42
EL SER, EL DEBER Y EL DEBER SER ¿Qué es el “ser”? ¿Cuál es su diferencia con el llamado “deber ser”? Ambos se refieren a maneras diferentes de ver sectores de nuestra realidad. El Ser, hace referencia a aquello que es natural, que procede de una causa, la necesidad y que carece de voluntad. Es el mundo de lo físico, las cosas que ocurren siempre, sin necesidad de que intervengan una opinión. Mas el Deber Ser, nos habla de todo aquello donde la voluntad humana gobierna e influye de manera libre. El deber ser es lo que da pie a la moral, a la ética, ya que en el deber ser se encuentra la libertad humana, la cual es fundamental para poder hablar de moralidad. El deber ser nos habla de los deseos y la voluntad del hombre, y digo del hombre ya que es el único animal racional, que tiene voluntad, la cual puede cambiar los acontecimientos a su alrededor. Y ahora que se conocen estos temas, la pregunta recae en el dilema entre ellos. ¿Debo ser? ¿O simplemente soy? Podría solo decir: si tengo hambre, como; si tengo frio, me cubro; si necesito dinero, lo tomo. Éstas son necesidades básicas del hombre y el saciarlas podrían ser la manera más instintiva y básica de actuar, por lo que hacerlo, no debería

El Deber, El Ser y El Deber Ser

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: El Deber, El Ser y El Deber Ser

EL SER, EL DEBER Y EL DEBER SER

¿Qué es el “ser”? ¿Cuál es su diferencia con el llamado “deber ser”? Ambos se refieren a maneras diferentes de ver sectores de nuestra realidad. El Ser, hace referencia a aquello que es natural, que procede de una causa, la necesidad y que carece de voluntad. Es el mundo de lo físico, las cosas que ocurren siempre, sin necesidad de que intervengan una opinión. Mas el Deber Ser, nos habla de todo aquello donde la voluntad humana gobierna e influye de manera libre.

El deber ser es lo que da pie a la moral, a la ética, ya que en el deber ser se encuentra la libertad humana, la cual es fundamental para poder hablar de moralidad.

El deber ser nos habla de los deseos y la voluntad del hombre, y digo del hombre ya que es el único animal racional, que tiene voluntad, la cual puede cambiar los acontecimientos a su alrededor.

Y ahora que se conocen estos temas, la pregunta recae en el dilema entre ellos. ¿Debo ser? ¿O simplemente soy?

Podría solo decir: si tengo hambre, como; si tengo frio, me cubro; si necesito dinero, lo tomo. Éstas son necesidades básicas del hombre y el saciarlas podrían ser la manera más instintiva y básica de actuar, por lo que hacerlo, no debería de resultar en ningún mal; mas en algunos casos, el comer si uno tiene hambre no sería lo correcto, si por ejemplo, le quitamos la comida a alguien más.

Aquí es donde entre la voluntad humana, porque todo individuo libre tiene conciencia de sus actos y puede decidir sobre ellos. No se deja guiar completamente por el instinto sin antes reflexionar sobre lo que va a hacer.

Page 2: El Deber, El Ser y El Deber Ser

Por lo que este “Deber ser” va más allá de lo animal, para adentrarse en el lado humano del hombre. Da pie a explicar que es lo correcto, porque ahí donde el hombre decide en base a algún aspecto, la decisión que tome puede ser buena o mala.

Algunos pensadores se cuestionan si el hombre es bueno o malo por naturaleza, o si tiene la capacidad innata de actuar con dualidad. Pero al observar el mundo que nos rodea, podemos ver que existen tantas personas cuyas acciones son reprochables, como personas cuyas acciones pueden ser vistas de una manera más sublime, por lo que razono que esta dualidad se presenta en los hombres, y la decisión de cómo actuar radica en su “Deber ser”.

Con esto, quiero decir que el hombre es un Ser, que Debe Ser; un animal que puede cambiar su situación con su voluntad; una alimaña que con sus decisiones puede convertirse al fin en hombre.

Porque al final de todo, el hombre no lo es por su inteligencia, su capacidad física o de adaptación; el hombre es hombre porque razona, sabe que razona y lo usa.

DEBER SER

Immanuel Kant.

Lo formal en los valores es su deber-ser. La axiología se construye a partir de la percepción directa del deber-ser (Kant) en alguna acción concreta o materia (Max Scheler: "intuición material de los valores"). La conciencia moral, que es el nombre tradicionalmente dado a la intuición axiológica del ser humano, percibe con mayor nitidez ese deber-ser cuando no es (ante la injusticia se siente la necesidad de la transformación). El deber ser vacío de contenido (Kant) es menos entendible que la conducta concreta que lleva a su realización.

El deber-ser nunca se deduce a partir del ser (fue Hume el primero en plantear este problema: concretamente, en el libro III, parte I, sección I de su Tratado sobre la naturaleza humana). Si placeres y ventajas son hechos (ser), entonces quedan descalificados axiológicamente el hedonismo (reduce valor a placer) y el utilitarismo (reduce valor a ventaja).

Page 3: El Deber, El Ser y El Deber Ser

Que del Ser se derive necesariamente el Deber-ser es una falacia (ver metafísica).

El deber ser y las bases de la conducta moral

La ética es una disciplina filosófica que ha sido caracterizada como una “ciencia del deber ser”. Immanuel Kant ha distinguido dos grandes sectores de la realidad: el ser y el deber ser. El mundo del ser se refiere a lo que es de fijo, a lo que acontece en la realidad fenoménica, independientemente de nuestra voluntad y nuestro obrar. Se trata del mundo de la naturaleza, donde todo acontece por necesidad. Así según esta concepción, en la naturaleza impera la explicación casual: a determinadas causas corresponde determinados efectos; por ejemplo si yo arrojo un objeto (por ejemplo un libro) éste caerá inevitablemente al suelo; si no me alimento enfermare.

Pero, al lado de este mundo regido por la necesidad, por las regularidades fenoménicas, por los encadenamientos causales, es posible hablar de un mundo donde reina la libertad humana, donde las cosas no suceden en forma necesaria, sino por la plena voluntad del hombre. Se trata entonces del mundo del deber ser a partir del cual se establecen las bases de la conducta moral, ya que solamente los actos libres, voluntarios y autónomos son los que pertenecen al mundo moral.

En este ámbito del deber ser es donde se ha instalado la ética, la cual descansa en la libertad humana. La libertad, es la condición de posibilidad de la conducta moral y de la ética.

De la conducta moral, en cuanto a los actos libres y consientes de los individuos en la sociedad; y de la ética cuanto a los actos libres y consientes de los individuos en la sociedad; y de la ética, en cuánto a la reflexión sobre la validez universal de dichos actos.

