su hermana de usted en Viena, que es como aquella vez que vimos al mago si lo recuerda, que tenía la bola

de cristal en que se veía todo, pero aquí es como si guardase sólo una tarde entre las paredes transparentes, pues cuando la abro es como si ella me volviese con tantas cosas queridas de nuevo, su hermana de usted ágilmente viva como un pájaro salvaje, y qué pelo negro tenía cayéndole a los hombros, los ojos grises y aquella manera que tenia de torcer la boca cuando se nos burlaba; aunque usted dirá que no entiende nada de esto y no me extraña porque yo no sé qué haya pasado, cuando miro esta enorme nariz roja que me ha crecido y la panza que pesa de tal modo, que creo que pronto me voy de boca a la tierra; aunque sí entenderá usted cuando le diga que su muerte le salvó a su hermana la vida inocente y exacta, llevándola en ánima y deliciosa figura a donde es posible comer sin prisa el pan cálido y dorado que hacían ustedes a la merienda que a mí el sueño me niega, en tanto que a mi me ha hechizado no sé si aquel vejete que se paraba junto al álamo a la entrada del parque y su hermana decía siempre que era un hechicero; así dice la carta, dice nuestra Tía-Abuela Ana María a su hija Antonia que no supimos' cuándo haya entrado, mientras el organillero espera respetuosamente con su boina en la mano, porque hay tanto polvo en los cristales y no sabríamos explicar exactamente cómo las telarañas se me enredan en los dedos por las postales antiguas con los carros rojos, ya que el Tío Manuel está asomado a la ventana mirando la nevada, caer los copos suaves, descender con exquisita delicadeza sobre la nariz ancha y roja del cartero que habla con la criada del segundo piso, por lo que Manuel está de buen humor y tararea una cancioncilla y se vuelve consultando el reloj para mirarse por última vez en el espejo, ocasión en que se encuentra que sus bigotes son cenizos, no, blancos —¿me habré asomado demasiado a la ventana?—, y luego que su panza es enorme y pesada y puede hacerlo caer de un momento a otro, por lo que no podré ir al baile en estas condiciones y qué diría su hermana si me viese tendría que tomar unas píldoras o iré al Padre Alberto y le diré cuando despierte mañana que estuve así soñando que Manuel estaba vivo como aquella vez en Viena del baile que fuimos —dice mi Tía-Abuela Ana María entrando a mi cuarto con mi madre por el pozo de la lámpara— a ver si había carta pero sabes cómo anda el correo por lo que usaba una barba en punta, que tenía casi nívea, por lo que me doy cuenta de que estoy escribiendo solo escribiéndome solo a la luz de la lámpara con qué espanto.

HISTORIA DEL DESTERRADO I Cuando Don Alfonso Muñoz Casas alcanzó los ochenta años de su edad, apenas quedaba luz en sus ojos. Una música apagada, un vago eco de pasos, el murmullo de alguna conversación lejana ocupaban habitualmente los desiertos corredores de su oír. Sedas hirientes aún en la espesura de sus rojos o azules danzaban serenas al compás cansado de la marea de su sangre, o pasaban volando para que amaneciese, claro de oro y azul puro y verde fresco, aquel sitio particular del parque. Sentado en su antigua mecedora de caoba, muy derecho, blanco y menudo, estábase Don Alfonso Muñoz junto a la alta ventana del patio, como una planta al sol. Y como la savia a la planta, recorríanlo todas estas cosas casi involuntariamente, nutriéndolo.

Aun antes del desgraciado gobierno del general Gonzaga, bajo cuya infausta administración fue Ministro del Interior y luego de Fomentos, ya era considerado Don Alfonso Muñoz uno de los más ricos hacendados del país. Su casa de Las Islas era en los sueños del pueblo un sitio aparte, aislado en la infinita distancia de sus altas verjas de hierro. Yo, que la visité de niño —pues mis padres eran amigos de los hijos de Don Alfonso, Alicia y Alejandro—, testifico que al cruzarlas se entraba en otro mundo, de árboles espléndidos sosegados en su plenitud venerable, de una naturaleza sometida a un orden que jamás se hacia evidente, pero cuya inflexible autoridad se advertía en el cuidado descuido de la hierba, o en el número siempre invariable de las garzas del estanque que, blancas, arqueados los largos cuellos gráciles sobre las finas patas casi invisibles, eran como purísimas cifras arábigas que cambiasen incesantemente de orden, pero jamás la suma predispuesta.

Veníale el nombre de una serie de islotes, no más de unos cuantos metros en superficie —excepto el principal, que era ya una verdadera isla—, unidos por diminutos puentes de estilo japonés, que era el que más dócilmente se prestaba a la minuciosa voluntad formal de Don Alfonso. Podía así disponer la figura exacta de sus árboles o sus montes enanos, que, por otra parte, en la justa proporción de sus estaturas, parecían una boscosa cordillera vista de lejos y se prestaban a numerosas combinaciones fantásticas, cuando Don Alfonso y sus amigos, en todo su gigantesco pero civilizado tamaño, cruzaban el puente y se internaban en las pequeñas avenidas o desfiladeros, codeándose, por decirlo con la imagen favorita de Don Alfonso, en sus discursos, con los más altos picos de las montañas.

Pero aparte de estas dos provincias, la del estanque y la otra de las islas, había en este parque soñado por Don Alfonso y engendrado de su sueño tan lúcidamente, un sitio más extraño aún, si bien a primera vista no lo pareciese. Tratábase de un enorme cenador de mármol, cuyo nombre de La Glorieta me suena ahora, no sé por qué, a una disminución operetesca de «la Gloria» de Don Alfonso Muñoz Casas, para la que era el único posible monumento. Se alzaba la glorieta en una vasta explanada de mosaicos azul pálido, limpios, minerales, inasibles. Su cúpula blanquísima, de arco leve, descansaba en los lejanos capiteles de las altas columnas. Descansaba apenas, un transparente insecto de fuego que se detiene un instante en cualquier parte y, por mera condescendencia regia, deja admirar brevemente el color increíble de la escama. Así era, con sus altas columnas livianas —mediadas las cuales veíamos la espuma blanca de las olas rompiendo en la costa distante. Y al acercarse, uno sentíase deslumbrado en la entraña, como si la marea sucia y querida de los días cediese dejando al desnudo la íntima, la necesaria estructura de la vida, indiferentemente gozosa en la hermandad de la inmutable línea pura. Lavados y exprimidos hasta la última gota de pasión por aquella inmaculada y terrible señora Geometría. Hasta que comenzaba a impacientarse y moverse la inaudita criatura y se alejaba uno nauseado del prodigio.

Así como en lo exterior del parque reinaba inviolable la más vigilante contención, se desbordaba el interior de la casa en multitud de pesadillas. Parecía que Don Alfonso hubiese edificado su casa a medida que la soñaba en un delirio. Amplios corredores conducían a ninguna parte. Con sus pisos y techos de caoba oscura, señalados a espacios medidos por viejos cuadros en marcos de oro, cuyo aire había espesado el polvo, retorcíanse largamente para desembocar al fin en otros corredores igualmente habitados de olvido, y resolverse todo, cuando ya no había esperanza, a través de la suave penumbra de una sala en el resplandor de la terraza, cuya luz era, sin embargo, helada y más bien lunar después de haberse filtrado entre las finas y sucesivas enredaderas. Quizás si aquella espesa arquitectura, aquella calurosa floración de muebles de ébano cavados en un laberinto de pesadas hojas, y la densidad del aire, que en algunos sitios descansaba en los objetos como un cuerpo, como una telaraña, en palpable contraste con la pensada construcción del parque, respondiese secretamente a una de las inocentes vanidades de Don Alfonso, la de ser un hombre de progreso, un estudioso, por ejemplo, del psicoanálisis, que con sus distinciones sutiles, por el tiempo en que se hizo la casa, empezaba a resolver abiertamente el fondo turbio del siglo. Entonces resulta grato imaginar que el viejecito de ojos claros se reservaba una misteriosa palanca —estando, como estaba, secretamente en el secreto de todo— con la cual podría, a

voluntad y en un instante, enderezar los torcidos corredores a su verdadera forma inteligible, echar a andar ocultos ventiladores que dispersasen la reciedumbre del aire y pusiesen, al fin, de manifiesto, que los cuadros oscuros eran en realidad las alumbradas ventanas de la casa.

He dicho que Don Alfonso tenía los ojos claros, y quizás tal declaración lleve a pensar que lo traté familiarmente en aquel tiempo, lo que no es cierto en modo alguno. A Don Alfonso, Ministro del Interior o de Fomentos, sólo lo veían, por así decirlo, unos pocos «iniciados» —palabra que ilumina además otro aspecto interesante de su vida, pues era Gran Maestro en una orden de carácter esotérico que él mismo fundara, y que reunía, en una peculiarísima incongruencia, los más complicados ejercicios físicos con los más sencillos postulados de la psicología aplicada, para dar exacto cumplimiento a la máxima fundamental de la secta, que Don Alfonso tenía puesta en un marco de oro sobre su mesa: Mens sana in corpore sano, y que gustaba de salmodiar en sus momentos de perplejidad como si fuese un poderoso conjuro. Las tardes en que íbamos a visitar a Doña Alicia las pasábamos en la sala próxima a la terraza de que hablé antes, sentados en los viejos sillones con rejillas de mimbre, gastados del mucho uso, que habían aprendido, al cruzarlos las sombras de tantísimos años, el arte de hacer que su quietud y silencio fuesen un modo de participar, cálido, discreto y familiar a un tiempo, en lo que decían las visitas; y sin que Don Alfonso apareciese por ninguna parte.

¡Ah, las horas que pasamos allí, sumergidos, lavados, hundidos en el agua dorada y serena del crepúsculo, hablando apenas, colmados de su frescura como otros tantos vasos antiquísimos y frágiles! Doña Alicia tenía el pelo muy negro, largo y flexible; las manos delgadas y suaves; la piel muy blanca. Hablaba como si no quisiese despertar a alguien que dormía siempre; sus gestos eran un reflejo de sí mismos en un estanque apenas ondulado. Borrábala un tanto la clara agua de oro que tamizaban las enredaderas: era una finísima medusa en aquella caverna submarina de la sala. Nosotros, irresistiblemente, bajábamos el tono de la voz para acomodarlo al suyo, para no despertar a aquel durmiente eterno, y Don Alfonso jamás iba por la sala.

¿Estaba, entonces, en su sala de armas, casi un sótano, que llenaban hasta los techos las sombras y el olor de pinos? ¿O en su biblioteca, esculpido por la fría luz de la alta claraboya, pacificado en sus últimos gestos necesarios como su propia estatua de mármol? La retorcida construcción de la casa llevaba el eco de la voz a sitios increíbles: quien hablaba en el sótano podía ser oído, si el viento era favorable, en el recodo que formaba el corredor del segundo piso, bajo el cuadro, amasado de polvo y sombra, que eternizaba el cadáver de un atardecer en el corral de una granja. De modo que si no salía nunca a las visitas, si no lo veíamos pasar siquiera, con extrañeza cercana al terror, era que advertíamos su presencia cuando, espesado el aire al precipitarse la noche, hasta caer del cielo raso negro en pesados pliegues la felpa oscura y vieja, cuyos bordes recortaba duramente la luz de la lámpara, asentía de pronto su risa suave a algo que estábamos diciendo, o irrumpía otras veces en la historia melancólica como una burla. Mezclábase así la conversación de Don Alfonso y su invisible visitante con nuestras palabras y silencios, en un solo sueño. De pronto advertíamos que la fuente no había acallado sus alabanzas, allá afuera.

El contacto más cercano con la persona de Don Alfonso que yo recuerde en aquel tiempo, fue a través de su amigo y confidente, el Doctor León Corrales Pozos. Los hijos de Don Alfonso, que, con las garzas del estanque y las plantas, parecían sólo destinados a animar Las Islas, sin otra suerte ni figura, poseían, sin embargo, profundamente, alguna especie de roca propia, irreductible con la mansedumbre de lo mineral, que les daba una independencia no por callada menos absoluta. El Doctor Corrales Pozos, en cambio, literalmente era «la mano derecha», de modo que no sólo los que venían a tratarle asuntos de los misterios a Don Alfonso, sino aun los meros conocidos, percibían en él una prolongación del potentado, a la manera de un gran perro de aguas, y quien lo conociera podía ya decir que conocía, aunque parcialmente —la mano derecha no sabe las más veces de la izquierda—, a Don Alfonso. ¡Y qué misteriosa propiedad la de los nombres! El Doctor Corrales Pozos era alto, macizo, decidida y fanáticamente corpulento: una verdadera pirámide que se prolongase, por la parte de vértice, en la copia exacta de una cabeza de león pulcramente afeitado. Era por la época en que Don Alfonso cargaba con la cartera de Fomentos. Mi madre y yo estábamos con Doña Alicia y Don Alejandro —un hombre angular, afilado, silencioso, con el aire de quien prefiere soportar, a solas, el peso de algún terrible secreto antes que angustiar a los demás con una revelación a destiempo; que poseía el don de disponer de su cuerpo en las más puras e incómodas demostraciones geométricas. El mediodía pasaba afuera en los álamos amenazando destrozarlos; las rosas del cantero ardían sordas; el zumo pesado y fatal de la luz se filtraba en los cuerpos, corroyendo las vísceras como un antiséptico frenético, cegando los ojos, sumiendo el cerebro en capas densas de oro derretido. Apenas había adentro la sombra indispensable para el mirar vigilante, para escucharse uno débilmente el nombre propio.

Por la estrecha escalera crujiente, ocupada de felpa roja y honda, acudían unos pasos fuertes. Ascendían interminablemente. Entre el vaho pegajoso que despedían los pisos de caoba, ardiendo como el piso de un horno, ardiendo sin consumirse nunca, trataba uno de imaginarse qué serían. Golpes sólo, en creciente. Luego, pensaba uno en los cincuenta y ocho escalones de madera húmeda y rojiza que van de

las seis a las seis y dos minutos, en que si volviese a bajar estaría de nuevo en las seis en punto, en que de allí a mi casa había una hora larga, limitada de pinos resplandecientes y luego de álamos empapados de sombra, grumos de tinieblas que veteaba una enorme telaraña metálica hacia el final de una hora que desangrábase escuetamente como el frasco roto de la tinta: eran las siete y media y el nacimiento de la luna; de modo que mi casa, rezumante de noche, es el cuerpo aterrado de esta hora de la que nunca se intenta el regreso, la vuelta de la noche a la tarde. Pero entonces, según sucede en los libros de geografía, vimos primero el humo de su tabaco, luego el extremo oscuro del hongo, luego la cara ancha, el cuerpo macizo: ya está aquí todo. Había emergido entre nosotros como por un paso de tramoya, como en la suerte de un mago: el Doctor Corrales Pozos, qué fácil, qué increíblemente sencillo.

Fue luego a sentarse en la mecedora por reposarse el aliento, y el pañuelo le revolaba en la frente, un enorme y molesto insecto blanco, «¿No pasa usted a ver a papá, León?» —preguntó Alicia, con una sonrisa tan espiritual que sus últimos reflejos apenas acertaron a iluminarle la cara. El Doctor Corrales se encogió ponderadamente de hombros. A poco cesó el revuelo de las alas blancas de tela, quedando apenas un brillo húmedo en los anchos recodos de la cara. El brazo cayó lenta, pesadamente, a la pierna, donde se estuvo en una posición eterna de descanso. Una jarra azul hasta sus más adentradas fibras —sólo color azul haciendo carne la perfecta curva de la esfera—, a la que poseía un fulgor propio convirtiéndola en helada brasa mineral, despertó despacio, creció, hízose parte sólida de su vida: el Doctor León descansaba al fin en ella la mirada de sus ojos semicerrados. El aire denso era ya entonces el mismo silencio, y su pulpa grave de oro cerrábase alrededor nuestro como la pulpa de un fruto. La conciencia se nos esparció por el cuerpo, cargándose. Espesos de materia respirante a la manera de los objetos estábamos allí puestos en aquellos sitios, de modo que sólo recuerdo los ojos —no, la mirada— de Doña Alicia fijos en mí. De pronto comenzó a llover pesadamente. En la bocanada húmeda con olor a hojas secas, a iodo, se puso de pie infinitamente el Doctor Corrales Pozos y desapareció luego con ella, bamboleándose y macizo, arrastrándose mudo. Después no lo he vuelto a ver nunca: ¿qué otro testimonio daré de su vida que aquel pañuelo blanco andándole la cara, que aquel su encogerse de hombros, que aquella mancha gruesa y vacilante de su espalda al marcharse, que aún podría no haber sido más que la fronda rabiosa del álamo en el vidrio de la puerta? Por mí, como si no hubiese vivido nunca, y hasta puede que no haya sido otra cosa que uno de los elementos necesarios a la estructura de aquella tarde particular de mi vida, la cosa, por otra parte indispensable, que cierra con su espacio el hueco negro, el bostezo destrabado de la noche vacía. II Cuando Don Alfonso Muñoz Casas alcanzó los ochenta años de su edad, apenas quedaba luz en sus ojos. La tarde en que lo vimos por primera vez estaba sentado en su antigua mecedora de caoba, frente a la enorme ventana enrejada del patio. La luz vieja y tierna de la tarde descendía hasta él con extremada delicadeza, como temerosa de romper la frágil estructura del cráneo, sobre la que cumplía, pulcramente, cada detalle del débil musgo níveo del pelo. Era una tarde igual a esta en que escribo, en que mi pluma se mueve callada entre el aire lo mismo que si escribiese al fondo de un estanque de increíble altura, de aguas delgadas y transparentes, pero que pesan hasta ya no poder más y avanzan, qué despacio, en una corriente apenas perceptible, tropezándome, enredándome la mano, deteniéndola hasta casi hacerla inmóvil. A la entrada de la casa hay tendidos dos hipogrifos rojos —de granito rojo—, con la tiniebla de la garganta abierta al aire en una ancha herida, que movieron sus colas muy despacio al vernos —esto es, que a mí me parece que las mueven despacio y ampliamente. Entramos, entonces, y allí está Don Alfonso por primera vez, sentado en su mecedora de caoba, pero de espaldas a nosotros, de modo que sólo vemos el animado friso blanco del pelo y una mano que dormita, espesa de sueño, en el brazo negro del mueble.

Don Alejandro Muños Casas, su hijo había venido a encontrarnos a la puerta. Viste una pulcra guayabera de hilo, de un color que entonces llamábamos crudo, palabra que ofrece al tacto la calidad vegetalmente fresca de la fibra, empapada de sol para los ojos, y el cuello limpio y almidonado hasta lo severo sustenta con toda naturalidad la fina cabeza aristocrática, como si aquélla fuese, de siempre, la prenda propia de la realeza. Don Alejandro ha sonreído alegremente cuando llegamos: los labios estrechos acentúan, por costumbre, la franqueza de la sonrisa, desplegando la boca ancha, los dientes iguales y completos, insinuando que Don Alejandro no le oculta nada al mundo. Su larga mano esboza entre la penumbra distintos caminos, hacia las sillas tiesas, evidentemente incómodas por nuestra visita, hacia las mecedoras más tolerantes y frescas. «Pasen, pasen ustedes —nos dijo—. ¡Cuánto, pero cuánto tiempo que no los veíamos!»

