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El Ataque al Corazón de la Iglesia Capítulo 1: De los Orígenes a la Edad Media Producido por: © Sanguis et Aqua

El Ataque al Corazón de la Iglesia · voz seductora de Satanás que le instiga a poner su fin en sí mismo, en la satisfacción de su sensualidad y las ambiciones de su orgullo en

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El Ataque al Corazón

de la Iglesia

Capítulo 1:

De los Orígenes a la Edad Media

Producido por:

© Sanguis et Aqua

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TRANSCRIPCIÓN ORIGINAL DEL PROGRAMA EN AUDIO

Publicado el Martes, día 4 de agosto de 2015

CANAL: http://youtube.com/sanguisetaqua

BLOG: http://sanguisetaqua.wordpress.com

Programa en Audio:

https://www.youtube.com/playlist?list=PLzNPsrR6kyx5TCzMGodelNjbjBwyaifPQ

Duración:

1 hora 23 minutos 33 segundos

Producido por:

Sanguis et Aqua

Queda terminantemente prohibido todo intento de copia, fragmentación o alteración del contenido de este documento,

sin autorización previa de los autores.

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EL ASALTO AL CORAZÓN DE LA IGLESIA

CAPÍTULO 1: DE LOS ORÍGENES A LA EDAD MEDIA

Escrito por: Sanguis et Aqua

“Queridos míos, yo tenía un gran deseo de escribirles acerca de nuestra común salvación, pero me he visto obligado a hacerlo con el fin de exhortarlos a combatir por la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los santos.

Porque se han infiltrado entre ustedes ciertos hombres, cuya condenación estaba preanunciada desde hace mucho tiempo. Son impíos que hacen de la gracia de Dios un pretexto para su libertinaje y reniegan de nuestro único Dueño y Señor Jesucristo.

Estos impíos, hablan injuriosamente de lo que ignoran; y lo que conocen por instinto natural, como animales irracionales, sólo sirve para su ruina.

A ellos se refería Henoc, el séptimo patriarca después de Adán, cuando profetizó: «Ya viene el Señor con sus millares de ángeles, para juzgar a todos y condenar a los impíos por las maldades que cometieron, y a los pecadores por las palabras insolentes que profirieron contra Él».

Todos estos son murmuradores y descontentos que viven conforme al capricho de sus pasiones: su boca está llena de petulancia y adulan a los demás por interés. En cuanto a ustedes, queridos míos, acuérdense de lo que predijeron los Apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo.

Ellos les decían: «En los últimos tiempos habrá gente que se burlará de todo y vivirá de acuerdo con sus pasiones impías».

Estos son los que provocan divisiones, hombres sensuales que no poseen el Espíritu.

Pero ustedes, queridos míos, edifíquense a sí mismos sobre el fundamento de su fe santísima, orando en el Espíritu Santo.

Manténganse en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la Vida eterna.

Traten de convencer a los que tienen dudas, y sálvenlos librándolos del fuego. En cuanto a los demás, tengan piedad de ellos, pero con cuidado, aborreciendo hasta la túnica contaminada por su cuerpo.

A aquel que puede preservarlos de toda caída y hacerlos comparecer sin mancha y con alegría en la presencia de su gloria, al único Dios que es nuestro Salvador, por medio de Jesucristo nuestro Señor, sea la gloria, el honor, la fuerza y el poder, desde antes de todos los tiempos, ahora y para siempre. Amén.”

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Que la Paz de Cristo esté con todos ustedes.

Somos Sanguis et Aqua, dos fieles católicos.

Con este extracto que acabamos de leer de la Carta del Apóstol San Judas, comenzamos el primer capítulo de esta serie, que será sin duda la serie de mayor envergadura e importancia que hemos emprendido hasta el momento, en la que desvelaremos de una vez por todas, el mayor engaño de la historia de la humanidad.

Desde la creación del ser humano, el hombre ha sido constantemente engañado por la voz seductora de Satanás que le instiga a poner su fin en sí mismo, en la satisfacción de su sensualidad y las ambiciones de su orgullo en lugar de creer en la Palabra de Dios y obedecer sus Mandamientos.

Y ciertamente, pese a que Satanás fue vencido por Cristo en la Cruz y enviado al fondo del abismo, como escribió en 1888 Su Santidad León XIII, en su oración a San Miguel Arcángel:

“He aquí, que ese antiguo enemigo, ese antiguo homicida ha levantado ferozmente la cabeza. Disfrazado como ángel de luz y seguido de toda la turba de espíritus malignos, recorre el mundo entero para apoderarse de él, y desterrar el hombre de Dios y de su Cristo; para hundir, matar y entregar a la perdición eterna a las almas destinadas a la eterna corona de gloria.

Este dragón derrama, sobre los hombres de espíritu perverso y de corazón corrupto, como un torrente de fango impuro, el veneno de su malicia infernal, es decir, el espíritu de la mentira, de impiedad, de blasfemia, y el soplo envenenado de la impudicia, de los vicios y de todas las abominaciones.

Enemigos llenos de astucia han colmado de oprobios y amarguras a la Santa Iglesia, Esposa del Cordero Inmaculado y le han dado a beber ajenjo. Y sobre sus bienes más sagrados han puesto sus manos criminales para realizar todos sus impíos designios. Allí, en el lugar sagrado donde está constituida la Sede del Beatísimo Pedro, Cátedra de la Verdad para iluminar a los pueblos, han colocado el trono de la abominación de su impiedad, para que, con el designio inicuo de herir al Pastor, se dispersen las ovejas.”

Estos tiempos a los que se refería Su Santidad León XIII, queridos hermanos, son los tiempos en los que vivimos, tiempos desesperados, tiempos angustiosos en los que la Santa Iglesia Católica, único puerto de salvación, está siendo atacada y desmantelada desde dentro y desde fuera.

Hemos visto a nuestro legítimo pastor, a Su Santidad el Papa Benedicto XVI, ser silenciado, despreciado y repudiado. Hemos visto al falso profeta elevarse ilegítimamente hasta sentarse en el Trono de San Pedro, y a éste, a Jorge Mario Bergoglio, transformar la Cátedra de la Verdad que iluminaba y guiaba al mundo, en un pozo de mentiras, dejando al mundo entero en tinieblas.

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El enemigo solo tiene que dar un último paso para que toda la Tierra caiga en sus manos, y pese a lo apremiante de los tiempos actuales, son muchas las almas, demasiadas las almas que se niegan a ver la verdad, conformándose con un culto y fe vacíos que no salvan a nadie.

Al enemigo le queda asestar un último golpe, el golpe mortal al Corazón magullado de la Santa Iglesia Católica que se encuentra ya agonizante, un golpe que no es otro que la abolición del Sacrificio de la Nueva Alianza, la Santa Misa.

Por ello, San Alfonso María de Ligorio, doctor de la iglesia, afirma tajantemente:

“El Diablo siempre ha buscado privar al mundo de la Misa por medio de los herejes, constituyéndolos precursores del Anticristo, cuyos primeros esfuerzos consistirán en abolir el santo sacrificio del altar y, según el profeta Daniel cap. VIII, vers. 12, como castigo a los pecados de los hombres, esos esfuerzos serán fructíferos: «Sobre el sacrificio perpetuo fue instalada la iniquidad, y se echó por tierra la verdad»”

Hermanos, por nuestros pecados la Santa Iglesia agoniza, por nuestros silencios, nuestras tibiezas y nuestra vida mundana. ¡Ya basta de echarse la culpa unos a otros sin asumir la propia!

Dios nos quería santos, pero en lugar de eso, todos nosotros hemos sido pecadores, ¡demasiado pecadores y demasiado mundanos! Por ello, por la suma de todos nuestros pecados individuales, y por todo el mal que se ha hecho a la Santa Iglesia Católica a lo largo de los siglos y al Tesoro de la Fe que Ella custodia, nuestro último puerto de salvación será aniquilado como una vez fue asesinado Nuestro Señor.

Por ello, antes de que se lleve a cabo este golpe certero y en este momento en que el camino de salvación todavía se mantiene abierto, por el bien de las almas, vamos tratar de desvelar a lo largo de los sucesivos capítulos de esta serie las múltiples mentiras por las que el Maligno ha engañado a la humanidad y las victorias que, por desgracia, ya ha conseguido a lo largo de la historia a costa de infinidad de almas:

Comenzaremos pues, en este capítulo, por el principio, por la fundación de la Santa Iglesia Católica y la instauración de la Santa Misa, la evolución de la misma a lo largo de los siglos, y los primeros ataques que ésta ha sufrido.

Y en los capítulos siguientes, iremos analizaremos sucesivamente las etapas del asalto y ataque de Satanás al Corazón de la Iglesia hasta lograr prácticamente su completa destrucción:

Hablaremos sobre la verdadera naturaleza del renacimiento y la reforma protestante, y cómo Satanás consiguió arrasar la Europa Católica y arrastrar para sus filas a gran parte de la humanidad.

