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JOAQUÍN YEBRA SERRANO
DiosTEMPLOS
nohabita en
de piedra
“DIOS NO HABITA EN TEMPLOS DE PIEDRA”
Pr. Joaquín Yebra.
Madrid, noviembre de 2019.
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CONTENIDO:
· El Templo de Jerusalem.
· Dios no vive en Templos de Piedra y Ladrillo.
· La Gran Traición.
· Jesús de Nazaret, Templo de Dios.
· Las Reliquias de los Templos de Piedra.
· Mi Casa será llamada “Casa de Oración para todas las Naciones”.
· La Controversia de Jesús con las expectativas de su Pueblo.
· Mi Casa será llamada “Casa de Oración”.
· La Confrontación de Jesús con los Sacerdotes.
· Epílogo.
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EL TEMPLO DE JERUSALEM
El tema que tenemos ante nosotros, el Templo de Jerusalem, es mucho más extenso de
lo que podemos cubrir en las dimensiones de este estudio, pero no por eso vamos a dejar
de entrar en él con la ayuda de nuestro Señor.
Antes de hablar del Templo de Jerusalem, hemos de hacer un poco de historia. Y para ello
hemos de referirnos al Tabernáculo, antecesor del Templo, cuya importancia se muestra
en que casi la totalidad de la segunda mitad del libro de Éxodo está dedicado a la
descripción del mismo.
Para algunos estudiosos judíos, el Tabernáculo fue ordenado por el Señor después de
que el pueblo de Israel que había salido de la esclavitud en Egipto cometiera el pecado de
hacerse un becerro de oro, un buey ápis, y lo adorara.
La orden de levantar un Tabernáculo habría sido una medida de parte del Señor contra la
tendencia del pueblo a la idolatría, inclinación humana después de la caída en el pecado.
El Arca de la Alianza, íntimamente relacionada con el “Mishkán”, el Tabernáculo, y
después con la “Beit HaMikdash”, “La Casa de Santidad” y “Casa de Oración para todos
los pueblos”, el Templo de Jerusalem, fue la habitación para salvaguardar el Arca del
Pacto.
Durante los primeros años del reino israelita, el Arca de la Alianza fue pasando por varios
santuarios, especialmente los de Gilgal (“guímel”, “lámed”, “guímel”, “lámed”), Siquem
(“sin”, “caf” y “mem” final) y Siló (“sin”, “lámed” y “vav”).
Gilgal es una voz cuyo significado es “círculo de piedra”, “ruedo”, “rodar en círculo”, y fue
el lugar donde el Señor y su pueblo instalaron el primer campamento en la tierra
prometida.
Su simbolismo es echar a rodar, iniciar un nuevo comienzo.
El Arca de la Alianza permaneció en Gilgal, a 1,5 kms al nordeste de Jericó, durante 14
años: Josué 5:9:
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“Entonces Jehová dijo a Josué: ‘Hoy he quitado de encima de vosotros el oprobio de
Egipto’. Por eso se llamó Gilgal aquel lugar, hasta hoy.”
En Gilgal, Josué restableció el pacto de la circuncisión y la celebración de la pascua.
Siquem fue una ciudad de Canaán mucho más antigua que Jerusalem, pues la
arqueología ha constatado que fue construida hace 4.000 años.
Siquem se menciona en las Sagradas Escrituras en 48 ocasiones.
Pasó a ser ciudad israelita de la tribu de Manasés y la primera capital del reino de Israel.
Sus ruinas están situadas a 2 kms al este de la actual ciudad cisjordana de Nablus.
La arqueología ha mostrado que la ciudad de Siquem fue destruida y vuelta a edificar
hasta 22 veces antes de su construcción definitiva en el año 200 a.C.
Debido a su ubicación, Siquem siempre fue un importante centro comercial. Sus
principales productos fueron uvas, aceitunas y trigo.
El faraón Sesostris III, durante el siglo XIX a.C. combatió contra el pueblo de Siquem. Y
según el libro de Génesis 12:6, Abraham, en obediencia al mandato divino, emprendió un
largo viaje atravesando la región hasta llegar a Siquem, hasta la encina de Moré, mientras
Siquem estaba en manos de los cananeos.
Génesis 12:6: “Pasó Abram por aquella tierra hasta el lugar de Siquem, donde está la
encina de Moré. El cananeo vivía entonces en la tierra.”
De acuerdo con el libro de Josué 24:32, “enterraron en Siquem los huesos de José que
los hijos de Israel habían traído de Egipto, en la parte del campo que Jacob compró, por
cien monedas, de los hijos de Hamor, padre de Siquem, y que pasó a ser posesión de los
hijos de José.”
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En el Nuevo Testamente hallamos una referencia a Siquem en labios de Esteban, durante
su discurso antes de morir, y registrado está en el libro de los Hechos de los Apóstoles
7:15-16:
“Así descendió Jacob a Egipto, donde murió él y también nuestros padres, los cuales
fueron trasladados a Siquem y puestos en el sepulcro de Abraham, que a precio de dinero
había comprado a los hijos de Hamor en Siquem.”
Respecto a Siló, hemos de recordar cuando el moribundo Jacob pronunció una bendición
sobre Judá que hallamos en el libro de Génesis 49:10:
“No será quitado el cetro de Judá ni el bastón de mando de entre sus pies, hasta que
llegue Silóh; a él se congregarán los pueblos.”
El significado de Silóh demandaría ya un estudio aparte, pero vamos a tratar de resumirlo:
El título mesiánico de “León de Judá” se basa en este pasaje de la Escritura.
El término “Silóh” es especialmente profundo. Su significado se reproduce casi
textualmente en el libro del profeta Ezequiel 21:27:
“A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré –se refiere al impío rey de Judá, Sedequías- y esto no
será más, hasta que venga aquel a quien corresponde el derecho, y yo se lo entregaré.”
Se trata, evidentemente, de una profecía mesiánica, pues sólo al Mesías le corresponde
el derecho, y sólo Él establecerá un reino justo.
De ahí se desprende que los eruditos bíblicos concuerdan en que “Silóh” significa “Aquél
de Quien Es”, “Aquél a quien Pertenece”.
Es interesante considerar que todos los sabios antiguos de Israel entendieron que “Silóh”
se refiere al Mesías que había de venir.
Por ejemplo, el Targum de Onkelos, versión aramea de la Torá, del Pentateuco.
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Los Targumím o tárgumes, son versiones al arameo de la Biblia Hebrea, producidas o
compiladas por sabios hebreos desde finales del Segundo Templo hasta comienzos de la
Edad Media, es decir, finales del primer milenio.
La voz “tárgum” (“tav”, “resh”, “guímel”, “vav” y “mem” final) significa simplemente
“interpretación”.
En el Targum de Onkelos leemos así: “Hasta que venga el Mesías, a quien pertenece el
reino.”
Igualmente, en el Targum Palestinense se dice: “Hasta que venga el Rey Mesías, del cual
es la realeza.”
Y en el Talmud de Babilonia (tratado “Sanedrín”, cap. XI, 98b, se dice: “¿Cómo se llama el
Mesías? Se llama Silóh, porque dice lo escrito: ‘Hasta que vega Silóh’.”
En Silóh, el Arca de la Alianza permaneció durante 369 años, y después en Nob y Gabaón
durante un total de 57 años.
Josué 18:1: “Toda la congregación de los hijos de Israel se reunió en Silóh, donde
erigieron el Tabernáculo de reunión.”
Nob se menciona en el 1º Libro de Samuel 21:1:
“Vino David a Nob, adonde estaba el sacerdote Ahimelec, y este salió a su encuentro.”
Nob es un lugar poco conocido, a pocos kms al norte de Jerusalem. El capítulo 21 del
Primer Libro de Samuel muestra que allí había sido trasladado el Santuario tras la
destrucción de Silóh, aunque el Arca de la Alianza permanecía en Quriat-jearim.
Después de la conquista de Jerusalem por el rey David, el Arca de la Alianza fue
definitivamente trasladada allí.
Esta acción hizo del traslado del Arca a Jerusalem el símbolo central de la unión de las
tribus israelitas.
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Como lugar en el que se levantaría el Templo, David escogió el Monte Moriá que
conocemos después, y hasta nuestros días, como el “Monte del Templo”, donde Abraham
levantó un altar en el que estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac.
El Primer Templo se construyó durante el reinado de Salomón, hijo de David, quien lo
terminó de levantar en el año 957 a.C.
Otros santuarios retuvieron sus funciones litúrgicas hasta los días del rey Josías, quien
reinó entre los años c. 640 y 609 a.C., quien los abolió y estableció el Templo de
Jerusalem como único lugar en el que realizar los sacrificios al Señor en el Reino de Judá.
El Primer Templo se erigió como lugar donde guardar el Arca de la Alianza y centro de
adoración para todos los pueblos.
El edificio del Templo, propiamente dicho, era un espacio reducido, pero el atrio y el
terreno circundante fueron muy extensos.
El edificio del Templo miraba hacia el Este. Su forma era oblonga y consistía en tres
estancias de la misma anchura:
El porche o vestíbulo (hebreo: “ulam”); la sala principal para el culto o Lugar Santo
(“Hakal”), y el “Santo de los Santos” o “Lugar Santísimo” (hebreo: “Devir”, “Santuario”), la
estancia en la que se hallaba el Arca de la Alianza.
El Primer Templo contenía cinco altares: Uno a la entrada del “Santo de los Santos” o
“Lugar Santísimo”, otros dos altares dentro del edificio, uno grande de bronce ante el
porche, y otro en el patio. Una gran fuente de bronce en el patio se empleaba para las
abluciones de los sacerdotes.
Dentro del “Lugar Santísimo”, dos querubines de madera de olivo permanecían ante el
Arca, uno en cada extremo.
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Este santuario interior se consideraba la morada del resplandor de la Divina Presencia, la
“Shejiná”, y en él sólo era posible entrar al Sumo Sacerdote en el Gran Día del Perdón o
Gran Día de la Expiación, el “Yom Kippur”.
Respecto a la “shejiná”, es interesante saber que en el desierto, el Señor bendito ordenó
la construcción de lo que en castellano conocemos como “Tabernáculo”, y que en el
hebreo original es “Mishkán”, voz que proviene de “lishkón”, que es “asentarse”, “morar”.
Y de esta misma raíz nos llega “shejuná”, que es “vecindario”, y “shajén”, que es “vecino”.
También nos llega la voz “shejiná”, que es el resplandor de la divina presencia. Así pues,
“Mishkán” sería como decir “el sitio para la morada del resplandor de Dios”.
Por supuesto que “morada” no hemos de entenderlo en el sentido literal, finito, idolátrico,
sino más bien como un lugar de encuentro particularmente designado. Es decir, un lugar
en donde Dios encuentra al hombre, una cita entre el Creador y la criatura.
En realidad, ese sitio puede ser cualquiera, porque no hay lugar fuera de la supervisión
constante de Dios nuestro Señor. Pero es el hombre quien precisa de un lugar particular,
algo que lo define, algo que lo enfoque y lo congregue con otros hombres.
Todos los lugares y los tiempos son para el crecimiento, para el encuentro con Dios, para
descubrir nuestra “multidimensionalidad” y unificarnos en el encuentro con Dios, con
nuestro prójimo –nuestro vecino- y con nosotros mismos.
De ahí que el Señor diga en Éxodo 25:8: “Me erigirán un santuario, y habitaré en medio
de ellos.”
El sentido hebreo de esta frase no es que Dios va a habitar en medio del santuario, sino
que va a habitar en medio de ellos. Esta distinción es de gran importancia.
Volviendo a la voz “Hakal”, esta se emplea en las Sagradas Escrituras para referirse al
Templo Celestial, como en el caso del Canto de Liberación de David: 2º Samuel 22:7:
“En mi angustia invoqué a Jehová, a mi Dios clamé y escuchó mi voz desde su templo. Mi
clamor llegó a sus oídos.”
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El Templo de Jerusalem sufrió a manos de Nabucodonosor II rey de Babilonia, quien
saqueó los tesoros del Templo en el año 604 a.C. y finalmente destruyó el edificio en el
año 587/586.
Esta destrucción y deportación de los judíos a Babilonia en los años 586 y 582 fueron
acontecimientos entendidos como cumplimiento de la profecía.
El rey Ciro II, fundador de la dinastía aqueménida de Persia (550-330 a.C.), fundada por
el rey Ciro II el Grande, tras vencer a Astiages, el último rey de los medos (550 a.C.), y
extender su dominio por la meseta central de Irán y una gran parte de Mesopotamia, fue
el conquistador de Babilonia en el año 538 a.C., y fue el monarca que emitió una orden
por la que se permitía a los judíos exiliados a regresar a Jerusalem y reconstruir el Templo
que se hallaba en ruinas.
Un contingente de 50.000 judíos emprendieron el primer retorno a la tierra de Israel,
dirigidos por Zorobabel, de la casa real de David.
Menos de un siglo después, el segundo retorno fue dirigido por el escriba Esdras.
Durante los siguientes cuatro siglos, el pueblo judío conoció diversos grados de
autonomía bajo el dominio persa (538-333 a.C.) y posteriormente el período helenístico de
los Ptolomeos y los Seléucidas.
Las obras de reconstrucción del Templo de Jerusalem se completaron en el año 515 a.C.
Este Segundo Templo fue una modesta versión del Templo Salomónico.
Rodeado por dos patios con cámaras, puertas y una plaza pública, no contenía los
valiosos objetos rituales del Primer Templo.
La pérdida principal fue la del Arca de la Alianza, aunque el Templo fue establecido y
organizado con esmero por las familias de los sacerdotes y los levitas.
¿Cuándo desapareció el Arca de la Alianza? Se han derramado ríos de tinta sobre la
posible ubicación del Arca. La última mención histórica en las Sagradas Escrituras acerca
del Arca de la Alianza se encuentra en el Segundo Libro de las Crónicas, capítulo 35,
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cuando el rey Josías, que reinó en Judá alrededor del 640 al 609 a.C., le pidió a los levitas
que devolvieran el Arca al Templo, donde Salomón la había albergado originalmente
después de completar y dedicar la Casa de Oración, alrededor del siglo X a.C.
No existe ninguna mención en cuanto al por qué los levitas habían sacado el Arca de la
Alianza, ni tampoco existe ninguna indicación en cuanto a si los levitas obedecieron el
mandato dado por el rey Josías.
En el Segundo Libro de los Macabeos, escrito apócrifo, capítulo 2:1-8 leemos así:
El profeta Jeremías “después de una revelación divina, ordenó que el Tabernáculo de
reunión y el Arca del Pacto debían acompañarlo, y de cómo fue a la montaña que Moisés
subió para ver la herencia de Dios, esto es, el Monte Nebo”.
Cuando Jeremías llegó allí, encontró una caverna en la que ocultó el Tabernáculo, el Arca
de la Alianza y el altar del incienso, y luego selló la entrada de la cueva.
Entonces, ¿cuándo desapareció el Arca de la Alianza? Parece que desapareció en algún
momento inmediatamente antes del cautiverio babilónico, en el siglo VI a.C.
Muchos se han preguntado por qué permitió Dios esta desaparición del Arca de la Alianza.
Lo cierto es que el Señor no sólo permitió la salida del Arca, sino también que la nación
fuera al exilio, sacada de la tierra promisoria y que el Templo de Jerusalem fuera
destruido.