Hacía, en verdad, mucho tiempo. Recuerdo, por ejemplo, el mediodía en que cayó definitivamente el largo gobierno del general Gonzaga. Estábamos sentados en los sillones verdes de nuestro portal, comentando los detalles de la última enfermedad de la Tía Angélica, y yo miraba

distraídamente el rosal que procura crecer en el cantero raído y que aquel día parecía especialmente orgulloso de sus esfuerzos, pues tremolaba en su gajo más alto un botón raquítico, de un rosa desteñido, como para que todo el mundo viese. De pronto la calle se pobló de gente silenciosa —rellenos de algodón me parecieron—, y en seguida rompió a toda su extensión en un largo bramido. Nos precipitamos todos a la verja, y un vecino que pasó corriendo se detuvo lo bastante para susurrarnos que se decía que habían asesinado a Gonzaga. Nos miramos todos perplejos: ¿no era el ubicuo general tan inamovible como la propia Loma del Príncipe? De pronto, el Tío Samuel estalló alegremente: tiró al aire una varita que se le había olvidado en la mano y, no encontrando otra cosa, arrancó el botón y lo lanzó más alto todavía: ¡el Tirano había caído! Fue en aquel momento que, en los límites de la tarde, la pequeña torre con su caperuza roja comenzó a toser las primeras bocanadas de humo negro. Luego pareció que desencajase la boca como un niño angustiado, y vomitó una larga columna de llamas y humareda a borbotones ya incontenibles. (Nuestros amigos, Don Alfonso y su familia, habían abandonado la casa delirante la mañana de aquel día, lo que nosotros ignorábamos cuando comenzó la agonía del fuego.) El Tío Samuel palideció hasta los huesos, y en el silencio que siguió fue como si hubiesen crecido incesantemente, como si no hubiesen estado allí jamás, las rejas de hierro y la esquina de la casa, con la cal caída en un sitio y el rojo de los ladrillos al aire. «Ya no los vemos nunca» —dijo Samuel simplemente.

«Pero, sí —replicó mi madre—, pero nosotros sí los hemos visto, Alejandro, pues no los olvidamos nunca, amigo mío.» A lo que Don Alejandro respondió con una melancólica inclinación de cabeza, desde el sillón en que habían dispuesto su cuerpo angular en una equis increíble.

«Papá —dijo confidencialmente, en voz muy baja, pero sin acercarse nada a nosotros, que apenas podíamos oírlo de aquel modo—, papá no anda bien desde el destierro. La muerte de la pobre Alicia fue el último golpe.» ¡Y qué mucho tiempo había pasado, en verdad! Aquí tengo, en testimonio, la carta del mismo Alejandro en que nos relata en detalle aquella muerte. Está hoy la carta amarillenta, y la tinta aparece desvaída, corroída por los espesos, complicados ácidos que obra la quimificación en el vientre de la insaciable bestia cuyas tragaderas jamás se cierran, que se espanta de la luz como los lobos del fuego, y que es, en fin, el olvido; y la letra fina y enmarañada forma primero un diseño febril, sin sombra ni peso, y después se hace más firme, mientras se despejan el polvo y la niebla amarilla en torno a los cuerpos, pues ya vemos cómo aconteció aquella muerte: sucedió en la casa donde vivían en el Continente, sobre un collado que domina la sucia bahía de Puerto Nuevo. La casa tenía enjalbegadas sus antiguas paredes de barro, y el amplio techo de tejas rojas echado encima al desgaire. Estaba sumida en humedad de tiempo y alimentos podridos, era un viejo echado allí en la loma, el sombrero tirado sobre los ojos, para cuya débil vista el agua y los aires se confunden hasta que realmente teme descubrirse arrojado de bruces al borde material de la tierra. Y la comparación es más acertada aún cuanto que el mismo Don Alfonso, sentado las noches enteras en el portal ancho de la casa, tapábase los ojos con sus manos viejas, y suplicaba a sus hijos que no se acercasen demasiado al borde de la explanada, por miedo a que se precipitasen noche abajo en el vacío purísimo. Pues en esta casa ocupaba Doña Alicia uno de los cuartos últimos, con ventana al patio hundido en la profunda sombra de los frutales. El cuarto estaba casi desierto, con sólo un camastro de hierro bajo la ventana, y clavada en la pared una estampa de colores vivos y estrictos. La suerte había ido echando por la borda de aquella vida todo el lastre de las cosas que poseía y que la poseían a ella, como sucedió en la tempestad a la nave en que viajó San Pablo. «Y al tercer día nosotros con nuestras manos arrojamos los aparejos de la nave.» Fue ella quien arrancó luego el resto con sus propias manos, y hasta las carnes mismas fueron consumidas al fuego lento de su apetencia de morirse. «Se me va quedando en puro espíritu» —decía Don Alfonso en su angustia—. Y a la verdad, se iba quedando en puro espíritu y puros huesos. «Si yo tuviese —decía Don Alfonso obcecadamente—, si yo tuviese lo que es mío, ya verías cómo la curaba. ¡ Ah de los pendientes de oro y los vestidos de raso! j Ya volverían a mirar los ojos, ya volverían a sentir los dedos!» Y de este modo se pasaba horas a la cabecera de la moribunda, hablando la rica sustancia de los paños, la deslumbrante danza de color y sonido en las fiestas. Su hija le respondía, sonriendo, que ya no había sitio en su cuerpo deshecho donde poner aquellas cosas. Sólo tenía ya interés en la rama de un árbol, de hojas menudas y profundamente verdes, que entraba en el cuatro, paseada vivientemente del sol, hasta descansar al borde mismo del lecho; y también en sus gallinas, en si alguien les había dado de comer o de beber por las mañanas. Después perdió la memoria de estas cosas. Olvidóse luego de su padre, que hacía horas estaba inmóvil mirándola, y de su mismo cuerpo. Obstinada y natural murió un poco antes de terminar el día. Para entonces puede que ya ni apeteciese morirse.

Fue entonces que Don Alfonso volvió por primera vez la cabeza, hizo su primer gesto. Cuando aún Don Alejandro no había terminado su discreta advertencia —su mano había quedado en la sien, frotándola suavemente como para aliviarle algún dolor—, Don Alfonso se incorporó a medias en su asiento y comenzó a volver muy despacio la cabeza. El filo de la luz en la ventana le detalló el perfil, la nariz alta y roma, los pelos lacios, amarillentos, del bigote y la barba aguda. Luego estuvo otra vez en la sombra, pero vuelto ahora hacia nosotros. «Alejandro —dijo en voz firme y muy clara—, quisiera que te

acordases de traer el cenicero de bronce. Ya sabes cómo le gusta a León ese trasto.» Dicho lo cual volvió a su posición anterior, de modo que aquella expresión trivial fue la única que yo le escuchase nunca. «Papá —replicó Don Alejandro, que había contemplado todos los movimientos de su padre replegado en sí mismo, en una extraña y animada tensión que resultaba incomprensible en su cuerpo geométrico—, ya sabe usted que reparan los muebles con exasperante lentitud, según les viene a mano, y que esos objetos sin mayor importancia los posponemos a los que los resultan imprescindibles. Pronto estará lista para vivir la vieja casa: ¿querrá usted sentarse en el suelo con tal de que el doctor fume a su gusto?» Había dicho estas palabras en voz muy alta, tanto que sonó irrespetuosa, aun cuando fuese justificada por la densa sordera de su padre. Hubo, también, algo de grotesco en la intensidad con que fueron dichas, ya que era a todas luces evidente que Don Alfonso ni las oía ni se interesaba en recibir una respuesta. Luego Don Alejandro se dirigió de nuevo a nosotros, en voz más baja aun que la usada hasta entonces. «Cuando regresemos del exilio —acompañó esta palabra de un trágico enarcamiento de las cejas, mientras nos inclinábamos hacia adelante para poder oírlo— dije a mi padre que las turbas habían invadido y distraído algo nuestra casa —cómo decirle que apenas quedaban sus huesos ahumados—, y que sería necesario esperar algún tiempo antes de que fuese posible vivirla, para acondicionarla y reparar los muebles que nos restaban.» Aquí hizo una pausa. La luz en la ventana se hacía turbia, era invadida por sombras sofocantes e indefinibles contra las que casi no lograba concretarse la silueta de Don Alfonso, diluyéndose en ellas. Un frío golpe del viento animó las cortinas.

«Pueden ustedes creerme —prosiguió luego nuestro amigo— que no pensé que me tomase en serio, aun cuando sabía que su razón, tan lúcida un tiempo, estaba de tal modo desangrada de la tristeza.» Aquí se detuvo de nuevo, y me pareció que en vez de «pensé» tembló en sus labios otra palabra, que pudo ser más bien la palabra «esperé». Un sirviente había entrado sin que casi lo sintiésemos, dejó su bandeja con refrescos en la mesa baja de patas retorcidas y desapareció luego, disolviéndose en la penumbra de la ancha puerta. El enorme espejo opuesto a ella demoró un instante el uniforme blanco. «Estábamos aquí, en esta sala —la casa la tomé amueblada en un viaje previo—, y mi padre, apoyado en mi hombro, se había detenido al cruzar la puerta y miraba con indiferencia en torno suyo. De todas nuestras cosas —muchas de las cuales andan por ahí, en casa de empeño— no había podido yo rescatar sino el viejo sillón en que está ahora sentado —que encontré por casualidad en el más oscuro aposento de un rastro, colgado cerca del techo y cubierto de telaraña, de lo muerto de los días, de tal suerte que, solo yo en aquel sitio y sintiendo hasta ya saciarme la vaciedad de lo que hacía, no pude menos de exclamar en voz alta: «¡Mira, has venido a ser como el vaso perdido!» —palabras que repitió Don Alejandro distendiendo la boca y alargando mucho las cejas, igual que en una representación, después de lo cual sonrió escuetamente. «Recuerdo que el tendero me había dejado entrar para atender a alguien que lo llamaba, que la penumbra descansaba en pliegues rotos sobre unos bronces arrumbados. Tuve la sensación de visitar en sueños algún perdido depósito de mi memoria, y pueden ustedes creerme —¡vean lo que hace el señor despierto!— que me extrañó el ciego y natural silencio de las cosas. Pero de todas suertes no tenía yo razón en cuanto que el abandono de aquella vieja criatura —creo que será lícito llamarla así, ya que el largo silencio compartido da a los objetos parte de la propia alma— no era en modo alguno absoluto, pues si mi padre no la hubiese recordado a menudo, mucho tiempo antes de encontrar ya aquel sitio ya se habría disuelto en el vientre de la primera y única noche.» Tratemos entonces de imaginamos la escena. La casa está a oscuras, padre e hijo acaban de llegar a ella y se detienen en la misma sala que nosotros viviríamos aquella otra tarde. Don Alfonso se apoya débilmente en el hombro de su hijo: está armado su silencio de todas las partes del cuerpo, permanece ceñido en él como en los más adentro de sus entrañas (silencio del que diría Don Alejandro en otra ocasión que «era absoluto, mineral, aunque no se le pudiese comprar a la mudez de lo muerto, sino más bien al acorde supremo de las cosas ya anochecidas»), abroquelado en su helada indiferencia por el mundo desde que se le murió la hija. Don Alejandro ha dejado la maleta en el suelo y mira en tomo suyo, mira todos aquellos muebles y objetos que comprara en el viaje previo para animarle la casa a su padre, anchos, afelpados, somnolientos butacones anegados ahora del zumo negro de la noche, alfombras de rojo hondo que ahogan los ruidos, profundos espejos a los que no se les conoce medida. Acaba de explicarle por qué no pueden ocupar aún la antigua casa y, señalando las piezas mejores, le ha dicho:

«Aquí no extrañarás nada y, de todos modos, estás en la Patria de nuevo.» «Pero mi padre no tenía ojos sino para la mecedera en que ahora lo ven ustedes. La luz de la luna, ese dorado horror de la luna —dijo Don Alejandro con disgusto—, la envolvía a través de la ventana. Los hábiles dedos de oro trabajaban en ella quietamente, desbrozándole el espaldar fino y revelando al fin, en toda su pureza, la escueta estructura del varillaje negro. Fuerza es confesar —agregó estirándose la piel de la mejilla— que se desempeñaban a conciencia los condenados carpinteros de sueños. Mi padre se desasió de mí ágilmente, se fue derecho a su mecedora, hundiéndose en la luz hasta la barba —su cabeza quedó un instante en la sombra—, luego se sentó como de haberse levantado un momento antes, y no tantos años.» Aquí hizo pausa de nuevo. La luna pudo al fin raer el cielo nocturno, y su luz se desplomó de pronto

sobre el cuarto. Ungido del óleo estelar resurgió el anciano entre la sombra, inmóvil y extraño, fosforescente, recostada la frágil cabeza en la madera. Don Alejandro prosiguió en su voz siempre muy baja: «Temía yo que la locura le echase adentro raíces más hondas, dudaba entre si la vuelta a la patria cambiada, al hogar desconocido, lo despertaría de golpe o le haría, en cambio, florecer desmesuradamente la espesura de sus sueños. Pero luego de permanecer un largo espacio en silencio, mirando con fijeza el jardín en la ventana, me llamó con voz firme a su lado, me dijo que había obrado cuerdamente en todo y que allí estaríamos bien hasta que nos terminasen la casa. Aquello me alegró, hasta que sus ojos se alumbraron de malicia, como indicándome que calaba mi pequeña invención y que escogía, por delicadeza, no destruirla. Pero apenas di vuelta para marcharme lo oí llamar de nuevo, esta vez débilmente. Regresé a su lado, y su mano flaca y seca se asió a mi brazo con increíble fuerza. Mirándome convulsamente a los ojos me pidió su escritorio, mi "escritorio viejo, ¿sabes, Alejandro?, que me tengan pronto mi escritorio". Me desasí de él en silencio y me adentré torpe en la noche hasta mi cuarto iluminado.»

Al día siguiente, un día oscuro atravesado interminablemente por la lluvia, Don Alejandro caminó mucho, «mejor, navegué incansable» —según nos diría luego sonriendo—, contra las turbias avenidas de agua entre las filas desiertas de las casas, golpeada su cara por el aguacero indiferente. Las turbas que saquearon su casa habían vendido muchos de los objetos a prestamistas, y esperaba, absurdamente, encontrar lo que pedía su padre. ¿Qué misterioso amasijo de sucesos: la mano soportando el dinero en la penumbra, antes el vocerío mezclado de sol y humo a la hora ciega del mediodía, después el hombre, lívido de la helada angustia de la lluvia, que se detiene bajo el alero de la tienda de empeños, qué misterioso amasijo de coincidencias, puestas una sobre otras como las piedras de una casa, fue necesario para que a la cima de aquel día, entre la noche, estuviese el anciano Don Alfonso de pie junto a su escritorio, ya sin su antiguo lustre y mordisqueado por el tiempo, pero sólido bajo sus manos alertas, cariñosas, que temblaban? Así se estuvo, acariciando al mueble lo mismo que a un perro y sonriendo extrañamente, hasta que fue a sentarse a su puesto de costumbre. La luna había salido sobre el borde plomizo y húmedo de las nubes gruesas; iluminaba el jardín y la ventana, mojados aún, con su luz cenicienta, aquel sol de los delirios. Dorado, quieto, reposada la cabeza en la madera del respaldo, Don Alfonso anunció firmemente: «creo que para fines de mes tendrán listas las cosas de mi cuarto», lo que fue su único comentario. Afuera un carro deslabona sus hierros contra las lajas rotas de la calle, los mulos salpican frías gotas en los charcos de la luna. Estremecidos comprobamos el peso de nuestros cuerpos contra la sombra.

En lo que restó de aquel mes, Don Alejandro, mirando distraídamente a su hijo, anunció varias veces su deseo de que terminasen pronto distintas cosas a las que tenía particular afecto. La mayor parte de ellas no llegó jamás, según era de esperarse, y a éstas Don Alfonso no hizo alusión alguna, como si nunca las hubiese recordado; en cuanto a las otras, su actitud fue la misma que el primer día: mirábalas en silencio, sonriendo suavemente para sí, como si hubiesen estado en su sitio desde el principio del mundo, crecimientos naturales al modo de las rocas o las plantas. Hubo ocasión en que se impacientó y exigió malhumorado alguna pieza de su colección de armas: «¿Qué te pasa? —increpaba a su hijo—. Tienes tanto miedo a que te encuentren siquiera una bala encima, que te lo has tragado todo, jutía.» Y se marchaba rezongando a su sillón, a mirar los limoneros calados del sol y el aire ligeramente azuleado, como agua pura de fuente, en que se hundían zumbando las abejas ásperas, y a poco se quedaba dormido. Pero si el rifle no aparecía en un plazo prudencial, ya no volvía a nombrarlo.

Por aquel tiempo publicó la prensa la noticia de la muerte del Doctor León Corrales, el amigo predilecto, o más bien, el único amigo, de Don Alfonso. El Doctor, a la caída del general Gonzaga, había estimado oportuno conocer científicamente el Brasil, donde tomó parte en una de esas fabulosas expediciones amazónicas. La expedición fue masticada y deglutida por la selva. A los pocos meses una partida de rescate halló, en un claro, el cadáver del Doctor Corrales, comido por las hormigas de tal modo, que sólo fue posible identificarlo por lo imponente de la osamenta y un anillo que llevaba. Don Alejandro prefirió ocultar aquella muerte a su padre, diciéndole, en cambio, que el Doctor se hallaba en Europa, investigando en secreto una nueva cura de la lepra. Don Alfonso recibió la noticia en su sillón, mirando como siempre en su ventana, sin atender mucho, porque se ocupaba, según era materialmente obvio, en rumiar algún sabroso recuerdo que le hacía chasquear a menudo los labios. Más tarde preguntó una o dos veces, casualmente, por su amigo. «Pero hoy por la mañana —prosiguió Don Alejandro, sonriendo incómodo y cambiando de posición en su asiento—, hoy por la mañana, cuando fui a darle los buenos días, me lo encontré sentado en su escritorio, en ese cuarto de al lado, mirando absorto sus manos secas, que tenía cruzadas sobre la mesa formando una cúpula transparente y frágil. Alzó los ojos, fijándolos decididamente en los míos, y en voz alta y muy clara me informó, de modo terminante, que hoy a la noche vendría a visitarnos el Doctor Corrales Pozos. Pueden ustedes imaginar mi desmayo, mi horror casi, pues, por absurdo que parezca, dudo ya que sean concesiones de la suerte las cosas que he encontrado para mi padre, y creo, más bien, que sean concesiones de mi padre las que no he encontrado.»

En calladas, sinuosas, menudas olas refluía ahora la marea del calor espeso. Una luna fulgurante, calcinada, volcaba un vasto chorro de fuego en la noche, abrasando las sombras, que hervían temblando, purificadas, transparentadas del demasiado fuego. Aquel medio excesivamente puro apenas era respirable. Afuera la luz a plomo destrozaba los álamos, petrificándolos en contornos minerales, cubriendo luego con una piel de ceniza los perfiles agudos de las casas. El viejo Don Alfonso se puso de pie muy despacio, volvió con deliberación la cabeza, que había penetrado el oro ardiente, cargándola, pasó junto a nosotros arrastrando los pies pesadamente. Cuando se hubo marchado, en el silencio que siguió, entre la penumbra lívida, inflamada, nos inclinamos trabajosamente para escuchar a Don Alejandro, que hablaba de nuevo: «Es curioso que la vez que el Doctor León vino de su viaje a Honduras estaban ustedes en casa, lo mismo que hoy, sólo que falta Alicia, quien, por cierto, tuvo luego una buena pelea con nuestro padre porque se había estado en la puerta, a espaldas de ustedes, sin decidirse a saludarlos ni a marcharse, mucho rato. Lo mismo que hoy» —dijo, señalando vagamente la ventana, que era entonces un solo paño de lumbre, atravesado por el ramaje negro y con el horno delirante de la luna a un extremo. Fundido de una sola pieza el silencio, nos callamos ya de puras ganas de decir algo. Por la estrecha escalera de mármol acudían unos pasos iguales. Ascendían interminablemente. Uno pensaba que si bajasen al momento anterior sería lo mismo: al cabo de igual espacio de tiempo coronarían la escalera. O que, si navegando los barcos en una sola dirección dan vuelta a la tierra, el humo en el horizonte siempre es el mismo: pues ya está aquí todo: sentado en su silla con el pañuelo blanco volándole la cara. La silla vacía en el rincón, donde se recogió toda la sombra, cruje imperceptiblemente. Recuerdo, ahora, los ojos, no la mirada, de Doña Alicia, fijos en mí. Su voz transparente y lejana, suspirada a través de una grieta en el muro: «¿No pasa a ver a papá, León?»

