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EDIPO Y LA ESCENA TRÁGICA DE OCCIDENTE. Resumen : Desde la sencilla constatación, según la cual toda producción histórica establece un determinado modo de representación, tal vez es, en la construcción de la historia universal de Occidente donde esta proposición alcanza a ser un ejemplo paradigmático; así como el modelo y la copia son los ejes rectores para advertir todo tipo de representación, la historia occidental también ha producido una relación de continuidad necesaria entre sus orígenes (su arjé) y lo que ella nos hereda o es importante de heredar, a objeto de entenderse autopredicativamente. Reconocida no sólo por las ciencias históricas, sino también por su filosofía, esta fuente no es otra que el antiguo mundo griego. Al decir esto, suponemos que hemos heredado de esta cultura no sólo sus instituciones y formas de vida, sino también su tragedia más reconocible, el mito de Edipo. Así, desde tres ángulos interpretativos (filosofía, psicoanálisis, estética), buscaremos los lineamientos y caracteres por los cuales esta escena trágica nos ha constituido o, dicho de otra manera, qué hemos adeudado históricamente a partir de esta figura edípica. Palabras claves: Edipo, mito, representación, tragedia, traducción. Abstract : From the simple observation, according to which all historical production establishes a mode of representation, maybe it is, in the construction of the universal history of the West where this proposal falls short of being a prime example; well as the model and the copy are the guiding principles to warn any representation, Western history has also produced a list of necessary continuity between their origins (his arché) and what she inherits we inherit or

Edipo y La Escena Trágica de Occidente

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Ensayo sobre Edipo a partir de consideraciones estéticas y políticas en Occidente

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EDIPO Y LA ESCENA TRÁGICA DE OCCIDENTE.

Resumen: Desde la sencilla constatación, según la cual toda producción histórica establece un determinado modo de representación, tal vez es, en la construcción de la historia universal de Occidente donde esta proposición alcanza a ser un ejemplo paradigmático; así como el modelo y la copia son los ejes rectores para advertir todo tipo de representación, la historia occidental también ha producido una relación de continuidad necesaria entre sus orígenes (su arjé) y lo que ella nos hereda o es importante de heredar, a objeto de entenderse autopredicativamente. Reconocida no sólo por las ciencias históricas, sino también por su filosofía, esta fuente no es otra que el antiguo mundo griego. Al decir esto, suponemos que hemos heredado de esta cultura no sólo sus instituciones y formas de vida, sino también su tragedia más reconocible, el mito de Edipo. Así, desde tres ángulos interpretativos (filosofía, psicoanálisis, estética), buscaremos los lineamientos y caracteres por los cuales esta escena trágica nos ha constituido o, dicho de otra manera, qué hemos adeudado históricamente a partir de esta figura edípica.

Palabras claves: Edipo, mito, representación, tragedia, traducción.

Abstract: From the simple observation, according to which all historical production establishes a mode of representation, maybe it is, in the construction of the universal history of the West where this proposal falls short of being a prime example; well as the model and the copy are the guiding principles to warn any representation, Western history has also produced a list of necessary continuity between their origins (his arché) and what she inherits we inherit or important, in order self-predicative understood. Recognized not only by the historical sciences, but also for his philosophy, this source is none other than the ancient Greek world. In saying this, we assume that we have inherited this culture not only its institutions and ways of life but also most recognizable tragedy, the Oedipus myth. Thus, from three interpretive angles (philosophy, psychoanalysis, aesthetics), find the guidelines and characters by which this tragic scene has made us or, put another way, what we owed historically from this Oedipal figure.

Keywords: Oedipus, myth, representation, tragedy, translation.

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LA ESCENA HISTÓRICA Y SU DOBLE.

Sintomático es advertir que una de las representaciones más reiteradas que busca

dar cuenta de la historia moderna se asemeje a una sala teatral. A modo de introducción,

baste por ahora recurrir a dos referentes filosóficos para delinear esta representación. En el

caso de Emmanuel Kant, no se trata tanto del escenario mismo donde se lleva a cabo el

decurso histórico que observa – la Revolución Francesa -, sino del afecto suscitado en el

palco y las tribunas donde realmente ese signo de la historia cobra para él un valor

pronóstico y deductivamente moral para toda la especie humana. Se trata, como bien lo

expresa su opúsculo de 1798, de la “manera de pensar de los espectadores que se delata

públicamente en este juego de grandes transformaciones (…) de un modo tan general y

desinteresado” (Kant, 1999: 105). Tanto la universalidad de este sentir afectivo en general

“repartido por todo el mundo” y la necesidad de no tomar parte de la escena (análogo a

todo desinterés por lo contingente, garantía que exige lo moral puro), quedan cumplidas o

satisfechas para pensar la historia desde fuera de la escena, pensarla como acontecimiento

(Lyotard, 1987: 76). No es indiferente, entonces, a esta historia representacional que la

construcción escenográfica tenga como acicate los momentos revolucionarios llevados a

cabo por la burguesía económica del siglo XVIII. Y aún más: esta misma clase

sociopolítica construye desde sí misma un determinado modelo de la historia, donde

escenas, máscaras, atuendos y consignas reviven una tradición que buscan apropiársela,

dándoles un contenido auto-reflectante. Un ejemplo concreto sería la identificación estética

y política que los mismos espectadores les hubiese provocado un cuadro como EL rapto de

las Sabinas de Louis David, donde las luchas romanas, el sacrificio y la abnegación de las

figuras femeninas por proteger a los niños advierten – bajo el ropaje clasicista – los peligros

que exponen todas las luchas civiles (cfr. Assunto, 1990: 104-105). Esta escena, entonces,

cumple a lo menos dos objetivos en la construcción de lo histórico. Por un lado, retrotraer

un modelo que puede, en virtud de sus cualidades efectivas, crear una identificación

práctico política y, por otro lado, bajo esta identificación, advertir, orientar y direccionar

todo el decurso histórico posterior. En otras palabras, la condición de posibilidad de

cualquier escena radica en su reiteración, haciendo de la historia un fenómeno doble.

Advertencia que parcialmente Hegel dice “en alguna parte” y que, por una suerte de

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“olvido” (wergessen; pasar por alto) falta agregar. El segundo referente que convocamos no

es otro que los primeros párrafos de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, cuyo título

es ya la reiteración reactiva del golpe de estado en Francia que barre con el Directorio

burgués en 1799. Los primeros párrafos de Karl Marx (1971: 11) dicen:

Hegel advertía, en alguna parte, que los grandes hechos de la historia universal (GroBen Weltgeschichtlich Tatsachen) y sus hombres suceden, por decirlo así, dos veces (zweimal ereignen); pero se le olvidó agregar: unas veces como tragedia y otras veces como farsa.

Sabiendo de antemano las simpatías y antipatías que expone Marx respecto de los

revolucionarios burgueses, de 1789 o 1848, la estrategia misma de la representación

histórica es aquí la interesante, por tanto busca identificar en la escena de la historia toda

una espectralogía, que no es otra cosa que la herencia o “circunstancias transmitidas”

(überlieferten Umständen, escribe Marx) desde el pasado hacia cada presente. En palabras

simples; no hay posibilidad de hacer historia en uso libre o determinado sin tener que

comerciar de alguna forma con los espíritus que rondan en todo pasado. Pero además, en

este doblez que pone en circulación lo histórico como escena, cabe la sospecha de

identificar al “espíritu” que experimenta la historia como tragedia, de aquel otro donde

solamente los espectros parodian sus propios logros, allí donde la historia es farsa.