Al pueblo se le permitiría regresar de la diáspora y que el Templo de Jerusalem fuera
reedificado, pero no permitió el Señor que el Arca de la Alianza regresara con el pueblo.
En el capítulo 3 del libro del profeta Jeremías, Dios le habló al profeta, diciéndole:
Jeremías 3:12-16:
“Ve y clama estas palabras hacia el norte, y di: Vuélvete, oh rebelde Israel, dice Jehová;
no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo, dice Jehová, no guardaré para
siempre el enojo.
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Reconoce, pues, tu maldad, porque contra Jehová tu Dios has prevaricado, y fornicaste
con los extraños debajo de todo árbol frondoso, y no oíste mi voz, dice Jehová.
Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo; y os tomaré uno
de cada ciudad, y dos de cada familia, y os introduciré en Sion; y os daré pastores según
mi corazón, que os apacienten con ciencia y con inteligencia.
Y acontecerá que cuando os multipliquéis y crezcáis en la tierra, en esos días, dice
Jehová, no se dirá más: Arca del Pacto de Jehová; ni vendrá al pensamiento, ni se
acordarán de ella, ni la echarán de menos, ni se hará otra.”
El Señor le dijo con suma claridad al profeta que el Arca de la Alianza, que hasta aquel
momento había desempeñado un rol prominente en el culto del pueblo de Dios, ya no
jugaría ese papel, ni tampoco sería echada de menos sorprendentemente por los fieles.
Esta declaración fue hecha por el Señor durante el reinado de Josías. No habría otra
mención del Arca de la Alianza en las Sagradas Escrituras hasta 700 años después,
cuando vuelve a ser mencionada en el Nuevo Testamento, concretamente en la Epístola a
los Hebreos, donde se nos da una descripción del Templo de Jeusalem, y en el libro de
Apocalipsis, donde se nos da una visión del Templo Celestial, del cual el terrenal fue
figura y sombra de lo que habría de venir:
Hebreos 9:4-5: “(En el Lugar Santísimo) había un incensario de oro y el Arca del Pacto
cubierta de oro por todas partes, en la que había una urna de oro que contenía el maná,
la vara de Aarón que reverdeció y las Tablas del Pacto. Sobre la urna estaban los
querubines de gloria que cubrían el propiciatorio.”
Apocalipsis 11:19: “El Templo de Dios fue abierto en el Cielo, y el Arca de su Pacto se
dejó ver en el Templo.”
Durante los períodos persa y helenista (siglos IV y III a.C., el Templo de Jerusalem fue
generalmente respetado y parcialmente sostenido por los gobernadores extranjeros de
Judea.
Sin embargo, Antíoco Epifanes IV arrasó Jerusalem apoderándose de sus tesoros, y
también contaminó el Templo en el año 167 a.C., ordenando que se ofrecieran en él
sacrificios de cerdos a Zeus (Júpiter) sobre un altar que mandó construir en el Templo.
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Aquel acto sacrílego fue la gota que colmó el vaso dando principio la revolución de los
hasmoneos, durante la cual Judas Macabeo se levantó contra las tropas del invasor
seléucida Antíoco, derrotándolos, limpiando el Templo de Jerusalem y volviéndolo a
consagrar al Señor.
La dinastía Hasmonea (años 142-63 a.C.), dirigidos por Matatías, miembro de una familia
sacerdotal, y después por su hijo Judas Macabeo, entraron en Jerusalem y purificaron el
Templo (año 164 a.C.).
En aquellos días ocurrió el milagro que se celebra hasta el día de hoy en la festividad de
Januká. Se halló un recipiente en un recoveco de la pared del Tempo de Jerusalem que
contenía aceite limpio, cerrado y precintado con el sello del Sumo Sacerdote.
Con aquella pequeña porción de aceite limpio fue reconsagrado el Templo y se mantuvo
encendida la menorá –el candelero de los siete brazos- durante ocho días, duración que
permitió que los sacerdotes pudieran realizar la consagración del Templo y de todos sus
utensilios.
De ahí la tradición de encender la “janukiá” o candelero de ocho brazos y la luz central, el
testigo, durante los días de celebración de la fiesta de Januká, voz que nos llega del
hebreo “januk”, “consagrar”.
Sin embargo, la voz “janukiá” es de origen sefardí y fue introducida en el hebreo moderno
a finales del siglo XIX.
Las bendiciones sobre las luminarias de la “Janukiá” son muy bellas, y la primera dice así:
“Baruj Ata Adonai Eloheinu Melej haOlam asher kidsanu beMitzvotav veTzivanu Lehadlik
Ner Januká.”
“Bendito eres Tú Adonai, nuestro Dios, Rey del Universo, que nos santificas con tus
preceptos y nos ordenas el encendido de la luminaria de Januká.”
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Los seléucidas (año 147 a.C.) devolvieron la autonomía política y religiosa a Judea, como
se llamaba entonces la tierra de Israel, y con la caída del reino Seléucida (año 129 a.C.)
se logró una completa independencia.
Bajo la dinastía hasmonea, que sólo duró unos 50 años, Israel recobró fronteras similares
a las que tuvo durante el reinado de Salomón, se obtuvo una consolidación política bajo
dominio hebreo y se produjo un gran florecimiento espiritual y material de la vida judía.
Seguimos con nuestro resumen de la historia, y así llegamos a los días de la conquista
romana. Pompeyo entró en el año 63 a.C. en el Santo de los Santos, pero
sorprendentemente dejó el Templo de Jerusalem intacto.
Sin embargo, en el 54 a.C., Craso (c. 115 – 53 a.C.) se apoderó del tesoro del Templo.
Marco Licinio Craso formó el primer triunvirato junto con Julio César y Pompeyo el
Grande. Apoyó a Lucio Cornelio Sila en la guerra civil (83-82 a.C.) frente a Cayo Mario.
Tras la derrota de Cayo Mario en Preneste (82 a.C.), todas sus propiedades y las de sus
seguidores fueron confiscadas. Esto permitió a Craso amasar una inmensa fortuna, lo que
le convirtió en el hombre más enriquecido de toda Roma.
Siendo insaciable su ambición, Craso se sirvió de sus riquezas para propiciar toda clase
de intrigas políticas. Y en el año 71 a.C. aplastó en la ciudad de Lucania la rebelión de los
esclavos capitaneados por Espartaco.
Craso invadió parte de Mesopotamia y tomó la ciudad de Jerusalem. Después de unas
primeras victorias, fue vencido por los ejércitos partos en la batalla de Carras,
actualmente Harrán, en Turquía, en el año 53 a.C.
Durante el tiempo en que trató de negociar la paz, Craso fue asesinado por orden del
general parto Surena. Aquello significó el fin del triunvirato. Los otros dos miembros,
Pompeyo y Julio César se mantuvieron en paz durante cuatro años, pero finalmente
estalló la guerra entre ellos.
El acontecimiento más importante del momento fue la reconstrucción y embellecimiento
del Templo de Jerusalem ordenado por el monarca Herodes el Grande, rey idumeo de
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Judea, nombrado por Roma y fundador de la dinastía que llevó su nombre, cuyo reinado
duró entre el año 37 a.C. y el 4 d.C.
Herodes quiso, mediante el embellecimiento y ampliación del Templo de Jerusalem, así
como la edificación y embellecimiento de otras edificaciones, ganarse el aprecio y la
confianza de los judíos, quienes le rechazaban por no ser hebreo, sino idumeo y un
lacayo al servicio de Roma.
Herodes no olvidó su dependencia de Roma e hizo colocar un águila imperial sobre la
puerta principal del Templo. Tres jóvenes hebreos la bajaron y destruyeron, a los cuales
Herodes condenó a morir en la hoguera.
Las obras del Templo comenzaron en el 20 a.C. y duraron 46 años, lo que significa que
nuestro Señor Jesucristo en los días de la carne entre nosotros no vio terminada la
restauración del Templo.
El área del Monte del Templo aumentó al doble y fue rodeado por murallas con puertas. El
Templo fue agrandado y cubierto con mármol blanco, convirtiéndose en uno de los más
bellos edificios del momento.
Aquel deslumbrante embellecimiento del Templo no le impresionó a nuestro Señor
Jesucristo:
Evangelio según Marcos 13:1-2: “Al salir Jesús del Templo, le dijo uno de sus discípulos:
‘Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!’ Jesús, respondiendo, le dijo: ‘¿Ves estos
grandes edificios? No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada’.”
La plaza del nuevo Templo de Jerusalem se empleó como lugar de reunión y en sus
pórticos se ubicaron los mercaderes que vendían animales para los sacrificios y los
cambistas de monedas de los visitantes por las monedas del Templo, ya que sólo estaba
permitido el uso del dinero acuñado por los sacerdotes exclusivamente para uso en las
ofrendas.
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Una rampa y una muralla de piedra rodeaba el recinto sagrado prohibido a los gentiles. El
Templo propiamente dicho comenzaba al este, con el atrio de las mujeres, a cada lado del
cual había una puerta y una cámara.
El Templo Herodiano volvió a ser el centro de la vida israelita. No sólo el centro de los
rituales religiosos sino el repositorio de las Sagradas Escrituras y otros registros y
archivos de extraordinario valor.
El Templo era también el lugar de reunión del Sanedrín, el Tribunal Supremo de Israel,
respetado con ciertas limitaciones durante el período de la dominación romana.
La rebelión contra Roma comenzó en el año 66 d.C. y la destrucción del Templo aconteció
entre los días 9 y 10 del mes de Av del año 70 d.C.
El mes de Av (“álef” y “bet”) es una voz que tiene su origen en el acadio “abu” cuyo
significado es “cañas”, “juncos”, por cuanto en ese tiempo era su recogida.
El nombre de “Av” tiene su origen en los nombres de los meses del calendario babilónico,
procedentes del acadio, nombres que fueron adoptados por los hebreos durante los años
de exilio en Babilonia (586 a.C. y 536 a.C.).
Su correspondencia con nuestro calendario gregoriano es de mediados de julio a
mediados de agosto.
Los hebreos suelen referirse a este mes de Av como “Menajem Av”, es decir, “menajem”,
“el que consuela”, por los muchos acontecimientos tristes, desgracias y calamidades que
han acontecido en este mes a lo largo de la historia judía.
Pero, al mismo tiempo, la esperanza mesiánica apunta a que un día el pueblo judío
recibirá su consuelo cuando llegue el Mesías.
Recordemos que la destrucción del Templo de Jerusalem por Nabucodonosor aconteció el
día 9 de Av del año 586 a.C. y el posterior exilio a Babilonia según leemos en el 2º Libro
de las Crónicas 36:19-20:
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“Incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalem; pegaron fuego a
todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la
espada, los llevó cautivos a Babilonia.”
Más adelante, se sumó a esta desgracia la destrucción del Segundo Templo a manos de
los romanos bajo las órdenes del general Tito, quien llegaría a ser emperador. Esto
sucedía en el año 70 d.C., también en el día 9 del mes de Av.
A partir de entonces ese día es de duelo nacional por todas aquellas calamidades
acaecidas al pueblo hebreo a lo largo de su historia, a lo que se suma la expulsión de los
judíos de todos los reinos de la recién constituida España también un 9 de Av del año
1492.
Todo lo que quedó de la parte de la muralla más próxima al lugar donde estuvo el “Lugar
Santísimo” del Templo de Jerusalem fue lo que popularmente se conoce como “El Muro
de los Lamentos” o “Muro de las Lamentaciones”, de 57 metros de altura, lugar que centra
el foco de las aspiraciones y la esperanza de Israel, único vestigio de lo más próximo al
Templo de Jerusalem.
Su nombre verdadero es el de “Muro Occidental” y se refiere no sólo a la sección de 60
metros de longitud expuesta en la explanada del barrio judío, sino a toda la pared de 488
metros de largo, en su mayoría tapiada por los edificios del barrio musulmán.
El general Tito, quien dirigió las legiones del emperador Vespasiano en la destrucción del
Templo, dejó este muro en pie para que los judíos tuvieran el amargo recuerdo de que el
Imperio Romano había vencido a Judea.
Sin embargo, los judíos atribuyeron su permanencia a la promesa hecha por el Señor,
según la cual siempre quedaría en pie al menos una parte del Sagrado Templo como
símbolo de su Alianza perpetua con su pueblo amado.
Los judíos han orado frente a este muro durante los últimos 2.000 años, considerando
este lugar como el más sagrado de la tierra.
Judíos y cristianos sentimos la experiencia de proximidad ante este Muro Occidental. Es
como si barruntáramos la cercanía de los objetos sagrados, algunos de los cuales deben
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seguir enterrados en el laberinto de túneles que el rey Salomón ordenó construir bajo el
suelo del Templo, donde pudieran ocultarse los ornamentos sagrados en caso de peligro
de saqueo.
¿Estará allí el Arca de la Alianza, escondida bajo el Monte de Templo?
Nos gustaría aquí aclarar un malentendido muy extendido al respecto del Muro, cuyo
verdadero nombre no tiene nada que ver con “lamentaciones”, sino que se trata del
“HaKótel Ama’haraví”, es decir, el “Muro Occidental”.
El equívoco viene de antiguo. Cuando los peregrinos cristianos visitaron Jerusalem en la
Edad Media vieron a los judíos ante el muro inclinando sus cabezas al orar y oscilando
sus cuerpos a un lado y a otro, hacia delante y hacia atrás, y creyeron que se estaban
lamentando, pues desconocían que una de las formas hebreas de orar es moviendo el
cuerpo, como se nos dice en el Salmo 35:10:
“Todos mis huesos dirán: ‘¡Jehová, ¿quién como tú, que libras al afligido del más fuerte
que él, y al pobre y menesteroso del que lo despoja’!?”
Además, los sabios antiguos de Israel asociaron este texto de los Salmos a lo que se nos
dice en el libro de los Proverbios 20:27:
“Lámpara de Jehová es el espíritu del hombre, que escudriña lo más profundo del
corazón.”
En la asociación de estos textos entendieron que el espíritu del hombre oscila y se mueve
como una llama que parece querer ascender hacia arriba o hacia los lados, movida por el
viento del Espíritu del Señor.
La destrucción total de Jerusalem y del Segundo Templo fue catastrófica para el pueblo
hebreo. De acuerdo al historiador judeo-romano de la época, Flavio Josefo (37 d.C. – c.
100 d.C.), cientos de miles de judíos fueron asesinados en el asedio a Jerusalem y en
otras partes del país, y muchos miles fueron vendidos como esclavos.
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Un breve período de soberanía siguió a la rebelión de Shimón Bar Kojbá (año 132),
durante el cual se recobraron Judea y Jerusalem. Sin embargo, el enorme poderío del
Imperio Romano produjo un resultado inevitable.
Al término de tres años, Jerusalem fue, en términos romanos, “arada con una yunta de
bueyes”. La destrucción de Jerusalem y del país hebreo como nación fue total. Los
romanos cambiaron el nombre de Israel por Siria Palestina, y el nombre de Jerusalem por
“Colonia Aelia Capitolina”.
“Aelia” deriva del nombre de “Adriano”, “Aelius”, y “Capitolina” significa que la nueva
ciudad se dedicaba a los “dioses” de la “Triada Capitolina”, entre los cuales estaba
“Júpiter”, cuyo templo en Roma se encontraba ubicado en la Colina Capitolina.
