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El día F

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Facebook, el amor y el fin de los tiempos.

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El día FUn texto original de Iñaki Rojas protegido bajo las normas internacionalesde SafeCreative.org

(2009)

Todos los derechos reservados.

Foto de tapa: Martín Pravata

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Capítulo IYO TAMBIÉN TUVE FACEBOOK

Yo también tuve Facebook. Para qué voy a mentirte, se me hizo vicio. Hubo un momento en mi vida, cerca de los 40 años, que todo pasaba por el Facebook. Hacía años que tenía una intensa vida virtual repartida entre el Messenger, el Yahoo y la red en general. Acababa de conocer Taringa! y a sentirme un taringuero fiel, cuando apareció Facebook y la balanza se inclinó a su favor, como decía una vieja canción.

Antes de entrar, le tenía cierta tirria, cierta aversión, nunca quise prenderme. Los argumentos que utilizaban para seducirme eran de lo más absurdos.

- ¡Podés ser amigo de Tom Cruise!- ¿Y para qué mierda quiero ser amigo de Tom Cruise?- No sé… ¡pero podés hacerte amigo de sus amigos! - ¿¿Y para qué mierda me pueden llegar a interesar los

amigos de Tom Cruise??- Y… uno nunca sabe.Facebook me daba miedo; era la nueva droga virtual. Y

encima, con esa facultad virósica de reclutar víctimas fatales a nivel masivo. “Yo no voy a caer en esa mierda”, me dije. “Demasiado con el Messenger”.

Hasta que un buen día alguien me contó que gracias al Facebook había encontrado un amigo entrañable de la escuela primaria del que había perdido todo rastro. Y yo me acordé del Pancho. Fue instintivo, se me vino el Pancho a la mente. En realidad, hacía días me había acordado de él, y venía pensando qué sería de su vida. Compañero de primero a séptimo grado de la primaria, Francisco Gálvez, el “Pancho” Gálvez, fue mi gran

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amigo de la infancia. Pero la secundaria la hicimos en distintos colegios y eso nos alejó para siempre; cuando cursábamos tercer año, sus padres se divorciaron y la madre se lo llevó con ella al norte del país. Hacía más de veinte años que no tenía noticias suyas. Por ahí pasaba mucho tiempo que ni me acordaba de él, pero en esos días me había estado preguntando qué sería de su vida.

Y así como lo fue en la infancia, el Pancho Gálvez también fue mi primer amigo en Facebook. Bah… es un decir. Porque le mandé mi solicitud para ser su amigo junto con un mensaje que decía: “Hola Pancho. Te saqué por tu foto del perfil, estás más viejo y un poco más gordo jajajaja, ¡pero es indudable que sos vos! Soy el Iñaki, tu compañero de la primaria. Qué bueno encontrarte por acá.” Me contestó una semana más tarde un mensaje privado donde decía: “Hola Iñaki, tanto tiempo. Acá estoy, en el norte, laburando en el comercio, tengo una casa de artículos regionales. Me casé y tengo dos hijas. Tengo Facebook porque la mayor de mis nenas me rompió las bolas para que me lo sacara. Cariños a los tuyos.” Eso fue todo.

Siempre me pregunté si le habría caído mal eso de que estaba más viejo y más gordo. La cosa es que nunca me admitió como amigo.

Debería haber cerrado el Facebook para siempre. Debería haberlo hecho, debería haberlo tomado como un presagio. Pero durante la semana que el Pancho tardó en contestarme, yo, impaciente por su respuesta, me hice de ochenta y dos amigos. Compañeros del trabajo, familiares, amigos de toda la vida y algún que otro conocido fueron a parar a mi lista. También ex compañeros del secundario. Sólo del secundario.

Lo que yo quiero contarte es la historia del jinete encapuchado, pero primero tenés que entender qué significó Facebook en todo este contexto.

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Capítulo IILA GOTA QUE REBALSÓ EL VASO

Así empecé. Primero con timidez, después me fui soltando. Y fue un proceso lento, porque la aversión a Facebook, una sensación epidérmica de que aquella red social no me proporcionaba otra cosa que una importantísima pérdida de tiempo, no se me fue nunca; incluso, cuando más la necesitaba. Cuando más anhelaba estar frente a la computadora abriendo mi cuenta, eran los momentos en que mi odio hacia ella y hacia mí mismo se exacerbaba. Fue una enfermedad.

