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eduardo garrigues El que tenga valor que me siga En vida de Bernardo de Gálvez La esfera de los Libros

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El que tenga valorque me sigaEn vida de Bernardo de Gálvez

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Preludio

El domingo 28 de diciembre de 1776, al anochecer, una niebla densa procedente de las orillas del Sena se cernía sobre la Is-

la de la Ciudad, difuminando los contornos de sus edificios, como si las gárgolas de Notre Dame estuvieran sujetando con sus gar-fios de piedra el manto de humedad. Había sonado ya el ángelus en las campanas de la catedral cuando un coche tirado por dos caballos cruzó el puente de San Luis y ascendió por el empedra-do hacia el barrio elegante donde se levantaban aristocráticas mansiones.

En el interior del carruaje iban tres caballeros que hablaban entre ellos en inglés. El más alto y corpulento, cuyas rodillas to-caban la banqueta del lado opuesto, era Arthur Lee; el que iba sen-tado junto a él era de talla media y cara adornada por grandes pa-tillas, se llamaba Silas Dean. Y el que iba sentado frente a ambos, de mayor edad que los otros, con la cara redonda y mejillas gruesas, bien afeitadas, y un destello de inteligencia en sus ojos oscuros era Benjamin Franklin, que había llegado hacía poco a París y actuaba como jefe del grupo. Los tres habían sido comisionados por el Con-greso de los Estados Unidos para que fueran a negociar con las cortes europeas la ayuda que necesitaban las colonias para poder

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hacer frente al poderoso ejército y a la flota británicos, tras haber declarado su independencia de la metrópoli.

Los líderes de la revolución americana y especialmente George Washington, que había sido nombrado comandante en je-fe del pomposamente llamado ejército continental, sabían que, a pe-sar del entusiasmo y del valor de las milicias populares que se ha-bían enfrentado ya a los ingleses en batallas de resultado indeciso, difícilmente podían alcanzar la victoria si no conseguían la ayuda de otras potencias para enfrentarse al poderío del ejército y de la flota británicos.

Los comisionados del Congreso habían sido bien recibidos por las autoridades francesas, especialmente por el ministro de Asuntos Exteriores, conde de Vergennes, que era quien había su-gerido que pidieran cita al conde de Aranda, embajador de su ca-tólica majestad. En temas de política internacional, las dos monar-quías borbónicas, de Luis XVI y Carlos III, estaban ligadas por el pacto de familia, por lo que el embajador español no quiso desairar al ministro francés y concedió una cita a los representantes del Congreso. Pero como no tenía instrucciones sobre la forma en que debía tratarlos ni tenía tiempo para pedirlas a Madrid, decidió re-cibirlos a deshora y en día feriado, para evitar que nadie pudiera verlos entrando en la embajada y que esa visita pudiera llegar a oídos del embajador inglés en París.

Como el servicio de la embajada estaba avisado, cuando el carruaje de los comisionados llegó ante la puerta del parque que daba acceso a la magnífica residencia del ministro español, el por-tero abrió la cancela, pero dio órdenes al cochero para que no se dirigiese a la puerta principal de la mansión sino que, dando la vuelta al edificio, parase ante una entrada auxiliar que había en la parte trasera donde un lacayo les esperaba ya con un candil en la mano. Sin decir una palabra, ese mismo lacayo condujo a los visi-tantes por oscuros corredores al despacho donde les estaba espe-rando el embajador.

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Los norteamericanos habían oído hablar tanto del embajador español, que pertenecía a una nobilísima familia aragonesa y ha-bía accedido a importantes puestos de gobierno tras una brillante carrera militar, que les decepcionó bastante el aspecto físico de su anfitrión: aunque, por la acumulación en su persona de diversos títulos, don Pedro Abarca y Bolea fuese tres veces grande de Es-paña, ni la talla ni el semblante del conde respondían a tal gran-deza: tenía un hombro más bajo que el otro, las pantorrillas de-formadas por la práctica continua de la equitación y la punta de la nariz roída por el excesivo uso del rapé.

En cambio, el embajador, que quizá esperaba enfrentarse con unos revolucionarios mal encarados y peor aseados, se encontró con tres caballeros embutidos en flamantes casacas oscuras de es-tilo inglés, lo que le hizo pensar que la revolución en América no había descartado aún la moda de la metrópoli. El primero que le saludó y también el que le causó una impresión más favorable fue el famoso Benjamin Franklin, a pesar de que iba vestido de forma muy sencilla y que ni siquiera llevaba peluca, que había tirado al mar al llegar a las costas francesas, con la idea de evitar cualquier artificio en su atuendo y que todo en su persona respirarse natu-ralidad. Aunque los rasgos de su cara fueran más bien vulgares, la expresión de Franklin era franca y afable y sus ojos despedían chispas de sabiduría y sentido del humor.

