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¡ESPECIAL! SEMANA SANTA EN CIUDAD DEL VATICANO Abril 10 a 16 de 2012 El análisis y la información semanal de la Iglesia Católica en el Mundo Edición 11

Edición 11

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Edición 11

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¡ESPECIAL! SEMANA SANTA EN CIUDAD DEL VATICANO

Abril 10 a 16 de 2012 El análisis y la información semanal de la Iglesia Católica en el Mundo Edición 11

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Semana Católica Revista de Información y

opinión Católica independiente

Roma, Italia

Abril 10 a 16 de 2012

DIRECTOR GENERAL Daniel Alejandro de Roux

JEFE DE REDACCIÓN Albert Van der Vaart

EDITOR WEB Paolo Mattei

TWITTER: @SemanaCatolica

FACEBOOK: facebook.com/SemanaCatolica

EMAIL: [email protected]

SUMARIO 3

Los ataques de Anonymous a la Igle-

sia Católica

Benedicto XVI reza junto al Arzobis-

po Anglicano.

Entrevista EXCLUSIVA de SEMANA

CATÓLICA con representante de

Anonymous.

Dos veces en cinco días fue hackea-

da la web vaticana.

Presentado el anuario pontificio

2012.

En el Vaticano blanquean dinero,

dice el Departamento de Estado en

EEUU.

Católico asesinado acusado de bru-

jería.

Masacre en Iglesia de Nigeria.

Iglesia firma acuerdo contra violen-

cia a mujeres.

El gobierno británico no protegerá

el crucifijo en el trabajo.

Seminarios San José de fiesta.

El sacrificio espiritual.

Cine: John Carter

No te pierdas lo mejor de EWTN y

su transmisión de la visita papal a

México y Cuba.

El día internacional de la mujer, feliz

día todas!

Por: Fabián Andrés Hernández Ospina.

Vivir y morir por Cristo en Pakistán.

Por: José Luis Restán.

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ TODAS LAS CELEBRACIO-

NES DE LA SEMANA SANTA EN LA CIUDAD DEL VATICANO.

8

Durante su visita a Cuba, el

Santo Padre Benedicto XVI,

solicitó al Presidente de la

Isla Raúl Castro proclamar

el Viernes Santo de cada

año como festivo, de mane-

ra que los fieles pudieran

asistir con mayor libertad y

facilidad a las celebraciones

litúrgicas de este día funda-

mental para la Iglesia Cató-

lica. El Gobierno Cubano,

tres días después de la visi-

ta, declaró que el Viernes

Santo es festivo en todo el

país.

El pasado viernes 6 de Abril

–Viernes Santo– la comuni-

dad católica cubana pudo

participar del Santo Viacru-

cis realizado por las calles

de las distintas ciudades y

municipalidades, además

de la celebración de la Pa-

sión del Señor y el Sermón

de las siete pala-

bras, presidido

por el Cardenal

Cubano Jaime

Ortega.

El Sermón de las siete pala-

bras también fue transmiti-

do por la televisión pública

cubana, así muchísimas

más personas pudieron en-

trar en contacto con la Igle-

sia a través de este medio

de comunicación.

Realmente, que el Viernes

Santo haya sido feriado no

ayudó mucho a la participa-

ción de los fieles en la litur-

gia Católica. Unos 200 fie-

les participaron en la Cate-

dral de La Habana y unos

80 o 100 en el Viacrucis. Lo

que no se sabe es cuántas

personas y familias siguie-

ron el Sermón de las siete

palabras a través de la tele-

visión.

Poco a poco los cubanos

van recibiendo una mayor

libertad que les permite ex-

presarse de mejor manera

ante la comunidad local e

internacional, sin embargo,

continúan las restricciones

en diversos ámbitos y urge

un mayor respeto por los

derechos humanos de per-

sonas que luchan por la

dignidad de los demás, pe-

ro que la suya es mancilla-

da y menospreciada.

Cuba sigue esperando y su

fe mantendrá viva la espe-

ranza.

Consejo de Redacción

EN CUBA

EDITORIAL 4 EDITORIAL 4

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

EDITORIAL 4 EMAILS Y CARTAS 5

Facebook:

www.facebook.com/SemanaCatolica

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acerca de las noticias

y artículos publicados

en SEMANA CATÓLICA.

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Pregunta

¿Por qué ha bajado la cantidad de jóvenes que quieren ser Sacerdotes?

Respuestas

1. Hay otras opciones 18,75%

2. Mal ejemplo de Sacerdotes 25%

3. Mediocridad juvenil 6,25%

4. Otros factores 50%

Comentarios

Porque no saben lo que se están perdiendo es la me-jor opción que podamos tomar en nuestras vidas. Y algo muy importante para ser sacerdote es la fe en Dios y hoy en día son muchos los jóvenes que no creen y debemos orar mucho por ellos para que se arrepientan y se conviertan, por nuestra salvación, la extirpación de los caprichos y apegos.

Jhon Edisson Ramírez García Vía Facebook

¿Crees que sir-

ve de algo la vi-

sita del Papa a

México y Cuba?

A.Sí

B.NO

Responda y comente en

Facebook o escríbanos a [email protected]

PAUTE

CON

NOSOTROS [email protected]

IMAGEN DE LA SEMANA 7

EN ROMA DESPIDIERON

AL COCODRILO CUBANO

QUE VISITÓ AL PAPA BE-

NEDICTO XVI DURANTE

LA AUDIENCIA GENERAL

DEL 11 DE ENERO, EL

EJEMPLAR EMPRENDE UN

VIAJE QUE LO TRASPOR-

TARÁ DE NUEVO A CUBA,

SU PAÍS DE ORIGEN, A

UNA SEMANA DEL VIAJE

APOSTÓLICO QUE EL SAN-

TO PADRE REALIZARÁ A

LA ISLA CARIBEÑA.

Un sacerdote católico de Nueva

York fue condenado "a una vida de

oración y penitencia" por el Vati-

cano, por la violación de 10 niños

en la barrio de Harlem durante la

década de los 80.

Se trata del monseñor Wallace Ha-

rris, quien recibió el menor de los

posibles castigos de Roma y logró

evadir el sistema penal estadou-

nidense, debido a la prescripción

de los delitos.

Harris era un maestro en la escuela

West Side de alta en la década de

1980. Se convirtió en pastor de la

Iglesia de St. W. 141a en 1989, y

más tarde dio la invocación en la

inauguración el gobernador David

Paterson.

El sacerdote Robert Hoat-

son expuso que "monseñor Wallace

Harris debería ser apartado del sa-

cerdocio por el Vaticano y el arzo-

bispo (Timothy) Dolan debería pedir

al santo padre que lo hiciera".

IMAGEN DE LA SEMANA 7

Miles de personas disfrutaron

de la celebración del Semana

Santa en la Ciudad del Vati-

cano entre el 01 y el 08 de

Abril. El Papa Benedicto XVI

presidió la Eucaristía y Proce-

sión en el Domingo de Ramos y

todas las celebraciones del Tri-

duo Pascual: Misa Crismal, Ce-

na del Señor, Pasión del Señor,

Santo Vía Crucis, Vigilia Pas-

cual, Eucaristía en el Domingo

de Pascua y la Bendición Urbi

et orbi.

Luego de realizar su exitoso

viaje por México y Cuba, el

Santo Padre llegó a Roma para

presidir las celebraciones de la

Semana más importante para

el mundo católico.

SEMANA CATÓLICA presenta

sus homilías en cada celebra-

ción de la Semana Mayor.

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ LAS CE-

LEBRACIONES CO-RRESPONDIENTES A LA SEMANA SANTA EN LA CIUDAD DEL

VATICANO.

“Padre bendito,

mi transferencia

en este momento

provocaría

confusión

PORTADA 8 PORTADA 9

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

PORTADA 8 PORTADA 9

PORTADA 11 PORTADA 10

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

PORTADA 11 PORTADA 10

PORTADA 12 PORTADA 13

¡Queridos hermanos y hermanas!

El Domingo de Ramos es el gran

pórtico que nos lleva a la Semana

Santa, la semana en la que el Se-

ñor Jesús se dirige hacia la culmi-

nación de su vida terrena. Él va a

Jerusalén para cumplir las Escritu-

ras y para ser colgado en la cruz,

el trono desde el cual reinará por

los siglos, atrayendo a sí a la hu-

manidad de todos los tiempos y

ofrecer a todos el don de la reden-

ción. Sabemos por los evangelios

que Jesús se había encaminado

hacia Jerusalén con los doce, y

que poco a poco se había ido su-

mando a ellos una multitud cre-

ciente de peregrinos. San Marcos

nos dice que ya al salir de Jericó

había una «gran muchedumbre»

que seguía a Jesús (cf. 10,46).

En la última parte del trayecto se

produce un acontecimiento parti-

cular, que aumenta la expectativa

sobre lo que está por suceder y

hace que la atención se centre to-

davía más en Jesús. A lo largo del

camino, al salir de Jericó, está

sentado un mendigo ciego, llama-

do Bartimeo. Apenas oye decir

que Jesús de Nazaret está llegan-

do, comienza a gritar: «¡Hijo de

David, Jesús, ten compasión de

mí» (Mc 10,47). Tratan de acallar-

lo, pero en vano, hasta que Jesús

lo manda llamar y le invita a acer-

carse. «¿Qué quieres que te ha-

ga?», le pregunta. Y él contesta:

«Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús

le dice: «Anda, tu fe te ha salva-

do». Bartimeo recobró la vista y se

puso a seguir a Jesús en el camino

(cf. v. 52). Y he aquí que, tras este

signo prodigioso, acompañado por

aquella invocación: «Hijo de Da-

vid», un estremecimiento de espe-

ranza atraviesa la multitud, susci-

tando en muchos una pregunta:

¿Este Jesús que marchaba delante

de ellos a Jerusalén, no sería qui-

zás el Mesías, el nuevo David? Y,

con su ya inminente entrada en la

ciudad santa, ¿no habría llegado

tal vez el momento en el que Dios

restauraría finalmente el reino de

David?

También la preparación del ingre-

so de Jesús con sus discípulos con-

tribuye a aumentar esta esperanza.

Como hemos escuchado en el

Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-

10), Jesús llegó a Jerusalén desde

Betfagé y el monte de los Olivos,

es decir, la vía por la que había de

venir el Mesías. Desde allí, envía

por delante a dos discípulos, man-

dándoles que le trajeran un pollino

de asna que encontrarían a lo largo

del camino. Encuentran efectiva-

mente el pollino, lo desatan y lo

llevan a Jesús. A este punto, el

ánimo de los discípulos y los otros

peregrinos se deja ganar por el

entusiasmo: toman sus mantos y

los echan encima del pollino; otros

alfombran con ellos el camino de

Jesús a medida que avanza a gru-

pas del asno. Después cortan ra-

mas de los árboles y comienzan a

gritar las palabras del Salmo 118,

las antiguas palabras de bendición

de los peregrinos que, en este con-

texto, se convierten en una procla-

mación mesiánica: «¡Hosanna!,

bendito el que viene en el nombre

del Señor. ¡Bendito el reino que

llega, el de nuestro padre David!

¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-

10). Esta alegría festiva, transmiti-

da por los cuatro evangelistas, es

un grito de bendición, un himno

de júbilo: expresa la convicción

unánime de que, en Jesús, Dios ha

visitado su pueblo y ha llegado por

fin el Mesías deseado. Y todo el

mundo está allí, con creciente ex-

pectación por lo que Cristo hará

una vez que entre en su ciudad.

Pero, ¿cuál es el contenido, la re-

sonancia más profunda de este

grito de júbilo? La respuesta está

en toda la Escritura, que nos re-

cuerda cómo el Mesías lleva a

cumplimiento la promesa de la

bendición de Dios, la promesa

originaria que Dios había hecho a

Abraham, el padre de todos los

creyentes: «Haré de ti una gran

nación, te bendeciré… y en ti se-

rán benditas todas las familias de

la tierra» (Gn 12,2-3). Es la pro-

mesa que Israel siempre había

tenido presente en la oración, es-

pecialmente en la oración de los

Salmos. Por eso, el que es aclama-

do por la muchedumbre como

bendito es al mismo tiempo aquel

en

el

cual será bendecida toda la huma-

nidad. Así, a la luz de Cristo, la

humanidad se reconoce profunda-

mente unida y cubier-

ta por el manto de la

bendición divina, una

bendición que todo lo

penetra, todo lo sos-

tiene, lo redime, lo

santifica.

Podemos descubrir

aquí un primer gran

mensaje que nos trae

la festividad de hoy:

la invitación a mirar

de manera justa a la

humanidad entera, a

cuantos conforman el

mundo, a sus diversas

culturas y civilizacio-

nes. La mirada que el

creyente recibe de

Cristo es una mirada

de bendición: una

mirada sabia y amoro-

sa, capaz de acoger la

belleza del mundo y

de compartir su fragi-

lidad. En esta mirada

se transparenta la mi-

rada misma de Dios

sobre los hombres que

él ama y sobre la creación, obra de

sus manos. En el Libro de la Sabi-

duría, leemos: «Te compadeces de

todos, porque todo lo puedes, cie-

rras los ojos a los pecados de los

hombres, para que se arrepientan.

Amas a todos los seres y no abo-

rreces nada de lo que hiciste;… Tú

eres indulgente con todas las co-

sas, porque son tuyas, Señor, ami-

go de la vida» (Sb 11,23-24.26).

Volvamos al texto del Evangelio

de hoy y preguntémonos: ¿Qué

late realmente en el corazón de los

que aclaman a Cristo como Rey de

Israel? Ciertamente tenían su idea

del Mesías, una idea de cómo de-

bía actuar el Rey prometido por

los profetas y esperado por tanto

tiempo. No es de extrañar que,

pocos días después, la muchedum-

bre de Jerusalén, en vez de acla-

mar a Jesús, gritaran a Pilato:

«¡Crucifícalo!». Y que los mismos

discípulos, como también otros

que le habían visto y oído, perma-

necieran mudos y desconcertados.

En efecto, la mayor parte estaban

desilusionados por el modo en que

Jesús había decidido presentarse

como Mesías y Rey de Israel. Este

es precisamente el núcleo de la

fiesta de hoy también para noso-

tros. ¿Quién es para nosotros Jesús

de Nazaret? ¿Qué idea tenemos

del Mesías, qué idea tenemos de

Dios? Esta es una cuestión crucial

que no podemos eludir, sobre todo

en esta semana en la que estamos

llamados a seguir a nuestro Rey,

que elige como trono la cruz; esta-

mos llamados a seguir a un Mesías

que no nos asegura una felicidad

terrena fácil, sino la felicidad del

cielo, la eterna bienaventuranza de

Dios. Ahora, hemos de preguntar-

nos: ¿Cuáles son nuestras verdade-

ras expectativas? ¿Cuáles son los

deseos más profundos que nos han

traído hoy aquí para celebrar el

Domingo de

Ramos e iniciar la Sema-

na Santa?

Queridos jóvenes que os habéis

reunido aquí. Esta es de modo

particular vuestra Jornada en todo

lugar del mundo donde la Iglesia

está presente. Por eso os saludo

con gran afecto. Que el Domingo

de Ramos sea para vosotros el día

de la decisión, la decisión de aco-

ger al Señor y de seguirlo hasta el

final, la decisión de hacer de su

Pascua de muerte y resurrección el

sentido mismo de vuestra vida de

cristianos. Como he querido recor-

dar en el Mensaje a los jóvenes

para esta Jornada – «alegraos

siempre en el Señor» (Flp 4,4) –,

esta es la decisión que conduce a

la verdadera alegría, como sucedió

con santa Clara de Asís que, hace

ochocientos años, fascinada por el

ejemplo de san Francisco y de sus

primeros compañeros, dejó la casa

paterna precisamente el Domingo

de Ramos para con-

sagrarse totalmente al Señor:

tenía 18 años, y tuvo el valor de la

fe y del amor de optar por Cristo,

encontrando en él la alegría y la

paz.

Queridos hermanos y hermanas,

que reinen particularmente en este

día dos sentimientos: la alabanza,

como hicieron aquellos que aco-

gieron a Jesús en Jerusalén con su

«hosanna»; y el agradecimiento,

porque en esta Semana Santa el

Señor Jesús renovará el don más

grande que se puede imaginar, nos

entregará su vida, su cuerpo y su

sangre, su amor. Pero a un don tan

grande debemos corresponder de

modo adecuado, o sea, con el don

de nosotros mismos, de nuestro

tiempo, de nuestra oración, de

nuestro estar en comunión profun-

da de amor con Cristo que sufre,

muere y resucita por nosotros. Los

antiguos Padres de la Iglesia han

visto un símbolo de todo esto en el

gesto de la gente que seguía a Je-

sús en su ingreso a Jerusalén, el

gesto de tender los mantos delante

del Señor. Ante Cristo

– decían los Padres –,

debemos deponer

nuestra vida, nuestra

persona, en actitud de

gratitud y adoración.

En conclusión, escu-

chemos de nuevo la

voz de uno de estos

antiguos Padres, la de

san Andrés, obispo de

Creta: «Así es como

nosotros deberíamos

prosternarnos a los

pies de Cristo, no po-

niendo bajo sus pies

nuestras túnicas o

unas ramas inertes,

que muy pronto per-

derían su verdor, su

fruto y su aspecto

agradable, sino revis-

tiéndonos de su gra-

cia, es decir, de él

mismo... Así debemos

ponernos a sus pies

como si fuéramos unas túnicas...

