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Edita El gato descalzo e-book 8: La señora M. y otras historias germinales - Andrés Olave

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Edita El gato descalzo e-book 8: La señora M. y otras historias germinales - Andrés Olave

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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

Bajo licencia:

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Edita El gato descalzo 8.

La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

Presentación

En Edita El gato descalzo 8

ofrecemos La señora M. y otras

historias germinales de Andrés

Olave.

Textos en los que desarrolla los

más diversos ambientes, personajes,

tramas y los finaliza con una escena

de suspenso o cliffhanger.

Por ejemplo: ¿La señora M.

encontrará a Chesire?, ¿se cumplirá

el último deseo de Lester del Rey? o

¿la suerte de Jonas Herbert estárá

decidida?...

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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

Para resolver éstas y muchas más

interrogantes los invitamos a que

lean las historias de Andrés y

permitan que germinen gracias a su

imaginación amigos.

*

El autor rinde homenaje con este libro a Franz Kafka y a Ítalo Calvino (en especial a su libro Si una noche de invierno un viajero).

Por nuestra parte en la editorial realizamos con este título un tributo al escritor Roald Dahl.

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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

La señora M. y otras historias

germinales

Andrés Olave

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La señora M.

La señora M. salió de su apartamento en el

barrio de Marquiese a buscar a su gato. Chesire

llevaba tres días sin venir a casa, ni siquiera

presentándose a medianoche para pedir un

suculento y oloroso pote de Fancy Feast.

Preocupada por el destino del que era el más

viejo de sus 34 gatos, la señora M. salió en bata

de levantarse, una añosa bata que su marido, el

difunto W. le había regalado en su noche de

bodas cuarenta años antes. La bata le quedaba

estrecha, estaba rasgada y diminutos agujeros

producto de las mordeduras de polillas la

adornaban como si fuera un atuendo recién

sacado del ático, y no en verdad, la prenda

favorita y más usada de la señora M.

–Chesire, Chesire –gritaba a viva voz la

señora M. por las calles.

La gente que se cruzaba con ella arrugaba

el ceño, producto quizás, del mal olor que la

señora M. despedía, algo que ellos podrían

entender si alguna vez llegaran a vivir con 34

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gatos. Pero la gente rara vez siente empatía por

otras personas. La señora M. sabía esto y por

eso le traía sin cuidado las miradas de reproche

o las arcadas apenas disimuladas que emitían

aquellos que se cruzaban en su camino.

Mi gato, pensaba ella, es lo único que

importa.

Caminó durante buena parte del día, y ya

empezaba a anochecer cuando una ambulancia

comenzó a seguir sus pasos.

¿Acaso creerán que estoy loca?

Dos enfermeros bajaron de la ambulancia al

trote y sin apenas disimular su impaciencia

flanquearon a la señora M. como fieros

guardaespaldas. La ambulancia avanzó hasta

ponerse a la altura de la señora M. y de la

ventanilla del acompañante del conductor,

emergió la cabeza peluquienta y nívea del viejo

doctor F., psiquiatra del Hospital Clínico de

Fernstein.

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–¿Dando un paseo estimada dama?

–preguntó el doctor F. mientras sonreía

ampliamente y sus ojos claros parecían brillar

detrás de sus anteojos redondos.

–Nada que a usted le incumba –contestó la

señora M. y a continuación, sin poder contener

la necesidad de explicase, dijo–: es mi gato que

se ha perdido y he salido a buscarlo.

–¿Un gato? –preguntó el doctor F. sin poder

ocultar su decepción en la voz–. ¿Solo es eso?

¿No está segura que un duende le ha dicho que

debe ir a buscar su tesoro? ¿Las voces que la

acosan no le sugieren destruir a cualquiera que

se le ponga por delante?

–No sea absurdo –replicó la señora M.–

Solo soy una dama desastrada buscando a su

mascota. No hay nada más allá de eso.

Desastrada, pensó el doctor, he ahí la

palabra clave.

