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SELECCIÓN DE
CUENTOS EUROPEOSDEL S.XIX
1
ROMANTICISMO
Edgar Allan PoeEstados Unidos: 1809-1849
El corazón delator¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes
que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el
más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo
puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi
historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida,
me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo.
Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí,
eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba
en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme
de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si
hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué
previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de
matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan
suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna
sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh,
ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la
cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan
prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras),
la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete
largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible
cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el
día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y
preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para
sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un
reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el
alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba
ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me
reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se
sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya
que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible
distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico
y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
2
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese
tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho,
noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena...
¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese
sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando
con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba
sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado
despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era
nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola
vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la
Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella
sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi
cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir
una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino
rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda
claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada
de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente
hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los
sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi
furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que
no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal
latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El
espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les
he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un
resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos
minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón
iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del
viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó
una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado
colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón
siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las
paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto,
completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor
latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
3
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas
precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con
rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los
tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor
diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido
para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a
medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a
abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un
vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este
informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado
aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los
visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a
la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el
entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su
fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual
reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba
perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación.
Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y
creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo
más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa
sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de
que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la
voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido
como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin
embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía
continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones;
pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si
las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué
podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había
sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más
alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible
que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi
horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa
sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía
que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde
está latiendo su horrible corazón!
4
NATURALISMO
Guy de MaupassantFrancia: 1850-1893
El collar
Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia
de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para
ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con
un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en
una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su
atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su
flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes
señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría
contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria.
Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la
llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y
delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por
altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados
por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos
muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar
cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas
las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres
días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No
hay nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata
resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un
bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las
galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de
una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no
se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser
atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría
más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
5
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de
pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando
con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la
ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos
las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el
mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus
ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz,
enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se
encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un
traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin
provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir
de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos
el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el
vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una
miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por
diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
6
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste
unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora
de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería
primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a
abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a
latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis
contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y
estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre,
trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su
hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el
triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que
recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce
para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío,
junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir
ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir,
para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros
que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas
que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
7
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal.
Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de
contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo
encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin
lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo
una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía
ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo
has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años,
manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola,
describiéndola, tristes y angustiosos.
8
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que
buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y
cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés,
adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para
toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir,
por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas
morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría?
¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una
resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada,
buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus
uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las
camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el
agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición,
fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo
que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía
a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las
renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las
familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con
agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en
aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe!
¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la
semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel
sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía
confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Jeanne.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
9
-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero...
-Pues bien: lo perdí...
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que
representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy
satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada,
le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos
a lo sumo!...
REALISMO RUSO
Anton ChejovRusia: 1860-1904
Vanka
Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del
zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo,
cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja
muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró el
icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las
Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...
Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo
Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un
viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía
en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de
la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no
dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su
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nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el
mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño,
una perfidia jesuítica.
Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con
frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a
punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían
ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de
la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita
senil les daría vaya a las mujeres.
-¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas
manos los ijares.
Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto
huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus
verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.
El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la oscuridad
de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por
la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La
Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...
Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme
dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por
la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros
aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle
pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me
dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan
otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene,
que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te
saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás contento
conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me
saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y
hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te
ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi
madre.
«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También
hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de
pescar con un anzuelo tan hermoso que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en
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las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada
una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y
escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para
Vanka. Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la
fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío,
qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol
escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos,
cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la
mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada
carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:
-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!
Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era
preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la
quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y
le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka
pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero
Alajin, para que aprendiese el oficio...
«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro
Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de
mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar.
Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es
vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos
de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes que te quiere: VANKA
CHUKOV
Ven en seguida, abuelito.»
Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día
anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras una nueva meditación, añadió:
«Constantino Makarich.»
Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo,
corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas
debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de
Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo...
Anton Chejov
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Rusia: 1860-1904
La señora del perrito
UNO
Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que
por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían.
Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura,
que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando
siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente
«la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había
casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que
él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho,
usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de
inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó
por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi
siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la
raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera,
y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba
aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se
sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque
estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a
las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo
llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que
con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al
principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser
inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo
encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba
sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la
mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que
estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se
murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias
eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero
cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas
fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una
novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su
ánimo.
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Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio
gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
-No muerde -dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir
cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas palabras.
-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra
sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene
de Granada!
Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer
pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten
libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y
hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía
sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que
había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado
como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía
dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba
unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o
en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí,
necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había
estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba
también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser
ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también
que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto
y delicado, sus encantadores ojos grises.
«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.
DOS
Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía
bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era
un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado.
Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas
paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos
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peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos
generales vestidos de uniforme.
A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó
mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros
como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y
preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la
mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El
viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen
ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no contestó.
Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras
respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo
hubiese visto.
-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés.
Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado,
conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la
felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases
superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo
más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de
rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas,
dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta
misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él
escalas.
Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y
todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta.
La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave,
como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente
se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer
pecadora.
-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca
de media hora ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto
poco de la vida.
La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.
-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que necesita usted ser perdonada.
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-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi
marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi
marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé
que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de
curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir.
¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en
que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine
aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer
vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las
lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que
estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del
mal me ha engañado.
-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando,
volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar.
La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla;
cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de
usted es alemán?
-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas
era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se
movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono
ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse
cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y
en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta
tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso
hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora,
acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó
lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o
hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia,
cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
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Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el
mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas,
interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los
jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada,
aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo
ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana
Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de
no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la
respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer
cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y
estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico
y hermosísimo.
Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se
encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a
marcharse.
-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda
campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca
mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos
encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el
ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura.
Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido
de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que
también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos.
Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño,
hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un
hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás,
sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había
engañado.
Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!
TRES
En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las
mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que
encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros
trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria
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los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más
cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus
guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de
su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los
periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes,
a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados,
con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de
pescado salado o una col...
Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su
memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un
mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana
Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde,
al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de
tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de
niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba
por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el
pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes
como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la
encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa
de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar
de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a
todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar
de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía
contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de
edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente
de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:
-No te va el papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se
pudo contener y le dijo:
-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras.
¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las
cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor
parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida
servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio
o una prisión.
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Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de
cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a
pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a
un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana
Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y
un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El
portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de
Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía
en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».
Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una
larga valla gris adornada con clavos.
-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las
ventanas de la casa y viceversa.
Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una
falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se
echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle
esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una
hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De
repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov
estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo
recordar el nombre.
Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana
Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural
en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella
condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego
comió y durmió bastante tiempo.
-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido
y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a
burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser
representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.
-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.
El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de
niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos
elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del
gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás
de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
19
Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al
mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida
como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus
vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír
la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y
soñó...
Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba
la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que
una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la
chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.
En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca.
Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
-Buenas noches.
Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez,
horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los
dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no
atreviéndose a sentarse a su lado.
Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los
estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron
a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos
uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las
perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo
había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!
Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo
me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me
escuches...
Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar
sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo;
no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has
venido?...
En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada;
atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos.
Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien subía por las escaleras.
-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri
Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!...
20
No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más
remedio.
Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos
pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor
de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.
CUATRO
Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su
esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En
Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada.
Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él
su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie
de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.
-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?
Y le explicó esto también.
Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca.
Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa
falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través
de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de
sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto
había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en
el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a
aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo,
no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el
manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado
tiene siempre interés en que sea respetada.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de
pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el
viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado
se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.
-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.
Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando
por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían
verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.
21
Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana
Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna
vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel
momento se vio en el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los
últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor,
temblaban.
Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de
marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como
era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien
con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo,
ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca
había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por
primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos
amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran
como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué
avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con
razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión,
necesidad de ser sincero y tierno...
-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos
algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y
verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida
empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la
parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.
León TolstoiRusia: 1828-1910
El ahijado
I
Un pobre mujikl uvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle que apadrinase al
niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre. El mujik fue a ver a otro vecino, que también se
22
negó. El pobre campesino recorrió toda la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su petición.