Ofrezcamos ahora al vencedor de

la muerte no ya ramas de palma,

sino trofeos de victoria. Repitamos

cada día aquella sagrada exclama-

ción que los niños cantaban, mien-

tras agitamos los ramos espiritua-

les del alma: “Bendito el que vie-

ne, como rey, en nombre del Se-

ñor”» (PG 97, 994). Amén.

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

PORTADA 12 PORTADA 13

¡Queridos hermanos y hermanas!

El Domingo de Ramos es el gran

pórtico que nos lleva a la Semana

Santa, la semana en la que el Se-

ñor Jesús se dirige hacia la culmi-

nación de su vida terrena. Él va a

Jerusalén para cumplir las Escritu-

ras y para ser colgado en la cruz,

el trono desde el cual reinará por

los siglos, atrayendo a sí a la hu-

manidad de todos los tiempos y

ofrecer a todos el don de la reden-

ción. Sabemos por los evangelios

que Jesús se había encaminado

hacia Jerusalén con los doce, y

que poco a poco se había ido su-

mando a ellos una multitud cre-

ciente de peregrinos. San Marcos

nos dice que ya al salir de Jericó

había una «gran muchedumbre»

que seguía a Jesús (cf. 10,46).

En la última parte del trayecto se

produce un acontecimiento parti-

cular, que aumenta la expectativa

sobre lo que está por suceder y

hace que la atención se centre to-

davía más en Jesús. A lo largo del

camino, al salir de Jericó, está

sentado un mendigo ciego, llama-

do Bartimeo. Apenas oye decir

que Jesús de Nazaret está llegan-

do, comienza a gritar: «¡Hijo de

David, Jesús, ten compasión de

mí» (Mc 10,47). Tratan de acallar-

lo, pero en vano, hasta que Jesús

lo manda llamar y le invita a acer-

carse. «¿Qué quieres que te ha-

ga?», le pregunta. Y él contesta:

«Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús

le dice: «Anda, tu fe te ha salva-

do». Bartimeo recobró la vista y se

puso a seguir a Jesús en el camino

(cf. v. 52). Y he aquí que, tras este

signo prodigioso, acompañado por

aquella invocación: «Hijo de Da-

vid», un estremecimiento de espe-

ranza atraviesa la multitud, susci-

tando en muchos una pregunta:

¿Este Jesús que marchaba delante

de ellos a Jerusalén, no sería qui-

zás el Mesías, el nuevo David? Y,

con su ya inminente entrada en la

ciudad santa, ¿no habría llegado

tal vez el momento en el que Dios

restauraría finalmente el reino de

David?

También la preparación del ingre-

so de Jesús con sus discípulos con-

tribuye a aumentar esta esperanza.

Como hemos escuchado en el

Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-

10), Jesús llegó a Jerusalén desde

Betfagé y el monte de los Olivos,

es decir, la vía por la que había de

venir el Mesías. Desde allí, envía

por delante a dos discípulos, man-

dándoles que le trajeran un pollino

de asna que encontrarían a lo largo

del camino. Encuentran efectiva-

mente el pollino, lo desatan y lo

llevan a Jesús. A este punto, el

ánimo de los discípulos y los otros

peregrinos se deja ganar por el

entusiasmo: toman sus mantos y

los echan encima del pollino; otros

alfombran con ellos el camino de

Jesús a medida que avanza a gru-

pas del asno. Después cortan ra-

mas de los árboles y comienzan a

gritar las palabras del Salmo 118,

las antiguas palabras de bendición

de los peregrinos que, en este con-

texto, se convierten en una procla-

mación mesiánica: «¡Hosanna!,

bendito el que viene en el nombre

del Señor. ¡Bendito el reino que

llega, el de nuestro padre David!

¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-

10). Esta alegría festiva, transmiti-

da por los cuatro evangelistas, es

un grito de bendición, un himno

de júbilo: expresa la convicción

unánime de que, en Jesús, Dios ha

visitado su pueblo y ha llegado por

fin el Mesías deseado. Y todo el

mundo está allí, con creciente ex-

pectación por lo que Cristo hará

una vez que entre en su ciudad.

Pero, ¿cuál es el contenido, la re-

sonancia más profunda de este

grito de júbilo? La respuesta está

en toda la Escritura, que nos re-

cuerda cómo el Mesías lleva a

cumplimiento la promesa de la

bendición de Dios, la promesa

originaria que Dios había hecho a

Abraham, el padre de todos los

creyentes: «Haré de ti una gran

nación, te bendeciré… y en ti se-

rán benditas todas las familias de

la tierra» (Gn 12,2-3). Es la pro-

mesa que Israel siempre había

tenido presente en la oración, es-

pecialmente en la oración de los

Salmos. Por eso, el que es aclama-

do por la muchedumbre como

bendito es al mismo tiempo aquel

en

el

cual será bendecida toda la huma-

nidad. Así, a la luz de Cristo, la

humanidad se reconoce profunda-

mente unida y cubier-

ta por el manto de la

bendición divina, una

bendición que todo lo

penetra, todo lo sos-

tiene, lo redime, lo

santifica.

Podemos descubrir

aquí un primer gran

mensaje que nos trae

la festividad de hoy:

la invitación a mirar

de manera justa a la

humanidad entera, a

cuantos conforman el

mundo, a sus diversas

culturas y civilizacio-

nes. La mirada que el

creyente recibe de

Cristo es una mirada

de bendición: una

mirada sabia y amoro-

sa, capaz de acoger la

belleza del mundo y

de compartir su fragi-

lidad. En esta mirada

se transparenta la mi-

rada misma de Dios

sobre los hombres que

él ama y sobre la creación, obra de

sus manos. En el Libro de la Sabi-

duría, leemos: «Te compadeces de

todos, porque todo lo puedes, cie-

rras los ojos a los pecados de los

hombres, para que se arrepientan.

Amas a todos los seres y no abo-

rreces nada de lo que hiciste;… Tú

eres indulgente con todas las co-

sas, porque son tuyas, Señor, ami-

go de la vida» (Sb 11,23-24.26).

Volvamos al texto del Evangelio

de hoy y preguntémonos: ¿Qué

late realmente en el corazón de los

que aclaman a Cristo como Rey de

Israel? Ciertamente tenían su idea

del Mesías, una idea de cómo de-

bía actuar el Rey prometido por

los profetas y esperado por tanto

tiempo. No es de extrañar que,

pocos días después, la muchedum-

bre de Jerusalén, en vez de acla-

mar a Jesús, gritaran a Pilato:

«¡Crucifícalo!». Y que los mismos

discípulos, como también otros

que le habían visto y oído, perma-

necieran mudos y desconcertados.

En efecto, la mayor parte estaban

desilusionados por el modo en que

Jesús había decidido presentarse

como Mesías y Rey de Israel. Este

es precisamente el núcleo de la

fiesta de hoy también para noso-

tros. ¿Quién es para nosotros Jesús

de Nazaret? ¿Qué idea tenemos

del Mesías, qué idea tenemos de

Dios? Esta es una cuestión crucial

que no podemos eludir, sobre todo

en esta semana en la que estamos

llamados a seguir a nuestro Rey,

que elige como trono la cruz; esta-

mos llamados a seguir a un Mesías

que no nos asegura una felicidad

terrena fácil, sino la felicidad del

cielo, la eterna bienaventuranza de

Dios. Ahora, hemos de preguntar-

nos: ¿Cuáles son nuestras verdade-

ras expectativas? ¿Cuáles son los

deseos más profundos que nos han

traído hoy aquí para celebrar el

Domingo de

Ramos e iniciar la Sema-

na Santa?

Queridos jóvenes que os habéis

reunido aquí. Esta es de modo

particular vuestra Jornada en todo

lugar del mundo donde la Iglesia

está presente. Por eso os saludo

con gran afecto. Que el Domingo

de Ramos sea para vosotros el día

de la decisión, la decisión de aco-

ger al Señor y de seguirlo hasta el

final, la decisión de hacer de su

Pascua de muerte y resurrección el

sentido mismo de vuestra vida de

cristianos. Como he querido recor-

dar en el Mensaje a los jóvenes

para esta Jornada – «alegraos

siempre en el Señor» (Flp 4,4) –,

esta es la decisión que conduce a

la verdadera alegría, como sucedió

con santa Clara de Asís que, hace

ochocientos años, fascinada por el

ejemplo de san Francisco y de sus

primeros compañeros, dejó la casa

paterna precisamente el Domingo

de Ramos para con-

sagrarse totalmente al Señor:

tenía 18 años, y tuvo el valor de la

fe y del amor de optar por Cristo,

encontrando en él la alegría y la

paz.

Queridos hermanos y hermanas,

que reinen particularmente en este

día dos sentimientos: la alabanza,

como hicieron aquellos que aco-

gieron a Jesús en Jerusalén con su

«hosanna»; y el agradecimiento,

porque en esta Semana Santa el

Señor Jesús renovará el don más

grande que se puede imaginar, nos

entregará su vida, su cuerpo y su

sangre, su amor. Pero a un don tan

grande debemos corresponder de

modo adecuado, o sea, con el don

de nosotros mismos, de nuestro

tiempo, de nuestra oración, de

nuestro estar en comunión profun-

da de amor con Cristo que sufre,

muere y resucita por nosotros. Los

antiguos Padres de la Iglesia han

visto un símbolo de todo esto en el

gesto de la gente que seguía a Je-

sús en su ingreso a Jerusalén, el

gesto de tender los mantos delante

del Señor. Ante Cristo

– decían los Padres –,

debemos deponer

nuestra vida, nuestra

persona, en actitud de

gratitud y adoración.

En conclusión, escu-

chemos de nuevo la

voz de uno de estos

antiguos Padres, la de

san Andrés, obispo de

Creta: «Así es como

nosotros deberíamos

prosternarnos a los

pies de Cristo, no po-

niendo bajo sus pies

nuestras túnicas o

unas ramas inertes,

que muy pronto per-

derían su verdor, su

fruto y su aspecto

agradable, sino revis-

tiéndonos de su gra-

cia, es decir, de él

mismo... Así debemos

ponernos a sus pies

como si fuéramos unas túnicas...

Ofrezcamos ahora al vencedor de

la muerte no ya ramas de palma,

sino trofeos de victoria. Repitamos

cada día aquella sagrada exclama-

ción que los niños cantaban, mien-

tras agitamos los ramos espiritua-

les del alma: “Bendito el que vie-

ne, como rey, en nombre del Se-

ñor”» (PG 97, 994). Amén.

PORTADA 14 PORTADA 15

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PORTADA 14 PORTADA 15

PORTADA 16 PORTADA 17

Queridos hermanos y hermanas

En esta Santa Misa, nuestra mente

retorna hacia aquel momento en el que

el Obispo, por la imposición de las

manos y la oración, nos introdujo en

el sacerdocio de Jesucristo, de forma

que fuéramos «santificados en la ver-

dad» (Jn 17,19), como Jesús había

pedido al Padre para nosotros en la

oración sacerdotal. Él mismo es la

verdad. Nos ha consagrado, es decir,

entregado para siempre a Dios, para

que pudiéramos servir a los hombres

partiendo de Dios y por él. Pero,

¿somos también consagrados en la

realidad de nuestra vida? ¿Somos

hombres que obran partiendo de Dios

y en comunión con Jesucristo? Con

esta pregunta, el Señor se pone ante

nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis

uniros más fuertemente a Cristo y

configuraros con él, renunciando a

vosotros mismos y reafirmando la

promesa de cumplir los sagrados de-

beres que, por amor a Cristo, aceptas-

teis gozosos el día de vuestra ordena-

ción para el servicio de la Iglesia?».

Así interrogaré singularmente a cada

uno de vosotros y también a mí mismo

después de la homilía. Con esto se

expresan sobre todo dos cosas: se

requiere un vínculo interior, más aún,

una configuración con Cristo y, con

ello, la necesidad de una superación

de nosotros mismos, una renuncia a

aquello que es solamente nuestro, a la

tan invocada autorrealización. Se pide

que nosotros, que yo, no reclame mi

vida para mí mismo, sino que la ponga

a disposición de otro, de Cristo. Que

no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino

más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y

también por los demás? O, todavía

más concretamente: ¿Cómo debe lle-

varse a cabo esta configuración con

Cristo, que no domina, sino que sirve;

que no recibe, sino que da?; ¿cómo

debe realizarse en la situación a menu-

do dramática de la Iglesia de hoy?

Recientemente, un grupo de sacerdo-

tes ha publicado en un país europeo

una llamada a la desobediencia, apor-

tando al mismo tiempo ejemplos con-

cretos de cómo se puede expresar esta

desobediencia, que debería ignorar

incluso decisiones definitivas del Ma-

gisterio; por ejemplo, en la cuestión

sobre la ordenación de las mujeres,

sobre la que el beato Papa Juan Pablo

II ha declarado de manera irrevocable

que la Iglesia no ha recibido del Señor

ninguna autoridad sobre esto. Pero la

desobediencia, ¿es un camino para

renovar la Iglesia? Queremos creer a

los autores de esta llamada cuando

afirman que les mueve la solicitud por

la Iglesia; su convencimiento de que

se deba afrontar la lentitud de las insti-

tuciones con medios drásticos para

abrir caminos nuevos, para volver a

poner a la Iglesia a la altura de los

tiempos. Pero la desobediencia, ¿es

verdaderamente un camino? ¿Se pue-

de ver en esto algo de la configuración

con Cristo, que es el presupuesto de

toda renovación, o no es más bien sólo

un afán desesperado de hacer algo, de

trasformar la Iglesia según nuestros

deseos y nuestras ideas?

Pero no simplifiquemos demasiado el

problema. ¿Acaso Cristo no ha corre-

gido las tradiciones humanas que ame-

nazaban con sofocar la palabra y la

voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para

despertar nuevamente la obediencia a

la verdadera voluntad de Dios, a su

palabra siempre válida. A él le preocu-

paba precisamente la verdadera obe-

diencia, frente al arbitrio del hombre.

Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con

la autoridad y la responsabilidad sin-

gular de desvelar la auténtica voluntad

de Dios, para abrir de ese modo el

camino de la Palabra de Dios al mun-

do de los gentiles. Y, en fin, ha con-

cretizado su mandato con la propia

obediencia y humildad hasta la cruz,

haciendo así creíble su misión. No mi

voluntad, sino la tuya: ésta es la pala-

bra que revela al Hijo, su humildad y a

la vez su divinidad, y nos indica el

camino.

Dejémonos interrogar todavía una vez

más. Con estas consideraciones,

¿acaso no se defiende de hecho el

inmovilismo, el agarrotamiento de la

tradición? No. Mirando a la historia de

la época post-conciliar, se puede reco-

nocer la dinámica de la verdadera

renovación, que frecuentemente ha

adquirido formas inesperadas en mo-

mentos llenos de vida y que hace casi

tangible la inagotable vivacidad de la

Iglesia, la presencia y la acción eficaz

del Espíritu Santo. Y si miramos a las

personas, por las cuales han brotado y

brotan estos ríos frescos de vida, ve-

mos también que, para una nueva

fecundidad, es necesario estar llenos

de la alegría de la fe, de la radicalidad

de la obediencia, del dinamismo de la

esperanza y de la fuerza del amor.

Queridos amigos, queda claro que la

configuración con Cristo es el presu-

puesto y la base de toda renovación.

Pero tal vez la figura de Cristo nos

parece a veces demasiado elevada y

demasiado grande como para atrever-

nos a adoptarla como criterio de medi-

da

pa-

ra

no-

sotros. El Señor lo sabe. Por eso nos

ha proporcionado «traducciones» con

niveles de grandeza más accesibles y

más cercanos. Precisamente por

esta razón, Pablo decía sin timidez

a sus comunidades: Imitadme a mí,

pero yo pertenezco a Cristo. Él era

para sus fieles una «traducción»

del estilo de vida de Cristo, que

ellos podían ver y a la cual se po-

dían asociar. Desde Pablo, y a lo

largo de la historia, se nos han

dado continuamente estas

«traducciones» del camino de

Jesús en figuras vivas de la histo-

ria. Nosotros, los sacerdotes, pode-

mos pensar en una gran multitud

de sacerdotes santos, que nos han

precedido para indicarnos la senda:

comenzando por Policarpo de

Esmirna e Ignacio de Antioquia,

pasando por grandes Pastores co-

mo Ambrosio, Agustín y Gregorio

Magno, hasta Ignacio de Loyola,

Carlos Borromeo, Juan María

Vianney, hasta los sacerdotes már-

tires del siglo XX y, por último, el

Papa Juan Pablo II que, en la acti-

vidad y en el sufrimiento, ha sido

un ejemplo para nosotros en la

configuración con Cristo, como

«don y misterio». Los santos nos

indican cómo funciona la renova-

ción y cómo podemos ponernos a

su servicio. Y nos permiten com-

prender también que Dios no mira

los grandes números ni los éxitos ex-

teriores, sino que remite sus victorias

al humilde signo del grano de mosta-

za.

Queridos amigos, quisiera mencionar

brevemente todavía dos palabras clave

de la renovación de las promesas sa-

cerdotales, que deberían inducirnos a

reflexionar en este momento de la

Iglesia y de nuestra propia vida. Ante

todo, el recuerdo de que somos –como

dice Pablo– «administradores de los

misterios de Dios» (1Co 4,1) y que

nos corresponde el ministerio de la

enseñanza, el (munus docendi), que es

una parte de esa administración de los

misterios de Dios, en los que él nos

muestra su rostro y su corazón, para

entregarse a nosotros. En el encuentro

de los cardenales con ocasión del últi-

mo consistorio, varios Pastores, ba-

sándose en su experiencia, han habla-

do de un analfabetismo religioso que

se difunde en medio de nuestra socie-

dad tan inteligente. Los elementos

fundamentales de la fe, que antes sa-

bía cualquier niño, son cada vez me-

nos conocidos. Pero para poder vivir y

amar nues-

tra fe, para poder amar a

Dios y llegar por tanto a ser capaces

de escucharlo del modo justo, debe-

mos saber qué es lo que Dios nos ha

dicho; nuestra razón y nuestro corazón

han de ser interpelados por su palabra.

