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La Nación Política 9 31/8/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota I El día del famoso discurso del "cinco por uno" Esta es la primera nota de una serie que LA NACION publicará con motivo de cumplirse el 16 del mes próximo el cincuentenario de la revolución que derrocó al gobierno del general Juan D. Perón. La reconstrucción histórica de ese suceso, con la caracterización de sus actores, el contexto que le sirvió de precipitante y sus derivaciones en los años subsiguientes, ha sido coordinada por el doctor Félix Luna, autor del artículo con el que se abre este esfuerzo editorial. El 31 de agosto los argentinos se desayunaron con una noticia sensacional: la renuncia del presidente Juan Domingo Perón. Un comunicado de la Secretaría de Informaciones había sido entregado a los diarios, pasada la medianoche, con la decisión presidencial. De inmediato, las radios, una vez más en cadena, voceaban el rechazo de la renuncia por parte de la CGT, anunciaban una huelga general en apoyo de Perón y convocaban a una concentración en la Plaza de Mayo. Para los peronistas, todo esto era apenas una rutina: sencillamente era imposible que Perón dejara la presidencia. Para los opositores, no era más que una farsa. Por de pronto, la tal renuncia no estaba dirigida al Congreso de la Nación, como hubiera correspondido, sino al movimiento peronista, es decir, a la CGT y a las dos ramas del partido, que era como si el mensaje estuviera dirigido al propio Perón. Además, el texto no contenía la palabra “renuncia”. Se refería a la pacificación y señalaba que sus adversarios y enemigos la condicionaban a su retiro. Admitía que la revolución que él encabezaba “había limitado en lo indispensable” las libertades, pero que lo había tenido que hacer porque "no todos los hombres ni todas las organizaciones saben hacer buen uso de tales libertades". Afirmaba que no tenía pasta de dictador y decía algo que nunca había dicho antes: "Ya mis años y mis fatigas comienzan a pesarme demasiado". Agregaba que con su retiro prestaba al país "el último servicio desde la función pública". En cuanto se conoció la noticia, los opositores trataron de desentrañar qué maniobra estaba urdiendo Perón. ¿Una concentración para comprobar que su popularidad no había menguado? ¿Una demostración para amedrentar a sus adversarios? ¿O para recobrar fuerza? Un día gris Era un día gris y destemplado, circunstancia rara en las grandes manifestaciones peronistas, que solían estar acompañadas de un tiempo espléndido: no era una exageración lo del "día peronista" que sabía repetir Luis Elías Sojit. Pero esta vez el clima no acompañaba y los primeros contingentes que llegaron a la Plaza de Mayo antes de mediodía tuvieron que soportar el frío y la ausencia de sol. Con el apuro no se habían previsto, como otras veces, números artísticos, y eran escasos los puestos que expendían algún bocado caliente. ¿Qué haría Perón, de qué hablaría? Los funcionarios, sindicalistas y políticos que iban cayendo en la Casa Rosada desde la mañana se lo preguntaban y también se lo preguntaban los millones que seguían por radio la ronda de adhesiones al líder justicialista, las invocaciones a Evita, todos los lugares comunes de la liturgia peronista sin acertar a definir el sentido de la enigmática convocatoria. Ningún hecho importante había ocurrido desde el discurso de Frondizi del 27 de julio. Habían hablado también por radio Vicente Solano Lima y Luciano Molinas; no lo habían hecho Nicolás Repetto ni Alfredo Palacios, aunque algunos diarios publicaron los textos de los frustrados discursos socialistas.

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La Nación Política 9 31/8/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota I

El día del famoso discurso del "cinco por uno" Esta es la primera nota de una serie que LA NACION publicará con motivo de cumplirse el 16 del mes próximo el cincuentenario de la revolución que derrocó al gobierno del general Juan D. Perón. La reconstrucción histórica de ese suceso, con la caracterización de sus actores, el contexto que le sirvió de precipitante y sus derivaciones en los años subsiguientes, ha sido coordinada por el doctor Félix Luna, autor del artículo con el que se abre este esfuerzo editorial. El 31 de agosto los argentinos se desayunaron con una noticia sensacional: la renuncia del presidente Juan Domingo Perón. Un comunicado de la Secretaría de Informaciones había sido entregado a los diarios, pasada la medianoche, con la decisión presidencial. De inmediato, las radios, una vez más en cadena, voceaban el rechazo de la renuncia por parte de la CGT, anunciaban una huelga general en apoyo de Perón y convocaban a una concentración en la Plaza de Mayo. Para los peronistas, todo esto era apenas una rutina: sencillamente era imposible que Perón dejara la presidencia. Para los opositores, no era más que una farsa. Por de pronto, la tal renuncia no estaba dirigida al Congreso de la Nación, como hubiera correspondido, sino al movimiento peronista, es decir, a la CGT y a las dos ramas del partido, que era como si el mensaje estuviera dirigido al propio Perón. Además, el texto no contenía la palabra “renuncia”. Se refería a la pacificación y señalaba que sus adversarios y enemigos la condicionaban a su retiro. Admitía que la revolución que él encabezaba “había limitado en lo indispensable” las libertades, pero que lo había tenido que hacer porque "no todos los hombres ni todas las organizaciones saben hacer buen uso de tales libertades". Afirmaba que no tenía pasta de dictador y decía algo que nunca había dicho antes: "Ya mis años y mis fatigas comienzan a pesarme demasiado". Agregaba que con su retiro prestaba al país "el último servicio desde la función pública". En cuanto se conoció la noticia, los opositores trataron de desentrañar qué maniobra estaba urdiendo Perón. ¿Una concentración para comprobar que su popularidad no había menguado? ¿Una demostración para amedrentar a sus adversarios? ¿O para recobrar fuerza? Un día gris Era un día gris y destemplado, circunstancia rara en las grandes manifestaciones peronistas, que solían estar acompañadas de un tiempo espléndido: no era una exageración lo del "día peronista" que sabía repetir Luis Elías Sojit. Pero esta vez el clima no acompañaba y los primeros contingentes que llegaron a la Plaza de Mayo antes de mediodía tuvieron que soportar el frío y la ausencia de sol. Con el apuro no se habían previsto, como otras veces, números artísticos, y eran escasos los puestos que expendían algún bocado caliente. ¿Qué haría Perón, de qué hablaría? Los funcionarios, sindicalistas y políticos que iban cayendo en la Casa Rosada desde la mañana se lo preguntaban y también se lo preguntaban los millones que seguían por radio la ronda de adhesiones al líder justicialista, las invocaciones a Evita, todos los lugares comunes de la liturgia peronista sin acertar a definir el sentido de la enigmática convocatoria. Ningún hecho importante había ocurrido desde el discurso de Frondizi del 27 de julio. Habían hablado también por radio Vicente Solano Lima y Luciano Molinas; no lo habían hecho Nicolás Repetto ni Alfredo Palacios, aunque algunos diarios publicaron los textos de los frustrados discursos socialistas.

La policía afirmaba, sin mayores precisiones, haber descubierto un par de conspiraciones y localizado algún depósito de armas, pero después de la quema de la bandera, en junio, la policía no era una institución particularmente creíble. Lo más relevante que ocurrió a lo largo del mes de agosto fueron los atentados que sufrieron algunos agentes de facción en distintos barrios de la Capital, tiroteados desde automóviles por desconocidos: dos de ellos habían muerto, pero nadie podía señalar el origen de estos irresponsables atentados. La campaña anticlerical había cesado por completo y parecía que habían concluido los relevos dispuestos por Perón en su elenco de colaboradores. Entonces, ¿a qué apuntaba la convocatoria? Alexis de Tocqueville dice que "el momento más peligroso para un mal gobierno es aquel en que éste intenta enmendar su proceder". En muchos aspectos, el de Perón no había sido un mal gobierno. Pero en lo relativo a las libertades públicas, era pésimo. No sólo las había restringido: había montado un aparato autoritario y represivo asfixiante, que teñía a toda la sociedad y mediatizaba al Estado entero. Y ese autoritarismo invariable, esa represión permanente, estaban tan consustanciados con el sistema peronista que era casi imposible eliminarlos para reconstruir una estructura democrática desde el propio régimen. Nadie sabía si Perón había sido sincero al hablar de pacificación después de los horribles sucesos del 16 de junio, pero se hubiera necesitado a alguien muy diferente del líder justicialista para emprender la hazaña de pacificar en la legalidad y reconciliar en el mutuo respeto a los argentinos a partir del sistema entonces vigente. "Estaba chinchudo" Perón había llegado a la Casa Rosada temprano como siempre. Su ministro del Interior, Oscar Albrieu (reemplazante de Angel Borlenghi), recordaba años después que ese día el presidente estaba dicharachero y de buen humor. Nadie osaba preguntarle qué haría frente a la multitud. Esperando que la Plaza de Mayo se llenara, Perón almorzó y luego durmió su habitual siesta. Cuando se levantó, algo había cambiado en su persona. Estaba hosco y ceñudo y, lo que era mas inquietante, se tiraba para abajo las caídas delanteras del saco con las dos manos. "Era señal segura de que estaba chinchudo -señalaba Albrieu-. Traté de sondearlo, pero me eludió..." A las 17 empezó el acto. Habló el secretario general de la CGT, Hugo di Pietro, pero como también él estaba en total ignorancia de la actitud que adoptaría Perón, no pudo decir más que previsibles vaguedades. Un cuarto de hora duró su discurso, al que siguió el de la señora Delia D. de Parodi, titular de la rama femenina del partido peronista. Casi no se la escuchó porque la gente reclamaba a gritos la palabra de Perón y no quería más demoras. Las sombras caían sobre la Plaza de Mayo y el frío se hacía sentir. Todos querían escuchar al líder y volver a casa para culminar el feriado. Sólo a las 18.30 apareció Perón en el balcón. Cosa rara, llevaba en la mano derecha un cigarrillo que pitó varias veces, mientras agradecía la ovación que lo recibió. La memoria colectiva ha registrado las terribles palabras que fueron el nudo de su discurso: "¡Cuando caiga uno de los nuestros, caerán cinco de los de ellos!". Pero se recuerda menos algo mucho peor que había lanzado párrafos antes, una incitación que ningún gobernante del mundo se animó a proferir jamás. Pues Perón dijo textualmente: "Aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las

autoridades constituidas o en contra de la ley y la Constitución ¡puede ser muerto por cualquier argentino!". Y todavía agregó que esa conducta, "que ha de seguir todo peronista", no solamente se dirigiría contra los que ejecuten, sino también contra los que conspiren o inciten. Y terminó exclamando: "Veremos si con esta demostración nuestros adversarios y nuestros enemigos comprenden. Si no lo hacen? ¡pobres de ellos!". A lo largo de su trayectoria, muchas veces Perón había lanzado invectivas o proferido amenazas. Pero nunca había incitado a la violencia de un modo tan brutal. Según lo dicho, cualquier peronista estaba habilitado para matar a cualquiera que, a su juicio, conspirara o incitara a conspirar. Como el cuento del escorpión, ese día Perón no había podido vencer a su naturaleza... Los "adversarios y enemigos" que escucharon esas parrafadas demenciales sintieron que todas las reglas de juego se habían roto. Ambigüedades La multitud no percibió el sentido del discurso: sólo comprendió que el hombre estaba muy enojado. Después de corear las consignas de siempre, la Plaza de Mayo se desocupó rápidamente: fue casi una estampida por la rapidez con que todos se largaron de allí, en orden y sin manifestaciones. El presidente fue despidiendo a los que lo habían acompañado, muchos de ellos bastante desconcertados. Pero él mismo debía estar sumido en un mar de contradicciones, pues, según un testigo presencial", cuando iba saliendo el jefe de policía Perón lo apartó un poco y, ansiosamente, le dijo: "Por favor, Gamboa, saque a la calle a toda la policía... ¡No sea que vaya a pasar alguna cosa!". Y reiteró esta actitud al día siguiente, cuando Albrieu y el respetado periodista León Bouché (que había reemplazado a Raúl Apold en la Secretaría de Informaciones) le presentaron sus renuncias: ambos habían ocupado sus cargos para conciliar, no para perseguir, y sentían que el nuevo giro era incompatible con su permanencia en el gabinete. Pero el presidente minimizó sus palabras y les aseguró que había sido sólo una advertencia. En los días siguientes continuó con esta tesitura y en diversos encuentros apenas se refirió al tema. Pero aquellas palabras demenciales habían hecho su efecto. Había una mitad del país que seguía siendo peronista, aunque no entendiera las marchas y contramarchas de su líder. Pero la otra mitad estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de salirse de esa pesadilla y terminar con su promotor y figurante principal. Así estaban las cosas en la Argentina en la primera semana de septiembre de 1955, cuando en una metáfora del país, una retardada Santa Rosa se preparaba para estallar. . Por Félix Luna Para LA NACION

/// La Nación Política 8 7/9/2005 50 años de la caída de Perón / Nota II

Las frustradas milicias obreras para defender el gobierno El titular de la CGT las propuso para mantener las "conquistas sociales" no de los estereotipos más firmes con que se veía el régimen peronista era la idea de que a Perón no se le escapaba ningún hecho de gobierno, que era responsable absolutamente de todo lo que ocurría. En realidad, no era tan así.