Entonces se dirigió a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:
-¿Adónde vas, mujik?
-El Señor me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que
rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi aldea quiere apadrinarlo, por eso voy
a otro lugar en busca de un padrino.
El transeúnte le dijo:
-Yo seré el padrino de tu hijo.
El mujik se alegró mucho, dio las gracias al transeúnte y preguntó:
-¿Y quién será la madrina?
-La hija del comerciante -contestó el transeúnte-. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una casa de
piedra. Entra en esta casa y ruégale al comerciante que su hija sea la madrina de tu niño.
El campesino vaciló.
-¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado comerciante? Me despediría.
-No te preocupes de eso. Haz lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.
El campesino regresó a su casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al
encuentro.
-¿Qué deseas?
-Señor comerciante, Dios me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi
vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a tu hija que sea la madrina.
-¿Cuándo será el bautizo?
-Mañana por la mañana.
-Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá mañana a la hora de la misa.
Al día siguiente llegaron los padrinos. En cuanto bautizaron al niño, el padrino se fue y no se supo quién era;
desde entonces no lo volvieron a ver más.
II
El niño iba creciendo con gran alegría de sus padres. Era fuerte, trabajador, inteligente y pacífico. Cuando
cumplió los diez años, sus padres lo mandaron a la escuela. En un año aprendió lo que otros aprenden en cinco. Y
ya no le quedaba nada que aprender.
Cuando llegó la Semana Santa, el niño fue a felicitar las Pascuas de Resurrección a su madrina. Al regresar a su
casa preguntó:
-Padrecitos, ¿dónde vive mi padrino? Quiero ir a felicitarlo también.
-No sabemos, hijo querido, dónde vive tu padrino. Esto nos causa profunda tristeza. No lo hemos vuelto a ver
desde el día de tu bautizo, no sabemos dónde reside ni si está vivo.
-Padrecitos, déjenme ir a buscarlo -suplicó el niño. Y los padres accedieron.
III
El niño salió de su casa y se fue camino adelante. Anduvo medio día y se encontró con un transeúnte, que le
preguntó:
-¿Adónde vas, muchacho?
23
-He felicitado las Pascuas a mi madrina. También deseaba felicitar a mi padrino, pero mis padres ignoran su
paradero. No lo han vuelto a ver desde que me bautizaron ni saben si está vivo. Voy en busca de él.
Entonces el transeúnte dijo:
-Yo soy tu padrino.
El niño se alegró mucho y preguntó:
-¿Adónde vas ahora, padrino? Si te diriges a nuestra aldea, ven a mi casa.
-No tengo tiempo para ir a tu casa; tengo que hacer. Ven a verme tú mañana -le contestó el padrino.
-¿Cómo he de encontrarte?
-Camina de frente hacia el levante. Llegarás a un bosque y, en medio de él, verás una praderita. Siéntate a
descansar en ella y observa lo que veas allí. Al salir del bosque encontrarás un jardín que rodea una casita con
tejado de oro. Aquélla es mi casa. Acércate a la verja. Yo saldré a recibirte.
Diciendo esto, el padrino desapareció.
IV
El niño se puso en camino tal como se lo había ordenado su padrino. Anduvo, anduvo, atravesó un bosque y llegó
a una praderita. Allí vio un pino en una de cuyas ramas pendía un tronco de roble atado con una cuerda. Debajo
del tronco había una artesa llena de miel. El niño se puso a pensar qué significaba todo aquello. Entonces se
oyeron chasquidos y apareció una osa seguida de cuatro oseznos. La osa olfateó y se dirigió hacia la artesa;
introdujo el hocico en la miel y llamó a sus pequeños. Éstos se lanzaron hacia la artesa. El tronco osciló
levemente, empujando a los oseznos. Al ver esto, la osa dio un empellón al tronco. Este osciló y volvió a golpear a
los ositos, que lanzaron un gemido y salieron despedidos. La osa gruñó y, agarrando el tronco, lo arrojó lejos de sí.
El tronco salió volando muy alto por los aires. Entonces, el mayor de los ositos corrió a la artesa; los demás
quisieron seguir su ejemplo, pero aun no les había dado tiempo de llegar, cuando el tronco volvió a su posición
normal, matando al osito. Gruñendo, la osa lanzó el tronco hacia arriba con todas sus fuerzas. El tronco llegó muy
alto, por encima de la rama de la que estaba colgado, con lo que se aflojó la cuerda. Entonces la osa y los
pequeños corrieron de nuevo a la artesa. Pero, a medida que el tronco volvía a su posición normal, iba
adquiriendo más velocidad. Golpeó en la cabeza a la osa y la mató. Entonces, los oseznos salieron huyendo.
V
Muy sorprendido, el niño siguió su camino y llegó a un espacioso jardín, donde se alzaba la casa con tejado de
oro. Junto a la verja se hallaba su padrino, sonriéndole. Ni en sueños había visto el niño la belleza y la alegría que
reinaba en aquel jardín.
El padrino lo condujo a la casa, aún más regia que el jardín, y le enseñó sus magníficas y alegres habitaciones.
Luego, llevándolo junto a una puerta sellada, le dijo:
-¿Ves esta puerta? No tiene candado, tan sólo está sellada. Podrías abrirla, pero no quiero que lo hagas. Instálate
aquí, pasea y haz lo que quieras. Disfruta de todo esto, pero sólo te encargo una cosa: no traspases esta puerta. Y
si lo hicieras, recuerda lo que viste en el bosque.
Diciendo esto, el padrino se marchó. El ahijado se sentía alegre y satisfecho. Habían transcurrido ya treinta años
desde que estaba allí, pero él se imaginaba que sólo habían sido tres horas. Y entonces se acercó a la puerta
sellada y pensó: «¿Por qué me habrá prohibido mi padrino entrar en esta habitación? Voy a ver lo que hay dentro
de ella».
24
Empujó la puerta y entró. Pudo comprobar que aquella era la habitación mejor y más espaciosa de toda la
casa. En el centro había un trono de oro. El ahijado recorrió la sala, se acercó al trono, subió las gradas y tomó
asiento. Entonces vio que junto al trono había un cetro. Lo tomó en las manos y en el mismo instante se
derrumbaron las cuatro paredes, dejando al descubierto al mundo entero. Ante él, divisó el mar y los buques
navegando. A la derecha, vio unos pueblos desconocidos habitados por gente no cristiana. A la izquierda vivían
cristianos, pero no eran rusos. Y, finalmente, detrás de él se veía el pueblo ruso.
-Voy a ver lo que ocurre en mi casa. ¿Habrá sido buena la cosecha? -se dijo mirando en dirección a las tierras de
su padre. Empezó a contar las gavillas para saber si habían recogido mucho trigo, cuando vio avanzar un carro
guiado por un mujik. Era el ladrón Vasili Kudriashov, que se dirigía al campo a robar las gavillas.
Irritado, el ahijado gritó:
-Padrecito, están robando el trigo.
El padre se despertó. «He soñado que están robando en nuestro campo, voy a verlo», pensó, y, montando
un caballo, se dirigió a sus tierras.
Al llegar, descubrió a Vasili y llamó a los campesinos en su ayuda. Azotaron a Vasili y, maniatado, lo
condujeron a la cárcel.
El ahijado miró a la ciudad donde residía su madrina. Ésta se había casado con un comerciante. Se
hallaba durmiendo y, mientras, su marido se dirigía a casa de su amante. El ahijado le gritó a su madrina:
-¡Levántate, que tu marido está haciendo cosas malas!
La mujer se levantó, fue en busca de su esposo, lo avergonzó y lo echó de su lado.
Después, el ahijado miró a su casa. Su madre dormía sin darse cuenta de que se había introducido en la
isba un ladrón, que estaba forzando un baúl. Entonces la madre se despertó y dio un grito. El malhechor se
abalanzó sobre ella blandiendo un hacha.
Sin poderse contener, el ahijado lanzó el cetro y le dio en la sien al ladrón, matándolo en el acto.