Distinción semántica que parece no dominar las propias distinciones con las cuales Marx

identifica una revolución de otra: “A veces, en la misma frase, intenta desesperadamente

oponer el espíritu de la revolución (Geist der Revolution) a su espectro (Gespenst). Sí

resulta difícil y arriesgado. En primer lugar, debido a su léxico: como esprit (espíritu) y

spirit, Geist puede significar también espectro, y Marx cree poder explotar, sin dejar de

controlarlos, los efectos de esta retórica. La semántica del Gespenst asedia a su vez la

semántica del Geist.” (Derrida, 2012: 124)1. Pero además este doble escenario es también

una pugna por las nominaciones, puesto que toda escena histórica se libra en el agon

heredado de la filosofía: así como el platonismo es un ejercicio selectivo de la verdad, de lo

justo o de lo bello en sí, Marx busca identificar la escena histórica realizándose en sí misma

o - para ir adelantando la lectura de su texto - el lugar donde la historia se libera de toda

1 Podríamos decir que la copia o reiteración de la historia asedia siempre a lo que, creemos, ha sido vez primera. Problema que recorrerá, asediando a este ensayo, todo lo que podamos recoger de la escena de Edipo, sea en su registro especulativo, mitológico clínico (Freud) o estético (Hölderlin, Nietzsche).

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escenografía trasmitida. Porque espíritu y espectro, tragedia o farsa opera indistintamente

bajo algunos presupuestos que se asemejan a una suerte de “historia anticuaria” (la

expresión es de Nietzsche), revolviendo sus cachivaches y enseres prestos para salir a la

escena de la historia. Así Marx (ídem: 11-12) señala que:

Los hombres hacen su propia historia, pero no la realizan bajo la libertad ni bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo inmediaciones y circunstancias transmitidas. La tradición de toda esta generación de muertos oprime (lastet) como un fantasma sobre el cerebro de los vivos. Y cuando han empleado ya sus apariencias, revolviendo sus cosas y trabajar sobre algo verdaderamente nuevo, en esta época de crisis revolucionarias conjuran (beschwören) de manera angustiante los espíritus del pasado (sie angstlich die Geister der Vergangenheit), evocando a su servicio sus nombres, consignas (schlachparole), vestimentas y todos los dignos caracteres disfrazados y aquellos préstamos del lenguaje (erborgten Sprache) que conducen a un nuevo acto dentro de la escena de la Historia Universal.

Barrer con los fundamentos rectores del absolutismo es, tal vez la tarea más

arriesgada que lleva a cabo la primera revolución en Francia. Ello supone integrar un

modelo de tiempo distinto del tiempo histórico en el cual pueda inaugurar la nueva

república. Así, por ejemplo, el carácter fundacional que reviste el nuevo calendario

revolucionario, donde los meses del año nominan las distintas estaciones climáticas,

resonando sin duda la cosmogonía antigua de Hesíodo. Tal como una sesión espiritista, los

primeros revolucionarios, bajo el influjo del conjuro, buscan convocar las fuerzas romanas;

en una palabra, determinados arje – tipos (y aquí, el sufijo arjé señala un determinado

origen o prima causa siempre presente en todo acto de imitación). Claramente, no

hablamos de la parodia revolucionaria de 1851 que describirá Marx dentro de su ensayo,

sino del teatro trágico. Pero ¿qué hace de esta primera convocatoria espectral su título de

tragedia? En este caso, el sino revolucionario con el cual realiza la conjura, se halla bajo el

rigor de una deuda contraída, un pedir préstamo del pasado, tal como lo señala Derrida en

estos términos: “La herencia de los espíritus del pasado consiste, como siempre, en tomar

prestado. Figuras de préstamo, figuras de prestado, figuralidad como figura del préstamo. Y

el préstamo habla: lenguaje de prestado, nombres prestados, dice Marx. Cuestión de

crédito, pues, o de fe” (2012: 126-127). Así descrito, parece una suerte de correspondencia

muy cercana a toda interpretación, a toda traducción. Pues, concomitante a todo comercio

que realicemos con el pasado, la traducción bajo criterios selectivos, fija, instituye y

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organiza un corpus en vista a toda interpretación que llevemos a cabo. Mas también de la

traducción vale brevemente enfatizar que la palabra alemana übersetzen (nos valemos aquí

de la traducción misma para hablar sobre ella) designa no sólo al traslado nominal entre

lenguas, sino a una suerte de “restitución” (ersetzen), puesto que todo gesto traductivo es

también saldar una cuenta, colocando el acento y su prosodia donde corresponda; en suma,

restituimos de cara a una lengua en préstamo, pero duplicando en un mismo movimiento

aquello sustituido (setzen). De acuerdo a esta lógica, übersetzen sólo ha de traducir o ser

efectiva dicha traducción en tanto que la restitución doble, suplementariamente, aquello que

busca restitución. Y, curiosamente, Marx sostiene que toda restitución o saldo contraído

frente al préstamo hecho a la historia no restituye sino a condición del olvido (similar a la

exigencia que Nietzsche entiende por un “olvido activo”, phármakos o medicina que

contrarresta todo exceso de historia). Así, como si fuese una especie de ley traductiva,

Marx (íd.: 11-12) sintetiza la restitución frente al préstamo en lengua extranjera desde su

Muttersprache, su lengua matriz:

Así como el aprendiz comprende un nuevo lenguaje traduciéndolo siempre a su lengua materna, sin lograr de apropiar el espíritu de esta nueva lengua ni aprenderla libremente más que cuando logra moverse en ella sin recordar su lengua materna e, incluso, cuando logra olvidarse de esta última2.

El olvido es aquí garante de una memoria universal, de la cual deben sus fuerzas

las “nuevas revoluciones”. Como lo veremos, esta proposición histórico-filosófica de Marx

necesitará recorrer otros tiempos y figuras para dejar de sernos – así, a primera ojeada – una

proposición contradictoria (que no es lo mismo que paradójica). Si la historia misma no es

otra cosa que circunstancias ya transmitidas, el índice del olvido no es puramente una

22 Particularmente en este último párrafo, donde Marx expone condensadamente el efecto sustractivo al que debe tender toda traducción o préstamo que hacemos de la tradición, dos de las traducciones aquí consultadas tienden a restituir por su cuenta al texto alemán. En el caso de Derrida, su traslatio expresa el suplemento de traducción al señalar que “el aprendiz que aprende una nueva lengua la retraduce siempre en su lengua materna (retraduit toujours dans sa langue maternelle) sin lograr asimilarla…” (Derrida, 2012: 180). Re-traducción indicaría que ese nuevo lenguaje que busca ser comprendido es, con anterioridad traducción, alejando así el origen o arjé que supone el mundo clásico greco latino. Respecto de la traducción de Safont, éste no se refiere al “recuerdo en lengua materna”, sino que introduce la palabra reminiscencia (Marx, 1971: 12). El término no es casual; pertenece a la distinción platónica que realiza entre mnéne e hypómnésis (memoria y reminiscencia), siendo esta última el simple “recordatorio” en la palabra escrita, aquello que no garantiza en lo absoluto su asimilación en el alma de quien lo lee (por sus efectos negativos, técnicos o mecánicos). Claramente, esta distinción valórica entre idea y letra articularía todo un fonocentrismo occidental.

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cancelación, una borradura de la tradición o de su herencia (aun cuando toda borradura del

sello, el exergo, la acuñación es metáfora gastada, si pensamos en Nietzsche); se le

memoriza a objeto de des – heredarla también. Pero para llegar a este punto, es decir,

“haber cortado con toda superstición del pasado” (sie allen Aberglauben andre

Vergagenheit abgestreift hat escribe más adelante Marx), falta desplegar de alguna manera

la tradición, su herencia, observando más detenidamente el espectáculo representacional de

su sala, no a la manera distanciada u observadora que solicita Kant, sino buscando en ella la

persistencia de lo trágico. Es decir, un primer advenimiento de los espectros, que

constituyen en suma la herencia occidental de la que somos por definición. En un nombre,

Edipo.

