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El doctor Huberman llega alapartado hotel de Bosque de Mar«en busca de una deleitable yfecunda soledad». Poco imaginaque pronto se verá envuelto en lascomplejas relaciones que loscuriosos habitantes del hotel hanido tejiendo. Una mañana, uno deellos aparece muerto y otro hadesaparecido. Bajo la amenaza delos cangrejales y del mar, aisladospor una tormenta de viento yarena, las ya frágiles relacionesentre los personajes se tensan.Cualquier detalle es acusador,cualquier persona puede ser el

asesino. Llegados a este punto, lanovela se convierte en unfascinante viaje a través de laspasiones humanas, desde el amorhasta la envidia, la venganza,incluso el odio. Es aquí donde elcarácter de los personajes cobramáxima importancia : losfantasmas y los deseos de cadauno, esos mundos imaginarios tanrecónditos y secretos, forman partedel misterio que irá desvelándose alo largo de la obra.

Adolfo Bioy Casares &Silvina Ocampo

Los que aman,odian

El séptimo círculo - 31

ePub r1.0Titivillus 23.09.15

Título original: Los que aman, odianAdolfo Bioy Casares & Silvina Ocampo,1946Diseño de cubierta: José Bonomi

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

I

Se disuelven en mi boca,insípidamente, reconfortantemente, losúltimos glóbulos de arsénico(arsenicum álbum). A mi izquierda, enla mesa de trabajo, tengo un ejemplar; enhermoso Bodoni, del Satyricón, de CayoPetronio. A mi derecha, la fragantebandeja del té, con sus delicadas

porcelanas y sus frascos nutritivos.Diríase que las páginas del libro estángastadas por lecturas innumerables; el tées de China; las tostadas sonquebradizas y tenues; la miel es deabejas que han libado flores de acacias,de favoritas y de lilas. Así, en estelimitado paraíso, empezaré a escribirlahistoria del asesinato de Bosque delMar.

Desde mi punto de vista, el primercapítulo transcurre en un salón comedor,en el tren nocturno a Salinas.Compartían mi mesa un matrimonioamigo —diletantes en literatura yafortunados en ganadería— y unainnominada señorita. Estimulado por et

consommé, les detallé mis propósitos:en busca de una deleitable y fecundasoledad —es decir, en busca de mímismo— yo me dirigía a ese nuevobalneario que habíamos descubierto losmás refinados entusiastas de la vidajunto a la naturaleza: Bosque del Mar.Desde hada tiempo acariciaba yo eseproyecto, pero las exigencias delconsultorio —pertenezco, deboconfesarlo, a la cofradía de Hipócrates— postergaban mis vacaciones. Elmatrimonio asimiló con interés mifranca declaración: aunque yo era unmédico respetable —sigoinvariablemente los pasos deHahnemann— escribía con variada

fortuna argumentos para elcinematógrafo. Ahora la Gaucho FilmInc., me encarga la adaptación, a laépoca actual y a la escena argentina, deltumultuoso libro de Petronio. Unareclusión en la playa era imprescindible.

Nos retiramos a nuestroscompartimientos. Un rato después,envuelto en las espesas frazadasferroviarias, todavía entonaba miespíritu la grata sensación de haber sidocomprendido. Una súbita inquietudatemperó esa dicha: ¿no había obradotemerariamente? ¿No había puesto yomismo en manos de esa pareja inexpertalos elementos necesarios para que mearrebataran mis ideas? Comprendí que

era inútil cavilar. Mi espíritu, siempredócil, buscó un asilo en la anticipadacontemplación de los árboles junto alocéano. Vano esfuerzo. Todavía estabaen la víspera de esos pinares… ComoBetteredgecon Robinson Crusoe, recurría mi Petronio. Con renovada admiraciónleí el párrafo.

Creo que nuestrosmuchachos son tan tontosporque en las escuelas no leshablan de hechos reales, sino depiratas emboscados, concadenas, en la ribera; detiranos preparando edictos quecondenan a los hijos a

decapitar a sus propios padres,de oráculos, consultados entiempos de epidemias, queordenan la inmolación de tres omás vírgenes…

El consejo es, todavía hoy, oportuno.¿Cuándo renunciaremos a la novelapolicial, a la novela fantástica y a todoese fecundo, variado y ambicioso campode la literatura que se alimenta deirrealidades? ¿Cuándo volveremosnuestros pasos a la picaresca saludabley al ameno cuadro de costumbres?

Ya el aire de mar penetraba por laventanilla. La cerré. Me dormí.

II

Cumpliendo estrictamente misórdenes, el camarero me despertó a lasseis de la mañana. Ejecuté unas brevesabluciones con el resto de la mediaVillavicencio que había pedido antes deacostarme, tomé diez glóbulos dearsénico, me vestí y pase al comedor.Mi desayuno consistió en una fuente de

frutas y dos tazas de café con leche (nohay que olvidarlo: en los trenes el té esde Ceylán). Lamente no poder explicar ala pareja que me había acompañadodurante la cena de la víspera algunosdetalles de la ley de propiedadintelectual; iban mucho más allá deSalinas (hoy Coronel FaustinoTambussi), y sin duda intoxicados porlos productos de la farmacopeaalopática, dedicaban al sueño esas horasliminares de la mañana que son, pornuestra incuria, la propiedad exclusivadel hombre de campo…

Con diecinueve minutos de atraso —a las siete y dos— el tren llegó aSalinas. Nadie me ayudó a bajar las

maletas. El jefe de la estación —por loque pude apreciar la única personadespierta en el pueblo— estabademasiado interesado en un canje depueriles aros de mimbre con elmaquinista para socorrer a un viajerosolitario, apremiado por el tiempo y losequipajes. Acabó por fin el hombre susnatos con el maquinista y se encaminóhacia donde yo estaba. No soyrencoroso, y ya se abría mi boca en unasonrisa cordial y la mano buscaba elsombrero, cuando el jefe se encaró,como un demente, con la puerta delfurgón. La abrió, se precipitó adentro, yvi caer, amontonadas en el andén, cincoestrepitosas jaulas de aves. Me ahogó la

indignación. Para salvarlas de tantaviolencia de buena gana me hubieraofrecido a cargar con las gallinas. Meconsolé pensando que manos mispiadosas habían lidiado con mismaletas.

Velozmente me dirigí al patiotrasero, para averiguar si el automóvildel hotel había llegado. No habíallegado. Sin dilaciones decidí interrogaral jefe. Después de buscarlo un rato, loencontré sentado en la sala desespera.

—¿Busca algo? —me preguntó.No disimulé mi impaciencia.—Lo busco a usted.—Aquí me tiene, entonces.—Estoy esperando el automóvil del

Hotel Central, de Bosque del Mar.—Si no le molesta la compañía, le

aconsejo que tome asiento. Aquí,siquiera corre aire —consultó su reloj—. Son las siete y catorce, y mire quehace calor. Le soy verdadero: esto va aacabar en una tormenta.

Sacó del bolsillo un pequeñocortaplumas de nácar y empezó alimpiarse las uñas. Le pregunté sitardaría mucho en llegar el automóvildel hotel. Me respondió:

—Mis pronósticos no cubren esepunto.

Siguió absorto en su tarea con elcortaplumas.

—¿Dónde está la oficina de

correos? —interrogué.—Vaya hasta la bomba de agua, mis

allá de los vagones que están en la víamuerta. Deje a su derecha el árbol,doble en ángulo recto, crucé frente a lacasa de Zudeida y no se detenga hastallegar a la panadería. La casilla dechapas es el correo. —En el aire miinformante seguía con las manos elminucioso trayecto. Después agregó—:Si encuentra despierto al jefe, le doy unpremio.

Le indiqué dónde quedaban misequipajes, le rogué que no dejara partirsin mí al automóvil del hotel y avancépor ese dédalo abierto, bajo un solabsoluto.

III

Aliviado por las instruccionesprecisas que había impartido todacorrespondencia a mi nombre debíaremitirse al hotel, emprendí el regreso.Me detuve junto a la bomba y, despuésde enérgicos esfuerzos, logré engañar lased y mojarme la cabeza con dos o treschorros de agua tibia. Con paso

vacilante llegué a la estación.En el patio había un viejo

Rickenbacker cargado con las jaulas delas gallinas. ¿Hasta cuándo tendría yoque esperar en ese infierno el automóvildel hotel?

En la sala de espera encontré al jefeconversando con un hombre abrigadocon una gruesa campera. Éste mepreguntó:

—¿El doctor Humberto Huberman?Asentí. El jefe me dijo:—Ya cargamos su equipaje.Es increíble la felicidad que estas

palabras me produjeron. Sin mayordificultad logré intercalarme entre lasjaulas. Iniciamos el viaje hacia Bosque

del Mar.El camino, durante Las primeras

cinco leguas, consistió en una sucesiónde pantanos; el progreso del meritorioRickenbacker fue lento y azaroso. Yobuscaba el mar como un griego delAnabasis, ninguna pureza en el aireparecía anunciarlo. En tomo a unbebedero, una majada inmóvil creíaguarecerse en las endebles rayas desombra que proyectaba un molino. Miscompañeros de viaje se agitaban en susjaulas. Cuando el automóvil se deteníaen las tranqueras, diríase que un polvillode plumas, como un polen de flores, sepropagaba en el ambiente, y una efímerasensación olfativa traía a mi memoria un

feliz episodio de la infancia, con mispadres, en los gallineros de mi tío enBuruco. ¿Confesaré que durante algunosminutos logré refugiarme, en medio delos sacudones y del calor, en la prístinavisión de un huevo pasado por agua, enuna taza de porcelana blanca?

Llegamos, por fin, a una cadena demédanos. Divisé a la distancia unafranja cristalina. Saludé al mar:Thalasa… Thalasa. Se trataba de unespejismo. Cuarenta minutos despuésdivisé una mancha violeta. Grité paramis adentros: Epi oinopa pontón! Medirigí al chauffeur.

—Esta vez no me equivoco. Ahí estáel mar.

—Es flor morada —contestó elhombre. Al rato sentí que los bacheshabían cesado. El chauffeur me dijo:

—Tenemos que andar ligero. Lamarea sube dentro de unas horas.

Miré a mi alrededor. Avanzábamoslentamente por unos tablones, en mediode una extensión de arena. Entre losmédanos de la derecha aparecía, lejano,el mar. Pregunté:

—Entonces, ¿por qué anda tandespacio?

—Si una rueda se desvía de lostablones, nos enterramos en la arena.

No quise pensar en lo que pasaría sinos encontrábamos con otro automóvil.Estaba demasiado cansado para

preocuparme. Ni siquiera advertí lafrescura marítima. Logré articular lapregunta:

—¿Falta mucho?—No —contestó—. Ocho leguas.

IV

Me desperté en la penumbra. Nosabía dónde estaba ni siquiera qué horaera. Hice un esfuerzo, como quien tratade orientarse. Recordé: estaba en micuarto, en el Hotel Central. Entonces oíél mar.

Encendí la luz. Vi en mi cronógrafo—que yacía junto a los volúmenes de

Chirón, de Kent, de Jahr, de Alien y deHering, sobre la mesita de pino— queeran las cinco de la tarde. Pesadamenteempecé a vestirme: ¡Qué descansoverme libre de la rigurosa indumentariaque nos imponen los convencionalismosde la vida urbana! Como un evadido dela ropa, me enfundé en mi camisaescocesa, en mi pantalón de franela, enmi saco de brin crudo, en el plegadizopanamá, en los viejos zapatonesamarillos y en el bastón con empuñaduraen cabeza de perro. Agaché la cabeza,con no disimulada satisfacción examinéen el espejo mi abultada frente depensador, y otra vez convine con tantoobservador imparcial: la similitud entre

mis facciones y las de Goethe esauténtica. Por lo demás, no soy unhombre alto; para decirlo con unvocablo sugestivo, soy menudo —mishumores, mis reacciones y mispensamientos no se extenúan ni seembotan a lo largo de una dilatadageografía—. Me precio de tener unacabellera agradable a la vista y al tacto,de poseer unas manos pequeñas yhermosas, de ser breve en las muñecas,en los tobillos, en la cintura. Mis pies,«frívolos viajeros», ni cuando duermodescansan. La piel es blanca y rosada; elapetito, perfecto.

Me apresuré. Quería aprovechar elprimer día de playa.

Como esos recuerdos de viaje quese borran de la memoria y que luegoencontramos en el álbum de fotografíasen el momento de aflojar las correas demi maleta vi —¿por primera vez?— lasescenas de mi llegada al hotel. Eledificio, blanco y moderno, me pareciópintorescamente enclavado en la arena:como un buque en él mar, o un oasis enel desierto. La falta de árboles estabacompensada por unas manchas verdescaprichosamente distribuidas —^dientesde león, que parecían avanzar como unreptil múltiple, y rumorosas estacas detamarisco—. Hacia el fondo del paisajehabía dos o tres casas y alguna choza.

Ya no estaba cansado. Sentí como un

éxtasis de júbilo. Yo, el doctorHumberto Hubernun, había descubiertoel paraíso del hombre de letras. En dosmeses de trabajo en esta soledadterminaría mi adaptación de Petronio. Yentonces… Un nuevo corazón, unhombre nuevo. Habría por fin, sonado lahora de buscar otros autores, de renovarel espíritu.

Furtivamente avancé por oscurospasadizos. Quería evitar un posiblediálogo con los dueños del hotel —lejanos parientes míos— que hubierademorado mi encuentro con el mar. Lasuerte, favorable, me permitió salir sinser visto e iniciar mi pasco por la arena.Éste fue una dura peregrinación. La vida

en la ciudad nos debilita y nos enerva detal modo que, en el shock del primermomento los sencillos placeres delcampo nos abruman como torturas. Lanaturaleza no tardó en persuadirme de loinadecuada que era mi indumentaria.Con una mano yo me hundía el sombreroen la cabeza para que no me loarrebatara el viento, y con la otra hundíaen la arena el bastón, buscandoinútilmente el apoyo de unos tablonesque afloraban de trecho en trecho,jalonando el camino. Los zapatones,rellenos de arena, eran otras tantasrémoras en mi marcha.

Finalmente entré en una zona dearena mis firme. A unos ochenta menos,

hacia la derecha, un velero gris yacíavolcado en la playa; vi que una escalerade cuerdas pendía de la cubierta y medije que en uno de mis próximos paseosla escalaría y visitaría el barco. Ya ce feca del mar, junto a un grupo detamariscos, tremolaban dos sombrillasanaranjadas. Contra un fondo deresplandores inverosímiles, hecho demar y cielo surgieron, nítidas como através de un lente, las figuras de dosmuchachas en traje de baño y de unhombre de azul con gorra de capitán ypantalones remangados.

No había otro sitio donderesguardarse del viento. Decidíacercarme, por detrás de las sombrillas

los tamariscos.Me saqué los zapatones, las medias

y me arrojé en la arena. La sensación deplacer fue perfecta. Casi perfecta: lamoderaba la previsión inevitable delregreso al hotel. Para evitar cualquierintromisión de los vecinos —además delos mencionados había un hombre ocultopor una sombrilla— apelé a mi Petronioy fingí engolfarme en la lectura. Pero miúnica lectura en esos momentos deirremisible abandono fue, como la delos augures, el blanco vuelo de unasgaviotas contra el cielo plomizo.

Lo que yo no había previsto cuandome acerqué a las sombrillas era que susocupantes hablaran. Hablaban sin

ninguna consideración hacia la bellezade la tarde ni hacia el fatigado vecinoque procuraba en vano abstraerse en lalectura. Las voces, que hasta entonces seconfundían con el coro del mar y el gritode tas gaviotas, se preciaron condesagradable energía. Me parecióreconocer por lo menos a una de lasvoces femeninas.

Movido por una natural curiosidad,me volví hacia el grupo. No vi enseguida a la muchacha cuya voz creíreconocer; la upaba una sombrilla. Sucompañera estaba de pie; era alta, rubia,¿me atreveré a decirlo?, muy hermosa,con una piel de impresionante blancura,con manchas rosadas («color de salmón

crudo», según dictaminaría después eldoctor Manning). Su cuerpo erademasiado atlético para mi gusto y enella se advertía, como una tácitapresencia, una animalidad que atrae aciertos hombres sobre cuyas aficionesprefiero no opinar.

Después de escuchar unos minutos laconversación, reuní los siguientes datos:la muchacha rubia, una peligrosamelómana, se llamaba Emilia. La otra.Mary. traducía o corregía novelaspoliciales para una editorial deprestigio. Las acompañaban doshombres. Uno de ellos —el de gorraazul— era un doctor Cornejo; meimpresionó por sus rasgos bondadosos y

por su intimo conocimiento del mar y dela meteorología. Tendría unos cincuentaartos; su cabello gris y sus ojospensadores le conferían una expresiónromántica, no desprovista de vigor. Elotro era un hombre mis joven,amulatado. A despecho de ciertavulgaridad en el hablar y de unaapariencia que recordaba los canelonesdel «tango en París» —pelo negro,lacio, ojos vivos, nariz aguileña— mepareció que ejercía sobre suscompañeros —nada brillantes, por lodemás— alguna superioridadintelectual. Descubrí que se llamabaEnrique Alud y que era el novio deEmilia.

—Mary, ya es tarde para que sebañe —dijo Atuel, con una vozcadenciosa—. Además, el mar estábravo y usted no descuella en laresistencia.

Alegremente resonó la voz que meera familiar:

—¡Yo soy una niña que va a entraren el agua!

—Sos una malcriada —replicóEmilia, afectuosamente—. ¿Queréssuicidarte o querés matarnos de miedo?

El novio de Emilia insistió:—Con esa corriente no se bañe.

Mary. Seña un disparate.Cornejo consultó su reloj de pulsera.—La marea está subiendo —

sentenció—. No hay ningún peligro. Sipromete no alejarse, tiene miconsentimiento.

Atuel se dirigió a la muchacha:—Si no puede volver, de poco le

valdrá su consentimiento. Hagame casoy no se bañe.

—¡Al agua! —gritó Maryjovialmente. Saltaba, se ajustaba lagorra de baño y repetía—: ¡Soy una niñacon alas! ¡Soy una niña con alas!

—Entonces estoy de más —dijoAtuel—. Me retiro.

—No seas necio —le dijo Emilia.Atuel se alejaba sin escucharla. Peroantes de irse descubrió mi presencia yme miró con severidad. Por mi parte,

confieso que la grácil figura de Maryreclamaba mi atención. En verdad, erauna niña con alas, Al encuentro de cadaola agitaba los brazos en alto comojugando con el cielo.

«¿Mary? ¿La señorita MaríaGutiérrez?», me pregunté. Es tan difícilreconocer a las personas en traje debaño… ¿La muchacha que me visitó esteaño en el consultorio y a quien lerecomendé vacaciones en Bosque delMar? Si, estaba seguro. La muchachadelicadamente perdida en el abrigo depieles. Ahí estaban los ojos renegridos,ora picaros, ora soñadores. Ahí estabael accroche coeur sobre la frente.Recordé que yo le había dicho,

bondadoso: «Somos almas hermanas».Era, como yo, un caso de arsénico. Ahíestaba, saltando junto al mar la enfermaque este infierno yacía inerte en loscómodos sillones de mi consultorio.¡Otra cura maravillosa del doctorHuberman!

Unas inquietas exclamaciones medespertaron de este ensueño. En efecto,la eximia nadadora se había alejado conprodigiosa facilidad.

—Se ha alejado nadando en granestilo —protestaba, tranquilizador.Cornejo—. No corre peligro. Volverá.

—Se alejó porque la llevó lacorriente —declaró Emilia.

Unos gritos me hicieron mirar hacia

otro lado.—¡No puede volver!Era Atuel. que llegaba gesticulando.

Se encaró con el doctor Cornejo y learrostró:

—¿Consiguió lo que quería? Nopuede volver.

Juzgué que había llegado la hora deintervenir. Se presentaba en efecto, unaocasión favorable para practicar lasenseñanzas de crawl stroke salvamento—tan susceptibles de olvido— que elprofesor Chimmara de Obras Sanitariasme había inculcado.

—Señores —dije resueltamente—,si alguien me presta un traje de baño larescataré.

—Es un honor que me reservo —declaró Cornejo—. Pero tal vezpodríamos indicarle a esta niña queavance en sesgo, en dirección noreste-suroeste…

Atuel lo interrumpió:—¡Qué sesgo ni qué pavadas! La

muchacha se está ahogando.Un movimiento instintivo, o el deseo

de no presenciar una disputa, me desvióla mirada en dirección al barco. Vi a unniño que bajaba por la escalera decuerdas, que corría hacia nosotros.