VI
En aquel instante se volvieron a cerrar las paredes, quedando la sala como antes. Entonces se abrió la puerta y
apareció el padrino. Se acercó a su ahijado, lo tomó de la mano y, bajándolo del trono le dijo:
-No has cumplido mi orden. Lo primero que has hecho mal fue abrir esta puerta; lo segundo subir al trono y lo
tercero añadir mucho mal al mundo. Permaneciendo media hora más en el trono, hubieras echado a perder medio
mundo.
El padrino sentó luego al ahijado en el trono y cogió el cetro. Otra vez se derrumbaron las paredes y se vio
todo lo que ocurría por el mundo.
El padrino dijo:
-Mira lo que le has hecho a tu padre. Vasili ha estado un año en la cárcel, con lo que se ha exasperado aún más.
Ves, ha dejado escapar dos caballos de tu padre y está incendiando su granja. Esto es lo que has conseguido.
Después, el padrino mandó a su ahijado que mirara en otra dirección.
-Ya hace un año que el marido de tu madrina ha abandonado a ésta. Su amante ha desaparecido y él se ha
marchado por ahí con otras mujeres. Tu madrina se ha entregado a la bebida a causa de su pena -dijo el padrino,
y le mandó al ahijado que mirase hacia su casa.
Entonces, éste vio a su madre que lloraba, arrepentida de sus pecados, diciendo:
-Mejor sería que me hubiese matado el bandido, no habría yo pecado tanto.
-He aquí lo que has hecho a tu madre.
25
Y el padrino le mandó al ahijado que mirase hacia abajo. Allí vio al bandido en el purgatorio.
Después, el padrino dijo:
-Este malhechor ha asesinado a nueve personas. Debía de haber redimido sus pecados, pero al matarlo, los has
tomado sobre ti. Ahora eres tú quien debe dar cuenta de sus pecados. He aquí lo que te has buscado. La osa
empujó por primera vez el tronco de roble y con ello sólo molestó a los oseznos, lo empujó por segunda vez y
mató al mayor de ellos y, cuando lo hizo por tercera vez, halló la muerte. Lo mismo has hecho tú. Te doy treinta
años de plazo. Vete por el mundo a redimir los pecados del bandido. Si los redimes, tendrás que ocupar su
puesto.
El ahijado preguntó:
-¿Cómo puedo yo redimir sus pecados?
-Cuando hayas aniquilado tanto mal en el mundo como el que has hecho, entonces habrás redimido tus pecados y
los de ese hombre.
-¿Y cómo aniquilar el mal? -volvió a inquirir el ahijado.
-Camina en línea recta, en dirección al levante hasta que llegues a un campo. Observa lo que hacen los hombres
y enséñales lo que sepas. Luego sigue tu camino, observando lo que veas. Al cuarto día de marcha, llegarás a un
bosque donde hay una ermita. En ella vive un ermitaño, cuéntale todo lo que hayas visto y él te enseñará lo que
debes hacer. Cuando cumplas todo lo que te mande el ermitaño, habrás redimido tus pecados y los del bandido.
Diciendo esto, el padrino acompañó a su ahijado hasta la verja del jardín y le despidió.
VII
El ahijado se puso en camino, pensando: «¿Cómo destruiré el mal? ¿Qué debo hacer para aniquilarlo sin
tomar sobre mí los pecados de los demás?». Meditó sobre esto, mas no pudo llegar a ninguna conclusión.
Anduvo mucho y llegó a un campo. El trigo estaba muy crecido y granado, a punto ya para segarlo. Una
ternera había entrado en el sembrado y los campesinos, montados, la perseguían de un lado para otro. La ternera
se disponía a saltar fuera del trigo pero, asustándose de los hombres, volvía a meterse en el campo. Y de nuevo la
perseguían los aldeanos. Junto a la vereda, una mujer lloraba y decía:
-Van a agotar a mi ternera.
Entonces, el ahijado les dijo a los campesinos:
-¿Por qué obran así? Salgan todos fuera del trigo y que la mujer llame a la ternera.
Los campesinos obedecieron. La mujer se acercó al sembrado y se puso a llamar a la ternera. El animal
irguió las orejas, permaneció un rato escuchando y salió corriendo hacia su ama. Todos se alegraron mucho.
El ahijado siguió su camino, pensando: «Ahora veo que el mal se multiplica con el mal. Cuanto más se le
persigue, tanto más se difunde. Pero lo que no sé es cómo se podría destruir. La ternera ha obedecido a su ama,
pero si no lo hubiera hecho, ¿cómo hacerla salir del trigo?».
Por más que meditó sobre esto, no llegó a ninguna conclusión y siguió camino adelante.
VIII
El ahijado anduvo mucho hasta que llegó a una aldea. En una isba, donde sólo había una mujer que
estaba fregando, pidió permiso para pernoctar.
26
Se instaló en un banco y observó a la dueña de la isba. Había terminado de fregar el suelo y se puso a
limpiar la mesa. La frotaba sin conseguir dejarla limpia, pues el paño que utilizaba estaba sucio.
El ahijado preguntó:
-¿Qué haces, mujer?
-¿No ves que estoy limpiando en víspera de las fiestas? Pero no hay manera de dejar limpia esta mesa,
estoy completamente agotada.
-Debes aclarar antes el paño.
La mujer obedeció y no tardó en dejar limpia la mesa.
-Gracias por haberme enseñado -dijo.
A la mañana siguiente, el ahijado se despidió y emprendió de nuevo la marcha. Anduvo mucho hasta que
llegó a un bosque. Allí vio a varios hombres que estaban curvando unos arcos. Al acercarse, se dio cuenta de que
los hombres daban vueltas, pero los arcos no se curvaban. Se les movía el banco, pues no estaba fijado.
Entonces, les dijo:
-¿Qué hacen, muchachos?
-Estamos curvando arcos. Los hemos remojado dos veces ya, nos hemos extenuado sin haber logrado curvarlos.
-Deben fijar el banco.
Los mujiks obedecieron y entonces se les dio bien el trabajo. El ahijado pernoctó con ellos y, después,
siguió su camino. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Al amanecer, llegó a un lugar donde se hallaban
unos pastores. Se detuvo a descansar junto a ellos. Los pastores, que ya habían recogido el ganado, trataban de
encender una hoguera. Encendieron unas ramas secas y, antes de que se hubieran prendido, echaron encima
ramas húmedas, con lo cual apagaron el fuego. Varias veces trataron de encender la hoguera del mismo modo,
sin conseguirlo.
Entonces les dijo el ahijado:
-No se apresuren tanto en echar las ramas húmedas, esperen primero a que se prendan bien las secas. Entonces
podrán echar las húmedas, que también se prenderán.
Los pastores hicieron lo que les aconsejaba el ahijado y entonces se les prendió la hoguera. Después de
permanecer un rato con ellos, el ahijado volvió a ponerse en camino. Iba pensando qué significaba lo que había
visto, pero no llegó a entenderlo.
Después de caminar todo el día, llegó a otro bosque donde había una ermita. Se acercó y llamó a la
puerta. Alguien preguntó desde dentro:
-¿Quién es?
-Un gran pecador que va a redimir los pecados de sus semejantes.
Salió el ermitaño y le hizo varias preguntas.
El ahijado le relató todo lo que le había ocurrido desde que se encontró con su padrino.
-He comprendido que no se puede aniquilar el mal por medio del mal, pero no llego a entender cómo debe
destruirse.
Entonces le dijo el ermitaño.
-Dime lo que has visto en el camino.
El ahijado le relató todo lo que había visto hasta llegar allí.
El ermitaño le escuchó atentamente. Después entró en la ermita y salió trayendo un hacha.
-Vámonos -dijo.
Llegaron hasta un árbol y el ermitaño, mostrándoselo al ahijado, le ordenó:
-Tala este árbol.
27
Dando varios hachazos, el ahijado derribó el árbol.
-Pártelo en tres -dijo el ermitaño.
El ahijado cumplió la orden. Entonces, el ermitaño entró en la ermita y salió de nuevo trayendo fuego.
-Quema estos tres troncos.
El ahijado los prendió y los troncos ardieron hasta convertirse en tizones.
-Ahora planta estos tizones.
El ahijado hizo lo que le mandaban.
-¿Ves el río que corre al pie de esta montaña? Tienes que regar estos tizones, trayendo en la boca el agua. Riega
el primero, el segundo y el tercero, lo mismo que le enseñaste a la mujer, a los artesanos y a los pastores lo que
debían hacer. Cuando estos tizones crezcan y se conviertan en manzanos, sabrás cómo aniquilar el mal y
redimirás los pecados.