1. UN EDIPO ESPECULATIVO.

Las dos maneras para entrar a contemplar la escena histórica, el acontecimiento

kantiano y la repetición marxista, suponen entenderlas bajo una cierta lógica de la

representación. Claramente, este término guarda significaciones precisas dependiendo del

dominio que la promueva; histórico en este caso, pero también político – cuando nos

referimos a la praxis en nombre de una representación o de representantes -, como también

bajo el dominio del arte (y no sólo aquella de exclusividad “escénica”). A manera rapsódica

simplemente, digamos que tanto la locución latina como germana coinciden en que,

respecto de esta palabra, su significación se encuentra dominada bajo el prefijo de la

repetición, un volver a presentar o colocar determinado acto u objeto (re-presentatio o Dar-

stellen, respectivamente). Mas no existe, según nos consta, un término análogo para

referirnos al dominio representativo más reconocible para nuestra cultura occidental, un

término griego que defina a la propia representación dramática producida en la antigüedad

y desde donde los revolucionarios franceses han tomado sus figuras emuladoras: “(…) la

palabra representación no traduce ninguna palabra griega de forma transparente, sin

residuo, sin reinterpretación o reinscripción histórica profunda. Esto no es un problema de

traducción, es el problema de la traducción y del pliegue suplementario (…)” (Derrida,

1989: 85-86). Sin embargo, la reiteración del drama griego asedia, a manera de

representación, muchos de estos dominios. El caso más ejemplar se encuentra en la figura

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de Edipo. Y, al igual que toda representación, determinado Edipo es objeto figurativo y

traductivo dependiendo del dominio que le preste o solicite su atención, aun partiendo todos

del mismo texto original (es decir, la tragedia de Sófocles). ¿Qué hace de esta figura no

sólo un objeto de traducción, sino una pieza clave para pensar nuestra occidentalidad? Para

decirlo con otra interrogante, ¿es la tragedia el momento arquetípico de todas las

representaciones o escenas históricas sucesivas? Claramente, no es posible responder

ambas preguntas situándonos en un puro dominio “edípico” (filosófico, psicoanalítico o

estético), pero podríamos aventurar ciertos encuentros entre estos campos que puedan trazar

algunos ejes en la consecución de estos problemas. De paso, advirtamos ya que la tragedia

edípica es el objeto par excellent del psicoanálisis freudiano, elevado aquí a la categoría de

complejo – lo que trae por consecuencia que ningún estudio vinculado a Edipo puede

prescindir de aquello que introduce o retraduce el psicoanálisis, tomando en cuenta que

toda cadena de representaciones inconscientes3, dotadas de un alto poder afectivo

determinan la definición científica del complejo psicoanalítico (Laplanche – Pontalis,

1990).

En relación con esta historia arquetípica que se invoca bajo el nombre de Edipo,

existiría “una prehistoria filosófica de Edipo. Edipo podría ser pensado como el héroe

filosófico por excelencia, puesto en aquello o en el destino del cual, simbólicamente, viene

a reunir todo el sentido íntimo de la aventura espiritual de Occidente; habría sido

reconocido como el héroe inicial o el héroe tutelar y ejemplar de nuestra historia y

civilización” (Lacoue-Labarthe, 1986: 206).4 Por cierto, varios son los registros filosóficos

que hacen de esta figura edípica la seña o marca de un límite que abre una manera de

pensar occidental. De entre esos registros, Aristóteles da cuenta de Edipo en tanto escena

trágica, es decir, dotada de una gran capacidad mimética – decir aquí mímesis es pensarla

como naturaleza o physis misma del hombre – para provocar en el espectador una doble

descarga de terror y de piedad. Por ello “el espectáculo trágico debe (re) presentar un mito

33 Para el psicoanálisis el término adoptado es Vorstellung, que haría mención no sólo de una representación corriente; es también la escena o, bajo la figura clínica, la inspección. En páginas más adelante veremos los rendimientos interpretativos que estas significaciones al alero del Edipo psicoanalítico.44 Pero, al mismo tiempo, habría un Edipo universal, un complejo campo de elaboración simbólica que forma una cadena desde la territorialidad de las primeras civilizaciones, el campo despótico de los monarcas, hasta hacerse presencia en la operación simulativa que abre el capitalismo. De manera muy condensada, ésta es una de las ideas centrales postuladas por Gilles Deleuze y Félix Guattari para su Anti Edipo.

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susceptible de provocar una (doble) descarga, sea en la acción de un hombre que pueda, a la

vez, suscitar terror y piedad. Dicho de otra manera, el héroe trágico debe ser igualmente – y

al mismo tiempo – espantoso y conmovedor” (ídem: 209). Pero, antes de profundizar esta

dualidad propiamente trágica, convendría dejar ejemplificada la cualidad propia del héroe

especulativo que le otorga Hegel (así como en Marx representa la figura de Prometeo, el

“primer mártir del calendario filosófico”). Se trata, de acuerdo a su filosofía de la historia,

del límite o paso que hay entre el mundo simbólico egipcio (representado en la imagen

pétrea de la esfinge) y la conquista del concepto abierto por la cultura griega, Edipo. Dicho

en estos términos, el egipcio es el enigma de lo divino, la verdad velada, cubierta que sólo

el extranjero griego es capaz de desvelar, descifrando su enigma traduciéndolo en términos

de verdad, alétheia: “La solución (griega) del enigma (egipcio), la resolución del misterio

de la verdad es, entonces, el espíritu como conciencia de sí. La sentencia del santuario de

Saïs es descifrada por la inscripción del frontispicio del templo de Apolo en Delfos, donde

Sócrates repite la prescripción misma del filósofo.” (íd: 216)5 Edipo es, entonces, el

descifrador de lo simbólico y, en un mismo doble vínculo, erigido a figura especulativa; al

igual que su réplica llamada Sócrates, Edipo se expresa dramáticamente en forma dialógica

– en relación con Yocasta, Tiresias o los mensajeros -, pero comparte también un destino,

es decir, la tragedia que se yergue bajo la acusación de “culpabilidad inocente”. Dicho en

términos de representación, Edipo es la figura mimética, objeto de préstamo o imitación

que realiza la naciente filosofía especulativa griega. Pero las analogías aquí encontradas no

nos llevarían más lejos si aislamos a la figura heroica que Edipo encarna; así como sus

otros héroes territoriales, Teseo u Odiseo, también se vale de la astucia, de una operación

racional con la cual debe así sus victorias. El hilo rojo como guía conductora dentro del

laberinto o el nominalismo que permite desorientar a Polifemo son, al igual que la respuesta

antropomórfica de Edipo, medios racionales que están ya incubados en la tradición mítica.

Pero, donde Odiseo triunfa, autoconservándose en el nominalismo que nombra a Nadie,

55 Como sabemos, esta prescripción es “conócete a ti mismo”. Pero toda verdad como respuesta no puede eludir el origen mismo de su formulación, es decir, la pregunta misma por la verdad o el valor que ella adquiere para el sujeto. Frente al Edipo que sólo responde el qué de la pregunta – formulación de la cual Platón se sirve para dar con el eidos de todo objeto verdadero -, la formulación nietzscheana instaura (a la manera de Hipias) preguntarse por el quien de la proposición, o sea cuáles fuerzas o tendencias están conjugadas en un determinado tipo de valoración de la verdad (Nietzsche, 1994: 22). Expresamente, la pregunta por Edipo significaría también interrogarnos por las fuerzas o cargas (“investiduras”, según el psicoanálisis) que hacen de esta figura un modelo especulativo, clínico o estético.

