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El espejo negro - SOLIDARIDAD OBRERA · No hay una, sino muchas búsquedas. La palabra es una de ellas, ciclo en eterno movimiento. Con la inconsciencia del Loco y su impulso glorioso

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El espejo negro

Alfonso Domingo

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XLIII Premio de Novela Ateneo de Sevilla

El jurado de los Premios Ateneo deSevilla de Novela estuvo compuesto porAlberto Máximo Pérez Calero (presidente deHonor), Miguel Cruz Giráldez, Ángel Basanta,Miguel Ángel Matellanes, Fernando Marías,

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Vanessa Montfort, Marcos Fernández yAntonio Bellido (secretario). La novela Elespejo negro, de Alfonso Domingo, resultóganadora del XLIII Premio de Novela Ateneode Sevilla, que fue patrocinado por CajaSol.Obra Social.

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A la derecha del tríptico

PREFACIO CON CARTAS DELTAROT

Y ORÁCULOS DIVERSOS

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Esa fue la tirada de Ámsterdam, la de las

nueve cartas: en el centro, el Colgado; porencima, el Ermitaño; por debajo, la Estrella; ala derecha de la Echadora de cartas, la Luna, ya la izquierda, el Hierofante o Sumo sacerdote,invertido.

Para completar, las cuatro verticales, deabajo a arriba: el Mago, el Diablo, el Mundo yel Loco.

No pensé jamás que fuera necesario un

libro para interpretar una tirada de cartas.Para encontrar la clave. Las señales son soloeso, señales. De nada vale reclamar alarúspice la intriga, el hilo conductor.Desmadejada de la vida, como quien dice. Asíque todo se mezcla, naipes y arquetipos quetienden al desorden y al enredo: atavíos,conductas, personalidades, costumbres,caminos esotéricos, algunos personajes, variasépocas y situaciones. Toda novela es como unaobra alquímica, abanico de posibilidades:encajadas todas las piezas, en el atanor sedestila la posible piedra filosofal, la rosa rúbeade la creación.

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Tirada de cartas, fábula del mundo, pinturaque refleja lo opaco de una sociedad, suespejo oscuro: el miedo, el poso de lo bárbaroy atávico, animal, en nuestros genes. Infiernosdistintos en el tiempo y en el espacio que sonen realidad los mismos, los que se obstina enperpetrar el ser humano con sus propiossemejantes.

No hay una, sino muchas búsquedas. Lapalabra es una de ellas, ciclo en eternomovimiento. Con la inconsciencia del Loco y suimpulso glorioso de emprender la senda,comienza la obra: se abre el tríptico, se peinala baraja, se revelan los augurios, trabajan losmagos y se disponen las conjuncionesestelares.

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Tabla central

JONÁS Y LA BALLENA

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Capítulo I

Fuera de cuadro

Sepulturero, es hermosocontemplar las ruinas delas ciudades,

pero es más hermosotodavía contemplar lasruinas de los hombres.

Lautréamont,

Cantos de Maldoror, I.

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Nunca debí haber pintado ese cuadro.Durante años creí haber escapado a su

influjo, pero aquello me marcó para siempre.Qué historia, la de mi existencia, y cómo serefleja en la tabla. Vida, cuánto misterio,encerrado a veces en los lienzos, siemprefuera, cabalgándonos, pasando sobre nosotros,pintándonos en cuadros sombríos, en cuerposarrugados. Jamás pensé pasar de los noventaaños. Pero para relatar mi larga peripecia,debo trasladarme tiempo atrás, cuando teníaveintitrés. A ese momento en el que, a pesarde mi juventud, se quebraba para mí laesperanza al pasar la frontera de Francia, enfebrero de 1939.

En el puesto de Le Perthus me tocópresenciar escenas terribles, que se sumabana las vistas en la retirada de Cataluña: milesde mujeres, niños y ancianos, además desoldados, huyendo con pánico de la barbarieque nos ametrallaba impunemente desde elcielo. Guardo de esos días la imagen de unamujer que llevaba un niño muerto en losbrazos. No quería desprenderse de aquelchiquillo de dos o tres años, así queterminamos por subirla a la camioneta. Ni enla carretera, ni siquiera en la frontera,encontramos una sola ambulancia; solo losgendarmes franceses, sin duda aleccionados,que no tenían con nosotros ninguna piedad,sus palabras resonando como látigos en

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nuestras espaldas: Allez!, allez!, vite, allez auxcamps!

El primer campo, precisamente, fue el defútbol, uno de esos campos de pueblo que notenían más que los cuatro palos de lasporterías. En aquel recinto, encima de la nievecongelada, concentraron a familias que sehabían mantenido unidas toda la guerra ysepararon a los hombres de las mujeres y losniños. Así que allí se dieron lloros, gritos,abrazos. Y sobre todo, frío y hambre. Porque lamayoría de la gente pasaba sin nada.

Al relatar una compañera el humillanteregistro de que había sido objeto, junto conotras mujeres, en un vagón de ferrocarril, seme hizo visible la derrota. Aquello fue como unmazazo. Cuando entramos en Francia, éramosun ejército vencido, un pueblo vencido. Lascondiciones, bien es cierto, eran penosas, peroel dolor no estaba en dormir en las playas alnorte de la estación balnearia de Argelès—sur—Mer, o en las inmundas barracas de Arlet, LeBarcarès, Saint—Cyprien, Vernet, Bram,Septfonds, Gurs u otros campos donde noshabían metido los franceses. No, el dolorestaba dentro de nosotros, se asomaba a lacara, tomaba acomodo en el cuerpo, inquietorecipiente donde se revolvían tres años deavatares. Cada uno en su peripecia, memoriade una guerra perversa, unidos todos por lagran y aplastante verdad: nuestro sueño se

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había roto. Habíamos fracasado, unaoportunidad como aquella no se volvería apresentar fácilmente. Todo lo que odiábamosen aquel país de herencias malditas nos habíapisado otra vez el cuello, nos habíadestrozado: los militares, la Iglesia, laaristocracia, el gran capital...

Los que allí estábamos lo sentíamos,flotaba en el enrarecido aire. En cualquier otromomento nos hubiéramos revuelto contraaquellos franceses y sus tropas coloniales, losspahis senegaleses, no les hubiéramospermitido tratarnos como lo hicieron, a golpede palo y orden.

—Allez, allez aux camps! Allez aux camps!Pero para eso hubiéramos tenido que ser

un pueblo, si no con más agallas, sí con menoscansancio en el alma y sin la losa del fracaso yel exilio, la vida ya como una incógnita. Antenosotros, los gendarmes mostraban su caramás torcida, más negra.

«¿Has saqueado alguna iglesia? ¿Tienesalguna joya en tu poder?», preguntaban, en sucastellano con acento francés, cuando noshacían la ficha para mandarnos a un campo. Amí me tocó Argelès—sur—Mer, la playa. Uncampo penoso, la arena como cama, cavandocuevas en ella, vivienda de cangrejoshumanos, sin letrinas, solo el frío mar comogran baño, aunque pocos se adentraran en sus

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aguas. Nos daba vergüenza que nos miraran,mugrientos, delgados, desnudos de todo.

La rendición de Madrid y el final de laguerra empeoró nuestra ya maltrechasituación. Mientras que entre nosotros no seregistró eco, inútiles los comentarios de unos yotros —comunistas, anarquistas, socialistas,republicanos, todos ocupados en la tarea desalir de allí—, para los franceses fue señal depeor trato y consideración.

Nuestra indumentaria pronto estuvo hechauna piltrafa, entre las malas condicioneshigiénicas y la aparición de los piojos, que solodesaparecían cuando hervíamos las prendas.Los gendarmes no daban jabón ni ropa y enlos alrededores del campo floreció un mercadonegro de vestimentas y zapatos, martingala dela miseria, paraíso de los chamarileros; algunohay siempre que saca partido de las desgraciasde los demás para mejorar la suya propia.Surgieron intermediarios: algunos refugiados yguardianes. Las ventas incluyeron enseguidajoyas y relojes, carteras de cuero,estilográficas. Los lugares cerca de lasalambradas, donde a media tarde serealizaban los trueques, parecían el Rastro deMadrid o los Encantes de Barcelona. Eranescenas que no nos llenaban de orgullo, antesal contrario, hacían evidente nuestrolamentable estado de derrotados, deproscritos.

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Habíamos perdido, pero la caída duró poco.No nos lo podíamos permitir. Como en unproceso físico, ley pendular de las conciencias,se dio en nuestras filas un sentimiento desacudirse de encima la tristeza y empezar amoverse. Éramos luchadores. Habíamosdecidido seguir peleando. Y surgió laorganización en el campo, y los gruposculturales y los coros, cualquier cosa que nosdevolviera la dignidad como seres humanosque tienen derecho a sueños de mejora ylibertad. Buscábamos el calor en los demás,estar rodeados, juntos, en compañía.

Ese era el espíritu, pero para ser efectivotenía que anidar en cuerpos, y el mío, aunquejoven, aún no se había recuperado del impactode los últimos meses de guerra y la malaalimentación e higiene de los camposfranceses.

Sufrí una disentería. A pesar de loscuidados de los médicos, que se afanaban enla enfermería del campo, una barraca malequipada, mi estado era preocupante. Loscompañeros pensaron que si no me sacabande allí, tendrían que enterrarme. Pararecuperarme, buscaron una granja donde merestablecí.

Estuve un tiempo falsificando avales paralos libertarios que habían caído en la ratonerade Alicante y penaban en los campos

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franquistas. Algunos compañeros habíancruzado la frontera de forma clandestina y sehabían hecho con la documentación quepedían, los famosos avales que elaboraban laIglesia, los jefes de Falange locales o losalcaldes para liberar a los prisioneros. Esa fuela primera vez que me dediqué a lafalsificación, cuyas técnicas mejoraría con eltiempo. Como resultaba complicado hacersecon un sello de goma, incluso con un buencuero, conseguí caucho sintético. El papel, delibros de viejo. Y fabriqué unas delgadascuchillas de finísimo filo, a partir de las deafeitar, para poder recortar las letras deimprenta, una a una, y luego, con compás, loscírculos. Lograba reproducir los sellos conayuda de un espejo y una lupa. Fueron días ydías de pruebas, de paciencia y afanes, hastaconseguir unos resultados aceptables. Tambiénaprendí a confeccionar dobles fondos en lasmaletas. El equipo en el que permanecíalgunos meses consiguió que con esos avalesfalsificados salieran de los campos españolesunos cuantos libertarios, la mayoría de loscuales cruzó la frontera.

A la vez, yo trabajaba en la granjaayudando en las labores del campo. El primerode septiembre de 1939 se dio una coincidenciarara. Se produjo la declaración de guerra deGran Bretaña y Francia a Alemania, a la vezque se empezaba a cortar la uva para hacer el

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vino del nuevo año, vino que no salió muybueno; quizá flotaba algo agrio en el ambiente.

Tras la declaración de guerra, la presiónsobre los refugiados de los campos aumentó.Los franceses, mermada su capacidad detrabajo, ofrecían empleo en la agricultura y enbatallones de marcha para abrir trincheras. Afin de conseguir sus objetivos, las autoridadesde los campos endurecieron las condiciones, loque hizo a muchos aceptar aquellos trabajosen los que pagaban la mitad que a los suyos.

Muchos de los responsables de laorganización libertaria estaban aislados en elcampo de Saint—Cyprien, y la organizacióndecidió ayudarlos a salir de allí y buscarles undestino en México o Cuba, países que a priorieran más receptivos a nuestras ideas y dondepodíamos obtener más fácilmente ayuda.

Me enviaron a París. Se sentía cada vezmás cercana la guerra cuando llegué en tren,con dos compañeros y el mandato del comitéresponsable, con el objetivo de conseguirrecursos y adquirir pasajes para que muchoscamaradas pudieran embarcarse camino delexilio. Allí tenía conocidos de la época en laque militaba en la bohème y fregaba platos enun restaurante. Durante meses resolvimos loque pudimos con las divisas que teníamos.Después utilizamos las joyas y las obras dearte requisadas, no muchas, que habíamos

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podido sacar de España.Me repugnaba todo lo que tuviera que ver

con el tráfico artístico, lleno de arribistas,especuladores, gente sin escrúpulos, que soloveían en las telas los dibujos del negocio,opacos al arte, incapaces de admirar labelleza. En esto, desde luego, se parecían aalgunos de mis camaradas de la guerra, a loscuales aquellos cuadros de santos, vírgenes,escenas bucólicas o mitológicas, no les decíannada.

—Si nos sirve para comprar armas y lucharcontra los fascistas, bienvenido será esedinero.

Yo me había desgañitado discutiendo concomités de requisa, con los responsables delas incautaciones. Solo algunos eran sensiblesal hecho de que era arte que el pueblo merecíadisfrutar. Si había sido realizado por lospintores, gente con oficio, para disfrute de losexquisitos, en aquellas obras también estabanrepresentados nuestros antepasados, nuestroscongéneres, los obreros, campesinos, criados,todos aquellos personajes que acompañaban alas figuras centrales.

París había cambiado, no era la mismaciudad que cuatro años atrás. También eraposible que yo hubiera cambiado bastante enese intervalo. Poco quedaba de la bohemia, laque yo conocí, tan joven, a los veinte años,

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uno antes de la Guerra Civil. Había ido aaprender con una beca del Gobierno y losahorros de mis padres, maestros coninquietudes y ganas de cambiar un paísinjusto. La formación era el único lujo de mifamilia. Antes de Francia pasé un curso enAlemania, pero Berlín no me encandiló. Medeslumbraba más París y su ambienteintelectual, donde, como muchos de migeneración, suponía que estaba la cuna delarte. Pero allí, aparte de los museos, apenaspude disfrutar del ambiente bohemio. Cuandome di cuenta, había gastado como un novatotodos mis recursos invitando a cafés yalmuerzos. No tuve más remedio que ponermea trabajar en el mercado de Les Halles y lavarplatos en un restaurante, hasta que reuní losuficiente para regresar, evaporado el sueñodel gran París.

Ahora se trataba de otro viaje a la capitalfrancesa, con mis sueños doblemente rotos,truncada mi carrera como pintor, vencido yexiliado de mi país, agrio el aliento y ácida elalma, con el rostro marcado por la amarguradel desastre. Pero había que empezar otra vez,aunque fuera lejos de mi familia y de los míos.Así que apreté los dientes y me lancé de nuevoa la vida.

El comité había decidido que las ventas

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fueran realizadas por dos compañeros quereportarían a su vez a un responsable. De esamanera se evitaba que los fondos logrados sedisolvieran entre manos sin demasiadosescrúpulos o con demasiadas urgencias: habíamucho apache en el París de aquellos días. Asípues, entré con un compañero en un local dela rue Clément.

—El señor Mainger no está —mintió elempleado—, pero díganme de qué se trata yveré qué puedo hacer.

—Venimos a ofrecerle dos cuadros. Pinturaespañola. El marchante Ferretier me dio susseñas.

—¿Qué clase de cuadros?—Pintura española del XVIII. Bodegón con

joyas y El neceser de la reina.—Quizá le interesen al señor Mainger.

¿Tienen los cuadros?—Podríamos traerlos si la propuesta es

buena.—El señor Mainger podrá recibirlos a las

seis. Llegamos a las cinco, una hora antes de lo

previsto. Primero, habíamos pasado otravigilando el edificio, uno de los pocos deaquella diminuta calle que daba al Sena. Lo

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extraño es que, a pesar de encontrar la puertaabierta, no parecía haber nadie en la casa.Llamamos, pero lo único que oímos fue unalejana música de violín. Parecía Mozart,aunque no pude identificar la pieza. La músicanos fue guiando, como la flauta de Hamelín, através de las salas, hasta una puertaentornada en el fondo. La ejecución era de unverdadero virtuoso y en aquella semioscuridadtenía un efecto hipnótico. Hasta micompañero, que apretaba la fusca en elbolsillo, parecía subyugado. Tras unosinstantes, como temiendo que desaparecieraaquella maravillosa melodía, empujé la puerta.Ante nosotros, un caballero maduro defacciones agradables, pelo gris, ojos claros yprofundos, vestido con un elegante ternonegro, tocaba con alma el violín, arrancandolas notas y logrando armonías con unavitalidad sorprendente. Cuando nos distinguió,no pareció extrañarse ante nuestra presencia.Acabó, con tranquilidad y toque de maestro,algunos compases más y dejó el instrumentoen su funda. Pero si sorprendente había sidosu interpretación, práctica en la que debía deejercitarse a menudo, no lo fue menos lamanera en la que empezó a hablarnos.

—Encantado, señores. Me llamo SantiagoMainger. Les sorprenderá que hable español,aunque en realidad es solo uno de los idiomasque domino. Fue mi padre, un gran amante de

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España, quien comenzó a enseñarme suidioma, y quien me bautizó con ese nombre.Ya ven, tenemos algo en común.

La extrañeza de nuestros rostros le hizocontinuar.

—Deben de pensar que solo será eso.También estuve en su país antes de quecomenzara la guerra. O, como ustedes dicen,la revolución. Viajé allí por negocios y entendíalgunas cosas sobre los españoles.Demasiadas palabras, demasiada miseria ymucha historia, excesivo lastre. Las guerrasson terribles.

—En eso le doy la razón, sobre todo si laspierdes —intervine entonces—. Pero aún no seha dicho la última palabra.

—No hace falta ser adivino para saber quela gran traca solo se está preparando.

—Europa entera va a saltar por los aires.Nos urge el dinero. Nuestra organización nogoza de ninguna ayuda y son muchas lasnecesidades que tenemos.

—¿Podría ver los cuadros?Abrí la maleta que portaba con cuidado, y,

dentro de ella, el doble fondo, de dondeextraje los cuadros que desplegué con ciertaparsimonia sobre la mesa.

Santiago Mainger examinó las dos piezas,el Bodegón con joyas y El neceser de la reina.

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En el primero se distinguía, al lado de unabandeja de frutas, un collar de diamantes yrubíes, junto a un vestido de mujer antes deser planchado, y en el otro, en un gabinetedonde se apreciaban perfumes y joyas en unneceser, una mujer —quizás una camarera,por el gesto furtivo— se miraba de soslayo enun espejo.

—Pintura española, siglo XVIII.Con ojos de experto, ayudándose a veces

de una lupa que acercaba a los ojos, SantiagoMainger parecía concentrado.

—¿Es usted pintor? —me preguntó.—Hasta la guerra lo fui.—Ya, la guerra... Ferretier, el marchante,

me dijo que había estado usted en París hacecuatro años. Y que era un buen retratista ycopista.

—Lo intenté, pero no me fue bien. Hicealgunas copias, algunos grabados, y prontovolví a España. Pero no hemos venido a hablarde mí. ¿Le interesan los cuadros?

—En efecto, me interesan. Les haré unabuena oferta. Podrán responder ante susindicato.

—¿De qué cantidad estamos hablando?—Les daré cincuenta mil francos por cada

uno, lo que equivale, según el cambio actual, a

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algo más de dos mil dólares. Suficiente parapagar más de una docena de pasajes.

Mainger imaginaba cuál era el objetivo dela venta. Era una buena cantidad, que alargóen un sobre. El compañero, un experto enfalsificaciones, examinó y contó los billetes.Eran auténticos.

—Me gustaría invitarle a cenar, para poderconversar, señor...

—Jèrôme, llámeme Jèrôme. ¿De qué? ¿Dequé quiere usted hablar conmigo?

—De pintura. Tengo algo que proponerle.—Y yo muchas cosas que hacer como para

ponerme a conversar de pintura.—Ya. Y más con un capitalista, está usted

pensando. Creía que precisamente ustedes, losanarquistas, no tenían tantos prejuicios. No sepreocupe, no le corromperé. Mi interés essolamente artístico, como comprobará cuandoescuche lo que tengo que ofrecerle.

—¿Y por qué no me lo dice ahora?—Cada cosa a su tiempo. Quiero hablar

con el Jèrôme pintor, no con el militanteanarquista.

Miré al compañero, que permanecía comouna estatua de sal, sin abrir la boca.

—No le prometo nada. Tenemos querealizar la entrega del dinero al comité.

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Dígame el restaurante donde me esperará. Irési puedo.

El restaurante no estaba muy lejos del

centro. Acudí, más que nada, por curiosidad.Mainger me recibió en un reservado, donde uncamarero tomó nota de mi pedido. Lo confieso,me aproveché. Comí tres platos y postre,acompañado de un buen vino. El magnate nise inmutó.

—¿No come usted? —pregunté.—No, solo bebo agua mineral. Pero usted

siga, no se apure. ¿Sus camaradas estáncontentos?

—Ese dinero servirá.—Iré al grano. Dijo usted que había

copiado cuadros antiguos. ¿Acepta encargos?—¿Qué tipo de encargos?—Una copia de un cuadro de hace varios

siglos. Ferretier afirma que era usted buenocomo copista y grabador. Le pagaré bien. Unacantidad importante para que usted puedaviajar a América y comience una nueva vida.

—¿Y por qué no lo encarga a algún pintorparisino? Aquí hay cientos, bien lo sabré yo...Usted no conoce si soy bueno o no. No ha vistomi trabajo...

—Se equivoca. La copia que hizo hace

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unos años para Ferretier era encargo de unamigo. Cuando le pregunté por su autor mehabló de un pintor español, de nombreJerónimo, un chico joven, con talento.

—Vaya casualidad que fuera a dar conusted...

—En la vida no existen las casualidades. Yase dará usted cuenta si vive lo suficiente.

—Que me conozca no contesta mipregunta. ¿Por qué yo?

—Bueno, el trabajo tiene algunascaracterísticas que lo hacen especial. Loprimero, si quiere, puede llamarlo intuición.Tengo que fiarme de quien haga la copia. Elcuadro es muy valioso y no puede salir de lahabitación donde está. Hay que copiarlo allí, lomás rápido posible, dos meses mejor quecuatro. No es un trabajo para cualquier pintor,por eso pago tan bien. Otra cosa importante.El cuadro está en Ámsterdam. El copista debedesplazarse hasta allí.

—Ya, ¿se cree que en estos momentos meimporta mucho el dinero?

—Desde luego que no, no hay más queverlo para darse cuenta. Pero creo que podréconvencerle. ¿Tiene algo que hacer? ¿Quiereacompañarme? Le prometo que no perderá eltiempo...

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Me esperaba la sorpresa final, el truco delilusionista. Mainger llamó a su chófer y en suvehículo fuimos a una mansión en las afueras.Aunque hubiera querido orientarme, no habríapodido. Me lo impedían la noche y laconversación de mi anfitrión, que exigía unaconstante concentración, pero calculé al menosuna docena de kilómetros en dirección noreste,tal vez al lujoso arrondissement de Belleville.Cuando empezaba a pensar en qué hacía allí,en ese coche, con ese hombre desconocido yenigmático, llegamos por fin a una casarodeada de árboles y con altos muros depiedra coronados por enredaderas.

—Voilà. Bienvenido a mi morada.Su morada, sacada de otra época. Austera,

se podría decir, aunque los muebles demaderas preciosas, los armarios, los cristales,los espejos, todo tenía una delicadeza antigua,como la disposición y colocación de las plantaso las vitrinas con libros. Las cortinas no eranrecargadas y, en general, la estancia,iluminada por finas lámparas, desprendía unambiente de calidez: lustres y reflejos debosque habitado. Tras pasar por el salón y elvestíbulo, Mainger abrió un gabinete con llavey me introdujo en él.

Cuando encendió la luz, apareció ante míuna galería con una veintena de cuadrosantiguos y modernos. Había primitivos

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flamencos, renacentistas italianos yholandeses, barrocos y hasta impresionistasfranceses. En unos atriles, tres copiasesperaban el remate final. La que estaba másavanzada correspondía a un Durero; después,una escena campesina de Pieter Brueghel elViejo y una copia de un cuadro temprano deHolbein. Eran obras maestras, cuya existenciadesconocía. Me dejó deslumbrado tantabelleza.

—No se asombre. Como ve, tengo el tallerproduciendo a pleno rendimiento. Aunquepuede que estas sean las últimas copias.

—Pero, ¿cuál es la razón para copiar lasobras? Lo está haciendo al mismo tamaño, loque quiere decir que quiere vender las copiascomo si fueran las auténticas...

—Bueno, le contaré la verdadera razón. Lamayoría de las obras que ve están en depósito.Sus propietarios, judíos, se hallan ahoramismo en la ratonera de Alemania. Hayjerarcas nazis que son obsesos coleccionistasde arte, buitres rapiñando su botín. Las copiasson para ellos. Es el precio. Sus dueñoslograron sacarlas del país y ponerlas en mismanos, y yo cambio a los nazis los cuadros porsus vidas.

—Ya. ¿Y es la copia la que viaja o eloriginal?

—Supongo que se imaginará la respuesta.

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No se sorprenderá tampoco si le digo que hedesarrollado una técnica nueva para envejecertelas y cuadros. El procurar salvar vidas noimplica que desaparezcan esas obras de arte.Porque lo que está claro es que peligranmucho más en Alemania que aquí.

—¿Y no han detectado nunca la falsedadde sus copias?

—No, monsieur Díaz. Llevan marcos de superíodo y están pintadas en una tela o tabla deroble de la época, con pigmentos fabricados amano, como se hacía entonces. Esfundamental dejarle su reposo, pero ahora nonos lo podemos permitir. Por eso aplico untratamiento especial, que solo conocerá siacepta mi oferta.

—¿Y por qué me cuenta todo esto? ¿Nopodría ser un espía?

—Tengo informes suyos. No solo deFerretier. Creo que encajaría perfectamente enel trabajo. A todos nos vendría bien, a usted elprimero. Considérelo. Será una cortatemporada en Ámsterdam trabajando para lacausa de la libertad y del arte.

—¿Y cuál es la obra que tendría quecopiar?

—Lo sabrá si acepta. Pero le puedoasegurar que le resultará fascinante. Sí, esa esla palabra. Fascinante.

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—Déjeme pensarlo.—Ojalá pudiera, pero no hay tiempo. Viajo

a Ámsterdam dentro de dos días. Me gustaríaque me acompañara; todo depende de usted.Eche una última mirada a los cuadros,monsieur Díaz. Bruno le llevará después adonde le indique. Ya sabe dónde encontrarme.Que tenga buenas noches.

*

13 de junio de 1463

A media mañana, tras una negligencia de

un tintorero, en la Verwerstraat, al atizardemasiado el fuego de la caldera grande, sedeclaró un incendio, avivado por el viento, queese día soplaba con cierta fuerza.

Desde esa calle, situada al sur de lapoblación de s'Hertogenbosch [1], tras pasar elcruce con la Waterstraat, las llamas tomaron elcamino del ayuntamiento, avanzando por la

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Ridderstraat.Era un espectáculo impresionante, sobre

todo para los niños que miraban de lejos conadmiración y temor, con los ojos abiertos,imposibles de cerrar en mucho tiempo, como siel fuego se hubiera colado a través de laspupilas. El corazón del Bosque Ducal ardía. Elfuego, con sus lenguas ardientes, ascendíamuy alto y saltaba, como antes lo habíanhecho los gatos, de un tejado a otro.

La familia Van Aeken se movilizóenseguida. Sólo llevaban algo más de un añoen esa casa llamada Sint Thoenis, SanAntonio, en la plaza del Mercado, donde sehabían trasladado e instalado el taller. Jeroentenía entonces trece años, era el más pequeñode una familia de cuatro hermanos —tresvarones y una mujer— que provenía deAquisgrán. Era familia de artesanos y pintores:un abuelo y un tío de Jeroen habían alcanzadocierta relevancia en la comarca. Además de supadre Anthonis, dos de sus hermanos,Goessen y Johannes se habían dedicadotambién a la pintura, gremio donde élasimismo acabaría por ley natural.

Nadie se ocupó de otra cosa que salvar laspiezas que se encontraban en el taller,bajándolas a la calle. Entre ellas, con muchocuidado, el padre de Jeroen envolvió en telalas alas del altar de la Cofradía de Nuestra

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Señora, que le habían confiado para restaurar.En la calle, los gritos de las mujeres semezclaban con las órdenes de los hombres. Ungentío huía en todas direcciones, algunos conla mirada perdida, sin saber a dónde dirigirse yllevando en sus manos o a la espalda lo pocoque habían podido arrancar de las garras delfuego: una mesa, una silla, un atado con ropasy piezas de cubertería, un tapiz.

Durante horas, las llamas se ramificaronentre las manzanas, con su danza espectral desombras y luces, con sus chispas hirientes. Yahabían ardido las casas a ambos lados de laRidderstraat, y la hoguera continuaba haciaderecha e izquierda, buscando el gobiernomunicipal a través de la Wijnstraat. Llegóhasta el cruce con las calles de Vught, Snelle yla de los Fratres Minores, que comenzó aarrasar, pero, fuese porque el vientoamainaba, fuese porque las oraciones de loshabitantes de s'Hertogenbosch consiguieronllegar a lo alto, el fuego fue perdiendo fuerza.Hacia la izquierda, superó una manzana decasas y llegó a Kerkstratt, calle contigua a lade la familia de Jeroen, donde se detuvo.

Desalojadas las casas del pan y de lacarne, la muchedumbre aguardaba expectanteen la plaza del Mercado. Las mujeres rezaban,los niños permanecían cerca de sus madres,una fila de hombres con cubos de agua salíadel pozo central y, como hormigas, avanzaba

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hacia los frentes del incendio. A menudo elagua no llegaba nada más que a unacincuentena de metros del fuego; nadie eracapaz de acercarse por la alta temperatura,pero al menos mojaban paredes para que lasllamas no avanzaran tan rápido. Un humoblanco, grisáceo, se expandía en hilachas porla ciudad a merced del viento, que cuandocambiaba de dirección cegaba los ojos,nublaba la vista y añadía más lágrimas a lasenrojecidas cuencas. Todos los quepermanecían en la calle debían estar muyatentos a la caída de pavesas o trozos demadera encendidos.

Hombres en los tejados de las casas, conescobas, vigilaban el incendio y sus proyectilesaéreos. Solo desaparecían de lo alto cuandolas llamas se acercaban. Por fortuna, dentrodel caos, los habitantes se habían organizado.Prueba de ello es que no se registró ningúnmuerto, apenas algunos heridos leves,quemados, más por tardanza en salir de suscasas acarreando lo que podían de sus bienesque por otra cosa.

Llegó la noche y los que se habíanquedado sin hogar, moradores de más decuatrocientas casas, se fueron acomodando enlos conventos y las iglesias. Aún el color rojocontinuó iluminando el cielo, con siluetasrecortadas de edificios entre las quepermanecía en pie, ennegrecido, el muro de

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carga pétreo sobre el cual se construía, enmadera, el resto de la casa. Solo algunasfachadas importantes estaban construidas enpiedra, pero el techo de todas era de tablones.Por detrás, la parte privada de los edificiosdaba a un pequeño jardín al borde de un ríocanalizado, el Binnedieze. Por ahí llegaban lasmercancías, en pequeñas lanchas, a loscomerciantes de s'Hertogenbosch. Esoscanales fueron también muy útiles pararefrescar las casas. Jeroen pasó aquellos díasoyendo cómo su familia y vecinos, todo elpueblo, se lamentaba por la desgracia: «¡Oh,Den Bosch calcinado, ahora vas a sufrirdurante muchos días!».

Poco a poco la población regresó a lanormalidad, mientras los afectados visitabanlas ruinas aún humeantes de sus casas, entrelas que, de pronto, aparecía algún objetosalvado milagrosamente. La parte central delretablo de la Cofradía de Nuestra Señora sequemó en el taller del escultor donde estabasiendo restaurada, junto con otras tablas ypiezas.

Varias semanas se tardó en despejar lossolares donde se comenzaría de nuevo aconstruir. A partir de entonces, según unacuerdo del Ayuntamiento, cuyo edificio habíaardido, se subvencionaría la construcción conladrillo y piedra, techos de pizarra, tejas u otroelemento no inflamable, la madera desterrada

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dentro. Ese fue el comienzo de la renovaciónde las fachadas de las casas, aunque en suinmensa mayoría, el interior quedó intacto.

Además de en algunas crónicas, el incendioquedó impreso en las mentes de los habitantesdel Bosque Ducal, entre ellos Jeroen. Durantemuchas noches soñó con aquellos paisajesnocturnos iluminados por el fuego, con siluetashumanas danzando delante de las llamas,recortadas en un cielo rojo y naranja en el queflotaban las pavesas, visión que debía decorresponder con el averno, según le habíanenseñado en casa, la iglesia y la escuela.Sueños que se repitieron a lo largo de su vida.

Jeroen ya había visto la cara del infierno.

* Intenté informarme sobre Santiago

Mainger. Pero nadie, en los medios sindicales,sabía mucho de él. Obtuve alguna informaciónmás en el mundo de los marchantes de arte.Un empleado de Ferretier con el que teníaalguna confianza de francachelas pasadas mecontó que era uno de los coleccionistas másfamosos de Europa, pero pocas veces salía a laluz. Siempre en la sombra, se había idohaciendo con una fabulosa colección. Obteníasus fondos del mundo de los diamantes y las

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altas finanzas, donde se movía bien. Se decíaque tenía relaciones con la industria y joyeríaalemanas, además de las francesas ybritánicas, y que en ocasiones había donadosumas de dinero a causas sociales. Decían quepor mala conciencia u otros motivos espurios.

Era un hombre extraño, aunque eso sí,muy discreto. Apenas se le conocían otrasaficiones que el arte o la música y no hacíaostentación de su más que segura y fabulosafortuna. No me daba buen pálpito. Estabadispuesto a rehusar su oferta, por más quefuera tentadora.

En aquel momento, a través de una cartade la Cruz Roja, supe de la muerte de mimadre. Aunque mi hermana me contaba que elsuceso había sido repentino, un derramecerebral, yo intuía que tras la derrota habíalanguidecido de tristeza. Tristeza de ver a suhijo en el exilio, penando; de ver a su hija, mihermana, limpiando y lavando casas parasobrevivir. Y tristeza de ver cómo su causa, lacausa de la República, había sucumbido, fueraya del cuadro de la historia.

Recibí la noticia como un mazazo en plenorostro. Durante un día entero estuve como ido,sin dormir, afectado por la impresión yrecordando todos los buenos momentos deElvira, mi madre, maestra rural, humanista,pilar de mi familia, su anclaje en la realidad,

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pero también, junto con mi padre, en lossueños. Me había iniciado en la vida, en el artey la belleza, en mis preocupaciones sociales;me había enseñado francés y fundamentos dealemán. Me alentó para pedir una beca, me dioánimo y apoyo en los momentos difíciles, unavez desaparecido mi padre en 1932, otromaestro, como ella, que siempre tuvo a gala laeducación en libertad de sus hijos.

Entonces acepté el encargo. Pensaba queconcentrarme en una tarea concreta meayudaría a superar la serie de fracasos en losque se estaba convirtiendo mi vida. Una tareaque tenía que ver con la belleza, con todo loque nos aleja de la muerte. El comité delsindicato me exoneró de mis obligaciones, unavez conseguido lo principal. Viajé aÁmsterdam, con Mainger, en su coche.Tardamos casi un día. Además del tráfico enlas carreteras, estuvimos detenidos una horaen un cruce esperando que pasase un convoymilitar francés hacia la línea Maginot. Aunqueoficialmente declarada la guerra a Alemaniapor parte de Gran Bretaña y Francia, lacampaña se encontraba en el este, donde latrituradora alemana pasaba por encima de lospolacos. En el frente occidental, aquella eraaún una guerra en broma, o la guerra sentada,como decían los alemanes, frases quequedaron para la historia de los comienzos delgran conflicto mundial. Veía a los soldados

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franceses, con sus flamantes uniformes. Yointuía que no resistirían un asalto de losalemanes. En aquel momento expresar aquellaconvicción podía ser mal interpretado, yaunque estaba seguro de que Mainger loentendería, preferí callarme. Pero mi rostrodebía de estar hablando por mí.

—¿Cree que aguantarán? ¿Resistiráncuando Alemania se decida a atacar? —preguntó él.

—Me gustaría pensar que sí, pero lo dudo.A pesar de ser el enemigo de guerrasanteriores, no saben a quién se estánenfrentando. Los alemanes los arrollarán encuanto se lo propongan.

—El Gobierno francés y sus mandosmilitares confían mucho en su famosa líneaMaginot.

—No conozco esas defensas, pero me temoque no servirán de nada.

—De momento vamos hacia un paísneutral, Holanda.

—Usted sabe tan bien como yo que no hayya ningún país neutral.

—Lo sé, monsieur Díaz. En lo que serefiere a Holanda, esa es una sensación quetenemos muchos. Aunque ellos crean locontrario.

—La verdad es que sé pocas cosas de los

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holandeses.—Le ilustraré un poco. El país tiene un

gran sentimiento de unidad nacional, forjado,precisamente, en la lucha de independenciacontra los españoles, en el siglo XVII. Losholandeses son muy fieles al poder. Como entoda Europa, también sufren pobreza y existeintranquilidad social, pero se enorgullecen desu compañía aérea, las obras de los diques, elequipo nacional de fútbol y la Casa Real.

—¿Y no se dan cuenta de lo que estápasando en el continente?

—Algunos sí, pero la mayoría están conuna venda en los ojos. La sociedad holandesase vertebra alrededor de las agrupacionespolíticas y religiosas: los liberales, losprotestantes, los católicos y los socialistas.Grupos que viven voluntariamente aisladosentre sí, como si los demás no existieran. Cadauno tiene sus propios periódicos, asociacionese, incluso, sus propias escuelas. Aunqueconozcan el peligro que amenaza desde fuera,de dictadura, guerra y persecución, losholandeses viven ensimismados. No se hanpreparado para la guerra. Esperan que, debidoa su postura neutral, como pasó en la PrimeraGuerra Mundial, la amenaza pase de largo y nolos toque. Por eso es tan importante no perderun minuto. En la vida hay que adelantarse alos acontecimientos.

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En aquel viaje nos encontramos con lascompañías de trabajo, donde estabanenrolados algunos de los republicanosespañoles que habían salido de los campos,como otros en los batallones de marcha de lalegión extranjera. Yo los veía desfilando por lacarretera, con picos y palas, fumando colillas;reconocía en aquellos gestos y aquellas caras acompañeros de derrota, seres que buscaban sulugar en aquel tiempo incierto y en aquellaEuropa cuya sacudida se temía tanto como sepresagiaba.

Le pregunté por la obra por copiar. Peroaquel hombre sabía ser misterioso cuandoquería.

—Ya falta poco. Prefiero que contempleusted el cuadro por sí mismo. Cualquierdescripción sería subjetiva y le predispondría afavor o en contra del trabajo. Permítame esasorpresa. La paciencia, ya lo sabe usted, esuna de las virtudes de un buen copista.

En todo el recorrido, Santiago Maingerapenas bebió agua. Y, sin embargo, habíaembutidos, fruta, quesos y hasta vino para míy el chófer. Pasamos la frontera francesa, labelga y la holandesa, y en todos los guardiasadvertí tensión y preocupación, tal vez miedo.Había ya algo pesado en el ambiente. Lomismo sentí cuando la rebelión militar de juliodel 36 en España. Yo y muchos más. Todos

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sabíamos que algo iba a pasar; el cielo estabapreñado de malos augurios.

—¿Qué sucederá si Alemania invadeFrancia?

—Estoy tomando mis medidas, monsieurDíaz. Pero trasladar los negocios y las obras dearte requiere su tiempo. De momento hecerrado mi casa de París. Llevo las copias paradarles el tratamiento de envejecimiento.

Ya en las proximidades de Ámsterdam,alcancé a ver un cartel amenazante. Conestética fascista, se destacaba una frase sobreimágenes de huelgas y muertos.

—Lo que dice en ese cartel es «Lademocracia es caos» —informó Mainger,sensible a mi sorpresa—. Es del NSB, unpequeño partido nazi holandés. Ese cáncer quecrece por Europa ha calado también aquí entreun sector de la población. Debe ser discreto entodo momento y no revelar a nadie su trabajo.

En Ámsterdam, la mansión estaba en elcanal Herengracht, el canal de los Señores,una zona residencial de parcelas amplias ycasas elegantes, muy cerca de una antigua yhermosa casa llamada Bartolotti. Cuandollegamos, le expresé a Mainger mi interés envisitar la ciudad. No le dije, aunque es posibleque lo adivinara, que mi propósito eracontactar con sindicatos afines y preparar miviaje en barco desde Ámsterdam hacia

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América cuando acabara el encargo.—Tendrá sus momentos libres, aunque

debe concentrarse en su labor. Cuanto anteshaga su trabajo, mejor. Tome este sobre conun anticipo. En la casa le servirán la comida,tendrá una habitación para usted y cuandoquiera visitar la ciudad, dígaselo a Bruno, elchófer, que le llevará encantado y le devolveráa la casa sin problemas. Incluso creo queconoce algunos cafés con ambiente intelectual.Yo vendré a verle cuando me dejen misobligaciones. Tengo que salir de viaje muypronto.

Un rato después de haberme duchado,aseado y cambiado —mi anfitrión tuvo ladelicadeza de regalarme ropa de trabajo y decalle— acudí al salón principal. Allí meesperaba Mainger con una cena opípara que,por supuesto, solo degusté yo. Él dijo que yahabía cenado.

—Soy muy frugal. Y vegetariano. No debeextrañarle a usted. Muchos anarquistas sonnaturistas, vegetarianos y partidarios de lamedicina natural. Esa es otra cosa que nosune, a pesar de su escepticismo.

Cuando hube dado cuenta de aquellosdeliciosos manjares —sopa de verduras,pescado, patatas, buen vino—, Mainger selevantó y me invitó a acompañarlo.

—Es el momento para conocer su obra, la

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que copiará. Supongo que quiere saberlocuanto antes.

No me defraudó. El mago Mainger me llevóa una gran sala, una galería de delicadas obrasmaestras, como las que tenía en París. En uncaballete reposaba una copia reciéncomenzada de un cuadro de Cranach y enotro, un poco más alejado, dos cortesanasgrotescas de Quentin Massys tentando a uneremita.

—Los pintores fueron movilizados. Nopudieron terminar el trabajo. Pero esas obrasahora no importan tanto.

En el fondo, en un marco de viejosdorados, iluminada con delicadeza por doslámparas laterales, apareció la tabla que meestaba destinada. Era la parte central de untríptico de El Bosco. Un título sobre el marco,en latín, informaba de que aquella maravilla setitulaba Jonás y la ballena.

Al contemplarlo, tuve la sensación depenetrar en el túnel del tiempo. Vi la tablacomo si acabara de ser pintada y de la salahubiera salido un minuto antes el pintorholandés para dejarla secar: aún gravitaba supresencia en la habitación, el olor de los óleos,de los pigmentos que cada maestro debíapreparar con fórmulas únicas, mezcla deminerales y arcillas molidas y combinadas conaceites de lino. En la habitación de madera,

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frente a las vidrieras, en el gran caballete,brillante y oloroso, destacaba la figura deJonás en un primer plano, a la izquierda. Laimagen del profeta se parecía a la de losermitaños que el maestro había pintado variasveces: aquellas series de San Antonio o SanJerónimo, el príncipe de los santos eremitas, alque debía su propio nombre. Jonás y la ballenaeran como el ermitaño y su cueva.

