12
JIM CRACE EL DON DE LAS PIEDRAS TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO

EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

  • Upload
    others

  • View
    5

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

JIM CRACE

EL DONDE LAS PIEDRAS

TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO

Page 2: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

SENSIBLES A LAS LETRAS, 51

Título original: The Gift of Stones, 1988Primera edición en Hoja de Lata: marzo del 2019

© Jim Crace, 1988© de la ilustración de la cubierta: Óscar Lara, www.thehunterrock.com, 2019© de la fotografía de la solapa: Andrew Bainbridge© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2019

Hoja de Lata Editorial S. L.Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212, Xixón, Asturies [España][email protected] / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.Diseño de la colección: Trabayadores culturales GlayíuCorrección de pruebas: Tania Galán Álvarez

ISBN: 978-84-16537-46-4Depósito legal: 00443-2019Impreso en Cambre, A Coruña [España]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transforma-ción de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo lasexcepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Re-prográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Hoja de Lata emplea tipos de papel que garantizanel manejo ambientalmente apropiado, socialmentebenéfico y económicamente viable de los bosquesdel mundo.

Page 3: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

Les pedí a mis chicos que buscaran y clasificaranlos sílex en un montoncito junto a la mina. Teníangrandes esperanzas de encontrar herramientas,una flecha rota al menos. Lo único que finalmenteencontraron fue el hueso del antebrazo de un niño.Las marcas en la articulación del cúbito sugeríanque había sido amputado mediante algún tipo decirugía. Enviamos los huesos a Carter para que leshiciera algunas pruebas y después nos entretuvi-mos esa noche, en la oscuridad de nuestras tien-das, inventando las razones por las que el brazopodía estar allí y cuál habría sido el destino de losdemás huesos del chiquillo.

SIR HARRY PENN BUTLERDigs and Diversions. Memoirs of an

Excavationist (1927)

Page 4: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones
Page 5: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

1

El brazo derecho de mi padre no terminaba en lamano sino en el codo, con una protuberancia hue-suda. Pensad en la silueta de un árbol desmo-

chado. Ese era el muñón de mi padre. La piel estabatirante alrededor del hueso y se arrugaba hacia el interiordel orificio resultante de la desaparecida articulación in-ferior. La cicatriz recordaba a las marcas que los chiqui-llos hacen con piedras en el hielo —una pequeña incisiónirregular, húmeda de pus salobre—. El brazo raras vecesestaba seco o dejaba de dolerle. A medida que fue enve-jeciendo daba la impresión (eso decía) de que su mal-gastada e inoportuna simiente había encontrado salidasmenos provechosas de lo que a él le habría gustado. Sela quitaba de los ojos, cuajada y pastosa, después de dor-mir. Se le acumulaba en la lengua y se escapaba de suboca formando fibrosos hilos cuando reía o hablaba. For-maba pústulas blancas en sus labios, en los muslos, entrelos dedos de los pies. Se secaba en sus fosas nasales. Ycreaba pequeñas acumulaciones de savia en los plieguesde su brazo amputado a la altura del codo.

9

Page 6: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

Solía inventar historias para explicar cómo se habíaherido. El brazo se lo había llevado un borracho o algúnviajero hambriento al confundirlo con un pollo. O lohabía perdido al nacer cuando las mujeres, impacientesdespués de una larga noche de vigilia, tiraron de él de-masiado fuerte. O se lo había arrancado un animal, cuyonombre nadie sabía, de un solo mordisco.

Yo —su hija y su única descendiente— llegué a acep-tar como verdad la versión más rica en detalles y que másfrecuentemente repetía. Era menos fantástica que susotras historias y la expresión de su rostro, mientras la na-rraba, carecía de los habituales manierismos de los con-tadores de historias; la frente arrugada, su única manoinmóvil, los dramáticos matices de su voz. Era un mu-chacho menudo. Las mareas formaban cruces en la playa.El viento revolvía las crines de los caballos urdiendo tren-zas inverosímiles. Los helechos se tiñeron de ocre a causade la sangre. Puedo contarlo todo palabra por palabra.

Al amanecer llegaron varios hombres a caballo paracomerciar. Lo que deseaban, dijeron, eran puntas de fle-cha, algunas picas de lanza y herramientas. Habían oídoque las que se hacían en el pueblo eran las mejores.¿Y qué podían ofrecer ellos a cambio? Los canteros bus-caron en vano los lomos de ciervo, las pieles, algún ani-mal, los cestos de granos de escanda que normalmente seutilizan en los intercambios comerciales. Aquellos hom-bres no tenían nada. Lo único que llevaban era sus arcosy sus lanzas. Desmontad en la entrada del pueblo, les pi-dieron. Dejad vuestros caballos al cuidado de los niños.Pero se negaron y en lugar de eso cabalgaron entre las

10

Page 7: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

casas, batiendo palmas como chiquillos y gritando obs-cenidades y amenazas. Esto era lo único que tenían queofrecer: a cambio de puntas de flecha y lanza y herra-mientas prometieron a los aldeanos que no les atacaríandurante todo un año. Aceptad, dijeron, u os arrebataremosla aldea.