Al igual que en otras religiones indoeuropeas, entre los romanos se daba una marcada
tendencia a reunir deidades en grupos de tres, y como resultado de esta costumbre se
dieron varias triadas, la primera de las cuales se conoce como “triada arcaica”, y estaba
formada por Júpiter, Marte y Jano.
Este último era uno de los “dioses” adorados por el emperador Constantino, quien ordenó
cambiar la fecha del comienzo del año, que los primeros cristianos observaban conforme
a las Escrituras en el primer día del mes de “Abib”, denominado “Nisán” después del
éxilio, por el mes de Enero, al cual denominó en honor de “Jano”.
La “triada clásica” recibía también el nombre de “triada capitolina”, por tener su templo en
la colina Capitolina de Roma, y estaba constituida por Júpiter, Jano y Minerva.
El nombre latino “aelia” es el origen etimológico de la voz árabe “Iliya”, es decir, el antiguo
nombre islámico para la ciudad de Jerusalem hasta que se le impuso el de “AlQuds”, es
decir, “Lo Sagrado”.
Masada, en la cumbre de uno de los montes cerca del Mar Muerto, fue refugio de unos mil
hombres, mujeres y niños que habían huido de Jerusalem, quienes fortificaron el complejo
del palacio de Herodes en aquel lugar, y durante tres años resistieron los repetidos
ataques de las tropas romanas.
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Cuando finalmente vencieron sus defensas y entraron en Masada, las tropas romanas
descubrieron que aquellos judíos defensores y sus familias habían preferido darse muerte
antes que caer en las manos del Imperio Romano y someterse a la esclavitud.
Aunque el Templo de Jerusalem había sido destruido, y la ciudad de Jerusalem quemada
hasta los cimientos, la fe de Israel no fue eliminada, el ente judicial y legislativo supremo,
el Sanedrín, fue reconstituido en Yavne o Jamnia en el año 70 d.C. y posteriormente en
Tiberiades, recobrándose progresivamente con el retorno de muchos exiliados.
La vida comunitaria fue recobrándose lentamente. El cuerpo sacerdotal fue reemplazado
por los rabinos y la red de sinagogas por toda la cuenca mediterránea paso a ser centro
de las comunidades judías, salvadas por la corriente farisea, puesto que los saduceos, al
estar vinculados al Templo de Jerusalem por el sacerdocio, prácticamente desaparecieron
con el Templo.
Curiosamente, una leyenda no demasiado conocida hace depositaria en la Catedral de
Santa María de Mérida, del tesoro desaparecido del Templo de Jerusalem. Y cuentan las
crónicas del historiador árabe del siglo X Ajmad al-Razí, que durante la conquista de Al-
Ándalus se halló en uno de los templos de la ciudad de Mérida una serie de reliquias
hebreas que creyeron sería parte del tesoro perdido del Templo de Jerusalem.
Según relatan los historiadores árabes de la época, aquellos tesoros hallados fueron una
misteriosa piedra de luz, denominada “la alquila” o “piedra luminosa”, un cántaro de aljófar
lleno de perlas, que fue entregado al califa de Damasco, quien lo colocó en la mezquita
junto a la llamada “Mesa de Salomón”, que según Ajbar Majmúa, cronista bereber del
siglo XI, sus bordes y pies, en número de 365, eran de esmeralda, y la mesa estaba
compuesta por una mezcla de oro y plata con tres cenefas de perlas.
Pero ¿cómo habría llegado este tesoro a Mérida? La explicación nos ha llegado en una
obra del siglo X titulada “Crónica del Moro Rasis”, escrita por Ajmad ibn Muhammad al-
Razí, en la que se relata como el rey de Al-Ándalus Isban participó en el asedio de la
ciudad de Jeruslem y trajo consigo el botín hasta Mérida. Hoy no tenemos conocimiento
de su paradero.
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Como cristianos que somos, por la gracia de Dios, no podemos poner fin a nuestro
estudio del Templo de Jerusalem sin recordar las palabras de nuestro Señor Jesucristo
ante aquella Casa de Santidad y Casa de Oración para todos los pueblos.
Todos sabemos que Jesús se indignó al ver el atrio de los gentiles convertido en un
mercado. Echó a los mercaderes y confirmó el propósito de aquel lugar:
Evangelio según Juan 2:13-22: “Estaba cerca la pascua de los judíos; y subió Jesús a
Jerusalén,
y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí
sentados.
Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes;
y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; y dijo a los que vendían
palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado.
Entonces se acordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume.
Y los judíos respondieron y le dijeron: ¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto?
Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú en tres
días lo levantarás?
Mas él hablaba del templo de su cuerpo.
Por tanto, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que había
dicho esto; y creyeron la Escritura y la palabra que Jesús había dicho.”
Los templos de piedra no son eternos. “El único que tiene inmortalidad es el Señor”: (1ª
Timoteo 6:16). Aquel Templo de Jerusalem, como el sistema sacrificial del Antiguo Pacto,
y todos los mandamientos rituales, no fueron sino figura y sombra de las cosas venideras,
en particular, del adviento de nuestro Señor Jesucristo, verdadero templo de Dios en
carne y Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Colosenses 2:17: “Todo esto es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de
Cristo.”
Hebreos 8:5-6: “Estos (los sacerdotes del Templo) sirven a lo que es figura y sombra de
las cosas celestiales, como se le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el Tabernáculo,
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diciéndole: ‘Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el
monte.’ Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo (el de Jesús), cuanto es Mediador de
un mejor Pacto, establecido sobre mejores promesas.”
Hebreos 10:1: “La Ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma
de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada
año, hacer perfectos a los que se acercan.”
Las sombras son transitorias y pasajeras. El Santuario Terrenal y después el Templo de
Jerusalem, con el sacerdocio levítico-aarónico y los sacrificios de animales, fueron
aspectos rituales de la Ley, no así la universalidad del Decálogo.
El Santuario Celestial es la realidad de la cual el Santuario Terrenal y después el Templo
fueron solamente “figura y sombra” que prefiguraban las realidades del Nuevo Pacto en la
sangre preciosa de Jesucristo, Mesías de Israel y Deseado de las naciones.
Hebreos 10:14: “Y así, con una sola ofrenda (Jesús) hizo perfectos para siempre a los
santificados.”
Aquel Templo de Jerusalem se convirtió varias veces en piedras derrumbadas, pero el
verdadero Templo de Dios en carne humana, Jesucristo, resucitó en el tercer día y vive
para siempre para interceder por nosotros hasta el Día esperado de su Segunda Venida
en gran poder y gloria, para trasladar a su remanente fiel, los que aman a Dios, guardan
sus Mandamientos y son de la fe de Jesús, a la Casa del Padre en los Cielos, donde está
el verdadero Templo del Dios Altísimo, el no hecho de manos humanas, el que no es de
esta creación.
Hebreos 8:1-2: “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos
tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Él
es ministro del Santuario y de aquel verdadero Tabernáculo que levantó el Señor y no el
hombre.”
El Santuario Celestial es la realidad de la cual el terrenal y después el Templo de
Jerusalem eran sólo “figura y sombra”.
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Hebreos 10:19-25: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar
Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a
través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de
Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los
corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura.
Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que
prometió. Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas
obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino
exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca.”
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DIOS NO VIVE EN TEMPLOS DE PIEDRA Y LADRILLO.
¿Dónde vamos a encontrarnos con Dios?
¿Tendremos que encerrarnos en algún santuario para encontrar a Dios?
¿Será necesario recorrer un largo camino de peregrinaje?
¿Tendremos que alcanzar la cumbre de algún monte tenido por “santo”?
¿Será cuestión de encender muchas velas y quemar mucho incienso?
¿Tendremos que lacerarnos para agradar a Dios?
¿Qué nos ha dicho Jesús de Nazaret al respecto?
Cristo Jesús nos ha dicho muchas cosas, pero al respecto de la morada de Dios en
templos de piedra y ladrillo, nos ha dicho que “el Reino de Dios está en nosotros”, y por lo
tanto no tenemos que ir a ningún sitio en su busca, ni encerrarlo en templos o sagrarios.
Así lo podemos leer en el Evangelio según Lucas 17:21:
“Preguntado por los fariseos cuándo había de venir el Reino de Dios, Jesús les respondió
y dijo: ‘El Reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: “Helo aquí” o “ Helo allí”,
porque el Reino de Dios está entre (griego: “entós”) vosotros’.”
El griego “entós” significa tanto “entre” como “dentro”; en ambos casos el sentido es que
“el Reino de Dios está a nuestro alcance”, y que es en nuestros cuerpos donde gusta Dios
habitar por su Santo Espíritu.
En el Sermón de la Montaña, Jesús nos dice así:
“Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en
secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.”
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Así lo hallamos en el Evangelio según Mateo 6:6. Pero creo que no hay lugar donde con
más claridad nos lo diga nuestro Señor como en su diálogo con aquella mujer samaritana
que hallamos registrado en el Evangelio según Juan 4:20-24:
“Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalem es el lugar
donde se debe adorar. Jesús le dijo: ‘Mujer, créeme que la hora viene cuando ni en este
monte ni en Jerusalem doraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros
adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora viene, y
ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad;
pues también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que
le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le adoren’.”
Aquella fue una magnífica oportunidad para que Jesús hubiera destacado la superioridad
del Templo de Jerusalem sobre el Templo de los Samaritanos en el Monte Gerizim.
Sin embargo, nuestro Señor no entró en la rivalidad entre judíos y samaritanos, ni jamás
pronunció palabra alguna contra otras religiones o corrientes espirituales. Para eso
tuvieron que venir algún tiempo después los dogmáticos intransigentes y apoderarse del
pensamiento cristiano.
Cuando Jesús afirmó, según está registrado en el Evangelio según Lucas 9:58, que “las
zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos, mas el Hijo del Hombre no tiene
dónde recostar su cabeza”, creemos que estaba diciendo que ni para Él ni para sus
discípulos existe un lugar fijo en la Tierra como patria o sede, ni un determinado lugar
“santo” donde poder efectuar el encuentro con el Cristo, sino que dicha cita se realiza
“donde dos o tres están reunidos en su Nombre” (Evangelio según Mateo 18:20).
En aquella ocasión, como en tantos otros momentos del ministerio de Jesucristo, el Señor,
si hubiera querido que sus seguidores levantaran un templo o santuario, habría tenido
perfecta oportunidad para decirlo o pedirlo, algo que jamás hizo.
Lo mismo se desprende de las palabras de Jesús en el Evangelio según Mateo 6:6:
“Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está
en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.”
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Jesús enseña la importancia de la oración privada, personal, en secreto, frente a las
manifestaciones públicas de religiosidad. Lo que ha brillar de sus seguidores ante el
mundo han de ser las obras buenas, las acciones de justicia, ocasiones magníficas para
atribuir toda la gloria a quien verdaderamente la merece, es decir, a Dios nuestro Señor.
El Apóstol Pablo nos da la correspondiente explicación en la Primera Carta a los Corintios
3:16:
“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?”
Pues parece que muchos de los cristianos de Corinto no lo sabían, y que muchos más lo
desconocen hasta nuestros días, por lo que siguen refiriéndose a sus lugares de reunión
como “templos”, vieja designación de innegable origen pagano.
Que aquellos cristianos de Corinto no supieran que Dios no habita en templos de piedra y
ladrillo, hechos de manos humanas, es perfectamente comprensible, por cuanto la
mayoría de ellos procedían del paganismo, y su léxico pertenecía a su natural contexto
cultural y religioso.
En su diálogo en el Areópago, con los filósofos de Atenas, el Apóstol Pablo les dijo lo
mismo con otras palabras propias del contexto en que se hallaba en aquel momento, una
declaración verdaderamente gloriosa, y que registrada está en el libro de los Hechos de
los Apóstoles 17:28:
“Porque en Dios vivimos, y nos movemos, y somos.”
En aquella asamblea del Apóstol Pablo ante los filósofos epicúreos y estoicos
congregados en el Areópago, Pablo proclama que el Señor es el Creador que, a
diferencia de los dioses tan numerosos en Atenas, no puede ser contenido en templos
hechos por los hombres, ni tampoco necesita de sacerdotes o sacerdotisas que actúen
como sus intermediarios:
Hechos 17:24-25: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo
Señor del Cielo y de la Tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es
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honrado por manos de hombres, como si necesitara de algo, pues él es quien da a todos
vida, aliento y todas las cosas.”
El Apóstol Pablo hace a continuación una referencia a los poetas y filósofos atenienses de
la antigüedad, como fueron Epiménides (siglo VII a.C. – siglo VI a.C.), Arato (310 – 240
a.C.) y Cleantes (330 – 232 a.C.), quienes escribieron acerca del Dios Eterno, como aquél
en quien nos movemos todos los humanos.
Quienes hoy afirmen eso mismo en muchos círculos tenidos por cristianos, correrán el
riesgo de ser acusados de panteístas o de cualquier otra cosa. La abundancia de
“etiquetas” para prender del pecho de quienes piensan es lamentablemente casi
inagotable. Así ha venido siendo en el curso de los siglos.
El Apóstol Juan lo expresa de la siguiente manera en su Primera Epístola Universal 4:16:
“Dios es amor, y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él.”
Creo que una de las definiciones más claras al respecto de lo que venimos viendo es la
que nos llega del Apóstol Esteban en el libro de los Hechos de los Apóstoles 7:48-51,
citando al profeta Isaías 66:1-2:
“El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis?, dice el
Señor; ¿o cuál es el lugar de mi reposo? ¿No hizo mi mano todas estas cosas? ¡Duros
de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu
Santo; como vuestros padres, así también vosotros.”
Curiosamente, al concluir de pronunciar estas palabras, los clérigos del momento hicieron
morir a Esteban. Eso significa que también nosotros corremos algún peligro en los
círculos sacerdotales de nuestros días.
Este asunto es realmente peligroso si nos hallamos dentro de los círculos del que me
gusta denominar “religionismo templocentrista”, siempre con desagradable tufo a sacristía
con humedades.
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Corremos el riesgo de que nos pueden eliminar, como a Esteban. Y hay muchas formas
de acabar con la vida de quien resulta ser un estorbo para los intereses inconfesables de
dichos círculos.
Hay que tener presente que aquellos “padres” a los que se refirió Esteban en su discurso
pertenecían a la casta que ya en dos ocasiones habían construido un templo de piedra y
maderas nobles y prolongado un culto basado en el sacrificio de miles de animales
inocentes, ignorando lo que Dios opinaba de todo aquello: Isaías 1:10-20:
“Príncipes de Sodoma, oíd la palabra de Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo
de Gomorra. ¿Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Hastiado estoy de
holocaustos de carneros y de sebo de animales gordos; no quiero sangre de bueyes, ni
de ovejas, ni de machos cabríos.
¿Quién demanda esto de vuestras manos, cuando venís a presentaros delante de mí para
hollar mis atrios?
No me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de
reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas
solemnes.
Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son
gravosas; cansado estoy de soportarlas.
Cuando extendáis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando
multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos.
Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de
hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced
justicia al huérfano, amparad a la viuda.
Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana,
como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser
como blanca lana.
Si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes,
seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho.”
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Aquí el Señor está tratando de la condición en que se encontraba su pueblo, al que en
lugar de llamarle por su nombre le denomina alegóricamente “Sodoma y Gomorra”, con lo
que les confronta con la condición espiritual en que se hallaban.