Atuel se desvestía. Cornejo y yo nosdisputábamos un pantalón de baño.

El niño gritaba:—¡Emilia! ¡Emilia!

Ante nuestros ojos atónitos. Emiliacorría por la playa, nadaba hacia Mary,regresaba con Mary.

Rodeamos, jubilosos, a losnadadoras. Ligeramente pálida, Mary mepareció mis bella aún. Dijo con forzadanaturalidad:

—Son unos alarmistas. Es lo queson: unos alarmistas.

El doctor Cornejo intentópersuadirla:

—Usted debió evitar que el agualevantada por el viento le golpeara en lacara.

El niño seguía llorando. Mary, paraconsolarlo, lo estrechó entre sushermosos brazos mojados. Le decía

tiernamente:—¿Creíste que me ahogaba, Miguel?

Yo soy la niña del mar y tengo unsecreto con las olas.

Mary demostraba, como siempre, sugracia exquisita, pero demostrabatambién en oscura vanidad y esa fatalingratitud de los nadadores, que nuncareconocen haber estado en peligro y quereniegan de quienes los salvan.

Entre los personajes de ese episodiohubo uno que me impresionó vivamente.Fue el niño, un hijo de una hermana deAndrea, la dueña del hotel. Parecía teneronce o doce años. Su expresión era tannoble; las lineas de su rostro eranregulares y definidas; sin embargo,

había en él una mezcla de madurez y deinocencia que me disgustó.

—¡El doctor Huberman! —exclamó,sorprendida. Mary. Me habíareconocido.

Conversando amistosamenteemprendimos nuestro regreso. Miréhacia el hotel. Era un pequeño cuboblanco contra un cielo de nubes grises,desgarradas y retorcidas. Recordé unaestampa del catecismo de mi niñez,titulada «La ira divina».

V

¡Con qué admirable docilidadreacciona un organismo no violado porla medicina alopática! Un simple vasode cacao frío disipó mi cansancio. Mesentí reconfortado, dispuesto a hacerfrente a todas, las vicisitudes quepusiera en mi camino la vida. Tuve unmomento de vacilación. ¿No convendría

tomar de aliada a la rutina y empezar,ahí mismo, mis tareas literarias? ¿Opodía consagrar íntegramente esaprimera tarde de vacaciones al ocioreparador? Mis manos respetuosasacariciaron unos instantes el libro dePetronio; lo miré con nostalgia y lodeposité en la mesa de luz.

Antes de salir quise abrirla ventanapara que entrara a raudales, en micuarto, el aire de la tarde. Empuñéresueltamente el picaporte, lo hice girary di el tirón necesario… Me fui contrala ventana. Abrirla era imposible.

Este gracioso incidente evocó en mimemoria las consabidas excentricidadesde mi tía Carlota. Ella también tenía una

propiedad al borde del mar, enNecochea, y temía tanto el efecto delaire marino sobre los metales, que habíahecho construir la casa con ventanasfalsas y, cuando no había huéspedes,todo lo envolvía en espirales de papel,desde la manija del fonógrafo hasta lacadena del water closet. Por lo visto setrataba de una manía de familia, que sehabía extendido hasta las ramas máslejanas y desacreditadas, Pero yo estabaresuelto a que abrieran la ventana —conútiles de carpintería, si eraindispensable— y a que se renovara eseaire viciado. Ya senda un principio decefalalgia.

Tenía que hablar con los dueños del

hotel. Avancé a tientas por la oscuridadde los corredores, donde el aire era tandenso como en mi habitación, y llegué auna escalera de cemento gris. Dudé entrebajar o subir. Seguí mi primer impulso:bajé. El aire se hizo aún másirrespirable. Me encontré en un sótanoasombroso: había una especie de hall,con un mostrador y un fichero parallaves; había, más allá de una puertavidriera, una sala en la que seacumulaban comestibles, botellas devino y enseres de limpieza; en una de lasparedes, un enorme fresco representabauna escena misteriosamente patética: enuna habitación decorada con palmas,frente a un ancho ventanal, abierto de

par en par, por donde el sol derramabatorrentes de esplendor, un niño queparecía un pequeño paje, se inclinabalevemente sobre un lecho donde yacíauna niña muerta. Me pregunté quiénsería el pintor anónimo: en el rostro dela niña resplandecía una bellezaangelical y en el del niño, convocadospor facultades que parecían ajenas alarte plástica, había mucha inteligencia ymucho dolor. Pero tal vez me equivoque;no soy un crítico de pintura (aunque todolo cultural, cuando no sofoca la vida, esde mi incumbencia).

Quise abrir la puerta vidriera; estabacerrada con llave… En ese momento oíunos gritos. Me pareció que venían del

otro piso. Movido por una incontrolablecuriosidad, subí corriendo. Me detuve,anhelante, en el descanso de la escalera;volví a oír los gritos, hacia la izquierda,hacia el fondo del corredor. Me deslicécautelosamente. Algo amorfo y velozsalió a mi encuentro y me rozó un brazo.Temblando (teñía la impresión de habersido embestido por un gatofantasmagórico), seguí con los ojos lasombra que se alejaba; la incierta luzdel vano de la escalera me reservabauna revelación: ¡el pequeño curioso eraMiguel, el niño que había conocido a latarde en la playa! En la primeraoportunidad lo reprendería. Meencaminé hacia mi habitación —en el

extremo opuesto del corredor—, pero yaera imposible no oír las voces.Involuntariamente me esforcé enreconocerlas. Eran las voces de laplaya. ¡Emilia y Mary se insultaban conuna violencia que me anonadó! Oíapenas. Me alejé con un profundodesagrado en el alma.

Volví a mi cuarto (todavía cerrado),abrí mi botiquín, resplandeciente deetiquetas blancas y de tubos pardos y detubos verdes, puse en una pulcra hoja depapel los diez glóbulos de arsénico y losdejé caer sobre la lengua. Faltaba,exactamente, un cuarto de hora para lacena.

VI

Mi apetito era plenamentesatisfactorio. Cinco minutos antes de lacena juzgué oportuno acercarme a lazona del comedor, para que el toque delgong no me tomara desprevenido.Atareados en la distribución de lasservilletas y de las canastas de lospanes, encontré a mis parientes, los

dueños. Decidí encarar sin más trámiteel asunto de la ventana. Yo no pagaba enel hotel —mis parientes me debían,desde tiempos inmemoriales, una sumade dinero—, pero no estaba dispuesto aser tratado como quien recibe favores.Mi primo, un hombre prematuramentecanoso, nada sanguíneo, de grandes ojosabsortos y de expresión cansada, oía conecuanimidad, casi con dulzura, misórdenes de desclavar en el acto laventana. Un solícito silencio fue suúnica reacción. Andrea, su mujer, lointerpeló:

—Ya te decía, Esteban; aquí nossepultamos en la arena. Para donde unovaya hay arena, una cosa infinita.

Un súbito entusiasmo se apoderó deEsteban.

—No es cierto, Andrea. Al sur estánlos cangrejos. El 23 de octubre del añopasado, no, fue el 24, el caballo delfarmacéutico se metió en el pajonal; antenuestros propios ojos desapareció en elbarro.

—A mí me gustaba ese lote enClaromecó —prosiguió Andrea, consórdido resentimiento—. Pero Estebanno quería ni que le hablara. Y aquí nostienes, con deudas, en este hotel quesólo da gastos.

Andrea era joven, sana, de ojosmovedizos y facciones regulares, perono agraciada. Tenía un interminable

resentimiento que se manifestaba en unalaboriosa y agresiva amabilidad.

Esteban dijo:—Cuando nosotros llegamos no

había nada; una casilla de chapas, el mary la arena. Ahora está nuestro hotel, elHotel Nuevo Ostende, la farmacia. Lasestacas de tamarisco han prendido porfin. Reconozco que esta temporada espobre, pero el año pasado todos loscuartos estaban ocupados. El lugarprogresa.

—Tal vez no me he expresadoclaramente —dije con ironía—. Lo queyo quiero es que abran mi ventana.

—Imposible —respondió Andreacon irritante tranquilidad—. Pregúntale

a Esteban. ¿Cuáles el progreso? Hacedos años teníamos la recepción en laplanta baja; ahora tenemos allí el sótano.La arena sube todo el tiempo. Siabriéramos tu ventana se nos inundaríala casa de arena.

El asunto de la ventana estabaperdido. Soy —por lo menos enapariencia— un buen perdedor. Paracambiar de conversación rogué a misprimos que me contaran lo que supiesende ese velero encallado en la arena, queyo había visto en mi paseo de la tardé.Esteban respondió:

—Es el Joseph K. Lo trajo la mareauna noche. Cuando nosotros nosestablecimos había otro barco en la

costa, pero sobrevino una tormenta y dela noche a la mañana el mar se lo llevó.

—Mi sobrino —afirmó Andrea— sepasa las horas jugando en ese barco.Para mí es un misterio qué no se aburra.¿Qué hará allí, solo, todo el día?

—Para mí no es un misterio —respondió Esteban—. Ese barco me daganas de ser chico.

El gong interrumpió nuestraconversación. Lo golpeabaafanosamente una anciana obesa, quesonreía con puerilidad. Me dijeron queera la dactilógrafa.

La gente no tardó en llegar. Nossentamos arrinconados en el extremo deuna mesa excesivamente larga. Me

presentaron a la única persona quetodavía yo no conocía: el doctorManning. Era pequeño, rosado,arrugado, incomunicado. Estaba vestidode pescador y tenía permanentementeuna pipa en la boca, que lo cubría deceniza.

Una silla estaba vacía: faltabaEmilia.

Andrea, ayudada por una criada,servía la mesa. Esteban comíadesganadamente. Habíamos tomado lasopa de arvejas cuando se levantó conextremada suavidad, fue hacia la radio,se puso los lentes, movió los diales ynos ensordeció con un programa deboleros.

Yo, con alguna insistencia, dirigíamiradas de admonición y de reproche alniño Miguel. Éste me rehuía los ojos ymiraba, con simulado interés, a Mary. Eldoctor Cornejo también la miraba.

—¡Qué anillos más hermosos! —exclamó Cornejo, tomando con ademánseguro la mano de la muchacha—. Elbrazalete es de oro catorce y los rubíesson perfectos:

—Sí, no son malas estas joyas —contestó Mary—. Las heredé. Mi madreponía todo su dinero en alhajas.

Confieso que en el primer momentolas joyas de Mary me parecieron másfastuosas que genuinas. Hay, por cierto,entre las fantasías modernas y las

mejores joyas antiguas una analogía —elcolor de las piedras, la complejidad delos engarces, el simbolismo del diseño— que desorienta al observador casual.Mi prima, la hotelera, no parecíacompartir esas dudas. La codiciabrillaba en sus ojos.

Subiendo excesivamente el registrode mi voz —el aparato de radio nosaturdía— pregunté a Mary qué librosinteresantes había leído en este últimotiempo.

—¡Ay! —respondió—. Los únicoslibros que leo son los que traduzco. Leprevengo que forman una bibliotecarespetable.

—No la creía tan trabajadora —

comenté.—Si no me cree, vaya a mi cuarto —

dijo en un tono sarcástico—. Ahí tengotodos los libros que he traducido.¿Porqué será que no puedo separarme demis cosas? ¡Las quiero tanto!… ¡Guardotambién los manuscritos de lastraducciones y los borradores de losmanuscritos!

Ya estábamos comiendo el segundoplato —unas aves un poco tiernas parami gusto— cuando llegó Emilia. Teníalos ojos brillantes y enrojecidos, comosi acabara de llorar. Tenía ese frágil ysolemne aislamiento de las personas quehan llorado. Hubo un malestar general,no disminuido por los esfuerzos que

hada cada uno de nosotros paradisimularlo.

Mary nos interrogó:—¿No los molesto si apago la

radio?—Se lo agradeceremos —dije,

cortésmente.El silencio fue un alivio, pero no un

alivio duradero. Callada la música, yano teníamos donde ocultarnos y cada unoera un impúdico testigo de laincomodidad de los demás y de latragedia de Emilia. ¿Qué secretaenemistad ardía en el corazón de estamuchacha? Hay todavía un tratado porescribir sobre el llanto de las mujeres;lo que uno cree una expresión de ternura

es a veces una expresión de odio, y lasmás sinceras lágrimas suelen serderramadas por mujeres que sólo seconmueven ante sí mismas.

Con excelente ánimo, el doctorCornejo trató de reanimar laconversación. Ayudándose condiagramas que trazaba con el tenedor enel mantel, nos explicó el sistemacompleto de las mareas en la costasudatlántica. Luego, ante la crecientealarma de mis primos, procedió aproyectar dos improbables espigonespara nuestra playa. A continuación hablóde los cangrejales y con todo realismoadoptó las posturas que los circunstantesdebían ensayar en caso de caer en un

cangrejal.Empezábamos, por fin, a olvidarnos

de Emilia. Mary intervino:—¡Ay, yo tengo las preocupaciones

de Santa Lucía! La arena le ha puesto aEmilia los ojos como si hubiera llorado.—Se dirigió a su hermana—: Pasa luegopor mi cuarto y te prestaré unas gotas.

Era admirable la delicadeza con queMary quería disimular el llanto de suhermana. Ésta ni siquiera contestó.

Pero Mary pensaba en todo.A diferencia de media humanidad,

recordó que recetar ante un médico —aun recetar unas gotas de Aqua fontis—era ofensivo. Exclamó con su graciahabitual:

—¡Qué torpeza la mía, con un doctoradelante! ¿Por qué no la atiende un pocoa mi hermana, que buena falta le hace?

Me puse las gafas y miré a Emiliafijamente. Le pregunté con deferencia:

—Después de leer, ¿tiene dolores decabeza? ¿Siente que sus bellos ojitos lequeman, como dos globos de fuego? ¿Vemoscas que no existen? ¿Ve en torno a laluz, de noche, un halo verde? Expuestoal aire, ¿su lagrimal se dilata?

Interpreté el silencio de Emiliacomo una respuesta afirmativa.Dictaminé en el acto:

—Ruta foetida mil. Diez glóbulos aldespertarse. Tengo en mi botiquínalgunos frasquitos. Le daré uno, si me

permite.—Gracias, doctor. No me hace falta

—respondió Emilia.Parecía no advertir mi atención.

Continuó:—No es la arena lo que me hizo

llorar.Estas palabras no contribuyeron a

consolidar la animación de loscircunstantes.

Ese esforzado voluntario, el doctorCornejo, intervino:

—Hace veinte años que veraneójunto al mar, de los cuales ocho,sucesivos, en Quequén. Y bien, señores,puedo asegurarles que ninguna playaofrece tantos atractivos como ésta para

el estudioso de los desplazamientos dela arena.

A continuación levantó los planos,en el mantel, de una futura plantacióndestinada a fijar los médanos. Ante losresueltos trazos del tenedor, mi prima seestremecía.

Con las últimas uvas, el doctorManning se retiró a una mesa apartada.Lo vi sacar del bolsillo diminutasbarajas y jugar solitario tras solitario.

—No puedo pasar un día sin oírmúsica —dijo Mary. Y miróextrañamente a su hermana.

—¿Quiere que ponga la radio? —inquirió Atuel.

—¿Cómo? ¿Con una concertista? —

exclamó Mary, dando nuevas pruebas desu exquisita sensibilidad. Después seacercó a su hermana y, tomándola delbrazo, le rogó con un cariñoso mohín—.Toca algo de tu repertorio, Emilia.

Ésta replicó:—No tengo ganas.—No seas así, Emilia —la alentó su

novio—. Los señores quieren oírte.Juzgué oportuno mediar.—Estoy seguro —dije pausadamente

— que la señorita no nos privará delhonor de escucharla.

Finalmente Emilia tuvo que acceder.Con mal disimulada contrariedad seacercaba al piano, cuando Mary ladetuvo.

—Emilia —dijo—, vas a tocarnos elVals olvidado, de Liszt.

La pianista se quedó mirandorígidamente a Mary. Creí descubrir ensus ojos, celestes y diáfanos, la frialdaddel odio. Luego, súbitamente, susfacciones se tranquilizaron.

—No estoy con ánimo de ejecutarpiezas tan alegres —respondió conindiferencia—. Preferiría el Claro deluna de Debussy.

—El Claro de luna no conviene a tusensibilidad. Tus manos lo tocan, peroel alma está ausente. El vals, Emilia, elvals.

—¡El vals! —exclamé congalantería.

No me considero experto encuestiones musicales, pero comprendíque era de buen tono apoyar la mociónde Mary.

Atuel intervino:—¡Pobre Emilia! No la dejan tocar

lo que quiere.Esta frase era una injustificada

agresión contra mí. La dejé pasar. Vi queEmilia miraba a Atuel con lágrimas enlos ojos.

Mary insistió en su pedido. Emiliase encogió de hombros, se sentó alpiano, recapacitó durante algunosinstantes y empezó a tocar. El fallo deMary había sido justo: en Emilia latécnica era más notable que el alma. La

ejecución fue, parcialmente, correcta;pero se advertían penosas vacilaciones,como si la pianista hubiera olvidado, oconociera poco, la obra que nos ofrecía.Todos aplaudimos. Con una ternura queme conmovió, Mary besó a su hermana.En seguida exclamó:

—¡Cómo interpretaba este valsAdriana Sucre!

Tal vez con el propósito de borrar lamala impresión causada, Emiliaacometió con lúcido entusiasmo loscristalinos acordes del Valsmelancólico. Pero sólo la ancianadactilógrafa la escuchaba. Nosotrospreferíamos seguir las deliciosasanécdotas de niñez que venturosamente

la música inspiraba en Mary. Puedojurar que las dos pequeñas biografíasorales que Mary nos delineó —la suya,consentida y adorable; la de Emilia, másirónica, pero igualmente cariñosa—eran obras de arte comparables, en sugénero, a las de Liszt. Emilia acabó detocar: Mary le gritó:

—¡Les hablaba a estos señores de lapredilección que siempre mostraba porti nuestra madre! Cuando llegaba algunode tus novios le pedía a la profesora quetocara el piano; después les hacía creerque eras tú la que había tocado. Hoy,para el Vals olvidado, te hubieraconvenido la estratagema.

—Tenés razón —contestó Emilia—,

pero no te olvides que yo no queríatocarlo. Además, no sé por qué estás tanagresiva conmigo.

Mary gritó patéticamente:—¡Mala! ¡Eso es lo que eres: una

mala! —Echó a llorar.Atuel se dirigió a Emilia:—Es cierto. No tenes corazón —le

dijo.Todos rodeamos a Mary (salvo el

doctor Manning, que seguía, monótono ypreocupado, perdiendo solitarios). Marylloraba como una niña, como unaprincesita (según observó Cornejo).Verla tan apenada y tan hermosa mesirvió —lo digo con egoísmo— paracomprobar que yo sí tenía corazón.

Estábamos muy ocupados con Mary;nadie advirtió que Emilia se retiraba, otal vez lo advirtiera el pequeño Miguel,que nos miraba subyugado, como sirepresentáramos una escena de granguiñol.

El doctor Cornejo, en quien empecéa notar una marcada inclinación aentrometerse en asuntos ajenos, propusoque alguno de nosotros fuera en busca deEmilia.

—No —dijo Atuel con insólito buensentido—. A las mujeres histéricas hayque dejarlas solas. ¿No es verdad,doctor?

Le concedí mi aprobación.Afuera aullaban alternadamente los

perros. La anciana que hacía las vecesde dactilógrafa se acercó a una ventana.Sonriendo inexpresivamente exclamó:

—¡Qué noche! ¡Qué perros!Ladraban así cuando falleció abuelito.Estábamos como ahora en un hermosobalneario.

Seguía moviendo la cabeza, como sitodavía oyera música.

De pronto, el aullido de los perrosse perdió en un aullido inmenso; eracomo si un perro gigantesco ysobrenatural gimiera por las desiertasplayas todo el dolor de la tierra. Elviento se había levantado.

—Una tormenta de viento. Hay quecerrar las puertas y las ventanas —

declaró mi primo.Un golpeteo como de lluvia azotaba

las paredes.—Aquí las lluvias son de arena —

observó mi prisma. Después agregó—:Con tal que no quedemos enterrados.