Pronto compren dieron los tres huéspedes y su anfitrión que iban a tener dificultades para entenderse, porque como después contaría el embajador en su despacho a la corte: «Franklin habla muy poco francés; Dean mucho menos, y nada Lee», y el propio Aranda apenas si conocía unas pocas palabras de inglés. Tras cha-purrear unas frases de presentación en un francés macarrónico, para que el ministro español pudiera comprender el motivo de la visita, Benjamin Franklin se sacó del bolsillo de la casaca un papel algo arrugado, que recogía el borrador de un tratado de buena co-rrespondencia y comercio entre las colonias y la corte francesa,

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tratado que los comisionados habían presentado ya al ministro Vergennes y que, según adelantó Franklin en su media lengua, pensaban ofrecer también a la corte española. Aunque el conde de Aranda presumía de tener una mentalidad avanzada y de haber cruzado correspondencia con Voltaire, casi le da un soponcio cuan-do los representantes de una nación que todavía no había alcan-zado ningún reconocimiento internacional le plantearon la posi-bilidad de suscribir un convenio en términos de igualdad con su católica majestad, el rey Carlos III.

Como avezado diplomático, el embajador español intentó di-simular su sorpresa, rayana en la indignación y, mezclando su buen francés con algunas palabras inglesas, le contestó a Franklin que le parecía algo insólito que la pretensión del Congreso ame-ricano se dirigiese, de entrada, a intentar firmar un tratado de amistad cuando su país no había alcanzado todavía la independen-cia efectiva e incluso tenía graves problemas para afirmar el do-minio sobre su territorio. Y añadió que le hubiera parecido más con-secuente que de momento solicitase el auxilio de las potencias europeas a cambio de algunas ofertas ventajosas, al menos hasta haber salido de apuros.

Ante las diferencias radicales de mentalidad y de plantea-mientos, el encuentro hubiera podido degenerar en un diálogo de sordos, pero ambas partes decidieron achacar la falta de entendi-miento inicial al problema de la lengua, conviniendo que debían posponer unos días la entrevista, y que para la nueva contarían con la ayuda de un intérprete. Por lo que el embajador les dio cor-tésmente las buenas noches, pidiéndole a su ayudante que acom-pañara a sus visitantes de nuevo hasta la puerta trasera.

Aunque, conociendo el carácter del rey Carlos III, Aranda sabía que el monarca nunca iba a reconocer oficialmente a los re-presentantes de una nación que se había sublevado contra su so-berano legítimo, y también adivinaba cuál podía ser la reacción del secretario de Estado Grimaldi, en línea con la de su amo, sobre las

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pretensiones de los norteamericanos. Pero como el conde pagaba a distintos espías que le informaban de lo que pasaba en Madrid y en otras capitales europeas, también sabía que en España exis-tían, incluso a nivel de gobierno, bastantes simpatías por los colo-nos rebeldes, por el mero hecho de que estaban debilitando el po-derío del archienemigo tradicional.

Y ya Aranda había sido informado de que algunos ministros del gabinete estaban utilizando testaferros para hacer llegar en se-creto ayuda financiera, armas y pertrechos de guerra a las milicias que luchaban contra Inglaterra. También sabía que tanto en Ma-drid como en París no estaban del todo curadas las cicatrices de la humillante derrota que les había infligido Inglaterra en la guerra anterior, que precisamente se había desarrollado en gran parte en el marco de la América septentrional, y cuyo resultado había su-puesto para Francia la cesión de todas sus posesiones en ese terri-torio y para España la pérdida de las dos Floridas y de la isla de Menorca.

Aun sabiendo que la actitud del pusilánime ministro de Es-tado italiano, marqués de Grimaldi, no iba a ser favorable a reco-ger el guante que le tendían los comisionados americanos, con la vehemencia que caracterizaba al aristócrata aragonés, expuso por escrito su convicción de que la corte española debía reconocer sin reservas a los representantes de las colonias y declarar inmedia-tamente la guerra a Inglaterra, argumentando que «en siglos no se presentaría ocasión semejante a la presente para reducirla».

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1

La ruta hacia Almadén

Habla Bernardo de Gálvez

En la carretera que bajaba desde Madrid hacia Andalucía —aunque la denominación de carretera quizás era excesivamente generosa para aquel send ero polvoriento y lleno de baches—, al llegar a Puer-to Lápice, el pelotón de jinetes compuesto por el sargento Melecio Rodríguez, un pastor de la zona que nos servía de guía, cuatro ala-barderos de palacio y yo mismo, nos desviamos por un camino más estrecho que, según el guía, era un atajo que nos llevaría a Almadén.

