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45 Introducción: nuevas competencias profesionales para enseñar 1 Práctica reflexiva, profesionalización, trabajo en equipo y por proyectos, autonomía y res- ponsabilidad ampliadas, tratamiento de la diversidad, énfasis en los dispositivos y las situaciones de aprendizaje, sensibilidad con el conocimiento y la ley, conforman un “esce- nario para un nuevo oficio” (Meirieu, 1989). Éste aparece en un marco de crisis, en un mo- mento en el que los profesores tienden a re- cogerse en su clase y en las prácticas que han dado prueba de sus aptitudes. Dado el esta- do de las políticas y de las finanzas públicas de los países desarrollados, no habría motivo para reprochárselo. Sin embargo, puede espe- rarse que numerosos profesores aceptarán el desafío, por rechazo de la sociedad dual y del fracaso escolar que la prepara, por deseo de enseñar y de hacer aprender a pesar de todo, o incluso, por temor a “morir de pie, con una tiza en la mano, en la pizarra”, según la fór- mula de Huberman (1989a) cuando resume la cuestión existencial que surge al acercarse el cuadragésimo aniversario en el ciclo de vida de los profesores (1989b). Decidir en la incertidumbre y actuar en la urgencia (Perrenoud, 1996c) es una forma de caracterizar la experiencia de los profesores, que realizan una de las tres profesiones que Freud llamaba “imposibles”, porque el alum- no se resiste al saber y a la responsabilidad. Este análisis de la naturaleza y del funciona- miento de las competencias está lejos de con- seguirse. La experiencia, el pensamiento y las competencias de los profesores son objeto de numerosos trabajos, inspirados en la ergono- mía y la antropología cognitiva, la psicología y la sociología del trabajo, y el análisis de las prácticas. Intentaré aquí abordar la profesión del docente de una manera más concreta, propo- niendo un inventario de las competencias que contribuyen a redefinir la profesionalidad del docente (Altet, 1994). Tomaré como guía un referencial de competencias adoptado en Gi- nebra en 1996 para la formación continua, en cuya elaboración he participado activamente. El comentario de esta cincuentena de enunciados, de una línea cada uno, sólo me compromete a mí. Podría ocupar 10 páginas así como 2 000, puesto que cada entrada re- mite a aspectos completos de la reflexión pe- dagógica o de la investigación en educación. Diez nuevas competencias para enseñar* Philippe Perrenoud * Judith Anreu (trad.), México, Graó/SEP (Biblioteca para la actualización del maestro), 2004, pp. 7-31. 1 El tema de este libro ha aparecido anteriormente en el Éducateur, revista de la Société pédagogique ro- mande, en 12 artículos publicados en intervalos de tres semanas, durante el año escolar 1997-98. Agra- dezco profundamente a Cilette Creton, redactora del Éducateur, por haberme invitado a escribir esta serie de artículos. Éstos aparecen en el Éducateur, en el núm. 10 (5 de septiembre de 1997, pp. 24-28), núm. 11 (26 de septiembre de 1997, pp. 26-31), núm. 12 (17 de octubre de 1997, pp. 24-29), núm. 13 (7 de noviembre de 1997, pp. 20-25), núm. 14 (28 de noviembre de 1997, pp. 24-29), núm. 15 (19 de diciembre de 1997, pp. 26-33), núm. 1 (23 de enero de 1998, pp. 6-12), núm. 2 (febrero de 1998, pp. 24-31), núm. 3 (6 de marzo de 1998, pp. 20-27), núm. 4 (1 de abril de 1998, pp. 22-30), núm. 5 (19 de abril de 1998, pp. 20-27), núm. 8 (26 de junio de 1998, pp. 22-27).

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Introducción: nuevas competencias profesionales para enseñar1

Práctica reflexiva, profesionalización, trabajo en equipo y por proyectos, autonomía y res-ponsabilidad ampliadas, tratamiento de la diversidad, énfasis en los dispositivos y las situaciones de aprendizaje, sensibilidad con el conocimiento y la ley, conforman un “esce-nario para un nuevo oficio” (Meirieu, 1989). Éste aparece en un marco de crisis, en un mo-mento en el que los profesores tienden a re-cogerse en su clase y en las prácticas que han dado prueba de sus aptitudes. Dado el esta-do de las políticas y de las finanzas públicas de los países desarrollados, no habría motivo para reprochárselo. Sin embargo, puede espe-rarse que numerosos profesores aceptarán el desafío, por rechazo de la sociedad dual y del fracaso escolar que la prepara, por deseo de enseñar y de hacer aprender a pesar de todo, o incluso, por temor a “morir de pie, con una tiza en la mano, en la pizarra”, según la fór-mula de Huberman (1989a) cuando resume la cuestión existencial que surge al acercarse el cuadragésimo aniversario en el ciclo de vida de los profesores (1989b).

Decidir en la incertidumbre y actuar en la urgencia (Perrenoud, 1996c) es una forma de caracterizar la experiencia de los profesores, que realizan una de las tres profesiones que Freud llamaba “imposibles”, porque el alum-no se resiste al saber y a la responsabilidad. Este análisis de la naturaleza y del funciona-miento de las competencias está lejos de con-seguirse. La experiencia, el pensamiento y las competencias de los profesores son objeto de numerosos trabajos, inspirados en la ergono-mía y la antropología cognitiva, la psicología y la sociología del trabajo, y el análisis de las prácticas.

Intentaré aquí abordar la profesión del docente de una manera más concreta, propo-niendo un inventario de las competencias que contribuyen a redefinir la profesionalidad del docente (Altet, 1994). Tomaré como guía un referencial de competencias adoptado en Gi-nebra en 1996 para la formación continua, en cuya elaboración he participado activamente.

El comentario de esta cincuentena de enunciados, de una línea cada uno, sólo me compromete a mí. Podría ocupar 10 páginas así como 2 000, puesto que cada entrada re-mite a aspectos completos de la reflexión pe-dagógica o de la investigación en educación.

Diez nuevas competencias para enseñar*

Philippe Perrenoud

* Judith Anreu (trad.), México, Graó/sep (Biblioteca para la actualización del maestro), 2004, pp. 7-31.1 El tema de este libro ha aparecido anteriormente en el Éducateur, revista de la Société pédagogique ro-mande, en 12 artículos publicados en intervalos de tres semanas, durante el año escolar 1997-98. Agra-dezco profundamente a Cilette Creton, redactora del Éducateur, por haberme invitado a escribir esta serie de artículos. Éstos aparecen en el Éducateur, en el núm. 10 (5 de septiembre de 1997, pp. 24-28),

núm. 11 (26 de septiembre de 1997, pp. 26-31), núm. 12 (17 de octubre de 1997, pp. 24-29), núm. 13 (7 de noviembre de 1997, pp. 20-25), núm. 14 (28 de noviembre de 1997, pp. 24-29), núm. 15 (19 de diciembre de 1997, pp. 26-33), núm. 1 (23 de enero de 1998, pp. 6-12), núm. 2 (febrero de 1998, pp. 24-31), núm. 3 (6 de marzo de 1998, pp. 20-27), núm. 4 (1 de abril de 1998, pp. 22-30), núm. 5 (19 de abril de 1998, pp. 20-27), núm. 8 (26 de junio de 1998, pp. 22-27).

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La dimensión razonable de esta obra se debe al hecho de que las competencias selecciona-das están reagrupadas en 10 grandes familias y cada una da lugar a un capítulo autónomo. Me he empeñado en que éstas conserven una dimensión razonable remitiéndolas a las obras de Develay (1995), Houssaye (1994), De Peretti, Boniface y Legrand (1998) o Ra-ynal y Rieunier (1997), para un tratamiento más enciclopédico de los distintos aspectos de la educación.

Mi propósito es distinto: dar a conocer competencias profesionales favoreciendo a las que surgen actualmente. Este libro no trata-rá las habilidades más evidentes, que siguen siendo de actualidad para “hacer la clase” y sobre las cuales Rey (1998) ha propuesto una interesante síntesis para la escuela elemen-tal. Yo haré hincapié en lo que cambia y, por consiguiente, en las competencias que repre-sentan un horizonte, más que una experiencia consolidada.

Un referencial de competencias sigue sien-do en general un documento bastante escue-to, que a menudo se olvida con rapidez y que, poco después de su redacción, da motivo ya a todo tipo de interpretaciones. El referencial de Ginebra que me guiará aquí se ha desarrolla-do con una intención clara: orientar la forma-ción continua para hacerla coherente con las renovaciones en curso del sistema educativo. Se puede leer pues como una declaración de intenciones.

Las instituciones de formación inicial y continua tienen necesidad de referenciales para orientar sus programas, los inspectores los usan para evaluar a los profesores en ejer-cicio y pedir explicaciones. No pretendo aquí hacer un uso particular del referencial adopta-do, sino simplemente ofrecer un pretexto y un hilo conductor para construir una representa-ción coherente del trabajo del profesor y de su evolución.

Esta representación no es neutra. No pre-tende dar cuenta de las competencias del pro-fesor medio de hoy en día. Más bien describe un futuro posible y, a mi entender, deseable de la profesión.

En un periodo de transición, agravado por una crisis de las finanzas públicas y de las fi-nalidades de la escuela, las representaciones se hacen añicos, no se sabe muy bien de dónde venimos ni adónde vamos. Así pues, lo impor-tante es descubrir la pólvora y algo más. Sobre temas de esta índole, el consenso no es ni posi-ble, ni deseable. Cuando se busca la unanimi-dad, lo más inteligente es seguir siendo muy abstracto y decir, por ejemplo, que los profe-sores tienen que dominar los conocimientos que enseñan, ser capaces de impartir cursos, conducir una clase y evaluar. Si nos limitamos a las formulaciones sintéticas, seguramente todos coincidiremos en que la profesión del docente consiste también, por ejemplo, en “conducir la progresión de los aprendizajes” o “implicar a los alumnos en sus aprendizajes y en su trabajo”.