El Año de la Fe, el recuerdo de la

apertura del Concilio Vaticano II hace

50 años, debe ser para nosotros una

ocasión para anunciar el mensaje de la

fe con un nuevo celo y con una nueva

alegría. Naturalmente, este mensaje lo

encontramos primaria y fundamental-

mente en la Sagrada Escritura, que

nunca leeremos y meditaremos sufi-

cientemente. Pero todos tenemos ex-

periencia de que necesitamos ayuda

para transmitirla rectamente en el

presente, de manera que mueva verda-

deramente nuestro corazón. Esta ayu-

da la encontramos en primer lugar en

la palabra de la Iglesia docente:

los textos del Concilio Vaticano II y

el Catecismo de la Iglesia Católi-

ca son los instrumentos esenciales que

nos indican de modo auténtico lo que

la Iglesia cree a partir de la Palabra de

Dios. Y, natural-

mente, también forma parte de ellos

todo el tesoro de documentos que el

Papa Juan Pablo II nos ha dejado y

que todavía están lejos de ser aprove-

chados plenamente.

Todo anuncio nuestro debe confron-

tarse con la palabra de Jesucristo: «Mi

doctrina no es mía» (Jn7,16). No

anunciamos teorías y opiniones priva-

das, sino la fe de la Iglesia, de la cual

somos servidores. Pero esto, natural-

mente, en modo alguno significa que

yo no sostenga esta doctrina con todo

mi ser y no esté firmemente anclado

en ella. En este contexto, siempre me

vienen a la mente aquellas palabras de

san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo

mismo? ¿Qué es tan menos mío como

yo mismo? No me pertenezco y llego

a ser yo mismo precisamente por el

hecho de que voy más allá de mí mis-

mo y, mediante la superación de mí

mismo, consigo insertarme en Cristo y

en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no

nos anunciamos a nosotros mismos e

interiormente hemos llegado a ser uno

con aquél que nos ha llamado como

mensajeros

suyos, de manera que

estamos modelados por la fe y la

vivimos, entonces nuestra predicación

será creíble. No hago publicidad de

mí, sino que me doy a mí mismo. El

Cura de Ars, lo sabemos, no era un

docto, un intelectual. Pero con su

anuncio llegaba al corazón de la gente,

porque él mismo había sido tocado en

su corazón.

La última palabra clave a la que qui-

siera aludir todavía se llama celo por

las almas (animarum zelus). Es una

expresión fuera de moda que ya casi

no se usa hoy. En algunos ambientes,

la palabra alma es considerada incluso

un término prohibido, porque –se dice

– expresaría un dualismo entre el

cuerpo y el alma, dividiendo falsa-

mente al hombre. Evidentemente, el

hombre es una unidad, destinada a la

eternidad en cuerpo y alma. Pero esto

no puede significar que ya no tenga-

mos alma, un principio constitutivo

que garantiza la unidad del hombre en

su vida y más allá de su muerte terre-

na. Y, como sacerdotes, nos preocupa-

mos naturalmente por el hombre ente-

ro, también por sus necesidades físi-

cas: de los hambrientos, los enfermos,

los sin techo. Pero no sólo nos preocu-

pamos de su cuerpo, sino también

precisamente de las

necesidades del

alma del hombre:

de las personas que

sufren por la viola-

ción de un derecho

o por un amor des-

truido; de las per-

sonas que se en-

cuentran en la os-

curidad respecto a

la verdad; que su-

fren por la ausencia

de verdad y de

amor. Nos preocu-

pamos por la salva-

ción de los hom-

bres en cuerpo y

alma. Y, en cuanto

sacerdotes de Jesu-

cristo, lo hacemos

con celo. Nadie

debe tener nunca la

sensación de que

cumplimos con-

cienzudamente

nuestro horario de

trabajo, pero que

antes y después sólo nos pertenecemos

a nosotros mismos. Un sacerdote no se

pertenece jamás a sí mismo. Las per-

sonas han de percibir nuestro celo,

mediante el cual damos un testimonio

creíble del evangelio de Jesucristo.

Pidamos al Señor que nos colme con

la alegría de su mensaje, para que con

gozoso celo podamos servir a su ver-

dad y a su amor. Amén.

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

PORTADA 16 PORTADA 17

Queridos hermanos y hermanas

En esta Santa Misa, nuestra mente

retorna hacia aquel momento en el que

el Obispo, por la imposición de las

manos y la oración, nos introdujo en

el sacerdocio de Jesucristo, de forma

que fuéramos «santificados en la ver-

dad» (Jn 17,19), como Jesús había

pedido al Padre para nosotros en la

oración sacerdotal. Él mismo es la

verdad. Nos ha consagrado, es decir,

entregado para siempre a Dios, para

que pudiéramos servir a los hombres

partiendo de Dios y por él. Pero,

¿somos también consagrados en la

realidad de nuestra vida? ¿Somos

hombres que obran partiendo de Dios

y en comunión con Jesucristo? Con

esta pregunta, el Señor se pone ante

nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis

uniros más fuertemente a Cristo y

configuraros con él, renunciando a

vosotros mismos y reafirmando la

promesa de cumplir los sagrados de-

beres que, por amor a Cristo, aceptas-

teis gozosos el día de vuestra ordena-

ción para el servicio de la Iglesia?».

Así interrogaré singularmente a cada

uno de vosotros y también a mí mismo

después de la homilía. Con esto se

expresan sobre todo dos cosas: se

requiere un vínculo interior, más aún,

una configuración con Cristo y, con

ello, la necesidad de una superación

de nosotros mismos, una renuncia a

aquello que es solamente nuestro, a la

tan invocada autorrealización. Se pide

que nosotros, que yo, no reclame mi

vida para mí mismo, sino que la ponga

a disposición de otro, de Cristo. Que

no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino

más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y

también por los demás? O, todavía

más concretamente: ¿Cómo debe lle-

varse a cabo esta configuración con

Cristo, que no domina, sino que sirve;

que no recibe, sino que da?; ¿cómo

debe realizarse en la situación a menu-

do dramática de la Iglesia de hoy?

Recientemente, un grupo de sacerdo-

tes ha publicado en un país europeo

una llamada a la desobediencia, apor-

tando al mismo tiempo ejemplos con-

cretos de cómo se puede expresar esta

desobediencia, que debería ignorar

incluso decisiones definitivas del Ma-

gisterio; por ejemplo, en la cuestión

sobre la ordenación de las mujeres,

sobre la que el beato Papa Juan Pablo

II ha declarado de manera irrevocable

que la Iglesia no ha recibido del Señor

ninguna autoridad sobre esto. Pero la

desobediencia, ¿es un camino para

renovar la Iglesia? Queremos creer a

los autores de esta llamada cuando

afirman que les mueve la solicitud por

la Iglesia; su convencimiento de que

se deba afrontar la lentitud de las insti-

tuciones con medios drásticos para

abrir caminos nuevos, para volver a

poner a la Iglesia a la altura de los

tiempos. Pero la desobediencia, ¿es

verdaderamente un camino? ¿Se pue-

de ver en esto algo de la configuración

con Cristo, que es el presupuesto de

toda renovación, o no es más bien sólo

un afán desesperado de hacer algo, de

trasformar la Iglesia según nuestros

deseos y nuestras ideas?

Pero no simplifiquemos demasiado el

problema. ¿Acaso Cristo no ha corre-

gido las tradiciones humanas que ame-

nazaban con sofocar la palabra y la

voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para

despertar nuevamente la obediencia a

la verdadera voluntad de Dios, a su

palabra siempre válida. A él le preocu-

paba precisamente la verdadera obe-

diencia, frente al arbitrio del hombre.

Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con

la autoridad y la responsabilidad sin-

gular de desvelar la auténtica voluntad

de Dios, para abrir de ese modo el

camino de la Palabra de Dios al mun-

do de los gentiles. Y, en fin, ha con-

cretizado su mandato con la propia

obediencia y humildad hasta la cruz,

haciendo así creíble su misión. No mi

voluntad, sino la tuya: ésta es la pala-

bra que revela al Hijo, su humildad y a

la vez su divinidad, y nos indica el

camino.

Dejémonos interrogar todavía una vez

más. Con estas consideraciones,

¿acaso no se defiende de hecho el

inmovilismo, el agarrotamiento de la

tradición? No. Mirando a la historia de

la época post-conciliar, se puede reco-

nocer la dinámica de la verdadera

renovación, que frecuentemente ha

adquirido formas inesperadas en mo-

mentos llenos de vida y que hace casi

tangible la inagotable vivacidad de la

Iglesia, la presencia y la acción eficaz

del Espíritu Santo. Y si miramos a las

personas, por las cuales han brotado y

brotan estos ríos frescos de vida, ve-

mos también que, para una nueva

fecundidad, es necesario estar llenos

de la alegría de la fe, de la radicalidad

de la obediencia, del dinamismo de la

esperanza y de la fuerza del amor.

Queridos amigos, queda claro que la

configuración con Cristo es el presu-

puesto y la base de toda renovación.

Pero tal vez la figura de Cristo nos

parece a veces demasiado elevada y

demasiado grande como para atrever-

nos a adoptarla como criterio de medi-

da

pa-

ra

no-

sotros. El Señor lo sabe. Por eso nos

ha proporcionado «traducciones» con

niveles de grandeza más accesibles y

más cercanos. Precisamente por

esta razón, Pablo decía sin timidez

a sus comunidades: Imitadme a mí,

pero yo pertenezco a Cristo. Él era

para sus fieles una «traducción»

del estilo de vida de Cristo, que

ellos podían ver y a la cual se po-

dían asociar. Desde Pablo, y a lo

largo de la historia, se nos han

dado continuamente estas

«traducciones» del camino de

Jesús en figuras vivas de la histo-

ria. Nosotros, los sacerdotes, pode-

mos pensar en una gran multitud

de sacerdotes santos, que nos han

precedido para indicarnos la senda:

comenzando por Policarpo de

Esmirna e Ignacio de Antioquia,

pasando por grandes Pastores co-

mo Ambrosio, Agustín y Gregorio

Magno, hasta Ignacio de Loyola,

Carlos Borromeo, Juan María

Vianney, hasta los sacerdotes már-

tires del siglo XX y, por último, el

Papa Juan Pablo II que, en la acti-

vidad y en el sufrimiento, ha sido

un ejemplo para nosotros en la

configuración con Cristo, como

«don y misterio». Los santos nos

indican cómo funciona la renova-

ción y cómo podemos ponernos a

su servicio. Y nos permiten com-

prender también que Dios no mira

los grandes números ni los éxitos ex-

teriores, sino que remite sus victorias

al humilde signo del grano de mosta-

za.

Queridos amigos, quisiera mencionar

brevemente todavía dos palabras clave

de la renovación de las promesas sa-

cerdotales, que deberían inducirnos a

reflexionar en este momento de la

Iglesia y de nuestra propia vida. Ante

todo, el recuerdo de que somos –como

dice Pablo– «administradores de los

misterios de Dios» (1Co 4,1) y que

nos corresponde el ministerio de la

enseñanza, el (munus docendi), que es

una parte de esa administración de los

misterios de Dios, en los que él nos

muestra su rostro y su corazón, para

entregarse a nosotros. En el encuentro

de los cardenales con ocasión del últi-

mo consistorio, varios Pastores, ba-

sándose en su experiencia, han habla-

do de un analfabetismo religioso que

se difunde en medio de nuestra socie-

dad tan inteligente. Los elementos

fundamentales de la fe, que antes sa-

bía cualquier niño, son cada vez me-

nos conocidos. Pero para poder vivir y

amar nues-

tra fe, para poder amar a

Dios y llegar por tanto a ser capaces

de escucharlo del modo justo, debe-

mos saber qué es lo que Dios nos ha

dicho; nuestra razón y nuestro corazón

han de ser interpelados por su palabra.

El Año de la Fe, el recuerdo de la

apertura del Concilio Vaticano II hace

50 años, debe ser para nosotros una

ocasión para anunciar el mensaje de la

fe con un nuevo celo y con una nueva

alegría. Naturalmente, este mensaje lo

encontramos primaria y fundamental-

mente en la Sagrada Escritura, que

nunca leeremos y meditaremos sufi-

cientemente. Pero todos tenemos ex-

periencia de que necesitamos ayuda

para transmitirla rectamente en el

presente, de manera que mueva verda-

deramente nuestro corazón. Esta ayu-

da la encontramos en primer lugar en

la palabra de la Iglesia docente:

los textos del Concilio Vaticano II y

el Catecismo de la Iglesia Católi-

ca son los instrumentos esenciales que

nos indican de modo auténtico lo que

la Iglesia cree a partir de la Palabra de

Dios. Y, natural-

mente, también forma parte de ellos

todo el tesoro de documentos que el

Papa Juan Pablo II nos ha dejado y

que todavía están lejos de ser aprove-

chados plenamente.

Todo anuncio nuestro debe confron-

tarse con la palabra de Jesucristo: «Mi

doctrina no es mía» (Jn7,16). No

anunciamos teorías y opiniones priva-

das, sino la fe de la Iglesia, de la cual

somos servidores. Pero esto, natural-

mente, en modo alguno significa que

yo no sostenga esta doctrina con todo

mi ser y no esté firmemente anclado

en ella. En este contexto, siempre me

vienen a la mente aquellas palabras de

san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo

mismo? ¿Qué es tan menos mío como

yo mismo? No me pertenezco y llego

a ser yo mismo precisamente por el

hecho de que voy más allá de mí mis-

mo y, mediante la superación de mí

mismo, consigo insertarme en Cristo y

en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no

nos anunciamos a nosotros mismos e

interiormente hemos llegado a ser uno

con aquél que nos ha llamado como

mensajeros

suyos, de manera que

estamos modelados por la fe y la

vivimos, entonces nuestra predicación

será creíble. No hago publicidad de

mí, sino que me doy a mí mismo. El

Cura de Ars, lo sabemos, no era un

docto, un intelectual. Pero con su

anuncio llegaba al corazón de la gente,

porque él mismo había sido tocado en

su corazón.

La última palabra clave a la que qui-

siera aludir todavía se llama celo por

las almas (animarum zelus). Es una

expresión fuera de moda que ya casi

no se usa hoy. En algunos ambientes,

la palabra alma es considerada incluso

un término prohibido, porque –se dice

– expresaría un dualismo entre el

cuerpo y el alma, dividiendo falsa-

mente al hombre. Evidentemente, el

hombre es una unidad, destinada a la

eternidad en cuerpo y alma. Pero esto

no puede significar que ya no tenga-

mos alma, un principio constitutivo

que garantiza la unidad del hombre en

su vida y más allá de su muerte terre-

na. Y, como sacerdotes, nos preocupa-

mos naturalmente por el hombre ente-

ro, también por sus necesidades físi-

cas: de los hambrientos, los enfermos,

los sin techo. Pero no sólo nos preocu-

pamos de su cuerpo, sino también

precisamente de las

necesidades del

alma del hombre:

de las personas que

sufren por la viola-

ción de un derecho

o por un amor des-

truido; de las per-

sonas que se en-

cuentran en la os-

curidad respecto a

la verdad; que su-

fren por la ausencia

de verdad y de

amor. Nos preocu-

pamos por la salva-

ción de los hom-

bres en cuerpo y

alma. Y, en cuanto

sacerdotes de Jesu-

cristo, lo hacemos

con celo. Nadie

debe tener nunca la

sensación de que

cumplimos con-

cienzudamente

nuestro horario de

trabajo, pero que

antes y después sólo nos pertenecemos

a nosotros mismos. Un sacerdote no se

pertenece jamás a sí mismo. Las per-

sonas han de percibir nuestro celo,

mediante el cual damos un testimonio

creíble del evangelio de Jesucristo.

Pidamos al Señor que nos colme con

la alegría de su mensaje, para que con

gozoso celo podamos servir a su ver-

dad y a su amor. Amén.

PORTADA 18 PORTADA 19

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

PORTADA 18 PORTADA 19

PORTADA 20 PORTADA 21

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Queridos hermanos y hermanas

El Jueves Santo no es sólo el día

de la Institución de la Santa Eu-

caristía, cuyo esplendor cierta-

mente se irradia sobre todo lo

demás y, por así decir, lo atrae

dentro de sí. También forma

parte del Jueves Santo la noche

oscura del Monte de los Olivos,

hacia la cual Jesús se dirige con

sus discípulos; forma parte tam-

bién la soledad y el abandono de

Jesús que, orando, va al encuen-

tro de la oscuridad de la muerte;

forma parte de este Jueves Santo

la traición de Judas y el arresto

de Jesús, así como también la

negación de Pedro, la acusación

ante el Sanedrín y la entrega a

los paganos, a Pilato. En esta

hora, tratemos de comprender

con más profundidad estos even-

tos, porque en ellos se lleva a

cabo el misterio de nuestra Re-

dención.