De hecho, el interior del animal marinoalbergaba cuevas donde oraban ermitaños,tumbas con escaleras y pasajes angostos conextrañas luces y reflejos. Se podría decir quela escena tenía algo de cementerio marino yterrestre. El fondo era sombrío, azul oscuro,como correspondía al interior del gigantescocetáceo que lo había engullido. Un cetáceoque, a juzgar por varios detalles, parecíamuerto. Otra sensación de irrealidad proveníade la perspectiva de esos descarnadoscostillares, rotos en alguna parte de la bóveda,sobre los que asomaba un cielo azul y en elque volaban algunos pájaros. Jonás mirabahacia esos agujeros en la piel del animal quedejaban pasar la luz.

Las cárceles que ponemos a nuestroespíritu son siempre interiores, parecía ser elmensaje, o al menos es lo que me sugirió. Amenudo las primeras asociaciones son lascerteras, sobre todo con los cuadros. Pero paraeso hay que tener ojo pintor.

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En el interior de la ballena, hacia el fondoderecho de la perspectiva, se veía untremendo maremágnum de barcosdestrozados, engullidos por el monstruomarino, que mostraban en espantosaconfusión tesoros y riquezas mezclados concuerpos de ahogados, esqueletos y calaverasfrescas que devoraban los peces, tambiénprisioneros en aquella umbría. Era otra de lasmetáforas: los peces, condenados a serdeglutidos por el más grande, devoraban aotros más pequeños antes de su inevitable fin.En ese ambiente cerrado, enclave diminutocuyo límite era el armazón óseo de la ballena,no existía referencia de mundos exteriores.Algo de ese desconcierto, de esa ignorancia,parecía envolver a las criaturas que poblabanla extraña pecera y que ya habían olvidadoque un remoto día llegaron desde los espaciosexternos, desde un mar que, en comparacióncon el que existía en el estómago del cetáceo,era infinito. Ese mar interior, sometidotambién a los flujos de las mareas, se agitabaa los pies de Jonás, que reposaba sobre untonel de madera, en una pequeña playa dentrodel cuerpo del gigantesco mamífero marino.

En la piel de la ballena había incrustadas,como protuberancias, piedras preciosas, vetasde oro y plata, aspectos que recordaban elinterior de una mina. De nada sirven lasriquezas ni los tesoros de los barcos hundidos

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sin poder salir de la ballena, sin poderutilizarlos, viviendo dentro de un monstruo queen realidad es uno mismo, parecía pensar elprofeta, sin saber que al final el mamíferomarino lo expulsaría.

Naturalmente no faltaban las referenciasbíblicas, y toda la historia de Jonás estabacontada. En la esquina izquierda, como unperegrino, se veía al profeta subirse al navíoque le llevaría a Tarsis. Hacia allí se habíaembarcado para huir de su misión: predicar enNínive, ciudad que consideraba corrupta yenemiga de Dios. Una tormenta descomunal secernía sobre el barco. Mientras Jonás dormía,los marineros rezaban a sus diversos dioses,pero las olas seguían siendo enormes y unviento y una lluvia feroces barrían la cubierta.Desesperados, después de arrojar toda lacarga por la borda, los marineros despertarona Jonás y le rogaron que rezara a su Dios. Elprofeta se percató de la cólera divina, explicó alos atribulados marinos que él tenía la culpapor desobedecer los mandatos de Yahvé y quedebían arrojarlo al mar. Los marinerosacababan lanzándolo a las aguas para que secalmaran, tal y como él les había indicado. Porla borda salían también extrañas mercancíascon patas, alas, espinas y púas. Algunosmonstruos aleteaban entre las olas y seapreciaba la presencia de una enorme bocacon dientes que sobresalía, el gran animal que

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tragaría al rebelde.En la derecha de la tabla, con tonos grises,

se mostraba la expulsión de Jonás en la arenade la costa. El profeta llevaba tras de sí, comoun manto, una red en la que se veíancrustáceos híbridos junto con otras criaturas:cangrejos araña, serpientes con lengua,conchas de cristal, caracoles de estructuralaberíntica. A lo lejos esperaba una Nínivesospechosamente parecida a una ciudadbrabanzona, aunque en esta ocasión sevislumbrara en lo alto de una colina conmurallas imposibles, tejados con medias lunas,argollas y cadenas.

Se apreciaba también una imagen enúltimo término, la higuera que proporcionabasombra al profeta y que Dios secó, en otralección al intolerante que ansiaba ladestrucción de los enemigos de Israel y suDios.

Había algo más. Algo que no se percibía asimple vista, y que tardé tiempo en notar.Sobre el manto de Jonás, en los nombresescritos en la popa de los barcos, enredadosen los arabescos de las piedras preciosas,dibujados en los libros que aparecían en unade las cuevas, figuraban signos alquímicos,cabalísticos, siguiendo un orden extraño o talvez hermético.

Fue Mainger el que me ilustró sobre los

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pormenores de la historia de Jonás, que yoconocía de la escuela. La tabla tenía unaincreíble fuerza. Era tan impactante quedurante un buen rato no pude articularpalabra. La repasaba con la mirada, apreciabaen cada centímetro un nuevo pormenor, meechaba para atrás, volvía al detalle. Unasensación a flor de piel había brotado. Como siaquel cuadro encerrara un secreto. Un enigmapara iniciados. Los pelos se me erizaron.

—¿Qué le parece?—Algo grande. Ni siquiera sabía que

existiera este cuadro de El Bosco.—Ni usted ni el mundo. No se tenía

ninguna referencia del cuadro, salvo el título,ni se conservaba ninguna copia o grabado. Supropietario, un joyero de Múnich, la heredó desu familia, pero no conoce los orígenes. Tengoespecial interés en esta tabla por variasrazones. Le parecerá una tontería, pero a lasobras del maestro las persigue el fuego. Lamayoría de las que se perdieron han sidodevoradas por las llamas. Guerras de religiónen Brabante, incendios en El Escorial, en elAlcázar de los reyes en Madrid... algo pareceatraer hacia el infierno a las tablas de ElBosco. De algunas, solo se posee un grabado ouna copia.

—De esta tendremos una copia. Empezarémañana mismo.

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Jonás parecía mirarme desde la tabla. Porun momento, sentí algo indefinible. Entoncespensé que no debía pintar ese cuadro. Algo,esa intuición que me había ayudado siempreen los peligros, me decía que mi vidacambiaría por completo. Pero hay momentosen la existencia en los que, a pesar de temerque nuestros actos nos acarrearán gravesconsecuencias, nos lanzamos a ellos —fatalismo y curiosidad, mezcla poderosa— conel sentimiento de que son inevitables.

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Capítulo II

El demonio del mediodía

El mal du siècle era unmal inevitable, de hecho,podemos presumir concierto orgullo quetenemos derecho anuestra acidia. Paranosotros no es un pecadoo un padecimiento dehipocondríacos, es unestado mental que eldestino nos ha impuesto.

Aldous Huxley,

En el margen.

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E nsoñación, delirio que no acababa deespantarse. Eso sentía al enfrentarse a los

cuadros de El Bosco. Como el ánimo de unviajero que, tras las fatigas de un esforzadocamino, llegara ante la fachada de un palacioque se cierra sin darle tiempo a contemplar lariqueza del interior del edificio. Al igual que sihubiera hallado el mapa de un viejo bucaneroen un baúl perdido del desván. Podría pasartoda la vida intentando descifrarlo, sabercuáles eran las señales verdaderas entre laspistas falsas para llegar hasta el tesoroenterrado en la isla encantada. Nunca sabría siel mapa lo conduciría a la fortuna, o si todo enrealidad era un guiño travieso que alguien conun pincel en la mano hizo una vez a lahumanidad y a la historia. En ese caso,chapeau, Hieronymus van Aeken, desobrenombre El Bosco, viejo zorro, pirata ferozde la existencia, despiadado corsario de lavida, temible filibustero de los sueños...

Estos pensamientos pululaban por lamente de Javier Carreño, doctor en artemedieval, experto y estudioso de los primitivospintores flamencos y especialista enHieronymus Bosch. Javier era delgado yfibroso, con frente despejada y entradas másque notables, y ofrecía, un aspecto de

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distraído profesor universitario, a pesar de susgafas de diseño. Como muchos días desde quehabía sido nombrado comisario de laexposición El Bosco y su tiempo, reflejos de unvisionario, se encontraba en la primera plantadel Museo del Prado, en la sección dedicada ala pintura flamenca, unos minutos antes de laapertura. En la sala se hallan —además decuadros de Patinir y El triunfo de la muerte, dePieter Brueghel— varias de las joyas de uno delos pintores más enigmáticos de todas lasépocas. Inventario que comienza por una mesapoligonal, la de los siete pecados capitales, deEl Bosco y su taller, donde ya se aprecianmuchas de sus características principales:delicadeza de la pincelada, amor al detalle,heredado de los miniaturistas holandeses delsiglo XIV, y riqueza de símbolos.

Lo mejor, sin embargo, se encuentracolgado en las paredes. Qué duda cabe queaparte de Un ballestero, un San Antonio, Lastentaciones de San Antonio, La extracción dela piedra de la locura e incluso el tríptico de Laadoración de los Magos, las estrellasprincipales son El jardín de las delicias y Elcarro de heno.

Como en todos los grandes museos, existeuna hora mágica para llegar a estas salas.Algunos asiduos conocen esos momentos y losbuscan en las primeras horas del día. Esentonces una contemplación casi secreta,

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antes de que, en la lejanía, un sonido difuso depisadas y voces rompa el silencio de lasgalerías. Acuden a contemplar sus cuadros yensayan diversas perspectivas, ángulosdiferentes para ver y apreciar lo mismo desdehace años. Son los boscomaníacos.

TRÍPTICO ABIERTO: Jardín de las delicias,también llamada «La pintura delmadroño», flanqueada por el paraísoterrenal y el infierno, llamado El infiernodel músico.

TRÍPTICO CERRADO: Creación del mundo(grisalla), acompañada de unainscripción: Ipse dixit et facta sunt, Ipsemandavit et creata sunt (Él lo dijo, y todofue hecho. Él lo mandó, y todo fuecreado). Salmo XXXIII, 9.

PANEL CENTRAL: 220 x 195 cm. Pinturasobre tabla, no firmada.

Sobre el tríptico, unos focos iluminan el

espacio cercano con una luz cálida. Delante, ungrueso cordón rojo, colocado a algo más de unmetro, señala la distancia mínima de

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observación. En esa hora especial, tan solo elvigilante sostiene fugazmente la mirada deJavier Carreño. Tiene suerte. Antes de quellegue el público madrugador, dispondrá detiempo suficiente para mirar a su antojo lasdos tablas laterales del tríptico, las quecerradas componen la figura del vagabundo odel loco errante.

Javier Carreño se sentía bien en losmuseos, en especial cuando estaban desiertos.En las grandes salas con los cuadros deVelázquez y Goya, los flamencos o lositalianos, lo embargaba una sensación detransitar un lugar entrañable, como si deviejos amigos, que no necesitan frecuentarse amenudo, se tratara. Eso sí, desde siempre, supreferencia se la llevaba Hieronymus, elmaestro de las llaves en la paleta, algo que ibaparejo a su descubrimiento personal yprogresivo, al desconcierto final que leproducía siempre el enigmático pintor,peregrino, caminante, alquimista, mago,embaucador, echador de cartas, suma dearcanos, o arcano en continua evolución: erauna curiosa simbiosis de sedentario y deholandés errante.

La visita matinal a la sala de El Bosco, la56 A, era todo un ritual que practicaba amenudo. Allí, en esa sala, frente a aquellascreaciones herméticas, recargaba sus baterías,se serenaba. Donde otros hubieran encontrado

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pesadillas y monstruos absurdos, élencontraba alegorías sobre la condiciónhumana. Alegorías que le eran tan familiarescomo sus desasosiegos, sus descuadres con lavida y con la gente.

Una exposición como aquella exigía añosde preparación y el comisario encargadoapenas había comenzado a bosquejarla pocoantes de morir en un desgraciado accidente decirculación. Para sustituirlo, entre tresaspirantes, se había impuesto su candidatura,a pesar de algunas reticencias que proveníande las altas esferas, fruto de sus pésimasrelaciones públicas. Como demostraban suimpecable expediente académico, suspublicaciones y sus contactos en los museoseuropeos, Javier Carreño era un pope en losuyo. Por eso, tenía enemigos que lereprochaban su presunción y suficiencia,consecuencia tal vez de haber descollado jovenen un terreno en el que las canas eran algomás que un grado. Resquemores que nohabían remitido a pesar de sus cuarenta y seisaños. Era considerado un hombre brillante, conbuena prosa, intuición para la crítica y grancapacidad de trabajo. Asistía a congresos ypronunciaba conferencias, publicaba estudios,sesudos libros de investigación y otros, máslivianos, de divulgación. Carreño pensaba queaquella fama —que desde luego no pasaba delos ambientes académicos y museísticos— era

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merecida. Se la había ganado a pulso, lo cualoriginaba la natural envidia entre varios de suscolegas, vicio nacional al que él respondía conuna orgullosa petulancia.

Conocía personalmente a varios de losdirectores de los museos que tenían obras deEl Bosco, y a todos los especialistasinternacionales en su figura. Era curioso, que apesar de poseer el Prado el mayor número deobras de El Bosco y de mayor calidad, losespecialistas en la pintura del genial holandésfueran en su mayoría extranjeros.

Aunque pudiera parecer lo contrario, enaquel terreno el navajeo, la puñalada trapera,estaba a la orden del día. El ámbito del arte enel que se movía estaba envenenado demaledicencia, ya que concitaba algo tan etéreocomo la belleza y el canon estético, doselementos que lo hacían vulnerable a todo tipode maniobras del ego y el dinero. No existíamucha diferencia con los individuos retratadosen aquel tríptico, aquella masa informe que seapiñaba detrás de los príncipes y obispos,rodeándolos, peleando por servirlos, porarrancar su parte de heno; otros, mezcladoscon diablos, criaturas infernales, convertidosen parte en las hordas malignas, mitad peces,puercoespines, ratas, venados, fieras,transparentando su pecado y sus apetenciasen esas caras bestiales y alucinadas.

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Tríptico abierto: El carro de heno, flanqueadopor el paraíso terrenal y el infierno.Tríptico cerrado: El vagabundo o El locoerrante.

Óleo sobre tabla. Tabla central, 136 x 100 cm.Tablas laterales, 136 x 48 cm. Firmado:Hieronymus Bosch, abajo a la izquierda.

Todo eso apreciaba Javier Carreño en

aquella sala que ahora registraba la visita deuna elegante y fina joven oriental queacarreaba un caballete, un lienzo y bártulos decopista. La pintora iba acompañada de unempleado del museo que le señaló el lugardonde podía emplazarse, dejando espacio paralos visitantes. De vez en cuando, el Pradoautorizaba la copia de alguna obra, siempreque el pintor tuviese un buen currículumprofesional. Pero aunque aquella joven erarealmente atractiva —delgada, de miradaprofunda, con una media sonrisa queiluminaba una cara morena—, apenas distrajoal comisario de sus meditaciones sobre laabsurda realidad en la que vivía, fruto de esebombardeo de imágenes, de esos cuadros queparecían mil, trucos de un pintor

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prestidigitador.

*

Ensayar, repetir el gesto del echador

de cartas: manejar hábilmente los dedos,

tan rápidos, tan veloces como la mente: dar

la vuelta al naipe, una vez barajado,

cortado, elegido, repartido: enseñarlo al

jugador con una ambigua sonrisa en los

labios, la misma que ondea impávida en la

cara para el público que mira, que se

arracima, que de vez en cuando pierde el

interés y se va: el ademán, siempre el

mismo, y sin embargo distinto el enigma

indescifrable del sino que aguarda: la carta

que espera, solitaria, única, mágica, en

medio de la mesa. Oh, sí, repetir el gesto

observado en el mercado de la ciudad,

espectador interesado, cómplice no deseado

del tahúr que entiende sus juegos e

instrumentos sobre la mesa. Escudado

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entre el público, sabiendo lo que tarde o

temprano va a pasar: contemplando cómo

un compinche roba la cartera del atocinado

burgués que se asombra ante la actuación

del fingido mago, que sonríe socarrón al

tiempo que saca un sapo de la boca del

burlado. Mirón incorregible, estudioso de

la estulticia humana; repetir, ensayar el

ademán del echador de naipes, de los

adivinadores de futuro, peregrinos de feria

en feria. Volver siempre a empezar la

partida infinita de la vida a través de siglos

y siglos, como el Loco, siempre en

movimiento; conseguir esa mirada ante el

mundo, entender, como el mago o el

echador de cartas, los colores en la paleta e

ir mezclándolos, sumergiéndose en el rito;

manejar hábilmente el pincel, tan rápido,

tan veloz como la mente disparada; ocultar

el arcano, pintándolo boca abajo, enseñando

el envés de las hojas, árbol de un bosque

entero de símbolos; trabajar hacia el

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público, mímica cansina del echador de

cartas, siempre de cara a los demás,

siempre ocultando algo, la esencia suprema,

el acertijo sublime del destino, con una

ambigua sonrisa en los labios; así yo,

Hieronymus van Aeken, pintor de la

naturaleza humana; así yo, Joen, Jeroen,

conocido como El Bosco, abridor de

puertas, creador de ventanas. Asíyo,

echador sempiterno de cartas.

* Desde joven, antes aún de ser un

estudiante de Historia del Arte, le había atraídoaquella figura fronteriza y transgresora, artistareligioso solo en apariencia. El pintorencarnaba toda una misión, un destino que enel fondo había sido el mismo que el de otrosartistas a lo largo del tiempo: la necesidad deexpresar, por medio de la pintura, el profundodesconcierto del hombre ante su naturaleza,ante su esencia contradictoria.

El pintor era algo más que un hombremedieval, de fin de época, con los elementos

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que madurarían ya en la siguiente. Olfateabanuevos tiempos, un nuevo período en que elhombre dejaría de pensar en el más allá paraocuparse de lo que tenía a su alrededor, lanaturaleza, la belleza, el propio ser humanoque se convertía en protagonista. Medieval erala búsqueda del Santo Grial, tradición de viajesantiguos como el de Jasón y sus argonautas enbusca del vellocino de oro, así como laalquimia y el tarot, un diccionario de símboloscon un sentido y un fin claro: la perfecciónespiritual—corporal del hombre, su equilibrioentre el universo y el mundo que lo rodeaba.

Necesitaba una clave, una pista quepudiera encontrarse en alguno de los cuadrosde El Bosco y que iluminara sus pasos. En lasúltimas semanas, mezcladas con algunasvisiones bosquianas —producto de la obsesiónpor su trabajo—, había soñado en variasocasiones con su padre, muerto hacía un año.Tras el impacto que provoca en cualquier serhumano la muerte de uno de sus progenitores,Javier creía haber superado y asimilado lapérdida, que se sumaba a la de su madre,consumada cinco años atrás. Hay que dejarque las almas puedan iniciar su camino haciala liberación, si es que existe, y el recordarlascontinuamente no ayuda a ese tránsito aregiones etéreas. Eso pensaba, pero sussueños parecían decir lo contrario. No seconformaba con la pérdida, a lo que se añadía

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la certeza inapelable de pasar a ser el primeroen la lista.

Se sentía inmerso en un estado por el queno había pasado nunca, y que definía comoperplejidad asombrada. Era un cuadro clínico:inquietud, intranquilidad, pesadez del cuerpo,somnolencia y a la vez insomnio, imposibilidadde prestar atención, fastidio...

Estaba atascado. La bomba de relojeríaque había supuesto la muerte de su padre lehabía hecho bloquearse en una especie depasividad suicida. En el fondo, ese temor de lamuerte en el que se regodeaba, buitreplaneando sobre la presa, sacaba a la luz unacrisis más profunda. Su soledad. Todas susrelaciones sentimentales habían fracasado.Algo de ese sustrato profundo le unía con elpintor, ser paradójico. Por un lado no podíadesprenderse del influjo de la muerte, con susjuicios finales, sus consecuencias trágicas;pero por otro eran infiernos literarios,artísticos, algo absurdos, irrisorios. Veía en elpintor un deje irónico donde se acomodababien su propio carácter.

Con la llegada de la madurez, Javier sentíala soledad de forma más aguda. «No muerassolo, hijo mío», le había dicho su padre díasantes de su tránsito. «Nadie merece morirsolo. En el instante más importante de la vidahay que tener una mirada y una mano amiga

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cerca, despedirse del mundo a través de losojos de alguno de los que se quedan».

Aquella frase de su padre era consecuenciade la última separación de su vástago. Laruptura con su pareja y la larga enfermedad desu progenitor habían sucedido casi a la vez.Entre infartos cardíacos y cerebrales, se fuemuriendo a trozos, cada vez más mermado,más flaco y ausente, alcanzado ya por lapalidez de la parca. Pero la muerte no paróahí. Un mes después le llegó otra trágicanoticia. Elisa, su ex pareja, se había suicidado.¿Por qué lo había hecho? Era imposible saberloa ciencia cierta, pero la noticia no lesorprendió. Ya lo había intentado hacía tiempo,cuando vivían juntos, tras una bronca porcelos. Una noche, de madrugada, Javier llegó asu casa después de pasar unas horas con unaantigua amante. Ella dormía y él se metió en lacama. Solo después de un rato, sintió losespasmos de su compañera. Con aquellaspatadas y movimientos bruscos, supo que algono marchaba como debía. Más al comprobarque sus esfuerzos por despertarla eraninútiles. En seguida, convencido de que sehabía tomado algo, aunque no aparecieran laspastillas —más tarde localizó el frasco en labasura, en el fondo del cubo, escondido—,llamó a una ambulancia que la trasladó alhospital. Una hora más y hubiera sidoirreversible, le dijeron los médicos de

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Urgencias, que procedieron a un lavado deestómago y a la administración de suero porvía intravenosa. Durante casi dos días estuvovelando su lecho, en la sección de Psiquiatría,donde además de a los suicidas, llevaban aenfermos mentales con fuertes crisis. Deaquella experiencia, donde vio la agonía de unpaciente y golpearse hasta la desesperación aotro, le quedó la decisión inquebrantable desepararse en cuanto pudiera de Elisa, a pesarde que ella, en los momentos de lucidez,cuando abría los ojos, le miraba de formadulce, intentando que la perdonase.

Él sabía que ella era inestable, contendencias autodestructivas, pero siempre lequedó una sensación de culpabilidad, de habercontribuido de alguna manera, con laseparación, a aquel desenlace. A él y a lafamilia de Elisa, que en la ceremonia deincineración le trataron con distancia y lejanía,casi como un enemigo.

Se daba cuenta de que, en mitad de lavida, estaba solo. Tenía su arte, pero eso noconsolaba, como no consuela nunca laprofesión cuando no late la vida alrededor. Sien otras ocasiones era una sensación amiga,ahora la soledad tenía un carácter más frío,desolador. No anidaba en el sustrato racional,sino en otro más intuitivo: para huir de elladebía hacer muchas cosas, de manera que elreloj se detuviera o al menos avanzara menos

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rápido. Y sin embargo, era incapaz dehacerlas. No servían de nada carreras,publicaciones, exposiciones, triunfosprofesionales. Tampoco las mujeres con lasque se había encontrado y compartido un trozode camino parecían conjurar ese transcurrir. Alfinal, cada fracaso se convertía en una losa,lastre emocional, cicatriz del alma.

Lo único que lo consolaba un poco era lamúsica. Comenzaba a preocuparse cuandodescubría que durante noches y días, en lasoledad de su piso, solo oía blues. ChampionJack Dupree, su favorito, pero también T. B.Walker, Willie Dixon, B. B. King, el ProfesorLonghair, Lightnin' Hopkins... Aquellos negroseran impecables arrastrando su puramelancolía matemática a ritmo cuatro porcuatro, algo que él no podía hacer. Así que latristeza se instalaba en su carácter tranquilo ysus largos tentáculos lo tintaban todo, filtrovioleta que teñía sus largos días.

Fue cuando consultaba un texto sobre elmayor coleccionista de El Bosco de todos lostiempos, Felipe II, cuando se topó con eltérmino. Los holandeses definían al monarcaespañol como el «demonio del mediodía».Intentó averiguar algo más de la expresión yse encontró con otra acepción, algo que habíaleído y olvidado hacía mucho y que ahora, alemerger de pronto, le dejó helado. Se llamaba«demonio del mediodía» a la crisis de

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personalidad que muchos hombresexperimentaban alrededor de los cincuentaaños. Eran fecha y época en las que lesbrotaba un deseo juvenil, sensación que creíanperdida y sepultada a lo largo de los años,necesidad de cambio, de algo nuevo, que lesdevolviera la ilusión por vivir. Cumplidos yadeberes profesionales o familiares, enredadossin emoción en la rutina y la puntualidad,reglados sus descansos y responsabilidades,exiliada la emoción y cargados los hombros,sentían que había que dar un giro a suexistencia y ocuparse de hacer aquellas cosasque habían postergado a lo largo de los años.

Querían apurar la copa de la vida antes deque el último átomo de juventud abandonarael cuerpo que empezaba a declinar. El demoniodel mediodía se citaba en las SagradasEscritura, en el Salmo 90: «No temerás elterror nocturno ni la saeta que vuela de día, nila maquinación fraguada en las tinieblas, ni eldemonio meridiano». Era certera la definición,escolástica pura. El demonio atacaba a loshumanos, virtuosos o no, a la mitad de lajornada de la vida, llenaba el corazón decansancio y tedio, nostalgia del siglo que seconcretaba en aversión y rechazo a los lugaresen los que se desenvolvían. Era demonio sutily huidizo, que hacía suspirar por el relajo, porotros sitios menos trabajosos, por amoresúltimos, por carnalidades imposibles,

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anhelando juventud y ansias, ilusión y fuerzas,latidos de otras fechas y otros espacios, libreel corazón y el cuerpo, estrenada la vida.

Seguramente tenía ese demonio metido enel cuerpo. El resultado era que llevaba tressemanas de retraso en la entrega del plan dela exposición, la relación de cuadros propios ylos préstamos, el calendario, la campaña decomunicación, el avance de los textos delcatálogo. Todo lo que escribía se quedaba enel primer folio, en el primer párrafo, incapaz desuperar el bloqueo. Uno no sabe cuándo lleganlas crisis de la vida. Arriban de pronto, comoun mal viento, y se quedan en el corazón,helando el alma y quitando el sentido a lascosas, la razón a los esfuerzos. Cada uno luchacomo puede para salir del hoyo, y si esinteligente y su propia inteligencia no le ponedemasiadas trampas, se agarra a una tabla desalvación para salir. Solo que el trabajo, laválvula de escape que normalmentefuncionaba, ahora no servía de mucho, ya queponía la crisis encima de la mesa, descarnadasíntesis de un fenómeno que acontecía al serhumano desde hacía cientos de años.

¿Cómo no se había dado cuenta? Figurabaen la tabla de los pecados capitales, esa mesaque estuvo colgada en las paredes de la alcobade Felipe II, como un mandala de meditación.Los hombres de la Iglesia Católica quehablaron de él por primera vez, lo llamaron

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acidia y lo incluyeron en la lista de los pecadoscapitales. Pablo de Tarso contaba que los quehabían pecado por acidia encontraban sumorada eterna en el quinto círculo del infierno.Allí se los sumergía en la misma ciénaga negraque a los coléricos y sus lamentos y vocesburbujeaban en la superficie. Con el tiempo, yel resumir de complejidades que afectaban alalma, quizá el mismo definidor afectado deacidia, comenzó a llamarse «pereza», cambiode denominación nada acertado, por lo simple.En la sombra quedaron ocultos algunosaspectos de la acidia, como ese afán de hablarde Dios, incapaz de fundirse con la divinidad,perdida la búsqueda de lo absoluto envericuetos y dilaciones.

Estaba en juego su profesionalidad: eldirector del museo lo apremiaba desde hacíasemanas con veladas advertencias.

No podía quitarse ahora de en medio yargumentar depresión. Tenía que terminar suproyecto, y la tarea se le antojaba pormomentos imposible. Confiaba en el esfuerzodel último instante. Además, se enfrentaba aun dilema: necesitaba una idea brillante o mástiempo. O abandonaba lo hecho y empezabadesde el principio, de una forma mástradicional, o seguía hasta el final con todas lasconsecuencias.

Su tesis era atrevida: El Bosco tenía esas

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visiones desde la infancia, había nacido conese don, lo que le había hecho distinto paratoda la vida, al no poder interpretar, salvo enclave religiosa, lo que no era más que unfenómeno natural. Esa era la sinopsis de todoel proyecto, comenzado a escribir, eso sí, conuna literatura florida, plagada de guiñosculturales, de citas, y que pretendía resumirsaberes de la Edad Media y lo último eninterpretación de símbolos. El mapa de unterritorio aún inexplorado, difícil la orientacióny las escalas: demasiadas terras incognitasque, en el fondo, escamoteaba tras unesmerado tratamiento, ducho en leyendas ypoesía con arabescos eruditos. Era su famosaprosa evocadora, que tan buenos resultados lehabía proporcionado siempre.

Con párrafos de esa prosa, durante unosdías, había jugado a lo prodigioso: descubriren algún polvoriento y olvidado archivo lascartas que Felipe II y sus agentes semandaban en las pesquisas de la búsqueda decuadros de El Bosco. Buen argumentonovelesco, sueño de cualquier investigador;solo por imaginarlo lo hacía imposible deexistir, otra quimera: uno se encuentra siacaso esas cosas, no las busca, loteríaincreíble.

Entre los boscos que quería traer para laexposición figuraba uno no muy conocido, conescenas del infierno y del diluvio en la tabla

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central y las grisallas y con imágenes de laPasión en el reverso: La caída de los ángelesrebeldes, un óleo sobre tabla, de 69 x 35centímetros, que se hallaba en Róterdam, enel museo Boymans—Van Beuningen. A su lado,quizá como inspiración, había anotado un parde párrafos, comentarios del MalleusMaleficarum, el Martillo de las brujas de JacobSprenger y Heinrich Kramer, publicado enNúremberg en el año 1487: «Las mujeres sonlas mejores aliadas de Satán, ya que tienen elpoder mágico de causar involuntariaserecciones en el falo del hombre [...]. Hubo undefecto en la formación de la primera mujer,desde que ella fue formada de una costilla delpecho, que fue doblada en dirección contrariaa la del hombre. Desde entonces este defectole hace ser un animal imperfecto, siempreengaña [...]. Todas las brujas tienen lujuriacarnal, que en las mujeres es insaciable».

Sonrió. Un poco de lujuria medieval seríainteresante.

Pensaba que en El Bosco eran mucho másinquietantes, seductoras y atrayentes laspartes de sus trípticos que hacían alusión alinfierno, a los diablos, a los tormentos, a losplaceres de la carne, que a las planas y casitópicas ilustraciones del paraíso, de los cielosazules y divinos. En el fondo de la perspectivade La caída de los ángeles rebeldes, en elángulo superior derecho, se distinguían, una

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vez más, los incendios del pintor holandés, lassiluetas negras de edificios devorados por lasllamas, el humo oscuro, los diablos bailandosobre las ruinas o volando en el aire. Una delas tesis sobre la repetición de ese motivo enEl Bosco hacía referencia a un incendio de suciudad que contempló en su infancia y que lemarcaría para siempre: he ahí la futilidad de lavida, la destrucción de los anhelos materialesdel hombre. He ahí también la purificación porlas llamas que consumen lo mal construido, lomal asentado de la naturaleza humana. Era loque decía el arcano número XVI del tarot, laTorre.

*

Junio de 1464 La fiebre llegó después de los primeros

vómitos. Agujas hirientes taladraban suvientre, al que se agarraba en acto reflejo. Elesfínter se contrajo en doloroso espasmo y,mientras seguía vomitando, tuvo la sensaciónde que todo su cuerpo se retorcía, envuelto enmiasmas. El intestino no le respondía y unacatarata de líquido y excrementos bajó por supierna y empapó sus pantalones. Lo recorríansudores y temblores, pinchazos y calambres

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que ascendían por sus venas, sus brazos,culebrillas de dolor mordiéndole en órganos yextremidades. Por un momento se atragantócon su propio hálito, pero las toses le hicieronreaccionar. Fue entonces cuando sintió unintenso dolor de cabeza, y tuvo la certeza deque lo había tomado una fiebre ponzoñosa. Sucuerpo, joven y fuerte, luchaba contra algoque le abrasaba las entrañas. Como pudo sequitó las ropas y se arrastró hacia la cocina.Necesitaba refrescarse y bajar el calor que loconsumía. Sabía que sus movimientos eranbruscos, y que en su camino estaba derribandoutensilios y cacharros. Tal vez aquel estruendohiciera que alguien llegara en su auxilio.

Vació en su cabeza el agua de unacacerola. Aquello lo alivió momentáneamente.Sentado en el suelo, agarrándose el vientrecon una mano y sujetando el recipiente yavacío en la otra, su mirada se fijó en una luzque atravesaba la vidriera. De repente esaluminosidad, de tonos azules, invadió lahabitación. Iba lentamente cambiando decolor, e incluso las formas que le rodeabanparecían alargarse y curvarse, dotadas de vidapropia y movimiento aleatorio, como lasplantas de las marismas. Fue esa asociación laque lo llevó al mundo acuático, un mundopoblado de criaturas viscosas, nauseabundas.Comenzaba una batalla que duraría tres días yque lo marcaría para toda su existencia.

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Desde aquel momento, Jeroen solo fueconsciente de que alguien lo tomaba en brazosy, después de limpiarle, le acostaba en unacama de sábanas blancas, recostado según lacostumbre, rodeado de velas y cuadros desantos, no en vano se hacían en el taller ysiempre había una surtida reserva de cortecelestial. El primero, desde luego, San Antonio.La familia conocía bien al santo y a losenfermos que bajo su advocación seencomendaban. Eran los que sufrían el Ignissacer, el «fuego sagrado», «mal de losardientes» o «fuego de San Antonio»,epidemias típicas tras los años lluviosos.

Desde el interior de su pesadilla, Jeroenluchaba. Lo primero por dominar el vértigo enaquel viaje que había iniciado por los círculosdel infierno. Monstruos híbridos, mezcla dereptiles y aves, se movían en un escenariojamás visto, lleno de plantas que de pronto setrasformaban en tubos de vidrio y esferas decolores. Demonios de mil formas, algunos congarras y colmillos, otros con deformidadesextrañas, armados los unos con corazas ycascos, picas y raras espadas los otros,mantenían un combate entre sí, alternándolocon torturas a los condenados que se pudríanen las profundidades de la ciénaga. Cada vezque aquel líquido viscoso lo envolvía parapasar a otra región del infierno, su cuerpoexperimentaba un cambio visible. Del fuego

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pasaba al hielo, tránsito rápido que lo llevaba acastañetear los dientes y a temblar cualposeído por Satanás. Se trataba de un baileerrático, un temblor ondulante que alguien,desde el exterior, intentaba calmar echándolemantas de lana por encima, al tiempo que otrapersona realizaba sahumerios. Pero ni aquelloshumos ni otros remedios, como traer lospeces, elementos frescos, para que enfriaranel cuerpo, daban resultado. Cuando Jeroenabría los ojos un momento se encontrabahorrorizado con aquellas formas escamosasque asomaban los ojos y la boca y por allí sedeslizaba su vista y su cabeza, hacia el interiorde los peces, en aquel recorrido infernal que lollevaba a oscuros légamos, a cielos de colorimposible, a selvas donde crecían frutasexuberantes y exóticas y donde engendros dehombres y animales se entregaban aelaborados ritos, ora de cópula, ora detormento, destilando en uno y otro menesterbuena aplicación y sofisticadas maneras.

En algunos momentos la caravanafantástica parecía extrañamente flácida y feliz,y era entonces cuando se deslizaban aquelloscuerpos desnudos, aquellos amantes quegozaban acariciándose sensualmente alcompás de la música del universo, producidapor una especie de hadas—libélulas. Y Jeroenhallaba placer y paz, y hasta sentía activarsesu virilidad.

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En una de aquellas idas y venidas, aJeroen se le ocurrió que tenía el fuego de SanAntonio, pero como un pensamiento más, sinimportancia. En realidad lo que él quería eradescansar, morir tranquilamente, si eraposible, en una de las pequeñas pausas de lafiebre. Había notado su sexo duro, hinchado.Cualquier roce del camisón de lino con el quelo habían vestido manos piadosas le producíaespasmos de dolor. Conocía que con el fuegosagrado, las mujeres abortaban y seagostaban, y los hombres perdían losgenitales, abrasados como otras partes de sucuerpo, tormento que no evitaba una muertemás o menos rápida.

Al final de los tres días, se produjo uncambio en el proceso. No pasaba de un rigor aotro con tanta rapidez y brusquedad. Las crisisfebriles iban pasando, circunstancia a la queno eran ajenas las infusiones de mandrágoraque su madre, hija de un sastre, pero conconocimientos de hierbas, le había hechobeber. Así el cuerpo flotaba en una sensaciónde bienestar sublime, como si no pesara. Vioentonces Jeroen, y aquello no lo olvidaríajamás, una luz blanca que irradiaba desdealgún lugar del universo, dirigida hacia sucorazón. En aquella luz, los objetos setrasformaban en colores, brillando conmacilentos destellos nacarados antes demetamorfosearse en otras cosas. Le parecía

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que allí estaba el secreto de la vida y que, porfin, tantos sufrimientos servían para algo.Había estado en el vientre de la ballena de lamuerte, y había renacido. Algo muy poderoso,Dios, le había permitido ver lo que podíaaguardarle en el infierno profundo, el últimocírculo, allá donde no llegaban la luz y elsonido, condenado a la soledad eterna, por lossiglos de los siglos. Y también le habíamostrado la paz, la plenitud, suspendido en ellatido del universo.

La recuperación fue lenta, y Jeroen, debuen grado, cumplió los votos que sus padresy familiares habían formulado por él. Se instalóen una celda del hospital de los antonianos yallí, ayudando a los hermanos y trabajando porsu propia curación, trascurrieron tres meses enlos que vio toda clase de enfermos y lassecuelas feroces que dejaba el mal en suscuerpos, cortando con hachas invisibles susextremidades. Porque, además de lasdelirantes alucinaciones, que no podíancontrolar ni interpretar, los pacientes sufrían elinsoportable dolor abrasador de la lenta atrofiade sus miembros. Iban muriendo a pedazos,intentando atajar con amputaciones —según laprimitiva pericia de los cirujanos, hombresrenombrados y bien pagados— el avance de lagangrena.

En el hospital se mostraban, colgados en elportal de la entrada, los miembros amputados.

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Se envolvían en paños blancos, lacrados consellos, anudados con una cinta roja con elnombre de su propietario, para ser devueltosen la resurrección corporal que precedería alJuicio Final. También los había resecos,momificados, pellejos mortecinos queenvolvían tiras de huesos, en una variadagama de colores: verde amarillento, cerúleomorado, rosado desvaído. Esos restos de loszarpazos de la muerte anunciaban a losviandantes que allí se curaba en nombre deSan Antonio y que el edificio —hospital oconvento— estaba bajo la advocación delsanto.

Si todo fuera como se decía, no habríanecesidad de nombre, pensaba Jeroen, puesDios no se equivocaría en su infinita sabiduría,restituyendo a cada uno sus miembros sin quelos cuerpos, redivivos, argumentaran nada.Pero aquello indicaba que el establecimientoestaba autorizado para curar por poseerreliquias —en especial de San Antonio— através de las cuales se filtraba el agua quepropiciaría la curación. Era la legendaria santavendimia, que se ofrecía una vez al año en lafiesta de la Ascensión, cuarenta días despuésde Pascua. En esa fecha, desde primeras horasde la mañana, los peregrinos se agolpabanante los monasterios, intentando ser alguno delos escasos elegidos cuya enfermedad seconsideraba demasiado grave para los

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remedios ordinarios. Los enfermos solamenterecibían unas pocas gotas del elixir en unacomunión ritual, mientras rezaban y mirabanuna imagen del santo.

Como otras plagas o castigos divinos, elignis sacer se extendía regularmente por elcentro de Europa. Y detrás del fuego,aparecían los monasterios dedicados a SanAntonio. En ellos, los boticarios fabricabanelixires refrescantes y anestésicos, que secomplementaban con la buena higiene, laquietud y la dieta sana.

Los cuidados para la sanación de losafectados incluían baños de agua helada y laaplicación de peces, considerados como elmáximo grado de frío por los galenos. Y otratortura, desguace del ser, eran lostratamientos a base de elixires demandrágora. Narcótico potente, continuaba lailusión del vuelo que producía el pan de lalocura. El cuerpo, que iba recortándose,compensaba así aquella maldición. La pócimallevaba vino y opio, refresco y remedio para eldolor, anestesia natural a la que se sumaba elefecto fantástico que producía la planta.

La mandrágora estaba rodeada de magia.Fruto rojo, como una manzana, lleno de suavepulpa, tenía una raíz dura, de olor agradable.Con su forma ahorquillada, semejante a dospiernas humanas, se la modelaba haciendo

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muñecas que eran llevadas como proteccióncontra el mal, talismanes para la potenciasexual, contra los abortos y partos prematurosde las mujeres. Los varones afectados corríanel riesgo de perder los genitales en el lodogangrenoso de la enfermedad.

El joven Jeroen se hizo entonces unapromesa. Contaría aquel viaje por regionesfebriles, y se lo contaría a los dolientes, a losque buscaban protección contra sus propiosdemonios y la liberación de sus pesadillas.

Contaría no solo las torturas del fuego,sino esas visiones de los enfermos causadaspor la dolencia, visiones que continuaban, aundespués de que la gangrena saliera del cuerpoy se produjera la curación. En la cabeza detodos los tocados por el fuego sagrado,durante mucho tiempo, seguían esos vuelospor las regiones del cielo y del infierno.

* En el despacho del director del museo,

Javier Carreño hablaba de los pintores a losque El Bosco había inspirado, no solo Patinir —bien representado en el Prado—, sino Brueghely otros posteriores.

—El verdadero valor de la recopilaciónsobre El Bosco —le interrumpió el director,

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Federico Fonte, Doble F para sus empleados ycríticos— está en traer cuadros de Lisboa,Venecia, Róterdam, Viena, Berlín, París,Washington, además, por supuesto, de unbuen trabajo museológico. Es decir, el sentido,el contenido, los textos, la propuesta.

—En eso estoy trabajando.—Lo supongo, aunque aún solo he visto

tus tanteos iniciales. En el año 2000 ya se hizouna exposición en el Prado con la restauraciónde El jardín de las delicias. Y en el año 2001 elmuseo Boymans—Van Beuningen de Róterdamreunió en una exposición sobre El Bosco variasjoyas como El barco de los locos, del Museodel Louvre, La muerte del avaro, de la NationalGallery of Art, el San Juan Bautista, de laFundación Lázaro Galdiano, el Ecce Homo, delStädelsches Kunstinstitut und StädtischeGalerie en Frankfurt y Las cuatro visiones delmás allá, del Palacio Ducal en Venecia.También exhibieron el San Juan de Patmos,cedido por la Gemäldegalerie en Berlín, y elCristo cargando con la cruz, delKunsthistorisches Museum de Viena, ademásde lo que tenía el propio museo, cuatropaneles originales, incluidos El vagabundo o elhijo pródigo y San Christopher.

Federico Fonte se sabía aquello dememoria y siguió apabullando a Javier, quetenía muy presente aquella exposición que

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había visto en un viaje ex profeso.—Y se dieron el lujo de exhibir siete

auténticos dibujos en lápiz y tinta marrón, Elbosque tiene oídos, El campo tiene ojos, deBerlín, y El hombre árbol de la Albertina deViena. Para esa exposición nosotros lesprestamos La piedra de la locura, fue un granevento que hicieron para celebrar lacapitalidad europea de la cultura.

El director tomó aire. Parecía sacudirse conello unos celos retrospectivos.