El acuerdo en estas evidencias abstractas puede esconder profundas divergencias en cuanto a la manera de utilizarlas. Veamos un ejemplo:

• Practicar una pedagogía frontal, hacer re-gularmente controles escritos y poner en guardia a los alumnos con dificultades, avisándoles de un fracaso probable si no cogen de nuevo las riendas: he aquí una forma bastante clásica de “conducir la progresión de los aprendizajes”.

• Practicar una evaluación formativa, un apoyo integrado y otras formas de dife-renciación, para evitar que las diferen-cias no se acentúen, es otra forma, más innovadora.

Cada elemento de un referencial de compe-tencias puede, del mismo modo, remitir bien a prácticas más selectivas y conservadoras, o bien, a prácticas democratizadoras e innova-doras. Para saber de qué pedagogía o de qué escuela hablamos es necesario ir más allá de las abstracciones.

También es importante analizar con más detalle el funcionamiento de las competencias definidas, sobre todo para hacer el inventa-rio de los conocimientos teóricos y metodo-

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lógicos que movilizan. Por consiguiente, un trabajo profundo de las competencias consis-te en:

• Relacionar cada una con un grupo deli-mitado de problemas y tareas.

• Clasificar los recursos cognitivos (conoci-mientos, técnicas, habilidades, aptitudes, competencias más específicas) moviliza-dos por la competencia considerada.

Tampoco existe un modo neutro de hacer este trabajo, puesto que la misma identifica-ción de las competencias supone opciones teóricas e ideológicas, por lo tanto, una cierta arbitrariedad en la representación de la pro-fesión y de sus facetas. He decidido retomar el referencial de Ginebra puesto en circula-ción en 1996, porque surge de una adminis-tración pública y ha sido objeto, antes de ser publicado, de varias negociaciones entre la autoridad escolar, la asociación profesional, los formadores y los investigadores. Es la ga-rantía de una mayor representatividad que la que tendría un referencial construido por una sola persona. Como contrapartida, este referencial ha perdido un poco en coherencia, en la medida en que resulta de un compromiso entre varias concepciones de la práctica y las competencias.

Esta fabricación institucional no significa que esa división esté consensuada en el seno del cuerpo docente, suponiendo que cada practicante en ejercicio se tome la molestia de estudiarla con detenimiento... Las divergen-cias no se hallarían tan sólo en el contenido, sino en la misma oportunidad de describir las competencias profesionales de forma metódi-ca. Nunca resulta inofensivo poner en pala-bras las prácticas y el rechazo de entrar en la lógica que las competencias pueden expresar; empezando por una reticencia para verbali-zar y colectivizar las representaciones de la profesión. El individualismo de los profeso-res empieza, de algún modo, con la impresión de que cada uno tiene una respuesta personal y original a preguntas como: ¿qué es enseñar?, ¿qué es aprender?

La profesión no es inmutable. Sus transfor-maciones pasan sobre todo por la aparición de nuevas competencias (relacionadas, por ejemplo, con el trabajo con otros profesiona-les o con la evolución de las didácticas) o por el énfasis de competencias reconocidas, por ejemplo, para hacer frente a la heterogeneidad creciente de los públicos y a la evolución de los programas. Cualquier referencial tiende a pasar de moda, a la vez porque las prácticas cambian y porque el modo de concebirlas se transforma. Hace 30 años, no se hablaba de un modo tan corriente del tratamiento de las diferencias; de evaluación formativa; de situa-ciones didácticas; de práctica reflexiva o de metacognición.

El referencial seleccionado hace hincapié en las competencias consideradas prioritarias porque son coherentes con el nuevo papel de los profesores, con la evolución de la forma-ción continua, con las reformas de la formación inicial y con las ambiciones de las políticas de la educación. Es compatible con los ejes de re-novación de la escuela: individualizar y diver-sificar los itinerarios de formación, introducir ciclos de aprendizaje, diferenciar la pedago-gía, ir hacia una evaluación más formativa que normativa, dirigir proyectos de institu-ción, desarrollar el trabajo en equipos de pro-fesores y la responsabilidad colectiva de los alumnos, situar a los niños en el centro de la acción pedagógica, recurrir a métodos activos, a la gestión de proyectos, al trabajo por pro-blemas abiertos y situaciones problema, desa-rrollar las competencias y la transferencia de conocimientos y educar en la ciudadanía.

El referencial en que se inspira este libro intenta pues comprender el movimiento de la profesión, insistiendo en 10 grandes familias de competencias. Este inventario no es ni definiti-vo ni exhaustivo. Además, ningún referencial puede no garantizar una representación con-sensuada, completa y estable de una profesión o de las competencias que lleva a cabo. He aquí estas 10 familias:

1. Organizar y animar situaciones de apren-dizaje.

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2. Gestionar la progresión de los aprendizajes.3. Elaborar y hacer evolucionar dispositivos

de diferenciación.4. Implicar a los alumnos en sus aprendizajes

y en su trabajo.5. Trabajar en equipo.6. Participar en la gestión de la escuela.7. Informar e implicar a los padres.8. Utilizar las nuevas tecnologías.9. Afrontar los deberes y los dilemas éticos de

la profesión.10. Organizar la propia formación continua.

Para asociar representaciones con estas fórmulas abstractas, dedicaremos un capítulo a cada una de estas 10 familias. Si los títulos están sacados de un referencial adoptado por una institución en concreto, la forma de expli-citarlos sólo me compromete a mí. Estos capí-tulos no tienen más ambición que contribuir a formar representaciones cada vez más precisas de la competencia en cuestión. Es la condición de un debate y de un acercamiento progresivo de los puntos de vista.

He renunciado a las fichas técnicas, más analíticas, para conservar un enfoque discur-sivo. Para dar a conocer modos de preparar la clase, por ejemplo, en torno a la diferenciación, a la creación de situaciones didácticas o a la gestión de las progresiones a lo largo de un ci-clo de aprendizaje, una argumentación me ha parecido más razonable que una lista de íte-ms cada vez más detallados. La urgencia no es clasificar el mínimo gesto profesional en un inventario sin fallos. Como propone Paquay (1994), consideremos un referencial como un instrumento para pensar las prácticas, debatir so-bre la profesión, descubrir los aspectos emer-gentes o las zonas controvertidas.

Sin duda, para crear controles de competen-cias o de elecciones muy precisas de módulos de formación, convendría poner a disposición instrumentos más precisos. Esta empresa me parece prematura y podría desarrollarse en una etapa ulterior.

El mismo concepto de competencia merece-ría ser desarrollado ampliamente. Este atrac-tor extraño (Le Boterf, 1994) suscita desde hace

algunos años numerosos trabajos, al lado de los conocimientos de experiencia y de los conoci-mientos de acción (Barbier, 1996), en el mundo del trabajo y de la formación profesional, así como en la escuela. En varios países, se tiende asimismo a orientar el curriculum hacia la crea-ción de competencias desde la escuela prima-ria (Perrenoud, 1998a).

El concepto de competencia representará aquí una capacidad de movilizar varios recursos cognitivos para hacer frente a un tipo de situacio-nes. Esta definición insiste en cuatro aspectos:

1. Las competencias no son en sí mismas co-nocimientos, habilidades o actitudes, aun-que movilizan, integran, orquestan tales recursos.

2. Esta movilización sólo resulta pertinente en situación, y cada situación es única, aunque se le pueda tratar por analogía con otras ya conocidas.

3. El ejercicio de la competencia pasa por ope-raciones mentales complejas, sostenidas por esquemas de pensamiento (Altet, 1996; Perrenoud, 1996, 1998g), los cuales permi-ten determinar (más o menos de un modo consciente y rápido) y realizar (más o me-nos de un modo eficaz) una acción relativa-mente adaptada a la situación.

4. Las competencias profesionales se crean, en formación, pero también a merced de la navegación cotidiana del practicante, de una situación de trabajo a otra (Le Boterf, 1997).

Por lo tanto, describir una competencia vuelve, en larga medida, a representar tres ele-mentos complementarios:

• Los tipos de situaciones de las que da un cierto control.

• Los recursos que moviliza, conocimien-tos teóricos y metodológicos, actitudes, habilidades y competencias más especí-ficas, esquemas motores, esquemas de percepción, evaluación, anticipación y decisión.

• La naturaleza de los esquemas del pen-samiento que permiten la solicitación, la

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movilización y la orquestación de los re-cursos pertinentes, en situación compleja y en tiempo real.

Este último aspecto es el más difícil de ha-cer objetivo, puesto que los esquemas de pen-samiento no son directamente observables y sólo pueden ser inferidos a partir de prácticas y propósitos de los actores. Además, resulta difícil tener en cuenta la inteligencia general del actor –su lógica natural– y los esquemas de pensamiento específicos desarrollados en el marco de una experiencia concreta. Intuiti-vamente, se prevé que el profesor desarrolle esquemas de pensamiento propios de su pro-fesión, distintos a los del piloto, del jugador de ajedrez, del cirujano o del agente de bolsa. Falta describirlos con más detalle.