Veremos cómo la Santa Iglesia se defendió con todas sus fuerzas por medio de la contrarreforma, y cómo se llevaron a cabo los primeros intentos de destrucción de la iglesia desde dentro.

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Hablaremos de la terrible persecución a la que se vio sometida por la revolución liberal en el perversamente denominado siglo de las luces.

Analizaremos la restauración católica y seguiremos el movimiento litúrgico desde sus inicios en el siglo XIX explicando su evolución y cómo fue siniestramente desviado para convertirlo en la daga satánica que se emplearía en el Concilio Vaticano II para doblegar a la Santa Iglesia Católica, y desgarrarla por completo por medio de la reforma litúrgica de 1969 que propiciaría el contexto adecuado para encubrir el último y más terrible golpe hasta el momento, la toma del papado.

Presentaremos todo esto sin escatimar detalles, para que ustedes puedan ser realmente conscientes del estado tan desesperado en el que se encuentra la Santa Iglesia Católica y el mundo a día de hoy, y comprendiendo esto, se vean movidos a cambiar de vida, dejar el pecado de una vez por todas, y comenzar a caminar por el camino de la santidad, tal y como Dios quiere.

Les exhortamos, hermanos, a permanecer firmes en la verdadera fe que la Santa Iglesia Católica enseñó durante casi dos milenios y a defender con todas sus fuerzas y hasta la muerte, la Santa Misa, que es el Sacrificio de la Nueva Alianza y el Tesoro más preciado de la Santa Iglesia Católica, antes de que también nos sea arrebatado.

Y sin más preámbulos, comencemos con el primer capítulo.

Como explicamos en nuestro programa, La Santa Misa Tradicional, la Eucaristía fue instaurada por Nuestro Señor la noche antes de su Pasión durante la última cena. Constituía el Sacrificio de la Nueva Alianza, en el que Nuestro Señor mismo, una vez para siempre, se sacrificaría en el ara de la Cruz recibiendo el castigo de nuestros pecados para abrir de nuevo las Puertas del Cielo a la humanidad desterrada.

Los Apóstoles con Pedro como cabeza, habían recibido en la Última Cena el mandato y el poder de celebrar el Sacrificio de la Nueva Alianza, que se constituía como el tesoro, fundamento y corazón de la Santa Iglesia Católica.

Ciertamente, la Santa Misa posibilitaría a toda la humanidad estar presente en ese lugar Glorioso del calvario en el momento más importante de la historia, participar de la liturgia celestial de forma velada, junto con los ángeles y santos, y recibir a Dios mismo en nuestras almas para obtener la fuerza necesaria para superar nuestra naturaleza pecadora, avanzar por el camino de la santidad, y un día, si Dios quiere, llegar a ser admitidos en el Reino de los Cielos.

De hecho, como afirma Mons. Klaus Gamber, en su obra “Vueltos hacia el Señor”:

“La liturgia celeste y la terrestre no son más que una.”

Y comprendiendo esto, los Apóstoles y sus sucesores, tal y como demuestran los documentos más antiguos, se esmeraron desde un primer momento en celebrar con la mayor dignidad posible la Santa Misa, respetando fielmente el mandato de Nuestro Señor.

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Y en este punto alguno pudiera pensar:

Pero vamos a ver: ¿No es cierto que la última cena se llevó a cabo en una sala, como una comida fraterna, con Nuestro Señor rodeado de sus apóstoles sentados alrededor de una gran mesa?

Y si esta es la primera Misa de la historia, la Misa que Dios quiso hacer ¿cómo se pudo pasar de eso a la Santa Misa Tradicional que explicasteis en la serie sobre liturgia?

O mejor aún, ¿por qué la Iglesia Católica no ha mantenido el culto original y ha creado otra cosa artificialmente? ¿No sería necesario volver a los orígenes y recuperar la pureza de la celebración inicial para agradar al Señor?

Pues bien, he aquí la primera de las cuestiones que es vital aclarar.

Estos razonamientos que pueden parecer perfectamente lícitos, bienintencionados y lógicos, parten de una premisa errónea, que es precisamente la imagen de la última cena que se ha difundido. Esta será la principal herramienta de engaño empleada por Satanás a lo largo de los siglos para seducir a la humanidad, atacar el tesoro de la Santa Misa y arrojar al infierno a innumerables almas.

A lo largo de los capítulos de esta serie verán como la aparición y aplicación de estas premisas provocará la mayor parte de los males que la Santa Iglesia ha sufrido.

Y como por desgracia no podemos solucionar el mal pasado, arrancaremos esta cizaña de raíz para que al menos no pueda causar más daño en el futuro.

El cardenal Ratzinger en su libro “El espíritu de la liturgia” afirma:

“Con respecto a la Última Cena, la imagen que se da de ella es, como poco imprecisa.”

Escuchemos lo que dice en este sentido, el liturgista Louis Bouyer:

“La idea de que la celebración versus populum (de cara al pueblo) es la forma original, y sobre todo, la idea que se tiene de la ultima cena, se basa simplemente en una concepción equivocada de lo que podía ser una comida, fuera o no cristiana, de la antigüedad.

En los comienzos de la era cristiana, el que presidía una comida jamás se sentaba en frente de los demás comensales. Todos estaban sentados o recostados, en el lado convexo de una mesa en forma de sigma o de herradura. Por tanto, a nadie de la antigüedad se le hubiera ocurrido la idea de ponerse versus populum para presidir una comida. Es más, el carácter comunitario de un convite se acentuaba precisamente mediante la disposición contraria: a saber, mediante el hecho de que todos los participantes se encontraban en el mismo lado de la mesa.”

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Por su parte, Mons. Klaus Gamber en su obra “Vueltos hacia el Señor” nos aporta más detalles:

“En tiempo de Jesús, y aún siglos más tarde, se empleaba o una mesa redonda o una mesa en forma de sigma (en semicírculo). La parte delantera quedaba libre para permitir servir los distintos platos. Los convidados estaban sentados o acostados detrás de la mesa semicircular. A este efecto utilizaban divanes o un banco, en forma de sigma. El sitio de honor no estaba, como pudiera pensarse, en el centro, sino a la derecha (in cornu dextro). El segundo sitio de honor estaba enfrente.”

Y en este punto el Cardenal Ratzinger, en su obra “el espíritu de la liturgia” hace una aclaración fundamental:

“Los términos comida o convite no pueden describir adecuadamente la Eucaristía. No cabe duda de que el Señor introdujo la novedad del culto cristiano en el marco de un banquete pascual judío, pero nos encomendó la repetición de lo nuevo y no del banquete en cuanto tal. Por tanto, lo nuevo se separó muy pronto de su antiguo contexto y encontró su forma propia.”

Por la autoridad recibida de Nuestro Señor Jesucristo y bajo la inspiración del Espíritu Santo por medio del cual habían sido revestidos, los Apóstoles y sus sucesores debían solemnizar el Sacrificio Eucarístico de Nuestro Señor por medio de un conjunto de ritos y ceremonias, configurando así el Acto Litúrgico por excelencia de la Nueva Alianza que derogaba todos los ritos anteriores ya que realizaba y realiza lo que anteriormente solo se prefiguraba.

No se trataba de crear un culto nuevo a partir de la Última Cena, ni tampoco de repetir la Última Cena tal y como fue, sino extraer del rito judío es decir, de la antigua alianza que quedaba derogada, aquello que era propiamente católico, y que constituía la Nueva Alianza entre Dios y los hombres.

Como afirma el Cardenal Ratzinger, en su obra “La fiesta de la fe”:

“Se consideró como un gran don de la fe cristiana el saber cuál es el culto adecuado, la forma auténtica de glorificar a Dios a través del camino de la cruz (…) y esto, tomando parte plenamente en la Eucaristía, en la cual la Encarnación conduce a la resurrección.”

Ya en la Didaché, o Doctrina de los Doce Apóstoles, escrita hacia el año 70 después de Cristo, se recogen algunas plegarias, usos y formas litúrgicas todavía vigentes en la Santa Misa Tradicional.

Pero es en La Traditio Apostolica de San Hipólito, documento que data del 235 después de Cristo, donde se puede probar inequívocamente la existencia de una tradición litúrgica ininterrumpida desde la época apostólica hasta nuestros días.

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En dicho documento, que contiene valiosas explicaciones litúrgicas de los diferentes sacramentos y de las costumbres de las comunidades de aquel período, se encuentra el Canon de la Santa Misa más antiguo que ha llegado hasta nuestros días.

No vamos a leerlo entero por su extensión, pero para que se hagan una idea, escucharán la traducción de las primeras palabras del Prefacio de este Canon, que son un dialogo entre el sacerdote y sus ministros que no tardarán en reconocer:

- El Señor esté con vosotros.

- Y con tu espíritu.

- Elevad vuestros corazones.

- Los tenemos en el Señor.

- Demos gracias al Señor.

- Es digno y justo.

Sin embargo, pese a que, la Tradición Apostólica se mantuvo intacta e ininterrumpida por casi dos milenios, hubo un dato, concretamente el principal rasgo de la liturgia primitiva, que en los últimos tiempos fue perversamente ocultado para justificar toda clase de nuevas invenciones.