La ética no estudia lo que es de por sí, sino lo que debe ser. En la antigüedad, Calicles alegaba que el abuso de los “fuertes” poderosos era lícito por que era algo que ocurría regularmente en la experiencia y en la vida diaria; sin embargo, esta opinión es errónea por que el legendario sofista basaba su ética en el ser y no en el debe ser. El hombre no es por naturaleza ni bueno ni malo, pero puede llegar a ser plenamente bueno si fomenta una serie de valores en lugar de unos contravalores (la crueldad, la injusticia, el cinismo, la deshonestidad, etc.).

Kant y el deber ser

El bien moral puede existir si las criaturas racionales se dan cuenta de lo que deben hacer y, actuando por un sentido del deber, lo hacen. Esto es lo único que tiene valor moral.

Page 4: El Deber, El Ser y El Deber Ser

Kant decía que los seres humanos ocupan un lugar especial en la creación, donde se han considerado distintos de todas las criaturas y no solo diferentes sino mejores, los seres humanos tienen un valor intrínseco esto es dignidad que los hace valiosos sobre cualquier precio. Según Kant, los seres humanos nunca deben ser usados como medios para un fin.

Imperativo categórico

Artículo principal: Imperativo categórico

Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

D E B E R

Domingo García Marzá

1. La actuación moral El concepto de deber ocupa uno de los lugares centrales de nuestro lenguaje moral. Nos referimos con él a los mandatos y obligaciones mediante los cuales modificamos nuestra conducta y, en general, al conjunto de exigencias que conforman nuestra praxis cotidiana. Añadir el predicado moral implica introducir un factor diferenciador esencial: se trata ahora de una autoobligación, de una autolimitación, que, a diferencia de otro tipo de coacciones, se enfrenta sólo a las sanciones internas derivadas de nuestra propia conciencia de la responsabilidad de la acción. Como todas las formas de obligación, el deber moral limita el ámbito posible de elección y, por tanto, de actuación. Pero aquí nos encontramos con una obligación libre, es decir, voluntaria y reflexivamente aceptada. La existencia de este tipo de actuaciones la encontramos directamente reflejada en nuestra capacidad de realizar juicios morales. De ahí que podamos afirmar que estamos ante un hecho o factum que no admite discusión. Las dificultades aparecen más bien cuando dejamos el nivel intuitivo de nuestro propio lenguaje moral y nos comprometemos a explicar el sentido de este tipo de acciones. Esta ha sido y es, precisamente, una de las tareas básicas de la filosofía moral o ética: dar razones del porqué de esta peculiar forma de obligación y, de esta forma, hacerse cargo de los fundamentos de la actuación moral. Dentro de esta tarea, la tematización del concepto deber apunta hacia las posibles respuestas a la pregunta «¿Por qué ser moral?», esto es, «¿por qué actuar moralmente?». Detrás de estas cuestiones no se esconde sino la necesidad de orientación de la acción que caracteriza al actuar humano. La

Page 5: El Deber, El Ser y El Deber Ser

distinción entre ser y deber ser no viene impuesta por la reflexión ética, sino que la reflexión ética intenta responder a esta escisión inherente a nuestra praxis social. Tales respuestas forman parte, como nos recuerda Aranguren, de esa necesidad de ajustamiento, de iustum facere de justificar nuestros actos, sin la cual perdería la conducta su sentido y razón de ser. De tal necesidad ya se habían dado perfecta cuenta los pensadores estoicos cuando adelantaron las palabras que después Toulmin convertiría en tema central de la ética: deber hacer algo implica tener buenas razones para hacer algo. A la ética, como teoría de la moral, le corresponde averiguar qué convierte a una razón en «buena razón» para justificar nuestra conducta.En la historia de la ética encontramos dos respuestas globales al tema del deber en este sentido general. En primer lugar, aquellas posiciones que ven en el deber un medio para alcanzar el fin propio del hombre. Son las denominadas éticas teleológicas (telos = fin), para las cuales lo moral tiene que ver con los resultados de la acción, según se acerquen o se alejen de ese fin. En segundo lugar, aquellas posiciones que encuentran en el deber mismo el elemento moral de la acción. Son las denominadas éticas deontológicas (deon = deber), encargadas de definir lo debido o correcto para todos y, por tanto, de establecer el marco normativo de lo justo.El propósito de este artículo es mostrar cómo el concepto de deber se ha ido paulatinamente convirtiendo en el lugar básico de referencia para la conducta moral y, por consiguiente, para la reflexión ética. La razón de ello, así reza la tesis, es que la dimensión deontológica puede abarcar los principales rasgos de la actuación moral (autoobligación y universalidad), sin perder la posibilidad de una justificación intersubjetivamente válida. Para lo cual, sin embargo, el concepto de deber tiene que saber incorporar también las referencias a la acción y alejarse, de esta forma, de las propiedades de dogmatismo y rigorismo con las que generalmente se le asocia.

2. Deber, virtud y felicidad Si nos centramos en esta necesidad de justificación, podemos analizar el concepto de deber siguiendo tres grandes etapas. El hilo conductor consiste en la radicalización de los criterios de justificación, derivada a su vez de la progresiva separación entre vigencia y validez, entre lo socialmente dado y lo moralmente correcto. El precio de esta separación, como tendremos ocasión de comprobar, es la correspondiente escisión entre lo bueno y lo correcto, entre la felicidad y el deber. Un ejemplo claro lo constituye la polis griega. Si bien el concepto de deber como concepto aislado y referente básico de la conducta moral no aparece hasta los estoicos, podemos encontrar en Platón (por ejemplo en los diálogos Apología y Critón) una explicitación clara del problema al plantear la cuestión de la obligación de obedecer la ley que se acepta libremente. También