Había empezado despacio, como sondeando el terreno, subiendo al Muro frases de autores copados pero no me las comentaba nadie. Después empecé a mandar frases de canciones. Calamaro era un comodín. Siempre aparecía el Ramiro Ferré que se copaba en continuar la canción, como demostrando que en el mundo no había persona que conociera la discografía de Calamaro como él. Si yo ponía “Flaca, no me claves tus puñales en la espalda”, él abajo seguía “No me duelen, no me hacen mal. Lejos, en el centro de la tierra, las raíces del amor donde estaban quedarán. Entre no me olvides…” y así hasta el final de la canción, sin escalas. O un memorioso envidiable, o un maestro del “copy/paste”. Cuando empecé a poner frases de Spinetta, desapareció por completo.

A esta altura, ya tenía cuatrocientos veintitrés amigos. No me preguntes cómo, ni de dónde eran. Es más: ese tal Ramiro Ferré nunca supe quién carajo era, ni por qué éramos amigos. Nunca conocí a nadie de apellido Ferré, a no ser García Ferré, el dibujante de Hijitus, pero una vez le pregunté si tenía algún parentesco y me dijo que no, que no tenía nada que ver. Es más:

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le costó recordar a Hijitus. Era un poco más joven que yo. Río cuartense, de Córdoba.

Después empecé a subir videos. Los primeros eran publicidades ganadoras de los premios Clío sacadas del YouTube. Y así, enroscado con las publicidades, caí en la serie de “La llama que llama”. Y me copé. Me encantaban esos bichos, me hacían cagar mucho de la risa. Creo que a todas las subí, una detrás de la otra. Telecom debería haber tenido una atención conmigo.

Y fue en una de esas subidas, que apareció ella. Sólo hizo un comentario debajo de uno de los video: “jjjjjj”, y eso me sedujo. Esa consecución de jotas sin las a me resultó una expresión tan femenina como sensual, o íntima. Era una risa sin vocales de ningún tipo, que más que risa parecía un jadeo alegre. Me fijé quién era: Eli Montemayor. No sé de dónde la tenía, no podía recordar cómo habíamos llegado a ser amigos, si ella me invitó o yo a ella, por medio de quién o de qué, pero ahí la tenía, entre los míos, entre esos pocos elegidos con quienes compartía mi intimidad virtual.

Entonces entré a su Facebook para verle la Información: era de Mendoza, como yo. “Epa”, me dije. “Epa”. Su foto de perfil prometía. Foto nocturna, ella de jeans y remera mangas cortas sonriendo a la cámara con un Fernet en la mano. Busqué su edad en vano, porque padecía ese complejo de Mirtha Legrand de no poner el año de nacimiento, sólo el día y el mes. Por lo que pintaba en las fotos, podía andar entre los 30 y los 33. “Buena edad, mi target”, pensé. Yo tenía 42 por ese entonces. Te estoy hablando del año 2012, mayo del 2012. Todo esto que te cuento fue por aquella época.

Faltaban unos pocos meses para diciembre, para el Día F; nadie se la veía venir ni ahí. Quiero decir: había una sensación en la gente, una sensación masiva como de andar pisando vidrios con medias de lana. Porque se había hablado mucho sobre el año 2012, y con los asuntos del tsunami en Asia, del huracán Katrina, de los terremotos de América y de la crisis económica global, las profecías mayas habían cobrado un protagonismo tal que la paranoia general presagiaba el fin del mundo. Pero por otro lado, al tema se lo mencionaba con tanta insistencia, onda Saluden, que nos vamos, que también reinaba un hartazgo colectivo. Vivir con

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la sensación de que todo se va a ir a la mierda muy pronto, no es vida. Yo creo que todo el mundo esperaba el primer segundo del primero de enero del 2013 para elevar el dedo mayor de ambas manos al cielo y dedicárselos a los mayas. Bueno, jamás habría de suceder.