Por paradójico que pueda resultarnos, al pueblo no le faltaba religiosidad de “piedra y
ladrillo” en aquellos momentos: Abundaban los sacrificios, holocaustos de carneros, grasa
de animales gordos, sangre de bueyes, ovejas y machos cabríos, inciensos y festividades
solemnes de todo tipo.
Sin embargo, Dios se sentía hastiado de todas aquellas celebraciones religiosas mientras
se ignoraba a los empobrecidos, aumentaba la élite enriquecida, y la justicia al huérfano y
a la viuda brillaba por su ausencia.
Dios muestra su disposición a perdonar, pero condiciona ese perdón a que su pueblo,
comenzando por sus dirigentes, es decir, los mayores responsables, elijan una vida
conforme a los mandamientos divinos, pues de lo contrario vendrá sobre ellos un desastre
absolutamente inevitable. Y esto nos alcanza en nuestros días, por cuanto el Señor es el
mismo, y en Él no hay mutación ni cambio.
Algunos justificarán siempre la construcción de templos de piedra y ladrillo, procurando su
fastuosidad, recurriendo al aparente encargo de Dios a David para que edificara un
“templo”, si bien la Sagrada Escritura no emplea en el original la voz “templo”, sino “casa”.
Cuando David decide la construcción del templo, interviene el profeta Natán, siempre
valientemente osado ante el monarca, con las palabras que hallamos en el 2º Libro de
Samuel 7:5-7:
“Aconteció aquella noche que vino palabra de Jehová a Natán, diciendo: Ve y dile a mi
siervo David: Así ha dicho el Señor: ‘¿Tú me has de edificar casa en que yo more?
Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que os saqué a los hijos de Israel
de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda y en tabernáculo. Y en todo en cuanto
he andado con todos los hijos de Israel, ¿he hablado yo palabra a alguna de las tribus a
quien haya mandado apacentar a mi pueblo de Israel, diciendo: ‘¿Por qué no me habéis
edificado casa de cedro’?”
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El término “santuario” hace referencia al tabernáculo de Silo, del que ya hemos hablado
anteriormente. La gloria del Señor había habitado anteriormente en una “casa”, y parece
que el Señor lo que quiere decir es que ha tenido que seguir los pasos de su pueblo sin
emitir una sola queja.
Curiosamente, el mensaje de Dios a David por medio del profeta Natán comprendía
también unas palabras que lamentablemente suelen pasar por alto a muchos:
2º Samuel 7:11: “Asimismo Jehová te hace saber que él te edificará una casa.”
¿A qué “casa” se refería el Señor al decirle estas palabras a David por medio del profeta?
Creemos que la respuesta se halla en 1º Samuel 2:35:
“Yo me suscitaré un sacerdote fiel, que obre conforme a mi corazón y mis deseos: Le
edificaré casa firme y andará delante de mi ungido todos los días.”
Ese sacerdote sería Sadoc, y el ungido sería David, en cuya corte sirvió Sadoc:
2º Samuel 8:15-17: “Reinó David sobre todo Israel, actuando con justicia y rectitud para
con todo su pueblo. Joab hijo de Sarvia era general de su ejército, y Josafat hijo de Ahilud,
el cronista; Sadoc hijo de Ahitib y Ahimelec hijo de Abiatar eran sacerdotes; Seraías, el
escriba; Benaía hijo de Joiada mandaba a los cereteos y peleteos (mercenarios
procedentes de subgrupos afines a los filisteos), y los hijos de David eran los príncipes.”
Natán, David y Sadoc fueron figura y sombra del que había de venir, es decir, de
Jesucristo, sacerdote, profeta y rey.
La falta de interés de parte de Dios nuestro Señor por los templos de piedra y ladrillo se
desprende también del propio Decálogo, donde uno esperaría hallar un mandamiento
respecto a la construcción de un templo como edificio estable, cosa que no se da.
Sin embargo, en la descripción de las Diez Palabras, hallamos un templo no perteneciente
al reino de la materia, del espacio, al manipulable por parte del hombre, sino uno
constituido por una esencia que los humanos no podemos alterar: El Tiempo.
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Éxodo 20:1-17: “Y habló Dios todas estas palabras, diciendo:
Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre.
No tendrás dioses ajenos delante de mí.
No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la
tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.
No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que
visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los
que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis
mandamientos.
No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al
que tomare su nombre en vano.
Acuérdate del día de reposo] para santificarlo.
Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu
Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu
bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas.
Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en
ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo] y lo
santificó.
Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu
Dios te da.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No hurtarás.
No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.
No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni
su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.”
El “templo” del Decálogo es evidentemente el Séptimo Día, el Santo Día de reposo,
construido con tiempo, no perteneciente al ámbito del espacio, que el hombre puede
manipular, sino del tiempo, misterio inmanipulable, don de Dios a sus hijos e hijas, sus
delicias, con quienes el Eterno anhela compartir el gozo y la belleza de su Creación:
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Génesis 2:1-4: “Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos. El
séptimo día concluyó Dios la obra que hizo, y reposó el séptimo día de todo cuanto había
hecho. Entonces bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque en él reposó de toda la
obra que había hecho en la Creación. Estos son los orígenes de los cielos y de la tierra
cuando fueron creados.”
Esta es la primera vez que se emplea la voz “kadosh”, “santo”, “santificar” en las
Sagradas Escrituras, y se hace respecto del Shabat, el Séptimo Día, el Santo Día de
Reposo.
Los primeros cristianos no necesitaron de grandes templos suntuosos para adorar a Dios
y celebrar su fe. Sus reuniones tuvieron lugar en sus propias casas.
Creemos que en ese hecho radica una de las principales razones por las que la mujer
tuvo un lugar importante en la iglesia naciente, lo cual fue perdiéndose en la medida en
que dejaron el entorno hogareño, el ámbito casero y familiar, para ocupar un
templocentrismo aberrante heredado del paganismo.
Los primeros cristianos no pasaron a ocupar edificios para uso religioso hasta heredar los
recintos de los templos paganos después de que fuera declarado el cristianismo religión
oficial del Imperio Romano, y los demás cultos fueran declarados fuera de la ley, siendo
confiscados sus templos y puestos al servicio del cristianismo estatalizado.
¿Por qué no precisaron los primeros discípulos del Señor de templos ostentosos para sus
celebraciones?
La respuesta es bien sencilla, y se halla en las propias palabras de nuestro Señor
Jesucristo registradas en el Evangelio según Lucas 17:20-21:
“Preguntado por los fariseos cuándo había de venir el Reino de Dios, Jesús les respondió
y dijo: El Reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: ‘Helo aquí’, o ‘Helo allí’,
porque el Reino de Dios está entre vosotros.”
Igualmente nos llega la palabra apostólica en 1ª Corintios 3:16:
“¿Acaso no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios está en vosotros? Si
alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios, el cual
sois vosotros, santo es.”
Los primeros pastores o ancianos –“presbíteros”- de las congregaciones nacientes –
términos sinónimos para destacar distintas funciones, nunca con sentido de rango
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jerárquico- tampoco se vestían o revestían de forma diferente al resto del pueblo
cristiano, por cuanto no había entre ellos nada semejante a lo que hoy se entiende por la
distinción entre “clérigos” y “laicos”, ni mucho menos posiciones jerárquicas de estructura
piramidal, copiadas todas ellas hasta el presente del Imperio Romano.
En todos los sistemas religiosos del mundo, y muy especialmente en los más cercanos o
vinculados al poder estatal, se da la distinción entre “clérigos” y “laicos”, entre los
ordenados y el pueblo llano:
“Muy Reverendo, Reverendísimo, Padre, Santo Padre, Santísimo Padre, Reverendo
Pastor, Su Eminencia, Su Excelencia, Su Santidad, y una larga retahíla de nomenclatura
ostentosa para distinguir a unos hombres encumbrados sobre sus hermanos llanos y
sencillos.
Sin embargo, en las páginas del Nuevo Testamento jamás hallaremos semejantes
distinciones entre los hermanos y hermanas de las comunidades cristianas nacientes.
La distinción se fue produciendo lenta pero progresivamente entre el clero o clase
dirigente de la iglesia y los demás creyentes. A los hermanos fuera de la jerarquía se les
hizo ver como personas sin preparación.
La dolorosa dicotomía entre los clérigos y los laicos tuvo su origen en la ignorancia de las
enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo al respecto, quien claramente dijo que “todos
éramos hermanos”.
Evidentemente, esas distinciones han respondido y responden al mantenimiento de
intereses personales por establecer una casta superior basada en el afán por el lucro y la
dominación.
Detrás de este grave error, como en todos los demás casos en los que unos hombres
pretenden ejercer el poder y la autoridad impuesta sobre otros, se encuentra siempre el
afán por el dominio y el enriquecimiento.
El espíritu de las comunidades cristianas nacientes nunca ha sido recuperado, a pesar de
todos los movimientos de reforma que se han dado en el curso de los siglos, sino que,
antes bien, lo sucedido ha sido una mera reforma entendida como un volver a empezar
para dar lugar a los mismos errores y desviaciones, por cuanto la obra genuina del Santo
Espíritu de Dios no es de naturaleza reformadora, es decir, humana, sino transformadora.
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Esta jerarquización de unos cristianos sobre otros se desarrolló a partir del siglo III de
nuestra era, siguiendo un modelo que jamás fue enseñado por nuestro bendito Señor, ni
practicado por las primera comunidades de fe en el Cristo Resucitado.
Esto mismo podemos referirlo a la lenta disminución de los carismas del Espíritu Santo,
en la medida en que el sacramentalismo reemplazaba al obrar del Santo Consolador, y el
episcopado cristiano se volvía cada vez más jerarquizado, convirtiendo a los hermanos
supervisores en señores del rebaño, en lugar de ser sus siervos.
De ese modo y manera, los signos sacramentales fueron ocupando el espacio de los
carismas del Santo Consolador.
Tampoco enseñó nuestro Señor Jesucristo ningún sistema complicado de dogmatismo o
sacramentalismo, que lamentablemente iría tomando cuerpo en la medida en que las
iglesias se dejaron arrastrar por las formas y las estructuras derivadas del Imperio
Romano y sus instituciones religiosas y legales.
Jesús habló claramente al respecto según está registrado en el Evangelio según Mateo
23:1-12:
“Entonces habló Jesús a la gente y a sus discípulos, diciendo:
En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos.
Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme
a sus obras, porque dicen, y no hacen.
Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los
hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas.
Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus
filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las
cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los
hombres los llamen: Rabí, Rabí. (“hebreo “rabí”, “maestro mío”).
Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y
todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está
en los cielos.
Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo.
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El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo.
Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
Así lo expresa el pastor Mario Rivera en su obra “La Iglesia como Comunidad Redentora y
Terapéutica” (San Juan, Puerto Rico, 1979, pags. 50-51).
“Si la iglesia no es una comunidad genuina no podrá cumplir su verdadero llamado. Su
vida debe ser una vida de comunidad. Esto significa entre otras cosas que en una iglesia
cristiana genuina no hay lugar para la dicotomía entre ministros y laicos.”
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LA GRAN TRAICIÓN.
Durante los primeros 280 años de historia de la cristiandad, la religión cristiana fue
prohibida y cruelmente perseguida por el Imperio Romano.
Esto cambió después de la conversión del belicoso emperador Constantino, quien había
mandado ejecutar a su esposa Fausta y a su hijo Crispus, y algún tiempo después, por
sus favores y prebendas a favor de la iglesia sometida a sus deseos, fue canonizado por
ella, algo realmente incomprensible.
A estas alturas de nuestro estudio debería preguntarse todo creyente católico romano si
es posible armonizar los orígenes de la iglesia imperial que conocemos hoy como
“católica romana” con las enseñanzas de Jesús de Nazaret y la práctica de las primeras
comunidades cristianas según el testimonio que nos ha llegado en las páginas del Nuevo
Testamento.
Sugeriría esa misma pregunta a todo “cristiano evangélico” respecto al avergonzante
ecumenismo actual del Protestantismo con la Roma papal, que indefectiblemente
conducirá a ese sincretismo que permea todo cuanto depende de la autoridad
cesaropapista, como puede constatarse en el estudio de la historia, y que está al alcance
de la mano de cualquiera.
“Cesaropapismo” es un término creado por el jurista alemán Justus H. Boehmer
(1674-1749) mediante el cual trataba de definir la obsesión por parte de la iglesia oriental
por hacerse con el poder absoluto en esta Tierra.
Algunos siglos después, Karl Wittfogel (1896-1988), historiador y sociólogo
estadounidense de origen alemán, denominó este propósito de alcanzar el poder mundial
“despotismo asiático” o “despotismo oriental”, mediante el cual la unión del poder civil y la
Iglesia ha sido una constante, tanto en Oriente como en Occidente, y que ha promovido y
facilitado el imperio del despotismo en la sociedad.
Esta unión, que a nosotros nos gusta denominar “maridaje entre la cruz y la espada, y
entre el trono y el altar”, ha desarrollado todos los elementos fundamentales en el
establecimiento de las tiranías, como el caso del nacional-catolicismo del franquismo en Página � de �35 71
España, llegando Roma a declarar el golpe militar contra la Segunda República y la
Guerra Civil española (1936-1939), lamentabilísimo enfrentamiento entre hermanos, con
el título medieval de “Cruzada de Liberación”, es decir “guerra santa”, capitaneada por un
caudillo “por la gracia de Dios”.
El estado secular se ha servido y beneficiado de la Iglesia oficial para santificar sus actos,
en cuantas latitudes ha logrado establecer su maridaje, comprendidas las más apestosas
acciones de las cloacas de ambas instituciones, y llamar a la obediencia de su mando,
atribuyéndolo a la sagrada voluntad divina.
Del mismo modo, la Iglesia oficial se servía y sirve del estado secular para aumentar su
influencia social, su poder político, sus privilegios y el incremento de su patrimonio.
De ese modo, la unión del estado secular y la iglesia, a semejanza de las instituciones
monárquicas, actúa como gran tapadera para ocultar multitud de corrupciones e injusticias
que nadie se atreve a sacar a la luz, porque el miedo en nuestras “democracias formales,
que no sociales” es una realidad que sólo pasa inadvertida a quienes sobreviven bajo el
“pan y circo”.
Hemos de hacer algo de historia: El comienzo más notable del “cesaropapismo” tiene su
origen cuando el papa León III coronó a Carlomagno rey de los francos y de los
lombardos, además de patricio de los romanos, como emperador del llamado Imperio
Carolingio (800-843 d.C.).
El apoyo de la Iglesia de Roma al estado secular y viceversa, es decir, el apoyo del
imperio a la institución eclesiástica, derivó en lo que históricamente denominamos
“cesaropapismo”, del cual se deriva a su vez la pretensión del origen divino de las
monarquías, dando poder absoluto a los reyes y emperadores, siempre que éstos
estuvieran sometidos al poder papal.
Por el Edicto de Milán, en el año 313, cesó la persecución y hubo tolerancia para los
cristianos. A partir de ese año, el estado secular, bajo el emperador Constantino, apodado
“El Grande”, al igual que el emperador Teodosio I, otorgaron más privilegios a los
cristianos que todos los beneficios que habían otorgado anteriormente a todas las demás
religiones del imperio.