Jesús sale en la noche. La noche

significa falta de comunicación,

una situación en la que uno no

ve al otro. Es un símbolo de la

incomprensión, del ofuscamien-

to de la verdad. Es el espacio en

el que el mal, que debe escon-

derse ante la luz, puede prospe-

rar. Jesús mismo es la luz y la

verdad, la comunicación, la pu-

reza y la bondad. Él entra en la

noche. La noche, en definitiva,

es símbolo de la muerte, de la

pérdida definitiva de comunión

y de vida. Jesús entra en la no-

che para superarla e inaugurar el

nuevo día de Dios en la historia

de la humanidad.

Durante este camino, él ha can-

tado con sus Apóstoles los Sal-

mos de la liberación y de la re-

dención de Israel, que recuerdan

la primera Pascua en Egipto, la

noche de la liberación. Como él

hacía con frecuencia, ahora se va

a orar solo y hablar como Hijo

con el Padre. Pero, a diferencia

de lo acostumbrado, quiere cer-

ciorarse de que estén cerca tres

discípulos: Pedro, Santiago y

Juan. Son los tres que habían

tenido la experiencia de su

Transfiguración – la manifesta-

ción luminosa de la gloria de

Dios a través de su figura huma-

na – y que lo habían visto en el

centro, entre la Ley y los Profe-

tas, entre Moisés y Elías. Habían

escuchado cómo hablaba con

ellos de su «éxodo» en Jerusa-

lén. El éxodo de Jesús en Jerusa-

lén, ¡qué palabra misteriosa!; el

éxodo de Israel de Egipto había

sido el episodio de la fuga y la

liberación del pueblo de Dios.

¿Qué aspecto tendría el éxodo

de Jesús, en el cual debía cum-

plirse definitivamente el sentido

de aquel drama histórico?; aho-

ra, los discípulos son testigos del

primer tramo de este éxodo, de

la extrema humillación que, sin

embargo, era el paso esencial

para salir hacia la libertad y la

vida nueva, hacia la que tiende

el éxodo. Los discípulos, cuya

cercanía quiso Jesús en está hora

de extrema tribulación, como

elemento de apoyo humano,

pronto se durmieron. No obstan-

te, escucharon algunos fragmen-

tos de las palabras de la oración

de Jesús y observaron su actitud.

Ambas cosas se grabaron pro-

fundamente en sus almas, y ellos

lo transmitieron a los cristianos

para siempre. Jesús llama a Dios

«Abbá».Y esto significa – como

ellos añaden – «Padre». Pero no

de la manera en que se usa habi-

tualmente la palabra «padre»,

sino como expresión del lengua-

je de los niños, una palabra afec-

tuosa con la cual no se osaba

dirigirse a Dios. Es el lenguaje

de quien es verdaderamente

«niño», Hijo del Padre, de aquel

que se encuentra en comunión

con Dios, en la más profunda

unidad con él.

Si nos preguntamos cuál es el

elemento más característico de

la imagen de Jesús en los evan-

gelios, debemos decir: su rela-

ción con Dios. Él está siempre

en comunión con Dios. El ser

con el Padre es el

núcleo de su perso-

nalidad. A través

de Cristo, conoce-

mos verdaderamen-

te a Dios. «A Dios

nadie lo ha visto

jamás», dice san

Juan. Aquel «que

está en el seno del

Padre… lo ha dado

a conocer» (1,18).

Ahora conocemos a

Dios tal como es

verdaderamente. Él

es Padre, bondad

absoluta a la que

podemos encomen-

darnos. El evange-

lista Marcos, que

ha conservado los

recuerdos de Pedro,

nos dice que Jesús,

al apelativo

«Abbá», añadió

aún: Todo es posi-

ble para ti, tú lo

puedes todo (cf.

14,36). Él, que es la bondad, es

al mismo tiempo poder, es omni-

potente. El poder es bondad y la

bondad es poder. Esta confianza

la podemos aprender de la ora-

ción de Jesús en el Monte de los

Olivos.

Antes de reflexionar sobre el

contenido de la petición de Je-

sús, debemos prestar atención a

lo que los evangelistas nos rela-

tan sobre la actitud de Jesús du-

rante su oración. Mateo y Mar-

cos dicen que «cayó rostro en

tierra» (Mt 26,39; cf. Mc 14,35);

asume por consiguiente la acti-

tud de total sumisión, que ha

sido conservada en la liturgia

romana del Viernes Santo. Lu-

cas, en cambio, afirma que Jesús

oraba arrodillado. En los Hechos

de los Apóstoles, habla de los

santos, que oraban de rodillas:

Esteban durante su lapidación,

Pedro en el contexto de la resu-

rrección de un muerto, Pablo en

el camino hacia el martirio. Así,

Lucas ha trazado una pequeña

historia del orar arrodillados de

la Iglesia naciente. Los cristia-

nos con su arrodillarse, se ponen

en comunión con la oración de

Jesús en el Monte de los Olivos.

En la amenaza del poder del

mal, ellos, en cuanto arrodilla-

dos, están de pie ante el mundo,

pero, en cuanto hijos, están de

rodillas ante el Padre. Ante la

gloria de Dios, los cristianos nos

arrodillamos y reconocemos su

divinidad, pero expresando tam-

bién en este gesto nuestra con-

fianza en que él triunfe.

Jesús forcejea con el Padre.

Combate consigo mismo. Y

combate por nosotros. Experi-

menta la angustia ante el poder

de la muerte. Esto es ante todo la

turbación

propia del hombre,

más aún, de toda creatura vi-

viente ante la presencia de la

muerte. En Jesús, sin embargo,

se trata de algo más. En las no-

ches del mal, él ensancha su mi-

rada. Ve la marea sucia de toda

la mentira y de toda la infamia

que le sobreviene en aquel cáliz

que debe beber. Es el estremeci-

miento del totalmente puro y

santo frente a todo el caudal del

mal de este mundo, que recae

sobre él. Él también me ve, y ora

también por mí. Así, este mo-

mento de angustia mortal de

Jesús es un elemento esencial en

el proceso de la Redención. Por

eso, la Carta a los Hebreos ha

definido el combate de Jesús en

el Monte de los Olivos como un

acto sacerdotal. En esta oración

de Jesús, impregnada de una

angustia mortal, el Señor ejerce

el oficio del sacerdote: toma

sobre sí el pecado de la

humanidad, a todos nosotros, y

nos conduce al Padre.

Finalmente, debemos prestar

atención aún al contenido de la

oración de Jesús en el Monte de

los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú

lo puedes todo, aparta de mí ese

cáliz. Pero no sea como yo quie-

ro, sino como tú quie-

res» (Mc 14,36). La voluntad

natural del hombre Jesús retro-

cede asustada ante algo tan in-

gente. Pide que se le evite eso.

Sin embargo, en cuanto Hijo,

abandona esta voluntad humana

en la voluntad del Padre: no yo,

sino tú. Con esto ha transforma-

do la actitud de Adán, el pecado

primordial del hombre, salvando

de este modo al hombre. La acti-

tud de Adán había sido: No lo

que tú has querido, Dios; quiero

ser dios yo mismo. Esta soberbia

es la verdadera esencia del peca-

do. Pensamos ser libres y verda-

deramente nosotros mismos sólo

si seguimos exclusivamente

nuestra voluntad. Dios apa-

rece como el antagonista

de nuestra libertad. Debe-

mos liberarnos de él, pen-

samos nosotros; sólo así

seremos libres. Esta es la

rebelión fundamental que

atraviesa la historia, y la

mentira de fondo que des-

naturaliza la vida. Cuando

el hombre se pone contra

Dios, se pone contra la

propia verdad y, por tanto,

no llega a ser libre, sino

alienado de sí mismo. Úni-

camente somos libres si

estamos en nuestra verdad,

si estamos unidos a Dios.

Entonces nos hacemos

verdaderamente «como

Dios», no oponiéndonos a

Dios, no desentendiéndo-

nos de él o negándolo. En

el forcejeo de la oración

en el Monte de los Olivos, Jesús

ha deshecho la falsa contradic-

ción entre obediencia y libertad,

y abierto el camino hacia la li-

bertad. Oremos al Señor para

que nos adentre en este «sí» a la

voluntad de Dios, haciéndonos

verdaderamente libres. Amén.

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

PORTADA 20 PORTADA 21

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Queridos hermanos y hermanas

El Jueves Santo no es sólo el día

de la Institución de la Santa Eu-

caristía, cuyo esplendor cierta-

mente se irradia sobre todo lo

demás y, por así decir, lo atrae

dentro de sí. También forma

parte del Jueves Santo la noche

oscura del Monte de los Olivos,

hacia la cual Jesús se dirige con

sus discípulos; forma parte tam-

bién la soledad y el abandono de

Jesús que, orando, va al encuen-

tro de la oscuridad de la muerte;

forma parte de este Jueves Santo

la traición de Judas y el arresto

de Jesús, así como también la

negación de Pedro, la acusación

ante el Sanedrín y la entrega a

los paganos, a Pilato. En esta

hora, tratemos de comprender

con más profundidad estos even-

tos, porque en ellos se lleva a

cabo el misterio de nuestra Re-

dención.

Jesús sale en la noche. La noche

significa falta de comunicación,

una situación en la que uno no

ve al otro. Es un símbolo de la

incomprensión, del ofuscamien-

to de la verdad. Es el espacio en

el que el mal, que debe escon-

derse ante la luz, puede prospe-

rar. Jesús mismo es la luz y la

verdad, la comunicación, la pu-

reza y la bondad. Él entra en la

noche. La noche, en definitiva,

es símbolo de la muerte, de la

pérdida definitiva de comunión

y de vida. Jesús entra en la no-

che para superarla e inaugurar el

nuevo día de Dios en la historia

de la humanidad.

Durante este camino, él ha can-

tado con sus Apóstoles los Sal-

mos de la liberación y de la re-

dención de Israel, que recuerdan

la primera Pascua en Egipto, la

noche de la liberación. Como él

hacía con frecuencia, ahora se va

a orar solo y hablar como Hijo

con el Padre. Pero, a diferencia

de lo acostumbrado, quiere cer-

ciorarse de que estén cerca tres

discípulos: Pedro, Santiago y

Juan. Son los tres que habían

tenido la experiencia de su

Transfiguración – la manifesta-

ción luminosa de la gloria de

Dios a través de su figura huma-

na – y que lo habían visto en el

centro, entre la Ley y los Profe-

tas, entre Moisés y Elías. Habían

escuchado cómo hablaba con

ellos de su «éxodo» en Jerusa-

lén. El éxodo de Jesús en Jerusa-

lén, ¡qué palabra misteriosa!; el

éxodo de Israel de Egipto había

sido el episodio de la fuga y la

liberación del pueblo de Dios.

¿Qué aspecto tendría el éxodo

de Jesús, en el cual debía cum-

plirse definitivamente el sentido

de aquel drama histórico?; aho-

ra, los discípulos son testigos del

primer tramo de este éxodo, de

la extrema humillación que, sin

embargo, era el paso esencial

para salir hacia la libertad y la

vida nueva, hacia la que tiende

el éxodo. Los discípulos, cuya

cercanía quiso Jesús en está hora

de extrema tribulación, como

elemento de apoyo humano,

pronto se durmieron. No obstan-

te, escucharon algunos fragmen-

tos de las palabras de la oración

de Jesús y observaron su actitud.

Ambas cosas se grabaron pro-

fundamente en sus almas, y ellos

lo transmitieron a los cristianos

para siempre. Jesús llama a Dios

«Abbá».Y esto significa – como

ellos añaden – «Padre». Pero no

de la manera en que se usa habi-

tualmente la palabra «padre»,

sino como expresión del lengua-

je de los niños, una palabra afec-

tuosa con la cual no se osaba

dirigirse a Dios. Es el lenguaje

de quien es verdaderamente

«niño», Hijo del Padre, de aquel

que se encuentra en comunión

con Dios, en la más profunda

unidad con él.

Si nos preguntamos cuál es el

elemento más característico de

la imagen de Jesús en los evan-

gelios, debemos decir: su rela-

ción con Dios. Él está siempre

en comunión con Dios. El ser

con el Padre es el

núcleo de su perso-

nalidad. A través

de Cristo, conoce-

mos verdaderamen-

te a Dios. «A Dios

nadie lo ha visto

jamás», dice san

Juan. Aquel «que

está en el seno del

Padre… lo ha dado

a conocer» (1,18).

Ahora conocemos a

Dios tal como es

verdaderamente. Él

es Padre, bondad

absoluta a la que

podemos encomen-

darnos. El evange-

lista Marcos, que

ha conservado los

recuerdos de Pedro,

nos dice que Jesús,

al apelativo

«Abbá», añadió

aún: Todo es posi-

ble para ti, tú lo

puedes todo (cf.

14,36). Él, que es la bondad, es

al mismo tiempo poder, es omni-

potente. El poder es bondad y la

bondad es poder. Esta confianza

la podemos aprender de la ora-

ción de Jesús en el Monte de los

Olivos.

Antes de reflexionar sobre el

contenido de la petición de Je-

sús, debemos prestar atención a

lo que los evangelistas nos rela-

tan sobre la actitud de Jesús du-

rante su oración. Mateo y Mar-

cos dicen que «cayó rostro en

tierra» (Mt 26,39; cf. Mc 14,35);

asume por consiguiente la acti-

tud de total sumisión, que ha

sido conservada en la liturgia

romana del Viernes Santo. Lu-

cas, en cambio, afirma que Jesús

oraba arrodillado. En los Hechos

de los Apóstoles, habla de los

santos, que oraban de rodillas:

Esteban durante su lapidación,

Pedro en el contexto de la resu-

rrección de un muerto, Pablo en

el camino hacia el martirio. Así,

Lucas ha trazado una pequeña

historia del orar arrodillados de

la Iglesia naciente. Los cristia-

nos con su arrodillarse, se ponen

en comunión con la oración de

Jesús en el Monte de los Olivos.

En la amenaza del poder del

mal, ellos, en cuanto arrodilla-

dos, están de pie ante el mundo,

pero, en cuanto hijos, están de

rodillas ante el Padre. Ante la

gloria de Dios, los cristianos nos

arrodillamos y reconocemos su

divinidad, pero expresando tam-

bién en este gesto nuestra con-

fianza en que él triunfe.

Jesús forcejea con el Padre.

Combate consigo mismo. Y

combate por nosotros. Experi-

menta la angustia ante el poder

de la muerte. Esto es ante todo la

turbación

propia del hombre,

más aún, de toda creatura vi-

viente ante la presencia de la

muerte. En Jesús, sin embargo,

se trata de algo más. En las no-

ches del mal, él ensancha su mi-

rada. Ve la marea sucia de toda

la mentira y de toda la infamia

que le sobreviene en aquel cáliz

que debe beber. Es el estremeci-

miento del totalmente puro y

santo frente a todo el caudal del

mal de este mundo, que recae

sobre él. Él también me ve, y ora

también por mí. Así, este mo-

mento de angustia mortal de

Jesús es un elemento esencial en

el proceso de la Redención. Por

eso, la Carta a los Hebreos ha

definido el combate de Jesús en

el Monte de los Olivos como un

acto sacerdotal. En esta oración

de Jesús, impregnada de una

angustia mortal, el Señor ejerce

el oficio del sacerdote: toma

sobre sí el pecado de la

humanidad, a todos nosotros, y

nos conduce al Padre.

Finalmente, debemos prestar

atención aún al contenido de la

oración de Jesús en el Monte de

los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú

lo puedes todo, aparta de mí ese

cáliz. Pero no sea como yo quie-

ro, sino como tú quie-

res» (Mc 14,36). La voluntad

natural del hombre Jesús retro-

cede asustada ante algo tan in-

gente. Pide que se le evite eso.

Sin embargo, en cuanto Hijo,

abandona esta voluntad humana

en la voluntad del Padre: no yo,

sino tú. Con esto ha transforma-

do la actitud de Adán, el pecado

primordial del hombre, salvando

de este modo al hombre. La acti-

tud de Adán había sido: No lo

que tú has querido, Dios; quiero

ser dios yo mismo. Esta soberbia

es la verdadera esencia del peca-

do. Pensamos ser libres y verda-

deramente nosotros mismos sólo

si seguimos exclusivamente

nuestra voluntad. Dios apa-

rece como el antagonista

de nuestra libertad. Debe-

mos liberarnos de él, pen-

samos nosotros; sólo así

seremos libres. Esta es la

rebelión fundamental que

atraviesa la historia, y la

mentira de fondo que des-

naturaliza la vida. Cuando

el hombre se pone contra

Dios, se pone contra la

propia verdad y, por tanto,

no llega a ser libre, sino

alienado de sí mismo. Úni-

camente somos libres si

estamos en nuestra verdad,

si estamos unidos a Dios.

Entonces nos hacemos

verdaderamente «como

Dios», no oponiéndonos a

Dios, no desentendiéndo-

nos de él o negándolo. En

el forcejeo de la oración

en el Monte de los Olivos, Jesús

ha deshecho la falsa contradic-

ción entre obediencia y libertad,

y abierto el camino hacia la li-

bertad. Oremos al Señor para

que nos adentre en este «sí» a la

voluntad de Dios, haciéndonos

verdaderamente libres. Amén.

PORTADA 23 PORTADA 22

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PORTADA 23 PORTADA 22

PORTADA 24 PORTADA 25

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

PADRE RANIERO

CANTALAMESSA

Predicador del Papa

Algunos Padres de la Iglesia encerra-

ron en una imagen todo el misterio de

la redención. Imagina, decían, que

haya tenido lugar en el estadio una

lucha épica. Un valiente ha afrontado

al cruel tirano que tenía esclavizada la

ciudad, y con enorme esfuerzo y sufri-

miento, lo ha vencido. Tú estabas en

las graderías, no has luchado, ni te has

esforzado ni te han herido. Pero si

admiras al valiente, si te alegras con él

por su victoria, si le tejes coronas, pro-

vocas y agitas a la asamblea por él, si

te inclinas con alegría ante el vencedor,

le besas la cabeza y le das la mano; en

definitiva, si te exaltas por él hasta el

punto de considerar como tuya su vic-

toria, te digo que ciertamente tú tendrás

parte en el premio del vencedor.