Y fue en aquellos días de mayo del 2012 que la conocí, cuando el mundo era otro. Ella tenía 37 años, pero parecía menor. Una belleza de mujer, cómo no perder la cabeza por ella. Y pensar que los dos provocamos el Día F.

Bueno, no fuimos los únicos, claro; pero siempre me ha resultado romántico pensar que fuimos la gota que rebalsó el vaso.

Por cierto: el “Día F” hoy se lo asocia al Día Final. Pero los de mi generación, los que ya pasamos los 60 años y tenemos memoria, sabemos muy bien que el Día F fue el Día Facebook.

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Capítulo IIIL HSTR D AMR Q QR CONTRT

La historia de amor que quería contarte. El jinete encapuchado todavía puede esperar.

Fue su risa sutil lo que me hizo buscarla, investigarla, conocerla. Lo primero que me alentó fue su situación sentimental: soltera. Lo segundo que me enroscó fue ver que una de sus páginas favoritas era la de los Monty Python. ¡Una mujer que adoraba a los Monty Python, acá, en Mendoza! Eso me enamoró. “¿De dónde es esta mujer, por qué no la conocí antes? ¿Treinta y siete años… y soltera? Dios me la reservó todos estos años para mí”, me dije. Tenía que atinar. Entonces le mandé a su muro otra propaganda de “La llama que llama”. Esa donde una de las llamas habla al cuartel de bomberos y dice “Soy la llama”. Genial.

“Mncantn ls llms” fue su comentario, y entonces me acordé de su risa plagada de jotas y ausente de vocales. Yo ahí me dije Momento. O el teclado no le tipea las vocales, o esta mujer es de las que te escriben todo al estilo SMS. Y así era la cosa, no había vuelta que darle. Todo lo abreviaba. Le molestaba escribir algunas vocales, y ni hablar de los signos de puntuación. Para ella, los signos de puntuación del teclado eran como los símbolos de una calculadora científica: para científicos.

Si vos me preguntás qué fue lo que me enamoró de ella, no lo sé. Durante mucho tiempo estuve convencido de que lo que más me atrajo de ella, es que fue la única que me dio bola. Ahora, con casi veinte años de estar juntos, te lo confirmo: estábamos destinados. Aunque hasta el día de hoy siga escribiendo como el ojete.

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Porque, por un buen tiempo, la relación fue un parto. A mí ella me encantaba, el esternón se me quería escapar del pecho cuando veía que había escrito algo en su Muro, pero cuando lo leía me sentía como Sigourney Weaver en “Gorilas en la niebla”: tratando de entender a un simio. Sin embargo, y aunque la decodificación de sus mensajes podía llevarme un rato, esto traía su recompensa, porque los resultados siempre tenían finales felices. Como descifrar un acertijo que esconde un tesoro.

A mediados de junio, ya me animé a chatear. - Cómo estás, Eliana…- hl I… tod bn… vs- Bien, gracias :)- ayr m v 1 chap d MPFC bjdo x T!- ¿Y qué tal estuvo?- ffffffffffffffff… m mrí d l rs… dps m acdb d vs- ¿De mí?- vs m lo rcmdste… x eso- Yo sabía que iba a gustarte.

Te traduzco:

- Cómo estás, Eliana…- Hola Iñaki… Todo bien, ¿vos?- Bien, gracias. (Sonrisa)- Ayer me vi un capítulo de Monty Python Flyng Circus,

bajado por Taringa.- ¿Y qué tal estuvo?- Me morí de la risa. Después me acordaba de vos. - ¿De mí?- Vos me lo recomendaste, por eso.- Yo sabía que iba a gustarte. Tenía onda, había onda. Sin embargo, a pesar de la sintonía,

siempre tuve algo muy claro: para ella, yo era un típico “amigo de Facebook”, una categoría menor en la compleja pirámide de las relaciones humanas. Porque el Facebook generó una nueva casta social: el “amigo de Facebook”, como decir “el amigo del gimnasio”. Gente con la que sólo te relacionabas en un ámbito

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específico; fuera de él, las reglas no eran las mismas. Si vos te lo cruzabas por la calle y lo reconocías por su foto del Facebook, lo más natural era que ni lo saludaras. Porque no tenías mayores datos de aquella persona que lo que figuraba en su Facebook, y esto tampoco era demasiado confiable. El tiempo, las casualidades de esta red social, la conexión sensorial, la ruptura de moldes y la confianza conseguida determinarían si las barreras virtuales habrían de romperse. Pero si esto no sucedía jamás, sólo sería, eternamente, tu “amigo de Facebook”.