Como explica Mons. Klaus Gamber en su obra “Vueltos hacia el Señor”:

“La idea según la cual el Altar terrenal era una imagen del arquetipo celestial ante el Trono de Dios, ha determinado su disposición y la posición del sacerdote ante él.”

De esta forma, la santa misa desde su instauración, así como la oración privada de los fieles estaba orientada al este, y por tanto, se puede afirmar inequívocamente que nunca se llevó a cabo en los primeros siglos un culto versus populum, orientado hacia el pueblo. Tanto las oraciones privadas como la Santa Misa, estaban orientadas hacia Dios, como debe ser.

Veamos algunos testimonios de esto.

Nos explica el cardenal Ratzinger en su obra “el espíritu de la liturgia”:

“La oración dirigida al oriente fue considerada en la iglesia antigua como una tradición apostólica. (…) Es seguro que se remonta a una época muy temprana y que siempre se consideró como un rasgo característico de la liturgia cristiana (igual que ocurriría con la oración privada).”

Se sabe con certeza por el testimonio de Tertuliano en su libro titulado “Apologética” que ya alrededor del año 200 y probablemente desde el inicio, los cristianos

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"rezan en dirección al sol naciente."

Es decir, vueltos hacia el oriente, hacia el este.

San Juan Damasceno, doctor de la iglesia del siglo VI nos deja un testimonio de gran valor teológico:

“No es por simplismo o por azar que oramos vueltos hacia oriente… Puesto que Dios es luz inteligible y que en la Escritura Cristo es llamado Sol de justicia y Oriente, para darle culto es necesario volverse al oriente. La Escritura dice: Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y allí colocó al hombre que había plasmado. Buscando la antigua patria y tendiendo hacia ella, rendimos culto a Dios. También la tienda de Moisés tenía el propiciatorio vuelto hacia el oriente. Y la tribu de Leví, que era la más insigne, acampó en la parte vuelta hacia oriente. En el templo de Salomón la puerta del Señor se hallaba vuelta hacia oriente. Finalmente, el Señor clavado en la cruz miraba hacia occidente y por eso nosotros nos postramos hacia oriente, mirando hacia Él. En el momento de ascender al cielo fue elevado hacia el oriente, así lo adoraron los discípulos y así vendrá de nuevo, en el mismo modo en que lo vieron subir al cielo. Como lo dijo el mismo Señor: “Como el relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre” (Mt 24, 27). Por eso, esperando su venida, nos postramos mirando hacia oriente. Se trata de una tradición no escrita, que se deriva de los Apóstoles”.

El Cardenal Ratzinger en su obra “El espíritu de la liturgia” confirma este testimonio afirmando que:

“La dirección hacia el oriente quedó indicada por la Cruz. (…) Orar en dirección al oriente significa salir al encuentro del Cristo que viene. (…) Es oración de esperanza, es rezar caminando en la dirección que nos indica la vida de Cristo, su Pasión y su Resurrección. (…) El sol simboliza al Señor que volverá, en el último amanecer de la historia.

En el apocalipsis de Juan (cap 1, versículo 7) se dice:

“ Mirad: el viene entre las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén.”

Finalmente nos encontramos en el evangelio según san Mateo (cap 24, vers. 30) con las siguientes palabras del Señor:

“Entonces al final de los días brillará en el cielo la señal del Hijo del Hombre; y todas las razas de la tierra se golpearán el pecho, viendo venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”.

La señal del Hijo del Hombre, de Aquel al que traspasaron, es la cruz que ahora se ha convertido en la señal de la victoria del Resucitado. De este modo, se funden el simbolismo de la Cruz y el del oriente; ambos son la expresión de una misma fe en la

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cual la conmemoración de la Pascua de Jesús se hace presencia y le ofrece la dinámica de la esperanza que sale al encuentro de Aquel que ha de venir.”

Y como nota al margen para evitar malentendidos, hemos de aclarar que cuando las Sagradas Escrituras y el Cardenal Ratzinger hablan de la aparición de la Señal del Hijo del Hombre antes de su Segunda Venida, no se refieren a ninguna clase de aviso, ni a nada que tenga que ver con las mentiras diseminadas por tantos falsos profetas y profetisas a día de hoy. Se refieren a lo que siempre ha enseñado el Magisterio de la Iglesia: que tras la reducción a cenizas de este mundo y la creación entera, todos los seres humanos que alguna vez pisamos la faz de la tierra resucitaremos en carne, y tras la resurrección de los muertos, el Cielo se abrirá para el Juicio Final, y veremos justo antes de la aparición del Temible Juez, la Santa Cruz en la que tanto padeció Nuestro Señor como señal de Gloria para los Santos y primera prueba incriminatoria contra los réprobos, ya que con sus pecados hicieron inútil hasta la Pasión de Cristo.

Pero volvamos al tema que nos corresponde.

La orientación de la oración y la unión entre oriente y Cruz será una de las características que afectarán a la arquitectura de los primeros templos. Pero habrá que esperar unos siglos para eso.

Al dispersarse los Apóstoles, la verdadera fe y la Santa Eucaristía, se fueron extendiendo por todo el mundo conocido.

Como explica Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“Del siglo I al siglo XIII, los pueblos se fueron convirtiendo a medida que atendían a esta predicación, y el número de los que hicieron de esta luz la norma de sus vidas fue cada vez más grande. Sin duda, hubo fallas, fallas de naciones y fallas de almas. Pero esta nueva concepción de la vida se convirtió en la ley de todos, ley que los que se extraviaban, no perdían de vista y que todos conocían, todos sentían que era necesario volver nuevamente a ella cuando se descarriaban.”

Y con respecto a la Santa Misa, explica Mons. Klaus Gamber en su obra “Vueltos hacia el Señor”

“En los primeros siglos, cuando el número de miembros de la comunidad era aún restringido, se conservó la misma disposición de los asientos de la Última Cena, tanto más cuanto que ella correspondía a las costumbres de la época. Muchas iglesias domésticas de la Iglesia primitiva, cuyos restos se han encontrado, lo prueban claramente. En el centro de una habitación relativamente pequeña (poco más de 5 x 12,5 metros) se encuentra un banco de piedra semicircular capaz para quince o veinte personas.

En los pueblos, en que el número de fieles era más elevado, había que añadir mesas suplementarias. El obispo y los presbíteros se sentaban en una de ellas, los fieles en

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otras, separados hombres y mujeres. En la Epístola a los Gálatas (cap 2, vers 11-12), el Apóstol San Pablo reprocha al Apóstol San Pedro el sentarse con los judíos convertidos, separado de los paganos convertidos.

Aquí es conveniente distinguir bien entre la celebración del AGAPE (comida fraternal) y la de la EUCARISTÍA, que primitivamente se hacía a continuación del ágape, y más tarde la precedió.

Mientras que para la cena común, el ágape, estaban sentados en las mesas, para la celebración eucarística se levantaban y se colocaban detrás del celebrante que permanecía ante el Altar, como lo prescribe expresamente la Didascalia de los Apóstoles, una instrucción del siglo II, que exige que se vuelvan estrictamente hacia el Oriente.

En el estadio siguiente, una vez suprimida la comida fraternal (hacia el siglo IV) desaparecen las mesas. En lo sucesivo los fieles se sentaran en bancos dispuestos a lo largo de los muros de la Iglesia. La mesa del Altar, se convierte en un Altar de piedra.”

¿Y qué propició este cambio? ¿Cómo es que la Santa Misa se empezó a celebrar en casas manteniendo la forma de la Última Cena y después en el siglo IV comenzaron a aparecer sin más las primeras basílicas?

Para comprender esto, hemos de analizarlo en el contexto histórico de los primeros siglos.

Como explicábamos al inicio del programa, Satanás siempre ha tratado de mantener a la humanidad sometida bajo su yugo. No iba a permitir por tanto que recuperase la gracia perdida en su caída y pudiese llegar a ser admitida de nuevo en el Reino de los Cielos.

Por ello, desde un primer momento, se lanzó violentamente contra Nuestro Señor y sus discípulos, hasta el punto de provocar que la Santa Iglesia Católica y con ella, la Santa Misa, nacieran y crecieran en medio de las más terribles persecuciones.

Ya saben que en el mismo momento de la instauración de la Eucaristía, uno de los Apóstoles, elegido para ser ministro de Cristo y sacerdote de la Nueva Alianza, Judas Iscariote, inspirado por Satanás, se reveló contra el Señor y tras una comunión sacrílega, lo entregó por unas míseras monedas a los enemigos de la fe para que lo crucificasen.

Pero aquello que iba a ser la derrota más humillante, se convirtió en la mayor de las victorias.

La muerte de Nuestro Señor en la cruz propició la apertura de las puertas del Reino de los Cielos que Satanás quería evitar, y tras su Gloriosa Resurrección, la Santa Iglesia Católica, bañada por la preciosa Sangre de los Mártires, y alentada por su valiente y firme testimonio, se fue extendiendo por el mundo entero.