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Edipo no puede invocar su propia nominalidad como protección alguna, pues su destino le

es ineludible la hamartia que supone la búsqueda de la verdad con consecuencias nefastas

para quien la realiza6. Edipo porta, en su origen mítico, la racionalidad trágica frente al

destino adverso que los dioses le han contraído. Solamente, para ya ir acercando el

psicoanálisis al héroe, existiría un doble deseo castigado por el interdicto paterno, no en la

figura filial de Layo, sino en el nombre del padre simbólico que vive en la mitología griega,

el dios.

2. EDIPO COMO ESCENA PULSIONAL.

Pero ello no sería suficiente para determinar, bajo la figura edípica, el modelo

singular y distintivo común a toda la mitología. Esto porque todo mito no es otra cosa que

un determinado sistema referencial colectivo. Como diría André Green, un “mito en estado

aislado es incomprensible” (1980: 106). Lo que parece acontecer es que el psicoanálisis

encuentra ciertas analogías entre las proyecciones fantasmales que alimenta al inconsciente

individual y las formaciones míticas de las civilizaciones orales y escritas. El núcleo

central, en este sentido, es el conflicto entre las relaciones naturales o pulsionales y los

dictámenes impuestos por la cultura, por el grupo social y colectivo referencial al cual el

sujeto pertenece. Green, dentro de las caracterizaciones que puede adquirir el complejo de

Edipo a nivel de un modelo dialógico con el mito, expresa lo siguiente: “(Edipo) comporta

dos fases, positiva (deseo sexual por parte del sexo opuesto, deseo de muerte por parte del

mismo sexo), y negativo, que entran en conflicto uno con el otro, y donde el resultado final

es un compromiso vectorizado por el destino sexual del sujeto. La suerte de círculo edípico

se hace gracias a la identificación con el rival, a la desexualización de los deseos inversos

66 En ambos casos la nominación propia juega un papel decisivo dentro de la estructura dramática, sea en Homero o Sófocles. Como lo expresa La Odisea, el héroe infringe el dolor a Polifemo en su ojo, frente a lo cual el último confiesa que es Odiseo o Nadie (Udeis) quien lo ha ejecutado. El héroe mítico, bajo cierta racionalidad preburguesa, emplea esta astucia para su propio beneficio: “Odiseo se afirma a sí mismo negándose como nadie, salva su vida haciéndose desaparecer.” (Adorno - Horkheimer, 1969: 80). Distinto es el destino del nombre Edipo; tras la consulta que su padre Layo realiza al oráculo, decide éste sacrificar a su recién nacido hijo – presunto ejecutor de su vida y de incesto – arrojándolo a un monte infranqueable, atándole las articulaciones de sus pies. Precisamente, el nombre Edipo proviene del griego Oidípous, aquel de pies hinchados, y este rasgo permite al mensajero, en otrora salvador de esta criatura, advertir que el soberano que he ha hecho llamar es precisamente aquella persona por la que se le consulta (“Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar”. Sófocles, 2000: 178). El nominalismo porta, en la figura de Edipo la maldición que cubre la vida misma del héroe y también la de sus semejantes tebanos.

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del objeto de amor, a la inhibición de la agresividad. El destino de las pulsiones adquiere

una sublimación exigida por el grupo cultural y la nueva elección de los objetos se efectúa

dentro del espacio familiar.” (ídem: 108). Lo que, en palabras muy esquemáticas

significaría que todo sistema mitológico, es decir, los elementos que operativizan al mito,

crean una serie de interdictos (comportamientos, valores, prohibiciones) regularizadoras

para una determinada sociedad, canalizando así el campo imaginario para no desbordar con

este último a la realidad. Entramos en ello con la “escena arquetípica” que funda el

psicoanálisis; aquello que el mito regulariza dentro de su comunidad son, precisamente, las

fuerzas libidinales del inconsciente (el Ello), que no son gobernadas por principio de

realidad alguno, pero sí direccionadas en la gobernación de los representantes conscientes,

el Yo y Super-Yo. Por esto, el motivo guía para el psicoanálisis no es tanto el mito en sí

que presupone Edipo, ni siquiera la obra trágica de Sófocles, sino las relaciones triangulares

en términos del deseo familiar (Padre-Madre-Hijo) o complejo pulsional que ellas

establecen. El fin de Edipo concuerda plenamente con la figura heroica del personaje

especulativo, pero que aquí busca leer los datos o sintomatologías inconscientes travestidas

por la conciencia; hace del Ello una escena teatral, pero ligada a la muerte del Padre (rey)

muerto. Bajo estas notas, Lyotard (1973: 72) sintetiza lo que hemos de entender por

“escena” trágica en relación con la ciencia psicoanalítica:

Si no hay un libro o un artículo de Freud sobre Edipo o, a fortiori, de Hamlet, es que las figuras del rey muerto juegan para el inconsciente (al menos, epistemológicamente) de Freud una suerte de cibra o reja que, aplicado al discurso de análisis, va a permitirle entender aquello que no dice, de reagrupar los fragmentos de sentido disipados, esparcidos sobre el material. La escena trágica es el lugar en el cual está relacionada la escena psicoanalítica como fin de interpretación y de construcción.

En este sentido, puede entenderse aquello que Lyotard caracteriza respecto del

deseo, que siempre piensa en aquello que falta. Dicha carencia, para Freud, se hace notoria

por la identificación que el individuo establece con el Padre o, lo que es sinónimo, la

formación misma del Yo. La rivalidad del deseo al sexo opuesto hace de esta identificación

primaria una hostilidad, que se resuelve colocando una nueva figura de esa ausencia, el

“abogado” del Yo frente al deseo del Ello: “El Super-Yo conservará el carácter del Padre, y

cuanto más intenso y más rápido se produjo su represión (por el influjo de la autoridad, la

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doctrina religiosa, la enseñanza, la lectura), tanto más riguroso devendrá después el imperio

del Super-Yo como conciencia moral, quizás también como sentimiento de culpa sobre el

Yo.” (Freud, 1993: 36)7. Así, como prolegómeno de la ley que interviene en el deseo del

Ello, en su búsqueda por la satisfacción, para así invocar por segunda vez la regulación y la

norma, el complejo edípico es la antesala teatral que adquiere la triangulación familiar, a

objeto de asegurar todas las otras triangulaciones impuestas al individuo (sociales,

religiosas, culturales, económicas). Como acertaran Deleuze y Guattari en este punto,

Edipo – o sea, su deseo – no es el objeto de represión, sino que ya la triangulación deseante

hacia la madre y la sanción producto del parricidio suponen este campo represivo: “Se da

una triangulación que implica en su esencia una prohibición constituyente, que condiciona

la diferenciación de las personas: prohibición de realizar el incesto con la madre y de

ocupar el lugar del padre.” (Deleuze y Guattari, 1991: 76). El psicoanálisis se convierte ya

en una mitología no sólo en relación con el aspecto normativo que supone el mito, sino en

virtud de una re-presentación de Edipo, donde sus fuerzas mitológicas colectivas se

“interiorizan” en la familia nuclear, trasladando así al mito trágico (la traslatio,

recordemos, como locución latina de la traducción) a la dimensión puramente subjetiva