Bueno, algo así me pasaba a mí con ella. No nos conocíamos de antes. Jamás habíamos tenido una relación personal de ningún tipo, y yo no recordaba habérmela cruzado jamás en la vida. Era de esperar que otra gente tuviera una relación más fluida con ella, más íntima y privada. Tenía que aprender a convivir con eso, tenía que armarme de paciencia si pretendía llegar a algo serio. Y fui paciente. Lo fui… hasta la mañana que Cristian Rodríguez liberó a Willy.

Cristian Rodríguez era un ex compañero suyo del colegio secundario que siempre le mandaba algún comentario a su estado. Yo ya le había sacado la ficha, porque a través del Facebook de ella había entrado al de él, preocupado ante la posibilidad de un competidor en serio. Pero era un boludo importante. En la foto de perfil tenía al Chapulín Colorado. Pero no a Roberto Gómez Bolaños, no: a él. Se había fotoshopeado su cara adentro de la capucha roja con antenitas amarillas. Guiñando un ojo, re canchero. Boludo grande, mirá qué carta de presentación. ¿Qué habrá pensado al hacer una cosa así? ¿Qué no contábamos con su astucia? Neutralizado, pensé. No me toca el culo ni con una caña.

Hasta que una mañana de agosto del 2012, el Chapulín le subió al Muro una propaganda de “La llama que llama”. Al Muro de ella. Una estrategia mía y que me había dado mis buenos frutos. Y subió una que yo aún no subía. Esa donde una de las llamas habla por teléfono al zoológico de Buenos Aires y les pide por la liberación de los animales gritando a lo piquetera: “¡Basta de garrapiñada húmeda! ¡Liberen a los animales! ¡LIBEREN A WILLY!”, y otra llama que tiene al lado le dice “Pero… Willy ya está liberado…”, y la piquetera contesta “¿Ah, sí? Entonces…

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¡ENCIERREN A WILLY!”, y todas corean a la par: “¡En-cierrenawilly! ¡En-cierrenawilly! ¡En-cierrenawilly! ¡En-cierrenawilly!”

Ahí me dije “Este tipo cruzó el límite. Aunque sea lo último que haga en esta vida, voy a pelear por ella”. Mirá vos: faltaban cinco meses para que el mundo no volviera a ser el mismo, para que todo lo que conocíamos como “mundo” se desmoronara como un castillo de naipes frente a un ventilador, y yo a full en Facebook, enamorado hasta los huesos, peleando por el amor de tu madre.

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Capítulo IVLOS DÍAS DEL CONTROLADOR

Ya habían advertido acerca del colapso de la tecnósfera. Hacía varios años que venían insistiendo en que el uso y abuso de la tecnología tenía fecha de vencimiento, pero nadie daba pelota. Decían que la tecnología, toda la red tecnológica del mundo se iba a caer con la misma rapidez y estruendo con que se habían caído el capitalismo unos años antes y el comunismo dos décadas atrás. Que si seguíamos derrochando energía íbamos a terminar volviendo a las velas. Y mientras tanto ahí estaba yo, inconciente del destino de la humanidad, conectado dieciséis horas al día y sobrecargando la red con la excusa del amor.

Porque estaba enamorado, hacía mucho que una mujer no me movía el piso como lo hizo ella desde un primer momento. Y cuando apareció el Chapulín Rodríguez, me enceguecí. Porque el tipo podría haberle subido cualquier cosa, un video de Lisandro Aristimuño, lo que fuera. Pero no. El tipo le subió “La llama que llama”. Para qué. Era de esperarse una guerra.