De DIVERTIMENTOS

(1946)

DE LAS SÁBANAS FAMILIARES Estaba tendido en su antigua cama de ébano, frente a la ventana abierta del jardín, entre las sábanas blancas, durmiendo. Lo sabía porque soñaba que estaba así tendido, soñando que soñaba. Despertó luego de caer una eternidad por el hueco de su cuerpo, y, la cara entre las manos ásperas, fue a la ventana por más aire. Una luz añil fogueaba los árboles con sus lentas llamas silenciosas; ¡as hojas metálicas movíanse pesadamente bajo el cuerpo macizo del alba, y en el cantero, minerales, coralinos, los tallos delgados del rosal soportaban flores de un feroz azul resplandeciente. Pensó que aquello era extraño. ¿Cómo imaginaba plantas verdes, de un verde apacible? «No entiendo —se dijo— este rojo entrañado de las hojas. Qué raro que no sean verdes.» Y sonriendo propuso que quizás se habría equivocado de sueño. «Me levanto en la otra cama, la del sueño.» Con el aire de quien dispersa sus pesadillas fue a sentarse al borde de su cama, repasando con las manos, ya tranquilizado, la conocida cabecera de piedra, las familiares sábanas cenicientas.

DE LAS HERMANAS

Decían habitar en una cueva... (Phüosophia Secreta)

Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivían en una casita pintada de blanco, al extremo del pueblo. Tenían en la sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si dijésemos el esqueleto del tapiz. Y con unas pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando uno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese. El señor Veranes, el médico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza de café con ellas y les recetaba esta loción o la otra. «¿Qué hace mi vieja?» —preguntaba el doctísimo señor Veranes, sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba de pronto acercándose, pasito a pasito, al tapiz con las tijeras. «Ay —contestaba una de las otras—, qué ha de hacer, sino que le llegó la hora al pobre Obispo de Valencia.» Porque las tres viejecitas tenían la ilusión de que ellas eran las Tres Parcas. Con lo que el Doctor Veranes reía gustosamente de tanta inocencia.

Pero un viernes las viejecitas le atendieron con solicitud extremada. El café era más oloroso que nunca, y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecían preocupadas, y no hablaban con la animación de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademán de levantarse. «No puedo —suspiró recostándose de nuevo. Y, señalando a la mayor, agregó—: Tendrás que ser tú, Ana María.»

Y la mayor, mirando tristemente al perplejo señor Veranes, fue suave a la tela, y con las pulcras tijeras cortó un hilo grueso, dorado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó en seguida al pecho, como un peso muerto.

Después dijeron que las viejecitas, en su locura, habían envenenado el café. Pero se mudaron a otro pueblo antes de que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas.

DE JACQUES Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencio se le escucha rasgarlo.

Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas.

Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se escora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.

«¿Éste?» «Sí, ése» —dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llovizna de afuera cubre de densas manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su helado silencio.

DE SU NOCHE DE GRAN TRIUNFO Ligera, soprano ligera. Carmen María Peláez parada en el escenario para cantar su noche de gran triunfo. El empresario de bigotes de aceites y zapatos charolados lo ha garantizado: Caramba, Carmen, gran gala de veras. Carmen María, coruscante y joven, cegada por las luces del proscenio, canta. ¡Ah, canta, canta, Carmen, canta! Y Carmen muge y trina y se desgarra. Y con el último acorde estalla la cálida salva de aplausos. Carmen María se inclina, saluda envuelta en la ola cálida, se alza. Las luces disminuyen, cede el espeso muro de sombra. La boca enorme del vasto teatro vacío, y el empresario, muerto de risa, que da vueltas a la monstruosa araña, al monstruoso aparatito de aplausos. Carmen María quiere escapar, pero se encuentra aprisionada en la reciedumbre de los huesos. Se mira y es una espantosa anciana.

DE CÓMO SU EXCELENCIA HALLÓ LA HORA

...e nunca se puede fallar buen tiempo (Libro de Patonio)

Su Excelencia había caminado todo el campo la tarde entera, por los trillos jibosos, ásperos, guarnecidos de enormes espinos. Estaba cansado, sudoroso, polvoriento, tenía ganas de sentarse en alguna parte, de tomar alguna cosa que le refrescase la garganta hirviente. A la entrada del camino real se detuvo un momento, secándose las sienes

con su pañuelo de lino muy puro. Cobijada entre dos montes, entre almendros, se le apareció una hostería de techos rojos, de limpias paredes enjalbegadas. Con un suspiro, Su Excelencia se encaminó lentamente a ella.

Ahora se sienta a una mesa rústica, bajo un emparrado que echa su sombra fresca sobre las losas rojas. Vienen suaves olores del huerto, se escucha el lejano latir de un perro, el canto rispido de un gallo, el pulso sereno, en fin, del campo vivo. Su Excelencia se despoja de su esclavina, que desborda el banco en pliegues espesos, cárdenos, se quita el largo sombrero, suspirando. Sólo entonces repara en que, sobre el fondo negro de la puerta, hace rato que le observa el hostelero.

El hostelero está inmóvil, con los brazos lisos a lo largo de las piernas, mirándole con la cabeza un poco inclinada al pecho. Se anima instantáneamente, se acerca con una sonrisa: «¿Qué desea Su Excelencia?» —pregunta, pasando el paño por la mesa, con el gesto ancestral de los hosteleros. Su Excelencia sonríe. «¿Tendrás buen vino?» «¡Que si es bueno! Y unas aceitunas...» Con lo cual desaparece el hostelero.

Para reaparecer al punto, colocando sobre la mesa la garrafa de barro, el vaso y un plato lleno de sabrosas aceitunas. Cosa extraña, el hostelero se sienta también a la mesa.

«Yo tengo un perro» —comienza el hostelero. «Bien» —comenta Su Excelencia, sorbiendo el vino. «Lo tengo allá —continúa el hostelero, señalando con su mano enorme el

collado carmíneo entre los almendros—, cuidándome las cabras. Sabe mucho, mi perro. Él me avisa cogiéndome de la mano cuando Juanón nos roba el vino.»

«Ah —comenta Su Excelencia. El vino es una bendición en la garganta, el sitio es fresco, ha trabajado mucho aquella tarde y no quisiera acordarse de nada. Comienza a sospechar que es el rústico quien sabe—. Y vacas, ¿cuántas tienes?»

«Sabe mucho, mi perro —prosigue tozudo el hostele--. No le falta más que hablar. Quizás hable muy pronto. Antes de lo que uno piensa.»

En la pausa que sigue las hojas de los almendros se responden unas a otras suavemente.

«Si Su Excelencia me concediese una gracia, una sola.» «¡Ah, ya está aquí!» —piensa Su Excelencia, sorbiendo el vino fresco. Y en voz

alta, con buen humor: «Te la concedo. ¿Cuál es, amigo?» «De no llevarme hasta que el perro hable» —dice el campesino, inclinándose. «Ya está concedida —confirma Su Excelencia con un gesto amable de la mano.

No habrá ni que moverse—. ¿Y cómo supiste quién era, amigo?» Sobre el alcor, cortada contra el cielo rojo de la tarde, aparece la silueta de un gran perro de pastoreo.

El hostelero sonríe zorruno. «Cuando le vi ahí sentado comenzaron a dolerme horriblemente los sabañones.» Ronco, agudo, viene el aullar lastimero de un perro. Su Excelencia se atora, escupe el vino, se yergue derribando el banco. «El perro ha hablado —dice—. Vamos.»

DE ESPERANZA VENABLOS Esperanza Venablos, esta viejecita carcomida, cerrados los ojos, las manos secas en la falda, sueña. No sueña con palomas, ni con gasas tenues, ni con el rubor pálido de una «puesta» que vio de muchacha. Sueña —pero no vayamos a reírnos— con un plato de humeantes garbanzos. Y, sacudiendo la débil cabeza, los nombra una vez y otra: «¡Qué garbanzos, Dios mío, qué garbanzos!» Porque sucede que Esperanza Venablos no comerá ya nunca garbanzos. Hace quince años que no los prueba, y en todo lo que resta de la eternidad no los volverá a gustar nunca De modo que ios humeantes garbanzos son el más hermoso sueño, el más puro. Son, en efecto —¡Dios nos valga!— sólo puro sueño.

DE LA MÁSCARA ¡Ayayayay! Hay que velar la velada. El Tío Pedro y la Tía Águeda, su mujer, están sentados en un rincón, mientras su hija Consuelito baila por alguna parte. Una cinta de colores vivos desciende hasta la ancha nariz del Tío Pedro y lo incomoda. Al tío se le ha muerto, por la tarde, una muela.

Las máscaras de risas rígidas pasan saludando con sus vocecillas mecánicas. «¿Cuál es Consuelito—piensa el Tío Pedro—, Consuelito disfrazada de madama?» A las doce de la noche fallece el carnaval, se quitan las máscaras, se dan los premios. El Tío Pedro podrá irse en paz a llorar su pérdida, que siente, en los huesos de la quijada, como una irreparable y dolorosa ausencia.

¿Cómo ha sucedido? La cinta de colores, desprendida, se le ha enredado amorosamente a la calva. Hay un corro en torno suyo de gentes que llevan, como si dijésemos, sus caras en las manos, que gritan y ríen en un rabioso regocijo. De la selva de brazos que gesticulan se desprende, agudo, incisivo, un índice que señala inflexible al Tío Pedro. Una voz insegura dice lentamente: «veamos la cara del triunfador, quítese la horrorosa máscara». Y unas pinzas suaves tiran, tiran poderosamente de la desnuda nariz del Tío Pedro. Sudoroso, helado, el Tío Pedro sabe que es inútil, que nadie podrá arrancarle jamás la horrorosa máscara.

DEL PERRO Para colmo de males le cayeron más pulgas que nunca. Ya era bastante haber encontrado, de pronto, aquel tenaz obstáculo de hierro que se extendía a todo lo ancho y lo largo del café donde, a cambio de pararse ridiculamente en dos patas y de menear la cola hasta creer que la perdía, le daban de comer diariamente.

Y sin embargo no fueron el hambre ni las pulgas, que no eran pulgas, sino sarna que le roía el lomo. Lo que le hizo echarse junto al muro áspero, envuelto en el aliento frío y salobre del océano, a morirse, fue el haber perdido de aquel modo su precioso nombre.

DEL VERTEDERO El vertedero de bronce estaba en la esquina insoportable, la que, cuando venía uno a verla, era la última gota para el cansancio de los ojos, hastiados del peso enorme de tantas apariencias. En sus adentros estaba esmaltado, de modo que reflejaba el añil demasiado maduro de las madrugadas hasta dar la ilusión de que lo llenaba el alba y de que a la tarde podría uno hundir los brazos en el alba. Pero no engañarse. El vertedero de. bronce se alimentaba exclusivamente de horas muertas. (Cierta vez que le echaron, por error, las sobras de los perros, se atragantó el condenado y estuvo tosiendo que daba gusto.) Las criadas derramaban en él resignadamente las lavazas de la mañana. El Tío Pedro le miraba con odio cómo se tragaba los restos mortales de sus mejores horas: colillas de cigarros y el polvo dorado de las nueve. Un día no pudo más y le largó un puntapié con toda su alma en el gaznate de hierro. Mientras el Tío Pedro se retorcía del dolor, el vertedero de bronce se enjugaba la garganta haciendo unas gárgaras soeces. La enemistad terminó noventa años más tarde, cuando el vertedero de bronce se tragó el último retrato que quedaba del Tío Pedro.

DE LA SILLA ¿Para qué recordarle el tiempo mejor si está de tal modo calada de mugre y ha perdido ya una de las patas? Ni quién será capaz de comunicarse nunca con ella, quién sabrá nunca este extraño modo de pensar, de mirar, de oír, que consiste en pesar sólo, en estarse atento con todo el peso del cuerpo a los movimientos de la tierra. Hubo un tiempo en que la silla perdida tenía una sola palabra para hablarnos, pero ancha, hermosa, suficiente, y era la forma de su compañía. Tumbada de espaldas en las tejas su forma absurda se deshace, olvidada de los hombres, de ella misma. A la trágica intemperie de su muerte no asiste ni ella misma. jAh, y cómo no resucitará nunca!

DEL TAPIZ Existe una casa al borde desollado de un precipicio. En ella viven un viejo tapicero y sus cuatro nietos. Enormes nogales sombrean las ventanas.

Hace ya días que el viejo no trabaja sino en un tapiz sólo. Éste es un tapiz enorme cuyos tintes son zumos espesos; cubre desde tiempo inmemorial un gran lienzo de pared en la sala. Una mañana de invierno en que no pudieron salir al bosque, en ausencia del abuelo, los cuatro niños rasgaron con infinito trabajo un extremo del tapiz, por ver qué había detrás, sospechando que habría una puerta. Había lo Indecible, y por que se vea cómo era su piel, la compararemos a un vaho negro, no con lo sombrío de las noches, con lo negro de una oquedad cualquiera.

A su regreso el viejo vio horrorizado lo que habían hecho. Con sus instrumentos de trabajo se precipitó al tapiz y comenzó a cubrir el rasgón de una nueva figura. Los niños creyeron que era un juego y, gritando, se precipitaron también al tapiz, a destruirlo. Pero ahora lo que hay detrás los chupa de tal modo que no pueden desprenderse de la tela. La agitación de su terror despedaza las fibras, y la succión de Aquello aumenta como un delirio.

El viejo no puede auxiliarlos porque se perderían todos. Su única esperanza es cubrir todos los huecos de figuras. Sus manos vuelan inventándolas, pero ya se cansa, las figuras apenas son sus sombras.

Si llega a no poder más, aquel rasgón se extenderá por toda la tierra.

DE LA PELEA Don Rigoberto Rodríguez, el Gran Fabricante, era un hombre macizo. «A mi no hay quien me desaloje» —decía Don Rigoberto a propósito de cualquier cosa, sonriendo rosá-ceo al extremo de su enorme tabaco, y no había más remedio que creerle, viéndolo plantado sobre sus cortas patas de hipopótamo como un primitivo arco de triunfo.

Don Rigoberto era un hombre de gran elegancia en el vestir, dentro de lo posible. Sus modales eran impecables, aparte del tabaco —que era ya sólo una verruga más, después de todo. Don Rigoberto se trataba con lo mejor de lo mejor, no vayan ustedes a creerse. Y si tenía una extravagancia, ¿qué gran hombre no las tiene?

La extravagancia de Don Rigoberto consistía en llenar la casa de trastos. Las paredes habían desaparecido bajo una espesa capa de paisajes. Los candelabros y las lámparas crecían en todas partes como frutos monstruosos. No había modo de sentarse porque los ociosos cojines lo miraban a uno de mal talante, procurando ocupar todo el espacio posible en las butacas. Los muñecos de porcelana eran ya una verdadera multitud. Las satisfechas panzas de los jarrones, como de otros tantos gordos empleados holandeses, proclamaban floridamente la inamovible riqueza de Don Rigoberto, el Gran Fabricante.

«¿Para qué quiere usted tanto trasto, Don Rigoberto? —le decía algún amigo osado—. Esto ya no se usa.» Don Rigoberto reía con todo el cuerpo, en oleadas sucesivas. «Es para que se me enrede ahí la muerte, cuando venga —explicaba Don Rigoberto, que gustaba de espantar con blasfemias a los timoratos. Y agregaba, guiñando un ojo—: Si es que viene.»

Una tarde, al regresar de sus negocios, Don Rigoberto encontró despedazado uno de sus jarrones. Hecho una pieza contempló el sitio desierto en que estuviera antes, y, por el suelo, los trozos convexos de la porcelana, desvalidos, con algo de minúsculas bocas descerrajadas, Aquello tenía todo el aspecto de un brutal asesinato. Don Rigoberto, tan sereno siempre, llamó sus criados a gritos y juramentos. Nadie sabía nada, nadie había sido. Presa de una incomprensible exasperación, Don Rigoberto trajo un policía secreta que investigase el asunto. El policía secreta, oculto detrás de una cortina, presenció cómo un rabioso golpe de viento, en un mediodía oscurecido repentinamente, derribaba otro de los jarrones. La furia de Don Rigoberto, al enterarse, alcanzó proporciones de locura. Pateó al policía, y con sus propias manos le echó a la calle. Abandonando sus negocios, él mismo se emboscó en la casa. El secretario aprovechó la ausencia de Don Rigoberto para estafarle una enorme suma.

Durante la vigilancia de Don Rigoberto nada sucedió digno de mencionarse, a no ser el tropezón que, en su inquietud, dio con una vitrina repleta de curiosidades, destrozándola. Por fin regresó a sus negocios, tan demacrado por sus vigilias que apenas lo conoció el portero, que se empeñaba en impedirle la entrada. Pero a los pocos días el mayordomo, exasperado por sus recriminaciones, luego de deshacer una lámpara, se fugó llevándose todos los objetos de plata. Una infinita cadena de casualidades iba desnudando el palacio de Don Rigoberto. «Hay alguien que conspira contra mí y no quiere dar la pelea» —gemía Don Rigoberto, que ya no acertaba en sus asuntos y se iba arruinando. No tenía parientes que lo encerrasen por loco, en tanto que a sus socios convenía que pasase por cordura su delirio aparente. Con la riqueza perdía la panza, y una mañana —lo que de ella quedaba— amaneció pelada de la gruesa leontina de oro que era como una cadena que lo aislaba. Don Rigoberto perdía uno a uno los obstáculos en que debía enredarse la muerte, cuando viniese.

Finalmente empeñó sus propiedades y atestó de cosas el palacio. Mesas, jarras, estatuas, lámparas, llenaban las habitaciones hasta los techos. Así barricado, Don Rigoberto se creyó seguro.

Pero no contó con los encargados del embargo. Los encargados del embargo se fueron llevando, una a una, las piezas de la barricada. Por último dejaron a Don Rigoberto, que estaba enfermo, con sólo un mal lecho en que descansarse.

Don Rigoberto, casi como vino al mundo, rogó que lo llevasen, de paso, a la sala de los bajos, frente a la gran puerta de entrada.

Entre paredes desiertas, sin luz, a solas con su cuerpo, quedó el pobre Rigoberto esperando. «Está loco, ya se lo llevarán mañana» —dijeron los encargados al salir. Pero Rigoberto, a solas con aquel enorme cuerpo mudo, quedó esperando.

Así fue: la gran puerta de entrada se abrió lenta, sola, a la noche vasta, desierta.

DE LA TORRE El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. Irritado comprueba en el sueño que su bestia apenas tiene forma. En un esfuerzo que estremece su cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las cerdas de la melena, el color de la piel, las garras. De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.