Como yo conocía la ruta principal, por haberla practicado para ir y volver de Cádiz, había pensado que habría sido mejor lle-gar hasta Ciudad Real utilizando el mismo derrotero que las ca-rretas que llevaban desde Almadén hacia el sur los contenedores de azogue, para embarcarlos hacia las Américas. Pero parecía como si el sargento Rodríguez, encargado por mi tío José de Gálvez de velar por mi seguridad, evitara pasar por poblaciones donde pu-diera llamar la atención la escolta de alabarderos. Y en vez del ca-mino habitual frecuentado por otros viajeros, escogía siempre ve-redas solitarias que se parecían a las trochas tortuosas utilizadas por malhechores y contrabandistas.

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Desde que habíamos salido de Madrid, Melecio no me había quitado el ojo de encima —en este caso cuadraba bien lo del ojo en singular, porque el sargento había perdido el otro de un arca-buzazo—, por lo que llegué a pensar que más que mi seguridad, mi tío le había encomendado a ese hombre mi custodia. Aunque por estar aún convaleciente de las heridas que había recibido en el sitio de Argel, difícilmente hubiera podido dar esquinazo al pique-te de alabarderos, lo cierto es que la misión que me había encar-gado don José en las minas de Almadén era bien poco grata.

Tras haber sido dado de alta en el hospital de San Carlos, apenas había tenido tiempo de ocupar mi plaza en la nueva escue-la militar de Ávila, cuando el tío José me mandó llamar urgente-mente a Madrid. No era cuestión de hacer esperar a mi tío, aparte de por el respeto que le debía como hermano de mi padre, acaba-ba de ser nombrado por su majestad el rey secretario de Indias, por lo que tomé la primera silla de posta que salía hacia la capital.

Sabiendo que el ascenso que me habían otorgado tras el combate de Argel se debía seguramente a las influencias de don José, quise presentarme en el despacho de mi tío con el uniforme de teniente coronel. Y como no tenía lo suficiente para pagar a un sastre militar, conseguí que una costurera de la calle Hileras me arreglase el uniforme que había pertenecido a un coronel fallecido —precisamente en el sitio de Argel—, y con mucha habilidad la mujer disimuló con unos parches de tela en la casaca del difunto los desgarrones producidos por la metralla.

Don José no me hizo esperar demasiado en la antesala de su despacho del palacio del Buen Retiro y, conforme al carácter que yo bien conocía, fue directamente al grano.

—Sin duda recordarás que durante mi estancia como visita-dor en el virreinato de Nueva España, debido al ajetreo de la cam-paña de Sonora y a la dureza de aquel temperamento, caí enfermo con unas perniciosas tercianas. —Don José no esperó a que yo res-pondiese para continuar—: Y también recordarás que aquella en-

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fermedad, aparte de atacarme el cuerpo, me reblandeció el espíri-tu hasta el punto de disminuir mi claridad del juicio.

Mi tío me taladró con sus negras pupilas, mientras proseguía con la voz entrecortada por la indignación:

—Y seguro que recuerdas también que, mientras que uno de los dos escribanos encargados de redactar la memoria de la ex-pedición a Sonora actuó con la cordura y la fidelidad que exigían las circunstancias y el respeto a la alta misión que me había enco-mendado su majestad, el otro actuó de forma desleal, recogiendo en un informe que mandó al virrey los disparates que yo había hecho o dicho mientras me encontraba bajo los efectos de esas ma-lignas tercianas.

Noté que don José estaba tan encolerizado al evocar aquello que ni siquiera había querido pronunciar el nombre del escribano, Juan Manuel de Viniegra, como si le quemara en los labios. Pero estoy convencido de que, con su memoria de elefante, mi tío re-cordaba que yo había trabado cierta amistad con el escribano, con quien mantuve largas conversaciones después de que me llamaran para acompañar a mi tío enfermo en Sonora y, una vez que estu-vo mejor, volviera con él y con su séquito hacia la capital del vi-rreinato. Durante el largo viaje ni Viniegra ni yo pudimos imagi-nar lo que se estaba gestando cuando mi tío el visitador se enteró de que el virrey había recibido la memoria en la que reflejaba pun-tualmente los desvaríos que había cometido don José cuando le atacaron lo que él había llamado malignas tercianas, pero que en realidad había sido, simple y llanamente, un ataque de locura.