Y fue decididamente una guerra, no te exagero. Porque ella se sentía halagada por los dos, y a los dos nos daba cabida por igual. Tu madre era así. Entonces yo le subía al muro un video de Coldplay, y ella me mandaba un Me Gusta, más un comentario. Detrás venía el fulano éste con un video de Oasis, y ella le ponía un Me Gusta pero omitía hacer comentarios porque la palabra “Oasis” tiene más vocales que consonantes. Al día siguiente él le subía el video de “Esta noche contigo” de Sabina y ella se lo recontra festejaba. Yo le mandaba el de “Crímenes perfectos”, de Calamaro, y aparecía de nuevo el pelotudo del Ramiro Ferré comentando dónde lo habían filmado.

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Así estuvimos todo septiembre, todo octubre y casi todo noviembre. A esta altura, el consumo energético global era tan crítico que apareció el “Controlador” en las pantallas de todo el mundo. ¿Qué era? Algo así como un sensor electrónico, un alcahuete virtual que estaba de manera constante en un ángulo del monitor de tu computadora (o en tu televisor) arrojando las cifras de aquellos sitios web y señales televisivas que se estaban excediendo en las normas de tolerancia permitidas. Era como para decirte “Flaco, estás usando mucho Facebook”, por ejemplo, o “Estás viendo mucho Tinelli”, pero nadie daba pelota. Había sido creado por Microsoft junto a Sony e institucionalizado en el mundo entero como medida precautoria para evitar el colapso; otro golazo de Bill Gates, pero el último de toda su carrera. Tenía la fisonomía de una infografía de barras verticales, como si fuera un vecindario de edificios, uno al lado del otro, que oscilaban para arriba y para abajo de manera constante. Cuando superaban la media tolerada, se ponían levemente rojos. Facebook y YouTube siempre estaban naranjas, primeros solos allá arriba, como si fueran las viejas Torres Gemelas.

¿Y cuál era la mayor función del Controlador? Rajarte si te excedías. En el caso de las compus, si eras un guaso que subía de todo las 24 horas al día, te desconectaba el IP, y a llorar. O si te mandabas alguna como la que se mandó el Cristian Rodríguez.

Porque el tipo venía subiendo cosas de YouTube parejito, como todo el mundo, cinco, siete videos al día. Nada de malo, todos estábamos en la misma (algunos peor, incluso). Pero yo lo recuerdo claramente: el tipo subió un solo video… y desapareció del mapa virtual por completo; nunca más se supo nada de él, como si hubiera muerto. ¿Qué video subió? Uno de Ricardo Fort cantando “Rockanroll y fiebre” en Showmatch, y nunca más se lo vio por toda la puta red. Como si el Controlador le hubiera dicho “Flaco, Facebook más Tinelli es como demasiado. Te fuiste”. No sé, eso es lo que pienso, porque doy fe de que lo último que tenía su Muro era ese desafortunado video. Después desapareció hasta su página. Si hasta tu madre se preguntaba qué sería de su vida. Me dejó libre el camino. Los últimos días de noviembre fueron horas y horas del chat más íntimo entre tu madre y yo; ahí se gestó el romance.

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Y diciembre empezó a los apagones. En realidad, hacía algunos años que se venían produciendo cortes de luz premeditados en distintas partes del mundo una vez al año, pero aquel 2012 ya era algo habitual. La crisis energética era tal, que una vez al mes se provocaba, a una misma hora y durante ciento veinte minutos, un apagón total en todo el mundo. Pero a mediados de año ya era más de una vez al mes. Y en diciembre ya era el colmo: todos los martes y los jueves de diciembre, se apagaba la energía eléctrica en todo el planeta y el mundo vivía 24 horas en sombras. Empezábamos a acostumbrarnos a ellas. Era un presagio.

El Día F fue el sábado 22 de diciembre del 2012. El “Gran Apagón”, el último y definitivo adiós de la energía eléctrica sobre la faz de la tierra, fue a las 3:43 de la madrugada. El viernes yo había decidido quedarme en casa, así que entré al Facebook cerca de las nueve y media de la noche, seis horas antes del colapso. Ella estaba en el chat, hablando (me lo diría después) con una amiga. Yo estuve apenas cinco minutos y salí. Apagué la computadora, las luces del cuarto, y me fui a la cocina. Allí, casi a oscuras, apenas iluminado por la tenue luz de una vela que había sobre la heladera, me puse a hervir agua para un té. El departamento estaba invadido por las penumbras.