En resumen, el análisis de competencias remite constantemente a una teoría del pensa-miento y de la acción situados (Gervais, 1998), pero también del trabajo, la práctica como profesión y condición (Descolonges, 1997; Pe-rrenoud, 1996c). Es decir, que nos hallamos en terreno pantanoso, a la vez que en el plano de conceptos e ideologías…

Un punto merece que le prestemos mayor atención: enmedio de los recursos movilizados por una competencia mayor, se encuentran en general otras competencias de alcance más li-mitado. Una situación de clase presenta en ge-neral múltiples componentes que hay que tratar de forma coordinada, incluso simultánea, para llegar a una acción acertada. El profesional diri-ge la situación globalmente, pero moviliza cier-tas competencias específicas, independientes las unas de las otras, para tratar ciertos aspec-tos del problema, al modo de una empresa que subcontrata algunas operaciones de produc-ción. Sabemos, por ejemplo, que los profesores experimentados han desarrollado una compe-tencia muy preciada, la de percibir simultánea-mente múltiples procesos que se desarrollan a la vez en su clase (Carbonneau y Hétu, 1996; Durand, 1996). El profesor experto “tiene ojos en la espalda”, es capaz de advertir lo esencial de lo que se trama en varias escenas paralelas, sin que ninguna lo deje estupefacto o lo angustie.

Esta competencia apenas resulta útil en sí mis-ma, pero constituye un recurso indispensable en una profesión en la que varias dinámicas se desarrollan constantemente en paralelo, inclu-so en una pedagogía frontal y autoritaria. Esta competencia se moviliza por numerosas com-petencias más globales de gestión de clase (por ejemplo, saber prever y prevenir el alboroto) o de animación de una actividad didáctica (por ejemplo, saber descubrir e implicar a los alum-nos distraídos o con dificultades).

El referencial seleccionado aquí asocia a cada competencia principal algunas compe-tencias más específicas, que son en cierto modo sus componentes principales. Por ejemplo, “conducir la progresión de los aprendizajes” moviliza cinco competencias más específicas:

• Concebir y dirigir las situaciones proble-ma ajustadas al nivel y a las posibilida-des de los alumnos.

• Adquirir una visión longitudinal de los objetivos de la enseñanza.

• Establecer vínculos con las teorías que sostienen las actividades de aprendizaje.

• Observar y evaluar a los alumnos en si-tuaciones de aprendizaje, desde un enfo-que formativo.

• Establecer controles periódicos de compe-tencias, tomar decisiones de progresión.

Cada una de estas competencias se podría analizar a su vez, pero permaneceremos en este nivel, por temor de que los árboles no nos dejen ver el bosque. Un análisis más detallado sólo tendría sentido para los que comparten globalmente las orientaciones y las concep-ciones globales del aprendizaje y de la acción educativa que sostienen los dos primeros ni-veles y exigen además poner el referencial al servicio de un proyecto común.

Yo no propondré un inventario sistemático de conocimientos ya expuesto, para no sobre-cargar el propósito. Además rara vez se rela-cionan con una sola competencia. Tanto es así, que los conocimientos relativos a la metacog-nición son movilizados por las competencias tratadas en capítulos distintos, por ejemplo:

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• Trabajar a partir de las representaciones de los alumnos.

• Trabajar a partir de los errores y los obs-táculos al aprendizaje.

• Concebir y hacer frente a situaciones pro-blema ajustadas a los niveles y posibili-dades de los alumnos.

• Observar y evaluar a los alumnos en si-tuaciones de aprendizaje, según un enfo-que formativo.

• Practicar el apoyo integrado, trabajar con los alumnos con grandes dificultades.

• Suscitar el deseo de aprender, explicitar la relación con el conocimiento, el senti-do del trabajo escolar y desarrollar la ca-pacidad de autoevaluación en el niño.

• Favorecer la definición de un proyecto personal del alumno.

Una cultura en psicosociología de las organi-zaciones será, por su parte, movilizada por las competencias siguientes:

• Instituir y hacer funcionar un consejo de estudiantes (consejo de clase o de escue-la) y negociar con los alumnos distintos tipos de reglas y de contratos.

• Liberalizar, ampliar la gestión de clase en un espacio más amplio.

• Desarrollar la cooperación entre alumnos y ciertas formas simples de enseñanza mutua.

• Elaborar un proyecto de equipo, de repre-sentaciones comunes.

• Impulsar un grupo de trabajo, dirigir re-uniones.

• Formar y renovar un equipo pedagógico.• Hacer frente a crisis o conflictos entre

personas.• Elaborar, negociar un proyecto institucional.• Organizar y hacer evolucionar, en el sí de la

escuela, la participación de los alumnos.• Fomentar reuniones de información y

debate.• Prevenir la violencia en la escuela y en la

ciudad.• Participar en la instauración de reglas de

vida común referentes a la disciplina en

la escuela, las sanciones, la apreciación de la conducta.

• Desarrollar el sentido de las responsabi-lidades, la solidaridad, el sentimiento de justicia.

• Negociar un proyecto de formación co-mún con los compañeros (equipo, escue-la, red).

Comprendemos a través de estos dos ejemplos la relativa independencia del análisis de los conocimientos y del de las competen-cias, por lo menos en lo que se refiere a los conocimientos cultos, nacidos de las ciencias de la educación. Los primeros se organizan según campos disciplinarios y problemáticas teóricas, mientras que el referencial de com-petencias remite a un análisis más pragmá-tico de los problemas para resolver en este terreno.

A menudo, los conocimientos pertinentes serán nombrados “de paso”. Con frecuencia figurarán “indirectamente” en la descripción de las competencias. Si queremos “utilizar las nuevas tecnologías”, evidentemente tenemos que dominar los conceptos básicos y ciertos conocimientos informáticos y tecnológicos.

Otros conocimientos quedarán implícitos: todos los conocimientos de acción y de ex-periencia sin los que el ejercicio de una com-petencia se ve comprometida. A menudo son conocimientos locales: para utilizar un orde-nador en una clase, hay que conocer las parti-cularidades de la máquina, sus programas, sus periféricos y su posible conexión a una red. Cada practicante asimila dichos conocimien-tos con motivo de su pertenencia a una institu-ción o a un equipo. También los crea a merced de su experiencia, a pesar de que estos conoci-mientos son para una parte de orden privado, por lo tanto, poco comunicables y difíciles de identificar. Demasiado generales o demasiado específicos, los conocimientos movilizados no son pues organizadores adecuados de un refe-rencial de competencias.

El inventario elegido sin duda no es el único posible. Por supuesto se podrían pro-poner otras reagrupaciones, también del todo

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plausibles, de las 44 competencias específicas finalmente distinguidas. Fijémonos, sin em-bargo, en que los 10 grandes dominios se han constituido al principio, mientras que las com-petencias más específicas no se han definido hasta un segundo tiempo. En este sentido, el referencial no nace de un método inductivo que formaría parte de una miríada de gestos profesionales descubiertos en el terreno. Este método, seductor en apariencia, conduciría a una visión bastante conservadora de la profe-sión y a una reagrupación de las actividades según criterios relativamente superficiales, por ejemplo, según los interlocutores (alum-nos, padres, compañeros u otros) o según las disciplinas escolares.

Las 10 familias resultan de una construc-ción teórica conectada a la problemática del cambio.

Por esta razón no se encontrarán en este re-ferencial las categorías más consensuadas, ta-les como la construcción de secuencias didácti-cas, evaluación, gestión de clase. Por ejemplo, planificar un curso o las lecciones que no fi-guran entre las competencias elegidas, por dos razones:

• El deseo de romper la representación co-mún de la enseñanza como “sucesión de lecciones”.

• La voluntad de englobar los cursos en una categoría más amplia (organizar y fomentar las situaciones de aprendizaje).

Esta elección no invalida el recurso de una enseñanza magistral, que a veces es la situa-ción de aprendizaje más apropiada, teniendo en cuenta los contenidos, los objetivos fijados y las obligaciones. Sin embargo, el curso debe-ría convertirse en un dispositivo didáctico entre otros, utilizado en el momento oportuno, más que el emblema de la acción pedagógica, moda-lidad muy distinta que parece excepcional.

Sin ser la única posible, ni agotar los distin-tos componentes de la realidad, esta estructu-ra de dos niveles nos guiará en un viaje alre-dedor de las competencias que, aunque sin duda menos épico que La vuelta al mundo en 80 días,

nos conducirá a pasar revista a las múltiples facetas del oficio de profesor.

Este libro se presta, pues, a varias lecturas:

• Aquellos y aquellas que buscan identifi-car y describir las competencias profesio-nales encontrarán en este libro un refe-rencial, uno más, cuya única originalidad quizás reside en basarse en una visión explícita y argumentada de la profesión y su evolución.

• Aquellos y aquellas que se interesen más bien por las prácticas y la profesión pue-den hacer abstracción de las competen-cias, para seleccionar solamente los ges-tos profesionales que éstas sostienen.

• Aquellos y aquellas que trabajan para modernizar y para democratizar el sis-tema educativo encontrarán en este libro un conjunto de proposiciones relativas a los recursos del cual depende el cambio.

Sobre ninguno de estos puntos la investi-gación da garantías en cuanto a los medios, ni respuesta en cuanto a las finalidades. La obra pretende ser una invitación al viaje, luego al debate, a partir de una constatación: los pro-gramas de formación y las estrategias de inno-vación se basan muy a menudo en represen-taciones poco explícitas y poco negociadas de la profesión y las competencias subyacentes, o bien, en referenciales técnicos y escuetos cuyas bases el lector no entiende.

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Cuadro 1. 10 dominios de competencias consideradas prioritarias en la formación continua del profesorado de primaria.

COMPETENCIAS DE REFERENCIA

COMPETENCIAS MÁS ESPECÍFICAS PARA TRABAJAR EN FORMACIÓN CONTINUA (EJEMPLOS)

1. Organizar y animar situaciones de aprendizaje.

• Conocer, a través de una disciplina determinada, los contenidos que hay que enseñar y su traducción en objetivos de aprendizaje.