Page 6: El Deber, El Ser y El Deber Ser

Aristóteles tematiza la obediencia a la ley (nomos), canon tanto de la conducta individual como de la social y, por tanto, núcleo básico de la vida en común. Sin embargo, con la estoa entramos en una concepción radicalmente nueva del deber. El motivo no es otro que el derrumbe del modelo ontológico que servía de marco normativo de referencia: la polis. Al igual que en Aristóteles, la ética estoica se preocupa por el bien, por el modo de vida adecuado para el hombre, por la felicidad. El cambio de concepción no debemos buscarlo en la delimitación del ámbito moral, sino en las coordenadas desde las que se intenta ofrecer una respuesta. Lo propio del hombre, la naturaleza humana y, por tanto, las normas con las que ordenar una sociedad conforme a ella, ya no pueden derivarse de una imagen del mundo cuya validez es ahora «una entre otras». Sin este contexto normativo previo no puede definirse la virtud, como termina haciendo Aristóteles, por referencia al «hombre prudente». El bien supremo del hombre, la felicidad, depende de la virtud, y ésta de ese razonable cálculo del «justo medio». Pero sin la «facticidad normativa» que representa la polis, ya no es posible mantener, por así decirlo, un referente objetivo del uso correcto de la razon. La ruptura de la unidad social de la polis y la consiguiente difuminación de las normas e ideales compartidos conducen a la necesidad de construir un concepto de naturaleza humana sin el apoyo de ninguna «comunidad de origen». Y esto sólo es posible si consideramos una instancia separada, independiente de la misma esfera social. Aparece de esta forma la escisión entre la vida privada y la vida pública y, consecuentemente, la aparición de la conciencia individual. La demarcación entre intención y acción, ingrediente esencial del concepto actual de deber, pasa a constituir así un elemento imprescindible de la reflexión moral. Zenón (322-264 a. C.) utiliza el concepto de deber (kathekón) para referirse a lo adecuado, lo conveniente, lo exigible; pero recogiendo a su vez el matiz de que tales propiedades lo son por cualquier motivo y en cualquier situación. Más tarde será Cicerón (106-43 a. C.) quien restituya este significado con la palabra latina officium, siendo Ambrosio (340-397) el encargado de introducirla en el cristianismo. En el caso de Cicerón, disponemos de una obra titulada Sobre los deberes, en la que podemos encontrar una buena sistematización de la ética-estoica. Antes de entrar en ella, sin embargo, sería conveniente apuntar algunas de las ideas básicas de esta doctrina. Los estoicos dividían la filosofía en tres disciplinas básicas: la lógica, dedicada al estudio de la relación entre lenguaje, pensamiento y realidad; la física, encargada del estudio del ser dado del logos en la realidad misma; y, por último, la ética, centrada en el estudio de lo que este logos o ley natural nos ordena hacer. La escuela mantendrá a lo largo de la historia esta triple distinción, estructurada en torno al fin

Page 7: El Deber, El Ser y El Deber Ser

eminentemente práctico que caracteriza al sistema del saber: la lógica es necesaria para la física, y ésta para la ética. El fin de la filosofía, del saber científico, no es otro que la orientación de la conducta social e individual de los hombres. La «seguridad» que ofrecen estos conocimientos, apoyada en su pretensión de universalidad, tiene que llenar el lugar normativo que ocupaba la polis. De ahí la estricta relación entre teoría y praxis, de ahí también que la filosofía tenga como objetivo último «el uso correcto de la razón prestada por la naturaleza a todos los hombres». Desde estos presupuestos es lógico que Zenón defina la virtud como la «conducta regida por la recta razón», y deber como «lo que es conforme a la naturaleza y puede justificarse con buenas razones». La moral socrática vuelve a resurgir con esta asimilación de virtud y conocimiento que, a diferencia de Aristóteles, no deja espacio alguno para elementos «externos» a la propia acción. Por eso el objetivo básico de la filosofía es el conocimiento de la razón, de la ley que la naturaleza ha depositado en los hombres, al igual que lo ha hecho en el resto de los seres. No obstante, los hombres son los únicos que pueden acomodarse o resistirse a esta ley natural, aunque la felicidad sólo es posible por el camino de la conformidad.Es la naturaleza, la razón, la que se convierte en regla y norma del actuar humano, y es con referencia a ella como las acciones alcanzan un determinado valor. El reconocer esta ley natural es cosa de cada uno, pues todos la tenemos depositada en nuestro interior por el hecho mismo de ser humanos. El logos, como capacidad de hablar, es la prueba fehaciente de esta facultad de autorreconocimiento. Con esta participación en la razón toma cuerpo teórico, por primera vez, la idea de una comunidad universal. Roto el marco tradicional de la polis, el estoicismo ofrece, de ahí su significación histórica, una explicación del sentido del actuar humano más allá de contextos socio-históricos concretos. Cosmopolitismo e individualismo parecen constituir, de esta forma, una y la misma respuesta ante la necesidad de una justificación de la conducta que sea capaz de mantenerse independientemente de los cambios históricos. El paso fundamental que aporta la ética estoica consiste en la «interiorización» del concepto de deber: lo que determina el deber está en nosotros mismos, en nuestra actitud, en nuestra propia voluntad. No es dificil dejar de ver en la apatheia estoica una simple regla del sentido común para la vida cotidiana y atisbar en ella cómo el orden moral se va centrando en la propia voluntad, en el libre albedno io. Asistimos así al primer paso en esta especie de giro copernicano en la ética que Kant se encargará de concluir: es la disposición, la propia intención del acto lo que cuenta como propiamente moral. La acción no es moral según conduzca o no a la felicidad, sino que la felicidad sólo puede alcanzarse por el respeto al deber que deriva de la ley natural. Lo moral no está en las acciones, ni en sus consecuencias, sino en las

Page 8: El Deber, El Ser y El Deber Ser

personas que las ejecutan. En palabras de Cicerón:

«Pues quien establece el sumo bien de forma que no se halla unido a la virtud y lo mide por su propia utilidad y no por la honestidad, éste, si quiere ser consecuente consigo mismo, no podrá cultivar ni la amistad, ni la justicia, ni la libertad» 11.

Si bien lo propiamente moral se encuentra en la honestidad, y ésta se define como la observancia de la ley natural, esto no es óbice para que no se consideren los resultados de la acción. La posible utilidad de la acción es tenida también en cuenta por los estoicos, pero sólo en un segundo paso, una vez deliberada lo que Cicerón denomina honestidad o torpeza de la acción, esto es, su corrección moral. Buen ejemplo de ello lo constituyen los catálogos de deberes que los estoicos construyen, encargados de definir el conjunto de preceptos y reglas que conforman una conducta racional, es decir, moral, y que, lógicamente, pretenden seguirse de la ley natural. Esta distinción entre el concepto de deber como criterio de corrección moral y los deberes concretos que de él puedan derivar queda perfectamente clara en la separación, constante en toda la escuela estoica, entre deberes perfectos o rectos en sí y deberes medios o comunes. Dice Cicerón:

«Mas lo que propia y verdaderamente se llama honesto se encuentra solamente en los sabios y no puede separarse en forma alguna de la virtud; pero, en quienes no reside la sabiduría perfecta, tampoco puede residir en absoluto aquel tipo de honestidad absoluta, mas sí ciertas semejanzas de la honestidad. Estos deberes (... ) muchos consiguen observarlos por la bondad de su carácter y con el progreso en el estudio. Pero el deber que ellos (los estoicos) llaman recto es perfecto y absoluto, como ellos dicen, encierra todos los requisitos y nadie más que el sabio puede alcanzarlo» 12.