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El Maligno no solo fue derrotado por Cristo, sino también por todos aquellos a quienes él mismo quería hundir por medio de la persecución, los tormentos y la muerte.

“Ellos le vencieron en virtud de la Sangre del Cordero y por la palabra del testimonio que dieron, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.”

(Libro del Apocalipsis cap. 12, vers. 11)

Los Santos Mártires entregaron su vida voluntaria y gozosamente por amor a Dios. El propio San Pablo, que también fue mártir, en su Carta a los Romanos capítulo 5, versículos del 3 al 5 exhortaba a los fieles a resistir firmes en la fe hasta su último aliento, diciendo:

“Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no nos defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.”

Y por ello, por la fe firme e inquebrantable de los primeros católicos aun en medio de las más terribles persecuciones, se mantuvo en todas las comunidades locales la celebración de la Santa Misa con un rito más o menos uniforme, rito que iba a cristalizarse en el curso de los tres primeros siglos, durante la persecución romana, en cuatro grandes tipos: el Antioqueno, el Alejandrino, el Romano y Galicano, que tenían en común lo fundamental, y ciertas particularidades propias en cuestiones secundarias.

No perdamos de vista, que en estos primeros siglos la Santa Misa era un culto prohibido, por lo que su celebración se llevaba a cabo de manera oculta en casas privadas y en los tiempos en los que la persecución se recrudeció, se mantuvo viva en las catacumbas.

Como recoge la Enciclopedia Católica de 1907, en la acepción “Historia del Altar cristiano”:

“Los primeros Altares de piedra fueron las tumbas de los Mártires enterrados en las catacumbas. La costumbre de celebrar la Misa sobre las tumbas de los Mártires se puede remontar, muy probablemente, al primer cuarto del siglo II.”

En el año 313 después de Cristo, por medio del Edicto de Milán, el emperador Constantino, decreta el fin de la persecución a los cristianos y la Santa Iglesia pudo por fin gozar de paz y mostrar públicamente su culto.

Se comenzó así con la construcción de las primeras basílicas católicas por todo el imperio, en honor de los Mártires más famosos.

La idea del Altar de piedra se universalizó, y si no podía construirse directamente sobre la tumba de un Mártir, bajo el mismo, se disponían algunas reliquias de los Santos martirizados.

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Es posible que esta costumbre haya sido sugerida por el mensaje del Libro del Apocalipsis capítulo 6, versículo 9:

"Vi debajo del Altar las almas de los degollados por la Palabra de Dios".

De hecho, la Enciclopedia Católica de 1907, afirma que:

“La losa de piedra que encerraba la tumba del Mártir sugirió el Altar de piedra y la presencia de las reliquias del Mártir debajo del Altar fueron las responsables de la estructura sepulcral inferior conocida como la confesión.”

Que fue llamada así, por ser los Mártires los confesores de la fe.

El "Liber Pontificalis" le atribuye al Papa Félix, que estuvo en el Trono de San Pedro, del año 269 al 274, un decreto al efecto, que establecía que la Santa Misa debía celebrarse sobre las tumbas de los Mártires.

Esta costumbre se mantuvo a lo largo de los siglos, de forma que podemos leer en las rubricas de un Misal de 1947:

“El Altar debe ser de piedra, al menos la piedra consagrada que contiene las reliquias; siendo como es Jesucristo, piedra angular.”

Y hasta en los Misales publicados en 1960 bajo el pontificado de Juan XXIII, se decía:

“En todo Altar fijo o móvil, se colocan algunas reliquias de Santos Mártires y otros Santos”

Sin embargo, en la constitución Sacrosanctum Concilium, constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, se decreta –sin determinar el modo y sin justificación alguna- la revisión total de todo lo establecido.

Leemos en su punto 128:

“Revísense cuanto antes, junto con los libros litúrgicos, de acuerdo con el artículo 25, los cánones y prescripciones eclesiásticas que se refieren a la disposición de las cosas externas del culto sagrado, sobre todo en lo referente a la apta y digna edificación de los templos, a la forma y construcción de los altares, a la nobleza, colocación y seguridad del sagrario, así como también a la funcionalidad y dignidad del baptisterio, al orden conveniente de las imágenes sagradas, de la decoración y del ornato. Corríjase o suprímase lo que parezca ser menos conforme con la Liturgia reformada y consérvese o introdúzcase lo que la favorezca.”

En capítulos siguientes explicaremos como se pasó de la Liturgia más sagrada de la historia a la desolación litúrgica actual.

Pero no nos desviemos del tema que nos ocupa en este capítulo.

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Es importante considerar, tal y como afirma el Cardenal Ratzinger en su obra “El espíritu de la liturgia”, que:

“El Altar junto al ábside mira hacia el oriente, y al mismo tiempo, forma parte de él.”

De esta manera, la orientación de las naves de las basílicas, y en definitiva, de los templos, no era algo casual, sino que se hacía para propiciar que toda la comunidad allí reunida, sacerdote incluido, celebrasen la santa misa orientados hacia el este, mirando no solo al punto cardinal, sino al Altar, donde se ofrecía el Verdadero y Santo Sacrificio de Nuestro Señor Sacramentado a Dios Padre por medio del Espíritu Santo, para mayor gloria de Dios y salvación de las almas.

Prosigue el Cardenal Ratzinger:

“De este modo, se introduce el Cielo en la comunidad reunida, o más bien, la lleva más allá de sí misma, introduciéndola en la Comunión de los Santos, de todos los lugares y de todos los tiempos. El Altar es el lugar del Cielo abierto, que no cierra el espacio del templo, sino que lo abre a la Liturgia Eterna. El Altar significa la entrada del oriente en la comunidad reunida y la salida de la comunidad de la cárcel de este mundo a través del velo ahora abierto, significa participación en la Pascua, en el paso del mundo a Dios que ha abierto Cristo.”

La idea de la unión del simbolismo del oriente con la Cruz de Cristo y su Venida en Gloria al final de los tiempos, provocó la inclusión de dos elementos nuevos en el templo.

Mons. Gamber, en su obra “Vueltos hacia el Señor” los describe:

“Según la concepción tradicional, la representación en el ábside del Hijo de Dios en gloria y la Cruz sobre o encima del Altar son elementos esenciales de la decoración del Santuario. Jamás se puso en duda que la mirada del sacerdote celebrante debía dirigirse, durante la ofrenda del Sacrificio, hacia el oriente, hacia la Cruz y la representación de Cristo transfigurado.”

Y como explicábamos en el programa de la Santa Misa Tradicional, la Santa Misa no es solo sacrificio, en ella se integraba la liturgia sacrificial del templo de Jerusalén con la liturgia de la palabra de la sinagoga, y de esta manera, la Palabra, se convertía también en un elemento fundamental del Templo Católico.

El Cardenal Ratzinger en su obra “El espíritu de la liturgia” lo explica:

“A la Torá se le añaden los Evangelios que son clave para entender el significado de la Torá. El escrito de la Palabra, se convierte en el trono del Evangelio que, naturalmente no deja abolidas las Escrituras, ni las deja de lado, sino que las interpreta de modo que estas constituyen también las Escrituras de los cristianos, sin las cuales el Evangelio carecería de fundamento. (…) La cátedra a ellos asociada, paso de ser la cátedra de Moisés, a ser la silla del obispo.”

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Además, prosigue Ratzinger:

“Se mantiene la costumbre sinagogal de cubrir el Escrito con un velo para expresar la santidad de la Palabra. De este modo resultó completamente natural el rodear también el segundo lugar sagrado, el Altar, con un velo.”

Y de hecho así se hizo en los templos de los primeros siglos.

El fin de la persecución, propició también la aparición de los primeros Sagrarios, por lo que se demuestra que la costumbre de reservar el Sacratísimo Cuerpo de Cristo, no es un invento medieval.

Estos primeros Sagrarios tenían una forma diferente a la actual: se denominaban Palomas Eucarísticas, estaban hechas de oro puro y se colgaban de modo que quedasen suspendidas sobre el Altar, uniendo también la Presencia Real de Cristo a todo el simbolismo anterior y constituyendo un culto versus Deum, un culto realmente orientado hacia el Señor, no ya solo simbólicamente.

En la obra atribuida a Anfiloquio, titulada “la vida de san Basilio”, cuenta lo siguiente de este obispo del siglo IV:

“Basilio, habiendo llamado a un orfebre, le hizo hacer una paloma de oro puro en la cual depositó una porción del cuerpo de Cristo y la suspendió encima de la mesa santa.”

Y continúa más adelante:

“Cuando dividió el pan consagrado en tres partes, deposito la tercera parte en una paloma dorada que estaba suspendida encima del Altar.”

Igualmente como muestra el Liber Pontificalis, Su Santidad el Papa San Silvestre, que estuvo en el Trono de San Pedro del año 314 al 331 describió el uso de la Paloma Eucarística, aunque esta vez en lugar de estar suspendida, reposaría sobre una pequeña columna.