Ágilmente la obesa dactilógrafacerraba las ventanas. Nos mirabasonriendo y repetía:

—¡Esta noche va a ocurrir algo!¡Esta noche va a ocurrir algo!

Sin duda estas palabras inconsultasconmovieron el alma impresionable deMary.

—¿Dónde estará Emilia? —dijoolvidando todo resentimiento—. Exijoque alguien vaya a buscarla.

—Paso por alto la exigencia, paraque no digan que soy delicado —concedió Atuel—. Tal vez el doctorCornejo quiera acompañarme…

Había un contraste entre el urgenteulular del viento, afuera, y el aireinmóvil y escaso de ese interior dondenos sofocábamos en torno de unalámpara impávida. La espera nospareció interminable.

Finalmente, los hombres regresaron.—La hemos buscado por todas

partes —afirmó Cornejo—. Hadesaparecido.

Mary tuvo un nuevo ataque de llanto.Decidimos aprestarnos para unaexpedición de rescate. Cada uno corrió

a su habitación, en busca de abrigos. Yome incluí en un gorro de lana, en unsacón a cuadros y en unos guantespeludos. Enrosqué alrededor de micuello una bufanda escocesa. No olvidéla linterna sorda.

Ya salía, cuando reparé en mibotiquín. Tomé un frasquito de Rutafoetida. Fue una inspiración de hombrede mundo.

—Tome —le dije a Mary, cuandovolví al salón—. Mañana se lo da a suhermana.

El efecto que esta sedantedeclaración operó sobre Mary fueradical. Demasiado radical, en miopinión: minutos después, cuando me

dirigía hacia la salida del hotel, vi,contra la blancura del muro, dossombras que se besaban. Eran Atuel yMary. Pero quiero aclararlo: Atuel seresistía; Mary lo asediabaapasionadamente.

«¿Qué somos», murmuré, «sinoosamentas besadas por los dioses?».Con el alma apesadumbrada, seguí micamino. Algo aulló en la penumbra. Erael niño. Yo había tropezado con él. Memiró un instante —¿qué había en suexpresión: desprecio, odio, terror?—;después huyó.

Cuatro hombres, forcejeando, apenaspudieron abrir la puerta. Nosencontramos en la noche de afuera. El

viento quería derribarnos y la arena nosgolpeaba en el rostro y nos cegaba.

—Esto va a durar —vaticinó miprimo. Partimos en busca de lamuchacha extraviada.

VII

A la mañana siguiente Mary estabamuerta. Poco antes: de las ocho mehabían despertado unos ruidosdesapacibles: era Andrea que mellamaba, pidiendo auxilio. Encendí laluz, rápidamente salté de la cama, conpulso firme deposité los diez glóbulosde arsénico sobre el papel y de ahí los

pasé a mi lengua, me envolví en mi robede chambre morada, abrí la puerta.Andrea me miró con ojos de llanto,como disponiéndose a echarse en misbrazos. Resueltamente deje las manos enlos bolsillos.

Muy pronto supe lo ocurrido.Mientras la seguía por los corredoresdel hotel, mi prima me dijo que Emiliaacababa de encontrar muerta a suhermana. De una espesa trama desollozos y gemidos entresaqué lainformación.

Tuve un presentimiento melancólico.Recordé mis prometidas vacaciones, latarea literaria, Musité: «Adiós,Petronio», y penetré en el aposento de la

tragedia.La primera impresión que tuve fue

de dulzura. La lámpara iluminaba lacabeza de Emilia contra una fila delibros. Emilia lloraba silenciosamente, yme pareció descubrir en la hermosura desu rostro una placidez que antes no habíaadvertido. Sobre la mesa vi un alto demanuscritos y de pruebas de imprenta;un tibio impulso de simpatía palpitó enmi pecho. La muerta estaba en la cama y,a primera vista, parecía tranquila ydormida. La miré con alguna detención:presentaba los signos deenvenenamiento por estricnina.

Con una voz en que parecía sollozarla esperanza, Emilia preguntó:

—¿No será un ataque de epilepsia?Hubiera querido contestar

afirmativamente. Dejé que el silenciocontestara por mí.

—¿Un síncope? —interrogó Andrea.Atuel entró en la habitación. Los

demás —desde mi primo Esteban hastala dactilógrafa, incluidos Manning yCornejo—, se agolpaban junto a lapuerta.

Juzgué que el deceso había ocurridodentro de las últimas dos horas.Contesté a la pregunta de Andrea:

—Murió envenenada.—Yo me fijo en la comida que les

doy —replicó Andrea, ofendida—. Sifuera por algún alimento, estaríamos

todos…—No digo que haya ingerido un

alimento en mal estado. Ingirió veneno.El doctor Cornejo entró en la

habitación, abrió los brazos y me dijoimpetuosamente:

—Pero, señor doctor, ¿qué insinúa?¿Cómo se atreve, delante de la señoritaEmilia…?

Me ajusté los anteojos y miré aldoctor Cornejo con impasible desdén.Su afectada cortesía, que era sólo unpretexto para entrometerse, empezaba aimpacientar me. Además, con suexaltación y sus ademanes, respirabacomo un gimnasta. Faltaba aire en elcuarto.

Respondí secamente:—El dilema es claro: suicidio o

asesinato.La impresión que produjeron mis

palabras fue profunda.Continué:—Pero, en definitiva, no soy yo el

médico que extenderá la partida dedefunción… Es a otro a quien deberánconvencer de que se trata de un suicidio.

Probablemente yo me hubiera dejadoconvencer muy pronto. Pero mispalabras eran hijas de la pasión: medivertía molestar a Cornejo. Además,con ese plural —«deberánconvencer»— ponía bajo la sospecha deasesinato a todos los presentes. Eso

también me divertía.—Temo que el doctor Huberman

tenga razón —afirmó Atuel, y yo recordésu sombra y la de Mary. Continuó—:Aquí está el frasco de los glóbulos quetomaba todas las mañanas; el corchoestá en el suelo… Si el veneno estabaescondido ahí, nos encontramos ante uncrimen.

Era el último toque, ya no podríamoslibrarnos de la policía. Pensé que, en lofuturo, debía dominar mis impulsos.

El doctor Cornejo declaró:—No olviden que estamos entre

caballeros. Me niego a aceptar susconclusiones.

Un grito desgarrador, elemental,

interrumpió mi cavilación. Después oíunos pasos precipitados que se alejaban.

—¿Qué es eso? —pregunté.—Miguel —contestaron.Sentí que esa destemplada

intervención era como un reproche atodos nosotros por haber condescendidoa pequeñeces y mezquindades ante eldefinitivo milagro de la muerte.

VIII

La tormenta había amainado.Mandamos el Rickenbacker a Salinas.

Durante la mañana Emilia y Atuelacompañaron a la muerta. Los demáspensionistas nos turnábamos, condiscreción, en ese triste deber. Andreacasi no apareció por el cuarto. Que unapersona hubiera fallecido en el hotel la

contrariaba; recibir ahora a la policía, yafrontar una investigación, era algo queexcedía su comprensión y su tolerancia.En el trato con Atuel y con Emilia sepermitía desatenciones. Cuando hablabade la muerta no disimulaba su rencor.

A las once en punto me allegué a lacocina y le pedí a Andrea que mepreparara mi inveterado caldo contostadas. Tuve una desagradableimpresión: Andrea estaba pálida y untemblor en la mandíbula anunciaba lainminencia del llanto. Dominandoapenas mi impaciencia, consideré queuna demora en la llegada del caldo eracasi inevitable. Me pareció prudente nohablar hasta que lo sirvieran.

Estoy dispuesto a reconocer muchosdefectos en mi prima, pero afirmo que esuna excelente cocinera. El caldo que metrajo era superior, tal vez, al que mepreparan en el consultorio mis dosenanos correntinos.

Sentado a horcajadas en el banquitode carpintero, con la bandeja delante,me resigné a escuchar a Andrea.

—Estoy preocupada con Miguel —me aseguró en un tono que parecíamonopolizar para nosotros dos el buensentido y la ecuanimidad—. Esasmujeres no recuerdan que es un chico yno se esconden para pelearse ni paraestar con el novio.

La anciana dactilógrafa pasó

ágilmente con un matamoscas en lamano. Retrospectivamente oí losmonótonos golpes que la cazadora veníadescargando contra las paredes y losmuebles. Como la tormenta impedíaabrirlas ventanas, el hotel estaba llenode moscas. El ambiente estaba pesado.

—Te olvidas que una de «esasmujeres» ha muerto —dijo prosiguiendola conversación con Andrea.

No solamente el caldo merecíaelogios. Las tostadas eran eximias.

—Con eso acabaron deenloquecerlo. Estoy preocupada,Humberto. Miguel ha tenido una infanciatriste. Es anémico, está maldesarrollado. Es muy chico para su

edad. Cavila todo el tiempo. Mihermano creía que el mar podíafortalecerlo… Está en su cuartollorando. Me gustaría que lo vieras.

La crueldad de mi prima con lamuerta no debía ofuscarme; lo que habíadicho sobre el niño era atinado. Lasprimeras impresiones dejan en el almaun eco que resuena a lo largo de la vida.Incumbe a la responsabilidad de todoslos hombres que ese eco no seaominoso. No debía olvidar, sin embargo,la fea actitud de Miguel, escuchando lasíntimas discusiones de Emilia y deMary.

Seguí a Andrea hasta lasprofundidades de la casa, hasta el cuarto

de baúles, donde le habían puesto lacama a Miguel. Mientras vanamentepalpaba las paredes en busca de la llavede la luz, Andrea encendió un fósforo.Después prendió un resto de vela en uncandelero celeste, sobre un baúl.

El niño no estaba.Clavada en la pared había una

página recortada de El Gráfico: elequipo de primera división deFerrocarril Oeste. Sobre un diarioextendido, como una carpeta, sobre unbaúl, había un frasco de gomina vacío,un peine, un cepillo de dientes y unatado de cigarrillos Barrilete. La camaestaba revuelta.

IX

Andrea pretendía que la ayudara enla busca de Miguel; conseguí librarmede ella. Entré en el cuarto de Mary atiempo para evitar que la dactilógrafa —esa atareada encarnación de Muscarius,el dios que alejaba las moscas de losaltares— cometiera un error irreparable.En efecto, ya había arreglado los

papeles que había sobre la mesa; ahoraSe disponía a ordenar la mesa de luz.

—¡No toque nada! —grité—. Va aconfundir las impresiones digitales.

Miré severamente a Cornejo y aAtuel. Me pareció que este últimosonreía con velada malicia…

Mis palabras no perturbaron a ladactilógrafa. Empuñó el matamoscas; unbrillo alegre y sibilino apareció en sumirada; exclamó: «Ya les decía que ibaa ocurrir algo»; y dando golpes en lasparedes se alejó velozmente.

Cuando sonó el gong del almuerzo,Emilia dijo que no iba a subir. Con másimpertinencia que galantería, Cornejo seempeñó en reemplazarla.

—Simpatizo con usted, Emilia. Perocréame, nosotros también nos sentimosresponsables ante una tragedia tanhorrible… Sus nervios estándestrozados. Debe alimentarse. Aquítodos formamos una pequeña familia. Yosoy el más viejo, y reclamo el honor deacompañar a su hermana.

Ejemplo típico de falsa cortesía:importunar a todas las personas para seramable con una. ¿A mí me habíaconsultado? Sin embargo, me ponía en eltrance de ofrecerme de plañidera yquedar sin almuerzo. Además, él mismohabía sugerido que Emilia debía sentirseresponsable de la muerte de su hermana.Era natural que quisiera pasar un rato a

solas con ella antes de que llegaran losfuncionarios y la policía.

Atuel se acercó a Emilia y le hablópaternalmente:

—Vos harás lo que quieras, Emilia—le acarició un brazos. Si vas aalmorzar me quedaré yo, naturalmente.Si no, decime si querés que te acompañeo si querés quedarte sola. Hacé lo quevos quieras.

«El estilo es el hombre», pensé. Elestilo del Alma que canta empezaba aexasperarme.

Emilia insistió en quedarse. La mirécon una mezcla de admiración y degratitud que sentimos los hombres —hijos de mujeres, al fin— ante los más

altos ejemplos del alma femenina.Cuando me retiraba advertí, sinembargo, que Emilia había encontrado,en medió de su dolor, ánimo paramudarse de ropa y aderezar sucoquetería.

Durante el almuerzo, el ruido de loscubiertos y el zumbido de losmoscardones predominabanextrañamente. Apenas hablábamos,Manning casi pareció locuaz…

Es horrible decirlo, pero «lapequeña familia» se miraba condesconfianza.

Nadie se acordó de Miguel. SalvoAndrea. Cuando nos levantamos, mellevó aparte.

—No lo hemos encontrado —meanunció—. Estará llorando en el barco.O en la arena. O en los cangrejales.Seguiremos la busca. Cuando tenganoticias te avisaré.

¿Por qué me avisaría a mí? Meirritaba que me tomara de cómplice enesas preocupaciones seudomaternales.

X

Sentí un inesperado bienestar en lacompañía de Emilia, y me aventuro acreer que mi presencia no ledesagradaba.

Estábamos en ese caserón cerradocomo en un barco en el fondo del mar, o,más exactamente, como en un submarinoque se ha ido a pique. Yo tenía la

impresión de que el aire disminuíaangustiosamente. En todas partes meencontraba incómodo y no lo estaría másen el cuarto de la muerta. Acompañar aEmilia era un acto de piedad.

En esa casa hasta la conducta deltiempo era anómala. Había horasfugaces y horas lentas, y cuando miré elreloj, poco antes de entrar en el cuartode Mary, eran las dos de la tarde; yohabía imaginado que serían las cinco.

Estábamos solos en el cuarto. Emiliame preguntó si yo conocía mucho a suhermana.

—No —le dije—. En mi calidad demédico solamente. Estuvo dos o tresveces en el consultorio. —Añadí una

mentira benévola—: Creo que en algunaocasión me habló dé usted.

—Nos queríamos mucho —comentóEmilia—. Mary me trataba con tantadulzura… Cuando murió mi madre tomósu lugar en la casa. Ahora me deja sola.

—Lo tiene a Atuel —sugerí conhipocresía.

A pesar mío vi la escena de la nocheanterior, vi a Mary besándolo.

—El pobre la sentirá casi tantocomo yo —declaró Emilia, y un fulgorde nobleza iluminó su rostro—. Éramosmuy compañeros los tres.

Me invadió una profunda desazón.—Pero ¿se van a casar pronto? —

pregunté por mera curiosidad.

—Creo que sí. Pero esto ha sido taninesperado… Por ahora quierosolamente pensar en Mary, refugiarmecon ella en los recuerdos de la infancia,en Tres Arroyos.

La experiencia me ha enseñado quepersonas sin ninguna cultura ynormalmente incapaces de construir unafrase, urgidas por el dolor dicen frasespatéticas. Me pregunté cómo sedesempeñaría Humberto Huberman, contoda su erudición, en circunstanciasanálogas.

Emilia continuó:—Y ahora viene la policía. Lo peor

es que no quiero saber la verdad. —Laslágrimas le corrían por la cara—.

Después de lo ocurrido sólo tengo unaprofunda ternura hacia Mary. No puedoresignarme a que la martiricen con laautopsia…

Esto no me pareció razonable. Se lodije con toda franqueza.

—Tarde o temprano haría lo mismoel proceso de la disolución. Pero laverdad nos interesa a todos, Emilia.Además, ahora Mary vive en surecuerdo. De ahí no se la podrán sacar.

La dactilógrafa entró con un ramo deviejas margaritas de género. Lo depositóa los pies dé la cama.

—Son todas las flores que había enel hotel —dijo.

La vimos irse. Emilia tal vez

murmuró «gracias». Ya no podíamoshablar.

Para romper el silencio pregunté:—¿Dónde estuvo anoche, cuando

salió?—Muy cerca —respondió con

nerviosidad. Precipitadamente, continuó—: Recostada contra una de las paredesde la casa. El viento no me dejabaalejarme. Volví muy pronto. Me abrióAndrea. Ustedes habían salido.

Las sillas crujían al menormovimiento. Éstos eran indispensables ycontinuos. Nuestra fisiología adquiríauna súbita preponderancia.Suspirábamos, estornudábamos,tosíamos.

Por primera vez en su biografía,Andrea fue oportuna. Apareció en elmarco de la puerta y me llamó.

Miguel había regresado.

XI

En la vacilante luz de la vela el cutisceroso, la mirada intensa y la cara delaucha de Miguel me impresionaron.Vertiginosamente registré una sensacióninsólita en mi experiencia y por demásdesagradable: yo perdía el aplomo. Enefecto, agazapado en la penumbra delcuarto de baúles, Miguel parecía

resuelto a defender su misterio. Minerviosa imaginación evocó imágenesde pequeños y feroces animalesacorralados.

El niño me miraba en los ojos.Espontáneamente eludí esa obstinadaexpresión y, con ostensible tranquilidad,me dediqué a mirar los baúles, la mesade luz, el desvencijado catre, lasparedes. Reparé en la fotografía delequipo de football. Tuve una inspiracióngenial.

—Veo, mi amiguito, que ustedtambién es un entusiasta de FerrocarrilOeste.

Ninguna luz de simpatía iluminó elrostro de Miguel.

—¿Ha estado en el Club Atlético deQuilmes? —añadí—. ¿Vio el trozo devalla rota por un pelotazo de ElíseoBrown?

Ahora Miguel sonreía. Pero misconocimientos de los «historiales delfootball» habían llegado a su término.Mi próxima intervención en el diálogocombinaría astutamente los caracteresde la retirada y del ataque.

—¿Dónde pasó la tarde? —preguntécon un tono distraído—. A usted no leasusta la tormenta.

Recordé el velero abandonado, creíque hablaríamos de temas navales,consulté mis recuerdos de Conrad.Bruscamente Miguel contestó:

—Fui a casa de Paulino Rocha.—¿Quién es Paulino Rocha?Miguel estaba sorprendido.—El boticario —explicó.Yo había recuperado el aplomo.

Continué el interrogatorio.—¿Y qué hacías en casa del

boticario?—Fui a pedirle que me enseñara a

conservar las algas.Sacó de abajo del catre una lata de

nafta, con los bordes mal recortados; lainclinó; flotaban en el agua, unas tirasrojas y verdes.

Vi claramente en el alma de mipequeño interlocutor. Son los niños unhaz de variadas posibilidades. Miguel

participaba del pescador del filatélico,del naturalista. De una trama decircunstancias dependía —tal vez de mídependía— que siguiera los fácilesmeandros del coleccionista o delsportsman o que se aventurara por lasdesaforadas avenidas de la ciencia.

Pero no debía permitirme esasconsideraciones, por fecundas yoportunas que fueran; debía proseguir,incansable, mi actividad policial.

—¿La querías mucho a la señoritaMary?

Comprendí en seguida que alformular esa pregunta había cometido unerror. Miguel miraba intensamente lalata de nafta, el agua oscura, las algas.

Estaba de nuevo defendiendo sumisterio.

Era tarde para retroceder. Traté deaveriguar qué sabía el chico de lasrelaciones de la difunta, de Atuel y deEmilia. En ese sentido, nada lograronmis investigaciones. Tampoco sucontribución a mi conocimiento deEsteban y de Andrea fue generosa.

Bajé los ojos. De pronto me quedémirando unas manchas de sangre en elsuelo. Aparté un poco dos baúles.Resonó un grito ahogado. Sentí un vivodolor en el rostro —las uñas de esechico debían de estar envenenadas;todavía llevo las marcas—. Me quedésolo. En el suelo, entre los dos baúles,

había un enorme pájaro blanco,ensangrentado.

XII

Yo abrigaba serios temores. Miréhacia afuera, a través de la ventana delhall. La tormenta había recrudecido.

Mis planes eran precisos: tomar elté; visitar a Emilia antes de la llegada dela policía; recibir a la policía. La inútildemora de mi prima en preparar, recetaen mano, unos scones que aspiraban a

remedar los justamente, famosos de latía Carlota, significaría, tal vez, elderrumbe de ese razonable proyecto.Miré de nuevo por la ventana. Me sentíreconfortado. Como oleadas de aguanegra azotaban los vidrios; era la arena.Después, en relámpagos de claridad,podía entreverse un paisaje infernal; elsuelo en disgregado y raudomovimiento, levantándose en remolinosiracundos y en trombas.