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Es más que evidente que Constantino, quien buscaba un sistema religioso unificador para
todo el imperio, formado por pueblos muy diversos, ya bastante desgastado y fraccionado,
a pesar de ser él mismo adorador del dios solar Mitra, halló en la fe de los cristianos todos
los elementos necesarios para imponer un sistema religioso para todo el Imperio Romano
como vínculo de unidad de primera magnitud.
En el año 325, Constantino convocó el Concilio de Nicea buscando la unidad precisa para
universalizar el sistema religioso cristiano. Algo semejante es lo que pretende la institución
papal en nuestros días.
Primeramente, el cese de persecución de los cristianos, y después la oficialidad del
cristianismo como religión estatal y exclusiva del Imperio Romano, hubiera parecido ser
un avance muy positivo para la Iglesia.
Sin embargo, Constantino prosiguió con muchas de las creencias y prácticas paganas, lo
cual produjo un sincretismo que perdura en el Catolicismo Romano de nuestros días y en
menor escala, por herencia, en la mayoría de las iglesias protestantes, hijas de Roma,
que lenta pero progresivamente vuelven a la fuente de sus orígenes romanos, como todas
las corrientes de agua retornan siempre a sus antiguos cauces.
Constantino comprendió que sería imposible la imposición de la fe de los cristianos en
todos los pueblos conquistados por el Imperio Romano, para lograr lo cual sería necesario
“cristianizar” muchas de las creencias paganas, realizando una especie de temprano
“proto-ecumenismo” que derivaría en un “catolicismo”, entiéndase un “universalismo”,
constituido en un gran “estómago” capaz de digerir y sincretizar las creencias más
variopintas, y así extender sus tentáculos de dominio.
Entre esas creencias paganas hallamos en una posición destacada el culto a Isis, madre-
diosa egipcia, la cual sería reemplazada por la figura de María, la madre de Jesús, a la
que se le atribuirían los mismos títulos dados a Isis, como por ejemplo, “Reina del Cielo”,
“Madre de Dios”, “Inmaculada Concepción”, “Perpetua Virginidad”, “Ascensión a los
Cielos” y “Co-redención con Cristo”.
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Todos estos títulos y atributos no sólo carecen de base alguna en las Sagradas Escrituras,
sino que todos ellos están absolutamente a millones de años-luz del testimonio evangélico
de nuestra hermana, la bienaventurada María de Nazaret, la dulce madre de Jesús de
Nazaret, deformada por la mariolatría y convertida en una diosa griega.
Naturalmente, estos títulos marianos fueron añadiéndose en el curso de los siglos en una
progresiva desviación dogmática contraria al testimonio de María de Nazaret en el Nuevo
Testamento.
De ahí las primeras manifestaciones de naturaleza mariolátrica que aparecen en los
escritos de Orígenes (185-254 d.C.), uno de los “Padres de la Iglesia”, nacido en
Alejandría y educado en un contexto egipcio en el que se hallaba el punto focal de la
adoración a la diosa Isis.
A partir del año 324, el propio emperador Constantino, que había descartado inclinarse
por el culto del dios solar Mitra, inclinándose en favor del cristianismo, ya había entrado
en las filas de los seguidores de Cristo en medio de un clima sincretista en crecimiento.
En el año 326, el emperador Constantino había iniciado la persecución de los cristianos
que no se habían sometido a su “iglesia católica”, es decir, a la iglesia auspiciada por el
imperio, con pretensiones de “catolicidad”, es decir, de “universalidad”, los cuales no
reconocían aquella iglesia imperial como verdadera iglesia de Jesucristo.
La denominada “ley herética” prohibía las reuniones públicas y privadas de los cristianos
disidentes. Si alguien ponía su casa a disposición de los cristianos no sometidos a la
iglesia imperial, su casa era confiscada a favor de la iglesia católica.
(Eusebio, “Vida de Constantino”, citado por Adolf Martin Ritter, “Iglesia Antigua”,
Neukirchen, 1977, pág. 139).
Sin las confiscaciones de la Iglesia de Roma, a las que hemos de añadir las realizadas
posteriormente por el llamado “Santo Oficio de la Inquisición” durante los siglos de su
vigencia, las riquezas de Roma no serían las que actualmente son.
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El día 15 de julio del año 1834, la reina María Cristina de Borbón, firmaba el decreto de
abolición del “Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición”, creado en el año 1231 como
“Inquisición Pontificia”, por el papa Gregorio IX, inicialmente para combatir la corriente del
catarismo, conocido también como movimiento albigense, por tener sus raíces en la
ciudad de Albi, en el suroeste de Francia, calificado como “herejía” por Roma.
Los cátaros fueron perseguidos por el poder papal, y entre los años 1209 y 1244, por
iniciativa del papa Inocencio III, con apoyo de la dinastía de los Capetos, reyes de Francia
en aquellos días, y de quienes proviene la dinastía borbónica, se desarrolló un conflicto
armado que favoreció la expansión hacia el sur de las posesiones de los Capetos y sus
vasallos.
La guerra comenzó con el enfrentamiento entre los cruzados del rey Felipe Augusto de
Francia y los ejércitos de los condes de Tolosa, lo cual provocó la intervención de las
tropas de la Corona de Aragón, lo que culminó en la batalla de Muret, al sur de Tolosa, el
día 12 de septiembre del año 1213, con el enfrentamiento de Ramón VI de Tolosa y sus
liados, Pedro el Católico de Aragón y Barcelona, Bernat V de Comenge y Ramón Roger I
de Foix contra las tropas de Felipe II de Francia, bajo las órdenes de Simón de Montfort.
La batalla de Muret marcó el preludio de la dominación francesa de Ocitania y el fin de la
expansión catalana y aragonesa en aquella región.
En una segunda etapa de la guerra, los tolosanos lograron algunas victorias, pero la
intervención del rey Luis VIII fue decisiva para la sumisión del condado, certificada por el
Tratado de París, firmado en el año 1229.
En una tercera etapa, el “Santo Oficio de la Inquisición”, creada poco tiempo antes, se
centró en la eliminación sangrienta de los principales focos del catarismo, los cuales, sin
apoyo político, fueron reducidos hasta casi desaparecer.
Aquello significó también el ocaso de la cultura languedociana y la conformación de un
nuevo espacio geopolítico en la Europa Occidental.
Aquella monstruosidad denominada “Santo Oficio de la Inquisición” había tenido sus
raíces en los métodos penales inquisitoriales de la iglesia de la Edad Media, dentro del
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oscurantismo más absoluto en el que la Iglesia de Roma había borrado la práctica
totalidad de sus rasgos genuinamente evangélicos.
Aunque había sido introducida en el Reino de Aragón en el siglo XIII, la Inquisición
conocida por el nombre de “Inquisición Española” fue establecida por los Reyes Católicos
con ámbito en todos los reinos bajo su corona en el año 1478, como instrumento al
servicio del poder real, cuyo poder se extendería después a todas las colonias
ultramarinas de España.
El llamado “Santo Oficio de la Inquisición” persiguió a los judíos, a los conversos, a los
moriscos, a los luteranos –término genérico en aquellos días para referirse a todos los
seguidores de la Reforma Protestante-, a los erasmistas y a muchas mujeres bajo
sospecha de brujería.
La Inquisición ejerció un poder brutal mediante la persecución, y puesta en manos del
poder civil para su martirio y ejecución, de todos los reos de “herejía”, amén de la
destrucción de las obras de todos cuantos pensamientos eran considerados contrarios a
la religión católica romana.
Creemos que la profunda influencia de la Inquisición es una de las claves para
comprender la obtusa mentalidad española más generalizada respecto a todo cuanto no
tiene la impronta del catolicismo romano hasta nuestros días.
Tengamos presente que desde el año 1834 no ha transcurrido tanto tiempo de la abolición
formal de la Inquisición.
Volviendo a la época constantiniana, en aquellos momentos fue fomentada por el
emperador la construcción de edificios como iglesias siguiendo el modelo de las basílicas
greco-romanas empleadas hasta entonces para la celebración de servicios estatales de
justicia y cultos imperiales.
Igualmente, desde el año 326 los jueces estatales del Imperio Romano habían de
sujetarse a los juzgados episcopales.
(“Codex Theodosianus”, citado por Ritter, pág. 125).
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Las cosas no cesaron con la estatalización de la iglesia cristiana constantiniana. En el año
347, el senador Julius Firmicus Maternus exigió a los emperadores Constantino II y
Constancio la persecución y exterminio de todos los seguidores de las religiones paganas
anteriores al cristianismo, así como de los cristianos que no se sometieran a la iglesia
imperial.
Muy escasos son los datos que poseemos de Julius Firmicus Maternus, tan solo sabemos
que nació a comienzos del siglo IV d.C. en Junin, Siracusa. Fue senador romano y por un
tiempo ejerció la abogacía, abandonando dicha práctica a causa de los enemigos que le
acarreaba el desempeño de su profesión, y dedicándose a partir de entonces a los
estudios humanísticos y la poesía.
Después de haberse dedicado a la astrología y la poesía, sorprende su repentina
conversión al cristianismo, de la cual ignoramos tanto la causa como la fecha en que
aconteció.
Después de su adscripción al cristianismo constantiniano escribió la obra titulada “De
Errore Profanarum Religionum”, entre los años 346 y 350.
En sus obras, destaca el fanatismo feroz con el que exhorta a los emperadores a
perseguir a los seguidores de los cultos paganos orientales y mistéricos.
Los cristianos de la iglesia imperial, muchos de los cuales habían sufrido persecución por
parte del estado durante las sangrientas campañas del emperador Diocleciano, quien
reinó entre los años 284 y 305 d.C., ahora se convertían en perseguidores de los
practicantes de los cultos que fueron reconocidos anteriormente.
Lamentablemente, no repararon en el hecho de que nuestro Señor Jesucristo jamás
pronunció una sola palabra contra los practicantes de otras religiones, ni mucho menos
insinuó siquiera la persecución de los tales.
El olvido o la ignorancia de parte de muchos cristianos respecto al hecho de que Jesús de
Nazaret no fue un maestro de religión, sino de espiritualidad, llega tristemente hasta
nuestros días.
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El cáncer romano de intolerancia ha venido desarrollándose y extendiéndose en el curso
de los siglos dejando un río de dolor y muerte bajo su apariencia de religiosidad pagana
cubierta por una fina capa de cristianismo.
No debemos olvidar que Constantino cambió el día santo del Sábado, el Séptimo Día
ordenado por Dios como corona de la Creación, y Cuarto Mandamiento del Decálogo,
guardado por los primeros cristianos, por el día primero de la semana, consagrado a
Mitra, y que adquirió entonces el nombre de “Domingo”, es decir, “día del Señor”. Esta es
la razón por la que la voz “domingo” no se halla en la Biblia.
En el año 62 a.C. se introdujo el culto al dios solar Mitra, de origen persa, en el Imperio
Romano, y fueron los militares de más alta graduación quienes primeramente abrazaron
dicha religión. Su día santo era el primero de la semana, y este culto compitió con el
cristianismo hasta el siglo IV.
En sus orígenes, el mitraísmo fue un culto de carácter mistérico, secretista y exclusivo
para varones, desarrollándose entre los militares y después extendiéndose por una gran
parte del Imperio Romano. Naturalmente, por su naturaleza mistérica es muy poco lo que
nos llegado escrito del culto de Mitra.
El Decreto dictado por el emperador Constantino y fechado el día 7 del mes de marzo del
año 321 d.C. decía lo siguiente:
“Descansen todos los jueces, la plebe de las ciudades, y los oficios de todas las artes el
venerable día del Sol. Pero trabajen libre y lícitamente en las faenas agrícolas los
establecidos en los campos, pues acontece con frecuencia, que en ningún otro día se
echa el grano en los surcos y se plantan vides en los hoyos más convenientemente, a fin
de que con ocasión del momento no se pierda el beneficio concedido por la celestial
providencia.” (“Código de Justiniano”, lib. 3, tit. 12, párr.. 2(3) (en la edición, en latín y
castellano, por García del Corral, del Cuerpo del Derecho Civil Romano, tomo 4, pág. 333,
Barcelona, 1892).
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El emperador Constantino, en el año 321, fue el primero que ordenó una rigurosa
observancia del primer día de la semana en honor al Sol, al que denominó “Domingo”,
prohibiendo toda clase de negocios jurídicos, ocupaciones y trabajos.
Como vemos por su Decreto, solamente se permitía a los agricultores trabajar en el día de
reposo impuesto en sus faenas agrícolas cuando el tiempo les fuera favorable.
Un decreto posterior, en el año 425, prohibió toda clase de representaciones teatrales en
domingo, y finalmente, cuando llegamos al siglo VIII se aplicaron con sumo rigor todas las
estas prohibiciones.
Hacia los años 343 y 381, durante la celebración del Concilio de Laodicea, se produjo un
paso más en el cambio del Séptimo día por el primero de la semana. En el Canon 29 de
dicho Concilio leemos así:
“Los cristianos no judaizarán y estarán ociosos en el día Sábado, sino que trabajarán en
ese día; pero honrarán especialmente el día del Señor, y siendo cristianos, no trabajarán
en lo posible en ese día. Si, de cualquier modo, se los hallare judaizando, serán excluidos
(“excomulgados”) de Cristo.” (Carlos José Hefele, “A History of the Councils of the Church”
(“Una Historia de los Concilios de la Iglesia”), tomo 2, ed. Inglesa, pág. 316, 1896).
El antisemitismo creciente en Europa y Asia actuó como facilitador en la aceptación del
cambio del Sábado por el Domingo, principalmente para no ser confundidos con los judíos
al guardar el mismo día de reposo.
De la tolerancia del cristianismo llegamos a los días del emperador Teodosio, quien en el
año 380 eleva la religión de los cristianos a la dignidad de única religión estatal. Ahí nos
encontramos con el verdadero nacimiento del catolicismo romano, cuya raíz de
intolerancia y exclusivismo ha venido siendo una de sus principales características
distintivas en el curso de los siglos.
Es en esos días cuando los pastores o ancianos se convierten en “sacerdotes” que ofician
sus sacrificios incruentos sobre mesas de altar, en una burda adaptación a las
celebraciones de los cultos paganos, siguiendo un sincretismo ritual que perdura hasta
nuestros días.
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El emperador Teodosio I elevó este catolicismo romano en el año 380 mediante el Edicto
de Tesalónica, convirtiendo el cristianismo en única religión del estado, y a los que no
abrazaron este cristianismo estatalizado se les anunció que serían reos de pena de
muerte.
“Ordenamos que aquellos que sigan esta ley han de adoptar el nombre de cristianos
católicos; por su parte los otros, a los que declaramos que son locos y alienados, tienen la
vergüenza de ser llamados herejes. A sus reuniones no deben llamarlas iglesias. Primero
tienen que tocarlos la venganza divina, después el castigo de nuestra ira, para lo cual
recibimos el poder del veredicto divino.”
(Dado el tercer día de las calendas de marzo en Tesalónica, en el quinto Consulado de
Graciano Augusto y primero de Teodosio Augusto).
¿Podemos armonizar estas palabras y decisiones de la iglesia post-constantiniana y
cesaropapista con las enseñanzas de Jesús de Nazaret?
Tendremos que recurrir a mentiras históricas, ocultación de hechos constatables y
auténticas piruetas teológicas para realizar semejante intento de armonización de los
decretos del romanismo con las enseñanzas de nuestro bendito Salvador.