—Por supuesto, nos limitamos a darles la espalda— dijo mi padre—. Podían gritar y agitar sus lanzas cuantoquisieran o hacer que sus caballos cocearan nuestras puer-tas durante toda la noche. No nos importaba. Podían que-darse con el pueblo y con toda su piedra. ¿Y después qué?¿Acaso sabían trabajarla? ¿Eran capaces de darle la formadeseada a un montón de toscos pedruscos tal y como salíande nuestras canteras?

Repitió para nosotros la consigna de nuestro pueblo:que nadie podía tocarnos porque poseíamos el don de lapiedra. Si lo único que el mundo exterior quería era gol-pear, aplastar y machacar como un salvaje, cualquier cosale serviría. Pero necesitaban algo más. Perforar y rebanar,tronchar y raspar, separar la carne del pellejo para hacerropa, tener arpones y flechas lo bastantes ligeras y afila-das para volar y matar, cortar los tallos de trigo con unsolo golpe de hoz. Por eso ninguno de esos granjeros, ji-netes, pescadores, artesanos, podría librarse de nosotros.Estábamos a salvo.

—Nuestras habilidades nos han hecho arrogantes— dijo mi padre—. Pero que se sepa la verdad. Cual-quiera puede cabalgar a lomos de un caballo agitando unpalo en el aire. Ya hay bastantes hombres para eso y al-gunos ha de haber que sirvan para otras cosas.

11

Page 8: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

Tuvo la mala fortuna de regresar de la playa cuandolos hombres se marchaban del pueblo a lomos de sus ca-ballos, con las manos vacías. Llevaba consigo una ban-dolera con una docena de vieiras que había recogido conlos dedos de los pies en el arenal aprovechando que lamarea estaba baja. Le gustaba el sinuoso sendero bor-deado de helechos que ascendía desde las afiladas rocasde la costa, con el viento y el agua del mar azotándoleen la espalda, escupiendo y susurrando: «Vuelve a casajunto al fuego. Vete a casa». De modo que ni su estadode ánimo —ni su edad— le hicieron desconfiar de los ji-netes o esconderse entre los matorrales cuando lo llama-ron para que se acercara.

Quizá en este momento estaría bien contemplar unaimagen de mi padre siendo niño, inmóvil entre los hele-chos, los jinetes y el mar. Tenía siete años y, aunque mu-chos niños de su edad pesaban más y sus músculos yahabían empezado a madurar, él era flaco como el tallo deuna espadaña y con el pecho tan plano e indefinidocomo una lámina de pizarra. Según sus primos, su caratenía una expresión desobediente y soñadora, una com-binación que les resultaba doblemente irritante. Quizá esaactitud suya, mezcla de desafío e indiferencia, fue lo quehizo que los jinetes lo abordaran con tanta brusquedad.Lo rodearon con sus caballos y uno de ellos extendió elbrazo para reclamarle las vieiras. Mi padre era menudo yrápido y no tenía miedo de los caballos. Rodó por debajode una yegua y desapareció entre los helechos. Despuésvolvió a asomarse, poniéndose de pie y burlándose deellos desde una roca que los jinetes no podían alcanzar.

12

Page 9: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

La estampa es incompleta. Lo que él no pudo ver, yyo tan solo puedo recrear ahora con la ayuda de mi ima-ginación, fue que a escasa distancia de los caballos habíaotro hombre que, habiendo desmontado, tensó su arco,apuntó y le disparó una flecha. Le acertó al chiquillo— mi padre— justo bajo el codo, en el arco de carne quecuelga del hueso como una telaraña. Rasgó la piel, aun-que no penetró en el brazo. La punta era demasiado toscay pesada para el frágil astil de madera joven que habíanutilizado. Pero ¿qué importaba eso? Había hendido lapiel y las heces de cabra o la leche de erizo o el rocío deplata que habrían utilizado para elaborar el veneno queempapaba la punta ya se había mezclado con su sangrey él podía darse por muerto.

Es mejor sangrar que no sangrar cuando hay venenoen tu sangre. Mi padre sacó su cuchillo y se hizo uncorte en la muñeca sin demasiada fuerza, sobre los tresfilamentos malvas que discurren bajo la piel.

Danos más detalles, decíamos entonces nosotros, suaudiencia. Cuéntanos otra vez cómo la sangre fluía portu brazo como un manantial en mitad de un acantilado,mojando el morral y las vieiras y tiñendo de rojo el pai-saje marrón cubierto por los helechos, cómo las brácteasde las partes más bajas de los tallos se volvían pegajosasy oscuras mientras te caías de la roca. Háblanos tambiéndel rico follaje que allí germinaría y crecería mimadopor la sangre, de los níscalos y setas, de las larvas ymoscas que podrían haber proliferado allí de habertequedado tendido en aquel lugar en vez de volver a le-vantarte.