“En el mismo tiempo Augusto Constantino hizo una basílica, según el ruego del obispo silvestre, al apóstol San Pedro, (…) hizo (…) una patena dorada con una torre de oro purísimo con una paloma, adornada con piedras preciosas de color verde y con jacintos y margaritas que son en número CCXV (215)”

Asimismo, existían otras palomas similares suspendidas sobre los Baptisterios para guardar en ellas los Santos Crismas.

Con esto, tenemos ya esbozada la idea de lo que sería el templo católico primitivo.

Mons. Klaus Gamber en su obra, vueltos hacia el Señor explica:

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“La estricta orientación de las iglesias, tal como se encuentra a partir de los siglos IV y V, no hubiera tenido sentido, si no hubiera estado en correlación con la orientación de la plegaria.”

Por lo que la arqueología de los primeros tiempos es un testimonio innegable de la Tradición Apostólica de la orientación de la oración.

San Juan Damasceno, doctor de la iglesia del siglo VI, así lo afirma:

"En su Ascensión, [El Señor] se elevó hacia el Oriente y de esta forma fue adorado por sus Apóstoles, y así regresará, de la misma manera que le vieron subir al cielo, como el mismo Señor lo ha dicho: "como el relámpago que salta del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre (Mat. 24,27). Porque le esperamos, le adoramos vueltos hacia el oriente". He aquí una tradición no escrita de los apóstoles".

Pese a los innumerables testimonios que no ya solo prueban la existencia de esta tradición apostólica, sino que la hacen innegable, como hemos explicado, los agentes del maligno negando la verdad y ocultando las evidencias, remitiéndose a los manipulados estudios de falsos expertos, emplearon la supuesta vuelta a los orígenes para justificar sus innovaciones, y poder encubrir sus verdaderas intenciones: la destrucción del culto establecido por el Señor y la instauración de un culto blasfemo obra de hombres.

De hecho, Mons. Klaus Gamber, en su obra “Vueltos hacia el Señor”, afirma rotundamente:

“Se puede probar con certeza que jamás ha habido ni en la Iglesia de Oriente ni en la de Occidente celebraciones versus populum (de cara al pueblo) sino que siempre todos se volvían hacia el oriente para rezar, ad Dominum (hacia el Señor). La idea de un cara a cara entre el sacerdote y la asamblea en la misa se remonta a Martin Lutero.”

Y aunque no corresponde en este capítulo hablar de dicho hereje, si vamos a tomar uno de sus argumentos, por ser común a todos los innovadores. Se trata del supuesto problema de la basílica de San Pedro en Roma, que según ellos justificaría su falsa teoría de la celebración versus populum (de cara al pueblo) de los primeros tiempos.

Pero dejemos que sea el propio Cardenal Ratzinger por medio de su obra “El espíritu de la liturgia” quien nos plantee esta cuestión:

“Las investigaciones topográficas han revelado que la basílica de San Pedro estaba orientada hacia occidente. De modo que, si el celebrante quería mirar a oriente –tal y como exige la tradición litúrgica cristiana-, tenía que estar detrás del altar, y en consecuencia, miraría hacia el pueblo. En cualquier caso, por influencia directa de la basílica de San Pedro, se puede ver esta disposición en toda una serie de iglesias.

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La renovación litúrgica del recién acabado siglo ha hecho suya esta presunta posición del celebrante para desarrollar una nueva idea de forma litúrgica. De acuerdo con ella, la Eucaristía tiene que ser celebrada versus populum (de cara al pueblo); el Altar – como puede deducirse de la configuración de san Pedro considerada como normativa – se ha de erigir de tal manera que el sacerdote y el pueblo puedan mirarse unos a otros y juntos constituyan el circulo de los celebrantes. Solo esta forma haría justicia, además, a la imagen originaria de la Última Cena.

Estas conclusiones parecen tan convincentes que después del concilio, que no habló de una disposición cara al pueblo, se han erigido nuevos altares por todos sitios; la orientación de la celebración versus populum aparece hoy, por así decir, como el verdadero fruto de la renovación litúrgica llevada a cabo por el Vaticano II. De hecho, es la consecuencia más visible de una nueva forma, que significa no solo una mera distribución de los lugares litúrgicos, sino que implica también, una nueva idea de la esencia de la liturgia en cuanto comida comunitaria.

Es evidente que, de esta manera, se ha tergiversado el sentido de la basílica romana y de la disposición de su Altar.”

Y en su libro "El rito y el hombre", Louis Bouyer escribe:

"La idea de que la basílica romana era la forma ideal de una iglesia cristiana, porque permitía una celebración donde sacerdotes y fieles estuviesen cara a cara, es un completo contrasentido. Sería lo último en que hubiesen pensado nuestros antepasados"

Mons. Klaus Gamber, por su parte, nos explica en su obra “Vueltos hacia el Señor” un poco más sobre los templos que, influenciados por la Basílica de San Pedro, tenían su entrada al este, y por tanto, su ábside y Altar, orientados al oeste, incumpliendo aparentemente la norma de orientación.

“Del hecho de que en algunas de estas últimas basílicas hubiera sitio detrás del Altar para el celebrante, a veces se ha deducido que éste se colocaba en ese lugar y que por consiguiente estaba vuelto hacia el pueblo.

Ahora bien, esta es una conclusión manifiestamente errónea, como se puede demostrar de manera irrefutable con la ayuda de los resultados de las excavaciones arqueológicas. ¿Si no por qué se habrían construido estas iglesias exactamente en dirección del Este?”

Claramente, la orientación de las naves de todas las iglesias en la línea este-oeste, y no de otro modo, es un testimonio arqueológico irrefutable de una orientación del culto, tuvieran el ábside en el oriente o en el occidente.

Pero dejemos que Mons. Klaus Gamber, nos siga explicando esta cuestión.

En su libro, “Vueltos hacia el Señor” se recoge la siguiente pregunta:

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“Cuando el sacerdote se colocaba "detrás" del Altar en las iglesias, que tienen su ábside en dirección al occidente, como San Pedro de Roma, ¿no tenía lugar una celebración "cara al pueblo"?”

Y él responde:

“¡No! En efecto, durante la Plegaria Eucarística (Canon Missae), no sólo el celebrante sino también los fieles se volvían hacia el Oriente, como lo hizo observar San Juan Crisostomo: Todos miraban en dirección a las puertas abiertas de la iglesia, por donde penetraba la luz del sol naciente, símbolo de Cristo Resucitado, que vuelve.

A parte de la veneración particular que el constructor de estas Basílicas, el emperador Constantino, tenía por el Sol naciente, un pasaje del profeta Ezequiel (cap. 43, vers. 1) influyó también de manera especial:

"Él me ha conducido al pórtico oriental; y he aquí que la gloria del Dios de Israel llega del Oriente".

Así estando abiertas las puertas de la Basílica hacia el oriente, se esperaba que Cristo viniese a participar en la celebración de la Eucaristía, de la misma manera que después de su Resurrección Él se apareció varias veces a sus discípulos mientras comían (Evangelio según san Lucas cap. 24, vers. del 36 al 49; Evangelio según san Juan cap 21; Hechos de los Apostoles cap. 1, vers. 4).”

Entonces, ¿quiere esto decir que en las iglesias cuya entrada estaba situada al oriente, los fieles daban la espalda al Altar?

Nos responde Mons. Gamber:

“Puesto que en las basílicas, que tenían su ábside en dirección al Occidente y el Altar en medio de la nave, los fieles se colocaban en las naves laterales y no volvían la espalda al Altar. Cosa en todo caso impensable, por el respeto que se tenía a la santidad del Altar. Sin embargo, podían volverse sin dificultad hacia el Oriente (en dirección a la entrada) con una ligera rotación del cuerpo. Aún en el caso inverosímil de que, durante la plegaria eucarística, los fieles no hubiesen mirando hacia la entrada sino hacia el Altar, no hubiese existido sin embargo un cara a cara con el sacerdote, pues el Altar estaba en la antigüedad oculto por los velos, durante este período de la misma.”

Así pues, no nos pueden quedar dudas.

La Santa Misa desde los primeros tiempos fue una oración versus Deum, y orientada al este, esto lo prueban, como hemos visto, diversos testimonios de los primeros siglos y la propia arquitectura de las primeras basílicas.

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Pero antes de seguir adelante en la narración, tenemos que hablar de otra de las muchas mentiras que los enemigos de la fe han difundido sobre la Santa Misa primitiva, mucho más perniciosa si cabe que la del culto versus populum. Hablamos de la forma en la que los primeros católicos recibían la Santa Comunión.

Siempre se nos ha dicho que en los primeros tiempos los fieles recibían la Comunión en la mano. Pero hemos de decir que esto es MENTIRA, y los múltiples testimonios a lo largo de la historia lo confirman.

Su Santidad el Papa San Sixto I, en el año 115 d. C., decretaba lo siguiente:

"Las Sagradas Especies no son para ser manipuladas por otros que no estén consagrados al Señor".