Por fin resonó el gong. Ladactilógrafa lo golpeabaacompañándose con blandos vaivenesde cabeza. Todos, salvo Emilia, noscongregamos en el comedor, en torno ala bandeja del té. Mientras saboreaba un

scone juiciosamente dorado consideréque los hechos cardinales —losnacimientos, las despedidas, lasconspiraciones, los diplomas, las bodas,las muertes— nos convocan alrededordel lino planchado y de la vajillainmemorial; recordé también que paralos persas un paisaje hermoso era unestímulo para el apetito, y, ampliando laidea, juzgué que para un hombreperfecto todos los accidentes de la vidadebían servir de estímulo.

Desde los profundos veneros de lameditación el diálogo de los demás seconfundía en mi oído con el zumbar delas moscas. No me hubiera asombrado—no me hubiera contrariado— oír de

pronto el golpe seco de la pantalla de ladactilógrafa… (nuestro amigoMuscarius). Como quien reconstruye,fragmento por fragmento, unrompecabezas, juntando esos fragmentosde conversación descubrí un grupo depersonas temerosas, disimulando sutemor, secretamente arrepentidas dehaber llamado a la policía,confesadamente esperanzadas en lamuralla de arena que la tormentalevantaba en torno del hotel.

Bajé a confortar a Emilia.La encontré con el hermoso y

apacible rostro —recordaba, tal vez, alde la Proserpina de Dante GabrielRossetti— reclinado sobre una mano

que sostenía un pañuelo lila, la mismapostura en que yo la había dejado horasantes. Nuestra conversación no fuesustancial. Me declaró, eso sí, que eldoctor Cornejo había insistido en pasarun rato a solas con la muerta. Emilia nohabía consentido.

Volví al hall. Cornejo, rígidamentesentado en una silla moderna, estudiaba,con anteojos, papel y lápiz, un copiosovolumen. Cuando encuentro a alguienleyendo, mi primer impulso esarrebatarle el libro de las manos.Propongo al curioso el examen de estesentimiento: ¿atracción por los libros oimpaciencia de verme desplazado delfoco de la atención? Me resigné a

preguntarle qué leía.—Un libro de verdad —contestó—.

Una guía de ferrocarriles. Llevoestructurado en la mente un plano delpaís (limitado a la red ferroviaria, porsupuesto) que aspira a englobar laslocalidades más insignificantes, con susdistancias respectivas y las horas deviaje…

—A usted le interesa la cuartadimensión. El espacio-tiempo —declaré.

Manning observó enigmáticamente:—La literatura de evasión, diría yo.Atuel miraba por la ventana. Nos

llamó. Entre un lívido ciclón de arenavimos llegar al Rickenbacker. Por

primera vez en el día me reí. Loconfieso: la comicidad de la escena quese desarrolló con cinematográficadiligencia era apremiante. Delautomóvil bajaron una, dos, tres, cuatro,hasta seis personas. Se agolparon contrauna de las portezuelas traseras.Laboriosamente extrajeron un objetolargo y oscuro. Luchando yzarandeándose en el viento, deformes,por efecto del vidrio sobre nuestrasmiradas oblicuas, a tientas, como en lanoche, tropezando en la arena, los vi —empañados los ojos por el llanto de larisa— acercarse al hotel. Traían elataúd.

XIII

Con un bitter, bocadillos de queso yaceitunas, dimos la bienvenida alcomisario Raimundo Aubry y al doctorCecilio Montes, médico de la policía.Mientras tanto, Esteban, el chauffeur,dos gendarmes y un hombre de trajeclaro y brazal negro —«el dueño de laspompas», según me explicaron—

bajaban el ataúd al sótano.Muy pronto iba a arrepentirme de

esa copa de bitter que yo mismo habíaservido al doctor Montes. Yo no habíadescubierto aún que una copa de másnunca podría alterar el estado de mijoven colega. El doctor estaba ebrio;había llegado ebrio.

Cecilio Montes era de estaturamediana y frágil de cuerpo. Tenía elcabello oscuro y ondulado, los ojosgrandes, su tez era muy blanca, muypálida, el rostro fino y la nariz recta;Vestía un traje de cazador, bien cortado,en un cheviot verdoso, que había sidode muy buena calidad. La camisa, deseda, estaba sucia. Los signos generales

de su aspecto eran el desaseo, lanegligencia, la ruina —una ruina quedejaba entrever esplendores pretéritos—. Me pregunté cómo este personaje,escapado de una novela rusa, aparecíaen nuestra campaña; encontréinesperadas analogías entre el campoargentino y el ruso, y entre las almas desu gente; imaginé la llegada del jovenfacultativo a Salinas, su fe en las causasnobles y en la civilización, y supaulatino deterioro entre la mezquindady la penuria esenciales de la vida delpueblo. J’avais calais mon Oblomov.Lo miré con toda simpatía.

En cambio, él parecía carecer hastade aquella simpatía, rudimentaria y

mínima, que en la soledadinvenciblemente nos reúne a quienespertenecemos a un mismo gremio o a unamisma profesión. Apenas contestaba amis palabras, y si las contestaba lo hacíacon indiferencia o con agresividad.Recordé, con éxito, que Montes estababorracho y que, en ocasiones anteriores,cuando ésa misma espontánea simpatíame había acercado a mis colegas, sóloencontré espíritus marchitos por lassupersticiones del positivismo científicodel siglo XIX.

El comisario Aubry era un hombrealto, rubicundo, con la piel tostada porel sol y con una perpetua expresión deasombro en los ojos celestes. Sobre

éstos quiero detenerme, porque eran elrasgo principal del hombre. No eranexcesivamente grandes, ni de losllamados magnéticos, agudos openetrantes; pero se diría que en ellosvibraba la vida entera del comisario yque a través de ellos escuchaba ypensaba. El interlocutor empezaba ahablar, y ya los ojos del comisario lomiraban con tal intensidad de atención yde expectativa, que las ideas semalograban y las palabras morían enbalbuceos.

—No lo duden; es un caso deenvenenamiento por estricnina —afirmécon gravedad.

—Habrá que verlo, estimado colega;

habrá que verlo —dijo Montes; me diola espalda y se dirigió al comisario—.Tome nota: sospechoso intento deimponer un diagnóstico.

—Caballero —repliqué eligiendoinvoluntariamente un término tan falsocomo la situación—, si usted noestuviera borracho no le permitiría esaspalabras insensatas.

—Hay quienes para decir palabrasinsensatas no necesitan estar borrachos—contestó Montes.

Yo me disponía a formular unarespuesta que exterminara al alcoholista,cuando el comisario intervino.

—Señores —dijo, buscándome consus ojos inevitables—, ¿podrían

conducirnos hasta la pieza de la difunta?Con perfecta compostura los conduje

hacia abajo. Cuando llegaron frente a lapuerta del dormitorio de Mary, la abrí yme hice a un lado para que entrara elcomisario. Entró el doctor Montes,empuñando su pequeña valija de fibra.Tal vez por las asociaciones que metrajo esta valija, murmuré:

—El alma de Mary ya no necesita departeras.

XIV

Contrariando sus más íntimasesperanzas, el doctor Montes debiócoincidir conmigo en el diagnóstico.Mary había muerto por envenenamientode estricnina.

Reposado y autoritario, el comisarioordenó a los gendarmes que lo siguieran.

—Con su permiso —nos dijo—,

vamos a proceder al registro de lashabitaciones de todos ustedes.

Aprobé la medida. El comisario sedirigió hacia mí:

—Empezaremos por la suya, doctor.A menos que alguno de los presentesdeclare la posesión de la estricnina.

Nadie respondió. Ni siquiera yomismo. Las palabras del comisario mehabían anonadado. Jamás imaginé quemi habitación sería registrada.

—No me compliquen en esto —articulé por fin—. Soy un médico…Exijo que se me respete.

—Lo siento —respondió elcomisario—. Para todos la misma vara.

Creó que su intención era sugerir

que esa vara no era metafórica.A pesar mío los conduje, o mejor

dicho, los seguí hasta mi cuarto. Allí meesperaba un calvario, y también lasatisfacción de comprobar el dominioperfecto que tengo sobre mis nervios.Impotente, como si me hubieraninyectado curare en el organismo, debítolerar que esas manos groserasprofanaran los interiores de mi valija ylo que es inaudito, que abrieran uno poruno los tubos del botiquín, sensibles ydelicados como vírgenes.

—¡Cuidado, señores! —exclamé sinpoder contenerme—. Se trata de dosisinfinitesimales; ¿entienden? ¡Cuidado!Todo olor, todo contacto puede malograr

las virtudes de estos medicamentos.Logré lo que me proponía. Con saña

renovada, los hombres se dedicaron albotiquín. Me deslicé entre losprofanadores y la mesa de luz. La manoderecha, casualmente apoyada en elmármol, rescató el tubo de arsénico. Yoestaba dispuesto a padecer todovejamen; no a que me estropearan esosglóbulos que eran el pilar de mi salud.

Cuando los policías acabaronfinalmente la inspección del botiquín,dejé caer entre los otros tubos el dearsénico. Me creía salvado, pero eldestino me reservaba nuevas zozobras.Con frío en el alma, oí esta afirmacióndel comisario:

—Procederemos después al análisisde las píldoras.

Penetré sus palabras ignaras: serefería a mis glóbulos. Supuse, como eranatural, que los requisaría en el acto.Pero el comisario Aubry, con una faltade lógica sólo comparable a su falta decortesía, pasó a la habitación deCornejo, dejándome plena libertad detomar las precauciones que la prudenciame recomendaba.

XV

No vacilo en afirmar que lashabitaciones de los demás pensionistasno merecieron del comisario Aubry laprolongada minuciosidad que dedicó alas del doctor Humberto Huberman.

Mientras la comitiva policialcontinuaba la inspección del hotel, yo noestaba inactivo. Después de poner en

orden mi cuarto inicié, por mi cuenta, lainvestigación… Salí ál corredor. ¡Cuálno sería mi sorpresa al descubrir queningún gendarme vigilaba el lugar delcrimen! Me aposté en la sombra, en elmismo sitio en que, la tarde anterior,Miguel había escuchado las disputas deEmilia y de Mary. Inmediatamenterecordé cómo yo había sorprendido aMiguel y, con súbito pavor, pensé que amí también podían sorprenderme.

Me disponía a huir, cuando unospasos me contuvieron. Eran los de ladactilógrafa. Yo empezaba a reconocer,uno a uno, los elementos de esa casahermética, de ese mundo limitado (comoel presidiario reconoce las ratas de la

cárcel y el enfermo los diseños delempapelado o las molduras del cieloraso). Blandiendo su pantalla, lacazadora apareció en la penumbra.Rondó peligrosamente, siguiendo elvuelo de las moscas. Luego se perdió enla oscuridad de los corredores.

Esperé un poco más. No era graveque me sorprendiera la dactilógrafa;convenía, sin embargo, que nadiesupiera que yo había estado escondidoen las inmediaciones del cuarto deMary. Esperé demasiado. Atuel bajabalentamente la escalera. Avanzaba conuna mezcla de cautela y de firmeza queme paralizó, como la brusca revelaciónde un poder criminal en un hombre que

hasta entonces yo había mirado conindiferencia. Entré en el cuarto de Mary.Sacó una valija que había debajo de lacama; la abrió, hurgó un rato en ella.Revisó, después, los papeles que habíasobre la mesa. Parecía buscar algo. Suextraordinaria compostura no eranatural; recordé a los buenos actores,que saben que tienen público y lodesdeñan… Un sudor frío me perlaba lafrente. Atuel dejó los papeles; tomó delestante un libro rojo (lo reconocí: erauna novela en inglés, con un emblema enla tapa, con máscaras y pistolassuperpuestas); guardó el libro en elbolsillo; caminó hasta la puerta; miróhacia uno y otro lado; dio unos pasos

largos y silenciosos; de nuevo se detuvo;lo vi subir los escalones, de cuatro encuatro.

Salí por fin. Si me quedo unosminutos más, me sorprende la policía.Le ordené a mi prima que me prepararaun candial.

XVI

El comisario nos reunió en élcomedor.

—Señores —exclamó con estentóreagravedad—, espero que estén dispuestosa declarar. Me instalaré en el despachodel patrón y ustedes pasarán en turno,como ovejas por el bañadero.

—¿Le falta el sentido del humor?

¿Por qué no se ríe? —me preguntóMontes.

Me disponía a replicar debidamente,pero las vaharadas alcohólicas mehicieron retroceder.

Empezó el interrogatorio. Fuillamado entre los primeros. Aunque nome presionaron, dije cuanto sabía, sinomitir ningún rayo de luz que pudieraorientar la investigación. Como unbenévolo novelista policial, me limité adistribuir los énfasis. Confiaba que bajomi férula aun la modesta mentalidad deAubry llegaría a descubrir el misterio.

Al salir del escritorio advertí que unolvido esencial malograba miexposición. Quise volver. No me

admitieron. Debí esperar que los otrostestigos depusieran sus prolijosbalbuceos. El purgatorio nunca es breve.

No será ocioso, tal vez, registrar enesta crónica un detalle —que Aubry mecomunicó en conversaciones ulteriores— de la declaración de Andrea. Pareceque esa noche mi prima, como decostumbre, había puesto una taza dechocolate en la mesa de luz de Mary.Ahora faltaba la taza. Andrea afirmabano haber advertido inmediatamente esafalta y aducía, a manera de explicación,el estado de sus nervios.

Llegó, por fin, el candial que yohabía pedido. Mi espíritu se reanimó.

Cuando me llamaron, no me levanté

como quien obedece una orden, sinocomo quien persigue un desquite. Alentrar en el escritorio murmuré latradicional estrofa:

Un pájaro, al fin, cruzó.De entre la niebla salió.Lo saludé con la manocomo si fuera un cristiano.

Miré en silencio al comisario.Después anuncié dramáticamente:

—En el cuarto de un niño, en elsótano de esta casa, escondido entrébaúles, hay un pájaro muerto. Unalbatros. Lo encontré hoy a la tarde, con

el pecho abierto, sin vísceras. —Hiceuna pausa. Continué—: Quizás unashoras después, cuando el doctor Montesexaminaba el cadáver de la muchacha,en el sótano unas manos solitariasembalsamaban el albatros. ¿Qué pensarde estas situaciones simétricas? Elveneno que mata a la muchacha, en elpájaro conserva el simulacro de la vida.

XVII

Esa misma noche mi revelación diosus primeros frutos. Sin encontrarresistencia, con la silenciosa naturalidadde lo necesario, pasé del grupo de lossospechosos al grupo de losinvestigadores. En efecto, en un aparteconfidencial, prolongamos con elcomisario Aubry y con el doctor Montes

unas tazas de café y unos guindados,hasta que la madrugada clareó entre losarenales.

Mi colega quería hablar de mujeres;el comisario gratificó nuestro espírituhablando de libros. Era un asiduo delConde Kostia, admitía a Fabiola ydesaprobaba a Ben Hur; pero su librofavorito era El hombre que ríe. Sus ojosazules me miraron con intensa gravedad.

—¿No cree —me preguntó— que elmomento más enorme de la literatura esaquél en que Hugo nos habla de ese lordinglés aficionado a las riñas de gallos yque en un club hace bailar sobre lasmanos a dos mujeres? A una, que erasoltera, le dio una dote y al marido de la

otro lo nombró capellán.Yo estaba agradablemente perplejo

ante el fervor literario de Aubry,incómodamente perplejo ante supregunta. Por una generosidad deldestino, la frase que me permitió sortearla situación era, a su vez, un consejoútil. Le recomendé obras modernas:traté de que leyera La Montaña mágica,de Thomas Mann, novela de lecturaoportuna en nuestras circunstancias y dela que no teníamos en el hotel ni un soloejemplar.

Me escuchó con reverencia y avidez.Parecía que sus ojos celestes seclavaban en mis palabras. Quizá losclavaba en su memoria. Mis labios

todavía pronunciaban «Thomas Mann»,cuando él dijo laboriosamente, comoquien se afana «por la oscura región delolvido» en busca de unos versos:

—Hardquanonne dice: «existe unaprobidad en el infierno». Frases comoésta revelan al gran receptor; destacan,entre los talentos, al genio.

Toda mi vida es un encontrarme conestos amigos frustrados: mientraspiensan abstractamente nos entendemos;dan un ejemplo y surge laincompatibilidad. Con un cálido impulsode simpatía, cuya autenticidad noexaminábamos, seguimos hablando deliteratura hasta que el doctor Montesinterrumpió su hosco silencio para

preguntar.—¿A qué conclusiones ha llegado en

la investigación?Sus ojos, curvos y atentos, se fijaron

primero en Montes, después en mí; suboca, moviéndose como la de unrumiante, paladeó el guindado. Yadispuesto a reprocharme deficiencias decordialidad, me pregunté hasta dóndehabía progresado en la confianza delhombre. No tenía una fe ilimitada en laexplicación del misterio que daríaAubry. Quería oírla.

XVIII

—Desde el principio comprendíquién era culpable —afirmó elcomisario, inclinando confidencialmenteel busto y escudriñándonos como siestuviéramos en el horizonte—. Laulterior investigación y losinterrogatorios confirmaron misospecha.

Me sentí dispuesto a creerle. Loscrímenes complicados eran propios dela literatura; la realidad era más pobre(recordé a Petronio y a sus piratasencadenados en la playa). Además,presumiblemente Aubry tendría ciertaexperiencia en la materia. En lasnovelas (para volver a la literatura) losfuncionarios policiales son personasinfaliblemente equivocadas. En larealidad son algo mucho peor, perosuelen no fracasar, porque el delito,como la locura, es un fruto de lasimplificación y de la deficiencia.

—Señores —articuló confusamenteel doctor Montes—, ¿me permiten unbrindis?

—¿En honor de qué? —preguntó elcomisario.

—De las verdades maravillosas quevamos a oír.

Secretamente me alegró la respuesta.¿Qué podía esperarse de un investigadorque escuchaba los desatinos de unborracho?

El comisario prosiguió:—Empecemos por los motivos. A lo

que sabemos, hay dos personas conmotivos permanentes para cometer elcrimen.

—Si dice «a lo que sabemos» —interrumpió el borracho, con menosoportunidad que lógica—, reconoce quehay algo que no sabe y toda la solución

se derrumba.—En cuanto a los motivos, repito,

hay dos personas que merecen nuestraatención —continuó el comisario, comosi no hubiera oído la impertinencia deMontes—; la señorita hermana de lavíctima y el señor Atuel.

Me sentí consternado. Desde eseinstante, lo confieso, debí esforzarmepara seguir las explicaciones de Aubry.Mi imaginación se desviaba hacia unasuerte de espectáculo cinematográfico;las escenas ocurrían en orden inverso —primero, mis últimas conversaciones tonEmilia; finalmente, el episodio de laplaya— y la interpretación tambiénhabía cambiado; ahora, al revisar las

disputas entre las hermanas, la muchachabuena era Emilia. Pensé en Mary y medije que la conducta de los hombrestiene un curso, con fluctuaciones ycambios, más allá de la muerte. Pensé enEmilia y me pregunté si no empezaba aquererla.

Hubo en la «explicación» de Aubryalgún alarde técnico; trataré de repetirlacon sus mismas palabras.

—Clasifiquemos los motivos enpermanentes y ocasionales —dijo conexpresión adusta—. En el presente caso,los primeros son de orden económico yde orden pasional. Esta muerte beneficiaa la señorita Emilia Gutiérrez y al señorAtuel. La señorita Emilia heredará a su

hermana. Recibirá unas alhajas que nocreo exagerado calificar de valiosas. Y,a estar en mis informes, los noviospostergaban el matrimonio en razón dedificultades económicas. En cuanto alseñor Atuel, por ese matrimonio llega abeneficiarse con la muerte. Los motivospasionales apuntan a las mismaspersonas. Parece un hecho comprobadoque la difunta andaba en amores con elnovio de la señorita Emilia. Así tenemoslos celos, el catalizador de la tragedia.Este factor es netamente femenino, ¡malopara Emilia! Pero el enredo entre elnovio y la víctima debe considerarsecomo un fermentario de pasionesviolentas, que señala también al primero

de los nombrados. Pasemos, ahora, a losmotivos ocasionales. Las últimas peleasocurren entre las señoritas, con laexclusión parcial del novio. ¡Mal asuntopara la señorita Emilia! Finalmentepasemos de los motivos a la ocasión. Alllegar a esta frase, Atuel quedadescartado, cuando ocurrió la defunciónno estaba en la casa. Vive en el HotelNuevo Ostende. Las dos hermanas sealojan en cuartos contiguos. Comoustedes recordarán, en la noche de latragedia la señorita Emilia baja sola asu cuarto. Después echa la estricnina enel chocolate; espera que el veneno obre;hace desaparecer la taza (tal vezarrojándola por una ventana; cuando

pase la tormenta habrá que remover laarena). Conclusión: si el diablo no laayuda, ¿dónde encontrará salida laseñorita?