Pero aún hay más: supongamos que el

vencedor no tenga ninguna necesidad

del premio que ganó, sino que quiera

más que nada, ver honrado a su soste-

nedor y considere como premio de su

combate la coronación del amigo. En

tal caso, aquel hombre ¿no obtendrá

quizá la corona, incluso sin haber lu-

chado ni haber sido herido? ¡Por su-

puesto que sí! (Nicola Cabasilas, Vida

en Cristo, I, 9: PG 150, 517)

Así, dicen estos Padres, sucede entre

Cristo y nosotros. «Él, en la cruz, ha

vencido a su antiguo enemigo».

«Nuestras espadas —exclama san Juan

Crisóstomo—, no están ensangrenta-

das, no estábamos en la lucha, no tene-

mos heridas, la batalla ni siquiera la

hemos visto, y he aquí que obtenemos

la victoria. Suya fue la lucha, nuestra la

corona. Y dado que hemos ganado

también nosotros, debemos imitar lo

que hacen los soldados en estos casos:

con voces de alegría exaltamos la vic-

toria, entonamos himnos de alabanza al

Señor» (De coemeterio et de cruce: PG

49, 596)

No se podría explicar de una manera

mejor el significado de la liturgia que

estamos celebrando.

Pero lo que estamos haciendo, ¿es

también una imagen, la representación

de una realidad del pasado?, ¿o es la

realidad misma? Las dos cosas.

«Nosotros —decía san Agustín al pue-

blo— sabemos y creemos con fe muy

cierta que Cristo murió una sola vez

por nosotros (...). Sabéis perfectamente

que todo esto sucedió una sola vez y

sin embargo la solemnidad lo renueva

periódicamente (...). Verdad histórica y

solemnidad litúrgica no están en con-

flicto entre sí, como si la segunda fuera

falsa y sólo la primera correspondiera a

la verdad. La solemnidad a menudo

renueva en los corazones de los fieles

lo que la historia afirma que sucedió,

en la realidad, una sola

vez» (Sermón 220: PL 38, 1089).

La liturgia «renueva» el acontecimien-

to. Pablo VI precisó el sentido que la

Iglesia católica da a esta afirmación

usando el verbo «representar», entendi-

do en el sentido fuerte de re-presentar,

es decir, hacer nuevamente presente y

operante lo sucedido (cf. Mysterium

fidei: AAS 57, 1965, 753 ss).

Hay una diferencia sustancial entre

nuestra representación litúrgica de la

muerte de Cristo y, por ejemplo, la de

Julio César en la tragedia homónima de

Shakespeare. Nadie asiste vivo al

aniversario de su muerte; Cristo sí,

porque él resucitó. Sólo él puede decir,

como lo hace en el Apocalipsis:

«Estuve muerto, pero ahora vivo por

los siglos de los siglos» (Ap 1, 18). En

este día debemos estar atentos, al visi-

tar los llamados «monumentos» o al

participar en las procesiones del Cristo

muerto, para no merecer el reproche

que Cristo resucitado dirigió a las pías

mujeres en la mañana de Pascua: «¿Por

qué buscáis entre los muertos al que

está vivo?» (Lc 24, 5).

«La anámnesis, o sea, el memorial

litúrgico —han afirmado algunos auto-

res— hace al evento más verdadero de

lo que sucedió históricamente la prime-

ra vez». En otras palabras, es más ver-

dadero y real para nosotros, que lo

revivimos «según el Espíritu», de lo

que era para quienes lo vivían «según

la carne», antes que el Espíritu Santo le

revelara a la Iglesia su significado

pleno.

Nosotros no estamos celebrando sola-

mente un aniversario, sino un misterio.

En la celebración nuevamente san

Agustín explica la diferencia entre las

dos cosas. La celebración «como en un

aniversario» —explica san Agustín—

no requiere otra cosa —dice— sino

«indicar con una solemnidad religiosa

el día preciso del año en el que se re-

cuerda ese hecho»; en la celebración

como un misterio («in sacramen-

to»), «no solamente se conmemora un

acontecimiento, sino que se hace de tal

manera que se entienda su significado

y sea acogido santamen-

te» (Epistola 55, 1, 2: CSEL 34, 1, p.

170).

Esto lo cambia todo. No se trata sólo

de asistir a una representación, sino de

«acoger» su significado, de pasar de

espectadores a actores.

Por tanto, nos toca a

nosotros elegir qué

papel queremos repre-

sentar en el drama,

quién queremos ser: si

Pedro, Judas, Pilato, la

muchedumbre, el Ciri-

neo, Juan, María...

Nadie puede permane-

cer neutral; no tomar

posición es tomar una

bien precisa: la de Pila-

to que se lava las ma-

nos o la de la muche-

dumbre que desde lejos

«estaba miran-

do» (Lc 23, 35). Si, al

volver a casa esta no-

che, alguien nos pre-

gunta: «¿De dónde

vienes?, ¿dónde has

estado?» respondamos,

al menos en nuestro

corazón: «¡En el Calva-

rio!».

Todo esto no se realiza

automáticamente, sólo

por el hecho de haber participado en

esta liturgia. Se trata, decía san Agus-

tín, de «acoger» el significado del mis-

terio. Esto se realiza con la fe. No hay

música si no existe un oído que escu-

che, por más fuerte que toque la músi-

ca la orquesta; no hay gracia donde no

hay una fe que la acoja.

En una homilía pascual del siglo IV, el

obispo pronunciaba estas palabras

extraordinariamente modernas y, se

diría, existencialistas: «Para cada hom-

bre el principio de la vida es aquel a

partir del cual Cristo fue inmolado por

él. Pero Cristo se inmoló por él en el

momento en que él reconoce la gracia

y se vuelve consciente de la vida que le

ha dado aquella inmolación» (Homilía

pascual del año 387: SCH 36, p. 59

ss).

Esto sucedió sacramentalmente en el

Bautismo, pero tiene que suce-

der conscientemente siempre de nuevo

en la vida. Antes de morir debemos

tener la valentía de hacer un acto de

audacia, casi un golpe de mano: apro-

piarnos de la victoria de Cristo. ¡Una

apropiación indebida! Algo lamenta-

blemente común en la sociedad en la

que vivimos, pero con Jesús no sola-

mente no nos está prohibida, sino que

se nos recomienda encarecidamente.

«Indebida» aquí significa que no nos es

debida, que no la hemos merecido

nosotros, sino que se nos da gratuita-

mente, por la fe.

Pero vayamos a lo seguro; escuchemos

a un doctor de la Iglesia. «Yo —

escribe san Bernardo— lo que no pue-

do obtener por mí mismo, me lo apro-

pio (literalmente, lo usurpo) con con-

fianza del costado traspasado del Se-

ñor, porque está lleno de misericordia.

Mi mérito, por lo tanto, es la misericor-

dia de Dios. No soy pobre en méritos

mientras él sea rico en misericordia.

Pues si es grande la misericordia del

Señor (cf. Sal 119, 156), yo tendré

abundancia de méritos. ¿Y qué es de-

mi justicia? ¡Oh Señor, me acordaré

solamente de tu justicia. De hecho, tu

justicia es también la mía, porque tú

eres para mí justicia de parte de Dios

(cf. 1 Co 1, 30)» (Sermones sobre el

Cantar de los cantares, 61, 4-5: PL

183, 1072).

¿Acaso este modo de concebir la santi-

dad volvió a san Bernardo menos celo-

so de las buenas obras, menos compro-

metido en adquirir las virtudes? ¿Acaso

dejaba de mortificar su cuerpo y de

reducirlo a esclavitud (cf. 1 Co 9, 27),

el apóstol Pablo, quien antes que todos

y más que todos había hecho de esta

apropiación de la justicia de Cristo la

finalidad de su vida y de su predica-

ción?

(cf. Flp 3, 7-9).

En Roma, como por desgracia

en todas las grandes ciudades, hay

muchos que no tienen un techo. Tienen

un nombre en todos los idio-

mas: homeless, clochards, barboni, me

ndigos: personas humanas que lo único

que tienen son unos pocos harapos que

visten y algún objeto que llevan en

bolsas de plástico. Imaginemos que un

día se difunde esta voz: en vía Condotti

(todos saben lo que significa en Roma

la vía Condotti) está la dueña de una

boutique de lujo que, por alguna razón

desconocida, por interés o generosidad,

invita a todos los mendigos de la esta-

ción Termini a ir a su comercio, a dejar

sus harapos sucios, a ducharse y des-

pués a elegir el vestido que deseen

entre los que están expuestos y llevár-

selo, así, gratuitamente.

Todos dicen en su corazón: «¡Esto es

una fábula, no sucederá nunca!». Es

verdad, pero lo que no sucede nunca

entre los hombres, puede suceder cada

día entre los hombres y Dios, porque,

ante él, aquellos mendigos somos no-

sotros. Es lo que sucede en una buena

confesión: te despojas de tus harapos

sucios, los pecados; recibes el baño de

la misericordia y te levantas «con un

traje de salvación y (...) envuelto con

un manto de justicia» (Is 61, 9-10).

El publicano de la parábola que fue al

templo a rezar dijo simplemente, pero

desde lo más

profundo

de su cora-

zón: «¡Oh

Dios, ten

piedad de

este peca-

dor!», y

«volvió a

su casa

justifica-

do» (Lc 18,

14), recon-

ciliado,

renovado,

inocente.

Si tenemos

su fe y su

arrepenti-

miento, lo

mismo

podrán

decir de

nosotros al

volver a

casa después de esta liturgia.

Entre los personajes de la Pasión con

los que podemos identificarnos me doy

cuenta de que he omitido uno, el que

más espera que se siga su ejemplo: el

buen ladrón. El buen ladrón hace una

confesión completa de su pecado; le

dice a su compañero que insulta a Je-

sús: «¿Ni siquiera temes tú a Dios,

estando en la misma condena? Noso-

tros, en verdad, lo estamos justamente,

porque recibimos el justo pago de lo

que hicimos; en cambio, este no ha

hecho nada malo» (Lc 23, 40 s). El

buen ladrón se muestra aquí como un

excelente teólogo. Solamente Dios, de

hecho, sufre absolutamente siendo

inocente; cualquier otra persona que

sufre debe decir: «Yo sufro justamen-

te», porque, aunque no sea responsable

de la acción que se le imputa, nunca

está enteramente libre de culpa. Sola-

mente el dolor de los niños inocentes

se asemeja al de Dios y por eso es tan

misterioso y tan sagrado.

¡Cuántos delitos atroces, en los últimos

tiempos, han quedado sin un culpable!

¡Cuántos casos sin resolver! El buen

ladrón hace un llamamiento a los res-

ponsables: haced como yo, salid al

descubierto, confesad vuestra culpa;

experimentaréis también vosotros la

alegría que yo sentí cuando escuché las

palabras de Jesús: «¡Hoy estarás con-

migo en el paraíso!» (Lc 23, 43).

¡Cuántos reos confesos pueden confir-

mar que eso mismo les sucedió a ellos!

Pasaron del infierno al paraíso el día

que tuvieron el valor de arrepentirse y

confesar su culpa. También yo he co-

nocido alguno. El paraíso prometido es

la paz de la conciencia, la posibilidad

de mirarse en el espejo o mirar a los

propios hijos sin tener que despreciar-

se.

No llevéis con vosotros a la tumba

vuestro secreto; os procuraría una con-

dena mucho más temible que la huma-

na. Nuestro pueblo no es despiadado

con quien se ha equivocado, si recono-

ce el mal realizado, sinceramente, no

sólo por conveniencia. Por el contrario,

está dispuesto a apiadarse y a acompa-

ñar al arrepentido en su camino de

redención (que en todo caso se vuelve

más breve). «Dios perdona muchas

cosas, por una obra buena», dice Lucía

en «Los Novios» de Alessandro Man-

zoni, al hombre que la había raptado.

Más aún, debemos decir: él perdona

muchas cosas por un acto de arrepenti-

miento. Lo prometió solemnemente:

«Aunque vuestros pecados sean como

escarlata, quedarán blancos como nie-

ve; aunque sean rojos como la púrpura,

quedarán como lana» (Is 1, 18).

Volvamos a hacer ahora lo que, como

hemos escuchado al inicio, es nuestra

tarea en este día: con voces de júbilo

exaltemos la victoria de la cruz, ento-

nemos himnos de alabanza al Señor.

«O Redemptor, sume carmen temet

concinentium» (Himno del domingo de

Ramos y de la Misa crismal del Jueves

Santo). Y tú, Redentor nuestro, acoge

el canto que elevamos a ti.

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PORTADA 24 PORTADA 25

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

PADRE RANIERO

CANTALAMESSA

Predicador del Papa

Algunos Padres de la Iglesia encerra-

ron en una imagen todo el misterio de

la redención. Imagina, decían, que

haya tenido lugar en el estadio una

lucha épica. Un valiente ha afrontado

al cruel tirano que tenía esclavizada la

ciudad, y con enorme esfuerzo y sufri-

miento, lo ha vencido. Tú estabas en

las graderías, no has luchado, ni te has

esforzado ni te han herido. Pero si

admiras al valiente, si te alegras con él

por su victoria, si le tejes coronas, pro-

vocas y agitas a la asamblea por él, si

te inclinas con alegría ante el vencedor,

le besas la cabeza y le das la mano; en

definitiva, si te exaltas por él hasta el

punto de considerar como tuya su vic-

toria, te digo que ciertamente tú tendrás

parte en el premio del vencedor.

Pero aún hay más: supongamos que el

vencedor no tenga ninguna necesidad

del premio que ganó, sino que quiera

más que nada, ver honrado a su soste-

nedor y considere como premio de su

combate la coronación del amigo. En

tal caso, aquel hombre ¿no obtendrá

quizá la corona, incluso sin haber lu-

chado ni haber sido herido? ¡Por su-

puesto que sí! (Nicola Cabasilas, Vida

en Cristo, I, 9: PG 150, 517)

Así, dicen estos Padres, sucede entre

Cristo y nosotros. «Él, en la cruz, ha

vencido a su antiguo enemigo».

«Nuestras espadas —exclama san Juan

Crisóstomo—, no están ensangrenta-

das, no estábamos en la lucha, no tene-

mos heridas, la batalla ni siquiera la

hemos visto, y he aquí que obtenemos

la victoria. Suya fue la lucha, nuestra la

corona. Y dado que hemos ganado

también nosotros, debemos imitar lo

que hacen los soldados en estos casos:

con voces de alegría exaltamos la vic-

toria, entonamos himnos de alabanza al

Señor» (De coemeterio et de cruce: PG

49, 596)

No se podría explicar de una manera

mejor el significado de la liturgia que

estamos celebrando.

Pero lo que estamos haciendo, ¿es

también una imagen, la representación

de una realidad del pasado?, ¿o es la

realidad misma? Las dos cosas.

«Nosotros —decía san Agustín al pue-

blo— sabemos y creemos con fe muy

cierta que Cristo murió una sola vez

por nosotros (...). Sabéis perfectamente

que todo esto sucedió una sola vez y

sin embargo la solemnidad lo renueva

periódicamente (...). Verdad histórica y

solemnidad litúrgica no están en con-

flicto entre sí, como si la segunda fuera

falsa y sólo la primera correspondiera a

la verdad. La solemnidad a menudo

renueva en los corazones de los fieles

lo que la historia afirma que sucedió,

en la realidad, una sola

vez» (Sermón 220: PL 38, 1089).

La liturgia «renueva» el acontecimien-

to. Pablo VI precisó el sentido que la

Iglesia católica da a esta afirmación

usando el verbo «representar», entendi-

do en el sentido fuerte de re-presentar,

es decir, hacer nuevamente presente y

operante lo sucedido (cf. Mysterium

fidei: AAS 57, 1965, 753 ss).

Hay una diferencia sustancial entre

nuestra representación litúrgica de la

muerte de Cristo y, por ejemplo, la de

Julio César en la tragedia homónima de

Shakespeare. Nadie asiste vivo al

aniversario de su muerte; Cristo sí,

porque él resucitó. Sólo él puede decir,

como lo hace en el Apocalipsis:

«Estuve muerto, pero ahora vivo por

los siglos de los siglos» (Ap 1, 18). En

este día debemos estar atentos, al visi-

tar los llamados «monumentos» o al

participar en las procesiones del Cristo

muerto, para no merecer el reproche

que Cristo resucitado dirigió a las pías

mujeres en la mañana de Pascua: «¿Por

qué buscáis entre los muertos al que

está vivo?» (Lc 24, 5).

«La anámnesis, o sea, el memorial

litúrgico —han afirmado algunos auto-

res— hace al evento más verdadero de

lo que sucedió históricamente la prime-

ra vez». En otras palabras, es más ver-

dadero y real para nosotros, que lo

revivimos «según el Espíritu», de lo

que era para quienes lo vivían «según

la carne», antes que el Espíritu Santo le

revelara a la Iglesia su significado

pleno.

Nosotros no estamos celebrando sola-

mente un aniversario, sino un misterio.

