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El desafío de la globalización y la respuesta de la Filosofía de la Historia Jörn Rüsen Trad.: Esteban Matías Speyer Silva /Martín Sisto II Congreso Internacional de Filosofía de la Historia Buenos Aires, 11-13 de octubre de 2006 Nada parece ser hoy menos plausible que una renovación de la Filosofía de la Historia. Como bien se sabe, ella apareció una vez que Voltaire había inventado el término, en la segunda mitad del siglo XVIII y encontró su expresión clásica en el ámbito germano-hablante con Kant, Lessing, Schiller, Herder y Hegel. Su surgimiento coincide temporal y sustancialmente con el origen, o, como también podría decirse, con el eje temporal europeo de los modernos. Representa una descripción material, es decir, una descripción con un contenido determinado, de todo el ámbito de las transformaciones temporales reales del hombre y de su mundo. Estaba orientada por una concepción universal de la humanidad e incorporaba el contenido de las historias particulares sobre los hechos del pasado a un colectivo singular que era “la Historia“. Ella le dio la forma de una teoría general a aquello que se ha llamado el pensamiento histórico específicamente moderno, una radical temporización del mundo humano. Esta teoría le otorgó un sentido al cambio de las relaciones humanas vitales frente a la situación anterior, en la que se intentaba silenciar o dejar de lado el cambio como una mera contingencia, por medio de conceptos con una duración temporal solamente interior, o bien carentes de temporalidad. La Filosofía de la Historia proyectó un concepto de historia que ordenó el movimiento temporal del ser humano y de su mundo otorgándole un sentido, abarcándolo en su totalidad. Este proyecto de un concepto abarcador de la historia se dio conjuntamente con la pretensión de poder reconocer este movimiento temporal de la humanidad. Su sujeto era la humanidad, cuya evolución era considerada un proceso que tenía una dirección determinada. La categoría determinante de esta concepción era progreso o desarrollo. El pensamiento filosófico del siglo XVIII acerca de la historia debe ser entendido como respuesta a un doble desafío. Respondió en primer lugar reaccionando a una nueva

El Desafío de La Globalización y La Respuesta de La Filosofía de La Historia- Definitivo

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articulo de Rüsen. traducido por Martín Sisto y Esteban Speyer. Publicado en actas del II congreso Internacional de Filosofía de la Historia en Buenos aires

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El desafío de la globalización y la respuesta de la Filosofía de la Historia Jörn Rüsen Trad.: Esteban Matías Speyer Silva /Martín Sisto II Congreso Internacional de Filosofía de la Historia Buenos Aires, 11-13 de octubre de 2006

Nada parece ser hoy menos plausible que una renovación de la Filosofía de la Historia. Como bien se sabe, ella apareció una vez que Voltaire había inventado el término, en la segunda mitad del siglo XVIII y encontró su expresión clásica en el ámbito germano-hablante con Kant, Lessing, Schiller, Herder y Hegel. Su surgimiento coincide temporal y sustancialmente con el origen, o, como también podría decirse, con el eje temporal europeo de los modernos. Representa una descripción material, es decir, una descripción con un contenido determinado, de todo el ámbito de las transformaciones temporales reales del hombre y de su mundo. Estaba orientada por una concepción universal de la humanidad e incorporaba el contenido de las historias particulares sobre los hechos del pasado a un colectivo singular que era “la Historia“. Ella le dio la forma de una teoría general a aquello que se ha llamado el pensamiento histórico específicamente moderno, una radical temporización del mundo humano. Esta teoría le otorgó un sentido al cambio de las relaciones humanas vitales frente a la situación anterior, en la que se intentaba silenciar o dejar de lado el cambio como una mera contingencia, por medio de conceptos con una duración temporal solamente interior, o bien carentes de temporalidad. La Filosofía de la Historia proyectó un concepto de historia que ordenó el movimiento temporal del ser humano y de su mundo otorgándole un sentido, abarcándolo en su totalidad. Este proyecto de un concepto abarcador de la historia se dio conjuntamente con la pretensión de poder reconocer este movimiento temporal de la humanidad. Su sujeto era la humanidad, cuya evolución era considerada un proceso que tenía una dirección determinada. La categoría determinante de esta concepción era progreso o desarrollo.