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–¿Quiere que la ayudemos con su

búsqueda? Cubriríamos una extensión mucho

más amplia de terreno yendo en la ambulancia.

La señora M. detuvo su caminata, lo mismo

que los enfermeros, quienes rígidos y alertas

permanecieron a su lado.

–¿Promete no llevarme al manicomio? ¿No

amarrarme con una camisa de fuerza y

encerrarme en una celda acolchada so pretexto

que no me visto según los cánones de la moda

establecida?

El doctor F. asintió muy serio.

–Se lo prometo –aseguró mientras se

llevaba la mano a la espalda y cruzaba los

dedos.

Los enfermeros condujeron a la señora M.

delicadamente pero no sin cierta firmeza a la

parte de atrás de la ambulancia.

–Desde aquí no puedo ver la calle –dijo ella

como en un ruego.

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Los enfermeros cerraron la puerta con

violencia. Uno de ellos le clavó un sedante a la

señora M. en el brazo que la hizo casi perder el

sentido.

Adelante el doctor F. sonreía satisfecho.

–En marcha le ordenó al chofer, que hasta

entonces había permanecido en lo invisible.

Semiinconsciente, la señora M. fue

conducida al Hospital. En delirios, pensó en

Chesire, se preguntó que le habría ocurrido.

Pensó si después de dejarla en la clínica aquel

doctor se daría el tiempo de buscar a Chesire y

rechazó la idea por ridícula. Se dio cuenta que

ya no volvería a casa y horrorizada consideró

perdidos a todo el resto de sus gatos.

–Chesire, nos condenaste a todos –dijo

entre sueños.

La ambulancia avanza silenciosa y rítmica

por las calles de la ciudad de Fernstein a

medida que anochece para conducir a la señora

M. rumbo a su destino inevitable.

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Jonas Herbert

Los aserraderos de Marden-North bullían

de actividad frenética y desordenada; las sierras

eléctricas no se detenían y largos troncos

crecidos durante siglos morían en cuestión de

segundos bajo las órdenes de hombres de

rostros obscuros y fríos. Cierta mañana de

junio, Jonás Herbert cayó por accidente en una

de las sierras principales. Nadie se dio cuenta y

solo cuando vieron que la última carga de

astillas de la tarde venía teñida de rojo

presintieron lo peor. Las sierras por primera

vez se detuvieron, los hombres, ahora de

rostros pálidos y temblorosos, bajaron a los

canales a buscar los restos de su malogrado

compañero. No había nada ya, bajo los filos de

innumerables aceros, el cuerpo de Jonás

Herbert había quedado reducido a partículas.

Los trabajadores no sabían qué decirle a la

familia. Alguien propuso hacer un muñeco de

madera de Jonás y entregárselo a sus seres

queridos, pero la idea fue desechada, nadie en

el aserradero tenía la habilidad necesaria para

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esa clase de obra. Eran hombres que solo tenían

talento para la destrucción. Al final alguien

llamó a la viuda, quien a toda carrera voló hasta

al aserradero. Allí encontró a los hombres,

todos de pie junto a la entrada, los brazos

cruzados y hablando en voz baja. –¿Dónde está

mi marido? –preguntó la viuda, un pañuelo

entre los dedos que contenían sus primeras

lagrimas. El silencio parecía invadirlo todo.

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Afueras del hipódromo

El señor Schovolomit, empresario circense

ya retirado, se encontró afuera del hipódromo

de Hide Park con August Roserville, un antiguo

tragafuegos de su fenecido circo Magic

Festival. August, que antaño pesaba 112 kilos y

además de devorar fuego doblaba barras de

acero de 12 pulgadas de diámetro se encontraba

ahora en un estado deplorable. Había

adelgazado violentamente y los músculos de la

cara se le habían aflojado de modo que el señor

Schvolomit tuvo la impresión de estar hablando

con un viejo muñeco de cera.