X
El ahijado se fue hacia el río. Se llenó la boca de agua, regó un tizón, volvió al río y luego regó los otros dos.
Sintiéndose cansado y hambriento, se dirigió a la ermita para pedir algún alimento al ermitaño, pero al entrar en
ella, lo halló muerto. El ahijado encontró unos mendrugos de pan y se los comió; luego buscó una azada y fue a
cavar una fosa para enterrar al viejo. De noche regaba los tizones y, durante el día cavaba la fosa. Cuando estuvo
preparada la fosa y el ahijado se disponía a enterrar al ermitaño, llegaron las gentes de la ciudad, trayendo
alimentos para el viejo.
Entonces se enteraron de que éste había muerto, dejando en su puesto al ahijado. Dieron sepultura al
ermitaño, le dejaron pan al ahijado y, prometiendo traerle más, se fueron.
El ahijado se quedó a vivir en el puesto del viejo. Cumplía lo que aquél le había mandado. Regaba los tres
tizones trayendo el agua en la boca y se alimentaba con las limosnas de la gente.
Así transcurrió un año. Corrieron rumores de que en el bosque vivía un santo varón que redimía sus
pecados. Mucha gente visitaba al ahijado; también solían ir a verlo comerciantes ricos que le llevaban obsequios.
El ahijado tomaba tan sólo lo que necesitaba y repartía lo demás entre los pobres.
Desde entonces, el ahijado dedicaba medio día a regar los tizones y la otra mitad, a recibir a la gente y descansar.
Pensaba que cuando le habían mandado vivir así, era ésta la manera de redimir los pecados y de destruir
el mal.
Así transcurrió otro año; el ahijado no dejó de regar ni un solo día, pero los tizones no crecían.
Una vez oyó que cabalgaba un hombre entonando una canción. Salió a ver quién era. Montando un
hermoso caballo con buena silla, se acercaba un hombre joven, fuerte y bien vestido.
El ahijado le detuvo y le preguntó quién era y adónde se dirigía.
-Soy un malhechor, asalto a la gente por los caminos; cuantas más personas mato, tanto más alegres son mis
canciones.
El ahijado se horrorizó y pensó: «¿Cómo aniquilar el mal en semejante hombre? Me resulta fácil
convencer a las personas que vienen a verme, pues se arrepienten por sí mismas. En cambio, este hombre se
jacta del daño que hace».
Sin pronunciar ni una palabra más, el ahijado se apartó del bandido, mientras pensaba: «¿Qué hacer? Si
este hombre se aficiona a venir por aquí, asustará a las gentes y éstas dejarán de visitarme. Con ello se verán
perjudicadas y además, ¿de qué viviré yo?»
28
Entonces se dirigió al bandido, diciéndole:
-Las gentes que vienen aquí no se jactan del mal que han hecho, vienen a arrepentirse y a rezar por sus
pecados. Arrepiéntete también, si temes a Dios. Pero si no quieres hacerlo, márchate y no vuelvas por aquí. No
me turbes ni asustes a la gente. Si no obedeces, te castigará Dios.
El bandido se echó a reír.
-No temo a Dios ni te obedeceré. Tú no eres quién para mandarme. Te alimentas por medio de tus
oraciones y yo por medio del robo. Todos tenemos que comer. Predica a las mujeres que vienen a verte; a mí no
tienes que enseñarme nada. Por haberme hablado de Dios, mañana mataré a dos personas más. También te
mataría a ti, pero no quiero mancharme las manos. No vuelvas a ponerte ante mi vista desde ahora en adelante.
XI
Un día, después de haber regado los tizones, el ahijado se hallaba descansando en la ermita. Miraba al sendero
esperando ver aparecer a la gente. Pero aquel día nadie lo visitó. El ahijado permaneció solo hasta la noche. Se
sintió invadido por la tristeza y meditó sobre su vida. Recordó que el bandido le había reprochado que sus
oraciones le sirvieran de medio para sustentarse. «No vivo según me ha ordenado el ermitaño. Me ha impuesto
una penitencia para redimir los pecados, en cambio yo obtengo beneficios de ella y hasta he llegado a hacerme
célebre. Cuando estoy solo me aburro y si viene gente a visitarme, lo único que me alegra, es que difunden mi
santidad. No es así como debo vivir. Aun no he redimido los antiguos pecados y ya he cometido otros nuevos. Me
iré a otro lugar del bosque para que la gente no me encuentre. Iniciaré una vida nueva para redimir los antiguos
pecados y no cometer otros nuevos». Entonces tomó un zurrón con mendrugos de pan y una azada para
construirse una choza en un lugar solitario. Cuando iba camino adelante, vio al bandido que venía a su encuentro.
Atemorizado, quiso huir, pero el bandido lo alcanzó y le preguntó:
-¿Adónde vas?
El ahijado le contó que deseaba ocultarse de la gente, estableciéndose en un lugar solitario.
El malhechor se sorprendió:
-¿Con qué te vas a sustentar si deja de visitarte la gente?
El ahijado ni siquiera había pensado en esto.
-Me alimentaré con lo que Dios me mande -le respondió.
El bandido prosiguió su camino.
«No le he dicho nada acerca de su vida. Tal vez se arrepienta ahora. Hoy parece estar de mejor talante. No me ha
amenazado con matarme» -pensó y le gritó:
-Debías arrepentirte. No podrás huir de Dios.
El malhechor volvió grupas, sacó un puñal y lo blandió. El ahijado huyó bosque adentro. El bandido no le
persiguió, sólo le dijo:
-Viejo, te he perdonado dos veces. No te presentes ante mí por tercera vez, pues te mataré.
Al decir esto, desapareció.
Por la noche, el ahijado fue a regar los tizones y vio que uno de ellos había retoñado.
XII
El ahijado vivió solitario, sin ver a nadie. Se le acabaron los mendrugos. «Ahora comeré raíces», pensó.
29
En cuanto se puso a buscar raíces, vio una bolsita con mendrugos de pan colgada de una rama. Cogió la
bolsa y se alimentó con aquellos mendrugos. Cuando se le terminaron, halló otra bolsa con pan en la misma rama.
Allí vivía el ahijado. Sólo tenía un motivo de sufrimiento: su temor al bandido. En cuanto lo oía cabalgar, se
escondía, pensando: «Me matará sin darme tiempo de redimir los pecados».
De este modo transcurrieron diez años. El manzano crecía y los otros dos tizones seguían en el mismo
estado.
Un día, después de regar el manzano y los tizones, el ahijado se sentó a descansar. «He pecado temiendo
morir. Si Dios lo dispone así, redimiré los pecados por medio de la muerte», pensó, y al punto oyó que venía el
malhechor lanzando invectivas. «Lo bueno y lo malo sólo me puede venir de Dios», se dijo el ahijado, y fue al
encuentro del bandido. Éste no venía solo: en su caballo traía a un hombre amordazado y maniatado. El ahijado
detuvo al malhechor:
-¿Adónde llevas a este hombre?
-Al bosque. Es el hijo de un comerciante. No quiere revelarme dónde guarda su padre el dinero. Lo azotaré hasta
que me lo diga.
Diciendo esto, el bandido se disponía a seguir adelante. Pero el ahijado se lo impidió, asiendo las bridas
del caballo.
-¡Suelta a este hombre!
El malhechor se irritó e hizo ademán de pegar al ahijado.
-¿Quieres correr la misma suerte que él? Ya te he dicho que te voy a matar. ¡Suelta el caballo!
Pero el ahijado permaneció impávido.
-No me impones, sólo temo a Dios. Deja en paz a este hombre.
El bandido se entristeció. Sacó un puñal y, cortando las cuerdas, dejó en libertad al hijo del comerciante.
-Márchense los dos y no se vuelvan a poner ante mi vista -dijo.
El hijo del comerciante saltó del caballo y echó a correr.
El bandido iba ya a reemprender la marcha, pero el ahijado lo retuvo y le aconsejó que cambiara de
manera de vivir.
El malhechor lo escuchó en silencio, alejándose sin proferir palabra. A la mañana siguiente, el ahijado vio
que había retoñado el segundo tizón.