El pensamiento filosófico del siglo XVIII acerca de la historia debe ser entendido como respuesta a un doble desafío. Respondió en primer lugar reaccionando a una nueva cualidad en la experiencia del cambio temporal, concretamente a la transformación estructural acelerada de las condiciones de vida. Al mismo tiempo reaccionó a la experiencia de acumulación de diferencia y variedad de formas de vida humana en el espacio y en el tiempo.

La Filosofía de la Historia ordenó estas diferencias, en tanto que las puso en una secuencia temporal, y le dio un sentido a la experiencia de la aceleración, en tanto que comprendió esta secuencia temporal como un proceso de evolución que tiene una dirección. La determinación de la dirección de este proceso evolutivo pudo formar parte del sentido de las tendencias culturales del presente en la forma de una perspectiva del futuro para la acción. De esta manera Kant, por ejemplo, proyectó su Filosofía de la Historia “con intención ciudadana universal”. Su filosofía entendió la evolución anterior de la humanidad en la plenitud de sus diferenciaciones culturales como un proceso en el que los innumerables conflictos de la conducción de la vida humana debían ser enfrentados por medio de una “sociedad civil que administre el derecho en forma general”. La Filosofía de la Historia se comprendió a sí misma como el estímulo intelectual de una acción política que se comprometía con este fin.

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La Filosofía de la Historia, por distintos motivos, no pudo conservar mucho tiempo su carácter de representación filosófica autónoma sobre los fundamentos del mundo y el rol del hombre en el mismo. Un primer motivo se encuentra en que la naciente historiografía científica cuestionó su status cognitivo. Con la apelación a los procesos empíricos y metódicamente regulados de la investigación histórica, le reprochó a la Filosofía de la Historia constituir un constructivismo alejado de la experiencia, que no estaría en condiciones de elevar pretensión de validez alguna, en comparación a los conocimientos empíricamente fundados que la Historia científica sí, en cambio, estaba en condiciones de exhibir.

Ante estos sólidos argumentos en favor la efectiva superioridad cognitiva de la investigación historiográfica, la Filosofía cedió terreno y se estableció como una mera reflexión epistemológica sobre la disciplina académica llamada Historia. Esto ha seguido así hasta el presente; apenas sucedió que una teoría de la construcción histórica del sentido, que (también) recurre a las capacidades no cognitivas de la conciencia histórica se haya agregado, completándola, a la teoría del conocimiento o epistemología de la Historia. Subsistió siempre un resto de la denominada “Filosofía Material de la Historia”: ella estaba en los fundamentos de la propia Ciencia de la Historia, había migrado a la estructura de su construcción de sentido y se mantuvo allí con vida, de una forma pre-cognitiva, aunque muy influyente y activa. De esta manera se salvó el concepto de Historia que tiene la Filosofía de la Historia, que incluye tanto un proceso temporal unitario que abarca a toda la humanidad, como la tesis de la cognoscibilidad de ese proceso.

Pareciera que recién con la posmodernidad se hubieran disuelto definitivamente estos aspectos residuales. En ella, el concepto de una historia única y comprehensiva se desenmascara como una ideología, como la narrativa magistral de una cultura específica, Occidente, por medio de la cual éste establece sus pretensiones de dominación sobre Otros. El abandono de estas pretensiones de dominación lleva también al abandono de la estructura lógica de un relato histórico magistral. La plenitud y multiplicidad de la diferencia cultural es presentada como la insuperable heterogeneidad de la experiencia histórica, en cuyo contenido fáctico no es posible encontrar ningún sentido histórico comprehensivo. Un sentido de este tipo sería más bien el resultado de una construcción posterior, de una inscripción de sentido que realiza el presente en el pasado. Este sentido prescindiría de toda forma conceptual, ni siquiera tendría el carácter categorial de un concepto que abarcara y abriera el campo de la experiencia histórica para permitir sostener, sobre la base del material de la investigación historiográfica su representación conceptual y epistemológica en la forma de una única Historia, precisamente de ”la” Historia.

¿Se ha terminado por esto definitivamente la Filosofía de la Historia? Sucede lo contrario. La Filosofía de la Historia regresa, bajo la vestimenta de una experiencia que exige ser interpretada.

El proceso de la globalización, que nos arrastra a todos, hace aparecer el actual movimiento temporal del mundo humano como un contexto de interdependencia mutua, que se torna cada vez más espeso, y que pareciera reunir en forma empírica precisamente aquellas condiciones que, en forma teórica, había proyectado la Filosofía de la Historia, en el despliegue de una teoría abarcadora de la totalidad del movimiento temporal del hombre y de su mundo.