Aunque el presidente sostenía firmemente sus instrumentos de conducción también podía dar bastante libertad a sus colaboradores, sobre todo a los técnicos que se encargaban de áreas muy específicas. Naturalmente, las decisiones políticas eran sólo suyas. -En política, io sono io ? -acostumbraba decir. Pero los temas que calificaba de "gallináceos", los que se referían a la pura gestión no siempre estaban sujetos a su contralor. Menos aún desde la desaparición de Evita. Algunos de sus colaboradores, como el ministro de Economía Alfredo Gómez Morales, recordaban que desde 1953 a Perón le fastidiaban algunos temas, se distraía y pasaba más tiempo en la quinta de Olivos que en la Casa Rosada. Si se recuerdan estas circunstancias es porque puede pensarse que la nota que Hugo Di Pietro, secretario general de la CGT, presentó al ministro de Ejército, general Franklin Lucero. el 7 de septiembre de 1955, poniendo a su disposición "reservas voluntarias de obreros" para defender las conquistas sociales, podría haber sido una iniciativa que no contó con la previa aprobación de Perón. Cabe que la nota haya sido un producto del entusiasmo peronista del dirigente sindical, relativamente nuevo en su cargo, que no calculó el alcance que tendría. Es ésa sólo una conjetura. Lo cierto es que la prensa oficialista minimizó la iniciativa y Lucero la desestimó rápidamente. No obstante, el impacto que tuvo el ofrecimiento fue enorme en las filas opositoras, y para quienes ya estaban conspirando fue el activante decisivo. No era para menos. El ofrecimiento de Di Pietro remitía a las milicias obreras de la Guerra Civil Española y muchos vieron (o quisieron ver) a trabajadores criollos vestidos con su "mono" u overol blandiendo fusiles y disparando indiscriminadamente contra la "oligarquía". El hecho de que Lucero hubiera cortado abruptamente la propuesta era, para estas mentalidades, poco relevante, pues en cualquier momento podía actualizarse. * * * El efecto más negativo del episodio se produjo en las filas del Ejército. Desde 1945, el esquema del poder peronista se afirmaba en el apoyo popular protegido por las fuerzas militares. Lo que ahora se proponía era invertir la fórmula: el apoyo de las armas lo darían los trabajadores, y las Fuerzas Armadas, renunciando al monopolio de la fuerza, se limitarían a un rol pasivo. Ningún jefe, ningún oficial, por leal que fuera a Perón, podía aceptar semejante mutación. Reiteramos: aunque para los opositores fue Perón el autor oculto de la iniciativa de Di Pietro, no está probado que haya sido así, y de todos modos el líder justicialista le puso un rápido punto final después de haberla asordinado convenientemente. Pero el autoritarismo del régimen le jugó esta vez una mala pasada a Perón: si nada se hacía en la esfera del poder sin su consentimiento, este intento de mediatizar a los hombres de armas debía atribuirse al propio Perón, que aparecía así como un traidor a sus camaradas. Y si no lo era, si a Perón se le había escapado el impromptu de Di Pietro, esto quería decir que no manejaba los hilos del poder con la firmeza habitual. Fue un faux pas, un error político grave en un momento especialmente difícil, cuando los delirios del 31 de agosto estaban frescos en la memoria de todos y Perón se debatía entre sus ganas de aniquilar a la oposición y su miedo a causar daños irreparables a su propia causa; indeciso entre el fuego y el aceite, inseguro sobre sus propias fuerzas y sin datos ciertos sobre las de sus enemigos.

Para peor, precisamente el día en que Di Pietro elevó su nota a Lucero, un juez santafecino decretaba la prisión preventiva de varios oficiales de policía de Rosario, acusados de haber asesinado bajo tortura al médico comunista Juan Ingalinella en la noche del 16 de junio, en la Jefatura de Policía de Rosario. La bárbara muerte de Ingalinella movilizó a fuerzas políticas y sociales -primero en la provincia de Santa Fe y luego en todo el país-, que presionaban para que se investigara el crimen. Tampoco en esto tenía Perón una responsabilidad directa, pero el hecho había desnudado, una vez más, la naturaleza represiva y el desprecio por los derechos humanos del régimen peronista. Por supuesto, en estas vísperas nadie estaba en condiciones de espíritu como para hacer un balance sereno del régimen, que, pese a las apariencias, estaba haciendo agua por todos lados. Nadie podía evaluar, por ejemplo, el formidable aporte que había hecho Perón a la tabla de valores de la sociedad argentina al incorporarle la noción de justicia social y el impulso igualitario de un movimiento que había llevado a la mujer a la vida política y abierto oportunidades de educación y trabajo a los hijos de los pobres. Un régimen que, más allá del primitivismo de sus consignas y las torpezas de sus procedimientos, había dado al pueblo nuevas y frescas banderas. Era difícil reconocer estos logros, que estaban empañados por el autoritarismo, la represión, el desdén por el adversario, la falsificación de la vida democrática, las incitaciones al odio y a la violencia, que se habían acentuado desde noviembre del año anterior cuando Perón inició su inexplicable ataque contra la Iglesia. Se habían inferido demasiados agravios, difícilmente perdonables. Y entonces, al lado de una levantada vocación de reconstruir el sistema republicano y una convivencia decente entre los argentinos, existía en los rangos antiperonistas un sedimento de rencores y una ansiedad de cobrarse cada una de las ofensas, los abusos y atropellos perpetrados por el peronismo. Y también, bajo el noble propósito de sanear la vida del país, se agazapaban sectores que odiaban al pueblo, despreciaban a "los negros" y anhelaban recuperar sus antiguos privilegios. * * * Fuera como fuere, la caída de Perón estaba marcada con el ritmo ineluctable de un drama griego y al compás de sus propios desaciertos. Todo iba llevando a su desplazamiento, y a los ojos de quienes daban los últimos toques a la conspiración no importaba el costo. No importaba, por caso, que el gobierno al que se trataría de derrocar fuera, a pesar de todo, un gobierno constitucional, elegido por una incuestionable mayoría. En esto, el golpe que se preparaba habría de parecerse demasiado al de 1930. Tampoco era un costo que se tuviera en cuenta la contradicción que se escondía tras la intención de restaurar la democracia y la circunstancia de que la mayoría popular era, y probablemente seguiría siendo, peronista. No: no estaban las cosas para pensar en estos nudos gordianos cuando Perón había cerrado todos los caminos racionales y acorralado a sus adversarios a los términos de la desesperación. Porque bien visto, el proceso que culminaría pocas jornadas más tarde fue motorizado -desde luego sin desearlo- por Perón mismo, dilapidador de su propia fortuna, autor, con sus incomprensibles errores, de su propia caída. El refrán aconseja no casarse ni embarcarse los días martes: y si es martes 13, peor...

Eduardo Lonardi no era supersticioso. El martes 13 de septiembre, a las 17, este general retirado, vistiendo de civil, con 14 pesos por todo capital y con un diagnóstico de cáncer pesando sobre su espíritu -aunque no limitándolo-, se embarcó en un ómnibus de línea con destino a Córdoba. Empezaba la Revolución Libertadora. Por Félix Luna Para LA NACION

/// La Nación Enfoques 3 11/9/2005 La caída de Perón

Memoria: "Los civiles hicieron la revolución" A medio siglo del derrocamiento de Perón, el contralmirante (R) Jorge Palma, único sobreviviente de la marina revolucionaria, recuerda, a sus 89 años, detalles del complot y afirma que "la resistencia contra el gobierno peronista fue, en realidad, mucho más cívica que militar" fines de junio de 1955 comenzó a tomar cuerpo la conspiración para derribar a Perón. La lideraba el general Pedro Eugenio Aramburu y participaban en ella los coroneles Arturo Osorio Arana, Bernardino Labayrú, Eduardo Señorans y Francisco Zerdá; los capitanes de navío Arturo Rial, Jorge Julio Palma y Carlos Sánchez Sañudo, y el de fragata Aldo Luis Molinari; el teniente coronel José Cornejo Saravia y el mayor Juan Francisco Guevara. El líder fue, finalmente, el general Eduardo Lonardi, quien solía repetir que "si logramos mantener nuestros objetivos rebeldes durante 48 horas, la sublevación se extenderá por todo el país y Perón estará perdido, pues su régimen se ha de desplomar". Acertó, pues el movimiento se prolongó durante tres días, el régimen cayó y Perón se refugió en una cañonera paraguaya. Asistido por el nuevo canciller argentino, Mario Amadeo, quien respetó el derecho de asilo, huyó del país en un hidroavión el 3 de octubre. El contralmirante Palma es el único sobreviviente de aquella Marina y, a los 89 años, preside la Comisión de Homenaje a la Revolución Libertadora. -¿Por qué se hizo la Revolución Libertadora? -Se hizo porque ya era insostenible la situación del país. No había uno solo de los capítulos de la vida argentina que no estuviera desquiciado, destruido y con una asfixiante opresión. En realidad, la resistencia contra el peronismo fue civil. La revolución fue mucho más cívica que militar. Hombres de distintos partidos políticos y de diferentes credos fueron los que lucharon desde el principio, durante los doce años que duró la dictadura. Y esa resistencia civil sólo después de doce años fue apoyada por un puñado de hombres de las Fuerzas Armadas que iniciaron la lucha. -Pero se dijo que fue un golpe de Estado contra un presidente constitucional, como realmente lo era Juan Domingo Perón. -Eso es un disparate, porque no funcionaban las instituciones republicanas. Era una verdadera dictadura, donde todo se hacía con la complacencia de Perón. Y la Revolución Libertadora cumplió, porque Perón se tuvo que ir. -¿Lonardi era el hombre elegido para conducir esa sublevación? -Lonardi apareció después, porque inicialmente no era él. Quienes conspiraban en el Ejército eran Señorans y Guevara. Nos contaron que el Ejército había desistido de la sublevación, porque no disponía de fuerzas, pero a mí Lonardi me aseguró que él era el jefe y que la revolución no se postergaba en ningún caso. Me dijo que se lanzaría el 16

de septiembre. Yo le respondí que la Marina entera lo apoyaría, siempre que fuera el Ejército el que iniciara las hostilidades. -¿Dónde lo vio a Lonardi? -Rial nos había encomendado establecer algunos enlaces con oficiales del Ejército. A mi me tocó entrevistar al general Lonardi para confirmar el día y la hora del levantamiento, y también asegurarle la actuación de la Marina. Yo no lo conocía, pero allá fui, a las dos de la mañana y dentro de un automóvil que manejaba el hijo, Luis Lonardi. Me dijo que esto no se podía prolongar más porque estaban armando las milicias populares. El había decidido levantarse en Córdoba y ratificó su decisión de mantener la revolución hasta las últimas consecuencias. Su intención era sublevarse el 16 de septiembre a la madrugada. Faltaban tres días. Me preguntaba por la Marina, con qué contaba, y le dije que la Marina se iba a sublevar toda. Quiso saber quién la iba a comandar y le confié el nombre del almirante Isaac Rojas, elegido para asumir la jefatura naval en el momento oportuno. Le dije que creía que iba a ser Rojas, porque si aparecía alguno más antiguo él se iba a subordinar. Rojas en ese momento estaba como defensor de Aníbal Olivieri, quien se había sublevado el 16 de junio. Entonces fuimos a su casa y nos dijo que sí, que estaba de acuerdo, pero que de la conspiración nos encargáramos nosotros, porque si él aparecía lo iban a castigar. Si aparecía otro más antiguo, él se subordinaría. No apareció ninguno. Rojas era el más moderno, el último de la lista. Lonardi también me pidió alguien con quien tener un enlace con la Marina y yo le señalé a un amigo mío, el capitán de fragata García Fabre, que estuvo en Córdoba. También me pidieron que alguien acompañara al general Aramburu, que iba al Litoral. Entonces le sugerí al capitán Aldo Molinari que fuera con él. También le pedí al general Bengoa, pero como no quiso salir no fue a ningún lado. -¿Usted dónde estaba destinado? -Yo no estaba en destino. Sánchez Sañudo y yo estábamos en disponibilidad, sometidos a un tribunal especial, por la sublevación del 16 de junio. No habíamos participado, pero nos pasaron a disponibilidad por no merecer la confianza del Poder Ejecutivo. Esa disponibilidad nos vino de perillas para conspirar. El 15 de septiembre nos presentamos a declarar al tribunal, en el Ministerio de Marina, y de allí nos fuimos directamente a Río Santiago, a participar de la nueva sublevación. A las 11 de la noche llegamos a Río Santiago, acompañados por un grupo de oficiales de la Escuela Superior Técnica y otros de la Escuela de Guerra del Ejército, que esa noche me pidieron que querían ir a la Escuela Naval. Los hice entrar y le avisé de todo esto a Rojas. También le informé que Lonardi ya estaba en Córdoba y que Aramburu y el capitán Molinari viajaban a Curuzú Cuatiá para iniciar la revolución. -¿Qué hicieron allí? -Se sublevó la Escuela Naval y la base de Río Santiago. La primera operación consistía en bloquear el Río de la Plata, que era como sitiar Buenos Aires, porque el petróleo llegaba solamente por mar. Pero fuerzas del Regimiento 7 de Ejército nos atacaron. -¿De La Plata? -En esa época era el 7 de Eva Perón? Se llamaba así. Nos iba bastante bien, hasta que empezaron a bombardear con los Gloster Meteor y a matarnos gente. -En ese momento Lonardi ya había tomado un regimiento en Córdoba? -Sí, Lonardi con Osorio Arana en Córdoba, y Aramburu en Curuzú Cuatiá. Hasta ese momento todo el Ejército estaba en contra, porque no actuaban. Después se fueron volcando, porque era el arma de Perón. A los dos días, se sublevó el Ejército de San Luis, con el general Julio Lagos. -¿Pero ustedes debieron zarpar de Río Santiago?