Pero para tal labor habremos de silenciar muchas enseñanzas de Cristo Jesús y de los
escritos del Nuevo Testamento, substituyéndolos y reemplazándolos con decretos papales
y otros instrumentos atribuidos al magisterio de Roma y la tradición.
La traición del “eclesiasticismo” al mensaje y la persona de Jesús de Nazaret, el Cristo de
Dios, es de inmensas dimensiones, como podemos apreciar fácilmente.
El resultado es una religión greco-latina que apenas conserva algunos rasgos de las
enseñanzas de Jesús de Nazaret y las comunidades nacientes.
Podemos afirmar que toda la historia de la Roma papal ha sido un intento por borrar todas
las raíces hebreas de la fe cristiana.
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JESUS DE NAZARET, TEMPLO DE DIOS.
En el juicio a Jesús de Nazaret, dos testigos falsos dijeron haberle oído decir estas
palabras recogidas en el Evangelio según Mateo 26:61:
“Puedo derribar el Templo de Dios y en tres días reedificarlo.”
¿Qué fue lo que verdaderamente había dicho nuestro Señor al respecto?
En el Evangelio según Juan capítulo 2 se nos relata la escena en la que Jesús echó fuera
del Templo de Jerusalem a los vendedores de animales para los sacrificios y a los
cambistas de moneda para la ofrenda.
Por textos extraescriturales sabemos que el comercio de los animales sacrificiales en el
atrio de los gentiles había comenzado no mucho tiempo antes de este suceso registrado
en los Evangelios.
Ante la expulsión de los mercaderes hubo dos reacciones diferentes. Los discípulos
recordaron la Palabra del Señor en el Salmo 69:9 (“Me consumió el celo de tu Casa”) y las
autoridades del Templo le preguntaron a Jesús con qué autoridad se había atrevido a
hacer aquello: Evangelio según Juan 2:13-21:
“Estaba cerca la Pascua de los judíos, y subió Jesús a Jerusalem. Encontró en el Templo
a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas que estaban allí sentados,
e hizo un azote de cuerdas y echó fuera del Templo a todos, con las ovejas y los bueyes;
también desparramó las monedas de los cambistas y volcó las mesas; y dijo a los que
vendían palomas: ‘Quitad esto de aquí, y no convirtáis la Casa de mi Padre en casa de
mercado. Entonces recordaron sus discípulos que está escrito: “El celo de tu casa me
consumirá”. Los judíos (entiéndase “las autoridades judías”) respondieron y le dijeron: ‘Ya
que haces esto, ¿qué señal nos muestras?’ Respondió Jesús y les dijo: ‘Destruid este
templo y en tres días lo levantaré.’ Entonces los judíos (entiéndase “las autoridades
judías”) le dijeron: ‘En cuarenta y seis años fue edificado este Templo ¿y tú en tres días lo
levantarás?’ Pero Jesús hablaba del templo de su cuerpo. Por tanto, cuando resucitó de
entre los muertos, sus discípulos recordaron que había dicho esto, y creyeron en la
Escritura y en la palabra que Jesús había dicho.”
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Evidentemente, se trataba del templo de su cuerpo al que Jesús se refería, por cuanto en
Jesús moraba y mora toda la plenitud de la divinidad, si bien la figura y sombra de estas
palabras radica también en la destrucción del Templo de Jerusalem que efectivamente
acontecería poco tiempo después.
El Templo de piedra de Jerusalem no sería levantado, sino que solamente quedarían
piedras sobre piedras, mientras que el Templo de carne de Jesús el Cristo sería levantado
de entre los muertos para nunca más morir.
El versículo 21 aclara que aquellas palabras de Jesús eran una referencia a la muerte y
resurrección del Señor:
Evangelio según Juan 2:21: “Pero Jesús hablaba del templo de su cuerpo.”
Colosenses 1:15: “Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda Creación.”
La voz griega que traducimos por “primogénito” no es “protoktistos”, que sería “primer
creado”, sino “prototokos”, “heredero”, “patrón”, “primero en rango”.
Este versículo significa que la relación de Cristo con la Creación es idéntica a la de Dios
Padre, porque Él está por encima de todo lo que fue creado. No significa que sea parte de
la Creación de Dios, sino que Él es la causa de toda la Creación, y que sin Él la Creación
no habría sido posible.
Esto puede apreciarse de manera magnífica en los pasajes en que nuestro Señor
Jesucristo habla de sí mismo como de “la luz de Dios”, lo cual se repite en las Escrituras:
Evangelio según Juan 1:4-5: “En Él (en el Verbo) estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la dominaron.”
Evangelio según Juan 3:20: “Pues todo aquel que hace lo malo detesta la luz y no viene a
la luz, para que sus obras no sean puestas al descubierto.”
Evangelio según Juan 12:36: “Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis
hijos de luz.”
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1ª Juan 1:5: “Este es el mensaje que hemos oído de él y os anunciamos: Dios es luz y no
hay ningunas tinieblas en él.”
Evangelio según Juan 12:46: “Dice Jesús: ‘Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo
aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas.”
Las tinieblas no entienden a la luz. No hay vida en la oscuridad, y sólo la luz es fértil. De
ahí que sólo haya vida en la luz divina, la Palabra de Dios hecha carne en la persona de
Jesús el Cristo, Mesías Sufriente que vendrá en el Gran Día de Dios como Mesías
Triunfante.
Por eso es que en el Evangelio según Juan 1:7 se nos dice que Juan el Bautista vino
como precursor y testigo de la luz:
“Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por
medio de él.”
En el libro de Apocalipsis 3:14, nuestro Señor Jesucristo es llamado “el principio de la
Creación de Dios”, pero la voz “principio” es el griego “arjé”, cuyo sentido no es el
resultado de la Creación de Dios, sino la causa de dicha Creación, y tiene el sentido de
preeminencia.
La voz griega “arjé” se refiere en este texto a la primacía en dignidad, con el sentido de
“primer lugar”, de “dominio”.
Colosenses 1:18-19: “Él (Cristo Jesús) es también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia,
y es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la
preeminencia, porque al Padre agradó que en Él habitara toda la plenitud.”
Colosenses 2:9: “Porque en Él (en Cristo Jesús) habita corporalmente toda la plenitud de
la divinidad.”
Dios moraba en el hombre Jesús, por cuanto Él era el Verbo de Dios, la Palabra Eterna
del Dios que se revela, que se da a conocer como Palabra, como comunicación y diálogo
con los hombres.
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LAS RELIQUIAS DE LOS TEMPLOS DE PIEDRA
La veneración y culto a las reliquias se popularizó durante la Edad Media. La falta de
instrucción por parte del romanismo a las gentes sencillas de Europa promovió que
muchos esperasen de las reliquias efectos mágicos, y no dudaban en peregrinar a largas
distancias para allegarse a las más preciadas, como era el caso de las atribuidas a los
Apóstoles Pedro y Pablo, en Roma, y Santiago, en Compostela.
Esta práctica del romanismo experimentó una interesante evolución a lo largo del tiempo,
como muestra una conocida anécdota de fines del siglo VI, cuando la emperatriz
Constantina, hija del emperador Tiberio II y esposa del también emperador Mauricio, pidió
al papa Gregorio Magno (c. 540 – 604) que le enviase la cabeza o alguna otra parte del
cuerpo del Apóstol Pablo para colocarla en la capilla que estaba construyendo en su
palacio en Constantinopla.
La respuesta del obispo de Roma fue que, ya que no podía ofrecerle la cabeza del
Apóstol Pablo, podía ofrecerle algunas limaduras de las cadenas con las que el Apóstol
Pablo había sido conducido en su cautiverio.
Esta anécdota demuestra el sincretismo entre la fe cristiana, la idolatría y la superstición
al que había llegado aquella cristiandad occidental en los primeros siglos de la Edad
Media.
Cuerpos enteros y fragmentos de los tenidos por “santos” circulaban por todas partes,
junto con objetos que se pretendía habían estado en posesión o en contacto con
Jesucristo, con María de Nazaret o alguno de los Apóstoles.
Fragmentos de huesos de las tumbas de los santos, trozos de tela supuestamente
pertenecientes a sus prendas, paños introducidos en sus sepulcros, fragmentos de
instrumentos de martirio, incluso tierra del Coliseo, donde muchos cristianos habían
sufrido martirio, toda una inmensa parafernalia de objetos salían de Roma en manos de
peregrinos y mercaderes que hacían de aquellas vanidades una suculenta fuente de
beneficio.
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Cuando llegamos a la Alta Edad Media, hallamos una importante fuente de provisión de
reliquias en las catacumbas romanas. En el siglo IX, el diácono Deusdona, famoso
vendedor de reliquias, organizó una empresa con toda una red de exportación de
reliquias. Pero fueron los Cruzados quienes realizaron el mayor expolio de reliquias como
resultado del saqueo de Constantinopla en el año 1204, de donde pretendieron haberse
hecho con la Cruz de Cristo, los clavos de la crucifixión, la túnica y la corona de espinas
del Señor.
De esa época nos llegan las noticias de infinidad de reliquias improbables, como por
ejemplo, leche de la virgen María, las treinta monedas por las que Judas traicionó a
Jesús, y hasta plumas del Arcángel Gabriel.
Curiosamente, los supuestos dedos de Juan el Bautista llegaron a sumar hasta sesenta,
tres cordones umbilicales del niño Jesús y escamas de los peces multiplicados por
nuestro Señor. Todo esto puede sonarnos demasiado grotesco para ser cierto, pero lo es.
La valoración de las reliquias durante la Edad Media seguía un meticuloso orden de
importancia. Las más apreciadas eran las relacionadas con la persona de nuestro Señor
Jesucristo, los Apóstoles y los restos de los santos y santas más venerados,
especialmente los cuerpos enteros, las cabezas, los brazos y las piernas, las tibias y los
órganos vitales. Los de más bajo valor eran los huesos menores, los dientes y los
pequeños fragmentos de piel o de pelo.
Dentro del contexto de los templos de piedra y ladrillo, hemos de referirnos a un aspecto
no tan conocido del romanismo como son las reliquias. Y no nos referimos al comercio de
reliquias de la Iglesia de Roma en los años del oscurantismo, cuando si se hubieran
juntado todos los fragmentos atribuidos a la Cruz de Cristo, ésta hubiera pesado varias
toneladas, sino en nuestros días.
No son tantos los que conocen acerca de la existencia de la “cavidad del altar”, una
pequeña cámara en la que se colocan las reliquias de dos mártires canonizados, en
conformidad con el “Pontifical Romano” (“De Eccles. Consecratione”), sin lo cual la
consagración del altar católico no es válida.
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Esta “cavidad del altar” es un relicario de plomo, plata u oro suficientemente grande para
contener, además de las oportunas reliquias, tres granos de incienso y un pequeño trozo
de pergamino dentro de un vial de cristal, con el fin de preservarlo de su descomposición,
en el que esté escrita la atestación de la consagración del altar.
En el lenguaje eclesiástico de Roma, esta cavidad se denomina “el sepulcro”.
Las reliquias deben ser fragmentos reales de los cuerpos de santos canonizados como
tales, partes que han de ser autentificadas por las autoridades católicas.
La Sagrada Congregación de Ritos de la Iglesia de Roma, el día 16 de febrero del año
1906, resolvió que si se colocaba la reliquia de un solo mártir, la consagración del altar era
válida, con preferencia a que la reliquia en cuestión perteneciera al santo a cuyo honor se
hubiera consagrado la iglesia.
Las instrucciones respecto a la ubicación de la “cavidad del altar” son estipuladas por
Roma con sumo detalle:
Tratándose de un altar fijo, la localización de la cavidad ha de ser en la parte delantera o
trasera del altar, a medio camino entre la mesa y el pie. Si se ubica en el centro de la
mesa del altar, deberá estar cerca del borde frontal; y si se sitúa en el centro, en la parte
superior de la base o soporte, si este último es una masa sólida.
Si se selecciona la primera o la segunda ubicación para la cavidad, se debe proveer una
losa o cubierta de piedra que encaje exactamente en su apertura, y por esa razón ha de
ser biselada en las esquinas. La cubierta ha de tener una cruz grabada en la parte
superior e inferior.
Si se escoge la tercera ubicación, la mesa servirá de cubierta. Tratándose de un altar
portátil, la cavidad se realizará generalmente en la parte superior de la piedra cerca del
borde delantero, aunque también puede hacerse en el centro de la piedra.
Esto puede parecernos humorístico, pero la realidad es que la disponibilidad de reliquias
para todos los altares de las iglesias católicas en el mundo ha disminuido hasta hacer
difícil el cumplimiento de este requisito litúrgico.
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La fuente de estos datos es Agustín Joseph Schulte, “Altar Cavity”, The Catholic
Encyclopedia, Vol. I, New York: Robert Appleton Company, 1907, 28 Feb. 2012.
Son muchas las situaciones grotescas que se dan respecto a las reliquias, como es el
caso de cuatro iglesias, las de Charroux, Clulombs, Puy, en Francia, y San Juan en
Roma, que reivindican poseer el prepucio de Jesús de Nazaret, con lo que desde nuestro
punto de vista se trata de una auténtica burla de nuestro bendito Señor y Salvador.
En nuestros días podemos contemplar a peregrinos en la Iglesia del Santo Sepulcro, en
Jerusalem, frotando paños y prendas de vestir sobre la piedra en que la tradición cuenta
que fue depositado el cadáver de nuestro Señor Jesucristo.
No hallaremos jamás en el Nuevo Testamento ninguna enseñanza de nuestro Señor
Jesucristo, ni de sus Apóstoles, sobre la veneración de huesos o fragmentos de
cadáveres disecados. Semejante superstición está a millones de años-luz de la clara
enseñanza de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo:
Evangelio según Juan 4:24: “Dios es Espíritu, y los que lo adoran, en Espíritu y en Verdad
es necesario que lo adoren.”
Evangelio según Lucas 4:8: “Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás.”
El filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) decía en su obra titulada “Die fröhliche
Wissennsschaft”, “La Ciencia Alegre”:
“Muerto solo estaría este dios eclesial, y un esplendor de su esplendor cadavérico cubre
también a sensibles asistentes a las iglesias. La gélida pompa de estos monumentos de
piedra, en las cuales a muchas personas desamparadas y buscadoras que caminan de un
lado a otro, les deprime. Obispos y “santos” del pasado fueron allí esculpidos en mármol,
piedra u hormigón, o incluso su brutalidad sangrienta fue cubierta con oro. Y así éstos
amenazan hasta hoy a los creyentes, petrificados y con el índice levantado. Hoy estas
figuras pertenecen a los tesoros de arte del mundo occidental. Pero ¿quiénes fueron
estas personas que alguna vez vivían dentro de estos cuerpos? En relación a casi todos
estos dignatarios uno se pude preguntar: ¿Cuántos cadáveres tiene este en su
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conciencia? ¿Y cuántos aquél? Y ¿sobre cuántos huesos fue erigido este trono
episcopal? ¿Cuánta sangre hay pegada en la silla de aquéllos?”
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“MI CASA SERÁ LLAMADA CASA DE ORACIÓN PARA TODAS LAS NACIONES”
En el Evangelio según Mateo capítulo 21 se halla una de las más claras profecías de las
Sagradas Escrituras sobre un movimiento global hacia la práctica de la oración que ha de
acontecer antes de la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo en poder y gloria:
Evangelio según Mateo 21:13: “Escrito está: ‘Mi casa, casa de oración será llamada.”