En la celebración nuevamente san

Agustín explica la diferencia entre las

dos cosas. La celebración «como en un

aniversario» —explica san Agustín—

no requiere otra cosa —dice— sino

«indicar con una solemnidad religiosa

el día preciso del año en el que se re-

cuerda ese hecho»; en la celebración

como un misterio («in sacramen-

to»), «no solamente se conmemora un

acontecimiento, sino que se hace de tal

manera que se entienda su significado

y sea acogido santamen-

te» (Epistola 55, 1, 2: CSEL 34, 1, p.

170).

Esto lo cambia todo. No se trata sólo

de asistir a una representación, sino de

«acoger» su significado, de pasar de

espectadores a actores.

Por tanto, nos toca a

nosotros elegir qué

papel queremos repre-

sentar en el drama,

quién queremos ser: si

Pedro, Judas, Pilato, la

muchedumbre, el Ciri-

neo, Juan, María...

Nadie puede permane-

cer neutral; no tomar

posición es tomar una

bien precisa: la de Pila-

to que se lava las ma-

nos o la de la muche-

dumbre que desde lejos

«estaba miran-

do» (Lc 23, 35). Si, al

volver a casa esta no-

che, alguien nos pre-

gunta: «¿De dónde

vienes?, ¿dónde has

estado?» respondamos,

al menos en nuestro

corazón: «¡En el Calva-

rio!».

Todo esto no se realiza

automáticamente, sólo

por el hecho de haber participado en

esta liturgia. Se trata, decía san Agus-

tín, de «acoger» el significado del mis-

terio. Esto se realiza con la fe. No hay

música si no existe un oído que escu-

che, por más fuerte que toque la músi-

ca la orquesta; no hay gracia donde no

hay una fe que la acoja.

En una homilía pascual del siglo IV, el

obispo pronunciaba estas palabras

extraordinariamente modernas y, se

diría, existencialistas: «Para cada hom-

bre el principio de la vida es aquel a

partir del cual Cristo fue inmolado por

él. Pero Cristo se inmoló por él en el

momento en que él reconoce la gracia

y se vuelve consciente de la vida que le

ha dado aquella inmolación» (Homilía

pascual del año 387: SCH 36, p. 59

ss).

Esto sucedió sacramentalmente en el

Bautismo, pero tiene que suce-

der conscientemente siempre de nuevo

en la vida. Antes de morir debemos

tener la valentía de hacer un acto de

audacia, casi un golpe de mano: apro-

piarnos de la victoria de Cristo. ¡Una

apropiación indebida! Algo lamenta-

blemente común en la sociedad en la

que vivimos, pero con Jesús no sola-

mente no nos está prohibida, sino que

se nos recomienda encarecidamente.

«Indebida» aquí significa que no nos es

debida, que no la hemos merecido

nosotros, sino que se nos da gratuita-

mente, por la fe.

Pero vayamos a lo seguro; escuchemos

a un doctor de la Iglesia. «Yo —

escribe san Bernardo— lo que no pue-

do obtener por mí mismo, me lo apro-

pio (literalmente, lo usurpo) con con-

fianza del costado traspasado del Se-

ñor, porque está lleno de misericordia.

Mi mérito, por lo tanto, es la misericor-

dia de Dios. No soy pobre en méritos

mientras él sea rico en misericordia.

Pues si es grande la misericordia del

Señor (cf. Sal 119, 156), yo tendré

abundancia de méritos. ¿Y qué es de-

mi justicia? ¡Oh Señor, me acordaré

solamente de tu justicia. De hecho, tu

justicia es también la mía, porque tú

eres para mí justicia de parte de Dios

(cf. 1 Co 1, 30)» (Sermones sobre el

Cantar de los cantares, 61, 4-5: PL

183, 1072).

¿Acaso este modo de concebir la santi-

dad volvió a san Bernardo menos celo-

so de las buenas obras, menos compro-

metido en adquirir las virtudes? ¿Acaso

dejaba de mortificar su cuerpo y de

reducirlo a esclavitud (cf. 1 Co 9, 27),

el apóstol Pablo, quien antes que todos

y más que todos había hecho de esta

apropiación de la justicia de Cristo la

finalidad de su vida y de su predica-

ción?

(cf. Flp 3, 7-9).

En Roma, como por desgracia

en todas las grandes ciudades, hay

muchos que no tienen un techo. Tienen

un nombre en todos los idio-

mas: homeless, clochards, barboni, me

ndigos: personas humanas que lo único

que tienen son unos pocos harapos que

visten y algún objeto que llevan en

bolsas de plástico. Imaginemos que un

día se difunde esta voz: en vía Condotti

(todos saben lo que significa en Roma

la vía Condotti) está la dueña de una

boutique de lujo que, por alguna razón

desconocida, por interés o generosidad,

invita a todos los mendigos de la esta-

ción Termini a ir a su comercio, a dejar

sus harapos sucios, a ducharse y des-

pués a elegir el vestido que deseen

entre los que están expuestos y llevár-

selo, así, gratuitamente.

Todos dicen en su corazón: «¡Esto es

una fábula, no sucederá nunca!». Es

verdad, pero lo que no sucede nunca

entre los hombres, puede suceder cada

día entre los hombres y Dios, porque,

ante él, aquellos mendigos somos no-

sotros. Es lo que sucede en una buena

confesión: te despojas de tus harapos

sucios, los pecados; recibes el baño de

la misericordia y te levantas «con un

traje de salvación y (...) envuelto con

un manto de justicia» (Is 61, 9-10).

El publicano de la parábola que fue al

templo a rezar dijo simplemente, pero

desde lo más

profundo

de su cora-

zón: «¡Oh

Dios, ten

piedad de

este peca-

dor!», y

«volvió a

su casa

justifica-

do» (Lc 18,

14), recon-

ciliado,

renovado,

inocente.

Si tenemos

su fe y su

arrepenti-

miento, lo

mismo

podrán

decir de

nosotros al

volver a

casa después de esta liturgia.

Entre los personajes de la Pasión con

los que podemos identificarnos me doy

cuenta de que he omitido uno, el que

más espera que se siga su ejemplo: el

buen ladrón. El buen ladrón hace una

confesión completa de su pecado; le

dice a su compañero que insulta a Je-

sús: «¿Ni siquiera temes tú a Dios,

estando en la misma condena? Noso-

tros, en verdad, lo estamos justamente,

porque recibimos el justo pago de lo

que hicimos; en cambio, este no ha

hecho nada malo» (Lc 23, 40 s). El

buen ladrón se muestra aquí como un

excelente teólogo. Solamente Dios, de

hecho, sufre absolutamente siendo

inocente; cualquier otra persona que

sufre debe decir: «Yo sufro justamen-

te», porque, aunque no sea responsable

de la acción que se le imputa, nunca

está enteramente libre de culpa. Sola-

mente el dolor de los niños inocentes

se asemeja al de Dios y por eso es tan

misterioso y tan sagrado.

¡Cuántos delitos atroces, en los últimos

tiempos, han quedado sin un culpable!

¡Cuántos casos sin resolver! El buen

ladrón hace un llamamiento a los res-

ponsables: haced como yo, salid al

descubierto, confesad vuestra culpa;

experimentaréis también vosotros la

alegría que yo sentí cuando escuché las

palabras de Jesús: «¡Hoy estarás con-

migo en el paraíso!» (Lc 23, 43).

¡Cuántos reos confesos pueden confir-

mar que eso mismo les sucedió a ellos!

Pasaron del infierno al paraíso el día

que tuvieron el valor de arrepentirse y

confesar su culpa. También yo he co-

nocido alguno. El paraíso prometido es

la paz de la conciencia, la posibilidad

de mirarse en el espejo o mirar a los

propios hijos sin tener que despreciar-

se.

No llevéis con vosotros a la tumba

vuestro secreto; os procuraría una con-

dena mucho más temible que la huma-

na. Nuestro pueblo no es despiadado

con quien se ha equivocado, si recono-

ce el mal realizado, sinceramente, no

sólo por conveniencia. Por el contrario,

está dispuesto a apiadarse y a acompa-

ñar al arrepentido en su camino de

redención (que en todo caso se vuelve

más breve). «Dios perdona muchas

cosas, por una obra buena», dice Lucía

en «Los Novios» de Alessandro Man-

zoni, al hombre que la había raptado.

Más aún, debemos decir: él perdona

muchas cosas por un acto de arrepenti-

miento. Lo prometió solemnemente:

«Aunque vuestros pecados sean como

escarlata, quedarán blancos como nie-

ve; aunque sean rojos como la púrpura,

quedarán como lana» (Is 1, 18).

Volvamos a hacer ahora lo que, como

hemos escuchado al inicio, es nuestra

tarea en este día: con voces de júbilo

exaltemos la victoria de la cruz, ento-

nemos himnos de alabanza al Señor.

«O Redemptor, sume carmen temet

concinentium» (Himno del domingo de

Ramos y de la Misa crismal del Jueves

Santo). Y tú, Redentor nuestro, acoge

el canto que elevamos a ti.

ÁFRICA 27 PORTADA 27 PORTADA 26

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PORTADA 28 PORTADA 29

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Queridos hermanos y herma-

nas

Hemos recordado en la medi-

tación, la oración y el canto,

el camino de Jesús en la vía

de la cruz: una vía que pare-

cía sin salida y que, sin em-

bargo, ha cambiado la vida y

la historia del hombre, ha

abierto el paso hacia los

«cielos nuevos y la tierra

nueva» (cf. Ap 21,1). Espe-

cialmente en

este día del Viernes Santo, la

Iglesia celebra con íntima

devoción espiritual la memo-

ria de la muerte en cruz del

Hijo de Dios y, en su cruz, ve

el árbol de la vida, fecundo

de una nueva esperanza.

La experiencia del sufrimien-

to y de la cruz marca la hu-

manidad, marca incluso la

familia; cuántas veces el ca-

mino se hace fatigoso y difí-

cil. Incomprensio-

nes, divisiones, preocupacio-

nes por el futuro de los hijos,

enfermedades, dificultades

de diverso tipo. En nuestro

tiempo, además, la situación

de muchas familias se ve

agravada por la precariedad

del trabajo y por otros efec-

tos negativos de la crisis eco-

nómica. El camino del Via

Crucis, que hemos recorrido

esta noche espiritualmente,

es una invitación para todos

nosotros, y especialmente

para las familias, a contem-

plar a Cristo crucificado para

te-

ner la fuerza de ir más allá

de las dificultades. La cruz

de Jesús es el signo supre-

mo del amor de Dios para

cada hombre, la respuesta

sobreabundante a la nece-

sidad que tiene toda perso-

na de ser amada. Cuando

nos encontramos en la

prueba, cuando nuestras

familias deben afrontar el

dolor, la tribulación, mire-

mos a la cruz de Cristo:

allí encontramos el valor y

la fuerza para seguir cami-

nando; allí podemos repe-

tir con firme esperanza las

palabras de san Pablo:

«¿Quién nos separará del

amor de Cristo?: ¿la tribu-

lación?, ¿la angustia?, ¿la

persecución?, ¿el hambre?,

¿la desnudez?, ¿el peligro?,

¿la espada?... Pero en todo

esto vencemos de sobra gra-

cias a aquel que nos ha ama-

do» (Rm 8,35.37).

En la aflicción y la dificultad,

no estamos solos; la familia

no está sola: Jesús está pre-

sente con su amor, la sostiene

con su gracia y le da la fuer-

za para seguir adelante, para

afrontar los sacrificios y su-

perar todo obstáculo. Y es a

este amor de Cristo al que

debemos acudir cuando las

vicisitudes humanas y las

dificultades amenazan con

herir la unidad de nuestra

vida y de la familia. El mis-

terio de la pasión, muerte y

resurrección de Cristo alien-

ta a seguir adelante con es-

peranza: la estación del do-

lor y de la prueba, si la vi-

vimos con Cristo, con fe en

él, encierra ya la luz de la

resurrección, la vida nueva

del mundo resucitado, la

pascua de cada hombre que

cree en su Palabra.

En aquel hombre crucifica-

do, que es el Hijo de Dios,

incluso la muerte misma

adquiere un nuevo signifi-

cado y orientación, es resca-

tada y vencida, es el paso

hacia la nueva vida: «si el

grano de trigo no cae en

tierra y muere, queda infe-

cundo; pero si muere, da

mucho fruto» (Jn 12,24).

Encomendémonos a la Ma-

dre de Cristo. A ella, que ha

acompañado a su Hijo por

la vía dolorosa. Que ella,

que estaba junto a la cruz en

la hora de su muerte, que ha

alentado a la Iglesia desde

su nacimiento para que viva

la presencia del Señor, diri-

ja nuestros corazones, los

corazones de todas las fami-

lias a través del inmen-

so mysterium passio-

nis hacia el mysterium

paschale, hacia aquella luz

que prorrumpe de la Resu-

rrección de Cristo y muestra

el triunfo definitivo del

amor, de la alegría, de la

vida, sobre el mal, el sufri-

miento, la muerte. Amén.

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EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Queridos hermanos y herma-

nas

Hemos recordado en la medi-

tación, la oración y el canto,

el camino de Jesús en la vía

de la cruz: una vía que pare-

cía sin salida y que, sin em-

bargo, ha cambiado la vida y

la historia del hombre, ha

abierto el paso hacia los

«cielos nuevos y la tierra

nueva» (cf. Ap 21,1). Espe-

cialmente en

este día del Viernes Santo, la

Iglesia celebra con íntima

devoción espiritual la memo-

ria de la muerte en cruz del

Hijo de Dios y, en su cruz, ve

el árbol de la vida, fecundo

de una nueva esperanza.

La experiencia del sufrimien-

to y de la cruz marca la hu-

manidad, marca incluso la

familia; cuántas veces el ca-

mino se hace fatigoso y difí-

cil. Incomprensio-

nes, divisiones, preocupacio-

nes por el futuro de los hijos,

enfermedades, dificultades

de diverso tipo. En nuestro

tiempo, además, la situación

de muchas familias se ve

agravada por la precariedad

del trabajo y por otros efec-

tos negativos de la crisis eco-

nómica. El camino del Via

Crucis, que hemos recorrido

esta noche espiritualmente,

es una invitación para todos

nosotros, y especialmente

para las familias, a contem-

plar a Cristo crucificado para

te-

ner la fuerza de ir más allá

de las dificultades. La cruz

de Jesús es el signo supre-

mo del amor de Dios para

cada hombre, la respuesta

sobreabundante a la nece-

sidad que tiene toda perso-

na de ser amada. Cuando

nos encontramos en la

prueba, cuando nuestras

familias deben afrontar el

dolor, la tribulación, mire-

mos a la cruz de Cristo:

allí encontramos el valor y

la fuerza para seguir cami-

nando; allí podemos repe-

tir con firme esperanza las

palabras de san Pablo:

«¿Quién nos separará del

amor de Cristo?: ¿la tribu-

lación?, ¿la angustia?, ¿la

persecución?, ¿el hambre?,

¿la desnudez?, ¿el peligro?,

¿la espada?... Pero en todo

esto vencemos de sobra gra-

cias a aquel que nos ha ama-

do» (Rm 8,35.37).

En la aflicción y la dificultad,

no estamos solos; la familia

no está sola: Jesús está pre-

sente con su amor, la sostiene

con su gracia y le da la fuer-

za para seguir adelante, para

afrontar los sacrificios y su-

perar todo obstáculo. Y es a

este amor de Cristo al que

debemos acudir cuando las

vicisitudes humanas y las

dificultades amenazan con

herir la unidad de nuestra

vida y de la familia. El mis-

terio de la pasión, muerte y

resurrección de Cristo alien-

ta a seguir adelante con es-

peranza: la estación del do-

lor y de la prueba, si la vi-

vimos con Cristo, con fe en

él, encierra ya la luz de la

resurrección, la vida nueva

del mundo resucitado, la

pascua de cada hombre que

cree en su Palabra.

En aquel hombre crucifica-

do, que es el Hijo de Dios,

incluso la muerte misma

adquiere un nuevo signifi-

cado y orientación, es resca-

tada y vencida, es el paso

hacia la nueva vida: «si el

grano de trigo no cae en

tierra y muere, queda infe-

cundo; pero si muere, da

mucho fruto» (Jn 12,24).

Encomendémonos a la Ma-

dre de Cristo. A ella, que ha

acompañado a su Hijo por

la vía dolorosa. Que ella,

que estaba junto a la cruz en

la hora de su muerte, que ha

alentado a la Iglesia desde

su nacimiento para que viva

la presencia del Señor, diri-

ja nuestros corazones, los

corazones de todas las fami-

lias a través del inmen-

so mysterium passio-

nis hacia el mysterium

paschale, hacia aquella luz

que prorrumpe de la Resu-

rrección de Cristo y muestra

el triunfo definitivo del

amor, de la alegría, de la

vida, sobre el mal, el sufri-

miento, la muerte. Amén.

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EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Queridos hermanos y herma-

nas!

Pascua es la fiesta de la nueva

creación. Jesús ha resucitado y

no morirá de nuevo. Ha desce-

rrajado la puerta hacia una nue-

va vida que ya no conoce ni la

enfermedad ni la muerte. Ha

asumido al hombre en Dios

mismo. «Ni la carne ni la sangre

pueden heredar el reino de

Dios», dice Pablo en la Primera

Carta a los Corintios (15,50).