13

Page 10: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

El hombre que había desmontado del caballo, el ar-quero que apenas doblaba en edad a mi padre, habíaechado a correr a través de los matorrales y los helechospara recuperar su flecha y —quién sabe— quizá para li-quidar a aquel chiquillo. Mi padre tenía el suficiente sen-tido común para comprender el significado del garroteque el arquero agitaba en sus manos y todavía le queda-ban fuerzas para correr.

En este punto, la voz de mi padre, hábil contador dehistorias, se rompe al describir las sensaciones que ledieron fuerza mientras huía. Los helechos se quiebranbajo sus pies, como las astillas al calor de las llamas, ylos pasos del arquero reducen poco a poco la distanciaque le separa del muchacho. El estrépito y los gritos delos jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. Atu casa y a tus piedras». Los pulmones de mi padre, susangre, su codo. Los propósitos que en esos instantesasumió para el futuro. Su lengua seca e hinchada por elmiedo.

Hubo un momento en que el arquero llegó a la rocadesde la cual había caído mi padre y debió decidir si con-tinuaba la persecución o se detenía para buscar la puntade flecha envenenada con su astil de madera de juncoalgo verde. El mundo estaba lleno de chiquillos a los quepodía perseguir y matar, pero la flecha era algo valioso.De nuevo levantaría su pesado vuelo, diez, veinte vecesmás. Los niños no se comen, pero una flecha puede de-tener a un venado, a una foca, a un ave. Se pueden trocarflechas por miel, digamos, o por pieles. No se puede co-merciar con chiquillos muertos y flacuchos. Fue enton-

14

Page 11: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

ces cuando el arquero interrumpió la persecución y searrodilló sobre la maleza. ¿Dónde estaba su flecha? En-contró las vieiras. Limpió la sangre que las cubría fro-tándolas sobre el musgo y la hierba y las guardó en subolsa. Después se puso a rebuscar entre la vegetacióncon su tranca, moviéndola en círculos con la esperanzade encontrar el rosa y amarillo pulido del astil de su fle-cha. No lo encontró. No fue capaz de encontrarlo. Mipadre lo sujetaba con su mano buena mientras corríahacia el pueblo.

No soy capaz de imaginar qué estúpido instinto derevancha hizo que mi padre se agachara para recogerlodel suelo. Aunque seguro que tenía que ver con ciertasensación de triunfo mientras regresaba ensangrentadohacia su gente, con la certeza de haber vejado doble-mente al desconocido del arco.

—Ese hombre había perdido la carrera y también unaflecha —dijo mi padre—. Una pequeña compensaciónpor la sangre y las vieiras que había perdido y por su ve-neno que se extendía por mi brazo.

Sus vecinos se pasaban de mano en mano la punta deflecha y sacudían la cabeza mientras reían. Conocían esapiedra. Grauvaca. Recogida entre la grava, el esquisto yla fangolita en la orilla de algún río y trabajada sin dudapor un aficionado. Ahí estaban los lados aplastados dondela piedra había sido golpeada. Ahí una grieta en el tallode la flecha. Ahí las mellas donde el mazo de piedra habíaimpactado en la pieza, lanzando esquirlas y polvo a losojos del —sin duda— musculoso y apresurado picape-drero, incapaz de entender la sencilla verdad de que las

15

Page 12: EL DON DE LAS PIEDRAS · que le separa del muchacho. El estrépito y los gritos de los jinetes. El viento: «Vuelve a casa. Vuelve a casa. A tu casa y a tus piedras». Los pulmones

piedras no se rompen a martillazos. Las piedras son comolas conchas de las vieiras, como las nueces. Un trastazotorpe o demasiado fuerte las hará añicos. Un golpe ligeroen el lugar preciso con un buril de madera y se abriránpara ti como una puerta.

¿Qué clase de tosco utensilio era este? Un chiquillolo habría hecho mejor. No era de extrañar que los jinetesquisieran comerciar si todas las piedras y flechas que te-nían habían sido trabajadas con tan poca maña. Regre-sarían, sin duda, y esta vez les ofrecerían algo mejor quesimples amenazas. Si volvían al pueblo y mi padre estabavivo, podrían exigirle al arquero algún tipo de compen-sación.

No os cansaré con los recuerdos de mi padre sobrela fiebre y los dolores que sufrió. Decían que había sal-vado su vida al hacerse el corte por debajo de la heridainfectada. De ese modo el veneno se había dispersado.Sin embargo, había perdido mucha fuerza y las heridasse cerraban lentamente. La muñeca y el codo empezarona hincharse y después los dedos se pusieron rígidos altiempo que no dejaban de crisparse. Al mediodía el colorde su piel había cambiado y, como si alguien estuvieraapretándole el brazo, un líquido claro como el agua y queolía a tierra húmeda burbujeaba a través de las fisurashasta la superficie. Pronto el dolor se extendió hasta laparte superior del brazo y perdió toda sensibilidad pordebajo del codo. Fue entonces cuando le dijeron que de-bían cortarle el brazo o de lo contrario moriría.

16