• Trabajar a partir de las representaciones de los alumnos.• Trabajar a partir de los errores y los obstáculos en el aprendizaje.• Construir y planificar dispositivos y secuencias didácticas.• Implicar a los alumnos en actividades de investigación, en proyectos de

conocimiento.

2. Gestionar la progresión de los aprendizajes.

• Concebir y hacer frente a situaciones problema ajustadas al nivel y a las posibilidades de los alumnos.

• Adquirir una visión longitudinal de los objetivos de la enseñanza.• Establecer vínculos con las teorías que sostienen las actividades de aprendizaje.• Observar y evaluar a los alumnos en situaciones de aprendizaje, según un

enfoque formativo.• Establecer controles periódicos de competencias y tomar decisiones de progresión.

3. Elaborar y hacer evolucionar dispositivos de diferenciación.

• Hacer frente a la heterogeneidad en el mismo grupo-clase.• Compartimentar, extender la gestión de clase a un espacio más amplio.• Practicar un apoyo integrado, trabajar con los alumnos con grandes

dificultades.• Desarrollar la cooperación entre los alumnos y ciertas formas simples de

enseñanza mutua.

4. Implicar a los alumnos en su aprendizaje y en su trabajo.

• Fomentar el deseo de aprender, explicitar la relación con el conocimiento, el sentido del trabajo escolar y desarrollar la capacidad de autoevaluación en el niño.

• Instituir y hacer funcionar un consejo de alumnos (consejo de clase o de escuela) y negociar con ellos varios tipos de reglas y acuerdos.

• Ofrecer actividades de formación opcionales, “a la carta”.• Favorecer la definición de un proyecto personal del alumno.

5. Trabajar en equipo.

• Elaborar un proyecto de equipo, de representaciones comunes.• Impulsar un grupo de trabajo, dirigir reuniones.• Formar y renovar un equipo pedagógico.• Afrontar y analizar conjuntamente situaciones complejas, prácticas y problemas

profesionales.• Hacer frente a crisis y conflictos entre personas.

6. Participar en la gestión de la escuela.

• Elaborar, negociar un proyecto institucional.• Administrar los recursos de la escuela.• Coordinar, fomentar una escuela con todos los componentes (extraescolares, del

barrio, asociaciones de padres, profesores de lengua y cultura de origen).• Organizar y hacer evolucionar, en la misma escuela, la participación de los alumnos.

Referencial completo

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7. Informar e implicar a los padres.

• Favorecer reuniones informativas y de debate.• Dirigir las reuniones.• Implicar a los padres en la valoración de la construcción de los conocimientos.

8. Utilizar las nuevas tecnologías.

• Utilizar los programas de edición de documentos.• Explotar los potenciales didácticos de programas en relación con los objetivos

de los dominios de enseñanza.• Comunicar a distancia a través de la telemática.• Utilizar los instrumentos multimedia en su enseñanza.

9. Afrontar los deberes y los dilemas éticos de la profesión.

• Prevenir la violencia en la escuela o la ciudad.• Luchar contra los prejuicios y discriminaciones sexuales, étnicas y sociales.• Participar en la creación de reglas de vida común referentes a la disciplina en la

escuela, las sanciones, la apreciación de la conducta.• Analizar la relación pedagógica, la autoridad, la comunicación en clase.• Desarrollar el sentido de la responsabilidad, la solidaridad, el sentimiento de

justicia.

10. Organizar la propia formación continua.

• Saber explicitar sus prácticas.• Establecer un control de competencias y un programa personal de formación

continua propios.• Negociar un proyecto de formación común con los compañeros (equipo, escuela,

red).• Implicarse en las tareas a nivel general de la enseñanza o del sistema

educativo.• Aceptar y participar en la formación de los compañeros.

Fuente: Archivo Formation continue. Programme des cours 1996-97. Enseñanza primaria, Ginebra. Servicio del perfeccionamiento, 1996. Este referencial ha sido adoptado por la institución bajo proposición de la comisión paritaria de la formación.

Organizar y animar situaciones de aprendizaje

¿Por qué presentar como una competencia nueva la capacidad de organizar y animar si-tuaciones de aprendizaje? ¿No se halla en el mismo oficio de docente?

Todo depende evidentemente de lo que se esconda bajo las palabras. Durante mucho tiempo el oficio de profesor ha sido identifi-cado con el curso magistral, acompañado de ejercicios. La figura del magister remite a la del discípulo, que “bebe sus palabras” y continua-mente se forma con su contacto, luego traba-jando su pensamiento. Escuchar una lección, hacer ejercicios o estudiar en un libro pueden ser actividades de aprendizaje. De ahí que el profesor más tradicional pueda pretender or-

ganizar y fomentar dichas situaciones, un poco como el señor Jourdain hacía con la prosa, sin saberlo, o más exactamente, sin darle impor-tancia. La idea misma de situación de apren-dizaje no presenta ningún interés para los que piensan que a la escuela se va para aprender y que todas las situaciones se supone que han de servir a este propósito. Desde este punto de vista, insistir en las “situaciones de aprendi-zaje” no añade nada nuevo a la visión clásica del oficio de profesor. Esta insistencia inclu-so puede parecer pedante, como si se insis-tiera para decir que un médico “concibe y fomenta situaciones terapéuticas”, en vez de reconocer simplemente que cura pacientes, al igual que el profesor instruye a sus alumnos. Excepto los que están familiarizados con las pedagogías activas y los trabajos en didácti-

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ca de las disciplinas, los profesores de hoy en día no se consideran espontáneamente como “diseñadores y animadores de situaciones de aprendizaje”.

¿Se trata de una simple cuestión de voca-bulario o tienen motivos para resistirse a un modo de ver que sólo puede complicarles la vida? Cojamos el ejemplo del profesor uni-versitario de primer ciclo, porque todavía se encuentra en la mayoría de países. El curso se imparte en un anfiteatro, delante de cen-tenares de rostros anónimos. ¡Que entienda y aprenda quien pueda! Por un momento el profesor podría tener la ilusión de que crea de este modo, para cada uno, una situación de aprendizaje, definida por el hecho de escuchar la palabra magistral y el trabajo de la toma de notas, por la comprensión y la reflexión que se supone que suscita. Si lo piensa, se dará cuenta de que la estandarización aparente de la situación es una ficción, que existen tantas situaciones distintas como estudiantes. Cada uno vive el curso en función de sus ganas y su disponibilidad, de lo que oye y entiende, se-gún sus medios intelectuales, su capacidad de concentración, lo que le interesa, lo que tiene sentido para él, lo que se relaciona con otros conocimientos o realidades que le resultan fa-miliares o que logra imaginar. Llegado a este punto de reflexión, el profesor tendrá la sabi-duría de suspenderla, so pena de considerar que en realidad, no sabe demasiado sobre las situaciones de aprendizaje que crea… Consi-derarse diseñador y animador de situaciones de aprendizaje tiene sus riesgos: ¡esto puede conducir a preguntarse sobre su pertinencia y eficacia!

El sistema educativo se construye por arri-ba. Por esta razón las mismas constataciones valen, hasta cierto punto, para la enseñanza secundaria y, en menor medida, para la ense-ñanza primaria. Cuando los alumnos son ni-ños o adolescentes, no son tan numerosos y la enseñanza es más interactiva; se da más im-portancia a los ejercicios o a las experiencias conducidas por los alumnos (y no delante de ellos). Sin embargo, siempre y cuando practi-quen una pedagogía magistral y poco diferen-

ciada, los profesores no controlan realmente las situaciones de aprendizaje en las que sitúan a cada uno de sus alumnos. Como mucho pue-den procurar, usando medios disciplinarios clásicos, que todos los alumnos escuchen con atención y se impliquen activamente, al menos en apariencia, en las tareas asignadas. La re-flexión sobre las situaciones didácticas empie-za con la pregunta de Saint-Onge (1996): “Yo enseño, pero ellos, ¿aprenden?”.

Sabemos, después de Bordieu (1996), que en realidad sólo aprenden, a merced de semejante pedagogía, los “herederos”, los que disponen de los medios culturales para sacar provecho a una enseñanza que se dirige formalmente a todos, en la ilusión de la igualdad, identificada en este caso con la igualdad de trato. Esto hoy en día parece evidente. No obstante, ha sido necesario un siglo de escolaridad obligatoria para empezar a poner en cuestión este modelo, comparándolo con un modelo más centrado en los estudiantes, sus representaciones, su activi-dad, las situaciones concretas en las que les sumergimos y sus efectos didácticos. Sin duda esta evolución –inacabada y frágil– tiene rela-ción con la apertura de los estudios largos a públicos nuevos, lo cual obliga a preocupar-se por aquellos para los que escuchar un cur-so magistral y hacer ejercicios no basta para aprender. Existen vínculos estrechos entre la pedagogía diferenciada y la reflexión sobre las situaciones de aprendizaje (Meirieu, 1989, 1990).

En la perspectiva de una escuela más eficaz para todos, organizar y animar situaciones de aprendizaje ya no es un modo a la vez banal y complicado de definir lo que hacen de manera espontánea todos los profesores. Este lenguaje hace hincapié en la voluntad de elaborar situacio-nes didácticas óptimas, incluso y en primer lugar para los alumnos que no aprenden escuchan-do lecciones. Las situaciones pensadas así se alejan de los ejercicios clásicos, que sólo exigen la puesta en práctica de un procedimiento co-nocido. Ahora bien, siguen siendo útiles, pero ya no son el alfa y omega del trabajo en clase, no más que el curso magistral, limitado a fun-ciones precisas (Étienne y Lerouge, 1997:64).