—En el Prado llevamos tiempo hablando dela definitiva, la que será imposible de superar,que había comenzado a pergeñar tu antecesor.Pero insisto: para conseguir los cuadros másimportantes, necesitamos concretar con losdirectores de los grandes museos. Nopodremos reunir todos, pero como mínimoaspiro a superar a la Róterdam, porquenuestro fondo es mayor y más importante. Hehablado personalmente con el director delLouvre y el de Viena, pero quedan varios más,Venecia, Lisboa, Róterdam, Brujas, Berlín...Todos querrán contrapartidas, ahí es dondetienes que negociar...

—Tenemos también las copias españolasde la época, los cuadros de Valencia, Segovia,Navarra... Y los contemporáneos como Patinir,Brueghel, incluso Quentin Massys, algunosincluso debieron de conocerse, ser amigos.

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—En la exposición de Róterdam incluyeronobras de artistas como Bill Viola, Salvador Dalí,Jörg Immendorff, Robert Gober, Pipilotti Rist,William Kentridge y James Ensor. Hay quesuperarla, no nos puede hacer ni sombra. Hepensado que podría incorporarse una serie decuadros de pintores actuales que reinterpretenel mundo de El Bosco, eso sería una novedad.Tendrás que elaborar un plan rápido y decidirla línea, no derrochar esfuerzos ni hacerlosbaldíos y, sobre todo, aportar algo novedoso,ideas, ideas... Había gente recomendada parael puesto de comisario de esta exposición y yome la he jugado por ti. No me decepciones.

—¿Sabes que Jim Morrison, el de TheDoors, cuando vino a España en la primaverade 1971, se quedó una hora clavado delantedel tríptico de El jardín? Incluso dicen que lanoche en la que murió estuvo repasando viejaspelículas, entre ellas la que había tomado sunovia de él mirando El jardín de las delicias.Murió, salvando las distancias, como Felipe II.Los dos estaban obsesionados con la muerte.Ese tipo de cosas te hacen pensar...

—La exposición tiene que ser de altura —Doble F aparentó no haberlo oído—. Reunir lomás espectacular de Europa, lo que hemoscomentado, a lo que se suma el Prado y ElEscorial con sus fondos. Puede que tambiénalgunas piezas de Estados Unidos.Completaremos esta exposición única con dos

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partes específicas, una de pintorescontemporáneos de El Bosco y otra de influidospor él hasta nuestros días. A eso le añadimos,para acabar, un congreso de especialistasmundiales, un ciclo de conferencias ypublicaciones, de autores que han escritosobre El Bosco y estudios técnicos.

—Entonces, disponemos de recursos...—Eso espero. Hemos quedado para cenar

con el presidente del Patronato, AlbertoMonaster, el marqués, y su mujer, ya losconoces. Ellos son los que tienen la llave de lafinanciación extraordinaria. No en vano, élpreside consejos de administración depoderosas empresas. Mi objetivo es queaporten los fondos que nos faltan. Ya me heencargado de predisponerlos favorablemente.Pero para la fecha de esa cena, dentro de dossemanas, quiero tener un dossier completo.Nada que un hombre como tú no pueda haceren diez días. Todos confiamos en ti.

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Capítulo III

Ámsterdam, tela de araña

Si las puertas de lapercepción quedarandepuradas,

todo se había de mostraral hombre tal cual es:infinito

[...] Hay cosas conocidasy cosas desconocidas;

en medio de ellas haypuertas.

William Blake,

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U

Matrimonio del cielo ydel infierno.

n día, a las dos semanas de llegar, mimirada se quedó perdida en la pared,

donde había colocado un plano de la ciudad.En mi cabeza se disparó un resorte y entonceslo supe: Ámsterdam era una tela de araña.Sus canales eran los hilos, geometría acuáticaque siempre marcará el carácter de esta urbefronteriza.

Las ciudades con canales tienen unapersonalidad propia, son distintas. Sinembargo, algo en esa visión de la ciudad comolaberinto y trampa de insectos meinquietaba... Aunque racionalista a ultranza,había aprendido a no desconfiar de lasintuiciones. Eran pequeños avisos quemandaba el subconsciente, procesando datosen la retaguardia del cerebro, claves paraprevenir peligros potenciales. No me faltabarazón, como más adelante pude comprobar.Un escalofrío, que achaqué a la brisa marinaque se había colado por la ventanaentreabierta de aquel enorme caserón, recorriómi espalda. En la guerra me había salvado tresveces por aquellos pálpitos. Una, por no entraren el refugio donde cayó una bomba; otra por

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no ir a dormir en un pinar donde los morosdegollaron a media compañía, y la última porponerme un casco que detuvo el rebote de unabala que me habría volado la cabeza. En lastres ocasiones, la visión de que algo extrañome avisaba, había decidido el rumbo de mispasos: una naranja machacada, un naipe de lasota de espadas, un paraguas que se abríabajo la lluvia. Extrañas señales, si es que erantales, o quizá mi cerebro buscabaexplicaciones culpables que dar cuando lamuerte se llevaba a tus amigos y compañeros,mientras a ti te respetaba.

Así que pensé: peligro de quedar aquíatrapado, esperando la voraz araña, en unencargo extraño realizado por un personaje nomenos extraño... ¿Qué sabía yo de Mainger?¿Era verdad aquel asunto de las copias y paralo que estas servían? ¿O había algo más? ¿Porqué esos raros óleos, azules, rojos y negrosque me había facilitado, sospechosamenteparecidos en su textura a los colores que ElBosco empleaba, esas tablas de roble quejuraría que eran casi idénticas a las empleadaspor el maestro? De hecho, estaba seguro deque eran tablas de la época, cuadros conmotivos de baja calidad raspados y sobre losque se había dado otra capa de albayalde.

Algo no me cuadraba y ese misterio mehacía revolverme en la oscuridad de la cama,me distraía de la concentración requerida y me

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hacía abandonar el trabajo y pasear nerviosopor la habitación. Giselle, la joven ama dellaves, me llamaba para las comidas y cuandono aparecía, me subía al cuarto una bandejaque me entregaba con las buenas noches.Distinguía en su cara algo parecido a unasonrisa. Era un hada simpática dentro de sufrialdad nórdica.

Aún no sabía, no podía saber, que yaestaba bajo la influencia del cuadro, que suextraña magia me había atrapado por entero.Cuando llevaba varios días en este estado, elsonido de unos nudillos en la puerta meanunció la visita de Santiago Mainger, quellevaba fuera un par de semanas, en Alemania,según me había dicho antes de partir. Holanday Bélgica aún no habían cerrado sus fronteras.

—Tiene mal aspecto, monsieur Díaz, debedescansar más.

—No logro dormir. Demasiadas cosas en lacabeza. Demasiadas incógnitas. Estoyempezando a pensar que no ha sido buenaidea aceptar su proposición. Y además, tengola sensación de que debería estar en otraparte.

—No desfallezca ahora, Jerónimo. Sontiempos terribles, en los cuales debemospensar con serenidad. Créame si le digo que loque usted hace tendrá un noble fin. Ahora queestá en riesgo no solo la cultura, sino la

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libertad, realiza usted un buen servicio contralos nazis.

—Se lo digo con franqueza: no sé, si ustedmiente, cuál es su causa.

—La causa del amor, la causa de la vida.Lo que peligra ahora no son unos territorios ounas banderas. La misma condición del serhumano está en juego. Hay que preservar dela barbarie los grandes logros de lahumanidad. Y uno de ellos, que tiene usted ensus manos, es esa obra maestra de El Bosco.La copia salvará a una familia de los camposde concentración alemanes. ¿Dónde cree quehe estado este tiempo? ¿Haciendo turismo?

Yo callaba. Toda Europa estaba pesada,espesa, en un conflicto que empeoraba pormomentos, y yo me encontraba cerca delhuracán, en aquella ciudad pegajosa,comprometido en un encargo que vislumbrabaturbio. Lo que hizo a continuación Mainger,más que curioso, me resultó inquietante. Conun carboncillo, anotó una serie de signoscopiados directamente del cuadro, señalandosu posición exacta en la composición. Eransignos cabalísticos repartidos por todo elcuadro. A veces, para averiguar la distanciaexacta, utilizaba un compás y una reglaextraídos de un maletín de cuero.

—Hago comprobaciones. Como ustedmismo lo definió, este cuadro es fascinante. Y

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único.Ya estaba seguro. Aquel dibujo tenía un

marcado carácter hermético, los signos eranrepresentaciones de elementos naturales o dereacciones alquímicas. Yo miraba intentandoretenerlo en la memoria. Aquello medesasosegaba.

—Le voy a pedir que ese signo en el aguadel mar no lo copie, el del níquel. Será lo únicoen que se diferencien copia y original. Nohabrá riesgo, la tabla no es conocida ni puedencompararla.

Ante mi extrañeza, el magnate añadió:—Son fórmulas antiguas. No debe

conocerlas quien no es digno de descubrir susignificado.

—¿Fórmulas? ¿De qué?—Nada que le interese. Quizá tengamos

que irnos pronto. Sería una lástima que no lediera tiempo a realizar la copia.

De aquello se deducía que Mainger estababuscando acomodo a su colección en algunaparte, tal vez en Inglaterra. Los diamantes noocupan mucho, pero los cuadros sí. Necesitabaun transporte seguro, quizá estaba esperandola llegada de algún barco. Se hizo un silenciotenso. La alusión a un mensaje cifrado ysecreto me había hecho pensar en la relacióndel millonario con aquellos asuntos. Como si

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leyera mi pensamiento, Mainger habló,desviando mi atención, buen ilusionista: —Lostiempos de El Bosco también fueron difíciles. Ysu pintura, nada sencilla. Detrás de sus tablas,en apariencia tan morales y cristianas, seescondía un hombre atormentado por visiones,que pasó toda su vida tratando de asimilar loque le había pasado. Sus cuadros reflejan eltorbellino de su cabeza desde que sufrió losfuegos de San Antón.

—¿Los fuegos de San Antón?—Los fuegos de San Antón, o ergotismo,

era una enfermedad de la Edad Mediaproducida por la ingestión de pan de centenocontaminado por hongos. Muchos morían degangrena, pero lo hacían entre visionesespeluznantes. Otros sufrían diarreas,hemorragias, y se salvaban entre deliriosfantásticos. Hieronymus tuvo suerte, se salvó,y su pintura se enriqueció con aquellasvisiones. Toda su vida fue una búsqueda paravolver a experimentar esa sensación. Lointentó con su pintura, y desde luego, quedóreflejada en sus trípticos.

—¿Cómo sabe usted eso?—He estudiado al maestro durante años.

Nada que hiciera o dejara de hacer me esindiferente... Le considero un hermanopionero, un adelantado, un buscador de laverdad... Creo que le conozco bien. Hasta el

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punto de que voy a revelarle alguno de sussecretos.

Como si fuera un mago tocado con capa yvarita mágica, Mainger sacó un espejo ovaladode su maletín. Tenía bordes redondeados y unmango de marfil. Pero no reflejaba imagenalguna. Era opaco y oscuro.

—El espejo negro. Algunos pintores deaquella época, para descansar la vista de supaleta de colores, utilizaban un espejo comoeste. En el caso de El Bosco, cuando loscolores o las visiones, o aquello que surgía desus cuadros según los estaba pintando,asaltaba su cerebro, la única manera de volvera la serenidad era por medio de este espejo.Superficie pulida de remoto mineral, allí seabismaba. Se pueden ver muchas cosas sinnecesidad de ojos. Es más, podría afirmar que,a veces, la vista es un estorbo, anula otrasvisiones, la capacidad para profundizar en otroestado, más real que el que vemos o el quenos parece así porque lo percibimos por losojos. Para llegar a ver con los ojos del alma,los del cuerpo deben estar cerrados. Y paraeso ayuda este espejo, relaja la retina. Se lohe traído para que lo pruebe. Si le sirvió almaestro, bien pudiera dar resultado con usted.

Aquello me dejó literalmente helado. Porsupuesto que no me creía una palabra de loque me estaba diciendo, ni que aquel fuera un

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artilugio que hubiera utilizado el granHieronymus, pero se daba el caso de que migrupo de la FAI se llamaba precisamenteEspejos Negros, aunque no en el sentido queahora aquel personaje me revelaba. Habíamoselegido esas dos palabras porque queríamosser un reflejo libertario de la cultura.

Una extraordinaria casualidad, sin duda,que me dejó desarmado. Aquel hombre pusoante mi vista el espejo y yo lo tomé en mismanos. Por un momento, algo parecido a unacorriente eléctrica me recorrió el brazo. Habíatenido la impresión de que, efectivamente,aquel era el espejo negro de El Bosco.

—¿Quién es usted realmente? —pregunté.En su cara se dibujó una ancha sonrisa.

—Esa tabla es importante. Contiene unmensaje que solo puede ser entendido si seconoce la clave. A veces la sabiduría setrasmite por varios conductos. Usted deberíasaberlo, es pintor.

No sé el tiempo que pasé con el espejo enla mano, pues cuando me quise dar cuentaestaba solo. Mainger se había ido.

En los tres días siguientes el espejo negroestuvo encima de la cómoda, apoyado en lapared. Allí fue a posarse mi mirada después deuna de mis crisis de ansiedad. Sin pensarlo dosveces, lo cogí, me senté en el sofá y lo dirigíhacia mi cara. De lo que pasó luego no estoy

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muy seguro.

*

Dejar la pista perdida, los ojos

pagando dentro de los círculos de las

órbitas. Flotando, aflojando el nervio, el

foco difuso, primero concentrado en la

superficie oscura y por último libre,

liberado del color y de las formas,

fundiéndose en el vacío, en la nada, pero

con los párpados abiertos, distinta

sensación a la producida al cerrarlos para

intentar conciliar el sueño. La pista activa,

aunque sin estímulos. El espejo,

suficientemente cerca de la cara como para

ocultar la habitación, el mundo, las luces.

Solo la tersa y bruñida superficie, la pulida

piel de la piedra, entrando en el cerebro,

absorbiendo lo visto, lo pintado. Poco a

poco, con la luz tenue, imperceptiblemente

primero, de modo más acusado después,

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esa inquietante oscuridad invierte su

función secante y aparece poblado de

formas. Son como nubes, ondas

semejantes a las producidas por las hojas

caídas en un estanque. Curvas que se

entrecruzan, volutas de humo que no

destacan del fondo, el aire, sin duda, de la

misma naturaleza que lo quemado, materia

inerte o translúcida, sutil expresión de un

mundo que parece revelarse, pero que exige

que más que el ojo, la mirada, la

conciencia, se adapte a la nueva situación.

Puerta, ventana, ojo de buey, claraboya de

un universo que espera, que aguarda,

inquieto y prometedor. Mundo vigilando,

diríase, si no fuera porque es el observador

el que inquiere, el que quiere penetrar.

Pero así como llegan los atisbos de

raras estructuras, de nuevas e inquietantes

formas, así se escapan si de repente el ojo

vuelve a tensarse, la pupila se dilata o

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contrae, incapaz de abandonarse a la

negrura. Con esfuerzo, dejando libre la

mente y los instintos del cazador de colores

y formas, del acechador de gestos, del

descriptor de símbolos, abierto a la noche

del espejo, el pintor comienza de nuevo la

navegación por el agua oscura. Y regresan

las nubes, bordean los velos las figuras,

estructuras y estancias. No hay lógica en

la aparición de secuencias, el asalto de

manchas, absurdas gotas de tinta en el

revés de lo visible, capas de reluciente y

prístina noche de grises mate.

Quizá el pintor se pregunta si no se

ha introducido por una puerta parecida a la

de los sueños, con esos colores imposibles.

Su preocupación, que en un momento vaga

sobre la manera de reproducir lo

vislumbrado, pronto se pierde, porque

advierte que detrás de esos paisajes de

ceniza y viento, de arena en la noche, de

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agua y humo flotando y entremezclándose,

existe algo que alienta, que guía en el

extraño viaje, brújula magnética buscando

entre las vetas. Sabe el pintor que cuanto

más olvide, que cuanto más rápido deje de

acordarse del mundo del que acaba de salir,

antes entrará en este otro universo, en el

que el volumen no tiene sentido, y las

cosas, con su color y carácter, se tornan

materia opaca a la luz, y por lo tanto casi

invisibles, habitantes de las sombras.

Acuden las formas por capas a la

luna negra, atraídas por el poder de quien

las ve, reveladas desde el no ser,

delimitándose en un punto intermedio, pues

el observador ha perdido la distancia, el

espacio entre su rostro y el espejo es ya

campo de pruebas, redoma de laboratorio,

túnel de experimentos donde todo se

compone, alfabetos de signos que nadie

controla, o si acaso un mago poderoso que

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se aloja en su interior, pues esos cuerpos

que con etéreo cincel un fantástico escultor

saca de lo oscuro son criaturas fronterizas,

imposibles fuera del aliento negro que las

anima y alimenta, que las instruye y posee.

Y así, el pintor, que perdiéndose en el

espejo ha soñado con descansar la vista,

con olvidarse de aquello que está pintando,

asiste a un espectáculo insólito, algo que su

mente ha preparado solo para él. Porque

cómo pensar que aquello que viene flotando

y pasa ante sus ojos es la esencia misma

de lo que pinta, el poso que representa su

sustancia, entidad tan difícil de aprehender

como de plasmar, retrato perfecto al que

siempre aspira el artista buscando lo

imposible: lograr que el espectador se

percate de que lo pintado allí no es el reflejo

pasajero de aquellos hombres y mujeres, la

circunstancia, sino su alma misma. Pintar

su interior, su espíritu, los hombres por

dentro.

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*

1481 El capítulo de la Orden del Toisón de Oro

era ceremonia esperada, que aquel año, parahonor del Bosque Ducal, se celebraba en lacatedral de San Juan. El capítulo había llevadoa la población, además del emperadorMaximiliano, a todos los altos cargos, nobles,príncipes y prelados del ducado de Borgoña,que desfilaban en carrozas vestidos de rojoarmiño y con lujosos bordes dorados. El pueblose apiñaba en la entrada para ver a aquellospersonajes principales que desfilaban según unestricto protocolo y que parecían tocados poruna extraordinaria importancia y gravedad.

Habían llegado y entrado en la sala, poreste orden, los oficiales de la Orden, loscaballeros y el soberano, que se colocaban enel graderío que ascendía a su grande table, amano derecha. El soberano, actor principal dela representación, se hacía lavar las manos enun aguamanil por el primer copero mientras uncaballero de calidad le ofrecía después la toallapara secarse. Tras eso, los demás escuderosofrecían aguamaniles para que se lavasen loscaballeros y los oficiales, a excepción del

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canciller, que se lavaba aparte. Asimismo,recibían el aguamanos los embajadoresextranjeros. A continuación el soberano sesentaba en el centro de la mesa y después deél, y a ambos lados, los caballeros, en perfectajerarquía. Después lo hacían los oficiales de laOrden y los embajadores, en un riguroso ordende precedencia que era supervisado por el reyde armas.

Era etiqueta prolija, abundante en detallesy esperas, complejo ritual que afectaba a losdesfiles y banquetes, a la colocación y elprotocolo, escrito desde los primeros capítulosde la Orden, allá por los tiempos de Felipe elBueno y Carlos el Temerario. Tal vez por locostoso y complicado, y a pesar de lasdisposiciones de reunirse cada mayo, elcapítulo no se realizaba anualmente. Lareunión de la última de las órdenes decaballería comenzaba con un banquete en laprimera jornada en una gran sala,generalmente en un palacio, edificio principaldel lugar donde se celebraba el capítulo. Laelección del lugar, como la disposición de losasistentes, estaba establecida por una rigurosajerarquía.

La grande table, la gran mesa, se disponíasobre un estrado elevado y estaba reservada alos caballeros y a su soberano, el cual sesentaba en el centro bajo un dosel bordadoque superaba en altura, riqueza y

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magnificencia al dosel que cubría al resto delos comensales en su larga mesa. Sus hábitos,pagados por ellos mismos, de terciopelocarmesí, estaban rematados con bordesdorados. En la sala donde se celebraba elcapítulo se colgaban grandes y ricos tapices,realizados en Bruselas, en los que se narrabanhistorias de héroes mitológicos o reales. Entreellos, Hércules, Alejandro Magno y los héroestroyanos o griegos, y también los de lospatrones de la orden, Gedeón y Jasón, que consu vellocino o toisón de oro habían dadonombre a aquella reunión de hombres ilustresy escogidos, caballeros del final de la EdadMedia buscando imposibles en un mundonuevo. Solo algunos de esos tapices habíanpresidido las paredes de la catedral de SanJuan de s'Hertogenbosch para el XIV capítulode la Orden. A cambio, había otros con temasbíblicos, como Judith y Holofernes o el DiluvioUniversal.

A la izquierda del príncipe y más abajo, sinestrado, se disponía una mesa más pequeñapara los cuatro oficiales, el canciller, eltesorero, el secretario y el rey de armas, quellevaban sus hábitos rojos sin adornos decenefas ni collares, con la salvedad del Toisónde Oro, un collar decorado con las armasesmaltadas del soberano y de los caballeros dela Orden que portaba la potencia.

En solemne ceremonia en la primera parte

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del capítulo, el emperador Maximiliano habíaungido caballero a su hijo Felipe, llamado elHermoso, que lucía ropas doradas y rojas deexquisita hechura, terciopelos entre armiños,sensación envolvente. El guardián de las joyashabía preparado las vajillas de oro y plata, queservían tanto para el servicio de mesa comopara aumentar la luminosidad y, sobre todo,los brillos: se disponían en el aparadorcolocado en el lado opuesto a los ventanales ycerca de las mesas del soberano y loscaballeros, que se encontraban muy a gustoenvueltos en aquellos fulgores de oro y plata,sol y luna alternándose, comparación de lanoche y el día.

El boato, y por lo tanto la lentitud, elorden, los gestos, era norma fundamental dela ceremonia. Se sentían así, cerca de un cieloáureo, envuelto en lo que refulgía, lo másnoble. Sumergidos los asistentes en unambiente mágico de destellos dorados, ropajessuntuosos y música sacra, se cumplían partede los objetivos, arraigados firmemente en elimaginario de los allí reunidos: el rey Arturo,Camelot y los caballeros de la Tabla Redonda.

Se había colocado otra mesa alargada enla sala para los oficiales —reyes de armas,heraldos y persevantes—, unas treintapersonas, sentadas en los dos lados. Delante ycontigua a ella se disponía otra más elevada,con el nombre de galera, donde se sentaban,

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con el rostro siempre vuelto hacia el jefe ysoberano, dos portadores de armas con susbastones, flanqueados por dos sargentos dearmas con sus mazas, maceros querepresentaban el orden y el poder, prestos areprender o incluso apresar a cualquiera que alo largo de la ceremonia realizase algo molestoa los ojos del príncipe. Ningún oficial podíasentarse en esta mesa sin su bastón y ningúnheraldo sin su cota de armas.

A la derecha de la mesa del jefe ysoberano se situaba la reservada a losembajadores extranjeros, para que pudierancontemplar la riqueza del espectáculo que sedesarrollaba ante sus ojos. Halago e impresiónfavorable se buscaba cuando se les servía deigual modo que al príncipe. Cuidada puesta enescena para afirmar el prestigio del soberano yel esplendor de la casa de Borgoña, objetivodesde que la Orden había sido creada.

Arte, gastronomía y ceremonial seaunaban en el rito, además de la consideracióna un elemento esencial en el ideariocaballeresco de esa Edad Media que periclitabaentre brillos: la mujer. Las damas,encabezadas por la princesa y sus cortesanas,contemplaban la sala desde una tribuna alta,con celosías, donde podían mirar sin ser vistas.Así podían hablar a su placer de cualquiercaballero.

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El escenario se completaba con otras dossalas con dos mesas cada una, reservada unaa los embajadores que se turnaban y que nopodían asistir a los banquetes del segundo otercer día de la fiesta. En la otra sala seservían dos platos de vianda solamente a losnotables de la burguesía de la villa: hombresde leyes, clérigos y otros personajes de calidadque no pertenecían a la nobleza. Eraaconsejable la presencia de dichos notables,sabedores los mandatarios borgoñones de quesu poder se apoyaba en el dinero quegeneraban los burgueses con su industria, sucomercio y sus banqueros.

Estos notables pagaban por asistir a lafiesta del Toisón, y Aleyt, la mujer de Jeroen,había querido estar entre las damas de lacelosía. Dinero tenía para podérselo permitir yasí, convencido Jeroen de que la asistencia albanquete redundaría en pedidos de lospoderosos, había encargado vestimentasapropiadas, lujosas en comparación con lasque utilizaba para el uso diario, pero no tanlujosas como para ofender a aquelloscaballeros de trato exquisito y modalesreglados. Jeroen, recién cumplidos los treintaaños, con el título de maelder, maestro pintor,había contraído matrimonio con Aleyt van derMeervenne, lo que había conllevado su cambiode estatus y la posibilidad de observar decerca a aquellos que estaban en la cúspide de

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la jerarquía social.Cuando comenzó el servicio de mesa,

Jeroen se maravilló del movimiento degentilhombres y criados, tan preciso queparecía un mecanismo de relojería. Baile conprotocolo y sincronía que producía un efectode multiplicación, como si cada caballeroestuviera ante su igual reflejado. En la granmesa servían a un tiempo cuarentagentilhombres, todos a la vez: primero, juntocon mantequilla fresca, las frutas detemporada; en mayo y junio fresas y cerezas,en julio ciruelas o moras, y en agosto yseptiembre, uvas. Después se servían losplatos principales, pescado o carne asada,regados con hipocrás.

Bajo la dirección de los maîtres d'hôtel,servían los coperos a la grande table cuatroservicios de quince platos cada uno, platoscompuestos por diez fuentes de diferentesviandas. Otros cuatro platos, de diez fuentescada uno, se servían en la mesa de los cuatrooficiales. Un plato de vianda se servía encuatro ocasiones para las damas que mirabanla fiesta ocultas tras las celosías.

El ágape finalizaba con las llamadasespecias, pasteles azucarados, en una cestacubierta para el príncipe y en recipientessimilares y descubiertos para caballeros einvitados. El primer escanciador debía servir

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vino al soberano, pero como se hallabapresente el heredero del trono, Felipe elHermoso, tal y como prescribían las reglas dela Orden, fue él mismo quien sirvió la copa asu padre Maximiliano. El caballero de mayorcategoría se encargó de servir los pastelitos.Una vez servido el soberano, lo fueron loscaballeros, cuyos vinos escanciaban losescuderos. En el último turno fueron servidosigualmente los oficiales y los embajadores.

Terminado el banquete, se levantaron altiempo los cuatro oficiales de la Orden y losembajadores, y se retiraron sus mesas.Después se apartó la grande table y selevantaron los caballeros, que hicieron unasolemne reverencia al soberano. De la oraciónfinal se encargó el primer capellán. Tras esteconvite, los caballeros y el soberano sereunieron en cónclave en una sala cercana,solo interrumpido para volver a la catedral yoír vísperas en los sitiales armoriados de lasillería de coro, esos que El Bosco había vistohacer, con toda su filigrana de letras góticas,al pintor de la corte borgoñona, el maestroPierre Coustain. Ese estilo podría ir bien paraaquel cuadro, La piedra de la locura, que veníapensando, fruto de sus observaciones en elsanatorio mental donde había conocido a sumujer Aleyt, que con las demás burguesas dela villa despedían a la princesa y sus damas.

En su fuero interno, Jeroen no amaba

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aquel boato, y veía en el ceremonial el rastrodel pecado de importancia, soberbia y vanidad,común al poder. Allí también se mostraba elser humano, y frente al rito, Jeroen oponía lapersistente imaginación del pueblo, sabio casisiempre y a su manera, que sabía que aquellosdorados se debían al trabajo y las fatigas demuchos otros que jamás brillarían.

Todo, en el fondo, no era más que un carrode heno.

*

Junio de 1563

Una cosa quería comentar a vuestramajestad y para explicar todos lospormenores precisos, pido licencia aunque meextienda en esta misiva. Como V. M. católicaya conoce, mi padre fue don Diego de Guevara,que en gloria esté y en compañía del Creador,clavero de la orden de Calatrava ymayordomo mayor de Felipe el Hermoso, paralo cual lo acompañó en sus viajes a Flandes con

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la infortunada reina Juana. Como V. M. sabe,yo nací en Bruselas, donde pasé mi infancia yen cuya corte hízome intimar don Diego,preocupado por mi futuro y formación. De élheredé el gusto por la pintura y la colección deobras de afamados pintores. Mi padre pusoayos y preceptores para que siguiera sutradición, así él no estuviera en Bruselas,debido a los continuos viajes que hacía, comoluego haría yo con el emperador, vuestropadre, del que fui gentilhombre de boca ycomendador de la Orden de Santiago,acompañándole a su coronación en Bolonia y enla expedición a Túnez.

Vine, pues, a heredar la colección deobras, y ampliarla además, cuando murió donDiego, que fue amante de la pintura flamencay entendido de ella, según era de sobra conocidoen aquellos reinos de la casa de Borgoña. Entrelos cuadros que poseía, figuraban algunos delcélebre Hierónimo Bosco de Balduque, ilustre y

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originalísimo pintor del que V. M. y yogustamos, según hemos conversadolargamente en el Alcázar. Yo adquirí algunomás, de tal manera, como sabéis, que poseoseis obras de su propia mano: El Carro deHeno; Dos ciegos, que guía el uno al otro ydetrás una mujer ciega; una Danza a modo deFlandes; unos Ciegos que andan a caza de unpuerco jabalí; una Bruja y otra tabla cuadradadonde se cura de la locura.

La historia que tengo que referiros esprecisamente sobre ese pintor y uno de suscuadros, que yo, por desgracia, jamás vi, perodel que supe su existencia por mi padre, donDiego. No diera yo pábulo a la historia deJonás y la ballena, que así se denomina la tablaa la que hago referencia, si no fuera por otroshechos posteriores a mi casamiento que, comovuestra majestad conoce se produjo en 1536,después del regreso de la campaña de Túnez,una vez que ya la benigna mano del emperador

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Carlos V nos concedió el privilegio de otorgarmayorazgo.

Casé con mi mujer, doña Beatriz deHaro, hija de la señora Teresa y de Jacobo deHaro, familia de mercaderes castellanosafincada en la ciudad de Amberes. Varios añosdespués, en una conversación sobre la colecciónde mi padre, mi esposa comentó algo curioso yes que quiso conseguir de la familia De Harouna tabla de El Bosco, Jonás y la ballena, peroque finalmente, por causas no aclaradas, nopudo hacerlo. Un tío de mi esposa, Diego deHaro, había emparentado con una familiaflamenca, los Pijnappel, donantes del pintor deBolduque. Diego de Haro, con casa e interesesen Amberes, había sido el mandante de aquellatabla, pero finalmente no había podidodisfrutar de ella al morir en prematuro. Sumujer no pudo hacer frente a la suma de laobra y ahí se perdió el rastro que mi padre,don Diego, intentó inútilmente recomponer

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para hacerse con ella.

Aunque sé de vuestra afición a laspinturas de El Bosco, podría haberoscomentado este aspecto de la historia de latabla, y seguramente hubiera dado motivo auna interesante charla con V. M., pero esprobable que no vuelva a veros, ya que sientolas garras de la muerte aferrarse a mi cuelloy no sé cuánto tardarán en cerrarse. Aunquevivimos muy cerca, ya que mi palacio y casaestá frente a vuestro Alcázar, ya siento queuna enorme distancia nos separa, y no es másque el abismo que la muerte empieza aconstruir alrededor de los que van a partir. Atodos nos toca, y quizá mi hora postrera meaguarde muy pronto, en este mes de junio delaño de gracia de 1563, pero antes de rendircuentas al Máximo Soberano he queridorelataros algunas circunstancias que seafirman posee ese cuadro, sin que, como osdigo, haya podido verlo ni haber hablado con

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alguien que lo haya hecho.

Entre las peculiaridades que posee latabla está, según afirman, la de contener ensu interior un secreto, ni más ni menos que elde la fabricación de la piedra filosofal. Estollevaría a considerar la posibilidad de queHierónimo Bosco haya sido alquimista, perobien parece que no lo fue, aunque trabajó codocon codo con alguno de los que habitaban en lascercanías del Bosque Ducal y conocía deprimera mano muchos de los términos y lossímbolos que conforman esa ciencia hermética.Quien afirma esto y a mí me lo confió, no lopuede probar, por no hallarse la obra a lamano ni poseer nadie ninguna copia. Mi mujer,según oyó de su familia De Haro, contóme quees casi imposible realizar una copia de ella, yaque la pintura copiada pronto es consumidapor el fuego, por lo que la consideran mágica,aunque tal y como V. M. y yo sabemos, estepunto no debe de ser nada más que fantasía.

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Otra conjetura, que no certeza, he recogido deesas fuentes, que extiende el mensaje alquímicoa varios de sus cuadros, cosa que creo másfabulada que verdadera.

Olvidada tenía esta historia, e inclusopostergada de mi cabeza, si no fuera porquehace poco oí el empeño que V. M. tiene enprocurar, con alquimistas españoles yforáneos, la posibilidad de transmutarmetales y realizar la Opera Magna. Sé queesta afición le llegó por su propio padre, CarlosV, que tuvo tratos con magos y alquimistas alos que protegía y mantenía en su corte.Varias veces vi al emperador en la compañíade Enrique Cornelio Agripa, y del doctorBeltrán. Supe que el doctor le proporcionóvarias «piedras filosofales», pero sin dudadebieron de ser falsas, porque en ese empeño hevisto a V. M. ordenar y controlar los trabajosde la magna obra al mismísimo Tiberio dellaRoca, alquimista de Malinas, en Flandes, o al

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alemán Pedro Sternberg, que recibió devuestra magnánima mano amplia recompensade mil doscientos ducados.

Dicto esta carta contraviniendo micostumbre, pero V. M. tiene la certeza de queno será transmitida más que por la mano quela escribe, la de mi esposa, mujer cultivada,con quien podéis conversar sobre otrosaspectos de esa enigmática pintura. Mi deseosería que hallarais la tabla y que os diera elpoder para acrecentar estos reinos, sometidospor vuestra mano, alejando para siempre elpeligro del gran turco.

Mi soberano, mi último ruego es que déal fuego esta carta, una vez que puedacomprobar los detalles que relato, para que deno resultar cierto lo que digo, no deje trazofalso de mi memoria ni de mi paso por latierra, ya que en toda mi vida no busqué nadamás que la verdad, ocupándome de cosasciertas y probadas, o de asuntos de arte, en

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los que intervienen el buen gusto y elconocimiento, no dejándome llevar por moda,superstición o dictámenes ajenos. Por esarazón escribí no hace mucho, cuando estabaconvaleciente en casa y por hacer másllevadera la enfermedad, mis comentariossobre la pintura, obra que trata de losdistintos tipos de este arte y resume suhistoria entre griegos y romanos, concomentarios sobre el arte de nuestro tiempo.Ahí di mi opinión sobre las obras de HierónimoBosco, que frente a los que le tachan deinventor de monstruos y quimeras, no niegoque no pintase extrañas efigies de cosas, peroesto tan solamente a un propósito, que fuetratando del infierno, en la cual materia,queriendo figurar diablos, imaginócomposiciones de cosas admirables. El Boscojamás pintó algo fuera de los límites delnatural que no tuviera relación con el mundoinfernal o del purgatorio, y sus invenciones sefundan en la investigación de cosas

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extrañísimas, pero siempre naturales.

Tal y como ya escribí, considero quesigue el género pictórico de Antífilo, llamadoGrillo, busca talles de hombres donosos y deraras composturas y cuando pinta extrañasefigies de cosas fue tratando del infierno opurgatorio. Fue ese pintor observantísimo deldecoro, guardando los límites de la naturalezacuidadosísimamente. Y tal fue su éxito enFlandes y otras partes que pronto surgieronimitadores de sus obras, que a la vista de suéxito pintaban monstruos y desvariadasimaginaciones, dándose a entender que en estosolo consistía la imitación del Bosco.

Dado que siempre consideré que fuepintor de lo cierto y no de lo incierto, piensoque puede haber verdad en lo que se dice de latabla. Es por esa razón que en estaspostrimerías de la vida escribo a V. M., porver qué de certidumbre contienen esas viejasnoticias.

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Es tarde ya, hora es de ponerse a biencon Dios por si me llama en las horas nonas, yde acabar esta carta de vuestro súbdito.

Poderosísimo señor, besa los reales piesde vuestra majestad.

Su menor vasallo,

Felipe de Guevara

* El espejo negro me fascinó. Un amigo

psiquiatra, mucho tiempo después, enVenezuela, me dijo que lo que me habíasucedido era un recurso defensivo de mimente, que, castigada por la Guerra Civil y conla angustia producida por la muerte de mimadre y la situación de mi hermana, habíabuscado esa válvula de escape. Sea comofuere, yo me sentía en ese momento inermeante el destino y atraído a los mundos que meabría Mainger, mundos en los que sospechabaarenas movedizas. A pesar de su espejo, elmillonario no conseguía serenarme. Meencontraba en un estado de inquietud

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permanente, soterrada bajo la epidermis. En lasiguiente visita, dos días después, me lancéliteralmente sobre su persona. Vomitépreguntas, balbucí frases, los nervios a flor depiel.

Mainger no se inmutó, ni parpadeósiquiera. Dejó a un lado una caja de maderaque portaba y me tocó con delicadeza el brazo,intentando transmitir una sensación cálida.

—Veo que ha utilizado el espejo. Serénese.No hay nada más mágico que su cerebro.Acaba de descubrir que hay muchas manerasde conocimiento y no todas pasan por la razón.Es difícil de aceptar para alguien que no creeen un ser superior.

Al final, acabé entregándome. Había entoda aquella historia un halo ineludible que medesarmaba, que me tenía atrapado. Lo únicoque me restaba era acabar la copia del cuadro.En las dos siguientes semanas me dediqué aello con tesón y aplicación, utilizando enocasiones el espejo negro, experiencia que,aunque en menor grado que la primera vez,me seguía fascinando. Más tarde entendí porqué.

Fuera de la ballena oscura de aquella casa,las garras de la guerra se afilaban, cuchillosque muy pronto saldrían de sus fundas, lamuerte latiendo en el brillo de su acero.

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Capítulo IV

Mujeres de fuego

Sin cesar a mis lados se agita eldemonio;

nada a mi alrededor como un aireimpalpable;

lo trago y siento que abrasa mi pulmón

y lo llena de un deseo eterno yculpable.

A veces, toma, sabiendo mí gran amoral Arte,

la forma de la más seductora de lasmujeres,

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y, bajo especiosos pretextos dehipócrita,

acostumbra a mi labio con filtrosinfames.

Me conduce así, lejos de la mirada deDios,

jadeante y destrozado de fatiga, enmedio

de las llanuras del aburrimiento,profundas y desiertas,

y arroja en mis ojos llenos deconfusión

vestidos manchados, heridas abiertas,

y el aparato sangrante de ladestrucción.

Charles Baudelaire,

«La destrucción», Las flores delmal.

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C

ada vez que entraba en la sala de ElBosco, aquella pintora oriental que

copiaba El jardín de las delicias lo miraba conuna sonrisa. Quizá pensara que era un altocargo, alguien con peso en el museo. Él, a suvez, la observaba de forma aparentementedistraída. Era delgada, con cara atractiva, pelocastaño claro y piel morena, lo que parecíaapuntar a Indonesia, y aunque las mujeresorientales parecen siempre jóvenes, le calculópoco más de treinta años. Se aplicaba a latarea con meticulosidad, como alguien queconociera el oficio, pero había algo en suatuendo que chocaba. Debajo de la batablanca se advertía una blusa de colores vivosque conjuntaba con sus pantalones oscuros ysus zapatillas yinatabi, un modelo exclusivo deJapón que imitaba pezuñas animales. Esavisión de los pies, cruce de fauno y ninfaoriental, era realmente chocante y algoturbadora.

Tal vez fuera demasiado joven paraencarar una copia del tríptico, pensó JavierCarreño. El copista debe poseer una técnicadepurada para entender al pintor que imita.Capacidad de ponerse en su lugar, no solopara obtener los colores más parecidos, sinopara lograr el estilo de la pincelada. Ahí se

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sabe si es una buena copia. Y eso lo daba,sobre todo, la experiencia. El Bosco preparabaa conciencia la composición, el dibujo, y hastala base de la tabla de roble sobre la que sedeslizaría su pincel. Luego pintaba a la primalinea, es decir, con la primera pincelada, sinretocar demasiado, aunque, a tenor de lodescubierto en la última restauración quehabía hecho el Prado en año 2000, eso podríaser discutido, ya que se encontraron grancantidad de cambios de composición ymodificaciones entre el diseño y la ejecuciónfinal, la resolución pictórica, losarrepentimientos. Gracias a la reflectografíainfrarroja, los rayos X y los ultravioleta, sehicieron visibles numerosas figuras yelementos que el maestro finalmente eliminó.

El Bosco dibujó las tres escenas con untrazo tenue, esquemático, realizado con unfino pincel sobre una preparación de cretaextendida en un soporte de madera de robledel Báltico, un roble que fue cortado hacia1484. El dibujo se concentraba en la parteinferior del tríptico, ya que la superior habíasido pintada de manera directa y menostrabajada. En la tabla central, esos cambioseran abundantes, y lo mismo pasaba con elinfierno, donde detrás de la pintura seencontraba un sapo enorme que luego fueeliminado.

Parece que el derecho, el paraíso, no le

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ocupó demasiado tiempo, pero sí la tablacentral y el postigo izquierdo, el llamadoInfierno del músico. Era precisamente la parteque estaba copiando la joven oriental. Lapintora, advirtiendo que era observada, sevolvió. Ante la mirada imantada de Javier, nopudo reprimir un comentario: —Vaya, elhombre que sale de las paredes.

La sorpresa asomó al rostro del comisario.No solo fue la frase, sino el aplomo que mostróal decirla, sin dejes de un idioma extranjero.

—¿Cómo dice?—Lo siento... Hace dos días estaba en la

segunda planta, había ido a contemplar aVelázquez para relajarme y, de repente, en unpasillo, una puerta disimulada se abre en lapared y aparece usted. Me dio un pequeñosusto, aunque usted ni se percató. ¿Trabaja enel museo?

—No, en realidad soy un ladróninternacional de arte preparando el próximogolpe... —Javier Carreño sonreía divertido—.Ahora en serio, soy el comisario de la próximaexposición sobre El Bosco, El Bosco y sutiempo, reflejos de un visionario, prevista paradentro de quince meses. Así que se asustóusted...

—Bueno, no es normal ver a alguiensaliendo de una pared que no sabes que esuna puerta. Sobre todo después de haber

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soñado la noche anterior con un espíritu queatravesaba paredes.

Aquella puerta de la segunda planta,disimulada en la pared, entre las salas deVelázquez y Tiziano, escondía un ascensor quecomunicaba con el sótano. Solo se utilizabafuera del horario habitual, pero en ocasiones,él vulneraba la norma, para sorpresa de losvisitantes y su propio regocijo. Aquel primerintercambio de frases despejaba algunaincógnita. Su castellano era perfecto, castizo.

—¿Es un ejercicio o lo copia por encargo?—preguntó por seguir la conversación.

—Lo pinto para mi abuelo. No es unencargo, sino un regalo que le quiero hacer.

—¿Pinta desde hace mucho?—He pintado desde siempre, pero de una

manera más centrada desde que me trasladéde León a Madrid, hace ya casi quince años.

—Así que nació en León...—De padre español y madre japonesa.