-Nosotros tuvimos que salir de Río Santiago porque no podíamos resistir el bombardeo. Cuando ya no había nada que hacer, Rojas decidió evacuar todos los efectivos. A las 9 de la noche la operación fue concluida. Rojas se embarcó con el Estado Mayor revolucionario, mientras todos zarpaban ya a bordo de los buques de guerra, en condiciones de navegar. La lancha donde íbamos nosotros estaba algo averiada, por eso debimos trasbordar al Murature. -¿Hacia dónde fueron? -Nos embarcamos y nos fuimos todos a Buenos Aires, adonde también llegó la flota. Pero se decidió bombardear la destilería de La Plata y Rojas nos embarcó a Sánchez Sañudo y a mi, porque quería tener la certeza de lo que íbamos a hacer. Cuando faltaban apenas unos minutos para disparar el primer cañonazo, un oficial de comunicaciones nos dijo que acababa de renunciar el general Perón, que se había refugiado en una cañonera paraguaya. Ante eso paramos el operativo y Rojas me desembarcó para que fuera a averiguar qué ocurría en Buenos Aires. Me mandó a hablar con el embajador paraguayo para que nos entregara a Perón, pero éste desistió. Le pedimos que la cañonera no se moviera de allí, porque la íbamos a hundir. Nos dijo que estaba en reparaciones, que no podía moverse. Lo cierto es que Perón quedó allí dentro, hasta que el canciller Mario Amadeo lo acompañó a un hidroavión y se fue al Paraguay. La Revolución Libertadora cumplió, porque lo sacó a Perón y se tuvo que ir. Después vino esa gran concentración espontánea de la Plaza de Mayo, el 23 de septiembre. Fue uno de los mítines cívicos más importantes que registra la historia argentina. -¿Hubo comisiones investigadoras? -Sí, hubo una gran comisión investigadora que presidió el almirante Leonardo Malean. Se hicieron muchas investigaciones, que fueron pasadas a la Justicia. Estaban implicadas más de mil personas. -Pero los peronistas dicen que a ellos nunca les probaron nada? -¡Se les probó todo! Lo que ocurrió fue que Frondizi congeló la comisión con su ley de Amnistía y la Justicia no tuvo posibilidad de actuar. Quedaron todos liberados, como si no hubiesen hecho nada. . Por Hugo Gambini

/// La Nación Política 10 16/9/2005 A 50 años de la caída de Perón

La revolución que iba a poner fin a las intervenciones militares El general Lonardi contaba con vagos informes y compromisos de palabra n la primera hora del 16 de septiembre de 1955, el general Eduardo Lonardi, junto con una decena de oficiales y de civiles, salió de una finca situada en la localidad cordobesa de La Calera. Ingresó en la Escuela de Artillería, donde se le facilitó el acceso. Entró en el dormitorio del coronel jefe de la unidad, lo intimó a sumarse a la revolución y, ante un amago de resistencia, le descerrajó un balazo que le rozó la oreja. La consigna que había impartido a su gente –“proceder con la máxima brutalidad”– rindió efecto. Una vez arrestados los oficiales y suboficiales leales, Lonardi llamó por teléfono al jefe de la vecina Escuela de Infantería, coronel Guillermo Brizuela. No hubo respuesta. Los de Infantería permanecerían leales al gobierno. Poco después se entablaba el primer combate de ese día.

Duró unas diez horas y produjo numerosas víctimas. La situación fue en un momento tan crítica que Lonardi admitió: “Creo que hemos perdido, pero no nos rendiremos. Vamos a morir aquí”. Casi de inmediato, de manera providencial, llegó una oferta de parlamentar. Entonces, según el conocido relato de Luis Ernesto Lonardi, el jefe rebelde invitó al jefe leal a dar por terminada la lucha. Esta, afirmó, será la última revolución, la que sin vencedores ni vencidos afirmará la unidad de los argentinos. Brizuela lamentó que se hubiera derramado sangre de hermanos, mientras Lonardi le aseguraba que por haber luchado con valor se le rendirían honores. Así se hizo en uno de los hechos más emotivos de esa jornada. Las radios tomadas por la Aeronáutica, cuyas fuerzas también se habían rebelado, convocaban a la rebelión. En una proclama firmada por Arturo Illia y otros dirigentes radicales, se decía: "Ciudadanos: a la calle a defender la libertad, la democracia, la justicia y la paz de la familia argentina" (César Tchak, "Sabattinismo y peronismo"). El gobernador de Córdoba, Raúl Lucini, que se había instalado en la jefatura de policía, en el viejo Cabildo, partió con rumbo desconocido en las primeras horas de la tarde. Luego, con la ciudad en estado de caos, el eje de la acción se trasladó a la céntrica plaza San Martín, cuando una columna integrada mayoritariamente por civiles, con el general Dalmiro Videla Balaguer y el comodoro Krause al frente, tomó la sede policial. Como los rebeldes carecían de infantería, los comandos civiles, armados y dirigidos por oficiales de la Aeronáutica, se encargarían de ocupar la CGT, el Aeropuerto y hasta la comisaría situada en el barrio Clínicas, desde donde se habían reprimido tantas veces las manifestaciones de los estudiantes. Estos civiles habían esperado desde muy temprano la oportunidad de entrar en acción; unos eran estudiantes reformistas de las distintas facultades de la Universidad Nacional de Córdoba; otros, activistas católicos y miembros del patriciado local más conservador; otros, militantes radicales. Al anochecer, mientras nuevos voluntarios se sumaban al alzamiento, se sabía en el comando rebelde que unidades poderosas de las guarniciones leales vendrían a reprimirlos. "Pelearemos", ratificó Lonardi, que desconocía la suerte corrida por los otros jefes comprometidos en Cuyo y en la Mesopotamia. Otros focos rebeldes Esta vez Buenos Aires no fue el centro. Los periodistas empezaron a sospechar que algo estaba sucediendo cuando el jefe de la Policía Federal, comisario Miguel Gamboa, llegó de madrugada al edificio de la calle Belgrano. La gente se enteró de la sublevación a través de la radio, que, a las 8 de la mañana, informó sobre los focos rebeldes de Córdoba, Curuzú Cuatiá (Corrientes), Arroyo Clé (Entre Ríos), Puerto Belgrano y Río Santiago (Buenos Aires). Entonces la administración pública se paralizó, los padres retiraron a sus hijos de las escuelas y los almacenes atendieron largas colas de clientes, mientras en el Congreso se aprobaba el Estado de sitio. Para los opositores a Perón, comenzaba una vigilia tensa con la oreja pegada a las radios uruguayas, que simpatizaban con la sublevación. Por cierto que lo que más sorprendió fue el silencio y la ausencia del presidente, que dejó la responsabilidad de reprimir al ministro de Ejército, el fiel general Lucero. Los vecinos de Ensenada y de Eva Perón (La Plata) escucharon aterrados el fragor del bombardeo que desde temprano castigó a los marinos rebeldes de la base de Río Santiago. Allí, desde la primera hora, se habían atrincherado el almirante Isaac Francisco Rojas, jefe naval del alzamiento, el general Juan José Uranga y otros militares. El ataque, llevado a cabo por aviones de la base de Morón y por tropas del

Regimiento 7 de Infantería, duró todo el día. Al atardecer, los rebeldes evacuaron el lugar y se embarcaron en la flota. Buques de guerra argentinos llegarían esa tarde al puerto de Montevideo con su carga de muertos y de heridos. Nada se sabía hasta el momento de la Flota de Mar. En Curuzú Cuatiá, cuya guarnición tenía considerable peso en el sistema defensivo de la Mesopotamia, la jornada fue dramática. El mayor Juan José Montiel Forzano había tomado la iniciativa esa mañana, con el auxilio de pocos oficiales y de numerosos civiles, pero la llegada del general Pedro Ignacio Aramburu se demoró. Hubo indecisión y desconcierto entre los rebeldes ante la certeza de que venían desde Mercedes a reprimir y de que faltaba hasta el combustible indispensable para una acción ofensiva. Esto dio lugar a que el cuerpo de suboficiales, que permanecía leal, retomara ese mismo día la guarnición. Al anochecer del 16 de septiembre, el alzamiento cívico-militar se encontraba en estado crítico, y como el triunfo de la legalidad parecía una cuestión de horas, en el Ministerio de Marina festejaron con champagne el desenlace inminente. Los imponderables La situación crítica que se vivía en las Fuerzas Armadas, con el riesgo de una guerra civil, provenía de la fractura ideológica en el cuerpo de oficiales. Este no era un golpe "burocrático" decidido en las respectivas jefaturas de las armas: participar o no constituía un problema de conciencia para los militares. En efecto, entre los rebeldes del 16 de septiembre había antiperonistas de toda la vida, como Aramburu, de tendencia liberal, y Lonardi, más afín al nacionalismo. Ellos no tenían dudas. Distinto era el caso de los generales en actividad y con mando, como Julio A. Lagos y Dalmiro Videla Balaguer. Lagos, jefe del II Ejército, afiliado al partido peronista, se sumó a la conspiración a último momento, como consecuencia de la campaña antirreligiosa del gobierno y de la fuerte presión social y familiar. Reconoció que estaba dispuesto a sublevarse en casa de un amigo, donde escuchó por radio el discurso de Frondizi. En cuanto a Videla Balaguer, jefe de la guarnición de Río IV y amigo personal de Perón, impresionado por haber presenciado el cruento bombardeo del 16 de junio y el posterior incendio de los templos, se preguntaba si era lícito o no provocar más derramamiento de sangre. Orando en una de las iglesias destruidas, Videla Balaguer siente que es su deber sumarse al alzamiento, relata Isidoro J. Ruiz Moreno en "La revolución del 55". Pero como el gobierno empezó a sospechar, ambos jefes fueron desplazados. En consecuencia, la iniciativa revolucionaria quedó bajo la responsabilidad de generales retirados o sin mando de tropa. Por entonces Lucero consideraba una utopía la pretensión de sublevarse en tales condiciones. Puede decirse, en cambio, que los suboficiales del Ejército no padecían el peso de esas contradicciones. Conscientes de cuánto le debían al gobierno peronista, que los había reconocido y valorado, se empeñarían en defenderlo con todos los recursos a su alcance. En la Armada, principal responsable del frustrado intento de junio, el almirantazgo era ahora oficialista. Por consiguiente, quienes conspiraban, capitanes en actividad, querían salir cuanto antes a fin de evitar nuevas depuraciones que le quitarían a la Marina de Guerra su poder de fuego, como ya había ocurrido con la aviación naval. A principios de septiembre, el general Aramburu, que conducía la conspiración desde la Dirección de Sanidad, postergó el alzamiento debido a la falta de infantería y por temor a que una salida apresurada frustrara definitivamente la acción. Entonces los oficiales comprometidos de la guarnición de Córdoba invitaron al general retirado Eduardo

Lonardi (59 años) a encabezar el alzamiento. La Marina estuvo de acuerdo. Aramburu iría a Curuzú Cuatiá y Lagos, a Cuyo. Así, con una mezcla de improvisación y de coraje, comenzó esta revolución que en Córdoba utilizó el santo y seña "Dios es justo", palabras simbólicas que aludían a una respuesta contundente y dramática a la ruptura entre Perón y la Iglesia y que lograron unir tras los mismos objetivos a estudiantes universitarios laicistas y juventudes católicas, los viejos antagonistas de la querella escolar de la década de 1880. "En realidad, Marta, sólo cuento con imponderables", le había confesado Lonardi a su hija poco antes de tomar el ómnibus de línea que lo llevaría a Córdoba. Estaba convencido de que en la capital mediterránea, donde tenía parientes y amigos -en particular su cuñado Clemente Villada Achával-, había recursos humanos suficientes para resistir hasta que el régimen se derrumbara. Pero en cuanto al conjunto de la conspiración, sólo contaba con compromisos de palabra y vagos informes. Fue su oficial de enlace, el mayor Juan Francisco Guevara, quien al despedirlo en la estación le dio el precario cuadro de la situación de las fuerzas comprometidas y le hizo saber que en las guarniciones de Buenos Aires y del Litoral nadie se movería. Lonardi tenía otra convicción, común a los opositores de esa época: que ésta sería la última intervención de las Fuerzas Armadas en la política argentina, porque al restablecerse la libertad se solucionarían los demás problemas pendientes. Su lema "ni vencedores ni vencidos", propuesto en las primeras jornadas, constituía un claro mensaje al peronismo, en la misma línea intentada por el general Juan José de Urquiza luego de la victoria de 1852 en Caseros. Esto explica, por caso, el cuidado que puso en honrar a los leales de la Escuela de Infantería. Pese a este noble anhelo, la revolución que derrocó a Perón -hecho histórico que todavía, pese al tiempo transcurrido, divide a los argentinos- profundizó los odios ya existentes: no sólo contra los vencidos del movimiento peronista, sino también en el interior del frente antiperonista cuando después del triunfo afloraron las diferencias de ideología y de intereses. La intolerancia prevaleció y la presencia militar en la vida argentina siguió en aumento, primero con los planteos a los gobiernos civiles, después, cuando éstos no fueron suficientes, con la intervención masiva de las tres fuerzas en 1966 y en 1976. Cabe entonces preguntarse si la resistencia pacífica, al modo como se venía llevando a cabo en 1954-55 con las grandes huelgas universitarias y las movilizaciones masivas de los católicos, no pudo constituir el mejor camino para frenar los excesos autoritarios del gobierno de Perón. Al mismo tiempo debe reconocerse que tal posibilidad -al estilo de Gandhi- no formaba parte de las tradiciones argentinas, que han preferido invariablemente, hasta la crisis de 1982-83, la revolución "redentora" que va a cambiarlo todo de una vez, aunque no se sepa bien cómo. La Revolución Libertadora, saludada con júbilo por buena parte de la ciudadanía, tiene hoy pocos defensores. Estos últimos consideran que el golpe de Estado contra Perón estuvo justificado como ejercicio del derecho de resistencia a la opresión (Alfredo Vítolo, "Teoría y práctica de la democracia").