Aunque la Filosofía de la Historia haya sido teóricamente expulsada, regresa no obstante empíricamente, arropada con nuevos hábitos. Así como “Humanidad” era un sujeto hipostasiado para una historia única y abarcadora, que la Filosofía de la Historia había proyectado de manera cognitiva durante el tiempo axial de la modernidad, de la

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misma manera se presenta ahora esta Humanidad como un plexo de comunicación real, que ha penetrado profundamente en la conciencia de aquellos que actúan en él.

El proceso de globalización presenta en su dimensión temporal problemas de interpretación, que solamente pueden ser resueltos en la medida en que el pensamiento histórico se universalice, de la misma manera en que la Filosofía de la Historia lo había hecho alguna vez. Bajo ropajes empíricos, tales conceptos universales aparecen incluso multiplicados: como global history, como universal history; como teoría de la evolución social y - con el llamativo método de la reconstrucción genética, prestado de la Biología - como la Historia del Género Humano.

Estos intentos de interpretación universal adquieren carácter filosófico cuando se acercan a los decisivos puntos de vista, de acuerdo a los cuales la experiencia de las transformaciones temporales del hombre y su mundo es interpretada según la perspectiva abarcadora que el proceso de globalización ha abierto empíricamente.

Filosofía es pensamiento de lo fundamental, y fundamentales son los puntos de vista de acuerdo a los cuales, a través del pensamiento histórico, se construye el sentido sobre la experiencia del pasado. Si estos criterios de significado de la reflexión sobre la historia no son sencillamente supuestos, sino que son tomados de los marcos interpretativos que despliega la investigación histórica, en los cuales el pasado crea sentido para el presente; entonces, en tal caso, tiene lugar un proceso reflexivo al cual puede llamarse, con pleno derecho, Filosofía de la Historia.

Yo desearía tomar y analizar, de esta reflexión que podemos llamar Filosofía de la Historia, un elemento que pertenece a uno de los puntos de vista más importantes de la construcción histórica de sentido en la época de la globalización, que incluso podría ser considerado directamente como el criterio decisivo de la creación histórica de sentido: el concepto de Humanidad, entendido como la dimensión temporal del cambio histórico, empíricamente desplegada y normativamente cargada. Humanidad era una categoría clave ya de la Filosofía clásica de la Historia. Yo no desearía acoplarme explícitamente a la misma (aun cuando esto sería posible); desearía más bien tomar el tema de la humanidad allí donde es más efectiva en las orientaciones culturales del presente, es decir, en tanto que aparece como un factor en el proceso de globalización, en tanto se vuelve notable como problema de orientación práctica y a su vez desafiando a las exigencias epistémicas de las ciencias humanas.

La cuestión de la humanidad aparece en el proceso de globalización no sólo en la dimensión cuasi-empírica de la comunicación, sino también en tanto conflicto del dimensionamiento de la pertenencia y delimitación culturales. Esto puede comprobarse fácilmente en el fenómeno de las religiones mundiales y de sus tensas relaciones: si se toman como ejemplo las tres religiones abrahámicas, vemos que se trata de construcciones de creencias capaces de crear identidad, con las cuales las comunidades se diferencian de otros, los cuales tienen otras construcciones de creencias, y recién luego se diferencian de otras comunidades, las cuales, por ser seculares, creen que pueden renunciar a esas construcciones de creencias, entendidas como elementos que permiten la integración de una comunidad.

Nos encontramos aquí con una diferencia cultural que se caracteriza por una síntesis especialmente explosiva de particularidad y de pretensiones de verdad universal. Estas religiones pretenden poseer una verdad universal para su estructura de creencias, las que distinguen radicalmente de otras religiones. Puesto que las otras religiones, con sus contenidos diferentes también pretenden una validez universal, todas ellas se encuentran en un conflicto fundamental.

Un conflicto semejante no se limita solamente a la religión, sino que aparece también en los modelos seculares de interpretación con los que comunidades se

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comprenden a sí mismas, en términos ante todo de su pertenencia y, al mismo tiempo, de su delimitación, respecto a la dimensión cultural amplia (Europa o “Occidente”, India, China o Extremos Oriente, el mundo islámico, etc.). Para esta pertenencia y su delimitación ha tomado carta de ciudadanía el concepto de identidad.