Entonces, si es usted el comisario de lapróxima exposición de El Bosco, sabrá muchode él.

—Eso espero. Si necesita conocer algosobre el maestro, pregúntemelo.

—¿Tomamos un té? La nueva cafetería escómoda.

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—La verdad es que no sabía cómo llenar elpróximo cuarto de hora. Hablaré de algo de loque no suelo hablar nunca... Es broma,vayamos. A condición de que me hable decómo fue usted a nacer en León, tiene que seruna buena historia... Por cierto, ¿cuál es sunombre?

—Himiko. Significa «la mujer de fuego».Encantada.

—¡Vaya, Himiko Chan! Yo Javier Carreño.Es decir, hombre que tira de los carros, nosiempre de heno. Encantado.

Javier tenía una intuición con aquellamujer. Tras sentarse en una mesa comenzaronuna primera aproximación. Se tutearon de unamanera natural.

—Los materiales empleados por El Boscoson los que habitualmente se utilizan en laescuela flamenca de la época.

Las capas de color son delgadas y lamolienda muy fina; lo que caracteriza lapintura es la eliminación de estratosintermedios, como la imprimación, que soloaparece de manera puntual, y el empleo deaglutinantes poco convencionales, como elhuevo, que han podido influir en el estado deconservación en que se encontraban las obrasde El Bosco, aunque han sido muy bienrestauradas.

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—Ya. Me interesa más el contenido, elmensaje de la pintura. ¿Qué es lo que seconoce de los infiernos de El Bosco? —preguntaba Himiko.

—El Bosco era una privilegiada antena detodo lo que confluía en su época y en supoblación, el Bosque Ducal, s'Hertogenbosch oBalduque, para entendernos. Era un hombreculto, piadoso, seguramente solitario —algunoshablan de una posible agresividad sublimada—, que descubrió un camino que ningún otrohabía emprendido antes. Pintó al hombre pordentro, como decía el Jerónimo fray José deSigüenza, que rechaza la interpretación deherético o de lascivo. Si no fuera así, no loshubiera tenido en su alcoba y en susaposentos Felipe II, que era el máximocoleccionista de boscos de su época. Y el máspoderoso.

—Siempre me ha impresionado esaadmiración.

—Era verdadera obsesión. Yo creo que erauno de los síntomas de la tanatofobia que nosolo padeció Felipe II. También el emperadorRodolfo II, otro gran coleccionista. Seríafascinante encontrar documentación alrespecto, cartas entre Felipe II y sus agentes...

—¿Tanatofobia? Es decir, miedo a lamuerte... ¿No nos pasa a todos, sobre todo alfinal de la vida?

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—Sí, pero tal vez a algunos se les vaya lacabeza. Gente muy apegada a lo terrenal, queademás ha gozado de un poder casiomnímodo. Una de las características de latanatofobia es el coleccionismo de elementosesotéricos que puedan alejar a la muerte, oconjurar el miedo. Felipe II hizo todo lo quepudo durante su vida por conseguir sus obras.Mandó a sus agentes por Europa, comprómuchas de la colección de Felipe de Guevara,del prior de San Juan, hijo natural del duquede Alba, que tenía varias confiscadas por supadre en Flandes... Llegó a tener casi treintatablas suyas, de las cuales una buena partedesapareció en los incendios de los diversospalacios. Menos mal que han quedado las másimportantes. Murió rodeado de sus cuadros.

—Eso justifica aún más mi pregunta...¿Crees que El Bosco sufrió lo que reflejó en supintura?

—Hay una hipótesis sostenida por unaexperta británica según la cual Hieronymusreflejó el mundo de los afectados por elergotismo, cuyo patrón era San Antonio. Todaslas tentaciones harían referencia a lostormentos de los afectados por esaenfermedad, producida por la ingestión de unhongo del centeno.

—Ya. El llamado cornezuelo, de dondesintetizó Hofmann el LSD en 1943. Solo que

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también provocaba otros efectos.—Veo que dominas el tema. Además de las

visiones, los afectados por el ignis sacersufrían cortes circulatorios y gangrenas quenormalmente les causaban la muerte.

—Los infiernos de El Bosco solo puedenconcebirse desde la fiebre. O la experienciacon plantas visionarias, enteógenos... Nadieque no hubiera buceado en su interior podríaretratar el infierno de tal manera.

—Ya... otras teorías... A veces creo que noes más que un gran bromista. ¿Ysi todo fuerauna burla? Algo de eso dice Quevedo apropósito de El Bosco en el infierno, en el queun diablo está harto de los potajes que hacíacon ellos, porque el pintor no creía en ellos¿Ysi en realidad no hubiera mensaje, sino soloartificio? ¿Humor y humo?

—No explicaría tanta fascinación por suobra. Algo se nos oculta, algo se nos escapa.

—Hemos perdido los referentes —insistíaJavier—. Los temas son los que preocupabanen su época, y los símbolos, algo de fácilcomprensión, al menos para la gente leída,versada. El Bosco manejaba muchainformación, refranes, versículos de la Biblia,obras literarias e incluso tratados científicos.No es casual la semejanza con las cartas deltarot o los arcanos alquímicos. Simplementeforman parte de la cosmogonía de un hombre

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culto y sensible que, como un buen mago, losha combinado de forma única. Jeroen,Hieronymus, no es un místico ni un esotérico.

—¿Jeroen?—El nombre de adulto; antes fue Joen,

diminutivo, y cuando ya le llegó la fama,Hieronymus, tres nombres para el mismopintor.

—También se habló de una secta...—Tampoco es, ni mucho menos, un

iluminado de la secta de la Hermandad delLibre Espíritu, como pretenden algunos. Eso sí,tenía un espíritu muy libre para aquelmomento. Creo que nunca imaginó el revueloque siglos después levantarían sus cuadros.

—¿Y cuál es la idea de la exposición?—Desde imitadores e influencias hasta el

papel de la música, el análisis de las caras, larecreación virtual del estudio del pintor, en fin,una batería de propuestas...

—¿Y por qué entonces el título de Reflejosde un visionario?

—Buena pregunta. —Javier sintió elalfilerazo de la leve crítica y se vio en laobligación de disculparse—. El título ya estabadecidido antes de que yo me hiciera cargo delcomisariado, es difícil cambiarlo, pero lointentaré, yo mismo le estoy dando vueltas.Aunque hay mucho pergeñado, aún falta el hilo

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conductor, el toque que haga única la muestra.Eso es difícil. Y más con El Bosco. Cualquierlectura o interpretación estará ya dicha oescrita, aunque también es cierto que admitemúltiples enfoques. En ello estamostrabajando. Ya sabes. Lo bueno es enemigo delo mejor.

Habían acabado el té y llegaba el momentode volver al trabajo. Javier se despidió y dejóque Himiko se adelantara. Viéndola marchar,sintió una punzada de deseo. Con su juventud,belleza y desparpajo, Himiko evocaba en Javierel recuerdo de Mika, una japonesa, vecinasuya, que había conocido veinticinco añosatrás, mientras ella estudiaba flamenco enMadrid. Sin duda, aquella remembranza, comootras que últimamente tenía de su pasado,eran trazas que dejaba el paso del demonio delmediodía por su conciencia. Una experienciaque creía enterrada, archivada en la difusamemoria de la remota época de estudianteuniversitario, cuando trabajaba fregandoplatos para pagarse los estudios.

Estudiando en la habitación en un veranocaluroso, un día la descubrió por la ventana delpatio. Ignorante de que alguien la observabadesde el cuarto vecino, Mika se desnudabapara cambiarse de ropa. Javier se quedóclavado, con el lapicero en la mano, sin pasarla página del libro, como si un solo gestopudiera hacer desaparecer aquella sugestiva

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visión.Ella tenía un gato que deambulaba por el

balcón abierto y a veces pasaba alapartamento de Javier. Uno de los días que fuea devolverlo, Mika le abrió intentando ocultarun moratón en su cara. No supo si fue suternura al devolverle el felino o la propianecesidad de Mika, el caso es que de repenteella se echó a llorar. Tras la sorpresa inicial, élla atrajo hacia su hombro, le acarició el pelo yla tranquilizó, mientras el gato finalmente seescurría camino de la calle.

—¿Todos los hombres españoles pegan? —preguntó por fin ella, cuando pudo dominar laslágrimas.

—No, claro que no. El que te ha hecho esoes más bien un animal.

Sin saber cómo, o mejor dicho, gracias a ladelicadeza de su abrazo, de su mirada y de suspalabras, acabó en el lecho de Mika —quédelicia su tacto, sus caricias— en un ritual querepetirían con frecuencia durante meses, enlos que Mika se pegó a él huyendo de unmaestro gitano que, si bien le enseñaba lospasos y posturas del flamenco, le calentaba elcuerpo con constancia de macho dominante.

Todo aquello regresaba ahora, díassuspendidos en una burbuja de amor y sexo,intensas jornadas que después del retorno aTokio de Mika —donde la esperaban su novio y

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un trabajo de secretaria—, cuando ya suausencia dejó de mortificarle, parecían habersido un largo sueño.

Se imaginó las pequeñas tetas de Himiko,que cabrían fácilmente en su mano, y quetendrían un tacto de fino terciopelo, como lasde Mika. Suspiró por aquel cuerpo intentandoaventar ese deseo que le cosquilleaba en elcuerpo.

El pasado siempre vuelve. Hacía mesesque en sus sueños se colaba Verónica, unamaga argentina de la que se había separado,tras unos meses de mágico y arrebatadorromance, hacía veinte años, paradigma delamor imposible, grabado a fuego sobre laconciencia y la memoria. También se colabanen sus delirios oníricos antiguas amantescuyos recuerdos, una vez despierto, leproducían la melancolía que da el implacablepaso del tiempo.

La semana fue pródiga en conversaciones.Javier e Himiko, que ya habían intimado,hacían un alto por la mañana y se iban atomar un té, ceremonia a la que dedicabanprogresivamente más minutos, hasta llegarcasi a la hora. En los últimos momentos,cuando alguno de los dos miraba con apuro elreloj, se sentaban las bases de la próximaconversación, de la próxima parada.

—Donde se ve toda la intención de El

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Bosco es en los trípticos, una forma de unidadque encierra el uno, el dos al abrirse lahendidura, y el tres, al desplegarse, lo cualtiene muchas lecturas simbólicas y esotéricas.Es el mismo círculo de las cartas del tarot.Empieza con el Loco, sigue con el Carro, luegotenemos Juicios Finales, tentaciones de SanAntonio, el Ermitaño y El Diablo, La Torre delos incendios...

—¿Y tú, en qué fase del tríptico estás? —leinterrumpió Himiko.

—De momento en la unidad. Cada vez quehe intentado superar el estado dos, es decir,uno más uno, he fracasado. Nunca he llegadoa la trinidad.

—Es decir, incompleto. Incompleto y libre.Como yo.

*

Los fuegos de San Antón. Las

torturas de la carne, los tormentos y el

éxtasis. Mi vida ha estado marcada por las

llamas de las pasiones eternas, ríos de lava

incandescente que me han quemado el alma

y abrasado la razón y la cordura. Desde

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que era niño, cuando con trece años

contemplé el incendio cruel y devastador de

mi ciudad. Todo fue sufrimiento y dolor,

cambio brusco. Desde entonces vi rastros y

rostros de demonios donde arrasa el fuego,

y esa visión se coló en mis tablas.

Imposible olvidarse de lo que nunca podrán

transmitir los cuadros: el olor. El olor a

quemado.

Dicen que los cometas anuncian la

desgracia. El gran incendio de la ciudad

sucedió tres años antes de la aparición del

cometa, aquel astro ardiente con cola de

fuego que iluminó el cielo durante varias

noches. Tras la catástrofe del incendio, la

multitud, congregada en la plaza y en los

campos, se mostraba temerosa de nuevas

desgracias y aflicciones. Y bien: las hubo.

Las guerras entre la casa de Borgoña y el

condado de Gueldres trajeron durante

mucho tiempo dolor y amargura. La ciudad

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se reconstruyó varias veces.

Entonces, como ahora, me fijo en los

vencejos y las golondrinas que poco a poco

fueron llegando, inundando Europa central,

bajando de las rocas de las montañas para

anidar en las nuevas ciudades de piedra, en

aleros y huecos de las estrenadas

mansiones. Tras ellas vino la peste, una

vez más, y la estupidez de los hombres les

achacó enfermedades y plagas, desgracias

adheridas a sus alas negras y afiladas, que

cortaban el aire. Hoy, los pájaros han

tomado las ciudades, como la mía. Se los

ve por centenares, de todas clases.

Estamos cortando sus bosques y vienen a

refugiarse en nuestras casas. Me gusta

visitar el cementerio, donde bandadas de

pájaros tienen sus nidos. El vulgo dice que

acudan a las almas a volar al cielo, y

aunque no sea así, me gusta pensar que

alegran a los muertos en su última

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morada. En algún momento también me

harán compañía e intento congraciarme con

ellos. Por eso, los vencejos que suben al

cielo serán lo último que pinte de este

tríptico sobre la creación del mundo,

compendio de lo que pienso de esta vida.

Se dirán de mí muchas cosas, pero

probablemente nadie sabrá nunca que debajo

de mi tejado anidaron los vencejos y que

cada primavera, desde que llegaron,

alegraron mis días de soñador insomne.

* Himiko, aquella mujer de fuego, había

hecho renacer con su sensualidad recuerdos deun año atrás, cuando aún estaba reciente lamuerte de su padre. Todo comenzó con unencargo de los marqueses de Monaster paratasar una obra que pretendían adquirir, SanMiguel y los arcángeles. El cuadro, queexaminó en un anticuario de Barcelona, era deun discípulo de Bartolomé Bermejo, o deCárdenas, un pintor nacido en Córdoba en1440 y muerto sesenta años después en

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Barcelona. Este pintor errante, descubierto yencumbrado a principios del siglo XX, fue unode los primeros españoles que viajaron aFlandes y aprendieron la técnica de Van Eyck,Van der Weyden y Dirk Bouts.

Javier acudió a visitar a los marqueses conuna carpeta de fotografías digitales de altacalidad que había tomado del cuadro y queluego había ampliado e impreso.

—El pintor de ese cuadro se parece aBermejo por los personajes que representa,pero lo hace de manera más tosca, sin resolverdetalles como los de la ropa o la distribuciónespacial. Los vestidos y calzados concuerdancon épocas posteriores. Ese cuadro tiene ciertovalor, pero desde luego no el más de mediomillón de euros que piden. Claro que podríasometerse a los análisis científicos paracomprobar su autenticidad, sobre todo los delreflectógrafo, pero ya saben que son caros y elvendedor no los realiza. La decisión dependeya de ustedes.

—Vaya, ¿es usted así siempre? ¿Nuncadeja un resquicio a la duda? —preguntó RaquelZurita, la joven marquesa.

Hacía cinco años, su boda con el marquéshabía sido sonada. Un viejo aristócrata de lasmás rancias familias nobles españolas secasaba con una advenediza, una licenciada enArte que trabajaba para una galería de

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anticuarios y que, eso sí, tenía un tipazo y unabelleza extraordinarios.

—Lo siento, me gusta ser directo.El marqués se mostró desilusionado, pero

en seguida reaccionó. O le hizo reaccionar unallamada de teléfono. Pidió permiso paracontestar y se alejó unos pasos hacia laentrada del enorme salón.

—Creo que lo mejor en estos casos es sermuy prudente —siguió Carreño—. No haydocumentación sobre el cuadro, la únicainformación es el propio cuadro, no solo lo queestá pintado, sino la forma de hacerlo y latécnica utilizada... Pero deduzco que usted noparece sorprendida. Yo diría que lo sospechabaal menos.

—Qué perspicaz es usted, señor Carreño.Nunca se puede estar seguro de nada. Ni dequién tenemos al lado. La vida está llena desorpresas. Algo sé de pintura y de arte,dediqué bastantes años a ello. Pero estotambién era una prueba.

El marqués apareció desde el fondo con elteléfono móvil en la mano y su intervenciónevitó que siguiera adelante la pregunta queJavier se estaba haciendo mentalmente. ¿Unaprueba de qué?

—Perdóneme, señor Carreño, tengo queausentarme. Negocios. Le confieso que a veces

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son un fastidio. Últimamente lo único que meproduce satisfacciones es mi colección, estoydeseando llegar a casa para disfrutar de miscuadros. Nosotros no descansamos, somos losúltimos esclavos de este sistema. En ocasionespienso si no sería mejor haber sido funcionarioo empleado toda la vida. Estamos condenadosa sufrir, porque siempre queremos ganar algomás, en mi caso para invertirlo en arte, y esoexige dedicación exclusiva. Ha sido un placer,resuelva usted el asunto de sus honorariosprofesionales con mi mujer, no creo quecompremos el cuadro. ¡Adiós, querida! Vendrétarde.

—Adiós, cielo.Qué cantidad de solemnes idioteces, pensó

para sí Javier, al que el aristócrata y sussarcasmos le irritaban. Tras la despedida delmarqués —la mano casi flácida, se veía que elcontacto físico no le gustaba—, Javier se sentóy apuró la copa de ron con naranja que lehabía servido la criada. Le molestaba ese estilode saludo, como si aquel noble condescendieraa tocar a los demás mortales o fuera el residuode una forma antigua de sumisión.

—¿Te importa si nos tuteamos? LlámameRaquel, por favor —dijo la marquesa—. Puesbien, Javier, tus razonamientos sonimpecables, aunque personalmente pienso quedeberías sonreír más... ¿Quieres otra copa?

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Voy a decir al servicio que puede retirarse.Mientras Raquel Zurita daba las órdenes

pertinentes, Javier pensó que tenía razón. Lapérdida de su padre, aún no muy lejana, lehabía hecho parecer más adusto y grave de loque era. Pero aquel comentario no erainocente. Javier asoció de inmediato lafamiliaridad a la ausencia del marido. Era undetalle que tener en cuenta. Como esa manerade pasar a territorios privados y esa miradaafilada, diseccionadora, de sopesarposibilidades, ahora que la mansión sequedaba sin testigos indiscretos.

—No sé si te estoy entreteniendo, pero sino tienes nada que hacer, podríasacompañarme un rato. No quiero quedarmesola. Y no es por miedo, la casa está protegidapor circuitos de televisión, infrarrojos,alarmas... No sabes lo que valora el marquéssu colección, está obsesionado con laseguridad. En un minuto puedo hacer que unapersona derribe la puerta para rescatarme decualquier malvado... que quiera robar suscuadros. A veces me dan ganas de hacerlo.

—Estoy seguro... Supongo que hay pocascosas a las que no se... perdón, no teatreverías.

—No creas, el mundo suele estar duro,espeso, no se puede hacer mucho con él.Prefiero tratar con sus habitantes uno a uno, y

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no en abstracto. —Le miró con intención,apurando las sílabas—. Hay algunosespecímenes interesantes.

—¿Yo te parezco interesante?—Bueno, no quise decir eso —su mirada,

sus labios, mentían—, pero ya que lomencionas... sí, eres más interesante queatractivo. El aire de profesor repolludo, conalgunas canas grises, no cuadra con la miradade chico travieso y pícaro. Quédate y hazmecompañía. No te arrepentirás. Tal vez veascosas que nunca pensaste, siempre se puedeaprender algo. Porque te voy a decir una cosa,señor Javier Carreño, no me creo esa pose desuperioridad sutil que desprendes, ese tufillode trabajador de la educación y la cultura quetiene que bregar con los caprichosos ricos a losque, en el fondo, desprecia.

Javier Carreño se vio en la obligación dereplicar. No esperaba aquella lectura de supensamiento, o mejor, de su estado de ánimo,y le pilló desprevenido.

—Yo no...—No te preocupes. Me ha costado mucho

llegar a donde estoy, no lo hubiera hecho si nohubiera sabido qué significaba la mirada de loshombres. La tuya decía eso. Ven conmigo, yotambién soy un náufrago. No sé por qué lohago, pero acompáñame.

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Raquel tomó una llave de una caja demadera negra lacada y salió de la habitación.Detrás, un atónito Carreño se dejaba conducirhasta un ascensor privado. Había miradasextrañas, no se sabía si de desafío oseducción, matices del eterno lenguaje entrehombre y mujer. Al llegar a una puerta en elpasillo del último piso, Raquel se volvió,resuelta.

—Antes de nada, tengo que tener tupromesa de total y absoluto silencio sobre loque vas a ver. No te preocupes, no es nadailegal.

Una vez que Javier lo hizo, la marquesa,protegiéndose con el cuerpo, introdujo la llavey una clave en un panel de cristal. Hubo unpequeño zumbido, una luz violeta que seapagó en algún lugar del techo, y los dospasaron a una galería con la humedad ytemperatura perfectas y donde se veía unadocena de obras de arte.

—Supongo que tasar estos cuadros te serámás difícil.

Ante él se mostraban, iluminadas por unaluz exquisita que las resaltaba de la paredoscura, algunas maravillas que jamás hubierapensado poder contemplar. Una madona queparecía de Rafael, un dibujo de Leonardo,cuadros de Van Dyck, Van Eyck, Lucas vanUden y Gerard David...

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—No me digas que este es San Jorge conel dragón de Jan van Eyck. No puedo creerlo.

Javier se había inclinado para ver el títulodel cuadro en el historiado marco. Sus ojos sehabían abierto, como su boca. El vello de sucuerpo se había erizado.

—Créetelo. El famoso cuadro que en,1444, Alfonso de Aragón se llevó a Nápoles,vendido por Berenguer Mercader y mediaciónde Johan Gregori, marchante establecido enBruselas. Un cuadro que desapareció en Italiaen el siglo XVI y que tras algunos avataresconseguimos comprar a quien lo tenía. Megusta seguir la pista a esos cuadrosdesaparecidos, aunque siempre existe unperiodo oscuro, que solo sabría contar elpropio cuadro. En qué manos estuvo, cuálesfueron sus peripecias. En fin...

Raquel calló. Javier no atinaba. Miraba,volvía la cabeza, intentaba realizar algunapregunta que no lograba salir de su garganta.

—Veo que te has quedado boquiabierto.Este es un placer reservado a muy pocos.Ningún cuadro ha sido robado —continuó ella—. Digamos que son... joyas exclusivas queestán al alcance de muy pocos. Hay quienprefiere tener enormes y aburridas villas oyates en los que te acabas mareando. Yo,como el marqués, prefiero los cuadros. Pensaren quién los hizo y en ese placer secreto de

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asistir a un milagro del tiempo detenido, en labelleza que poseen, me estimula en todos lossentidos.

Era evidente que el morbo excitaba aRaquel. Su mirada se afiló y se preparó paragozar.

—Tantas maravillas... —balbucía JavierCarreño, que parecía no fijarse en la mirada desu anfitriona, en cómo acomodaba su cuerposobre un sofá tras encender un sofisticadoequipo de música. La canción que se oyó acontinuación fue un tema de Stan Getz y JanGarbarek, del álbum I took up the Runes. Laidentificó inmediatamente. Él tenía el mismodisco.

—Desde este sofá se ve el mundo de otramanera. Prueba a mirarlo desde aquí.

Javier se dejó arrastrar por esa voz, sirenaque llamaba al sorprendido náufrago a suplaya.

—¿Y a mí, también me tasarías? —lepreguntó al atraerle hacia sí.

—¿Y tu marido?—No te preocupes, no llegará hasta la

madrugada, o incluso dormirá fuera. Lallamada era de su amante. Él también conocemis gustos y no pone ningún reparo en que lossatisfaga. ¿O es que te excita que nos puedasorprender, acaso?

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Aquella mujer era única, pensó JavierCarreño, que de alguna manera estabadesconcertado, como ocurría cuando la mujerlleva la iniciativa ante el hombre,acostumbrado a dar los pasos necesarios parala conquista. Además, no podía desprendersede la sensación de ser manipulado en unavenganza típica: cuernos contra cuernos,sensaciones que le descolocaban.

—Creo que no me he equivocado contigo—jadeaba Raquel—. Tu pecado es la lujuria...como el mío.

Iba a replicarle Javier que no, que enrealidad era la pereza, o una tibia melancolía,pero el momento no era para conversar. Susbocas, sus brazos, se enlazaron con atracciónmagnética e hicieron el amor como salvajes,casi con violencia, algo que fascinaba a lajoven marquesa. Gozaba con aquel encuentroen el que los cuerpos buscaban el placer consu lenguaje perentorio y concreto. No habíatiempo para la caricia, salvo que ésta fueradedicada a obtener más excitación, tanto porintensidad como por el lugar donde eraaplicada. Javier se había subido al carro delextremo placer y se dedicaba a ello sin rodeos.Estaba sucediendo algo que no siempre ocurríaen los primeros combates amorosos. Una dosisaguda de lascivia se mezclaba con la químicade la piel y sus resultados eran espectaculares.No había movimiento que no se secundara,

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unión que no se realizara entre los dos,agotando todas las posibilidades. Sus sexos,sus bocas, sus manos, todo eran herramientaspara fundir los cuerpos, hacerlos vibrar alunísono en una intensa ceremonia a la quecontribuían, mirando desde la pared, aquellosraros y valiosos cuadros.

—No ha estado mal —dijo Raquel trasrecuperarse del orgasmo—. Pero ahora tengohambre. ¿Te apetece caviar con champán?Creo que es lo más indicado en estosmomentos. Y después, frambuesas y frutasexóticas. No te muevas, voy a prepararlo.Mientras tanto puedes observar a tu placer.Nadie te vigila... salvo la cámara, desde luego.Una cosa es que no estén conectadas lasalarmas y otra que no se grabe todo lo quepasa aquí.

—Entonces... ¿nos ha grabado?—Desde el primer al último minuto. Como

ahora mismo. Por eso te aconsejo: sonríe. Seborran cada dos días. A menos que yo,accidentalmente, presione el botónequivocado. No te apures, bombón. Si lo veoun par de veces será para afinar más la técnicay para descubrir posibilidades. Ese culito, porejemplo, puede estar muy bien visto desdedetrás...

Vestida con una bata que había sacado deun armario en la pared, Raquel y su risa se

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perdían por el pasillo. Javier se levantó y,desnudo como estaba, paseó por la sala.Aunque pudiera resultar paradójico, sobre todopor la temática religiosa de alguno de loscuadros, le invadía un creciente placer alcontemplar aquellas maravillas tan cerca yhacerlo despojado de ropa, gozo quedescendía cuando caía en la cuenta de queestaba siendo grabado. No debía olvidar elborrado de la cinta de vídeo. La posibilidad deque ella lo estuviera utilizando hizo que sediluyera la sensación de flotar, ingrávido, enuna burbuja de placer estético, que le habíaarrebatado ante un cuadro de Pieter Brueghelde un alegre baile campesino. Aquel cuadroera distinto del que se conocía del célebreBrueghel, tal vez anterior, se dijo.

Parecía que allí, desnudo, bañado a mediaspor la luz que también iluminaba el cuadro, laescena se estuviera representando ante él.Cuando llevaba un buen rato se impusomoverse, inquieto por lo que abría aquellafascinación.

En algún lugar había leído que el cerebroproducía unos setenta mil pensamientos porminuto de los cuales, la inmensa mayoría,sesenta y cinco mil, eran copias recurrentes demodelos ya probados, iban por los mismos yrepetidos derroteros, maravillas delinconsciente. Así pasaba una y otra vez con elarte y los artistas, aunque siempre cabía la

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sorpresa, quizá donde menos se esperaba. Y aél le había sucedido. Pensaba que en el artemedieval y renacentista, el azar del tiempohabía hecho una rigurosa selección queconseguía eludir esos caminos trillados. Eradifícil de explicar, pero las personas queamaban el arte, como él, eran capaces dellorar en un museo, de excitarse incluso... Sepodía amar algo inanimado, muerto, encerradoentre cuatro paredes, en un lienzo o una tabla.Y allí, sin frontera ninguna entre su piel yaquel cuadro, desnudo frente al alma desnudadel pintor, sintió la atracción de un abismo, ladilución de la realidad, la abducción de su yo através de la pintura.

Con los cuadros que vio à continuación fuepeor. Ante unos Ángeles custodios de GerardDavid, una Santa contemplando una calavera,de Van Dyck y un Paisaje después de latormenta de Lucas van Uden, empezó aperderse. Aquel placer, rayano en laprovocación, lo tomó por entero: el placer dela transgresión. Comprendió a Raquel. Supoque quería repetir aquella experiencia, quequería volver a pasearse desnudo ante loscuadros, hacer el amor con aquella mujerexcesiva y gozar de noches inolvidables.

No se percató, observando cuadro acuadro, de que Raquel había aparecido en lapuerta. Ella le observó un momento y luego,soltando el lazo de su bata, que cayó

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mansamente a sus pies, lo sacó del instantemágico: —Vaya, yo diría que esa es una buenaerección. Como si no hubiéramos hecho elamor. Los cuadros te excitan... ¿O soy yo?Anda, miénteme, bien sé yo lo que se sienteaquí.

El cuerpo de Raquel lo trajo de vuelta almundo. Por un momento Javier pensó que, porsupuesto, no había sido el primer amante, yque quizá no sería el último.

—Es sencillamente embriagador —siguióRaquel—. La libertad absoluta. A veces piensoque me gustaría pertenecer a una secta tipolos adamitas, ya sabes, a la que se decía quepertenecía El Bosco. Pero en moderno, claro, alo Stanley Kubrick en Eyes wide shut, esaceremonia maravillosa, ese ritual pagano yhedonista, esa multiplicación de escenas ensalas, con espejos que devuelven la imagen deesos cuerpos desnudos, esas capas negras,esas máscaras evocadoras de Venecia...

—Cuando encuentre algo así te lo harésaber —respondió Javier, aún tocado, en loprofundo, por el arrebato casi místico quehabía experimentado.

—Ponte algo para cenar. Eso, después deque le dé su merecido —dijo Raquelarrodillándose ante él—. Me parece quetodavía tiene hambre. No se puede quedar así.

Lo que siguió no lo había vivido nunca.

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Raquel no se contentó con el sexo y lostestículos, sino que le succionó con técnicadepurada los dos dedos gordos de los pies, altiempo que le rascaba con suavidad pies ypiernas y la zona del escroto. Vibraba cuandose derramó en su boca y el universo entero. Yle sucedió algo curioso que Raquel, a tenor desu mirada, debió de considerar femenino.Aquel orgasmo terminó en una especie delloro, pero no de tristeza, sino de emoción:una explosión que había roto todos los diques.Después de aquello, solo restaba el silencio yRaquel, buena conocedora sin duda demomentos parecidos, le dejó perderse en ellos,como un niño desamparado que no sabe quéhacer ante el regalo de los juguetes que tantoanhelaba.

Casi media hora después, vuelto a su edady al lugar encantado, harto de caviar y cava,de frambuesas, arándanos, lichis y otras frutasexóticas, Javier sacó el tema.

—¿No te gustaría que borráramos lo que seha grabado? Por si se te olvida.

—Ah, ¡tienes miedo...! Qué interesante.Vaya cara que has puesto. No, en serio, no mepodría permitir ese descuido. Él no pensaránunca que lo que llama «su santuario» ha sidoprofanado por miradas ajenas. Lo de lainfidelidad le da igual, pero si se entera de quehas entrado aquí, será como sentirse violado.

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Y eso puede ser peligroso. Tras aquella primera visita se sucedieron

algunas otras, citas para una pretendidatasación en las que nunca encontraba almarqués y Raquel lo recibía con conjuntosespeciales, ropa interior de diseño y fantasía.Entre combate y combate amoroso, habíalogrado aprenderse bien aquella galería demaravillas: Brueghel, Vermeer, Rembrandt,dibujos de Leonardo da Vinci, doce obrasmaestras oficialmente desaparecidas. Quizásese interés no pasó inadvertido para suamante. Con el pretexto de viajes y negocios,Raquel fue demorando los encuentros. Elúltimo había tenido lugar en un hotelreservado. La tensión erótica habíadescendido, lo que era evidente para los dos.El comentario que hizo Raquel pretendía, talvez, encontrar una salida no demasiadopenosa a la situación: —El marqués pasaúltimamente mucho tiempo en el santuario.Dice que va a cambiar la disposición de loscuadros. No sé si va a vender alguno, creo quetiene dificultades financieras. A pesar depresidir unos cuantos consejos deadministración, ha perdido mucho dinero enbolsa. Está revisando la instalación, lascámaras, los infrarrojos. De momento nopodemos volver.

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«Mejor —pensó Javier—, así no me sentirécómplice de una colección dudosa, o al menosde uso exclusivo, algo contrario a las reglas delarte y los museos». Como si lo intuyera,Raquel continuó: —No sé si te he contado lo delos coleccionistas exclusivos. Esta es unainformación confidencial. Si el mundo de losgrandes coleccionistas de arte es pequeño yexquisito, lo es aún más el de los exclusivos,personas con galerías muy, pero que muyprivadas, con cuadros que el resto de losmortales no podrá ver nunca. Casi como unasecta. Se supone que el coleccionista al final esdadivoso, que se contagia de la belleza yquiere compartirla, pero algunos seobsesionan. Quizás tenga que ver con elpoder, es muy masculino. Yo tengo otroconcepto, no me gusta acaparar tesoros quesolo yo pueda ver. Pero temo que al marquésse le está yendo la cabeza.

«Puerta que se ha cerrado —pensó Javier—. Nuestros polvos tenían sentido en la galeríasecreta, aquí somos un par de vulgaresamantes. Ella está pensando en sus cosas y yoen las mías. Imposible recuperar el ambienteque se crea allí dentro. Esto no da más de sí».

No se equivocó. El «de momento» seconvirtió, pasados los días, las semanas y losmeses, en citas aplazadas, llamadas porteléfono y algunos correos. Aún se vieron unavez más, entre las prisas de ella, y el

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encuentro sirvió para certificar a ambos que larelación se marchitaba.

—Pase lo que pase, nunca le cuentes anadie la existencia del santuario. Ni a tu mejoramante. El marqués cada día está másmisterioso. Y es mal enemigo.

—Descuida, sé lo que me juego. Pero lodices por algo; ¿crees que sospecha que tienesun amante?

—No, querido, no sospecha, está seguro deque tengo amantes. Como yo sé que él lastiene.

No sabía qué le había molestado más, si eltono en que pronunció «querido» o la palabra«amantes», en plural. Buena conocedora de lapsicología masculina, Raquel se vio en laobligación de matizar: —Lo que no sabe es queuno de ellos ha estado en su galería secreta.Sí, solo uno, tú... No sé por qué razón está tansusceptible —añadió por último—. Para él, solohay algo más importante que los negocios. Loscuadros. Sus cuadros. Hasta ha llegado a nodormir toda una noche antes de una compra.Ya te llamaré. Estaré algún tiempo fuera.

*

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1495

Un estrecho vínculo lo unía con aquella

imponente catedral de San Juan, templo de lacristiandad, mole de piedra que se elevabaentre las casas de la población des'Hertogenbosch. Lazo que iba más allá de losencargos hechos a su familia, artesanos quetrabajaban en aquella construcción, o los quele habían hecho a él mismo: tablas quecolgaban en algunas capillas, la restauracióndel retablo del altar de la Cofradía de NuestraSeñora o los diseños de las vidrieras.

De aquel lugar le atraían los niveles másaltos, desde los que podía contemplars'Hertogenbosch y sus alrededores, lasmarismas de los ríos que la circundaban, loscanales, los campos adyacentes. Desde aquellaaltura, con la compañía de los canteros o delas esculturas de diablos, sentados ahorcajadas sobre los arbotantes, que tan bienconocía, se sentía libre, elevado como unpájaro, uno de aquellos seres alados quepintaba en sus cuadros, alma tendiendo a losuperior.

Era hombre, Jeroen, Hieronymus,necesitado de perspectivas aéreas, elevacionesque le permitieran perder su vista en la

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lejanía, angustia de los artistas que viven ensitios extremadamente planos. Ahora, enalgunas ocasiones, con el arquitecto, escultor ygrabador Alart Duhameel, subía a losandamios y paseaba por la cima de piedra delas estructuras acabadas, con la excusa decontemplar la luz para las vidrieras, para elegirlos colores más adecuados, que armonizarancon el paisaje de fuera como tenían quearmonizar con el paisaje interno de cadadevoto en el recogimiento de aquella nave quehendía el espacio y que buscaba hacer máslento el tiempo. En aquellas visitas,Hieronymus se quedaba a menudo extasiadoante el horizonte, entre el vértigo y lameditación. En aquella lejanía de canales,colinas, torres lejanas, cultivos, tejadoscercanos, situaba el escenario de sus cuadros,imaginaba, remodelaba, habitaba otrasgeografías, recreaba ciudades lejanas, otrosambientes y paisajes donde se desenvolveríansus figuras y alegorías.

El mundo estaba allí, al alcance, y todomerecía ser pintado.

* —Su capacidad de inquietarnos, de

seducirnos, de apasionarnos, de fascinarnos,

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resulta de remover cosas muy profundas delinconsciente —afirmaba Carreño—. En estocoincido con Jung ha movilizado los arcanos,los símbolos. El mensaje es simple y claro. Hayvarios caminos, varios senderos, pero elhombre tiene que escoger el suyo, el propio.

Aunque estaban lejos de la cafetería delmuseo, en aquella primera cita vespertina enel Madrid de los Austrias, Javier e Himikoparecían volver a los mismos temas.

—El camino esotérico de El Bosco, si lotuvo, tal y como lo concebimos ahora nosotros—y en realidad no fue una pintura paraclientes burgueses que disfrutaban con estetipo de enrevesadas y sesudas alegorías—, hayque situarlo entre dos cuadros: el reverso deltríptico El carro de heno, con el Loco,alrededor de 1490, final de la primera época, yla madurez, que llega a su culmen con Eljardín..., hacia 1505. Entre las últimas obrasaparece el otro Loco, El hijo pródigo, hatraspasado un nivel y ha crecido, aún sigue suevolución, su muerte cercana, ya intuida, noes más que un paso, el cruzar otra frontera.Se ha cerrado el círculo iniciado con El carro deheno. Es su despedida sencilla y simbólica.

—La verdad es que puedes conseguirimpresionarme —replicaba Himiko—. No sétanto de pintura flamenca. Lo mío es otrocamino, mucho más contemporáneo.

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—Pero si tu arte y tu camino es otro, ¿porqué copias El jardín? ¿No sería mejor un regaloa tu abuelo de tu propia pintura?

—Es un secreto. Lo sabrás muy pronto. Talvez esta noche.

Javier se imaginó cualquier tipo deambigua promesa tras la palabra «noche». Lacosa parecía ir bien, si no metía la pata. Ellaera sensible al arte y la pintura, joven yhermosa, tenía sentido del humor y adivinabaun océano de ternura y lujuria sobre su suavepiel. Un sexto sentido le advirtió de queaquella mujer podía ser peligrosa, adictiva,pero aquello le excitó aún más.

—De todas maneras, crees que lo sabestodo sobre El Bosco, pero no es así.

—Siempre se puede aprender. Más de estepintor que admite tantas interpretaciones.¿Qué es lo que tendría que conocer sobre ElBosco?

—En mi casa tengo la respuesta a esapregunta. Te lo advierto, no pienses lo que noes —dijo Himiko viendo la cara de Javier—.Ahora mismo estás pensando en la última vezque hice el amor y en si estaré o nonecesitada, has puesto cara de macho ante elque se le presenta una oportunidad.

—No pienso nada —mintió el comisario—.Hace tiempo que me dejo sorprender por las

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mujeres. Es mucho más divertido... einstructivo.

—Eso no lo dudes. No perdamos mástiempo.

La manzana de viviendas a la que llegaronen taxi, en un antiguo polígono industrial de lacarretera de Barcelona, no tenía nada que vercon lo que podría haber imaginado, el típicoalmacén cutre y contracultural. Aquella erazona de diseñadores, artistas de cine, altosejecutivos liberales. Zona de pasta yvideoporteros.

Si Javier Carreño se había hecho algún tipode ilusiones, pronto se disiparon. Lo que tardóHimiko en abrirle la puerta y hacerle pasar. Enla salita, a la luz de una potente lámpara,esperaba un viejecito leyendo un libro con lashojas pegadas casi a la cara.

Javier Carreño se quedó clavado. Noesperaba que Himiko viviera con alguien.

—Abuelo, sabes que no puedes leer muchotiempo, no te hace bien a los ojos... ¡Y laventana siempre abierta! ¡Está la casa helada!Te presento a Javier Carreño. Javier, este esmi querido abuelo Jerónimo. De joven fue unbuen pintor.

—Tanto gusto. Perdone, a veces soy unpoco duro de oído. Pase y siéntese. Voy a pormi aparato. También estoy mal de la vista,

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pero para eso no hay remedio. Los años noperdonan, ni siquiera para mí, que soy unindultado.

Mientras el viejo, alto y nervudo, con pelosblancos y porte antiguo, desaparecía en elinterior de la casa, Himiko, bajando la voz,añadía: —Mi tío abuelo, que acaba de cumplirlos noventa y cuatro, llegó hace diez años,después de la muerte de mi madre y muchodespués de la de la abuela. Tenía algo dedinero que había hecho en Venezuela. Pero nocreas, lo pasó mal en su vida. Era anarquista,luchó en la Guerra Civil y tuvo que salir deEspaña. Acabó en un campo de concentraciónalemán, pero sobrevivió a la Segunda GuerraMundial y pudo emigrar a América.

—Vaya personaje...—No lo sabes bien. Compró este piso en

Madrid y luego quiso que yo viniera a viviraquí. Tengo mi estudio y mi casa, aquí pinto yconverso con él, me gusta escucharlo ycuidarlo. Me ha dicho muchas veces que serésu heredera. Aunque es hueso duro de roer.Una vida dura. No me extraña que estécansado. Toda mi vida oyendo hablar de él,fantasma siempre presente, y de prontoaparece; creo que quiere morir aquí. Como loselefantes cuando sienten el final, hizo sucamino de vuelta. Últimamente ha perdidomucha vista, y se ha tenido que poner un

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aparato en el oído.A Javier Carreño se le olvidó el motivo de

estar allí. No sabía qué le producía másperplejidad al contemplar las vidas ajenas quese mostraban ante él, si las múltiples formasdel amor y la vida o los refugios de ternuraque cada uno pretendía construir a sualrededor.

—Fue siempre un mito familiar. Comencé apintar por lo que oía contar a mis padres de él.Ahora se halla en la última parte de su vida,medio sordo y medio ciego, y le cuido. Sé quesiempre le ha gustado ese cuadro, que le haríailusión una copia. Quizá se vea reflejadocuando él era joven, la nostalgia de otrostiempos, cuando copiaba obras en el Prado queluego vendía.

El viejo pintor, larga espiga algo encorvadaal final, llegaba con el audífono y una sonrisaen la cara. Se notaba que estaba hecho debuena pasta, o quizá, pensó Javier, el habersuperado tantas adversidades le daba uncarácter casi invencible.

—Abuelo, Javier es profesor de universidadde Historia del Arte, un experto en pinturamedieval y flamenca. Ahora trabaja en elMuseo del Prado preparando una nuevaexposición, la definitiva, sobre El Bosco.

—¡En el Museo del Prado! Le felicito.Siempre es envidiable trabajar en el Prado...

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—Eso no lo diría si tuviese que bregar conel director...

—Seguramente. Los jefes son siempre losjefes y lo peor en este mundo es siempre elpoder. Los energúmenos que detentan algúntipo de poder. Se lo digo yo, que he sidoanarquista y después empresario. Pero ustedal menos está en contacto con las obrasmaestras.

—Creo que trabajó usted en el Prado antesde la guerra...

