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1 El día de vuelta Septimio

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El día de vuelta

Septimio

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El propio moro se ha hecho a la mar, y viene aquí a Chipre, con mando absoluto.

(Shakespeare, Otelo)

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El Castigo era ligero como una hoja seca en el agua, pero poderoso cuando abatía las corrientes y las olas, siempre dispuesto a obedecerle a su capitán que se negó a virar el rumbo cuando la vida de ambos comenzó a irse a pique. Juntos habían navegado las mares de esa costa lluviosa y tenían más de un secreto qué contarles a los hombres y mujeres que miraban desde los muelles arrimar a la pequeña nave y desembarcar a su tripulación con historias de correrías y contrabandos, de tempestades súbitas o mañanas sin viento que se prolongaban a veces tantos días como botellas de licor hubiese en las estanterías de las menguadas tiendas. A menudo el capitán iba adelante, con su renguera apenas notoria, y se sentaba a sotabanco en la tienda de algún pueblo a reprender a sus hombres por algún motivo o a entusiasmarlos con el largo viaje que les esperaba.

Para los habitantes de esas largas orillas, donde los moluscos menstruaban y nadie había olvidado el último maremoto ni la última guerra doméstica, la de El Castigo era una tripulación de condenados felices que bien podían desgarrar los cielos toda una noche con una canción desafinada o entregarse a la más brutal de las reyertas en las que el capitán siempre hacía relucir su arma, una barbera de cuidadoso filo, cuando la ocasión se ponía turbia. Salvo Pedro Nazareno, que abominaba las refriegas, los musculosos marineros sabían cuándo entrar en combate. “Un mal arreglo siempre es mejor que un buen pleito”, decía Nazareno para bajar los ánimos y alejar sin riesgo a los contendientes de turno.

Para muchos, el capitán era capaz de volverse invisible con su barco. No por algo había dejado con un palmo de narices y con el mástil roto al velero Malpelo, de Estancos y Aduanas, que lo había perseguido en aguas colombianas por el cargamento que traía desde Panamá, pregonado como uno de los más grandes de los que el capitán había guardado jamás en su balandra.

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-¡Detengan ese cochino barco y déjennos registrar su bodega! –le gritó el capitán del barco aduanero, con una bocina de latón en la boca.

-¡Deténgalo si puede! –contestó el capitán Pandales haciendo bocina con sus manos.

Era una apuesta insensata. El Malpelo, de dos palos, estaba ya encima de la balandra; desde la proa del buque aduanero se podía brincar a la popa de El Castigo sin riesgo de caer a las aguas saladas, a menos que por falta de habilidad o suerte el osado marinero se partiera una pierna al caer sobre las duras tablas. Pero el capitán Pandales resistía, harto le había costado la mercancía que llevaba: lozas, paños de buena ley y vinos, preferidos por los europeos que tenían ya hijos y seguían añorando la tierra lejana, abandonada por la riqueza que encontraron en las orillas florecientes de este lado.

-¡Deténgase en nombre del Gobierno y de Dios!

La orden fue peor a para un hombre como el capitán Pandales que tenía fama de rebelde y descreído. “Creo en mi barco y en mis manos, y a veces más en mi barbera”, solía decir con los ojos zarcos puestos en el horizonte, más allá de los miserables asedios cotidianos que le tocaba padecer en tierra.

Los marineros seguían con atención los acontecimientos, dos desde los aparejos y el veterano Pedro Nazareno desde el pequeño puente en popa, todos listos para virar cuando el capitán lo ordenara con su voz de trueno.

Pero no les ordenó lo que esperaban. Le pidió al mocetón Antero Castro el Winchester de un solo tiro que guardaba engrasado en su litera. Pedro Nazareno, el mayor de los marineros y el único que se atrevía a reconvenirlo cuando la insensatez pasaba de la raya,

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le pidió que no iniciara esa batalla perdida, considerando las armas que habría en el Malpelo, capaces de perforarles el cuero a todos los allí presentes en un abrir y cerrar de ojos, si no era que usaban el cañón que portaban como advertencia para los levantiscos y como arma letal contra los barcos que desobedecían una orden del señor Gobierno.

-Las batallas se ganan o se pierden –le respondió el capitán-. Prefiero irme con buque y todo al fondo de estas aguas que pasar el resto de mi vida en una mazmorra. El que lo desee puede entregarse, para eso está el agua calma que lava cualquier cobardía.

Oculto tras la casamata del puente –una pequeña estructura poco usual en los barcos de ese tipo- , el capitán tuvo de nuevo suerte y puntería. Los tripulantes del Malpelo no habían sentido la necesidad -y ahora no tenían el tiempo suficiente para alistar sus armas- cuando una detonación de los demonios estrelló una bala contra la cruceta del palo mayor, a la que destrozó con algunos aparejos, obligando a los tripulantes a ponerse a salvo porque en principio creyeron que el barco se estaba destruyendo a consecuencias de una centella en medio de la calma.

El Castigo huyó a todo trapo, se escabulló por una de las tantas desembocaduras del río que primero tuvo a mano no sin antes recibir varios disparos en el casco y en el puente, que no le hicieron daño, debido a la distancia, y porque la bala del cañón pasó rozándole la popa, cuando ellos doblaban la punta de la boca de Charambirá.

La tripulación de El Castigo huyó con algún alboroto que se traducía en preocupaciones futuras: la persecución sería inevitable. En efecto, dos días después, cuando el barco de la Aduana reparó sus daños, se adentró por los enrevesados esteros por donde había

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penetrado la balandra, con su comandante decidido a enviar al fondo del mar a todos los desalmados tripulantes –vivos o muertos- con barco y todo. Conocedores de la hazaña, hombres y mujeres mintieron sobre la ruta que tomaba cada día El Castigo. “¿Vieron pasar por aquí esa balandra de los mil demonios?”, preguntaban los marineros del Gobierno, gente de montaña y de valles que conocieron el mar por primera vez cuando les entregaron un papel sellado con la orden de presentarse en un pequeño puerto del que apenas habían oído hablar en su vida. “Hoy no hemos visto ni siquiera a la madre de nosotros”, respondían los pescadores con insolencia cimarrona desde sus embarcaciones diminutas. “¿Han visto esa balandra enemiga?”, preguntaban en otra playa. “Por aquí pasó como alma que llevaba el diablo, pero no sabemos para dónde iba, si llevaba sal o si llevaba piedras”, contestaban desde las playas los nativos que se aproximaban a la orilla con los pies descalzos ante el llamado afanoso del Malpelo, altivos pero siempre temerosos de alguna retaliación, después de una guerra que había traído gentes de todos los bandos a pelear o a esconderse en esas orillas, hacía más de treinta años.

Guiado por pescadores, El Castigo se resguardaba en caños de agua impenetrables; rodaba de sur a norte y luego retrocedía, en un juego a las escondidas que traía sin alma a los perseguidores y sin resuello a los perseguidos. Pasaron a otro río más al sur, y anclaron frente a poblados indígenas donde recordaban el parentesco del capitán por la vía de su abuela Herminia Ismare que se había unido con el libre Antón Pandales cuando él vino en busca de curaciones para su asma con el jaibaná, hermano de Herminia, que lo curó para siempre. Nadie supo qué tanto habían hablado, pero cuando él estuvo a punto de partir, ella abordó la canoa de rancho alto y huyó de la tribu para seguirlo a los placeres mineros de Santa María de las Barbacoas.

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Otras veces dejaban abandonada la balandra en un manglar frondoso donde el agua se secaba por completo con el reflujo y dormían en la cabaña de algún cazador solitario que los entretenía con historias del diluvio y un guarapo tan fuerte que bien habría podido usarse para indigestar caimanes o para mantener encendidos los mechones de las luces de navegación.

Una noche de cerrada menguante salieron furtivamente a la mar, con los mechones apagados, derivaron hacia el sur y al día siguiente soportaron una tempestad pavorosa que hizo encallar la balandra contra un caserío de gente que cultivaba peces en grandes encierros de fibra de palma. Enfurecido, el capitán tomó la decisión de borrar el nombre de la proa, “para dormir en paz y para que el ánimo descanse como ordena la vida”, aun sabiendo que su balandra se distinguiría entre las pocas que todavía surcaban la Mar del Sur con una sola vela.

Pero luego de su atolondrada decisión se sintió desgraciado: por culpa de los hideputas del Gobierno se había convertido en un paria, en un sin nombre, en un don nadie. Durante noches interminables hizo sentar a sus marineros, a la luz de las estrellas si el cielo estaba despejado, o con la mínima luz de un mechón para mirarse a las caras y saber dónde estaba el cubo de aguardiente y brindar por la desgracia que había caído sobre sus vidas. Ordenó al músico de turno, Marcos Ayoví -porque siempre iba un guitarrista a bordo- que hiciera sonar esa guitarra con los toques más alegres de su repertorio pero no se olvidara de cantar esa canción ecuatoriana que hablaba de la rosa de los vientos y de un barco fantasma que no podía anclar en puerto porque de lo contrario lo arrojaría a las aguas o él mismo aumentaría su rencor y se lanzaría a las fauces de un lagarto.

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-Se morirá el caimán –le dijo sotto voce Pedro Nazareno a Antero Castro. Los ojos del capitán brillaron en la oscuridad. Había escuchado las palabras de su más antiguo marinero, pero se contuvo, el momento no estaba para broncas desatinadas entre ellos, con semejantes enemigos rondándolos: la autoridad, las noches demasiado oscuras, y sobre todo el anonimato.

El segundo día de mayo, marcado por una lluvia sin respiro, dejó de golpearse la cabeza contra la litera y juró acabar para siempre con su vida de contrabandista. Se entregaría en el puerto de San Andrés de Tumaco, pueblo formado por tres islas, porque él no había nacido para ser un hombre fugitivo en un barco sin nombre, lo juraba por sus difuntos padres y abuelos. Salió a cubierta con las huellas de las malas noches en el rostro. “¡Palabra de marinero!”, gritó a todo pulmón contra la mañana que parecía ser la primera del mundo y, como en los mejores tiempos, ordenó izar la vela única y navegar sin descanso desde Punta del Coco hasta los morros del sur, donde había comenzado su vida y donde esperaba que acabara, si los maleantes de este mundo no decidían otra cosa.

Desembarcó solo, caminó el corto trecho del muelle sobre las tablas carcomidas y se detuvo frente a la oficina de Estancos y Aduanas para decirles a los espantados funcionarios que hicieran con él lo que se les viniera en gana pero por nada del mundo lo condenaran a vivir en un barco fantasma. Prometía no volver a contrabandear en su vida, así tuviera que mendigar un flete o dedicar su barco a la pesca en mar abierto; doblegaría su orgullo para no tener que disparar otra vez contra un bien del Gobierno, con peligro de herir gravemente a un funcionario y ser condenado a cadena perpetua o muerto en un cruce de disparos, pregonado en los bandos como reo y declarado un facineroso hasta la quinta

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generación que llevaría el estigma marcado en la frente. Y no era esa la herencia que él quería dejarles a ninguno de los que llevara su apellido en esas tierras que limitaban al otro lado del mar con el Japón y al sur con los nidos de las ballenas y los fuegos interminables de La Patagonia.

Lo consideraron un prisionero peligroso, al que sólo liberaron tan pronto como llegó la respuesta de la lejana y flamante capital de la República. El capitán tenía fama de pendenciero y brujo, capaz de fugarse en un parpadeo por en medio de una nutrida tropa, por eso sus guardianes no osaron trasladarlo a la cárcel del pueblo. A la vez temían que una horda de demonios se aposentara en el calabozo donde el capitán respiraba su rabia y se negaba a veces a comer por la humillación que sufría, algo para lo cual no había nacido, la misma que había sufrido injustamente su padre por culpa de sus protestas y alianzas con los más sufridos en Santa María del Puerto de las Barbacoas, de donde salió cuando su vida peligraba por decisión de los clérigos y mineros de mayor poder que el de un artesano sin valía, allí donde en otro siglo los clérigos habían quemado las marimbas con el pretexto de los escándalos y libidinosidades de hombres y mujeres que escandalizaban al Señor, que eran vueltas a construir tan pronto los sacerdotes daban la vuelta, y hasta componían coplas burlescas que decían en buena forma la imposibilidad de acabar con sus largas bambuquiadas.

Quince días después, cuando llegó el telegrama de la jefatura en Santafé de Bogotá que ordenaba liberarlo, dada la palabra empeñada, no se supo quién estaba más alegre, si los guardianes o el capitán prisionero en la improvisada cárcel. A cambio el capitán cumpliría su promesa de no regresar a las malas andanzas y pagaría cien pesos por los daños ocasionados a la nave del Gobierno. El capitán fue a la bahía, llamó a gritos a la tripulación

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para que le enviaran el bote y sin dar explicaciones descendió a su litera por la escalerilla del puente. Los tripulantes regresaron con él a la Aduana y lo vieron pagar la multa, entregar el fusil y firmar innumerables papeles, todo con una sola frase: “Al buen pagador no le duelen prendas”. Era para verlo y no creerlo, dirían siempre que los tripulantes recordaran el incidente, con un capitán sumiso ante los sarcasmos de los empleados oficiales que aprovecharon para zaherirlo.

-Veremos si cumples tu palabra, zambo –le dijo el comandante serrano con una recia palmada en el hombro.

-Si encuentran otra balandra en alguna mala maniobra no será la mía –respondió el capitán-; mi palabra es sagrada y así como ahora me convierto en un ciudadano de ley, ustedes también deberán respetarme –concluyó. Fijó la mirada hacia el final del muelle inició el comienzo de sus viajes más cotidianos, pero de todos modos a las aguas y abismos de una mar que jamás se dejaba conocer del todo, cambiante como las mujeres y la Luna.

Y de nuevo, con las aguas despejadas, los tripulantes de El Castigo se retiraron al pueblo de Salahonda de la Isla del Gallo, estamparon otra vez el nombre en letras rojas sobre el casco negro y calafatearon las heridas producidas por las ramas de los árboles en los escondites y por las armas de los tripulantes del Malpelo en la huida. El Castigo volvió a navegar libre y sin temores, con una tripulación que esta vez consumió grandes tragos de aguardiente, no por nostalgia sino en nombre de las alegrías reprimidas; entonaron canciones con el acompañamiento de la guitarra de Marcos Ayoví y devoraron peces sierras agarrados en las cercanías de Gorgona con los sedales que siempre llevaban a bordo. Hubo también carnes de monte compradas en los mercados orilleros antes de comenzar

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su nueva vida, que por cierto, sin advertirlo el capitán, había comenzado muy cerca de la casa en la que viviría años después Ofelia Mina.

Exultante, con la euforia que no le cabía en el cuerpo, el capitán decidió, en mala hora, el día del solsticio de verano, poner la proa hacia la desembocadura de Los Brazos del río Xaija, lugar de minerías y antiguos palenques, porque había escuchado hablar de un ingenioso hombre nacido en el pueblo ilustre de la Villa de Guapi que había creado un aserradero moderno y había mandado a construir un buque movido por motores en los astilleros del Ecuador, de acuerdo con los nuevos tiempos, que por cierto tenían sin cuidado al capitán Josué Pandales mientras su barco anduviera derecho, tan derecho como se podía, limpio de mugre y de conchuelas en su casco, porque ésa era su ley a bordo y la acataba el marinero que pisaba su cubierta o debía perderse de su vista y asentar sus posaderas en otro barco.

El capitán y el patrón del aserradero se conocían. El industrial era hijo del interiorano Ferdinando Palacios y de la ribereña Lina Ibarbo, un matrimonio al que nadie se opuso porque el hombre vivía solo por esas orillas, a las que había llegado desde un pueblo llamado Chinchiná vendiendo baratijas y libros antiguos que narraban las guerras de un tal Carlomagno (Carlomano dirían los inéditos artistas del verso) y los sufrimientos de una tal Floripe, historias que los hombres se aprendían de memoria y devolvían en fluidas décimas o romances del más fino galanteo peninsular.

Fue por eso que quienes habían perdido la esperanza de conocer al capitán Pandales lo verían por primera vez en la proa de la balandra, bajo el sol de los últimos días de junio, con el cuerpo encorvado sobre la borda, midiendo con una pesada piedra atada a

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una cuerda el canal de entrada a ese río por el que había entrado solo una vez.

De su tripulación se supo demasiado aquella vez: que los hombres se hallaban regocijados por haber escapado de la persecución de la Aduana desde aguas panameñas, gracias al tiro de fusil que había derribado el mástil del Malpelo, y aunque los habían encarcelado bajo fuerte custodia, el capitán, su tripulación y su barco habían desaparecido una noche y luego las autoridades habían tendido que firmar un armisticio con el capitán, digno heredero de su padre Ángel Pandales, otro que no se paraba en pequeñeces para enfrentarse a la justicia.

Ninguna mañana volvería a ser igual en Los Brazos desde entonces. Los madrugadores del delta divisaron el casco negro, recién pintado, con su nombre en los costados de la proa e incluso en la popa, con la vela hinchada por el viento tempranero que impulsaba ese barco hacia el aserradero donde no debió llegar jamás, “porque fue mi ruina, la de todos”, como dijo una vez Ofelia Mina, todavía joven ante alguna amiga en su casa de la Calle de los Crespones, desde donde se divisaba el nuevo edificio de la Aduana, y lo repetiría siempre ante el flamante marinero mercante que años después heredaría su casa y le tocaría enfrentarse a los nuevos tiempos, tiempos que hirieron a la hermana, a la amiga, casi la madre del navegante de los tantos mares que no pudo conocer su lejano mentor Josué Pandales.

El capitán llegó derecho al aserradero. Se deslumbró ante la alta ramada con un motor atronador y una sierra circular que partía troncos de árboles como si se tratara de un juego. Regresó sobre sus pasos al primer piso de la alta casa, donde leyó: Aserradero San Antonio. Entró decidido, golpeó el suelo con sus botas de cuero y

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obligó al patrón del aserradero a levantar los ojos del documento que leía para encontrarse con la visita inesperada de Pandales a un sitio donde muy pocas cosas ocurrían, salvo los estrépitos de los animales salvajes cuando trasegaban en una noche oscura el pequeño poblado, o las celebraciones de la gente que no guardaba energías cuando se trataba de festejar un santo o un nacimiento.

-Es una alegría verlo, don Fernando, el dueño del aserradero moderno, envidia de los espantapájaros que todavía cortan madera con sierras de mano y no producen más que una carga para una canoa mal plantada.

-Muchos años sin verlo, capitán. ¿A qué debo su honrosa visita? –dijo Fernando Palacios con una voz que intentaba mermar el ímpetu del otro.

-Los negocios, señor Palacios. Las noticias de este aserradero me alcanzaron muy lejos, y aquí estoy a su disposición.

Fernando era mayor que el capitán y sus recelos lo hicieron vacilar lo suficiente como para que el capitán ganara un poco de osadía y le reclamara una silla a la joven que tecleaba en la Remington sin decir una palabra. La última vez se habían encontrado en la Villa de Guapi en medio de la algazara de la fiesta patronal, y el ahora dueño del aserradero le había ofrecido un trago que el capitán aceptó de buena gana, pero se alejó de él y sus amigos cuando le gritaron un viva al partido en el poder, “el ganador de las guerras pasadas y futuras”. “Entregaron a Panamá, partida de infelices”, dijo para sus adentros el capitán mientras se alejaba de la turba.

El patrón del aserradero aceptó la mano extendida del capitán, no sin antes lanzarle otra mirada escrutadora.

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-He dejado de contrabandear, señor Palacios, y un embarque de madera no me cae mal por estos tiempos sin provecho para una balandra que da de comer a varias familias.

El olor a madera fresca se juntaba ahora con el olor a tinta de la oficina y el de la colonia que usaba el maderero. El almanaque de una conocida marca de cigarrillos nacionales mostraba un lomo de hojas con letras negras y rojas, día a día, y la silueta de un indígena del país del norte. Romance ecuestre, rezaba la leyenda al pie de la estampa de un hombre y una mujer jóvenes, rubia ella, pelirrojo él, que de pie se miraban sonrientes y sostenía cada uno las riendas de un caballo.

-Llega a tiempo, capitán -musitó el hombre de piel curtida y el cabello algo crespo, negro y brillante. Ahora mismo tengo un cargamento y todavía no he contratado el embarque.

-Lo tomo, señor. Un barco fondeado no produce flete y hacienda que no da de comer a su dueño no vale un higo, como decía el señor hidalgo.