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Organizar y animar situaciones de aprendiza-je es mantener un lugar justo para estos mé-todos. Es sobre todo sacar energía, tiempo y disponer de las competencias profesionales necesarias para imaginar y crear otra clase de situaciones de aprendizaje, que las didácticas contemporáneas consideran como situaciones amplias, abiertas, con sentido y control, que hacen referencia a un proceso de investigación, iden-tificación y resolución de problemas.

Esta competencia global moviliza varias competencias más específicas:

• Conocer, a través de una disciplina deter-minada, los contenidos que enseñar y su traducción en objetivos de aprendizaje.

• Trabajar a partir de las representaciones de los alumnos.

• Trabajar a partir de los errores y los obs-táculos al aprendizaje.

• Construir y planificar dispositivos y se-cuencias didácticas.

• Comprometer a los alumnos en activi-dades de investigación, en proyectos de conocimiento.

Analicémoslas, una a una, y recordemos que todas contribuyen a la concepción, la or-ganización y la animación de situaciones de aprendizaje.

Conocer, a través de una disciplina determinada, los contenidos que hay que

enseñar y su traducción en objetivos de aprendizaje

Conocer los contenidos que se enseñan es lo mínimo cuando se pretende instruir a alguien. Pero ésta no es la verdadera competencia pe-dagógica, sino que consiste en relacionar los contenidos por un lado con los objetivos, y por el otro, las situaciones de aprendizaje. Esto no pa-rece necesario cuando el profesor se limita a recorrer, capítulo tras capítulo, página tras pá-gina, el “texto del conocimiento”. Sin duda, ya existe transposición didáctica (Chevallard, 1991), en la medida en que el conocimiento se organi-za en lecciones sucesivas, según un plan y a un ritmo que tiene en cuenta, en principio, el ni-

vel medio y las adquisiciones anteriores de los alumnos, con momentos de revisión y otros de evaluación. En esta pedagogía los objetivos se definen de forma implícita por los contenidos: en resumen, se trata, para el alumno, de asimi-lar el contenido y de hacer la prueba de esta asimilación en una prueba oral, un control es-crito o un examen.

La importancia de los objetivos ocupó un primer plano durante los años 60, con la “pe-dagogía de control”, traducción aproximada de la expresión inglesa mastery learning. Bloom (1979), su fundador, aboga por una enseñan-za orientada por criterios de control, regulada por una evaluación formativa que conduzca a “remediaciones”. En esa misma época (Bloom, 1975) propone la primera “taxonomía de obje-tivos pedagógicos”, es decir, una clasificación completa de los aprendizajes enfocados a la escuela.

En los países francófonos, este enfoque ha sido a menudo caricaturizado con la etiqueta de pedagogía por objetivos. Hameline (1979) ha descrito las virtudes además de los excesos y los límites del trabajo por objetivos. Huber-man (1988) ha demostrado que el modelo de la pedagogía de control sigue siendo pertinente, con la condición de ampliarla e integrar enfo-ques más constructivistas. Hoy en día, nadie aboga por una enseñanza guiada a cada paso por objetivos muy precisos, enseguida proba-dos con el fin de una remediación inmediata. La enseñanza, sin duda persigue objetivos, pero no de una forma mecánica y obsesiva. Es-tos intervienen en tres estadios:

• El de la planificación didáctica, no para dictar situaciones de aprendizaje propias a cada objetivo, sino para identificar los objetivos trabajados en las situaciones consideradas, para elegirlas y fomentar-las con conocimiento de causa.

• El del análisis a posteriori de situaciones y de actividades, cuando se trata de delimi-tar lo que realmente se ha desarrollado y mo-dificar la serie de actividades propuestas.

• El de la evaluación, cuando se trata de controlar las experiencias de los alumnos.

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Traducir el programa en objetivos de apren-dizaje y estos últimos en situaciones y activi-dades posibles no es una actividad lineal, que permitiría honrar cada objetivo por separado. Los conocimientos y habilidades de alto nivel se construyen en situaciones múltiples, comple-jas, de las cuales cada una persigue varios ob-jetivos, a veces en varias disciplinas. Para or-ganizar y favorecer semejantes situaciones de aprendizaje, es indispensable que el profesor controle los conocimientos, que tenga más de una lección de ventaja respecto a los alumnos y sea capaz de encontrar lo esencial bajo múlti-ples apariencias, en contextos variados.

“Lo que se concibe correctamente se expresa con claridad y las palabras para decirlo salen con facilidad”, decía Boileau. Hoy en día, nos encontramos más allá de este precepto. Para hacer aprender, no basta con estructurar el texto del conocimiento, luego “leerlo” de modo inte-ligible y con energía, sino que esto exige al me-nos talentos didácticos. La competencia nece-saria hoy en día es controlar los contenidos con suficiente soltura y distancia para construirlos en las situaciones abiertas y las tareas comple-jas, aprovechando las ocasiones, partiendo de los intereses de los alumnos, explotando los acontecimientos, en resumen, favoreciendo la apropiación activa y la transferencia de cono-cimientos, sin pasar necesariamente por su ex-posición metódica, en el orden prescrito por un índice de contenidos.

Esta soltura en la gestión de las situaciones y contenidos exige un control personal, no sólo de los conocimientos, sino de lo que Develay (1992) llamaba la matriz disciplinaria, es decir, los conceptos, las preguntas, los paradigmas que estructuran los conocimientos en el seno de una disciplina. Sin este control, la unidad de los conocimientos está perdida, los árboles escon-den el bosque y la capacidad de reconstruir una planificación didáctica a partir de los alumnos y de los acontecimientos se ve debilitada.

De ahí la importancia de saber identificar los conceptos núcleo (Meirieu, 1989, 1990) o las competencias clave (Perrenoud, 1998a), en tor-no a las cuales organizar los aprendizajes y en función de las cuales guiar el trabajo en clase

y fijar las prioridades. No tiene sentido pedir a cada profesor que haga solo, para su clase, una lectura de los programas para sustraer los núcleos. Sin embargo, incluso si la institución propone una reescritura de los programas en este sentido, corren el riesgo de convertirse en papel mojado para los profesores que no están dispuestos a consentir un importante trabajo de vaivén entre los contenidos, los ob-jetivos y las situaciones. ¡A este precio navega-rán en la cadena de la transposición didáctica como peces en el agua!

Trabajar a partir de las representaciones de los alumnos

La escuela no construye a partir de cero, el alumno no es una tabla rasa, una mente vacía, al contrario, sabe “un montón de cosas”, se ha hecho preguntas y ha asimilado o elaborado respuestas que le satisfacen de forma provisio-nal. Así pues, la enseñanza a menudo choca de frente con las concepciones de los alumnos.

Ningún profesor experimentado lo pasa por alto: los alumnos creen saber una parte de lo que queremos enseñarles. Una buena peda-gogía tradicional se sirve a veces de estos po-quitos conocimientos como puntos de apoyo, pero el profesor transmite, al menos de forma implícita, el siguiente mensaje: “olvidad lo que sabéis, desconfiad del sentido común y de lo que os han contado y escuchadme, yo os diré cómo suceden en realidad las cosas”.

La didáctica de las ciencias (Giordan y De Vecchi, 1987; De Vecchi, 1992, 1993; Astolfi y Develay, 1996; Astolfi y otros, 1997; Joshua y Dupin, 1993) ha demostrado que no nos libramos tan fácilmente de las concepciones previas de los alumnos; pues forman parte de un sistema de representaciones que tiene su coherencia y sus funciones de explicación del mundo y se reconstituye subrepticiamente, a pesar de las demostraciones irrefutables y las desmentidas formales aportadas por el pro-fesor. Incluso al terminar los estudios cientí-ficos universitarios, los estudiantes vuelven al sentido común cuando se enfrentan, fuera del contexto del curso o del laboratorio, a un problema de fuerzas, calor, reacción química,

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respiración o contagio. Todo sucede como si la enseñanza teórica rechazara, durante el curso y el examen, una costumbre lista para reaparecer al instante en los otros contextos.

Lo que vale para las ciencias aparece en to-dos los dominios en que la ocasión y la necesi-dad de comprender no han esperado a que el tema sea tratado en la escuela…

Trabajar a partir de representaciones de los alumnos no consiste en hacer que se expresen para despreciarles inmediatamente. Lo impor-tante es darles regularmente derecho de ciuda-danía en la clase, interesarse por ellos, tratar de comprender sus raíces y su forma de coheren-cia, no sorprendernos de que éstas reaparezcan cuando las creíamos perdidas. Por esta razón, debe abrirse un espacio para la palabra, no cen-surar de forma inmediata las analogías falaces, las explicaciones animistas o antropomórficas, los razonamientos espontáneos, con el pretexto de que conducen a conclusiones erróneas.

Bachelard (1996) observa que a los pro-fesores les cuesta entender que sus alumnos no comprenden, puesto que han olvidado el camino del conocimiento, los obstáculos, las incertidumbres, los atajos, los momentos de pánico intelectual o de vacío. Para el profesor, un número, una resta, una fracción son cono-cimientos adquiridos y triviales, así como el imperfecto, el concepto de verbo, concordancia o subordinada, o incluso el de célula, tensión eléctrica o dilatación. El profesor que trabaja a partir de las representaciones de los alumnos trata de reencontrar la memoria del tiempo en la que todavía no sabía, de ponerse en el lugar de los alumnos, de recordar que, si no lo entienden, no es por falta de buena voluntad, sino porque lo que al experto le parece evidente a los alum-nos les parece complicado y arbitrario. No sirve de nada explicar 100 veces la técnica de la divi-sión a un alumno que no ha entendido el prin-cipio de la numeración en distintas bases. Para aceptar que un alumno no entiende el principio de Arquímedes, se debe medir su extrema abs-tracción, la dificultad de conceptualizar la re-sistencia del agua o librarse de la idea intuitiva de que un cuerpo flota porque “demuestra sus esfuerzos para flotar”, como un ser vivo.