Parece, podemos interpretar, que se está queriendo distinguir, por una parte, una serie de deberes que no cambian con el tiempo; y, por otra, otra serie derivada de los anteriores que sí atienden y recogen las posibles circunstancias que rodean a la acción, de forma que «en determinadas ocasiones transgredir la lealtad y la sinceridad puede ser justo». Con la incondicionalidad como medida de demarcación no se están separando dos categorías, objetiva y subjetiva, de deberes, sino definiendo los márgenes de un sistema gradual donde los actos humanos son más o menos conformes a la razón «según la intensidad con que ella intervenga», pero que nunca coincidirán plenamente con ella como en el caso del sabio. Sólo que ahora este sabio ya no está definido por su relación con una determinada estructuración social. Con la figura del sabio se está haciendo referencia más bien a lo que

Page 9: El Deber, El Ser y El Deber Ser

Kant denominará mucho más tarde una idea regulativa: un marco de referencia normativo que nos sirva de orientación y crítica para la acción. Cicerón nos dice que ni siquiera los siete sabios de Grecia eran verdaderamente sabios según la «idea que tenemos del sabio». Con esta separación entre lo que podemos denominar criterios de definición y criterios de realización, los estoicos instauran una relación mediada entre teoría y praxis que constituye la base, como habremos de ver a continuación, desde la que desmontar las críticas de rigorismo que se realizan a las éticas deontológicas. El cristianismo vendrá a rellenar de contenido concreto este marco deontológico establecido por el estoicismo. El lugar del conocimíento de la realidad y de sí mismo que pregonaban los estoicos es ocupado ahora por la revelación divina. El esquema conceptual, que ha dado lugar a la teoría del derecho natural, sigue siendo el mismo: el orden de la naturaleza como fuente de deberes y derechos. Pero ahora esta imagen del deber normativo ve asegurada su intersubjetividad por la interpretación religiosa. Con ello, el nivel de abstracción alcanzado por los estoicos con su concepto de ley natural se retrotrae, pues ahora es dependiente de los mandatos y obligaciones revelados por Dios. Si bien el cristianismo puede ofrecer de nuevo una «vía colectiva» de salvación, sólo lo puede hacer al precio de que la felicidad a alcanzar no pertenezca ya a nuestro «cosmos». Tendremos que esperar a la ruptura del mundo cristiano medieval para que la historicidad del marco ontológico y, por tanto, su manipulación por la acción humana salga claramente a la vista. En consecuencia, el paradigma del ser deja de ser una plataforma segura para la construcción de una praxis común. ¿Queda eliminada así, al mismo tiempo, toda posible racionalidad de la acción?

3. El deontologismo kantianoToda la reflexión moral perteneciente al mundo antiguo mantiene un punto en común: son éticas que se ocupan de lo bueno para el individuo, de su felicidad, de lo que en general podríamos denominar una «vida buena». Haciendo más hincapié en la prudencia o en la observancia de la ley, lo cierto es que el objetivo que se persigue es el mismo: ofrecer una orientación racional que nos permita separarnos del «querer fáctico», de la inmediatez de lo deseado, y distinguir así entre la verdadera y la falsa felicidad. La polis, la naturaleza o Dios ofrecían el momento de incondicionalidad desde el que otorgar validez al deber moral, esto es, desde el que extraer las razones para apoyar la intersubjetividad del deber.Sin embargo, factores como la aparición de la ciencia moderna, el descubrimiento de nuevos mundos, el surgimiento del mercado económico como sistema de integración, las escisiones y luchas internas de la Iglesia... hacen que no sea posible mantener por más tiempo una imagen unitaria del mundo. Nos encontramos así sin

Page 10: El Deber, El Ser y El Deber Ser

ninguna medida normativa que pueda ser aceptada por todos y, por tanto, sin ningún criterio de validez del que puedan derivarse normas correctas. La relación entre el hombre-tal-como-debe-ser y el hombre-tal-como-es, base de la obligación moral, no constituye ya ningún todo coherente. El emotivismo sería la única respuesta a esta situación si la ética no hubiera realizado un giro copernicano para, apoyándose ahora en el paradigma de la conciencia, delimitar el ámbito moral precisamente en torno al concepto de deber. El formalismo kantiano es el responsable de este cambio radical, consistente en dirigir nuestra atención no hacia los objetos de la voluntad, sino hacia la voluntad misma. Consistente, en definitiva, en profundizar en el camino abierto por los estoicos: aquello por lo cual una acción se convierte en moral o inmoral no está en la acción, sino en la intención, en el motivo por el que se lleva a cabo. Donde más claro encontramos las razones por las que el deber se convierte en el tema central de la ética es en los argumentos kantianos en contra de la consideración de la felicidad dentro del ámbito moral. Si denominamos voluntad a la facultad de proponer fines y bien a aquello que es objeto de la voluntad, el punto de partida de la ética kantiana radica en la imposibilidad de dar razón de la exigibilidad que acompaña a nuestros juicios morales desde estos fines o bienes a los que se dirige la voluntad. En el caso concreto de la felicidad, Kant afirma, en primer lugar, que de ser éste el fin de la acción moral, mejor nos conducirían los instintos que la propia razón. Con lo cual queda sin justificar el papel de la razón en la conducta moral. En segundo lugar, el hombre no es responsable de las necesidades e inclinaciones que determinan la felicidad. Si es un fin al que se tiende por naturaleza, no es la voluntad quien lo propone. Y, por último, ya no existe ningún concepto objetivo de felicidad desde el que podamos ofrecer un canon para la acción y la vida en común. En palabras de Kant:

«Es una desgracia que el concepto de felicidad sea un concepto tan indeterminado que, aun cuando todo hombre desee alcanzarla, nunca podrá decir de una manera bien definida y sin contradicción lo que propiamente quiere y desea» 14.

Pero la crítica de Kant no abarca sólo al concepto de felicidad, también lo hace a todo tipo de teleologismo o consecuencialismo que convierte la razón práctica, la voluntad moral, en una «simple administradora de intereses extraños». Ni siquiera como medio puede concebirse la razón práctica, pues es «imposible» predecir las consecuencias y efectos de la acción. Apoyar el valor moral en las consecuencias de la acción significaría abandonar el criterio moral a un «incierto cálculo de probabilidades», que sólo por casualidad puede conducir al bien 15.