El empresario sabía de las predilecciones literarias del capitán y no quiso entrar en mayores honduras con alguien que leía y releía las aventuras del disparatado manchego.

-¿Pasó por el pueblo, capitán? ¿Escuchó las noticias de la política? Parece, querido capitán, que volveremos al poder y vamos a seguir en él durante muchos años.

El maderero había hablado sin mayor entusiasmo porque no quería discusiones de fondo con el hombre que parecía mirar siempre hacia el lado contrario y nadar contra todas las corrientes. Para que el capitán no se sintiera obligado a responderle le

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preguntó si se había entrevistado con su mujer Elena Valbuena, mujer interiorana que venía a veces al aserradero; él iba a buscarla cuando se le antojaba o los negocios lo obligaban.

-No, señor Palacios –dijo el capitán-. No tuve el placer de saludar a su dama porque no pude arrimar a la Villa de Guapi –y recordó que allá tenía amigos: Lavinia Beltrán y su marido Máximo, de manos enormes capaces de fracturar la mano del otro en un saludo; Pancho Góngora, medio ciego entre las estatuas que guardaba porque no cabían en la iglesia; Anselmo Ayoví, un comerciante viajero retirado, padre de Marcos, su marinero, y Pablo Paredes, el armador de La Velona, competidora de El Castigo en otras épocas.

-Ese pueblo prospera –dijo Fernando Palacios, como si el otro no existiera-, los curas le han dado una nueva cara. Mire nada más cómo se educan los muchachos y las muchachas que antes andaban sin ley ni Dios por las orillas. Hay ahora políticos importantes que son reconocidos en todo el país, hasta revista propia y escritores de periódicos nacionales tenemos. ¡En poco tiempo seremos tan importantes como cualquier pueblo interiorano!

Fernando conocía el resentimiento que Pandales, como su padre, profesaba a los curas y políticos. “Veleidades ateas”, decía la gente, pero lo respetaban. Y aunque habló como si su interlocutor, aunque distante, estuviera de acuerdo, porque se trataba de “civilización y progreso en tierras de indios y de negros”, tal como lo pregonaban los dirigentes militares, eclesiásticos y civiles en fiestas patrias y celestiales que en labios de ellos adquirían un sentido diferente al de los celebrantes de pie en tierra y vestidos de crudo, era de todos modos una invitación que le enviaba a adherirse a causas más patrióticas, ahora que andaba con el rumbo perdido

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en esa orilla que no era la suya. Pero el capitán apenas esbozó un “¡claro!”, que dio a entender lo enredado de esos términos para un viajero como él, nómada sin dios, un hombre que forjaba sus leyes sobre la tierra y no dependía de las del más allá para él desconocido.

-Sólo entiendo de barcos y de mareas -se quejó el capitán y Fernando Palacios sonrió por lo bajo, con ironía y a la vez con algo de rencor hacia ese hombre no se doblegaba ni porque anduviera necesitado. Lo mejor era aligerar las cosas y por eso le pidió a su secretaria que hiciera venir al despachador para concertar el embarque con el capitán Pandales.

-Como usted ordene, don Fernando –le escuchó decir el capitán a ella. La vio desaparecer contra la luz de la puerta y descender los pocos escalones de la oficina hacia la calle rellena con cantoneras y aserrines producidos en el proceso de corte con las sierras importadas de Inglaterra, orgullo de los nativos que temían el poder de sus dientes en ese giro vertiginoso que a veces se trababa en los troncos de madera húmeda.

-Tiene suerte por ahora, capitán. Pero mi barco motorizado llegará pronto y entonces ya no tendré que depender de nadie.

-Todos dependemos siempre de alguien en este moridero llamado mundo –sonrió el capitán para suavizar una frase lanzada en la dirección precisa.

-Todos de Dios –sentenció el maderero.

-O de la suerte de cada uno -replicó el capitán.

-Lo que usted quiera, paisano –dijo el maderero con resignación, avisado siempre de los credos torcidos del capitán de El Castigo, al que seguiría viendo con remordimiento desde ese

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momento en el que tuvo la debilidad de concederle un contrato, algo que pudo evitar solo con decirle que ya el cargamento estaba contratado con un barco movido por una máquina a vapor o por otro que estrenaba motor de combustible líquido. Pero era cierto: el capitán siempre tenía mucha suerte.

“No debió haber llegado”, repetía Ofelia Mina años después, en diversos momentos de su vida. Recordaba cómo los curiosos habían visto el barco cuando rodeaba el bajo de Los Pelícanos y luego asomaba su proa negra hacia el aserradero. Al capitán lo verían después entrar y salir de la oficina de Fernando Palacios como si la conociera de toda su vida y solamente hubiera sido creada para que él llegara esa mañana a firmar un contrato del que se arrepentiría el mismo aserrador y lo hiciera poner a la defensiva minutos después de cerrado el trato. “La mano le temblaba cuando firmó el contrato de embarque, algo que jamás le sucedía”, afirmó años después la secretaria a un hijo suyo que sería maderero como Palacios. “Mal indicio, porque la única pretensión que traía el capitán –escribiría Ofelia Mina en su diario- era la de hacerse dueño de la vida de todos. Desde entonces no dejaría de volver por lo que no se le había perdido, y por esa insania llegó a descuidar su barco, sólo por conseguir una palabra de mi boca que jamás le había prometido nada y menos que la tierra era el cielo.”

Todos, incluido el maderero, sabían quién era Pandales: un hombre cuya vida había transcurrido en permanente fuga, en desencuentros inaplazables consigo mismo, porque la corriente de su vida jamás se había desviado de su ruta, ni por sus eventuales enemigos ni por las mujeres de la estirpe de Medea. Era capaz –sabían- de jugarse la vida por sus convicciones y no escatimaba esfuerzos por lograr sus deseos, que por cierto eran pocos. Nunca había anhelado más que un pedazo de mar para su balandra y

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ser respetado como hombre y como marinero, dos condiciones que siempre marchaban juntas. ¿Mujeres? Sólo las había buscado cuando el deseo lo había perseguido hasta el fondo de su litera, y las olvidaba pronto para no calentarse los sesos, como había visto tantas veces que les ocurría a hombres hechos y derechos, sin decir agua va ni agua viene, como si hubieran perdido los sesos o no fueran capaces de recular cuando las circunstancias lo exigían.

Para colmo, el capitán no se contentó con imponer su presencia en el aserradero. Al pueblo, situado a poca distancia, se llegaba por el río o bien por un camino áspero entre matorrales; dos mundos cercanos pero diferentes, que se alimentaba el uno del otro, pero siempre en desventaja para el que solo ofrecía su mano de obra. El capitán se interesó en ambos (“¡malhaya, malhaya!”, diría Ofelia Mina). En el aserradero ya había encontrado carga para su buque; en el pueblo él y su tripulación encontrarían esparcimiento, víveres, gente nueva para saludar mientras observaban los usos y asimilaban las palabras de cada sitio, y sobre todo conocería la tienda de la que le habían hablado también con pelos y señales como la mejor de esos pueblos que podían surgir de la nada y de súbito volver a ella, con gente llena de vida pero limitada de alguna manera por las barreras que imponían los foráneos, que parecían descendientes de viejos esclavistas, en contubernio con un estado larvario, que llegaron a “estas tierras fangosas” y sembraron la desazón cuando destruyeron los proyectos de vidas enteras y las pusieron a girar en torno a su descalabro o a su rebeldía.

Se reunió con su marinero Pedro Nazareno y bogaron en el bote hasta el pueblo, aguas arriba, contra el reflujo que desnudaba orillas. Desembarcaron en los viejos escalones construidos con maderas y piedras el lodo extraído de los manglares, y fueron derecho a la casa de recia madera que albergaba la tienda en su

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primera planta. Los curiosos los seguían con la mirada, los más osados se aventuraban a pisarles las huellas. No todos los días llegaba un capitán tan famoso a esas tierras, vestido de impecable camisa de algodón y pantalón caqui de los mejores de entonces. Con esa estampa llegó a la tienda de Rogelio Mina y se instaló en la pequeña terraza donde los hombres bebían aguardiente, servidos por un mozo de mostrador que dijo llamarse Atanasio Valverde y desde ese momento no le perdió miradas y oídos al capitán, a su vestimenta, a sus gestos y palabras, cuando la ocasión se lo permitía. Él también admiraba en el lobo de mar al hombre capaz de navegar con el viento a favor o en contra, “así en el mar como en la tierra”, como se jactaba el capitán cuando el ánimo estaba para franquearse con paisanos interesados como siempre en conocer sus aventuras.

El capitán no era hombre que se quedara con las palabras enredadas en la boca. Por eso fue hasta el mostrador y presentó sus credenciales ante el dueño de la tienda. El otro lo recibió con prevenciones. Le agradeció que su barco se llamara como se llamó el palenque de las tierras de su padre, aunque no conseguía entender del todo la vida del capitán, su terquedad, su manera de querer llevarse el mundo por delante, obstinado en mantenerse en las aguas del pasado con una balandra que ya no rendía utilidad en esos tiempos. El comerciante recordó que en breve sus nuevas canoas tendrían motores y servirían para viajes más largos. La competencia que se avecinaba era brava y el que no se ajustaba a los nuevos tiempos terminaría anclado en una orilla viendo pasar el mundo, sin que ese futuro tuviera compasión.

Pero lo que debía decir Josué Pandales no fue dicho esta vez, porque el capitán perdió momentáneamente el rumbo frente a los reclamos del hombre común y corriente que tenía hígados

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como él, que hacía sus necesidades como él y a lo mejor también se le enderezaba todavía el palo ante una mujer bella que apareciera de improviso.

Sentir esas palabras y verla a ella pareció obra de encantamiento, como en las historias de Carlomagno que leía su padre. El capitán la vio y por poco se convierte en un sospechoso de amores enfermizos a los ojos del tendero, que en ese momento debió atender a otro cliente y no presenció el estupor pintado en la cara del curtido marinero. Si hay que contarlo como ocurrió, según las palabras de Atanasio Valverde años después, los ojos del capitán se fueron tras la mujer joven que subía las gradas y desaparecía por una especie de puerta hacia lo desconocido. Pasó por sus espaldas, saludó al padre, cruzó en diagonal hacia las escaleras internas y por poco el capitán se va tras el aroma de ella que se confundía con los rancios olores de la tienda. La vio magnífica, pocas horas antes del mediodía, con el amplio vestido sobre el esbelto talle, con la estatura de las reinas, la piel oscura y sedosa, la juventud sin reniegos. Juró después que no había visto a otra parecida; juró que haría cruzar su camino con el de ella sin que nadie pudiera interponerse, “ni siquiera el diablo con sus mil peones. Por ella iré a remar a galeras si es preciso”. Por ella lo volverían a ver muchas veces en el pueblo, perdido en su propia fatiga, con los rumbos trocados.

“De todo había en esa tienda”, recordaría con el alma en pena Ofelia Mina; “todo lo que podía necesitarse para sobrevivir en esas orillas, de las que me separan unas pocas horas en lancha rápida, pero a las que no regresé, porque la vida no da las mismas oportunidades cuando una cambia de sitio y empieza a vivir cerca a personas distintas.”

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Luego de su diálogo interrumpido, el capitán volvió a la mesa donde lo esperaba el marinero. Su agitación era notoria. Guardó silencio por un rato, bebió de una botella que parecía escurrírsele de las manos y por último habló: a esa mujer la había buscado durante toda la vida. Si no era un fantasma la tendría a su lado. Ningún malandrín le había dado una orden en su vida, nadie lo había enfrentado impunemente y ninguna mujer había escapado de sus manos cuando se había propuesto conquistarla. Ella no sería la excepción. Una mujer era para él un medio de satisfacer deseos y a veces para procrear los hijos, no para el martirio en el que muchos se enredaban hasta consumirse como si la vida se les escapara de la cintura para abajo.

“No ha nacido la que me haga enamorar de ella”, pregonaba siempre que emprendía la conquista de una mujer. “No hay quien me retenga, ni en la tierra ni en el agua. Las de tierra se apegan a mí cuando yo las necesito, y las del agua, esas sirenas que según dicen por ahí los crédulos habitan en el fondo del agua, no se han dejado conocer de mi persona. Nunca las he visto y creo que tampoco ellas a mí, porque otro sería su cantar.”

Pero el corazón parecía traicionarlo ahora, a los cincuenta años, “en este río sin esperanzas”, como dirían los desconsolados tripulantes de El Castigo. Porque todo lo que el capitán había construido en torno a los sentimientos se desfiguró ese mediodía para darle paso a una emoción que jamás había experimentado. Ese día empezó a sentir que había sobrepeso en su nave. El agua parecía haberse vuelto fuego, la luz parecía haberse confundido con la sombra y el norte con el sur. Por esa mujer –tan hermosa que hubiera podido servirles de modelo a los artistas que su padre le mostró en libros descosidos y resquebrajados por el humo- él llegaría a declararse en duelo perpetuo contra todos los hombres.

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Los marineros creyeron que todo pasaría rápido y la vida seguiría con su fiesta a bordo. Sin embargo lo verían consumirse con el barco, y Pedro Nazareno sufriría en carne propia, más que ninguno, los desvaríos y las malas navegaciones, hasta cuando las cuadernas de El Castigo comenzaran a crujir sin remedio.

El capitán no perdió ocasión de volver, bien por su paga, por un nuevo cargamento o simplemente por estar más cerca de la causa de sus padecimientos. Rogelio Mina estaba lejos de sospechar por dónde iban las aguas al molino y pensaba que el buen aguardiente destilado en su alambique atraía al capitán y a sus marineros que se alternaban en acompañarlo, a veces en la terraza exterior, otras veces al interior de la tienda, sentados sobre bultos de arroz pilado en sus propias máquinas, porque antes se descascaraban sólo en los pilones artesanales por hombres de manos callosas que tardaban un día entero en dejar lista una carga y quedaba algo de la amarilla cáscara en los granos.

Pese a su osadía y a su disciplina, el capitán no encontraba la manera de expresar lo que en verdad lo atormentaba; los diálogos con el comerciante no le abrían ninguna puerta y él no se sentía con el ánimo necesario para derribarla. Parecía estar atrapado en un sentimiento que desconocía, como si fuera un mozalbete inexperto en asuntos de amor, y como si no tuviera rayado el pellejo para hablar con franqueza frente a otro hombre como el dueño de la gran tienda, adinerado sí, pero hombre como él al fin y al cabo.

Hablaban como en ráfagas cortas, ninguno parecía querer ceder terreno en una porfía sin declarar que no tenía asideros. El capitán pudo conocer en pocas palabras el origen del tendero: era hijo de un inmigrante del valle del Patía, un mundo seco donde las lluvias llegaban cada tantos años y donde los poderosos hacendados

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habían hecho de las suyas, y contra quienes los esclavizados y después peones de haciendas se habían mantenido en perpetuo alzamiento. En uno de esos conflictos había muerto un finquero de la ciudad de Buga y el padre de Rogelio, Pedro Mina, había huido hasta el Puerto de la Buenaventura. Se volvió tendero y vivió solo hasta cuando una maestra de escuela, con el nombre magnífico de Eulalia Córdoba lo flechó y se convirtió en su inseparable compañera, con juramento ante un altar y un solo hijo. Rogelio contaba que había nacido en medio de un aguacero que había durado un mes y por poco la comadrona no alcanza a llegar debido a los charcos que empezaban en el extremo del pueblo –ahora con aires de ciudad debido al puerto que iba creciendo, con ferrocarril y todo- mientras el recién nacido pugnaba por encontrar su sitio en este mundo. Los padres de Rogelio murieron y entonces él heredó la tienda y pocos años después decidió instalarse en esta orilla con su mujer porteña, donde los aserraderos estaban naciendo como si los sembraran, destinados a no dejar un solo árbol en pie, luego de un aterrador paso de empresas internacionales que destruyeron manglares enteros para exportar su corteza y se internaron en colinas pobladas de lagunas, algunas de las cuales se secaron ante la embestida de los empresarios que luego regresarían a aprovechar sus bosques artificiales en las crestas de los montes Apalaches.

El capitán le dijo: “Soy hijo de zambo y de negra, de un hombre llamado Ángel Pandales y una mujer que en vida se llamó Delia Congo, mineros artesanales en el Puerto de Santa María de las Barbacoas, expulsados por sus creencias, para convertirse en negociantes de madera y cortezas de mangle en Salahonda de la Isla del Gallo. Mi padre era un letrado que siempre acompañó a los de su clase.” El tendero le dijo, mientras cambiaba de sitio los frascos de vidrio con sus caramelos de colores incitantes: “Mi padre

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también luchó por los suyos.” “Eso nos hace muy semejantes”, dijo el capitán. El tendero replicó: “Semejantes y diferentes, porque nuestras vidas han tenido rumbos muy distintos.” Pandales dijo: “Las vidas se parecen cuando uno quiere, se diferencian cuando lo necesitamos.” El tendero dijo: “Vamos por partes; usted es hombre de mar y yo soy hombre de tierra.” El capitán fue tajante: “La mar y la tierra se unen siempre.” El tendero esquivó el golpe: “A veces no, en ocasiones el mar no deja que alguien llegue a tierra.” El capitán buscó un pequeño atajo de descanso: “Pero por más que lo intente, la tierra tiene que estar unida con el mar por algún lado. Yo, hombre de las mares, necesito un bulto de sal y otro de arroz para mi barco, y usted, un hombre de tierra, tiene lo que necesito. ¡Ah! y querosén para las lámparas y los mecheros que no deben faltar a bordo.”

El tendero lanzó un directo a la cara del capitán: “Me interesan las herramientas venidas de Alemania, los paños de Inglaterra, los enlatados de los noruegos. A mi esposa Lucero le encantan las sedas, al igual que a mi hija Ofelia, estudiada en Popayán, mi brazo derecho, la que lleva las cuentas de nuestros negocios, de las trilladoras de arroz, de las dos canoas remeras, de la cría de cerdos y de vacas diseminadas por algunas orillas, de las siembras de plátano y frutales.” El capitán fue también directo: “Estoy a su servicio, puedo traerle todo lo que quiera, menos de contrabando. He dado mi palabra, y aunque no es de rey, no puedo faltar a ella.”

En un parpadeo sin aviso, tal como ocurren los desventurados sucesos que derriban a los caballeros andantes o les hacen pensar en gigantes donde sólo hay molinos, la joven cruzó frente al interlocutor de su padre. El capitán necesitó todo el acopio de sus energías y toda la templanza de su recio carácter para no correr tras ella. “Es hermosa por donde se le mire”, le diría a sus marineros. “La

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voz tiene un encanto que va al pelo con la estampa de ese cuerpo tan bien hecho que pide a gritos a un hombre como yo.”

-Sus canoas –dijo el capitán con la voz ahogada para no dejar escapar la verdad que lo carcomía- llevan el arroz al Ecuador, al Puerto de la Buenaventura o al Puerto de San Andrés de Tumaco, y de allí a lugares que deben llamarse Popayán, Pasto, Dagua, Buga o Cali. No soy de andanzas terrestres pero he viajado algunas veces por esos sitios en busca de mercancías. No soy rico, pero monedas no me faltan. No soy un hombre meloso, pero algo de corazón guardo entre estas costillas.”

“Dineros enmohecidos”, pensó el tendero, “los que no deposita en los bancos recientes porque desconfía de ellos, ni siquiera en Tumaco de la Isla Viciosa, donde gente enriquecida con la tagua y el caucho. Burlador de los barcos del Gobierno a los que desarbola con su pulso de filibustero. Trancado por dentro, pero no ha existido otro hombre de mar con más cojones.”

-Pero mi barco trasiega más que sus canoas y si juntamos voluntades sabrá para qué llegué a estas orillas como si apareciera de la nada. Usted sin esperarme, yo sin aviso, señor Mina.

Iba a decir: “mi futuro”… pero se detuvo a tiempo, porque de lo contrario su interlocutor lo habría despedido de un tajo, como si manejara el alfanje más inclemente en las manos de un turco opuesto a los invasores cristianos.

“Pero yo no he sido culpable de la muerte de un hijo mío. Él en cambio sigue la vida sin remordimientos, pese al homicidio. Un desalmado. Yo no sería capaz de derramar mi propia sangre.”