Para imaginar el conocimiento ya cons-truido en la mente del alumno, y que resulta un obstáculo para la enseñanza, no basta con que los profesores se acuerden de sus propios aprendizajes. Una cultura más amplia en his-toria y en filosofía de las ciencias podría ayu-darles, por ejemplo, a entender por qué la hu-manidad ha tardado siglos en rechazar la idea de que el Sol giraba alrededor de la Tierra o aceptar que una mesa sea un sólido esencial-mente vacío, teniendo en cuenta la estructura atómica de la materia. La mayoría de los cono-cimientos cultos son contrarios a la intuición. Las representaciones y las concepciones a las cuales les enfrentamos no son únicamente las de los niños, sino sociedades del pasado y de una parte de los adultos contemporáneos. También resulta de utilidad que los profeso-res tengan algunas nociones de psicología ge-nética. En una palabra, es importante que se enfrenten a los límites de sus propios cono-cimientos y (re)descubran que los conceptos de número imaginario, quanta, agujero negro, su-praconductor, adn, inflación o metacognición les ponen en un apuro, al igual que los alumnos frente a conceptos más elementales.

Falta trabajar a partir de las concepciones de los alumnos, entrar en diálogo con éstas, hacerlas evolucionar para acercarles conoci-mientos cultos que enseñar. Así pues la compe-tencia del profesor es esencialmente didáctica. Le ayuda a apoyarse en las representaciones previas de los alumnos, sin cerrarse en ellas, a encontrar un punto de entrada en el sistema cognitivo de los alumnos, un modo de des-estabilizarlos lo suficiente para conducirlos a restablecer el equilibrio incorporando elemen-tos nuevos a las representaciones existentes, si es preciso reorganizándolas.

Trabajar a partir de los errores y de los obstáculos en el aprendizaje

Esta competencia está en la misma línea que la anterior. Se basa en el simple postulado de que aprender no es primero memorizar, almacenar las informaciones, sino más bien reestructurar su sistema de comprensión del mundo. Esta rees-tructuración requiere un importante trabajo

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cognitivo. Sólo se inicia para restablecer un equilibro roto, controlar mejor la realidad, a nivel simbólico y práctico.

¿Por qué se alarga la sombra de un árbol? Porque el Sol se desplaza, dirán los que, en la vida cotidiana, siguen pensando que el Sol gira alrededor de la Tierra. Porque la Tierra ha seguido su rotación, dirán los discípulos de Galileo. De ahí a establecer una relación precisa entre la rotación de la Tierra (o el mo-vimiento aparente del Sol) y el alargamiento de una sombra inclinada, hay un paso, que su-pone un modelo geométrico y trigonométrico que a la mayoría de adultos les costaría trabajo encontrar o elaborar con rapidez. Pedir a los alumnos de 11 o 12 años hacer un esquema que represente el fenómeno los sitúa, por lo tanto, ante obstáculos cognitivos que sólo podrán su-perar a costa de ciertos aprendizajes.

La pedagogía clásica trabaja a partir de obstáculos, pero favorece los que propone la teoría, los que encuentra el alumno en su libro de matemáticas o de física, cuando, al leer por tercera u octava vez el enunciado de un teore-ma o de una ley, todavía no entiende por qué la suma de los ángulos de un triángulo es 180° o cómo es posible que un cuerpo caiga con una aceleración constante.

Supongamos, por ejemplo, que pedimos a los alumnos que se imaginen que tienen que asaltar una fortaleza y calcular la longitud de la esca-lera que les permitirá franquear el foso de 6 metros de ancho para llegar a la cima de una muralla de 9 metros de altura. Si conocen el teorema de Pitágoras y son capaces de ver su pertinencia y aplicarlo correctamente a los datos, harán la suma de los cuadrados de 6 y de 9, es decir, 36 + 81 = 117, y de ahí deducirán que bastará con una escalera de 11 metros.

Si no conocen el teorema de Pitágoras, de-berán, o bien descubrirlo, o bien proceder del modo más pragmático, por ejemplo, constru-yendo una maqueta a escala reducida.

Según la edad de los alumnos y el progra-ma que el profesor tenga en mente, éste puede introducir limitaciones, por ejemplo, prohibir el procedimiento más empírico, si quiere que descubran el teorema, o al contrario, favore-cerlo, si quiere que induzcan un trabajo sobre las proporciones.

Según si conocen el teorema, que sean capa-ces de descubrirlo con ayuda o se encuentren a años luz de la solución, los alumnos no harán los mismos aprendizajes:

• Si conocen el teorema, trabajarán “simple-mente” la puesta en práctica o la transfe-rencia de un conocimiento adquirido, en un contexto en el que su pertinencia no se observa a simple vista, puesto que hay que reconstruir un triángulo rectángulo, por lo tanto, identificar el foso y la mura-lla en los lados del ángulo recto, la escale-ra en la hipotenusa, pensando en Pitágo-ras. A este nivel, podríamos sugerir a los alumnos que tuvieran en cuenta el hecho de que no pondremos la escalera justo al borde del foso y que intentaremos que sobrepase un poco la cima de la muralla.

• Si ”se acercan” al teorema, el obstáculo cognitivo será de otro tipo. Los alumnos deberán crear la intuición de que proba-blemente existe una regla que les permi-tiría, si la encuentran, calcular el problema sin titubear. Faltará descubrirla, luego for-malizarla, fase en la que el profesor inter-vendrá sin duda proponiendo otras situa-ciones y quizás el teorema mismo, si cree que le falta tiempo para que la descubran o si considera, con razón o sin ella, que sus alumnos “nunca lo lograrán por sí solos”.

• Si los alumnos no tiene ni idea de la po-sible existencia de un teorema aplicable, se contentarán con buscar una solución pragmática mediante estimaciones y si-mulaciones. El obstáculo será más meto-dológico que propiamente matemático, la

Escalera

Muralla

Foso

6 m

9 m

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situación se parecerá más a un problema abierto que a una situación problema.

Una verdadera situación problema obliga a superar un obstáculo a costa de un aprendizaje inédito, ya se trate de una simple transferen-cia, de una generalización o de la construcción de un conocimiento completamente nuevo. El obstáculo se convierte entonces en el objetivo del momento, un objetivo obstáculo, según la expresión de Martinand (1986), utilizada de nuevo por Meirieu, Astolfi y muchos otros. Volveremos a este tema en el siguiente capí-tulo, a propósito del ajuste de las situaciones problema a las posibilidades de los alumnos.

Afrontar el obstáculo es afrontar el vacío, la ausencia de toda solución, incluso de cual-quier pista o de cualquier método, la impre-sión de que nunca lo lograremos, de que está fuera de nuestro alcance. A continuación, si la transmisión del problema funciona, en otras palabras, si los alumnos se apropian de él, su pensamiento se pone en movimiento, crea las bases de hipótesis, procede a exploraciones, propone pruebas “para ver”. En un trabajo colectivo, se inicia la discusión, el choque de representaciones obliga a cada uno a precisar su idea y a tener en cuenta las de los otros.

Es entonces cuando el error de razonamien-to y estrategia amenaza. Así, para demostrar el teorema de Pitágoras, por lo tanto, para probar que, en el triángulo rectángulo abc, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cua-drados de los catetos, incluimos generalmente el triángulo rectángulo en un rectángulo. Que el lector intente reconstruir el desarrollo del razo-namiento y calcule el número de operaciones mentales que deben encadenarse correctamen-te y memorizar durante el trabajo para decir ¡eureka! Multiplique los errores y ¡esto se con-vierte en una verdadera carrera de obstáculos!

Ante una tarea compleja, los obstáculos cognitivos se constituyen, en gran medida, por pistas falsas, errores de razonamiento, estima-ción o cálculo. Sin embargo, el error también amenaza en los ejercicios más clásicos: “Al sa-lir de casa esta mañana, llevaba dinero enci-ma; durante el día, he gastado 70 euros, luego otros 40; ahora me quedan 120 euros. ¿Cuán-tos llevaba al salir de casa?”. Muchos alumnos calcularán 120 - 70 - 40 y les dará 10 euros, es decir, un resultado numéricamente justo a la vista de las operaciones propuestas, pero que no es la respuesta al problema y que, además, resulta inverosímil, puesto que la cantidad ini-cial es inferior a la que se ha gastado en cada caso. Para comprender este error, hay que ana-lizar las dificultades de la sustracción, y tener en cuenta el hecho de que en realidad se pide una suma para resolver un problema puesto en términos de gasto, por lo tanto, de sustrac-ción (Vergnaud, 1980).

La didáctica de las disciplinas se interesa cada vez más por los errores e intenta com-prenderlos, antes que combatirlos. Astolfi (1997) propone considerar el error como un instrumento para enseñar, un revelador de me-canismos de pensamientos del alumno. Para desarrollar esta competencia, el profesor evi-dentemente debe tener una cultura en didácti-ca y en psicología cognitiva. En resumen, debe interesarse por los errores, aceptarlos como etapas estimables del esfuerzo de comprender, esforzarse, no corregirlos (“¡No digas esto, sino eso!”), sino dar al alumno los medios para tomar conciencia de ello e identificar su origen y superarlos.