Aún no habíamos llegado a la capital del virreinato cuando tanto el otro escribano como Viniegra fueron arrestados y man-tenidos incomunicados, mientras se les requisaban todos sus pa-peles y pertenencias. Mi tío dio órdenes tajantes de que ninguno de los que había viajado con él hasta Sonora —y por lo tanto ha-bían sido testigos de su dolencia— hiciera la menor alusión a su enfermedad. Y cuando intentó obligar a Viniegra a que se retrac-

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tase sobre el contenido del informe que había llegado a manos del virrey, y aquel se negó, el escribano fue deportado a España bajo registro de navío, como un vulgar delincuente; previamente, los oficiales de la Inquisición se habían incautado de las copias de la memoria sobre la campaña en Sonora. Pero parece ser que, antes de ser arrestado, Viniegra había conseguido ocultar el escrito ori-ginal, y eso era la que preocupaba a mi tío.

—Hemos intentado por todos los medios que el escribano desleal nos entregue ese informe, pero ese malandrín ha demos-trado más orgullo que don Rodrigo en la horca. Cuando me nom-braron superintendente general del azogue, se me ocurrió enviar-lo a las minas de Almadén, donde lo tenemos a buen recaudo, como a todos los otros reclusos que trabajan en la mina. Aunque durante un tiempo llegué a olvidarme de ese asunto, me he per-catado de que, si tras mi nombramiento de secretario se propaga-se el informe, podría hacerme un daño irreparable en mi carrera política.

No necesitaba tener en mis manos la vara de un zahorí para adivinar lo que iba a pedirme mi tío a continuación: aunque en ningún momento lo había mencionado, don José sabía perfecta-mente que yo había mantenido una relación de amistad con Vi-niegra hasta que fue arrestado, después de lo cual nunca volví a saber de él. Y lo que pretendía mi tío era que en aras de una anti-gua amistad yo fuera hasta Almadén para persuadir al escribano de que me entregase un documento que había guardado celosa-mente hasta entonces, aun bajo la amenaza de la tortura y quién sabe si de muerte.

—Estos pliegos contienen los planos para abrir nuevas ga-lerías en las minas de Almadén, y te ruego que los entregues per-sonalmente al superintendente de la mina. Ya sabes que la produc-ción del azogue resulta esencial para el beneficio de las minas de oro y plata de México y de Nueva Granada, por lo que te reco-mendaría que te dieras una vuelta por la mina para enterarte del

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proceso de extracción del mineral. —El tío hizo una pausa y me taladró de nuevo con su mirada, antes de añadir—: Y ya que estás allí, no estaría de más que pidieras al alcaide del presidio que te llevase a la celda del escribano y, por los medios que juzgues opor-tunos, intentases persuadirle de que te entregue la copia original del diario que obra todavía en su posesión.

Me pareció inaudito que mi tío indicase que yo debía con-seguir la memoria «por los medios que juzgase oportunos»; y co-mo era evidente que por las malas ya habían intentado recuperar el informe sin resultados, ahora me pedía que intentase que Vi-niegra me lo entregase por las buenas.

—Lo que sí te pediría —agregó don José— es que salieras cuanto antes para Almadén, pues el tema no admite dilación. Ya he encargado que un hombre de mi confianza viaje contigo y con una escolta para evitar cualquier percance por esos caminos, pues me dicen que las serranías de Ciudad Real están infestadas de mal-hechores, algunos de ellos atraídos por la posibilidad de robar las carretas cargadas con el rico mineral. Pero ello no debe preocupar-te, porque te acompañará un piquete de alabarderos. Solo espero que vuelvas en unos días con el informe; no dejes de visitarme en cualquier caso, pues tengo preparada para tu regreso una sorpresa que creo va a ser de tu agrado.

Pasado el poblado de Puerto Lápice, el sendero por donde transitábamos cruzaba un inmenso secarral, por donde el viento hacía rodar ovillos de cizaña, y aquel paisaje me recordó las gran-des extensiones de desierto que había en las provincias internas del virreinato de Nueva España, incluyendo los despoblados que había atravesado a todo galope cuando fui a ver a mi tío enfermo al campamento del Cerro Prieto, en Sonora. Mientras el sol lan-zaba sus últimos destellos tras la cresta de unas colinas que se er-guían hacia el oeste, la brisa vespertina hacía girar en forma ver-tiginosa los molinos de viento que estaban construidos en esos altozanos.

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Me vino a la cabeza la escena en la que el ingenioso hidalgo de La Mancha había arremetido contra aquellos colosos de piedra y adobe que su mente perturbada había confundido con gigantes en un escenario semejante. Y pensé que, en definitiva, los desva-ríos de aquel grotesco personaje que pretendía implantar en el mundo las leyes de la caballería no eran tan diferentes del ataque de locura de mi tío, que había intentado someter a su credo y a sus costumbres a un puñado de indios bárbaros, utilizando los mismos argumentos que el Quijote: la lanza y la espada.

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