Page 11: El Deber, El Ser y El Deber Ser

Es fácil explicitar el trasfondo que subyace a estas críticas de Kant. Quien como él afirma que «es muy distinto hacer un hombre feliz que un hombre bueno», arranca su reflexión desde una situación donde ya no es posible un concepto normativo de naturaleza humana, pues ésta ha quedado reducida al terreno propio de ciencias, más o menos empíricas, como la psicología, la antropología... Con lo cual, cualquier intento de derivar un «deber ser» de un «ser» cae en un círculo vicioso, en una absolutización de lo contingente, que sólo puede conducir, en definitiva, a un «dogmatismo de los hechos». Ahora bien, si la voluntad no viene determinada por los objetos, ¿cuál puede ser la fuente de la determinación? El concepto de deber será la respuesta.Kant trata de mostrar que la razón es una facultad práctica, es decir, tiene influencia en la voluntad. Así las cosas, la cuestión central para la reflexión ética radica en analizar la relación existente entre ambos términos, entre razón y voluntad. En su respuesta, Kant establece por primera vez una diferenciación entre distintos grados de racionalidad en el obrar, ya que la necesidad de orientación que recoge la pregunta «¿Qué debo hacer?» parece admitir más de una respuesta. La tipología construida por Kant responde a dos criterios fundamentales: cuál es el alcance de la razón y cuál la fuente de la obligatoriedad. Con estos criterios de diferenciación tendríamos, a su juicio, tres posibilidades de utilizar la razón práctica y, por lo mismo, tres tipos de deberes o imperativos 17. El primer nivel responde a los imperativos condicionados o hipotéticos, en el sentido en que nos dicen qué medios son los adecuados para alcanzar un fin determinado. Kant los denomina problemático-prácticos, pues señalan qué acción es buena para cualquier propósito posible. Se trata aquí de una aplicación de los conocimientos teóricos en forma de reglas de la conducta, por lo que también podemos denominarlos imperativos de la habilidad o reglas técnicas. Desde el instante en que la racionalidad no alcanza a los fines de la acción, nuestra capacidad de responsabilidad queda radicalmente mermada. Razón por la cual, Kant descarta como morales este tipo de deberes. Según sus palabras:

«Los preceptos que sigue el médico para curar a un hombre, y los que sigue el envenenador para matarlo son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve para realizar perfectamente su propósito».

El segundo tipo de deberes tiene también carácter hipotético, pero ahora el fin ya no es arbitrario o posible, sino «real»: la felicidad. Kant se refiere a ellos como asertórico-prácticos, pues tal fin pertenece, recordemos a Aristóteles, a la naturaleza humana. De nuevo la razón es utilizada como medio y, por ello, el carácter obligatorio -la validez normativa- depende de que las acciones nos conduzcan a la felicidad. Como acabamos de ver, sin una forma de vida intersubjetivamente

Page 12: El Deber, El Ser y El Deber Ser

compartida, esta validez queda condicionada a la determinación individual y subjetiva de la felicidad. Esto hace que este tipo de deberes tampoco responda, consecuentemente, al momento de incondicionalidad con que nuestro lenguaje relaciona el deber moral. Se trata más bien de imperativos pragmáticos o de consejos de la prudencia. Sólo los imperativos denominados por Kant categóricos parecen dar razón de este carácter del deber moral, pues declaran la acción necesaria por sí misma, sin referencia alguna a fines o propósitos. Categórico no es sinónimo de dogmático, nada tiene que ver con deberes o exigencias que no admiten justificación alguna. Lo que Kant quiere expresar con este término es absolutamente lo contrario. Sólo aquello que el hombre puede darse a sí mismo, entera y únicamente desde su voluntad racional, es considerado como deber moral; y, por tanto, sólo la actuación bajo este principio o ley puede ser denominada moral. La autolegislación, la idea de Rousseau de que la obediencia a la ley autoimpuesta sólo puede denominarse libertad, adquiere en Kant el rasgo de criterio supremo de la moralidad.IMPERATIVO-CATEGÓRICO: Para explicitar esta idea es requisito indispensable el formulismo: la fuente de la obligatoriedad no está en el contenido de la acción sino en la voluntad racional con que es determinada. Sólo así se alcanza la intersubjetividad que la obligatoriedad moral exige, pues esta racionalidad conlleva la referencia a todas las demás voluntades. Es esta exigencia de universalidad lo que, en definitiva, expresa la formulacion del imperativo categórico:

«Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal» 19.

Según esta concepción del punto de vista moral, una acción posee valor moral únicamente cuando ha sido realizada por deber, esto es, cuando el motivo de la acción no ha sido otro que el respeto al deber moral expresado por el imperativo categórico. A pesar de estas afirmaciones, no asoma ningún rasgo de «militarismo prusiano» si nos damos cuenta de que el eje central de este deontologismo no es la sumisión a la ley, sino la sumisión a la ley autoimpuesta. Sólo la autonomía, la capacidad de autodeterminación, representa una razón «moral» para el sometimiento al deber 20. Con la ética kantiana asistimos a la consumación del concepto de libertad individual como autonomía que, como hemos visto, asomaba ya en la ética estoica. La insistencia en el deber como explicación de la intención de la acción refleja el objetivo común de dejar al descubierto aquello de lo que la voluntad puede sentirse plena y definitivamente responsable. Delimitar el ámbito moral al ámbito del «poder querer», entender esta voluntad como razón práctica, y ésta como obediencia a

Page 13: El Deber, El Ser y El Deber Ser

la ley, es propio de ambos conceptos de deber. No obstante, la ruptura del marco ontológico obliga a Kant a una mayor radicalización en la necesidad de fundamentación de la acción. El precio a pagar por ello es la consideración del deber como «contrario» a las inclinaciones e independiente de la felicidad: aspecto incomprensible para una ética como la estoica que parte de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser racional. Kant justifica esta definición del deber moral mediante un argumento reflexivo-trascendental: no parece haber otra forma de explicar el sentido de responsabilidad, de autoimputación de los actos, que reflejan nuestros juicios morales. Sin el concepto de autonomía, sin tener en cuenta la facultad de darnos a nosotros mismos las leyes que guíen nuestra conducta, nos es imposible explicar el sentido de nuestro actuar, en el que incluimos la existencia de una causalidad moral propia. A juicio de Kant, al concepto de deber moral expresado por el imperativo categórico llega «todo aquel que tenga la moralidad por algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad» 21. Cuando nos pensamos como libres nos incluimos en un mundo en el que no cuenta para nada otra determinación que el puro deber, la propia voluntad racional. Pero esto no implica de ningún modo que todas las acciones respondan a este esquema. Lo que el imperativo categórico nos ofrece es un punto de vista moral, un criterio desde el cual enjuiciar la moralidad de nuestras acciones, normas e instituciones. Se alcanza así una idea regulativa, una medida racional crítica, cuya formalidad asegura la intersubjetividad buscada. Sin embargo, este formalismo que separa de la reflexión moral toda referencia a las necesidades e intereses es el lugar común de una serie de críticas que, desde Hegel, acusan al deontologismo kantiano de rigorismo. La imposibilidad de ver las consecuencias de una acción dentro de la dimensión moral de la validez ha dado pie a la distinción de Weber entre éticas de la intención (Gesinnungsethik) y éticas de la responsabilidad (Veranwortungsethik). Es obvio que sólo estas últimas merecerían nuestra aprobación. Aunque algunos ejemplos y manifestaciones de Kant parecen apoyar esta crítica, es posible ofrecer una interpretación del concepto kantiano de deber que rebaje esta impresión, apoyándonos en dos aspectos importantes: que entendamos el formalismo del deber como procedimentalismo, y no desde presupuestos logicistas; y, en segundo lugar, que diferenciemos con Kant entre niveles de fundamentación y niveles de aplicación. La complejidad de estas cuestiones y el espacio disponible sólo nos permiten apuntar algunos rasgos sobre estas consideraciones. Que tengamos que abstraer todo contenido de la determinación de la acción para poder realizar un juicio moral no significa que sólo debamos tener en cuenta la «forma gramatical». Los imperativos no