Construir y planificar dispositivos y secuencias didácticas

Una situación de aprendizaje se incluye en un dispositivo que la hace posible y a veces en una secuencia didáctica en la cual cada situación es una etapa en una progresión. Secuencias y dis-positivos didácticos se incluyen a su vez en un pacto pedagógico y didáctico, reglas de fun-cionamiento, instituciones internas de la clase.

Los conceptos de dispositivo y de secuencia didáctica hacen hincapié en el hecho de que una

α’

α

ah b

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situación de aprendizaje no se produce al azar, sino que la genera un dispositivo que sitúa a los alumnos ante una tarea que cumplir, un pro-yecto que realizar, un problema que resolver. No existe un dispositivo general, todo depen-de de la disciplina, de los contenidos específi-cos, del nivel de los alumnos, de las opciones del profesor. Practicar un método de proyecto requiere algunos dispositivos. El trabajo por situaciones problema requiere otros, los proce-sos de investigación incluso otros. En todos los casos, existe un cierto número de parámetros que controlar para que los aprendizajes espe-rados se realicen. Para entrar en más detalles, convendría considerar una disciplina en con-creto. Un método de proyecto en geografía, una experimentación en ciencias, un trabajo sobre situaciones matemáticas o una pedago-gía del texto precisan dispositivos variados.

Pongamos como ejemplo una serie de expe-riencias en torno al principio de Arquímedes, como se detallan en una obra del Grupo Fran-cés de Nueva Educación (Laschkar y Bassis, 1985). Recordemos, para aquellos que lo ha-yan olvidado, que el principio de Arquímedes explica sobre todo por qué algunos cuerpos flotan. Cada cuerpo sumergido en un líquido experimenta una presión igual a la masa del volumen de líquido que éste ocupa. De lo cual se desprende:

• Los cuerpos cuya densidad (o masa vo-lumétrica) es superior a la del líquido se hundirán.

• Los que tienen una densidad igual per-manecerán en equilibrio (como un sub-marino estabilizado sumergido).

• Aquellos cuya densidad es inferior a la del líquido volverán a la superficie y flotarán (como los barcos) y la línea de flotación delimitará la parte sumergida.

Se logra el equilibrio cuando la masa del líquido desplazado por esta parte es igual a la masa global del cuerpo que flota. Normal-mente, se invita a los alumnos a sustituir men-talmente el cuerpo que flota por el líquido del que en cierto modo “ha cogido el sitio”. En-

tonces pueden entrever que si este líquido es-tuviera encerrado en una envoltura sin peso ni espesor, permanecería en el lugar, lo cual indica que ha experimentado una presión as-censional equilibrando su masa, que lo atrae hacia el fondo.

El profesor del gfen (Grupo Francés de Nue-va Educación), que enseña física en una clase de un instituto francés (5°, 13-14 años), se ha formado en biología. Sin duda ésta es la razón por la cual no trata el principio de Arquímedes de un modo tan abstracto. Empieza por hacer reflexionar a sus alumnos sobre parejas de materias: pan-azúcar, madera-hormigón, hie-rro-plástico, sin referencia en este estadio a un líquido. Les pregunta cuál es la más pesada. Las primeras respuestas carecían de razona-miento, se basaban en una intuición sensible de la densidad, sin que se construyera el con-cepto. Luego viene la constatación decisiva: no se puede saber, “depende de la cantidad”.

¿Cuánto? Los alumnos llegarán a la con-clusión –después de reflexionar– de que un kilo de plumas es tan pesado como un kilo de plomo. La cantidad se refiere por lo tanto al volumen. El profesor, partidario del principio de autosocioconstrucción de los conocimien-tos (Bassis, 1998; Vellas, 1996), evita facilitar el trabajo. No propone volúmenes de made-ra, hierro, plástico u hormigón iguales y de la misma forma, que bastaría con pesarlos. Pone a disposición de los alumnos fragmentos de volúmenes, formas y pesos variados, que no se prestan ni a una comparación directa por un peso, ni a una clasificación sencilla en volú-menes iguales. Poco a poco se van cumpliendo las condiciones para que surja el concepto de masa volumétrica.

En una segunda secuencia, el profesor pro-pone tratar el mismo problema de otra forma. Da a cada equipo un trozo de plastilina y pide a los alumnos que midan con la mayor exacti-tud posible la masa y el volumen. Tienen a su disposición balanzas y probetas graduadas que se pueden llenar de agua y en las que se puede sumergir los trozos. Observaremos que los con-ceptos de masa y volumen, en este punto de los estudios, se consideran construidos y moviliza-

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bles. El nuevo desafío es ponerlos en relación, de ahí derivará el concepto de masa volumétrica.

Los alumnos pesan los bloques de plastili-na gracias a una balanza y miden el volumen por inmersión, luego hacen una tabla compa-rativa. (Ver cuadro abajo)

Los resultados del equipo 3 van bien enca-minados: la relación entre masa y volumen no es verosímil. El equipo está seguro del peso, quiere volver a medir el volumen. El profesor les pide que calculen este volumen, sin volver a usar la probeta. La clase se moviliza y llega a formulaciones del tipo: “cuando dividimos masa por volumen, el resultado es casi siempre el mismo”. O “hay que multiplicar el volumen por una cifra más grande que 1 y más pequeña que 2 para encontrar la masa”. Centrémonos ahora en las verificaciones y las pruebas que logran, después de varios intentos, designar y formalizar el concepto de masa volumétrica. La cuestión de saber si una materia es más pe-sada o ligera que otra puede reformularse de un modo más “científico”: ¿su masa volumé-trica es superior o inferior? Los alumnos han entendido que sólo se podían comparar las masas que tenían un mismo volumen y que era una de las funciones de las unidades de volumen, que son volúmenes ficticios, que no se dividen físicamente.

El profesor introduce una tercera secuencia, a la que llama “¿Flota o se hunde?”, diciendo:

¡Un iceberg de 5 000 toneladas, esto flota; una pequeña bola de hierro de 10 gramos, esto se hunde!”. Los alumnos le responden que el hie-rro es más pesado que el hielo. El profesor se sorprende, puesto que 10 gramos “es una masa inferior a 5 000 toneladas”. Los alumnos res-ponden: “pero no se trata de la bola, sino del hierro. ¡La masa volumétrica, hombre! (Las-chkar y Bassis, 1985:60).

La disociación está hecha en la mente de los alumnos, la masa volumétrica del hierro existe de forma independiente de la bola, como la del hielo existe de forma independiente del ice-berg. El camino hasta el descubrimiento del principio de Arquímedes todavía es largo y está plagado de trampas, pero se ha adquirido el instrumento conceptual indispensable.

Para una descripción más detallada de esta secuencia remito a la obra en cuestión, yo re-tengo aquí lo esencial, transportable a otros co-nocimientos, en otras disciplinas: la construc-ción del conocimiento es un progreso colectivo que el profesor orienta creando situaciones y aportando ayuda, sin convertirse en el experto que transmite el saber, ni el guía que propone la solución del problema.

Cuanto más nos adherimos a una conducta constructivista, más importante resulta con-cebir las situaciones que estimulan el conflic-to cognitivo, entre alumnos o en la mente de cada uno, por ejemplo, entre lo que éste pre-dice y lo que observa. El profesor no rechaza, dice sacar conejos de su chistera para provocar avances. Por ejemplo, sin comentarios, hunde dos trozos de hielo idénticos, uno en el agua, el otro en alcohol. Los distintos efectos obligan a los alumnos a percatarse de la masa volu-métrica del líquido y a construir una relación entre masa volumétrica del sólido sumergido y masa volumétrica del líquido, base del prin-cipio de Arquímedes.

Dispositivos y secuencias didácticas bus-can, para hacer aprender, movilizar a los alum-nos ya sea para entender, ya sea para tener éxito, si es posible para las dos cosas (Piaget, 1974).

Su concepción y su puesta en práctica suponen uno de los dilemas de toda pedagogía activa: bien invertir en proyectos que implican y apa-

Equipo 1 Equipo 2 Equipo 3 Equipo 4 Equipo 5

Masa en gramos 22 42 90 50 150

Volumen en mililitros 15 30 150 35 100

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sionan a los alumnos, con el riesgo de que pro-fesores y alumnos se encuentren prisioneros de una lógica de producción y de logro, bien apli-car dispositivos y secuencias centrados de un modo más abierto en aprendizajes y encontrar los puntos muertos de las pedagogías de la lec-ción y del ejercicio (Perrenoud, 1998n).

Todo dispositivo se fundamenta en hipó-tesis relativas al aprendizaje y en relación con el conocimiento, el proyecto, la acción, la co-operación, el error, la incertidumbre, el éxito y el fracaso, el obstáculo y el tiempo. Si cons-truimos dispositivos partiendo del principio de que cada uno quiere aprender y acepta pa-gar el precio, se margina a los alumnos para los que la entrada al conocimiento no puede ser tan directa. Por lo contrario, los métodos de proyecto pueden convertirse en fines en sí mismos y alejar del programa. La competen-cia profesional consiste en utilizar un amplio repertorio de dispositivos y secuencias, adap-tarlos o construirlos, e incluso identificar con tanta perspicacia como sea posible los que mo-vilizan y hacen aprender.

Implicar a los alumnos en actividades de investigación, en proyectos

de conocimientoAcabamos de tratar este tema a propósito de los dispositivos didácticos. Hemos aborda-do el fenómeno más general de la motivación (Viau, 1994; Chappaz, 1996; Delannoy, 1997), la relación con el saber (Charlot, Bautier y Ro-chex, 1994; Charlot, 1997) y el sentido de la ex-periencia y del trabajo escolares (Develay, 1996; Rochex, 1995, Perrenoud, 1996a; Vellas, 1996). Los retomaremos en otro capítulo a propó-sito de la implicación de los alumnos en sus aprendizajes. Antes de ser una competencia didáctica de una gran precisión, relacionada con contenidos específicos, saber implicar a los alumnos en actividades de investigación y en proyectos de conocimientos pasa por una capacidad fundamental del profesor: hacer ac-cesible y deseable su propia relación con el saber y con la investigación, encarnar un modelo plausible de alumno.