–Vaya, vaya –dijo Schvolomit–, así que

aquí terminaste. Pidiendo limosnas a las afueras

del hipódromo –agregó y sacando su bolsa echó

una moneda, de las más pequeñas, en el

sombrero que August Roserville ofrecía a los

transeúntes.

–No necesito su dinero –respondió August

con un hilo de voz, algo que parecía un ruego,

un tono adquirido posiblemente tras muchos

años de mendigar en las calles.

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–Lo necesitaste en el pasado, y lo mismo

ahora –dijo Schovolomit y se ajustó la bufanda

al cuello en un gesto no exento de teatralidad.

Tenía ganas de marcharse y volver al confort

del hogar. Sin embargo, no podía dejar de

contemplar al hombre más fuerte que alguna

vez vio, reducido casi a cenizas–. Hay gentes

incapaces de mirarse al espejo con

detenimiento. Ya ves, sin mi ayuda has

descendido un par de peldaños más en la escala

social. De fenómeno de circo a pordiosero,

mírate.

Había odio en la voz de Schvolomit,

también una poderosa excitación.

–Sus insultos apenas me rozan, señor.

Demasiadas pellejerías he tenido que cruzar

desde la última vez que nuestros destinos se

cruzaron, demasiado dolor. Puede que usted

siempre haya estado por encima mío…

–Y lo sigo estando –interrumpió

Schovolomit–, por los siglos de los siglos.

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–…pero eso no le da derecho a venir hasta

aquí y creer que puede humillarme

simplemente porque en el pasado yo estuve a

su servicio. Eso fue un error. Un hombre nunca

debería estar bajo la tutela o el poder de otro.

Schvolomit se echó a reír a carcajadas.

–¿Acaso te has vuelto cristiano? ¿O

mormón? –preguntó entre risas–. Porque hablas

como uno, eso tenlo por seguro.

Rosenville movió pesadamente la cabeza.

–Ni monje, ni filosofo, ni asceta. Nada de

eso. No me interesan los consuelos

extraterrenos, apenas acaso, el consuelo que

alguna vez abandonare esta cruenta tierra.

–¡Ja! –exclamó triunfalmente Schvolomit–.

¡Un poeta! ¡Es en eso en lo que te has

convertido! Un poeta estoico posiblemente,

como Pindaro o Egeo.

Rosenville parpadeó repetidas veces

tratando de entender.

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–¿Por qué busca encasillarme? ¿Qué es lo

que pretende? Si acaso ese es su deseo y de

modo alguno puede resistirse al impulso, piense

en mí como un desdichado, uno más de los

millones de hombres que pasan los días sin

esperanza y sin una pizca de amor.

Schvolomit lamentó estas últimas palabras.

No tiene sentido molestar a alguien cuyo ego

yace destrozado. A estas alturas ya nada puede

herirlo, es casi invencible. Sin embargo, una

idea luminosa vino a su mente.

–Dime, mi buen August, ¿has pasado

hambre en esta última época? ¿O frío? ¿Qué

hay del frío? Supongo que con las lluvias de

noviembre la has visto negra.

Rosenville se encogió de hombros.

–Es lo que me espera hasta el fin de mis

días, nada puedo hacer.

–Claro que puedes hacer algo al respecto

–dijo Schvolomit y rebuscando en su cartera

extrajo un grueso fajo de billetes–. Mira esto

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–dijo y le paso los billetes frente a los ojos de

August–. Hoy tu vida, toda tu fortuna pueden

dar un giro radical. Te propongo esto: ponte en

cuatro patas sobre el piso y ladra como perro

por diez minutos seguidos y todo este dinero

será tuyo.

Los ojos de August brillaron dejando

entrever una leve mueca de esperanza y una

sonrisa satánica brilló en el rostro de

Schvolomit.