—Pues sí. Yo también vine, como RafaelAlberti, a Madrid, a empezar mi carrera depintor, a los diecisiete años, copiando cuadrosde El Prado. Y curiosamente, empecé por ElBosco, El carro de heno, que me parecía másfácil que El jardín de las delicias. Luegomarché a París, y cuando, ya de vuelta,comenzó la Guerra Civil, estuve una pequeñatemporada en el museo, antes del traslado delos cuadros. Para mí el Prado tiene el sabor dela guerra, lo peor del hombre, mezclado con lomejor que se almacenaba allí, el arte, labelleza, la vida... Qué tiempos. Creo que estoyen esa etapa en la que dicen que nos sumimoslos viejos en las que está más cercano el ayerde setenta años atrás que lo vivido un ratoantes. Pero no le aburro con mis reflexiones.Dijo que era el comisario de una exposiciónsobre El Bosco.

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—Sí, ya está en marcha, esta clase deexposiciones cuesta varios años prepararlas.Pero esperemos que todo vaya bien y latengamos lista para dentro de quince meses,en julio.

—Qué coincidencia...—¿Cómo? —preguntó Javier intentando

que el viejo completara la frase que habíadejado en el aire.

—En realidad no debiera extrañarme. Hacetiempo que pienso que no hay casualidades enla vida, sino encuentros. Siempre me interesóEl Bosco, ha sido una constante durante todami vida.

Y entonces, sin solución de continuidad, oquizá interpretando el silencio de JavierCarreño como el final del diálogo, el viejosentenció: —Bueno, quizá esta sea unaconversación para tener en otro momento.Además, a estas horas soy más lento. Hija, mevoy a la cama. Estoy fatigado. Buenas noches,pase a vernos cuando quiera y hablaremos deEl Bosco, ese fantástico holandés.

La velada acababa, de pronto, de unamanera rápida y abrupta, casi tal y como habíaempezado.

—Yo también me voy, creo que ya es hora.Mañana tengo que levantarme temprano.

—Te doy la gabardina y te acompaño a la

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puerta.Besó a la pintora en las mejillas, rozando

la boca, los dos demorándose. A veces lanoche esconde promesas: los deseos seproyectan o se aplazan.

—Nos veremos mañana en el museo. Quetengas felices sueños —se despidió Himiko.

—Lo intentaré, aunque más feliz hubierasido de otro modo...

—No seas malo. Mi abuelo últimamenteestá un poco pachucho, me gusta cuidarlo. Esel único que tengo. Quería que te hablara desu época en la República y la Guerra Civil, desus teorías sobre El Bosco, pero esta nocheestaba ya fatigado.

—Otro día, ¿vale?—Vale, el día que se te quite esa cara de

decepción. No desesperes. La vida hacemuchos regalos, incluso cuando menos te loesperas. Puede suceder hasta en los museos.

*

Julio de 1574

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Correspondencia, transcrita de cifra secreta

Sacra, católica majestad:

Antes de partir en lamisión que don Luis deRequesens, por mandato devuestra majestad, me haencomendado en Inglaterra,con objeto de conseguir deIsabel I el permiso paraque los barcos españolespuedan acogerse en lospuertos ingleses en casos demal tiempo, he de informarde otros aspectos que V. M.me encargó personalmente en

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el año de gracia de 1573,cuando viajé a Madrid con elcometido de pedir másdineros, tropas y recursospara cumplir con lasmisiones encomendadas.Gracias a vuestragenerosidad pude volver aFlandes seis semanas despuéscon todo lo que se demandabay que dio gran impulso a laguerra con los rebeldes,coronado por la victoria deMook, el 14 de abril, enuna vigorosa campaña delgeneral duque de Alba, que

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triunfó en Nimega y Harlem.Pero de todas lasmisiones que he hecho paraV. M., es esta sin duda lamás difícil de satisfacer,pues aunque vuestrasinstrucciones son concretas,no sé la mejor forma dellevarlas a cabo. Comenzarépor las noticias que dispongosobre Ierónimo Bosco y suciudad de nacimiento, laciudad de Balduque, dondemoró toda su vida, y en lacual no encontrédescendencia, por no haberla

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tenido con su mujer, Aleyt,también difunta. Hoy existenpocos con vida que leconocieran personalmente, yeso siendo muchachos, quetampoco pueden aportarnuevas claras.Sábese de cierto que eracristiano romanopracticante, y queperteneció a la Cofradía deNuestra Señora, para quienrealizó cuadros, así comopara la catedral de la ciudad,San Juan, que durante suvida estaba en construcción y

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donde trabajaron muchos desus familiares.En cuanto a los contactoscon alquimistas, se cuentaque era amigo de un tal AlGobius, que también habitóen las cercanías de la ciudad,hombre de cábala yastrología, destilador depócimas y perfumes, ycristalero experto. IerónimoBosco fue miembro destacadode la comunidad y pintorfamoso. De tal modo que lellegaban encargos delexterior, tanto como de la

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propia Balduque. He pasadopor esa ciudad, la pequeñaRoma, varias veces a lolargo de las campañas,primero con el Duque deAlba y luego con Luis deRequesens, que tienereducidos a los herejes yrebeldes al rey y señornatural Felipe II, aunquecierto es y no de descuidarque esos herejes demuestrantener gran coraje y valor enlas batallas, de suerte que noes fácil doblegarlos.He pasado por la

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ciudad, como os digo, a lolargo de la campaña yaunque sus pinturas ytablas tengan más famaincluso que cuando las pintó,no queda nada en lapoblación que lo recuerde,salvo los cuadros de lacatedral de San Juan, untríptico sobre La creacióndel mundo, que va desde elEdén al infierno. Otra de laspinturas de este tipo,denominada La variedad delmundo, está en poder denuestro capitán general, el

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duque de Alba, confiscadahace seis años al príncipeGuillermo de Orange,cabecilla de la rebelióncontra los españoles.No queda, desde luego,en la población ningunatabla que se denomine Jonásy la ballena y la familia delpintor a la que enprincipio acudí, los nietosde sus hermanos, no larecordaban, ya que lamuerte del pintor acaecióhace ya casi setenta años.Más suerte tuve con la

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familia de su mujer, Aleyt,y con los miembros de laCofradía de Nuestra Señora.Por ellos he logrado saberque a la muerte del insignepintor, ese cuadro, de losque pintó en los últimosaños, fue adquirido por elembajador en Flandes delduque de Milán, AntonioSiciliano, que visitó a ElBosco en 1514, ocasión en laque le compró algunaspiezas. Dicen que tenía elencargo de un importantecardenal veneciano, y a

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Italia debió de llevarlas elembajador cuando partió,junto con otras obras devalor.Desconócese aquí si latabla siguió en Milán o pasóa algún otro Estado, ya queen ese país hay grandesmagistrados, prelados ypríncipes que coleccionanvaliosos cuadros y noreparan para ello en gastos.Por el general de los ejércitosde V. M. en Flandes, aquien fielmente sirvo, donLuis de Requesens,

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embajador en Roma antes desu actual misión, he podidosaber que uno de loscardenales más ricos y quemás dinero empeña encomprar obras de arte de losmás famosos e insignespintores y escultores esAlejandro Farnesio.Yo mismo oí hablarmucho del cardenal Farnesiocuando siete años atrás, en elmomento en el que el duquede Alba reunía sus fuerzaspara marchar sobre losrebeldes flamencos, recibí mi

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primera misión diplomática,siendo enviado por el generala Roma, a la corte delpontífice Pío V, paraobtener la bendición papalen esa expedición y guerra.Allí conocí al cardenal,favorecedor de la causaespañola. Él acordó la pazentre Carlos V y FranciscoI de Francia. Se habla deque es un eterno aspiranteal papado. Y lo que esseguro, por haberlo yo oído ytenerlo por verdadero,aunque no pude comprobarlo

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en persona, es que tiene unaimportante colección decuadros y tablas flamencas.Si el cardenal posee elcuadro que V. M. pretendees cosa que sin duda puedesaberse de cierto en pocotiempo. Y de no ser él, esprobable que sepa delpropietario actual de latabla, ya que sus relacionesen este punto son de sobraconocidas. Si hay alguien enRoma capaz de saberlo, esees el cardenal AlejandroFarnesio.

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Vuestro servidor en Flandes,capitán de vuestros tercios,Bernardino de Mendoza

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Capítulo V

Tiempos de resistencia

Es cierto que perdimos

el campo; mas, ¿qué importa? No estátodo

perdido si concordes retuvimos,

el ánimo invencible,

y nos queda el ingenio necesario

para encontrar un modo,

por más que sea osado y temerario,

con que saciar el odio inextinguible,

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E

la venganza, la ira

que ese fiero enemigo nos inspira.

John Milton,

El Paraíso Perdido, Libro I.

n la madrugada del 10 de mayo de 1940,fecha de la invasión nazi de los Países

Bajos, tuve una pesadilla inquietante. Meencontraba en un túnel, enfangado por lacintura, y aunque avanzaba hacia una luzblanca que mostraba la salida, infames yviscosos engendros me lo impedíanagarrándome de las piernas. Estaba dentro deun cuadro de Hieronymus.

—Eso crees, que solo estamos en loscuadros de El Bosco.

Una criatura híbrida, viscosa y ganchuda,con caparazón de tortuga y garras de águila,ojos de pescado y aguijón de raya, se habíasubido al hombro y desde allí me hablaba.

—Hieronymus consiguió que posáramospara él. No nos inventó su fértil imaginación.Vivimos en el mundo, entre vosotros, desde

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hace muchos siglos. Tenemos el mejorescondite del mundo. Nos ocultamos envuestra cabeza.

Me subió una náusea a la garganta,angustia del encerrado, acorralamiento delalma. Estaba intentando luchar con aquellocuando me despertó Giselle, zarandeándomecon fuerza. Desperté empapado en sudor y via una mujer agitada, en camisón, los pelosrevueltos.

—Monsieur Díaz, los alemanes haninvadido Holanda.

Acto seguido, y con voz excitada, me contólo que decía la radio.

—Aviones alemanes cruzaron hace horas elcielo holandés hacia el oeste, pasando de largohasta el Canal. El ejército creyó que losaviones se dirigían a Inglaterra, pero losescuadrones dieron media vuelta sobre el mardel Norte y regresaron a las bases holandesas,bombardeando en tierra los aviones de laFuerza Aérea. Ha empezado la guerra.

Eso la entendí, en el francés nervioso quehablaba, mientras intentaba controlar sucuerpo y sus emociones. Cuando la abracé, mepercaté de que un leve temblor la tomabaentera. Tenía treinta años, algunos más queyo, pero se abrazó a mí como si fuera suhermano mayor, alguien con fuerza varonilpara dominar el miedo.

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Fueron solo unos minutos, pero una chispaeléctrica me recorrió desde el cabello a lospies. Aquel cuerpo de mujer se pegaba al míobuscando cariño y protección. Si, encondiciones normales, lo que acababa dedecirme hubiera hecho que me levantara comoun resorte, su tibia y perfumada presencia mehacía dilatar cualquier acción, cualquierpalabra. Comencé a acariciarle el pelo, lo quela tranquilizaba. Aquella hada nórdica, aquellavalquiria, era de carne y hueso, sentía. Y mehacía sentir.

Nos besamos. No sé lo que duró aquello, elmundo volviéndose loco hasta el delirio ynosotros allí, abrazados en la cama, temiendovolver a la realidad y sabiendo que cuando lohiciéramos se acabaría el hechizo. Al cabotuvimos que hacerlo y acudí con Giselle aescuchar las noticias. La radio emitía músicanacional, himnos, llamamientos al patriotismoque ella me traducía. Y sin embargo, a pesarde la gravedad que nos dominaba, pude ver ensus ojos un brillo distinto, el mismo que habíaprovocado en mí el contacto con su cuerpo ysus labios. Sintonizamos la BBC, que en esosmomentos comenzaba a hablar,escuetamente, de la invasión.

Santiago Mainger no estaba en casa. Unallamada de teléfono, sin duda comunicándolela noticia, le había hecho abandonar sumansión en plena noche. Había despertado a

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Bruno y a Giselle, que encendió el aparato deradio.

Aquel día iba a ser muy largo. El ama dellaves fue a hacer café, no sin antes mirarmede una manera especial, yo diría que amorosa.Le devolví esa mirada, que en aquel vendavalde sucesos, me serenaba. Por la ventanacontemplé cómo amanecía, cómo llegaba lamañana de aquel día histórico, que enapariencia no se diferenciaba de los anteriores.

Serían las diez de la mañana cuandoapareció Mainger. Se metió en el despacho yllamó a Giselle. Luego llegó mi turno.

—Monsieur Díaz, me temo que no podráterminar su copia. Ya sabe lo que sucede. Fui aver a mi amigo Jacques Goudstikker, que fuequien me alertó por teléfono. Teme por sufabulosa colección, pero no creo que puedahacer mucho. Debería irse cuanto antes aInglaterra. Ya sabemos cómo tratan los nazis alos judíos.

Me pregunté qué relación tenían aquelloshombres. En cualquier caso, era afectuosa, decolegas ilustrados.

—Yo me iré también y me llevaré loscuadros. En cualquier caso, monsieur Díaz, esmejor que haga su equipaje. Destruya la copiacon las otras inconclusas. No podría secarseantes de que nos vayamos y además,desgraciadamente, ya no nos servirá de nada.

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Dado que soy responsable de su estancia en laciudad, venga conmigo a Londres, donde tengocasa, hasta que usted decida qué hacer.

La verdad es que, una vez más, la guerrahabía trastocado mis planes. La estancia enHolanda llegaba a su fin. Acepté la oferta demi anfitrión, aunque no pensaba quedarme enLondres. Gran Bretaña sería una escala en lalucha contra el nazismo. Hice mi escasoequipaje y ayudé en lo que pude en lospreparativos de partida.

Desde que supimos la noticia de lainvasión, el peso de la guerra parecía contagiartodos nuestros actos. Aunque yo estaba máshabituado, veía el desconcierto en Bruno yGiselle, que pasaban de la actividad frenéticaal estatismo, frenados en una accióncualquiera por un oscuro impulso que veníadesde dentro. Yo lo conocía ya, se llamabamiedo, incertidumbre, pérdida de mundo. Amedida que progresaba el día, la angustia y laansiedad avanzaban por todas las mentes ydotaban a los cuerpos de una urgencia casicómica. Las llamadas telefónicas se sucedían yeran seguidas por períodos en los que elaparato permanecía en silencio y lo único quese oía, como un ruido de fondo machacón ycansino, era la radio, que seguía emitiendomúsica y proclamas, así como mensajesmilitares en clave.

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Dentro de aquel terremoto que provocabala llegaba de los alemanes, mis pensamientosvolaban a Giselle, atareada embalando cosas,abriendo y cerrando estancias y muebles.Aquella noche nadie durmió en el caserón; lostres, Bruno, Giselle y yo, en el salón pegados ala radio, consultando mapas según seconfirmaba el avance de los alemanes,elaborando conjeturas, deseando que elejército holandés pudiera contenerlos hasta lallegada de los franceses y británicos que ya sehabían movilizado. Las miradas del ama dellaves se cruzaban con las mías, pero ningunode los dos realizamos ningún movimiento.Acabamos dormidos sobre los sofás, mientrasMainger, que parecía tener una energíailimitada, a pesar de que nunca comía —solo loveía beber agua mineral—, entraba y salía dela galería, manejaba archivos, quemabapapeles.

El día siguiente amaneció preñado demalos augurios. A media mañana recibimos lavisita de Jacques Goudstikker, el amigo o sociode Mainger. Los dos fueron recorriendo lasestancias, los cuadros de la galeríadescolgados ya en el suelo. Eran piezasimportantes: de Hans Memling, Cranach elViejo, Klimt, algunos impresionistas. Y, porsupuesto, la tabla de El Bosco.

Me fijé en el semblante del judío. En lashoras anteriores, entre los partes de guerra,

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Mainger me había contado su historia. JacquesGoudstikker era un experto anticuario ymarchante, uno de los mayores coleccionistasde arte europeos de los años 20 y 30. Élmismo inspeccionaba, ayudado de una lupa,cada una de las piezas antes de comprarlaspara formar parte de su galería. El negocio delarte era toda su vida. En 1919, con veintiúnaños, se había hecho cargo de la empresafamiliar en un canal de Ámsterdam. Con suvisión de lo que representaría el comercio degrandes obras y sus conocimientos en lamateria, logró una fortuna inmensa. Se habíacasado con una elegante cantante de ópera deViena, Desi Halban, con quien acababa detener un hijo, Edward, Edo.

Era un hombre vestido con elegancia:corbata oscura, chaleco y pañuelo almidonadoen la chaqueta; el rostro despejado, dondedestacaba una nariz recta levemente levantadaal final con un bigote fino y cuidado. El pelo,fijado con laca. Aunque tenía cuarenta y dosaños, juraría que en aquel momento parecíamucho más viejo de lo que en realidad era. Sele notaba apesadumbrado, doblado, con lamirada en el suelo, desolado. Mainger lepreguntó por sus preparativos de marcha.

—Todavía no puedo irme, tengo que contarcon mi mujer y mi hijo y encargar el cuidadode mis propiedades, el castillo de Nijlerode, lacasa, los cuadros... Me abrumo cuando pienso

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el peligro que corren esas obras maestras.Toda mi vida, mi colección, está aquí —decíaGoudstikker señalando un cuaderno de tapasnegras—. No solo voy a perder todos miscuadros; voy a perder a mis criaturas enmanos de esos salvajes, de esos asesinos.

—Pero al menos te salvarás, con tu familia.Tal y como querías, he sacado pasajes para lostres en el carguero SS Bodegraven, un buquede vapor, que saldrá mañana del puerto deIjmuiden, en Ámsterdam. Hablé con el capitán,Huibrecht Regoort. Te esperará hasta elatardecer. Creo que el barco está ya lleno desoldados ingleses y refugiados de variospaíses. Quizá te puedas llevar algunas piezasde tu colección, o ponerlas en lugares seguros,conmigo. Yo saldré mañana hacia Róterdam.

—¿Mil ciento trece obras? Imposible elegiralguna. Ya no tengo tiempo. Y el caso es queno me fío de mis empleados, Arie ten Broek yJan Dik. Les he dado instrucciones precisassobre conservación y venta, pero nadie sabe loque puede pasar con los tiempos que corren.Los vi hablar, a mis espaldas, con Alois Miedl,que vino a visitarme ayer para saber si queríavender mi colección. El muy canalla me ofrecíala décima parte de su valor. Sabe que voy aabandonar Holanda, aunque mi corazón sequeda aquí, con mi galería.

A pesar de lo que contó Mainger, cuando

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Goudstikker regresó a su casa, yo no pensabademasiado bien de aquel judío. Toda Europaen llamas, el desastre de una guerra mundial,y él solo pensaba en sus cuadros. Aunque yomismo fuera pintor, era difícil que loentendiera. Goudstikker pertenecía a esa clasede personas especiales, obsesionadas con elarte y el coleccionismo, para las cualesarrebatarles sus posesiones era darles unapuñalada en el corazón. Sin que nadie aún losupiera, la muerte ya había marcado ydibujado su rostro en la última pintura de lavida. Pero eso yo lo conocería años después.En ese momento había poco tiempo paradisquisiciones filosóficas o artísticas. Teníamosque movernos con rapidez.

—Embalaremos los cuadros y saldremos encuanto sea posible hacia Róterdam —comentaba Mainger—. Yo iré delante en uncoche más grande, con la mayor parte de lasobras, y usted y Bruno detrás en mi coche, conlos equipajes.

Una sorpresa nos deparaba aún la tarde,antes del toque de queda. Un vehículo paró enla puerta y de él salió una figura corpulentacon un maletín de cuero en la mano. Aquelhombre era el marchante y hombre denegocios alemán Alois Miedl. Con treinta ysiete años, algunos menos que Goudstikker,era también, como él, un hombre rico yenamorado del arte. Aunque nacido en Múnich,

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se había instalado desde 1932 en Holanda y sehabía casado con una holandesa de origenjudío. Yo estaba con Mainger decidiendo, conalgo de dolor, cómo destruiríamos las copias —el fuego de la chimenea encendido para tal fin— cuando Giselle le anunció la visita.

—Los buitres acuden al festín —dijo elmagnate por todo comentario—. No salgausted de aquí, esconda ahora las copias. Bajoningún concepto ese alemán debe asomarse ala galería y ver lo que estamos haciendo, nioler a pintura quemada.

No supe nunca lo que Alois Miedl ySantiago Mainger hablaron durante cerca demedia hora. Lo que luego él me relató fue queel alemán, aprovechando la situación, le habíaofrecido comprar su colección a bajo precio.Deduje, por las precauciones que tomó con suvisitante, que aquel era el contacto con el cualnegociaba la venta de los cuadros —o sea, lasréplicas— para que los judíos pudieran salir deAlemania. Por eso no debía ver ninguna obrade la colección, ni por supuesto las copias.

—Ese no es más que el heraldo de looscuro, el cuervo anunciador —me dijo cuandoel negociante alemán abandonó la casa—. Unode los agentes de Goering. Seguramente sabíalo que se estaba fraguando y ha queridoadelantarse. Tengo que salir. Continúe usted yluego ayude a los operarios a embalar los

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cuadros.Mientras la actividad se redoblaba en

aquella casa, yo seguía allí, con la penosatarea de destruir las copias, entre ellas la mía.Y sin embargo, a pesar de lo que le habíadicho, a pesar del peligro que entrañaba quemi obra, ahora sin valor de cambio, fueradescubierta, algo me inducía a no destruir loque trabajosamente había pintado con tantoahínco en las semanas anteriores. Una vozinterior me aconsejaba guardar aquellatentativa, e incluso terminarla, por si eloriginal se perdía. Así que, con la complicidadde Giselle, subí la copia inconclusa a labuhardilla y la escondí de las miradas de todosmientras en el fuego se consumían las copiasinacabadas de los otros cuadros.

Luego ayudé en la operación de embalajede las obras que quería llevarse Mainger. En elcaso de las tablas la preparación llevaba sutiempo. Primero había que envolverlas en telasimpermeables, con sus marcos, y atarlascuidadosamente con cuerdas que no rozaransu superficie. Después, envueltas en paja yvirutas, se introducían en cajas de madera.

Trabajamos durante todo aquel día, comohormigas frenéticas, Mainger entrando ysaliendo de la casa, evacuando sus archivos,disponiendo el orden de los cuadros y algunosbaúles que irían en los vehículos. Giselle traía

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café y alimentos —nuestras miradas secruzaban a cada momento del día— para hacermás llevaderas las horas y el trabajo. Bruno yyo embalamos una decena de cuadros.

Muy entrada la noche nos retiramos adescansar un poco; el sueño intranquilo,alterado por sonidos de aviones y lejanasexplosiones, así como por las balas trazadorasde las ametralladoras antiaéreas que habíancomenzado a funcionar. Aquella noche, la quepodría ser la última en Ámsterdam, acudí a lahabitación de Giselle. Estaba despierta,esperándome, sentada en la cama, con uncamisón. No hablamos. Nos abrazamos, nosdesnudamos e hicimos el amor, ebrios dedeseo. No había tenido más que unas fugacesrelaciones con una compañera, en la guerra, ymi experiencia amatoria era escasa. Pero eso,en aquel momento, no importaba. Alguna vezhe pensado por qué es así la vida, o por quélos seres humanos, cuando estamos ensituaciones tan adversas, rodeados de muertey destrucción, las furias desatándose, recurrenal amor y al sexo como valores de refugio o deafirmación. Debe de ser una ley universal. Amás muerte fuera, más necesidad de piel y deamor tenemos, más necesitamos transitar loscampos de la ternura.

No dormimos mucho esa noche,explorándonos sin una palabra, acariciándonoscon los ojos, las manos y la boca, todo inútil si

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no lo decía el cuerpo, comunicación intensa yprofunda, dándolo todo, sabedores de loextraordinario de la situación, del momentoirrepetible. Allí, en esa cama, vencimos almiedo y al Tercer Reich, a la guerra y a lamuerte, a la sinrazón. Allí, en esa cama,triunfó el amor y yo creí en la vida y en lavictoria. Volví a confiar en el ser humano.

Ya de madrugada acabamos lospreparativos. Los alemanes bombardeaban ycuando las lejanas explosiones nos llegaban,atenuadas, se hacía un pequeño silencio quedesembocaba en un redoblar furioso de laactividad. Era una lucha contra el tiempo. Laradio seguía difundiendo llamamientos al deberpatriótico de los ciudadanos ante la guerra yalgunas informaciones destinadas sin duda aelevar la moral de los que combatían condureza a las trece divisiones que los alemaneshabían movilizado para la conquista deHolanda, paso previo al ataque a Francia eInglaterra. Tras los primeros bombardeos delos aeródromos y de la capital, La Haya, losalemanes lanzaron fuerzas aerotransportadasdesde Junkers 52. El fuego antiaéreo holandésse empleó a fondo y comenzó a derribar esosaparatos. Llegó a abatir doscientos setenta ycinco durante toda la batalla.

A media mañana se dio el zafarrancho departida. Pretendíamos llegar en varias horas alpuerto de Róterdam, donde nos esperaba un

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vapor de una compañía holandesa para zarparde inmediato con destino a Inglaterra.Santiago Mainger decidió que uno de loscuadros que no cabía en el primer coche —justo la tabla de Jonás y la ballena, el últimoque habíamos embalado— viajara en elsegundo vehículo de la expedición, en el queíbamos Bruno y yo.

—¿Y el señor Goudstikker? —pregunté porcuriosidad.

—Seguramente ya estará camino de lalibertad.

Dictó con Giselle las últimas disposicionespara la conservación de la casa y tomó ladelantera en el primer coche. En un momentopensé en pedirle que se llevara también aGiselle. No sé, era absurdo, pero tenía lacerteza o la intuición de que aquella historia nopodía acabar antes de empezar. No articulépalabra, ni ella tampoco dijo nada, aunque susojos comenzaran a llenarse de lágrimas,emoción de la despedida que nos embargaba atodos, más a mí, que tenía que separarme delser amado nada más haberlo conocido. Tantascaricias secretas, anheladas, cuántos deseosde pegarse a ese cuerpo, más cuando la vida ylas circunstancias te separan de él, injusticiasuprema, impotencia de los que saben queestán sometidos a otras fuerzas contra las queno cabe luchar ni oponerse.

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En el último momento, no pude resistirme.Bajé del vehículo y llegué donde Giselle. Losdos nos fundimos en un beso. Nos sacó de laensoñación el claxon de Bruno, que veía quenos rezagábamos si no partíamos deinmediato.

Cuando monté de nuevo, no podía hablar.Estaba llorando y Bruno respetó mi silencio,cada uno con su runrún interior y sus historias.A pesar de mis temores, las carreteras noestaban atestadas de autos y de gentehuyendo. Vimos coches y algunos transportesmilitares, con el síndrome de la prisa y laalarma.

En un pueblo, a las afueras de Ámsterdam,se nos unieron dos vehículos más de otrosjudíos que marchaban al exilio con susfamilias. Todos nos encaminábamos hacia elpuerto salvador de Róterdam.

—Mejor sería que nos internáramos,separados, por carreteras secundarias. Somosuna inmejorable presa para la aviación —decíayo a Bruno.

Sabíamos que los alemanes habíanfracasado al ocupar los aeropuertos de LaHaya y que la lucha era encarnizada entre elejército holandés, menor en cantidad y peorarmado, y las divisiones alemanas, queempleaban paracaidistas, caballería, infantería,tanques, comandos y un armamento más

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moderno. Habían llegado noticias de que enRóterdam se combatía con dureza, y de quelos barcos del puerto estaban zarpando haciaInglaterra. Seguían aterrizando paracaidistas yvarios puentes de las cercanías de la ciudadhabían sido tomados por los alemanes. Latáctica de los germanos era conquistar todoslos pasos de los ríos, incluidos los del NuevoMosa. Los intentos de penetración germanosfueron difundidos por radio, con lo que sesembró también la inquietud entre los quehuíamos, debido a los numerosos controlesexistentes en la carretera.

Habíamos visto a lo lejos aviones detransporte y brotar de ellos paracaidistas comosemillas de milano en una tarde ventosa deestío. Así manchaban el cielo. Llegamos a unpuente que los holandeses estaban a punto devolar. Los dos primeros coches y el camiónpasaron, pero cuando íbamos a hacerlo los dosúltimos, uno de los vehículos de las familiasjudías se paró en seco, bloqueado. Intentamoshacerlo arrancar, mientras los soldadosholandeses nos urgían. Como última opción,entre todos intentamos empujarlo,descargándolo rápidamente de maletas yequipaje. En esas estábamos cuandoaparecieron cazas alemanes ametrallando abaja altura. El pánico se desató a un lado yotro del puente. Los aviones enemigosbuscaban neutralizar a los soldados holandeses

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antes de que lo volaran, y estos corrían hacialos refugios al tiempo que ordenaban: «¡Fuera,fuera, al suelo, al suelo! ¡Vamos a volar elpuente!».

Los coches que habían logrado pasarcomenzaron a moverse y los demás corríamoshacia nuestros coches cuando aquello explotóy un trozo del puente fue lanzado por los aires.La onda expansiva me alcanzó de lleno y mearrastró quince metros. Si no hubiera sido porunos fardos de paja a un lado de la carretera,me habría aplastado contra una fila de árboles.

*

1497

Llegó el revuelo al grupo de pobres que se

arracimaba frente a la portada de la catedral,aún inconclusa, de s'Hertogenbosh. Habíanreconocido a Jeroen, el maelder o pintor,avanzando por la calle con carpeta de infolios,donde plasmaba sus dibujos al carboncillo.

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Aunque lo veían con frecuencia, en cualquierlugar del Bosque Ducal, solo se alterabancuando lo divisaban con sus útiles de trabajo.Más de una pelea se había desatado entreaquellos menesterosos, veteranos del lugar yrecién llegados, por estar en primera fila, lomás horribles o harapientos que pudieranparecer. El pintor los dibujaba y siempre teníapara ellos una moneda. Y no tenían que hacernada. Podían moverse si divisaban a cualquierdama piadosa que entrara a orar en el templo,o a cualquier acomodado burgués que pasarapor la puerta. Muchas veces estos les hacíancaridad cuando distinguían a maeseHieronymus en sus quehaceres, temerosos deser vistos por aquel miembro de la poderosaCofradía de Nuestra Señora. Y sin embargoJeroen apenas levantaba sus ojos del papel ode la figura que estaba dibujando, incapaz deconcentrarse en algo más que aquello,encajando la escena en el tríptico que estabadesarrollando o pensando el lugar del cuadrodonde colocaría aquellas imágenes, que en sucabeza ya estaba mezclando y componiendo.

Jeroen era conocido de los pobres. Muchosde aquellos que se arropaban en las puertas delas iglesias o de la catedral, siguiendo unrecorrido y una jerarquía, lo habían vistotambién en la capilla y el hospital de SanAntonio, o en el geefhuis, el hospicio asilo paraindigentes, enfermos, viejos y niños recogidos

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que existía en las afueras de la ciudad, allídonde todos acudían para comer y dormir.Encargado por la Mesa del Santo Espíritu, elmaestro había decorado con un gran tapiz lasparedes de la gran sala y había realizado losadornos de madera con cornamentas de ciervodel techo, como había hecho también, en añospretéritos, su padre.

Últimamente, la competencia habíaaumentado entre los necesitados en Balduque.Habían llegado pobres del pueblo de Oss yaldeas de alrededor, incendiadas por losGüeldres, las milicias del partido antiborgoñóndel duque de Güeldres que se oponía aldominio de Felipe el Hermoso. Para vengarse,la milicia armada de s'Hertogenbosch ypueblos vecinos había atravesado el río Mosa yhabía destruido e incendiado Batenburg y otrospueblos enemigos. Eran malos tiemposaquellos para la ciudad, muy cerca de lafrontera con los Güeldres y en el centro de lasoperaciones de castigo. A los desplazados porlos ataques de las respectivas milicias se uníael peso económico sobre los ciudadanos, quetenían que sufragar la pólvora, losbastimentos, las espingardas, las corazas yescudos, los caballos y en general los gastosde guerra de los que salían, y el apresto yreforzamiento de las fortificaciones para losque se quedaban. Vieja guerra, que arrastrabamuchos años sin resolverse ni decantarse la

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victoria para ningún lado.El cojo y el tullido habían pasado de los

insultos a los golpes, mientras el ciego, quetocaba la zanfona, preguntaba qué pasaba aun niño contrahecho, que le servía de lazarillo.Otro cojo con el pie cortado y vendado, víctimade los fuegos de San Antón, y un afectado porel mismo mal, sin piernas y con unas fundasde cuero gastadas en sus manos que le servíanpara apoyarlas en el suelo, se movíanalrededor de los que peleaban. El barullo y lalucha cesaron cuando el pintor llegó a la alturadel grupo de aquellos desheredados e hizo ungesto. Todos sabían que a Jeroen no legustaban las luchas y desavenencias, y volvíasobre sus pasos si las peleas continuaban. Fueentonces cuando apareció aquel mendigo altoy se apoyó en una esquina del arco de entradaa la catedral. Su sombrero estaba raído yvestía con harapos, pero aún llevaba en surostro impreso un rictus de orgullo. El pintorfijó en él su atención, ante el desengaño de losdemás que, vista la elección, recularon hastaocupar sus puestos anteriores rezongandoalgunas maldiciones.

Jeroen se aprestó a comenzar el dibujo deaquel mendigo. En sus ojos, el pintor descubrióel brillo de los viejos soldados que tan bienconocía. A su vez fue también reconocido.

—Os conozco, maester Jeroen. Yo fui uno

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de esos infortunados que luchó y fue herido enel asalto e incendio a Driel, en 1477. Allí os vihace veinte años. Atravesamos el río Mosapara castigar a los malditos Güeldres, cuandoasolaron e incendiaron Oss hace veinte años,como lo han hecho ahora. Nos vengamos.Destruimos el pueblo, matamos eincendiamos. Y en algún lugar dejamosreducidos a la miseria a gente como yo. Todoeso hicimos. Lo llevo grabado en mis pupilas,pero de ahí no saldrá, no podréis dibujarlo,igual que no pudisteis dibujar nada en aquellaocasión.

Aquel mendigo había sido testigo de losesfuerzos de Jeroen por plasmar en carboncilloalgunas de aquellas acciones guerreras.Empezaba bien, pero cuando los sonidos, losolores y los colores de la guerra llegaban hastaél se quedaba paralizado, como si estuvieraante las puertas del infierno.

Fuego y muerte, los jinetes de la guerra.Reflejos lóbregos los que producían susarmaduras, bruñidos en sangre y aceite,negros de ascuas. Odio, pillaje y destrucción,herencias que acompañaban las incursiones.Guerra contra los Güeldres, saqueos deciudades, ojo por ojo y diente por diente quese cumplían a rajatabla, incapaces loscristianos de moderarse en sus excesos, comosi necesitaran derramar la vida de los otros,existencia que se torcía de repente, que se

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segaba, que se perdía en razias y golpes demano, en audaces contragolpes, ejércitos decuervos, de ratas, de fieras sin cara y sinnombre detrás de las armaduras, de lostabardos, capaces de arrancar las cabezas conlas picas, de cortar brazos y piernas conespadas y arcabuces.

Era algo que jamás podría reflejar ningunapintura, ningún cuadro: el sonido de losasedios, el crepitar del fuego, el choque de losaceros, el silbido ululante de las ballestas y lasflechas, las canciones y los gritos, los aullidosde los que caían heridos mortalmente y losmutilados en sus miembros, abiertas suscarnes. Y sobre todo, el olor. El olor a batalla,el acre olor de la pólvora, el dulce y mareantede la sangre, el picante de la maderaquemada, de los enseres, la grasa de loscarros, el aceite y la pez que arrojaban desdelas almenas los sitiados. Todo aquelmaremágnum infernal.

Dos veces acompañó Jeroen a las tropasde s'Hertogenbosch en sus incursiones alcondado de los Güeldres en aquel tiempo, consus propias armas, comisionado por el gremio.Había sido elegido por su juventud, perotambién porque estaba protegido por elcomandante de armas, que lo mantenía en suentorno, sin dejarle participar directamente delos asedios ni del saqueo y el posteriorincendio que inevitablemente se producía

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cuando la plaza era tomada. Todos aquellosrecuerdos llegaban con aquel mendigo altivocon un pie quebrado y vendajes en las manos.

—¿Cómo os llamáis?—Soy Maldrich, el soldado sin suerte. Perdí

mi fortuna jugando a los dados, mi pie y misdedos luchando, y aún tengo hierro en micuerpo. Sé que dais unas monedas a lospobres si posan para vos. Dádselas a estecompañero de armas y os mostrará todas susheridas. Al menos, las que se ven. Las quellevo en el alma se irán conmigo al infierno.

—No os recuerdo, Maldrich. Pero os diréuna cosa que os sorprenderá: al final conseguípintar aquellas escenas espantosas. Fuetiempo después, ya en el taller.

Jeroen no contaba que, aunque habíaconseguido pintar ejércitos, e incendios,asaltos a castillos y ciudades, lo hacía de lejos:masa de caballeros e infantes con armasdonde no se distinguía ningún rostro.

—He visto vuestros cuadros, maelderJeroen, y no quisiera estar en vuestro pellejo.Yo no llevo en mi cabeza los demonios que voslleváis. Dicen que pintas disparates. Cada unohace lo que puede en esta vida. Yo maté,incendié, jugué, amé, pero de mí no quedarámemoria. Seré una de las figuras lejanas devuestros cuadros. Pero a vos os dirán pintor dedisparates y acertarán. ¿Por qué en vez de

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hacer lo que los otros, pintar a Dios, a lossantos, cuadros con escenas piadosas o demilagros, os obstináis en pintar los abismos ylos demonios, las furias y las fieras? ¿Por quépintáis a seres como nosotros, poseídos ya porel mal, criaturas podridas, envilecidas?

—Porque de todo ello está hecho elhombre, Maldrich. Lo comprendí en la guerra.Llevamos la muerte y el horror dentro, lo veocomo veo vuestros harapos o vuestras heridas.En esta vida vivimos también parte delinfierno. Vuestro destino fue ser soldado,ahora mendigo. El mío, pintor, y nuestrodestino se cumplirá. Os pintaré y os pondré enuno de mis cuadros. Dejarás recuerdo, aunquenadie sepa ni vuestro nombre ni vuestrahistoria.

—Sea, maelder. Pero sed tambiéngeneroso y dadme alguna moneda para quehoy pueda comer caliente y beber una jarra devino a vuestra salud. ¡Y a la salud de losinfiernos, de los diablos y de vuestras criaturasen esta ciudad de beatos, de frailes y de curas!

* Cuando abrí los ojos, varios días después,

en la casa de Mainger, empecé a comprenderlo que había pasado. No estaba muerto, ni

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dentro de un sueño. Ante mí estaba Giselle,sonriendo y celebrando mi vuelta a la vida.

Giselle me contó lo ocurrido después de laexplosión. Inconsciente, Bruno, con ayuda, mearrastró hasta el coche —afortunadamente, élse había arrojado al suelo y se libró— ydespués había vuelto a Ámsterdamtransportándome con gran riesgo. El resto delos expedicionarios —salvo dos personas quehabían fallecido, no se sabía muy bien si de lavoladura o del ametrallamiento aéreo— habíancruzado en una pequeña lancha y fueronrecogidos por los otros vehículos.

A veces pienso cómo en un instante puedecambiar la historia de una vida. Si el coche dedelante no se hubiera averiado, nada de lo queme pasó después, en lo bueno y en lo malo,habría sucedido. No recuerdo nada de aquelviaje de vuelta, con Bruno al volante y yo allado, más muerto que vivo. En el trayecto,alrededor de cruces de caminos y carreteras,el chófer asistió a escaramuzas entre losparacaidistas alemanes y el ejército holandés,pero afortunadamente estaban demasiadoenfrascados en el tiroteo. Treinta horasdespués de haber salido para hacer ochentakilómetros, estábamos de vuelta, yo casiexánime.

Aunque Bruno dijo que en aquel viajehabía abierto los ojos en ocasiones y que

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musitaba frases, no recuerdo nada de nada.Un velo piadoso nubló siempre este punto demi memoria. Me dejó en la casa —imagino lacara de Giselle cuando volví a aparecer— ybuscó a un médico. El doctor confirmó que nohabía reventado por dentro y que solo teníarotas dos costillas y un dedo del pie izquierdo.No existían hemorragias internas, sino unfuerte traumatismo; vendó e inmovilizó laspiernas y decretó reposo absoluto, lentorestablecimiento con buenos alimentos ycuidados.

Como la cosa iba para largo, Bruno, deacuerdo con Giselle, resolvió viajar a su paísen cuanto acabaran las operaciones militaresen Bélgica y Francia, donde se habíadesplazado la guerra cuando capituló Holanda.

Los holandeses se habían defendidobravamente, ocasionando grandes pérdidas alejército alemán, que nunca pensó encontrartan fuerte resistencia. Si bien los alemanesavanzaron a gran velocidad y ocuparon lamayoría del territorio, las ciudades principalespermanecían en manos holandesas. Losinvasores fueron detenidos en una línea depuestos avanzados y la mayoría de losparacaidistas, eliminados o capturados. El altomando alemán estaba preocupado. En cuatrodías, su posición no había obtenido elresultado esperado y demandado por Hitler.Entonces vino la amenaza de la destrucción de

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Róterdam. Se envió un ultimátum a susdefensores: o capitulaban de inmediato oserían bombardeados hasta que no quedara unedificio en pie. Cuando el oficial holandésregresaba de firmar la rendición, un enormegrupo de bombarderos alemanes apareció enel cielo. Cerca de novecientas personasmurieron y la ciudad sufrió un enorme castigo,con cuantiosos daños, sobre todo debido a losincendios.

Un nuevo ultimátum alemán amenazó conla destrucción de Utrecht y de Ámsterdam. Elgeneral Winkelman, el comandante en jefeholandés, consciente de que los británicos ylos franceses no podrían acudir en su ayuda yabatido por la destrucción de Róterdam, queaún ardía, decidió salvar las vidas de lapoblación civil. Holanda se rindió con laexcepción de la provincia de Zeeland, dondelos combates continuaron para dar a las tropasfrancesas e inglesas tiempo para su retiradahacia Dunquerque.

Detrás quedaban miles de holandesesmuertos y prisioneros. Un desastre del queafortunadamente yo no me enteré, luchandopor sobrevivir con el cuerpo maltrecho, agitadoentre delirios febriles. Todo lo sucedido enaquellos días me lo contó después Giselle,cuando debido a sus cuidados renací a la vida.Fue su amor el que me salvó. Cuandodesperté, estaba en mi habitación, en la

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mansión de Mainger. Giselle no sabía nada desu dueño e imaginaba que había conseguidoembarcar en uno de los últimos barcos en salirde Holanda. Las comunicaciones telefónicasestaban cortadas, así que era imposible saberqué había ocurrido ni recibir instrucciones.Cuando pude hablar, en seguida le preguntépor el cuadro.

—Bruno decidió que era mejor nollevárselo a Francia. Lo escondí, al lado dedonde puso usted la copia.

No había manera. A pesar de nuestraintimidad, Giselle seguía sin tutearme, fuerzade la costumbre. En dos semanas más melevanté y tuve la fuerza suficiente para andarpor la habitación. Pero me mareaba mucho.Llevaba demasiado tiempo en la cama.Necesitaba ejercitar mis débiles piernas, lascostillas ya soldadas en las fracturas.