El escritor eclesiástico Tertu-

liano, en el siglo III, tuvo la

audacia de escribir refriéndose a

la resurrección de Cristo y a

nuestra resurrección: «Carne y

sangre, tened confianza, gracias

a Cristo habéis adquirido un

lugar en el cielo y en el reino de

Dios» (CCL II, 994). Se ha

abierto una nueva dimensión

para el hombre. La creación se

ha hecho más grande y más es-

paciosa. La Pascua es el día de

una nueva creación, pero preci-

samente por ello la Iglesia co-

mienza la liturgia con la antigua

creación, para que aprendamos

a comprender la nueva. Así, en

la Vigilia de Pascua, al princi-

pio de la Liturgia de la Palabra,

se lee el relato de la creación

del mundo. En el contexto de la

liturgia de este día, hay dos as-

pectos particularmente impor-

tantes. En primer lugar, que se

presenta a la creación como una

totalidad, de la cual forma parte

la dimensión del tiempo. Los

siete días son una imagen de un

conjunto que se desarrolla en el

tiempo. Están ordenados con

vistas al séptimo día, el día de

la libertad de todas las criaturas

para con Dios y de las unas para

con las otras. Por tanto, la crea-

ción está orientada a la comu-

nión entre Dios y la criatura;

existe para que haya un espacio

de respuesta a la gran gloria de

Dios, un encuentro de amor y

libertad. En segundo lugar, que

en la Vigilia Pascual, la Iglesia

comienza escuchando ante todo

la primera frase de la historia de

la creación: «Dijo Dios: “Que

exista la luz”» (Gn 1,3). Como

una señal, el relato de la crea-

ción inicia con la creación de la

luz. El sol y la luna son creados

sólo en el cuarto día. La narra-

ción de la creación los llama

fuentes de luz, que Dios ha

puesto en el firmamento del

cielo. Con ello, los priva preme-

ditadamente del carácter divino,

que las grandes religiones les

habían atribuido. No, ellos no

son dioses en modo alguno. Son

cuerpos luminosos, creados por

el Dios único. Pero están prece-

didos por la luz, por la cual la

gloria de Dios se refleja en la

naturaleza de las criaturas.

¿Qué quiere decir con esto el

relato de la creación? La luz

hace posible la vida. Hace posi-

ble el encuentro. Hace posible

la comunicación. Hace posible

el conocimiento, el acceso a la

realidad, a la verdad. Y, hacien-

do posible el conocimiento, ha-

ce posible la libertad y el pro-

greso. El mal se esconde. Por

tanto, la luz es también una ex-

presión del bien, que es lumino-

sidad y crea luminosidad. Es el

día en el que podemos actuar.

El que Dios haya creado la luz

significa: Dios creó el mundo

como un espacio de conoci-

miento y de verdad, espacio

para el encuentro y la libertad,

espacio del bien y del amor. La

materia prima del mundo es

buena, el ser es bueno en sí mis-

mo. Y el mal no proviene del

ser, que es creado por Dios,

sino que existe sólo en virtud de

la negación. Es el «no».

En Pascua, en la mañana del

primer día de la semana, Dios

vuelve a decir: «Que exista la

luz». Antes había venido la no-

che del Monte de los Olivos, el

eclipse solar de la pasión y

muerte de Jesús, la noche del

sepulcro. Pero ahora vuelve a

ser el primer día, comienza la

creación totalmente nueva.

«Que exista la luz», dice Dios,

«y existió la luz». Jesús resucita

del sepulcro. La vida es más

fuerte que la muerte. El bien es

más fuerte que el mal. El amor

es

más

fuerte que el odio.

La verdad es más fuerte que la

mentira. La oscuridad de los

días pasados se disipa cuando

Jesús resurge de la tumba y se

hace él mismo luz pura de Dios.

Pero esto no se refiere solamen-

te a él, ni se refiere únicamente

a la oscuridad de aquellos días.

Con la resurrección de Jesús, la

luz misma vuelve a ser creada.

Él nos lleva a todos tras él a la

vida nueva de la resurrección, y

vence toda forma de oscuridad.

Él es el nuevo día de Dios, que

vale para todos nosotros.

Pero, ¿cómo puede suceder es-

to? ¿Cómo puede llegar todo

esto a nosotros sin que se quede

sólo en palabras sino que sea

una realidad en la que estamos

inmersos? Por el sacramento del

bautismo y la profesión de la fe,

el Señor ha construido un puen-

te para

nosotros, a través del cual el

nuevo día viene a nosotros. En

el bautismo, el Señor dice a

aquel que lo recibe: Fiat lux,

que exista la luz. El nuevo día,

el día de la vida indestructible

llega también para nosotros.

Cristo nos toma de la mano. A

partir de ahora él te apoyará y

así entrarás en la luz, en la vida

verdadera. Por eso, la Iglesia

antigua ha llamado al bautis-

mo photismos, iluminación.

¿Por qué? La oscuridad amena-

za verdaderamente al hombre

porque, sí, éste puede ver y exa-

minar las cosas tangibles, mate-

riales, pero no a dónde va el

mundo y de dónde procede. A

dónde va nuestra propia vida.

Qué es el bien y qué es el mal.

La oscuridad acerca de Dios y

sus valores son la verdadera

amena-

za para nuestra

existencia y para el mun-

do en general. Si Dios y los va-

lores, la diferencia entre el bien

y el mal, permanecen en la os-

curidad, entonces todas las otras

iluminaciones que nos dan un

poder tan increíble, no son sólo

progreso, sino que son al mismo

tiempo también amenazas que

nos ponen en peligro, a nosotros

y al mundo. Hoy podemos ilu-

minar nuestras ciudades de ma-

nera tan deslumbrante que ya

no pueden verse las estrellas del

cielo. ¿Acaso no es esta una

imagen de la problemática de

nuestro ser ilustrado? En las

cosas materiales, sabemos y

podemos tanto, pero lo que va

más allá de esto, Dios y el bien,

ya no lo conseguimos identifi-

car. Por eso la fe, que nos mues-

tra la luz de Dios, es la verdade-

ra iluminación, es una irrupción

de la luz de Dios en nuestro

mundo, una apertura de nues-

tros ojos a la verdadera luz.

Queridos amigos, quisiera

por último añadir todavía una

anotación sobre la luz y la ilu-

minación. En la Vigilia Pascual,

la noche de la nueva creación,

la Iglesia presenta el misterio de

la luz con un símbolo del todo

particular y muy humilde: el

cirio pascual. Esta es una luz

que vive en virtud del sacrificio.

La luz de la vela ilumina consu-

miéndose a sí misma. Da luz

dándose a sí misma. Así, repre-

senta de manera maravillosa el

misterio pascual de Cristo que

se entrega a sí mismo, y de este

modo da mucha luz. Otro as-

pecto sobre el cual podemos

reflexionar es que la luz de la

vela es fuego. El fuego es una

fuerza que forja el mundo, un

poder que transforma. Y el fue-

go da calor. También en esto se

hace nuevamente visible el mis-

terio de Cristo. Cristo, la luz, es

fuego, es llama que destruye el

mal, transformando así al mun-

do y a nosotros mismos. Como

reza una palabra de Jesús que

nos ha llegado a través de Orí-

genes, «quien está cerca de mí,

está cerca del fuego». Y este

fuego es al mismo tiempo calor,

no una luz fría, sino una luz en

la que salen a nuestro encuentro

el calor y la bondad de Dios.

El gran himno del Exsultet, que

el diácono canta al comienzo de

la liturgia de Pascua, nos hace

notar, muy calladamente, otro

detalle más. Nos recuerda que

este objeto, el cirio, se debe

principalmente a la labor de las

abejas. Así, toda la creación

entra en juego. En el cirio, la

creación se convierte en porta-

dora de luz. Pero, según los Pa-

dres, también hay una referen-

cia implícita a la Iglesia. La

cooperación de la comunidad

viva de los fieles en la Iglesia es

algo parecido al trabajo de las

abejas. Construye la comunidad

de la luz. Podemos ver así tam-

bién en el cirio una referencia a

nosotros y a nuestra comunión

en la comunidad de la Iglesia,

que existe para que la luz de

Cristo pueda iluminar al mundo.

Roguemos al Señor en esta hora

que nos haga experimentar la

alegría de su luz, y pidámosle

que nosotros mismos seamos

portadores de su luz, con el fin

de que, a través de la Iglesia, el

esplendor del rostro de Cristo

entre en el mundo (cf. Lumen

gentium, 1). Amén.

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

PORTADA 32 PORTADA 33

EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Queridos hermanos y herma-

nas!

Pascua es la fiesta de la nueva

creación. Jesús ha resucitado y

no morirá de nuevo. Ha desce-

rrajado la puerta hacia una nue-

va vida que ya no conoce ni la

enfermedad ni la muerte. Ha

asumido al hombre en Dios

mismo. «Ni la carne ni la sangre

pueden heredar el reino de

Dios», dice Pablo en la Primera

Carta a los Corintios (15,50).

El escritor eclesiástico Tertu-

liano, en el siglo III, tuvo la

audacia de escribir refriéndose a

la resurrección de Cristo y a

nuestra resurrección: «Carne y

sangre, tened confianza, gracias

a Cristo habéis adquirido un

lugar en el cielo y en el reino de

Dios» (CCL II, 994). Se ha

abierto una nueva dimensión

para el hombre. La creación se

ha hecho más grande y más es-

paciosa. La Pascua es el día de

una nueva creación, pero preci-

samente por ello la Iglesia co-

mienza la liturgia con la antigua

creación, para que aprendamos

a comprender la nueva. Así, en

la Vigilia de Pascua, al princi-

pio de la Liturgia de la Palabra,

se lee el relato de la creación

del mundo. En el contexto de la

liturgia de este día, hay dos as-

pectos particularmente impor-

tantes. En primer lugar, que se

presenta a la creación como una

totalidad, de la cual forma parte

la dimensión del tiempo. Los

siete días son una imagen de un

conjunto que se desarrolla en el

tiempo. Están ordenados con

vistas al séptimo día, el día de

la libertad de todas las criaturas

para con Dios y de las unas para

con las otras. Por tanto, la crea-

ción está orientada a la comu-

nión entre Dios y la criatura;

existe para que haya un espacio

de respuesta a la gran gloria de

Dios, un encuentro de amor y

libertad. En segundo lugar, que

en la Vigilia Pascual, la Iglesia

comienza escuchando ante todo

la primera frase de la historia de

la creación: «Dijo Dios: “Que

exista la luz”» (Gn 1,3). Como

una señal, el relato de la crea-

ción inicia con la creación de la

luz. El sol y la luna son creados

sólo en el cuarto día. La narra-

ción de la creación los llama

fuentes de luz, que Dios ha

puesto en el firmamento del

cielo. Con ello, los priva preme-

ditadamente del carácter divino,

que las grandes religiones les

habían atribuido. No, ellos no

son dioses en modo alguno. Son

cuerpos luminosos, creados por

el Dios único. Pero están prece-

didos por la luz, por la cual la

gloria de Dios se refleja en la

naturaleza de las criaturas.

¿Qué quiere decir con esto el

relato de la creación? La luz

hace posible la vida. Hace posi-

ble el encuentro. Hace posible

la comunicación. Hace posible

el conocimiento, el acceso a la

realidad, a la verdad. Y, hacien-

do posible el conocimiento, ha-

ce posible la libertad y el pro-

greso. El mal se esconde. Por

tanto, la luz es también una ex-

presión del bien, que es lumino-

sidad y crea luminosidad. Es el

día en el que podemos actuar.

El que Dios haya creado la luz

significa: Dios creó el mundo

como un espacio de conoci-

miento y de verdad, espacio

para el encuentro y la libertad,

espacio del bien y del amor. La

materia prima del mundo es

buena, el ser es bueno en sí mis-

mo. Y el mal no proviene del

ser, que es creado por Dios,

sino que existe sólo en virtud de

la negación. Es el «no».

En Pascua, en la mañana del

primer día de la semana, Dios

vuelve a decir: «Que exista la

luz». Antes había venido la no-

che del Monte de los Olivos, el

eclipse solar de la pasión y

muerte de Jesús, la noche del

sepulcro. Pero ahora vuelve a

ser el primer día, comienza la

creación totalmente nueva.

«Que exista la luz», dice Dios,

«y existió la luz». Jesús resucita

del sepulcro. La vida es más

fuerte que la muerte. El bien es

más fuerte que el mal. El amor

es

más

fuerte que el odio.

La verdad es más fuerte que la

mentira. La oscuridad de los

días pasados se disipa cuando

Jesús resurge de la tumba y se

hace él mismo luz pura de Dios.

Pero esto no se refiere solamen-

te a él, ni se refiere únicamente

a la oscuridad de aquellos días.

Con la resurrección de Jesús, la

luz misma vuelve a ser creada.

Él nos lleva a todos tras él a la

vida nueva de la resurrección, y

vence toda forma de oscuridad.

Él es el nuevo día de Dios, que

vale para todos nosotros.

Pero, ¿cómo puede suceder es-

to? ¿Cómo puede llegar todo

esto a nosotros sin que se quede

sólo en palabras sino que sea

una realidad en la que estamos

inmersos? Por el sacramento del

bautismo y la profesión de la fe,

el Señor ha construido un puen-

te para

nosotros, a través del cual el

nuevo día viene a nosotros. En

el bautismo, el Señor dice a

aquel que lo recibe: Fiat lux,

que exista la luz. El nuevo día,

el día de la vida indestructible

llega también para nosotros.

Cristo nos toma de la mano. A

partir de ahora él te apoyará y

así entrarás en la luz, en la vida

verdadera. Por eso, la Iglesia

antigua ha llamado al bautis-

mo photismos, iluminación.

¿Por qué? La oscuridad amena-

za verdaderamente al hombre

porque, sí, éste puede ver y exa-

minar las cosas tangibles, mate-

riales, pero no a dónde va el

mundo y de dónde procede. A

dónde va nuestra propia vida.

Qué es el bien y qué es el mal.

La oscuridad acerca de Dios y

sus valores son la verdadera

amena-

za para nuestra

existencia y para el mun-

do en general. Si Dios y los va-

lores, la diferencia entre el bien

y el mal, permanecen en la os-

curidad, entonces todas las otras

iluminaciones que nos dan un

poder tan increíble, no son sólo

progreso, sino que son al mismo

tiempo también amenazas que

nos ponen en peligro, a nosotros

y al mundo. Hoy podemos ilu-

minar nuestras ciudades de ma-

nera tan deslumbrante que ya

no pueden verse las estrellas del

cielo. ¿Acaso no es esta una

imagen de la problemática de

nuestro ser ilustrado? En las

cosas materiales, sabemos y

podemos tanto, pero lo que va

más allá de esto, Dios y el bien,

ya no lo conseguimos identifi-

car. Por eso la fe, que nos mues-

tra la luz de Dios, es la verdade-

ra iluminación, es una irrupción

de la luz de Dios en nuestro

mundo, una apertura de nues-

tros ojos a la verdadera luz.

Queridos amigos, quisiera

por último añadir todavía una

anotación sobre la luz y la ilu-

minación. En la Vigilia Pascual,

la noche de la nueva creación,

la Iglesia presenta el misterio de

la luz con un símbolo del todo

particular y muy humilde: el

cirio pascual. Esta es una luz

que vive en virtud del sacrificio.

La luz de la vela ilumina consu-

miéndose a sí misma. Da luz

dándose a sí misma. Así, repre-

senta de manera maravillosa el

misterio pascual de Cristo que

se entrega a sí mismo, y de este

modo da mucha luz. Otro as-

pecto sobre el cual podemos

reflexionar es que la luz de la

vela es fuego. El fuego es una

fuerza que forja el mundo, un

poder que transforma. Y el fue-

go da calor. También en esto se

hace nuevamente visible el mis-

terio de Cristo. Cristo, la luz, es

fuego, es llama que destruye el

mal, transformando así al mun-

do y a nosotros mismos. Como

reza una palabra de Jesús que

nos ha llegado a través de Orí-

genes, «quien está cerca de mí,

está cerca del fuego». Y este

fuego es al mismo tiempo calor,

no una luz fría, sino una luz en

la que salen a nuestro encuentro

el calor y la bondad de Dios.

El gran himno del Exsultet, que

el diácono canta al comienzo de

la liturgia de Pascua, nos hace

notar, muy calladamente, otro

detalle más. Nos recuerda que

este objeto, el cirio, se debe

principalmente a la labor de las

abejas. Así, toda la creación

entra en juego. En el cirio, la

creación se convierte en porta-

dora de luz. Pero, según los Pa-

dres, también hay una referen-

cia implícita a la Iglesia. La

cooperación de la comunidad

viva de los fieles en la Iglesia es

algo parecido al trabajo de las

abejas. Construye la comunidad

de la luz. Podemos ver así tam-

bién en el cirio una referencia a

nosotros y a nuestra comunión

en la comunidad de la Iglesia,

que existe para que la luz de

Cristo pueda iluminar al mundo.

Roguemos al Señor en esta hora

que nos haga experimentar la

alegría de su luz, y pidámosle

que nosotros mismos seamos

portadores de su luz, con el fin

de que, a través de la Iglesia, el

esplendor del rostro de Cristo

entre en el mundo (cf. Lumen

gentium, 1). Amén.

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EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Que-

ridos hermanos y

hermanas de Roma y del mundo

entero

«Surrexit Christus, spes mea» –

«Resucitó Cristo, mi esperan-

za» (Secuencia pascual).

Llegue a todos vosotros la voz

exultante de la Iglesia, con las pa-

labras que el

antiguo himno pone en labios de

María Magdalena, la primera en

encontrar en la mañana de Pascua a

Jesús resucitado. Ella corrió hacia

los otros discípulos y, con el cora-

zón sobrecogido, les anunció: «He

visto al Señor» (Jn 20,18). Tam-

bién nosotros, que hemos atravesa-

do el desier-

to de la Cuaresma y

los días dolorosos de la Pasión,

hoy abrimos las puertas al grito de

victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resu-

citado verdaderamente!».