(ídem, 1991: 314). En el confortable diván del psicoanalista se sueña con Edipo. Esto

quiere decir que la operación psicoanalítica es una suerte de rememoración de la escena

originaria traumática tal como en el mito griego, donde Edipo inspecciona las causas de su

adverso destino: “Así, el rey Edipo emprende investigaciones sobre la causa del mal, un

pecado que estaría en el origen de la peste padecida por la ciudad. Tendido en el diván, el

paciente parece embarcado en una búsqueda muy similar” (Lyotard, 1998: 36). Sin

embargo, estas delimitaciones aún no constituyen argumentos para demostrar el carácter

arquetípico de Occidente en la figura de Edipo. Hace falta descubrir en esta escena una

77 A reglón seguido, esta cita remata con la siguiente interrogación de Freud: “¿De dónde extrae la fuerza para este imperio, el carácter compulsivo que se exterioriza como imperativo categórico?” La remisión a la expresión objetiva de la voluntad, el imperativo categórico de Kant, parece ser aquí muy ilustrativa: cuando la voluntad práctica coincide con la razón (es decir, con lo incondicionado propiamente objetivo, racional), hablamos de imperativo de este género. Es una manera de exteriorizar la ley moral que llevamos signada en nuestro interior. Para Kant, la expresión verbal de todo imperativo lo constituye una máxima. La ley universal garantiza el valor a priori con el cual la razón hace de facultad autolegislante respecto de los móviles y acciones humanas (universalidad para todo ser racional, diría Kant). Para Freud, hablar de imperativo categórico supone la exterioridad de la gobernación que el Super-Yo hace como relevo del Padre filial (Freud, 1993: 59). En ambos casos, la figura de la ley gobernaría la nueva escena sustituta que integraría los momentos anteriores a la formulación del imperativo. En otras palabras, obedecemos a la ley de la razón / del analista interior cuando no encontramos resistencia alguna a ninguna otra normativa. En suma, obedecemos a la interiorización e introyección del imperativo en nosotros.

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construcción onto-teológica que haga del héroe especulativo y trágico una proyección

social y, lo que sería más decisivo, delimitar los mecanismos de identificación con este

origen trágico. Preguntarnos, en suma, por el destino trágico que abre la historia estética de

Occidente.

3. INCIPIT TRAGOEDIA.

No hablamos sino aquí de la construcción arquetípica de Edipo bajo el

Romanticismo alemán. Con ello no decimos que exista un privilegio intelectual o cultural

de Alemania en la evocación de las voces artísticas del otrora mundo griego o latino, sino

que su acento, proyección y consecuencias son singulares en comparación con el

Renacimiento italiano o el cultivo de las Letras francesas en el siglo XVII. Estas últimas

penden de la imitatio latina, digamos directamente. Alemania procede de otra manera: se

tratará de encontrar una archi – imitación, un encuentro único (la expresión de

Winckelmann es más bien unnachahmlich, lo “inimitable”), tanto así que permita re-

construir una Grecia en su estado más puro y recóndito de su Ursprung, como origen8. En

este sentido, las especulaciones en torno a la tragedia griega – desde donde habita la figura

de Edipo – serán más que recurrentes. Ciertamente hay documentos imprescindibles de

citar aquí: partiendo con las traducciones y notas de Sófocles en Hölderlin, las Cartas sobre

el dogmatismo y criticismo de Schelling o El nacimiento de la tragedia de Nietzsche, entre

los más reconocibles. Sin querer realizar un estudio acabado, convendría trazar ciertos

lineamientos de interés para este ensayo. En primer lugar, el pensamiento alemán del siglo

XIX observa en el fenómeno trágico una esperanza de identificación cultural y política

presumible de insertarse y ser desarrollado bajo un ethos propio. Y, común a la estrategia

de identificación cultural propuesta, el acento recae sobre el lenguaje (ejemplo de ello son

los Discursos a la nación alemana de Fichte); la misma nominación en alemán para el

88 No es casualidad que, dos de las voces filosóficas más influyentes en la tarea del pensamiento del siglo XX hayan incorporado la expresión Ursprung a objeto de título en sus análisis estéticos e históricos (Heidegger y Benjamin). Del primero, cabe su utilización lingüística para pensar no sólo cierta relación que el pensamiento le debe al mundo antiguo, sino más operativamente, respecto del por-venir (aquí tan cerca y lejos de la solicitud de Marx) alemán – y por ello, europeo. Porque aquí, tendríamos que hablar de una “invención” con lo griego, precisamente de algo que no ha advenido (Lacoue-Labarthe, 2007: 20). La imagen del sprung de lo histórico, no obstante, es reconocible en Benjamin bajo una inscripción distinta: lo que “salta” en la historia es un tiempo-ahora (Jetztzeit), una “apropiación” de las fuerzas revolucionarias que detienen el curso homogéneo de la historia conservadora (Benjamin, 1995: 61).

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término griego tragodía supone una relación con el luto, la pena o aflicción (Trauern).

Trauernspiel traduce paralelamente el género trágico, así como un “juego de duelo” (las

resonancias con la dialéctica hegeliana, el trabajo del duelo respecto del sufrimiento y lo

negativo, no pueden aquí desmarcarse de las intenciones hölderlineanas acerca de su

estudio de lo trágico. Beaufret, 1983 y Lacoue-Labarthe, 1986). Sobre este origen del

Trauernspiel, Benjamin intercala una condición a priori para toda tragedia, que se cumple a

cabalidad en el Edipo de Sófocles, pero también en la relectura psicoanalítica elevada a

complejo científico: “La poesía trágica descansa en la idea de sacrificio. Pero el sacrificio

trágico se diferencia de cualquier otro por su objeto (el héroe) y constituye al mismo tiempo

un comienzo y un final. Un final porque es un sacrificio expiatorio debido a los dioses,

guardianes de la ley antigua; un principio, porque se trata de una acción sustituta en la que

se anuncian nuevos contenidos en la vida de los pueblos.” (Benjamin, W: 1990: 95). Esta

nota condensa la propia estrategia romanticista – o la (im) posibilidad – de acercarse

espiritualmente al mundo griego (entendido aquí “espíritu” no sólo en la usual carga

sagrada o religiosa, sino integrada en el estadio superior especulativo que le reconoce

Hegel).

Esta vía alemana, lo dijimos, es indirecta: compromete, sin duda, toda la querella

intelectual y artística que desde el siglo XVIII, si no antes, se desarrolla en la tensión entre

lo antiguo y lo moderno (y que aún resonará en las voces de Baudelaire o Rimbaud, por

supuesto). Cuando Hölderlin analiza la tragedia griega, no sólo está pensando en un

determinado tono poético – pues, junto con lo épico y lo lírico, forman una trinidad

combinatoria, lo que implica que la poesía es deducible artísticamente -, sino que también

encuentra en ella la diferencia irreductible que ya está presente en ella. Como lo señala

Szondi, el “modelo de las obras antiguas no es rechazado porque éstas sean inadecuadas a

la modernidad, sino por constituir un modelo, algo ya previamente formado”(1992: 130).

Esta distinción que realiza Hölderlin, rechazando la imitación directa con Grecia promueve,

en cambio otra manera de acercamiento. Su fórmula es paradigmática: “Occidente no sólo

no precisa ya seguir el ejemplo del arte antiguo porque su impulso de formación está

orientado de modo diferente que el griego, sino que además se le niega la capacidad de

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alcanzarlo nunca” (ídem, 1992: 133)9. El drama edípico constituye, para Hölderlin, la

evidencia de pérdida respecto de la unicidad de vida entre dioses y el hombre; en su

expresión Gottes Fehl (culpa de los dioses), advierte el desamparo de Edipo, allí donde las

divinidades lo han expulsado de su “apareamiento”, escindiéndolo de esta relación con el

fuego sagrado. En su poema en prosa En amoroso azul… de 1806 (Hölderlin, 2002: 132-

133) el poeta finaliza con estas palabras:

Los sufrimientos parecen así, los que Edipo lleva, como si un hombre viejo se lamentase de que algo le falta ¡Hijo de Layo, pobre extranjero en Grecia! (Sohr Laios, armer Fremdling in Griechenland!). La vida es muerte, y la muerte también es una vida.