El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distinguirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos llevan una fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola.

El cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme.

Los huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta torre que no cesa de crecer nunca.

DEL SEÑOR DE LA PEÑA I

El palacio, deshabitado hacía veinte años, se alzaba en peñón a la salida del pueblo, donde los vientos lo rodeaban persiguiéndose en sus juegos salvajes, y donde el mar rompe los puños infinitos en su larga querella que no termina nunca.

Los reparadores lo repararon un mes antes y en seguida llegaron veinte camiones cargados de muebles para las veinte habitaciones de la casa, el camino a muchas de las cuales se ha perdido.

El portero, la cocinera, el jardinero y la camarera, contratados previamente por el nuevo dueño, los vieron llegar apoyados en el muro del portal. «Deben ser un regimiento» —suspiró la cocinera. Y los otros asintieron con las cabezas, melancólicos.

Pero al final de la procesión no venía sino un solo automóvil, y, dentro, sólo el nuevo Señor de la Peña. «Menos mal» —suspiró el jardinero. Y la camarera propuso, fervorosa—: «Así sea.»

2 «Es un muchacho, un verdadero niño» —dijo la camarera, arreglándose el pelo y procurando verse, de costado, en el vidrio de la despensa. «Bueno —dijo el jardinero, dejando la boina sudada sobre la mesa de la cocina y secándose el sudor con un enorme pañuelo rojo y gualda—. Un niño con cara de viejo. ¿A quién se le ocurre...?» Y procedió a contar cómo el Señor de la Peña se había empeñado en que él escondiese los tiestos de las rosas entre las hojas de la palma. «Además —agregó, mirando significativamente a la camarera—, apenas puede tenerse en pie.» «Claro —repuso ella, furiosa—, con el dolor que le ha dado en la espalda al pobrecito.»

3

«Es un bendito de Dios —afirmó el portero, que era también valet del Señor de la Peña—. Ahí metido entre sus libros, con esas ropas que parecen de cura, y siempre "me hace usted el favor", "tiene ustede la bondad", "tantísimas gracias". Si hasta me pidió perdón cuando le derramé el café encima.» La cocinera se puso en jarras. «¡Ropas de cura! ¡Había que verlo cuando vino de montar a caballo! Todo sucio y con las botas... Un tártaro, eso es lo que yo digo. Y el modo de pedirme el ron, las palabrotas, total por nada. ¡Eh! ¡Ni mi difunto marido!» «Vaya, vaya —dijo el portero, contando distraídamente unas monedas—, un momento malo lo tiene cualquiera.»

4 «Un viejo —dijo el jardinero, descargando el puño sobre la mesa—, digo que es un viejo y que es una desgracia que le estés detrás.» «¡Óiganlo! —chilló la camarera—. ¡Un viejo! ¡Viendo visiones! Si lo dice por el modo de pensar está bien, que por otra cosa...» «Bueno —intervino el portero, conciliador—, un poco calvo y ya duro, pero no tanto como viejo. Como es rubio...» «¡Calvo y rubio!» «¡Negro, un indio!» —cortó la cocinera, poniendo al cielo por testigo. Y ya iban a recurrir a las últimas y definitivas razones cuando el portero, que ha leído su poquito y es, en suma, un intelectual, detuvo el brazo armado de la cocinera y reclamó atención y calma. «Esto es muy extraño —dijo—. Parece que hablamos de cuatro personas distintas. Y pensándolo un momento,

los cuatro juntos no lo vimos más que una vez, a su llegada, tan envuelto en pieles que lo mismo podía ser un oso. ¿Habrá tres impostores en la casa? Propongo que vayamos los cuatro a verlo, ahora mismo. Está en su estudio, lo acabo de dejar allí.»

Pero la cocinera propuso que fuesen primero por su cuñado, el policía del pueblo, y que, mejor, se asomen los cinco por la ventana del estudio.

5 El Señor de la Peña estaba sentado a su mesa, pero no escribía. Reclinaba la cabeza en el alto respaldar de la silla, inmóvil en la luz plomiza de la claraboya. «Si ése es el Señor, es un muchacho» —dijo el asombrado jardinero. La camarera se cubrió la cara con las manos: «Tenías razón, es un viejo horrendo» —dijo. El portero dio un paso atrás, persignándose: «Es un puro demonio.» La cocinera, cruzadas las manos sobre el delantal, miraba al Señor de la Peña beatíficamente. Entonces el policía, que daba muestras de impaciencia, le tiró malhumorado de la manga: «¿Qué estás tú mirando? Ahí no hay nada más que una silla vacía.»

DEL ESPEJO 1 Había sufrido un cambio radical. Amaneció zurdo cuando siempre se valió de la derecha. Su mano izquierda, tan apacible e incompetente, adquirió una habilidad siniestra. Sus amigos lo miraban con el cubilete y comentaban perplejos: «Jamás vimos una siniestra más siniestra.»

Era republicano y amaneció monárquico. Le gustaban los niños y esa tarde compró a un globero todos sus globos y con el fuego del cigarro —antes no fumaba— los fue reventando uno por uno entre un coro de niños espantados. Era comedido, todo un caballero. Pues se apareció con una risa grosera y descarada de villano. ¿La explicación? Un crimen horrendo. 2 Aquella noche, mientras se arreglaba la corbata de etiqueta, pensó por centésima vez si el gran espejo de su escaparate no sería, en realidad, una puerta. Medio en broma alargó una pierna y no encontró obstáculo. Entró en el espejo de costado, con el gesto inconsciente de quien se desliza. La excesiva solicitud de su imagen debió prevenirlo, pero, ¿quién piensa en su imagen a no ser como un sirviente, cuya fidelidad no se discute? Ni siquiera pensó en ello. Su etiqueta era de invierno, pero en el corredor del espejo hacía un calor sofocante. «Iré hasta el recodo» —se dijo, hasta el recodo que siempre imaginó que ocultaría las vistas distintas y asombrosas. (La coincidencia se agotaría en los dos aposentos: el del espejo y el suyo. Más allá comenzaría el asombro.)

Llegó hasta el recodo y lo dobló, como era su propósito. Entonces vino lo horrible: su imagen, que se había deslizado afuera y lo acechaba oculta detrás del escaparate, alzó la silla y la arrojó contra el espejo. Mientras se astillaba y venia abajo pareció que la víctima agitaba sus brazos con angustia, allá en el fondo.

El asesino terminó de arreglarse la corbata y se alejó sonriente.

DEL VIEJECITO NEGRO DE LOS VELORIOS Es el viejecito negro de los velorios, el que se sienta a un rincón, el paraguas enorme entre las piernas, el sombrero hongo sobre el puño del paraguas, la cara tan compuesta y melancólica que es la imagen de la oficial tristeza; a quien nadie pregunta con quién ha venido, porque se supone siempre que es el amigo del otro, y porque armoniza tan bien con el dolor de la casa aquella su antigua y espléndida tristeza.

Y si le dan café, lo toma suspirando pesaroso, como dolido de que el muerto no participe también del piscolabis. Y si no le dan, se está callado y tranquilo entre las coronas, hecho un cirio de repuesto.

Y. cuando desaguazan la noche de entre el aire, quedando apenas sus últimos posos, y echan en su sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito se escurre entre los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se pierde luego al cabo de la calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la madrugada.

Y nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible de los velorios. En todos ha estado, vestido de distintas trazas, desde el principio del mundo. Y

en todos estará, hasta que le toque velar la tierra calva, muerta de su vejez y de la enfermedad de sus grandes huesos.

DE LOS PASTELES Jan Van Aaltz, el pastelero de Sevilla, sale a la calle gritando: «¿Dónde estás, Juanillo, aprendiz de mi corazón? Ven acá, alma de cántaro.» Y sus gruesos carrillos se hinchan de rabia.

En el zaguán hay algunos barriles vacíos. El gordo pastelero entra de pronto y se acerca a uno de ellos en puntillas. Alza la tapa con un gesto brusco y su mano reaparece con el aprendiz cogido de una oreja. «Comiéndote otra vez los pasteles de Su Ilustrísima» —chirría, sacudiéndole los cachetes. Juanillo vocifera y jura por todos los santos que él no ha sido.

La escena se repite con tanta frecuencia que la vida se le hace imposible al pequeño aprendiz. Por fin decide pactar con el diablo. Que el diablo le garantice que nadie se comerá los pasteles de Su Ilustrísima, o que Juanillo pueda comérselos él y, sin embargo, reaparezcan intactos a la mañana.

Es la hora de medianoche. Juanillo desciende las escaleras temblando. Los viejos escalones gimen, y el candil provoca las sombras a una agitación extraña. Por el recodo asoma la nariz de Juanillo. Asoma, no más, porque la tienda aparece iluminada de una luz verde, fosforescente, al centro de la cual hay una especie de cabra gigantesca. Guiña con malicia los ojos fúnebres, y engulle, uno tras otro, los pasteles de Su Ilustrísima.

El pacto es imposible.

DEL POZO EN LA SALA El Recaudador desciende la calle empinada con cuanta gracia le es dable. Trae un enorme sombrero de plumas y se apoya delicadamente en su alto bastón con borla de colores. El espadín se bambolea, casi a su espalda, haciendo de él una discreta burla. A pocos pasos detrás viene un negrito con el recado de escribir. Es un niño o un enano, viste anchas babuchas purpúreas a franjas azules, lleva un enorme turbante verde cuyo volumen es, aproximadamente, el de todo su cuerpo.

He aquí, por fin, una casa propicia: gasta escudo de armas sobre la puerta. (En realidad, medita el Recaudador, que es poeta, no lo gasta la casa, sino que lo gasta el tiempo con el frote de su piel y el roce de sus garras.) El Recaudador detiene al negrito con un gesto de su manga de encajes y llama ceremoniosamente a la puerta.

A poco se abre la puerta sin ceremonia alguna y aparece un hombre esquelético obstruyéndola. Las ropas le cuelgan desganadas de los huesos, los ojos negros están al fondo de las órbitas desnudas, la boca es sólo un hueco, la cabeza más que calva, la piel una abominación caliza. «¿Qué se le ofrece?» —pregunta un viento soplado débilmente en el desierto, mientras la garra pelada pasea una estaca enorme.

El azorado Recaudador consulta, por ganar tiempo, un pergamino. «¿Aquí vive —dice por fin atropelladamente— Don Alvaro Avalos Garrados?» «No —le contestan por lo agrio—, aquí quien vive es Don Alvaro Ávalos Garrados.» Y le dan con la puerta en las narices.

¿Qué hacer? —medita el Recaudador encogiéndose de hombros mientras prosigue a la casa próxima. Aquí le abren con toda cortesía y le invitan a pasar adelante. El señor de la casa es también, cosa extraña, de una suspirada flaquencia. Es joven, lleva su propio pelo a la altura de los hombros y —rusticidad que estremece al Recaudador— una barba como hace veinte años no se ve por Castilla. «¿Aquí vive —pregunta al fin el Recaudador sobre el vaso de vino— Don Félix Vargas Azogue?» «Justamente —responde su anfitrión—, justamente. Como dice Usina con acierto —responde estirándose—, aquí vive el valiente Don Alvaro Ávalos Garrados, para servir a Dios y a Su Majestad Católica.» «Si esto es una broma —dice el Recaudador levantándose— no estoy para ella.» Y ya en la puerta se vuelve y da al señor de la casa un fuerte tirón de la barba, quedándosela entre los dedos. He aquí una oquedad desportillada que el Recaudador ha visto antes, una piel acartonada, una calva mas calva que la calvicie —pues, con la barba, se ha venido el pelo abajo. Pero el señor de la casa, sin inmutarse y sonriendo dulcemente, cierra firme la puerta.

«Se trata de una trampa del Santo Oficio para perderme —murmura el perplejo Recaudador mientras prosigue calle abajo, seguido de su ambulante recado de escribir— no debo darme por aludido.»

A la tercera casa abre un niño la puerta. Es un niño delgadísimo, con unos rizos cenicientos que le caen abundosos sobre los hombros escurridos. «¿Aquí vive, cria tura, Don Alvaro Ávalos Garrados?» —pregunta el Recaudador. «Si —chirría el niño con su vocecilla lejana—, aquí vivirá, si me dan salud.» Pero el Recaudador, ya escamado, le tira como por juego de los rizos y se queda con ellos en la mano. Tiene delante, aunque visto a una distancia infinita, despellejado y pálido, al mismo viejo del origen. El mismo Recaudador cierra ahora la puerta y prosigue por inercia calle abajo.

Cuando se detiene frente a la próxima casa, el recado de escribir se anima milagrosamente y advierte con voz bronca: «Amo, ésta es nuestra propia casa.» Pero el Recaudador, sin escucharlo, golpea ya a la puerta y, como nadie responde, la abre y pregunta si allí vive Don Alvaro Ávalos Garrados. Simultáneamente se abre otra puerta en el interior de la casa y aparece en ella otro Recaudador, que, llevándose la mano a la

cabeza, quita la empolvada peluca revelando una calva de esqueleto, unos ojos sumidos, una boca como una pelada caverna. El Recaudador siente que tiene algo en la mano, y es su propia peluca blanca. Fascinado por el esqueleto en el espejo da un paso adentro sin advertir que su casa es ahora sólo un enorme pozo negro, que reverbera de ecos que afirman que allí es donde vive Don Alvaro Ávalos Garrados, el Recaudador de Toledo.

DEL ALQUIMISTA Saben positivamente, los que de tales cosas entienden, que en la ciudad de Aquisgrán, y a fines de la Edad Media, un judío alquimista halló el secreto de no envejecerse. Fortalecido por su pócima, que le permitiría vivir en todo vigor ciento cincuenta años más que el común de los hombres, dedicó la plenitud de sus días a buscar el secreto de no morirse. Dicen que lo halló, y que desde entonces, oculto en su oscura covacha, tropezado de telarañas y surcado de grueso sudor, busca aquel veneno poderoso sobre todos que le permita, al desgraciado, morirse.

EL JAMAIQUINO

El jamaiquino remueve, en la olla de hierro, el machuquillo. «Yo no me he robado nada.»

Las paredes, de suciedad sólo, están mal trabadas, y entra una ráfaga fría que quiere apagar el fuego y persigue las llamas entre las piedras renegridas. El jamaiquino lo alimenta de ramas secas. «Yo no me he robado nada.»

El mar, gris, frío, otro, mar de pronto, golpea agriamente en la arena. «Yo no sé nada —dice el jamaiquino—, yo sólo quiero irme.» Y se pone a soplar, sobre las hojas frescas del plátano, el machuquillo hirviente.

DEL OBJETO CUALQUIERA Un ciego de nacimiento tropezó, por casualidad, con cierto objeto que llegó a ser su única posesión sobre la tierra. No pudo nunca saber qué cosa fuese, pero le bastaba que sus dedos lo tocasen en un punto y, a partir de este principio, recorriesen el maravilloso nacer las formas unas de otras en sucesivos regalos de increíble gracia. Pero en realidad no le bastaba, porque la parte que sabía no era más que la sed de lo perdido, y comprendiendo que jamás llegaría a poseerlo enteramente, lo regaló a un sordo, amigo suyo de la infancia, que lo visitó por casualidad una tarde.

«¡Qué hermosas muchachas!» —vociferó el sordo. «¿Qué muchachas?» —gritó el ciego. «¡Ésas!» —aulló el sordo, señalando el

objeto. Al fin comprendió que no se entenderían nunca de aquel modo y le puso al ciego el objeto entre las manos. El ciego repasó el peso familiar de las formas. «¡Ah, sí, las muchachas» —murmuró. Y se las regaló al sordo.

El sordo se las llevó a la casa. Eran tres muchachas, cogidas de las manos. Gráciles e infinitas respondíanse las líneas de los cabellos, los brazos y los mantos. Eran de marfil casi transparente. Vetas de lumbre atravesábanlas por dentro. El sordo, cuyos ojos eran de águila, sorprendió en el pedestal un resorte. Al apretarlo comenzaron a danzar las doncellas. Pero luego el sordo comprendió que ja más llegaría a poseerlas enteramente, y regaló las tres danzantes a un amigo que vino a visitarlo.

«¡Qué hermosa música!» —dijo el hombre, señalando a las doncellas. «¿Cómo?» —dijo el sordo. «¡La música de la danza!» —explicó el hombre. «Sí —dijo el sordo—, música entendí, pero no sabía que la hubiese.» Y regaló al hombre las tres danzantes.

El hombre se las llevó a la casa. Era la música como el soplar del viento en las cañas: agonizaba y nacía de sí misma, y su figura eran las tres danzantes. Maravillado, el hombre contemplaba la perfecta unidad de la figura, la música y la danza. Pero luego comprendió que jamás llegaría a poseerlas enteramente y las regaló a un sabio que vino a visitarlo.

«¡Las Tres Gracias!» —exclamó el sabio—. «¿Sabe usted lo que tiene? ¡Son las Tres Gracias que hizo Balduino para la hija del Duque de Borgoña!» El hombre comprendió que aquéllos eran los nombres del misterioso apartamiento que había en los rostros de las danzantes. «Usted piensa en ellas» —confirmó, señalándolas. Y el sabio se llevó las Tres Gracias a su casa.

Allí, encerrado en su gabinete, las hacía danzar y les pensaba en alta voz los nombres verdaderos, las secretas relaciones de sus cuerpos en la danza y de la danza y los sonidos, el mágico nacimiento de sus cuerpos, hijos de la divinidad y el amor del artesano. Pero a poco murió el sabio, llevándose la angustiosa sensación de que jamás, por mucho que viviese, las poseería enteramente.

Su ignorante familia vendió las Tres Gracias a un anticuario, no menos ignorante, que las abandonó en el escaparate de los juguetes. Allí las vio un niño, cierta noche. Con la nariz pegada al vidrio se estuvo largo tiempo, amargo porque jamás las tendría. Así había de ser, porque, a poco de marcharse el niño a su casa, un incendio devoró la tienda, y, en la tienda, las Gracias.

Esa noche el niño las soñó al dormirse. Y fueron suyas, enteras, eternas.

DE NOTICAS

DE LA QUIMERA (1975)

ANTES DE TIEMPO Dos o tres lunas después que el behíque dio por bueno el entierro del niño, su padrastro llevó el pequeño tesoro de sus pertenencias al borde del barranco, a fin de deshacerse de todo en el vacío que dejaba una breve ausencia de la madre. Era un hombre grande y torpe, aunque no malo, y sólo se proponía abrirle cauce al dolor ya incómodo de ella, que no cesaba de ahondarse ante aquella barrera frágil.

Pero en vez de seguir su impulso, y echarlo todo de una vez al abismo, algo le hizo detenerse un instante en cada cosa. Quizás fuese la extrañeza, nunca bien comprendida, del frío soplando en el crepúsculo real de las palmas; quizás fuese su conciencia reprochándolo. Y lanzó primero la raída piel de jutía, y luego el hacha minúscula, y en seguida, no sin ciertos miramientos, el casi idolillo de barro. ¡Ah, y cómo había sido de holgazán el pequeño muerto, siempre dispuesto a no hacer nada, a trazar, en la tierra o en la arena, con una ramita seca, aquellas cosas sin sentido, ojos ciegos, flechas quebradas, troncos con alas gigantescas, animales que no eran sino bocas abiertas a uno y otro extremo, nadas! Bien le habían venido sin duda los golpes que le diera con la estaquilla de las siembras, no una sola vez, sino varias. Aunque era cierto que nadie como él hacía vivir el barro en cocodrilos y garzas y aquellos peces ávidos...