Merece observarse que quienes piensan de este modo vivieron en carne propia las penurias de ser opositor en el segundo gobierno justicialista. En cuanto al peronismo, no desapareció de la vida política; por el contrario, demostró capacidad de reacción y de resistencia a la adversidad y ganó la mística que le faltaba como partido/movimiento nacido al amparo del poder. Constituye, cincuenta años después de los hechos que aquí se evocan, la fuerza política más poderosa de la Argentina. Por María Sáenz Quesada Para LA NACION

La única revolución argentina del siglo XX El derecho de resistencia a la opresión La importancia institucional de este homenaje no admite distraernos en la recordación de discursos, frases o dichos, tan célebres como lamentables, del dictador depuesto y que son parte del conocido folklore antiperonista. Por el contrario, es nuestro propósito hacer un análisis de la significación política y jurídica de la Revolución del 55 desde el punto de vista del derecho político y a la luz de sus motivaciones y de sus consecuencias. -Concepto del derecho de resistencia a la opresión. Se entiende por opresión no necesariamente la dureza de las medidas dispuestas por el poder, sino su arbitrariedad, es decir, su incompatibilidad con la idea del derecho que el Estado debe asegurar. El derecho de resistencia a la opresión se presenta como la antítesis del gobierno constitucional, pero no puede negarse a pueblo alguno el esencial derecho de rebelarse contra el despotismo y la tiranía, ya que en tales supuestos, precisamente, la revolución aparece como el medio capaz de operar la constitucionalización del Estado desconstitucionalizado (Linares Quintana, S.V., "Derecho constitucional e instituciones políticas", t. 2, p. 464). La Revolución Libertadora del 16 de septiembre de 1955, que depuso la dictadura y derogó la Constitución de 1949, que, como tal, era la base institucional del régimen peronista, justifica en derecho y en los hechos que ha sido la única y verdadera revolución argentina del siglo XX. Perón y la Iglesia Católica. El Congreso Eucarístico de 1950 reveló el cambio de la relación entre el peronismo y la Iglesia Católica. La procesión de Corpus Christi, el 11 de junio de 1955, desencadenó episodios hostiles para con la Iglesia Católica. Como consecuencia de estas actitudes, el Vaticano excomulgó a Perón el 16 de junio. Ese mismo día un sector de la Marina y la Fuerza Aérea se alzó en rebeldía bombardeando y ametrallando la Casa de Gobierno y sus alrededores. Esa noche grupos enardecidos que constituían las fuerzas de choque peronistas saquearon e incendiaron las principales iglesias del centro de Buenos Aires y la Curia metropolitana, exhibiendo sin atenuantes la extrema radicalización del conflicto. -Perón y las Fuerzas Armadas. El general retirado Benjamín Menéndez lanzó su levantamiento el 28 de septiembre de 1951, que fue sofocado con relativa facilidad. El 14 de abril de 1953 elementos de la oposición hicieron estallar bombas debajo de la Plaza de Mayo, en coincidencia con un discurso que el presidente dirigía a una multitud de sus seguidores. La reacción de Perón consistió en ordenar ataques e incendios a la sede de los partidos opositores. .Por Horacio A. García Belsunce Para LA NACION

/// La Nación Política 17/9/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota IV

Cómo fue que Perón perdió la batalla por Córdoba Los rebeldes sostenían que en las filas oficiales no había voluntad para luchar; el peronismo padecía de irrealidad CORDOBA.- En 1862, Mitre asumió la presidencia de un país desangrado por las luchas civiles y paralizado por el atraso. Empeñado en ejecutar un proyecto de unidad nacional y progreso, buscó la alianza territorial y política de Córdoba, a la que calificó como "la llave del interior". Casi cien años después, en 1955, Córdoba revalidó ese título asumiendo el riesgo de transformarse en plaza de guerra para iniciar el combate contra la dictadura peronista. Entonces, la devota ciudad que aún mantenía sus rasgos aldeanos, contaba con alrededor de 400.000 habitantes. Prevalentemente burocrática, universitaria y comercial, sólo años después y con el portentoso desarrollo de la industria metalmecánica se transformó en una urbe. Raúl Orgaz, su primer sociólogo, la calificó de bicéfala. Guardiana del orden colonial y de la ortodoxia católica por sus vínculos con el virreinato del Perú y, simultáneamente, atenta a las innovaciones que se propagaban desde el puerto y el litoral. Esas tendencias disputaron a lo largo de los años en el campo de batalla, en el claustro universitario, en el periodismo y en la política. En el siglo XX, a partir de la ley Sáenz Peña, las tendencias liberales se expresaron políticamente en el Partido Demócrata, fundado por Ramón J. Cárcano, inspiraron los postulados reformistas que cerraron el ciclo jesuítico en la Universidad y, con sus matices, impulsaron la renovación del radicalismo bajo el magisterio de Amadeo Sabattini. Demócratas y radicales rivalizaron y se enfrentaron en los comicios sin poner nunca en peligro las instituciones republicanas. Los gobiernos de las sucesivas intervenciones dispuestas por el gobierno de facto instalado en 1943 y, luego, los consagrados por el peronismo en los comicios, abrazaron las ideas corporativas, se inspiraron en la doctrina franquista y exaltaron a Rosas como paradigma de la nacionalidad, con la decidida colaboración de los círculos católicos vinculados al clero. Sobre la Córdoba liberal se ató el dogal de la intolerancia. Los partidarios del nuevo orden -"Dios, Patria, Hogar"- se lanzaron a perseguir opositores, expulsaron de sus cátedras a los docentes formados en los ideales sarmientinos, amordazaron a la prensa y oficializaron la obsecuencia y la delación. Diez años después, el peronismo cordobés había logrado acallar a la oposición liberal. En 1954, Perón se mostraba despreocupado y dedicaba su tiempo a recibir a deportistas y estrellas del espectáculo, dejando en libertad a sus ministros para que organizaran a los estudiantes secundarios bajo la tutela del Estado. En esa época, Perón había iniciado su ofensiva contra la Iglesia. Suprimió el carácter de días no laborables a ciertas festividades religiosas, auspició la prédica de pastores protestantes y condenó públicamente la constitución del Partido Demócrata Cristiano atribuyéndole a sus fundadores y al Episcopado el propósito de enfrentar al gobierno. Luego instruyó a sus legisladores para que votaran leyes a favor del divorcio vincular. Pero ninguno de esos episodios provocó en la Iglesia tanta alarma como el anunciado proyecto de adoctrinar a los jóvenes estudiantes secundarios.

Para desalentar cualquier disidencia, el ministro de Educación organizó un desfile estudiantil en Córdoba, el centro mismo del poder eclesiástico. Por ignorancia o soberbia, se subestimó a su culto e influyente arzobispo, monseñor Fermín Lafitte, quien reaccionó in continente alentando a los jóvenes católicos a que organizaran su propia marcha en defensa de la fe agredida. La convocatoria peronista fracasó. En cambio, las columnas arzobispales conmovieron por el número y fervor de sus adherentes. Perón, impresionado por el éxito de sus rivales, llamó a las autoridades eclesiásticas para reunirse el 22 de octubre de 1954. En esa oportunidad, el ministro de Educación acusó al arzobispo de Córdoba de haber organizado una contramarcha subversiva. Todo estalló el 10 de noviembre, cuando Perón convocó en Olivos a sus gobernadores, a jefes de las fuerzas de seguridad y a las autoridades de la CGT y del partido oficialista. Allí denunció e individualizó a numerosos sacerdotes, a quienes atribuyó la intención de "impulsar disturbios" y dijo: "Quienes dejaron de cumplir con su deber de argentinos y de sacerdotes, están fuera de la ley". Es decir, admitió explícitamente que ejercía la suma del poder público, como sostenía la oposición. Esa reunión tuvo enorme incidencia en la vida de Córdoba. Antes de que pudiera rendir su informe, el gobernador Lucini fue reprendido por "mantener a jueces manejados por la Curia", y se reclamó la inmediata intervención federal a la díscola provincia. El atribulado gobernador sólo atinó a pedirle a Perón que lo escuchara a solas. Concedida la gracia, Lucini logró salvar su investidura prometiendo "depurar" a su gobierno de "elementos clericales", a cambio de que la intervención se limitara sólo al Poder Judicial. Dos días después, por decreto, fue barrido el Poder Judicial. Su interventor, Felipe Pérez (en esa época, ministro de la Corte Suprema), designó "en comisión" a todos los jueces, funcionarios y empleados y, para fin de año, había dispuesto decenas de cesantías. En adelante, las vacantes serían cubiertas sólo por quienes "estuviesen identificados con la doctrina nacional", porque, según su opinión, "los jueces deben ser definitivamente peronistas", previa acreditación de su condición de afiliados. En enero de 1955, los nuevos miembros del Tribunal Superior exhibieron su obsecuencia remitiendo telegramas a Perón, a su ministro del Interior y al jefe del comando superior justicialista subrayando que juraron "con fervor peronista sus altas funciones". Oponerse a Perón siempre había entrañado riesgos. Ahora, con esta justicia facciosa, nadie ponía en duda de que la disidencia se convertiría en un pasaporte hacia la prisión. En mayo, el Congreso sancionó la ley que declaraba la necesidad de la reforma del texto constitucional para separar la Iglesia Católica del Estado. Las autoridades eclesiásticas y gran parte de sus feligreses comprendieron que Perón había decidido dar la batalla final. Estos hechos reactivaron los planes de quienes pensaban que no había otro camino que la sublevación. A pocos sorprendió que aviones navales, en el mediodía del 16 de junio, atacaran la Casa Rosada, declarándose en rebeldía. A la tarde, luego de sofocado el levantamiento, militantes peronistas incendiaron y destruyeron templos, locales cívicos y archivos. También en Córdoba, activistas previamente concentrados en la CGT se lanzaron al ataque contra el diario católico Los Principios, el palacio arzobispal y el seminario. Y luego, con amparo policial, incendiaron la Casa Radical y vejaron a los dirigentes que procuraron defenderla. A partir de allí el gobierno provincial acentuó la represión contra funcionarios y empleados sospechados de simpatías con los "clericales".

La vicedirectora de la prestigiosa Escuela Normal Alejandro Carbó fue dejada cesante por no haber autorizado que dirigentes peronistas ocuparan el edificio para afiliar a la UES. La totalidad de los estudiantes se declaró en huelga y, a los pocos días, ese movimiento se extendió con el apoyo de colegiales de otras escuelas y la adhesión de la Federación Universitaria. Las marchas callejeras desafiaron las prohibiciones impuestas por el estado de sitio. El gobierno delegó la represión en manos de agentes de civil y de militantes peronistas que, armados, se dedicaron furtivamente a la caza de adolescentes. Durante semanas, las calles se convirtieron en campo de batalla, mientras en la ciudad crecía un sentimiento de desprecio hacia las autoridades peronistas que fomentaron la represión. La Iglesia, que en las horas iniciales del régimen le brindó su apoyo, ahora, azorada, sufría en carne propia el peso de la maquinaria represiva. Sus fieles fueron convocados a las "horas santas", celebradas para orar por el cese de las persecuciones. José Aguirre Cámara, dirigente demócrata, pronunció estas palabras: "Nosotros, las víctimas del despotismo cuando la Iglesia lo respaldaba y los católicos lo mimaban, lo adulaban y lo servían sin reservas, estamos al lado de las nuevas víctimas. Somos solidarios con ellos. Les tendemos las manos. Rezamos por ellos. Rezamos con ellos". El 27 de julio se anunció que el médico rosarino Ingalinella, secuestrado semanas atrás, había fallecido por los tormentos aplicados por la policía. Médicos y abogados declararon una huelga para repudiar el crimen. El peronismo provincial trató de reaccionar para frenar la impetuosa ofensiva opositora y convocó a una marcha con la consigna "se acabó la paciencia". Ya era tarde. Había perdido la calle. En 1944, cuando París fue reconquistada y se expulsó a sus invasores, Borges profetizó: "?el nazismo adolece de irrealidad, es inhabitable? Hitler quiere ser derrotado, Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán?" En esos días de 1955, el peronismo también adolecía de irrealidad. Era inhabitable para los argentinos que, tiritando de miedo, habían escuchado la amenaza presidencial. Enceguecido, Perón colaboraba con quienes lo pondrían en indecorosa fuga. El 14 de septiembre, casi en soledad, en un ómnibus de línea, llegó a Córdoba el general Eduardo Lonardi para ponerse al frente del combate inminente. El 15, en horas de la tarde, y mientras se desarrollaba una reunión en la Cámara de Diputados de la Nación, un legislador de la oposición, el cordobés Mauricio Yadarola, paralizó a los asistentes al denunciar que había tomado conocimiento de que el general León Justo Bengoa, jefe del Regimiento de Infantería de Paraná, era víctima de "un paulatino envenenamiento", lo que motivó la airada reacción del bloque oficialista. Esa denuncia era el santo y seña que aguardaban los civiles comprometidos en la revolución para alistarse. A la cero hora del 16, Lonardi tomó la Escuela de Artillería y, desde allí, sometió a la Escuela de Infantería tras una breve pero cruenta lucha. En la Escuela de Aviación, también en Córdoba, jóvenes oficiales destituyeron a sus jefes y se unieron a los sublevados. Córdoba había quedado paralizada luego de la ocupación del Cabildo, sede de la jefatura policial y de la Casa de Gobierno. El gobernador y sus ministros habían buscado refugio en las filas leales comandadas por el general Morillo, acantonado en las cercanías de Alta Gracia, y se tenían noticias de que se alistaban varios regimientos para marchar desde Santa Fe, Catamarca y Salta para sofocar la rebelión. En la Escuela de Aviación, los pilotos rebeldes constataron que sus cazainterceptores Gloster no contaban con portabombas y suficiente combustible para poder realizar operaciones

contra las fuerzas que se aproximaban. Por eso debieron limitarse a realizar vuelos de reconocimiento sin poder de fuego. En esas horas de tensión se enfrentaron dos posiciones. Mientras Lonardi tenía decidido reunir sus fuerzas dentro del perímetro de las zonas que controlaba -Escuela de Aviación y Escuela de Artillería- para enfrentar a las columnas que se acercaban, en Córdoba los comandos civiles se negaban a declararla ciudad abierta. Por eso, en el día 17, hicieron esfuerzos para garantizar la normal prestación de servicios y alentaron al comercio a abrir sus puertas, procurando demostrar que el triunfo de la rebelión era irreversible. En las últimas horas del 17 ya se habían concentrado los regimientos alistados para ocupar la ciudad. El cerco se había cerrado. Las avanzadas iniciaron fuego, repelido por civiles y cadetes utilizando las técnicas de la guerrilla urbana. Pero el grueso de las formaciones permanecía inactivo. Los vuelos de reconocimiento constataron deserciones en las columnas sitiadoras y que no se había producido el arribo de los regimientos que se trasladaban desde Catamarca y Salta. En esas circunstancias, el general Alberto Morillo se presentó ante las autoridades revolucionarias para establecer las condiciones de una rendición. "Se me va la gente", dijo Morillo ante Lonardi para explicar su decisión. Al evocar esas horas, los pilotos de la aviación rebelde describieron así el episodio: "No fuimos atacados en bloque porque en las filas gubernistas no había voluntad para luchar". Y un oficial que tuvo la oportunidad de asistir a los preparativos que se realizaban en Catamarca para sumarse a las fuerzas leales, recordó que los jefes de los regimientos carecían de suficiente convicción como para entablar un combate. Había concluido la "batalla de Córdoba" con la supremacía de las mínimas pero aguerridas fuerzas revolucionarias, frente a adversarios que, a pesar de contar con enorme poder de fuego, carecían de motivaciones morales para sostener a un gobierno agónico. Cuando Perón, el día 19, solicitó que el Ejército se ocupara de entablar tratativas con los revolucionarios para dar fin a la lucha, no hizo nada más que reconocer que la "batalla de Córdoba" le había sido adversa. Por Raúl Faure Para LA NACION

/// La Nación Política 18 18/9/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota V