No fueron fáciles los siguientesmovimientos, con una ciudad, un paíssumergido en un estado de shock producidopor la derrota de la guerra y la ocupaciónalemana. Los alimentos comenzaron a seracaparados, reacción natural que yo conocíadesde la guerra de España. El combustiblepronto escaseó, y andaba la gente comoenloquecida, yendo de acá para allá, con unamueca de miedo en la mirada. Parecía que loshechos les dejaban perplejos, invadidos por el

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estupor. Había que ponerse en su lugar.Holanda era un país en el que las autoridadeseran respetadas: el padre en la familia, elprofesor en su clase, el jefe en la empresa, elalcalde en su ciudad, los oficiales en elejército, la reina sobre el trono.

Y ahora, ninguna autoridad parecía ejercersu oficio, desconcierto que los minaba y losparalizaba; rostros en mudo pasmopreguntándose qué hacer, a dónde acudir,quién era el que podía dar órdenes. Soloquedaba su orgullo como pueblo.

Las brumas que poblaban mi cabezafueron poco a poco disipándose, ahuyentadaspor el vendaval de la guerra, que seguía sucurso inexorable. De la misma manera quemuchos de mis compañeros, sorprendidos enFrancia, yo pensaba que había que seguirluchando, y ni siquiera la derrota aliada supusoningún cambio en esa determinación.

La marina alemana y la Gestapocontrolaban el puerto de Ámsterdam y hacíandifícil el embarque en cualquier carguero eltráfico marítimo, prácticamente suspendido.Mientras buscaba la manera de conseguirdocumentación, ayudado por un conocido deGiselle, comencé yo mismo a falsificarla.Afortunadamente tenía más recursos que en elsur de Francia: buen papel y tintas, cauchosde calidad y herramientas de precisión de

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relojero. Todo ello heredado de los talleres dela casa de Mainger. Desde ese momento meconvertí en Jean Etienne Brousse, pintorfrancés, contratado en Ámsterdam paratrabajos de restauración.

¡Qué a tiempo lo hice! No había pasado niun mes de la invasión, cuando una mañanatrajo una sorpresa. Saliendo de la niebla, unatropa de choque mandada por un SS rodeó eledificio y llamó enérgicamente a la puerta.Cuando Giselle la abrió, un tropel de SSalemanes y miembros del NSB, el partido naziholandés, colaboracionista con los alemanes,entraron y revisaron el inmueble.Afortunadamente las tablas estaban bienescondidas en el techo del desván. Yo estabaen mi habitación, leyendo. Junto con midocumentación me llevaron en presencia deloficial de las SS, que contemplaba los huecosde los cuadros de la galería.

El oficial tenía la misión de requisar unabuena cantidad de piezas de arte y de archivosprocedentes de los países conquistados. Unode sus hombres se acercó y le dijo algo al oídoal darle mis papeles.

—Monsieur Etienne, estudiante francés deBellas Artes... ¿Qué hace usted aquí, tan lejosde su casa? —Afortunadamente, su francés noera demasiado bueno.

—Vine para hacer unos trabajos para el

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señor Mainger. Pero me sorprendió la guerra.Estoy esperando un dinero para regresar aParís.

—Ya. ¿Qué clase de trabajos?—Ayudarlo en los trabajos de restauración

de los cuadros.—¿De qué cuadros? ¿Por qué no me dice

qué ha sido de la colección? El señor Maingeres un hombre conocido en los altos círculos porel comercio de diamantes, donde hacenegocios con los judíos, y también por el valorde sus colecciones artísticas.

—Se los llevó, creo que a Inglaterra.—¿Y cómo lo dejó a usted aquí? ¿De

guardián de la casa? —Se reía.—Como ya le he dicho, estoy esperando

poder regresar a Francia, más desde que seacabó la guerra.

—¿Sabe que tiene que renovar sudocumentación? Vaya mañana mismo a laprefectura.

Aquello precipitó todo y decidió mi destino

en los siguientes años. Ya no podía seguir enaquel caserón, custodiado desde ese momentopor los nazis.

Decidí que no me separaría ni de la tabla nide aquella copia, pasase lo que pasase, y

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seguiría su suerte. Si la vida me había llevadoallí, sería por alguna razón. Protegería aquelloscuadros, me acompañarían en la guerra, desdela clandestinidad; la resistencia a la ocupaciónse tendría que formar tarde o temprano. Misconocimientos en la falsificación seríannecesarios y me permitirían sentirme útil.

Giselle me procuró un contacto con loscomunistas holandeses, los primeros con losque pudo enlazar. Y no se quedó ahí. Ellamisma se convirtió en resistente. Llevaba ytraía papeles y documentos, desde cartillas deracionamiento hasta cédulas de raza aria,salvoconductos y tarjetas de identidad. Lalabor era ingente. Con grandes dificultades sehabía creado una raquítica red de resistenciacon socialistas, católicos, protestantes,comunistas, y se trabajaba en la manera decomunicarse con rapidez y discreción. Sencillae ingeniosa —planeada por Giselle, mi ángel,que distrajo a los guardianes con una buenacomida y unas botellas de vino— fue la maneraen la que salí de la casa de Mainger, vestidocon un uniforme de barrendero, las dos tablasdisimuladas en un carro de maderas y leña,hasta llegar a una casa segura en el este de laciudad, donde me instalé en la buhardilla.

Al principio la ocupación no parecía tenertanta trascendencia. La vida continuaba y losalemanes, ya una potencia en Europa, secomportaban con corrección: querían

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conquistar con buenas maneras las simpatíasde un pueblo que sentían como hermano. Seliberó pronto a los prisioneros de guerra.Aunque hubo medidas como el oscurecimientonocturno y se usaba el alemán en las callespara las señales de tráfico, pocas cosasparecían haber cambiado. Seyss—Inquart, unnazi austriaco, fue designado como gobernadorde los Países Bajos con una pequeña fuerza deocupación.

Así pasó todo el año 40 y el comienzo del41. Se creó un movimiento, la UniónHolandesa, dispuesto a cooperar con losocupantes. Esto, que a muchos nos parecíacolaboracionismo sin más, tenía sus matices.Para cientos de miles de personas la UniónHolandesa se convertía en una alternativa alNSB, al partido nazi holandés, al que noquerían dejar en solitario al frente de laAdministración del Estado. Resultaba curiosaesa identificación con el Estado, al menos paramí, que siempre había combatido esasestructuras de poder y organización comonefastas.

Poco a poco comenzaron pequeñas formas,muy simbólicas, de resistencia: la burla a losinvasores como cabezas cuadradas, concientos de chistes. La gente llevaba flores oprendas de ropa con el color naranja,expresando así la lealtad hacia los Orange, lafamilia real. Aunque los alemanes dificultaban

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y a veces lograban interferir la recepción, todoel mundo escuchaba Radio Orange, emitidadesde Londres en holandés. Mientras, losalemanes y sus aliados locales preparaban lasposteriores acciones contra los judíos. Ahí losholandeses se encontraron divididos. Tan fielesal poder como sus vecinos, muchos no seresistieron a colaborar en lo que les decían lasnuevas autoridades. Los empleados públicosfirmaron la Declaración Aria. Lo sorprendenteera que casi todos los judíos se registraran,obedientes, en enero de 1941, tal y como lespedían las autoridades. Quizá, como decíanalgunos, era miedo a las represalias, o lo másprobable, que desconocían lo que seguiría acontinuación.

Los que hasta entonces estábamos en laresistencia íbamos tejiendo también nuestrasredes, preparándonos para lo peor, que sinduda llegaría. Yo tenía bastante trabajo con lasfalsificaciones. A pesar de que socialistas,comunistas y anarquistas se habían unido congrupos católicos y de opositores a losalemanes, aún andaba formándose laorganización clandestina, con suspicacias entrelos grupos. Los pilares de la sociedad aúndesconfiaban entre sí; no los había unido elyugo de la represión. Por eso la huelga defebrero de 1941 representó un momentodecisivo.

Ese mes, los miembros del NSB de

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Ámsterdam desarrollaron una actitud agresivacontra los judíos. Los comandos de uniformepatrullaron las calles de Ámsterdam, poniendocarteles en cafés y establecimientos queprohibían su uso a los judíos. Comenzaron adestruir propiedades en el viejo barrio hebreo.Los jóvenes judíos y no judíos formarongrupos de autodefensa y en la lucha contra losnazis holandeses, un miembro del NSB fuegravemente herido y murió poco después.

En respuesta, los alemanes cerrarontemporalmente el barrio hebreo y utilizaron losincidentes creados como una excusa pararealizar las primeras deportaciones: el 22 y el23 de febrero de 1941, cuatrocientosveinticinco jóvenes judíos fueron detenidos,golpeados y encarcelados. Fue como unelectroshock para la sociedad de Ámsterdam.El partido comunista clandestino llamó a unahuelga de protesta. El martes 25 de febrero,todos, desde primeras horas de la mañana,estábamos pendientes de lo que ocurriría. Lostranvías no circularon, y a partir de esemomento, todos supimos que algunas cosasiban a cambiar. La huelga fue un éxito, todo elmundo paró, el puerto, las fábricas, loscomercios. Las calles estaban desiertas. El díasiguiente el paro se extendió a las ciudadesperiféricas. Los alemanes habían sido cogidospor sorpresa.

A partir de ese momento abandonaron su

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actitud cortés, se quitaron la careta yenseñaron su verdadero rostro. Comenzaron adisparar sobre los grupos de huelguistas:nueve murieron y centenares fueron heridos yarrestados. El 13 de marzo, tres de loshuelguistas de febrero y quince miembros dela resistencia fueron fusilados, primerassentencias de muerte que provocaron unahonda emoción en la población holandesa. Apartir de ese instante, los que colaboraban conla ocupación se lo pensaron y muchosholandeses entraron en las redes deresistencia contra el invasor, aluvión deincorporaciones que sin duda escondíantambién a algunos traidores. Tuvimos queesmerar las medidas de seguridad, pero apesar de los filtros, de vez en cuando caíanalgunas de las células creadas.

Esa cara brutal comenzó a golpear a lasociedad holandesa a medida que se producíala detención del avance alemán en Rusia, yabien entrado 1942. En los Países Bajos, elejército ocupante dejó sentir con más fuerzasus garras y sus botas, dominandoinstituciones y organismos sociales,intensificando su propaganda e introduciendomedidas de control, como un documento deidentificación personal. En seguida nospusimos a falsificar esas cartas que debíallevar cada ciudadano holandés de más decatorce años, con una fotografía y una huella

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digital. No era fácil esconderse en un país tanpoblado, donde no había muchos todavía queofrecieran ayuda para ocultar a los resistentes.Era necesario tener una documentación quesuperara los controles y de la que nadiepudiera sospechar.

Tras perder Stalingrado en el 43, lasdificultades que atravesaban los alemanes enRusia, junto con la supremacía aliada del aire—las ciudades alemanas sufrían ya fuertesbombardeos—, hicieron a los nazis buscartrabajadores forzados de los países ocupadospara sustituir a todos los hombres útiles, quefueron movilizados para combatir en el este.Cualquier hombre entre dieciocho y treinta ycinco años podía ser parado en plena calle y novolver ya a su casa. Miles de hombres en estasituación se escondieron o entraron en lasredes de resistencia. Los alemanes tuvieronque recurrir cada vez más a la violencia. Erauna escalada macabra y terrible que trajo másdolor y sufrimiento, más desde que se anuncióque los trescientos mil soldados holandesesque habían sido liberados en 1940 seríanenviados a Alemania como trabajadores. Lashuelgas, que comenzaron en la región oeste,se propagaron rápidamente a través del país.

En un primer momento solo salieroncincuenta y cuatro mil trabajadores en lugarde los ciento setenta mil esperados. En 1944,se anunció una medida radical: podían ser

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deportados los hombres entre dieciséis ysesenta años. En total quinientos milholandeses, un tercio de todos los aptos,acabaron trabajando en Alemania bajodiferentes condiciones.

Los alemanes habían imaginado todasuerte de documentos oficiales para tener a losholandeses controlados y temerosos, hasta elpunto de que no debían olvidarse ningunoantes de salir a la calle: el documento deidentidad, las exenciones de trabajo forzado,los permisos para circular en bicicleta, elracionamiento... papeles que eranindispensables para los que trabajaban en laclandestinidad y los resistentes. En losprimeros años de guerra habían tenido lugarlas primeras tentativas de fabricar documentosfalsos de identidad, simplemente blanqueandolos nombres y modificando la «J» de los judíoscon una pluma del mismo color. Tuvimos quemejorar las técnicas poco a poco. Organizadosy eficaces, los holandeses de la resistenciacrearon una oficina central para losdocumentos de identidad en 1942, unaorganización formidable, la más grande delpaís, para la fabricación de papeles falsos.Tenía nombre rimbombante, la OrganizaciónNacional para la Ayuda a las Personas de laClandestinidad.

El brazo de madera con bisagra ycobertura de cobre fue uno de los mejores

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inventos para falsificar que perfeccionamos alo largo de los meses. Sobre cada documento,que llevaba una foto y una huella digital, seimprimía un sello de la municipalidadestampado sobre la mitad de la fotografía. Lacubierta de cobre se empleaba paradesprender el sello con el vapor de la acetonasin deteriorarlo. Un brazo con una bisagrapermitía reemplazar el sello exactamente en elmismo sitio, con la fotografía sustituida sobrela cual se ponía un sello transparente con unacola especial.

Pero por más que nuestros documentosfalsos fueran muy buenos, no ofrecían unaprotección fiable si la información que llevabanno coincidía con la que figuraba en los archivosde la Administración. Así que planeamos ungolpe contra los registros, una de las primerasacciones de la resistencia, y ahí impuse miexperiencia militar para participar. En la nochedel 27 de marzo de 1943, entramos en losregistros centrales de Ámsterdam trasdeshacernos de la vigilancia. Después deapoderarnos de sellos y placas, de papeles ymembretes, prendimos fuego a los archivos enuna acción llevada a cabo con rapidez ylimpieza.

Fue la antesala de la creación de gruposarmados de la clandestinidad. Se dabanpequeños golpes que mantenían en altonuestra moral y combatividad. Los alemanes

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tomaron nota del daño y de la ampliación detácticas. Con ayuda de holandeses infiltradosintentaron desmantelar nuestras redes,utilizando a menudo para ello a los resistentesque habían sido detenidos. Éramos conscientesde lo que significaba una caída: tarde otemprano, la muerte, y había que estarpreparado para ella. El considerado traidor eraliquidado de inmediato y sin contemplaciones.

A pesar de las objeciones morales, lamayoría de los resistentes consideraban estosajusticiamientos como una necesidad absoluta.La guerra total llamaba a la resistencia total.Esa fragilidad de la vida, que en cualquiermomento podía perderse, convertía mi amorpor Giselle en el más fuerte asidero, la únicamanera de soportar las tensiones en aquellostiempos de resistencia y desesperación. Nosamábamos cuando podíamos, sobre todo dedía. Giselle temía por la familia de su hermana,que vivía en un pequeño pueblo del sur, perono se había decidido a salir de Ámsterdam pormí. La vida se convertía en incierta cuando nosseparábamos, los dos lo sentíamos. Por esoquizá nuestros encuentros eran insuperables,sabedores los dos de que cualquiera podría serel último.

Miles de holandeses habían sido detenidospor su actividad en la resistencia: una décimaparte ejecutada y el resto, enviada a loscampos de concentración. Eso, aunque

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siempre estaba flotando encima de nuestracabeza, amenaza casi tangible, ni se pensabani se decía nunca. Además de participar enasaltos y acciones armadas, mi labor consistía,junto con otros miembros de la resistencia —impresores, grabadores, escultores, artistas—en las falsificaciones que necesitábamos y quenecesitaban sobre todo muchos judíosamenazados.

Radio Orange seguía vertebrando laresistencia al invasor, a pesar de que elocupante había prohibido y decomisado losaparatos. Era igual, se oía clandestinamentegracias a los que se habían podido ocultar. Yno solo eso: la guerra de propaganda entre losaliados y los invasores subió de tono. Enambos casos, la «V» de la victoria se convirtióen un símbolo. Todos los grupos de laresistencia llamamos a boicotear los cines, consus películas políticas y propagandísticas, asícomo los intentos de propagar elnacionalsocialismo en las escuelas, lossindicatos y las iglesias. Eso hacía que tantolos alemanes como sus aliados del NSBperdieran a veces los nervios.

Su siguiente jugada estuvo dirigida, unavez más, contra los judíos. Intentaron, y engran medida consiguieron, aislar a los hebreosdel resto de la población. Por último,comenzaron las deportaciones a los campos deexterminio, que no conocíamos, aunque no

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augurábamos nada bueno a los miles deevacuados. Más de cien mil de los cientocuarenta mil judíos holandeses nosobrevivieron. La falta de alimentosaumentaba y cada vez más productos seentregaban a cambio de bonos. Las ruedas demadera y las de los patinetes se convirtieronen alternativas a las ruedas de caucho inflablesde las bicicletas.

Mientras se desgranaban los días, yointentaba combatir el mayor peligro de laresistencia clandestina, sobre todo en laciudad: la rutina y el aburrimiento. Para pasarel tiempo y además sentirse útiles, muchosfabricaban objetos que estaban destinados aser vendidos y cuyo beneficio se destinaba aayudar a la resistencia. Además, estos objetostenían una función propagandística, como unosalfileres con la efigie de varios miembros de lafamilia real. Eso me repugnaba.

Así que el tiempo que no dedicaba a lafalsificación de documentos o a escuchar laradio británica, lo empleaba dedicándome a mivieja pasión, la pintura. Primero pinté paisajesde Ámsterdam sobre viejas tablas, algunas nomuy adecuadas. Luego me preparé yo mismolos lienzos con viejas arpilleras y telas a lasque daba una capa de albayalde. Fue Giselle elmodelo que más reproduje. Tomaba apuntescon lápiz cuando iba a verme. En ocasiones sequedaba la noche conmigo, pasado el toque de

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queda, y entonces yo, a la luz de las velas ycon las contraventanas cerradas, la dibujabamientras ella me dejaba hacer, divertida ycómplice. No hablaba mucho, pero aprendí aquererla como se hace en esas ocasiones enlas que la muerte puede estar esperando al díasiguiente, apurando los minutos, losmomentos, gozando no solo de su cuerpo, sinode su mirada, del roce de sus dedos, de sussilencios, de sus ausencias.

Más tarde, comencé a sacar cada noche latabla de El Bosco, que por un misterioso azar—aún creía en las casualidades— había caídoen mis manos. Yo era su guardián y mededicaba a su conservación y a mantenerlafuera del alcance del enemigo. Pero tambiénhabía un íntimo deleite en tener aquella tablacerca, en desplegar ante mí el fascinantecuadro. Allí me quedaba extasiado, dejandovagar la vista por sus detalles,aprendiéndomelos de memoria. Aunqueconservaba el espejo negro que me habíaregalado Mainger, no veía entonces lanecesidad de usarlo. Mi mente estaba ocupadaen otras cosas y no ansiaba liberación, nimitigación de angustia. Otra razón existíaademás, y no era otra que, pasara lo quepasara, pudiera recordar con certeza todos losdetalles, no solo la disposición del conjunto,sino cada uno de los centímetros cuadrados dela tabla, y utilizar el espejo negro iba sin duda

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a socavar esos recuerdos, esas impresiones,nítidas y exactas, que yo guardaba, comodelicadas gemas, en el interior de mi cerebro.

Poco a poco, en las horas muertas, sacabami copia aún inacabada y la comparaba con eloriginal. Por fin, un día lo intenté. Bienpensado, aquello no tenía sentido. El que losalemanes me capturaran y se apropiaran de latabla y de la copia podía acarrear unadesgracia de contornos indefinidos. Pero habíaalgo más fuerte que me incitaba, que borrabala idea de los posibles peligros que aquellopudiera ocasionarme. Así que abrí las cajas depintura, la paleta y reanudé el trabajo conmeticulosidad. Paciencia y tiempo mesobraban. Reproduje todo, sin atender losconsejos de Mainger de obviar ciertos detalles.Por momentos, en el vientre de aquella ballenade la buhardilla me sentí el propio maestro ensu gabinete de trabajo en s'Hertogenbosch. Enel atardecer y la penumbra, las criaturas delcuadro se animaban con fuerza interna. Yosolo tenía que mirar. Y miraba.

*

Pintar al hombre en movimiento,

pintar a los seres en alguna actividad, en

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su actividad perpetua; interceptar una

mirada, inmovilizar un gesto, para dejarlos

animados para siempre, como en un

carrusel constante, siempre repitiendo una

acción. Multiplicación es igual a

imperfección, es preciso llegar a la

inmovilidad absoluta, parar la respiración

del mundo, grado de iniciación, cuando toda

la actividad frenética de nuestra vida se

concentra en un punto; la aspiración de los

eremitas, de los ermitaños, la armonía con

la creación y sus criaturas, el vestir el

papel reservado para cada uno en el ciclo de

la evolución universal y permanente. Hay

que pasar para ello por todos los estratos,

por todos los animales que nos pueblan y

habitan.

Por eso, representar los motivos

centrales del cuadro con los arcanos

mayores, y sobre estos, moviéndose

alrededor, sobre el mundo, los arcanos

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menores, símbolos del hombre y su

actividad cotidiana. Recorrer un camino, el

propio, siempre el propio, desde el primer

loco hasta el mundo final, peregrino ritual,

siempre caminando y en movimiento hacia

la conciencia superior, hacia la conciencia

profunda. Utilizar para ello los símbolos,

las imágenes, para que el sendero recorrido

y señalado perdure. Símbolos en sí de todo

y de nada; símbolos de sí mismos.

Metáforas reconocidas por quien realmente

haya bajado a los infiernos y visto esos

demonios interiores, por quien haya

recorrido un camino que desde la angustia

lleva al sutil sarcasmo sobre las ataduras

materiales que fijan al hombre a la tierra,

los suaves y a la vez tenaces hilos que

enredan y dificultan la elevación espiritual.

Símbolos que pasaron por mi sangre, se

formaron no solo en mi mente, sino con

los latidos de todas mis células; fue en

realidad mi cuerpo quien los alumbró, quien

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me proporcionó una información sin igual

sobre ese mundo inferior en el que el deseo

es el peor tirano y el ego un inevitable

compañero de viaje, aventura vital de todos

los humanos. Símbolos ambiguos, como la

naturaleza humana. El sentido último del

cuadro es uno mismo, soy el mismo que

todos los hombres: un símbolo de la

humanidad, con sus pasiones, con sus

angustias, con sus creencias, con sus

necesidades.

Conocerse, reconocerse, para

superarse: el único mensaje.

* Una semana antes de mi detención, como

si obedeciera a un oscuro presagio —habíasoñado con un rebaño de ovejas perseguidaspor extraños perros pastores que se convertíanen sanguinarios lobos—, escondí los doscuadros en un baúl, perfectamente protegidos,y junto al espejo negro y algunas

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pertenencias, lo oculté en la buhardilla de lacasa donde me alojaba. Pensaba en la manerade sacarlos de allí y depositarlos en un sitioseguro cuando ocurrió lo que mi sueñoanunciaba.

Nos sorprendieron trabajando en lasfalsificaciones, en uno de los pequeños yclandestinos talleres que teníamos en el barriodel Jordaan. Un tropel de SS y miembrosholandeses del NSB habían rodeado el edificio.Sabían bien lo que hacían, estaban bieninformados. Cuando nos percatamos de lasituación, empezamos a destruir las fotos y losdocumentos auténticos, pero no tuvimosmucho tiempo. No habían pasado ni cincominutos cuando derribaron la puerta. Yo quiseenfrentarme a ellos con la pistola, temiendo latortura, pero un culatazo me dejó por tierra. Arastras, golpeándonos en el trayecto, nosllevaron al cuartel general. Éramos treshombres y una mujer, a los queafortunadamente yo solo conocía por elnombre de guerra, precauciones inherentes alo clandestino. Me hubiera suicidado con unacápsula de veneno de haber podido, pero yaestaba en sus garras. Mi pensamiento secentró en Giselle. No podía delatarla y su amorme blindaba frente a los suplicios que meaplicaron. Aquellos monstruos se empleaban afondo. Primero fueron brutales palizas, en lasque afortunadamente mi cuerpo se desmayaba

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para evitarme sufrimiento. El recuerdo deanteriores shocks hacía que mi cerebro hubieraencontrado la forma de desconectarme, no sinriesgo, pues cada vez que me volvía laconciencia, además de sentir los impactos delos golpes en mi cuerpo machacado, sentíacómo la vida me abandonaba.

En uno de aquellos interrogatorios ya novolvería a mi ser, solución última, liberaciónque anhelaba, pensando que ya no vería más aGiselle, pero feliz por haber conocido el amor;siempre hay que morir con alguna esperanza.Ya veía el final, la manera de salir de aquellosinfiernos, el cielo donde escaparía de esosdemonios que torturaban mi cuerpo. Cuandoquedara inerte, me fundiría en la nada oascendería hacia comarcas celestiales, sindolor ni angustia, sereno para siempre.

Fue una de mis primeras experienciasmísticas, lo cual no estaba nada mal para unlibertario que no creía en Dios ni en el másallá. Pero Dios, o la vida, no me teníanreservado en aquel momento el ingreso en lasregiones etéreas, sino en su espejo negro aquíen la tierra.

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Capítulo VI

Jasón/Jonás

Tripulantes, este libroque no tiene más quecuatro capítulos, cuatrohitos, es uno de loscordeles menores en lafirme amarra de lasSagradas Escrituras. Ysin embargo, ¡quéprofundidades del almasondea la profundaplomada de Jonás! ¡Quélección tan importanteconstituye para nosotroseste profeta! ¡Qué cosatan digna aquellos

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cánticos en el vientre dela ballena! ¡Cómo ondulay qué magníficamenteestrepitoso! Sentimosque nos pasan porencima las ondas,recalamos en él hasta elfondo cenagoso de lasaguas; nos rodean lasalgas y el limo del fondodel mar.

Herman Melville,

Moby Dick.

L

a inauguración de la muestra de Himiko

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tendría lugar en una galería alternativa, navede ladrillos vistos y paredes blancas, lucesaltas, colas de neón: espacio novedoso en elDos de Mayo, un barrio atípico de Madrid paralos negocios de arte. Allí tenía la cita.Resultaba curioso que, años atrás, en aquellocal se situara La Bodega de Corto Maltés —nombre de uno de sus héroes favoritos—, unlugar que Javier Carreño había frecuentadoantes de que cambiara de nombre y élperdiera el interés en el nuevo garito.

En aquel reducto creativo, diseminadas porparedes, huecos y vanos, se desplegaban laspropuestas y las instalaciones de Himiko. Laprimera que vio al entrar se llamaba Shunga:la retroalimentación del círculo vicioso, y teníaalgo de perverso, un montaje con televisoresque emitían películas eróticas, ordenadores ycámaras en circuito cerrado, sacando suspropias imágenes, los objetos—sujetosdevorándose a sí mismos. Las películas erananimaciones de un curioso arte erótico, elshunga, creado en Japón desde comienzo delXVI, que exaltaba lo pornográfico, exponiendosin reservas el amor carnal.

Algunos cuadros exploraban y explotabanesa veta shunga —literalmente, «imagen deprimavera»—, y otros estaban compuestos degolpes de color, mezcla de cómics,hiperrealismo, collages, perspectivas aéreasentre Magritte y Chagall, también El Bosco o

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Brueghel; por momentos brillante, pormomentos extraña. Destacaba un retrato demujer con espejos en vez de ojos, colocado elespectador en unas marcas exactas en elsuelo, el retrato devolvía la imagen del cuadrocon su propia mirada, reflejo inquietante. Enuna instalación horizontal, un espejo sealojaba en el pubis desnudo de una mujertumbada. Si se miraba desde la posiciónadecuada, el ojo se quedaba prendido enaquellas caderas femeninas, donde asomaba.Un sexo—ojo que sugería muchas cosas.

Le extrañó una composición pictórica en unpanel, una pintura, como un espejo roto, quereproducía fragmentos de un cuadro queparecía de El Bosco. De hecho, se titulaba Elespejo de El Bosco/Bosque. Los detalles,finamente pintados, recreaban un mundomarino, de barcos y extraños animales, ytambién la figura de un eremita, todo detrásde unas raíces que dificultaban la visión, lasramas del bosque.

«Habilidoso», pensó Javier, que echó unamirada en rededor para encontrar a la artista.No conocía a ninguna de las personas quecontemplaban los cuadros y los montajesdonde se alternaban espejos, cámaras, luces yfiguras recortadas. Hacía más de quince díasque no veía a Himiko. La culpa la había tenido,entre otras cosas, un viaje a Lisboa, al MuseoNacional de Arte Antigua, donde había

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negociado con el director portugués la cesiónde Las tentaciones de San Antonio. Paraconseguir aquella obra, considerada una de lasreferencias del museo, Antonio Vasconcelos lehabía pedido la cesión de otro tríptico delPrado, como La adoración de los Magos o latabla homónima para una exposición temporalun par de años antes que la del Prado.

—Todos preparamos el 2016. No podemoscompetir con vosotros, pero ya hemos hechoexposiciones especiales, como los Confrontos ocomparaciones, que hicimos con el Tríptico delJuicio final del taller de El Bosco y el de lasTribulaciones de Job, de un discípulo, ambosdel museo Groninge, de Brujas. Precisamenteel año del quinto centenario de la muerte de ElBosco publicaremos el resultado de una seriede exámenes científicos del equipo delproyecto internacional Bosch Research &Conservation Projet. En nuestro caso, eltríptico está lleno de arrepentimientos, algunosse pueden ver a simple vista. Sería muyinteresante ver lo que hay pintado debajo.

Eran peticiones no desmesuradas, peroque requerían la aprobación del director delPrado. Al menos, había disfrutado de aquelviaje a aquella ciudad blanca y mágica quedesde siempre le había fascinado. Se alojó enAs janelas verdes, un hotel al lado del museo,y en aquellos dos días visitó sus sitiosfavoritos, algunas librerías del Chiado como la

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de Artes y Letras, frente a la iglesia de SanJorge —con su sillón de barbero y susmáscaras africanas— y el cementerio de losplaceres. Solo a los portugueses se les podíaocurrir llamar así a un cementerio.

Cuando regresó del viaje, que iba a contaren seguida a Himiko, se encontró con que lapintora había interrumpido su copia de Eljardín en el Prado sin previo aviso, lo cual nodejaba de intrigarlo. Tampoco respondió a susllamadas y mensajes. Había preguntado, sinobtener ningún dato, al encargado del materialque los copistas guardaban en una pequeñasala, cerca del taller de restauración.

Mientras esperaba que en algún momentodiera señales de vida, fueron pasando lasjornadas, enredado en aquel informe maldito,aquel plan esbozado a medias y que tenía quepresentar en la próxima reunión del Patronato,antes del viaje a Venecia, donde lo esperaba lanegociación con los responsables de lacolección de pintura del Palacio Ducal. Dehecho, debía haberse quedado a trabajar en sucasa, en vez de acudir expectante a lallamada. Como diría su ex amante Raquel, másque un típico tauro, parecía un diletante,exigente y caprichoso virgo.

Aquella desaparición de escena intrigaba aJavier Carreño. No sabía las razones de Himikoy el comisario suponía que en algún momento

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reaparecería con una explicación lógica. Erauna incógnita más de una mujer encantadora yatractiva que claramente lo atraía, imánfemenino que movilizaba un interés eróticoque creía adormecido.

Y de pronto había sucedido. Un mensaje enel contestador avisando de la exposición,lugar, fecha y hora, había resuelto, demomento, una inquietante perspectiva: que novolviera a verla. Por eso se había presentadoallí y la buscaba entre la fauna local.

Tan interesante como las propuestas de lacreadora era la variopinta reacción del público,visión a la que se entregaba sin recato cuandouna joven, vestida con un traje ceñido, hechode espejos rectangulares, mezcla de armaduramedieval y futurista, llegó hasta él. La figura,maquillaje en claroscuro, luna menguante,llevaba una linterna en la cabeza, una luz en elpecho, una cámara en una mano y un espejoredondo en la otra. Cuando se fijó, descubrióque era Himiko, ejecutando una performanceaudiovisual, complemento de la obra expuesta.La mujer de fuego se había transformado en lamujer de los espejos: luces y lentes, luzrebotada.

«Buenas tetas y buen culo, el vestido comoun guante», pensó Javier mientras la mirabacon intención, la libido asomando a los ojos,hasta que se percató de que su imagen estaba

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siendo proyectada en una enorme pantallaplana desplegada en el fondo. «Vaya, detrásde una mujer que me gusta, siempre hay unacámara», pensó.

—Todos estamos llenos de reflejos. Unosson amables, nos gustan, y otros son oscuros,desagradables, los aborrecemos —le decíaHimiko, misteriosa, al oído—. Fluctuamos entrela máscara y la sombra, sin desprendernos deuna ni comprender la otra. Siempreproyectamos nuestras limitaciones, nuestrosengaños, sobre lo que se nos muestra. Ysiempre hay algo detrás que se nos escapa. Lomás oculto se encuentra en lo más evidente.

Sonreía Himiko mientras se alejaba con lacámara. Javier se sintió incómodo. Al rato, trasvarias pasadas entre los grupos, la pantallaplana dejó de enseñar reacciones y reflejosmás o menos espontáneos y la joven creadoraemergió hasta él, vestida con la armadurareflectante, pero sin sus artilugiosaudiovisuales, cosa que Javier agradeció.Había una faceta exhibicionista, ególatra, en elarte contemporáneo que le molestabaíntimamente. Le hubiera gustado ser menosrígido, pero qué le iba a hacer, en eso era dela vieja escuela.

—Hola. Me alegro de que estés aquí. Mássabiendo que esto no es lo tuyo —lo saludóHimiko con un beso.

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—¿Y por qué no? —mintió él—. El arte espara todos. ¿O no es ese el mensaje de lacámara? Todo puede ser objeto detransformación, hasta el acto de unainauguración...

—Correcto, te sabes el manual. Peroademás me alegro de verte porque quierohablar contigo.

—Ya estamos hablando.—Espera, tengo que saludar a unas

personas y después soy toda tuya.—Qué más quisiera yo —suspiró Javier

ante la sonrisa de la pintora, a la que fuesiguiendo con la mirada. Lo mordió un aguijónde celos cuando vio cómo era recibida, sobretodo por el público masculino del grupo que lasaludó. Era evidente que cautivaba. Tenía algofresco, una sensualidad que desprendía a supesar, que se manifestaba en simpatía,desparpajo y gracia, los ojitos, pequeños,brillando con mucha vida. Era deseable ydeseada. Mujer inquieta, difícil de conseguir,fácil enamorarse de ella. Una ruina.

Decidió seguir curioseando, mirando lasobras con distancia y perspectiva, atento aldesmarque de Himiko. Este se produjopasados diez minutos. Casi de improviso llegóhasta él.

—No te he presentado porque luego todo

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se dispersa, nos enrollamos y lo que quería esverte un rato. Te preguntarás por qué no heido por el museo desde hace tantos días. Y porqué no he contestado a las llamadas y a losmensajes.

—Bueno, me había acostumbrado a losritos diarios. En seguida se engancha uno a lobueno. ¿Cómo estás? ¿Cómo está tu abuelo, elgran Jerónimo?

—Bien, gracias... Pues de eso se trata.Aparte de la vista, que cada vez la tiene peor—padece una degeneración macular, demomento leve—, mi abuelo cogió unapulmonía y tuve que internarlo en el hospital.Espero que se le quite su manía de andarsiempre por ahí, a pecho descubierto, con lasventanas abiertas, pero ya se sabe, genio yfigura... Dice que se acostumbró en Venezuelay aquí, a poco que me descuide, deja lasventanas de par en par y el viento se lleva misdibujos y mis papeles de la mesa. Y además,no quiere tomarse antibióticos nimedicamentos. Después de una semana consuero, ya de vuelta a casa, está a base dezumos vegetales, de remedios de frutas yhierbas que me manda comprar y que luego élse prepara.

—Así que lo has estado cuidando.—Bueno, y después la preparación de la

exposición me ha absorbido. No daba abasto.

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Siempre pensaba contestarte en seguida, peroentre una cosa y otra... Hoy estoy alegre.Estás aquí, presencia que me agrada, y miabuelo ha mejorado notablemente. En unasemana estará como nuevo. Anda muycontento. Creo que lo que más lo ha curado hasido una noticia sorprendente y emocionante.De eso quería que hablásemos. Pero no aquí.¿Puedes mañana mismo?

—Tengo una cena importante, con eldirector del museo y el presidente delPatronato. De hecho, debería estar en casa,preparando mi informe.

—Para eso también te servirá. Es algo quejamás sospecharías y tiene que ver con ElBosco. Pasa antes de la cena... Mi abuelo tieneuna historia que contarte que te interesarámucho.

—¿Qué historia? Ya veo que tambiénrecreas su mundo en uno de tus montajes,muy ingenioso...

—Caliente, caliente. Pero tengo prisa,tengo prisa. —Se alejaba—. Mañana,mañana...

Tenía que reconocerlo: aquella mujer loexcitaba, le sacaba el instinto animal deintentar la cópula, la coyunda, el yacer juntosen una misma cama, ebrios de amor y fluidos.Aunque la diferencia de edad era importante,lo era aún más la brecha de la modernidad.

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Himiko, aquella criatura delicada, era de unageneración donde la moda y la imagen eranimportantes. Tenía una peculiar forma devestirse, con vestidos atrevidos, faldas cortas,medias de colores y tacones que no la hacíanparticularmente erótica, pero sí vistosa,sofisticada, lo que en el fondo era un seguro,una funda donde esconder su cuerpo y su másque cierta y ardiente sensualidad. Javier seimaginaba poderla desnudar como si fuera unregalo, y quitarle aquellos celofanes que laenvolvían. Le hubiera gustado decirle loimportante que era su piel para él, y si acaso,como en alguna fantasía oriental, llegar adibujar sobre su cuerpo y espalda aquellasletras japonesas, aquellos ideogramas, que élacariciaría siguiendo su curso y luego lamería,hasta encenderla. Fina porcelana, por laslíneas y la suavidad, cutis invitador; Javierpensaba que Himiko debía de saber el poderque atesoraba en su cuerpo, entre sus caderasy en la armonía de su rostro. Pero Himiko,como si fuera consciente de esa atracciónmagnética, parecía mantenerse siempre a unamínima distancia de seguridad, huidiza comogacela leve, siempre al alcance y siempreinalcanzable. Eterna pasión del cazador, lapieza imposible. ¿O no?

*

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Septiembre de 1504

El schout, la máxima autoridad del

municipio, le había hecho saber que el granduque de Borgoña pasaría por el Bosque Ducaly se detendría ante su taller. Monseñor Felipe,llamado el Hermoso, que ya había conocido alpintor diez años antes, deseaba saludar almaestro y hacerle un encargo. Aleyt habíadispuesto todo: la casa limpia a conciencia;blancos bordados y paños; las tablasenceradas del piso reluciendo como nuevas;los conjuntos florales que perfumaban elambiente con un delicado aroma natural,desbordando jarrones y macetas; tambiénrefulgían los candelabros de plata. Habíacambiado las sillas y encargado a las cocineraspastelitos dulces y salados, a la modafrancesa, y deliciosas infusiones, así comovinos importados.

—¿El emisario de monseñor no dijo quétipo de encargo piensa hacerme?

—No precisó.—¿Vendrá con séquito?Jeroen recordaba la primera vez que había

visto a Felipe el Hermoso, en la ceremonia delToisón de Oro, cuando había sido nombrado yarmado caballero, en 1481. Allí había visto a

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nobles, príncipes y prelados, cada cual másafectado de importancia.

—No lo sé, ni tampoco si vendrá con sumujer, la gran duquesa, la castellana. No hablabien nuestra lengua. Dicen que es joven yguapa y que le sigue a todas partes, adondequiera que vaya, a pesar de que tienelos hijos en Malinas, que es donde deberíaestar —contestó su mujer con envidia de lamaternidad.

—Ha resultado muy fogosa la nueva reinade Castilla. Desde que llegó, Felipe y ella sehan consumido largamente en la llama delamor... Son jóvenes...

—Parece que monseñor ha estado a puntode quemarse. Dicen que se vino antes deCastilla no por la frialdad de los castellanos,sino por la fogosidad de su mujer. Es pájaro demuchos nidos, no le gusta estar sujeto, pormás pasión que le inflame la gran duquesa.

—Pues tendrá que conformarse con esapasión que le ha dado el trono de Castilla.

—Jeroen, ¿pondrás un poco de orden eneste taller?

—Monseñor viene a visitar a un pintor, ylos talleres son así, son lugares de trabajo. Nopuede estar inmaculado. Tiene que oler apintura. Le reservaremos un sitio para quemire las tablas que tengo pintadas, allí; al

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lado, le podemos ofrecer el refrigerio. Di a lossirvientes que limpien el suelo, pero que nomuevan un cuadro sin estar yo presente y queno se acerquen a las pinturas.

—Hoy he visto a la condesa Sforza, lamujer del emperador. Mientras él, con su hijo,se aloja en el monasterio de los dominicos, ellacon sus damas de compañía lo hace aquí allado, en la casa de Lodewijk Beys, el áureocaballero de Jerusalén. Es muy elegante.

—Sí, la he visto en la recepción que le dioel Ayuntamiento. Por cierto, un vino exquisito.Deberías enterarte de dónde lo han comprado.

La visita resultó más sencilla de lo que

cabría suponer. Felipe, un hombre vestido a laúltima moda —tafetán de colores, finosterciopelos y delicadas hechuras— pero con unhalo varonil, apuesto, llegó a la casa deHieronymus y fue recibido por este en lapuerta e invitado a pasar al interior. En lagalería, donde estaban expuestos algunoscuadros y tablas de su taller, el maestro lepresentó a Aleyt, su mujer, que ordenó servirlas delicatessen —pasteles de anguila, salmóny carne, quesos— bajo su afanosa mirada.Felipe bebió vino francés y comió para nodesairar a sus anfitriones. Pasadas lasformalidades, Felipe se dirigió directamente aHieronymus.

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—Maestro pintor, quisiera encargaros uncuadro. No es justo que mi hermana Margaritay mi padre Maximiliano tengan cuadros suyos,que los tenga mi suegra Isabel de Castilla, yno los tenga yo. He venido a encargaros ungran tríptico.

—Y ¿de qué tipo, monseñor?—Me gustan vuestros juicios finales. Tenéis

una imaginación portentosa para imaginaros elinfierno, más que el cielo. Son edificantes, a lavez que... un poco turbadores. Parecéisconocer bien la naturaleza humana, maestroHieronymus.

Quiero que sea una buena tabla. No quieroapresuraros, pero, ¿en cuánto podría estarlista?

—Monseñor, me pondré a ello mañanamismo. Tengo unos bocetos de Juicio Final quepuedo mostraros y si los consideráisapropiados, puede estar hecho en menos deun año.

—Vuestros cuadros, maestro, siempretienen mensajes, un bosque de símbolos comoel nombre de esta ciudad, no todos estánpreparados para interpretarlos. Son elevados...como vuestros precios.

—Lo que vale, monseñor, lo dejo a vuestradiscreción.

—Creo que treinta y seis libras es una

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suma aceptable para esa tabla que será uncuadro de primer orden. Ordenaré a Longin, eltesorero, que os lo pague, para que os pongáisde inmediato a la tarea. Y también deseocompraros el cuadro de Las tentaciones de SanAntonio que tenéis en la galería. Será unregalo a mi padre, el emperador Maximiliano,que está en la ciudad con su esposa, BiancaSforza.