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Abdulla Mandrullah, afilador de

cuchillos

Grinus Panuch, panadero de profesión,

jugaba con la masa mientras aguardaba que su

pan acabara de cocerse en su horno de barro, en

las afueras de Madras. A esa hora temprana, los

pájaros de la noche recortaban su silueta sobre

las torres y los templos; las primeras campanas

que llamaban a la oración resonaban a lo lejos y

la bruma de la mañana mezclada con la

contaminación del aire, le daba al cielo un color

ceniciento. El sol, si bien se anunciaba, aún no

se decidía a aparecer tras el horizonte.

Un ruido como de bronces tintineantes

llegó hasta los oídos de Panuch. Vio doblar la

esquina, directo hacia él, la figura de Abdulla

Mandrullah, el afilador de cuchillos.

–¡Mi buen amigo! –exclamó Panuch y

corrió al encuentro de su cuñado, a quien no

había visto desde hacía más de un año.

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–Grinus –dijo con voz cansada Abdulla, a

quien también llamaban Bokor, que en

sanscrito significa: aquel que le da filo a lo

mellado–, mi hermano, mi más caro amigo, he

cruzado océanos de tiempo para volver a

encontrarte.

El panadero se detuvo en seco ante esas

palabras y estudio el rostro de su amigo: estaba

gris y largas ojeras le deformaban la cara.

Había adelgazado unos cuantos kilos y Panuch

pudo leer en los ojos de su cuñado, el avanzar

inexorable de una enfermedad fatal.

–¿Cuándo ocurrió? –preguntó el panadero–.

¿Cuánto es lo que falta?

El Bokor meneó la cabeza y fue a tomar

asiento junto al horno de barro de Panuch.

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Calzoncillos largos

Jefrey Combs, conocido pianista

heroinómano del circuito de artistas rodantes de

Bullet Hill, salió de su apartamento, en el sexto

piso de Harlem avenue. Combs llevaba puesta

la bata de levantarse y un viejo sombrero azul

con una flor. Iba mal afeitado y sin bañarse y

cargaba en el regazo una bolsa de papel llena

de objetos desconocidos. La señora Parker vio

pasar al pianista heroinómano junto a su

ventana y meneó la cabeza, decepcionada. A

ratos, la bata de Combs se abría por el frío

viento de agosto, solo para dar paso a unos

calzoncillos largos de color blanco y rayas

verticales de color rojo. Con su ropa

desafortunada y olorosa y sus cachivaches, el

pianista heroinómano se internó en el parque

Meadows sin dejar, por un segundo, de pensar,

de estar completamente seguro que había visto

a Dios hace cinco minutos. Lo había visto al

salir de la ducha, junto al espejo, una pequeña

luz mortecina reflejada sobre los azulejos de su

baño.

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–Dios –decía–, Dios –repetía–, oh, Dios, oh

Dios, oh Dios Mío.

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Clarice

Clarice abrió la puerta de su ventana.

Hacía un día esplendoroso: el sol brillaba, el

rocío impregnaba el césped, el viento corría

suave y frío por los campos. De reojo miró la

silla que tenía junto a su cama: el uniforme

escolar que mamá le había preparado, la odiosa

tarea aún junto al escritorio, los zapatos bien

lustrados a sus pies. Tantas cosas que se

oponían a que ella atravesara la ventana y

fuese, libre y pura, en busca de la belleza.

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Actor Retirado

Hueders Nicholson, actor retirado, paseaba

ocioso por los amplios jardines de Villa

Borguese, su quinta en el sur de Francia, la que

había comprado tras las ingentes ganancias

obtenidas por En Busca del Reino, ganadora de

8 premios Oscar, entre las que se contaba por

supuesto Mejor Actor. Habían pasado 16 años

desde entonces y Hueders tras una carrera que

lenta pero inexorablemente fue decayendo, se

encontró a los 60 años prácticamente retirado,

con una abultada cuenta corriente por supuesto,

pero más bien solo. Su esposa, la exuberante

Catalina Rivas, una modelo brasileña de 22

años acababa de pedirle el divorcio tras un año

y medio de apasionado matrimonio. Contra lo

que la intuición podría dictar, la ruptura había

sido culpa de Hueders: su joven esposa lo había

encontrado en el jacuzzi con la aún más joven

Jacqueline Folliet, 18 años, estudiante que

Hueders había conocido y seducido en uno de

sus paseos a Orly, la ciudad más cercana a

Villa Borguese.