Para entender el alcance de esta declaración de Yeshúa, de Jesús de Nazaret, tenemos
que estudiar los acontecimientos dramáticos que ocurrieron en los capítulos 21 al 23 del
Evangelio según Mateo.
El capítulo 21 del Evangelio según Mateo comienza con una pasaje al que solemos
referirnos como “La Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalem”.
En esta escena del Evangelio según Mateo vemos a Jesús de Nazaret entrar en la ciudad
de Jerusalem como el antiguo profeta Zacarías profetizó que el Mesías Sufriente entraría
en Jerusalem montado en un asno:
Evangelio según Mateo 21:5: “Decid a la hija de Sión: Tu Rey viene a ti, manso y sentado
sobre un asno, sobre un pollino, hijo de animal de carga.”
La cita es del libro del profeta Zacarías 9:9:
“¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalem! Mira que tu Rey
vendrá a ti, justo y salvador, pero humilde, cabalgando sobre un asno, sobre un pollino
hijo de asna.”
Los habitantes de Jerusalem experimentaron una inmensa alegría al ver a Jesús, no
cabalgando sobre un corcel de guerra, sino trayendo salvación, montado sobre un
humilde pollino.
La mesianidad de Jesús de Nazaret, como Mesías Sufriente, es de paz, como vemos en
Zacarías 9:10:
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“Él destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalem; los arcos de guerra serán
quebrados, y proclamará la paz a las naciones. Su señorío será de mar a mar, desde el
río hasta los confines de la tierra.”
Los discípulos de Jesús, que llevaban bastante tiempo frustrados siguiendo al Maestro,
esperando que se manifestara poderosamente como Mesías libertador, ahora se quedan
boquiabiertos al verle entrar en la ciudad de Jerusalem tal y como había sido profetizado
por Zacarías.
Sus corazones comenzaron a llenarse de esperanza. Por fin Jesús iba a mostrar su
realeza, y la derrota de los romanos invasores debía estar a las puertas.
El pueblo estaba sufriendo la opresión y la explotación del imperialismo romano y sus
esperanzan radicaban en la manifestación del Mesías como caudillo libertador.
Con la esperanza de que aquel Jesús fuera es clase de Mesías, habían comenzado a
reaccionar con alabanzas, celebrando la llegada del que fuera el esperado Ungido de
Dios.
Evangelio según Mateo 21:9-11: “Y la gente que iba delante y la gente que iba detrás
aclamaba, diciendo: ‘Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene de parte del Señor!
¡Hosana en las alturas!’ Cuando entró Jesús en Jerusalem, toda la ciudad se agitó,
diciendo: ‘¿Quién es este?’ Y la gente decía: ‘Este es Jesús, el Profeta, el de Nazaret de
Galilea’.”
Mientras crecía la expectación en los corazones de los propios discípulos y de la gente de
Jerusalem, Jesús se dirigió al Templo, y allí comenzó a expulsar a los mercaderes que
instalaban sus puestos para la venta de los animales para los sacrificios y el cambio de la
moneda en el atrio de los gentiles, lo que demuestra inequívocamente que ni ellos ni los
sacerdotes que consentían aquel mercado consideraban a aquel reciento como parte del
Templo.
Habían olvidado el propósito con el que el Señor había permitido que se hubiera erigido
originalmente aquel lugar:
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Isaías 56:1-7: “Así dijo Jehová: Guardad derecho, y haced justicia; porque cercana está
mi salvación (hebreo “Yeshúa”, latinizado “Jesús”) para venir, y mi justicia para
manifestarse. Bienaventurado el hombre que hace esto, y el hijo de hombre que lo abraza; que guarda
el día de reposo para no profanarlo (el original hebreo dice: ‘Mi Sábado’), y que guarda su
mano de hacer todo mal.
Y el extranjero que sigue a Jehová no hable diciendo: Me apartará totalmente Jehová de
su pueblo. Ni diga el eunuco: He aquí yo soy árbol seco.
Porque así dijo Jehová: A los eunucos que guarden mis días de reposo (el original hebreo
dice “mis Sábados”), y escojan lo que yo quiero, y abracen mi pacto, yo les daré lugar en
mi casa y dentro de mis muros, y nombre mejor que el de hijos e hijas; nombre perpetuo
les daré, que nunca perecerá.
Y a los hijos de los extranjeros que sigan a Jehová para servirle, y que amen el nombre
de Jehová para ser sus siervos; a todos los que guarden el día de reposo (el original
hebreo dice: “mi Sábado) para no profanarlo, y abracen mi pacto, yo los llevaré a mi santo
monte, y los recrearé en mi casa de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán
aceptos sobre mi altar; porque mi casa será llamada casa de oración para todos los
pueblos.”
Evangelio según Mateo 21:12-16:
Jesús entró en el templo y echó de allí a todos los que compraban y vendían. Volcó las
mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían palomas. «Escrito
está —les dijo—: “Mi casa será llamada casa de oración”, pero vosotros la estáis
convirtiendo en “cueva de ladrones”».
Se le acercaron en el templo ciegos y cojos, y los sanó. Pero cuando los jefes de los
sacerdotes y los maestros de la ley vieron que hacía cosas maravillosas, y que los niños
gritaban en el templo: «¡Hosanna al Hijo de David!», se indignaron.
—¿Oyes lo que esos están diciendo? —protestaron.
—Claro que sí —respondió Jesús—; ¿no habéis leído nunca:
»“En los labios de los pequeñosy de los niños de pechohas puesto la perfecta alabanza”?”
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Tenemos aquí algo que frecuentemente pasa inadvertido. Jesús no sólo expulsa a los
vendedores de animales para los sacrificios, y vuelca las mesas de los cambistas, sino
que también rompió el sistema del culto en el Templo al permitir que se acercaran
aquellos a quienes les estaba prohibido el acceso, como era el caso de los que tuvieran
algún defecto físico. Uno tenía que estar limpio y sano para poder penetrar en el recinto
sagrado.
Jesús no sólo daba la bienvenida a los enfermos y marcados como inmundos, sino que
todos aquellos cojos y mancos fueron sanados por el Señor.
Después de esta escena, Jesús salió de Jerusalem dejando boquiabiertos a todos.
Evangelio según Mateo 21:17: “Y dejándolos, salió fuera de la ciudad, a Betania, y se
quedó allí.”
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LA CONTROVERSIA DE JESÚS CON LAS EXPECTATIVAS DE SU PUEBLO.
Al día siguiente, Jesús volvió a la ciudad de Jerusalem y en los siguientes capítulos del
Evangelio según Mateo, los capítulos 22 y 23, vemos la confrontación entre Jesús y los
dirigentes religiosos de la ciudad.
Las confrontaciones demuestran que los dirigentes religiosos no estaban dispuestos a
recibir a Jesús como quien era ni sus enseñanzas.
Mientras el pueblo veía en Jesús su esperanza de alcanzar la libertad del Imperio
Romano, tampoco estaban dispuestos a recibirle por quien era.
Evangelio según Mateo 23:37: “¡Jerusalem, Jeusalem, que matas a los profetas y
apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la
gallina junta sus polluelos debajo de las alas, pero no quisiste!”
Jesús declaró en aquella ocasión las muchas veces que había sido, antes de su
encarnación, defensor y protector de Israel.
Jesús reveló su anhelo por reunir a su pueblo y poner fin a su exilio entre las naciones.
El pueblo en aquel momento anhelaba su liberación, pero no estaban dispuestos a recibir
a Jesús como su libertador, como el Mesías Sufriente que un día vendría como Mesías
Triunfante.
Su anhelo era tener a una clase diferente de libertador, un tipo diferente de Mesías, de
naturaleza fundamentalmente guerrera, un Mesías davídico.
Su imagen de rey-mesías era el de las naciones de su contexto, tal y como había
acontecido en los albores de su historia, cuando las tribus hebreas pidieron ser
constituidas como una monarquía, siguiendo el modelo de las naciones circunvecinas.
Jesús proclama unas palabras de esperanza que suelen pasar inadvertidas a muchos
hasta el día de hoy:
Evangelio según Mateo 23:38-39: “Vuestra casa os es dejada desierta, pero os digo que
desde ahora no volveréis a verme hasta que digáis: ‘¡Bendito el que viene en el Nombre
del Señor!’
Esta es la conclusión de la narrativa que comienza en el capítulo 21 del Evangelio según
Mateo.
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Jesús no está refiriéndose a que no será visto físicamente, por cuanto poco después le
verían crucificado, sino que la referencia de Jesús apunta a cuando le verán volver como
Rey Mesías Triunfante, cuando le reconozcan como Él es.
Las palabras de Jesús diciendo que “no volverán a verle hasta que digan: ‘¡Bendito el que
viene en el Nombre del Señor!’”, implican que efectivamente ese día le volverán a ver.
El conflicto del versículo 37 será resuelto para siempre en ese día…
Su pueblo le verá venir como Rey Mesías para su liberación final, y para reinar sobre ellos
y sobre todos los redimidos de entre los gentiles, injertados en el olivo bueno por la
eternidad.
Así lo expresa el Rabino Shaúl, Saulo, el Apóstol Pablo escribiendo a la iglesia en Roma:
Romanos 11: 25-29: “No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis
arrogantes en cuanto a vosotros mismos: El endurecimiento de una parte de Israel durará
hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles. Luego todo Israel será salvo, como
está escrito: ‘Vendrá de Sión el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será
mi Pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados’.”
El Apóstol Pablo está citando aquí los textos de Isaías 27:9 e Isaías 59:20-21:
Isaías 27:6-9: “Días vendrán cuando Jacob echará raíces, florecerá y echará renuevos
Israel, y la faz del mundo llenará de fruto. ¿Acaso ha sido herido como fue herido quien lo
hirió o ha sido muerto como fueron muertos los que lo mataron? Con moderación lo
castigarás en sus vástagos. Él los remueve con su recio viento en el día del viento del
Este. De esta manera, pues, será perdonada la iniquidad de Jacob, y este será todo el
fruto de la remoción de su pecado: Que vuelva todas las piedras del altar como piedras de
cal desmenuzadas, y que no se levanten más los símbolos de Asera ni las imágenes del
sol.”
Aquí se argumenta que el juicio que sufrirá el pueblo de Dios será para purgarlo de su
idolatría. De manera que aun el castigo del cautiverio tendría un componente redentor.
Isaías 59:20-21: “Vendrá el Redentor a Sión y a los que se vuelven de la iniquidad en
Jacob, dice Jehová. Y este será mi Pacto con ellos, dice Jehová: Mi Espíritu que está
sobre ti y mis palabras que puse en tu boca, no faltarán jamás de tu boca ni de la boca de
tus hijos ni de la boca de los hijos de tus hijos, Jehová lo ha dicho, desde ahora y para
siempre.”
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Este pasaje, a la luz del resto del libro de Isaías, muestra que esta profecía se cumplirá en
los tiempos de la restauración de todas las cosas:
Hechos de los Apóstoles 3:21: “A este (a Jesucristo), ciertamente, es necesario que el
cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios
por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo.”
No es accidental que esta controversia con Jesús suceda en la ciudad de Jeusalem, pues
comoquiera que Jesús es Hijo de David y Rey de los Judíos debe ser recibido por los
dirigentes judíos, cumpliendo así la promesa de salvación de su pueblo.
Al mismo tiempo, mientras que estas palabras tienen una aplicación específica para el
pueblo hebreo, Jesús no está aplicándola solamente a la comunidad hebrea de la ciudad
de Jerusalem, sino a todos cuantos componen su pueblo, de cerca y de lejos.
La obra de la Cruz de Cristo abre la puerta a todos cuantos pasen a formar parte del
pueblo de Dios, de modo que no sólo ha de ser recibido por Israel sino por todos los
gentiles.
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MI CASA SERÁ LLAMADA “CASA DE ORACIÓN”
Jesús describe primeramente la principal razón por la que el pueblo no está dispuesto a
recibirle, porque el Señor sabe que cuando este obstáculo sea removido, se removerán
como consecuencia muchos otros obstáculos.
Así podemos comprender la razón por la que lo primero que hizo el Señor fue dirigirse
hacia el Templo de Jerusalem para comunicar algo de suma importancia mediante sus
acciones.
Y la primera condición fue y siempre será la limpieza de su Casa de Oración, y por eso su
primera confrontación es con la situación en que se encontraba el Templo de Jerusalem.
Entonces Jesús proclama una importante declaración profética sobre el Templo
basándose en las palabras del profeta Isaías:
Evangelio según Mateo 21:12-13: “Entró Jesús en el Templo de Dios y echó fuera a todos
los que vendían y compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y las sillas
de los que vendían palomas, y les dijo: ‘Escrito está: Mi Casa, Casa de Oración será
llamada, pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.”
¿Por qué sintió Jesús tal celo por el Templo de Jerusalem como “Casa de Oración”?
Cuanto más centrados estemos en nosotros mismos, menos oraremos y menos señales
del Señor veremos en nuestras vidas y en las vidas de nuestros hermanos.
Cuanto más centrados estemos en nuestro Señor, más será nuestra oración, más será
nuestra adoración, y más señales veremos en nuestras vidas y en los hermanos a nuestro
alrededor.
Nuestra cercanía al Señor promoverá la visión de la belleza del Eterno y la respuesta de
su pueblo será la oración.
Jesús nos ha enseñado a orar pidiendo que la tierra, nuestra tierra, sea como el Cielo:
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Evangelio según Mateo 6:10: “Venga tu Reino. Hágase tu voluntad, como en el Cielo, así
también en la tierra.”
En pasajes de las Sagradas Escrituras, como es el caso del capítulo 6 de Isaías y los
capítulos 4 y 5 de Apocalipsis, al descorrer el velo del Cielo, vemos la revelación de la
belleza de Dios y la respuesta de su pueblo a su belleza, a su hermosura, a su santidad.
Por eso creemos que la esencia de la iglesia de Jesucristo ha de ser la santidad, la
oración, la adoración y la alabanza.
Para que la oración ocupe el lugar que nuestro Señor desea, ha de haber una motivación
para orar.
Bíblicamente, Dios usa dos cosas para motivarnos a la oración: Primeramente, la
revelación de su hermosura, y en segundo lugar la crisis.
Cuando Jesús predice que su Casa ha de ser Casa de Oración, está anunciando que su
iglesia verá la belleza del Señor y responderá orando, adorando, alabando.
La oración no son sólo palabras de petición, sino adoración, alabanza, exaltación, el
anhelo de caminar con Él.
Jesús quiere que su Casa sea Casa de Oración porque anhela la intimidad con los suyos:
Dios Padre con sus hijos e hijas; Jesús con sus hermanos y hermanas menores; el
Espíritu Santo Consolador con los desconsolados.
La iglesia de Cristo formada por el remanente fiel será Casa de Oración antes de la
Segunda Venida de nuestro Señor.
Pronto llegará el día en el que la iglesia, cansada de divisiones, luchas intestinas, pleitos
interminables, contiendas teológicas y doctrinales vergonzosas, se vuelva a su Señor en
oración ante la belleza del Eterno y sea plenamente consciente de que la visión del Señor
ensombrece todas las demás cosas.