Cerca de las dos y media de la mañana me fui a la habitación, prendí la computadora de nuevo, me puse on-line y entré a Facebook. No tenía ningún contacto en línea. Cinco minutos después, entró ella.

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Capítulo VLA NOCHE DEL GRAN APAGÓN

- Hola Eli- hl I- ¿Qué tal tu sábado?- Bn… vngo d l Arstds… fmos a tmar 1 copt cn ls chcas- Buenísimo. ¿Mucho sueño?- l vrda q no… ty dsvlda… y tngo G d vr 1 plcla

Eran las tres menos veinte de la mañana y tu madre, que venía de la calle Arístides de tomar unos tragos con sus amigas, estaba desvelada y con ganas de ver una película. Le pregunté si había visto alguna vez “Cuando Harry conoció a Sally” y me dijo que no, que no se bancaba a Meg Ryan. Yo le dije “Tenés que verla por Billy Cristal”, entonces aceptó. Ahí le propuse una idea: como yo tampoco tenía mucho sueño, le pedí que ella me sugiriera otra a mí, para que las viéramos las dos al mismo tiempo. (En realidad, yo estaba que me caía del sueño, pero verla a ella on-line me había despabilado casi por completo. Y por otro lado, quería ver qué me ofrecía. En la elección de su película estaba la clave de todo: su declaración de amor o su bandera de la amistad.)

Me ofreció “Once”, una película que yo no había visto. Una historia de amor entre dos músicos: él, guitarrista; ella, pianista.

Yo busqué la comedia con Billy Cristal y Meg Ryan en YouTube, la encontré dividida en nueve partes de diez minutos cada una, y se las empecé a postear en su muro. Ella hizo lo mismo con “Once”. Cada vez que una parte terminaba, nos mandábamos un “Me gusta” y eso era una señal para que el otro

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le posteara la siguiente. Mientras, en el Controlador de mi monitor, la barra de Facebook ardía. Se había separado de la de YouTube y escalaba solita la cima teñida de un color rojo furioso. El mundo entero estaba a pleno en Facebook, aprovechando, sin saberlo, el último suspiro de tecnología. Yo apenas si le prestaba atención al Controlador; la película me tenía subyugado en un trance de amor que me hacía galopar el corazón al ritmo de la música, convencido de la sutil declaración de tu madre, esperando el momento de conocerla de una buena vez. Entonces no pude más: cuando ella me mandó el sexto “Me gusta”, le pregunté dónde vivía. Ella respondió: “Santa Fe 453, en la cuarta sección”, así, con todas las vocales, como diciendo “Para que no te quepan dudas”.

Mientras mi pecho se hinchaba al descubrir que éramos casi vecinos, le subí al muro la séptima parte de la película justo cuando el reloj marcó las 3:43 de la madrugada (yo me enteraría después). No lo olvido más: fue apretar Enter y se encendieron las sombras.

¿Habremos sido, realmente, la gota que rebalsó el vaso?

Siempre recuerdo aquella frase premonitoria: “La tecnología caerá con la misma rapidez y estruendo con que lo hicieron el comunismo primero y el capitalismo después”. Pero no sé qué tan acertada estaba. Porque el comunismo cayó con el Muro de Berlín, y eso sí que hizo ruido, mucho ruido. Casi tanto como la caída de Wall Street, o la de las Torres Gemelas. Todos eventos que simbolizaron el fin de una Era; derrumbes estrepitosos que prevenían desmoronamientos estructurales y que se deben haber oído en toda la Vía Láctea. En cambio, la caída de la tecnósfera fue todo lo contrario: un mar de silencio. Como cuando uno apagaba un televisor a válvulas, que éstas iban enfriándose en un zumbido agonizante, para devolverle a los oídos, en cuestión de segundos, la verdadera sensación del sosiego.

A las 3:43 de la madrugada del 22 de diciembre de 2012, el mundo se silenció por completo. El mundo sonoro tal como se lo conocía, aquel ruido habitual que por entonces tenían las ciudades como ésta, un murmullo constante producido por las luces de la

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calle, los carteles, las alarmas lejanas, los electrodomésticos cercanos, todo aquello que era generado por corriente eléctrica y que se había transformado en la auténtica banda de sonido de todas las generaciones vivas, se apagó en segundos para no volver a prenderse nunca jamás.