Sospeché que en la trama lógica deestos argumentos había imperfecciones,pero estaba demasiado confuso ydemasiado apesadumbrado paradescubrirlas. Atiné a protestar:

—Su explicación espsicológicamente imposible. Usted merecuerda a esos novelistas que seconcentran en la acción y descuidan lospersonajes. No olvide que sin el factorhumano no hay obra duradera. ¿Hapensado en Emilia? Me niego a aceptarque una muchacha tan sana —un poco

pelirroja, concedo— haya cometido estecrimen.

Yo pretendía demasiado: que unamera improvisación emotivareemplazara a una crítica lógica. Elcomisario dijo:

—Victor Hugo le responderá: «Laansiedad convierte en tenazas los dedosde una mujer; una niña que tiene miedoclavaría sus rosadas uñas en una barrade hierro».

El doctor Montes pareció despertarde su letargo.

—Si yo no estuviera tan borracho, lediría que todo su caso está fundado enpresunciones —le explicóafectuosamente al comisario—. Usted no

tiene una sola prueba.—Eso no me alarma —contestó

Aubry—. Tendré todas las pruebas quequiera cuando la hagamos hablar en lacomisaría.

Miré con incomprensión a esehombre que razonaba con vulgaridad,pero con eficacia, que sentía unaardorosa afición por la literatura, que seconmovía con Hugo, y que sinvacilaciones se disponía a torturar a unamuchacha y a condenarla, tal vez,injustamente.

Me sorprendí mirando a Montes consimpatía. Había mucho que perdonarle,pero tal vez dos médicos formáramos unbuen abogado.

¿Y qué significaba este misteriosopoder de Emilia? Yo, que soyesencialmente vindicativo, por ella meinclinaba a fraternizar con un colega queme había insultado. En ese momentoencontré la respuesta a una pregunta queme había planteado un rato antes. No eraamor lo que sentía: era un ambiguosentimiento de culpabilidad. Yo era, enese limitado mundo de Bosque del Mar,la inteligencia dominante, y misdeclaraciones habían orientado lainvestigación. Repetirme que habíacumplido con mi deber era insuficiente,aun como consuelo.

—Una medida elemental —opinóMontes— sería vincular el veneno con

alguien; averiguar, por ejemplo, quiéncompró estricnina en la farmacia…

—No he omitido esa providencia —respondió con autoridad Aubry—.Mandé uno de mis hombres coninstrucciones precisas: preguntarle alfarmacéutico a quién o a quiénes habíavendido estricnina en los últimos meses.La respuesta fue terminante: a nadie.

Con fingida naturalidad interrogué:—¿Cuál es su plan, comisario?—¿Mi plan? No decirle una palabra

a la muchacha hasta que pase latormenta. Después la detengo y me lallevo. Les pido que no se inquieten. Nopodrá huir. Tampoco destruirá laspruebas: mis pruebas, como ustedes

saben, aparecen en el interrogatorio.Nuestra misión, ahora, es quedarnosquietos; esperar que pase la tormenta.

Me levanté impaciente. Miré por laventana. Una aurora parda, arenosa, seinsinuaba entre el vendaval. El mundoparecía los restos de un incendioamarillo. Sobre oscuros postes caídosse levantaba en espirales la arena, comoun humo furioso. Me pregunté, sinembargo, si el ímpetu de la tormentacontinuaba con igual intensidad y, conmiedo en el corazón, busqué los signosde una próxima calma.

Apoyé una mano, después la otra,después la frente, en el vidrio. Sentí sufrescura, como si tuviera fiebre.

XIX

El sueño es nuestra cotidianapráctica de locura. En el momento deenloquecer diremos: «Este mundo me esfamiliar. Lo he visitado en casi todas lasnoches de mi vida». Por eso, cuandocreemos soñar y estamos despiertos,sentimos un vértigo en la razón.

Yo oía en un piano el Vals olvidado,

de Liszt, el mismo vals que Emilia habíatocado la noche anterior ¿Estábamostodavía encerrados en el hotel, en mediode la tormenta de arena, con lamuchacha muerta en su cuarto? ¿Oinexplicablemente yo me había perdidoy desandaba camino en el tiempo? Esamañana me desperté con el ahogo y laciega y angustiada necesidad de salirque algunos enfermos experimentan en elsueño de la anestesia. No podía abrir laventana, pero con un frenesí deesperanza me disponía a salir del cuarto.Abrí la puerta: ningún alivio; la mismapesadez y la mente absorta oyendo elVals olvidado.

Lentamente subí las escaleras.

Ahora, como al despertar de un sueño,las cosas reales me asombraban y lamúsica persistía como una últimareliquia de la locura. Yo iba a suencuentro, receloso de perderla, connostalgias, ya, del milagro.

Entré en el comedor. Junto al aparatode radio, que transmitía el Valsolvidado, Manning jugaba solitarios.

—¿No le parece que en esta ocasiónno es oportuna la música? —le pregunté.

Me miró como si fuera él quiendespertara.

—¿Música?… Perdón… No la oía.Puse la radio para oír las noticias.Empecé a jugar y me olvidé.

Cerré el contacto.

—Usted es el tigre de los solitarios—le dije.

—No lo crea —respondió—. Unamigo afirmó que de mil partidas seganan setenta y cinco. Me parecióexagerado.

—¿Haciendo la prueba?Advertí que en mi trato con Manning

yo empleaba un desacostumbrado tonode protección. Manning erainusitadamente pequeño.

Mientras él trataba de explicarmealgo sobre el cálculo de probabilidades,me acerqué a la ventana. Parecíaincreíble que detrás de nuestro cieloopaco hubiera otros cielos con sol. Sentíasco por esos interminables vientos de

arena.En un ángulo de la ventana había una

araña.—A esta hora traen mala suerte —

declaré. Tomé un diario para aplastarla.—No la mate —me rogó Manning—.

Salió porque había música. La puse enese rincón hace dos o tres días y miré latela que ha tejido.

Miré. Había una suciedad de telas yuna mosca hueca.

—Huberman —resonó una voz—.Lo necesitamos.

Era Cornejo. Estaba vestido con unpantalón blanco, de franela, y unacamisa sport. Había en su tono algo quehacía pensar en el capitán de un barco,

tomando las últimas providencias enmedio de un naufragio.

—Venga al escritorio —prosiguió—. Van a cerrar el cajón. Acompáñela aEmilia.

Reconforta siempre encontrarpersonas capaces de valorar lascualidades de conductor espiritual quehay en mí.

En el escritorio, Atuel Montes y elcomisario acompañaban a Emilia.

—Voy a bajar —declaró Cornejo; ypartió con perfecta compostura.

Con un cálido sentimiento deresponsabilidad traté de acercarme aEmilia. Atuel y Montes conversaban conella. Mientras yo discutía con el

comisario sobre las probabilidades deltiempo, los miraba; los hombres,naturales y borrosos; Emilia, incómodaen la silla, rígida, con esa actitud deactor en el escenario, que tienen laspersonas que sufren. Imprevisiblementeme pregunté si Cornejo me habíallevado al escritorio porque Emilia menecesitaba o porque él necesitaba que yono estuviera en otra parte.

Un vecino rumor de porcelanas y decubiertos anunció la proximidad deldesayuno. No pude menos que desecharlas ideas ingratas. En efecto, en la diariaceremonia del primer alimento veo loscaracteres de la emoción poética, queinviolable y Prístina renace a través de

las repeticiones. Extraje del bolsillo eltubo del arsénico y deposité en la palmade la mano izquierda los diez glóbulosnecesarios. Cuando los llevé a mi bocaentreví un brillo de sorpresa en loshonestos ojos del comisario Aubry. Meruboricé como un niño.

Cornejo apareció en el marco de lapuerta. Estaba pálido, terrosamentepálido, como si una súbita vejez lohubiera abrumado. Se apoyó sobre lamesa.

—Tengo que hablarle, comisario —dijo con una voz cansada.

El comisario y yo nos acercamos.Atuel pareció interesarse en elimpenetrable paisaje de la ventana.

Emilia se retiró, indiscretamente seguidapor Montes.

XX

En él cuadro de Alonso Cano lamuerte deposita un beso helado en loslabios de un niño dormido.

Al salir del escritorio, Cornejo sehabía dirigido al cuarto de Mary. Queríaque alguien —además del hombre de laspompas fúnebres y de algún previsiblegendarme— despidiera a la muchacha

muerta en el momento de ser encerradaen el ataúd. En el trayecto se encontrócon el hombre; éste le dijo que iba alpiso bajo, a buscar unas herramientas.Al pasar por el corredor, Cornejoarrancó tres hojas del calendario de lasalpargatas marca Langosta para ponerloal día (enumero minuciosamente estosdetalles, como si tuvieran importanciapara el relato; quizá la tuvieran para elrelator o, simplemente, le sirvieran parano distraerse, como los planos que laotra noche había trazado en el mantel),Después entró en el cuarto de Mary. Alllegar a este punto Cornejo se calló,tuvo un estremecimiento, se enjugó lafrente con un pañuelo y creímos que iba

a desvanecerse. Lo que habíapresenciado era atroz, y las experienciasque tenemos a solas, cuando por vezprimera las comunicamos, alcanzan elapogeo de intensidad. Lo que vio(aseguró Cornejo) fue tan horrible, quedesde entonces la puerta de ese cuartosería para él, en los recuerdos y en lossueños, un lugar terrorífico. En lasoledad central de ese cuarto, en elcorazón del silencio y de la quietud deesa casa enterrada en la arena, vio en lavacilante luz de los cirios, que parecíaproyectar la sombra de un follajeinvisible, al niño Miguel besar en loslabios a la muerta.

El comisario preguntó:

—Cuando lo vio a usted, ¿qué hizoel chico?

—Huyó —respondió Cornejo,después de una pausa.

—¿Quién se quedó en el cuarto de ladifunta?

—Cuando yo salí entró ladactilógrafa. Habría que interrogar enseguida a ese chico.

—No me parece conveniente —opinó Aubry—. Tendríamos un disgustocon la tía.

Aprobé.—Los niños son muy sensibles —

dije—. Podríamos impresionarlo,dejarlo marcado para el resto de la vida.

El doctor Cornejo me miró como si

no comprendiera el castellano.—Si le hablamos tan pronto —

observó el comisario—, podemosobligarlo a mentir. Y usted lo sabe muybien, una vez que se empieza con lasmentiras…

Yo iba a decir algo. El comisario mecontuvo.

—No hable —me pidió—. Noagregue nada a lo que ha dicho. Lo queha dicho es admirable. Me recuerdaaquella frase en que Hugo afirma que lasexperiencias duras, cuando llegandemasiado pronto, levantan en el almade los niños una especie de formidablebalanza en la que éstos pesan a Dios.

XXI

Sin duda en la mente del comisarioEmilia tenía, todavía, importancia. Losotros pensaban únicamente en Miguel;tal vez en Miguel y en Cornejo. Parecíaque los demás personajes quedábamosexcluidos del drama.

Sentí una urgente necesidad dehablar, de comunicar las confidencias de

Aubry. Yo sabía que Emilia estaba enpeligro de ser detenida y tal veztorturada. Yo confiaba en su inocencia.Yo estaba convencido de que algunatáctica defensiva era imprescindible. Sino aprovechábamos, en el acto, misconocimientos, después quizá fueratarde. Me abrumaba la responsabilidad.

Una grave incertidumbre postergabami resolución. Primero había pensadohablar con Emilia. En general, meentiendo mejor con las mujeres que conlos hombres (es verdad que Emilia erauna mujer joven y la sociedad que yoprefiero es la de mujeres maduras). Porotra parte, mis noticias podían asustarla.Consideré que no era prudente confiar

en una persona perturbada por el terrorsecretos cuya revelación meperjudicaría. Me decidí por Atuel. Laentrevista sería menos agradable, perola prestigiaban los méritos de laseguridad y de la cordura, tan gratos aquienes pretendemos que un austeroequilibrio informe nuestras vidas.Juzgué que los vínculos de Atuel conEmilia excluían, para mí, todo riesgoulterior.

Lo busqué en el cuarto de Mary, enel de Emilia, en el comedor, en elescritorio, en el sótano. Metódicamenteemprendí una gira por las habitacionesdel hotel. Aubry me dijo que no lo habíavisto; Andrea me miró con desconfianza;

Montes me echó de su cuarto y meamenazó con un pleito por violación dedomicilio; la dactilógrafa, abstraída yapresurada, me respondió:

—Está en la pieza del doctorManning.

Los encontré apoltronados ensillones, imperdonablemente hundidosen la más inconcebible frivolidad.Manning leía la novela inglesa que Atuelhabía tomado del cuarto de Mary. Atuelleía una de esas novelas de tapaarlequinesca, que Mary había traducido.En una mesa interpuesta entre loslectores había papeles con anotaciones ylápices. ¡Redactaban apostillas y notas atextos policiales!

Si Atuel condescendía a estaspuerilidades, debía de ignorar lasintenciones del comisario. Me convencíde la necesidad de prevenirloinmediatamente. No sin algunasatisfacción pensé en el arrepentimientoque sentiría el pobre hombre cuandosupiera el peligro en que se hallaba sunovia.

Confieso que todavía me esperabansorprendentes desilusiones, cuyashuellas —ahora borradas, por cierto—no cicatrizaron tan pronto como yohubiera deseado. Cuando declaré:«Tengo algo importante que decirle», mepareció menos evidente en Atuel elinterés por oír me que el disgusto de

interrumpir la indecorosa lectura. Sinomitir detalle le comuniqué las noticias.Me escuchó con visible deferencia, medio las gracias y ¿qué fue lo primero quehizo sino retornar a su novela?

XXII

El comisario Aubry empuñaba elenorme albatros embalsamado.

Atada al pescuezo del pájaro conuna cinta verde, colgaba una fotografíadel niño, con la inscripción. A misqueridos padres, recuerdo de Miguel.En la blancura del pecho vi agolpadatoda la nostalgia de los días en que la

luz, «sombra de los dioses», iluminacristalinamente al mundo junto al mar;días que, para nosotros, parecíandefinitivamente sepultados bajo latormenta de arena.

En el mismo baúl, en un papel dediario, encontramos una pequeñacantidad de arsénico. Desde hacía unosveinte minutos, el comisario Aubry,Andrea y yo registrábamos el cuarto deMiguel. El comisario preguntó aAndrea:

—¿Cree usted que Miguel, sin ayudade nadie, pudo embalsamar el pájaro?

—Creo que sí —respondió la mujer—. Se ha pasado la vida…

—¿Qué motivos habrá tenido para

esconderlo? —interrumpió Aubry.—Sabía que me disgustaba.

Mientras estuviera en casa, no podíamartirizar animales. Se lo habíamosprohibido. Yo creo que hay que reprimirla crueldad en los niños.

Aubry le mostró el paquete dearsénico.

—¿Usted sabía que el chico teníaeste veneno?

Andrea lo ignoraba. Ignorabatambién que el veneno se empleara en lataxidermia y en la conservación de lasalgas.

El comisario le dijo que podíaretirarse. Nos quedamos solos,considerando las posibles vinculaciones

de nuestros hallazgos con la muerte deMary. Pero en la relación de causa yefecto que intentamos establecer habíauna cesura fatal. No era arsénico elveneno que había matado a Mary.

Fue necesario que el doctor Cornejopresenciara el beso atroz del niño paraque Aubry tomara en cuenta mi denunciareferente al pájaro embalsamado. Apartir de ese momento se me dio el lugarque yo merecía. Aubry me consultabapara todo. Tal vez pueda objetarse estamanera de conducir una investigación.¿Por qué Aubry no buscaba impresionesdigitales? ¿Por qué no ordenaba que sehiciera la autopsia del cadáver? Sólo undetective de pueblo de campo —se

añadirá— elegiría como confidente a undesconocido. Pero no es difícil contestara estos reparos. Con las impresionesdigitales no se adelantaría mucho(aparecerían, sin duda, las de todosnosotros); la autopsia probaría lo quenadie ignoraba (que el envenenamientoera por estricnina); finalmente, yo no soyun desconocido, y esta manera de llevarlas cosas como en familia tiene susventajas; la confianza se propaga, elsospechoso paulatinamente olvida lacautela.

Con ridícula timidez Manninggolpeó la puerta. Tenía algo importante—se atrevió a pronunciarla palabra«importante»— que declarar. Con

agrado oí esta réplica del comisario:—Le ruego que difiera la revelación

hasta después del té.

XXIII

Todos se retiraron del comedordespués del té, salvo Atuel, Aubry,Montes y yo.

—Vamos a ver qué tiene quedecirnos el doctor Manning aquípresente.

—La hipótesis que voy a proponerya la he discutido con el señor inspector

Atwell.Primero me pareció que yo había

oído mal; después, que por virtud de esafrase el mundo se transformaba y lofamiliar se volvía desconocido ypeligroso. Contuve apenas mi irritación.

Yo repetía: «Atuel, Atwell».Manning explicaba:

—No tengo ningún mérito. Fue obrade la casualidad. Cómo ustedes sabéis,ayer a la mañana pasé un largo rato en elcuarto de la señorita Mary. La mesaestaba cubierta dé papeles. Dé pronto,en una hoja de block leí una frase queme llamó la atención. Quizá le diexcesiva importancia; la copié. Cuandosubimos al comedor se la comuniqué a

Atwell.El comisario Aubry apagó contra el

cenicero un cigarrillo que acababa deencender.

—No está en mi ánimo hacerlereproches, inspector —declaró—, pero¿porqué no me dijo nada? En cuantosupe quién era usted, le pedí sucolaboración.

—¿Cómo iba a molestarlo con unasugerencia en la que yo mismo no creía?Pero no nos detengamos en cuestionesde procedimiento; lo importante es elresultado. Dejemos que Manning locomunique.

—Probablemente ustedes no vieronla hoja porque la dactilógrafa ordenó la

mesa —explicó el aludido—. Habíapruebas de imprenta y páginas escritas amano; estas últimas eran la traducciónque la señorita Gutiérrez estabahaciendo de una novela de MichaelInnes. Como era un texto corrido,ustedes no siguieron leyendo, pero lahoja debe de estar ahí.

El comisario respiraba penosamente.Su contrariedad era visible. Manningcontinuó:

—La frase en cuestión era parte deun libro o era un mensaje de la señoritaGutiérrez. Lo primero podíadeterminarse fácilmente. La noche antesde su muerto, la señorita nos declaróque tenía en su habitación una pequeña

biblioteca formada por la totalidad delas novelas que había traducido. Le pedíal inspector que me permitiera leer laspáginas manuscritas. Me dijo que nopodíamos tocarlas. Conseguí que medejara leer los libros; eran objetosmenos personales. En estas dos tardeshe leído el original de la novela queestaba traduciendo la señorita y buenaparte de los libros ya traducidos. Losdemás los leyó el inspector. Hemostrabajado conscientemente. Podemosafirmarle que la frase no figura enninguno de los libros.

Hubo un silencio. Por fin elcomisario exclamó:

—¡Querido inspector, qué manera de

colaborar con sus colegas!En el tono de estas palabras creí

descubrir que Aubry estaba resentido,aceptaba, la solución de Manning y notenía curiosidad por conocerla. Encuanto a mí, no pude reprimir lacuriosidad (me ufano de ello; nuestraadhesión a la vida se mide por laintensidad de nuestras pasiones). Lerogué a Manning que no siguierademorando la comunicación de esafrase, la clave que les permitía a él y aAtwell penetrar un misterio que todavíaera oscuro para nosotros.

—Lo que la señorita Gutiérrezescribió antes de morir es esto —contestó Manning monótonamente.

Después leyó en una tira de papel:

Con pena tengo queanunciarle mi resolución, puessé demasiado que va a dejarloatónito, y si algo en esta duratierra pudiera inducirme aabandonar mi determinaciónsería nuestra larga amistad y elpensamiento de su buenavoluntad y de su afecto. Perolas cosas han llegado a talpunto que no me queda más quesaludar al mundo y salir de él.