Identidad es una determinación de diferencia, que la conciencia humana debe llevar a cabo para hacer posible la vida humana. Los seres humanos deben poder referirse a sí mismos en tanto individuos, pero también deben poder referirse a sí mismos en su ubicación social, de modo tal que puedan diferenciarse de otros. Con una manera de referirse a sí mismos de este tipo, la vida humana se organiza por medio de interpretaciones culturales o construcciones de sentido. La diferencia entre lo propio y lo otro es un factor constitutivo de la orientación cultural en todas las formas de vida humana.

La existencia humana en cuanto tal aparece en estos actos de orientación cultural como demarcación de la referencia a sí mismo. Posee una cualidad empírica y una cualidad normativa: empíricamente abarca la totalidad plena de todas las experiencias históricas, y normativamente define de manera precisa la capacidad para una construcción de sentido constitutiva de una comunidad, construcción que provee al interior de la vida humana - la subjetividad - la cualidad de una autoafirmación valiosa.

Tradicionalmente esta valoración interna es calificada como divina y es vivida de manera religiosa. Con el proceso de modernización, esta cualidad se traslada a la dignidad del ser humano, al cual le pertenece por naturaleza, sin necesidad de una fundamentación o confirmación religiosa.

En el proceso de la globalización se produce una colisión entre concepciones de la humanidad creadoras de identidad, precisamente en la medida en que la cualidad humana postulada tiene preponderancia como factor de los procesos de diferenciación cultural de los unos respectos de lo otros.

Desde una perspectiva de historia universal, es posible señalar sin dificultades que las pertenencias y delimitaciones culturales que son tomadas como criterio, han recibido, a lo largo de una prolongado proceso de evolución, la carga de tendencias de universalización, que relacionan lo propio a lo ajeno y al mismo tiempo lo mantienen alejado. Las concepciones universalistas acerca de la humanidad abarcan desde el punto de vista lógico a las demás. Sin embargo, cuando con su cualidad de ser portadoras de valor, definen lo más peculiar de lo propio en la autoafirmación constructora de identidad de individuos y comunidades, excluyen a lo otro. De esta manera, por ejemplo, los franceses condujeron sus guerras revolucionarias en nombre de la Humanidad, pero persiguieron sin embargo intereses nacionales, - un acicate en el camino especial con que concibió Alemania su identidad nacional.

Si diferentes distinciones culturales de este tipo, al verse incorporadas en la red de una comunicación que, de manera constante, se hace cada vez más densa y generalizada – y esto es precisamente el proceso de globalización en el plano de las orientaciones culturales-, por lo cual deben referirse y relacionarse de manera cada vez más estrecha entre sí, entonces aparece un plexo de relaciones de pertenencias y diferenciaciones culturales sumamente peculiar y cargado de conflictos. Diferentes universalismos que toman el concepto de humanidad, aparecen en mutua oposición como marcos de referencia de la formación de identidades particulares con posiciones valorativas universales. El 'Clash of Civilisations', invocado con mucha frecuencia y aún más veces criticado, encuentra aquí su base lógica.

Desearía proponer una filosofía de la historia como un medio de conocimiento para apaciguar o civilizar ese conflicto interior en el cual terminan necesariamente atrapados los conceptos creadores de la identidad humana. Por medio de la Filosofía de

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la Historia debe quitársele a este conflicto el aguijón de la bellum omnium contra omnes, que actúa en el nivel en que se establece la orientación de la humanidad, al delinear lo propio a partir de la diferencia con el otro.

La Filosofía de la Historia tradicional había desarrollado en la era axial de la Modernidad una concepción temporal de la humanidad, que se introdujo en la imagen cultural (en los relatos magistrales) del mundo occidental, pero que relegó a los otros a un lugar subalterno, en su diferencia respecto de las especificidades europeo-occidentales. Este etnocentrismo es reproducido en el sentido inverso hoy en día por los intelectuales de los países no occidentales, con el propósito de autoafirmarse a través de la crítica que hacen de la impronta occidentalista. Ellos critican la fuerza destructiva del universalismo occidental con el propósito de lograr su propia afirmación por medio de esta crítica a Occidente. Puede suponerse que en esta crítica se hagan valer de manera implícita criterios universales anti-occidentales. Sin embargo esto debería ser comprobado en detalle.