Otro Santo Pontífice, su Santidad San Eutiquiano que estuvo en el trono de San Pedro del año 275 al 283, decretaba:

"Prohíban a los creyentes tomar la Sagrada Hostia en la mano".

A mediados del Siglo IV, San Basilio el Grande, Doctor de la Iglesia, escribió:

"No hace falta demostrar que no constituye una falta grave para una persona comulgar con su propia mano en épocas de persecución cuando no hay sacerdote o diácono.”

Lo que implica afirmar que recibir la Santa Comunión en la mano en otras circunstancias que no fuesen la persecución, era una gravísima falta. De hecho, este Santo reiteró en varias ocasiones esta única excepción:

"El derecho de recibir la Santa Comunión en la mano es permitida solamente en tiempos de persecución".

Y ya el Concilio de Zaragoza celebrado en el año 380 decretaba el siguiente anatema:

"Excomúlguese a cualquiera que ose recibir la Sagrada Comunión en la mano."

Y el Sínodo de Toledo, celebrado poco después, confirmaba esta sentencia.

Otro doctor de la Iglesia, S. Agustín, de Hipona, en una de sus cartas a Jenaro, con respecto a la tradición de la comunión en la boca, escribía:

“Sería locura insolente, el discutir qué se ha de hacer cuando toda la Iglesia Universal tiene ya una práctica establecida.”

Otro Papa Santo del siglo V, el Papa San León Magno, afirmaba tajantemente:

"Enérgicamente defendemos y requerimos a los creyentes obediencia en cuanto a la práctica de administrar la Sagrada Comunión en la lengua del creyente." (…) "Se recibe en la boca lo que se cree por la Fe"

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Y el Magisterio de la Iglesia en esta materia, ha sido invariable a lo largo de los siglos.

Por poner unos ejemplos, el Sínodo de Rouen, del año 650, en el que se decretaba:

"Condenamos la comunión en la mano para poner un límite a los abusos que ocurren a causa de esta práctica, y como salvaguarda contra sacrilegios."

El sexto Concilio Ecuménico en Constantinopla, celebrado entre 680 y 681, volvía a incluir este anatema:

"Prohíbase a los creyentes tomar la Sagrada Hostia en sus manos, excomulgando a los transgresores".

Y por su parte el Sacrosanto Concilio de Trento, confirmando el magisterio de la Santa Iglesia con respecto a la Comunión en la Boca declaró que:

"El hecho de que sólo el sacerdote da la sagrada Comunión con sus manos consagradas es una Tradición Apostólica".

Y Tradición Apostólica no significa invento apostólico, sino decreto divino que Nuestro Señor Jesucristo entregó a sus apóstoles por ser estos pilares de la Santa Iglesia Católica que Él fundó. Queda demostrado con el propio Magisterio de la Iglesia, que la comunión en la Boca fue no solo la práctica común, sino la forma obligatoria de recibir la Sagrada Comunión desde los tiempos apostólicos, condenándose como un pecado gravísimo digno de excomunión el recibir la Comunión en la mano.

Como veremos en el capítulo siguiente, la idea de introducir la Comunión en la mano proviene de la herejía protestante y tiene como objetivo la profanación del Sacratísimo Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo y hacer que los fieles que acuden a las fuentes de la salvación incurran en excomunión directa.

Pero volvamos al tema que nos corresponde en este capítulo.

Veíamos como con el fin de la persecución romana la Santa Iglesia pudo sacar su culto a la luz. Pero no pensemos que los tiempos de paz iban a ser épocas más tranquilas para la Iglesia. Más devastadoras para las almas que la propia persecución romana, fueron las herejías que inspiradas por Satanás, que amenazaron a la Santa Iglesia y a su Liturgia desde sus orígenes.

Así pues, de manera paralela a la Sucesión Apostólica, Satanás fue llamando y arrastrando a la herejía a ministros de Cristo de todos los tiempos, y tratando de infiltrar gnósticos y paganos en las filas de la Iglesia para perpetuar su doctrina del error y condenar a las almas que consiguieran arrastrar con ellos.

Para ello, se readaptó la doctrina gnóstico-pagana, para darle una apariencia cristiana que le permitiera pasar desapercibida, e inyectar así el veneno del error al mayor número de almas posible.

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El sacerdote Julio Meinvielle incluye en su libro “De la cábala al progresismo”, una comparación entre la concepción católica de la realidad, con la versión cristiana del gnosticismo pagano, que aunque puede adoptar muchas formas y no solo la que presentaremos, la mentira de fondo siempre es la misma: la exaltación del ser humano sobre Dios.

Comparemos pues los puntos fundamentales para que perciban las principales diferencias.

La Verdad Católica Enseña

La Mentira Gnostico- luciferina enseña

Punto 1: Sobre la Naturaleza de Dios

“La existencia de un Dios personal, inteligente y libre, trascendente al

mundo.”

“La inmanencia de Dios en el corazón del hombre y del mundo.

[que es en realidad] Ateísmo o panteísmo que diviniza al mundo o hace del mundo apariencia de la

divinidad.” Punto 2: Sobre el origen del mundo y el ser humano.

“Dios es la causa eficiente del hombre y del mundo cuya realidad saca de la

nada.”

“El mundo y el hombre son hechos de la substancia de la divinidad.”

Punto 3: Sobre la relación entre Dios y la humanidad

“Dios destina al hombre a su unión eterna con lo divino, dándole por la

gracia un destino que supera todas las exigencias de su ser.”

“El hombre está divinizado en su naturaleza. El hombre es Dios.”

Punto 4: Sobre Nuestro Señor Jesucristo y el objetivo de la vida terrena del ser humano.

“El hombre habiendo perdido el estado de gracia primitivo, puede recuperarlo adhiriéndose a Jesucristo, Dios hecho hombre, quien en virtud de su pasión y

muerte, le devuelve la gracia santificante.”

“El hombre saca su divinización de sí mismo, pero Jesucristo puede

indicarle el camino de cómo ha de sacarla de sí mismo. El hombre es de por sí, un gnóstico. Jesucristo, primer

gnóstico, es un paradigma de la divinización del hombre.”

Punto 5: Sobre la salvación

“Jesucristo ha instituido en la iglesia su Cuerpo Místico, el único medio de

salvación del hombre quien, por sí mismo y de sí mismo, se encuentra en

estado creatural y de pecado. El hombre, de por sí, va al pecado y a la

ruina.”

“El hombre se salva de por sí, y en sí, entregándose a la autonomía y la

libertad de su realidad interior que es divina. No necesita a la Iglesia, al

menos a una Iglesia contrapuesta al mundo.”

Punto 6: Sobre la realidad del mundo y del hombre.

“Existen necesariamente en virtud del orden establecido por Dios, dos

realidades: una que no salva al hombre y otra que lo salva. El hombre tiene en la actual providencia dos dimensiones,

una profana y natural y otra sacramental y sobrenatural.”

“No siendo necesaria la Iglesia para la salvación del hombre, no existe

otra realidad ni otra dimensión que la puramente humana y la del mundo.”

Punto 7: Sobre la naturaleza de la Iglesia.

“La Iglesia existe como institución fuera y por encima del mundo en virtud

de los méritos de Jesucristo, y es imprescindible para alcanzar la

salvación.”

“No existe sociedad trascendente al hombre mismo y al mundo.”

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Como ejemplos de herejías del primer siglo podemos nombrar a la secta de los Nicolaítas, condenada severamente por el Señor en el libro del Apocalipsis, que surgió de la traición de Nicolás, uno de los siete primeros diáconos ordenados por los Apóstoles para el servicio de la Iglesia, compañero del primer Mártir San Esteban.

Este diacono, Nicolás, terminó predicando un culto elitista, con tendencia a la gnosis, que iba en contra de toda autoridad apostólica, y poseía una falta total de valores morales, exaltando el libre desahogo de las pasiones en lugar de la mortificación de la carne enseñada por Nuestro Señor. Esta secta terminó fusionándose con los ofitas gnósticos en el siglo II.

Y como intento de infiltración en el primer siglo tenemos en los Hechos de los Apóstoles, el caso de Simón el mago, que era un líder religioso gnóstico que pretendía conseguir el poder de invocar al Espíritu Santo para sus propios fines.

Con el paso de los siglos las sectas heréticas se multiplicaron, y no vamos a pararnos a explicar todas ellas, sino únicamente las más significativas.

Uno de los peores golpes que recibió la Santa Iglesia Católica en los primeros siglos, fue dado por un sacerdote de Alejandría llamado Arrio, que despechado por no haber alcanzado la dignidad episcopal, comenzó a predicar las ideas gnósticas, afirmando entre otras cosas las siguientes mentiras:

Que Jesucristo no era propiamente Dios, sino la primera criatura creada por el Padre con la misión de colaborar con Él en la obra de la creación. Pero podía ser considerado en cierto modo como un Dios por los hombres, ya que por sus méritos fue elevado por el Padre al rango de Hijo suyo, y por ello, era superior en su naturaleza al resto de las criaturas, pero inferior al Padre por ser creación suya.