Las miradas se cruzaban, secas, sin concesiones. El capitán entendía la batalla interior de su presunto amigo de negocios, y el

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tendero sabía que Pandales estaba allí por motivos diferentes a la compra de bastimento para su obsoleta balandra. El capitán confiaba en el orden en que había mantenido su vida y eso le permitiría avanzar en la conquista, con un ataque planeado, en el que cada aparición suya le serviría para deshacer reticencias y cada palabra sería como una descarga de pez hirviente lanzada hacia los rostros de los guerreros que defendían las murallas. Para los marineros, eso nunca fue cierto.

“Un barco no está completo si le falta un tripulante”, decía el capitán de manera reiterada, lo escuchara alguien o no. Parecía un animal enjaulado; conversaba de manera incoherente, se movía sin sosiego por la cubierta de la balandra, lanzaba versos de viejos romances y a veces amenazas terribles contra enemigos invisibles. “Después de tanto navegar era necesario encontrar reposo en una mujer como ella”, decía, “de lo contrario se habrá vivido en vano y se morirá como náufrago”, decía, parafraseando quién sabe que líneas de los libros leídos en voz alta por su padre. Desde que tenía memoria había jurado que sería un hombre sin ataduras. Por eso había dejado la vida azarosa de la selva al lado de su padre cuando un árbol por poco le destroza la pierna izquierda. Juró sobre el tronco de más de una brazada de diámetro, con el dolor de los mil diablos en el cuerpo, que se convertiría en un hombre de caminar libre. Pero no sabía que sus rumbos, antes dilatados, ahora apuntarían siempre a un solo sitio del mapa.

Paciencia, volvía a decirse. En breve sería dueño del perfume que ella le había enviado como señal la última vez. Su piel brillante –como si espejeara con el sol- anticipaba los amaneceres que se desgajarían sobre la embarcación y lo encontrarían siempre junto a ella, lejos de la litera donde habían madurado sus sueños de andariego. Si no lograba algo por las buenas, el rapto sería también

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una opción válida. La historia estaba llena de raptos por amor, así sonaran ahora descabellados. Ella era además una mujer hecha y derecha que de seguro estaba lista para encontrar un hombre de verdad que capitaneara su vida, lejos de ese pueblo que aunque próspero ahora por el aserradero, no tenía futuro más allá de la vida de su aparentemente inagotable selva. La iglesia contrahecha, a donde llegaba un sacerdote por pascuas, tendría que tocar sus campanas a rebato cuando él diera la orden de asalto. Por algo le había dicho a Pedro Nazareno que si no la conquistaba por las buenas o si no lograba tomarla como fuera, se iría para siempre de esas costas y se dedicaría a otras faenas con su barco, así fuera a traficar con los demonios. Pedro lo había repetido ante los dos compañeros. “Pero se irá solo”, agregó alguno de ellos que tampoco tomaba en serio al capitán enamorado.

Por eso volver siempre era un imperativo, en lugar de esperar en vano las señales de humo que nadie había quedado en enviarle. Tirar del ancla y tensar la vela cuando el viento llegaba, era algo demasiado fácil para él y su tripulación de la que alguien se iba y pronto era reemplazado, porque había orgullo en ser parte de ese barco así fuera por unos cuantos meses. O se iban dos, y Pedro Nazareno quedaba siempre allí, más leal que los hongos malolientes de los dedos del pie, como el mismo capitán lo celebraba.

Esta vez no alcanzó a desembarcar del bote. En la orilla estaba aparejada la gran canoa negra con su rancho central y sus tres remeros listos para llevarla lejos, en lentos recorridos por caños de agua salobre, espiados por uno que otro morro de caimán que recibía el sol. “¡Malhaya!”, dijo en voz queda el capitán. “¡Malhaya!”, repitió para sus adentros el marinero que iba con el remo en popa.

El corazón casi se le paraliza al capitán cuando la vio aparecer

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en el embarcadero, en ropa de viaje, con un sombrero de hojas sobre el pelo negro que caía en dos trenzas sobre la espalda. Tras ella salió la madre y tras la madre la criada Engracia. Un hombre menudo, con un tabaco humeante en la boca y una maleta de cuero repujado al hombro cerraba la marcha. Echaba humo por todo el cuerpo y a ratos parecía una raya en el aire, un zumbido que perseguía a las viajeras.

El capitán se acercó a la canoa y tendió su mano para ayudar a las damas justo en el momento del embarque. Ellas aceptaron su mano extendida, su incondicional caballerosidad, pero no hubo palabras de acercamiento, sólo un “gracias” a secas. El capitán se sintió por momentos como un sirviente de rango infinitamente menor a todos los sirvientes del mundo. Él, dueño de su vida y de su destino, alguien que jamás había suplicado, era tenido en menos por esas mujeres que no sabían quién diablos era él.

Entonces se prometió lo inevitable: “La encontraré por estas aguas aunque deba gastar zapaticos de hierro, así se la hayan llevado los demonios”, y aludía a la estampa fantasmagórica de los corpulentos remeros, vestidos con una curtida franela y un pantalón corto de color indefinido. El boga mayor dio una orden cantada y la canoa inició su recorrido aguas abajo, hacia un destino desconocido para el capitán Pandales. “Madre mía, aunque tenga que enfrentarme a los no sé cuántos dragones que andan por ahí escupiendo fuego”, y ahora tal vez se refería al silencioso y menudo hombre del tabaco que se había quedado en tierra, de pie, como una línea sinuosa y humeante.

El capitán sacudió su cuerpo y su mente para salir del marasmo en el que tan temprano ese día lo había sumido el desprecio de las tres mujeres. El marinero, complaciente, esperaba sus órdenes. Ella,

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le dijo el capitán, se me rendirá como una colegiala. Marcos Ayoví le creyó. Su capitán era invencible. Había escuchado esa frase de su padre, amigo íntegro de su capitán, con el que en otros años se encontraban en sitios conocidos pero en tiempos inesperados.

Conquistaron a un parroquiano con varios tragos de aguardiente en una venta de frutas, para que les hiciera llegar allí al mozo de mostrador de los Mina Arboleda, sin que el dueño de la tienda se enterara. Sería recompensado con más aguardiente, le dijeron. El capitán Pandales no era hombre de mezquindades, le dijo, ya probaría la holgura de su mano cuando él se decidía a recompensar a cualquier persona que le cayera en gracia.

El joven ahijado de Rogelio y de Lucero se sintió orgulloso de ser requerido por el capitán. Salió con el mejor pretexto de la tienda “porque tenía ganas de hacer pis en la orilla” y fue donde el lobo de mar a contarle lo que sabía del viaje de las dos mujeres: iban hasta el Puerto de la Buenaventura por asuntos de negocios con los señores Palacios. Tardarían muchos días en regresar debido a lo lento de la embarcación. Hasta allí sabía. Y agregó que cuando él fuera grande se haría marinero del mundo, recorrería no sólo ese mar sino los otros, los de Asia, Europa, los de África. El capitán le dijo, mitad en broma, mitad en serio, que heredaría su barco cuando él y Pedro Nazareno estuvieran demasiado viejos para gobernarlo. Su imaginación cruzó de golpe por mares, continentes, mujeres bellas, riquezas, banquetes deslumbrantes, todo lo que había escuchado o leído en las cartillas sobre hadas, compadres ricos y compadres pobres. “Pero le pondré una potente máquina”, dijo el chico, como una anticipación de lo que sería su vida.

El capitán no quiso saber qué hacía ahora el solitario tendero. Permitió que el chico se marchara convertido en su cómplice, y él

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volvió a su barco, no sin antes apertrecharse de varias botellas de licor. Habría trago hasta el amanecer y las conversaciones a bordo serían nutridas. Ya conocía el destino de la gran canoa y esperaría hasta el día siguiente para seguirla y juntar las bordas –así la diferencia de alzada fuera grande- en alguno de los estuarios de la costa caprichosa.

El que había sido perseguido era ahora el perseguidor y esta vez la canoa llevaba quizá una desventaja mayor, lo sabía porque él era capaz de dibujar de memoria líneas caprichosas sobre el tablero de los caños y desembocaduras de los ríos.

La madre que lo había parido no lo habría reconocido en el puente, con la barba poblada por numerosas canas, descuidado a bordo como nunca, con la idea fija de encontrar una canoa que al parecer nadie había visto en su condenada vida. Una mujer con la que no había cruzado una sola palabra iba allá, protegida del sol y de la lluvia por el rancho central de hojas de palma. “¿No le temían a las fauces de los caimanes?”, preguntó el capitán. “Más le deben de temer a usted, capitán”, respondió Pedro Nazareno; “de pronto saben que usted es más peligroso que un lagarto con hambre.” Al capitán no le hizo gracia el comentario ni la risa de los tripulantes de su barco; lo dijo con brusquedad en medio del grupo de marineros que cada vez se unían más y más ante la obsesión insensata del capitán Pandales de no dar la reversa.

-Se perdió Panamá, capitán, peor una mujer. ¡Ni se diga! –dijo con valentía Antero Castro.

-No es una mujer cualquiera, ¡carajo! Educada, bien criada, hermosa por añadidura. A ver, díganme: ¿dónde han visto una semejante en esta costa de calamidades? ¿No es esa la que le falta a mis costillas? ¡A ver, díganlo! Ustedes se conforman con poco, yo

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no. Y creo que hasta la criada tiene el mismo talante de la patrona, guardadas las proporciones.

-Sus costillas ya tienen suficiente –se atrevió a decir Marcos Ayoví, pasando por alto lo de las proporciones.

-Me falta probar una: la última –dijo el capitán con una suavidad inusual que hizo sentir sus palabras como si se desvanecieran en el mar ahora frente a ellos-. Les aseguro que de esta no paso.

Y justo en ese momento corrió hacia la proa porque había visto un punto diminuto en el horizonte, de pronto era la embarcación que buscaban, la que él buscaba. Pero no, era otra, el rastro de la canoa deseada se había perdido como por encanto. Sin embargo no iba a desfallecer, ojos abiertos y boca presta a gritar cuando vieran algo, era lo único que les pedía a sus alicaídos marineros, porque por demás estaba decirles que esta costa es incierta, un día amanece de sur a norte y otro día cambia las desembocaduras sin importarle un rábano.

Sí, dijo, él era un chico cuando el maremoto, pero recordaba cómo la marejada había asolado la costa como si una serpiente poderosa se hubiera venido devorando la tierra. Pasó la Ola, pasó el Cometa y el mundo no se acabó. No se precipitó en el caos perpetuo. Todo se renovaba. Las predicciones de los alcabaleros del altar y de las beatas quedaban sin asidero, murmuraba con los ojos enrojecidos.

Si en las noches aparecía una luz, hacia allá ponían rumbo, aprovechando al máximo el viento. Pero El Esfuerzo no se mostraba ni a la luz del día ni en la más cerrada oscuridad de la noche. Las preguntas y las respuestas que se cruzaban en las orillas

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eran contradictorias. El casco negro, la cruz cimera de hojas, una imbabura, ¿la han visto? Unos decían que hacia el norte, otros que hacia el sur. La habían visto algunos cerca de las rompientes de Negritos, otros hacia las marejadas de Cabo Corrientes, o de regreso hacia los grandes manglares de Sanquianga. Hacía rizos como una niña juguetona, como ciertos planetas impredecibles, decía el capitán, recordando al español que le enseñó algo de astronomía y el manejo de las cartas en el Puerto de la Buenaventura, luego de que aprendiera a navegar a la estima con su tío Romelio Ismare. Algo había fallado entonces en sus cálculos, o algún hideputa cambiaba el rumbo de la balandra mientras él dormía.

Se consolaron un tanto porque en Buenaventura les esperaba un cargamento para Ciudad Mutis. “Haremos este viaje y volveremos. Nadie se rinde aquí”, dijo el capitán, como si hablara un capitán de la guerra que estaba destrozando los campos y ciudades de Europa. Un cargamento para colonos del Gobierno, agricultores de la montaña, les explicó a sus marineros, quienes según un ministro civilizarían esas tierras y las convertirían en un paraíso productivo, lo que no se lograría nunca con indios y negros, un obstáculo mayor para el progreso que las marismas y las mareas encontradas.

-Si las cosas son como las pintan entonces será mejor quedarse en Ciudad Mutis, o donde sea –dijo Marcos Ayoví a sus compañeros-; mejor allá que seguir en esta casamata que hierve como hierro aunque sea de madera.

El capitán logró escucharlo y en el fondo entendió la desazón de sus compañeros de mar. De todos modos él era el de la búsqueda, pero lo que ellos debían entender siempre es que la marinería traía felicidades y también reniegos, como la misma vida.

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La soledad lo había tomado al fin por sorpresa en su litera, quizá por el cansancio del largo viaje de vuelta desde Ciudad Mutis que después sería llamado Bahía Solano. La larga jornada de maniobras y luego la espera del viento cuando llegaba a faltar en alguna ensenada obligaban a la tripulación a mantenerse atenta a las señales para aprovechar el más mínimo movimiento de la brisa y avanzar un poco hacia el sur, donde esperaban que tuvieran final las noches sin respiro del capitán Pandales.

Total, se había aguantado las burlas disimuladas de sus marineros y hasta las miradas oblicuas que le dirigieron algunos en el naciente pueblo al que habían ido a dejar víveres, sin mezclarse demasiado con los pujantes colonos de ahora que luego conocerían la ruina porque empezarían a faltarles los envíos prometidos, los barcos dilatarían su arribo cada vez más y la colonización se convertiría en un gran fracaso. De ella no quedaría otro rastro las anchas calles y la presencia inatajable de los interioranos buscadores de fortuna a cualquier costo.

Total, era tarde y estaban anclados al sur de Cabo Corrientes. En cubierta permanecía ahora Antero Castro, de guardia en su turno, por si aparecía de la nada un viento o cualquier señal de los infiernos que les permitiera avanzar en esa calma.

Ahora por fin le parecía útil el cofre de madera protegido con tiras de hierro y asegurado con la cerradura que le había montado el herrero de la Villa de la Concepción de Guapi -que para gran coincidencia se llamaba Pedro Herrera- aunque siempre había considerado una necedad tanta protección si todo el mundo decía que era imposible robarle a él un céntimo porque el atrevido se las vería con el mismo diablo. Pero ahora guardaba allí un tesoro, junto a los ahorros de su vida y los tres libros descuadernados que releía

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cuando había tiempo, llenos de ilustraciones finas: el uno contaba las aventuras del manchego que enloqueció por leer libros de caballería y el otro narraba las miles de leguas que había recorrido el capitán Nemo en sus viajes submarinos y el otro las desmesuradas matanzas de moros y cristianos con Roldán y Fierabrás de uno y otro lado. No le importaba ahora si sus ahorros se esfumaban por mano de cualquier rufián, pero iría a pelear contra ellos si por obra de los mismos duendes su nuevo tesoro desapareciera.

Encendió la lámpara Coleman que utilizaba sólo en momentos especiales; terminó de bombear el combustible con movimientos precisos y luego reguló la luz que desprendía la caperuza. El calor se tornaba insoportable, pero tenía que volver a ver ese rostro juvenil, con la mirada incrédula ante la cámara disparada segundos después para producir un retrato que sería llevado hasta las puertas de la destinataria primero a lomo de mula, luego por carreteras destapadas y por último en alguna goleta sobreviviente de los grandes tiempos del oro.

La luz de la lámpara hacía brillar cada detalle: los dientes, los pómulos, la frente en el medio perfil, los encajes del cuello de una blusa fina, el pelo en trenzas rematadas con una flor blanca al parecer de organdí. Esa sonrisa estaba destinada a él, maldita sea, sólo para él, desde esa juventud sin respiro, desde esa vitalidad que ahora lo remitía a otras mujeres que también fueron jóvenes y tenían cuerpos firmes hechos a la medida de la férrea naturaleza que los rodeaba, muslos y torsos con olores penetrantes que se fijaban en el recuerdo como si nada fuera a borrarlos. Olor a ceniza, a manglar robusto y cenagoso. Vivía ahora al atisbo y no iba a añadirle otra pérdida a su vida, menos ahora cuando sentía crecer poco a poco el olor de esos sexos que lo habían succionado como moluscos carnívoros. Recordaba sobre todo a Pai, cansada de

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esperarlo en Santa Bárbara de Iscuandé, una verdadera artista de la cama, capaz de retener entre sus piernas al más osado. Su miembro se enderezaba y empezaba a gozar cada recuerdo de las noches remotas de los finales de sus viajes, cuando alguna mujer llegaba a su casa o a su camarote. Todas habían quedado atrás, envueltas en esa mugre que siempre crean las distancias. Ahora las deseaba como nunca, tanto que por primera vez se arrepentía de haberlas abandonado, de no tener ahora a una de ellas en esa litera que pedía la presencia de una mujer a gritos.

Era mejor apagar la condenada lámpara de exploradores que habían traído franceses, gringos, alemanes e ingleses a estas tierras, después de las lámparas de carburo que sirvieron para entrar a las minas de oro donde tanta gente entró sin que volviera a ser vista. Minas de mierda. Apagó la lámpara porque la oscuridad convoca el sueño, pensó, aunque no para él en ese momento en que el estremecimiento lo perseguía a las honduras de la consciencia, allá donde lo buscaba una silueta que al principio fue eso, una sombra difusa avanzando hacia él, bocarriba en su miserable camarote amoldado a su cuerpo de incontables fatigas. Y luego, como si la oscuridad también hiciera milagros, la sintió demasiado próxima, más real, sedienta, con un perfume diferente, una mujer joven que no había trotado esas orillas con el barro encima. Vino hasta él y él le puso una mano sobre los hombros, luego sobre los senos tersos, y la hizo descender hasta las nalgas firmes, a las curvas que se perdían en profundidades inalcanzables, mientras ella se inclinaba para besarlo. Él apretó el sitio de la concha, palpó los vellos por encima de la delgada tela y sintió el traje se desvanecía como si lo borrara una urgencia que hacía rato lo había abandonado.

Le dieron escalofríos cuando ella trepó sobre él. Lo podía jurar: estaba despierto y no había bebido un solo trago. Sintió los

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jadeos de ella y si no era esa mujer tenía que ser el barco el que daba bandazos, de seguro lo habían desanclado y ahora navegaban en un mar picado. Por eso cerró los ojos, para saber si podía confiar en lo que percibía ahora. Sintió un alivio supremo que le costaría más que la opresión que había experimentado hacía poco rato: el peso de ella desapareció. ¿Una hora o más la había tenido allí como una visitante de otros parajes? ¿Qué se había hecho, por cuál hendida se había evaporado con el aire caliente de esa litera que empezaba a convertirse en una cárcel?

Se incorporó empapado en sudor. Por fortuna el yesquero funcionaba aún. No vio a nadie a su alrededor. Esa litera que había sido su alcoba durante tanto tiempo. Su suerte lo engañaba, pero entonces juró con mayor vehemencia que no descansaría hasta llevar a esa mujer a su casa en Salahonda de la Isla del Gallo. Le agradecía por lo demás la visita secreta, señal de que ella aceptaba su compañía. Le había enviado lo más íntimo que tiene alguien: su sombra, pero no cualquier sombra, algo extrañamente denso, tanto que había podido sentir el peso de ella, sus húmedas entrepiernas, esa profundidad que había disfrutado a medias en la semiinconsciencia.

La fascinación le duró el resto de la noche. En la mañana, cuando despertó, hubiera sido capaz de provocar el viento necesario si no lo hubiesen convencido a tiempo. Él quería reiniciar cuanto antes la búsqueda de la imbabura porque no aguantaba más los reclamos del cuerpo y Ofelia Mina debería estar esperándolo en algún punto, de seguro lo ponía a prueba para que el encuentro –cuando se diera de verdad- fuera más intenso.

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Hacía dónde iban y qué llevaban a bordo, les había preguntado a los remeros el funcionario de Sanidad Portuaria. Debían responderle porque de lo contrario les decomisaría la embarcación y a ellos los haría llevar por la policía a un lugar no muy complaciente con el cuerpo, a régimen de pan y agua, por navegar sin las debidas precauciones que exigía la decencia.

-Somos peones del señor Mina –había dicho el patrón de la canoa.

Pero Álvaro Ramos insistía: o decían de una vez por toda la verdad o desde ese mismo instante podían considerase presos.

-Vamos para el sur, señor -dijo con desespero el menor de los remeros, de nombre Izquierdo-. Venimos de Los Brazos y allá tenemos nuestras casas. Sólo hemos traído en esta canoa a las dos señoras y a la criada, las mismas que cualquiera que tenga ojos vio desembarcando; todas vinieron en ese rancho, señor, y nadie más, no vinieron mercancías sino gente apenas, se lo juro por esta luz que me vio nacer, señor autoridad. Nunca nos hemos metido en fechorías, se lo juramos por esta luz que alumbra.