Page 14: El Deber, El Ser y El Deber Ser

vienen diferenciados por su forma lógica, sino, como hemos visto, por la fuente de la obligatoriedad, esto es, por la exigencia de universalidad. Formal debe entenderse más bien como procedimental, como una puesta entre paréntesis de la validez de la máxima y una referencia necesaria a todas las demás voluntades implicadas. Es la posible aceptación de los otros sujetos, y no la forma lógica, lo que determina la resolución moral. Sólo así un deber puede convertirse en moral. Por lo que respecta a la segunda consideración, aunque en el marco de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres no están muy bien diferenciadas, podemos distinguir claramente dos funciones básicas del imperativo categórico. Por una parte, ya hemos visto que constituye un criterio moral, encargado de abrir la posibilidad de la justificación de normas morales. En este sentido hablamos de un principio de transsubjetividad o de punto de vista moral. Por otra, es también utilizado por Kant para explicar la moralidad de acciones particulares y determinadas, como test para la universalización de máximas concretas. En definitiva, para su aplicación en casos concretos. Pero una cosa es la fundamentación del imperativo categórico como principio de la moralidad, para lo cual es necesario hablar de incondicionalidad, de independencia de las circunstancias particulares; y otra muy distinta es el uso del imperativo para el análisis de máximas y la obtención de deberes concretos. Estos dos niveles de reflexión dan lugar a tres pasos diferentes a la hora de enfrentarnos a la cuestión de qué debemos hacer. En primer lugar, la fundamentación del imperativo categórico como criterio que define la moralidad, para lo cual se utilizan argumentos trascendentales. En segundo lugar, la aplicación del imperativo a las máximas correspondientes, esto es, su consideración como determinaciones generales de la conducta. Y, por último, la aplicación de las máximas éticas a las situaciones concretas. La incondicionalidad que define la validez moral sólo puede predicarse del primer nivel. En los niveles restantes o niveles de aplicación debemos tener en cuenta el apriorismo, aunque sea en un sentido laxo, que define el punto de vista moral, y además una referencia necesaria a la acción. En definitiva, debemos considerar, por una parte, la validez moral y, por otra, la experiencia y las consecuencias de la acción. Esta distinción es mucho más evidente en el marco de la obra La metafísica de las costumbres, donde Kant establece una clasificación entre diferentes tipos de deberes, que nos recuerda, de algún modo, la realizada por los estoicos. A diferencia de los deberes jurídicos, de los que nos ocuparemos en el siguiente punto, los deberes éticos son de «obligación amplia», de forma que «cuanto más amplio es el deber, más imperfecta es la obligación del hombre de obrar». No hay, ni

Page 15: El Deber, El Ser y El Deber Ser

puede haber, ninguna deducción directa de la ley moral a la praxis común. Pero en esta obra no sólo encontramos este tipo de apreciaciones, sino que Kant ofrece incluso fines que debemos considerar morales, como es la propia perfección y el bienestar de los demás. Con lo cual parece que el deontologismo kantiano acabe en un consecuencialismo que rompe el formalismo moral y, en definitiva, impide toda posible intersubjetividad. Este sería el caso si Kant, como el utilitarismo, viera en las consecuencias de la acción en el bienestar general, el criterio de moralidad, pero no es así. Para Kant se trata de un deber «derivado», mientras que el momento moral es anterior a las consecuencias y puede ser definido independientemente de ellas. Lo que no significa, como acabamos de ver, que también pueda ser realizado sin tener en cuenta las consecuencias. Una vez introducido y justificado el punto de vista moral, Kant pretende definir, igualmente a priori, los deberes y virtudes que se siguen del imperativo categórico, de forma que sirvan de puente entre el criterio moral y la acción concreta. Obtendríamos así los fines que debería proponerse el arbitrio libre y las virtudes que, como formas de acción, son indispensables para alcanzarlos. Ahora bien, ¿es posible definir estos «contenidos» morales en una época donde ya se ha llevado a cabo la escisión entre vigencia y validez, y no hay ningun concepto de naturaleza, ningún «sensus communis» que nos asegure la homogeneidad de una forma de vida? Si bien esta aportación a la teoría del deber puede interpretarse como una complementación de la tarea de fundamentación, la respuesta es negativa. La reflexión moral no puede quedar limitada al nivel de la fundamentación del principio moral, sino que debe aportar también los elementos necesarios para la construcción, por decirlo con A. Cortina, de un ethos universalizable. Pero tal aportación ya no va acompañada de la misma incondicionalidad. Los principios puente, deberes y virtudes, son aplicaciones generales -concreciones- de la ley moral, y su posible reconstrucción implica siempre elementos de la forma de vida en que vayan a aplicarse. No hay, por así decirlo, cuando ya no disponemos del soporte previo que apoyaba la reflexión de Cicerón, ninguna posibilidad de definir una «materia pura a priori» del deber. Un principio puente debe apoyarse en las dos laderas que pretende unir, tanto en la ley moral a priori como en los contenidos concretos de la Lebenswelt. No hay en ello ningún resto de relativismo, pues el momento moral queda siempre uno y el mismo. Este es el gran valor que encierra el concepto de deber de Kant: haber explicitado y justificado la incondicionalidad con que se presenta la exigencia de universalidad. Otra cosa es su aplicación o realización práctica.