El país entero se convirtió en un gigantesco escenario bélico En aquellos días se libró una guerra civil, con el aporte de las tres fuerzas armadas Dos días después del levantamiento militar contra Perón, la revolución parecía condenada al fracaso. El pronunciamiento de la fuerte Agrupación Blindada, en Curuzú Cuatiá, Corrientes, que había efectuado el mayor Juan José Montiel Forzano, y a cuyo frente se había puesto el general Pedro Eugenio Aramburu con los coroneles Eduardo Arias Duval y Héctor Solanas Pacheco, había sido sofocado a causa de la reacción de los suboficiales, partidarios del primer mandatario. Y la base naval de Río Santiago, en Buenos Aires, sublevada bajo el mando del almirante Isaac Rojas, con el apoyo casi íntegro de sus jefes y oficiales, tras soportar un intenso ataque por fuerzas aéreas gubernistas y tropas terrestres, fue evacuada para continuar la lucha en las aguas del Plata, antes que ser

sometida por el refuerzo de unidades militares contra las cuales carecía esa base de elementos para resistir. Por lo tanto, los integrantes de la Escuela Naval, el Liceo Naval y la Escuela de Capacitación de Oficiales se embarcaron en las unidades de la Escuadra de Ríos para operar en su elemento natural. Los acompañaban el general Juan José Uranga y capitanes de las escuelas superiores de guerra y técnica. Sin embargo, seguía la lucha en otros lugares importantes. En el centro de Córdoba, la Escuela de Artillería, rebelada contra el régimen peronista por el capitán Ramón Eduardo Molina, se había impuesto tras dura pelea a la fuerte Escuela de Infantería, vecina a aquélla. El general Eduardo Lonardi, jefe militar de la revolución, secundado por el coronel Arturo Osorio Arana, contó con la adhesión de la cercana Escuela de Aviación Militar, a cuyo frente quedó el comodoro Julio César Krausse. La capital provincial fue dominada por el general Dalmiro Videla Balaguer, tras haber combatido contra fuerzas gubernistas. Al sur de la provincia de Buenos Aires, la revolución contaba con la gran base naval de Puerto Belgrano y la próxima Base Aeronaval Comandante Espora. Eran sus comandantes, respectivamente, los capitanes de navío Jorge Perren y Arturo H. Rial. El factor preocupante era que en los focos rebeldes de Córdoba y en las bases cercanas a Bahía Blanca no se disponía de fuerzas de infantería capaces de enfrentarse con la abrumadora superioridad que el Comando de Represión dirigía contra ellos. Jugaba en su favor, en cambio, el empleo de aviones de caza y bombardeo para hostigar a las unidades leales que los amenazaban. Pero su acción era meramente retardante. Dos circunstancias produjeron preocupación, tanto en el Gobierno como en los jefes revolucionarios. Por un lado, el Ejército de los Andes, despachado desde Cuyo para unirse en Alta Gracia a las tropas leales que, a órdenes del general Alberto Morello, se habían replegado desde Córdoba, al llegar a San Luis adhirió al movimiento rebelde con la dirección del general Eugenio Arandía; pero en vez de proseguir su marcha para reforzar a Lonardi, retornó a Mendoza, donde se subordinó al general Julio Alberto Lagos. Este quedó allá y sumó también a San Juan al movimiento, aunque sin concurrir en auxilio del núcleo revolucionario en Córdoba. Lonardi, para unir sus escasos elementos, desocupó la Escuela de Artillería y se instaló en la no muy lejana Escuela de Aviación Militar para contar con las pistas de donde decolaban los aparatos de combate y de enlace con Mendoza y con la base aeronaval Espora, en el sur bonaerense. Para dominar la situación, Perón encomendó la tarea a su ministro de Guerra, general Franklin Lucero, que guardó una extraña pasividad, sin utilizar la radio para movilizar a sus partidarios. De uno y de otro bando -y sin desdeñar el aporte de civiles- se trató de una lucha entre fuerzas militares y de características singulares. No fue, como en otras oportunidades, un golpe de Estado consumado el mismo día de su estallido, como en 1930 y 1943, cuando tropas salidas por la mañana del Colegio Militar o de Campo de Mayo triunfaban sin mayor resistencia y asumía por la tarde otro gobierno. Ahora se libraba una verdadera guerra civil en varios teatros de operaciones, con el empleo de las tres fuerzas armadas. Toda la vasta gama de recursos bélicos fue empeñada en la lucha. Y las jornadas se sucedían sin definición categórica. Este nuevo enfrentamiento era numéricamente favorable al gobierno. Pero la causa revolucionaria contaba con la decidida disposición de triunfar por sobre el superior poderío de sus antagonistas, habiendo previsto Lonardi que sus rivales carecerían de ánimo para sostener una causa desprestigiada por su violación a las normas constitucionales y a las prácticas democráticas.

En cuanto a la Marina de Guerra, estaba íntegramente subordinada al almirante Rojas, a la que se le sumó la Flota de Mar, que con sus grandes unidades navegaba hacia el Río de la Plata desde el Golfo Nuevo, con el comando del capitán de navío Agustín P. Lariño. Un detalle relacionado con la subordinación del régimen oficial fue la denominación del acorazado nave almirante de la flota: era el 17 de octubre, fecha consagrada como Día de la Lealtad Peronista. Rebautizado General Belgrano por Rojas, en desagravio por la quema de la bandera argentina, ordenada por el ministro del Interior, fue hundido por un submarino británico en la Guerra de las Malvinas, en 1982. Si la conjunción de la Flota de Mar con la de Ríos, que se produjo antes del mediodía del 17, aumentó la amenaza sobre la Capital, sujeta a estricto bloqueo, por otra parte convergían sobre los dos focos rebeldes de Córdoba y las bases navales contiguas a Bahía Blanca poderosas agrupaciones militares, superiores en cantidad y armamento a los núcleos revolucionarios. Provistas de cañones, tanques y demás armamento más liviano, desde Salta se movía en ferrocarril contra el eje Escuela Militar de Aviación-ciudad de Córdoba, la V División, con el mando del general Aquiles Moschini, con unidades de Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja y Santiago del Estero. Claro que jefes y oficiales opositores al régimen peronista formaban en ella, pero habían decidido no levantarse contra el comando superior hasta no llegar a destino, para poder sumarse a Lonardi. Desde Santa Fe marchaba una brigada comandada por el general Miguel Angel Iñíguez, compuesta por los regimientos 11 y 12 de infantería y un grupo de artillería. Y por el Sur concurrirían desde Río Cuarto y otras localidades tropas de infantería y cañones, aumentadas por la Escuela de Mecánica del Ejército con tanques de Campo de Mayo. No menos sombrío era el panorama en el Comando Revolucionario del Sur. Desde Neuquén partió la Agrupación de Montaña conducida por el general Jorge Boucherie, con los regimientos 10 y 21 de Infantería, 4 de Caballería, destacamentos de montaña 5 y 7, y de exploración blindada 6, con secciones de ametralladoras y comunicaciones. Del norte de la provincia de Buenos Aires bajaban hacia Bahía Blanca el Regimiento de Zapadores y el 13 de Caballería, a los que se sumaron cerca de la Capital el 3 de Infantería, 1 y 2 de Caballería, y el 3 de Artillería en Azul, a órdenes del general Eusebio Molinuelo, con unos 10.000 efectivos. A ellos, según el capitán de navío Perren, jefe de la base naval de Puerto Belgrano, podían oponérseles 1000 infantes de Marina, 500 aprendices de la Escuela de Mecánica, 1000 conscriptos de marinería y alguna artillería antiaérea. Pero los revolucionarios contaban con 60 aviones de ataque, de los que carecían las fuerzas leales, además de los cañones de las grandes naves. También en Córdoba los revolucionarios disponían de aviación, integrada por los bombarderos pesados Avro Lincoln, que se habían plegado desde San Luis y hasta de Morón; bombarderos livianos Calquin y, sobre todo, tres veloces Gloster Meteor de reacción. Pero se imponía una evidencia: las divisiones que respondían al régimen podían adelantarse en la noche pues los aviones no operaban en la oscuridad. Como contrapartida del poderío bélico de las fuerzas que respondían a Perón, había que considerar un factor de indudable importancia que incidió en el equilibrio de fuerzas: la firme convicción de vencer del bando revolucionario, frente a la poco confiable disposición de sostener al Gobierno que se manifestaba en las filas leales, en las cuales habían ocurrido deserciones, retraso en las operaciones y hasta pronunciamientos aislados que les restaron fuerza. Los combates se sucedieron todo el sábado 17 en el centro y en el Sur. Los rebeldes contuvieron el avance de las tropas gubernamentales. En Córdoba, un violento fuego de

artillería y hostigamiento aéreo permanente las mantenían inmovilizadas entre Alta Gracia y Anizacate. El aspecto negativo para los revolucionarios fue que tres aparatos Gloster Meteor ametrallaron sorpresivamente el aeropuerto cordobés de Pajas Blancas y dañaron tres bombarderos, justo cuando los refuerzos del gobierno se acercaban. No era distinta la situación en el sur de Buenos Aires. Las unidades del Ejército que se adelantaban hacia Bahía Blanca eran continuamente atacadas por la aviación naval, mientras febrilmente en Puerto Belgrano se daban los últimos retoques a los buques de guerra provistos de cañones de largo alcance para demorar el asalto final. El domingo 18 fue el día decisivo. Esa mañana, Lonardi mandó celebrar una misa, luego de la cual se cantó el Himno Nacional. Era alto el espíritu. En Córdoba, desde Alta Gracia, el general Morello se mostró dispuesto a someter a la Escuela de Aviación Militar, convertida en el centro de operaciones revolucionario. Desde temprano dos grandes bombarderos atacaron la pista de decolaje, pero dos cazas revolucionarios levantaron vuelo para intimidarlos y alejarlos con sus tiros, sin querer causar la muerte de sus camaradas conocidos. Horas después, las avanzadas de la división del general Moschini se apoderarían del aeropuerto de Pajas Blancas, débilmente defendido, situado apenas a 13 kilómetros de la plaza central de la capital de Córdoba. En esta ciudad, para agravar la situación de las tropas alzadas, el mismo domingo 18 la brigada del general Miguel A. Iñíguez, soportando un intenso y continuo ametrallamiento y bombardeo por parte de aviones salidos de la guarnición revolucionaria y combatiendo sin pausa contra tiradores civiles y elementos militares, tomó posesión de la estación férrea de Alta Córdoba, en plena ciudad, separada de su centro por el río Primero. Tan sólo había podido ser contenido el avance oficialista desde Alta Gracia, merced a las continuas salidas de los aviones dirigidos por el comodoro Krausse y por el incesante fuego de la artillería dispuesto por el general Lonardi y el coronel Osorio Arana. Era indudable que el asalto final, coordinado por el gobierno para el día siguiente, lunes 19, no podría ser contenido. Pero los jefes revolucionarios nombrados, como Videla Balaguer en la ciudad, estaban dispuestos a afrontar la lucha y morir si era preciso. Igual estado de cosas se vivía en el Comando Revolucionario del Sur, que encabezaban Perren y Rial. Pese al incesante vuelo de los aparatos navales de combate para detener el avance de las fuerzas terrestres, éstas se aproximaban a las bases revolucionarias por la provincia de Buenos Aires, porque las provenientes de la Patagonia habían sido inmovilizadas por un bombardeo. En el asalto aéreo de la localidad de Saavedra, en cambio, fue derribado y muerto el oficial de igual grado Eduardo Estivariz, el militar de mayor jerarquía caído en las filas contrarias a Perón. La simultánea voladura de puentes carreteros de acceso y la intensa lluvia caída demoraban el avance de las unidades gubernamentales, pero no lo paralizaban del todo. Se acercaban desde Saavedra, Pringles y Tres Arroyos, pese a la intensa presión de la aviación naval. Llegaron hasta Tornquist, a 80 kilómetros de Bahía Blanca. El Comando Revolucionario planeó entonces una retirada hacia Río Gallegos. A Lonardi le era indispensable contar con refuerzos, que pidió al general Lagos, que seguía en Mendoza, mediante dos sucesivos enviados. Por otra parte quiso aliviar la presión enemiga sobre Córdoba distrayendo la atención oficialista, para lo cual solicitó a Rojas que produjera una acción importante. La Flota de Mar se dispuso, pues, a accionar en tal sentido, y planeó efectuar una operación que demostrase la determinación de proseguir las acciones hasta el final, con el triunfo de la revolución.

El lunes 19 de septiembre ocurrirían acontecimientos de importancia. Por Isidoro J. Ruiz Moreno Para LA NACION El autor es historiador y abogado

Mañana, la sexta nota Con una descripción de las dificultades operativas que debió sortear el movimiento liberador encabezado por el general Eduardo Lonardi, LA NACION continuará mañana con la serie "A 50 años de la caída de Perón". El autor de la sexta nota es Hugo Gambini, quien revela la jugada de Perón cuando ofreció su renunciamiento y no la renuncia. Entre pasado mañana y el jueves, incluso, se publicarán tres artículos de Roberto Cortés Conde, el máximo historiador de la economía y las finanzas del país. Cortés Conde muestra cómo, a pesar de un contexto mundial favorable, la dictadura de Perón tuvo una evaluación equivocada sobre las futuras tendencias internacionales. También resultó negativo, a juicio del autor de las notas VII, VIII y IX, la continuidad del monopolio del comercio exterior terminada la Segunda Guerra Mundial y la reiterada injerencia del Estado en la economía, con lo que se provocaron enormes distorsiones y transferencias de ingresos. Perón, como siempre se supo y refleja en sus notas Cortés Conde, dispuso de una enorme masa de recursos que usó en prebendas para variadas clientelas políticas, sin consideración por la restricción presupuestaria. Además, alentó la entrada en el mercado con privilegios, que determinaban la ganancia de un sector y no su productividad y producía una colisión con su afán populista por mantener salarios altos a cualquier costo. En muchos casos, el Estado subsidiaba a las empresas. La serie concluirá con la nota X, de Félix Luna, el viernes 23, a los 50 años de la asunción como presidente provisional del general Eduardo Lonardi, con una Plaza de Mayo y alrededores con una multitud que, en número, estuvo entre las más notables que hayan tenido cabida en ese espacio público.