Para ver de qué se trata podemos recurrir a la conocida metáfora que Dipesh Chakrabarty introdujo en el debate intercultural: 'Provincialising Europe' es una fórmula convincente para situar al imperialismo cultural europeo dentro de sus límites. Al mismo tiempo la metáfora nos acerca a la pregunta de hacia dónde se ha desplazado el imperio. ¿No se oculta simplemente en esta crítica y en las exigencias que plantea? Esta objeción podría ser enfrentada con un relativismo general respecto de las pretensiones de validez que se introdujeron en los procesos de identificación cultural y que han sido sostenidos en ellos.

Este relativismo no es sin embargo una solución al problema de las categorías universales en conflicto, puesto que, en última instancia, representa una afirmación culturalista del Clash of Civilizations. Cuando ya no existe ninguna verdad que abarque todos los sistemas, entonces la última palabra es el conflicto de los sistemas y su bellum omnium contra omnes. Una Filosofía de la Historia renovada debería enfrentar este desafío. Para evitar un relativismo cultural debería mantener firmemente un concepto universal de humanidad. Debería incluso reconocerlo y aceptarlo en sus diferentes versiones culturales y, al mismo tiempo, quitarle a la diferencia de estas manifestaciones distintas el aguijón de la negación mutua. ¿Cómo podría hacerse esto?

Hasta que no cumpla un rol en los procesos de formación de identidad, no puede pensarse en una concepción neutral de humanidad respecto de las diferencias culturales, que funcione como criterio de sentido de la constitución histórica de sentido. En nuestra propuesta, por ello, se trataría más bien de pensar a la humanidad como dimensión determinante portadora de identidad de las orientaciones culturales, de manera tal que conserve su carácter universal - no podría ser de otra manera -, pero que al mismo tiempo, en su especificidad cultural, se comporte en relación de manera inclusiva con especificidades culturales diferentes.

Si se quiere completar esta transformación de la categoría de humanidad como principio de creación histórica de sentido, desde una universalidad excluyente a una incluyente – y éste es la necesidad del momento -, entonces se le debe conferir plausibilidad, con toda la fuerza persuasiva del conocimiento histórico científico. Precisamente aquí se encuentra la tarea de la Filosofía de la Historia hoy en día. Ella otorga de manera heurística el marco de referencia a dicho conocimiento. Una Filosofía de la Historia semejante encuentra distintas posibilidades de conexión culturalmente específicas. Dichas posibilidades radican en la situación cultural de la cual parten las "multiple modernities" que rodean al proceso de globalización.

Sólo puedo mencionar ejemplos occidentales que hacen potable una Filosofía de la Historia de la Humanidad. Se puede recurrir a la Filosofía de la Historia de Herder

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con su principio de la individualidad, despojarla sus de rasgos eurocéntricos y su teoría esencialista de la identidad, y ya se obtendría un paradigma muy aceptable de una Filosofía de la Historia, en la cual la diferencia cultural aparece en su movilidad temporal como manifestación de la humanidad y, de este modo, se torna fundamentalmente pasible de otorgar reconocimiento.

La determinación categorial de la unidad de la humanidad en la multiplicidad de las culturas debe ser temporizada de manera radical, y así ya se tendrían esbozados los rasgos básicos de una Filosofía de la Historia adecuada al presente. Esta podría civilizar el Clash of Civilisations en la medida en que coloca por encima de él la idea regulativa del reconocimiento mutuo de la diferencia cultural. Esta regla debería ser elaborada consecutivamente como perspectiva heurística, la cual pueda recibir como contenido, de manera interpretativa, la plenitud de la experiencia histórica que los hombres han realizado cada vez que han opuesto su condición humana como criterio de determinación en la diferencia respecto de otros hombres.

A los investigadores experimentados en la rutina historiográfica bien podrá parecer todo lo expuesto un entramado de ocurrencias, sostenido tan sólo por el aire. Pero este aire –lo quiero afirmar de esta manera enfática- es el aliento de la respiración del espíritu, que debe inspirar nuestra tarea de investigación, si aceptamos cumplir con la tarea de aportar soluciones a los problemas prácticos de orientación en el presente, en lugar de escondernos en los laberintos del aparato académico o quedar ocultos tras el refulgente velo de un mero juego estético pleno de multiplicidad y heterogeneidad.