XIII
Transcurrieron otros diez años. El ahijado no deseaba nada. No temía a nadie y en su corazón reinaba la
alegría. «¡Qué bienestar tan grande concede Dios a los hombres! En vano se atormentan. Podrían vivir felices», se
decía. Y recordó todo el mal de la humanidad. Y se compadeció de los hombres. «Hago mal en vivir así; es
necesario ir a decir a los hombres lo que sé» -pensó.
Y entonces oyó que venía el bandido. Lo dejó pasar de largo. «No merece la pena de hablar con él, ni
siquiera me entenderá». Pero después cambió de parecer. Alcanzó al bandido, que cabalgaba triste, mirando
hacia el suelo. Lo contempló y se apiadó de él.
-Hermano querido, ¡compadécete de tu alma! No olvides que llevas en ti el soplo divino. Sufres, atormentas a tus
semejantes y has de padecer aún más. ¡Dios te quiere tanto! No te pierdas, hermano. ¡Cambia tu vida! -exclamó el
ahijado asiendo por una rodilla al malhechor.
Éste frunció el ceño y, volviéndose, dijo:
-¡Déjame!
30
El ahijado sujetó con más fuerza al bandido y se deshizo en lágrimas.
-Viejo, me has vencido. He luchado contra ti durante veinte años, pero has podido conmigo. Haz de mí lo que
desees. Ya no tengo poder sobre ti. La primera vez que has tratado de convencerme tan sólo lograste irritarme. He
meditado sobre tus palabras cuando supe que te habías apartado de la gente y que nada necesitabas de los
hombres. Desde entonces, yo te ponía los mendrugos en la rama del árbol.
El ahijado recordó en aquel momento que la mujer sólo logró limpiar la mesa una vez que hubo aclarado el
paño. Cuando él dejó de preocuparse de sí mismo, purificó su corazón y comenzó a purificar los de sus
semejantes.
-Mi corazón se conmovió al ver que no temías a la muerte -prosiguió el bandido.
El ahijado recordó entonces que los artesanos sólo pudieron curvar los arcos cuando fijaron el banco.
Cuando él dejó de temer a la muerte afianzó su vida en Dios y venció un corazón invencible.
-Mi corazón se dulcificó solamente cuando te compadeciste de mí y te echaste a llorar.
Invadido por la alegría, el ahijado llevó al bandido al lugar donde estaban plantados los tizones. También
el tercero se había convertido en un manzano. Entonces recordó el ahijado que los pastores sólo consiguieron
prender las ramas mojadas cuando el fuego estuvo bien encendido. Cuando se inflamó su corazón, se dulcificó el
del malhechor.
Fue inmensa la alegría del ahijado cuando comprendió que había redimido los pecados que pesaban
sobre él.
Después de relatar su vida al bandido, el ahijado murió. El malhechor le dio sepultura y, redimido,
comenzó a vivir según le había dicho el ahijado, enseñando a las gentes.
MODERNISMO
Katherine MansfieldNueva Zelandia: 1888-1923
Felicidad
A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera
deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza;
rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír... simplemente por nada.
¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una
sensación de felicidad..., de felicidad plena..., como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol
crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?
¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer "beodo o trastornado"? La civilización es
una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si
fuera algún valioso Stradivarius?
"No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir-pensó mientras subía
corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre,
repiqueteaba con los dedos en el buzón-. Y no lo expresa porque..."
-¡Gracias, Mary! -Entró en el vestíbulo-. ¿Ha vuelto la niñera?
-Sí, señora.
-¿Han traído la fruta?
31
-Sí, señora; ya está aquí.
-Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.
El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no
podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.
Pero en su pecho ardía aún aquel fuego resplandeciente que se extendía a todos los miembros como una
lluvia de chispas. Casi era insoportable. Apenas se atrevía a respirar por miedo a avivarlo más y, sin embargo, lo
hacía muy hondamente. Tampoco se decidía a mirar al frío espejo..., pero miró al fin y vio en él a una mujer
radiante, sonriente, de labios trémulos, con unos ojos grandes y oscuros, y en toda ella ese aire atento de quien
escucha, esperando algo..., algo divino que va a pasar... y que sabe ha de ocurrir infaliblemente.
Mary trajo la fruta en una bandeja y dos grandes platos. Uno de ellos era de cristal y el otro de porcelana
azul, muy bonito, con un reflejo extraño, como si lo hubiesen sumergido en un baño de leche.
-¿Doy la luz, señora?
-No, gracias; veo muy bien.
Había mandarinas como bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas
tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían
moradas. Éstas las había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor. Sí, tal vez pareciera
algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: "Tengo que
llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que recuerde la alfombra". Y en aquel momento
esta idea le pareció muy razonable.
Cuando hubo hecho con todas aquellas lustrosas redondeces dos pirámides, se alejó unos pasos para ver
el efecto, que era realmente muy curioso. La mesa oscura se fundía en la penumbra de la habitación, y los dos
platos -el azul y el de cristal cargados de fruta- parecían flotar en el aire. Esto, debido quizás a su estado de
ánimo, le resultó increíblemente hermoso, y se echó a reír.
"¡No, no! Me estoy volviendo histérica", se dijo. Y cogiendo el bolso y el abrigo, subió hasta la habitación
de la niña.
La niñera estaba sentada ante una mesita baja dando de cenar a la pequeña Berta después de haberla
bañado. La niña vestía una bata de franela blanca y una chaquetilla de lana azul, y sus negros y finos cabellos los
llevaba peinados hacia atrás terminados en un gracioso moñito. En cuanto vio a su madre, levantó la cabeza y
empezó a saltar.
-No, querida, no; come quietecita como una niña buena -dijo la niñera apretando los labios de una forma
que Berta conocía ya. Aquello significaba que era uno de los momentos inoportunos para entrar al cuarto de la
niña. -¿Ha sido buena hoy, Tata?
-Toda la tarde ha estado encantadora -contestó en voz baja-. Estuvimos en el parque y me senté en una
silla. Cuando la saqué del cochecito se acercó un perro muy grande que me puso la cabeza sobre las rodillas, y la
niña le agarró las orejas tirando de ellas. ¡Oh, me hubiese gustado que la señora la hubiese visto!
Berta quiso preguntarle si no le parecía peligroso dejar que la niña tirara de las orejas a un perro
desconocido, pero no se atrevió y se quedó mirándolas con los brazos caídos, como una niña pobre delante de
otra rica que tiene una muñeca.
Su hijita volvió a levantar la cabeza, contemplándola fijamente, y luego le sonrió de manera tan adorable
que Berta, sin poder resistir más, dijo:
-¡Oh, Tata, déjeme que termine de darle la cena mientras usted arregla las cosas del baño!
-Como quiera la señora; pero, mientras la niña come, no debe cambiarse la persona que le da de comer -
contestó la niñera en voz baja.
32
¡Qué absurdo! ¿Para qué tener una niña si siempre había de estar guardada, no en una caja como un
precioso y raro violín, sino en los brazos extraños de otra mujer?
-Bien, pero yo deseo darle de cenar -dijo Berta.
La niñera, muy ofendida, le entregó la niña.
-Sobre todo, le ruego a la señora que no la excite después de cenar. Ya sabe que es muy impresionable y luego
para dormirla me hace pasar un mal rato.
Gracias a Dios la niñera había salido ya de la habitación con las toallas del baño.
-¡Ahora eres toda para mí, preciosa mía! -dijo Berta mientras la niña se apretaba contra ella.
Comió graciosamente, tendiendo los labios hacia la cuchara y agitando después sus manecitas. A veces
no quería soltarla, y otras, en el momento que Berta la tenía llena, hacía un además apartándola lejos de sí.
Cuando terminó la sopa, Berta se volvió hacia el fuego.
-Eres encantadora..., sencillamente encantadora -dijo mientras la besaba, sintiéndola tan tibia y suave-. ¡Te quiero
tanto, tanto!
¡Claro que la quería! ¡La quería por entero! Le gustaba sentir su cuello tibio y ver los deliciosos dedos de
sus pies que ahora brillaban con rojizas transparencias ante el fuego de la chimenea... Sí, la quería; la quería
tanto, que aquella intensa sensación de dicha plena la dominó de nuevo, y otra vez no supo cómo expresarla, ni
qué hacer con ella.