—Excelente elección. Para vuestro padre,el tríptico sobre las tentaciones es elegante... yoportuno.

* —Le agradezco que haya venido a cenar.

Sé lo ocupado que está.—Por favor, vamos a tutearnos. En

realidad no puedo quedarme. Le he dicho aHimiko que iba a pasar un momento. Tengouna cena importante con el presidente delPatronato, cuestión de trabajo, y debería ir aella concentrado. Pero me intrigó lo que medijo.

Sin ser más explícito, el tono de suspalabras era «espero que mi esfuerzo merezcala pena». Jerónimo —con algún suspense,acercándose la botella y la copa a la cara— lesirvió un vino.

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—Un buen Ribera del Duero, menos nomerecemos. El médico me dice que una copitapuedo tomar. Y aunque no lo dijera. ¡Si a estasalturas hago caso a los médicos, apañadoandaría! Tal vez lo que te voy a contar tecompense. Aunque nunca se sabe. Puede quela mejor recompensa sean esos magníficosplatos que ha preparado Himiko.

—Los serviré, más que para acompañar elvino, para acompañar tu impresión. Concomida y bebida estas cosas entran mejor —reía Himiko ante el desconcierto de Javier.

—¿Qué impresión? —se aventuró por fin adecir el experto en pintura medieval.

—Aunque vayas a una cena, pica antes.Nunca se sabe en los restaurantes de moda,con esos platos de la nouvelle cuisine, tanllenos de nombres floridos como faltos defundamento. He hecho varios platos con setasleonesas y japonesas, arroz a los estilosmontañés y de Kioto y un sushi con cecina deLeón. El plato de mi vida. Cocina fusión. Sisobrevives a eso, lo de mi abuelo es pancomido.

Las risas del invitado se cortaron de cuajocon la intervención de Jerónimo.

—Hace muchos años pinté una copia de uncuadro de El Bosco que se creía desaparecido.

El estupor se adueñó de Javier Carreño. El

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silencio se hizo tenso.—¿Cómo? Quiero decir, ¿cuál?—Jonás y la ballena.—¿Cómo?—Pregunta repetida —apuntó Himiko ante

la feroz mirada de Javier—. Perdona.—Jonás y la ballena, una tabla muy poco

conocida del maestro flamenco. Según lo quehe podido saber después, era un tríptico queen 1521 tenía en su palacio de Venecia elcardenal Grimani, famoso por su humanismo,su colección de pinturas y su mecenazgo conpintores y escultores. Una figura delRenacimiento. A pesar de mis viejas creenciaslibertarias, he de reconocer que hubo personasdesde el alto clero y la aristocracia queimpulsaron el resurgir de las artes. Aunquepara ello emplearan lo que le habían sacado alpueblo. Otros tiempos.

—¿Y dónde está ese cuadro? ¿Cómo sabesesas cosas? ¿Y cómo que pintaste? —seagolpaban las preguntas en su boca, sedisparaban en su mente.

—Vayamos por partes. Es una largahistoria. De esto hace ya setenta años.

Himiko miraba a Javier, entre curiosa ydivertida, en una actitud que, finalmente,relajó al experto en arte medieval. Adivinabaque detrás de ese rostro, la mente de Carreño

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pensaba en palabras como demencia senil oalgo parecido. El comisario intentaba pensarrápido, bucear en sus conocimientos. Esecuadro lo citaba entre las obras desaparecidasMia Cinotti, una experta en El Bosco de losaños 70. La referencia estaba extraída del librode un italiano de principios del siglo XVI, MarcoMichiel.

—Sigue, por favor, soy todo oídos. No sédónde demonios nos conducirá esto, peroentro en el carrusel. Soy todo tuyo, empleandouna frase favorita de tu nieta.

—Me encargaron la copia de un cuadro. Lafecha, marzo de 1940, y el lugar, Ámsterdam.El cuadro era la tabla central de un tríptico deEl Bosco, Jonás y la ballena. Estaba en poderde un extraño empresario, marchante de arte,mercader de diamantes, con negociosdiversos, al que conocí en París. Compró doscuadros requisados, botín de la Guerra Civil,que sirvieron para que algunos compañerospudieran embarcar hacia el exilio americano.Consiguió enredarme en su tela y llevarme aÁmsterdam, donde tenía una de susmansiones y donde se hallaba el cuadro. Allíme proporcionó los materiales para pintar y latabla de madera de roble.

»Según él, la tabla pertenecía a una familiade joyeros judíos de Múnich que se la habíanhecho llegar hacía poco. La copia era para

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sustituirla por el original y comprar vidas delos que no habían podido escapar de Alemania.Quería evitar que el cuadro pudiera perderse odestruirse en la gran tormenta que seavecinaba, pensaba que aquella tabla erademasiado importante: en ella estaba pintadaun gran secreto alquímico.

—¿Qué secreto?—Yo tampoco lo supe nunca, quizá la

famosa fabricación de la piedra filosofal...Aunque por lo que he leído últimamente, quizáesa famosa transmutación de los metales nosea más que una forma de fusión fría. Loselementos que estaban representados, elníquel, el agua del mar, me lo hacen pensarasí, es en lo que están afanándose ahoravarios grupos de científicos... en fin... LaSegunda Guerra Mundial no había hecho másque empezar, aún estaban los alemanesdevorando Polonia. Algo había en el ambienteque presagiaba lo que iba a venir. Aquello nome cuadraba mucho, pero pagó muy bien y yonecesitaba dinero antes de emprender unanueva vida lejos de mi patria. Bueno, durantealgún tiempo lo creí así, pero luego he dereconocer que me dejé envolver por el misteriodel cuadro, la copia y otros elementos que novienen al caso ahora.

—¿Y quién era ese magnate?—Dijo llamarse Santiago Mainger, de

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ascendencia checa o centroeuropea. Pero enrealidad tengo la casi absoluta certeza de queaquel no era su verdadero nombre. Era unalquimista.

—Un momento. Como veo que va paralargo, probaré tu cocina fusión. Tienes suerte:me encantan las setas.

Javier intentaba ser cauto, y no solorecomponerse, sino sobre todo ver la manerade escapar de la ratonera. Por eso se asía a laacción de comer, que lo ayudaba a pensar unasalida airosa. Algo lo había puesto en guardia yera esa palabra: alquimia. Tenía que aparecerla alquimia. De inmediato se trasformó en unjoven de veinte años atrás, al que fascinabanesos temas y que conversaba —y de paso seenamoraba— con una joven argentina llamadaVerónica que acababa de conocer en uncrucero surrealista por el delta del Tigre, en elrío de la Plata. La conversación comenzó porlos unicornios y derivó en la alquimia. Por eso,quizá, no hacía mucho había soñado con ella ycon aquella breve e intensa época de BuenosAires. Era una señal. Pero, ¿de qué? Tal vez dedebilidad mental. Así que reaccionó. No valíanla ironía ni la distancia. Había que coger al toropor los cuernos.

—Quizá para intentar explicarme muchascosas, escribí mi relación con ese personaje yla tabla, paso a paso. Todo esto está escrito en

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este cuaderno. Himiko ha hecho una copia.Léala con tranquilidad y luego pregúntame.

—Tengo muchas preguntas, y tengo quehacértelas ahora, no puedo esperar. Primero,¿por qué me cuenta todo esto? ¿No te percatasde que es inverosímil? Hay asuntos con los queno se juega.

—Si eso te resulta inverosímil, entonces nosé qué puedes pensar si te digo que tal vezhaya aparecido el cuadro. Vamos a ir a por élen un par de semanas, en cuanto me recuperedel todo. Himiko ha estado buscando billetespara el viaje a Ámsterdam.

—¿Cómo que tal vez haya aparecido? ¿EnÁmsterdam? ¿Y que os vais a por él? ¿Peroesto qué es? —Javier se dirigía a la pintora,como pidiendo ayuda.

—No le preguntes a ella. Esta es mihistoria, y deberías sentirte agradecido porsaberla. Puede que te sirva y saques partido.Tendrás que arriesgarte a creer lo que te digo.Tanto el original como la copia los escondí enuna buhardilla de Ámsterdam cuando losalemanes invadieron Holanda. Creí durantemuchos años que habían desaparecido, perohan vuelto a aparecer, aunque en otro lugar.Están esperando que vuelva a recoger lo queme tuve que separar por la guerra. Alguien lasha custodiado y me ha localizado, después detantos años. Ya sé que parece increíble; le

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podría decir que mi vida ha sido increíble, peroprefiero calificarla de muy intensa.

En otro viejo cualquiera una frase parecidahubiera resultado pretenciosa —«mi vida, sabeusted, es para contarla en un libro», habíaoído decir más de una vez a gente cuyasperipecias podrían caber en las pequeñas hojasde una libreta—; no en Jerónimo. MientrasJavier, afectado de una extraña gravedad, sequedaba callado, dudando de todo, elanarquista siguió.

—Pinté la copia sobre una tabla de unaantigüedad parecida, supongo que un cuadromenor borrado especialmente para ello y concreta y colores especiales facilitados porMainger. Esos colores estaban hechos de lamisma manera que en el siglo XVI, como losque usaba El Bosco para pintar; no sé si através de la dendrología podría detectarse laantigüedad de la madera o si los rayos X oultravioleta pueden datar la antigüedad de lospigmentos. Lo peor que puede pasar es que laatribuyan a una copia, hecha por un discípulo osu propio taller, pero de altísimo valor. Y luegoestá el original, que guardé en el mismo sitioque la copia. Si aparece una, está la otra. Sifuera creyente, le diría que sería un milagro.Yo prefiero pensar en ciclos cumplidos yjusticia poética.

La alarma se había disparado en el cerebro

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de Javier Carreño. Por más que le atrajera ElBosco, lo esotérico no era su fuerte. Pensarque un alquimista le había podido dar aalguien óleos de colores parecidos a los deprincipios del siglo XVI para que pintara lacopia de una tabla perdida se le antojaba undelirio imposible.

Sin saber por qué, le zumbó un recuerdoen la cabeza: el caso Han van Meegeren, unfalsificador holandés que en plena SegundaGuerra Mundial vendió un cuadro de Vermeer,pintado por él al mismo Goering: Cristo y laadúltera. Cuando en 1945 los aliadosdescubrieron ese cuadro en una cueva, entreotros muchos de la colección del mariscalalemán, hicieron indagaciones y llegaron hastael pintor que se lo vendió, Van Meegeren, unartista que no había tenido éxito y que ademásde enriquecerse, se burlaba así de la autoridadde los expertos y los mercaderes de arte.Había conseguido un método deenvejecimiento rápido utilizando polvo depinturas originales de la época, aplicación deformaldehído y tinta china disuelta en el fondodel croquelado del óleo seco, algo desconocidohasta aquel momento.

Van Meegeren, el autor de los falsosVermeer, murió un año después en la cárcel,de un infarto, condenado a un año porfalsificación de los cuadros del maestroholandés, es decir, por fraude, no por saqueo.

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Había demostrado ante cinco testigos que eracapaz de pintar un falso Vermeer. Y lo curiosoen toda esta historia, lo que suponía un guiñodel destino, era que Goering había pagado poresos cuadros con moneda falsificada.

Era asociación extraña, tal vez un aviso desu instinto de experto, como si planeara cercala sombra del engaño. Llevaba un ratosintiéndose cada vez más incómodo anteJerónimo e Himiko. Seguramente la chicaestaría un poco como su abuelo, afectada deun extraño síndrome o enfermedad de lafabulación exagerada. El problema era cómosalir de aquel lío y volver a la normalidad, alcontrol de la situación, a la sucesión ordenadade acontecimientos, a decidir tan solo elnombre de la película del cine o del libro queiba a leer.

—Veo que no te convenzo. Ahora mismoestás pensando si se me ha ido la cabeza.

Aquel viejo le estaba poniendo realmentenervioso.

—¿Adivinar el pensamiento de los demáses cuestión de familia o es algún tipo dedeporte que practicáis en común? —replicó.

—Bueno, ya que lo dices parece ser quetenemos alguna habilidad premonitoria, pormedio de los sueños. De hecho, es curioso queel día que viniste con Himiko, yo soñara con lagalería de cuadros de Mainger en Ámsterdam y

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un hueco vacío, donde veía una imagen mía,como si fuera el reflejo de un espejo donde nohabía nadie. Pero en fin, volviendo a larealidad, es normal que pienses que fantaseo,no te culpo. Yo pensaría lo mismo de estar entu lugar. Por eso quiero que leas el contenidode los cuadernos y después, si quieres,continuamos esta conversación. Lo másimportante de mi vida, lo que puede atañer alcuadro del que te he hablado, está expuestoahí. Pero come, hombre, si no me ayudas nonos acabaremos nunca esta creación de minieta. No tuve hijos, pero la vida me ha dadoeste regalo.

—La verdad es que se me ha quitado elapetito.

—No me extraña —intervino Himiko—.Tengo que investigar esto de los maridajes,me parece que el plato no está logrado deltodo.

—¿Y dónde ha aparecido la tabla? ¿Quiénla tiene?

—Comprende que esa información demomento me la reserve. Pero todo lo que estáahí escrito puede ser comprobado, salvo, claroestá, lo de Mainger y el cuadro.

Jerónimo alargó unos folios encuadernadosque contenían el relato de su vida.

—Yo no sé utilizar esos ordenadores, pero

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me lo ha pasado a limpio mi nieta. Es unajoya. Tiene sus mundos, pero, ¿quién no lostiene? Ayer mismo me quería hacer bailar...

—Pero no quiso —cortó Himiko—. Llevomeses intentándolo, al menos así se mueve unpoco, tiene temporadas que está muy vago.

—A mi edad, mi niña, ya está todo hecho.O casi todo. Pero por mucho que me empeñe,y por mucha Venezuela donde he vivido, no sébailar. Nunca pude aprender. Me pasé la vidade joven luchando, detenido, huyendo oconspirando. En los campos de concentraciónno tuve tiempo para bailar. Luego fue un pocotarde, y tampoco me gustaban aquellos ritmosde orquesta americana. Me iban más otrasmúsicas, pero yo tengo muy poco salero parala danza.

—¿Te sirvió de algo aquella experiencia enlos campos de concentración alemanes? —Javier había encontrado un tema que leinteresaba y que lo alejaba de momento detodo lo que acababa de oír, al tiempo queindagaba en el pasado de aquel viejoenigmático—. ¿Contemplar el horror en estadopuro puede servir para valorar el resto de lavida?

—No lo dudes. Pero permite que te maticeesto. A menudo se cree que una vida sirvepara algo, que hay un significado oculto, unalínea de progresión. Somos hijos de un

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accidente y de la misma manera que vinimosde la nada, volvemos a ella. Se supone queaños y años de civilización nos han destilado yque somos cada vez más libres y más sabios,pero nunca la humanidad ha tenido tantosproblemas. No, una vida puede dedicarse almal con igual pasión que al bien, y todo eso esesencialmente humano. Es una enseñanza delos campos de concentración, y quien no laquiera ver está ciego. Ellos, los verdugos, ynosotros, las víctimas, estábamos hechos de lamisma pasta. Si la civilización después demiles de años había llegado a aquello,cualquier cosa era posible. Y cualquier cosa erahumana, por más vértigo que nos diera. Lalucha era interior y apelaba a sus aspectostrágicos. Porque la vida del hombre, ese pasofugaz por la existencia, está sujeto a algo quejamás podrá olvidar: el miedo. El miedo, quequizá fue necesario en algún momento denuestra evolución, es ahora el retroceso delhombre, sus raíces remotas, la nada. Para huirde ese miedo el ser humano es capaz decualquier cosa, y entrar en una espiralenvolvente, enfermiza, diabólica. Ángeles ydemonios conviven en nuestra mente.

»Por eso para mí, y ahí está escrito, hasido tan importante El Bosco, pintor del miedo,destilador de diablos, de criaturas que nosatemorizan y repelen, que nos dan asco yrepugnancia. Las mismas que llevamos dentro.

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Es un combate que solo se acaba con lamuerte. Pero volviendo a nuestro tema, antesde nada, léete bien la historia, y luegohablamos. Lo que sí te rogaría es queguardaras la máxima discreción.

—Descuida. Aún no tengo opinión formada.Son demasiadas cosas en muy poco tiempo. Ymuy intensas.

—Vaya, pues en eso coincidimos. Yotampoco formo mi opinión, a estas alturas yano formo nada.

—Abuelo, ¿por qué no le enseñas tucolección ballenera? —terció Himiko, paraaligerar el ambiente.

—Sí, por cierto, no te he enseñado micolección de cuadros y rarezas ¿Quieresverlas? Quizás te resulten interesantes.

En un cuarto que era una mezcla dedespacho y taller, Jerónimo tenía almacenadoscuadros, revistas, libros, huesos de ballena,arpones y todo tipo de parafernalia. De entrelos lienzos colgados en las paredes,destacaban detalles bosquianos, como unermitaño con un gran hueco en su interior.

—Intentos de reproducir lo que copié.Detalles que lograron sobrevivir a los campos ya la memoria. Hubo una época en la que lointenté, cuando aún tenía pulso. Saquémuchos bosquejos.

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—O sea, Boscos de esos, bosquejos;perdón por el chiste fácil —se disculpaba lajoven pintora ante la cómica mirada dereconversión de Javier.

Eran justo algunos de esos detalles los quehabía reproducido Himiko en su instalación.

—Ah, ya veo de dónde venía aquellarecreación de El Bosco. Muy hábil.

—Qué le vamos a hacer. Mi sensei me hainoculado la pasión por Hieronymus.

Se distinguían cuadros antiguos, bocetos ydibujos. Todos ellos parecían estar sacados deun mismo patrón y tener una extraña unidadaun en su aparente diversidad. En aquellasimágenes estaba el recuerdo de la tablaperdida, sus detalles, sus partes, algunas muydefinidas, con colores precisos, otras conlagunas o someros trazos.

—En los campos de concentración me pasóalgo curioso. Fue el recuerdo del espejo negrolo que me salvó.

—¿El espejo negro?—Un regalo de Mainger que pretendía

haber pertenecido al pintor. Una manera deevadirse. Para sobrevivir me fabriqué siempreuno allá en el campo donde penara. Busquéalgo que me sirviera, donde pudiera mirar almenos unos minutos al día: una pared pintadade alquitrán, una plancha entintada de

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imprenta. Así me abismaba. Gracias a esepequeño cuadrado negro pegado en la paredde la barraca pude sobrevivir. Al contrario quela primera vez, con el espejo que me regalóMainger, que me llevaba a formas sombrías, alas tinieblas de mi mente, por aquel túnelmágico, efecto invertido, lograba escapar yregresaba al pueblo de mi infancia, a todas lascosas buenas que había tenido mi vida.Aquello seguramente me evitó la locura, peroa cambio me fue comiendo los recuerdos delcuadro. No sé si como recurso defensivo oporque necesitaba todas mis energías parasobrevivir, pero Jonás y la ballena fuerondesapareciendo de mi memoria. Lo que ves eslo que después de muchos años volvió por símismo, recuerdos náufragos a los que meaferré para pintarlos, aun sin estar seguro dequé es lo que yo he puesto y qué he quitado.Un pálido reflejo de lo que era aquellamagnífica y exuberante tabla, a la altura de Eljardín de las delicias, su obra cumbre.

Javier miraba con estupor aquellos detallesde criaturas, de aparejos del barco, de uninterior como una cueva, llena de raíces yárboles, hombres sobre los barriles, playa detesoros y animales, rarezas biológicas, híbridosmutantes con sello medieval; el leviatán eramonstruo irascible. Si ese cuadro serecuperara sería lo más importante en lahistoria del arte en los últimos cien o

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doscientos años. La gloria, su gloria. Su razónpeleaba con su vanidad. Era el Jasón de Jonás.Las mismas letras formaban una palabradiferente. Uno exterior, el otro interno.Conquistador el uno, con miedo el otro, mundode dualismos.

—Parece que seguías sintiendo la atraccióndel abismo, seguías dentro de la ballena...

—En realidad no creo que estuviera dentrode la ballena, sino que la ballena estaba dentrode mí —aclaraba Jerónimo, recapitulandoconstantes de su existencia, obsesionespegadas como sombras—. El monstruosiempre está dentro de nosotros, por eso en elcuadro de El Bosco, Jonás, el profeta, tienealgo en el estómago, como diciendo que siJonás vive dentro de la ballena, la ballenatambién vive dentro de él; todas susobsesiones, sus monstruos, habitan debajo desu piel.

—Así que Jonás no se fue nunca de tumente...

—Yo me había quedado en ese cuadro. Erauna metáfora recurrente en mi vida. Así que loque ha pasado no sé si es un desenlace lógicoo la respuesta a un misterio, algo que siemprequise resolver y conocer antes de que todo seconvierta en olvido, antes de que me conviertaen polvo.

Javier Carreño se sintió tocado en lo hondo

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por aquella voz con la que hablaba el viejopintor, pulsando algún resorte oculto.

—Leí lo que decía la Biblia —seguíaJerónimo—, lo que contaba la Iglesia de lahistoria del profeta. Me convertí en uncoleccionista de rarezas que tuvieran que vercon las ballenas. Hasta que fui a dar con MobyDick. ¡Ah, carajo, lo que me hubiera gustadoasomarme a esa biblioteca del viejo y tronanteMelville! Incluso intenté seguir la pista aalgunos de los viejos libros y documentos quecita en sus escritos.

—Es al menos curioso lo de Melville y laballena —intervino Himiko—. Escribió MobyDick en un estado casi febril, sin detenersepara comer, parando solo cuando las energíasle fallaban debido al intenso desgaste quesufrió. El caso ha sido estudiado. Melville nacióonce días después de la partida del barcoballenero Essex, que fue atacado por unaballena de veinticuatro metros hasta que sehundió. El escritor supo del caso por el hijo delsegundo oficial de a bordo, que sobrevivió yescribió su relato. Coincidió con él en un viajede tres años por el Pacífico Sur, en el barcoballenero en el que se había enrolado,surcando la misma zona donde había ocurridoel naufragio del Essex. Había ocurrido quincemeses más tarde de haber zarpado, durante lamisma conjunción de Saturno y Plutón y lacuadratura de Urano y Plutón del nacimiento

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de Hermann Melville. Se identificanplenamente los temas del castigocompensatorio contra la naturaleza, laobsesión por el mal, que acaban tomando elmismo corazón de Ahab e impulsan su sed devenganza.

Javier escuchaba atónito. Se había abiertola brecha. Aquella mujer era demasiadoexótica, inteligente, bella, creativa, sensible...para ser creíble. Algún fallo tenía que tener.No parecía orgánica, natural. Era como lasmujeres perfectas de los años 70, como YokoOno. Naturalmente, no eran así. Ahoraresultaba que la Yoko Ono española creía en laastrología. Era un punto débil y reforzaba laopinión de no ser fiable. Elisa, su ex pareja,también sentía pasión por lo oculto. Himikodebió de percibir esa sensación de decepciónen el rostro del comisario.

—Ya sé que la astrología no tiene buenaprensa, pero es incluso más eficaz que otrosprocedimientos para averiguar el estadoprofundo del mundo y las fuerzas que semanifiestan. En este caso, Melville, con supluma, da salida a la eclosión de las fuerzastelúricas de la naturaleza, expresión del podery el instinto del entorno, que también puedenser vengativas, anunciadoras de la muerte. Lamisma situación astrológica de los primerosaños 40, con la Segunda Guerra Mundial,cuando irrumpen las fuerzas arcaicas, los

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antiguos dioses alemanes, como Wotan, furiaincontrolada de batalla y destrucción. Y unalineamiento semejante, de Urano y Plutón, seda durante la vida de El Bosco, el final de laEdad Media y el Renacimiento, con la revueltade Lutero, la cuestión religiosa y la actividadcreadora de genios como Rafael, Miguel Ángely Leonardo da Vinci. Hay conexiones y vínculosen el tiempo y en el espacio.

—Bueno, sin hablar de esassincronicidades que tanto le gustan a mi nieta,la verdad es que todo, de alguna manera,vuelve a lo largo del tiempo, se repite, nuncaigual, pero animado por los mismos instintosprimordiales. Y el tema de la ballena esrecurrente. Otro de los que lo utilizan esGeorge Orwell, en su ensayo Dentro de laballena. Lo escribió en 1940. Contiene elespíritu de los años 30, con el nacimiento delos movimientos nazis y fascistas, marcadospor la indiferencia de muchos intelectuales yartistas y su resignación a enfrentar esospeligros nacientes.

—Espera, espera, ¿qué tiene que verOrwell?

—Según se mire. Para el trotskista inglés,estos artistas, como el Henry Miller de Trópicode Cáncer están dentro del vientre de laballena, una especie de útero para un adulto, aoscuras, flotando en el líquido amniótico, lejos

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de la realidad, en la más completa indiferencia,como si no pasara nada allá fuera,irresponsablemente. Para Orwell, la figura deJonás es la del que permanece pasivo y seacaba convirtiendo en un aceptador del diablo.

Una sensación avanzaba y se materializabaen el cerebro de Javier Carreño. Estaba pura ysimplemente irritado. Demasiada irrupción delo mágico, lo incontrolable. El recuerdo delsuicidio de Elisa, su ex mujer, que creía enarcanos invisibles y esoterismos varios, se leatragantó.

—Sí, todos estamos en el vientre de laballena —replicó Carreño, áspero—. Nos haengullido, vivimos a gusto aquí. ¿Para qué saliral exterior? La ballena lo tiene todo dentro,aquí está la riqueza y la prosperidad. Fuerasolo alienta un mar rugiente y tenebroso, llenode criaturas salvajes que pueden devorarnos.Mi ballena es el mundo del arte, donde merefugio.

—Pero incluso Jonás fue expulsado de eseparaíso —apuntó Jerónimo.

—A su pesar —se defendía Javier—. Ahora,en algo te doy la razón: todos llevamosnuestra ballena en el interior. Todos somosjonases deseando volver al vientre protector.

—Los campos de concentración eran comoel vientre del Seol, su esencia profunda. Salíde ellos, pero sigo dentro de la ballena del

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universo, con la diferencia de que no serécomo Jonás, paloma saliendo triunfante de suencierro con nuevas alas. No, por mucho quelo intentemos no podremos escapar del Seol,de ese lugar de sombras donde bajan todos losmuertos sin distinción y en el que llevan unavida disminuida y olvidada.

—¿El Seol?—El reino de la muerte. El Hades para los

griegos. Donde existen compartimentos queseparan a los justos de los impíos, según laversión bíblica del Nuevo Testamento. Jesúsbajó a los infiernos para triunfar sobre lamuerte con su resurrección y llevar consigo laesperanza del triunfo de los redimidos. Desdeentonces, la muerte ya no tiene poder y ha desoltar a sus muertos. Su poder solo abarcará alos impíos: para ellos será el castigo, en laBehenna, al sur de Jerusalén, maldita por elculto idolátrico a Moloch donde la literaturajudía localizaba el lugar del suplicio de fuego,tinieblas y rechinar de dientes.

—Lo dice un anarquista —ironizaba Javier.—No hay por qué preocuparse. Se prevé

que será después del Juicio Final, cuandoempiece la segunda muerte o Seol definitivo.Quizás el fuego es el castigo infinito, o el vagarpor el espacio, el hielo eterno que quema más.Supongo que pronto saldré ya expulsado deese cuadro, para poder arribar serenamente a

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la playa del fin del mundo, o lo que es lomismo, la del final de la vida. Pero eso sí,antes me gustaría ver la tabla. Mi tabla.

*

Septiembre de 1576

Sacra, católica majestad:

En relación al asunto que osocupa y del que me habéisinformado en anterior carta dehace un mes, he de deciros que hesido recibido en audiencia privadapor el propio cardenal AlessandroFarnesio, en su palacio, y hesabido que el único prelado quetenía obra del pintor JerónimoBosco en Italia era el cardenalveneciano Doménico Grimani, yadifunto en 1523, aunque sus obras

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pasaron a poder de la SerenísimaRepública veneciana y algunas asu sobrino Giovanni, con el cual elmismo Farnesio ha tenido relacióncomo príncipes que son ambos de laIglesia.

Interesóse el cardenal por eltítulo del tríptico que importa aV. M., pero de manera natural,sin sorpresa ni fingimiento.Aunque no tengo por menos queconfiar en sus palabras, pareciómeque no contaba toda la verdad,sea por no conocerla del todo, seapor prudencia, y dado que no hubolugar a hablar de un cuadro quesu eminencia aseguraba no habervisto nunca, acabé allí laembajada de mi negocio.

El cardenal Farnesio afirmaque entre las joyas artísticas más

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valiosas del cardenal Grimani,entre las cuales había variasobras de pintores flamencos,figuraba un exquisito breviario,que había comprado varios añosantes de morir al enviado enFlandes del duque de Milán,Antonio Siciliano, que le vendiótambién varias obras de El Bosco ytal vez esa tela de Jonás y laballena.

Respecto al cardenal Farnesioy la alquimia, que V. M. católicaasimismo inquiría, en Roma herecogido de buena fuente que laspinturas realizadas por el artistaitaliano Federico Zuccari en elestudio particular del cardenal,en su palacio de Caprarola, son denaturaleza hermética. El estudioestá ubicado en el ala de verano

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del palacio, detrás de una saladestinada a la meditación. Unade las pinturas de este gabinettodell'Hermathena, representa aun hombre desnudo, barbado y conalas en la cabeza, que sostiene unsímbolo en la mano derecha, yuna esfera en la izquierda. Elsímbolo de la derecha, significa lafusión de varios elementosalquímicos: plomo, estaño, plata,cobre, mercurio, azufre y vitriolo.

La sala cuenta con otrapintura en el techo, alegoría deesa extraña figura, conocida comoHermathena, fusión de Hermes yAtenea y que posee un significadohermético, además del filosófico,como emblema de la culminaciónde la Gran Obra. El propiocardenal guio la preparación y los

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diseños y los frescos que debíanpintarse.

En aquella estancia, elcardenal, practicante de laalquimia, pasa muchas horas deestudio y experimentación. Pareceser que están expuestos en lasparedes de la estancia cuadros dereputados maestros, todos haciendoalusión al noble arte egipciaco, yque entre ellos se hallan varios deflamencos. En la galería depintura del palacio del cardenalen Caprarola hay varias obras delos destacados flamencos Brueghel,Cranach el Viejo y de otros quepintan como ellos, como es el casode Holbein, alguno de elloscomprado al cardenal GiovanniGrimani. Cuenta Farnesio confama merecida, ya que entre sus

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trabajos estuvo construyendo laiglesia de Jesús en Roma y suspropios palacios de Caprarola y elque posee cerca del lagoBracciano, así como el monasteriode las Tres Fuentes. Dícese de élque sus edificios están levantadoscon cálculos cabalísticos, de lamisma manera que el monasteriode San Lorenzo de El Escorial, quecreó su cesárea mano, semeja unnuevo templo de Jerusalén.

De vuestra sacra católicamajestad muy humilde vasallo ycriado, que los muy reales pies ymanos de V. M.

El embajador en Roma,Juan de Zúñiga

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Capítulo VII

Carros de heno

Toda carne es como lahierba

y todo su esplendorcomo la flor de los

campos.

La hierba se seca, la florcae.

Isaías, XL, 6: 7.

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-Te acompaño, tengo que comprarcigarrillos. Ya en la calle, viendo su estado,Himiko le espetó a bocajarro: —No sabes a

qué carta quedarte. Estás confuso. Hueles algogordo, algo fuera de lo normal, y eso te ponenervioso. Quieres creerlo, pero piensas que esdemasiado bueno para que salga bien, quealgo se puede joder. De momento haz caso ami sensei, lee la historia y no cuentes nada anadie.

—¿Qué hora es? ¡Dios mío, la cena! Deesta no me salvo. Vas a tener razón, ya la hejodido.

Himiko lo vio desaparecer con una muecade desconcierto en la cara en buscadesesperada de un taxi, intención manifiestaque normalmente se traduce en la persistenteausencia de vehículos, como si rigiera la ley dela inversión proporcional: a mayor urgencia,menos taxis, y ocupados.

Cuando llegó al restaurante, hacía cincominutos que se habían marchado loscomensales, el director del museo y losmarqueses de Monaster. Desde que habíaconocido a Jerónimo e Himiko, las cosas se letorcían. Aquello traería consecuencias. No tuvoque esperar mucho. A la mañana siguiente,duchado y afeitado, intentando disimular lasorejas de no haber descansado en toda lanoche, la mente como una centrifugadora, se

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presentó ante Federico Fonte, el director delmuseo.

—Eres un impresentable. Quítate de mivista. Anularé tu visita a Venecia, porque voy afirmar tu cese del comisariado. No estás a laaltura del cargo.

—Pero Federico, déjame contarte...—No hay excusa posible. Pon tus cosas en

orden y lárgate.—De acuerdo, pero al menos concédeme

dos minutos antes de darme la patada.—Adivino que va a suceder una escena que

comience por el típico «no es lo que parece,puedo explicarlo»...

—El caso es que sí puedo. Había silenciadoel móvil en la rueda de prensa del ministro yse me olvidó conectarlo luego, así que no pudeoír tus llamadas. Cuando me di cuenta eratarde.

—Te queda minuto y medio.—Sucedió algo increíble.—Tuvo que serlo. ¿Se te olvidó que lo más

importante para una exposición es elpresupuesto para hacerla, y que para eso eraesa cena con el presidente del Patronato? Fueuna de las más espantosas de mi vida, de lasmás lamentables. El marqués, AlbertoMonaster, y su mujer, estuvieron correctos,

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pero estimaron que tu manifiesta falta deatención en el asunto estaba en relacióndirecta con su interés en el proyecto. Raquel,sobre todo, se mostró muy decepcionada. Nome extraña. Te voy a contar un secreto, ahoraque te ceso. Fue ella y su interés por ti por loque triunfó tu candidatura para el comisariadode la exposición. Alabó tu conocimiento sobrela pintura tardo—medieval y renacentista,aunque advirtió de tu poca maleabilidad.Menos mal que no apuntó en esa ocasión queeras un malqueda. De haberlo sabido, mehubiera evitado la humillación de ayer.

—¿Raquel dijo algo?—Más bien fue lo que no dijo. No sé qué

asuntos habrás tenido con ella, o con ellos;creo que tasaste algunos cuadros para sucolección.

—Sí, así fue... pero, ¿no estabanconvencidos de esta exposición?

—Se escudaron en los papeles, ya sabes,el dossier que has tardado semanas, meses,en hacer, es demasiado vago. Se supone quelo tenías que explicar brillantemente en lacena. El apoyo de los Monaster era muynecesario y ahora mismo no lo veo tan claro.Tendría que ser muy bueno lo que me contaraspara hacer desaparecer de mi cerebro lasimágenes de aquellas sonrisas conmiserativas,condescendientes. ¿Qué narices estabas

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haciendo? Aunque, la verdad, ya me trae alfresco. Te quedan sesenta segundos antes dedesaparecer. Y soy generoso. Te detesto.

Hubo un silencio espeso, un precipicio, unabismo por el que caer.

—Estaba realizando un descubrimiento quepuede revolucionar el panorama sobre ElBosco y que puede encumbrar la exposición.

—¿Sí? ¿Cuál?La cara de Federico Fonte era la

incredulidad personificada, la suficiencia.Cualquiera que asistiera a la escena hubierapodido apostar que la vanidad y soberbiaconstituían los pecados capitales del directorde uno de los mejores museos de pintura delmundo, pensó Javier. Fue solo una ráfaga quepasó por su pensamiento, intentandoneutralizar la tensión que se palpaba en eldespacho y que inmediatamente dejó de lado,ocupada su mente en su salvación. Imaginabalo que había sufrido el director en la cenaintentando mantener el tipo. Eso, decía surictus, su gesto de desprecio, jamás iba aperdonarlo. Y añadía algo más: tampoco se ibaa dejar engañar con un viejo truco. Desde quehabía sido nombrado director del Prado,Federico Fonte se había rodeado de unacohorte de jefecillos, intermediarios ysecretarios con los que se aislaba y quecomponían su cinturón protector. Partidario de

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teorías radicales sobre el manejo del personal,Fonte sembraba cizaña entre ellos paramantenerlos ocupados, daba y quitabafavores, aparentemente por azar, para tener atodo el mundo en vilo, desconfiando de losdemás. No era la primera vez que habíadeslizado comentarios sobre lo goloso delpuesto de Javier y lo cotizado que estaba en elmundillo en el que se movían. Sabía comonadie movilizar los celos entre los demás, eraun sentimiento que conocía bien.

Javier respiró hondo.—Pasaron con largueza los dos minutos.

Esfúmate.—Existe la posibilidad del hallazgo de un

cuadro desaparecido de El Bosco, la tablacentral de un tríptico: Jonás y la ballena. Laúltima noticia que se tiene de él, en 1521, lositúa en Venecia, en la colección del cardenalGrimani, un mecenas renacentista. Pero hayalguien, un viejo pintor español, que hizo unacopia hace muchos años y sabe dónde seencuentra.

Lo soltó de corrido, como si lanzara unabomba de mano y solo tuviera los segundosprecisos para escapar antes de que seprodujera la explosión. Y llegó. Hubo segundosde silencio, miradas de desconcierto.

—¿Pero qué dices? Eso se llama dispararrápido. ¿Ypor qué no me has adelantado nada?

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—Fue ayer cuando lo supe, por la noche,justo antes de la cena. Me quedé anonadado.Inquirí detalles, quería estar mínimamenteseguro, por eso llegué cuando os habías ido...He pasado la noche repasando el rastro porlibros antiguos, revistas, buceando enInternet. Ese cuadro existió y desapareció apartir de 1523, año de la muerte del cardenalGrimani.

—Espera... Voy a dar órdenes para que nome pasen llamadas. Javier, espero que estovalga la pena. Tu puesto depende de que mecrea tu fantástica historia. Ruega al cielo queno me hagas perder el tiempo. Piénsalo unmomento antes de continuar. No me cuentesrumores o conjeturas. Quiero oír una historiaque me pueda creer. Si no, estás fuera deltema. No cometas más errores y vayas a salirpeor parado.

A pesar de saberse indultado, JavierCarreño se sintió mal. No habían transcurridoni doce horas y ya había traicionado aJerónimo Díaz. Y lo había hecho por miedo,para salvar su cargo, su puesto. Intentóentonces justificarse a sí mismo. Pensó que noera tan grave y que podría administrar lainformación. Con esos pensamientos encaró asu director, Doble F, que no podía dejar laoportunidad de mostrar su poder: algunadentellada mordaz le estaba destinada. Pero,como oveja que va al matadero, comenzó a

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contar una historia que le iba a permitircontinuar jugando en el tablero. Por unmomento tuvo la certeza de que en realidad,en aquella partida, era solo un humilde peón,una pieza de la que el verdadero jugador sepuede desprender a la menor señal de peligrode otra pieza mayor. Pero así era el mundo.Como El Carro de heno de El Bosco.

Resumió a grandes rasgos la historia,poniendo aquí y allá detalles de su cosecha.Federico miraba fascinado, aunque sinaparentar emoción. La mueca de incredulidadhabía dado paso a un rostro neutro, queseguramente procesaba varias informaciones ala vez, entre ellas qué le podía reportar elasunto de confirmarse. Era un verdaderoprofesional. Solo al final dejó deslizar su sutilironía.

—Así que la información proviene de unviejo pintor anarquista de noventa y cuatroaños que pintó una copia para un extrañopersonaje que podría ser un alquimista y quedejó abandonada y escondida en la SegundaGuerra mundial. Te has equivocado deprofesión, Javier. En realidad eso es unanovela. No sé si esotérica, fantástica o deintriga de la Segunda Guerra Mundial. Mételeuna persecución de los SS, un par de escenasde sexo, una interpretación seudooriginal y yaestá. Solo por eso debería despedirte deinmediato.

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El que lo nombrara sin haberlo ejecutadoaun era una buena señal. Doble F dudabaentre creerse la historia, que de ser ciertapodría ser el asunto más fuerte de su carrera,o pensar que todo era una estratagema deJavier para poder continuar en su puesto. Elcomisario jugaba sus bazas. Sabía que sudirector aspiraba a ministro de Cultura, másdesde que el anterior que había ocupado elcargo había sido un antiguo compañero decarrera. La envidia, a veces, lo cegaba. Teníacelos de todo aquel que le pudiera quitarprotagonismo. Decididamente, era unespécimen, capaz, él solito, de acumular lamitad al menos de los pecados capitales; todoun portento.

—Nada gano en engañarte, lo sabráspronto —apuntó Carreño recuperando elresuello y tal vez su puesto perdido—. Ya séque parece increíble, y no des demasiadaimportancia a lo del alquimista, hay gente muyexcéntrica; lo importante es que puedeaparecer esa tabla perdida. Acuérdate de queparecía imposible que surgiera un nuevoBrueghel y fue aquí mismo, en el museo,donde se encontró.

Los dos recordaban aquel verdadero golpede suerte. Una casa de subastas llevó algabinete de restauración del Prado la obra deun particular. Aquel cuadro, El vino en la fiestade San Martín, realizado sobre un soporte

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inusual, tela de sarga al temple de cola, degrandes dimensiones, 148 x 270,5centímetros, era una obra hasta ese momentodesconocida de Pieter Bruegel el Viejo, y habíasido el Prado, tras varios meses de estudio, elque había descubierto su firma y lo habíaidentificado. Gracias a eso, la opción decompra sobre la pintura contó enseguida conel informe favorable de la ComisiónPermanente del Real Patronato, así como el dela Junta de Calificación, Valoración yExportación de Bienes del Patrimonio ArtísticoEspañol. Todo se zanjó con algo más de sietemillones de euros. La aparición de ese cuadroconstituyó un descubrimiento de trascendentalimportancia para la historia del arte. Que seconsiguiera identificar y recuperar un boscoperdido sería otro milagro, mayor si cabe.

—¿Y crees factible que eso suceda? —contraatacaba Doble F—. Lo normal es que sise descubre en Europa acabe en el mercadolibre, en el cual no tenemos nada que hacer.

—Creo que si de verdad existe, haymuchas posibilidades de que pueda llegarhasta nosotros. Aunque tengamos quetrasladarla y descubrirla aquí. Lo dequedárnosla después ya será otro cantar.Primero habría que averiguar quién es elpropietario, qué familia judía tuvo quedesprenderse de ella para salvarse. Peromientras asoman los cazadores de tesoros

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nazis, la examinará y cuidará el Prado. Es lonormal después de descubrirla, el mayorhallazgo en la historia del arte en muchosaños, más que el último Caravaggio oVelázquez y más incluso que el hallazgo delnuevo Brueghel, del que sí había una copia deloriginal. Y la podremos incluir en nuestraexposición, que también incluirá El vino en lafiesta de San Martín. Imagínate el revuelomundial. Prorrogaríamos varios meses más,con colas que darán la vuelta dos veces almuseo.

—¿Y quién nos hará llegar el cuadro? ¿Elanarquista?

—Solo te pido tiempo. Primero, paracomprobar todo lo que pueda de la historia deese cuadro y seguir su pista. Jerónimo sabedónde está escondida la tabla, pero no quieresoltar prenda, quiere recuperarla él mismo,junto con otros recuerdos del pasado.

—No existirá la posibilidad de que todo seaun engaño...

—Hoy día, sabes que colarnos algo falso esimposible. Los análisis con rayos X, ladendrocronología, los infrarrojos y losultravioletas son exhaustivos. No, creoverdaderamente que puede ser verdad, pormuy increíble que parezca.