A los ojos de las divinidades, Edipo es un extranjero, un apátrida. Hölderlin

desarrolla esta tesis a partir de la traducción alemana para Edipo Rey de Sófocles. Beaufret

interpreta esta retirada o alejamiento de lo divino como un límite del cual Edipo “se

aventura peligrosamente en el abismo de entre los dos (lo divino y lo humano, diremos)

que, finalmente se pierde.” (Beaufret, 1983: 15). La palabra “abismo” (Abgrund) no es aquí

mera retórica, sino que constituye un ideal mismo que la traducción hölderliniana a

Sófocles busca satisfacer; al igual que la tragedia edípica, donde se experimenta el abismo

en virtud de la pérdida con lo divino, la traducción a la tragedia experimenta el abismo

entre la revelación divina (léase mítica) transpuesta como lenguaje. El silencio es lo que

quedaría de la maestría traductora de cara al mito. Dice Benjamin: “Las traducciones de

Sófocles fueron la última obra de Hölderlin. En ellas el sentido se precipita de abismo en

abismo (In ihnen stürztder Sinn von Abgrund zu Abgrund) hasta que amenaza con perderse

en profundidades lingüísticas sin fondo” (1967: 87-88).1010 Por ello la tragedia adquiere

99 Como se sabe, Hölderlin asigna al arte griego el don de lo divino (el pathos sagrado) frente al don de la sobriedad moderna (lo hespérico). El modelo griego no encuentra más cercanía que el frondoso mundo mítico desde el cual se expresa, pero que como modelo es arte y no naturaleza. Lacoue-Labarthe, al formular que lo propio de los griegos es inimitable porque jamás ha tenido lugar (1986: 83), no señala en ello una imposibilidad del arte griego por conformarse o autoconformarse, sino que responde por aquello que Hölderlin deduce de su contacto artístico con Grecia: es precisamente lo trágico la expresión más neta de los griegos en tanto que advierte en ella la disolución con el vínculo sagrado (Edipo), y cuya sobriedad moderna no puede ajustarse a ese paradigma.1010 La pérdida no sólo del vínculo divino, sino de la fundamentación misma del pensar (aquí, bajo el peso semántico que retraduce el Grund; fundamento, razón, suelo) es, por otro lado, uno de los motivos rectores que animan el pensamiento de Heidegger. Bajo la sospecha de que la fundamentación de Occidente lo ha sido del ente, porque ha olvidado la pregunta por el ser mismo, el Abgrund o abismo de pensar – el ser – es constitutivo y consustancial a todo fundamento. En este sentido sí hemos de referirnos a la complicidad que establece con un cierto Hölderlin, una escenografía que, en sí misma, nos obliga a cuestionarnos respecto de

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para Hölderlin una significación negativa de representación (lo señala como “signo = 0),

en tanto que en Edipo somos testigos del olvido de sí mismo; no sólo en virtud del carácter

dialógico que se va suprimiendo recíprocamente – cada diálogo en Edipo Rey consuma más

hondamente la tragedia del héroe, la revelación de las leyes divinas violadas -, sino aquello

que, en suma, rodea a la figura edípica; espacio y tiempo puro: “En momento tal, el hombre

olvida a sí mismo y al dios. Y se da la vuelta – cierto que de manera sagrada – como un

traidor. En el límite extremo de su padecer ya no queda otra cosa que las condiciones del

tiempo y espacio.”(Hölderlin, 1996: 142).1111

Mas la ausencia de los dioses puede también significar que ellos – dentro de la

escena edípica antigua – simplemente no estén representados sino a través de los caracteres

y destinos humanos. Ello significaría (o supone más bien) que el acto trágico de Edipo

puede tener otra resonancia, como la que su destino cumple naturalmente aquello que

“contranatura” es impuesto como ley. Dicho en otros términos, existen dos potencias

divinas enmascaradas bajo la figura de Edipo, y ellas no son otras que las deidades de

Apolo y Dyonisos. Desde aquí Nietzsche establece a Edipo como parte integrante de la

tragedia ática, manifestación de las fuerzas apolíneas y dionisíacas – división con la cual El

nacimiento de la tragedia busca explicar las fuerzas de la claridad formal y el desenfreno

extático presentes en esta expresión artística. Para este efecto, Nietzsche se vale de una

la solicitud que Heidegger realiza de la poética hölderliniana. En muy breves notas, se trata del abandono divino, el cual se experimenta bajo un tiempo de penuria (¿el tiempo técnico moderno?) (Heidegger, 2005: 52). La “penuria” heideggeriana es escatológica, receptiva al enfático “Dios ha muerto” de Nietzsche, pero indiferente a la propia penuria occidental moderna, desde la cual no existe deidad alguna para invocar frente a las catástrofes colectivas del siglo XX (Pöggeler, 1999: 148).1111 No en total sintonía con Beaufret, de quien se considera un lector atento a Hölderlin en clave kantiana, pensamos que existen, al menos, dos momentos en los cuales la interpretación de la tragedia hölderliniana restaura – por decirlo así – ciertas reflexiones kantianas. 1) Por un lado, Edipo sólo le quedan las condiciones de tiempo y espacio, lo que en lenguaje de Kant significa las condiciones puras y vacías para conformar en ellas toda representación posible. 2) Habría una salida, por decirlo así, “estética” de este problema; en efecto, dentro de los dos gobiernos del gusto, lo sublime no representa sino un sentir de una determinada potencia o infinito elevada a lo inconmensurable (Unbegrenzheit), es decir, sin límite o circunscripción posible. La tragedia edípica podría apelar a esta condición “sentimental” más proclive a la razón – por lo demás, ese es el acuerdo negativo que el sentimiento de lo sublime establece con la facultad racional, en ausencia de toda representación dictada por la forma, para lo cual delega allí el entendimiento (Lyotard, 1991: 78). Estas relaciones podrían explicar, en parte, la elección hölderliniana de no pender de la mera imitación en el estudio de la tragedia edípica, sino de encontrar una presentación afectiva (la “descarga” aristotélica). En otras palabras, el acontecimiento edípico de Occidente es una cesura (la “verdad” por boca de Tiresias) que “vuelve” a presentar o re-sentir la pérdida librada en el vacío. Y ese acontecimiento, dicho en el sentido más fuerte, como “suspensión” y cesura, abierta y cerrada, tiene un nombre propio para Occidente y es ejecutado desde esa misma Alemania: Auschwitz (“eliminación pura y simple. Sin huella ni resto.” Lacoue-Labarthe, 2002: 52).