XXIV

El destino de todos nosotros, losescritores que obedecemos al llamadode la vocación y no al afán del lucro, esuna continua busca de pretextos paradiferir el momento de tomar la pluma.¡Con qué solicitud la realidad suministraesos pretextos y con qué delicadadevoción se confabula con nuestra

indolencia! Yo no podía seguir,hechizado en el estéril problema delsuicidio, o el crimen, de Bosque delMar. La hora de reaccionar habíallegado. Me enclaustré en e] silencio yen el asilo de mi cuarto, me hundí en elcómodo abrazo del sillón, abrí el casivirginal cuaderno y el libro de Petronio.Pensé en Mary.

Como quien investiga un texto capazde interpretaciones sutilmentecontradictorias revisé la disputa entrelas dos hermanas, ocurrida en la nocheanterior a la muerte de Mary. Interroguétambién los móviles que podían llevar aun suicida a dejar su mensaje póstumoperdido entre otros papeles.

Me pregunté si esto último no era unacto de tortuosa honestidad. Por él Maryaplacaba su conciencia, Dejaba laprueba que debía salvar a un inocente,pero la dejaba oculta.

Este suicidio era el inevitable fin deun drama que yo vislumbraba. Con ladesesperada vehemencia de las malascausas, Mary se enamora del novio deEmilia. Secretamente intentaarrebatárselo. Cuando se Ve perdida,resuelve morir. En el proyecto de sumuerte encuentra la dulzura de lavenganza. ¿Si alguien pudiera interpretarel suicidio como asesinato? En su últimanoche procura que Emilia se enoje conella. Después escribe el mensaje

declarando que muere por su propiamano, pero lo escribe en un papelidéntico a los que emplea para sutraducción de Michael Innes; lo poneentre los papeles de la traducción. Dejaque la casualidad la encubra o la delatey cree, de esa manera, salvar su alma.

Consideré a continuación la parte deAtwell en la pesquisa. Éste me dijo queno había querido intervenir en elprocedimiento por algo que no entendíde las generales de la ley y por surelación con Emilia y con Mary. Elargumento me pareció convincente. Soymédico y sé cómo los sentimientostraban nuestro juicio profesional.Agregó, además, que no había querido

herir la susceptibilidad del comisario.No me resigné a admitir que la

participación de Atwell fuera tan simplecomo él quería presentarla. Parecíaevidente que Manning había logrado lasolución del misterio. Pero ¿la habíalogrado él solo? A través de susdeducciones ¿no se adivinaba la mentedirectora de Atwell?

Después tuve un aparte con Aubry yle pregunté quién era el inspector.

—El hombre de más mérito de larepartición —contestó—. Atwell es hoytan famoso que para tomar un descansotiene que andar de incógnito, como losreyes.

Miré los ojos de Aubry. No

expresaban ironía. Expresaban respeto.«La repartición» era la policía de la

Capital Federal. Atwell trabajaba en laSección Investigaciones.

XXV

Después de comer hubo un momentoen que Emilia y yo nos quedamos solosen un rincón de la mesa. Lo aprovechéinmediatamente. «Tengo que hablarle»,dije con un énfasis que para no seramatorio fue truculento. Sospecho queentonces ignoraba de qué tenía quehablar. Pero tenía que hablar, porque

sentía en mí ese instinto social, gregario,que es uno de los más proficuos y noblescaracteres del alma humana.

Nadie nos miraba. Tomé la mano deEmilia y con un sentimiento que venía delo más profundo de mi corazón lecomuniqué las siniestras conjeturas delcomisario. No retiró la mano. No mecontestó. Ningún asombro, ningunacontrariedad, pareció turbar su apaciblecongoja. Debí alegrarme, peroinexplicablemente me sentí defraudado.

Muy pronto, sin embargo, reconocícon gratitud que a la aparente frialdadde Emilia yo debía la recuperación demi buen sentido. ¡Cómo habíadramatizado mi simpatía y mi ansiedad

por la muchacha! ¡Qué descanso vermelibre de esa injustificable locura!

Es duro reconocerlo, pero elmisterio de la muerte de Mary empezabaa dañar el perfecto equilibrio de misnervios. Decidí acostarme tempranopara reponer fuerzas. Dije «Buenasnoches» y me dirigí al escritorio paracargar con tinta mi lapicera y dejarlapreparada para los afanes literarios dela mañana siguiente. Cuando entré,Atwell y el comisario examinaban unpapel. Me lo entregaron. No teníaencabezamiento, fecha ni firma. Era elmensaje de Mary. ¡Cuánta pena, cuántodesignio malsano confesaban los rasgoscomplicados y ampulosos de esa

escritura a quienes nunca dimos laespalda a las verdades grafológicas!Porque ya es hora de sondear lasciencias ocultas, de releer y volver aescribir el fárrago de libros compuestoscon el criterio, el método y la tinta de lamás oscura Edad Media, de emprenderla Gran Aventura, el viaje sin brújuladel astrólogo, del alquimista y del mago.Hombres de todas las profesionesdespiertan hoy al Sueño Maravilloso…Pero ¿quién negará que es entre loshomeópatas donde se reclutan los másesforzados campeones de la nuevacruzada?

El comisario miró con sus ojosausteros al inspector, y sombríamente

declaró:—Con todo el respeto que le debo,

sigo creyendo que las presuncionescontra la señorita Emilia sonterminantes. Mis planes no han variado:detenerla y llevarla a Salinas. Secumplirán si el asunto no pasa a otrasmanos.

Instintivamente procuré mirar haciaafuera. En la pared blanca, la ventanaera un rectángulo impenetrable y oscurocomo el ónix. Apoyé mi oído contra elvidrio. Me pareció que el vientoamainaba.

XXVI

Yo rememoraba como algoinalcanzable aquellas mañanas en micasa de la Capital, que empezaban conlos enanos correntinos trayendo labandeja pajiza, el té aromático, lastostadas y los bizcochos, el dulce y lamiel. Aquello sí que era «un alegredespertar» —como rezan los textos de

enseñanza primaria—; luego venía elocio placentero, los libros, y luego latarde azarosa, el consultorio conpremios parad profesional y para elhombre. Mis verdaderas vacacioneshabían quedado allá, junto a esascostumbres domésticas y hogareñas queparecían perdidas. ¿Qué inquietudes medepararía el nuevo día? Temeroso,incrédulo de mi temor (era inverosímilque esta anormalidad siguieraperturbando mi vida), abrí la puerta dela habitación. Al llegara la escalera meencontré con Andrea.

—¿Sabes la novedad? —me dijo—.Le robaron las joyas a la muerta.

Decidí interrogar a Aubry. Estaba en

el escritorio. Cuando entré, dabaórdenes a uno dé los gendarmes.

—Incomunique a todo el mundo —vociferó.

—¿Quién es «todo el mundo»? —inquirí.

—Todos —respondió secamente elcomisario—, salvo usted y Atwell.

Me pregunté si mi exclusión no sedebía a que yo fuera, en ese momento, suinterlocutor. De cualquier modo, laorden me pareció tranquilizadora:conjuraba el inminente peligro de quetodos en el hotel —excepto la víctima—nos convirtiéramos en detectives. Elcomisario me ofreció un cigarrillo 43 yprocedió a explicarme los hechos.

—La señorita Emilia vino a primerahora con la noticia de que le habíanrobado las joyas de su hermana. Le dijeque estuviera tranquila, que Atwell sehabía hecho cargo de las joyas.Habíamos concertado e$o con Atwell.Cuando lo vi, lo interrogué sobre elasunto. Me confesó que después dehablar conmigo lo había olvidado porcompleto. He interrogado a algunaspersonas; me faltan usted, el doctorCornejo y la dactilógrafa. Creo saberque las joyas estaban en el cuarto de lavíctima hasta la aparición de ese chico.Después, nadie las ha visto. Pero quedapor decir lo más interesante. Di ordendeque registraran la pieza de la difunta

y… ¿a que no sabe qué encontramos?Me alargó un papel escrito a lápiz.

Leí:

Para Mary:Tengo que hablarle. La

espero a la hora de la siesta, enel corredor. Gracias. Muchasgracias.

CORNEJO

Las palabras «tengo que hablarle»evocaron en mí recuerdos incómodos.Creo que me ruboricé.

Después de algunos comentariosprocaces, aducidos con gravedad, casi

con tristeza, el comisario continuó:—En el comedor están Cornejo y la

dactilógrafa. La declaración de la mujerme interesa. Ella estuvo en el cuartopoco después de la escena del chico.

En ese momento entró agitadamenteun gendarme.

—El doctor Cornejo ha muerto —declaró.

XXVII

Pasamos al comedor.El porvenir será del político, del

literato, del educador, que maneje laretórica del detalle. Siempre hay undetalle particular cuya alteraciónapareja la más extrema alteración delconjunto. El hecho de que una personaestuviera acostada en el suelo en ese

cuarto tan grande, tan vacío, bastabapaja crear la ilusión de un desordencopioso.

Manning salió a mi encuentro.—Lo han envenenado —dijo.El doctor Montes de rodillas junto al

cuerpo yacente de Cornejo, manoteabasu chaleco en busca del reloj. Atwell yla dactilógrafa miraban.

—Que me traigan la valija —balbuceó mi colega, con voz alcohólica.

—Se la traigo en seguida —respondió Manning; y desapareciódiligentemente.

Sólo en ese momento recordé queManning, de acuerdo con la informacióndel comisario, estaba incomunicado.

El estado de Cornejo no era grave.Acerca del atentado, llegué a estasconclusiones: 1°, la droga empleada noera la misma del caso anterior; 2°, habíaun error en la dosis. Esto podía sugerirun nuevo delincuente, o que eldelincuente no conociera laspropiedades de la nueva droga.

Manning no volvía.Examiné mentalmente las personas

del hotel y me pregunté a quién seríamás verosímil atribuir ese error.Encontré demasiados candidatos. Pensaren alguno de ellos me estremeció.

—¿Por qué tardará tanto Manning?—exclamó Atwell, con impaciencia—.Voy a buscar la valija.

La grave y atónita mirada de Aubrylo siguió hasta la puerta.

—A este paso nos quedamos solos—comentó el borracho.

Aubry no contestó. En ese momentoyo empecé a dudar de su eficacia.

Atwell volvió con la valija.Explicó:

—Estaba sobre la cama de Montes.No comprendo cómo el doctor Manningno la encontró.

—Tal vez lo difícil ahora seaencontrar a Manning —replicó Montes.

Los dioses, que no ignoran elporvenir, suelen hablar por boca delniño y del orate. Comprendo quefavorezcan también la del alcoholista.

Mi colega abrió la valija, y mientrasbuscaba la cafeína descubrió que lefaltaba un tubo de veronal.

Confieso que por un instante mirécon desconfianza al doctor Montes y queme pregunté si en su borrachera no habíauna parte de simulación. Pero ahoradebo hacer una declaración increíble:Cuando me encaré con los entrecerradosojos de Montes, sorprendí en ellos unrecelo burlón.

No me detuve en pequeñeces. Penséde nuevo en el caso de Cornejo. Elveronal es el arma falaz de quienessueñan la moderada locura dél amor yno quieren desperdiciar los frutos de unamuerte trágica.

Y ahora surgía, como una azoradaconjetura, una mano prudente, noerrónea, dosificando el hipnótico. Lamano de Cornejo.

La historia señala personalidadesque han crecido por las deficiencias delos demás. Yo tuve Ja impresión de quetodas las pasadas deficiencias de Aubryagigantaban a Atwell. ¿Puedo decir,como símbolo de mis sentimientos, quemiré la negra esfera de mi relojantimagnético, y que puntualicé la horaprecisa de la entrada en escena del grandetective? Añadiré solamente que estome recuerda la afirmación de Parolles,de que pocas veces el mérito se atribuyea quien corresponde. ¿«No es

monstruoso», como se pregunta Hamleten el monólogo?

Atwell ordenó:—Tenemos que salir en busca de

Miguel y de Manning. Uno de los doslleva las joyas. No hay que darle tiempopara que las esconda para siempre.

El comisario lo miró con interés.—En este vendaval de arena no se

ve a dos metros de distancia —comentó—. No podremos hacer nada.

—Hasta ahora no se ha hecho nada—contestó Atwell—. Y permítame quele diga que su «rigurosa»incomunicación de los sospechosos noha dado resultado. Le propongo unamedida elemental: ordene a un agente

que los encierre a todos en un cuarto. —Atwell se dirigió a mí—: DoctorHuberman, ¿usted considera que elestado del doctor Cornejo requiere suscuidados?

No sabía qué contestar. Opté por laverdad.

—Creo que no —dije.—Formaremos, entonces, dos

comisiones —ordenó Atwell—. Hayque llevar armas por si los prófugos seresisten. El comisario Aubry, con unagente, avanzará hacia el noroeste ydespués doblará en abanico hacia el sur.El doctor Huberman y yo tomaremosprimero la dirección del sudeste;después doblaremos hacia el oeste. Son

ahora las diez y veinte. Tratemos deestar de vuelta en el hotel antes de lascinco de la tarde. Los que tengananteojos, que los lleven.

El mismo comisario debió de sentirla inapelable superioridad de Atwell. Elplan fue aceptado sin protesta.

Bajé a mi cuarto. Me puse la boina,las antiparras, la bufanda que me tejió latía Carlota, el sacón de guardia marina.Recordé nuestro vivaque en Martínez,los años de boy-scout; abultaba uno demis bolsillos la cantimplora; el otro, unpaquete de galletitas.

XXVIII

Penetramos en una turbia claridad,que parecía desprovista de fondo y decielo, entre ráfagas y espirales de arena,en un mundo vacío y abstracto, dondelos objetos se habían disgregado, dondeel aire era casi macizo, áspero, ardiente,doloroso. Caminé agachado, como sibuscara un invisible túnel para vadear el

vendaval, a tientas, con los ojosentrecerrados, tratando de no alejarmede mi compañero.

Pensé —¡ay, demasiado tarde!— quehubiera sido prudente cruzar unidos, poruna cuerda, como los alpinistas, esamovediza y levantada profundidad dearenas.

Mediante una rápida síntesis entreví—cualquier razonamiento era, entonces,impracticable— que me encontraba enun medio desconocido y adverso, anteproblemas y peligros no previstos en mieducación, y que yo podía, sinclaudicación alguna, abandonarmeciegamente a la iniciativa de micompañero. Mi atareada preocupación

era seguirlo; no me preguntaba haciadónde. Me apliqué a vencer lasresistencias inmediatas, olvidando todanoción de término o propósito. Midestino, según lo concebía yo en esemomento, era caminar por un mundoindeterminado. Ni siquiera temí quepudiéramos perdernos; temí perdermede Atwell.

—Espere. Vuelvo en seguida —megritó Atwell.

Me erguí. Yo estaba junto a unbloque de muro blanco. Atwell habíadesaparecido.

Lo parcial de mi visión y unaperplejidad en la que influían recuerdosde L’Atlantidey recuerdos de haber

soñado experiencias análogaslevantaban con esos planos blancos unaarquitectura desmesurada y laberíntica.Miré con más detenimiento. Había unosescalones de cemento, una puerta verde.Reconocí al Hotel Nuevo Ostende.

¿Por qué Atwell no había queridoque lo acompañara? Pedirme que loesperara adentro no hubiera sido unexceso descortesía. Tuve un impulsoincontenible: subir, de dos en dos, losescalones; golpeara la puerta. No memoví. Yo había asumido la peligrosaactitud de quien abjura de susresponsabilidades, de quién se entrega auna voluntad ajena. No me atreví adesobedecer las órdenes de Atwell.

Hasta entonces había sentidosensaciones periféricas: la arena contrala piel, la ropa urgida por el viento.Ahora, desde el centro de mi pecho, seirradiaba el ávido fuego de lahumillación y del rencor.

Seguí esperando. Por fin Atwellregresó.

—¿Por qué me dejó afuera? —pregunté ásperamente.

—¿Qué dice?Como ya nada me eximiría de la

contrariedad sufrida, repetir la preguntame exasperó.

—Busqué el revólver —respondióAtwell.

Ésta no era la explicación que yo

pedía. ¿El viento lo obligaba acontestarme así? ¿O alguna secretapreocupación…?

Ya habría andado unos cincuentametros a la zaga de Atwell, cuandocomprendí el alcance de sus palabras.La posibilidad —la única posibilidadque entonces imaginé— decomplicarnos en un tiroteo con Manningno me agradaba.

Seguimos arrastrándonos por elarenal, luchando contra el viento, hastaque llegamos a una zona donde habíaoscuras matas de esparto, donde laconsistencia del suelo había cambiadoera más terrosa, más barrosa, donde elhuracán era menos turbio, menos áspero.

Nos detuvimos. Llegaban ráfagas de dosolores: uno, inmediato, de humedad, debarro otro, más aéreo, que parecíaprovenir de una gigantesca putrefacción.Atwell adelantó un pie, tanteando lafirmeza del Suelo.

—Hay que bordear el esparto —medijo.

Avanzó cautelosamente. Lo seguí.Recordé la historia del caballo delboticario, que Esteban nos habíarelatado.

No pensé que pudiera perderme deAtwell, ni que Manning, desconocido ycriminal, pudiera surgir de atrás de unamata. Hundirme en el barro era elpeligro que me obsesionaba. Seguimos

caminando. En ningún momento mepregunté en qué dirección avanzábamos,hacia dónde quedaba el hotel; todo estoincumbía a mi compañero.

Tuve la impresión de ver una arañaen el barro. Después, otras; después,multitudes. Eran cangrejos. Pensé que sime caía, me echaría boca abajo, enposición de nadar. Pero tendría la carahundida en él barro y los cangrejos semoverían a la altura de mis ojos. Tal vezconviniera echarme de espaldas.Entonces imaginé el pavor de sabermeasediado por tímidas, obstinadas,repetidas patas de invisibles crustáceos.

Rodeamos unas últimas matas deesparto; oímos, confundido con el grito

del viento, un mar furioso y lejano, y seabrió ante nosotros la más horrenda y lamás desesperada visión: una playaestremecida de cangrejos, negra,viscosa, interminable. «Lo malo de verun espectáculo como éste», pensé, «esque después uno ha de encontrarlo en suinfierno».

Traté de adivinar el mar en elhorizonte. Vi un promontorio en elcangrejal, algo que me pareció un botearrastrado por la corriente.

—¿Qué es eso? —pregunté.—Una ballena —gritó.Sentí el olor a putrefacción. Imaginé

el enorme Cadáver del cetáceo,recorrido y devorado por los cangrejos.

—Volvamos. Hay que seguir labusca.

Nos internamos en el oscurolaberinto de matas. Atwell caminaba condemasiada celeridad. Dos o tres vecestuve que pedirle que me esperara. Yo medetenía continuamente, para tantear elterreno. No quería morirme en esadesolación.

Con sofocada alegría vi que Atwellme esperaba. Llegué hasta él.

—¿Ha oído? —preguntó.Algo, en el timbre de su voz, me

sobresaltó.—No he oído nada —contesté

sinceramente.—Ha de andar por aquí. —Sacó de

su bolsillo un revólver negro—. Vamos.—Lo espero —dije.No podía seguirlo. Un misterioso

entumecimiento invadía mis brazos ymis piernas. Atwell rodeó una mata ydesapareció. Quise gritar. Pensé que migrito pondría en guardia a Manning. ¿O,simplemente, me encontré sin voz?Después grité. Inmediatamente supe queno me contestarían. No me contestaron.Corrí sin recordar el blando peligro quebordeaba. Rodeé esa mata de esparto.Alcancé el lugar donde debíaencontrarse Atwell. No estaba.

Había una extraña calma. Yo nosabía cuándo había empezado. Mepregunté si sería el fin de la tormenta o

una simple tregua. La luz era verdosa ypor momentos lila. No correspondía aninguna hora.

Grité de nuevo. Nadie contestó.Traté de volver sobre mis pasos, deregresar al lugar donde Atwell me dejó.No estaba seguro que el lugar fuera elmismo. Todas las matas eran iguales. Mesenté en el suelo.