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Los pasos de Nicholson se marcaban con

suavidad sobre la hierba mojada de los jardines.

Hueders sabía que era uno de sus últimos

paseos, menos porque hubiese empezado a

pensar en la muerte, por la certeza que los

abogados de Catalina le exigirían la Villa

Borguese. Le quedaría la casa en Los Ángeles

por supuesto, y la mansión en Los Callos, pero

Hueders no soportaba el calor de ninguna de las

dos, lo que lo hacía sentirse como un

desposeído, casi un hombre sin hogar. Alguna

vez había interpretado a un vagabundo, un

hombre que perdía la memoria y vagaba una

temporada entre los menesterosos hasta que la

hija con la ayuda de una parasicóloga lo

rescataba de ese bajo infierno, un final feliz

como corresponde a Hollywood. Ahora,

Hueders no estaba tan seguro que pudiese

acabar bien, salir airoso de este trance. Acaso

podría instalarse en New York, volver un par

de temporadas a Broadway pero el ruido, el

ajetreo de aquella ciudad infinita lo abrumó por

anticipado. Acaso había encontrado mi hogar,

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pensó, estos aburridos y lentos días en Villa

Borguese eran lo mejor que me habían

sucedido y solo ahora, cuando estoy a punto de

perderla, es que me doy cuenta. Meneó la

cabeza, ofuscado ante su torpeza. Quizás,

Catalina se apiade de mí, pensó y giró rumbo a

la amplia casa de ladrillos, avanzó hasta la que

antes era la alcoba de ambos y ahora solo de

Catalina (él se había mudado al cuarto de

invitados). La puerta estaba cerrada, por

supuesto. Hueders tocó la puerta con suavidad,

le dijo a su mujer (o ex mujer) que deseaba

pedirle algo, un mínimo favor: que si ella

quería podía quedarse con la casa en Los

Angeles, la mansión de Los Callos, el

apartamento en Manhattan, pero que por favor

le dejara Villa Borguese. Un largo silencio vino

desde el interior. Hueders iba a insistir cuando

la puerta se abrió de golpe. Catalina se asomó,

los ojos hinchados de tanto llorar, la cara

descompuesta por la pena, por los remolinos de

infinita soledad a los que había descendido.

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El Cretino Feliz

La fábrica el Cretino Feliz cerraba los

martes para dar descanso a sus trabajadores, lo

que siempre desesperaba a Madame Leverage.

Urgida, atenazada por la angustia de no poder

adquirir sus productos ese día, Madame se

dirigía al prostíbulo de Ender, en las cercanías

del puerto, y se ponía a disposición de los

numerosos crápulas y vagabundos del barrio,

quienes hacían con ella toda clase de

atrocidades, lo que en cierto modo, mermaba en

Madame Leverage, su profunda angustia. Al

día siguiente, usualmente con un ojo en tinta, o

la cicatriz fresca de un navajazo en la pierna,

medio cojeando y toda despeinada, Madame

Leverage se dirigía a la entrada del Cretino

Feliz a comprar sus productos.

–Quiero medio pocillo de crema para las

manos –decía con una sonrisa resplandeciente.

La vendedora meneaba la cabeza.

–Ya se lo he dicho incontables veces

Madame. Puede llevar toda la crema que

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quiera, no es necesario que venga aquí cada día

a comprar.

Madame Leverage arrugó la nariz. Pensó en

todos los marineros que habían saltado sobre

ella la noche anterior, en sus brazos gruesos y

bruscos, en su olor inaguantable, en el sudor, en

el calor de las sabanas, en la terrible y obscura

pasión, mientras contestaba, muy seria:

–Prefiero que las cosas sean de este modo.