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metáfora muy recurrente de su época; expresar el doble de la escena trágica edípica por

medio de la imagen inversa que supone la cámara oscura; si Apolo designa la claridad, la

transparencia que presenta todo diálogo sofócleo, ello no es sino mera apariencia, velo el

cual esconde el verdadero abismo (Abgrund) donde es posible intuir a Dyoniso. Apariencia

que, como dice Nietzsche (1995: 88-89), es necesaria para soportar la oscuridad que supone

el horror trágico:

El lenguaje de los héroes sofocleos nos sorprende por su precisión y su limpidad apolíneas (…) creemos así mismo ver hasta el fondo de su esencia, con aquella sorpresa de percibir que este fondo nos es próximo. Pero, si hacemos abstracción del carácter del héroe, tal como parece manifestarse en la superficie, y que no es, en el fondo, más que una imagen luminosa (Lichtbild) proyectada sobre un fondo oscuro, es decir, una pura apariencia, si uno penetra el sentido del mito que proyectan estos reflejos luminosos repentinamente aquello probado se torna en relación inversa con un fenómeno óptico bien conocido (…) estas apariciones luminosas, que son los héroes sofocleos – en una palabra, el carácter apolíneo de la máscara – son productos necesarios de una mirada levantada en el horrible interior de la naturaleza; son una suerte de manchas brillantes que deben curar la mirada herida por la espantosa noche1212.

Líneas más adelante, Nietzsche se plantea desatar el nudo edípico, al invocar lo

propiamente catastrófico de esta escena; como intérprete del enigma propuesto por la

esfinge natural al mito, enfrenta la violación del interdicto que la propia naturaleza le ha

impuesto (al cometer parricidio e incesto): “El mito parece susurrarnos que la sabiduría, y

precisamente, la sabiduría dionisíaca, es una atrocidad contra naturaleza, que quien con su

saber precipita a la naturaleza en el abismo de la aniquilación. Ése tiene que experimentar

también en sí mismo la disolución de la naturaleza.” (ídem, 1995: 90). No es sólo la escena

de orfandad, retirada de los dioses o la posterior penuria aquello que heredamos de Edipo,

sino que ella abre, precisamente, el saldo que adeuda todo conocimiento o la instauración

que significa establecer un nuevo orden dentro de la naturaleza (Edipo como homo

oeconomicus). El objeto de afirmación de la vida – que para Nietzsche es el gran

descubrimiento de Dyonisio – no es la catarsis o purificación a la manera de Aristóteles,

sino la evidencia de la vida como objeto de sacrificio, pero al mismo tiempo la capacidad

para superar el espanto o la compasión que alimenta a la escena trágica. Expresado en estas

1212 En este punto, Sarah Kofman se pregunta si acaso la cámara oscura no hace sino el papel de phármakos contra lo horrible que supone esta naturaleza interior en Nietzsche (Kofman, 1973: 67-68). Por otro lado, esta condición “preventiva” es también un medio de autoconservación histórica, en el sentido que tanto la memoria como el olvido son importantes de administrar en un hombre, un pueblo o una cultura.

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líneas: “El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros; la voluntad de

vida, regocijándose de su propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos – a eso

fue a lo que llamé dionisíaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la

psicología del poeta trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para

purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga del mismo (…) sino

para, más allá del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno placer del

devenir.” (Nietzsche, 1995: 135-136)1616. Como diría Szondi, Nietzsche se encuentra bajo

cierta dialéctica positiva que recuerda la interpretación de Schelling en sus Cartas sobre el

dogmatismo y empirismo (Szondi, 2004), en el sentido que el personaje trágico reconoce en

la catástrofe de violar el interdicto divino su propia libertad. He aquí la cita de Schelling

que recoge Szondi (Lacoue-Labarthe, 1986: 47-48):

Un mortal, destinado por la fatalidad, a ser un criminal, lucha contra la fatalidad y, sin embargo, es terriblemente castigado por el crimen que establece la obra del destino. La razón de esta contradicción, esto que lo volvería insoportable, estaría más profunda de donde se la busca: ella está en el conflicto de la libertad humana con el poder del mundo objetivo, donde lo mortal, cuando este poder tiene un supra-poder (un fatum), deviene necesariamente, sucumbe (…) Esto hace que los héroes luchen contra el supra-poder del destino y, por tal, la tragedia griega honra la libertad humana.

De cualquier manera, sea en el análisis de Hölderlin o de Nietzsche – con lo cual

no se piense agotado aún la recepción romanticista sobre Edipo – la tragedia queda, por un

lado, irresoluta bajo la cesura catastrófica por un lado, mientras que por el otro se transmuta

en objeto de afirmación trágico. En ambos casos, Edipo elude toda mediación dialéctica,

puesto que la cesura hölderliniana desvincula a los sujetos inconciliables – hombre y

divinidad -, no pudiendo así reconciliarlos de alguna manera; y, si la tragedia edípica no es

otra cosa que una revelación por la cual se expresa Dyonisos como objeto de afirmación de

la vida (según Nietzsche), la dialéctica sólo puede funcionar sobre la base de negaciones.

Siguiendo el diagnóstico de este último es ella, la dialéctica, quien sustrae las fuerzas

divinas para así “logizar” la expresión trágica, dándole muerte (Eurípides, que escribe bajo

el dictamen de una nueva forma teatral – dramática y no trágica – en consonancia con la

1616 Ese carácter afirmativo a la vida es la contra-prueba que Nietzsche opone no sólo a la religión de los Evangelios cristianos, sino a toda ideología que hace de su predicamento negativo la premisa interpretativa reactiva; nihilismo que concibe a la tragedia simplemente como expresión sufriente introyectando así el dolor y la culpa, deprecando la vida.

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contra-figura de Dyoniso, Sócrates). Y, sin embargo, no han dejado de constituir por ello

escena o, dicho más enfáticamente; desde el momento en que se erigen o conciben bajo la

necesidad de encontrar en ellas un arjé de identificación “original” con el mundo mítico

griego, estas interpretaciones son constitutivas de una escena fundacional para

Occidente1717, pero desde su inicio ya desarticulada, bajo la misma errancia con la cual

Edipo huye de Tebas. Huérfano.

EL PORVENIR DE EDIPO.

Al titular de esta manera estos últimos párrafos, no estamos sino preguntándonos

por el destino – no en el antiguo significado incondicional por el cual el mismo Edipo

yerra, sino bajo el acento de lo destinal, la Schicksal o suerte – que Edipo compete para

nosotros actualmente. Destino designa aquí, de forma muy incompleta o aproximada, una

manera de presentir todo su advenimiento. El otrora mundo griego, del que debemos la

herencia edípica, consultaba y bebía de las dos fuentes naturales para entretejer con ello su

historia; de la persistente memoria y del olvido. Esta dualidad acompaña incluso la labor

crítica del pensamiento moderno, no sólo en la referencia presente desde la cual es llamada

a testimoniar, sino que también en términos de su destinación. Volvamos, por un momento,

a tomar nota de los dos interlocutores con los cuales hemos querido abrir el acceso a la

escena teatral y trágica. En ambos casos se nos antepone una exigencia histórica. En el caso

de Kant, el signo de la historia – el acontecimiento – es un hecho de darse pronósticamente,

es decir, adviene el signo histórico en las escenas y espectadores futuros. Su entusiasmo,

sentimiento de exaltación en las tribunas, reverbera (con ecos nuevos, claramente) en todas

las salas futuras del espectáculo. Aquí la exigencia compromete a la memoria de los

hombres: el signo de la historia no se olvida jamás, sentencia Kant. Deleuze diría lo mismo

al señalar que la Bastilla es el signo que repite a todas las fiestas o conmemoraciones

futuras, así como preveíamos de Edipo que inaugura la triangulación familiar y,

1717 Heidegger, en este punto, circunscribiría este encuentro que supone pensar a Hölderlin y Nietzsche a la manera de un antagonismo, pero que territorialmente apela al ethos alemán, a esas voces germanas que Alemania debería prestar su atención. Porque, lo que se juega para Heidegger no es otra cosa que la destinación misma de “hacer historia” sin imitación (y en Heidegger, toda imitatio es técnica) o, dentro de su propia jerga autoafirmativa, ligada a su esencia (Heidegger, 1971: 100).