Un resplandor último de angustiado naranja quedaba allá bajo el gris extranjero cuando sacó de la cesta la última de las posesiones. La hizo girar entre sus dedos hostiles, azorados, y encogiéndose de hombros la arrojó en un gran arco al abismo, de modo que sobre el agónico naranja se dibujó un instante, nítida, la rueda.

LA OTRA PARTE

...esta selva salvaje, áspera y fuerte El tranvía acometió la vuelta del redondel con sus crujidos de siempre —cada vez más lentos, como de un perro muy viejo que se dispone a echarse. Para Marcos, el interior abrigado por la marchita luz eléctrica tuvo de pronto una importancia indecible: los anuncios de las píldoras, los cigarros, las tejas; del colchón más eterno y hondo, de la máquina de afeitar en su estuche de cuero: todo aquello le pareció una espléndida enumeración de la vida. Una por una las sombras de los árboles que bordeaban la línea iban cayendo, cada vez más lentas, dentro de la quietud dorada. Y ya era preciso bajarse.

¿A qué venía esta angustia, este no querer desprenderse de un abrigo tan precario? El paradero estaba alumbrado por el mismo farol anémico de siempre, y el pequeño tranvía, ahora inmóvil y como jadeante después de sus esfuerzos, no parecía ni más ni menos inerme que de costumbre, allí en el patético redondel de juguete que daba fin a la línea —entre los troncos quizás demasiado densos, o grotescos, o fantásticos, de los enormes algarrobos, A través de los cuales fue preciso avanzar ahora.

Era justo que se pudiese llegar a su casa de tan extraña forma —es decir, por un tren de mentiras a través de árboles excesivamente sombríos. ¿No la habían ponderado siempre sus amigos con idénticas palabras: «¡Parece que se está aquí en otra parte!», mientras contemplaban los diminutos cristales emplomados de las ventanas, los puntiagudos techos de pizarra, o, adentro, las vigas bajas y las paredes revestidas de madera suave? Hacía muchos meses, es cierto, años quizás, que Marcos no escuchaba el inevitable comentario. Pero cómo iba a ser de otro modo si estaba cada vez más solo: tanto como si de veras viviese en otra parte.

El crepúsculo se había ido de un golpe. El último farolillo municipal estaba de nuevo apagado, y muy pronto la sobreabundancia de las hojas sofocaría el resplandor del paradero. A unos pasos el trillo viraba entre dos troncos húmedos, y más allá, casi infinitamente, habría sombra cerrada. Hojas y sombra a todo lo largo del trillo hasta la palidez final de los marpacíficos, a salvo en el vago oro de la ventana. Marcos se detuvo en seco, frotándose la sien con dos dedos largos y finos. ¿Habría olvidado prender la luz antes de irse, sería acaso inútil imaginar este último consuelo?

Porque realmente estaba solo en su casa de otro mundo. Construida por un viejo austriaco —un refugiado de quién sabe qué desgracias—, Marcos la había comprado a los herederos después de codiciarla muchos años. A veces, leyendo en su rincón favorito, o dando el toque final a una página, veía a través de los apagados vidrios cómo se repetían escenas en que él participara, desde afuera, en otro tiempo: parejas de estudiantes que se detenían a admirar la casa con la antigua petulante inocencia. Entonces él, Marcos, se ocultaba un poco más, rehusándose el invitarlos, preservando su secreta, solitaria comprensión del episodio.

Ya estaba acercándose a la tímida orilla de la luz y fue preciso detenerse de nuevo, con el pretexto esta vez de encender un cigarrillo. ¿Era de cierto su soledad tan académica y amable como pretendía, o habíase hecho más bien dueño de la casa justamente para negar la entrada a los demás? El otro, el viejo austríaco, los había hecho pasar aquella tarde con una distraída deferencia. Pero aunque así fuese no podía seguirse que hubiese él usurpado el sitio del otro sólo para negarlo al resto del mundo. Lejos de ello, en un principio había buscado compartir su suerte reuniendo en la sala a sus amigos, cuando la ilusión del crepúsculo hacía que realmente estuviesen allí a salvo en otra parte. Y si luego comenzó a escatimarles su participación fue porque era duro

verlos irse, con bravas bromas, atravesando aquella apariencia de bosques que la noche hinchaba con rencor: el miedo entraba entonces en la otra parte, estropeándolo todo. Desde niño había decidido —con manifiesta insinceridad— que para no perder nada lo mejor era no tener nada; y ahora a la vuelta de los años se afirmaba en que para estar solo es más fácil —y más provechoso para la imaginación, al fin de las- cuentas— estar absolutamente solo.

El fósforo le estaba quemando los dedos y lo hizo volar sin mucha prisa. No se apagó de inmediato, sino que dibujó un menudo arco de fuego, yendo a caer al pie de un arbusto. Un arbusto lleno de flores blancas.

Marcos jamás lo había visto antes. Conocía bien cada palmo del trillo, cada sugerente gradación de la sombra, y podía jurar que su presencia en aquel sitio era imposible. No había estado allí cuando saliera hacía apenas una hora, sin duda. Tampoco puede crecer de pronto una planta ni cuajarse un arbusto de flores en un abrir y cerrar los ojos. Y sin embargo allí estaba, casi en el límite de la luz, lleno de flores blancas cuya precisión era ya una impertinencia.

Golpeándose un costado con el cartucho de las provisiones, Marcos permaneció considerando el pequeño enigma, del que empezaba a sentirse responsable. Todo había comenzado como un juego —¿o era, realmente, un juego? En las primeras horas de la mañana, cuando el falso bosque y su jardín surgían como una de las islas afortunadas o en las últimas de la tarde, confuso ya el contorno, ¿eran las cosas precisamente las mismas de siempre? Consistía el juego en mirarlas «por primera vez», en sorprenderse de las antiguas lejanías como si perteneciesen a un paisaje incalculable. Cualquier tarde los enormes mangos podrían entrelazar sus ramas en una fronda remota, en que la misma familiaridad daría por su revés la extrañeza última del sitio. Mirándolo bien, cada mañana los párpados se abrían a un escenario que sólo por un azar infinitamente piadoso era siempre el mismo. ¿Y si a la otra parte, mientras estaban bajas las suavísimas cortinas de púrpura, algún utilero ironista cambiaba cada cosa por su semejante, hasta que, insensiblemente, todo el escenario fuese distinto, y comenzase a obedecer a sus propias exigencias? ¿Qué pasaría entonces? ¿No estaban los ojos inermes ante su propia visión, como un espectador en la sala aún oscura? Poco a poco había ido jugando a ver, en cada cosa, otra: a cambiar el orden de los objetos y sus sombras, poniendo el ser de la sombra en vez del ser del objeto, y echando éste, de sombra, a la tierra. Pero en todo este juego había sido esencial reservarse una carta, a fin de que no trascendiese demasiado lejos: la carta que en inglés llaman «el bufón» y en español «el mono», la que haría del birlibirloque no más que un arte, un juego. La irrupción del arbusto, ¿significaba caso que la última carta, en un momento de ciega audacia, había sido jugada, recogida, contestada con el inquietante as cuyo símbolo era un arbusto de flores blancas? Un as de valor inimaginable, mayor que el bufón, bueno para arrebatarle el triunfo de la mano.

Sacudiéndose nerviosamente, Marcos echó a andar de nuevo: era forzoso adentrarse en la tiniebla. Por un espacio la frescura de la fronda fue consolándolo en su marcha; pero a poco volvió a sentirse intranquilo: la casa estaría realmente desierta. Una sombra más densa que las otras cayó sobre sus ojos como un reproche. Era cierto, era cierto que había ido alejando de sí toda posibilidad de compañía, tal como ahora se alejaba del pueblo, hasta el punto de que ya esta misma noche no lo esperaría, atareada entre las torpes cazuelas, su vieja, su confortable sirvienta de siempre, a quien despidiera la noche antes con un pretexto estúpido. ¡A qué extremos estaba que ahora podía añorar en el corazón de la casa, no a quien debió compartirla y sellarla, no a quien fue limpia y salvaje como el humo, sino a esta pobre de pelo ahumado! Con toda la fuerza de un recuerdo se alzó entonces detrás de sus ojos cierta escena de una novela

favorita en otro tiempo, cuando su ambición era aún candorosa: El cántico de Navidad, de Dickens; la escena en que Scrooge, joven, pero devorado ya de avaricia, acepta la palabra que su novia le devuelve, como quien acepta una moneda; la escena en que Scrooge renuncia fríamente a la esperanza. ¿Y qué tenía él que ver con este fantoche, y no tenía él sus propios recuerdos, que debía contentarse con las vagas imaginaciones de un muerto? Y si de imaginaciones se trataba, ¿no tenía él sus propias imágenes, las que había ido arrancando a su soledad una por una, hasta construir con todas ellas algo que importaba más que toda compañía: su propio nombre, una y otra vez repetido por quienes, para mayor delicia, necesariamente habían de pronunciarlo de lejos? ¡Ah, no: él no era avaro sino de imágenes, y se justificaba a sí en sí mismo! Su irritación arrastró, lavó en su calor la angustia de antes.

La noche, al salir la luna lívida entre la ramazón del bosque, parecía haberse detenido. En aquella calma los pesados marpacíficos amarillos eran excesivamente perfectos al apagado fulgor de la ventana. Los techos eran demasiado puntiagudos, demasiado grises; los vidrios demasiado sombríos; la espesa madera demasiado espesa; la puerta demasiado real. Marcos se quitó el sudor de la frente y sacó la llave. Sintió por fin terror de abrir la puerta. Miedo de entrar y de la otra parte.

EL CRISTAL DE LA DEMENCIA Toda la tarde estuvo lloviendo despacio —desconsolada, furiosamente. La ciudad se enturbió como el espejo del pavimento gris, aunque aún era posible alegrarse, en la penumbra de las casas, con los colores familiares de un vaso o un mueble fidelísimo. El primer accidente no llamó la atención. Hubo el aullido rabioso y triste de los frenos, el choque brutal, hambriento, de los metales, y después el silencio en que aparece inmovilizada la respiración del día, hasta que comienzan a sonar, como las primeras gotas sobre un techo de zinc, los pasos voraces de los curiosos. Nada más. Uno de tantos choques.

Comprendo ahora que los primeros accidentes han sido simultáneos en los distintos barrios, de modo que cada uno significó, a lo sumo, una de las sensaciones locales que los vecinos reciben con orgullo y regocijo patrióticos. Hace quizás unas horas mis propios vecinos me preguntaban, desde la calle desierta ya sin remedio, si había gustado a vista llena el holocausto.

Un espectador infinitamente despierto, no obstante, pudo hallar aun entonces el signo inicial para sus inquietudes: limitándonos a mi testimonio, el primer choque no fue decisivo en lo que se refiere a desgracias, y sin embargo, los lívidos conductores no daban con esos alegatos cuya lucidez cede tan sólo al detalle en la horrenda culpa del antagonista. Se cubrieron las apariencias, no hay duda, y se esbozaron algunos gestos iracundos; pero las argumentaciones carecían de brillantez, y pareció que no existía una enemistad real entre aquellos hombres. Más bien se culpaba a las máquinas mismas: algún defecto, en que se habrían empecinado, las hizo indomables aun para la mano más rígida; si bien no se insistía mucho en ello, como si fuese cuestión en cierta forma desagradable o humillante. Los grupos se disolvieron muy pronto. Puede que de no tener las costumbres tanto arraigo, alguna de las primeras víctimas habrían anunciado sin miedo su extrañeza, provocando las burlas de los más y poniendo en guardia a unos pocos.

Normalizada la situación, desaparecidos los felices curiosos, quedaron en la esquina algunas personas que esperaban los transportes públicos. Los solemnísimos paraguas y los periódicos, más desfachatados y rústicos, se inclinaban los unos hacia los otros sobre los comentarios del suceso, bajo la llovizna. Las máquinas se habían retirado por su propia fuerza; el rumor de la ciudad, aunque con cierta lasitud húmeda, volvía a ocupar el fondo necesario. El espacio tan breve que siguió al primer accidente es increíblemente patético, porque lo normal —el día, digámoslo así— continuó durante unos instantes por inercia: aun fue posible preocuparse por un destino próximo, encender un cigarro, anticipar el almuerzo del otro día, sentir una pena o alegrarse con los colores familiares de un vaso a un mueble muy querido. Durante unos instantes. Hasta que estalló de nuevo el silencio.

Alrededor de las dos máquinas destrozadas se hizo ahora un vacío al que volvió despacio la quietud, como sucede con las mareas; una de las ruedas quedó en alto y giraba con un zumbido inerme. Por una de las puertas comenzó a gotear la sangre. En el cristal de un parabrisa, intacto por milagro, bajaba la llovizna apresurada, fría y sin propósito como las lágrimas de la demencia. Y aun la angustia de estos segundos fue normal, explicable, fácil de que luego se la recordarse con agrado.

Los hombres, como estatuas, recién comenzaban a sentir el primer movimiento de consternación ante la casualidad horrible, y los más ágiles auxiliaban a uno de los heridos, que repetía incansable: «No pude controlarla, si no pude controlarla», acompañándose con un gesto grotesco de sus manos inútiles, cuando un tranvía increíble, ruidoso y fantástico, pasó a velocidad enorme por el centro de la calle,

golpeando con desprecio a una de las máquinas caídas. La brutal indiferencia de aquel irse conmovió la cólera de cuantos miraban, y pareció que sus maldiciones perseguían de cerca a los desalados flancos amarillos. (En otro momento, ¿no se habría detenido aquel gran carro benigno, a comentar un poco, a mirar, a detenerse?) Y ya se acercaban los grupos a las ruinas humeantes cuando sucedió lo que esperábamos sin saberlo, con inquietud oculta: lejano llegó de nuevo el alarido desgarrador, la furia de las junturas y costillares férreos triturándonos el alma. De alguna parte se alzó una llama esbelta, helada, lamiendo la piel grisácea de las nubes. Y los estruendos se multiplicaron bajo el cielo cóncavo. El tranvía, ahora ridículamente pequeño en la curva, se abalanzó fuera de los rieles con saltos cortos, estúpidos, anhelantes; quedó tumbando con el blando vientre de hierro al aire.

Entonces la gente se puso a gritar, sencillamente. Sobre la silueta orgullosa de los barrios del centro salía el humo a borbotones irrestañables. Un ómnibus poderoso y ligero penetró en silencio, a través del tumulto que enloquecía al oído, en el sereno refugio de una sala. Y la gente se puso a gritar, sencillamente.

Ahora hay un poco de calma. Llegan a veces, lejanos, los fríos alaridos de la

furia, entre el aire espeso. Pero en la esquina hay un viejo que no quiere creerlo, que piensa que todo tiene su explicación, y que, sin embargo, se obstina desde hace horas en atarse el cordón de un zapato, parado sobre una sola pierna como un flamenco imposible, mientras espera lo que no ha de volver ya nunca.

La ciudad ha enmudecido; la calma es como el silencioso terror de una bestia. Yo tampoco quiero creerlo, y alterno en mirar un vaso rojo con unas flores y la hermosa madera de mi mesa, como si su contemplación fuese un argumento bastante para convencerme. «Todo ha de tener su explicación natural, todo ha de tener su explicación natural», me he dicho mil veces, golpeando con el lápiz la hermosa madera de mi mesa. «Todo ha de tener su explicación: se trata de alguna forma de locura, de algún parásito ensoberbecido.» Ya por fuerza más tranquilo pude comenzar a preocuparme, y bajo al sótano a buscar el automóvil. Me inquieta la suerte de algunos amigos.

He vuelto a mi estancia, aún agradable a la última luz del crepúsculo. No me decido a salir. Prefiero aprovechar para estas notas la claridad que aún nos queda. He estado inmóvil en la penumbra del sótano, a solas, sin atreverme a dar un paso. La helada perfección, el silencio de las máquinas me aterra.

NADIE Hace cien años vivió un comerciante que sólo se dedicaba a la venta de escaleras. El patio de su establecimiento —uno de estos patios interiores de altos muros medio descarnados— estaba sencillamente repleto de escaleras: modestas escaleras manuales, larguísimas escaleras que parecían ascender como túneles a través de profusas trepadoras de hierro; escaleras achaparradas; escaleras que cometían con ímpetu un recodo del patio para en seguida abandonar su objeto en fragmentos displicentes. Entre todas descollaba una inmensa escalera de caracol, que sobrepasaba aun los techos de la casa, y que, al crepúsculo, se erguía como una torre o el cuello de algún gigantesco animal inerme.

Cierta tarde, cuando el comerciante y sus operarios terminaban el trabajo del día, se oyeron en la gran escalera unos pasos mesurados, muy suaves. El comerciante, siempre rápido a la cólera, preguntó quién demonios se entretenía en pasear sus escaleras a aquella hora, pero los operarios lo miraron perplejos y nada respondieron, en tanto los pasos se acercaban, sin que entreviesen al que venía por razón de las barandas excesivas y lo espeso de la penumbra creciente. Se hizo entonces una pausa extraña, en que no sonó ni un carro en los empedrados ni un grillo entre los hierbajos del patio.

Por fin los pasos se detuvieron en el último recodo. Emergió a poco un estrecho pantalón gris, una riquísima levita, el canto de un bastón, un chaleco de curiosos esplendores, un ancho lazo escarlata y una cabeza alta y fina en que sólo era posible ver la nariz demasiado larga y la barba más negra aun que la sombra. Este caballero, al llegar al último peldaño, tocó su chistera con el canto de su vara e hizo ademán de dirigirse sin más a la vasta puerta del patio.

Rojo de rabia, su involuntario anfitrión extendió una mano convulsa; algo, sin embargo, en aquella espalda nítida, contuvo a tiempo el gesto. «¿Quién es usted? —gritó en cuanto pudo—, ¡quién demonios es usted?» Porque en todo el día, siendo domingo y trabajándose a escondidas, nadie había entrado en el patio, ni había otra puerta que la espaciosa de los carros, con su verja chirriante.

El otro ladeó un poco la cabeza, como si dudase de la pregunta. «Nadie» —dijo en voz baja, y se alejó a largos pasos elásticos, en los que no había la menor sugerencia de prisa.

El comerciante arrojó al suelo el martillo que aún sostenía en la mano. La escalera avanzaba impasible a través de la noche, iluminada su cima por la leve demencia de las estrellas. Con los ojos siguieron los operarios el rumor en desorden de su ascensión, a cada peldaño increíblemente más lejano, hasta que se hizo el mismo silencio de antes. Como no regresara subieron dos de sus hombres a buscarlo; una y otra vez guiñó la linterna en las vueltas; una y otra vez parpadeó la luz en el descenso. «Nada hay allá arriba» —dijo uno, persignándose.

Hasta la mañana esperaron en el resplandor febril de los faroles, al pie de la enorme escalera de caracol, entre los abundantes esqueletos y marañas que a ninguna parte iban. Pero nunca más bajó nadie de la gran escalera.

UN REGALO DE CUMPLEAÑOS

Sabía que era de su carne y de su sangre H. C. ANDERSEN, El cuento de mi vida.

En los bosques de Dinamarca la primavera posee una delicada transparencia que el sol, como un amante inquieto y cuidadoso, se atreve a tocar apenas. Más extraños aún serían entonces, en la exquisita penumbra de las hojas recientes, los rasgos toscos, cortados a tajos de hacha, de aquel viejo gigantesco que avanzaba bamboleante hacia la salida del bosque cercano a Odense.