-La llaman al teléfono, señora -dijo la niñera volviendo con aire de triunfo y apoderándose de su pequeña
Berta.
Bajó corriendo. Era Harry.
-¿Eres tú, Berta? Se me ha hecho tarde. Tomaré un taxi y llegaré tan pronto como pueda. Retrasa la cena unos
diez minutos, ¿quieres?
-Sí, Harry; perfectamente. Oye...
-Dime.
¿Qué podía decirle? Nada, nada en absoluto. Sólo deseaba seguir en contacto con él un momento más; pero no
podía gritarle absurdamente: "¡Qué día más preciosos hemos tenido!"
-¿Qué querías? -insistió la vocecita lejana.
-¡Nada! Entendí -dijo Berta, y colgó el auricular, pensando lo estúpida que es la civilización.
Tenían invitados a cenar. Los Norman Knight -una pareja muy bien avenida: él iba a abrir un nuevo teatro
y a ella le interesaba la decoración de interiores-; un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de
publicar un tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla Fulton, un "hallazgo" de Berta. Ésta
ignoraba lo que la señorita Fulton hacía. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó enseguida con ella,
como siempre le sucedía con una mujer guapa que tuviera algo extraño y misterioso.
Lo que más le atraía de la joven era que, a pesar de haberse visto y hablado muchas veces, aún no la
comprendía. Hasta cierto punto, encontraba a la señorita Fulton extraordinariamente franca; pero había en ella esa
línea divisoria imposible de trasponer.
¿Existía algo más? Harry decía que no. Le parecía insulsa y fría como todas las rubias, y quizá con un
poco de anemia cerebral. Pero Berta no estaba de acuerdo con él por el momento.
-Esa manera que tiene de sentarse ladeando un poco la cabeza y de sonreír oculta algo, Harry -le había dicho-.
Tenemos que averiguar lo que es.
-Pues aseguraría que tiene un buen estómago -contestaba Harry.
33
Le gustaba dejar a su esposa sin respuesta con salidas de esta índole. Unas veces decía: "A mi juicio
tiene el hígado helado". Otras: "Quizás padece de narcisismo". En ocasiones: "Tal vez sufre de una afección al
riñón"..., y cosas por el estilo. Sin embargo, por alguna razón extraña, a Berta le gustaba eso, y casi lo admiraba.
Se dirigió al salón y encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que Mary había
arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación
pareció de repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó sorprendida al ver que lo abrazaba
fuerte y apasionadamente. Pero esto no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al contrario!
Las ventanas del salón se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, cerca de la tapia, un alto y esbelto
peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y sereno recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a pesar de la
distancia, que no tenía ni una flor ni un solo pétalo marchito. Más abajo, en los arriates, los tulipanes rojos y
amarillos parecían apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se deslizaba a través del césped,
y otro negro -como su sombra- le seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño temblor.
-¡De qué forma más inquietante se arrastran esos animales -balbuceó. Y, apartándose de la ventana,
comenzó a pasear por el cuarto.
¡Cómo flotaba el aroma de los narcisos en el aire caliente del cuarto! ¿Olían demasiado? ¡Oh, no, no! Y,
sin embargo, como si no hubiese podido resistir más el intenso perfume, se echó en un sofá apretándose los ojos
con las manos.
-¡Soy feliz, demasiado feliz! -dijo con un susurro.
Aún persistía en su retina, bajo los párpados cerrados, el hermoso peral, con todas las flores
completamente abiertas como el símbolo de su vida.
Realmente..., realmente..., lo tenía todo: era joven; Harry y ella se querían más que nunca, llevándose muy
bien; tenía una niña adorable; no le agobiaban preocupaciones económicas; vivían en una hermosa casa, con
jardín, que reunía todas las condiciones deseables, y tenían amigos, modernos e interesantes: escritores, pintores,
poetas y hombres de mundo..., precisamente la clase de amistades que a ambos les gustaban. Y, para colmo de
su dicha, había descubierto una modista maravillosa, el próximo verano saldrían de viaje por el extranjero, y su
nueva cocinera sabía hacer unas tortillas sabrosísimas...
-¡Soy absurda, absurda! -murmuró levantándose. Pero notó que se sentía completamente aturdida, como
embriagada. Sería seguramente la primavera. ¡Sí, era la primavera! Estaba tan cansada, que le costó trabajo subir
a vestirse.
Se puso un vestido blanco, un collar de jade y zapatos verdes. Esta combinación no era casual. Lo había
pensado tras muchas horas de haber visto el peral en flor por la ventana del salón.
Los pliegues de su vestido crujieron suavemente cuando entró en el vestíbulo y besó a la señora Knight
que estaba quitándose un extravagante abrigo color naranja, adornado con una procesión de monos negros que
orlaban todo el borde y subían después por las solapas.
-No hago más que preguntarme -dijo- por qué será la clase media tan obtusa y tendrá tan poco sentido del
humor. Querida mía, estoy aquí por pura casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis
adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera, que todos los ojos no eran ya más que un solo par. Se
me comían, sencillamente. No se reían, no; no les producía risa, cosa que al fin me hubiese gustado. Sólo me
miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.
-Pero lo gracioso del caso... -repuso Norman calándose un gran monóculo con montura de concha-. No te
importa que lo cuente, ¿verdad, Cara? -En casa y entre amigos se llamaban Cara y Careto-. Lo gracioso fue que
cuando Face estaba más enojada se volvió a la mujer que tenía a su lado y le dijo:"¿Es que nunca ha visto usted
un mono?"
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-¡Oh, sí! -y su esposa unió su risa a la de los demás-. Tuvo gracia,¿verdad?
Pero lo que resultó aún más divertido fue que, una vez quitado el famoso abrigo, la señora Knight parecía
realmente un mono inteligente que se hubiese hecho un traje con tiras de papel de plátano. Y sus pendientes de
ámbar eran como dos pequeñas nueces colgantes.
Sonó otra vez el timbre de la puerta. Era Eddie Warren, delgado y pálido como de costumbre y en su
estado de extrema angustia.
-Es ésta la casa ¿verdad? ¿Es ésta? -preguntó.
-Sí, supongo que sí -contestó riéndose Berta.
-He pasado un rato malísimo con el chofer de un taxi: tenía un aspecto de los más siniestros y no había
forma de hacerlo parar. Cuando más tocaba en el cristal para avisarle, más corría él. Bajo el claro de luna, era una
figura grotesca con la cabeza achatada hundida en el volante...
Al quitarse un inmenso pañuelo de seda blanco que le envolvía el cuello se estremeció. Berta observó que
sus calcetines también eran blancos. ¡Una combinación realmente encantadora!
-¡Debió ser horrible! -le dijo.
-Sí, verdaderamente lo fue -continuó Eddie siguiéndola al salón-. Yo me veía rodando hacia la eternidad
en un taxi sin taxímetro.
A Norman Knight ya lo conocía, pues estaba escribiendo una obra para su teatro.
-¿Qué tal, Warren? ¿Cómo va esa comedia? -le preguntó, dejando caer el monóculo y concediendo a su
ojo un momento de libertad para que pudiera dilatarse a gusto antes de volver a quedar otra vez prisionero tras el
cristal.
La señora Knight también se acercó a él.
-¡Oh, señor Warren! Sus calcetines son preciosos.
-Celebro que le gusten -dijo mirándose los pies-. A la luz de la luna producen mucho mayor efecto. -Y volviendo su
rostro delgado y triste hacia Berta, añadió-: Porque esta noche hay luna, ¿no lo sabía usted?
Berta sintió ganas de gritar: "¡Estoy segura de que la hay con frecuencia, con mucha frecuencia!"
Verdaderamente, Warren era muy atractivo; pero también lo era Cara, que estaba inclinada ante el fuego,
con su vestido de pieles de plátano, y Careto, que, dejando caer la ceniza de su cigarrillo, preguntaba:
-Pero, ¿dónde está el novio?
-Ahora llega.
Se oyó abrir y cerrar de golpe la puerta de la calle y Harry gritó:
-¡Un saludo a todos! ¡Estaré listo dentro de cinco minutos!
Y subió corriendo la escalera. Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le gustaba hacer las
cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo, ¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se
convencía a sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el puntillo de entrar en el salón muy lento
y sosegado.