Esta herejía de Arrio se difundió como la pólvora hasta el punto de arrastrar con ella a la mayoría de la cristiandad, de modo que gran parte del mundo se vio privado de sacerdotes y obispos realmente católicos.

Tal fue el cisma provocado, que la Santa Iglesia Católica se vio obligada a convocar en el año 325, escasamente 12 años después del fin de las persecuciones del Imperio Romano, un concilio, conocido como el Concilio de Nicea para salvaguardar la integridad de la doctrina y proteger las almas.

En este concilio se redactó el conocido Credo Niceno, que añadía al credo de los apóstoles los dogmas correspondientes a la Santísima Trinidad, que bien conocen:

“Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza que el Padre por quien todo fue hecho.”

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Fueron años muy turbulentos, y pese a todos los intentos de la Santa Iglesia Católica por acabar con dicha herejía, el arrianismo perduró amparado muchas veces por las mismas autoridades políticas. Y del propio arrianismo nacieron otras muchas sectas, que llegaron a afectar en muchos lugares a la propia liturgia, pues trataban de imponer al mismo nivel que los santos ritos, elementos profanos que eran obra de hombres.

En el año 366 después de Cristo, fue elevado a la Cátedra de San Pedro, en palabras de San Jerónimo:

"Un hombre puro, que fue elegido para dirigir a una Iglesia que debe ser pura".

Se trataba del Papa San Dámaso I, que tomó una serie de medidas para mantener intacto el tesoro de la verdadera fe y guardar las almas.

De este modo excomulgó a los obispos adheridos al arrianismo, anatematizó los errores y condujo a los miembros de la Santa Iglesia de nuevo a la unidad de la doctrina, decretando una serie de instrucciones litúrgicas que trataban solventar las intrusiones heréticas que se habían producido en diversos lugares y salvaguardar así la fidelidad a la Tradición Apostólica.

Asimismo, tras otro concilio, el Concilio de Roma del año 382, el Papa San Dámaso I decretó el canon de las sagradas escrituras con la lista del Nuevo Testamento de San Atanasio y los libros del Antiguo Testamento de la Versión de los LXX; y encomendó a San Jerónimo la fidedigna traducción de las Sagradas Escrituras al latín, idioma común para toda la Iglesia.

Para quien no lo sepa, la Versión de los Setenta, es una traducción realizada en el siglo III del Antiguo Testamento del original hebreo al griego. Los libros incluidos en dicha versión, eran aquellos pertenecientes al canon judío que más comúnmente se empleaba en la época de Nuestro Señor. De hecho, este era el canon judío que fue empleado por Nuestro Señor mismo y sus apóstoles, siendo así que 300 de las 350 referencias al Antiguo Testamento que se encuentran en el Nuevo, fueron tomadas de la versión alejandrina.

Con respecto al Canon del Nuevo Testamento, este comprende los libros y cartas divinamente inspiradas que fueron escritos por los Apóstoles en el siglo I, e inmediatamente extendidos por todo el orbe católico hasta el punto de que en el siglo II ya solo por las citas presentes en las obras de diversos autores, prácticamente pueden reconstruirse en su totalidad.

Sin embargo, ante grave peligro que se cernía sobre a las almas por el hecho de que los herejes trataban constantemente hacer pasar por canónicos y divinamente revelados, multitud de libros gnósticos que ocultaban su naturaleza tras el nombre de santos conocidos, numerosos obispos en sus cartas trataron de prevenir este mal, advirtiendo a sus fieles.

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Y finalmente, San Atanasio, obispo de Alejandría, redactó la lista de los 27 libros del Nuevo Testamento que la Santa Iglesia había considerado como canónicos desde los inicios, librando así a las almas del peligro de los apócrifos.

Según escribía este Santo en las notas que acompañaron a la lista de los 27:

“Los libros apócrifos (…) son inventos de los herejes, que escriben de acuerdo a su propia voluntad, y gratuitamente les asignan y añaden fechas, para que, ofreciéndolos como escritos antiguos, ellos puedan tener una excusa para desviar a los simples.”

Con esto pueden deducir por qué a día de hoy, estos escritos apócrifos fueron presentados como los descubrimientos del siglo, reeditados y publicados de nuevo adquiriendo fama mundial, arrastrando a la perdición a muchos incautos.

Para prevenirse de todos estos engaños, es importante que entiendan que la Santa Iglesia Católica fundada por Cristo, precede al Nuevo Testamento, y que es la misma Iglesia Católica, con la autoridad que ha recibido de Nuestro Señor y bajo la custodia del Espíritu Santo, la que establece el Canon de las Sagradas Escrituras y su correcta interpretación de acuerdo con la Tradición Apostólica recibida, es decir, con todas aquellas enseñanzas con las que Nuestro Señor instruyó a los Apóstoles que no quedaron recogidas por escrito en los Evangelios.

Las Sagradas Escrituras no son las que dan la autoridad a la Santa Iglesia, sino al revés. Por ello es tan importante cuidar la versión de las Sagradas Escrituras que tienen en sus manos, como explicaremos en los siguientes capítulos.

Por el momento, quédense con este dato: La traducción llevada a cabo por San Jerónimo en el siglo IV, es la conocida como La Vulgata, la Vulgata de San Jerónimo. Así que si pueden, háganse con esta versión.

Volviendo al tema que nos corresponde, como nota más destacable de este Santo Pontífice, el Papa san Dámaso, logró el apoyo del Imperio Romano, y de este modo, el 27 de febrero del año 381, por medio del Edicto de Tesalónica, decretado por el emperador Teodosio, el catolicismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano.

Y así, junto con la cristianización del imperio, el Rito Romano se extendió por todo Occidente, aunque sobrevivieron durante un tiempo dos ritos occidentales con características propias, pero idénticos al Romano en lo fundamental. Estos ritos son el rito Mozárabe y el rito Ambrosiano.

Mons. Klaus Gamber en su artículo “Ritus Romanus et Ritus Modernus” escribe:

“La única cosa sobre la cual los Romanos Pontífices no cesaron de insistir fue la importancia para todos de adoptar el Canon Missae Romanae, dado que dicho canon se remonta nada menos que al mismo Apóstol Pedro. Más por lo que concierne a las

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otras partes del Ordo, como para el Proprium de las varias Misas, respetaron el uso de la Iglesias locales. Hasta San Gregorio Magno (que fue papa del 590 al 604) no existió un misal oficial con el Proprium de las varias Misas del año.”

Y en su obra “La reforma de la liturgia romana”, Mons. Gamber explica:

“El Papa San Gregorio elaboró, basándose en antiguos libros litúrgicos, un nuevo Sacramentario para el año. Además en otro libro, puso en orden el canto litúrgico que se conoce por su nombre, "canto gregoriano".”

Ciertamente, por orden del Papa San Gregorio Magno, se escribió el conocido como “Sacramentario Gregoriano” que era un libro litúrgico que recogía los textos que tradicionalmente eran recitados por el obispo o por el presbítero en la celebración de la Santa Misa y de los Sacramentos. Y no solo no se contentó San Gregorio con poner en orden las oraciones que debían cantarse; sino que arregló también el canto vocal con el que se oraba desde tiempos apostólicos para conservarlo, estableciendo en Roma una escuela de cantores. Por esta razón, este canto se conoce como canto gregoriano, no porque él lo haya creado, sino porque él fue quien le dio el impulso que lo conservaría hasta nuestros días.

Tiene que quedar claro, además, que el Papa San Gregorio magno no instituyó nada nuevo en el Sacramentario, lo que hizo fue poner en mejor orden el sacramentario del Papa Gelasio que se observaba desde un siglo antes a San Gregorio. Y el mismo Gelasio tampoco es el primer autor de las oraciones, pues él mismo refirió su antigüedad al origen apostólico.

Lo cierto es que nadie se atrevió a cambiar en sustancia el Canon de la Misa, siendo así que las únicas variaciones llevadas a cabo en el mismo fueron 2 desde sus orígenes, y no sin considerable ruido.

El Papa san León Magno añadió únicamente 4 palabras al final de la oración “Supra quae propitio”:

“Sanctum Sacrificium, Immaculatam Hostiam.”

Y san Gregorio añadió en el “Hanc Igitur” la siguiente petición:

“Diesque nostros in tua pace, disponas.”

Podemos imaginarnos lo que podrían suponer estas adicciones al total del Canon, que hemos explicado en nuestra serie de la Santa Misa Tradicional. Sin embargo, estas adicciones, fueron por muchos consideradas como excesivas, pero dado que no quitaban ni una sola coma de las Santas Palabras, se mantuvieron como divinamente inspiradas.

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De hecho, desde san Gregorio, se mantuvo absolutamente intacto el Canon y los pontífices siguientes únicamente se atrevieron a añadir la palabra “Amén” al final de algunas oraciones que lo componen, no sin crear revuelo.