Ya no volvería a escucharse una televisión prendida en ningún hogar, o una radio con interferencia en ninguna oficina. Ni siquiera el motor de una heladera en la intimidad de la cocina. Ni qué hablar de una guitarra distorsionada llorando sola en el medio de la noche.

El mundo se puso en off para siempre.

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EPÍLOGO

La noche del Gran Apagón conocí a tu madre. Había intuido que ese corte venía para largo, porque no era un corte anunciado, el próximo iba a ser recién el miércoles 26 (lo habían atrasado un día para no pasar el martes 25, día de Navidad, a oscuras). Nunca me habría imaginado que había sido el último corte de luz de la Historia, la bisagra universal que anunciaba el fin de una Era y el comienzo de otra. Ni se me cruzó por la cabeza. Uno no advierte la envergadura de la situación que está viviendo hasta mucho tiempo después. Yo, imbuido en la ingenuidad y presa de un arrebato de amor, esa noche salí de mi casa y recorrí las nueve calles que nos separaban, en la más profunda de las oscuridades; un camino silencioso que se vio interrumpido por los ruidos lejanos de algún choque en cadena, de algún disparo de advertencia, del llamado sin respuesta de alguna madre a su hijo. Yo iba con la linterna que guardo en la vitrina. Si por algo está donde está, ahí como un souvenir del pasado, es porque fue mi más fiel compañera durante esos primeros años de tinieblas, hasta que ya no hubo más pilas en toda la ciudad que animaran su alicaída lamparita. Sin embargo, esa noche su rayo luminoso me llevó hasta tu madre.

Ella estaba en la puerta de su casa de la calle Santa Fe junto a unos vecinos. Me acerqué iluminando mi rostro y le dije “Hola Eliana, soy Iñaki”. Ella no emitió palabra: sólo se alejó de sus vecinos, descruzó los brazos y me dio un abrazo que lo dijo todo. Estaba muy oscuro, pero puedo asegurarte que sonreía. Porque el apagón había llegado justo cuando nosotros más necesitábamos liberarnos de Facebook, cuando más adictos estábamos a nuestra relación virtual y cuando más nos anhelábamos de manera real.

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El amor con tu madre nació en la oscuridad. Eso nos iluminó el camino.

¿Si todavía odio Facebook? No, ya fue. Además, me dio a tu madre. Y ella, a vos.

Tres meses después de aquella noche, tu madre se quedó embarazada de vos; para cuando naciste, el mundo ya era otro. Porque con el Gran Apagón vino la caída de los bancos y las corporaciones. Y de los gobiernos, ya que todo el sistema impositivo estaba en formato digital. En menos de seis meses, los pobres dejaron de ser pobres y los ricos dejaron de ser ricos. Y empezó el caos. La anarquía en su máxima expresión: delitos, justicia por mano propia, todo lo que podés llegar a imaginarte. Encima, los servicios médicos colapsaron y hubo millones de muertos: la Tierra perdió un cuarto de su población. El orden mundial se desmoronó en menos de un año, el caos parecía no terminar jamás. Pero paró. Cuando descubrimos que el mundo, que la madre naturaleza parecía resucitar gracias a la ausencia de tecnología, como quien respira después de haber tenido un pie ajeno sobre el pecho, y cuando esa sensación se nos hizo carne a los sobrevivientes, el caos fue disipándose con el correr de los meses.

¿Si nos costó adaptarnos a estos tiempos? Uf… ni hablar. Y todavía nos cuesta. Vos naciste un año más tarde del Día F, tenés que dar gracias de que ni siquiera conociste aquella época. Vos pudiste crecer en un ambiente donde los CPU de las viejas computadoras ya eran macetas que albergaban las plantas más exóticas, y los televisores, peceras con peces de todos los colores. Vos sos de esta época, donde la información ya se maneja de manera intuitiva, no tecnológica. No sólo pertenecés a otra generación: pertenecés a otro mundo.