Page 16: El Deber, El Ser y El Deber Ser

4. La arquitectónica del deberLa necesidad de una arquitectónica del deber aparece con mucha mayor claridad una vez abandonamos el paradigma de la conciencia en el que se mueve la ética kantiana. La excesiva confianza en el sujeto como única fuente de validez queda rota desde el momento en que se muestra cómo ese sujeto es a su vez dependiente de las estructuras de la praxis social en que se constituye. Hoy en día sabemos que todo proceso de individualización sólo tiene sentido como proceso de socialización. «Somos lo que somos gracias a nuestra relación con los demás», dice Mead, explicitando así la relación de dependencia que guarda la conciencia con respecto a los contenidos que conforman nuestros contextos sociales. Desde estas consideraciones, no es suficiente el experimento mental de la referencia a todos los demás en que consiste el imperativo categórico. De ser así, corremos el riesgo de aplicar a los demás nuestra propia forma de vida, es decir, el riesgo de no estar «haciendo valer nuestra autonomía, sino tan sólo nuestra idiosincrasia». ¿Significa esto que debemos abandonar el criterio moral al interior de cada una de nuestras formas de vida y renunciar así a la posibilidad de una medida crítica? De nuevo la delimitación del ámbito moral al terreno deontológico de la validez normativa nos permitirá ofrecer una respuesta negativa. Nos centraremos para ello en la ética discursiva, tal como Apel y Habermas la presentan, pues constituye una de las propuestas éticas más importantes en la actualidad. Si efectivamente nuestra «intrasubjetividad» es dependiente de los procesos de socialización y, por tanto, de las tradiciones y sistemas de valores que los conforman, es necesario que la reflexión moral se dirija hacia las estructuras que hacen posibles tales procesos, y no hacia los fenómenos que componen nuestra subjetividad. El lenguaje constituye el medio a través del cual se constituyen estas redes de reconocimiento recíproco, en las que aprendemos a relacionarnos con los demás y con nosotros mismos. La tesis que la ética discursiva debe mostrar es que estas estructuras lingüísticas poseen un núcleo universal, cuyo contenido normativo define lo que podemos entender por punto de vista moral. Para llevar a cabo esta demostración, la ética discursiva utiliza también una metodología de corte trascendental. Pero ahora ya no es la propia conciencia de la ley moral, sino el uso del lenguaje como medio para la resolución consensual de conflictos de acción, el factum cuyas condiciones se espera explicitar. Sobre la base de su necesidad, esto es, de la imposibilidad de ponerlas en cuestión sin caer en una contradicción, Apel y Habermas reconstruyen una serie de reglas o presupuestos pragmáticos que todos debemos suponer a la hora de entablar una argumentación. Estas reglas definen una situación donde todos tienen las mismas oportunidades de participar, donde existen condiciones perfectas de simetría y reciprocidad entre los sujetos. Esto

Page 17: El Deber, El Ser y El Deber Ser

no significa que cada vez que establezcamos una interacción tengan que darse estas condiciones, sino que debemos presuponerlas cumplidas cuando realizamos una argumentación. Desde estas condiciones contrafácticas, es evidente que sólo el consenso podría otorgar validez moral a una norma. Consecuentemente, el principio de universalización podría definirse de la siguiente forma:

«Toda norma válida debe cumplir la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que probablemente se producirían en su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada individuo puedan ser aceptados por todos los afectados (y preferibles a los efectos de las posibilidades alternativas de acción)» 30,

Con esta explicitación del punto de vista moral nos movemos de nuevo en el terreno del deontologismo. El ámbito moral queda limitado a la validez de deber que el ámbito social requiere, es decir, al carácter de obligación que conllevan las normas. El principio de universalización constituye una explicación de cuál es la base de este carácter obligatorio: la posible incorporación de intereses recíprocos. El fenómeno moral se estructura en torno a la rectitud normativa o justicia, y nada tiene que ver con la preferencia de valores o la consiguiente producción de normas. Como sintetiza Apel, se centra en la cuestión de las «orientaciones de la acción normativamente vinculantes de las instituciones o de las normas del derecho positivo». O, más gráficamente, en palabras de Habermas:

«La moral no responde a la cuestión de "qué soy", o "qué deseo ser», sino a la cuestión de qué norma queremos compartir y cómo pueden ser regulados los conflictos de acción en intereses comunes».

Desde el momento en que la ética discursiva ofrece una regla, principio o procedimiento para explicar «aquello que es debido obligatoriamente para todos», se encuentra dentro de los cánones del deontologismo moral. Empero, si bien no considera para nada una determinada concepción de la vida buena, del bien o de la virtud, al ofrecer como respuesta el discurso práctico recoge elementos, como intereses y necesidades, pertenecientes a cada una de las formas de vida. Al incluir estos aspectos en el mismo criterio moral, rompe la dicotomía entre éticas de la intención y éticas de la responsabilidad, que atenazaba aún a la ética kantiana. Esto no es óbice para que la ética discursiva no se presente a sí misma como una reinterpretación teorético-comunicativa de la propuesta ética de Kant. No sólo la metodología utilizada es similar, también lo es el propósito final de definir un concepto de racionalidad práctica más allá de formas de vida concretas y particulares. Sin embargo, a diferencia de Kant, el querer mantener la intersubjetividad

Page 18: El Deber, El Ser y El Deber Ser

de esta definición nos conduce ahora a la necesaria superación de las posiciones monológicas. El respeto a la dignidad de las personas, como sujetos igualmente capaces de autodeterminación, no implica sólo tenerlos como una fuente auxiliar para nuestro propio juicio moral, implica más bien reconocerles la capacidad de participar en todo lo que afecte a sus intereses. La relación interna existente entre sujeto y sociedad se traduce, en el terreno de la ética, en la dependencia entre conocimiento moral y diálogo. Con esta referencia al posible consenso racional no se pierde la dialéctica entre idealidad y realidad, característica básica de todo concepto abstracto de deber. El principio ético-discursivo nos lleva a la realización de discursos fácticos, reales, pero éstos están siempre bajo la «medida crítica» del punto de vista moral. Razón por la cual nunca puede el discurso suplantar el papel del sujeto autónomo. Cuando rompemos la rigidez del paradigma de la conciencia, nos damos cuenta de que «intrasubjetividad» e «intersubjetividad» no son elementos contrapuestos, sino dos instantes diferentes dentro del mismo actuar autónomo. De ninguna forma puede abandonarse el momento de decisión propio del sujeto autónomo, pero éste no puede pretender validez si al mismo tiempo no reconoce la dependencia recíproca en la que se encuentra su decisión con todas las demás partes en conflicto. El momento de validez, por así decirlo, se le escapa al individuo, y sólo encuentra su lugar específico en las estructuras de reconocimiento recíproco en las que se ha formado. No obstante, una de las críticas realizadas al deontologismo kantiano vuelve a reaparecer ante el procedimentalismo ético-discursivo: la difuminación de los límites propios de la moral y el derecho. La causa de esta confusión radica, en el caso de la ética discursiva, en la localización de la validez moral en el resultado de un procedimiento y no en la conciencia moral de los propios afectados. Exterioridad que parece conducirnos a una disolución de lo estrictamente moral. Responder a esta objeción nos permitirá introducir una «arquitectónica del deber» centrada en la diferencia entre fundamentación y aplicación de lo debido. El posible acuerdo de los afectados como criterio de racionalidad es a todas luces insuficiente para la resolución de conflictos de acción y, en definitiva, para la orientación de la acción que se espera del punto de vista moral. Se trata de un criterio ideal definido a partir de presupuestos de claro contenido contrafáctico y que, de modo alguno, determina el resultado, sino las condiciones de participación. Por su parte, los discursos reales a los que remite el criterio moral se encuentran siempre sometidos a limitaciones espacio-temporales y sociales, por no hablar de los desequilibrios resultantes de las propias facultades de los participantes. Esto hace que Habermas defina la racionalidad procedimental ofrecida por el criterio moral como incompleta. Hacen falta

