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Página 1 CUENTO JULIETH YIRENE MARENTES CASTELLANOS Informática I Viviana Rojas INSTITUCION UNIVERSITARIA LATINA UNILATINA FACULTAD DE CIENCIAS EMPRESARIALES GESTION FINANCIERA DEL COMERCIO INTERNACIONAL BOGOTA, 28 DE SEPTIEMBRE DE 2012

el doctor brujo

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el doctor que curava no con conosimiento si no con brujeria

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CUENTO

JULIETH YIRENE MARENTES CASTELLANOS

Informática I

Viviana Rojas

INSTITUCION UNIVERSITARIA LATINA UNILATINA

FACULTAD DE CIENCIAS EMPRESARIALES

GESTION FINANCIERA DEL COMERCIO INTERNACIONAL

BOGOTA, 28 DE SEPTIEMBRE DE 2012

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¿CÓMO ENTRAR EN OFICCE WORD?

PRIMERO. Entramos en el menú inicio, luego en todos los programas y ubicamos

la carpeta Microsoft oficce.

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SEGUNDO: abrimos la carpeta, y damos click izquierdo sobre Microsoft Word.

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¿CÓMO UTILIZAR WORD?

PRIMERO: escribimos algún texto de nuestra importancia. En este caso el cuento.

Y lo seleccionamos para empezar a ponerle nuestros gustos.

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segundo: podemos cambiar el estilo de fuente, y el tamaño de la misma haciendo

click en los menus ue muestran las imágenes.

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MEDICO BRUJO

“Hechicero indio”, “Matasanos responsable” o simplemente “Loco”, son los diferentes modos en que durante muchos años nos referimos a ese raro espécimen de médico que hizo culo de asistirnos sin emitir juicio alguno sobre nuestros desatinos ni subirse a ninguna cátedra para catequizarnos sobre las maravillas de la ciencia. Ya ni recordamos cómo se nos adhirió a nuestra trasnochada indagación de la existencia. Habrá aparecido alguna tarde de domingo, cuando en la silenciosa aldea sureña el mortal aburrimiento telúrico operaba como disparador natural de cualquier disparate. La cosa es que apareció. Con esa renguera grotesca con que la polio rubricó sus andanzas allá por los cincuenta. Y todo un complejo sin camuflajes precisamente por ese andar de balancín que los zapatones, lejos de resolver, subrayaban con una tragicómica tendencia a encontrar desniveles, felpudos, baldosas desparejas, escalones y toda una geografía de piso que lo mantenía al borde del accidente. Y apareció para no irse. Con su silueta desgarbada, un humor extravagante en el que no tardamos en olfatear un hondo escepticismo, cierta mota de amargura, bastante sarcasmo y una lucidez a prueba de todos nuestros fogonazos escolásticos. Con su proverbial sabiduría del cuerpo de los hombres y su psiquis. Con su sostenida argumentación sobre la validez de la medicina general sobre todas las especializaciones. Y sus explosivas denuncias alusivas a los negociados de sus fastuosos colegas. A ese mercadeo escandaloso que transforma a los enfermos en clientes pero que en realidad no es otra cosa que la fachada de una buena inversión que deja sabrosos dividendos. Fue inevitable que conociéramos su casa. Que nos sorprendiéramos ante el despropósito de esa vasta mansión en obras. Que nos quedáramos sin palabras frente a la pinacoteca, la bodega exquisita, los libros apilados de a cientos, el prodigio de muchas esculturas raras y millares de papelitos con poemas inacabados. Muchas cosas más que la casa estaba allí en construcción... El Loco se hacía cargo de una vida de soledades y de silencios. Del mismo modo en que asumía su profesión. Casi mudo, llevaba adelante larguísimas consultas en las que el paciente comenzaba enumerando síntomas y terminaba relatando su vida, la de sus ancestros, sus amigos, sus vecinos y sus conocidos. Desarrollaba entonces curiosas estrategias para sonsacar datos que con una grafía horripilante consignaba en carpetas que, conforme pasaban los meses, acababan por sumarse a una vasta colección de gruesos volúmenes. Muy demorada mente emitía conclusiones que en sus labios no sonaban a diagnóstico. Más aún: apenas sonaban. Los pacientes salían con la sensación de

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haber descubierto mucho sobre sí mismos y haber dado con la tecla exacta para resolver sus padecimientos. Casi siempre se llevaban también alguna medicina que el Loco regalaba. A cambio de nada. O de muy poco: si se trataba de afiliados a obras sociales, alcanzaba con el bono; si eran particulares, alguna suma modesta que quedaba a su criterio. Ni aranceles diferenciados ni honorarios desmesurados. Ni pretensiones de ninguna clase. Ni, tampoco, fortuna personal. Raramente atendía el teléfono. La campanilla del timbre sonaba en el umbrío espacio de la mansión una y otra vez, hasta que a uno se le agarrotaba el dedo. Detrás de una larga serie de espejos ingeniosamente dispuestos, el Loco decidía sobre sus ganas. Por supuesto, jamás atendía a domicilio: la evidencia de su defecto físico era una excusa válida. Y el hospital era, sin duda alguna, el escenario natural de su talento sin excusas. Casi tres décadas marcando tarjeta a las siete y al mediodía. Jefe de sector. Sin vacaciones de verano ni de invierno. Su consultorio se localizaba por la fila interminable de personas que cuando llegaba –casi al alba porque jamás supo de horarios-, ya lo estaban esperando. Se decía en el nosocomio que los demás clínicos la pasaban haciendo nada y cierta maledicencia anónima los acusaba de organizar divertidos torneos de truco y largas sesiones de dados. Con el pasar del tiempo supimos que era viudo. Que se casó con una de sus primeras pacientes para dedicarse a amortizar los efectos de una rara diabetes congénita que limitaba su esperanza de vida a unos pocos años. Que contra todos los veredictos y las sentencias profesionales, su dedicación superó con holgura aquellos vaticinios. Que la infortunada mujer murió finalmente a causa de un ridículo accidente doméstico. Y que apaleó salvajemente a un atrevido colega que quiso tentarlo con publicar el caso y dividirse las ganancias. Supimos también que pudo poner a sus ancianos padres a salvo de la locura senil más allá de los plazos conocidos. Que le ganó varias batallas a diferentes variedades de cáncer. Que alcanzó ignoradas victorias sobre leucemias y otros peligrosos males. Que los cirujanos le tenían una tirria sostenida. Que el colegio de médicos en su conjunto, dedicaba largas sesiones a denostarlo y burlarse de sus extravagancias. Y que finalmente tuvieron algún éxito porque la Municipalidad acabó por jubilarlo de oficio. Sin avisarle. Nos consta que continúa con su casa en obras. Que sus poemas son cada vez más crípticos y más bellos. Que le han empezado a resultar escasas las paredes para los cuadros que le sigue comprando a los artistas menos viejos. Que su colección de vinos no crece porque conserva con quien concelebrar el prodigio de la existencia. Que en alguno de sus patios los colibríes encuentran refugio. Y en las altas cornisas de vez en cuando un Ángel se echa una siesta...