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Es muy significativo que al declarar que la Casa del Padre debía ser Casa de Oración,
Jesús citara Isaías 56:1-7:
“Así dijo Jehová: Guardad derecho, y haced justicia; porque cercana está mi salvación
(hebreo: “Yeshúa”, latinizado “Jesús”) para venir, y mi justicia para manifestarse.
Bienaventurado el hombre que hace esto, y el hijo de hombre que lo abraza; que guarda
el día de reposo para no profanarlo, y que guarda su mano de hacer todo mal.
Y el extranjero que sigue a Jehová no hable diciendo: Me apartará totalmente Jehová de
su pueblo. Ni diga el eunuco: He aquí yo soy árbol seco.
Porque así dijo Jehová: A los eunucos que guarden mis días de reposo, y escojan lo que
yo quiero, y abracen mi pacto, yo les daré lugar en mi casa y dentro de mis muros, y
nombre mejor que el de hijos e hijas; nombre perpetuo les daré, que nunca perecerá.
Y a los hijos de los extranjeros que sigan a Jehová para servirle, y que amen el nombre
de Jehová para ser sus siervos; a todos los que guarden el día de reposo para no
profanarlo, y abracen mi pacto, yo los llevaré a mi santo monte, y los recrearé en mi casa
de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptos sobre mi altar; porque mi casa
será llamada casa de oración para todos los pueblos.”
No puede ser más evidente que la voluntad del Altísimo fuera que el Templo de Jeusalem
sirviera como Casa de Oración para todos los pueblos de la tierra.
Jesús estaba profetizando lo que se irá desarrollando con mayor claridad en el curso de
las Escrituras del Nuevo Testamento: Que Dios en Cristo Jesús invita a todos los pueblos
a la adoración como único Señor al Dios de Israel para todas las naciones, lo que implica
a todos los pueblos, culturas religiosas, lenguas y espiritualidades al reconocimiento del
Dios Creador revelado en la persona, vida y enseñanza de Cristo Jesús, el Redentor.
Esto ya había sido profetizado también por Simeón, en el día en que Myriam y Yosef,
latinizados “María” y “José”, subieron al Templo de Jerusalem con Jesús niño para
presentarlo:
Evangelio según Lucas 2:21-32: “Cumplidos los ocho días para circuncidar al niño, le
pusieron por nombre JESÚS, el cual le había sido puesto por el ángel antes que fuese
concebido.
Y cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, conforme a la ley de Moisés,
le trajeron a Jerusalén para presentarle al Señor (como está escrito en la ley del Señor: Página � de �62 71
Todo varón que abriere la matriz será llamado santo al Señor, y para ofrecer conforme a
lo que se dice en la ley del Señor: Un par de tórtolas, o dos palominos.
Y he aquí había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso,
esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él.
Y le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al
Ungido del Señor.
Y movido por el Espíritu, vino al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al
templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a
Dios, diciendo:
Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz,Conforme a tu palabra; Porque han visto mis ojos tu salvación (“Yeshúa”), la cual has
preparado en presencia de todos los pueblos; Luz para revelación a todos los gentiles, y
gloria de tu pueblo Israel.”
En aquella misma ocasión, una mujer profetisa también pronunció palabras de
reconocimiento para nuestro Salvador:
Evangelio según Lucas 2:36-38: “Estaba también allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la
tribu de Aser, de edad muy avanzada. Había vivido con su marido siete años desde su
virginidad, y era viuda hacía ochenta y cuatro años, y no se apartaba del Templo,
sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones. Ésta, presentándose en la misma
hora, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en
Israel.”
Al mismo tiempo, el Templo de Jerusalem, Casa de Oración para todos los pueblos, es
figura y sombra de lo que habría y habrá de venir, por cuanto el verdadero Templo y la
reunión de judíos y gentiles ante la Majestad Eterna del Dios Altísimo será en el
Tabernáculo Celestial, del cual el terrenal y después el Templo serían figura y sombra de
lo venidero:
Hebreos 8:1-6: “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos
tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los
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cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no
el hombre. Porque todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo
cual es necesario que también éste tenga algo que ofrecer. Así que, si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo aún sacerdotes
que presentan las ofrendas según la ley; los cuales sirven a lo que es figura y sombra de
las cosas celestiales, como se le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el tabernáculo,
diciéndole: Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el
monte. Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un mejor pacto,
establecido sobre mejores promesas.”
La apoteosis final se halla en el libro de Apocalipsis 21:1-8:
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y
el mar ya no existía más.
Y yo Juan vi la santa ciudad, la Nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta
como una esposa ataviada para su marido.
Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y
él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios.
Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más
llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.
Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me
dijo: Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas.
Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed,
yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida.
El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo.
Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros,
los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y
azufre, que es la muerte segunda.”
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Los gentiles llamados por Dios al Evangelio de su Hijo Jesucristo deberíamos sentirnos
muy agradecidos y gozosos por haber sido injertados en el Buen Olivo, contra naturaleza,
para formar parte de la familia del Dios de Israel para todas las naciones.
Así fue profetizado igualmente por Malaquías 1:11:
“Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi Nombre entre las
naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre incienso y ofrenda limpia. Grande es mi
Nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos.”
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LA CONFRONTACIÓN DE JESÚS CON LOS SACERDOTES.
Después de la declaración de Jesús sobre el Templo de Jerusalem como Casa de
Oración para todos los pueblos, el Señor confrontó a los sacerdotes por su actitud
negativa hacia la identidad del Señor:
Evangelio según Mateo 21:12-16: “Y entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a
todos los que vendían y compraban en el templo, y volcó las mesas de los
cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y les dijo: Escrito está: Mi casa,
casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.
Y vinieron a él en el templo ciegos y cojos, y los sanó. Pero los principales
sacerdotes y los escribas, viendo las maravillas que hacía, y a los muchachos
aclamando en el templo y diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! se indignaron, y le
dijeron: ¿Oyes lo que estos dicen? Y Jesús les dijo: Sí; ¿nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que maman perfeccionaste la alabanza?
Y dejándolos, salió fuera de la ciudad, a Betania, y posó allí.”
La falta de reconocimiento de la función del Templo como Casa de Santidad y Casa
de Oración para todos los pueblos era la causa de la falta de gozo y alabanza en el Templo.
Las cosas no han cambiado: Esa es la causa de la falta de gozo y alabanza en
muchas de las iglesias de nuestros días, donde los cultos nada tienen que ver con
una celebración cristiana.
Jesús no fue reconocido como quien era por aquellos clérigos del Templo de
Jerusalem. Y la reacción de Jesús fue altamente significativa: “Dejándolos, salió
fuera de la ciudad, a Betania, y posó allí.”
La falta de reconocimiento del Templo de Jerusalem era de importancia tal para
Jesús, que Él simplemente salió del Templo, de la ciudad que representaba el
centro del poder, y atravesó el Monte de los Olivos, descendió a Betania y posó allí,
casi con seguridad en casa de sus amigos y discípulos Marta, María y Lázaro.
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Jesús sólo se queda donde es recibido. El hecho de que Jesús fuera primeramente
al Templo es significativo, pero su salida del mismo es todavía más significativa.
Jesús podía haber tratado algunos otros asuntos en el Templo, pero se centró en el
abandono de aquel recinto como Casa de Oración.
Aquello había tenido prioridad sobre cualquier otro asunto.
Para entender correctamente estos capítulos 21 al 23 del Evangelio según Mateo es
importante comprender que nos hallamos ante prototipos que forman las figuras y
sombras que señalan hacia las cosas venideras.
Jesús entra en la ciudad de Jerusalem como Mesías, y es aclamado por aquella multitud, entre la que debieron estar muchos enfermos, paralíticos, ciegos, cojos,
mancos, leprosos sanados y limpiados por el Señor como Hijo de David.
Todos cuantos vieron a Jesús entrar en la ciudad de Jerusalem aquel día debieron
sentirse más que sorprendidos al verle confrontar a las autoridades religiosas en lugar de emplear la violencia para ocupar su legítimo lugar.
Las últimas palabras de nuestro Señor registradas en el Evangelio según Mateo
23:38-39 nos muestran la conclusión de aquella controversia:
“Vuestra Casa os es dejada desierta, pues os digo que desde ahora no volveréis a
verme hasta que digáis: ‘¡Bendito el que viene en el Nombre del Señor!’
Esta es otra clara evidencia en las propias palabras de Jesús de su Segunda Venida
en poder y gran gloria para buscar a su remanente fiel de Israel y de las naciones.
Es importante también considerar que la casa que quedaría vacía era el Templo, que
las palabras de Jesús fueron dirigidas al alto clero del Templo, no respecto al
pueblo de Israel y a la tierra amada.
El Señor nunca ha abandonado a Israel ni lo hará, por cuanto “irrevocables son los
dones y el llamamiento divino.”
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El gran tema del capítulo 21 del Evangelio según Mateo, en el que hemos venido
meditando, fue la naturaleza del Templo de Jerusalem, llamado a ser Casa de Santidad y
Casa de Oración para todos los pueblos de la tierra.
En nuestra respuesta de amor al Señor que nos amó primero, creemos que en esta
escena del Evangelio tenemos la clara revelación de su parte respecto a lo que Él espera
de nosotros como Iglesia Universal y como iglesias locales, como comunidades de fe.
Hemos de trabajar para ser “casas de santidad” y “casas de oración”, en nuestras vidas y
en nuestras comunidades.
Sería dramático que en el regreso del Señor encontrara en las casas de oración atrios
dedicados a los mercaderes, y que en lugar de arrebatarnos al encuentro con Él, nos
hallara con los comerciantes de la religión, con los mercaderes y los cambistas, sino que,
antes bien, podamos oír de sus labios las palabras registradas en el Evangelio según
Mateo 25:23:
“Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Entra en el gozo
de tu Señor.”
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EPÍLOGO
En el último libro de las Sagradas Escrituras hallamos este texto: Apocalipsis 18:4:
“Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecado ni recibáis parte de
sus plagas.”
Esta “Babilonia”, ciertamente no la histórica, que cuando se escribe Apocalipsis ya llevaba
muchos siglos abandonada y convertida en un montón de piedras, ha venido siendo
interpretada por diversos estudiosos como representativa de la iglesia mundana de los
tiempos finales, antes de la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo, prostituida con
todos los poderosos del mundo:
Apocalipsis 18:3: “Porque todas las naciones han bebido del vino del furor de su
fornicación. Los reyes de la tierra han fornicado con ella y los mercaderes de la tierra se
han enriquecido con el poder de sus lujos sensuales.”
Aquí radica la clave del porqué los reyes de la tierra han recompensado a la iglesia
estatalizada y prostituida con riquezas, prestigio y privilegios de todo orden.
Pocos saben que el alcance de las subvenciones que reciben las iglesias con vinculación
al estado secular es realmente alarmante. Recientes estadísticas publicadas por la
prestigiosa revista alemana “Der Spiegel”, número 49 del año 2001, daba a conocer que
las Iglesias Católica Romana y la Iglesia Evangélica Luterana disponen en Alemania de
una fortuna estimada en más de 500 millones de euros.
Del Vaticano y de España es mejor no hablar, pero todas estas iglesias e instituciones
eclesiales predican sin ruborizarse las palabras de nuestro Señor Jesucristo registradas
en el Evangelio según Mateo 6:19-21, 24:
“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho destruyen, y donde ladrones
entran y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho destruyen, y
donde ladrones no entran ni hurtan, porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también
vuestro corazón… Ninguno puede servir a dos señores, porque odiará al uno y amará al
otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.”
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El término griego que traducimos por “riquezas” es “mammón”, voz de origen arameo,
pero de etimología confusa. Los eruditos se inclinan por creer que se trata de un término
emparentado con el término hebreo “matmon”, cuyo significado es “tesoro”.
La experiencia humana confirma que el maligno -¡Dios le reprenda!- utiliza las riquezas
para despertar en el corazón de los humanos un amor por ellas, y por el dinero, que es
principio de todos los males:
1ª Timoteo 6:6-10: “Gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento, porque
nada hemos traído a este mundo y, sin duda, nada podremos sacar. Así que, teniendo
sustento y abrigo, estemos ya satisfechos; pero los que quieren enriquecerse caen en
tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas que hunden a los hombres en
destrucción y perdición, porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual
codiciando algunos se extraviaron de la fe y fueron atormentados con muchos dolores.”
Las Santa Palabra de Dios llama inicua a la riqueza no porque lo sea en sí misma, sino
por la forma en que el corazón corrupto del hombre la busca, la alcanza, la acumula y la
emplea.
Es el maligno quien emplea las riquezas para seducir, entrampar y engañar a millones de
almas con el propósito característico de Satanás -¡Dios le reprenda!- de conducir al
hombre a la ruina final, es decir, hurtar, matar y destruir.
Nuestro Señor bendito nos ha dado claras instrucciones sobre cómo utilizar los bienes
materiales, no sólo para nuestro mantenimiento y el de los nuestros, sino para aliviar las
necesidades de nuestros hermanos sufrientes y promover la extensión del Evangelio de
Cristo en nuestro mundo.
Se deja que las almas perezcan sin el conocimiento de la verdad divina y el camino de la
salvación eterna, así como la oportunidad de vivir vidas dignas, mientras los cristianos se
dedican a levantar templos suntuosos.
Las preocupaciones y los dolores producidos por la búsqueda de las riquezas acaban
prematuramente con la vida de muchos hombres y mujeres que, enfrascados en la necia
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labor de satisfacer sus apetitos carnales se diluyen en formas de vida que conducen a la
ruina humana, en medio de la paradoja de la superabundancia material.
Si nuestro tesoro es la persona de Jesucristo, como único Señor y Salvador, personal,
eterno y todo suficiente, nuestro corazón estará saturado por la gracia y la misericordia
divinas, la paz del Señor será la preparación para nuestra morada eterna con Dios en los
cielos nuevos y la tierra nueva.
Pero si nuestro corazón es el depositario de los bienes materiales, movido por el amor al
dinero, convertiremos al Eterno en el “dios mammón”. Podremos aparentar ser cristianos,
asistir a los cultos de la iglesia, leer la Biblia como un elemento idolátrico más, entre
muchos otros de la industria religiosa, pero esa forma de vida, además de no ser grata a
Dios nuestro Señor, será una empresa inútil, sin beneficios para la eternidad.
La obsesión por acumular riquezas en lugar de compartir y luchar por su justa distribución
era una características de la sociedad en la que se desenvolvió Jesús, nada diferente de
nuestros días, donde el materialismo mercantilista produce que los enriquecidos sean
más ricos cada día, y los empobrecidos sean más pobres cada día.
Así vemos cómo las crisis económicas producen una prosperidad egoísta cuyo resultado
es el aumento de millonarios sobre el fundamento de la reducción de salarios y los
recortes sociales.
Por eso es que el Señor en su bondad y misericordia se dirige a los verdaderos creyentes,
al remanente fiel, a salir de esa “Babilonia” formada por una alianza de naturaleza política,
social, económica y religiosa.
La llamada es a salir, a abandonarla, para que el justo juicio venidero de Dios no alcance
a los redimidos que pueda haber en ella.
Después de todo lo dicho, creo que nos resultará fácil comprender que Dios no habita en
templos hechos de manos humanas, sino en los Cielos y en el corazón de quienes le
abren las puertas para recibirle como Redentor y Señor.
Amén.
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