Era una mañana en los primeros años del siglo XIX, cando no sucedía con frecuencia que las campañas del emperador Napoleón dejasen en tanta calma siquiera el más oculto de los caminos de Europa.

El aspecto del viejo resultaba en verdad estrafalario, pues en el alto sombrero desfondado había puesto un ramo de flores silvestres que armonizaban mal con el rufianesco pañuelo anudado al cuello y los raídos faldones de su levita. A punto ya de abandonar el abrigo de los árboles, se detuvo repentinamente, miró en torno suyo con ojos vacíos, y fue a sentarse sobre un tronco derribado al borde del sendero. En seguida volcó a sus pies, de un modo entre abrupto y suave, todo cuanto había en un saco gris que llevaba al hombro.

Sobre la tierra fresca rodaron diez o doce curiosas estatuillas de madera. Un hombre, una mujer, reses, un gato, varias aves fantásticas y algo como un dragón que se dispone a remontar el vuelo. Con mucho cuidado fue recogiéndolas una a una y haciéndolas girar a un rayo de luz que descendía, inquisitivo, desde la vertiginosa altura de las copas. Sólo los campesinos (sus risueños clientes), la verde penumbra y el rayo de luz podían apreciar la desesperada belleza que se apretaba en aquellos contornos rígidos. Pero ahora, entre la niebla que usualmente le velaba las cosas, había amanecido la idea fija de que aquel día y no otro era el cumpleaños de su nieto, y de que éste bien merecía la más hermosa de sus criaturas. Escogió por fin al hombre —un soldado con su descomunal mosquete en bandolera y la cabeza de un halcón—, y después de guardar despaciosamente las otras maravillas, permaneció un instante con el regalo entre las manos. Puesto que para entregarlo debía enfrentarse al terror que lo esperaba en las calles del pueblo.

Terror que no era ya imaginario, que ya estaba aquí acosándolo con mil gritos estridentes de niño entre las casas pulcras, impasibles. «¡Al loco! ¡Al viejo loco!» —chillaban los pequeños verdugos, embriagados de burla, en un éxtasis frenético. El viejo corría torpemente, sujetándose el sombrerazo con la mano, y su indefensión se hizo tan enorme como su propio cuerpo. De improviso, por dos bocacalles contrapuestas, surgieron a lo lejos dos figuras que se quedaron inmóviles mirándolo. Eran un soldado —con el uniforme de los contingentes españoles que al mando del Príncipe de Pontecorvo se aprestaban a invadir a Suecia— y un niño de seis años, desgarbado, flaco y muy decentemente raído.

Como al reclamo de una batuta sucedieron entonces tres cosas casi simultáneas: uno de los diminutos perseguidores, en un paroxismo de befa, lanzó una piedra que derribó el sombrero del viejo, lo hizo trastrabillar en su angustia y lo arrojó cuan largo era a la tierra, con lo que rodaron por el polvo, entremezcladas, las estatuillas y las flores silvestres; el niño dio un corto grito de terror, echó a correr, tropezó con el soldado y fue a refugiarse, temblando, bajo una de las escaleras que allí daban acceso a las casas, pues bien sabía él que era de la misma carne y de la misma sangre que aquel loco; y el soldado, de un salto y desenvainando el sable, se plantó en medio de la calle

mientras gritaba: «¡A mí! ¡Santiago!», con fingida voz de trueno. El efecto fue instantáneo: de los cazadores y su presa no había, a los pies del vencedor, sino una trémula nubecilla de polvo.

Sonriendo guardó el soldado el sable y fue a donde estaba el niño, que lo miraba con un extraño azoro en sus ojos insondables, dormidos. Se dejó cargar sin resistencia, y hasta sonrió él también cuando el soldado le dio a besar una medalla de oro que llevaba al cuello. Y cuando le preguntó, en chapurreado danés: «¿Cómo te llamas?», respondió en seguida: «Hans Christian», en una vocecita remota como una desolada, leve ráfaga del Norte.

«Pues bien, Juan Cristiano —dijo el soldado, echando a caminar y hablando despreocupadamente en español—, voy a contarte un cuento: Tres hombres burladores vinieron a un rey y le dijeron que eran muy buenos maestros de hacer paños...» Sujeto a la mano del soldado, el niño iba escuchando aquellos sonidos ajenos con la cabeza inclinada sobre un hombro, como un pájaro, y trasponiéndolos en fortalezas bárbaras y alucinantes animales y, por encima de todo, sobre altísimas rocas empinándose más allá de las rocas más altas y entre inconcebibles abismos, un picacho solitario, y en él, hierático, un guerrero con cabeza de halcón que lo miraba desde sus ojos dorados. A sus espaldas quedaban, sin que hubiese llegado a verlas, las esculturas de madera, las florecillas silvestres y un poco de su propia sangre.

EN UNA MISMA TIERRA Mientras Francisco Nau, llamado el Olonés, pasaba en Puerto Caballos el frío filo de su alfanje por entre el hedor del miedo, el sufrimiento y la muerte, unas leguas más arriba dos frailes franciscanos encontraban, saliendo de la villa de San Pedro, un grupo de impacientes soldados que preparaban su emboscada en la maleza. «¿Adónde iban los frailes?» —preguntó uno que hacía de jefe. «Al Darién» —contestó el más joven de los religiosos—, a sembrar en aquella tierra esta semilla.» Y se llevó suavemente la mano al pecho.

«No son más fieros los indios de allí que las bestias que estamos esperando —dijo el soldado—. Y para morir tanto vale el Darién como San Pedro.» El joven fraile, aunque ya le habían vuelto la espalda, meneó la cabeza con terquedad de hombre de campo: «No todas las tierras, no —dijo—, son la misma.»

A la vuelta de unas pocas horas, la espera en la húmeda maleza, el escándalo de los mosquetes, los agudos clamores y el chasquido del hierro no eran sino un mugriento recuerdo. Frío, preciso, suave, Francisco el Olonés interrogaba a los sobrevivientes.

«¿Hay otro camino a San Pedro?» —insistía en su voz sofocada, de espejo. Y como no le contestaran, aquella marioneta de cera se convulsionó de pies a cabeza, tembló como si fuese a quebrarse de ira. «Muerte de Dios —sopló entre los dientes apretados—, los españoles me la pagarán.»

Con la mano izquierda rasgó el hábito del misionero del Darién, que lo miraba pálido en el grupo de presos, y con la derecha le hundió el alfanje en el sitio justo donde aquél pusiera su mano. Luego arrancó el corazón burbujeante, y le clavó los dientes pequeños, amarillos, manchados de tabaco.'

Meses más tarde la terquedad del viento y la fatalidad del mar arrojaban a Francisco el Olanés sobre una costa salvaje.

En medio del rugiente gozo de los indios, su cuerpo, despedazado en hilachas, iba a ser tan sólo parte de la violenta tierra del Darién.

EL HOMBRE DE LOS DIENTES DE ORO Anoche soñé con un hombre de dientes de oro y me quiero casar. Hijita, ese hombre es el diablo que tiene dinero y te quiere llevar. (Canción popular)

1 «Anoche... Hijita soñó un viernes por la noche con el Hombre de los Dientes de Oro. Al otro día, a la hora del desayuno, y mientras plegaba distraídamente los vuelos de su bata de lino, Hijita lo comunicó a su madre:

«Anoche soñé con un hombre de dientes de oro —dijo, y agregó la decisión que había tomado, alzando los párpados para mirar desde toda la sombra de sus ojos—: y me quiero casar.»

Su madre, ocupada en calcular lo que costaría en piensos la nueva pareja de caballos, bajó de golpe la cabeza y miró por encima de las gafas, que resbalaron peligrosamente hasta la punta de su gruesa nariz. Por un momento pensó que ya los pretendientes acudían a la miel de la repentina herencia, pero algo en la cara de Hijita la desvió en seguida de estas preocupaciones.

«Pero, Hijita —dijo, por fin, riendo, a la espalda de la muchacha, que se había ido hasta la puerta del patio—, ¡si ese hombre es un sueño...!»

Ella no se ocupó en contestarle, sino en jugar con el canario, que revoloteó dentro de su jaula dorada. 2 »soñé con un hombre... Hijita encontró al Hombre de los Dientes de Oro, a la salida del teatro Tacón, un sábado por la noche. Estaba lloviznando bastante fuerte, pero, en cuanto se acercó el coche, Hijita, impaciente, dio una carrera, se enredó en un reborde traidor, y hubiese caído a los pies del lacayo que le abría la puerta si un caballero no la sostiene galantemente por el brazo. Hijita se dio vuelta para agradecérselo, y entonces vio el rostro cetrino, los ojos muy negros fijos en medio de órbitas casi fosforescentes y, al brillo del farol, el fulgor de los dientes de oro. Turbada, abriéndose espacio entre las olas de raso con que las faldas, de ella y de su madre, colmaban la pequeña concha oscura, Hijita alcanzó aún a verlo por un último resquicio de la ventanilla. Allá atrás se iba quedando, separado de la multitud por el filo de la llovizna, que saltaba en minúsculas chispas sobre la altísima copa del sombrero.

3 »de dientes de oro... En mucho tiempo no volvió Hijita a ver al Hombre de los Dientes de Oro. Innumerables sucesos había para distraerla, desde la compra de los enseres —¡qué de espejos, consolas, cornucopias, dos-a-doses, veladores, óleos con sombríos corrales y naturalezas muertas para el comedor!—con que la vieja casona del cerro hubo de ponerse al día de la sorpresiva herencia, hasta las deliciosas sesiones en casa de la modista y la atención de las visitas que, bajo el velo del pésame, acudían en parejas compungidas, tríos modosos, cuartetos gárrulos, a ver las novedades y dejar constancia de su antiguo interés por las dos pobres mujeres que ahora, gracias a un remoto pariente, ya no lo eran tanto. Encantadoramente pálida, parecía que de un momento a otro Hijita fuese a desprenderse de la redecilla de sus encajes negros para esfumarse como una esbeltísima columna de niebla, entre la penumbra que había siempre bajo las altas vigas. El rumor de la cháchara iba quedándole muy abajo, allá por las manos olvidadas sobre la falda. De vez en cuando, Hijita consentía en sonreír, y entonces era desconcertante ver cómo la mirada retornaba a sus ojos opacos, en un destello que volvía a extinguirse en seguida. El canario, en cambio, fue objeto de renovados mimos. Hijita le bordó una espléndida cobertura para la jaula, cuajada de nomeolvides. 4 »y me quiero casar. Por fin lo encontró de nuevo, casi un año más tarde, esta vez en un baile de máscaras. Hijita había bailado la noche entera, aunque como una autónoma, sin saber casi por qué lo hacía. Sentada entre otras señoras tan corpulentas como ella, su madre la veía pasar una y otra vez en un juego perfectamente geométrico de grandes sayas circulares, frotadoras, susurrantes, y talle erguido hasta la insolencia. Su «qué-le-pasará-a-Hijita» se traducía en los movimientos alternativamente rápidos y desmayados del inmenso abanico andaluz, que de pronto, al cerrarse lacio sobre la mano izquierda, parecía admitir por fin la derrota, el desconsuelo, cuando un desolado Pierrot o un Dominó indiferente le abandonaban a la muchacha con una fría reverencia. En las pausas de la música Hijita languidecía, pero como una flor de mármol nada menos, helando todo posible sentimiento de piedad romántica. Después ocurría que alguien era incapaz de resistírsele y la arrastraba consigo en el mismo juego de cimbreantes círculos sin vida, perseguidos desde la remota orilla por los mariposeos del abanico. En medio de uno de estos arranques la madre percibió, por un espejo, una elasticidad distinta, un impulso, un avance gracioso y violento, y vio a Hijita volar en brazos de un lívido Arlequín de espejo a espejo. Desde la decimoquinta luna el enmascarado Arlequín sonrió, con lo que saltó de su boca un chispazo de oro.

5 »Hijita..., Después Hijita dejó otra vez de verlo durante varios meses. Desmayó su apetito hasta el simple arroz blanco; si un vestido le entallaba mal, lo rasgaba sin misericordia; a veces le daba por romper cosas con una violencia metódica. Perdió todo interés por las novedades de la moda que llegaban, un tanto marchitas, es cierto, en los confiables vapores de la Trasatlántica Española; se negaba a salir de casa, comenzó a desatender el cultivo de sus cabellos, y una mañana dejó escapar al canario. La madre cedía a su creciente soberbia y, cada vez más desconcertada, no se atrevía a llevar adelante sus proyectos de fiestas y recepciones. Cierta mañana, al regresar de misa, un caballero saludó a Hijita ceremoniosamente: era el Hombre de los Dientes de Oro. Ella se turbó hasta las uñas —iba sin polvos—, y apretando el brazo de su madre, echó casi a correr con paso vivo. Desde entonces consintió de nuevo en salir, aunque no por ello se dulcificaron las cosas de puertas adentro: seguía crispándosele de rabia la boca si un escote no le fluía bien; llegó a romper una luna con su calzador de plata. En cuanto al Hombre de los Dientes de Oro, se dejaba ver a veces como un reflejo en el escaparate de una tienda de ultramarinos; o asomándose a la ventanilla de un coche; o volviéndose de pronto desde una puerta cuando era Hijita a quien arrastraban los caballos. 6 »ese hombre... Y de nuevo volvió a dejar de verlo, aunque ahora soñaba con él todas las noches. Al despertarse olvidaba las peripecias del encuentro, y por más esfuerzos que hacía no le quedaba más que el brillo entre brumas de los dientes de oro. No dijo una palabra a su madre: en cambio, se complacía en hacerle pagar su desazón de mil ingeniosas maneras. Dejando de comer, sobre todo, que era lo que más podía mortificarla; helándole la sonrisa cuando le preparaba alguna golosina con particular esperanza. Volvió la lasitud, la indiferencia. Hijita había conservado los hábitos de su pobreza negándose a que ninguna doncella entrase en su cuarto a no ser en las grandes ocasiones; ahora el trabajo de vestirse cada mañana se le iba haciendo cada vez más insoportable. Algunos de los infinitos botones quedaban por abrochar; las enaguas sobresalían vergonzosamente donde menos se las esperaba. Como la tarea de elegir un vestido distinto la mataba de aburrimiento, volvía a ponerse el mismo, arrugado y lleno de manchas. Por fin vino a pasarse días enteros en lo que la madre llamaba su «aposento». Pálida, con las greñas negras en desorden, indiferente o cimbreando de furia, Hijita parecía una bellísima bruja, y su madre se consumía de desilusión y tristeza. 7 »es el diablo... Luego pasaron varias semanas sin que soñara siquiera con el Hombre de los Dientes de Oro. Una noche en que su madre le tejía un chal con más ahínco que de costumbre, al rosado amor del globo de la lámpara, se abrió la puerta de la sala y apareció Hijita con

su palmatoria en la mano, los ojos lisos como dos piedras negras. Cruzó el zaguán y la pobre mujer la siguió temblando hasta la gran puerta de entrada. La muchacha le indicó la hoja de servicio inserta, y ella descorrió maquinalmente el cerrojo. A la verja del pequeño jardín había la alta silueta de un hombre, del que sólo se distinguía la mancha blanca de las manos puestas sobre el puño del bastón. Un golpe del viento descubrió entonces la luna, y los ojos fulguraron como dos diminutas láminas metálicas. Volvió la madre a cerrar la puerta tan silenciosamente como pudo y apoyó en ella la espalda. «Hijita—murmuró—, ese hombre es el diablo —y agregó para sí misma, en un abismo de silencio—: y te quiere llevar.» Por los labios de Hijita corrió un hilo escarlata al resplandor de la vela; pero no dijo nada. 8 »y te quiere... Hijita encontró por última vez al Hombre de los Dientes de Oro a bordo del vapor María Cristina. Benigno tras de sus gafas redondas, el mejor médico de La Habana recomendó un viaje por mar, y la madre de Hijita se estrepitó con el proyecto. ¡Por fin, después de tanto silencioso sacrificio, podrían a la vez salvar a la muchacha y mostrar al mundo el color de sus centenes! Su entusiasmo lo allanó todo. Hasta la propia Hijita pareció deshelarse un poco y acudir de buena gana a la modista para el ajuar de viaje. Cierto que su conducta no dejaba de amargar los ingenuos transportes de su madre: hablaba a la modista desde su alto cuello con una sequedad imperial, y el desprecio con que se quitó los tres primeros bonetes que le probó la sombrerera fue tan descarnado, que la infeliz arruinó irremediablemente el encaje del cuarto. Pero, por fin, allí estaban las dos sentadas a la larga mesa del salón-comedor, envueltas en el solemne resplandor que se filtraba entre los policromados vidrios del enorme tragaluz, a la derecha misma del capitán y disfrutando por vez primera, luego de tres días de viaje, de los privilegios de su rango. El transcurso de los primeros platos había resultado bastante insípido para la madre: a pesar de las seguridades del médico, no pudo evitar que los ojos se le llenasen de innumerables bocas masticantes entre cuyas variadas pelambres —bigotes solos o en variadas combinaciones de bigotes e imperiales o perillas o chuletas o barbas españolas— era difícil acechar el temido destello. No quedó al cabo para inquietarla sino un puesto vacío, ominoso en el hueco de su felpa de púrpura. Pero el capitán, inclinándose solícito, le confió que su propietario era aun peor marino que ellas, y que por nada abandonaba su cámara. El alivio que le produjo la debilidad del ausente bastó, quizás, a relajar su vigilancia. Y terminado el almuerzo, dejando a Hijita del brazo del capitán en la cubierta —¡nunca la había visto más linda y altiva, con aquel brillo de diamante en los ojos grandes como noches!—, descendió a su propia cámara para regalarse con la siesta. 9 »llevar.» Fue al crepúsculo que se despertó con un desasosiego inexplicable. La luz que entraba por el ojo de buey era una aguada rojiza que todo lo teñía de miedo. Hijita no estaba en la cámara. Se levantó de un salto y pegó la nariz al frío cristal redondo.

No podía ver sino la desolación gris del océano y el resto de un fuego marchito entre las nubes que ocultaban la muerte del sol al poniente. De pronto, algo como el

segmento de un ruedo violeta ocupó el extremo superior del espacio visible. Alzó rápida los ojos y vio a Hijita caer desde cubierta. Caía despacio entre la tarde hacia las olas, caía girando lentamente como en un vals adentro de un espejo, muy ancho el vuelo violeta de la falda, bajo el que vibraban las alas blancas de las enaguas, abriéndose; y al girar dejó ver que un caballero la sujetaba por el talle y una mano —girando con ella hacia abajo, a través del silencio. La madre acercó los ojos desorbitados al borde inferior del ojo de buey, hasta no ver más que el largo pelo negro de Hijita ondeando hacia arriba sobre el ruedo violeta de la falda, ahora tan extraña, tan irrisoriamente estrecho —hasta no ver, en fin, sino la inalcanzable desolación de las olas en perpetuo movimiento.

HISTORIA DE UN INMORTAL Sobre una mesa de mármol de café La Dominica descansaba con negligencia la chistera, sedosa y reluciente, y adentro, como las alas a medio desplegar de una paloma, véanse las puntas de un infolio enrollado sin mucho arte. El dueño de estos objetos, un joven de rostro cretino, pelo muy crespo y corto, bigote negro y una de las perillas que pronto haría de rigor el general Ignacio Agramonte, se había apartado un tanto para cruzar a gusto las piernas elegantes, y puestas las manos sobre el puño del bastón, respiraba una tranquila insolencia por la doble botonadura de su levita inglesa. No habían avanzado mucho la desapacible mañana de diciembre, y el café estaba aún vacío. Un quitrín de alquiler que se detuvo a la entrada vino a sacarlo de su ensimismamiento.