/// La Nación Política 19/9/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota VI

Juego de palabras para evitar la dimisión En su último intento por retener el poder, el fundador del PJ dijo que su carta de renunciamiento no significaba la renuncia erón se había llamado a silencio. Que su voz no se oyera en esos días -no abría la boca desde el viernes 16 de septiembre- contrastaba con los diez años de monopolio absoluto. Era la alborada del lunes 19 y los buques de guerra comenzaron a maniobrar frente a la costa marplatense, que había sido evacuada ante la advertencia de un inmediato bombardeo. A las 7, el crucero Nueve de Julio comenzó su cañoneo y los dos primeros disparos dieron en el blanco, provocando un incendio cuya humareda se divisaba claramente desde el centro de la ciudad balnearia. Pero sobre el filo de la hora de vencimiento, cuando los cañones del crucero comenzaban a apuntar hacia su objetivo, algo detuvo la operación. Por Radio del Estado se anunció que el ministro Franklin Lucero daría a conocer un documento que el presidente de la Nación acababa de dirigir a las Fuerzas Armadas. A las 12.45 leyó una carta de Perón, que decía: "Hace varios días que intenté alejarme del

gobierno, si ello era una solución para los actuales problemas políticos. Las circunstancias públicas conocidas me lo impidieron, aunque sigo pensando e insisto en mi actitud de ofrecer esta solución constitucional". Perón, dispuesto a resignar el poder, trató de justificar su abandono de la lucha con estas palabras: "Yo, que amo profundamente al pueblo, sufro un profundo desgarramiento en mi alma por su lucha y su martirio. No quisiera morir sin hacer el último intento para su paz, su tranquilidad y felicidad. Si mi espíritu de luchador me impulsa a la pelea, mi patriotismo y mi amor al pueblo me inducen a todo renunciamiento personal". Frente al ultimátum lanzado por la Marina, concluyó: "Ante la amenaza de bombardeo a los bienes inestimables de la Nación y sus poblaciones inocentes, creo que nadie puede dejar de deponer otros intereses o pasiones. Creo firmemente que ésta debe ser mi conducta y no trepido en seguir ese camino. La historia dirá si había razón de hacerlo". La información de que también podría ser bombardeada la Capital y el espectacular incendio de los depósitos de Mar del Plata decidieron a Perón a entregar el mando al Ejército. El poder quedó entonces en manos de Lucero, quien leyó otro comunicado por radio, en el que decía: "Ante el ultimátum de bombardeo de la ciudad de Buenos Aires y de la destilería de petróleo de La Plata, y para evitar mayor derramamiento de sangre, invito a los comandos revolucionarios actuantes a concurrir a la sede del comando en el Ministerio de Ejército, a iniciar de inmediato tratativas tendientes a solucionar el conflicto, e invito, asimismo, a los mismos comandos a que cesen de inmediato las hostilidades en la situación alcanzada". Luis Ernesto Lonardi -hijo del jefe sublevado- hizo este relato sobre la entrada de efectivos en Córdoba: "El 19 a la mañana parte de las tropas comenzaron a desplazarse hacia el centro de la ciudad. [?] En esa oportunidad los civiles defendieron la entrada a Córdoba con ejemplar heroísmo. Detrás de cada puerta, de cada ventana, y en todas las azoteas, un cordobés, armado como pudo, demostraba a los soldados del ejército regular que la libertad se defiende a cualquier precio". El general José Epifanio Sosa Molina, en cambio, veía la situación muy favorable al gobierno: "Yo estaba seguro de que la revolución sería derrotada, porque la situación de los rebeldes era insostenible. Córdoba estaba completamente rodeada y sólo faltaba la orden para el asalto final. De pronto se me vino el mundo abajo: con la batalla casi ganada me informaban mis comandantes que habían escuchado la orden de cesar el fuego. No lo podía creer. Esa misma noche viajé a Buenos Aires y fui destituido". "Deben ser los gorilas..." El país seguía todo con angustiosa expectativa a través de las emisoras. Al duelo de informaciones entre la cadena oficial Radio del Estado y las emisiones rebeldes de La Voz de la Libertad se sumarían las siempre esperadas últimas noticias de Radio Carve desde Montevideo. En Buenos Aires regía el estado de sitio, pero no se observaban anormalidades ni movimientos de tropas. La sublevación se vivía dentro de las casas, en un clima de tensión por las informaciones radiales. Cuando paraba la lluvia, las azoteas se poblaban de curiosos. Unos iban a reforzar las antenas para captar mejor las emisiones uruguayas; otros subían con prismáticos, esperando ver pasar algún avión. Esto producía diálogos irónicos de un techo a otro. Para referirse a los sublevados, los vecinos apelaban a un popular cantito: "Deben ser los gorilas, deben ser? que andarán por ahí?". Era un gracioso estribillo que la gente había adoptado para burlarse de los comunicados oficiales. Así nació el mote de gorila que se adjudicaron los propios antiperonistas. Hasta septiembre de 1955 nadie había usado esa palabra ni se la asociaba con actitudes políticas o militares, porque a los opositores se les llamaba contreras. El gobierno los

calificaba públicamente de oligarcas y vendepatrias. Uno de los autores de aquel famoso estribillo fue el libretista Aldo Camarota, quien explicó: "Los gorilas nacieron en una parodia de la película Mogambo, que escribí en marzo de 1955 para «La revista dislocada», de Delfor. En nuestra parodia, el científico era un reo porteño que ante cualquier ruido extraño decía: «¡Deben ser los gorilas, deben ser!». El lunes 19 la excitación ya atrapaba a la mayoría de los porteños. Sin embargo, aún nadie manifestaba abiertamente sus opiniones. Existía el temor a una severa represalia, porque se sabía que Perón había amenazado con emplear a los jefes de manzana. Esto hacía que los opositores evitaran andar por las calles y se reunieran en casas de amigos, junto a un buen receptor de radio. Los peronistas empezaron a desconfiar de las noticias oficiales. Como éstas daban por sofocada una sublevación que seguía en pie, muchos se palpitaron la derrota y prefirieron eludir los encuentros. Unos y otros se encerraban discretamente en sus casas. Por eso se veía más gente en los techos que en las calles. Hasta que al mediodía del lunes 19 -a la una menos diez- Radio del Estado difundió la noticia de la tregua y la carta de Perón, que delegaba el poder en manos del Ejército. Fue como una señal de liberación. Los más excitados salieron a descargar un grito guardado por diez años: "¡Viva la libertad!". Invariablemente alguien respondía lo mismo desde una ventana. Los de las azoteas bajaron a las veredas y los que espiaban salieron a los balcones. Primero agitaban pañuelos, de golpe asomaron banderas argentinas. Las calles se empezaron a poblar de manifestantes y los que fueron sorprendidos por la noticia mientras manejaban decidieron improvisar un concierto de bocinazos. El desborde se hizo incontenible y no encontró resistencia, pues la ciudad estaba sin policía -acuartelada, sin instrucciones precisas- y tampoco había autoridades. El desbande peronista había comenzado y ningún jefe de manzana se animó a dar la vida por Perón. "Densas columnas de peatones y largas caravanas de automóviles aparecieron en numerosas calles", registró LA NACION en su crónica del día siguiente. Era el gran desahogo tras una década sin libertad de expresión. Nadie se acordaba de que aún regía el estado de sitio. El hijo de Lonardi dejaría reflejada aquella espontánea manifestación con esta frase: "Miles de personas se lanzaron a las calles a exteriorizar su alegría. Será difícil que volvamos a ver una expresión tan intensa de emoción colectiva como la de aquella tarde del 19 de septiembre". Mientras en muchos lugares del país ya se pisoteaban sus fotografías, en la noche del 19 Perón ordenaba que le prepararan un maletín con ropa y dinero en efectivo. Fue cuando se dio cuenta de que su régimen se derrumbaba. Conocida su carta de delegación del poder, desde Córdoba llegó una breve respuesta del comandante rebelde: "Es condición previa para aceptar la tregua la inmediata renuncia de su cargo por el señor presidente de la Nación". Debajo de la firma se leía: "General Lonardi. Jefe de la Revolución Libertadora". Era la primera vez que usaba ese nombre para identificar a la sublevación. Los generales de mayor graduación constituyeron una junta -presidida por el teniente general José Domingo Molina-, que se puso a estudiar la carta de Perón. La discusión era sobre las dudas que generaba la palabra renunciamiento en vez de renuncia, señalada con insistencia por el general José Embrión. Pero como el sentimiento militar era el de concluir con las operaciones y evitar una guerra civil, la mayoría quiso que fuera una renuncia y como tal fue aceptada. Así se les informó a los jefes rebeldes, invitándolos a enviar una delegación ante el temor de que la CGT consiguiera armas para resistir. Perón no quería irse sin intentar una última jugada. A las nueve de la noche sorprendió a los miembros de la junta convocándolos a todos a Olivos. Como le desconfiaban, solamente enviaron una comitiva. Perón los recibió en compañía de Lucero para explicarles que la suya no era una renuncia porque no estaba dirigida al Parlamento,

sino al Ejército y al pueblo, y que si éste no la aceptaba entonces él seguía siendo presidente. Reiteró que su carta era un elemento de negociación con los rebeldes y que la junta se equivocaba al tomarla como una renuncia. Todos interpretaron que se trataba de una maniobra para seguir en el poder, pero el general Angel J. Manni contestó que las fuerzas leales ya no estaban con ánimo de seguir peleando y que la renuncia de Perón había sido aceptada definitivamente. A las ocho de la mañana del día siguiente Perón partió en automóvil de la residencia y se detuvo en la embajada de Paraguay. El embajador Juan R. Chaves resolvió llevarlo hasta la cañonera Paraguay, que estaba en reparaciones. Eran las 10 de la mañana. Perón fue alojado en la cabina del comandante. En realidad, más buscados que Perón eran en ese momento los comisarios Cipriano Lombilla y José Faustino Amoresano, a quienes un grupo de opositores -torturados en la Sección Especial de la policía- ansiaba hacerles justicia antes de que se fueran del país. Pero éstos se refugiaron rápidamente en la embajada de México. Los hermanos Juan Carlos Emilio y Luis Amadeo Cardoso también se escondieron en la embajada de Paraguay. El desenlace Mientras avanzaba la tarde del 20 empezaron a descolgarse los cartelones de propaganda oficialista y se encendieron las primeras fogatas con retratos y folletos. En la avenida 17 de Octubre un grupo de vecinos restauró la denominación original de avenida Juan B. Justo, con carteles hechos a mano. Frente a la Secretaría de Trabajo y Previsión, cinco antiperonistas con de barras de hierro comenzaron a desprender las placas conmemorativas que cubrían la pared de Perú al 100. El más fanático enarbolaba una larga palanca de tranvía y se desgañitaba: "¡Hace diez años que esperaba este momento!". "¡Hijo de puta, cobarde de mierda, nos deja solos!", vociferaba Arturo Jauretche. Así lo cuenta su sobrino, Ernesto Jauretche, quien recuerda que "le dio un ataque de ira, porque se sentía dolorido e indignado; estaba furioso contra Perón". Era el mismo sabor amargo que tenía en ese momento la saliva que tragaba la mayoría de los peronistas sinceros, aquellos que confiaban en un gesto acorde con la dimensión alcanzada en esos diez años. A la una y cuarto de la madrugada del miércoles una ráfaga de ametralladora sacudió la zona céntrica de la capital. Luego retumbó un cañonazo. Después otro. Y otro más. Se pensó que la flota estaba bombardeando la ciudad, pero era un ataque contra la sede de la Alianza Libertadora Nacionalista, en San Martín 380, casi esquina Corrientes, donde un par de tanques de guerra disparaba sus cañones. Los ocupantes de la sede también dispararon, pero por los techos, mientras el edificio se desmoronaba estrepitosamente. Como todo el peronismo. Por Hugo Gambini Para LA NACION

/// La Nación Política 10 20/9/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota VII

Una fallida visión del futuro económico El gobierno peronista analizó mal lo que sucedería en la posguerra; creyó que la Argentina tendría poder de negociación

El peronismo no empezó como un movimiento organizado para conquistar el poder por medios electorales, sino que nació desde el poder y usó sus favores como una de sus características distintivas. Con Perón en la presidencia y una mayoría en el Congreso que le dio un poder casi absoluto, pudo construir el esquema del movimiento con dos ramas: el partido y la CGT, lo que sería la estructura de la "comunidad organizada". En sus principios, algunas de las ideas fueron claras y otras surgieron frente a las circunstancias. La idea del pleno empleo -en la que coincidían los empresarios nacidos de la protección estatal y los dirigentes sindicales- fue apoyada por los militares, que nada temían más que un conflicto social como el que había estallado después de la Primera Guerra Mundial. Otra idea fue la mejora de los salarios reales, como reacción contra la tendencia declinante de los años 30, que había frenado la importante suba de los 20. Y la idea de extender la seguridad social a todos. Nada influyó más en las ideas de Perón que su formación militar. La política no era para él el arte de los acuerdos, sino el de la conducción, y durante su larga trayectoria la retórica peronista repitió innumerables términos militares. En economía, Perón no tenía ideas muy precisas. Una noción de la importancia que le merecía la economía es que en las oportunidades en que ocupó el gobierno puso a cargo de la cartera a hombres que habían sabido hacerse ricos, mostrando una noción simplista de los fenómenos económicos. Pero compartía aquellas ideas que eran comunes, tras la crisis de 1930, en el clima intelectual de posguerra: la convicción de que en el mercado algo fallaba y de que la intervención del Estado, en diversos grados, era una alternativa, si no necesaria, conveniente. Los militares habían tenido el ejemplo de Alemania, que había logrado una enorme recuperación en los años 30, cuando pudo reconvertirse en una potencia bélica. Y también el de la economía de la Unión Soviética, aunque el régimen les pareciera oprobioso. Como militar, Perón también participaba de las ideas de industrialización que incluyeran el desarrollo de industrias pesadas, de modo de lograr autoabastecerse de armamentos. Esto se hacía más imperioso porque Brasil contaba con ayuda militar de Estados Unidos, lo que había roto el equilibrio armamentístico en el Cono Sur. Las ideas autarquizantes y nacionalistas tenían una amplia aceptación, por la creencia de que en la posguerra continuarían las restricciones al comercio internacional. Muchos de los mensajes de Perón fueron redactados por los intelectuales y técnicos que se le acercaron. En general, ellos llegaron de corrientes nacionalistas y socialcristianas, puesto que las tendencias autoritarias del gobierno de 1943 habían alejado a Perón de los que pertenecían a la tradición liberal (de los que, por otra parte, tenía muy pobre impresión). Deben anotarse, además, ciertas circunstancias que tuvieron influencia en los desarrollos posteriores: la autarquía de hecho que existía desde los años de la Segunda Guerra, la inexistencia de un mercado internacional de capitales, la enorme acumulación de excedentes comerciales debidos a la restricción de importaciones durante la guerra, que habían creado la impresión de que la acumulación de divisas se debía a un gran aumento de riqueza, cuando se trataba de descapitalización, o inversión postergada; la demanda de alimentos, traducida en mejora de precios en los dos años posteriores a la guerra, lo que dio también la impresión de un aumento de riqueza; una visión pesimista sobre las posibilidades del comercio mundial para colocar exportaciones argentinas, y la respuesta positiva que despertaba en el público la retórica nacionalista contra las empresas extranjeras, de la cual más adelante, en 1955, Perón tuvo que arrepentirse,