Lo cierto, es que lo único que se puede decir que fue obra de los Santos Padres, es el proprio de la misa, es decir, las oraciones variables de ésta que dependen de la fiesta que se celebre. Por ello, el Sacramentario Gregoriano se fue enriqueciendo a lo largo de los siglos con aportaciones al Proprio de la Misa sin alterar el Ordinario.

A partir del siglo doce, el por así decirlo Misal Romano sufrió nuevamente influencias locales que constituyeron variantes, muy secundarias, de la fuente común romana: como por ejemplo las de Lyon, Treves, y un largo etc. De hecho, el estudio de los Misales de la Edad Media nos enseña que casi cada catedral tenía su propio Misal, con sus particularidades litúrgicas, que no eran sino pequeñas variaciones en el Proprio y adiciones de pura ornamentación y devoción en función de las fiestas y solemnidades locales, pero ninguna de estas particularidades constituía un rito verdaderamente distinto. Todas pertenecían al tronco común original del rito Romano.

Mons. Klaus Gamber, en su obra, “La reforma de la liturgia romana”, nos explica:

“A través de los tiempos, muchos Papas le han añadido [al Misal] ciertas modificaciones en su redacción, como lo hizo desde el principio el Papa San Dámaso (cuyo pontificado tuvo lugar entre los años 366-384) y sobre todo más tarde San Gregorio el Grande (que fue Pontifice entre el año 590 y el año 604).

La liturgia dámaso-gregoriana ha permanecido en vigor en la Iglesia Católica Romana hasta la reforma litúrgica actual. (…) Las modificaciones introducidas en el Misal Romano durante casi 1.400 años no han tocado el rito propiamente dicho. Al contrario de lo que estamos viviendo hoy, solamente se trató de un enriquecimiento en las nuevas fiestas, en formularios de misas y en ciertas oraciones.”

Y ciertamente desde San Gregorio Magno, se considera el texto, el orden y la disposición de la misa como una tradición sagrada que nadie se atreve a tocar, salvo en detalles secundarios.

Pero Mons. Klaus Gamber va incluso más lejos, afirmando que:

“La liturgia romana ha permanecido a través de los siglos casi inalterable en su forma inicial, simple y austera.”

La Santa Misa Tradicional, fue de hecho, el culto establecido por el Señor y no un invento de hombres como muchos afirman.

La Santa Misa fue considerada como el primero y más sagrado de los tesoros de la cristiandad y llegado el momento, de la denominada Civilización Católica, que existiría como tal desde que se instauró el catolicismo como la religión oficial del Imperio Romano en el siglo IV hasta el fin de la Edad Media.

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De esta forma, como explica Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“Nuestro Señor Jesucristo, era el doctor escuchado, el guía seguido, el rey obedecido. Sus derechos eran reconocidos oficialmente por los príncipes y por los pueblos, que lo declaraban hasta en sus monedas. Sobre todos estaba grabada la cruz, la augusta señal que el ideal cristiano había introducido en el mundo, que era el principio de la nueva civilización, de la civilización cristiana que debía regir, el espíritu de sacrificio opuesto al ideal pagano, al espíritu de gozar que había inspirado a la civilización antigua y pagana. A medida que el espíritu cristiano penetraba en las almas y en los pueblos, almas y pueblos subían dentro de la luz y dentro del bien, ellos se elevaban y veían su felicidad a la altura a que los llevaba. Los corazones se volvieron más puros, los espíritus más inteligentes, los inteligentes y los puros introdujeron en la sociedad un orden más armonioso. El orden más perfecto trajo una paz más general y más profunda; la paz y el orden generaron la prosperidad, y todas estas cosas daban mayor espacio a las artes y a las ciencias, que son reflejos de la luz y de la belleza de los Cielos.”

Fue la época de la construcción de las grandes catedrales, en las que todos los pueblos se esmeraban en ofrecer lo mejor al Señor, y en buscar la santidad.

Sin embargo, poco tardarían en aparecer los problemas, y en oscurecerse la luz de la época más gloriosa de la historia.

Como apunta Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“El impulso dado a la sociedad por el cristianismo comenzó a retrasarse en el siglo XIII: la liturgia lo constata y los hechos lo demuestran. En un primer momento se detuvo, luego retrocedió. Este retroceso o más bien esta nueva orientación se manifestó pronto y tomó un nombre, RENACIMIENTO, renacimiento del punto de vista pagano del ideal de civilización. Y con el retroceso vino la decadencia.”

La hora de las tinieblas había llegado, y pronto comenzarían a cambiar las cosas.

Prosigue Mons. Delassus:

“El paganismo, habiendo empujado al género humano por la pendiente que el pecado original lo había conducido, decía que el hombre está sobre la tierra para gozar de la vida y de los bienes que este mundo le ofrece. El pagano no ambicionaba, no buscaba nada más allá que el goce de la vida; y la sociedad pagana estaba organizada con el fin de procurarse estos bienes tan abundantes y esos placeres tan refinados o incluso hasta groseros a que pueden llegar, y solamente para aquellos que estaban en condiciones de obtenerlos. La civilización antigua se basaba en este principio, todas sus instituciones se sustentaban, sobre todo, en dos pilares, la esclavitud y la guerra. Y ya que la naturaleza no era lo bastante generosa, y sobre todo, porque en esa época, no se había cultivado desde mucho tiempo y lo suficientemente bien para obtener todos los disfrutes deseados, el pueblo fuerte sometía al pueblo débil, y los ciudadanos

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hacían esclavos a los extranjeros e incluso a sus hermanos para proveerse de las fuentes de riqueza e instrumentos de placer.”

De esta manera, el paganismo, que fuera el instrumento satánico para la dominación de los pueblos y las almas, resurgía de sus cenizas. La santidad de las naciones católicas, que había resistido durante este tiempo a las incursiones de las hordas paganas dentro de sus fronteras, comenzaba a tambalearse desde dentro.

Y la humanidad, se veía obligada a optar de manera más consciente que nunca, por uno de los dos bandos que estaban enfrentados desde la Creación misma, tal y como explicaba san Agustín en su obra “la Ciudad de Dios”:

“Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el menosprecio de Dios, fundó la ciudad terrena y, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismo, fundó la Ciudad de Dios.”

O dicho de otro modo:

“El egoísmo llevado hasta el menosprecio de Dios constituye la sociedad comúnmente llamada “el mundo”, el amor de Dios llevado hasta el menosprecio de sí mismo produce la santidad y puebla la “ciudad celestial.”

La ciudad terrenal, la ciudad mundana, se iba a enfrentar de manera más directa que nunca con la civilización católica, la Ciudad de Dios, al final de la Edad Media y dicho enfrentamiento cada vez más violento, llegaría hasta nuestros días, en los que vivimos la aparente victoria de las huestes del Maligno que ya han doblegado y casi aniquilado a la Santa Iglesia Católica.

Y en esta guerra todos formamos parte activa, seamos conscientes o no.

Si durante nuestro tiempo en este destierro, vivimos cumpliendo cada segundo la voluntad de Dios para con nosotros, tal y como siempre la ha enseñado la Santa Iglesia Católica, y demostramos con obras que amamos a Dios hasta llegar al desprecio de nuestra propia vida, estaremos combatiendo en el ejército victorioso de Cristo, que aunque sufra las terribles penalidades en este destierro terminará alcanzando la Gloria de la Salvación Eterna.

Si en cambio, durante nuestra vida terrenal nos dedicamos a vivir según nuestro antojo y malgastamos el precioso tiempo que se nos ha dado en los placeres mundanos demostrando que nuestro amor propio es tal que nos conduce hacía el menosprecio de Dios mismo, estaremos siguiendo el ejemplo de Lucifer mismo, y de manera consciente o no, militando en sus huestes, cuyos miembros serán irremediablemente condenados al fuego eterno en el Juicio Final.

En el capítulo siguiente, proseguiremos avanzando en la historia, y explicaremos como se las ha ingeniado Lucifer para engañar y arrastrar a sus filas a la mayor parte de la Europa Católica.

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Pero por favor, no demoren su conversión hasta entonces.

Estamos en medio de la batalla más sangrienta de la historia de la humanidad.

¿En qué bando quieren combatir? ¿Por Cristo o por Lucifer?

Y si desean combatir por Cristo, ¿Por qué hasta ahora se han comportado como si fuesen las mismas huestes del Maligno?

Recuerden que el infierno está lleno de buenos propósitos y de palabras bonitas, pero a Dios no le sirven las excusas.

Éste es el día del Señor, éste el tiempo de la misericordia.

Si quieren servir a Dios, comiencen a ser santos hoy mismo, porque mañana puede ser demasiado tarde.

Tal y como dice Nuestro Señor en el evangelio según san Mateo, capítulo 7, versículos 13 y 14.

“Ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran.”

Crucen por la puerta de la salvación mientras ésta continúa abierta, porque un día será cerrada para siempre y entonces habrá llanto y rechinar de dientes.

Somos Sanguis et Aqua,

Que la Paz y sobre todo la Verdad de Cristo, estén con todos ustedes.

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Sanctus Deus, Sanctus Fortis, Sanctus Immortalis

Miserere nobis et totius mundi.