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Las innumerables ideas, sentimientos, opiniones, preguntas, explicaciones y remedios que gravitan en torno a la actual crisis llenan páginas de periódicos, asoman en los escaparates de las librerías, despuntan en las parrillas de los medios y se convierten en trending topics. De esta forma, la crisis se ha convertido en drama y en información sobre el drama al mismo tiempo. “Pero, ¿no estaremos consumiendo crisis, verdad?”, me pregunto ante los ojos de Naia.
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© Alvaro Salazar
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El brillo de tus ojos, Naia
Camino entre columnas.
Cada columna es un verso, cada hilera una estrofa, y todas
juntas (sí, por instantes es posible imaginárselas juntas) for-
mamos la letanía de las lamentaciones.
Y yo, que no soy sino una más de esas columnas y mi voz
una más de ese gran coro, hablaré ahora de los lamentos:
Nuestro lamento es de culpa. Pues hemos pecado: por
mí culpa, por encima de mis posibilidades, por mí
grandísima culpa. Y ya solo el dolor que nos aflige y que
nos infringen podrá purificarnos y llevarnos más allá de
este presente de culpa y de dolor.
Nuestro lamento es también de miedo y de soledad en
el miedo, y el arrullo de nuestro lamento es el consuelo
que nos dispensamos en esta travesía disparatada, sin
puerto al que arribar ni al que poder regresar (pues la
rosa de los vientos hoy adorna los pechos de esas muje-
res con rostro de pasmo que asoman por las ventanas).
Nuestro lamento, a la postre, es de pérdida. Pues
hemos visto morir a las utopías y su esperanza, y la de-
cencia y la vergüenza han muerto también, y la protec-
ción que nuestros padres nos legaron ha sido barrida
por el viento de estos tiempos y, en su lugar, alzamos la
gran incertidumbre que legamos a nuestros hijos. Nues-
tro lamento es, entonces, la banda sonora de la derrota.
(¿Pero qué sería del templo y de su muro sin nuestras
lamentaciones?).
Somos, pues, columnas. Y desfilamos y nos congregamos y
elevamos nuestro lamento a modo de efímero y mutuo con-
suelo mientras aguardamos, entre expectantes y sobrecogi-
dos, la llegada del gran Rescate.
(Yo he visto asomar, por detrás de las columnas, un ros-
tro desesperado y he percibido la vacuidad de nuestras
manifestaciones y he sentido vergüenza de nuestra va-
na retórica que exige lo que no estamos dispuestos a
dar).
Estamos abonados:
Y la melancolía trabaja ya con el barro de nuestra me-
moria para ofrecernos sus mullidos y espurios refugios...
Y nuestros ojos se han acostumbrado ya al vacío y a la
nada, meros resplandores donde danzan los señuelos...
Y nuestras manos se aferran a la arena, y su textura y
propiedades nos imparten sus lecciones, la inconsisten-
cia de las cosas...
Y nuestras manos se aferran también al agua, y su tex-
tura y propiedades nos imparten igualmente su ense-
ñanza, continúo fluir, precariedad, fragmentación y
abandono...
Y las metáforas disponen de alas y nos prestan su ale-
teo, y aleteamos permanentemente insatisfechos...
(De manera que eso es lo que somos: meras columnas plan-
tadas sobre arenas movedizas).
...
Al vagar en la mañana de estos días aciagos, con la negra
desesperación y la mezquindad acuestas, vi el prodigio coti-
diano de unos ojos de niña de apenas tres meses de vida
(tres meses: apenas el tiempo que dura una temporada de
cualquiera de esas series de zombis, vampiros, dragones,
drogas, crimen, marginalidad, mundos paralelos o catástrofes
que asoman por las ventanas).
La niña se llama Nadia y en sus ojos alumbra el brillo. Y de-
tengo mis pasos de columna y mi voz de columna calla (pues
el brillo de sus ojos me plantea sus preguntas):
¿Te complaces en el sufrimiento y engordas las audien-
cias de la desesperación?
¿No ves salidas a este callejón sin salida?
¿Estimas en poco tu estatura al compararla con la
enormidad de los gusanos, de las larvas, de las cucara-
chas, de las sanguijuelas?
¿Desconfías de tu hermano y repudias su color y sus
creencias y los juzgas ajenos y te vuelves hacia las
identidades más allá de las tumbas?
¿Te cuesta dar y recibir y pedir ayuda o prestarla y decir
lo siento o decir te quiero y te vuelves hacia la banalidad
de las innovaciones que se suceden, las unas a las
otras, como las olas del mar?
(Tal vez seamos ya demasiado viejos, pienso)
Naia, sus ojos, me dice que mi tiempo y el suyo es el mismo,
que el tiempo que vendrá comienza ahora:
El Libro del Eclesiastés dice: todo tiene su momento... y
nada nuevo bajo el sol.
Y Whitman, ¡quién sino!, dice: yo no hablo del comienzo
ni del fin... ímpetu, ímpetu, ímpetu. Siempre el ímpetu
procreador del mundo.
Y lo que fue, eso será. Pues siempre es el principio.
Una, y otra, y otra vez más.
Y del estiércol brotará de nuevo la vida, el desafío in-
menso de su anchura, el inmenso vértigo de su profun-
didad. Por siempre. Una vez más.
Y los atardeceres, de nuevo, serán rojos de sangre. Y
los amaneceres serán también rojos de sangre otra vez.
Y si islas hemos de ser (en los atardeceres y en los
anocheceres rojos de sangre, y en el ancho día y en la
ancha noche), seremos islas coralinas, y formaremos, tú
conmigo y yo contigo, arrecifes de coral, y el ancho mar
se verá sembrado de archipiélagos. Compañero.
Naia me mira, y el brillo de sus ojos me exhorta. Basta ya de
lamentos: tú tiempo es mi tiempo, me dice.