cuando trató de firmar un contrato de explotación petrolera con la Standard Oil de California. En ese marco, el peronismo se propuso encarar políticas para alcanzar el pleno empleo, una industrialización con apoyo e intervención del Estado (capitalismo asociado al Estado) y una mejora de la remuneración real de los asalariados. Podría decirse que las decisiones iniciales del gobierno partieron de una evaluación equivocada sobre las tendencias futuras en el mundo. Como dijimos, existió una visión pesimista sobre la evolución del comercio mundial, basada en la experiencia de las décadas del 30 y el 40. Pero no fueron razonables las respuestas. Si debido al proteccionismo en el mundo la comercialización de productos en los que el país tenía ventajas comparativas era difícil, ello no era una razón para castigar a los productores aún más, desechar la producción en los rubros con costos menores y fomentarla donde los costos eran mayores. En ese sentido, la reacción de Australia, también exportadora de alimentos, fue distinta en la posguerra. Poder negociador También fue errado creer que el país tenía cierto poder negociador frente a las grandes potencias y que éste aumentaría en caso de una eventual tercera guerra. No sólo ello no ocurrió, sino que el bilateralismo del gobierno tuvo efectos negativos para la economía, especialmente tratándose de un país exportador de commodities e importador de manufacturas. Se aseguraba el pleno empleo subsidiando las actividades que no obtendrían beneficio en situaciones competitivas. Ello se hizo por medio de medidas arancelarias y restricciones cuantitativas a las importaciones, con una sobrevaluación del peso, para que los alimentos fueran baratos y bajaran los costos locales del trabajo. De ese modo, se aplicó un impuesto implícito a las exportaciones, que permitió mantener altos los salarios reales. También se subsidió la formación de capital con créditos a tasa real de interés negativa. Todo esto pareció posible gracias a la productividad del agro, pero frente a precios desfavorables las exportaciones agrícolas sufrieron un largo estancamiento. Además, se evitó el alza de los costos manteniendo bajas con subsidios las tarifas de los servicios públicos provistos por empresas del Estado. Esas políticas conformaron una de las coaliciones más exitosas y prolongadas que se hayan conocido, pero también generaron uno de los conflictos más largos y difíciles. El gobierno utilizó un conjunto de instrumentos para alcanzar objetivos que fue redefiniendo con el paso del tiempo. Algunos de ellos habían sido experimentados durante la década precedente, varios fueron profundizados y otros fueron totalmente nuevos. Los mecanismos de regulación de los cambios entre monedas fueron cada vez más complejos, a diferencia de la experiencia mundial, que tendió a simplificarlos. Se establecieron tipos múltiples: oficial, preferencial y libre, para compradores y vendedores. El resultado de las actividades de cada uno dependía más de la circular por la que se le liquidaba el cambio que de la actividad misma de que se tratara. Para importar se requería un permiso previo, que se otorgaba según las prioridades fijadas por el gobierno. Las circulares eran decididas por un organismo administrativo, con el grado de discrecionalidad y, a veces, de corrupción que eso posibilitaba. Las importaciones de automotores al cambio oficial, prohibidas durante años, se negociaban en el mercado negro con pingües ganancias.

Por otro lado, el permiso previo de importación no siempre se daba previa confirmación de las divisas disponibles, por lo que muchas veces se acumulaban largas listas que el Banco Central demoraba o denegaba, provocando problemas externos financieros y comerciales. Restricciones La sobrevaluación del peso castigaba a los exportadores, pero no hacía más accesibles las importaciones, no sólo porque se liquidaban a un tipo de cambio diferente, sino porque tenían restricciones y requerían un permiso previo, que a veces no se concedía si el bien era producido localmente. Mientras las importaciones de insumos para las industrias eran más baratas, las de bienes finales estaban prácticamente prohibidas. Lo que, en cambio, resultaba caro eran las importaciones de maquinaria y equipo. Su precio, debido a las tarifas y al tipo al que se liquidaba el cambio, duplicaba y triplicaba el internacional, con la consecuencia negativa sobre la formación de capital y el crecimiento. Quienes resultaran favorecidos para importar a tipos básico o preferencial (distintos del libre) recibían una ganancia que pagaban los exportadores. Pero la situación más conveniente era la de exportar por el tipo de cambio más alto (bienes no tradicionales) y realizar importaciones por el más bajo (si se obtenía el permiso). Una de las características del sistema fue que los funcionarios cambiaban periódicamente los artículos incluidos en cada lista, lo que hacía que los interesados invirtieran muchos recursos para ubicarse en la más favorable, ya que esto les daba acceso a ganancias extraordinarias. Conseguir un permiso para importar a un tipo de cambio bajo para luego vender, en un mercado cautivo, a precios más altos el bien importado era uno de los negocios que daban elevadas ganancias sin riesgo, lo que generó una cultura empresarial poco competitiva. En los automotores, cuya oferta -desde el estallido de la guerra- fue casi inexistente, se dieron permisos de cambio a funcionarios, políticos amigos y jefes militares adictos al presidente Perón para asegurarse su apoyo. Por Roberto Cortés Conde Para LA NACION El autor es investigador principal del Conicet y profesor de Derecho Constitucional de Teoría Política

/// La Nación Política 9 21/9/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota VIII

Con el monopolio del comercio exterior Por Roberto Cortés Conde Para LA NACION oco antes del comienzo de la gestión de Perón, el gobierno militar decidió monopolizar el comercio exterior, medida que sólo puede comprenderse debido a la experiencia de la guerra, con la que el comercio había tenido múltiples interferencias. El comercio internacional había perdido su carácter multilateral desde las crisis de los 30 y la Segunda Guerra. Las negociaciones se hacían como parte de convenios bilaterales. A ellos, una vez terminada la guerra, se incorporaron países de Europa occidental, central y del Este, bajo el control soviético. El Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI) fijaba un precio de compra a los productores y negociaba las cosechas en los mercados externos a otro

precio. Los precios de los alimentos, entre 1946 y 1948, tuvieron un alza notable, debido al aumento de la demanda, con el fin de la guerra. El IAPI compró en el país a los productores a un precio inferior al que vendió. La tendencia se revirtió luego debido a la reconstitución de la producción y a los envíos de alimentos subsidiados, y el IAPI tuvo pérdidas al haber comprado a un precio superior a aquel al que podía vender, al cambio oficial. Los productores recibían un subsidio por el precio doméstico más elevado, pero tenían una pérdida al liquidarse sus divisas al tipo oficial, notoriamente subvaluado. La compra a los productores a un precio más bajo que el internacional, en un período de alza internacional de precios, evitó un gran impacto sobre los precios internos, lo que probablemente fue uno de los objetivos del gobierno. Pero el IAPI cumplió otras funciones. El artículo 17 del decreto del presidente Farrell, de 1946, disponía que los recursos del IAPI se formarían con las diferencias entre la compra y la venta de divisas en sus operaciones con el exterior, para las que se le daba al Instituto el monopolio. No sólo se incluyeron los recursos provenientes de las operaciones de cambio, sino también los provenientes de las diferencias entre los precios de compra (locales) y los de venta (externos), para las exportaciones, y de compra (internacionales) y venta (locales), para las importaciones. Por otro lado, el IAPI no sólo actuó en el mercado externo, sino que, en casos como el del trigo, también actuó en el mercado interno. Sus operaciones abarcaron entre el 60 y el 90% del valor de las exportaciones y debían rondar entre los 500 y los 700 millones de dólares. Pero el IAPI no financió su operaciones sólo con recursos propios, sino que lo hizo, en gran medida, con créditos de la banca oficial, del Banco Nación y del Banco de Crédito Industrial, redescontados por el Banco Central. Esta fue una fuente de recursos de enorme importancia, que le permitió al gobierno un amplísimo margen de discrecionalidad, ya que esos recursos no estaban sometidos al control del Congreso, en la votación del presupuesto y en la ejecución de los gastos en las cuentas de inversión. Con ellos, el gobierno financió la nacionalización de servicios públicos, la compra de bienes de capital, de las empresas del Estado, los gastos corrientes del sector público, subsidios a las industrias (las más importantes, aceiteras y frigoríficos) y subsidios a la producción agrícola y ganadera, para mantener bajos los precios de los alimentos. * * * El Banco Central se convirtió en el principal instrumento para financiar los objetivos políticos. Aunque no fue el único, ya que deben añadirse los diferenciales de cambio y la deuda pública que se colocó en las cajas de previsión, fue, probablemente, el más importante. Con creación de dinero, el Banco Central financió operaciones del IAPI, el rescate de las cédulas hipotecarias y el redescuento de la operación corriente del Banco Hipotecario, la compra de empresas de servicios públicos que se nacionalizaron, como la Unión Telefónica, y necesidades fiscales por montos muy significativos. Con la nacionalización de los depósitos de los bancos comerciales que pasaron al Banco Central se reorientó el crédito por medio de los redescuentos. El dinero volvía a los bancos, aunque no necesariamente a éstos. Los oficiales recibieron la mayor parte de los redescuentos. El Banco Central pagaba a los depositantes el interés, pero a una tasa que, en términos reales, resultó negativa.

La Memoria del Banco de 1946 decía: "A través del redescuento de las carteras bancarias se pueden ahora regular eficientemente el volumen y la orientación del crédito, en la medida en que el desarrollo ordenado de la economía lo requiera". El crédito ayudó principalmente a los sectores público e industrial. Durante todo el peronismo, esos créditos aparecieron en los activos de los bancos oficiales, y los redescuentos en el Central, aunque, de hecho, fueran incobrables. Así se lo reconoció en 1957, cuando se emitió un bono del gobierno para sustituir, en el Central, los créditos por redescuentos incobrables. Las deudas de los bancos por los redescuentos fueron condonadas contra la cesión de sus créditos a la entidad que debía liquidar el IAPI. La deuda que asumió el Estado en 1957 no estuvo registrada en la Tesorería, ya que para los bancos eran deudas de organismos descentralizados (y de empresas y gobierno al IAPI) redescontadas por el Banco Central que, como no se recuperaron, o sólo muy parcialmente, fueron financiadas con emisión de dinero. Ese bono cubrió el déficit en el que en sus operaciones habían incurrido empresas y organismos descentralizados. El déficit fue financiado con créditos que nunca se pagaron y para los que el Banco Central había emitido dinero. Los montos anuales que no se registraron en el presupuesto ni en la cuenta de inversión deberían agregarse al déficit anual del gobierno. La parte de la deuda de cada año que se incorporó al bono de saneamiento por $ 27,599 millones representó en 1949 un 32,5% del gasto público de ese año y un 4,5% del PBI; en 1950, un 3,1% del gasto y un 0,4% del PBI; en 1953, 1954 y 1955 volvió a alcanzar cifras muy considerables: 23,7%, 31,5% y 25% del gasto publico y 2,8%, 3,7% y 2,7% del PBI, respectivamente. Esta deuda nominal que no estuvo registrada y que pasó a la Nación fue licuada por la inflación. El bono de saneamiento fue de $ 27,6 mil millones, mientras que si se hubieran mantenido las deudas en dinero constante habría sido de $ 73,7 mil millones, lo que implica que la inflación licuó deuda del gobierno por $ 46 mil millones. * * * Por suponer que no había en el sector privado capitales suficientes para obras de gran envergadura o porque se trataba de sectores estratégicos, el gobierno se hizo cargo de un gran número de empresas, algunas existentes, como YPF; otras que fueron nacionalizadas, como las de trenes, teléfonos, marina mercante y energía, y otras que fueron deliberadamente creadas, como Aerolíneas, Somisa, YCF, etc. Se abarcó a las empresas de servicios públicos, pero también a las actividades extractivas e industriales. Las empresas del Estado, por el volumen de su facturación, estuvieron entre las más importantes del país. Se supone que una empresa pública debería gestionarse del mismo modo que una privada, con el objetivo de maximizar sus beneficios. No fue así en el gobierno peronista porque no siempre se asignaron a las empresas estatales los objetivos de producción de bienes y servicios, sino que les fueron impuestos otros: dar empleo, subsidiar el consumo vendiendo a precios menores a sus costos, etc. También fueron distintos el financiamiento y los riesgos. Si las empresas estatales tenían déficit, recurrían al gobierno y no eran declaradas en quiebra. Con mecanismos tan confusos y complejos, la utilización de estas empresas para dar favores políticos y la corrupción en su gestión fueron bastante generalizados. Algunas empresas compraban a otras empresas estatales insumos a precios mayores que los del mercado. Así, no es difícil comprender que los resultados fueran muchas veces negativos. En gran medida, los déficit fueron financiados con créditos bancarios que redescontaba el Banco Central.

Otra forma en que el Estado intervino en la economía, causando enormes distorsiones y transferencias de ingresos, fue el control de precios, que se puso en funcionamiento en 1939, al estallar la guerra, en previsión de la escasez de abastecimientos, y que fue reiterado en 1946 y mantenido en adelante cuando ya no existía ninguna emergencia. El autor es profesor emérito de historia económica en la Universidad de San Andrés y presidente honorario de la Asociación Internacional de Historia Económica.