Saltando sobre la rueda del coche como una mariposa enorme, un joven de su misma edad vino a sentarse a la mesa. Vestía un holgado traje de alpaca blanca, de los que unos años antes llamábase afectadamente «de molinero», y con el propio impulso que traía lanzó a una silla cercana su sombrero de finísimo yarey, de alta copa. «Perdóname —dijo, con el aire sumariamente conciliatorio de quien está acostumbrado más a sonrisas que a reproches—, pero ya ves la mañana que hace.»

El dueño de la chistera abrió un poco los ojos en fingida consternación y levantó ligeramente los dedos de una mano. «Casi al principio del "Timeo"», dijo, luego de una pausa, como si continuase el curso de sus pensamientos en su bien modula voz de criollo, por la que soplaban, espectrales, las ces y las zetas españolas, «casi al principio del "Timeo" nos cuenta Platón cómo escuchó Critias de niño el mito de la Atlántida.»

Su huésped—bien podemos darle este nombre, pues evidentemente mediaba una invitación previa—, que le había prestado una atención cortés aunque intensa, ordenó en este punto unas limonadas con panales, especialidad que en otro tiempo diera su fama a La Dominica. «Critias contaba entonces diez años —prosiguió el otro, impertérrito—, y en compañía de varios niños de su edad había ido a Atenas con ocasión de un certamen. Queriendo halagar a cierto anciano juez, uno de los muchachos declaró que Solón, de habérselo permitido los afanes públicos, habría llegado a ser mayor que Homero. Y el juez, que por un azar llamábase también Critias, asintió benévolamente, añadiendo que el asunto del hipotético poema bien podría haber sido la guerra con los atlantes, lo que dio pie para contar el mito que todos conocemos. Por desdicha, el paso del tiempo y la destrucción de los héroes permitieron que el olvido devorase aquella gloria. Sin embargo —anunció el joven, alzando ligeramente la voz y señalando con un índice bien cuidado—, en esa chistera, y mal que le pese al olvido, está el poema que habría hecho a Solón mayor que Homero.»

Tan asombrosa nueva no produjo, fuerza es consignarlo, el efecto que podría esperarse, aunque el interesado apenas se dio cuenta. «No creas —dijo, inclinándose por primera vez hacia delante—, que reclamo para mí solo el esplendor de haberlo compuesto. Me sucedió más bien algo como la experiencia que tuvo Samuel Coleridge, el poeta inglés, cierta noche del verano de 1795, cuando vio en sueños la magnificencia del palacio de Kublai Khan, de modo que a un tiempo estaban delante de sus ojos las cosas mismas, esto es, las cosas como imágenes, y las palabras justas en que debía encarnarlas. Tan vivamente lo vio todo, que al despertar pudo escribir cincuenta líneas del poema que en sueños había sido a la vez realidad y palabra, y si no escribió más fue por el azar de una malhadada interrupción. Yo he tenido más suerte que Coleridge.

«Pues soñé, no con la guerra de los atlantes, sino la Atlántida misma, hecha cuerpo en el magnífico poema de la Isla. Me hallé en valles como no existen ya, traspasados de la frescura y juventud del mundo. A mi lado marchaban jóvenes que, sin percatarse de mi presencia, recitaban versos en que los árboles, las toscas mieses

rebosantes de vida y los corpulentos bisontes de flancos ocres y rosados, el campo pleno, en fin, respiraba como jamás lo hizo la campiña italiana en los versos de Virgilio. Otras veces eran sacerdotes de cabezas rapadas quienes salmodiaban fragmentos en que se abrían, como abismos, los vastos ojos terribles de un Poseidón de mármol. Los años, los siglos pasaban frente a mi, veloces, tal como se suceden unos a otros los claros y las sombras cuando un fuerte viento empuja a las nubes ante el lívido ruedo de la luna; y siempre las sucesivas generaciones manteníanse fieles al ya antiguo poema, y me iban entregando himnos cada vez más grandiosos y sombríos. Y a medida que se aproximaba la consumación de todo —pues has de saber que el título general de aquellos cantos era el de Libro de las Profecías— iba creciendo mi ansia por conocer el nombre de quien ya era para mí más que mi padre o que mi propia alma. Pero una circunstancia tan trivial como inexorable no dejaba de interponerse siempre, y es que el nombre del creador les era tan familiar a mis involuntarios anfitriones, que no se cuidaban de pronunciarlo nunca. Por ello, cuando la última, desmesurada ola gris cayó en el último verso sobre la tierra atónita, y no quedó sino la fría desolación del mar Atlántico y el ronco grito de los pájaros salvajes girando sobre la infinidad de los despojos, juré ofrecer a la admirable sombra lo más precioso que poseo: mi propio nombre.»

Visiblemente conmovido, el joven se inclinó a recoger el manuscrito, mal atado con una cinta negra, y luego de sopesarlo un instante, lo entregó a su amigo ceremoniosamente. «Aquí está oculto, además —dijo—, el secreto de todas las lenguas, pues el idioma que escuché y nuestro propio español son, en algún extraño extremo, sólo la sagrada esencia de las cosas.»

Un oficial español, envuelto en su retintín de hierro, hizo entonces su entrada en La Dominica, y el soñador de la Atlántida fue siguiéndole con ojos ciegos en que poco a poco despuntaba una intención sombría. «Quiero confiarte el manuscrito —dijo, sin apartar la vista de las finas rayas azules y blancas del uniforme, que se desvanecían por el café adentro—, ya que eres el único amigo que tengo en La Habana, y sucede que esta noche me marcho al oriente, es decir, a la parte donde amanece la guerra. Si la sangre de la gran Isla se dispersó después de la catástrofe por los cuatro rumbos del viento, ahora refluye sobre esta tierra tal como arden juntas en mi propio corazón las sangres de Europa, de África y de América. Éste es el tiempo de obsidiana y el caracol de las batallas. El tiempo en que Poseidón vuelve a conmover los cimientos del mundo.»

Su amigo, que lo escuchaba hojeando el manuscrito cuidadosamente, como quien tiene entre las manos un delicado mecanismo que no comprende muy bien, alzó rápido la cabeza a la palabra «guerra» y sonrió en un ligero frunce de los labios: «¿Así que quieres —dijo, mostrándole las hojas—, otros laureles que sumar a éstos?» «No me has entendido —fue la paciente respuesta—. En la manigua voy a hacerme de un nombre nuevo, que quizás pueda escribir con la punta del sable sobre las espaldas de los godos. En cuanto al mío propio, pertenece ya al autor del Libro de las Porfesias. Lo he entregado a su hambrienta sombra a través de un golfo de diez mil años.» «Se levantó entonces abruptamente de su asiento —dijo el anciano, reclinando la pulcra espalda de dril blanco en el muro del Malecón y contemplando la desierta Glorieta, entre cuyas verdes sillas de hierro agitaba la brisa algunos papeles abandonados y diminutos cucuruchos pardos—, y como yo no encontrase un bolsillo lo suficientemente amplio, tomó el manuscrito, lo separó en varios pliegos que dobló en cuatro, y lo acomodó todo en el fondo de la chistera, que me tendió luego con aquella gracia ceremoniosa que tan bien le recuerdo. Yo tomé una victoria que pasaba —tenía prisa, como voy a explicarte en seguida—, y, sonriendo de mi propia figura, me volví a

mirarlo por última vez. Pero puedo asegurarte que jamás habrá sobre la tierra combinación más impecable que aquella del sombrero campesino de las fiestas y su nítida espalda enlutada.»

El viejo cruzó los brazos sobre el pecho, miró a su joven acompañante, cuyas facciones reproducían, desde una ingenua frescura, las suyas propias, y sonrió en la justa proporción de franca culpabilidad, inocencia y malicia que tan admirablemente le habían servido en trances más difíciles. «Has de saber —dijo—, que aquella mañana tema yo algo así como una cita de un solo lado —el mío— en unos baños de mar que estaban, ¡mira lo que son las cosas!, justamente por aquí cerca. Cierto viajero norteamericano había publicado por entonces un libro en que celebraba las maravillas del baño de mar durante lo que nosotros llamamos invierno, y no era raro que sus compatriotas siguiesen su consejo cuando venían a La Habana. En la casa de huéspedes de la señora Tregent, mi «pie a tierra» de estudiante, se habían alojado dos muchachas que habrían hecho las delicias del más exigente anexionista, y que a mí, que jamás he conocido prejuicios en lo tocante a las señoras, se me habían ido de tal modo a la cabeza, que no tenía lugar en ella para maldita la cosa. Mi plan era ocupar en la casa de baños un reservado próximo al suyo, saltar de la poceta al mar abierto, y allí, con mis proezas de nadador, despertar la admiración de mis jóvenes Dianas.»

El viejo se dio entonces vuelta hacia el mar, que en esta noche de diciembre se mostraba ya inquieto, asaltando los arrecifes con breves espasmos de cólera. Un olor dulce a piñas podridas, a una desolación inacabable, subía de las rocas y las viejas pocetas abandonadas. «¡Pero qué bravo soplaba el norte aquel año —continuó, estremeciéndose—, y cómo las olas grises, mugrientas, saltaban los muros de la poceta, derramándose, espumajeantes, por el piso del reservado y salpicando las tablas a medio desarmar de las paredes! Mecánicamente, decidido a todo, había comenzado a quitarme la americana, cuando escuché las voces de las jóvenes en el corredor de entrada, comentando su decisión de renunciar al baño en proyecto, y me precipité tras ellas para ofrecerles mi compañía en el regreso. Entonces fue que me acordé de la chistera.»

Con un ademán de cómico desaliento el viejo arrojo al mar un programa estrujado que tenía en la mano. «La había puesto, al desvestirme, sobre un apoyo de piedra —pues no sé si te dije antes que después del mes de octubre era costumbre desarmar los cobertizos de los baños. Y tan pronto entré en el reservado me estremecí de pena y remordimiento. Allí estaba la chistera, hecha trizas sobre el muro de rocas, y arrastradas por las olas frenéticas, traspasadas por la frialdad del agua, irreconocibles, irremediablemente perdidas para siempre, vi las últimas dos hojas del manuscrito que habría hecho a Solón mayor que Homero.»

El gran mar, color de muerte, golpeó de pronto con más fuerza las rocas ateridas, lanzando a lo alto una fría llovizna que le cruzó ligeramente la cara.

«Pero, el nombre —dijo el joven, acercándosele—, seguro que recuerdas siquiera el nombre de tu amigo.» «No —contestó el viejo, encorvándose sobre el muro y acechando cómo el cielo y el mar se hacían ya un solo abismo—. Habíamos conversado dos o tres veces en los patios de la Universidad; nos habíamos visto en alguno que otro entreacto; creo que sus padres habían muerto en el exilio, de donde él acababa de regresar a la Isla. Los horrores del mes de noviembre del año siguiente terminaron por desquiciarme el alma, borrándome hasta el terror de que volviese en cualquier momento a reclamarme lo suyo. Supongo que se hundiría en la guerra sin mucho estruendo, envuelto en su nuevo nombre como en una bandera desconocida, quizás después de alguna brillante acción de la que no quedó sobreviviente para dar testimonio.»

El ronco grito desolado de la sirena de un barco llamó a la otra parte del castillo de la Punta. «¿Y no recuerdas ningún verso?» —preguntó el joven, por decir algo.

«Sólo la atmósfera, sólo el viento que soplaba por aquellas páginas —repuso el viejo, estremeciéndose de nuevo. Y recitó en una voz trémula—: Entonces dan los ánades un grito/ que repiten los ecos, y parece/ que hay un dios que responde en lo infinito/llamando al hijo errante de la mar. Pero, claro, estos versos —añadió desconsoladamente—, son, como bien sabes, del infortunado Juan Clemente Zenea.»

Y como una ola más fuerte que las otras los salpicara de una espuma que era ya escarcha, alzándose los cuellos de sus sacos, y dejando atrás el amargo murmullo del océano, se adentraron los dos en la consoladora noche de la ciudad iluminada.

De UNALMACÉN COMO OTRO

CUALQUIERA (1978)

UN ALMACÉN COMO OTRO CUALQUIERA «En mi pueblo —dijo el hombre encendiendo su delgadísimo tabaco—, en mi pueblo natal está el almacén de Navas, donde hay de todo.» En la pausa que siguió no hubo otro estímulo.

«Deben ustedes comprender —prosiguió entonces el hombre— que mi pueblo está en un pliegue de la provincia, entre árboles inmensos. Allí sólo las ruinas abundan. ¿Por qué había de estar allí el almacén de Navas?»

Alguien cambió ahora de sitio en la penumbra. «Es un almacén a la antigua, con grandes estantes de caoba oscura y fresca, de

modo que hay poca diferencia entre la sombra de afuera —bajo los grandes árboles— y la sombra de adentro —junto a los grandes entrepaños—. Yo nunca había cruzado la puertecilla de la trastienda» —dijo el hombre, deteniéndose significativamente.

«Pero aquella tarde —prosiguió en seguida—, aquella tarde debí entregar a Navas un recado importante. Como no había nadie en el almacén decidí que Navas estaría adentro; y pasé la puerta.»

Sintióse entonces un cambio en la brisa. «La primera estancia, como ya lo imaginaba, era un primer cuarto de depósito.

Estaba aún más oscuro que la tienda, pero a pesar de la penumbra comprobé que hacía honor al aviso de Navas: "Aquí hay de todo." Había, en efecto, innumerables instrumentos: martillos, serruchos, hondos sacos repletos de clavos y puntillas, palas, tridentes, sogas. Cosas innumerables —observen ustedes—, innumerables y hasta opresivas si se quiere; pero cosas, al fin, inanimadas.»

Alguien tosió discretamente, no muy alto, y una silla crujió a un extremo. «En la segunda estancia no había ya luz —dijo el hombre—. Yo entré a tientas.

Entonces fue que mi mano tropezó en la tiniebla con un flanco sedoso y cálido. Observen ustedes: yo nada podía ver, pero mi mano tropezó con aquel flanco tibio en la tiniebla.»

Aquí el hombre se deshizo de su tabaco, lanzándolo con tanta fuerza que las chispas saltaron nerviosamente.

«¿Puede nadie reprocharme que pensara —preguntó con dignidad irrefutable— que la segunda estancia estaba atestada de animales; que estaban allí, en suma, todos los animales de la tierra? Observen ustedes: yo nada vi, sólo toqué un flanco viviente. Y como, a Dios gracias, la puerta estaba aún próxima, me volví y corrí hacia la luz vivamente —sin que fuese el menor de mis terrores esta sensación última de que estaba yo corriendo vivamente—. El todo —comentó el hombre, levantándose— puede aun ser excesivo, y no he sabido perdonarle a Navas su anuncio engañosamente explícito.»

No se volvió el hombre a comprobar su efecto, y es triste que nadie hubiese allí para admirar aquella casi perfecta indiferencia.

HISTORIA DEL ANTICUARIO A fines del siglo pasado había, en una sosegada calle de la Habana Vieja, cierto almacén de antigüedades cuyo dueño era hombre por muchos conceptos singular. Lo era entre los comerciantes por su despego a las ganancias y las pérdidas —ya que no había joven pintor o pálido poeta o simple hambriento que no recibiesen de él sobrada ayuda—; y lo era entre los hombres de bien por una curiosa sombra o veladura de sus escrúpulos. Consistía ésta en ser incapaz de resistirse a provocar la felicidad de sus clientes.

Cada pieza del almacén, por tanto, aparte de su probada autenticidad, debía tener su propia historia. Si resultaba demasiado escueta, el anticuario sentíase impelido a entretejerle aquí y allá hilos sombríos o deslumbrantes que iban haciéndola cada vez más profunda; y si acaso faltaban por entero los datos precisos, entonces sí que comenzaba en serio la fiesta con profusión de nombres ilustres estallando como exquisitas luces de bengala. Su reflejo bajo especie de absoluta felicidad en el rostro embebido del cliente era ya la más amplia de las recompensas. A veces sucedía que el tiempo, que tan a menudo peca por exceso, se abstenía caprichosamente de tocar la pistola barroca o la espada del cuatrocientos: entonces intervenía él haciéndolas madurar en la tierra hasta que tomaban el «cuerpo» que correspondía a su cosecha, y quedaba así a salvo el futuro disfrute del conocedor a quien estuviesen destinadas.

Fue precisamente este delicadísimo aspecto de su trabajo lo que hubo de retardarlo cierta noche en la trastienda. La lámpara de carburo silbaba suave, y nada podía haber en el mundo más satisfactorio que aquel aroma en que se mezclaba el olor de unos cofres de sándalo al que despedían Tas armaduras cubiertas de una fina capa de aceite. Sentado a la turca sobre una alfombra, el anticuario frotaba con un paño de lana la última de sus adquisiciones. Tratábase de una pequeña lámpara de origen árabe. Y ya podrá suponerse que el rápido vuelo del paño apenas era nada junto al otro, de velas triangulares y pendones verdes, tendido tras el humo de su pipa.

Tan absorto estaba, y tan natural era su propia humareda, que no se dio cuenta del humillo que la lámpara comenzaba a exhalar por sí sola. A medida que ascendían, iban las leves espirales arremolinándose hasta formar una figura, como suelen hacerlo las espirales de humo; sólo que en este caso, lejos de ser efímera, la figura iba haciéndose cada vez más concreta, hasta que por fin apareció, en la penumbra que había al borde de la luz, el mismísimo genio de Aladino.

«¿Qué quieres de mí?» —dijo con su voz ronca, impaciente. El anticuario lo miró sorprendido, reconociéndolo, y contestó: «Nada. Aunque quizás pudieras traerme otra lámpara igual a ésta.» «No te serviría de mucho —comentó el genio—. Sólo ésta tiene poderes mágicos.» El otro dejó la pipa sobre la alfombra. «Justamente —dijo, sonriendo—. Con tu lámpara soy yo el que no sirve para mucho. Luego podrían irse tú y ella a donde más te agradase.»

Hubo entonces un silencio en que se miraron atentamente a los ojos. Por fin el genio, aunque con cierta dificultad, acertó a sonreír él también y dijo: «¿No podríamos quizás quedarnos aquí en la trastienda? Es bastante grande, me parece.» «De ningún modo —negó el anticuario—. Pues podría alguna vez equivocarme de lámpara.» Y con su paño de lana siguió frotando, a solas, el viejo bronce hasta sacarle lustre.

DE TODOS MODOS Él iba a marcharse de todos modos. «Por aquí no pasa tren hace veinte años», le habían dicho. Pero él se sentó junto a la línea, con el bulto de su ropa a un lado. «Es que aquí hace fresco —explicó, justificándose, aunque nadie había ya que lo oyese—. Éste es el campo, éste es el cielo, éstas son las auras —dijo, indicando a su soledad cada cosa—. Por eso vengo a este sitio, por lo hermoso que es.» Y porque iba a marcharse de todos modos.

A poco comenzó a llover. El agua le caló la ropa, le caló la carne, le caló los huesos, le llegó al alma misma. «Por eso vengo a este sitio cuando llueve —dijo, justificándose—. Porque me lava tanta costra de churre». Y porque iba a marcharse de todos modos.

El sol lo abrasó. La noche lo heló. El bulto de la ropa, que se había metido entre la camisa y el pecho, ya no era más que un bulto. Pero él iba a marcharse de todos modos.