Todo cristiano revive la experien-

cia de María Magdalena. Es un

encuentro que cambia la vida: el

encuentro con un hombre único,

que nos hace sentir toda la bondad

y la verdad de Dios, que nos libra

del

mal,

no de

un

modo

super-

ficial,

mo-

mentáneo, sino que nos libra de él

radicalmente, nos cura completa-

mente y nos devuelve nuestra dig-

nidad. He aquí porqué la Magdale-

na llama a Jesús «mi esperanza»:

porque ha sido Él quien la ha he-

cho renacer, le ha dado un futuro

nuevo, una existencia buena, libre

del mal. «Cristo, mi esperanza»,

significa que cada deseo mío de

bien encuentra en Él una posibili-

dad real: con Él puedo esperar que

mi vida sea buena y sea plena, eter-

na, porque es Dios mismo que se

ha hecho cercano hasta entrar en

nuestra humanidad.

Pero María Magdalena, como los

otros discípulos, han tenido que ver

a Jesús rechazado por los jefes del

pueblo, capturado, flagelado, con-

denado a muerte y crucificado.

Debe haber sido insoportable ver la

Bondad en persona sometida a la

maldad humana, la Verdad escar-

necida por la mentira, la Misericor-

dia injuriada por la venganza. Con

la muerte de Jesús, parecía fracasar

la esperanza de cuantos confiaron

en Él. Pero aquella fe nunca dejó

de faltar completamente: sobre

todo en el corazón de la Virgen

María, la madre de Jesús, la llama

quedó encendida con viveza tam-

bién en la oscuridad de la noche.

En este mundo, la esperanza no

puede dejar de hacer cuentas con la

dureza del mal. No es solamente el

muro de la muerte lo que la obsta-

culiza, sino más aún las puntas

aguzadas de la envidia y el orgullo,

de la mentira y de la violencia.

Jesús ha pasado por esta trama

mortal, para abrirnos el paso hacia

el reino de la vida. Hubo un mo-

mento en el que Jesús aparecía

derrotado: las tinieblas habían in-

vadido la tierra, el silencio de Dios

era total, la esperanza una palabra

que ya parecía vana.

Y he aquí que, al alba del día des-

pués del sábado, se encuentra el

sepulcro vacío. Después, Jesús se

manifiesta a la Magdalena, a las

otras mujeres, a los discípulos. La

fe renace más viva y más fuerte

que nunca, ya invencible, porque

fundada en una experiencia decisi-

va: «Lucharon vida y muerte / en

singular batalla, / y, muerto el que

es Vida, triunfante se levanta». Las

señales de la resurrección testimo-

nian la victoria de la vida sobre la

muerte, del amor sobre el odio, de

la misericordia sobre la venganza:

«Mi Señor glorioso, / la tumba

abandonada, / los ángeles testi-

gos, / sudarios y mortaja».

Queridos hermanos y hermanas: si

Jesús ha resucitado, entonces –y

sólo entonces– ha ocurrido algo

realmente nuevo, que cambia la

condición del hombre y del mundo.

Entonces Él, Jesús, es alguien del

que podemos fiarnos de modo ab-

soluto, y no solamente confiar en

su mensaje, sino precisamen-

te en Él, porque el resucitado no

pertenece al pasado, sino que está

presente hoy, vivo. Cristo es espe-

ranza y consuelo de modo particu-

lar para las comunidades cristianas

que más pruebas padecen a causa

de la fe, por discriminaciones y

persecuciones. Y está presente co-

mo fuerza de esperan-

za a través de su Igle-

sia, cercano a cada

situación humana de

sufrimiento e injusti-

cia.

Que Cristo resucitado

otorgue esperanza a

Oriente Próximo, para

que todos los compo-

nentes étnicos, cultu-

rales y religiosos de

esa Región colaboren

en favor del bien co-

mún y el respeto de

los derechos humanos.

En particular, que en

Siria cese el derrama-

miento de sangre y se

emprenda sin demora

la vía del respeto, del

diálogo y de la recon-

ciliación, como auspi-

cia también la comu-

nidad internacional. Y

que los numerosos

prófugos provenientes

de ese país y necesita-

dos de asistencia hu-

manitaria, encuentren

la acogida y solidari-

dad que alivien sus

penosos sufrimientos.

Que la victoria pas-

cual aliente al pueblo

iraquí a no escatimar

ningún esfuerzo para

avanzar en el camino

de la estabilidad y del

desarrollo. Y, en Tie-

rra Santa, que israelíes

y palestinos reemprendan el proce-

so de paz.

Que el Señor, vencedor del mal y

de la muerte, sustente a las comu-

nidades cristianas del Continente

africano, las dé esperanza para

afrontar las dificultades y las haga

agentes de paz y artífices del desa-

rrollo de las sociedades a las que

pertenecen.

Que Jesús resucitado reconforte a

las poblaciones del Cuerno de Áfri-

ca y favorezca su reconciliación;

que ayude a la Región de los Gran-

des Lagos, a Sudán y Sudán del

Sur, concediendo a sus respectivos

habitantes la fuerza del perdón. Y

que a Malí, que atraviesa un mo-

mento político delicado, Cristo

glorioso le dé paz y estabilidad.

Que a Nigeria, teatro en los últimos

tiempos de sangrientos atentados

terroristas, la alegría pascual le

infunda las energías necesarias

para recomenzar a construir una

sociedad pacífica y respetuosa de

la libertad religiosa de todos sus

ciudadanos.

Feliz Pascua a todos.

Email: [email protected] / Twitter: @SemanaCatolica / Facebook: SemanaCatolica ABRIL 10 A 16 DE 2012

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EL PAPA BENEDICTO XVI PRESIDIÓ UNA EUCARISTÍA

PRIVADA EN LA CAPILLA DEL COLEGIO MIRAFLORES

EL SÁBADO 24 DE MARZO EN LA MAÑANA

Que-

ridos hermanos y

hermanas de Roma y del mundo

entero

«Surrexit Christus, spes mea» –

«Resucitó Cristo, mi esperan-

za» (Secuencia pascual).

Llegue a todos vosotros la voz

exultante de la Iglesia, con las pa-

labras que el

antiguo himno pone en labios de

María Magdalena, la primera en

encontrar en la mañana de Pascua a

Jesús resucitado. Ella corrió hacia

los otros discípulos y, con el cora-

zón sobrecogido, les anunció: «He

visto al Señor» (Jn 20,18). Tam-

bién nosotros, que hemos atravesa-

do el desier-

to de la Cuaresma y

los días dolorosos de la Pasión,

hoy abrimos las puertas al grito de

victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resu-

citado verdaderamente!».

Todo cristiano revive la experien-

cia de María Magdalena. Es un

encuentro que cambia la vida: el

encuentro con un hombre único,

que nos hace sentir toda la bondad

y la verdad de Dios, que nos libra

del

mal,

no de

un

modo

super-

ficial,

mo-

mentáneo, sino que nos libra de él

radicalmente, nos cura completa-

mente y nos devuelve nuestra dig-

nidad. He aquí porqué la Magdale-

na llama a Jesús «mi esperanza»:

porque ha sido Él quien la ha he-

cho renacer, le ha dado un futuro

nuevo, una existencia buena, libre

del mal. «Cristo, mi esperanza»,

significa que cada deseo mío de

bien encuentra en Él una posibili-

dad real: con Él puedo esperar que

mi vida sea buena y sea plena, eter-

na, porque es Dios mismo que se

ha hecho cercano hasta entrar en

nuestra humanidad.

Pero María Magdalena, como los

otros discípulos, han tenido que ver

a Jesús rechazado por los jefes del

pueblo, capturado, flagelado, con-

denado a muerte y crucificado.

Debe haber sido insoportable ver la

Bondad en persona sometida a la

maldad humana, la Verdad escar-

necida por la mentira, la Misericor-

dia injuriada por la venganza. Con

la muerte de Jesús, parecía fracasar

la esperanza de cuantos confiaron

en Él. Pero aquella fe nunca dejó

de faltar completamente: sobre

todo en el corazón de la Virgen

María, la madre de Jesús, la llama

quedó encendida con viveza tam-

bién en la oscuridad de la noche.

En este mundo, la esperanza no

puede dejar de hacer cuentas con la

dureza del mal. No es solamente el

muro de la muerte lo que la obsta-

culiza, sino más aún las puntas

aguzadas de la envidia y el orgullo,

de la mentira y de la violencia.

Jesús ha pasado por esta trama

mortal, para abrirnos el paso hacia

el reino de la vida. Hubo un mo-

mento en el que Jesús aparecía

derrotado: las tinieblas habían in-

vadido la tierra, el silencio de Dios

era total, la esperanza una palabra

que ya parecía vana.

Y he aquí que, al alba del día des-

pués del sábado, se encuentra el

sepulcro vacío. Después, Jesús se

manifiesta a la Magdalena, a las

otras mujeres, a los discípulos. La

fe renace más viva y más fuerte

que nunca, ya invencible, porque

fundada en una experiencia decisi-

va: «Lucharon vida y muerte / en

singular batalla, / y, muerto el que

es Vida, triunfante se levanta». Las

señales de la resurrección testimo-

nian la victoria de la vida sobre la

muerte, del amor sobre el odio, de

la misericordia sobre la venganza:

«Mi Señor glorioso, / la tumba

abandonada, / los ángeles testi-

gos, / sudarios y mortaja».

Queridos hermanos y hermanas: si

Jesús ha resucitado, entonces –y

sólo entonces– ha ocurrido algo

realmente nuevo, que cambia la

condición del hombre y del mundo.

Entonces Él, Jesús, es alguien del

que podemos fiarnos de modo ab-

soluto, y no solamente confiar en

su mensaje, sino precisamen-

te en Él, porque el resucitado no

pertenece al pasado, sino que está

presente hoy, vivo. Cristo es espe-

ranza y consuelo de modo particu-

lar para las comunidades cristianas

que más pruebas padecen a causa

de la fe, por discriminaciones y

persecuciones. Y está presente co-

mo fuerza de esperan-

za a través de su Igle-

sia, cercano a cada

situación humana de

sufrimiento e injusti-

cia.

Que Cristo resucitado

otorgue esperanza a

Oriente Próximo, para

que todos los compo-

nentes étnicos, cultu-

rales y religiosos de

esa Región colaboren

en favor del bien co-

mún y el respeto de

los derechos humanos.

En particular, que en

Siria cese el derrama-

miento de sangre y se

emprenda sin demora

la vía del respeto, del

diálogo y de la recon-

ciliación, como auspi-

cia también la comu-

nidad internacional. Y

que los numerosos

prófugos provenientes

de ese país y necesita-

dos de asistencia hu-

manitaria, encuentren

la acogida y solidari-

dad que alivien sus

penosos sufrimientos.

Que la victoria pas-

cual aliente al pueblo

iraquí a no escatimar

ningún esfuerzo para

avanzar en el camino

de la estabilidad y del

desarrollo. Y, en Tie-

rra Santa, que israelíes

y palestinos reemprendan el proce-

so de paz.

Que el Señor, vencedor del mal y

de la muerte, sustente a las comu-

nidades cristianas del Continente

africano, las dé esperanza para

afrontar las dificultades y las haga

agentes de paz y artífices del desa-

rrollo de las sociedades a las que

pertenecen.

Que Jesús resucitado reconforte a

las poblaciones del Cuerno de Áfri-

ca y favorezca su reconciliación;

que ayude a la Región de los Gran-

des Lagos, a Sudán y Sudán del

Sur, concediendo a sus respectivos

habitantes la fuerza del perdón. Y

que a Malí, que atraviesa un mo-

mento político delicado, Cristo

glorioso le dé paz y estabilidad.

Que a Nigeria, teatro en los últimos

tiempos de sangrientos atentados

terroristas, la alegría pascual le

infunda las energías necesarias

para recomenzar a construir una

sociedad pacífica y respetuosa de

la libertad religiosa de todos sus

ciudadanos.

Feliz Pascua a todos.

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OPINIÓN 40

Por Cardenal Antonio

Cañizares

Ahí está el hombre, ahí está Dios que es Amor:

su amor entregado por el hombre, su rebaja-

miento hasta la muerte, su llenar todo con su

amor hasta el vacío de la nada que es la muerte,

la enemiga del hombre, la indefensión suprema

o el desvalimiento más atroz. En la Cruz, Jesús

callaba, guarda silencio, pero su silencio se hace

palabra, palabra elocuente con la que Dios nos

lo dice todo, palabra única, llena de gracia y de

verdad. En la Cruz aparece, en la aparente debi-

lidad del que cuelga del madero como un pros-

crito, la fuerza todopoderosa del amor y de la

misericordia de Dios, que lo llena todo hasta el

vacío y el abismo de la muerte, y la luz que disi-

pa la espesa y negra oscuridad del pecado, de la

injusticia y del odio, expresados en el mayor

crimen de la historia, que es pretender la muer-

te de Dios mismo.

«¿Dónde, nos preguntan los hombres de nues-

tro tiempo, está vuestro Dios?». No podemos

decirle, es cierto, sino que colgado del madero

de la Cruz, crucificado en medio de dos malhe-

chores como un malhechor más, condenado sin

defensa ni protección y rechazado en juicio su-

marísimo, tan sumarísimo que no se da lugar a

que responda. Ahí está Dios en el silencio de la

Cruz, en el grito desgarrador de su Hijo, y de

todos los crucificados de la historia que con Él

gritan al cielo y claman ante la tierra: «Dios mío,

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

«Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome,

hasta cuándo me esconderás tu rostro?».

Éste es el gran escándalo de la Cruz, y, por ende,

de la fe cristiana: ¿cómo puede ser Dios uno que

muere condenado a manos de unos poderes

ciegos y de una muchedumbre manipulada,

pero consiente, y sumido en un fracaso a los

ojos de los hombres? ¿Puede revelarse y comu-

nicarse Dios ahí? ¿Puede seguir creyendo en

Dios en medio de ese lado tan oscuro de la vida

que es el mal y el sufrimiento bajo tantas y tan-

tas formas en número ilimitado? ¿Se puede

creer ante la muerte, más aún si es violenta de

los niños, o tras las grandes masacres destructo-

ras de los siglos XX y XXI, que todos tenemos en

la memoria? Si Dios es tan bueno, si Dios nos

quiere tanto, ¿por qué permite tanto sufrimien-

to?, y si es tan poderoso, ¿por qué no intervie-

ne? Son quejas y preguntas amargas de la hu-

manidad amasadas con dolor, llanto, sufrimien-

to.

Que Dios no intervenga con su fuerza en favor

de los que sufren, como no intervino en favor

de Jesús, no significa que esté ausente o indife-

rente ante el sufrimiento de los hombres. Signi-

fica más bien todo lo contrario: que asume y

hace suyo el sufrimiento de los suyos, como hizo

suyo el sufrimiento de Jesús, para redimirnos

con su amor. Este amor de Dios no podía hacer-

lo morir la muerte misma, ni podía derrotarlo

como derrotado ha sido el hombre alejado de

Dios, engañado y seducido por el mal.

«No tengáis miedo. Sé que buscáis a

Jesús, el Crucificado. No está aquí; ha

resucitado según lo había dicho». Éste

es el gran anuncio para los cristianos

de hoy; éste es el gran pregón para los hombres

de todos los tiempos y lugares. La crueldad y la

destrucción de esta crucifixión no han podido

retener la fuerza infinita del amor de Dios, que

se ha manifestado sin reserva ni límite en la

Cruz, llenándolo todo, redimiendo todo.

Los lazos crueles de muerte con que se ha queri-

do apresar para siempre al Autor de la vida,

Jesucristo, han sido rotos; no han podido con Él.

No busquemos entre los muertos al que está

vivo. «¡Ánimo, yo he vencido al mundo», asegu-

ra el Señor. Ésta es nuestra fe. Ésta es nuestra

victoria: la fe de la Iglesia que vence al mundo,

la que derrota al mal y la muerte. Ésta es la fe

que hemos celebrados en la Semana Santa, que

comenzando en la entrada triunfal de Jesús en

Jerusalén sobre los lomos de un borriquillo, y

pasando por la Cena del Señor, su pasión y

muerte, culmina en la noche santa y en el día

luminoso y sin ocaso de la Resurrección, desde

la que todo lo creado y toda la historia de los

hombres quedan bañados de esplendorosa Luz,

la de Dios que es Amor. Esta es la gran esperan-

za, el verdadero y único futuro para el hombre:

el que se abre con la resurrección de Jesucristo

de entre los muertos. En Él y ahí, Resucitado,

brilla ya la esperanza de nuestra feliz resurrec-

ción, de donde todo toma sentido y nos dice

cuál es la vocación de gloria y felicidad a la que

hemos sido llamados por Dios. Ahí está la ver-

dad que nos hace libres, que se realiza en el

amor: ahí, y sólo ahí, está la victoria sobre la

muerte, ahí está la vida y la alegría que nadie

nos puede arrebatar. Ahí está Dios, que así ama

al hombre y lo ha creado para que tenga vida

plena y dichosa sin límite de tiempo ni de priva-

ción alguna.

“NO BUSQUEMOS ENTRE LOS

MUERTOS AL QUE ESTÁ VIVO”

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SEMANA CATÓLICA

presenta la

vivencia de la

Semana Santa en

el rito Tradicional.

Próxima edición.

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vocaciones sacerdo-

tales y religiosas.

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