-¡Ah!, nos vamos entendiendo al fin. ¿De manera que transportan gente? Bueno, veamos qué hay en ese rancho, si reúne o no las condiciones necesarias para transportar a unas damas, sean lo que sean, señoras o criadas.

Le abrieron paso con temor y Álvaro se encogió tanto como pudo y entró a husmear con la misma seriedad que exigía el examen de un barco extranjero.

-¡Bonita cosa! De seguro las señoras tienen que hacer sus necesidades en bacinillas y luego arrojarlas al agua a la vista de la

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gente. Y todo en el mismo lugar en el que cocinan Les clavaré una multa para que aprendan a ser aseados.

El patrón de la canoa suplicó: que las damas no supieran nada, él pagaba la multa y todo se arreglaba por las buenas. La oportunidad no pudo ser mejor y Álvaro la aprovechó para el golpe final.

-¡Escuchen bien! -les dijo-. Navegarán despacio, y tan pronto como divisen la balandra El Castigo, se harán los remolones para que él les de alcance. ¿No conocen a su armador y capitán? Más les vale que sí, porque no hay hombre hecho y derecho que no conozca ese barco y a su capitán. Si me llega una mala noticia, los hago encarcelar, estén donde estén, así se escondan en las faldas de las que los parió.

El segundo de los remeros se atrevió a formular una pregunta: Señor, ¿por qué tanto afán para que esa balandra les diera alcance? ¿Qué tenían ellos que ver con ese barco que parece no ir con oficio hacia ningún lado, siempre atravesándosele a la gente, así chueco como navega ahora?

-Ya verán los beneficios que resultan de ese encuentro, incluso para ustedes -decía Álvaro con una enorme sonrisa, diferente a la actitud inquisidora que mostrara hacía unos momentos.

Los remeros sonrieron al fin. Y luego pasaron a la risa abierta. ¡Claro que sí!, tan pronto como vieran la balandra del tal Pandales se harían las moscas muertas como si hubieran perdido fuerza en los brazos para meterle al remo. ¡Claro que sí!, le había dicho cada uno en su momento al funcionario, no sólo detendrían la canoa sino que sacarían a la joven desnuda del rancho y se la llevarían al señor Pandales a su camarote, ja ja já, y entre tanto ellos echarían mano

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de la criada para no quedar en menos, jo jo jó, sólo dejarían en paz a la señora mayor porque de lo contrario el señor Mina los mataría solo con mirarlos, je je jé.

-Ya ven -había dicho el ceñudo funcionario de hacía un rato-, hablando nos entendemos y llegamos más lejos.

Los remeros hicieron una fiesta de cuentos esa noche, porque al día siguiente partían hacia el sur, pero (y esto no se lo habían dicho al señor funcionario que mala culebra lo devorara y mala leche lo matara) ojalá tuvieran una máquina como esas modernas, para no ver ni en las curvas a la tal balandra que los perseguía pero no había podido descifrar su camino.

El Castigo apareció en el Puerto de la Buenaventura al día siguiente en la tarde; se veía remozado debido tal vez a los vientos del norte y a la tranquilidad que mostraba la tripulación. Álvaro Ramos esperó a su antiguo capitán en el muelle de cabotaje para decirle que pusiera rumbo al sur, sin desviarse un palmo de esa ruta. “Esa muchacha sería el consuelo de su vejez, viejo zorro, hasta Abraham se la envidiaría, viejo diablo. Unos nacen con pico y otros picados, señor demonio”, le confesó con palmadas gigantes en el hombro, en las espaldas, las que nunca le dio cuando fue su marinero, en los primeros tiempos de El Castigo, cuando iba a bordo el tío Ismare.

El capitán, luego de agradecerle a su ex marinero, invocó la memoria de sus antepasados y ordenó templar la vela y no parar mientes en obstáculos, ni siquiera en vientos, porque los días de la virginidad de esa muchacha ya estaban contados, dijo, y Pedro Nazareno se refugió tras el mástil para reír de manera socarrona, no sin antes convocar a los dos marineros, porque según ellos virgen debería ser la abuela de ella que no esa piripintada que había

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estudiado en otras tierras donde debieron haberle metido mano como no tenían idea.

La travesía duró dos semanas, sometida a un frenesí que los marineros tildaron de maniático. “Viejo roñoso”, se atrevió a decir Ayoví. La travesía se gastó en avances y retrocesos, pregunta que te pregunta si habían visto una canoa así y así, con el rancho y la cruz cimera. Tan pronto como recibían una respuesta afirmativa, tensaban la vela y salían en busca de lo que creía el capitán era ya suyo. En ocasiones debieron devolverse porque se habían adelantado a la embarcación que parecía divertirse con ellos o, peor, parecía volverse invisible cuando navegaba.

-Todo diablo encuentra el suyo -sentenció Pedro Nazareno con sobrada ironía, haciendo memoria de las astucias gastadas con los uniformados un par de años atrás.

Y se hubieran estado así durante meses si por desventura la costa hubiera perdido sus límites. La tripulación de Pandales no solo se quejaba de esas correrías sin provecho, sino que además la asaltaba el miedo: más que nadie, los comerciantes tenían fama de pactar con malos espíritus y Rogelio Mina no podía ser la excepción. No de otra manera se explicaban el hecho de no poder darle alcance a la imbabura.

El capitán no podía inferir los temores de su gente porque andaba de nuevo distraído y ansioso, con el rostro maltratado por el insomnio, con los horizontes trocados y la brújula de su alma descompuesta.

“Los bogas nos contaron el incidente con el funcionario”, recordaba Ofelia Mina ante su casi hermano, ahora convertido en caballero del mar, después de pasar muchas pruebas y muchas

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batallas debido a su origen, en un país que seguía considerando que la piel oscura no podía tener mando en un barco de alto bordo. Él lo logró mediante una tenacidad y una capacidad de argumentación que involucraba desde José Padilla hasta Alexander Petión, gente que había puesto un algo aporte a la causa de la Independencia, para que lo supieran. Aun así, su capacidad para ascender se vio frenada.

“Pero simplemente no teníamos prisa. Visitamos a mucha gente a lo largo del camino, por eso no pudieron descifrar nuestro itinerario. Y a lo mejor los confundía la ansiedad. Visitamos al viejo Palacios en la Villa de la Concepción de Guapi y luego marchamos al Puerto de la Buenaventura. De regreso estuvimos en muchos sitios, pernoctábamos aquí y allá donde viejos conocidos. La balandra nos perdió el rastro y allí seguramente empezó a deschavetarse el pobre capitán. Habría sido peor si hubiera conocido el motivo del viaje.”

Los marineros de El Castigo, incluido Pedro Nazareno, habían acordado desertar a la primera ocasión que se les presentara; si bien habían acompañado al capitán con buen ánimo durante todo el tiempo que duró la persecución de la Aduana, y lo habrían seguido acompañando hasta la Patagonia, esta vez lo abandonarían en el término de una semana, lo dejarían solo en la condenada búsqueda de una mujer que resollaba por la misma nariz y tenía el coño igual de entreverado que las otras, decían, en medio de improperios contra él y contra ella; repetían frases del mismo capitán: “Me cago hasta en la hostia, que vengan los diablos y sus mil peones y verán cómo los despachos con un solo pedo.”

Pero antes del plazo propuesto entre ellos, estaban ya fondeados aguas abajo del pueblo, frente a la casa del pescador Angelmiro Saa, el hombre que después narraría con pelos y señales

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las entradas y salidas de El Castigo, desde ese primer día cuando apareció en un amanecer luminoso, hasta cuando lo vio por última vez, con el capitán solitario en la cubierta, desentendido de las ceremonias de este mundo.

La noche se le volvió eterna a Pandales. Quería estar cuanto antes en esa tienda, porque también era posible que hubiesen sufrido alguna tragedia en la canoa y entonces toda la lucha habría sido vana. Sólo un momento se acercó a sus marineros que departían en proa, jugaban dominó y alguien fumaba un tabaco humedecido. El capitán quiso jugar con ellos, pero desistió al cabo de un cuarto de hora porque no lograba concentrarse. Angelmiro, atraído por los golpes entusiastas de las fichas que llegaban con total nitidez a su casa de palafitos, subió a bordo para convertirse en el cuarto jugador y participar de una algazara de la que el capitán se sentía desde hace mucho tiempo ausente.

-Mi madre Delia Congo no me parió para este juego –decía desde la borda contra las aguas ahora oscuras, contra las orillas donde parpadeaban pequeñas luces-, ella me parió para que yo prolongara la familia y quedaran rastros de ella en este mundo casquivano lleno de ingratos y pretenciosos.

Mientras bebían de la botella que había traído el pescador, el capitán desistió de preguntar por la suerte de las viajeras. Si hubiese ocurrido una tragedia ya lo habría sabido de boca del recién llegado, además el pueblo estaría alborotado. Eso lo tranquilizó, le permitió descender a su camarote y buscar un sueño esquivo que no le llegó hasta bien entrada la noche.

-¡Hoy es hoy! –fueron las primeras palabras que pronunció el capitán al día siguiente cuando estuvo en cubierta. Los marineros dormían aún y no quiso despertarlos porque no requería de ellos.

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Llamó en dirección a la casa del pescador y un hijo suyo –Juan Marino- vino en una pequeña embarcación a recogerlo.

-Puedo no ser un gran jugador, pero tal como ha transcurrido mi vida es como si lo fuera.

El joven que iba en popa lo escuchó pero no le dio importancia a esas palabras dichas entre dientes. Jugar era algo corriente en esas tierras.

–Me juego hasta la última camisa, menos el barco.

-¿Usted habla siempre solo? –preguntó el muchacho, más por hablar con él que por importarle lo que el capitán decía.- Mala cosa, porque así es como le viene el desvarío a la gente y termina más loca que un tatabro enjaulado.

El capitán estuvo a punto de voltear la embarcación para callar al insolente, así él también terminara dándose un chapuzón en esas aguas, con toda esa vegetación rodeándolos. Lo contuvo la necesidad de llegar pronto al pueblo, como un caballero, no emparamado de pie a cabeza como un pelafustán. Tenía una jugada próxima en el tablero de damas del que no había robado todavía la primera pieza.

En la tienda lo recibió un silencio denigrante. Los vecinos le abrieron paso hasta donde esperaba el comerciante, viva expresión del furor, en contraste con el aire de inocente fatiga que mostraba el lobo de mar a tan temprana hora, cuando apenas empezaba el humo de las casas a expandirse desde los techos y no se escuchaban sino murmullos por las paredes levantadas a medias o llenas de hendijas que filtraban la luz naciente o moribunda del sol.

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El comerciante había esperado muchos días para darle al capitán una sola orden:

-¡Devuélvame el retrato de mi hija!

Atrapado en territorio enemigo, el capitán puso los brazos en alto con ánimo conciliador y dejó que la mareta se calmara por su propia cuenta, sin que él intentara sobrepasarla con movimientos imprudentes. Estaba allí solo, pero la estrategia que intentaría de seguro lo volvería aliado de todos los presentes, empezando desde luego por el comerciante, por su hija y por su mujer que aún no mostraban sus estampas en esa tienda, de seguro cansadas por el largo viaje de ida y vuelta.

Una mano extendida sobre el mostrador, la otra señalando el sitio de donde se había perdido el retrato, decían a las claras lo único que el señor Mina solicitaba del capitán que había intentado ser su camarada. Los parroquianos estaban tensos: una mala palabra de alguno de los dos hombres y podía estallar una batalla en la que no iba a faltar la sangre. Mina era dueño de una pistola, niquelada por cierto; el capitán de una barbera más veloz a veces que un disparo, comentaban en voz baja los nativos, sin inclinarse por uno u otro bando.

Las dos mujeres descendieron a la tienda, en ropa de casa, atraídas por la voz airada de Rogelio Mina.

-¿Qué ocurre? -preguntó Lucero.

-Ocurre lo que ocurre -respondió con socarronería el capitán, todavía con los brazos en alto. Fue por eso que las recién llegadas se percataron de la bolsa de cuero que sostenía Pandales en la mano derecha.

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-Uno siempre tiene derecho a explicar sus razones. No robé el retrato, no lo robaría nunca. Es una calumnia perdonable, pero calumnia al fin y al cabo. Es cierto que he venido aquí, que me he arrimado a este mostrador, como quien dice con el ánimo limpio. No he pensado jamás en hacer daño, y menos a la gente a la que he empezado a tomarle aprecio, así sea muy poco el tiempo que yo haya permanecido a bordo de esta tienda y con algunas personas no me haya cruzado la primera palabra.

Sus manos descendieron lentamente, la bolsa cayó con un ruido seco sobre el mostrador, entre frascos de vidrio y retazos de telas. El capitán miró de manera alternada al comerciante y a las dos mujeres, no hacia atrás, a donde nadie le importaba ahora. Estaba preso en una sola dirección, en un solo tiempo. Su joven boga había regresado a su casa, sus marineros apenas estarían despertando con la resaca de los tragos de la noche anterior.

“No puedo ser inferior a mi hora”, se alentó el capitán, “mi hora ha llegado y me la jugaré como se debe.” Por tercos como él había progresado la navegación de cabotaje, se dijo, solo porque él juró dejar la vida de los montes y construir un casco de velero en el río Yurumanguí, muy cerca del Puerto de la Buenaventura, a donde había ido a buscar a su tío Romelio Ismare, tal como su madre le había dicho cuando niño: “Es el mejor navegante de todos, y es tu tío abuelo.” Sólo porque tercos como su padre lo habían impulsado y su madre le había puesto en claro siempre que un hombre debía aprender un buen oficio, no era justo ser llamado ladrón en sitio tan importante para los próximos días de su existencia, frente a la mujer que ese mismo día debería convertirse en su prometida.

Del sentimiento de indefensión pasó a la ira, pero aun así tuvo paciencia y tacto para no dejarse arrastrar por las aguas someras,

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de pronto en la profundidad había más calma que en la superficie.

-Miren y escuchen bien -dijo con lentitud el capitán-. Una palabra puede ser interpretada de mil maneras. Un gesto y una mirada también. Soy Josué Pandales, un capitán de vida sobria, sin ostentaciones, por eso los ahorros que he hecho a lo largo de mis viajes son suficientes para garantizarme un retiro sin sobresaltos. Ya estoy a punto de jubilarme de las aguas, pero no quiero hacerlo solo. Me sobra voluntad y medios para brindar una vida sosegada a la mujer que se decida a acompañarme.

“Nadie quería entender una palabra de lo que decía el marinero, pero yo empecé a sospechar que ese hombre había caído en su propia trampa, en la que fabrican los años cuando muchas cosas son ya imposibles”, le dijo Ofelia con los ojos rabiosos al marino mercante, mientras bebían un sorbete casi congelado de frutas de palma ribereña. “Llega a mi casa y lo primero que se le ocurre es robar un retrato, luego trata de atraer nuestra voluntad mediante la maniobra más vieja del género humano desde cuando se acumuló la riqueza en manos de alguien”.

-La paz siempre –seguía diciendo el capitán y sus palabras parecían vacilar sin tomar un rumbo determinado-. Ahora es... Mejor dicho, es ahora o nunca, mis señores –dijo con la mirada recta hacia Anastasio y Rogelio Mina- y mis señoras… –esta vez con una mirada precavida que dirigió a las dos mujeres.

Entonces comenzó un largo discurso sobre un hombre que se había prendado de una mujer y como sabía que la riqueza unida a la riqueza solo producía más riqueza, él quería aportar las monedas que llevaba a mano para compartirlas con la familia. Vació el contenido de la bolsa y las monedas de oro deslumbraron a todos, a los parroquianos que asomaron sus ojos al espectáculo

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de las monedas relucientes, mantenidas limpias de polvo y de la pátina de la humedad por la mano diligente del capitán Pandales, enfrentado ahora a una navegación sin cartas de marear, las que había conocido en otro tiempo, cuando era un aprendiz. Incluso lo deslumbraron a él mismo, que contempló su riqueza como la gran carta de negociación frente a una familia de comerciantes.

Hubo un silencio largo. Las mujeres y el jefe de casa se miraron despacio. El capitán observó cada rostro para entender el clima que había creado en los sentimientos de cada uno de los miembros de la familia y notó que el deslumbramiento era parejo. El comerciante, si bien había medido como perito la propuesta, se sintió acicateado por los ojos ahora furiosos de su esposa: ¡El señor se podía ir ya a los infiernos, porque en esa casa no se vendía ni se compraba a nadie! El capitán reviró: Él solo quería compartir lo que poseía, él era un hombre moderno y siempre había combatido la esclavitud y la injusticia, como su padre. Lucero terció, ahora que su marido había hablado: La peor injusticia se comete cuando se quiere comprar a la gente como si fuera mercancía. Pandales buscó revancha: Se compra a la gente cuando ella no tiene cómo defenderse, tal como pasó con los hombres y mujeres que llegaron en los barcos negreros.

La joven guardó silencio. “Tuve ganas de echarlo a bofetadas, pero noté algo de sinceridad en ese rostro curtido. Era franco como ya no los hay, y perverso a su modo, pero de ninguna manera tan perverso como los hombres que rondan ahora estas orillas.”

La madre de Ofelia dio el toque final: El caballero Pandales, capitán de su barco pero no de las vidas ajenas, debía ya saber que su hija estaba prometida a un sobrino del señor Palacios, hijo de la hermana de él, de nombre Lucrecia, con un payanés que había

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llegado como juez a la Villa ilustre, ahora huérfano de padre y madre, y que por nada del mundo esa boda se echaría para atrás, menos por un rufián –así lo dijo- como él. El Puerto de la Buenaventura lo sabía. Sólo él, dijo el padre de Ofelia, por andar endiablado, no se había dado cuenta de una realidad que todos conocían. Nadie en su familia cambiaría de opinión, de manera que podía recoger sus monedas y largarse, o mejor emplearlas en el lucimiento de su buque que ya empezaba a mostrar demasiadas fatigas por dentro y por fuera.

El capitán obedeció a regañadientes. Masculló unas palabras difíciles mientras recogía las monedas –que estuvo a punto de dejar al garete en ese mostrador, preso de un ánimo que pugnaba entre la humillación y la rabia. Volvió a guardar una por una las monedas en la descolorida bolsa, expresó sus excusas por si había herido la sensibilidad de alguien, pero los sentimientos se manifiestan o terminan por ahogar a quien se calla. Dio media vuelta con paso firme y volvió a la orilla donde por fortuna estaba esperándolo Antero Castro con el bote que era necesario liberar cada tanto del agua que entraba por las podridas junturas del pequeño navío.

Lo ocurrido en la tienda había sido previsto por los marineros y Antero Castro se había ofrecido para el rescate sano y salvo de su capitán. Esperaban esta vez verlo con la cara furiosa pero por fin decidido a abandonar ese jodido empeño de conquistar a la joven que no mostraba el menor gesto de aceptarlo como su marido. Pero él no estaba derrotado, se decía. Sabía, por las historias que le leía su padre, que existían hombres de luchas desmedidas contra el infortunio y al final eran premiados por su persistencia. Él sería uno de esos. Su orgullo había quedado demasiado herido como para no intentar otro abordaje.

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El mutismo del capitán se volvió un asunto de vida o muerte a bordo, con la balandra anclada en aguas hostiles, sin que su dueño se dignara fijar una derrota y, lo que era peor, sin que ni siquiera se aviniera a probar un bocado, ni un miserable un trago de aguardiente. Nada lograba distraerlo de su idea fija, y las advertencias de Pedro Nazareno sólo servían para apretar más los cerrojos de su silencio.

-Vámonos de aquí, capitán, dejemos que este condenado pueblo y esa condenada mujer sigan su camino y nosotros larguemos la vela a donde mejor nos convenga -le pedía el marinero.

-Váyanse ustedes si lo quieren, porque yo no estoy dispuesto a retirarme. Lo juro por mi hijo, lástima que no pueda oírme.

El problema cobró una dimensión nueva para el desconsolado marinero; ahora se juntaban en la cabeza del capitán la hermosura y la dicha y entendía por dónde iban entonces las aguas al molino, por dónde y cuál podía ser el remedio para desatrancar las palabras del capitán Pandales.