/// La Nación Política 8 22/9/2005 A 50 años de la caída de Perón / Nota IX

Populistas y mercantilistas, las posturas de la década del 50 Nacionalización, salarios reales altos e inflación fueron característicos del peronismo Probablemente no sea correcto atribuirle a Perón un diseño muy elaborado de sus políticas de gobierno. Incluso, muchas de las que aparecen en informes oficiales reflejan la opinión de quienes las redactaron, más que las del mismo Perón. El dejaba hacer. Si algo salía bien, lo apoyaba, y si no, no vacilaba en descartarlo. Perón fue también producto de las experiencias y las ideas de su tiempo. El control de cambios, la nacionalización de la banca y de los transportes no fueron inventos argentinos: se experimentaron antes en otros lados. Pero al aplicarlos aquí Perón obedeció, con su particular modo de ver y de una forma muy pragmática, a la intención de consolidar apoyos políticos que le dieran un inmenso poder. A un clima ideológico mundial favorable a la intervención del Estado, desde la crisis del 30, Perón añadió su especial concepción de la conducción, aprendida en su carrera militar, y su convicción de que su base de apoyo serían los nuevos sindicatos, surgidos de la organización gremial concebida por el Estado, semejante a la Carta del Laboro, impuesta por el fascismo. Pero Perón no avanzó, como Getulio Vargas, con una constitución corporativa como la del Estado Novo, en 1937, en Brasil. Sin embargo, no se privó de utilizar todos los instrumentos a su alcance para producir las modificaciones que buscaba. En un comienzo, actuó como si el Estado, al que se le agregaban múltiples y variadas funciones, no tuviera límites de financiamiento. Debe anotarse que, al concluir la Segunda Guerra, no hubo movilidad internacional de capitales, por lo que no se pudo contar con ellos. Esto, si bien fue una restricción, por otro lado permitió actuar con gran autonomía, sin que importaran la confianza externa o las represalias financieras. Es cierto que al final de la guerra la Argentina contaba con cuantiosas reservas, aunque el país no pudo disponer en otros mercados de las libras bloqueadas en el Banco de Inglaterra. Las cambió por el rescate de una deuda de largo plazo y por activos que, en gran medida, ya eran obsoletos (por ejemplo, los ferrocarriles), cuando pudo haberlas utilizado para aumentar importaciones desde la propia Gran Bretaña. Pero, en cambio, tuvo en el Banco Central el instrumento para financiar sus proyectos. Si a ello se agregan los márgenes de cambio y los fondos de las cajas, se ve que el gobierno de Perón tuvo una enorme masa de recursos, que usó en prebendas para variadas clientelas, sin consideración por la restricción presupuestaria. Pero su objetivo principal consistió en tratar de mantener salarios reales altos, independientemente de su productividad, y esto a la larga tampoco era posible. Para hacerlo, el gobierno intervino en aquellos precios que podía controlar: alimentos, por medio del tipo de cambio; vivienda, con la ley de alquileres, tarifas y combustibles. A veces, fijó directamente precios máximos y mínimos.

El hecho es que los instrumentos que usó tuvieron consecuencias negativas sobre las exportaciones, porque el desfavorable tipo de cambio las mantuvo estancadas. No hubo inversión en vivienda debido a los alquileres congelados. Los distintos subsidios, entre ellos a las empresas, financiados monetariamente, contribuyeron a desatar la inflación. Esas fuentes de financiamiento empezaron a reducirse cuando la economía se desmonetizó y el impuesto inflacionario rindió menos. Con la nacionalización de ferrocarriles, teléfonos, el transporte urbano de la Capital Federal y el gas, la casi totalidad de los servicios públicos (quedó excluida, por un tiempo, la electricidad) quedó en el ámbito del Estado. El costo de esos servicios tuvo una elevada incidencia en la composición de la canasta de consumo de los sectores populares. Las tarifas durante los dos períodos de Perón, de 1946 a 1955, quedaron rezagadas en términos reales en un 45 por ciento. Esto produjo pérdidas reiteradas a las empresas, que operaron con precios por debajo de sus costos durante períodos prolongados. Las diferencias fueron cubiertas, en parte, por créditos subsidiados, redescontados por el Banco Central. Las pérdidas afectaron también la situación patrimonial, y la calidad y eficiencia en la prestación de los servicios. A lo largo de los años, no se renovaron equipos ni se cuidó su mantenimiento, con las secuelas consiguientes. Como hemos dicho, uno de los objetivos del gobierno de Perón fue mantener elevados los salarios reales de los sectores populares. Ello, sin embargo, chocaba con un esquema económico basado en la protección y el subsidio al sector industrial, lo que, por definición, suponía que este sector tenía una productividad inferior a la de sus competidores internacionales. Esto generaba una contradicción, ya que los empresarios industriales no podían aumentar la remuneración nominal del trabajo sin afectar su ganancia. En esas circunstancias, el gobierno no limitó su apoyo a esos sectores. Les brindó mercados cautivos y crédito, y operó sobre los precios que podía controlar, sobre los tipos de cambio, créditos y tarifas, de modo que fuera mayor el poder adquisitivo del salario nominal. Se había creado un nuevo Estado, en condiciones de manejar numerosos y poderosos instrumentos que afectaban a diario el comportamiento de los agentes económicos, favoreciendo a unos y perjudicando a otros. Era un tipo de capitalismo diferente. Con el enorme conjunto de instituciones que se habían creado, la propiedad nominal de una empresa continuaba siendo de su titular, pero la ganancia dependía, en una medida muy importante, no ya de su productividad, sino de hechos administrativos. La entrada en el mercado con privilegios determinaba la ganancia de un sector, y no su productividad. Al incidir sobre la rentabilidad se afectaba el valor patrimonial y, aunque así no se lo hubiera advertido, también los derechos de propiedad. Es probable que en muchas de las economías mixtas haya ocurrido algo de esto, pero nunca llegó a extenderse y profundizar tanto como en este caso. Por otro lado, el variado e interminable conjunto de disposiciones, reglas y normas hacía que todo el sistema fuera muy complejo y llevara a una inversión importante en tiempo y recursos, que sólo podían hacer los de mayores ingresos y los más avispados, para poder aprovecharlo. Así se desató en el país una sorda pero no menos feroz competencia en las décadas siguientes para obtener concesiones del poder administrador, que siempre terminó favoreciendo a los mejor informados, más poderosos y más ricos. La entrada de nuevos factores en el mercado, en el caso de los capitales, se hizo cuando se lograron condiciones especiales. El factor trabajo, por bastante tiempo, buscó

también en el poder monopólico y en la influencia política el modo de mejorar su remuneración. Los factores de crecimiento dependieron de la efectividad y viabilidad de las políticas mercantilistas. En un marco de creciente ilegitimidad, tampoco favorecieron la reinversión de las ganancias ni la eliminación de los conflictos distributivos y la estabilidad del sistema político. ¿Cómo destrabar este complejo conjunto de nuevas reglas e instituciones sin afectar a los intereses que se habían creado? ¿Cómo superar los conflictos y la creciente inestabilidad y retornar a una senda de razonables equilibrios? Era un problema que afectaría a los argentinos durante las siguientes décadas del siglo XX y que marcaría por largo tiempo la evolución económica de la Argentina. Por Carlos Cortés Conde Para LA NACION El autor es profesor emérito de historia económica de la Universidad de San Andrés y presidente honorario de la Asociación Internacional de Historia Económica.

/// La Nación Política 10 23/9/2005 A 50 años de la caída de Perón/Nota X y última

Utopías y realidades que dejó la Revolución Libertadora Los problemas que enfrentó el programa político del general Eduardo Lonardi Hay que distinguir. Una cosa fue la Revolución Libertadora y otra, el gobierno que surgió de ella, especialmente el presidido por el general Pedro Eugenio Aramburu. La Revolución Libertadora fue saludada jubilosamente por una parte sustancial del país. La que lloró silenciosamente la caída de Perón no se hizo presente durante las jornadas revolucionarias. El general Eduardo Lonardi había definido su programa con las mismas palabras con las que Urquiza derrotó a Rosas en Caseros: "Ni vencedores ni vencidos". Era una consigna noble y sincera. Renovaba el lema que había permitido al entrerriano elaborar la base política que posibilitó la organización nacional. El programa del vencedor de Caseros no pudo cumplirse en su totalidad, pero fue suficiente en ese momento para cumplir su objetivo de mínima, la sanción de una constitución. Pero ¿el programa de Lonardi, la reiteración de que tampoco ahora habría vencedores o vencidos, era viable? Las tropelías del "régimen depuesto" eran tantas; habían sido tan numerosos los agraviados y se habían creado situaciones tan injustas que era muy difícil creer que los humillados y afectados tolerarían su continuidad. Un ejemplo: el diario La Prensa. Confiscado y entregado a la CGT a través de un sucio proceso que incluyó violencias, ¿debía esperarse que sus legítimos dueños no pudieran recuperarlo? Otro caso: los jueces recientemente nombrados en Córdoba, que habían jurado "por Perón y Evita", ¿merecían ser mantenidos en sus oficios? Los dueños de la fábrica de golosinas Mu-Mu, clausurada por no haber colaborado con la Fundación Eva Perón, ¿se resignarían a verla cerrada indefinidamente? Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Era fácil arrancar las chapas que decían "avenida 17 de Octubre" y reponer las que denotaban "avenida Juan B. Justo". No era complicado volver a llamar La Plata a "Ciudad Eva Perón" o Chaco a la "provincia Presidente Perón". Pero resultaba mucho más difícil reparar las injusticias, abusos de autoridad y atropellos que habían caracterizado -no totalmente pero sí de manera muy significativa- al régimen derrocado,

con el agravante de que algunos de aquellos hechos habían generado, torcidas o derechas, ciertas situaciones que beneficiaban a alguna gente. El programa La propuesta de Lonardi era levantada, pero de imposible cumplimiento. No sólo por la presión de los propios libertadores, a quienes asistían razones muy válidas para obtener las reparaciones que exigían. Era también un programa políticamente inviable porque respetar muchas situaciones generadas por el gobierno caído implicaba una cohabitación entre la revolución triunfante y los enclaves donde eventualmente se atrincheraría el peronismo: era el caso de la Corte y los tribunales federales, los órganos de prensa y radios de la antigua "cadena", los sectores de las Fuerzas Armadas que habían defendido al gobierno caído y, sobre todo, los sindicatos, en su mayoría visceralmente comprometidos con el justicialismo. Todos ellos podrían construir en el cercano futuro una base que, apoyada por la adhesión popular a Perón que sin duda seguía vigente, se cargaría de una extrema peligrosidad para el sistema surgido de la Revolución Libertadora. Fue un peligro que percibieron claramente los políticos que genéricamente podemos llamar liberales, que presionaron hacia una deriva que llevaba ineluctablemente a una política "gorila", sin concesiones, que tuvo su costo más doloroso en la persona del mismo Lonardi. Tras su relevo, menos de dos meses después del hecho revolucionario, esta política, la política "gorila", marcó de manera neta que, después de todo, habría vencedores y habría vencidos. La manera extremosa con que se llevó a cabo esta política endureció, por reacción, a una parte de los sectores afectados: el momento más trágico de esto ocurrió cuando los fusilamientos de junio de 1956. Sin embargo, el gobierno de Aramburu no hizo, felizmente, algo que podría haber hecho y, en cambio, hizo, también felizmente, algo que pudo no haber hecho. Intereses antiobreros Explico lo primero. Por más que se hayan intervenido las organizaciones obreras e intentado atomizarlas, ninguna conquista social importante fue anulada. Era notorio que dentro del gobierno provisional operaban muchos intereses antiobreros, pero a pesar de esto, ni la Justicia del Trabajo ni las vacaciones pagas ni el aguinaldo ni las indemnizaciones por despido ni las obras sociales de los sindicatos ni la representación unitaria de los gremios fueron vulnerados gravemente. El país no podía regresar en estos temas a la época preperonista, y el gobierno de Aramburu así lo entendió: esos logros no se tocaron. Y lo otro: Aramburu entregó el poder al ciudadano que el pueblo eligió para sucederlo. Hubo enormes presiones para que no lo hiciera, pero lo hizo. Es cierto que entregó un poder condicionado por unas Fuerzas Armadas ciegamente "gorilas", pero el solo hecho de entregar el bastón de mando y colocar la banda en el pecho de Arturo Frondizi fue un triunfo del legalismo y una manera de honrar la palabra empeñada que gratificó al país entero. Sería Frondizi quien debería tomar a su cargo el cumplimiento, en la medida de lo posible, del programa pacificador de Lonardi. El famoso "pacto" (que tanto escandalizó en su momento y hoy es común en el escenario político) fue su primer intento de integrar a los vencidos en la gran moción colectiva que él soñaba impulsar tras las banderas del desarrollo, la paz social y la legalidad. Cuando Lonardi propuso aquella integración se la tachó de utópica, y, probablemente, lo era. Cuando la planteó Frondizi, se la invalidó por oportunista.

Oportunismo Aclaremos: es innegable que en el entendimiento con Perón (1958) hubo una cuota de oportunismo: las elecciones se ganan con votos y el candidato de la UCRI necesitaba de los votos peronistas. Pero este acuerdo podría haber clausurado, aunque fuera parcialmente, la tremenda división entre argentinos que había abierto Perón y acentuado luego el gobierno de la Revolución Libertadora. Podría haber conducido a una parte importante del peronismo a una lucha electoral limpia (que jamás había practicado) y al ejercicio de un poder limitado por la ley (que nunca había vivido). Como se sabe, este ideal no pudo concretarse. La desarticulación de las instituciones había convertido a las Fuerzas Armadas en cerrados custodios del ideario "libertador", léase "gorila"; y, por su parte, el peronismo proscripto se refugió en el movimiento obrero para usarlo como instrumento político. En esos términos, el camino que habría de recorrer Frondizi sería un extenuante desfiladero cuya abrupta clausura, en marzo de 1962, no afectó solamente a él y a su partido, sino al país entero: quiero decir, a la posibilidad de unir a los argentinos en una razonable armonía. Obviamente, nada de esto podía vislumbrarse cuando el 23 de septiembre de 1955, hace justamente medio siglo, Eduardo Lonardi juró su cargo ante una multitud congregada en la Plaza de Mayo que no era menos numerosa ni menos entusiasta que la que había rodeado las grandes fiestas peronistas? Es que el material de la política se compone de realidades, pero también de utopías y espejismos. Y el acierto de las ideas no depende sólo de que sean adecuadas, sino también -esto lo comprobaron dolorosamente tanto Lonardi como Frondizi- de que sean lanzadas en el momento oportuno. . Por Félix Luna Para LA NACION