Y eso que con tu madre no queríamos saber nada. “No vamos a traer a nadie a este mundo”, decíamos. Y cumplimos con nuestra palabra. Porque este mundo de hoy, en nada se parece al que había antes del Día F.

A mí, muchas veces me cuesta comprenderte. Debe ser el famoso “paradigma” del que tanto hablan. Porque me cuesta entender cómo podés intuir la vida de la manera en que lo hacés.

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A nosotros, comprender lo que vos comprendés a tu edad, nos llevó siglos. Y todavía hay muchas personas, sobrevivientes de la era tecnológica, que se van a morir sin comprender algunas cosas básicas de la vida. Por eso es que no me voy a cansar nunca de prevenirte. Por más que vos me demostrés todo lo que me demostrés, esa capacidad innata que tenés para resolver conflictos, siempre intentaré advertirte sobre aquellas personas.

Porque nos costó mucho adaptarnos a la falta de energía eléctrica. Y sobre todo, a estar sin Internet, eso nos costó horrores. Ni hablar de Facebook. Dos años antes, en el 2010, Facebook iba por los 500 millones de usuarios; en diciembre del 2012, el número se había triplicado: 1.500 millones. ¿Podés creer? Un tercio de la humanidad. La tercera parte de la humanidad se quedó sin vida virtual el Día F. Los terapeutas de todo el planeta recibieron toneladas de pacientes derivados de la red social. Porque había llegado un punto en que sus relaciones virtuales pesaban bastante más que las reales, y dejar de tenerlas de un día para otro fue un sacudón del que muchos no pudieron zafar. Uno de esos casos es la historia que quiero contarte: la del jinete encapuchado.

Hace cinco años, un encapuchado que venía a caballo golpeó la puerta de casa. Era una mañana particularmente nublada, gris, y el aspecto lúgubre de este tipo daba la sensación de que él hubiera traído la tormenta consigo. Cuando tu madre salió a atender, el tipo se quitó la capucha de su campera dejando ver su rostro y preguntó por mí. Dijo que venía desde Río Cuarto, Córdoba, que había salido hacía más de dos meses y que seguramente yo iba a recordarlo: se presentó como Ramiro Ferré, explicó que habíamos sido amigos de Facebook quince años atrás y que la música de Andrés Calamaro era uno de los tantos gustos que compartíamos. Tu madre, desconociendo la historia, se excusó de que yo no estuviera en la casa, y considerando que el tipo venía desde tan lejos a caballo lo invitó a pasar mientras me esperaba. Él rechazó la invitación diciendo que tenía que seguir viaje, pero que pasaría de regreso, que sólo quería dejarme un papel para que yo firmara, y que lo recogería a la vuelta.

El papel decía “Unite al grupo de los que extrañamos a Facebook”.

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Tu madre se quedó estupefacta mirando el papel, tomada por sorpresa, sin saber cómo reaccionar. El tipo se subió al caballo y reclamó: “Que me lo tenga firmado para cuando vuelva. Si llego a juntar las cinco mil firmas, va a pasar algo grande, muy grande…”, y sacudió un fustazo en las ancas del animal para emprender el galope en dirección al sur.

Esto pasó hace cinco años. Nunca más supimos nada de él. Y a esta altura, creería que ya no tendremos noticias suyas tampoco. Ha pasado mucho tiempo. Tal vez ya le cayó la ficha de que todo tiene un tiempo en la vida… o quizás se murió en el medio de su aventura. Pero si te cuento toda esta historia es para que sepas qué hacer en caso de que te pase: si alguna mañana te despertás y el cielo está gris como si acechara una tormenta, preparate: es probable que golpeen a la puerta. Y si es alguien de apellido Ferré que viene a caballo y que pregunta por mí, y ni tu madre ni yo estamos en la casa en ese momento, vos dale este papel, así como está, sin firmar, tal como él lo dejó la primera vez que vino. Y decile, como quien revela una confidencia o da una mala noticia: “Iñaki cerró su cuenta”. Nada más que eso. Vas a ver que en cuanto monte su caballo en silencio y se aleje por el horizonte, al rato vuelve a salir el sol.

FINIñaki Rojas

Setiembre del 2032

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