-Usted sabe que yo siempre estuve de su parte, y que si le recriminé por la muerte de Benigno, ni siquiera esa vez lo abandoné. Así que métale todo lo que quiera a su hígado, diga lo que se le antoje, ¡pero hable, maldita sea, a ver si al fin nos entendemos!, y sobre todo, señor capitán, ¡vámonos de esta orilla antes que ocurra cualquier desgracia!

Pedro Nazareno miraba fijamente el rostro del capitán, mientras Marcos Ayoví y Antero Castro observaban de lejos, en espera de una señal para ir en ayuda. Por los ojos enrojecidos del capitán entendieron también que ahora estaba muy lejos del incidente del día anterior, que había dormido su dolor y su rabia y si

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Nazareno nombraba a Benigno era porque la herida más profunda había vuelto a sangrar. Vamos, hombre, le recordaba Nazareno, él siempre estaba allí para escucharlo, pero más para recomendarle que no fuera a cometer otro error como el que cometió con su propio hijo porque pocas veces se había equivocado tanto. A mala hora lo había enganchado en la tripulación, así él se lo hubiera rogado, porque allí habían comenzado las desgracias.

-Las desgracias nos siguen siempre –respondió el capitán con los ojos apretados-. Si ustedes quieren apartarse de mi compañía, la puerta está abierta –y lo dijo con un gran gesto curvado del brazo-. Lárguense, llévense este barco y hagan lo que quieran con él, y a mí déjenme en cualquier orilla donde me mate el hambre ya que la rabia no puede.

Igual le daba, decía, porque él tendría que desaparecer un día de esta tierra de la que le habían dicho los doctores llegados de las montañas que no valía nada, ni esas aguas ni esa selva, ni lo que dijera su gente, hombres y mujeres perdidos en el fango de orillas, tierra de mosquitos y podredumbre, y entonces él replicaba que por qué venían a buscarla, por qué se llevaban todo lo que producía, el oro, la madera y toda la mierda que tiene, por qué los extranjeros se enriquecen y los interioranos también, si nada sirve.

Tan elocuente como su capitán abatido por los malos recuerdos fue el viejo marinero Pedro Nazareno:

-¿Cuándo se ha visto un capitán abandonado así? ¿De dónde saca usted tantas calamidades? Su cabeza siempre ha sido fresca como para pensar que nosotros vamos a hacerle semejante daño. Si quiere recordar a su hijo, hágalo, que nosotros aguardaremos aquí sentados en cubierta hasta cuando diga ya no más y ordene levantar esa puta ancla que ya necesita reemplazo y cambiar esa

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maldita vela que necesita remiendos, y sobre quitarle a usted de su cabeza esa malnacido encoñamiento que no nos lleva a ninguna otra parte que a la desdicha, porque de golpe vienen a prenderle candela a esta balandra, o nos encienden a dinamita, casos se han visto. De manera que vuelva a organizar su cabeza y alejémonos de aquí como si nada grave hubiera pasado, a uno le dan lo que busca, porque usted sabe que buscando se encuentra.

El capitán le decía una y otra vez que en su familia nadie tenía derecho, así hubiera cumplido los veintiún años de ley, a proclamarse como seguidor de un partido político. Así lo había ordenado Ángel Pandales, su padre, con su voz de legislador atrapado lejos de los congresos de interioranos: “Nadie fomentará adhesiones políticas en la familia Pandales Congo”. Por eso le pedía que reflexionara y no echara a perder su vida en esos embelecos porque los políticos y gamonales habían sido los instigadores de las guerra pasadas que tantos desastres habían causado, que mirara bien cómo todos los caudillos eran descendientes de los esclavistas y cómo su abuelo había sido implacable con ellos. Por eso tuvo que salir del Puerto de Santa María de las Barbacoas, con amenazas de muerte, por acompañar a los desposeídos en sus reclamaciones. El padre de él había sido esclavo y liberto y le había contado todos los rigores de ese maldito régimen. No había entonces por donde salir aliado de los gamonales que habían fundado una patria solo para ellos, porque los demás no importaban en esa rebatiña codiciosa.

El muchacho callaba frente a él, pero cada vez que se emborrachaba en algún pueblo continuaba dando vítores a su partido, el que había libertado a los esclavos, el que había entregado la escuela a los de abajo. Pandales dijo que amaba a su hijo, cómo no, y entendía que ese bando estaba lleno de gente ilustre y progresista, su hijo llevaba su apellido entre la gente, cómo no, pese a que los

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curas no le habían asentado el apellido paterno en la partida de bautizo por no ser hijo de padres casados por la Iglesia, pero su actitud era un abierto desafío a su autoridad de padre y capitán. Sus antepasados deberían estar removiéndose en la tumba y él no iba a consentirlo.

De regreso de uno de los viajes más sosegados, en el que transportaban un cargamento de sal marina a la frontera del sur y volvían ahora tan despreocupados como la mar se los permitía, con los sedales en el agua para llegar con pescados frescos a casa, Pandales llamó a su hijo a proa y lo hizo sentar. Le pidió que abjurara de sus tonterías y no deshonrara a su familia. El hijo se mantuvo en sus trece, le respondió con una sinceridad que el capitán juzgó altanera, que él ya era mayor y podía mirar para donde le diera el viento.

Entonces el padre ordenó a los marineros que lo ataran al mástil y lo mantuvieran a pan y agua hasta cuando mostrara síntomas de arrepentimiento. Los marineros se resistieron a cumplir esa orden y el mismo capitán atrapó a su hijo, en medio de escandalosos reniegos de uno y otro, porque la fuerza de los brazos del capitán, aunada al peso de su autoridad, rindió de alguna manera al joven.

Los marineros miraban con angustia el cuerpo que poco a poco perdía vitalidad y se bamboleaba según los remezones de la balandra. El capitán había prohibido socorrer a su hijo bajo pena de la vida de aquel que lo hiciera, para eso tenía siempre a mano el fusil, pero sobre todo su barbera, su arma preferida a la hora de los pleitos, de fácil transporte y por añadidura silenciosa. Una noche, aprovechando el sueño profundo en el que había caído el capitán, producto de la nerviosa vigilancia, decidieron desatar el cuerpo del muchacho, así el capitán vomitara fuego por todos los poros, al

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menos para no cargar la culpa perpetua por no haber evitado una tragedia.

Ya era tarde. El joven musitó algunas palabras y expiró. La brisa le había quemado las carnes y las sogas le habían dejado mataduras atroces. La tirantez del cuerpo, por un lado, la sed y el hambre, por el otro, le habían arrebatado hasta el último aliento, luego de tres días de suplicio.

“Dios te perdone”, dijeron los marineros ante el cuerpo sin vida, pero se referían al desalmado padre y no al hijo, no eran ellos los autorizados para ninguna absolución post mortem, y menos en ese barco del descreído capitán Pandales. Corrieron a despertar al capitán y por primera vez Pedro Nazareno se atrevió a increparlo, y por primera vez el corazón del capitán cayó en la cuenta de la magnitud de su rigor y lo vieron llorar sobre el cadáver de su hijo. No había querido hacerle daño, decía, porque confiaba en que el hijo no sería tan testarudo como su padre y su abuelo. Le pidió perdón delante de los marineros, no probó bocado durante todo el día, rasgó su ropa, se golpeó con fuerza contra los maderos y estuvo a punto de arrojarse al agua si no se le hubieran impedido.

Después de la rápida ceremonia que organizó Pedro Nazareno, con rezos entrecortados en medio de un sol deslumbrante de atardecer, varias millas al suroeste de San Andrés de Tumaco, frente al incitante Ancón de Sardinas, el genio del capitán dio un bandazo al lado opuesto. Los hizo sentar en cubierta y abrió una botella de aguardiente ecuatoriano. Mientras la consumían les dijo que el cadáver debería ser muy bien envuelto en lonas y arrojado al mar. Les recordó que en ese barco tenían cobijo y buen bocado, y les hizo repetir, por lo más sagrado de sus vidas, por la madre de cada uno si no eran unas trotacalles, por el dios en el que creían, si no era un malandrín, y por la estima que cada uno de ellos le

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profesaba, si no eran unos malagradecidos, que no saldría de sus bocas sino la verdad y solamente la verdad: Ustedes vieron cómo el muchacho, valiente y esforzado, había caído al agua luego de una arriesgada maniobra por salvar el barco en medio de una gran tormenta, y cuando había amainado lo habían buscado durante horas sin hallarlo.

Y luego de arrojarlo al mar con sus propias manos, guardó silencio, se ocultó en su litera y no volvió a salir hasta el día siguiente cuando tocaron tierra en Salahonda de la Isla del Gallo.

El marinero Cruz María Quiñones, un muchachón de cabeza casi triangular y dientes grandes y resplandecientes, nacido en un caserío del río Naya, no resistió durante mucho tiempo el peso del secreto y en una noche de tragos contó en el pueblo del capitán Pandales lo que había ocurrido a bordo de la balandra. La noticia se propagó a lo largo y ancho de la costa, pero nadie se atrevía a encarar al capitán. Su compadre Elmer Andrade, padrino del muchacho, fue el único capaz de reprocharle el crimen. Compadre y todo, se ganó un tajo de barbera en el brazo derecho por el que sangró con abundancia mientras el mismo Pandales lo conducía a la botica.

-Me beberé su sangre, compadre Elmer, si vuelve a decirme lo que me dijo.

-Y yo voy a morir desangrado porque nunca dejaré de repetirle lo que dije.

El capitán entendió lo inútil de su advertencia. En otras ocasiones el compadre le pidió confesarse y declarar públicamente su culpa, pero el capitán, aunque le retiró el saludo, jamás volvió a agredirlo.

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Alda Bran, la madre de Benigno, no le dirigía la palabra desde cuando él había decidido olvidar el rumbo de su casa. Un día se cruzaron mientras él iba hacia el mercado de la orilla y ella al cementerio, con las flores que recogía en los matorrales para la tumba que tenía una cruz con el nombre de su hijo.

-Esa tumba es inútil –le dijo Pandales-; él está en la mar, donde debe quedar para siempre todo marinero honrado. Murió como un valiente y por los valientes no debe llorar nadie.

Alda Bran reunió todo el desprecio que pudo y le arrojó las flores silvestres al capitán. Él sintió en cuerpo y alma la respuesta de Alda y la miró alejarse silenciosa, tal como lo había abordado, descalza, con el traje roto, pintoreteada, los cabellos en desorden, en medio de la admiración de los presentes. El capitán siguió su camino en busca de carne seca para el próximo viaje y al día siguiente le confesó a Pedro Nazareno que esa afrenta le había dolido más que ninguna, pero también se llenó de coraje por la infidencia cometida por uno de sus tripulantes.

Alda Bran murió pocos meses después, en la casa que el capitán había hecho construir para ella y su hijo. Durante muchos días llamó en vano a Benigno, sobre todo en las noches en las que el viento encrespaba el mar a lo lejos y los peñascos que rodeaban el pueblo se humedecían de salmuera. El corazón se le llenaba de espanto, gritaba, porque nunca había imaginado que en el alma de un hombre se acumulara tanto odio y tanta bilis en su hígado. Sálvame Señora de las profundidades marinas, sálvame Señor del mar y salven a mi hijo de las manos de ese hombre su padre, peor que el jabalí enfurecido y peor que todos los castigos de Yahvé contra los pecadores empedernidos, peor que todas las plagas anunciadas, Señor, por boca de tus profetas. Si yo hubiera conocido a tiempo el corazón del hombre con el que

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había concebido ese hijo, habría abortado, me habría echado agua hirviente en la concha y me habría lavado el vientre con lejía.

El día de su muerte se levantó temprano, se asomó al balcón para contarles a los transeúntes que su hijo llegaba de viaje, por eso el mar estaba así de calmo y luminoso. Las señales de los tiempos eran claras. Luego sintió que las piernas le flaqueaban y llamó a su madre Estefanía, a su padre Mariano, lejanos en la memoria, con sus tumbas desechas por las mareas consecutivas. Perdonó a todos sus enemigos, menos al capitán Pandales; pidió perdón por su odio, y cantó una tierna canción que ya nadie recordaba. La voz se cortó de pronto en un gemido y todos entendieron que ahora se encontraría con Benigno en las profundidades del agua a donde descendería a buscarlo, a desatarlo de ese envoltorio de sogas y lonas para traerlo de regreso a la tierra.

Tal como lo recordaba Pedro Nazareno en ese día que presagiaba otra tormenta, luego de la mala embajada llevada a cabo por el capitán, el barco se dio a vagar sin destino, como si huyera de su propia sombra. El capitán esquivaba el trato con los semejantes, si divisaba una embarcación a lo lejos, él mismo se hacía cargo del timón y variaba la ruta. Con una melancolía suicida, el capitán arrimaba el barco a las playas despobladas y los obligaba a beber sin descanso. Volvía a pedirle perdón a su hijo y luego echaba mano de su barbera y amenazaba con degollar al que había regado el mal suceso en esas malditas orillas. Tan pronto como supiera el nombre del culpable le cortaría la lengua y las compañeras para arrojarlas a los tiburones.

Cruz María desertó en una arrimada que hicieron a Playa de Amarales para aprovisionarse de agua. Se escondió en casa de un pescador su pariente y esperó varios días para salir de allí y luego

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buscar el viaje hacia el Naya, lejos de la furia del capitán. El capitán no se inmutó cuando entendió que el marinero no regresaría. Él jamás le rogaba a un tripulante que volviera a su barco y menos a un hideputa traidor que no debería cometer el error de cruzarse con el capitán porque no seguiría respirando el mismo aire.

“Debimos habernos sublevado para haber evitado esa tragedia”, repetía Nazareno años después. Porque dos cosas no se perdonaba Nazareno: haber permitido el castigo de Benigno y haber consentido la última travesía de Pandales, cuando dejó el embarcadero de Salahonda de la Isla del Gallo, una madrugada lluviosa de cuaresma, porque la tripulación y los familiares que le quedaban se dispersaron luego como una mala tribu por la tierra.

Para liberarse de las atrocidades de la imaginación, Pandales regresó en repetidas ocasiones a Los Brazos del río Xaija a batallar de todas las maneras posibles, de frente o con artimañas, con intermediarios o sin ellos, en un pueblo donde provocaba admiración y desconfianza, donde tenía aliados que no se atrevían a declarase, y gente que le guardaba algún rencor por los desajustes que causaba en el pueblo, aunque no eran capaz de enfrentarlo.

Habló por separado con los padres de Ofelia y pudo medir el distanciamiento que había crecido entre él y la ofendida familia. Sin embargo, la paciencia lo fue ganando poco a poco. Solo o frente a sus marineros, decía que nada valioso se ganaba con facilidad, la vida siempre ponía a prueba a los hombres verdaderos hasta cuando adquirían el temple necesario para culminar sus proezas y a costa de muchos tormentos eran pronto glorificados y premiados con riquezas y a veces hasta con el triunfo sobre la miserable vejez y la muerte. Le quedaba la esperanza de que la joven hubiese sido deslumbrada por la riqueza y con un nuevo esfuerzo y dos dedos de suerte ella llegara a contravenir la voluntad de sus padres. Siempre

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la tentación entra por los ojos más jóvenes y la soga se rompe por el punto más débil, como bien debía saberlo el más novato de los marineros. Paciencia. Ella ya era su aliada, argumentaba, pero era necesaria la calma, así lo devorara el fuego y su nave estuviera escorándose sin que él se dignara prestarle atención como en otros tiempos, cuando su barco era más importante que sus sentimientos.

Para colmo, los contratos con el aserradero habían terminado hacía tiempo. El barco de Fernando Palacios estaba próximo a llegar, como se lo dijo con gran satisfacción el propio dueño; ahora mismo podría aparecer su proa en este río que pronto dejaría de verlo; su socio Rogelio Mina se haría cargo de todos estos fierros mientras él se marchaba a regentar otros asuntos menos exigentes para su edad, cansado ya de recorrer estas orillas, de contabilizar maderas y lidiar con los tozudos obreros. No tenía hijos, sólo dos sobrinos de un hermano y una hermana ya muerta. A Pandales muy poco le interesó la noticia. Su mundo era ancho y los fletes no le faltarían mientras hubiera una braza de agua en el océano y por sus venas corriera una gota de sangre.

Cansado del círculo vicioso de los viajes que siempre terminaban en Los Brazos, mediante excusas entre heroicas y pueriles, el capitán Pandales decidió jugarse la última carta: una entrevista con la interesada. Las condiciones estaban ya maduras y de todas maneras él recibiría la esperanza o la negativa final de su propia boca y así sabría a qué atenerse. Les prometió a sus marineros que sería consecuente con la respuesta y acabaría de una vez por toda con las rutas repetidas a horas cualquier hora. Lo prometió muchas veces y, por lo tanto, no le creyeron y menos cuando escribió, con disciplina de escolar, unas letras esmeradas sobre las hojas amarillas de un block de los tiempos del Cometa o de antes.

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El papel amarillento lo conservó Ofelia Mina para siempre. Lo encontraron en su baúl, parecido a un testimonio de fantasmas, cuando después de su muerte entraron los falsos parientes a buscar entre los chécheres el dinero y las joyas que ya no existían. El piloto jubilado de la Marina Mercante que jamás pudo llegar a capitán, lo rescató de un rincón en medio de la mugre de muchos meses. Recordó la palabras de Ofelia, a la que no había podido cumplirle la promesa de estar con ella para el día de su muerte: “Todos tenemos nuestros fetiches”, como le había dicho una vez cuando llegó vestido por primera vez con ropa de gala y con noticias del mundo donde se hablaba de una larga guerra fría.

El capitán le dijo con total claridad a Antero Castro que el papel debería ser entregado en las manos de la destinataria y si por algún motivo se atravesaba otra persona, tenía toda la licencia para ser descortés e incluso para despacharle un puño si se volvía obstinada. El paso que iba a dar era definitivo y ocurriera lo que ocurriera jamás se arrepentiría.

El marinero Antero Castro subió como un animal asustado por la puerta principal y fue precisamente eso lo que se dijo Ofelia al verlo: un animal errático, con el papel doblado entre las manos y un buenos días dicho a media voz mientras los ojos se tragaban la pared. Ella dejó de lado el libro de cuentas de los negocios familiares, atrasado por la visita inesperada que le había llegado dos días antes, alguien a quien no había observado el capitán por andar embelesado en el árbol y no mirar el bosque.

“Cuando vi el papel en el que estaba escrita la nota sentí como si hubiera regresado en el tiempo. Me extrañé más de eso que de la tozudez del capitán”, dijo Ofelia a su heredero en una tarde de llovizna. “Todo eso me producía sentimientos encontrados

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de compasión y repulsa al mismo tiempo, algo que los años no lograron calmarle.”

Contestó el saludo del marinero con la decencia debida al tenaz caballero de mar que lo enviaba, y al portador de un papel guardado en los laberintos de su litera por donde debería andar ahora su retrato, desvaneciéndose en colores impensables por la humedad y el salitre, revolcado entre las monedas de oro que no le habían servido para nada en esa casa que si bien apreciaba la riqueza, tenía en mayor estima la libertad de la gente.

Ofelia leyó en silencio, frente al marinero, en la cuidada caligrafía del capitán Pandales, la firme declaración de amor en la que el enamorado ponía por testigos a los dragones de los cuatro vientos, a sus antepasados, a los peces multicolores que los acompañarían cuando navegaran juntos y a las estrellas del Sur, sus guías, con las que conversaba cada noche. Por último –porque pese a todo él era un hombre práctico- le proponía una cita en los confines del aserradero, a las seis de la tarde en punto del día en curso.

El mensajero por poco baja las escaleras de culo cuando escuchó la respuesta de Ofelia: “Dígale a mi don Juan –y subrayó ese nombre con harta ironía- que estaré allí a esa hora en punto.” No era justo, se justificó Ofelia ante su madre, dejar plantado a tan valeroso caballero del mar, al garete en esta orilla donde nadie parecía quererlo.

El asombro del capitán fue mayor que el del marinero. Saboreó la respuesta sílaba a sílaba y llegó a conclusiones que hubiera envidiado su padre o uno de los personajes de sus ficciones favoritas. Desde que se hizo el mundo, pensó, nadie ha podido descifrar las veleidades y caprichos de las mujeres, como bien lo

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atestiguaban muchos libros, porque ellas nacieron para aturdir a los hombres. Y no sólo tuvo que calmar sus conjeturas sino también las del marinero a quien por encima de la franela curtida se le salía el corazón al advertirle que de pronto ella hubiera tomado la carta como enviada por otro, de pronto él no había firmado como era debido porque ella le había hablado de un tal don Juan de los demonios.