No sabía cuánto tiempo habíapasado, pero la desaparición de Atwellera demasiado repentina. Me pregunté sise había escondido:

Entonces me planteé una preguntamás importante. ¿Porqué yo, que headoptado como regla fundamental de miconducta no exponerme jamás, que no he

firmado ningún manifiesto contra ningúngobierno, que he preferido la simulacióndel orden al orden mismo, si paraimponerlo había que recurrirá laviolencia, qué he tolerado quepisotearan mis ideales, para nodefenderlos; por qué yo, que sólo aspiroa ser un ciudadano particular y que enlas riquezas y veneros de mi intimidadencuentro la «escondida senda» y elrefugio contra los peligros externos ypropios; por qué yo —volví a exclamar— me había complicado en esta mentiradescabellada y había cumplido lasórdenes insensatas de Atwell? Parasobornar al destino, juré que siregresaba con vida al hotel aprovecharía

la lección y ya nunca permitiría que lavanidad, el servilismo o el orgullo meimpulsaran a obrar impremeditadamente.

Si quería que Atwell me encontrara,no debía moverme. Pero ¿era deseableque Atwell me encontrara? ¿Por quéhabía desaparecido? ¿Por qué se habíaocultado? Esa mata de esparto era, talvez, la que yo había querido encontrar;ése era el sitio fijado; el sitio donde misenemigos sabían que me encontrarían;donde, sin riesgos, podrían matarme.

Quise huir. Me detuve. Todomovimiento era peligroso. Por ahora noestaba muy lejos de la arena del hotel.Pasando de una mata a otra podíaalejarme irremisiblemente por ese

pavoroso dédalo de vegetales y barro.Dominando el miedo, encaré la

posibilidad de pasar la noche en elcangrejal. Pensé en los animales que lomerodeaban; gatos, ágiles y perversos,piaras de cerdos salvajes, y —cuandocesara el viento— aves de rapiña queme picotearían confundiéndome con unacarroña. Imaginé mi cuerpo yaciendo enel barro, en el Sueño, en una noche sinluna. Ese barro era un móvil tejido depatas de cangrejos.

Debía cuidarme de las caprichosascombinaciones de la imaginación. Debíaesperar, tranquilo. Pero ¿cuánto tiempohabía ya esperado? Sentí demasiadaimpaciencia para mirar el reloj. Caminé

hacia un rumbo cualquiera, sin cuidarmecasi de bordear las matas, agachándomeporque el vendaval arreciaba. De prontome pareció sentir nuevamente la arenaen el rostro. Eché a correr, perdí pie, caíen el barro. Cuando me levanté, mojadoy trémulo, el viento que me azotaba lacara no traía arena.

Sentí que estaba a punto de perder eldominio sobre mis nervios. Soy médico.No ignoro los síntomas. Apelé althermos-cantimplora, a la caña cortada.

En el próximo recuerdo que guardode esa tarde atroz, yo caminaba sinsaber adonde, cansado, cayéndomecontinuamente, acostumbrado ya al rocede los cangrejos guiado por un mínimo

de conciencia. Creí ver en la lejanía,por una abertura entre las matas deesparto, el extenso arenal. Cuando, porfin, llegué a la última mata, me encontréen la playa de los cangrejos, con elrumor del mar en el horizonte y elcadáver de la ballena. Estaba en el lugarde donde habíamos partido con Atwell.Yo había seguido el círculo fatal que loshombres desorientados trazamos haciala izquierda y los animales hacia laderecha (o viceversa, no recuerdo).

Creo que lloré. Creo que hubo unasuspensión de mi conciencia, como simás allá de la desesperación hubieraencontrado el sueño o el anonadamiento.Después sentí un calor tenue. Abrí los

ojos. Me pareció que mi mano irradiabauna aureola purpúrea. Mire el cielo. Misojos indiferentes contemplaron un soldisminuido y remoto.

Tumultuosamente consulté el reloj.Eran las cuatro y treinta y cinco de latarde. Miré el sol, miré el mar. Conrenovada esperanza me dirigí hacia elnorte.

XXIX

Exhausto, lastimado, cubierto debarro seco y de arena, con los ojosardientes y la cabeza pletórica ydolorida, llegué al hotel. Me habíasobrepuesto a los rigores del camino,alentado por un solo propósito: notoleraría que nada ni nadie pospusierami baño caliente, la friega de

Hamamelis virgínica, la bandeja con elfricandó con huevos, las ensaladas y lasfrutas y el agua Palau, que Andrea mellevaría a la cama.

¡Con qué ansias había anhelado elmomento de encontrarme de nuevo juntoa la puerta del hotel! Para entrar no tuveque golpearla. Se abrió mágicamente,aunque ahí estaban el comisario, con lamano en el picaporte, y Montes,hospitalario y alcoholizado. ¡Con quéirrefutable y tranquila convicción aquelinterior y aquellos objetos participabande una dé las dos magias de que nohabla el poeta: la magia de lodoméstico, de lo habitual! Yo llegaba aese hotel como el náufrago al navío que

lo recoge, o, mejor aún, como Ulises «asu isla querida, a sus lares de Ítaca».

—Ya creíamos que se había fugado—declaró Montes.

De nuevo el arenal, los cangrejos, elbarro: ahora en el alma del prójimo.«No es tan inclemente el viento delinvierno como el corazón de tuhermano».

—¿Atwell no vino con usted? —interrogó Aubry.

—No —dije—. Nos perdimos. ¿Y elchico?

No lo habían encontrado. Preguntépor Manning.

—Aquí estoy —respondió elaludido.

Agitó la pipa en un saludo y sonrió,benévolo, entre una lluvia de cenizas.

Me apresuré a contestar:—Nunca desconfié de usted.Estas palabras, brillantes y

oportunas en mi diálogo con Montes,resultaron inesperadas para Manning.Con escaso disimulo, este último arqueólas cejas y me miró sin alegría.

—Va a pasar la tormenta —declaróel médico acercándose a la ventana—.Veo una gaviota.

Manning intervino:—¿Qué planes tiene?Creí que se dirigía a mí. Estaba

dispuesto a declarar: «un baño, unafriega», etc., cuando el comisario

respondió:—Recuperar las joyas.Mientras los otros discutían —

traficaban con su perplejidad, con suignorancia, con su penuria—, yo recibíala inspiración. Se me presentó undilema: los placeres o el deber. Novacilé.

—Yo sé dónde están las joyas —dije, marcando las sílabas—. Yo séquién es el criminal.

El efecto de esa declaración excediómi expectativa más optimista. Elcomisario perdió el aplomo, Manning laimpasibilidad. Montes la borrachera.Los tres miraban mi boca como siesperaran que allí se articulase el fallo

de Dios.—El criminal es el chico —anuncié

finalmente—. Sentía una pasión malsanapor Mary, y despecho, y miedo de que lodelataran…

—¿Tiene pruebas? —preguntó elcomisario.

—Sé dónde están las joyas —repliqué triunfalmente—. Síganme.

Caminé con mucha resolución, conalguna pomposidad. Ora precedidos, oraseguidos por nuestra sombra, bajamos laescalera. Nos internamos, por el oscurocorredor. Llegamos al cuarto de baúles.

—Un fósforo —reclamé.Encendimos la vela. Adelanté un

índice resuelto.

—Ahí están las joyas.El comisario levantó el pájaro.—Demasiado liviano —sentenció,

moviendo la cabeza—. Paja y pluma.Antes de que yo pudiera reponerme,

un irrefutable puñalcito abrió el pechodel pájaro. El comisario tenía razón.

Con ecuanimidad, registraré siempremis derrotas y mis victorias. Que nadieafirme que soy un cronista infiel.

Mi error —si a esto puede llamarseerror— no me afrenta. Un ignorante nolo hubiera cometido. Soy un literato, unlector, y, como tantas veces los hombresde mi clase, he confundido la realidadcon un libro. Si un libro nos habla de unpájaro embalsamado y, luego, de la

desaparición de unas joyas, ¿a qué otroescondite puede recurrir el autor sincubrirse de ridículo?

XXX

No creo que mi intervención puedacalificarse de fracaso; yo no sentí nifastidio, ni vergüenza, ni rencor. Sentí,exclusivamente, una imperiosanecesidad de cepillarme el barro, deSumergirme en agua caliente, dealimentarme con ensaladas y frutas,entre un mullido colchón, almohadas de

cerda y sábanas limpias. Dijeastutamente: «Señores, pasemos alcomedor». Con este simulacro deinvitación los encaminé hacia el habitatde Andrea. Mi velado propósito eraordenar a mi prima que me preparara lacena.

Cuando mis compañeros se sentaronen torno de la angosta mesa delcomedor, Aubry nos miró sombríamentey declaró:

—Me complace vernos reunidos enla sección vermut.

Por mi parte, tuve una imperdonabledebilidad: me senté. Creí que despuésde esa frase no podía retirarme.(Pensaba: «Me levantaré dentro de

pocos minutos»). En seguida llegó ladactilógrafa con las botellas y las copas,y Manning empezó a hablar.

Hay gente inmune a la experienciaajena. Manning era una de ellas. Conirritación le oí afirmar que él sabía laverdad sobre la muerte de Mary.

Sin embargo, debo reconocer que suexplicación no empezó, como podíaesperarse, con alusiones más o menossatíricas a un compañero de armas aquien la imaginación literaria había,parcialmente, extraviado… ¿Urbanidado prudencia?

—Ya les expliqué a estos señores —comenzó Manning, señalando alcomisario y a Montes— que fui al Hotel

Ostende a buscar un libro. Aquí lotienen.

Sacó del bolsillo un libro en cuyaarlequinesca tapa se combinabanangulosamente el verde, el morado, elnegro, el blanco. Nos lo pasamos porturno, en silencio, con incomprensión.Creo recordar que su autor era un inglésPhillpotts.

—Lean en la página veinte elpárrafo marcado —prosiguió Manning.

El comisario se calzó los anteojosde montura de carey, y siguiendo undedo más rápido que su vista, leyó envoz alta y vacilante la carta de Mary, suinterrumpido adiós. Pero ahora setrataba de una larga carta, con detalles

que no se avenían a Mary, Atwell yEmilia, que terminaba en la páginaveintiuna con las palabras «suagradecido amigo» y que firmaba un talBen.

—¿Qué significa esto? —preguntóAubry.

—Significa —respondió Manning—que el inspector Atwell se llevó a sucasa una de las novelas traducidas porla señorita Mary.

Guardó silencio, como esperandoque sus palabras nos aniquilaran.

—Recapitulemos —dijo después—.En la víspera de la muerte ocurren dosincidentes que sin duda convencen alcriminal de que ha llegado el momento

de obrar. En la playa, Atwell se enojaporque Mary insiste en bañarse a pesarde que el mar está bravo. Para losinvestigadores esta disputa será unindicio de que Atwell no deseaba lamuerte de Mary. Veamos ahora elsalvamento. Emilia salva a Mary. Luego,Emilia no desea la muerte de Mary.

Otra deducción que espera eldetective sagaz: Cornejo (que habíadado a Mary su consentimiento para quese bañara) es un posible, aunque todavíainverosímil, sospechoso. Pero cabeobjetar a toda esta argumentación que notenemos prueba alguna de que Maryestuviera en peligro. Ella misma lo hanegado. Cornejo, que es una autoridad

en vientos y mareas, juzgó que no erapeligroso bañarse. Se insinúa aquí laposibilidad de que Emilia y Atwellfueran cómplices. Yo, sin embargo, nocreo que Emilia tenga participación enel crimen. En este episodio marítimoella fue, quizá, un involuntarioinstrumento de Atwell. Los movimientosde una persona qué se debate entre lasolas para no morir ahogada suelenparecer, aun a quienes la miran de cerca,juegos y manifestaciones, de alegría; 16inverso también es verdad. Atwell habíacreado un estado de aprensión generalrespecto al baño de Mary. Después,cuando grita «no puede volver» (lamuchacha nadaba mar afuera), nadie

duda. Una nostalgia por lomelodramático, que la vida másaventurada no satisface, y un anhelo decooperación, que proclama a través deenemistades y diferencias, la secretahermandad de los hombres, nos impidenrechazar fácilmente el anuncio de que unprójimo se encuentra en peligro. Elmismo doctor Huberman, a quien noparece imprudente excluir de la lista delos sospechosos y considerar comotestigo desinteresado, creyó que Mary seahogaba.

—Y pensar que nosotros creíamosque Manning era el futuro campeón desolitarios… —suspiró el doctor Montes.

—Examinemos ahora —prosiguió

Manning— la disputa de sobremesa, queterminó con la salida nocturna deEmilia. Atwell se muestra conciliador yecuánime; Emilia, ofendida por Mary.Normalmente estos indicios serviríanpara que los investigadores vierancorroborado su juicio favorable aAtwell y sospechasen, en algúnmomento, de la muchacha.

Aubry lo miró con asombro y seechó a la boca dos trozos de queso, tresaceitunas y una copa de Vermut.Manning continuó:

—Llegamos a la muerte de laseñorita Mary. El señor comisario haseñalado que si bien al inspector no lefaltaron motivo —tiene los mismos que

la señorita Emilia— le faltó la ocasión.La muerte ocurrió a la madrugada, enhoras en que Atwell no estaba en estacasa: estaba durmiendo en su cuarto delHotel Nuevo Ostende. Me atrevo aafirmar que este argumento serecomienda más por su brillo que por suconsistencia. Si el crimen hubiera sidocometido con un arma de fuego, elcomisario tendría razón; pero se haempleado un veneno. Cuando bajó conel doctor Cornejo a buscar a la señoritaEmilia, Atwell pudo colocar el venenoen la taza de chocolate que estaba sobrela mesa de luz.

—Ya le decía, comisario —interrumpió Montes—. A usted le

gustaba tanto distinguir los motivos y lasocasiones, que se olvidó del caso quétenía entre manos.

Fui terminante:—Las distinciones del comisario

quedan incólumes —declaré.—Cuando Atwell —continuó

Manning— descubrió esa página de latraducción (probablemente un borrador)del libro de Phillpotts, comprendió quedisponía de la «prueba» que lepermitiría matar con impunidad.Después, en la noche del crimen, dejó lapágina en la mesa, junto al manuscritode la nueva traducción de Mary; esamisma noche, o a la mañana siguiente,sacó el libro de la biblioteca, para que

nadie pudiera comprobar que el mensajede Mary era, simplemente, un párrafo deuna novela. Yo descúbrela hoja sobre lamesa; sin duda Atwell logró que eldescubrimiento fuera inevitable.Confieso que mientras leía con unacomprensión aún imperfecta esas líneasmanuscritas, mi emoción era profunda.Creía entrever el brillo pudoroso de laverdad; entreveía, tal vez, mi triunfo enla pesquisa. Hablé con Atwell. Nopareció entusiasmado con mi teoría:para entusiasmarlo me entusiasmé. Dijoque no quería intervenir personalmenteen el asunto, pero que trataría deayudarme. Me trajo una novela inglesaque la muchacha en esos días estaba

traduciendo: la leí; entre los dos leímoslas novelas ya traducidas. Atwell habíaorientado mi pensamiento y yo pensé yobré de acuerdo a sus previsiones. Sinembargo, por no sé que ingenuidad de suegoísmo, cometió un error: creyó que mipensamiento se detendría cuandoalcanzara una determinada (y para élfavorable) interpretación del problema.No se detuvo.

Recordé la araña que Manning habíapuesto en la ventana y la tela que en tresdías había elaborado. Manningprosiguió:

—Creo entender el plan de Atwell:algunos indicios, no muchos, sugeriríanla culpabilidad de Emilia; cuando la

policía, en su afán de conseguir unculpable, se diera por satisfecha conesas presunciones y se dispusiese adetener a la muchacha, él,indirectamente, haría aparecer las«pruebas» del suicidio. Confiaba quelos investigadores verían esta soluciónComo definitiva. En efecto, llegarían aella laboriosamente, luego de aceptarcon avidez y de abandonar con desganootra hipótesis. Pero no había contadocon el método sagaz del comisarioAubry: fabricar las pruebas mediante unsevero interrogatorio. Esto y la firmeresolución que tenía el comisario deculpar a Emilia malograron esosreflexivos y ambiciosos proyectos. El

hombre no era muy escrupuloso: parasalir de una situación incómoda —teníaamores con la hermana de su novia—había recurrido al asesinato; pero ahorano podía consentir que por su culpatorturaran, y tal vez condenaran, aEmilia. Desde ese momento obrónerviosamente, al azar de lascircunstancias. Pongo como ejemplo elrobo de las joyas. No hubo tal robo. Fueun simulacro de Atwell para sugerir otroculpable. (Emilia no necesitaba robaresas joyas; las heredaría). AtwellCorrió el riesgo de que se admitiera lahipótesis de dos delincuentes: unasesino y un ladrón. Pero somos pocaslas personas aquí reunidas, y la idea de

que haya un delincuente entre nosotroses bastante asombrosa; si alguien nosprobara que hay dos, no lo creeríamos.Cuando Cornejo descubrió al niño conla muerta, Atwell aprovechó laoportunidad. Pensó, tal vez, que el almade ese niño era monstruosa y queimpunemente podía atribuirle unamonstruosidad adicional. Locomprendo: pero no lo perdono. Por esoyo, que no pertenezco a la policía, doyestas explicaciones que puedenperjudicarlo. Tal vez yo parezca unintruso y un ensañado, pero no hay queolvidar que Atwell especuló con lasensibilidad patológica del niño, con sutendencia a la fuga, con sus pasiones y

sus terrores. Tal vez lo mejor que puedadecirse en favor de Atwell es que, en ladesesperación por salvar a la mujeramada, obró precipitadamente. Estoexplica también el atentado contraCornejo. La dactilógrafa había entradoen el cuarto de Mary después de laescena del beso y antes de que Atwellsustrajera las joyas y podría declararque Miguel no las había robado. Cuandoel comisario se disponía a tomardeclaraciones al doctor Cornejo y a ladactilógrafa, Atwell atentó contra elprimero. Con esto se proponía quenuestra atención se distrajera dé ladactilógrafa y que pensáramos que eldoctor Cornejo era el testigo importante.

Al juzgar este acto no seamosdemasiado severos con Atwell. Suintención fue adormecer, no matar, aCornejo. En cuanto a la esquela de esteúltimo a Mary, no hay mucho que decir.Atwell la descubrió, la guardóprevisoramente (por eso la policía no laencontró en el primer registro), y cuandoquiso fomentar la confusión y crearfalsas pistas, la puso de nuevo en elcuarto de Mary. Pero sigamos con elrelato. Cuando Atwell comprendió queyo había aprovechado un pretexto parasalir del hotel, adivinó la verdad.Organizó inmediatamente las comisionesde rescate y, en compañía del doctorHuberman, se encaminó al Nuevo

Ostende. Allí comprobó que faltaba ellibro de Phillpotts, el libro quepermitiría probar que el mensaje deMary era, simplemente, un párrafo deuna traducción. Quizá aprovechó elviaje para llevar las joyas. Quizá noscruzamos en el arenal. Me salvó latormenta. Opino que si me sorprende,me acusa del asesinato de su amiga,después de matarme.

El doctor Montes preguntó:—¿Qué razón habrá tenido Atwell

para matar a Mary?El comisario Aubry lo miró con los

ojos muy abiertos.—Las razones para el homicidio

nunca faltan —respondió—. El doctor

Huberman, aquí presente, delineó en sudeclaración un sugestivo retrato de laseñorita Mary. No es la primera vez queun hombre está enamorado de una mujery dominado por otra.

Como si Manning tuviera entre susmanos el invisible Libro del Destino, lepregunté dónde estaba Atwell. Contestócon indiferencia:

—Huyendo, o suicidándose, entrelos cangrejales.

XXXI

Muscarius —nuestra desgreñada yobesa dactilógrafa— entró en el cuarto,supeditada al vuelo audible de unmoscardón. Articuló maquinalmente:

—La Bruna, el dueño del otro hotel,quiere hablar con el señor comisario.

Antes de que se retirara, elcomisario pudo ordenarle que hiciera

pasar al señor La Bruna.Éste era un hombre parecido a

Wagner, pero algo más joven. Usaba unsaco de pijama y unos holgadospantalones de color café con leche.Entregó un paquete a Aubry. Dijo:

—Hoy, a mediodía, el inspectorAtwell me pidió que le entregara esto.Disculpe que no se lo haya traído antes.Había tanto viento, que era imposiblesalir.

—¿Dónde está el inspector? —preguntó Aubry.

—Lo ignoro —replicó La Bruna—.Me entregó esto y se fue. Le dije que nosaliera con el temporal, pero vi en susojos que era prudente que me callase.

Aubry se retiró con el paquete. Nosabíamos de qué hablar. Ensayé uncomentario meteorológico. La Brunavaticinó que esa misma noche el tiempose compondría. Nos despedimos.