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sucesivamente, las triangulaciones posteriores. Este destino adquiere así la potencia de una

serie.

Con Marx, la exigencia crítica cambia de eje, porque cada reiteración o doble de la

historia mantiene, no obstante, una misma escena – la de los vencedores de cada época,

agregaría Benjamin. En este caso, para que la historia deje de ser objeto de dobles o

repeticiones, minimizando el comercio con los espectros del pasado, sólo puede a condición

de no contraer ya una deuda con lo pretérito, sino arrancar todos estos signos históricos

revolucionarios en dirección al porvenir. Cuestión de desplazamiento temporal hacia una

poesía devenida, de un advenimiento que corte con toda superstición. No es aquí una

invitación presurosa al olvido de Edipo, sino arrancarle a su tragedia los componentes

futuros o sus investiduras que puedan generar fuerzas para las luchas que se avecinan.

Edipo aquí, límite trágico entre las leyes conservadoras antiguas y aquellas que pueda

fundacionar (similar a la distinción benjaminenana entre una violencia conservadora del

derecho y aquella fundadora de uno nuevo). Sin embargo, Edipo es la aporía histórica de

nuestra civilización occidental, aquella que reclama en un doble lazo poder recordarlo u

olvidarlo. Y entonces ¿qué retenemos y desplazamos de Edipo? Aquí ninguna elección es

sencilla de determinar; no pudiendo acoger la dimensión mitológica como índice más que

explicativo, reconstituir su herencia como fundación o re-fundación significa asignarle

apropiativamente no sólo los caracteres o ethos no constitutivos, sino “inventarlos”

ideológicamente – algo que Alemania, en su tránsito histórico y misión ontoteológica

realizaba como desmarque ante la persistente hegemonía latina y cristiana que suponía la

Iglesia romana hacia los inicios de la modernidad. Este tránsito conlleva al romanticismo

germano al encuentro de sus griegos, importando así deidades y arquetipos colectivos de

identificación (en Nietzsche se encuentran plenamente expuestos ambos vasos

comunicantes con el mundo antiguo). Pero la originalidad de Edipo no se encuentra en

estos márgenes; Hölderlin descubre, como ya hemos visto, el centro trágico de esta escena,

que no puede reconstituirse en modo alguno porque su originalidad griega es extranjera en

esencia. Esta condición apátrida de la que el destino divino sella la vida errabunda de

Edipo, su maldición, es incompatible con la interpretación ontológica que Heidegger

incrustó en la poética hölderliniana, de la cual ni sus repetidas “palabras guías” pueden

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servir de consuelo o fundamento. Porque la redefinición cultural alemana con el mundo

antiguo constituyó – entre muchas cosas – una identificación popular (en el sentido del

Volk) en franca sintonía con la construcción ficcionante nacionalsocialista que condujo a su

propia catástrofe. Dicho de otra manera, se volvió al mito como ejemplo del sacrificio en su

versión más pobre y torcida, la cual no se exime de responsabilidad ética alguna, por

mucho que la justificase el planteamiento hölderliniano de la cesura trágica. En este

sentido, sería más instructivo profundizar la comparación entre la cesura edípica y la

suspensión que supone el acontecimiento en términos kantianos, sin que derive hacia

ningún modelo representativo – y, dada la lógica de ambos, se resisten fuertemente a

convertirse en objeto de representación posibles.

Distinto es desarrollar la figura edípica bajo las intuiciones nietzscheanas, en el

sentido de convertirse ella en el señuelo o la máscara por la que se expresa Dyoniso. Mucho

más de lo que Nietzsche suponía, en la deidad dionisíaca se encuentra la primera sabiduría

contradictoria del arcaico mundo griego en la cual, bajo su dominio, la vida y la muerte se

entrelazan férreamente. De acuerdo a las investigaciones proporcionadas por Giorgio Colli,

su origen no es precisamente griego, sino egipcio – vía cretense – y cuya presencia está

documentada ya en la antigua Tebas, el mismo reino desde el cual Edipo gobierna en

ausencia del destino divino que le opondrá su mayor resistencia (ello concuerda con el

reconocimiento que Hölderlin otorga al mundo pre-originario griego, bajo el nombre de

Oriente). Estos datos no pueden obviarse si queremos responder aquí por la herencia que

nos delega la figura edípica, como tampoco pensar que con El nacimiento de la tragedia,

consagrada a la cultura griega, podemos asimilar toda la estrategia anti romántica y

trasvalórica que motiva a Nietzsche; claramente, la vida en Grecia, sus manifestaciones y

patrones culturales están bajo el sello de lo contradictorio, por lo cual una lógica formal no

puede comprenderla en su totalidad. A esto alude Nietzsche cuando señala que de los

griegos no se aprende, de la misma manera en que debemos sopesar la figura edípica,

cuyos orígenes comparte con el laberíntico universo de Dyoniso. Porque aquí, son las

fuerzas o potencias que construyen sus respectivas escenas edípicas las que hemos

intentado interpretar, a objeto de que no nos abandonen presurosamente como todos los

espectros o fantasmas convocados. Podríamos, en este punto, darle una esperanza al

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porvenir de Edipo en el sentido que su impronta heroica – entendida aquí como héroe

interpretativo o traductivo de la naturaleza animal – aún puede animar el porvenir de todas

las ciencias cognoscitivas o técnicas desarrolladas por la humanidad; pero, bajo su destino,

hace también que éstas, bajo el correlato racionalista o positivista, traicionen las intenciones

de sus postulados históricos. En efecto, la ciencia, siendo el relevo laico de lo que entonces

conocemos como mito, buscaba liberar en cierta medida la explicación del mundo que

había tejido todo lo mitológico, conduciendo al hombre hacia su propio progreso y, sin

embargo, se convierte en cómplice y funcional a los sistemas de dominio de la naturaleza,

incluyendo al hombre. La ley de la razón se convierte en la análoga de las leyes económicas

del intercambio el cálculo, al amparo de las técnicas a su servicio. De paso, digamos que

éste es el diagnóstico central que comparten – o disputan mejor dicho – tanto Heidegger

como Adorno respecto del porvenir de la técnica. En este sentido, es aquí donde

encontramos el saldo negativo o reactivo que la propia ciencia psicoanalítica realiza de su

representación edípica; allí donde podría denunciar la utilización y el dominio en todo

complejo nuclear y social – o, dicho en otras palabras: allí donde la ley impone el castigo

amparado en el Super-Yo individual y colectivo -, la ciencia retrocede, prefiriendo amoldar

el teatro escénico de Edipo como objeto de cura y reterritorialización del Ello edípico. Y

así, nuevamente, adviene el ropaje, las máscaras, las consignas que son la expresión externa

de toda relación supersticiosa o trágicamente reactiva. Acaso, por la misma constitución

original de Edipo, su exigencia en el sentido de un porvenir consiste en heredar y

desheredarlo mismamente, bajo la tarea de una traducción nunca lineal, literal o

disciplinaria. Si su figura ha marcado un límite, la herencia edípica de la cual no podemos

sustraernos – ninguna herencia permite, acaso, una retirada de manos – nos coloca en una

responsabilidad con la tradición, con su lectura, con el gesto heroico de poner en entredicho

todo cuestionar de cualquier esfinge que nos lleve a cerrar esta deuda. Edipo es así, como el

pecado originario, una deuda que se mantiene en pie, volviéndonos nosotros figura edípicas

de nuestro tiempo. Parafraseando a cierta lectura que Kafka realiza de las leyes, diremos: la

única ley visible y exenta de toda duda es Edipo ¿Y acaso deberíamos privarnos nosotros

mismos de esta original ley?

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