Harry sabía exprimir a la vida todo su sabor y Berta lo admiraba por ello. También sentía admiración hacia
él por su amor a la lucha, por dar en todo cuanto se le oponía una prueba de su fuerza y de su valor, aún cuando
delante de personas que no lo conocían bien. Berta comprendía que este rasgo de su carácter lo ridiculizaba un
tanto..., pues había momentos en los que se lanzaba a la lucha cuando ésta en realidad no existía. Hablando y
riendo, Berta olvidó completamente que Perla Fulton no había llegado aún y no se dio cuenta de ello hasta que su
marido entró en el salón exactamente como ella se había figurado.
-Estaba pensando si la señorita Fulton se habrá olvidado de nosotros...
-No me extrañaría -dijo Harry-. ¿Tiene teléfono?
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-Ahora llega un taxi. -Y Berta sonrió con aquel aire de posesión que siempre adoptaba mientras sus
nuevas amigas constituían para ella un misterio-. Es una mujer que vive en los taxis.
-Engordará demasiado si tiene esta costumbre -repuso Harry tranquilamente, tocando el gong para la
cena-. Y eso es un terrible peligro para las rubias.
-Harry, por favor -le suplicó Berta riendo.
Esperaron todavía un momento hablando y riéndose como si tal cosa, pero quizá con demasiada
naturalidad. Luego apareció la señorita Fulton con un vestido de tisú de plata y una cinta también de plata,
sujetando sus rubios cabellos. Entró sonriendo y con la cabeza ladeada.
-¿Llego tarde? -preguntó.
-No, no, de ninguna manera -dijo Berta-. Venga. -Y, cogiéndola del brazo, la guió hasta el comedor.
¿Qué había en el contacto de su brazo frío que avivaba... que avivaba... y hacía arder aquel fuego de
felicidad que Berta sentía en su interior sin saber cómo exteriorizarlo?
La señorita Fulton no advirtió nada en su rostro porque rara vez miraba a las personas cara a cara. Sus
espesas pestañas le caían sobre los ojos, y una extraña sonrisa bailaba en sus labios. Parecía vivir más para
escuchar que para mirar. Pero de repente Berta sintió como si se hubiera cruzado entre las dos la más íntima
mirada y se hubiesen dicho la una a la otra: "¿Tú también?". Y Perla Fulton, mientras movía la sopa rojiza en el
plato gris, sintió lo mismo.
¿Y los demás? Cara y Careto, al igual que Eddie y Harry, hablaban de diversas cosas mientras subían y
bajaban las cucharas, se secaban los labios, desmenuzaban el pan y tocaban los tenedores y los vasos. De cosas
así:
-La conocí una noche de estreno en el Alfa. Es un ser de lo más fantástico. No sólo tenía muy recortado el pelo,
sino que parecía también haberse quitado trocitos de sus piernas y brazos, un pedazo de cuello, y algo de su
pobre nariz.
-¿No está muy ligada con Michael Oat?
-¿El autor de El amor con dentadura postiza?
-Ahora quiere escribir un monólogo para mí. El argumento es un hombre que decide suicidarse. Expone primero
todas las razones por las cuales debería hacerlo y a continuación las que a su juicio se lo impiden y, en el preciso
momento en que después de sopesar el pro y el contra toma una determinación, cae el telón. Es una idea
bastante buena.
-¿Cómo va a titularla? ¿Digestión pesada?
-Creo haber visto la misma idea en una pequeña revista francesa casi desconocida en Inglaterra.
No, no; ninguno compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran encantadores...¡todos!
Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa, dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y le alegraba tanto su
presencia, que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo decorativo que a su juicio resultaba el grupo
en el que cada uno parecía servir para hacer resaltar al otro, como si fueran personajes de una comedia de Anton
Chejov.
Harry estaba disfrutando con la comida. Formaba parte de su... no diremos exactamente, naturaleza, ni
tampoco su actitud..., sino de su... algo... al hablar de los diversos platos y vanagloriarse de su "exagerada pasión
por la carne blanca de la langosta" y "el verde de los helados de pistacho... tan verdes y fríos como los párpados
de las danzarinas egipcias".
Cuando mirando a su esposa le dijo: "Berta, este soufflé es admirable", a ella le faltó poco para echarse a
llorar de felicidad como una niña.
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¡Oh! ¿Por qué sentía tanta ternura esta noche hacia el mundo entero? ¡Todo era bueno, todo justo!
Cuanto ocurría colmaba más y más la copa rebosante de su dicha hasta hacerla desbordarse.
Y constantemente, en lo profundo de su pensamiento, tenía fija la imagen del peral. Ahora debía ser todo
de plata bajo la luz de la luna a la que ser refirió el pobre Eddie; plateado como la señorita Fulton, que estaba
acariciando una mandarina con sus dedos largos y tan pálidos que parecían despedir una extraña y débil luz.
Lo que Berta no llegaba a comprender -y en ello estaba precisamente el milagro- era cómo había podido
adivinar exactamente y en el instante preciso el pensamiento de la señorita Fulton, porque no tenía la más leve
duda de que lo había adivinado y, sin embargo, ¿en qué se había fundado? En casi nada; en menos que nada.
"Supongo que esto pasa alguna vez, aunque muy raramente, entre mujeres, pero nunca entre hombres -
pensó Berta-. Tal vez mientras prepare el café en el salón, la señorita Fulton hará o dirá algo que ha
comprendido."
En realidad no sabía lo que quería decir con esto. ¡Tampoco imaginaba lo que pasaría después!
Mientras pensaba de este modo se daba cuenta de que seguía hablando y riendo. Tenía que hacerlo así
porque no le era posible contener su alegría.
"Tengo que reírme -se dijo- , si no, me moriría."
Y cuando se dio cuenta de la extraña costumbre que Cara tenía de meterse la mano en el escote de su
vestido, como si guardara allí una diminuta y secreta provisión de avellanas, Berta tuvo que clavarse las uñas en
las manos para no estallar en una carcajada.
Por fin terminaron de cenar.
-Vengan a ver mi nueva cafetera exprés -les dijo.
-Cada quince días tenemos una nueva -comentó Harry.
Esta vez fue Cara quien la cogió del brazo. La señorita Fulton las siguió con la cabeza ladeada.
El fuego del salón convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho "un nido de
pequeños Fénix", como dijo Cara.
-No encienda todavía la luz. ¡Es tan bonito!- Y volvió a inclinarse cerca de las brasas. Siempre tenía frío.
"Sin duda lo siento hoy porque no lleva su caquetita de lana roja", pensó Berta.
Y en aquel instante la señorita Fulton hizo el signo de inteligencia esperado.
-¿Tienen ustedes jardín? -preguntó con voz tranquila y soñadora.
Pronunció estas palabras de una manera tan delicada, que Berta no pudo hacer más que obedecer.
Atravesó el cuarto, y descorriendo las cortinas abrió los anchos ventanales.
-¡Aquí está! -murmuró.
Y las dos mujeres juntas contemplaron el esbelto árbol en flor. Lo vieron como la llama de una vela que se
alargaba en punta, temblando en el aire tranquilo. Y mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi
hasta tocar el borde de la luna plateada.
¿Cuánto tiempo estuvieron así? Fue como si ambas hubieran sido aprisionadas por aquel círculo de luz
sobrenatural; como si fueran dos seres de otro planeta que, perfectamente compenetrados, se preguntasen lo que
estaban haciendo en este mundo, yendo como iban cargadas con aquel tesoro de felicidad que ardía en sus
pechos y caía hecho de flores de plata de su cabeza y de sus manos.
¿Estuvieron así una eternidad?... ¿un momento? La señorita Fulton murmuró:
-Sí, eso es -¿o soñó Berta que lo decía?
Luego alguien encendió la luz y, mientras Cara hacía el café, Harry dijo:
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-Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi hija, porque no la veo casi nunca. No quiero ocuparme de ella
hasta que tenga novio-. Careto se quitó un momento el monóculo y enseguida volvió a ponérselo. Eddie Warren se
tomó el café y dejó la taza con una expresión de angustia, como si al beber hubiera visto una araña.
-Lo que yo quiero es dar una oportunidad a los jóvenes -dijo Careto-. Creo que Londres está lleno de obras muy
buenas, unas escritas y otras por escribir. A todos ellos quiero decirles: "Aquí hay un teatro; trabajen y adelante".