Page 19: El Deber, El Ser y El Deber Ser

procedimientos institucionalizados que compensen estas limitaciones del discurso moral. Nos encontramos así ante la necesidad de una complementación de la moral por el derecho positivo, especialmente en aquellos ámbitos donde se requiere una resolución terminante y duradera de los conflictos (hoy en día en la inmensa mayoría de los casos). Al mismo tiempo, esta complementación permite hablar del derecho como de una moral institucionalizada, pues es obvio que la mera positivación es insuficiente para explicar la incondicionalidad con que el derecho se presenta. Esta necesidad mutua no es razón alguna para confundir los deberes morales y jurídicos. Hay diferencias importantes que establecen una clara distinción entre ambos ámbitos de validez. En primer lugar, las normas morales valen independientemente de su puesta en vigor. La dignidad humana, por ejemplo, es inviolable, esté recogida o no en una determinada constitución. En segundo lugar, las normas jurídicas van acompañadas de mecanismos fácticos de sanción, mientras que las morales conllevan sanciones «internas» (sentimientos de culpa, autorreproche...). En tercer lugar, las normas jurídicas son constitutivas de una praxis racional, sin embargo las morales definen siempre una situación metainstitucional. En resumen, no se trata de dos tipos separados de validez, sino de dos momentos complementarios dentro de la racionalidad práctica. La diferencia clave se encuentra en la positivación que el derecho agradece, precisamente, a la tercera de las dimensiones en que se estructura esta racionalidad: la política. Política y derecho constituyen, en la actualidad, los mecanismos básicos para la institucionalización de la idea de imparcialidad expresada por el principio de universalización. Tampoco la actuación política, el establecimiento de fines y objetivos de la acción común y los medios para alcanzarlos, está exenta de la dimensión moral de la validez. Al igual que las normas jurídicas, también las decisiones y medidas políticas requieren validez. Como en el caso del derecho positivo, el deontologismo procedimental nos ofrece la base desde la que asegurar esta consideración imparcial: la participación de todos los afectados. Al relacionar validez y participación, es evidente que el principio ético discursivo constituye, al mismo tiempo, un principio de legitimidad democrática. Igualdad política significa desde aquí la igual posibilidad de participación en todas las decisiones de alcance político.

No obstante, sería de nuevo ignorar esta arquitectónica si directamente deriváramos del deontelogismo discursivo un modelo de teoría democrática, como si la moralidad (Moralität) fuera un modelo para la eticidad (Sittlichkeit). Esto significaría no darse cuenta de la necesidad de incorporar niveles de mediación encargados de conectar ambos extremos. Para la aplicación a la praxis, sea individual (lo que hemos denominado ethos universalizable), o sea colectiva (derecho,

Page 20: El Deber, El Ser y El Deber Ser

política, economía,...), se debe acudir a otro tipo de conocimientos no estrictamente morales. Ahora bien, en todas estas dimensiones la exigencia de participación nos proporciona el marco necesario para poder hablar de racionalidad. En palabras de Habermas:

«Lo que puede caracterizarse normativamente son las condiciones necesarias pero generales para una praxis comunicativa y para un procedimiento de formación discursiva de la voluntad, que dejen a los participantes mismos en condiciones de desarrollar las posibilidades concretas de una vida mejor y menos peligrosa, segun las propias necesidades y según su propia iniciativa».

Con esta arquitectónica podemos dar razón del deber moral sin renunciar a su incondicionalidad y sin caer, por ello, en ningún tipo de dogmatismo o absolutismo. El mandato autoritario, la obediencia ciega, el actuar sin razones... son factores que nada tienen que ver con las éticas deontológicas que aquí hemos repasado brevemente. Más bien al contrario, la reflexión sobre el deber moral siempre ha tenido que ver con esa capacidad humana de guiar la propia vida a la que hemos denominado autonomía. Renunciar al momento deontológico supone eliminar la posibilidad de una orientación intersubjetiva de la acción, apoyada precisamente en esta autonomía. A tal renuncia nos veríamos abocados si quisiésemos mantener la primacía de la felicidad dentro del punto de vista moral. Los estoicos pudieron mantener este concepto de deber unido a la búsqueda de la felicidad, pero ya no poseemos ninguna forma de vida de la que podamos predicar universalidad, ningún concepto previo de naturaleza o esencia humana. La dimensión de la felicidad queda siempre pendiente de tradiciones concretas, de formas de vida particulares y de sistemas sustantivos de valoración. Ellos nos proporcionan el material necesario para definir lo que somos y lo que queremos ser, para decidir el grado de realización de nuestra existencia. La felicidad es, en definitiva, una cuestión existencial que, aun dentro de los contextos tradicionales de la Lebenswelt, mantiene un carácter personal y subjetivo. El deber moral sólo se refiere a una parte «mínima», pero necesaria, de la vida en común. Sería igualmente un sinsentido limitar la complejidad y riqueza de una forma de vida, sea individual o colectiva, a la estricta racionalidad de la justicia de nuestras normas e instituciones.

D. García Marzá10-ÉTICA págs. 71-100

....................11 M. T. Cicerón, Sobre los deberes. Tecnos, Madrid 1989, 1, 2-5 y nota 32.

Page 21: El Deber, El Ser y El Deber Ser

12 Ibid., 3, 13-14. 14 Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Espasa Calpe, Madrid 1990, 56. 15 Ibid., 121, ver también la misma crítica en La paz perpetua. Tecnos, Madrid 1985, 46, y Teoría y praxis. Tecnos, Madrid 1986, 22. 17 Kant, La fundamentación..., 81. 19 I. Kant, La fundamentación..., 92. 20 Ibid. 119