-No te preocupés, marinero –le dijo el capitán-, de nombres está hecha la historia y a veces han llamado Juan a Pedro o rey al badulaque.

Y además, agregaba, había que entender el disimulo de ella ante la gravedad del asunto y la posible cercanía de oídos malintencionados, tratándose de una mujer tan entendida y sutil, digna de sus cavilaciones.

Pandales se paseó al fin como un rey perplejo pero feliz sobre la gastada cubierta que mostraba todavía las huellas del último cargamento de madera. La riqueza exhibida, mostrada en su esplendor y humildad al mismo tiempo, parecía haber obrado en la parte casquivana del corazón de ella, inteligente y llena de prudencia, pero mujer al fin y joven para colmo. El oro jamás había brillado en vano en parte alguna del planeta. Mandaba gente al paraíso y por él habían sido muertos y hundidos en el polvo millones de hombres y mujeres. Ya podía considerarse el hombre más afortunado de cuantos habían navegado por la Mar del Sur, como todavía llamaban a este océano en los libros y en los bandos oficiales. Menos mal que su padre le había enseñado las letras y lo había convertido en un lector de libros, pocos pero instructivos, entre ellos los que hablaban del gobierno de las repúblicas y de la templanza del carácter. Su padre, a su vez, había aprendido a leer

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–irónicamente- por intermedio de un fraile que no tuvo empacho en enseñarle las primeras letras pese a saber que era un descreído, y lo convirtió en un lector asiduo. “Si Dios existiera”, le decía Ángel Pandales a su preceptor, “la esclavitud no hubiera existido, a menos que se trate de un dios aliado de los explotadores y los criminales.” El claretiano le había respondido: “Las contingencias de los hombres no desvelan a un dios tan poderoso.” “¡Qué mal padre!”, había respondido Ángel Pandales, y fue el final de sus encuentros porque el cura Enrique Salas enfermó de fiebres tropicales y murió días después, sin lograr convencerlo de las eternas decisiones del dios hebreo.

Ofelia le prometió a su madre que llevaría a Engracia para cuidarle las espaldas. Era necesario evitar una tragedia. “No sé si seré capaz de evitarla o de precipitar otra, pero es mi deber intentarlo. De todos modos el capitán debe recibir su merecido”, le dijo a manera de despedida a Lucero Arboleda.

El kiosco estaba en ruinas. La madera mostraba los aguijonazos de las termitas y del tiempo sobre las obras de los seres humanos, como lo sentiría esa vez Ofelia Mina y de nuevo en su casa de San Andrés de Tumaco, sobre la apacible calle de Los Crespones cada vez que descubría signos de envejecimiento en la madera.

Con furor silencioso, la destrucción se había apoderado de la estructura, víctima de los cambios que todo crecimiento reclama. El pueblo era ahora más grande y lo visitaban gentes de otros lugares, alentados por la prosperidad de los vecinos. Ese kiosco había sido el sitio de la primera tienda de los padres de Ofelia, por lo tanto el capitán no había podido escoger un mejor lugar para la cita. La vetustez de las estructuras le confería algo de privacidad al encuentro definitivo, en el que debía jugarse todas las cartas posibles

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si quería al menos mantener un hilo de comunicación con la joven. En peores trances se había visto y había salido airoso, o al menos indemne, se dijo, como podían constatarlo sus parientes y amigos, sus marineros e incluso sus posibles enemigos. La vida da y quita, pero a los osados es mucho más lo que les otorga, seguía diciendo el capitán para sus adentros mientras palpaba la decrepitud de la madera rolliza y de las tablas rústicas y sentía de algún modo que ese episodio ya había ocurrido pero no recordaba el resultado.

“Las maderas de mi casa y de mi buque están también carcomidas, las renovaré cuando ella decida irse conmigo.” Y pensaba en los gobelinos, los cuadros con figuras mitológicas del mundo griego, indio, de paisajes africanos, comprados en las tiendas del Puerto de la Buenaventura, cuando la ocasión lo permitió, asunto hace mucho tiempo descuidado por la soledad de esa casa.

Estaba murmurando una larga lista de reparaciones cuando apareció Ofelia, ataviada con un vestido de estampados verdes y la cabeza tocada por un gorro juguetón de la misma tela. Pandales rodeó el lugar con la mirada para comprobar que nadie, aparte de la criada, la seguía. El juego resultaba peligroso, pero ella, al venir a esa cita, al desafiar a la suerte, demostraba su confianza en ese vagabundo en el que se había convertido.

-La madera se vence con el tiempo, la gente también dijo él para romper el hielo.

-Las termitas necesitan vivir -dijo ella.

-Mi casa sufrirá lo mismo si no consigo a alguien que la cultive y la libre de las plagas -dijo él a manera de primer ataque.

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-Pero todavía no se sé cuál de las plagas lo ha contagiado a usted, caballero -se defendió ella.

Ambos estaban de pie, casi frente a frente, a tres o cuatro pasos el uno del otro, al fondo del viejo kiosco. Ella se mostraba paciente, de manera que el capitán se tomó algún tiempo para responderle.

-No me diga que el valiente capitán de las mares es incapaz de declararle sus asuntos a una mujer indefensa -lo retó ella.

Él fue tan directo como pudo:

-Es más violento el fuego del corazón que las tempestades del mar -dijo sin recordar de dónde había salido esa frase que ella aplaudió con sinceridad.

-Al menos le ha quedado tiempo para el romance -le dijo.

-Y a usted tiempo para cumplir la cita con el hombre mejor dispuesto a quererla que haya existido en el agua y en la tierra. No digo en el aire porque esa región es desconocida para mí.

-¡Me sorprenden sus palabras, de veras! -dijo ella con sinceridad.

-No olvide que soy hijo de autodidacta letrado, y algo aprendí de él.

-Espero que haya aprendido también a respetar las decisiones de las mujeres -pidió ella, todavía impresionada.

-Sus decisiones y lo que traiga encima -respondió el capitán.

-Entonces, bien -dijo ella-, ¡adelante!

Y el capitán se ciñó al último viento que le llegaba. No podía

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perder esa oportunidad, qué les diría a sus marineros que lo esperaban con el ánimo en ascuas y los dedos cruzados. Aunque se sentía de alguna manera en el limbo, no podía defraudarlos. Con un poco de entereza saldría de ese momentáneo marasmo, aguijoneado por la desenvoltura de la joven que arriesgaba mucho más que él. “Más pierde el pájaro que la escopeta que le tira”, recordó una frase de su madre Delia Congo. La casa de los Palacios quedaba a tiro de piedra y ya él sabía de la visita inesperada que le había llegado a la joven.

El capitán se explayó en requerimientos de amor; exornó con rebuscadas comparaciones los recuentos anticipados de la vida que llevarían juntos si ella aceptaba ser su esposa, con el consentimiento de sus padres, desde luego. Por los padres de él no debería preocuparse, muertos ya, de parto la madre, de infarto el padre, en tiempos diferentes. Él por su parte era un libro abierto. Había tenido varias mujeres pero sólo dos le habían dado un hijo cada una: Benigno, hijo de Alda, muerto en un accidente de navegación, debido a su arrojo y valentía, y Camilo, hijo de Marcia Dájome, que era sastre en tierras altas, padre de varias criaturas, entre ellas una llamada Delia, muy hermosa, como su fallecida madre. No había regado su sangre por esas orillas como era costumbre entre los hombres de una costa difícil pero incitante, proclive al desenfreno y a los placeres de playa, pero también ascética, generadora de ritmos rigurosos. Como ella podía palparlo, sus andanzas con mujeres eran asunto del pasado. Permanecía ahora en el más estricto celibato, a la espera –aunque decirlo pareciera oportunista- de una dama como ella. Su lugar preferido siempre había sido su barco. Su casa paterna había sido construida hacía casi ochenta años y permanecía muy sola. Si la fortuna lo premiaba, la entronizaría en esa casa o en otra, en el lugar que ella decidiera. Ya había conocido su riqueza

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y su ánimo, que les rendía a sus pies, un ánimo que languidecería sin destinataria y una riqueza que sólo podría llamarse como tal cuando pudiera compartirla con ella, porque guardada en su litera no producía ni venturas ni males.

Ofelia parpadeó. Creyó sentir bajo la coraza del marinero cierta ternura inédita, expresada en palabras que no esperaba escuchar de boca del personaje que parecía un hombre cuya estampa no cuadraba del todo con ese entorno y ese tiempo. Miró hacia atrás, a la entrada del kiosco donde esperaba Engracia con sus faldones rosados y su blusa azul tenue, con sus trenzas gruesas sobre la espalda. Su mirada era en cierto modo una búsqueda de apoyo, de saber que contaba allá con una aliada en medio de la momentánea incertidumbre.

“Por un momento me abandoné a una especie de letargo en el que imaginé mi vida al lado de ese hombre poderoso pero cruzado por malentendidos, descuidado con su vida, aunque no con su estampa, inteligente y decidido, al que de pronto metería en carriles”. Se lo diría después a su madre: se había abandonado a sus intuiciones por si alguna chispa suelta surgía como indicio, para no tener después remordimientos por no haber dicho y hecho lo que el entendimiento le mandaba. “Pero el corazón no me respondió; por más que busqué argumentos, fue inútil. Pandales no era el hombre que yo había esperado para cuando me llegara la hora de tomar marido, para la que por cierto no me había apresurado.”

Aunque le habló directo, tuvo sin embargo algo de misericordia para con ese hombre que llevaba más de dos años hostigándola, concentrando su energía en cada paso con la precisión de una maniobra de abordaje. Le dijo:

-Quiero que se olvide de mi persona para siempre; puede

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volver aquí si quiere, este pueblo está abierto a quien quiera visitarlo, pero no intente acercarse a mí en plan de enamoramiento. Es mejor que se guarde sus artimañas para otra mujer porque yo ya las sopesé y no me convencieron. Sé que es un hombre respetado y de palabra, pero también capaz de algunas indelicadezas como la de apoderarse de mi fotografía sin permiso. Devuélvamela y al menos no le mostraré tanta descortesía.

El capitán estuvo a punto de decirle que sí, como una primera concesión para romper resistencias, pero no fue capaz. “El cuerpo se me había enfriado”, les contó a sus marineros a quienes se les cocinaba el hígado tan solo de pensar en navegaciones erráticas y en un capitán insomne, como Pedro Nazareno le había advertido al nuevo marinero Tulio Cambindo. Además, si entregaba el retrato y no lograba conquistarla, ¿a quién le confesaría que la había amado más que a nadie, en vísperas de la caída hacia las talanqueras finales, hacia las tinieblas?

Ofelia dio por terminada la cita. El capitán permaneció un tiempo recostado contra la crujiente baranda y esperó silencioso hasta cuando ella dobló hacia la casa de Fernando Palacios, más allá de la instalación para el secado de maderas. En ese momento se otorgó toda la razón para no haber entregado el retrato: era cierto que la situación no pintaba para nada agradable, pero tampoco lo habían tratado con indiferencia. Un buen síntoma, se dijo, sin perder de vista a las dos mujeres que se alejaban.

El propósito del capitán no fue el de provocar ahora una pelea. Los hombres que lo esperaron cerca del quiosco querían advertirle que sus pasos por el aserradero o el pueblo serían de allí en adelante considerados una afrenta, y que como tal responderían ante ella. Distinguió a los dos grandes y fortachones muchachos

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del aserradero, uno de los cuales –el mulato Venancio Chará- se decía que era hijo de Fernando Palacios en una mujer que había enviudado. El otro era familiar de Engracia y un tercero, el mal encarado de piel más clara, tenía que ser el sobrino del patrón del aserradero.

Los pasos de los hombres que ahora le daban la espalda a Pandales fueron como azotes en la llaga. Las cinturas abultadas denotaban a las claras que su vida ya estaba amenazada y que de alguna manera la lucha que vendría sería peligrosa si no conseguía llevarse a la muchacha cuanto antes. Bien a las claras había advertido el conflicto que sostenía ella con sus sentimientos: de un lado la obediencia a sus padres, de otro lado la incipiente comprobación de que ella era libre para elegir con quién unir su vida sin que tuviera que rendirle cuentas a nadie.

Pero lo seguía hiriendo la última frase del mozo altanero: “Ya sé que acaba de concederte una cita, pero espero que sea la última vez que te atrevas a algo parecido, capitanejo de agua dulce”, le había dicho el prometido de Ofelia. Y esa frase volvía una y otra vez a su memoria mientras pretendía descansar en su litera. No tenía reposo, pero había cambiado: por algo menos que eso se había liado muchas veces con hombres de mayor temple que los tres mocosos que lo desafiaron.

De manera que esperó apaciguar su rabia para pensar en el rapto como la única salida posible. Para eso tenía marineros audaces, salvo Pedro Nazareno, al que usaría como controlador de ánimos para que todo saliera perfecto. Si fuera necesario, iría por refuerzos y llegaría en una noche oscura con una tropa de hombres dispuestos a todo.

Supo luego que la boda se cumpliría en la Villa de la

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Concepción de Guapi, y todo en ese momento avanzaba hacia la celebración que sería de las más ostentosas de los últimos años. Angelmiro contó a bordo, con pelos y señales, lo que él a su vez había escuchado, porque ya la señora Elena de Palacios estaba en el pueblo mayor, encargada de los preparativos. Se había decidido que no sería en el Puerto de la Buenaventura debido a una exigencia de la misma prometida, que prefería la sobriedad del pueblo ilustre a los aires de ciudad que se respiraban en el puerto, aunque allá hubieran nacido sus padres.

De todas maneras el capitán escuchó las noticias, se despidió cordialmente y fue hasta el fondo de su litera de donde regresó a los pocos minutos exaltado, preguntando por su fusil de un solo tiro.

-¿Usted se ha olvidado que lo entregó como constancia de no volver a las andanzas del contrabando?

-¡Déjenme ir contra esos altaneros para ponerlos en su puesto! ¡Ya se sabe que yerba mala no muere! –gritó alterado el capitán.

-Yerba mala sí muere –le respondió muy tranquilo Pedro Nazareno-, lo que pasa es que muere más despacio.

Sin hacer caso de las amonestaciones de su viejo marinero, el capitán juró que se enfrentaría como fuera con el mandamás y sus secuaces porque a él nadie lo trataba de capitanejo de agua dulce, él podía enseñarle al más encumbrado cómo se navegaba, con instrumentos o a la estima, cómo se abordaba una ensenada o un cayo, qué se requería para navegar a la bolina o para sortear un vendaval. Y con mucha más razón a ese mequetrefe que se decía el prometido de Ofelia. Ya verían quién era él cuando se enfurecía.

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Los marineros lo dejaron descargar su rabia y le agradecieron cuando él empezó a describirles con total parsimonia, detalle a detalle, lo que sería un asalto que si no era posible llevarlo a cabo entre ellos cuatro, buscaría refuerzos en el mismo infierno, y para ello puso en el centro de todo una moneda de oro con la efigie de un rey desaparecido, brillante sobre la rústica cubierta. El tesoro era ella y abordarían su casa como ladrones en una operación precisa, sin disparar un solo tiro, antes de que la ingrata se embarcara con destino al pueblo elegido para celebrar la boda.

-Mejor cuando se embarque -opinó Pedro Nazareno

-Así le cortaremos el camino, unos por proa y otros por popa -remató Antero Castro. No hubo opinión de Tulio Cambindo porque simplemente él era nuevo a bordo.

El cónclave fue interrumpido por el ruido ensordecedor de una máquina. Los cuatro hombres levantaron las caras por sobre la borda, y vieron a estribor el barco más grande que habían visto, con su casco gris y la tronera que despedía humo por encima del puente. El Concepción lucía regio, invencible, reluciente, parecía provenir de un mundo nuevo, con su tripulación que se adivinaba dicharachera a la distancia. El reinado de los vapores no había sido duradero y ahora éstos venían a imponer su poderío, con sus estrepitosas máquinas de combustible líquido.

El capitán lanzó improperios contra los oligarcas y chupasangres, imprecaciones que se perdieron entre el ruido del poderoso motor y la fiesta de los marineros en el Concepción, quienes señalaban hacia la desvencijada balandra, retorciéndose de la risa, para mayor ira del Capitán Pandales.

Afrentado de nuevo, el capitán quiso arrojarse por la borda y

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alcanzar el muelle donde atracaría ese barco infame para enfrentarse a pulso con cuanto malandrín fuera a bordo. Lo contuvieron a duras penas los dos marineros más jóvenes. Pedro Nazareno, entre tanto, aprovechó la confusión para levar el ancla, acondicionar la vela y buscar el lado más favorable para dejar atrás ese lugar que mantenía de tan malas pulgas al capitán Pandales.

El veterano marinero recogió la moneda que había quedado abandonada en cubierta, sin que el capitán se diera cuenta, poseso de la ira. Pedro Nazareno guardó la moneda siempre, para que lo enterraran con decencia y luego sus hijos tardíos –a los que veía cada año- pudieran irse a estudiar a alguna parte, y la tenía en su mano derecha el día de su muerte, anciano y rodeado por su mujer y una hija, en su pueblo, cuando todos los miserables destinos ya se habían cumplido.

“Un día así lluvioso de enero, con la arena tan húmeda que se formaban charcos donde alcanzaban a moverse algunos peces pantaneros, apareció en mi casa un anciano que parecía venir de otro siglo. Sus zapatones eran un recuerdo de las cosas que vendíamos en la antigua tienda. Era robusto y andaba erguido todavía, sin un pelo en la cabeza, tocado con un sombrero de paja. Era Pedro Nazareno. Venía de su pueblo, de San Pedro del Vino, en una canoa a motor que demoró apenas un día en el viaje que antes se llevaba cuatro días a remo. Su maletín de lona raída era un recuerdo de las navegaciones padecidas y nunca olvidadas al lado del capitán Pandales.

“Venía con una misión extraña, después de algunos años de andar de supernumerario en barcos de pesca, hasta cuando se fatigó por completo y se le acabó el aliento para las faenas. Cuando eso ocurrió, volvió a su pueblo situado río arriba del Patía y se ancló para

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siempre como cultivador de plátanos. A veces despertaba llorando, culpándose por la muerte de Benigno y por haber permitido que el capitán zarpara ese lejano día de cuaresma en busca de lo que no se le había perdido, y solo.

“Lo hice entrar y le ofrecí el cuarto donde duermes cada vez que vienes a visitarme. Conversamos durante la noche sobre tiempos que ya no te importan, hermano, amigo, tal vez el hijo que no tuve. Pero esquivamos algunos hechos solo por no remover recuerdos dolorosos ni tener que soltar alguna lágrima tonta por lo que quedó atrás y se perdió sin remedio. Sobre todo, conversamos del día en el que esa balandra persiguió a una canoa esquiva y el capitán comenzó a perder el juicio. Nos reímos como adolescentes que tuvieran todo el tiempo del mundo por delante pero ya creen haber vivido todo lo necesario.

“Al día siguiente desayunó sin prisa y dijo que regresaría a morir en paz a su pueblo. Me entregó el retrato que le había birlado al capitán el día de su mayor locura, cuando emprendió el viaje solitario desde Salahonda de la Isla del Gallo y navegó durante varios días como si anduviera en busca de la Terra Incognita, hacia el norte, hacia las desembocaduras del río Guapi, con las aguas claras debido a la falta de aguaceros.”, escribió Ofelia en su diario.

“Uno que otro fantasma debe de estar vagando por ahí”, decía él. Dijo que se detendría en ese pueblo al regreso, y le iba a arrojar un trago en algún sitio del muelle para que él también brindara, si es que ha muerto ya, como moriremos todos, como murió su padre, un gigantón de casi dos metros, y su madre, una mujer menuda que le soportó todo, como morirá su mujer de la que tanto tiempo anduvo alejado.

“El olor a tabaco rancio que emanaba de la boca del anciano

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marinero se quedó impregnado varios días en este cuarto, hasta cuando anunciaste que volvías, y entonces le hice sahumerios para ahuyentar cualquier fantasma, cuando me avisaron que Pedro Nazareno había muerto.”

El marino mercante caminó varios pasos en derredor para sopesar también la fatiga del tiempo. La miró: “Morirá pronto”, se dijo, “y ojalá pueda venir a cumplirle la cita”.