-¿No sabe usted, amigo -dijo la señora Knight-, que voy a decorar una habitación para los Jacob Narthan? Estoy
tentada de llevar a la práctica una idea que tengo. Hacer una decoración a base de pescado frito: los respaldos de
las sillas tendrían la forma de una sartén y en las cortinas irían bordadas unas lindas papas fritas haciendo dibujos.
-El inconveniente de nuestros jóvenes escritores -continuó Careto- es que aún son demasiado románticos. No es
posible viajar por mar sin marearse y sin tener que echar mano de una palangana. Pero, ¿por qué no tienen el
valor de decir que ésta se necesita?
-Un poema horrible que trataba de una niña a la que un mendigo sin nariz violaba en un bosquecillo.
La señorita Fulton se sentó en el sillón más bajo y hondo y Harry le ofreció cigarrillos.
Se puso delante de ella y presentándole la pitillera de plata le dijo fríamente:
-¿Egipcios? ¿Turcos? ¿Virginia? Están todos mezclados.
Berta entonces comprendió que la señorita Fulton no sólo no le gustaba a Harry, sino que le molestaba. Y
comprendió también, por el modo en que la señorita Fulton le contestó que no deseaba fumar, que esta antipatía
la percibía y ofendía...
"¡Oh, Harry!" ¿Por qué no te agrada? Estás equivocado. Es extraordinaria, y, además, ¿cómo es posible
que te sientas tan alejado de una persona que significa tanto para mí? Cuando estemos acostados trataré de
explicarte lo que ambas hemos sentido esta noche", se dijo.
Y con las últimas palabras, algo extraño y casi espantoso cruzó por la mente de Berta. Y este algo ciego y
sonriente le susurró: "Pronto se marcharán todos. Se apagarán las luces, y tú y él se quedarán solos, metidos en
la cama caliente, con el dormitorio a oscuras..."
Se levantó rápidamente de la silla y corrió hacia el piano.
-¡Es una lástima que nadie sepa tocar! -dijo alto-. ¡Una verdadera lástima!
Por primera vez en su vida, Berta Young deseaba a su marido.
Antes sí, lo quería... estaba enamorada de él, pero de otras muy distintas maneras, no precisamente como ahora.
Y también había comprendido que él era diferente. Lo habían discutido muchas veces. Al principio, a ella le había
preocupado mucho descubrir que era tan fría; pero al cabo de algún tiempo pareció que aquello no tenía la menor
importancia. Se trataban con entera confianza, eran muy buenos compañeros y, a su entender, esto era lo mejor
de los modernos matrimonios.
Pero ahora lo deseaba, ¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una forma dolorosa
en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!...
-Querida mía -dijo la señora Knight-. Ya conoce usted nuestras desgracias: somos víctimas del tiempo y
del tren. Vivimos en Hampstead y debemos retirarnos. Hemos pasado una agradable velada.
-Los acompañaré hasta el vestíbulo -dijo Berta-. No desearía que se marcharan aún, pero comprendo que
no deben perder el último tren. ¡Es tan desagradable!, ¿verdad?
-Tome antes otro whisky, Knight -dijo Harry.
-No, gracias.
Como reconocimiento por esta palabra, Berta, al darle la mano, se la estrechó un poco más.
-¡Adiós! ¡Buenas noches! -les gritó desde la escalera, notando que su viejo ser se despedía de ellos para siempre.
Cuando volvió al salón, los demás se disponían también a marcharse.
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-Usted podrá ir parte de su trayecto en mi taxi -dijo la señorita Fulton a Warren.
-Me alegra mucho. Así no tendré que hacer solo otro viaje después de la horrible aventura de esta tarde.
-Encontrarán una parada al final de la calle. Sólo tendrán que andar unos metros.
-¡Qué cómodo! Voy a ponerme el abrigo.
La señorita Fulton se dirigió hacia el vestíbulo. Berta iba a seguirla cuando Harry se adelantó:
-Yo la acompañaré -dijo.
Berta comprendió que su esposo se arrepentía de la poca amabilidad anterior... y dejó que fuera él. ¡Era a
veces tan niño en su comportamiento... tan impulsivo... tan sencillo!
Y Berta se quedó con Eddie junto al fuego.
-¿Ha leído el nuevo poema de Bilk Table d´Hote? -le preguntó Eddie lentamente-. ¡Es magnífico! Está en la última
antología. ¿Tiene usted el volumen? Me gustaría podérselo enseñar. Empieza con un verso increíblemente
maravilloso: "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?"
-Sí -dijo Berta. Y se dirigió silenciosamente a una mesita que estaba al lado de la puerta, seguida de Eddie. Tomó
el librito y se lo dio, sin que ni él ni ella hubiesen hecho el más leve ruido.
Mientras Eddie buscaba la página correspondiente, Berta volvió la cabeza hacia el vestíbulo y vio a Harry
con el abrigo de la señorita Fulton en las manos y a ésta de espaldas a él con la cabeza ladeada. Harry arrojó de
pronto el abrigo, la cogió por los hombros y la hizo volverse violentamente. Sus labios dijeron:
-Te adoro.
La señorita Fulton le puso sus manos con aquellos dedos como rayos de luna en el rostro y le sonrió con
su sonrisa de perezosa. Harry entonces se estremeció y sus labios dibujaron una terrible mueca mientras decían
en voz baja:
-¿Mañana?
Y la señorita Fulton, bajando los párpados, contestó:
-Sí.
-¡Aquí está! -exclamó Eddie-. "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?". Es completamente cierto. ¿No le
parece? La sopa de tomate es desesperadamente eterna.
-Si lo desea -dijo Harry en el vestíbulo- puedo pedirle un taxi por teléfono.
-No es necesario -contestó la señorita Fulton. Y acercándose a Berta le tendió sus dedos levísimos-. Adiós, y mil
gracias.
-Adiós -dijo Berta.
La señorita Fulton le estrechó un poco más la mano.
-¡Su hermoso peral...! -murmuró.
Y se fue. Eddie la siguió, como el gato negro había seguido al gato gris.
-Bueno, cerremos la tienda -dijo Harry extraordinariamente frío y sereno.
"¡Su hermoso peral!...¡Su hermoso peral!..."
Berta corrió hacia la ventana.
-¿Qué va a pasar ahora? -gritó.
Y el peral alto y esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela que alargándose
estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la luna.
Oscar WildeIrlanda: 1854-1900
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El príncipe feliz
En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí
rojo ardía en el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una
reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre
poco práctico.
Y realmente no lo era.
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El
Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado,
contemplando la estatua maravillosa.
-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias
capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar
que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando
volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se
detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente
demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le
debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
40
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columnita.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo
llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro
egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de
chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque
vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con
mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla
altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis
cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así
morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de
mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien
educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda.
Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está
enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es
costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de
las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide
naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres
llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan
con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera,
envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido
alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi
mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!
41
-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río,
dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no
me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia
célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los
tejados de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.
Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas
pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los
judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su
madre habíase quedado dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego
revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.
Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.
Por todas partes donde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el
hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las
estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos
leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los
rugidos de la catarata.
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-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una
buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas
marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos
soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir
más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios
traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará
alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil
penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en
la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio
el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la
cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las
palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis
compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y
se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá
dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro
será tan azul como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han
caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está
llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre
no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais
ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.
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Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
- Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió
lo que habla visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro;
de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan
lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las
montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente
verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte
sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en
guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que
soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita,
y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos
palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con
apatía las calles negras.
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
-¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen
siempre que el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.
Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas
y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo
se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba
demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las
alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del
Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
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-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí
demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del
Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.
El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la
ciudad.
Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del
alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas,
que está lo mismo que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo
a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que
debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales.
Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno;
habrá que tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el
Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.
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Selección de
Cuentos europeos del
siglo XIX
Edgar Allan Poe: El corazón delator
Guy de Maupassant El collar
Anton Chejov. Vanka y La señora del perrito46
León Tolstoi El ahijado
Katherine Mansfield Felicidad
Oscar Wilde El príncipe feliz
Literatura Universal1º Bachillerato
Curso 2015-2016
47