A la madrugada estaba tumbado de espaldas junto a la línea, poseído de fiebre. En su delirio creyó oír el silbo de un tren de carga, el resoplar, cada vez más próximo, de la máquina, el coro magnífico de las ruedas. «¡Aquí me voy yo!» —gritó con todos los pulmones, atorándose y despertando de pronto. Luego de estornudar con toda el alma sus ojos desmesurados vieron, bajo el puente, ya en el recodo, las luces finales del único tren de carga que pasara por allí en veinte años. Le pareció que alguien le decía adiós, pero estaba ya muy lejos.

¿Sería aquél el único tren, empezarían a pasar ahora con frecuencia, habría que aguardar otros veinte años? Y si pasaban, aquella hambre suya de cualquier cosa, ¿lo dejaría esperarlos despierto? Los párpados ya se le cerraban.

Pero, vivo o como fuese, él iba a marcharse de todos modos.

De LIBRO DE QUIZÁS Y DE QUIÉN SABE

(1989)

LOS OJOS DEL ALMIRANTE Día tras día, con idéntica acuciosa obstinación, el Almirante registra en su Diario el mismo panorama de aguas. La inquietud se desliza en el escamoteo de las leguas: «anduvo sesenta; pero no contaba sino cuarenta y ocho» —lo que, al fin de sumas y restas, cabe en el más o menos de este mundo. En realidad, los fijos ojos de vidrio escudriñaban el primer asomo de algún minúsculo jeroglífico vegetal: el primer rasguño sobre el pergamino de aguas.

¿Qué esperaba ver, en realidad, el genovés a la otra parte? En la península donde naciera —quintaesencia, corazón, alma de Europa— sus contemporáneos habían hallado las dimensiones de la belleza y se afanaban construyendo nuevos recintos para la inteligencia del hombre. Invenio, invenire, inventar, significa hallar, descubrir. ¿Qué esperaba, en realidad, inventar el genovés sobre la enormidad del agua?

Parece que no dormía nunca. Sus duros ojos abiertos pesan sobre cada página. No era un soñador, sino un vidente, es decir, un artista como Leonardo o Miguel Ángel. Pintaba con las velas de sus barcos: el pincel grueso de la Santa María y los otros dos, más finos, de La Pinta y La Niña. Pero no sabía bien qué; no estaba seguro de con qué iba a llenar su sobra de espacio. Como todo buen pintor, no desdeñaba dejarle al azar tela donde cortase.

Pero no tanta, decididamente no tanta. Él fue el primero en sorprenderse con la perfección de los cuerpos broncíneos que iba inventando en las Islas: «muy bien hechos —dice de sus indios, con perdonable vanidad—, de muy fermosos cuerpos, y muy buenas caras». Ocre, verde, azul y blanco; pero, ¿dónde estaba el oro de Cimabué y de las vastas iniciales góticas?

Conmueve verlo dar toda clase de seguridades, apilarlas unas encima de otras; no inquietarse, advierte, que habrá oro, y mucho. Tanta es su ansia por contentar a los premiosos, que la prisa lo traiciona: a la legua se ve que sólo quiere tenerlos tranquilos para volver a lo suyo —mira que mira, inventa que inventa por toda la mar océano.

Por fin va a llegarle, a él también como a sus grandes compatriotas en la luz, el momento de la gloriosa consumación de la mirada, el premio de sus desvelos a sol y sombra: «es aquella isla ¡a más hermosa que ojos hayan visto», dice, en una confesión que nos entrega el secreto de su vida. Para esto había mentido y mendigado, pasado hambre y frío, temblando de miedo y deseo: «es aquella isla la más hermosa que ojos hayan visto». Para esto, para la invención de la tierra más hermosa que el hombre haya, no soñado, sino visto.

Astuto, hipócrita, corrido a ratos por la codicia, veleidoso, lleno hasta el gaznate de todas las debilidades humanas, la pureza dé los ojos le salvó al genovés el corazón, al fin de todas sus trampas con las leguas. ¿Querrá decir algo que fuesen esos ojos los que primero nos vieran nuestra Isla de Cuba? La vieron bajo especie de belleza, no de lucro, recuérdese, cosa que no sucedería más con ninguna de las tierras americanas.

Casi quinientos años más tarde, es curioso que sea justamente en Cuba donde comienza a despuntar una nueva visión de la América —una visión libre de torvos recovecos, de reojos impuros, de bajezas.

LA CASITA DEL PERRO En el solar yermo, la casita arruinada del perro que está dónde.

Quién se la fabricó con esmero, cuándo. Toda la fiesta aún por delante mientras la brocha esparce el último retoque

blanco. ¿Y un niño quizás abrazado al perro, los dos impacientes, los dos risueños? ¿Cómo, cómo fue, cómo, la menuda criatura para la que se fabricó con esmero la

casita hoy en ruinas? La que se apoya contra el muro del solar yermo —de par en par su puerta a la

intemperie.

PARA UNA POÉTICA DEL LUGAR COMÚN ¡No se puede tapar el sol con un dedo! —sentencia el vecino, mostrando un índice gordezuelo como prueba irrefutable, mientras en su rostro resplandece una dicha melancólica. Tiene el aire de quien acaba de descubrir una de las grandes verdades humanas. La vecina asiente desde un abismo de ponderaciones.

Sonriendo, el que oyó al paso se aleja del cándido diálogo. Siempre que una persona sencilla coloca en su justo lugar el lugar común que exactamente le corresponde, lo hace con idéntico orgullo, como si fuese por primera vez que la profunda verdad se descubriese. ¡Y por él, o por ella, nada menos!

De pronto, el satisfecho de sí frena la marcha. Es que acaba de comprender cuánta razón tienen los vecinos. En su sencillez, están fuera del tiempo, no son sino el uno solo eterno, la maravillosa criatura, El Hombre. Y cada verdad popular nace en ellos por primera vez. No re-nace: brota a la luz. Es, no un, sino el, nacimiento de la sabiduría.

Echa de nuevo a andar. Lo avergüenza su sonrisa. ¿Qué han hecho, al fin y al cabo, los creadores, grandes o pequeños, si no lo mismo que allá detrás hacen los vecinos? «Nada nuevo hay bajo el sol», se lee en el venerable Eclesiastés. Ojalá le fuese dado —supiera el satisfecho de sí—, como a los hombres sencillos, hallar el lugar exacto para el nacimiento del poema: uno de los tres o cuatro que, como los hallazgos de la sabiduría popular, son los únicos que de veras son —existen.

No podrá faltar —condición inexcusable— la espontánea frescura —la absoluta novedad— con que el vecino alzó su gordezuelo índice admonitorio.

CUATRO SIMPÁTICOS MUCHACHOS Aunque no los haya visto nunca, me caen gratuitamente simpáticos los cuatro muchachos a quienes enseguida mencionaré por sus nombres.

¿Cómo pueden caerme simpáticos no habiéndolos visto nunca? No es irracional la pregunta, lo reconozco. Sin embargo, ¿no comencé diciendo que me eran simpáticos porque si? Además, puede que «no haberlos visto nunca» signifique, en realidad, haberlos visto tanto, que no los haya visto. De todas maneras, sigue en pie lo de «porque sí». Los niños me han enseñado que semejante respuesta es irrefutable.

¿Cómo se llaman los cuatro simpáticos muchachos? Se llaman Mengano, Zutano, Ciclano y Esperencejo. ¿Quién no ha acudido a ellos alguna vez? Siempre dicen «¡presente!» cuando otros faltan.

Muy distinto es el caso de Juan de los Palotes. Triste, sin duda, pero, ¿quién lo mandó a darse humos con el apellido?

INVITADOS Firmes los postigos contra la luz niña de la mañana, y el jardín harapiento y hosco, la gran casa parece desierta. Uno concluye que allá adentro los altos espejos acechan con avidez siquiera la trémula sombra de alguna rama; que por los corredores pasa, de puntillas, apenas el escurridizo nadie.

Hoy me acerco por un costado que no es el habitual en mis paseos. Y encuentro un curioso espectáculo. Frente a la puerta con la pintura en hilachas que sin duda abre a la cocina, hay uno, dos, tres, no, cuatro... cinco gatos aguardando en su clásica paciencia de abismo. Uno semidormita vigilante sobre el antepecho de la ventana; otro, más astuto —¿o puede que sea mayor el hueco de su hambre?—, está echado de cara a la esperanza, las patas traseras recogidas para el salto. Éste no es sino tiniebla del hocico a la cola; los otros, rayados como tigres pequeños.

Mientras prosigo, sopesando el enigma de que unos gatos, nada menos —criaturas esencialmente prácticas, si las hay—, monten guardia junto a la porción más jugosa de una casa en apariencia vacía, observo a la puerta principal un sexto visitante: está sentado con augusta solemnidad y es sin duda el más bello por el parejo lustre en que alternan sus manchas blancas y negras —se ve a la legua que han sido objeto de escrupulosos cuidados. ¿Qué razón puede haber para que un gran señor de refinada elegancia, me pregunto con humana candidez, haya escogido sitio que, si bien conviene a su jerarquía, juzgo tácticamente no muy recomendable?... ¡Claro, ya comprendo!... Y con la respuesta entreveo la pequeña historia entre sórdida y trágica.

La viejecita que se deja atrás —¿una tía pobre, tal vez la abuela?— para que en la tierra convulsa guarde el todo que no del todo abandonan los que no pueden vivir sin todo. Y el lunes gris que sigue al ceniciento miércoles, y el taciturno martes que intuye el no muy remoto domingo de sollozos; y de tarde en noche y de noche a tarde el angustioso deambular de la frágil desolada por los salones y corredores cada vez más fríos. Y, por fin, el vagabundo que se demora frente a la puerta mientras se come a solas. ¿No sería bueno tener siquiera un invitado?...

Pero la noticia corre de azotea en azotea. Mañana se proyecta traer a la amiga de uno; después, quizás, a un primo... ¡Cuando se llega, sin embargo, ya están allí los intrusos!... Uno... dos... no, tres, simulando un rato de ocio al abrigo de la helada sombra del alero. Con el tiempo, comienza la puntual aparición del Elegante a la Puerta Principal, recién acicalado, indiferente —el Eterno Favorito.

¡Ah, en fin, qué va uno a hacerle! ¡Cosas de vieja! Sea como fuere, siempre se alcanza algo. Pero, ¿vendrá hoy la Dueña del Hambre, la que lo puede todo —menos con su alma?

Concibo el proyecto de llegar mañana algo más tarde a ver si presenció la ceremonia que ha de comenzar cuando se abra la puerta. Pero un leve helor me hace cambiar de idea. .

Pensándolo bien, no. No quiero estar allí cuando la puerta se abra.

FANTASMAGORÍAS Desde muy joven —lo confieso— me han gustado los fantasmas. Me apasionaban las historias de sus desventuras. Hoy —lo confieso—, aproximándose la hora de convertirme en uno, ya no me gustan tanto.

AQUEL A QUIEN NO CONOCEN De la autobiografía de Hans Christian Andersen, tan rica en episodios fantásticos, desde su primera, heroica salida a Copenhague, cuando no era más que un niño, a la simbólica, fría, desolada noche de Navidad que pasó en Berlín, tan cerca y a la vez tan irremediablemente lejos de Jenny Lind, «el Ruiseñor del Norte», a quien dedicó uno de sus cuentos más bellos —¡he soñado tanto y tenido tan poco!», decía—, escojo cierto pasaje que lo sitúa, me parece, a una luz donde resalta el sentido de su vida. Había publicado ya sus primeros cuentos y comenzaba a disfrutar de la fama cuando decidió visitar a Jacobo y Guillermo Grimm. ¿No eran ellos también sus hermanos, no estaban allí los Cuentos del hogar y la familia como un consolador testimonio? «La criada me preguntó a cuál de los hermanos deseaba ver —nos dice en «El cuento de mi vida»—. Pregunté cuál de ellos era el más conocido. Me dijo que Jacobo y fui llevado a su presencia.»

«No tenía ninguna carta de presentación. Le dije, pues, que era Hans Christian Andersen, y me miró con evidente señales de que no me conocía. Le hablé de mis cuentos y confesó que no los había leído. Le nombré mis novelas con el mismo resultado.

»La situación era un tanto molesta, cuando Grimm me dijo: »—De todas maneras, estoy contento de haberlo conocido. ¿Quiere usted que le

presente a mi hermano Guillermo? »Tenía bastante con el chasco que acababa de ocurrirme, y no quise repetir la

experiencia.» ¡A qué enorme distancia se halla la descripción que hemos leído de las

palpitantes páginas de los cuentos! Toda su breve autobiografía está como escrita por un puño de madera, y si aún

así la leemos con cierta apasionada atención, es por las ráfagas de vida que se le escapan volando entre las letras. El aura de forzada comicidad logra disfrazar la escena de una casi elegante indiferencia. Pero nosotros sabemos que aquel gigante de hombre bajó las escaleras sollozando.

¿Cómo iban a saber Jacobo y Guillermo Grimm, los dos venturosos hombres de ciencia, que acababa de visitarlos una criatura elemental, fabulosa, el hacedor de imágenes, el Poeta, cuya profunda esencia consistía justamente en que no lo conociera nadie? Cuando sea tanto el aluvión de años que se hayan borrado ya los nombres de nuestros grandes creadores, recién entonces comenzará a cumplirse el destino de Hans Christian Andersen; cuando anden de boca en boca sus historias, sin que nadie pueda decir nunca quién las hizo, ni dónde.

LA CONVERSACIÓN INTERRUMPIDA Cada mañana a la misma hora están los dos viejecitos en el mismo banco del parque, conversando sosegadamente. Uno es todo de nieve, desde la aureola de la trémula cumbre hasta el extremo de los pantalones que muy bien y mucho tiempo lo han servido. Se adivina en torno suyo el consuelo de algún cariño grande —un cariño preocupado por preservarle la pulcritud donde sin duda reside el secreto de su vida.

El otro es cetrino y regordete. Haga frío o calor lleva un saco tenaz en la cuenta de mejores días. Un saco oscuro como él, haciendo juego con el pardo de la calva. No fue la pulcritud su fuerte, parece susurrarme la profusión de arrugas que se esparce desde su rostro hasta los burdos zapatos. Pero, ¿no es él quien siempre impulsa el diálogo, haciéndolo rielar abajo y arriba por los canalillos de las arrugas? ¿Y no son los destellos del inagotable fluir los que de vez en vez alcanzan un levísimo reflejo allá por las comisuras de los pulcros labios en el pálido rostro que se vuelve, hacia el murmullo, apenas?

Mañana va y mañana viene y los dos amigos dialogan a su modo entre el tibio sol del parque. ¡Lástima, comenta uno para sí, mirando al pulcro frágil, lástima que más pronto que tarde hayan de quedarse sin respuesta los resplandecientes arroyuelos!

Tres, cuatro, cinco días han pasado y encuentro sólo a uno de los dos amigos en el banco de siempre. Cruza una pierna sobre la otra y mira la senda blanca a sus pies como si en su nada hubiese más cosas y criaturas que en el parque todo con sus cientos de pajarillos y de flores. Pero no es el de las traviesas arrugas sonrientes. Es el frágil, el lívido, quien ahora calla de veras sobre la piedra muda del asiento.

Ayer no había sino unas cuantas hojas secas. Hoy interrogo en vano al banco definitivamente vacío.

Se acabó el suave susurro de la conversación que a nadie molestaba. Se acabó la historia de los dos amigos antes de haberla yo intuido siquiera. Los bancos de los parques son más bien reticentes.

EL DÍA DE HOY Leo de nuevo la introducción escrita en 1935 por W. B. Yeats para el Libro de Oxford de la poesía moderna. ¡Qué en presente está escrita, y cómo no va a estarlo, si Yeats acaba de desayunar y hace frío o sol, y proyecta quizás ir por la noche al teatro! ¡Y con qué autoridad dictamina sobre los jóvenes Eliot o Pound o Auden, auscultándoles el largo futuro que tienen por delante! Puede que el editor lo apremie. Y en cuanto pone el punto final, he aquí que han pasado cuarenta años. ¿Dónde están los jóvenes Eliot y Pound y Auden? ¡Oh ancianos, oh pobres, oh muertos! ¿Irá Yeats al teatro esta noche, si acaba a tiempo la introducción para el Libro de Oxford de la poesía moderna? ¡Hay tanto que decir de los jóvenes! ¡Tanto!

CORRIENDO Y DE PRISA Allá adentro están cosiendo la bandera: han olvidado cómo es la de Narciso López y el propio Carlos Manuel tuvo que inventar otra de prisa; pero no importa, porque lleva los mismos colores. Todo se hace así corriendo, con la radiante velocidad que pide una fiesta próxima. Las armas alcanzan, más o menos; pero al fin y al cabo, no son más que treinta y siete hombres.

Afuera, Carlos Manuel está mirando por última vez su ingenio a la luz de octubre. Es el día diez, cifra redonda, y el siglo del progreso ha avanzado mucho hasta el año sesenta y ocho. No está mal, el ingénito, con sus calderas de vapor y todo lo otro. Pero parece mucho más grande; tanto, que Don Carlos Manuel de Céspedes sacude impaciente los hombros y respira tan hondo como puede. Pronto se lo va a quitar de encima.

Pronto todos se van a quitar también de encima lo que estorbe. Las mujeres se quitarán las joyas y el cuidado de la porcelana; los abogados, las leontinas; los negros, las cadenas. ¡Tan fuerte es el ansia de respirar a pulmón lleno el aire libre, que se les ha ido a la cabeza! Por eso se hacen las cosas corriendo y de prisa. Aquí todos están locos. No pasan de treinta y siete hombres; pero no se puede esperar ni un minuto más.

El jelengue durará cien años. Valmaseda, gordo bajo sus entorchados españoles, no lo entiende; los cafetaleros de uñas sucias no lo entienden; los norteamericanos, ni qué decir tiene. Tan pronto las cosas empiezan a marchar sobre sus meditas engrasadas, allá vienen los locos en un bote. Se les olvida que no son bastantes para comenzar siquiera. No se dan cuenta de que no tienen siquiera lo indispensable.

No tienen —ése es el secreto— ni quieren. El diez de octubre de mil ochocientos sesenta y ocho esta Isla se arrancó la codicia del cuello y se la echó al diablo. Desde entonces no hay quien la entienda —ni quién pueda con ella.

ÍNDICE Pórtico / 5 De En las oscuras manos del olvido

Historia del Negro Haragán Historia del mirador Historia del títere rebelde Historia del daguerrotipo enemigo Historia del payador Historia del antiguo espejo de luna Historia del desterrado

De Divertimentos

De las sábanas familiares De las hermanas De Jacques De su noche de gran triunfo De cómo Su Excelencia halló la hora De Esperanza Venablos De la máscara Del perro Del vertedero/ De la silla Del tapiz/ De la pelea De la torre Del Señor de la Peña Del espejo Del viejecito negro de los velorios De los pasteles Del pozo en la sala Del alquimista El jamaiquino Del objeto cualquiera

De Noticas de la quimera

Antes de tiempo La otra parte El cristal de la demencia Nadie Un regalo de cumpleaños En una misma tierra El hombre de los dientes de oro Historia de un inmortal

De Un almacén como otro cualquiera

Un almacén como otro cualquiera Historia del anticuario De todos modos

De Libro de quizás y de quién sabe Los ojos del Almirante La casita del perro Para una poética del lugar común Cuatro simpáticos muchachos Invitados Fantasmagorías Aquel a quien no conocen La conversación interrumpida El día de hoy Corriendo y de prisa