Esta vez no pidió que le hiciera escuchar un bolero de los buenos tiempos, cuando ella todavía podía haber amado a alguien que le hubiera mostrado buenos sentimientos, antes de que ese pueblo comenzara a mostrar los síntomas de la desgracia que padecía, pese a que la luz seguía tan intensa en el horizonte como cuando ella había llegado derrotada, pero dispuesta a no cederle un centímetro a la desdicha, para morir despacio, con la decencia que se había prometido.

El capitán decidió soltar amarras una mañana, en los inicios de la cuaresma, bajo una llovizna sin sosiego, desde ese embarcadero en el que marineros, parientes y amigos –en ese orden- se habían reunido para impedir su viaje. Le rogaron por lo que más había amado que desistiera de esa navegación porque él ya no era un jovenzuelo de largos brincos para enfrentarse a gente tan bien armada. Pedro Nazareno le había suplicado, en memoria de tantos años compartidos, que terminara su vejez allí, sin ir a importunar la vida de una mujer que jamás lo había querido. El capitán le respondió con una frialdad digna de sus mejores épocas que antes de quince días estaría de vuelta, con o sin Ofelia Mina.

El capitán no había permitido que nadie lo acompañara en ese lance, sin embargo le llevaron a bordo provisiones de pescado salado, agua en grandes latas y frascos de vidrio, dulces de frutas

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en conservas y vigorosos plátanos verdes, para que no padeciera de hambre o sed si en alguna huida le tocaba abrirse al mar por muchos días o esperar el viento en alguna desembocadura. Embodegaron también bebidas fuertes que le ayudaran a soportar los fríos de la noche marina y el desasosiego de su viaje lunático. Fue entonces cuando Pedro aprovechó el descuido del capitán y se hizo al retrato de Ofelia, sin saber claramente para qué, como si al arrebatárselo le ayudara de alguna forma a curar su locura.

El carnaval había transcurrido sin mucho entusiasmo en el pueblo. Las músicas vernáculas habían resonado durante noches; la gente iba y venía, se quedaba a mitad de camino durante horas sin que llegara a contagiarse del entusiasmo de otros años. Pese a toda su insensibilidad, él era un hombre de esas tierras y lo sentían a punto del último desvarío, que tal vez le abriría las puertas hacia una muerte que había empezado a buscar hacía mucho tiempo.

A mitad del viaje, el capitán se había preguntado varias veces si no era preferible devolverse y aquietar su cuerpo, como todo el mundo se lo había pedido, pero luego se llamaba a sí mismo cobarde, hombre de pocos cojones, precisamente ahora que la joven había mostrado mayor interés en su persona. ¿Qué le habría dicho su compadre Helmer de haberse podido librarse de la artritis que lo mantenía en cama, o su mujer, la comadre Teófila, si alguno de ellos hubiera podido descender hasta el muelle?

Pero no fue directo a Los Brazos. Entró por la desembocadura del río Guapi con la misión –según él- de entregar un recado a los vivos y a los muertos, porque él era hombre de ley y si no lo escuchaban gritaría desde la misma plaza para que de una vez por todas lo tomaran prisionero y lo arrojaran a la cárcel más oscura, o allí mismo acabaran con su vida que de nada serviría si no era posible

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seguir navegando hasta cuando el cuerpo le pidiera descanso.

El capitán llegó por última vez a la Villa de la Concepción de Guapi varios días después, con la misma llovizna que lo había despedido, luego de padecer soles insidiosos a bordo. La bandera a medio izar y completamente desflecada fue motivo de asombro. El barco ya no se parecía a la orgullosa balandra de otros tiempos. Los diablos, según las hipótesis sustentada en los inacabables chismorreos, habían ganado ya la posesión total a bordo de la nave del ateo, del hombre que no había tenido piedad ni con su propio hijo y ahora estaba a punto de malograr un evento que todos esperaban con ansiedad debido a sus protagonistas y a la posible interferencia de Pandales, que le agregaba un punto alto a las noticias.

Abordó el bote, remó hasta la orilla penumbrosa y todavía fue capaz de advertirse que no tendría reposo desde el momento que cruzara la raya; todavía podía regresar a su balandra y ojos que te vieron. Si pisaba la orilla hablarían hasta las piedras, pero si se echaba para atrás, tal vez nunca se lo perdonaría.

Cerró los ojos y se detuvo unos minutos antes de poner pie en tierra. Sintió demasiada oscuridad por dentro, como si se hubiera apagado el sol de esos días de navegación. Muchas voces le hablaron durante la travesía, aunque no distinguió los rostros de nadie, ni las palabras que decían.

Con una decisión que era habitual en él, enfrentó con los ojos abiertos el cruce de la temeraria e invisible raya que bien podía conducirlo al patíbulo. Trepó por el embarcadero hasta las calles todavía desoladas, perseguido por la persistente garúa, en busca de la casa del sacerdote que debería darle aviso a los seres que pudieran escucharlo fuera de esta tierra, si existían, porque él se entendería sólo con los que tenía aquí sobre el piso de barro cubierto

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de pedrezuelas de la Villa ilustre.

Había conocido las iglesias durante su corta vida de escolar, hasta cumplir los doce años. Por eso y por no haber rezado por el hijo al que le había causado la muerte, lo consideraban peor ateo que su padre. Pero ahora atronaba la puerta con la empuñadura de garra de león para que el padre Ignacio Sotomayor se dignara dejar el último sueño y bajara a atenderlo de emergencia. Traía la llovizna adherida a la ropa, pero ya se anunciaba otro día de sol.

Su ansiedad pervertía los detalles: el herraje del tetragrama en relieve parecía a esa hora de la madrugada una araña esculpida en lo alto del portón de madera. La sombra permanente que se colaba por los pasillos le sugería formas vistosas de seres que no se mostraban del todo pero infligían un contenido terror en los humanos en la penumbra de la madrugada.

Se acusaba de ingrato por no haber acudido primero a la casa de los amigos, donde pudo incluso descansar un rato y luego venir a cumplir con sus tareas más difíciles, como ésta que le llenaba el cuerpo y la mente de pesadas piedras, tan sólo al pensar en la mano del sacerdote levantada instintivamente para absolverlo.

El desafío que lo arrojaría a Los Brazos del río Xaija parecía demasiado cercano, era como si estuviera viviéndolo y no hubiera mucho tiempo para esperar al sacerdote. Recordaba los ultrajes recibidos por el prepotente sobrino de Fernando Palacios -si no estaba mal se llamaba Flavio Palacios- y sus secuaces. Recordó de nuevo las armas amenazantes bajo las camisas. Dijo que él no había sido concebido y alumbrado por su madre para servirles de carroña a las auras ni de pasto a los cangrejos. No lo verían pasar bocarriba por un río con el vientre hinchado, despojado de toda la dignidad que le había exigido a su vida, muerto por malandrines que solo

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eran valientes cuando se agavillaban. Deberían haber pesado sus palabras antes de declararle la guerra al tal Josué Pandales.

El sacerdote hubiera preferido otorgarle una bendición de emergencia desde su camastro, preguntarle de lejos si en realidad no había otro momento para importunarlo con tanta urgencia, y poder decirle fuera de los lejanos confesionarios: estás perdonado, basta tu intención, hijo mío, sin desgajar latines ni penitencias que la madrugada haría más oscuros, sobre todo con ese frío provocado por la llublina, como llamaban los pescadores a la llovizna cuando a ella se sumaba la neblina. Lo habría perdonado mil veces, imaginando sus pecados, sólo para que lo dejara dormir una hora más, antes de que el atareado sacristán irrumpiera en el campanario con el primer repique para la misa de las cinco, a la que asistía tanta gente que le imponía el deber de reconocerla una a una, así fueran cien o más, en la penumbra cortada por los cirios puestos estratégicamente en las columnas de guayacán o en los nichos de los santos, sobre todo en el de una Virgen que sostenía un niño vigoroso y a cuyos pies se sucedían las luminarias en directa proporción a las desgracias de la gente.

Pero al escuchar el nombre del que tocaba a esa puerta, al que algunos llamaban desacertadamente Masón Pandales, el cura suspiró hondo y salió como pudo, es decir arrojó la liviana colcha hacia el piso y descolgó los pies que muy poco soportaban ya el pesado abdomen, con el ánimo puesto en socorrer a esa alma en pena que jamás lo había honrado con su presencia en la iglesia, y menos en el confesionario. Los dos compañeros sacerdotes andaban de gira y además el descarriado feligrés lo había llamado por su nombre, Ignacio Sotomayor, servidor humilde de Cristo, cura franciscano venido de Antioquia, nombre derivado de la antigua Antioquía, si la historia de los discípulos y predicadores de Cristo

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no andaba descarriada.

-Señor: otórgame la sabiduría, exalta en mí la prudencia y la humildad, pero también la férrea decisión de tus mártires -pidió el sacerdote, de rodillas el piso de su cuarto, con las manos en el pecho y los ojos cerrados hacia el suelo- de los que no soy digno- remató.

La entrevista fue larga y ambos estuvieron a la altura de sus arduas misiones. El sacerdote, envuelto en un raído de algodón, conminó al feligrés a abandonar el propósito que lo llevaba a Los Brazos en busca de una mujer que él casaría en breve en la iglesia que se levantaba al lado, majestuosa frente al parque, con sus hermosas naves en maderas finas, con su campanario que había sido rescatado de los piratas con las mejores joyas de las matronas del pasado siglo, y su altar con un sagrario de oro, al igual que la custodia. El feligrés, humedecido por la llovizna, no rebatió en voz alta las penitencias ni prometió cumplir con la exhortación del sacerdote. Sólo le dijo que su única misión era la de dar a conocer su decisión por todos los medios posibles, tanto a los posibles interesados del otro lado como a los de este lado, a los que él se encargaría de avisarles.

Pandales salió satisfecho –como no lo había quedado el sacerdote- de esa casa olorosa a alcanfor, en busca de la vivienda de los Palacios. Gritó, no como le había dicho al sacerdote (“Padre, busco un Sursum corda”), sino que prefirió cambiar de tono y de palabras: “Señores y señoras de la casa Palacios, a todos cuantos se encuentren en ella. Vengo a comunicarles mi intención de ir en busca de Ofelia Mina, prometida del señor Flavio Palacios, para llevarla conmigo. Si alguien se opone, que lo manifieste en este momento y salga a enfrentarme con razones de su inteligencia o con la fuerza de sus brazos. Si no hay persona alguna dispuesta a

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ello, sea por la vejez, la enfermedad o por no hallarse en casa un varón responsable, doy un plazo de dos horas para que envíen a los tres policías roñosos que engordan en este pueblo para que tengan la bondad de arrestarme e impedir que yo rapte a la dicha mujer, prometida de quien ya he manifestado arriba. Si en dos horas no he sido arrestado o nadie se ha interpuesto en mi propósito, seguiré adelante, y cualquier desavenencia que surgiere la achacaré a la lentitud de la Ley y a la negligencia de los interesados. ¡He dicho!”

Los pocos presentes debieron rematar las palabras de Pandales con un ¡rataplam! ¡plam! ¡plam!, a falta de los tambores del bando que se leía en las esquinas principales con palabras parecidas a las que había pronunciado Pandales. Los rumores se confirmaban, pero nadie se había sentido capaz de acercársele y sus pocos amigos no merodeaban el pueblo tan temprano.

Caminó hacia la orilla, seguido por algunos curiosos a los que se agregaron otros, para presenciar el acontecimiento hasta su término. El capitán remó hacia la balandra, izó el pequeño bote y esperó durante dos horas, en las que fumó, como pocas veces, un amargo tabaco que le había proveído Nazareno. Debió pensar de nuevo en los consejos de su viejo aliado, en la sinceridad que lo caracterizaba, porque siempre había guiado sus palabras hacia el bien de todos.

Resistió el sol que ahora empezaba a calentar como nunca, surgido de los cerros distantes, y a secar los techos de hoja de palma o de cinc del pueblo, y la misma cubierta de su barco.

En una orilla terminaba de desmoronarse La Velona, su rival de antes, armada por Paredes, su amigo. En otro sitio del pueblo resonaban los martillazos del herrero. “Me debe todavía el flete de unas herramientas. Ya no me pagará.” Caminó alerta por ambos

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lados de la cubierta, sin que divisara el bote de la Policía, al que esperaba ansioso. Extrañó la presencia de sus amigos que ya deberían saber lo que estaba ocurriendo con él en ese pueblo. “En este trance es mejor que no aparezcan –dijo entre dientes-, serían capaces de convencerme.”

Arriba del pueblo acababa de anclar el Bolívar, otro barco a motor que lucía orgullosa su máquina ruidosa, importada de la misma Inglaterra. Pronto no habría espacio para los veleros, de manera que Paredes había hecho bien en alejarse de la navegación antigua, la que practicaban marineros recios, de los que Pandales parecía ser el último.

Con el agua a medio vaciar, se aprestó a tensar la desgarrada vela de su barco, decidido a enfrentar la que consideraba la última posibilidad de su vida; o de pronto le haría caso al sacerdote, a sus parientes y amigos y huiría lo más lejos posible del amor imposible de esa mujer llamada Ofelia Mina.

Pero el rumbo que se había prometido a última hora para huir de sus tormentos y ganarle la travesía al destino varió tan pronto como estuvo a la altura del bajo de San Pedro, sobre la amplia y cenagosa desembocadura. “Hubiera sido preferible que los tres policías roñosos, como los llamó él, hubieran acudido a detenerlo. Pero nadie los alertó”, diría después la mujer que debió enfrentarse con todo al capitán intruso. “Ya Flavio estaba a punto de llegar al pueblo a esperarme”, decía Ofelia Mina en el jardín de la casa, sentada en la misma silla en la que se quedaría dormida para siempre el catorce de mayo de un año en el que anunciaban un nuevo maremoto y la verdad fue que se iniciaron las masacres más fuertes en todo el territorio, como si eso la hubiera ayudado a morir de veras.

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Entonces el barco cortó proa hacia el norte por los filos todavía anegados del bajo y no hacia el sur. Sin saber por qué, el capitán rehuía el reposo. No había sido capaz de olvidar los ojos selváticos de Ofelia que le dolían tanto como las cuadernas de su barco. El escaso viento se aliaba desde afuera para favorecer la navegación hacia donde el capricho del capitán lo guiara.

“Yo gobierno este buque, pero a mí me gobierna la obstinación” –dijo en voz baja y deseó haber sido capaz de conducir su corazón mejor que esa balandra.

Divisó las islas de Gorgona a babor, con los destellos de un sol prodigioso. “Así ocurre todos los días. Se hunde y mañana vuelve a salir. Sigue alumbrando y calentando, parece un horno al que no se le acaba el combustible jamás.”

Al día siguiente, luego de fondear varias veces para esperar el mínimo viento que se alzaba para la temporada, al atardecer ancló en la desembocadura del río Xaija y se echó a dormir de largo para empezar descansado la mañana siguiente y enfrentar lo que él llamaba su última empresa de valía.

A menudo Ofelia daba rienda suelta a las nostalgias ante algún vecino, hombre o mujer, de los pocos que la visitaban por curiosidad por dolor de prójimo ante su voluntaria soledad. Pero nunca como cuando contaba sobre los veleros enormes que llegaban, en otra época, de Valparaíso, de El Callao o de la misma Europa. Lucían soberbios con sus velámenes y sus tripulaciones de gran porte, decía con tal entusiasmo que las pocas arrugas de su cara parecían desaparecer. La gente se volcaba a la orilla, algunos se embarcaban en pequeñas canoas e iban a abordarlos y otros esperaban a los tripulantes en tierra para intercambiar palabras y suvenires con ellos. Se vivía en un mundo cosmopolita, se leían

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periódicos de casi todo el planeta, llegaban enlatados y trajes finísimos de ultramar para deleite de los extranjeros y de los nativos ricos. Más de una dama se prendó de algún marinero y ahora sus nietos deambulan por las tierras de Europa. La vida tenía un ritmo lento, decía, el día a día lo marcaba un embarque de tagua o de madera, una gran marejada, una gran pesca de pargos, una boda suntuosa, un incendio…

Pero años después todo fue distinto, comenzó una violencia sorda que fue creando odios a medida que se agudizaba en las entrañas del país. “No hubo muertos en fila como allá, pero el coletazo fue duro. Mi padre decía que ahí estaba la mano de los oligarcas y de los terratenientes, los asesinos de un líder con el que contaba un pueblo desvalido.”

Los barcos de vapor sucedieron a los veleros. Todo transcurrió muy rápido; con los nuevos tiempos aparecieron los hidroaviones que acuatizaban muy cerca de su casa. Finalmente alcanzaron a llegar algunos mercantes con máquinas poderosas, pero ya el puerto había perdido importancia. El nuevo futuro, como le tocaría verlo, traería otra violencia y arrancaría a mucha gente de su sitio o la sembraría para siempre aquí, como materia secundaria para las fincas de ganado o el cultivo de la palma de aceite.

“Lo sé ahora que empiezan a morir campesinos, ahora que me entretengo escribiendo cartas o memoriales de la gente, o llevando los libros de contabilidad de alguna empresa. Es tiempo de gamonales políticos nativos que explotan a su propio pueblo, tiempo en que el despojo es consentido.

“Hubo algunas rebeldías, primero acalladas por las promesas y después por el miedo. El pueblo es grande ahora y está patas arriba, como todo este país, que está empezando a mostrar sus

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peores temores y sus más afiladas cobardías”, escribía en su diario, con la certeza de que solo lo hacía para matar el tiempo y no para que un hermano-hijo (lo que la convertía a ella en hemana-madre) se dedicara a escudriñarlo como si quisiera revivirla a ella o a una juventud destrozada.

Encadenaba los hechos siempre en confrontación con el presente, con su senilidad en ascenso que pedía a gritos olvidarlo todo pero a la vez volver sobre los acontecimientos con nuevos bríos. Los tiempos vieron decrecer su ánimo, languidecer una voz que había cautivado a más de un hombre o mujer que la hubiera escuchado en su juventud y en su madurez solitaria. Se fundó un semanario y la fotografía de ella apareció alguna vez como “símbolo de la belleza nativa”. Que Dios nos ampare, decía ahora. Porque a veces se hacía presente el epíteto melindroso: Negra pero bella, y los poetas locales, mulatos, mestizos, caían en la trampa de las carnes morenas que deseaban pero tenían que amar de manera clandestina. “Cada vez el mundo se llenaba de peores mentiras”, escribía.

“Así somos: nos sentimos los primeros habitantes del mundo cuando todavía la mierda se evacúa en latas, como antes el oro.

“Estuve a punto de dejar estas provincias e irme lejos, donde nadie me mirara como un bicho raro, pero pensé que en cualquier parte sería igual, por otros motivos. Decidí quedarme, nada le debía al mundo para tener que huir de mi nueva casa. Uno es lo que es, huya a donde huya. Lo sé desde que vine a este pueblo al que llegan grandes buques de hierro a llevarse la madera hacia otros países.”

“Ahí están arrugados algunos trajes que nadie volverá a usar”, seguía escribiendo en un diario que no volvió a abrir, que haría entristecer muchas veces al heredero de su casa; quedaban

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herramientas de jardín, revistas, algunos libros y discos llegados del otro extremo de Colombia o del extranjero. Sobre todo le gustaban los boleros cantados por esa élite de mujeres que aparecieron a lo largo del siglo como si hubieran brotado de los deseos más callados que era necesario contar a voz en cuello, una larga lista de divas que surgían de México o de Cuba, de Argentina o Puerto Rico, como mirlas heridas, rebeldes, orgullosas de ser mujeres para cantar sus propias desgracias o placeres, e inscribían sus nombres en la historia que hasta entonces se había reservado a los hombres. A veces acompañaba la tarde con un buen vino que mandaba a comprar en el negocio del heredero de La tienda del alemán, propiedad de un joven de aspecto bonachón y estampa atlética que llegaría a ser alcalde y había conocido a los Palacios.

“Era un pueblo pero llegaba aquí de lo más fino de cualquier lugar del mundo. Hubo fábricas de cosas menudas. El otro puerto al norte creció mucho más cuando aquí terminó de embarcarse la tagua y el caucho y el café se empezó a exportar por toneladas. Pero ese pasado nos dio un orgullo que nos hizo desdeñar todo lo que no fuera de aquí y por eso un gamonal político hizo arrodillar al pueblo a su antojo porque declaró que el pueblo debería ser gobernado solo por los nativos, y él hablaría por nosotros. Él se apoderaría durante décadas del poder y sus descendientes vaciarían también las arcas públicas. Yo pertenezco a esta historia, porque me aferré a ella y moriré aquí, así digan algunos chovinistas que soy una ribereña advenediza.”