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Extraños deseos

Lester del Rey, viejo escritor de ciencia

ficción pidió antes de morir que sus restos

fueran enterrados en el desierto de Atacama, el

que alguna vez había sido declarado el desierto

más árido del mundo. Los herederos del bueno

de Lester del Rey menearon la cabeza,

pensaron: otra chochería más del viejo. La

agonía del viejo escritor se había prolongado

demasiado y sus codiciosos herederos estaban

deseosos ya de echarle mano a la fortuna que

del Rey había amasado escribiendo ciencia

ficción, como para prestar atención a esos

últimos y extraños deseos.

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Justo derecho

–Golpéenlos con fuerza –ordeno Magnus

Hefferson, presidente ejecutivo.

–Señor –protestó su secretario, Lisergicus–,

los obreros están en su justo derecho, han

pedido 15 minutos más para almorzar, y

considerando que apenas les damos 5 minutos

al día, la petición parece más que justa.

Magnus se sacó del bolsillo un pañuelo de

seda con sus iniciales bordadas en oro y se secó

la frente perlada de sudor. El calor del desierto

era insoportable.

–Malditos científicos –masculló–. No hallo

la hora que inventen robots que reemplacen a

todos estos esclavos –dijo y con un amplio

ademán mostró el patio de cemento donde

miles de obreros, el puño alzando, coreaban

cantos en su contra.

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Fragilidad humana

Grievorius Malher se sentía cansado y

malherido cuando volvió a casa. Durante la

dura jornada de trabajo, su jefe, el señor

Brontius lo había humillado repetidamente y

aún más, amenazado con despedirlo

próximamente. Malher se sentía deprimido. No

tenía expectativas ni a corto ni a largo plazo de

encontrar un trabajo mejor que en la fábrica del

señor Brontius, y aún ahí, era profundamente

infeliz. ¿Qué puedo hacer? se preguntaba,

mientras esperaba que Alday, su mujer, le

sirviera la cena.

–¿Tuviste un buen día? –le preguntó su

mujer mientras ponía frente a él un plato de

sopa, con un único apio flotando en el medio

como único aderezo.

–Un día horrible –bufó Malher y comenzó a

tomar la sopa, pues tenía hambre y quería irse

pronto a la cama. Dejo el apio para el final, a

modo de postre. Cuando acabó la sopa y vio la

solitaria y delgada rama de apio, pensó de

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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

pronto en sí mismo, que él no se diferenciaba

mucho de aquella rama escaldada por el agua

hirviendo, que ahora estaba presta para ser

devorada.

–¡Ay fragilidad humana! –exclamó

conmovido mientras su mujer lo miraba

fijamente preocupada porque su marido al fin

parecía haber perdido el juicio.

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Despedida

Ansa Rotten, dueña de una distribuidora de

productos alimenticios, llegó a las oficinas

centrales, ansiosa por despedir a Madame

Crushinski, empleada hace 14 años de uno de

sus locales, y de quien se decía ahora, estaba

empeñada en espantar a los clientes.

Madame llevaba casi una hora esperando su

entrevista con la señora Rotten, quien a su vez,

hacía esperar a Madame, como parte de su

castigo.

No solo la despediré, pensaba la señora

Rotten, la humillaré, la haré sentir mal y me

encargaré que no encuentre otro trabajo en

ningún negocio a 200 kilómetros a la redonda.

Finalmente Ansa se presentó ante Madame,

quien despreocupadamente, se estaba limando

las uñas.

La señora Rotten se sentó frente a su futura

exempleada y puso cara de repugnancia.

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–Has sido mala, Crushinski –dictaminó.

Madame se encogió de hombros.

–Estoy cansada, ya no puedo hacer más.

Ansa Rotten resopló amargamente.

–¿Qué no podías hacer más? ¡Les decías a

nuestros clientes que vendíamos mercadería

vencida, les pedías que fueran a otra parte a

comprar!

Madame se mordió los labios.