Entró el comisario. Nos mirósucesivamente, con ojos melancólicos yescrutadores, como si esperaradescubrir un secreto. Preguntó:

—¿Saben lo que me envió Atwell?—Las joyas —replicó Manning.Había acertado. Creí oportuno decir:—Atwell no las mandó. No son

joyas reales. El señor La Bruna no es elseñor La Bruna. Se trata, simplemente,de un argumento efectista de Manning,para convencernos.

Bajo la mirada severa delcomisario, Manning se ruborizó. Yopensaba que esas piedras y esos metaleseran más elocuentes que cualquiermensaje escrito. Montes preguntó alcomisario:

—¿Qué va a hacer ahora?—Entregar las joyas a la señorita

Emilia. Entregárselas personalmente.Por mi parte, trataría de no perder la

entrevista.—Voy a bañarme y a mudarme —

dije.¡Con qué impaciencia yo esperaba el

baño, ese paraíso por inmersión! Sinembargo, al pronunciar esas palabras, yalo había postergado.

XXXII

Me acomodé en mi puesto deobservación, en la penumbra delcorredor, frente al cuarto de Mary.

Me arrepentí de mi audacia. ¿Quéfatalidad me impelía a complicarme eneste asunto? ¿Por qué me exponía en estaúltima etapa, cuando ya me veíamilagrosamente libre de molestias y

compromisos? ¿Por qué permitía queuna curiosidad malsana me apañara dePetronio, de la literatura, del celuloide?Hallé la respuesta. Soy un infatigableobservador del género humano, y en elafán de investigar idiosincrasias,reacciones y caracteres, estoy dispuestoa sobrellevar incomodidades y aarrostrar peligros.

Silenciosamente, el comisario Aubryapareció en el vano de la escalera ycaminó hacia mi escondite. Llevaba enla mano derecha el paquete de joyas. Sedetuvo. Con adelantar la mapo mehubiera tocado. Golpeó a la puerta.Emilia abrió. Yo veía al comisario deespaldas; a Emilia de frente.

—Aquí le traigo las joyas —dijo elcomisario; y le entregó el paquete.

Una modesta alegría se insinuó enlos ojos de Emilia. El comisarioprosiguió:

—Se las manda su novio.—¿Las encontró él?—No las encontró. Las devuelve.Emilia lo miró sin comprender.—El envío equivale a una confesión

—aclaró, brutalmente, el comisario—.Atwell mató a la señorita Mary. Ahoramis hombres lo buscan por loscangrejales. Espero que lo encuentrencon vida.

—¡Me engaña! —gritó Emilia; ysentí que me dominaba la histeria—. Ya

está muerto. Lo ha hecho para salvarme.Le pido que me crea: para salvarme. Yosoy la culpable de todo.

Después hubo una escena confusa enque el comisario trataba de calmar aEmilia; después, una larga conversaciónen tono persuasivo; después, unadespedida casi amistosa. £1 comisariosalió al corredor, cerró la puerta y sealejó con paso firme.

Yo seguía inmóvil, contraído.¿Cuánto tiempo transcurrió? Quizá diezminutos. Quizá media hora. En lahabitación de la muerta cayó algo,pesadamente. Mi mano, blanca ytemblorosa, empuñó el picaporte. Antesde abrir, yo sabía lo que encontraría. El

cuerpo de Emilia yacía en el suelo.Sobre la mesa había un frasco. En elrótulo leí la palabra Estricnina.

XXXIII

Saludamos el alba después de unanoche de trabajo y de zozobra, reunidosen el comedor, fumando, bebiendo café,escuchando la tosca disertación delcomisario.

—Atwell ha ejecutado todos losactos que Manning le atribuye —resumió finalmente Aubry—, salvo, uno:

matar a la señorita Mary. Desde elprimer momento comprendió que Emiliaera la culpable. Para salvarla fue astuto,fue torpe, fue inescrupuloso, fue heroico.No vaciló en difamar a un niño. Novaciló (cuando todo parecía perdido y élquiso convencernos de su propiaculpabilidad) en suicidarse. Pero ahorano cabe la duda, Emilia ha cometido elcrimen. Atentó contra su vida con elveneno que hemos buscado por todos losrincones de la casa, con el veneno queprodujo la muerte de la señorita Mary.

Sobre la mesa estaba la valija deMary, la misma valija que Atwellregistraba la tarde que lo espié desde lapenumbra del corredor. El comisario la

abrió y a cada uno de nosotros entregóun alto de páginas manuscritas. Hojeélas que me dieron (las sustrajehábilmente y ahora las guardo comorecuerdo); algunas, de numeracióncorrida, contienen capítulos de novelas;otras, párrafos, o simples frases (aveces repetidas, con variantes ycorrecciones). Por ejemplo, en unapágina leí: Me saqué las medias, y, unpoco más abajo, la versión enmendada:Me saqué los calcetines. Otra rezaba:Pero a los cuatro días que allí llegué,llegó un hombre, y, más abajo: vino unhombre (que es una prueba de la finuradel oído y de la riqueza del vocabulariode Mary). Aubry nos dijo:

—Una de estas hojas era «elmensaje» de la difunta. El inspector, quela conocía bastante, sabía que laseñorita guardaba todas las copias delas traducciones. Cuando comprendióque su novia estaba en una situacióncomprometida, recordó esa manía de ladifunta, recordó la carta de la novela delinglés Phillpotts y buscó los borradoresen la valija. Tuvo suerte: es justo que latuviera, porque el inspector es unhombre despierto.

Poco después entró en el comedoruno de los gendarmes de Aubry. Estabaojeroso y cubierto de barro. La nocheanterior había salido en compañía delotro gendarme y del chauffeur, para

quien el cangrejal no tenía secretos, enbusca del inspector. Lo encontrarondormido junto a una mata de esparto. Elinspector había contado con pocas horasde libertad. En ese plazo era más fácilperderse, cansarse, dormirse, en elcangrejal, que atravesarlo o morir en él.Ahora Atwell nos esperaba en elescritorio. No deseé verlo, pero mealegré de que estuviera con vida. Muypronto yo daría mi autorización para queviera a su novia, que ya estaba fuera depeligro. La presencia de un médico enaquel corredor, juntó a aquella puerta,fue providencial. Unos minutos más yuna vida para quien florecían todas lasesperanzas quedaba tronchada. La

tragedia había paralizado mi cerebro;pero las manos, las dóciles manosprofesionales, habían administradoheméticos y revulsivos.

Respiré profundamente y sentí queun trémulo orgullo y que una pudorosaalegría dilataban mi tórax. Me prometí,resuelto, el baño de inmersión, la ropalimpia, el desayuno. Con el espíritualerta miré la mañana; no la miré con elcontrito cansancio que es el resultadofatal de una noche insomne, sino con laalegría y con la fe de un placenterodespertar.

XXXIV

A la mañana siguiente arrimamos lamesa del comedor a una de las ventanas,y el comisario, Montes y yo tomamos eldesayuno contemplando con ojos ávidosel arenal, los tamariscos, el HotelNuevo Ostende, la botica, el cielo, quevolvían a formar, después de lainterminable tormenta, un mundo

ordenado, que brillaba serenamente a laluz del sol, como una flor enorme.

Yo tomaba el desayuno de misperíodos de intenso trabajo literario —té soló, huevos duros, tostadas y miel—cuando vi, en la mancha leonada delarenal, a un hombrecito de tricota azul ypantalón gris claro que avanzaba hacianosotros.

Discutimos tanto sobre quién podríaser el hombrecito, quiénes veían máslejos, los hombres de montaña, dellanura o de mar, hasta qué distanciaalcanzaba la vista humana, que nossobresaltó la noticia de que alguienhabía llegado al hotel.

—Es el farmacéutico —explicó

Esteban—. Quiere hablar con el señorcomisario.

—Hágalo pasar —dijo este último, yse levantó.

El farmacéutico —de tricota azul ypantalón gris claro— entró en elcomedor. Era un hombre impávido, conlos ojos hinchados y el cutis liso;cuando hacía un movimiento suspiraba,como si lo preocupara el inevitablederroche de energías. Nos saludó conparsimonia y en un rincón sostuvo unpenoso diálogo con Aubry. Luego sacóuna carta del bolsillo. Aubry la leyónerviosamente.

Los dos hombres se sentaron anuestra mesa. Aubry ordenó a Esteban:

—Sírvale un café al señor Rocha. —Luego se dirigió a éste—: ¿Lo conocíade antes? El día que fue a verlo ¿suconducta le pareció normal?

—Normal, no. Pero, usted sabe, eramuy raro.

—¿Loco?—No diría tanto. Era inteligente, o,

mejor dicho, estudioso.—¿Por qué dice «era»? —preguntó

Aubry—. No estoy seguro de que hayamuerto.

—Yo tampoco estoy seguro. Sinembargo, me parece probable.

—¿Cuándo advirtió que le habíanrobado el veneno?

—A su agente le dije la verdad.

Hace años que no vendo estricnina.—Pero ¿cómo no comprobó si tenía

él frasco?Paulino Rocha dulcemente bajó los

ojos.—Lo comprobé al otro día. Usted

sabe, la vida de campo…—¿Por qué no se vino en el acto a

darme la noticia?—Soy delicado de la garganta, y con

el ventarrón. Cuando llegó la carta mevine en seguida. Claro que ya habíapasado la tormenta.

Este sistema de preguntas yrespuestas, este catecismo enigmático,empezaba a exasperarme. La malaeducación de Aubry y del boticario, que

excitaban nuestra sincera curiosidad medio coraje. Vacilé entre variasinterpelaciones eficaces, que hubieranvencido la resistencia de Aubry y lohubiesen obligado a mostrarnos la carta.Le pregunté:

—¿Por qué no nos muestra esacarta?

Por toda respuesta me la entregó. Leílas siguientes líneas, escritas a lápiz,con una letra impersonal y firme:

Señor Paulino Rocha,Farmacia Los Pinos,Bosque del Mar.

Querido amigo:

Le asombrará el motivo deesta carta, pero usted es miúnico amigo y me he portadomal con usted.

Andrea y Esteban son mistíos, pero no los quiero. Nisiquiera me dejan matarpájaros y otros animales. Ustedsabe que tuve el albatrosescondido entre los baúles.Quisieron que me examinara elmédico, pero lo asusté enseguida. Era más miedoso quelas nutrias queembalsamábamos con papá.

¿Usted no conocía a lasseñoritas Gutiérrez? Yo las

quería mucho, sobre todo aMary. Ahora que se ha muertono le guardo rencor. Yo laquería mucho, y cada vez queiba a darle un beso se enojaba,como si fuera algo malo. Sihabía gente, era muy buena,pero cuando estábamos solos nome quería hablar. Yo trataba deexplicarle, pero ella se enojaba.

Si le cuento lo que hicedespués no va a perdonarme yquiero que seamos amigos parasiempre. Cuando fui a la boticaa buscar el arsénico para elalbatros y para las algas, lerobé un frasco de estricnina que

estaba en el estante del centro,debajo del reloj.

La noche que todos salierona buscar a la señorita Emilia,Mary se había enojado muchoconmigo. Yo me escondí en elpasillo y cuando Atwell iba aencontrarse con los demás,para salir en busca de Emilia,Mary le salió al paso, lo alejóde la luz de la escalera y lobesó de un modo que me puse allorar. Oí que ella le decíariendo: «Mañana hacemeasordar que te cuente lo que mepasó con el chico».

Yo pensé: «Voy a hacer una

cosa terrible». Ahoracomprendo que hice lo quehubiera hecho cualquiera en milugar.

Bajé a mi cuarto, busqué laestricnina, me fui al cuarto deMary y eché la mitad delfrasquito en la taza dechocolate frío que ella tomabaantes de dormirse. Revolví lacuchara para que el veneno sedisolviera bien y cuando estabasecándola oí los pasos de Mary.Al escaparme se me cayó elfrasco. No tuve tiempo derecogerlo. Me fui por el cuartode Emilia.

Al día siguiente volví abuscar el frasco, pero noestaba. Yo quería tomar laestricnina, como la habíatomado Mary.

Para evitarle disgustos aEmilia, le hubiera explicadotodo al comisario, pero nopuedo hablar porque soy unniño.

Usted sabe que hice micasita en el barco abandonadoque hay en la playa. Tengo allímuchas botellas de agua,bizcochos y una bolsita deyerba. El mar está subiendo conla tormenta: Ahora me voy al

barco a esperar que el agua selo lleve. Cuando usted lea estacarta, las olas y el aguacubrirán a su fiel y pequeñoamigo.

MIGUEL FERNANDEZP. S.: le ruego que mande el

albatros a mis padres.

Devolví la carta al comisario. Ensilencio atravesé el comedor y measomé a una ventana que daba hacia elmar. El barco de Miguel no estaba en laplaya.

Emilia confirmó lo que había dichoMiguel sobre el frasco de estricnina.

Ella lo encontró en la mañana de lamuerte de Mary. Lo escondió, porquedesde el primer momento creyó que sunovio era el asesino. Por la misma razónhizo desaparecer la taza de chocolate.

Del Joseph K y de Miguel no setuvieron noticias. El comisario Aubryconsideró que la carta de Miguel era unaprueba suficiente y ya no volvió asospechar de Emilia.

En cuanto a mí, he redactado laspáginas que se han leído, porque algunasamigas de mi madre —las únicas amigasque tengo— quisieron que mi actuaciónen la pesquisa quedara documentada.Protesté, dije que mi parte era mínima,que yo me había limitado a acertar…

Pero ellas insistieron, y aquí me tienen,penitente y ruborizado, poniendo elFinis coronat opus a esta crónica de misinesperadas aventuras policiales.

Sólo me falta agregar que Emilia yAtwell se han casado y que, según creo,son felices. En ocasiones me preguntocómo será la intimidad de estosenamorados que tantas veces se miraroncreyéndose criminales y que nuncadejaron de quererse.

ADOLFO BIOY CASARES. (BuenosAires, 1914 - 1999) Escritor argentino,uno de los más destacados autores de laliteratura fantástica universal. Miembrode una familia de hacendadosbonaerenses, en 1929 escribió Prólogo,manuscrito que revisó y mandó aimprimir su padre. Su temprana

vocación por las letras fue estimuladapor su familia, y ya en 1933 publicó elvolumen de cuentos Diecisiete disparoscontra lo porvenir.

Pronto se vinculó culturalmente alcírculo cosmopolita de la revista Sur; suamistad con Jorge Luis Borges seríadecisiva en su carrera literaria. En 1932conoció a Borges en casa de VictoriaOcampo, y también a su hermana SilvinaOcampo, quien se convirtió en su esposaen 1940. La estrecha amistad con Borgesduró hasta la muerte de éste en 1986 ydio origen a una serie de obras escritasen colaboración y firmadas con losseudónimos de B. Suárez Lynch, H.

Bustos Domecq, B. Lynch Davis yGervasio Montenegro: Seis problemaspara don Isidro Parodi (1942), Dosfantasías memorables (1946), Unmodelo para la muerte (1946),Crónicas de Bustos Domecq (1967),Nuevos cuentos de Bustos Domecq(1977) y también a dos guionescinematográficos, Los orilleros y ElParaíso de los creyentes (ambos de1955).

El mismo año de su boda publicó Lainvención de Morel (1940), su obra másfamosa y un clásico de la literaturacontemporánea. Narrada en primerapersona y ambientada en una isla

desierta, en la trama se entrecruzan eldelirio, la pasión amorosa y la idea deinmortalidad.

En la fructífera década de 1940 publicólos volúmenes de relatos La tramaceleste (1944), El perjurio de la nieve(1948) y Las vísperas de Fausto(1949), además de la novela Plan deevasión (1945). En colaboración con sumujer escribió la novela policíaca Losque aman, odian (1946); codirigió conJ. L. Borges la prestigiosa colección delgénero El Séptimo Círculo y los trescompaginaron la Antología de laliteratura fantástica (1940).

En el decenio de los cincuenta publicó

los cuentos de Historia prodigiosa(1956) y Guirnalda con amores (1959).El sueño de los héroes (1954), quizás sumejor novela.

En esta obra la geografía del barrioporteño está inmersa en un climaalucinante que vuelve a encontrarse enDiario de la guerra del cerdo (1969),sobre la guerra de los jóvenes contra losviejos, y en Dormir al sol (1973),centrada en el informe que LucioBordenave escribe en un sanatoriofrenopático en el que ha sido confinado.Humor, ironía y parodia aparecen en loscuentos de El lado de la sombra (1962),El gran Serafín (1967) y El héroe de

las mujeres (1978). Por otra parte,Breve diccionario del argentinoexquisito (1971) es una observaciónsobre el lenguaje.

Obras posteriores de Bioy Casares sonlas novelas La aventura de un fotógrafoen La Plata (1985) y los cuentos deHistorias desaforadas (1986) y Unamuñeca rusa (1991). En la década delos noventa publicó la novela Uncampeón desparejo (1993); los librosde recuerdos Memorias. Infancia,adolescencia y cómo se hace unescritor (1994) y De jardines ajenos(1997) y el volumen de cuentos Unamagia modesta (1998).

Su obra narrativa le valió diversosgalardones, como el Gran Premio deHonor de la Sociedad Argentina deEscritores (SADE) en 1975 y el PremioCervantes en 1990. Se lo distinguiócomo Miembro de la Legión de Honorde Francia (1981) y Ciudadano Ilustrede la Ciudad de Buenos Aires (1986).Fueron llevadas al cine El perjurio dela nieve, con el título de El crimen deOribe, Diario de la guerra del cerdo(dirigida por Leopoldo Torre Nilsson) yEl sueño de los héroes (con direcciónde Sergio Renán).

La narrativa de Bioy Casares secaracteriza por un racionalismo

calculado y por un anhelo degeometrizar sus composicionesliterarias. El contrapunto a este afánordenador viene dado por un constanteuso de la paradoja y por un agudísimosentido del humor. Para Bioy, el mundoestá hecho de infinitos submundos, a lamanera de las muñecas rusas, y labarrera entre verdad y apariencia essumamente endeble, como se revelaespecialmente en las ya citadas obras Lainvención de Morel (1940), Plan deevasión (1945), La trama celeste(1948) o El sueño de los héroes (1954).

La aparición de La invención de Morelsituó inmediatamente a Bioy Casares

entre los primeros que en la Argentinaabordaron con maestría el génerofantástico; de hecho, esa novela actuócomo referencia insoslayable para lassiguientes generaciones de escritores,que se interesaron por conocer yprofundizar en las estrategias delgénero.

En general, en las novelas y los relatosde Bioy se cuestionan de modo obsesivoy recurrente los estatutos del ordenespacial y temporal. Sus personajes sepresentan atrapados por fantasmagóricastramas, obligados a descifrar lacompleja estructura de las percepciones,en las que las misteriosas

combinaciones entre realidad yapariencia rigen sus existenciascotidianas. Además de un hábil yexquisito manejo del humor y la ironía,la prosa de Bioy Casares suele serconsiderada como una de las másdepuradas y elegantes que ha dado laliteratura latinoamericana.

SILVINA INOCENCIA OCAMPO(Buenos Aires, 28/07/1903 –14/12/1994). Fue una escritoraargentina. Poetisa, cuentista, novelista yautora de teatro, y junto a Jorge LuisBorges y Adolfo Bioy Casares uno delos grandes escritores fantásticosargentinos. Hermana de Victoria

Ocampo, contrajo matrimonio en 1940con Adolfo Bioy Casares. Desdepequeña estudió pintura y mostróinclinación por la poesía, gracias a lamarcada tradición cultural de su familiay a la trayectoria de su hermana VictoriaOcampo, quien la vinculó al mundoliterario. Por conducto de Jorge LuisBorges, con quien la unió una granamistad, conoció a su marido.

A su primera publicación poética,Enumeración de la patria en 1942, lesiguieron Espacios métricos en 1945,Poemas de amor desesperado en 1949 yLos nombres en 1953. Incursionó conmucho éxito en el cuento, la novela y la

literatura fantástica, regresando a lapoesía en 1962 con Lo amargo pordulce y en 1972 con Amarillo celeste.Luego publicó Árboles de Buenos Airesen 1979 y su antología, Las reglas delsecreto en 1991.

Obtuvo numerosos premios nacionalesentre los que se destacan el Gran PremioNacional de Literatura en dos ocasiones,el Premio Nacional de Poesía, la Fajade Honor de la Sociedad Argentina deEscritores y varios galardonesmunicipales.