La silla mecedora podía cederle el turno a la perezosa del balcón que dominaba el antejardín, o a los troncos del patio. Siempre había algún lugar que invitaba al diálogo con los pocos visitantes. Lo que ocurría lejos, como la revolución en Cuba o el voto conquistado por las mujeres en su patria, la rozaban apenas a ella, marcada por

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la distancia. Así lo sentían sus visitantes, a los que sabía hacerlos sentir como si estuviesen frente a un oráculo clausurado, debido a su nostálgica sabiduría y a su temprano enclaustramiento.

Una tarde, con todo el buen humor que le era posible, porque había brotado una semilla recién plantada en el jardín, su inseparable Engracia puso a sonar un disco que ella le había solicitado. En mitad de la canción se irguió de la mecedora, con los ojos desorbitados: “¡Allá viene el capitán Pandales!”, gritó sobresaltada, “¡y esta vez lo mataré de veras!”

Los emisarios que llevaron la noticia al pueblo habían pasado muy cerca de la balandra fondeada en el bajo de Los Pelícanos y fueron a dar un pronto aviso, porque temían lo peor. Al principio quisieron trepar a bordo y conocer las condiciones que reinaban abordo y las intenciones de sus tripulantes, si venían como bandidos o como gente de bien, pero desistieron porque el barco parecía estar embrujado, su aspecto era demasiado fantasmal y no se escuchaba un solo movimiento.

“Ojalá hubieran subido a esa balandra y hubieran hecho lo que debieron haber hecho, pedazos de cobardes. Yo no estaba enamorada, es cierto, pero ya me había forjado una idea de lo que sería mi vida al lado de un hombre que conocía apenas”, dijo Ofelia días después de los hechos, cuando cada cual le agregaba al relato general lo que pensó hacer y no hizo y lo que hizo y no salió tan bien como debiera, lo que advirtió pero no le escucharon.

La primera en aparecerse fue Digna, madre de uno de los trabajadores del aserradero que acompañó a Fernando cuando enfrentó a Pandales meses antes. A las cinco en punto de la mañana llegó a contarles la primera de las malas noticias. Ofelia estaba despierta, “organizando chécheres, mientras disponía el corazón y

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el cuerpo para lo que se avecinaba.” Por la radio sonaba un bolero de Carmen Delia Dipini. La alarma se había vuelto inmanejable, contó Digna, todo el mundo se había volcado a la orilla. “Todos estábamos alertas”, desde cuando los viajeros habían traído la noticia, en las primeras horas de la madrugada. Ofelia, seguida por sus padres, fue a la orilla. Nadie había vuelto a pasar por el bajo y no sabían nada de la balandra. Alguien sugirió una comisión para ir y forzar su regreso, pero a última hora los comisionados desistieron. Luego vino el relax: el capitán Pandales había desistido, dijeron, en buena hora, y dejaba en paz ese pueblo que tantas zozobras había padecido por su culpa.

Por eso la llegada del capitán Pandales –cuando de veras llegó, con el sol ya alto, con las huellas del viaje en el rostro, pero con la firme decisión de no regresar sin intentar lo que intentaría-, esa llegada significaba el epílogo de una gran locura. ¿Un rapto? La noticia le había llegado por boca de mensajeros desde la Villa de Guapi, pero no la había tomado en serio. Pandales podría ser audaz, pero no hasta ese extremo, y menos cuando ella ya había puesto los puntos sobre las íes para que él no remendara sus pocas ilusiones.

Pandales desembarcó en el aserradero y se asombró del silencio, de esa quietud que dice demasiado cuando se espera el alboroto y la barahúnda. Las sierras estaban quietas, el motor central había dejado de tronar. De seguro estaban escondidos esperándolo para darle el zarpazo. El guerrero debería estar atento, porque los guerreros solo pueden morir una vez y con la mayor dignidad.

Unos cuantos obreros jugaban dominó frente a una barraca. En la casa principal vio a Atanasio Valverde sentado en el portón. Pandales se le acercó para saber de antemano lo que le tenían

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preparado. El muchacho, ahora auxiliar del aserradero, le pidió que no fuera al pueblo porque lo culpaban de todo lo ocurrido. Era mejor que aborda su barco y regresara antes de que obrara contra él la emboscada que le tenían preparada.

Ni siquiera las advertencias de su único admirador declarado en el pueblo pudieron detenerlo. No había realizado semejante travesía para amilanarse ahora. Su tarea tenía que llevarse a cabo: los Andes no habían sido cruzados con tanto esfuerzo para luego aquietar las tropas sudorosas. Si salía vivo, le dijo el capitán al auxiliar del aserradero, se lo llevaría como tripulante, con o sin Ofelia en ese barco. De pronto ella entendería que él ahora era mejor compañía que los ausentes o los muertos.

Para no ser tan visible, tomó el camino que bordeaba un sotobosque y donde las tórtolas cantaban al atardecer desde los espinosos ramajes, como lo recordaba desde la primera vez que recorrió ese camino. Tenía que ir atento a las posibles culebras de silencioso ataque, que en menos de veinticuatro horas dejaban frito a un hombre corpulento. Acariciaba su barbera, la única arma con la que contaba para enfrentar a enemigos armados con pistolas de repetición. No había opción. Hablaría de nuevo con ella, le haría ver que no era culpable de las muertes anticipadas que hubieran ocurrido en su ausencia.

Llegó a un pueblo encolerizado al que Atanasio no había querido acompañarlo, porque no resistiría lo que iba a ocurrirle, le dijo. “Tienes toda la razón, eres todavía un niño, y te espera el mundo”, le dijo el capitán con un tierno roce de su mano en la cabeza del joven. Atanasio quiso sonreír, quiso ponerse a su lado y acompañarlo, pero de todos modos lo juzgó inútil.

Pandales se dirigió a la tienda por entre las barracas y las

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casas levantadas en zancos. Una doble fila de hombres y mujeres lo aguardaba; al final de ella estaba Ofelia, que había jurado ser su Némesis.

El capitán se abandonó a los malos presagios. El desamparo era mayor ahora que en cualquier otro episodio de su vida, menos en aquel que recordaba cuando Alda Bran le arrojó encima las flores silvestres. Su paso por la fila de honor le pareció un sueño torpe, una burla de los hombres y mujeres que parecían haber convertido en fiesta lo que había ocurrido ya o estaba próximo a suceder, esta vez en su propio pellejo. Sintió cerca la posibilidad de la muerte como una nube de sonidos en su cabeza. Olía todavía a matorral, a flores rústicas de la maleza. Sentía que los bandazos del barco a lo largo de sus viajes volvían a estremecerlo, esta vez para encallarlo en alguna resaca.

Se encontró a pocos metros con la mirada de Ofelia. De haberlo podido, le habría dicho que estaba más hermosa que nunca, pese a su rostro colérico. En cambio a ella el discurso le salió como si lo hubiera preparado días antes, o quizá toda la vida. Lo culpó a gritos de la muerte de su padre, le dijo que él no merecía la tierra que pisaba, ni siquiera la que lo cubriría, por eso debía irse al infierno con barco y todo.

En ralentí, Josué Pandales vio la mano con el brillo metálico que se llenaba de humo. Por instinto giró el cuerpo obligándolo a una gran sacudida. Escuchó la detonación como un incidente que no le concernía en lo más mínimo porque todo se había vuelto humo. Las caras de la gente, las siluetas de las casas, el vestido de Ofelia de un color lila y con incrustaciones de gris, siempre elegante ella, antes del luto que le guardaría a su padre y de pronto a él mismo. En ese limbo momentáneo se maravilló de recodar que su madre

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alguna vez portó en la muñeca una esclava de plata y que él había buceado a pulmón libre en las cuevas submarinas de la isla Malpelo y se había encontrado con un tiburón asustadizo que había huido de él como de un espanto.

El capitán cerró los ojos y cayó en redondo con el impulso que le había dado a su cuerpo. La medalla de oro que llevaba Ofelia fue la última visión que tuvo antes de caer. Pero pronto volvió a ver los ojos perplejos de ella, que al parecer no comprendía cómo había podido a dispararle a alguien que solamente la había querido. Lo que el capitán no sabía era que los parientes y amigos habían acordado tomar el cadáver y llevarlo al barco, y una vez allí, rociar de petróleo la balandra e incendiarlo, “para que empiece arder desde esta vida”, había dicho Venancio Cruz, hijo de Digna.

El capitán se incorporó como sonámbulo. Ahora pudo calibrar la situación y saber que si intentaba cualquier ofensiva moriría más rápido. Ofelia había bajado el arma y la sostenía con el cañón hacia tierra, sin mostrar el menor interés en levantarla de nuevo. Él por su parte sentía un gran ardor en el hombro izquierdo, en el que tenía el tatuaje. Le pidió a la joven que disparara de nuevo porque su vida no serviría de nada si ella había decidido no quererlo. Vio en el balcón a la madre de Ofelia y a los sirvientes de la casa.

-Comprendo tu dolor –dijo el capitán-, pero todavía es posible rehacer la vida. Ya ves cómo me he arriesgado por vos. Por fortuna manejás mejor los desprecios que las armas.

“Dos veces sentí odio. En un colegio de la sierra donde fui fastidiada por el color de mi piel, y ese día frente a Pandales, aunque este odio había sido rápido, de circunstancias, pero igual me marcó la vida”, escribiría en su diario, en su vejez tibia y solitaria. “Pero en honor a mi padre decidí no casarme, no me importó que mi

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prometido hubiera vuelto a buscarme varias veces, en el pueblo de Los Brazos y en este puerto venido a menos, hasta cuando él mismo entendió que era inútil importunarme”.

Pocas horas antes, cuando se había escuchado la noticia de que ahora sí venía el barco de Pandales, el padre de Ofelia había tomado la pistola del mostrador para hacerle frente al osado pretendiente de su hija. Pero tuvo la peor de las suertes. Al salir de la tienda resbaló y la pistola desasegurada se disparó a pocos centímetros de su garganta. Cuando Ofelia y Lucero descendieron para auxiliarlo, lo vieron morir en medio de una gran bocanada de sangre.

Ofelia juró lo peor contra Pandales, contra su recua de marineros, contra ese barco de mierda que les había traído la desgracia.

-Hubiera sido mejor que te hubiera matado yo, porque te espera algo peor –le dijo a Pandales que intentaba incorporarse.

-Dispará de nuevo –le ordenó el capitán.

“Le di la espalda a Pandales y me dirigí a casa. Sentí que algo se desprendió de mí. Pese a todo, deseé que no muriera, para que padeciera por el resto de su vida por su insolencia. Aunque equivocado, había sido muy valiente, pero ya nada podía hacer yo sino esperar la noticia de su linchamiento.”

Con un temor desconocido para él, que sin embargo no lograba paralizarlo ni someterlo, el capitán estuvo a punto de seguir los pasos de Ofelia hacia las gradas crujientes de la casa. “¡Adiós!”, le dijo, en un último esfuerzo por detenerla. Sintió que ya era tarde y dio media vuelta para dirigirse al aserradero por el camino antiguo.

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Aunque la bala solo le había rozado la piel y había derramado poca sangre, el hombro le ardía con la furia de ese sol de cuaresma en apogeo. La boca le sabía a sangre, a regresos difíciles. La tripulación lo esperaría en vano y nadie vendría por su cadáver, pensó.

Un grupo de hombres lo rodeó, armados de machetes y cuchillos, en posición de ataque. Pandales los miró con perplejidad. Si no había logrado conmover a Ofelia, la muerte le importaba poco. Y cuanto antes lo despacharan, mejor. No intentó enfrentarlos, ni siquiera acarició la barbera que descansaba inquieta al fondo de su bolsillo; al contrario, los miró con algo de agradecimiento, estaban a punto de hacerle un doloroso favor y no podía reprenderlos por eso.

Sin embargo, los hombres lo dejaron seguir, y horas después dirían que no se explicaban por qué, simplemente habían sentido la necesidad de dejarlo en paz porque a ese hombre lo rodeaba un aire apacible de alguien ya terminado, pese a la altivez de su paso. Incluso Venancio Cruz, eterno enamorado de Ofelia en secreto, hijo de Digna, no logró dispararle cuando lo tuvo a tiro en el embarcadero. Dijo después que ese hombre y ese barco ya no existían, ambos eran unos fantasmas que no tenían destino en esas orillas y no valía la pena malgastar un disparo. Devolvería la pistola a los Palacios sin los cartuchos gastados en las prácticas de puntería o en las bravuconadas de las noches de tragos, cuando mostraban a la gente cómo le darían en la frente al capitán Pandales.

Sin prisa, sin quejarse ni hacer caso de los insultos y las maldiciones que menudeaban, Pandales caminó hasta el sitio donde estaba su bote, levantó la mano para despedirse del pueblo y luego, en el embarcadero, le dirigió una mirada de conmiseración al hombre que lo esperaba armado y se alejó como si hubiera visto

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un espanto. Remó hasta su balandra y dejó el bote a la deriva.

La gente lo había seguido a prudente distancia hasta el aserradero y vieron cuando el ancla de El Castigo era izada a bordo y el velero despegaba por última vez de Los Brazos y el capitán, con la frente en alto, desde el pequeño puente, dirigía el barco por las aguas vaciantes hacia el mar.

“Mi madre murió dos años después y yo decidí venderlo todo y largarme a otro sitio. Estuve en Cali, luego quise anclarme en Popayán, desde allí fui al Patía a negociar tierras de mi padre y por último tomé camino hacia San Andrés de Tumaco por una carretera despiadada que me tomó dos días. Engracia me siguió y vivió conmigo hasta cuando la llamaron por la enfermedad terminal de su madre. Entonces busqué alguien que me acompañara durante el día”, rezaba el diario de Ofelia, en letras preciosas, con una escritura cuidadosa y sin mayores detalles de su vida, que sin embargo alcanzaba a revelar la hondura de sus sentimientos, como lo constataría Atanasio Valverde.

Ese día, mientras una tenue estela marcaba el viaje del bote y del barco, que parecía seguirlo, Atanasio Valverde hizo un adiós con ambas manos, un adiós que el capitán ya no pudo devolver porque sus ánimos fallaron. El joven seguiría sintiendo remordimiento por no haberlo acompañado en ese viaje; por cierto lloró en ese momento, le confirmó años después a Ofelia Mina, y reafirmó su juramento de convertirse en marinero de altura, en memoria de quien le había mostrado sin querer el camino a seguir en su vida. Y dos años después, cuando Ofelia enterrara a su madre y le invitara a seguirla, él le manifestó su decisión; sus caminos se separaron durante algunos años pero se escribían con regularidad unas cartas simples que contrastaban con las páginas del diario donde ella

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contaba poco pero a profundidad, y él –lo reconocía- se jactaba de su vida en diferentes puertos, pese a las contradicciones diarias que sufría, hasta cuando apareció en esa casa lleno de mundo y de ganas de devolverla a ella a la vida a la que había renunciado, sin lograrlo.

Herido en cuerpo y alma pero invicto, el capitán Josué Pandales se abrió al mar con el propósito de buscar el rumbo de Salahonda de la isla del Gallo, recuperar su tripulación, reparar su balandra y dirigirse luego a Panamá para dedicarse a la vida de pescador desde algún sitio del istmo.

“Una isla, un pequeño golfo donde no volviera a escuchar el nombre de Ofelia Mina, ni el del lugar donde ella había nacido o viviría después”, se repetía, “ningún nombre de esa maldita costa.

“Lo que mi barco necesita es carenar, y yo también”, se dijo contra la luz del sol que espejeaba en el agua. “Debemos acicalarnos para la nueva vida que nos espera. Lo de atrás quedó atrás. No hay santos qué llorar, ni siquiera por mi difunta madre, muerta de parto con mi hermanito que no logró nacer. Cuando yo tenía diez años ya era capaz de tumbar un árbol y convertirlo en una rápida canoa”, dijo en voz alta para animarse un poco.

Volvería desde Panamá de vez en cuando a visitar su casa y calentarla un poco para que no se derrumbara, se prometió. No, lo mejor sería venderla para no estar atado a nada. Allá en Panamá su vida se reorganizaría: nueva casa para él y su tripulación. Eso sí, moriría lejos de su tierra, donde ya nadie lo quería, donde todos se apartarían de él como si fuera portador de la peste.

Discurría de esa manera, entre heroica e infantil, pero pronto se cansó del timón y ató la rueda a la saliente de un perno y el buque

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comenzó a andar con el rumbo de la corriente y con el poco impulso que el viento le imprimía a los jirones de la vela. Se asomó a la proa y vio por enésima vez los pelícanos asentados en el bajo, los veloces patoagujas cayendo como saetas en el agua. Una manada de delfines corrió paralela a su buque, haciendo pequeños saltos.

“Los bufeos son libres. Así deberíamos ser todos”, dijo y sonrió con algo de sarcasmo. No era época de ballenas, de lo contrario habría divisado alguna en su camino.

Hacia el otro lado –a babor- vio los entrantes y salientes de la costa que parecían atraerlo y despedirlo al mismo tiempo. Su pueblo estaba lejos, pero con un poco de esfuerzo lograría llegar y descansar en su abandonada casa.

La bruma luminosa le añadía más encanto al paisaje. Nombró las ensenadas, las playas y esteros por donde había navegado y vivido, de los que había pensado retirarse cuando el cuerpo se lo ordenara. Todo había salido al revés, incluso había un muerto en su camino por culpa de su obstinación sin límites, sin contar a su nunca bien llorado Benigno.

Abatido por el presente y luego desalentado de las promesas futuras, Pandales se quitó a pedazos la camisa ensangrentada, y dio vueltas alrededor de la cubierta como si esperara una señal para tomar una determinación precisa. Tenía muchas cosas en qué pensar tal vez, tanto que se había olvidado de invocar los nombres de los padres y abuelos, con los que tendría que encontrarse de alguna manera. Pero sí recordó el primer día que llegó a Los Brazos y supo que fue allí donde su vida se empezó a desperdiciar para siempre.

Angelmiro Saa se jactaba de haber sido el último en ver

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pasar El Castigo. Siempre salía armado de arpones y sedales en busca de bufeos para utilizar su carne como cebo para la pesca de tiburones. Él y su hijo vieron la figura recia del capitán desde su canoa, mientras la balandra se acercaba. Les contestó el saludo y es posible que hubiera deseado detenerse y conversar con ellos un buen rato. Pero se tumbó en popa y ellos decidieron perseguirlo porque presintieron un mal final para ese buque al que al parecer le habían secuestrado hasta el ánimo. Más que el viento, lo impulsaba la corriente, sin que el capitán hiciera el mínimo esfuerzo por corregirle el rumbo.

Angelmiro entonó uno de los cantos que había aprendido de niño, usados por los navegantes costaneros cuando quieren contar los sucesos de la jornada. La voz desafinada le llegó clara a Pandales, que levantó la cabeza y les dirigió una mirada sin aliento.

Josué Pandales debería estar recordando el drama de la muerte de su hijo, la locura florida de Alda Bran llamándolo en las noches en las que el mar se encrespaba y los relámpagos iluminaban los peñascos salpicados de salmuera en Salahonda de la isla del Gallo. Pero todo se diluía finalmente en la primera mañana de Los Brazos del Xaija, como si la valentía con la que había enfrentado las tempestades y los vientos cruzados en tantas travesías no hubiese significado nada en el último tramo de su existencia, cuando empezaba a merecer el descanso.

Entonces, para que nadie volviera a esperar a Josué Pandales en esta vida de sufrimiento y locura, los pescadores vieron cómo el capitán y dueño de El Castigo se ató al ancla. En cualquier momento el barco se iría a pique y él correría la misma suerte. Estaba sudoroso y se podían percibir de lejos los reflejos del sol contra el cuerpo manchado de tupidos y canosos vellos. Irradiaba la energía

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suficiente como para detener, si lo quisiera, en un súbito cambio de temperamento, el inminente final de su barco que comenzó a desmoronarse como si en lugar de madera sólida estuviera hecho de carcomas.

Nada podían hacer ya, salvo reiterar alguna despedida y retener en la memoria con nitidez esos minutos porque la silueta de la balandra se fue esfuminando poco a poco, sin que mostrara ninguna intención de defenderse del agua que la amenazaba. Quedaban todavía unos pocos destellos anaranjados del sol, cuando los pescadores la perdieron de vista.

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