–Pero es cierto…

–¡Eso no importa! ¡Perra! –gritó la señora

Rotten y le arrojó un cenicero a la cara a

Madame, que por suerte le paso por el lado en

vez de darle de lleno en la arrugada

frente–. ¡Siempre hemos vendido productos a

punto de vencer! ¿Cómo crees que si no

ganaríamos tanto dinero?

Madame se había agachado por si la señora

Rotten consideraba oportuno lanzarle un nuevo

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objeto a la cara. Sin embargo, se atrevió a

contestar:

–Puede que usted haya ganado dinero, yo

por mi parte nunca recibí nada más allá del

sueldo mínimo…

–¿Y cómo crees sino que yo hubiese

ganado dinero si te hubiera pagado una

millonada? Con que te alcanzara para comer,

con que te alcanzara para que siguieras viva y

pudieras seguir trabajando para mí, con eso

siempre me ha bastado…

–¡Perra codiciosa! –gritó entonces Madame

y se puso de pie y le lanzó la silla sobre la que

había estado sentada a Ansa Rotten quien

recibió el impacto de lleno y con silla y todo se

fue al suelo.

–¡Estás despedida! –gritó desde abajo del

escritorio, y luego–: ¡Guardias!

Tres guardias caribeños, negros de casi dos

metros se hicieron presentes de inmediato.

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Ansa se incorporó, tenía un horrible chichón en

la frente.

–¡Llévensela! ¡A las mazmorras para

empleados! ¡Que esa insolente no vuelva a ver

nunca más la luz del sol!

–Pero yo… pero yo… –comenzó a protestar

Madame, pero los fornidos guardias la tomaron

como si fuera un muñeco de trapo, la estrujaron

con sus garras y la sacaron a viva fuerza de la

oficina de Ansa Rotten.

–¡¡¡Nooooo…!!! –gritó Madame

Crushinski, y ya no se le oyó nunca más.

Anda Rotten levantó su silla, la puso de

vuelta al lugar desde donde Madame se la había

lanzado, y pulsó el botón del intercomunicador

para llamar a su secretaria.

–Gertrudis, haga pasar a las postulantes.

–De inmediato, señoría.

Entraron cuatro jóvenes, serias y

circunspectas, casi como si fueran hermanas y

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se hubieran puesto de acuerdo en poner las

mismas caras expectantes y levemente

esperanzadas ante la posibilidad de conseguir

un trabajo, el mismo que había conducido a

Madame Crushinski a la soledad más cruenta, a

la obscuridad de la mazmorra más fría y aciaga.

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Imágenes dulces y bellas

Oscar Korteks, contador de profesión y

aficionado a lo audiovisual en sus horas libres,

regresaba a su casa en el distrito de

Hertenshbanks cerca de las nueve, cuando la

noche acababa de caer sobre la ciudad y unos

tímidos copos de nieve iluminaban el cielo.

Korteks, maravillado por el pequeño

espectáculo, corrió hasta el piso cuarto de su

apartamento para coger su cámara súper 8 y

filmar la primera nevada de ese invierno. No

había mucha luz en las calles y Korteks acabó

bajó una farola de gas intentando acaparar la

luz suficiente para que los copos de nieve

quedaran registrados. La súper 8 no registraba

sonido y Korteks se vislumbró a sí mismo

revisando esas imágenes mudas en la soledad

de su apartamento horas más tardes.

–Imágenes dulces y bellas –dijo.

Una pareja pasó a su lado, levemente

curiosa por lo que hacía el contable. Le

saludaron y le preguntaron por su cámara, que

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era una de las primeras que habían llegado a

Hertenshbanks. Korteks les explicó en detalle

el funcionamiento del aparato, les habló del

blanco y negro, del esfuerzo que significaba

filmar con ese tipo de cámara, pero la pareja

rápidamente perdió el interés y se alejaron

riendo (probablemente del propio contable).