Cuando leemos “la utilidad de experiencias de pensamiento para hacer flotar los barcos”, sólo podemos retener los aspectos epistemo-lógicos y didácticos de la secuencia descrita. Cada relación de conceptos, cada sucesión de experiencias plantea la cuestión de sus funda-mentos y sus alternativas. También se puede debatir sobre el papel del profesor, entre inter-venir y dejar hacer. Lo más importante perma-nece implícito: una secuencia didáctica seme-jante sólo se desarrolla si los alumnos se dejan atrapar por el juego y tienen realmente ganas de saber si el hormigón es más pesado que el hierro o por qué flota un iceberg, mientras que una bola de hierro minúscula se va a pique.

Ya no se trata, en los alumnos de 13 años, de esa curiosidad insaciable y de esas ganas espontáneas de entender que se da en los ni-ños de tres años, la edad de los “¿por qué?”. En este punto de los estudios, los adolescentes ya han aprendido durante ocho o 10 años las triquiñuelas del oficio de alumno (Perrenoud, 1996a). Ya no se les seduce con un enigma cual-quiera. También conocen las triquiñuelas del oficio de profesor y reconocen a simple vista el aburrimiento del trabajo repetitivo bajo los ini-cios lúdicos de una tarea nueva. Reflexionan bastante rápido para acabar en cinco minutos con una adivinanza para juegos televisados. Así pues, para que aprendan hay que impli-carles en una actividad de una cierta impor-tancia y una cierta duración, que garantice una progresión visible y cambios en el paisaje, para todos los que no tienen la voluntad obse-siva de trabajar durante días en un problema que se resiste.

El trabajo sobre la densidad y el principio de Arquímedes no es un método de proyecto clásico, en el sentido de que no hay produc-ción social como objetivo. El producto es el conocimiento; el destinatario es el grupo y sus miembros. No está previsto presentar el principio de Arquímedes a los padres de los alumnos bajo la forma de una exposición al estilo de un museo de ciencias y técnicas, con paneles, experimentos y diaporamas. Podría ser una buena idea, pero insistiría en la comu-nicación de un conocimiento adquirido y sin

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duda ofrecería la ocasión de consolidarla, in-cluso de hacer acceder in extremis a una parte de los alumnos. El profesor del gfen no elige este “disfraz”, como cuando se habla del de un agente secreto. Implica abiertamente a sus alumnos “en actividades de investigación, en proyectos de conocimiento”.

Implica… El indicativo cobra aquí todo su sentido. En un deporte colectivo, podemos implicar el balón, éste no se niega. Pero los alumnos, nadie puede implicarse en su lugar. El profesor sólo puede decir “venga, implica-ros”. Nos damos cuenta de qué delicado es encontrar un equilibrio entre la estructuración didáctica de la progresión y la dinámica del grupo clase. Una actividad de investigación se desarrolla generalmente en varios episodios, porque requiere tiempo. En la escuela, el ho-rario y la capacidad de atención de los alum-nos obligan a suspender la progresión para retomarla más tarde, al día siguiente, a veces a la semana siguiente. Según los momentos y los alumnos, estas intervenciones pueden ser beneficiosas o desastrosas. A veces interrum-pen el progreso de las personas o del grupo hacia el conocimiento, otras veces permiten reflexionar, dejar las cosas que evolucionen en un rincón del pensamiento y volver con nue-vas ideas y una energía renovada. La dinámica de una investigación siempre es a la vez inte-lectual, emocional y relacional. El papel del profesor es relacionar los buenos momentos, asegurar la memoria colectiva o confiarla a ciertos alumnos, poner a disposición o hacer que algunos alumnos busquen o confeccionen los materiales requeridos para experimentar. Durante cada sesión, disminuye el interés, el desánimo se apodera de algunos alumnos, cuando sus esfuerzos no se ven recompensa-dos o cuando descubren que el problema pue-de esconder otro, por lo que no ven el final del túnel y abandonan. La implicación inicial a cada momento puede que se tenga que volver a poner en juego.

En un método de proyecto, el motor princi-pal al que el profesor puede recurrir es el desa-fío del éxito de una tarea que pierde su sentido si ésta no conduce a un producto. A menudo,

este desafío personal y colectivo va acompaña-do de un contrato moral con terceros: cuando se ha anunciado un periódico o un espectácu-lo, se intenta cumplir esta promesa. En una actividad de investigación, este contrato falta y parece finalmente bastante fácil resignarse a vivir sin conocer el principio de Arquíme-des, incluso sin entenderlo. En una sociedad desarrollada, la vida de un adulto depende de un número increíble de procesos tecnológicos cuya existencia apenas sospecha y que será muy capaz de explicar. Se puede nadar y na-vegar sin conocer ni entender el principio de Arquímedes.

Podemos apostar a que la mayoría de los seres humanos que hacen flotar cuerpos o bar-cos desconocen el principio de Arquímedes. Utilizan reglas más prácticas, que derivan de la experiencia transmitida de generación en generación o del conocimiento teórico de los ingenieros. De ahí que un profesor no pueda legitimar una actividad de investigación de-mostrando sin problemas que el conocimiento ambicionado es de una importancia vital en la vida cotidiana de los seres humanos. Aquellos que, con motivo de una orientación especia-lizada, tendrán que dominar de verdad esas teorías tendrán sobradas ocasiones de apren-derlas una y otra vez en la universidad. En la escuela, o incluso en el instituto, el utilitarismo no puede justificar la mayoría de los conoci-mientos enseñados y exigidos.

Por consiguiente, un proyecto de conoci-miento no es fácil disfrazarlo de proyecto de acción ni tampoco situarlo en una perspectiva “práctica”, excepto negando la división del trabajo y el futuro probable de los alumnos. Los alumnos ven claramente que a su alrede-dor los adultos no entienden cómo funciona la nevera, la televisión o el lector de cd, que forman parte de su vida cotidiana. ¿Cómo hacerles creer que tendrán necesidad de co-nocimientos científicos en una sociedad en la que las tecnologías funcionan, nos guste o no, con el desconocimiento de sus fundamentos teóricos en la mayoría de sus usuarios? Para fomentar abiertamente un proyecto de cono-cimiento, luego hay que ser capaz de suscitar

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una pasión desinteresada por el conocimiento, por la teoría, sin tratar de justificarla, al me-nos durante la escolaridad básica, por un uso práctico que será el patrimonio de algunos especialistas.

¿Entonces, cómo convertir el conocimiento en apasionante por sí mismo? No se trata so-lamente de una cuestión de competencia, sino de identidad y de proyecto personal del pro-fesor. Desgraciadamente, todos los profesores apasionados no se creen con el derecho de compartir su pasión, todos los profesores cu-riosos no logran hacer inteligible y contagio-so su gusto del conocimiento. La competencia aquí descrita pasa por el arte de comunicar, se-ducir, animar, movilizar, interviniendo como persona.

Su pasión personal no basta si el profesor no es capaz de establecer una complicidad y una solidaridad creíbles en la búsqueda del co-nocimiento. Debe buscar con sus alumnos, aun-que tenga un poco de ventaja, por lo tanto re-nunciar a la imagen del profesor “que lo sabe todo”, aceptar mostrar sus propios errores e ignorancias, no ceder a la tentación de hacer la comedia de que controla, no situar siempre el conocimiento al lado de la razón, la prepa-ración del futuro y el éxito. En cuanto a los profesores a quienes dejan indiferentes los co-nocimientos que enseñan, ¿cómo esperar que susciten el mínimo estremecimiento entre sus alumnos?

Todas las competencias comentadas aquí son importantes componentes didácticos. Ésta última, más que las otras, nos recuerda que la didáctica descansa en todo momento en la cuestión del sentido y de la subjetividad del

profesor y el alumno, por lo tanto, también en las relaciones intersubjetivas que se construyen a propósito del conocimiento, pero no se desa-rrollan únicamente en el registro cognitivo.

Nos lo imaginamos. La capacidad de orga-nizar y fomentar situaciones problema y otras situaciones de aprendizajes fértiles supone competencias bastante cercanas a las que exige un proceso de investigación de más larga dura-ción. Sin embargo, mientras que una situación problema se organiza en torno a un obstáculo y desaparece una vez que éste se ha superado, un proceso de investigación parece más ambi-cioso, puesto que invita a los alumnos a cons-truir ellos mismos la teoría. La progresión al-rededor de la masa volumétrica y el principio de Arquímedes puede interpretarse como una serie de situaciones problema: cada una per-mite afrontar un nuevo obstáculo, que debe ser superado para que prosiga el progreso. La diferencia se halla pues en que en el pensa-miento del profesor y los alumnos, nos encon-tramos en un programa de trabajo a medio plazo. Idealmente, sin duda es de este modo como se debería conducir a los alumnos para construir todos los conocimientos científicos, en biolo-gía, química, geología, física, pero también en economía o en geografía. Desgraciadamente, los procesos de investigación exigen tiempo, por lo que las progresiones didácticas, de las que hablaremos ahora, se organizan a menu-do en función de los conceptos previstos en el programa más que en una lógica de investiga-ción, más caprichosa y ansiosa de tiempo.

Las situaciones problema, lo veremos aho-ra, representan una forma de compromiso en-tre estas dos lógicas.

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