Korteks se encogió de hombros, se dijo a sí

mismo, no debe importarme, y siguió filmando,

aunque no podía dejar de pensar en aquella

pareja y cotejarla con su propia soledad, y

luego pensaba, al menos a ratos soy un artista,

y luego pensaba, pero no sé si eso al final

pueda subsanar del todo mi soledad, y seguía

filmando, consciente de su precaria posición y

podía ser que aquella cámara fuera como una

tabla de salvación que evitaba que el contable

naufragara en ese océano de desolación en que

se había convertido el mundo.

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Las mesas

Tres mesas cayeron del cielo frente a la

casa del carpintero Hammels. Fruto del

violento impacto quedaron completamente

destrozadas. El carpintero examinó los restos y

creyó que podría componer una de ellas,

usando los trozos de las otras tres. Se tardó una

tarde entera hasta que finalmente lo logró y con

las tres mesas rotas, logró crear una mesa

perfecta. El carpintero no acababa de secarse el

sudor de la frente tras el arduo trabajo cuando

vio que la mesa emprendía el vuelo, y se

elevaba, hacia las alturas.

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Edita El gato descalzo 8.

La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

Títulos de Edita El gato descalzo

En nuestra biblioteca de e-books semana a

semana encontrarás narrativa, poesía, novelas,

ensayos, etc.

1. Mudanza obligada: Cuento, Colección Lo fantástico (4 de mayo).

2. Más sabe el Diablo por

diablo: Cuento, Colección Lo fantástico (11 de

mayo).

3. Alargoplazo. M i c r o f i c c i ó n: Selección

de textos breves (18 de mayo).

4. Los sobrevivientes: Antología de Germán

Atoche Intili, Liliana Chaparro, Julio Meza Díaz

y Kevin Rojas Burgos, Colección Poesía (25 de

mayo).

5. Infierno Gómez contra el Vampiro

matemático: Novela, capítulo 1, La

granja. Colección Lo fantástico (1 de junio).

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6. Clase de Historia: Cuento de Daniel

Salvo, Colección CF (8 de junio).

7. El abejorro negro: Relato de Max Castillo

Rodríguez (15 de junio).

8. La señora M. y otras historias germinales:

Textos de Sebastián Andrés Olave (22 de junio).

9. Infierno Gómez contra el Vampiro

matemático: Novela, capítulo 2, La aldea.

Colección Lo fantástico.

Lanzamiento: 6 de julio.

10. Blind mind: Cuento de Raúl Heraud.

Colección Lo fantástico.

Lanzamiento: 13 de julio.

11. Somos libres. Antología de literatura

fantástica y de ciencia ficción peruana: Diversos autores. Colección Lo fantástico y CF.

Lanzamiento: 20 de julio.

y más...

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Edita El gato descalzo 8.

La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

Datos del autor

Andrés Olave (Santiago de Chile, 1977).

Sus mayores influencias son Robert Walser,

Bruno Schulz, Thomas Pynchon y Hunter

Thompson.

Coautor de la novela de ciencia ficción

Proyecto Apocalipsis (2011). Ese mismo año

participó en Lima del Coloquio Internacional:

el orden de lo fantástico.

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Edita El gato descalzo 8.

La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

Tiene en preparación las novelas Un Mundo

Perfecto y La Destrucción de Santiago.

Actualmente reside en San Pedro de

Atacama y colabora en la columna Linterna de

papel para el diario Mercurio de esa ciudad, en

la revista Cinosargo de Arica, en la revista

Intemperie de Santiago, entre otras

publicaciones.

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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.

Anuncio importante

En Edita El gato descalzo apostamos por

publicar semanalmente en e-book a autores de

calidad, de forma gratuita y ecológica, a nivel

mundial.

Para sostener la realización de este

proyecto buscamos auspicios y donaciones de

empresas - personas interesadas como nosotros

en democratizar el acceso a los libros,

promover el hábito lector y desarrollar el

bienestar personal.

Esperamos sus comentarios, opiniones y

otros al correo [email protected]

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¡Nos leemos la próxima semana en Edita El

gato descalzo!

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