—No te dejes llevar por los vientos degloria —decía el director pensando en realidad

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en sí mismo—, hacen que distorsionemos larealidad. Estamos tan deseosos de queaparezca algo así, que cometemos errores. Nopodremos decir nada hasta que no esté ennuestro poder y certifiquemos que esauténtico. Es un asunto espinoso ese de loscuadros incautados por los nazis. Necesitosaber en todo momento en qué puntoestamos, así que vas a seguir con la promesade contarme todos los pasos que deis. Sigue lapista al cuadro. Como ellos irán a Holanda,puedes viajar a Ámsterdam desde Venecia,ibas a ir de todos modos. Deja para después lavisita al museo Grominje de Brujas. Si nosacas nada en claro, al menos habrás hechoun viaje de trabajo que podremos justificar.

»Además, vas a firmar una carta dedimisión, con la fecha en blanco. Si sale todobien, te la devuelvo, y si por casualidad te vesinvolucrado en algún asunto extraño, conimplicaciones legales, no olvides que loprimero que haré será poner fecha a la cartade una semana antes. Nosotros no tuvimosnada que ver, ¿entendido? Nos ponemos lasmedallas, pero no sabemos nada de losfracasos, ahí apechugáis tú y tu prestigio.Espero que esté clarito.

*

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Gante, 1505 —Monseñor, el maestro Hieronymus con el

cuadro que su alteza le había encargado.—¡Hacedle pasar! ¡Estoy impaciente! Y

avisad también a la gran duquesa.Tras el maestro, que saludó

ceremoniosamente y que recibió la cálidaacogida —sonrisa ancha— de Felipe, losayudantes trasladaban el cuadro envuelto entela y protegido para el viaje.

—¡Maestro Hieronymus! ¡Es un honorrecibir vuestra visita! Realmente estimamosvuestra gentileza al acompañar su obra y quellegue en las mejores condiciones hasta Gante.

—El honor es mío, monseñor. Espero queos complazca.

—Preparadlo, pero esperad a descubrirlo aque llegue la gran duquesa. Mientras tanto,hablemos de otro encargo. Por las noticias quesin duda habéis escuchado, partiremos prontopara hacernos cargo de los reinos de Castilla, yaún no sé si podré o no trasladar este cuadro.Pero sí me gustaría llevarme alguno realizadopor su mano, uno de tamaño más pequeñoque sirva para mi deleite y que me recuerde elcondado de Brabante y sus gentes cuando allíme sienta fatigado por los trabajos del reino.Algo popular, dejo el tema a su elección. Ya

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sabe cómo me gusta vuestra pintura y esasescenas que reflejan la belleza y la tentaciónque tiene que ser vencida...

—Como gustéis. Me tendría que poner deinmediato a ello. No sé cuándo partís.

—Pronto, en algunas semanas. Ya nosesperan, pero aun tenemos que arreglarmuchas cosas, nuestros estados necesitan unabuena administración. Aunque parece que lascosas están tranquilas, en cualquier momentopueden aparecer graves conflictos. Tengo lahistoria muy cerca, en mi propia casa... Perode este encargo os ruego que no le comentéisnada a la gran duquesa. Ya os haré llegar elpago del cuadro.

El maestro creyó advertir un guiño depicardía en Felipe de Borgoña: se decía quetenía una legión de hijos bastardos. No leandaban a la zaga otros mandatarios comoJuan de Heinsberg, el obispo de Lieja, con másde una docena. A pesar de eso, los poderososy los prelados se flagelaban y ayunaban variosdías por semana. Había cosas de los palaciosque no se podían guardar en secreto. Pecado yculpa, caída y contrición, lujuria y castidad...Andaba el mundo revuelto, lleno detribulaciones y temores, y cada cual resolvía laecuación como podía.

La llegada de Juana I de Castilla, con unaacusada curva de embarazo, lo sacó de sus

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pensamientos. Felipe el Hermoso y Juana Itenían ya cuatro hijos: Leonor, Carlos, Isabel,Fernando, y esperaban uno más. La prole, alcuidado de ayas y preceptores, se quedaba enMalinas, mientras que la fogosa reina ibasiguiendo a su marido. Felipe, ante su mujer,había comenzado a hablar en latín, idioma enel que los tres se desenvolvían bien. Tras lossaludos y reverencias, monseñor hizo un gestocon su mano y las telas cayeron. Un últimoterciopelo, rojo, fue descubierto por elmaestro. Frente a Felipe y Juana, el secretario,el capitán de la Guardia, la dama de compañía,una criada y los ayudantes del pintor, emergióun tríptico de buenas dimensiones con las alasdobladas. En ellas se veían, trazadas con finopincel con colores de sueño —verdes,marrones, azules, grises— un barco, un marque comenzaba a agitarse, y un dios en lo altoque miraba. Un silencio expectante fue roto alcabo de varios minutos por el único que podíahacerlo, monseñor, el gran duque.

—Abrid el tríptico. Si lo que hay dentroresponde a lo visto desde fuera, será uncuadro notable.

No se equivocó. Cuando el maestro abrióceremoniosamente los postigos laterales, antelos presentes se mostró un cuadro quesuperaba todo lo imaginado por las grisallascerradas.

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Aquello era, por definirlo de algunamanera, un campo de combate: los ángelesluchaban contra demonios, a los queatravesaban con sus espadas. Los condenadosal infierno, algunos con hábitos de monje,transformados en batracios, con antenassaliendo de su cara o su cabeza, extrañaslangostas, estaban ya poseídos por las fuerzastenebrosas que tiraban de ellos. Lejos de laturba de condenados, la mayoría de las figurasque poblaban el cuadro, solo unos pocoselegidos ascendían por una escalera simbólicaque conducía a un dios resplandeciente, anteel cual uno de los juzgados, que habíaascendido hasta el final, se postraba de rodillasacompañado de su ángel guardián. Esaescalera ocupaba un pequeño espacio dentrode un cuadro donde se apreciaba unabigarramiento de criaturas híbridas, elegantesy grotescas a la vez dentro de sus extrañasformas. Cuerpos desnudos e inmóviles flotabandentro de un universo oscuro e ingrávido,esperando la tortura con rostros sobrios. Habíasátira hacia los poderosos: se apreciabanmitras cardenalicias, coronas reales, losdemonios surgiendo como insectos con alas yantenas, joyas destacando ante los terciopelossombríos.

Más que terror, lo que provocaba la tablaera una quiebra de la razón y la lógica,sensaciones de sueño, quizá de pesadilla; las

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figuras despegadas, con ilusión de gran pintor,seducción de ese mundo de tinieblas, territoriofronterizo, confundido el hombre entre elanhelo de lo maravilloso y la angustia de unjuicio que llegaría tarde o temprano.

—Le dejáis a uno mudo con vuestrapintura. Poco se puede decir ante ella, salvosobrecogerse. Esperemos que el Juicio Finalllegue cuanto más tarde mejor...

—Monseñor, esposo mío, no deberíaisbromear con eso, que todos tenemos lamuerte esperando sin saber nunca cómo,¿cierto, maese pintor? Decídselo vos, quepintáis demonios como si los hubierais visto,sin mengua de la razón...

—No le hagáis mucho caso a Juana,estudió mucho tiempo para monja y aún no seha desprendido de viejos hábitos. ¡Pero estono es Castilla!

—Mi señor, allí acudiremos muy pronto, yes nación que debéis respetar, como a sureina; no se doblega fácilmente.

Felipe no contestó y se dirigió al pintor:—Maese Hieronymus, como sabéis, mi

suegra ha muerto. Mi mujer ha sido coronadareina de España y yo, por lo tanto soy su rey.

—Siempre detrás de mí, Felipe.—Deberíais venir alguna vez a España,

maestro Hieronymus. El maestro Jan van Eyck

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la ha visitado al menos en dos ocasiones...¿Sabéis que los españoles están trayendo delas Indias productos que no se sabía queexistieran, frutas exóticas y de saboressorprendentes, animales distintos, comopájaros que hablan? Los que han ido allá, a lasIndias, cuentan las grandes maravillas que aúnaguardan, animales fantásticos y países dondeexiste el oro en abundancia y las tierras sonexuberantes y fértiles. ¿No os gustaría venir aver esas maravillas? Seguro que encontraríaisinspiración para vuestros cuadros. Dicen quelos indios viven en un estado como siestuvieran en el paraíso terrenal, sin ropas ysin culpas, sin ocultar su desnudez.

Juana miró a Felipe con cierta aprensión ydesvió la vista hasta el ventanal.

—Sí, a vuesa merced le plugaría muchosolazarse así —dijo entonces en castellano yen voz baja.

Felipe la miraba de soslayo. No era laprimera vez que la veía mascullar palabras ensu idioma, desacuerdos con su marido,sospechas que no podía descargar en público.

—Maestro, os felicito por vuestro cuadro.Ofrezca nuestros respetos a su mujer, fueencantadora cuando pasamos por Bolduque.Me acordaré de Borgoña cuando contemple suspinturas...

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* —¡Sorpresa, Javier! ¿Eres feliz?La voz de Raquel sonaba alegre y

cantarina, invitadora. Tono cómplice, como enlos viejos tiempos.

—¡Vaya pregunta...! Sí, soyrazonablemente feliz. ¿Por qué has preguntadoprecisamente eso?

—Me dio el pálpito de que andabas triste odesorientado, que la felicidad habíadesaparecido de tu vida.

—La felicidad es como el dinero, siempreestá mal repartida. La riqueza y la pobreza secomplementan, no existiría una si no fuera enrelación con la otra. Con la felicidad pasa igual.Sería imposible que todos fuéramos felices, nohabría tristeza a la que compararse. Por eso,me considero razonablemente feliz.

—Vaya, hoy estás fino, mi cielo. Creí quete iba a ver en la cena, pero parece que tuvisteotros planes.

—Lo lamento profundamente. Surgió unimprevisto y cuando llegué, ya os habíais ido.

—Espero que tu agudeza no tenga que vercon el trato que te haya dado Doble F. Lo vialgo furioso a medida que avanzaba la noche.No sé qué le irritaba más, si tu ausencia o los

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requiebros que el marqués y yo le hicimossobre el apoyo a la exposición. Pero fuimosbuenos, al final le contentamos más o menos yle hice prometer que no tomara ningunadecisión hasta escucharte... ¿Ha sido maloDoble F contigo?

—Bueno, ya lo conoces, se le va la fuerzapor la boca. Hemos hablado y todo se hasolucionado. Seguimos con los planesprevistos, más o menos. Cuando quieras teampliaré el dossier y los planes de laexposición.

—Vaya, ahora se dice así. Qué pillín.—Con el marqués delante, por supuesto.

Iré cuando queráis.—Bromeaba, señor comisario, siempre tan

circunspecto. Pero lo de pillín lo decía en serio,aunque por otra cosa. Has olfateado el rastrode un cuadro perdido de El Bosco y no me hasdicho nada. ¡Qué bandido! Te lo perdonoporque a veces eres simpático. Y una caja desorpresas. Quién iba a decir que iba a emergerun cuadro nuevo de El Bosco, a estas alturas.

Javier se quedó helado. Aquella revelaciónde su secreto lo hundía literalmente en elsuelo. Tuvo que sentarse.

—Te prometo que no lo sabe nadie más.Imaginas, y aciertas, sobre cómo me heenterado. Noté a Federico muy enigmático

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hablando de ti, y con un poco de intuición,dejé que se desahogara sobre tu ausencia enla cena. Estaba preocupada por tu futuro.¿Sigues ahí? Javier, no pienses mal. No quieroese cuadro. Pero quiero que me cuentes lahistoria. No siempre se encuentra una con algoasí. Y ya que compartes un secreto conmigo,déjame compartir el tuyo. Sabes que lashistorias de cuadros me fascinan.

—Creo que eres consciente de la situaciónen la que me hallo. Sé que dependo de un hiloque puedes cortar tú. Eso no me haceprecisamente feliz, ni propicio a lasconfidencias. Si alguna vez hemos sentido algoque valiera la pena, deberías olvidarte de loque te ha contado Federico. Así al menosseguiríamos siendo amigos.

—O puede que también pienses que en elfondo, y a pesar de mis promesas deinocencia, me quiero aprovechar de ti yencontrar esa obra perdida. Eso sí es pocaconfianza. Y alguna vez la tuvimos, y mucha.No he invitado nunca a nadie al santuario. Porsupuesto que hubo otros, y quizás los hayadespués, ¿Quién sabe? Me gusta apurar lavida. Pero te juro que mientras estuvimosjuntos no hubo nadie más. Ni tampoco ahora.

—¿Y Doble F?—Te equivocas. Soy amiga de él desde

hace tiempo. ¿Por qué te crees, si no, que es

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tan sensible a mis consejos? Tenemos laconfianza de habernos acostado un par deveces en la universidad y participaciones enuna galería de arte, inversiones en jóvenesvalores, ya sabes. Nada más. Pero estaba tanalucinado con la historia, que la soltó cuandole apreté un poco. No le eches la culpa. En elfondo, te envidia intensamente, le gustaría serel que hubiera descubierto la historia, el que laviviera. Menos mal que sus intereses sonotros: quiere ser el gran capo, y joven, delarte y los museos en España. Incluso se vecomo ministro algún día... ¡Lo que no pienseFederico sobre su persona y su valía! Vamontado siempre sobre su ego, se cela contodo lo que le quite protagonismo. Aunquemuy listo, es demasiado previsible.

Javier acabó contando lo que sabía bajo lapromesa de secreto absoluto. Raquel estabaentusiasmada. Le fascinaba seguir el rastro apiezas como aquellas. No lo podía remediar, lepodía la pasión del cazador.

—Y ahora que lo sabes, ¿qué vas a hacer?—¿Yo? Ayudarte... ¿o acaso crees otra

cosa? En este mundo del arte no se puedellevar una cosa tan gorda en secreto absoluto.Y en un momento dado, hay que sabermovilizar a las instituciones.

—Prefiero que te mantengas al margen.Aún no sabemos qué es lo que puede pasar.

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—Es lo que me excita... ¡la aventura! Esote hace enormemente erótico. En el fondo, loque me pasa es que soy una curiosa obsesiva.

—El pasado de ese cuadro puede lastrarlo.Tengo que estar seguro de que no hay nadailícito, hay que ir con pies de plomo.

—Ya sabes, mis labios están sellados.Salvo que quieras besarme. Eso se puedenegociar... ¿Tú sabes lo que podría valer unBosco desconocido, en buen estado?

—Depende. Si es en España, menos quefuera. Aquí el Estado tiene una salvaguarda y amenudo la ejerce. Acuérdate de El vino en lafiesta de San Martín, la obra desconocida dePieter Bruegel el Viejo, que descubrió el Pradoen una restauración. Pagamos siete millonesde euros, pero en el mercado libre hubieranpodido ser muchos más. Ese cuadro era másgrande que este posible Bosco, que podríallegar a unos diez millones de euros.Solamente un coleccionista muy especialaspiraría a poseerlo; estoy hablando de loscapitalistas más refinados del planeta.

Era un aviso a los navegantes y Raquel serio abiertamente. Javier siguió.

—Uno de los problemas es averiguar laprocedencia del cuadro. Desconocemos sipertenecía a alguna familia expoliada en laSegunda Guerra Mundial.

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—En ese caso los requiebros y vueltas quepuede dar el caso son imprevisibles. Dentro depoco tendré que ir a varias subastas enEuropa. Allí siempre me encuentro conmarchantes y coleccionistas amigos. Intentaréenterarme del estado de esos asuntos.

—Ya sabes, con mucha discreción...—Y tú, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Cómo

piensas seguir tus pesquisas?Era una buena pregunta. Aunque tenía

varias ideas, de momento no podía contestar. El método le había salvado en los

momentos difíciles de la vida, cuando se ponena prueba convicciones y creencias. Por esorecurrió una vez a la fórmula. Analizar, comoun sabueso policial, todas las pistas del caso.Una de las posibilidades, aprovechables para laexposición, era el nuevo elemento de losfuegos de San Antonio que había surgido conlos escritos de Jerónimo. Así que recurrió a unamigo que trabajaba en la sección de arte dela Policía, Gonzalo Martín, con el que habíacolaborado en el peritaje de algunas piezasrobadas. Gonzalo lo llevó en presencia de unode los mayores expertos de la policíaCientífica, José Carlos Muñidor, doctor enMedicina y licenciado en Química, para sopesaresa interpretación.

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—En la Edad Media, en Centroeuropa, elcenteno era el cereal más empleado en laalimentación. En ocasiones, las plantacioneseran infectadas por un hongo en forma decuerno, hoy llamado Claviceps purpurea. Estasplagas se producían cuando las condiciones dela primavera eran propicias: años húmedos yno muy fríos. Aunque el cornezuelo fueravisible, el centeno no se limpiaba y era llevadotal cual a los molinos.

En su despacho, al lado de una sala dondese distinguían una serie de huesos sobre unamesa metálica, el doctor Muñidor enseñaba aJavier Carreño y Gonzalo un libro con grabadosdesplegado sobre la mesa. Desde que habíarecibido la llamada de su colega, había reunidoabundante documentación.

—Este hongo contiene grandes cantidadesde ergolinas, unos alcaloides con un poderosoefecto vasoconstrictor. Ingiriendo cantidadessignificativas de centeno o harina de centenocontaminado, se desarrolla la enfermedadllamada ergotismo, que es la que tenían loseuropeos medievales.

—¿Claviceps purpurea dice que se llama?—Anotaba Javier el nombre en un cuaderno.

—Ahí donde lo ve, con ese nombre casipoético, este hongo ha sido muy estudiado.Merece la pena, se han hallado en él cosassorprendentes: la primera, la ergobasina, un

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alcaloide relativamente simple de una grancapacidad hemostásica y potenciadora de lascontracciones del útero; también laergotamina, un vasoconstrictor muy empleadoen la actualidad contra la migraña y que,ingerido en grandes y continuas cantidades, dalugar a malformaciones durante el embarazo.Añadamos la bromocriptina, empleada en eltratamiento del párkinson, y otros derivadosmás como la ergocristina, la ergocriptina y laergometrina. Pero sobre todo, la estrella es laergotina. Al calentar la masa en el horno paracocer el pan, la ergotina se transforma en unadietilamida del ácido lisérgico, más conocidacomo LSD, descubierta accidentalmente porHofmann en 1943, una sustancia usada enpsiquiatría durante mucho tiempo antes de suprohibición. Un portento el hongo; no meextraña que se hablara en el medievo de lospanes de la locura.

—¿Y era mortal?—La mayoría de las veces, aunque existían

dos tipos de enfermedad. El primero, másbenigno, se manifestaba por diarreas, vómitosy cefaleas acompañados de alucinaciones yconvulsiones. En el segundo, mucho másgrave, los dedos y extremidades segangrenaban y se perdían. A esta últimavariante se la llamó fuego de San Antón, porSan Antonio, el eremita que fue tentado por eldiablo con visiones terribles y que se convirtió

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en el santo protector de los afectados por elmal.

—¿Me podría detallar los efectos del fuegode San Antón?

—Pueden traducirse en alucinaciones,convulsiones y contracción arterial, queconducen a la necrosis de los tejidos y laaparición de gangrena en las extremidades. Laenfermedad empezaba con un frío intenso yrepentino en brazos y piernas para convertirseen una quemazón aguda. Del fuego al hielo,qué tortura. Sabiendo además que en cadaataque se perdía algo: un pie, dedos de lasmanos... Muchas víctimas lograban sobrevivir,pero quedaban mutiladas para siempre, podíanperder todos sus miembros. Existía otravariante de esta intoxicación en la que elpaciente sufría intensos dolores abdominalesque finalizaban en una muerte súbita, afectabaa las embarazadas que abortaban, en losvarones podía producir además la pérdida odaño de los genitales...

—El Bosco nunca tuvo hijos...—¿Qué quiere decir? —preguntaba

Muñidor.—Nada, cosas mías... ¿Y era muy común?—Durante la Edad Media las intoxicaciones

por ergotismo eran tan frecuentes que secrearon hospitales donde los frailes de la

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Orden de San Antonio se dedicaban enexclusiva a cuidar de estos enfermos. Estosfrailes llevaban hábito oscuro con una gran Tazul en el pecho. Pero fíjese, yo creía que conla mejora de la higiene, el Renacimiento y elprogreso de las ciencias, la enfermedad habíadesaparecido en un siglo. Me equivoqué. Laúltima intoxicación colectiva de ergotismosucedió en Francia, en el pueblo de Pont—Saint—Esprit, en el año 1951. Ayer, comoquien dice. ¿Y relaciona usted el ergotismo conlos cuadros de El Bosco? ¿Es eso lo que quieresaber para su exposición?

—Me gustaría sopesar algunas cosas... Porejemplo, una persona que la hubiera sufrido,pero que se hubiera curado...

—¿Sin amputaciones? Ya le habría tocadola lotería. Lo raro sería que no hubieraquedado tocado para el resto de su existencia.Con dolores atroces, alucinaciones, visiones,éxtasis. Como para desequilibrar a cualquiera.No sé si podría levantar un pincel en la mano,raro me parece.

—¿Podría el afectado leve volver a teneresas alucinaciones a lo largo de su vida?

—Sí, si se dan una serie de condiciones.También podría suceder que con los remediostradicionales se quitaran unos efectos ypersistieran otros. Por ejemplo, uno de losremedios era la mandrágora. El enfermo podía

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pasar de un vuelo a otro.—Vaya, eso es interesante... ¿Y cómo

serían sus alucinaciones? ¿Parecidas a las deun tripi de ahora?

—Habría luces y psicodelia, perodependería de la experiencia personal y delambiente circundante. Alguien que viviera enla Edad Media tendría visiones medievales, esesería su sustrato. Quizá Dios, ángeles ydemonios...

—Como El Bosco...—En efecto, como El Bosco. Por lo que

conozco de sus cuadros, y ahí es usted elexperto, muy bien pudiera ser. ¿Tiene datossobre la zona en la que vivió? ¿Está registradala fecha de alguna epidemia que pudieraafectarle?

—La única que pudo afectarle, en 1496,fue una de varicela española, a la que tambiénllamaban la «pasión de Santiago». Aunqueparece que hubo una misteriosa peste,«plerensis», que pudo acabar con su vida en1516, junto con otros habitantes de su pueblonatal, s'Hertogenbosch o Bosque Ducal, entreellos el arquitecto de la catedral que se estabaconstruyendo. Pero no hay registrado ningúnfuego de San Antón.

—Pues entonces lo tienes difícil —intervinoGonzalo.

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—Tengo pendientes viajes a Venecia yÁmsterdam y es posible que gire una visita aese pueblo. Quizá allí obtenga másinformación, así que ya se lo comentaré.Muchas gracias. Ha sido usted amable yexhaustivo.

—Gracias a usted. Al menos esto me sacaun poco de los huesos y los crímenes antiguos.Espero que le sirva de algo. Le he preparadoun extracto de textos sobre el hongo y unalista bibliográfica, por si la necesita —sedespedía el doctor deseando éxito en los viajesy la exposición.

—Qué envidia me das, Javier —añadióGonzalo—. Gracias, doctor. Le dejamos consus huesos.

El aludido hizo una mueca y entró en lasala donde dos ayudantes se afanaban enordenar, como si fuera un rompecabezas, loshuesos de un esqueleto de color marrón.

—Gracias también a ti, Gonzalo —sedespedía Javier.

—De nada. Ya me gustaría a mí ir aÁmsterdam. Los del grupo de la Interpolvienen prometiéndome un viaje allí desde hacemeses... Por cierto, tú que te mueves en elmundo del arte y los museos, ¿has oído hablaralguna vez del Abuelo?

Ante la mueca de extrañeza de su

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interlocutor, Gonzalo se soltó:—Es el más refinado ladrón de arte

europeo, un peligroso delincuente internacionalque hasta ahora ha eludido a la Interpol. Estoes confidencial, por supuesto. Es un hombremayor, que trabaja con una hija o nieta.Ambos conocen muy bien el mundo del arte. Elabuelo ha desarrollado, a la manera de losgrandes timadores y falsificadores, una seriede golpes maestros con intrigasrocambolescas, impresionantes. Algunasdignas de una novela. Dicen que algún famosomuseo europeo ha sido objeto de susatenciones. El resultado es que han tenido queretirar alguna pieza maestra, ya que el Abuelolas había sustituido por una copia exacta, solodistinguible por los últimos análisis científicos.También lo llaman el Gran Ilusionista. Hablavarios idiomas y parece más joven de lo quees. Trabaja en varios países, entre ellosEspaña, pero siempre desaparece su pista enHolanda.

—Vaya, la verdad es que es la primeranoticia que tengo, pero parece el retrato deSean Connery —bromeó Javier para disimularla impresión que había sufrido. ¿Sería posibleque Jerónimo e Himiko?

—Mira, Javier, los ladrones de arte noestán movidos por la estética del artista ni porsu importancia en la historia del arte. Eso es

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un mito romántico. Las obras son robadas pororganizaciones o individuos que solo quierensacar dinero, y que utilizan muchas veces laspinturas en transacciones de ventas de armaso de droga. Por eso es excepcional el caso delAbuelo. Los más veteranos del grupo dicen quesolo se encontraron una vez un ladrón que noactuara por dinero. El Abuelo sería el segundo.Todo un récord Guiness, a sus años. Yo tengomi propia teoría. Es por aburrimiento. Un viejoa lo Thomas Crown, ¿viste la película, no, deSteve McQueen? Será una persona con unagran forma física a pesar de la edad, con altonivel de inteligencia y organización, con unared reducida, y lo hace porque le excita. Es sumanera de vivir. Total, ¿qué pierde? ¿Que lecaigan veinte años? Lo cual no quiere decirque no haya que neutralizarlo, imagínate quéejemplo para los del Imserso. No quiero nipensarlo —reía Gonzalo.

—¿Sabéis qué aspecto tiene, hay algunafoto? Quizás así te podré decir si lo he visto enalguna parte.

—Qué más quisiéramos. No hay ni unamísera foto, grabaciones muy borrosas dehace algunos años, de la Policía alemana, enlas que lleva una máscara y no se distinguenada. Bueno, era por si te sonaba de algo.

—No, no, no me suena de nada. Si oigoalgo de ese Abuelo, te lo haré saber. Me voy,

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tengo que preparar esos viajes. Chao.—Adiós, Javier. Y cuídate. Trabajas

demasiado. No tienes buena cara.

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Capítulo VIII

En el vientre del Seol

Por mí se va a la ciudad del llanto;

por mí se va al dolor eterno;

por mí se va a la condenada raza;

la justicia animó a mi SublimeArquitecto;

me levantó la divina Potestad, lasuprema Sabiduría

y el primer amor.

Antes de mí no hubo nada creado, aexcepción de lo inmortal;

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y yo duro eternamente.

¡Oh vosotros los que entráis,abandonad toda esperanza!

Dante Alighieri,

«La puerta del infierno»,

Divina Comedia, 1304.

-D

ejadlo. Este es un fanático. No hablará. Morirálentamente, como un esclavo, trabajando. Enrealidad no era mi ideología, sino el amor deGiselle, lo que sellaba mis labios. El silencioera mi última protección hacia ella. Pero tras laintervención de aquel capitán de las SS quedirigía los interrogatorios, terminó el suplicio.Pensaron que les podría ser de provecho de

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otra forma, y un buen día, muy golpeado ydébil, mapa de hematomas, me metieron enun camión con otros detenidos y metrasladaron a Vught.

Vught. ¿Qué podría decir del campo deVught? Parecía no una antesala del infierno,sino el infierno mismo. Cuando yo llegué, en laprimavera de 1944, funcionaba a plenorendimiento la máquina de terror. El campo sehabía abierto a mediados de enero de 1943,cuando llegaron los primeros reclusos desde elcampo de concentración de Amersfoort. Allífueron a parar los trabajadores judíos del textily del diamante, procedentes de Ámsterdam.

Originalmente, Vught estaba dividido endos secciones. La primera era un tránsito paralos judíos, antes de ser deportados a loscampos de la muerte de Polonia. El destinofinal de aquellos que recalaban allí eraAuschwitz—Birkenau o Sobibor, últimosescalones del Hades. Poco después de laliberación de los campos se hicieron públicaslas cifras. En total, cerca de doce mil judíos —incluyendo más de mil niños hasta la edad dedieciséis años— fueron conducidos a loscampos polacos. Allí, en escenas dramáticas,se separaban padres e hijos, hombres ymujeres. Nadie que lo haya vivido podráolvidar aquellas caras, aquellas lágrimas, lamuerte y el sufrimiento asomando a los rostrosde todos, pues si el destino de los que partían

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era incierto, no lo era menos el de los que nosquedábamos allí. A pesar de que el dolor tepone una máscara en la cara, economía totalde gestos y emociones, muchos no podíamosaguantar las lágrimas. Yo me acordaba de losmíos, de mi madre muerta —mejor que nohubiera visto nunca dónde me encontraba— yde mi hermana, penando en España, pero convida al menos.

En Vught, trataban igual a los judíos que alos de la segunda sección, la de Seguridad. Allínos hacinábamos los prisioneros políticos, losque habíamos sido capturados, pero noeliminados. Había tanto holandeses comobelgas y, en menor medida, franceses. Éramoshombres y mujeres, pero entre las reclusas nose encontraba Giselle, y por más que hice paraenterarme, no pude averiguar si había sidodetenida.

Estábamos vigilados por los SS, que nosmataban de hambre, dándonos por todoalimento un caldo asqueroso con algunaszanahorias y nabos flotando en su superficie.Al principio no podía tragar aquellas sopasinfectas. Me destinaron a un pelotón decarpinteros, lo cual fue una suerte, en uncampo cuyas barracas eran de madera. No eratan agotador como otros trabajos, aunque nosdejábamos el lomo, como todos, de sol a sol. Yestábamos tan expuestos como los demás altrato bárbaro de los SS. A menudo, los

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verdugos se entretenían con algún prisioneroal que aleatoriamente propinaban palizas,muchas veces mortales. Era la locura de labrutalidad en estado puro, la sinrazón, ladegradación más absoluta de la dignidadhumana.

Algunos enloquecieron. Yo estuve tambiéncerca. Nadie sabe los límites de la resistenciadel hombre, sus correas. Todo allí sufría. Loprimero era el olfato, que apenas toleraba losolores infectos de miseria, sangre, humedad,basuras y crematorio. La vista no resultabamejor parada: cualquier esquina por la que sepaseara la mirada, incluido el lago y losalrededores, estaba privada de vida, gris, siacaso entre verde y marrón, en claroscuro,colores de muerte y sufrimiento. El oído,torturado hasta la extenuación por órdenes,ladridos, altavoces, solo se relajaba por lanoche, y era a menudo sobresaltado por losgritos de los suplicios que provocaban loscarceleros, encabezados por el capitán AdamGrünewald, un canalla de las SS, carnicero,verdugo, capaz de todo, que habíareemplazado en octubre de 1943 al primercomandante del campo, Kart Chmielewski,acusado de robo. Este SS se había labrado enGusen y Mathausen una merecida fama dedespiadado. Luego, tras la guerra, fueron bienconocidas las atrocidades que cometió en esoscampos, los más brutales de los nazis, donde

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diezmó a miles de republicanos españoles allípresos.

Los SS se ensañaban con los prisioneros.Con frecuencia provocaban a sus perros paraque atacaran a los prisioneros y comierancarne humana. Esos ataques dejaban terriblesheridas y causaban amputaciones y muerte.Cientos de prisioneros holandeses y belgasfueron ejecutados en un claro del bosque quedesde entonces se conoció como el campo delos fusilamientos. También fusilaban en lasorillas de un lago cercano al perímetro delcampo, en las afueras de la ciudad de Vught, aalgunos kilómetros de s'Hertogenbosch.

La razón intentaba sobrevivir en elinfierno. No era casual que hubiera acabado enlas cercanías del pueblo natal de El Bosco. Encierta manera era lógico que hasta allí mehubieran seguido los terrores de los cuadros,que hubieran cobrado vida. No podía más quesignificar eso, y a ello me agarré con todas misfuerzas. Estaba en uno de los trípticos deHieronymus, viviendo en plena carne esaspesadillas, aquellos diablos que torturaban coninusual saña, que desprendían miembros,agujereaban cuerpos, azotaban y hacían saltarla sangre, monstruos que exigían su tributoinfernal, el padecimiento que tenía que sufrir laraza humana, tal vez para purificarse de ellos,así nuestra muerte nos liberaría para siemprey nos estaría concedido un merecido descanso.

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Estaba en el vientre del Seol. En elestómago de la ballena. Con los condenadosde los nueve círculos, con los pecados que nohabíamos cometido, con nuestros sueños deuna mejor humanidad. Pero, fuera por la razóno por el sufrimiento, que ya hacía mella nosolo en mi cuerpo, sino en mi corazón, supeque si me abandonaba, todo iría bien. Jonás alfinal salió de la ballena, la justicia triunfa, elmal no puede gobernar la tierra.

Ocurría cuando nos desprendíamos delmiedo, de la culpa. El miedo, qué granmanipulador. Pero poco hace el miedo cuandose asume la muerte, cuando se piensa en ellacomo la puerta de otro renacer, yoprecisamente, y eso era lo paradójico, nadacreyente. Era ya un muerto viviente, aun sinembargo mi alma no embarcada en la nave deCaronte, y cuando pasara el tiempo, volvería ala vida, resucitaría y saldría triunfante de todosmis enemigos. Solo podía ganar la vida.

El dolor. Eso es lo que me acercaba almaestro Hieronymus, lo que daba sentido aaquel infausto viaje. Había que superar eldolor, y aunque no vi a Jesucristo comosalvador, comprendí que tenía que superar enmí mismo aquello que estaba viendo, lasinrazón de la violencia y la muerte. Medespojé del odio a mis guardianes. Les quité elrostro, los olvidé. Aunque me siguierangolpeando. Por supuesto, no ignoré al

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fascismo, simplemente le quité poder sobremí, el poder del miedo. Pasara lo que pasarano quería morir con miedo.

Bien pensado, aquella reflexión y aquellaosadía me salvaron. Al menos así lo he sentidotoda mi vida: fueron las alas que me sacaronde allí, la coraza que me protegió de losgolpes, los ojos que veían otros paisajes, losdedos que acariciaban otras delicadassuperficies, los sueños que me hacían olvidar.

Uno de mis momentos felices tuvo lugarcasi al azar. Destinado eventualmente a unpelotón de trabajo de construcción, en uno delos escasos días de tranquilidad dentro deaquel horror, cuál sería nuestra sorpresacuando nos mandaron formar para salir delcampo, eso sí, bien escoltados. Tras caminarcerca de una hora llegamos a la entrada des'Hertogenbosch, el Bosque Ducal, la patria deHieronymus. Poco pude ver de aquella ciudad,bordeada por un canal, con la apariencia deuna apacible población brabanzona. Tuve lainmensa suerte de que, junto con otrocompañero, nos mandaran a por el rancho,que esta vez venía de una cantina del pueblo.Estaba en la plaza del mercado, debajo delayuntamiento. No podía saber que en la mismaplaza vivió El Bosco, y tampoco podíapreguntar, no tenía sentido. Pero fantaseé conel hecho de que estaba pisando los mismosadoquines, que pasaba por las mismas calles

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que él, intuyendo su presencia; eran quizásmaneras de evadirse, la mente luchando porconsiderar cosas nuevas, cada imagen dellugar como un tesoro que guardaba dentro demí. Luego he sabido más de aquella ciudad,que los españoles llamaron Bolduque oBalduque, y cuya caída en manos de losprotestantes rebeldes holandeses significó elfinal de la guerra de los Treinta Años y elprincipio del fin de la presencia española enFlandes.

Aquel día, y los dos siguientes, trabajé enlas obras de un pequeño puerto, fuera de lapoblación, donde aun llegaban mercancías allugar, no solo pescado, sino productos delcampo. Pocos vimos, pero detrás de aquellasverduras, de aquellos pescados, se nos iba lavista. Algunos compañeros recibieronmanzanas que les daban algunas almascaritativas que pasaban a nuestro lado y veíannuestra pobre condición.

Pero aquello fue un suspiro. Pasó como sihubiera sido un sueño. En seguida siguieronlos trabajos seis días y medio a la semana, enmedio de un trato inhumano, con latigazos ypalos a diestro y siniestro. Yo me salvaba de lopeor debido a mi conocimiento del alemán, yaque me utilizaban como intérprete entrediversos pelotones de trabajo.

Vught tenía sus propias horcas y

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crematorios. Setecientos cuarenta y sieteprisioneros, la mayoría judíos, perecieron enVught entre 1943 y 1944. En septiembre de1943, las horcas fueron usadas para ejecutar aveinte prisioneros belgas. Se veía quecomenzaban a ponerse nerviosos. El númerode ejecuciones aumentó dramáticamente amedida que se fraguaba la derrota alemana.Es gente a la que no le gusta perder.

El 6 de junio de 1944 comenzó la tanesperada invasión, de la que nos enteramosvarios días después: tropas americanas einglesas desembarcaron en Normandía. El 24de agosto alcanzaron París; el 3 deseptiembre, Bruselas. La liberación de losPaíses Bajos parecía ser inminente. Perodespués del aterrizaje fallido de losparacaidistas en Arnhem, el avance de losaliados se detuvo.

La mayor parte de los Países Bajos tuvoque esperar hasta mayo de 1945 para suliberación. Aquel fue un invierno lleno decarencias, el invierno del hambre campando ycreciendo en la misma medida que el terror.Los actos de la resistencia eran seguidos dedespiadadas represalias. El odio a losalemanes llegó al máximo. Entre el 4 y el 5 deseptiembre, ciento diecisiete prisioneros fueronfusilados en el campo de tiro a orillas del lago.La tensión en el campo era insoportable.

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Muchos de los reclusos se preguntaban envoz alta si los alemanes eran capaces dematarnos a todos antes de retirarse. Corríanvarios rumores, sobre todo cuando radiocampo trajo la noticia de que se había visto untren mercante en las cercanías. ¿Era paranosotros? ¿Nos irían a deportar justo cuando laliberación estaba próxima?

En los primeros días de septiembre de1944 parecía, por lo que conocíamos, que laguerra podía acabar pronto. La BBC habíainformado de que los americanos habíanentrado en Limburg Sur. Todos esperábamosque la maquinaria de guerra alemana estuvieraal borde del colapso, pero una vez más, nosequivocábamos. Las noticias hablaban de quelas tropas aliadas estaban en las afueras de laciudad de Breda. Aquello generó lo que seconoció como el martes caótico: miles deholandeses colaboracionistas huyeron presasdel pánico a Alemania, al igual que losalemanes de la Administración de los paísesocupados. Entonces no sabíamos qué estabapasando: los rumores se disparaban ymezclaban con lo que lográbamos oír en unaradio clandestina. Se suponía que losbritánicos andaban próximos, aunque suinterés no era liberar nuestro campo, sinoacabar rápidamente con la guerra.

Pero el jefe de las SS del campo, HansHüttig, no iba a permitir que lo capturasen los

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aliados. Hüttig, que había reemplazado alCapitán Adam Grünewald, responsable deldrama del búnker —setenta y cuatro mujeresfueron encerradas en la noche del 15 de enerode 1944 en la celda 115, tras protestar por elencierro de la jefa del barracón: catorce horasdespués cuando abrieron la habitación, diezhabían muerto—, se llevó trescientasveintinueve muertes, ejecuciones entre julio yseptiembre de 1944.

El campo fue evacuado con urgencia.Algunos prisioneros, los que estaban en peorestado, fueron liberados. Los poco más de dosmil hombres que quedábamos fuimosembarcados en un tren el 5 de septiembre ytransferidos al campo de Sachsenhausen, enAlemania.

A última hora de la tarde del 26 deoctubre, en una operación llamada Pleasant,tropas inglesas y canadienses irrumpieron enel desierto campo de Vught, tras haberliberado la ciudad próxima. Las siniestrassiluetas de las torres de vigilancia, lasestructuras de alambres de espino y enparticular la vista del crematorio y las horcassellaron los labios de los liberadores, quemiraban todo con indecible pesar, incapaces dearticular algún sonido. Allí habían muertomuchos seres humanos. Solo unas cuantaspersonas estaban presentes para alegrarse conla libertad, varios empleados de la ciudad que

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habían sido destinados allí por la municipalidadel 22 de septiembre y una enfermera querepresentaba a la Cruz Roja. El campo habíadejado de existir una semana antes, el 14 deseptiembre.

Mientras, la muerte seguía reinando en loscampos a los que habíamos sido conducidos.

—¡Aquí, nada de risas! ¡El único que tiene

derecho a reírse es el diablo, y el diablo soyyo! ¡Que nunca se os olvide! ¡La risa estáprohibida! ¡El que se ríe está desafiando aldiablo!

Estas fueron las palabras de recibimientode Kaindl, el comandante del campo deSachsenhausen, las mismas que dirigía a losgrupos de prisioneros que, para su desdicha,habían sido trasladados a aquel círculoinfernal, donde él, en efecto, era el diablo, o surepresentante más calificado en la tierra. Lasbromas estaban prohibidas. La esperanza,exiliada. Lo único que campaba libre por suscalles, por sus barracones y plazas, eran lamuerte y el dolor.

—Estáis aquí internados por vuestro bien—seguía—. Este campo no es un sanatorio.Aquí se trabaja para que seáis redimidos devuestros ideales por el trabajo y la honradez,para convertiros en hombres dignosinmunizados de los malignos gérmenes de la

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democracia y el bárbaro comunismo. Todasestas bondades debéis agradecérselas al führery al nacionalsocialismo.

Eso pude entender. Después oí la peroratamás veces, pero básicamente no cambiaba.

Terminada la bienvenida nos llevaron adesinfectar, primera fase de la redención nazicuyas iniciales lecciones yo había recibido enVught. Nos desnudaron en el barracón y noscortaron el pelo al cero. Volvieron a afeitarnoslos sobacos y alrededor del sexo; nosinyectaron también un líquido en el pene, queen seguida nos hizo una llaga. Tras las duchaspasamos al almacén de ropa. Cambiamos losviejos uniformes por otros nuevos. Nuestravestimenta presidiaria consistía en camisa ycalzoncillos rústicos, calcetines y zapatos consuela de madera. El uniforme era el típico derayas azul oscuro y blanco y se completabacon un gorro. Así, disueltos como personas,reducidos a un número de matrícula, todos conla misma apariencia, haciendo todo al mismotiempo y con la misma actitud, entramos enaquel noveno círculo.

Sachsenhausen, nombre maldito, treceletras grabadas a fuego, el principal campo deconcentración en el área de Berlín. Localizadoen las cercanías de Oranienburg, cuarentakilómetros al norte de la capital alemana, fueuno de los primeros que construyeron los

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nazis, ya instalados en el poder y dominandotodos los resortes del Estado. Desde 1933,cuando habían encerrado en el campo a losprimeros cincuenta prisioneros políticos, las SSy su fanático jefe Heinrich Himmler mandaronallí a muchos de los que querían deshacerse,como seis mil de los treinta mil judíosdetenidos tras la «noche de los cristalesrotos», en 1938. Otros judíos pronto lossiguieron, esta vez de Polonia, desde mediadosde septiembre de 1939, poco después de queempezara la Segunda Guerra Mundial. Desdeese momento hasta nuestra llegada, lascondiciones fueron empeorando a medida queavanzaba el conflicto bélico. Muchosprisioneros engrosaban cada día la lista de losmuertos por cansancio, hambre, abusos y faltade cuidados médicos. Cuando llegamos losúltimos deportados de Vught, en septiembrede 1944, habría en el campo unas sesenta milpersonas, incluidas unas trece mil mujeres.

Allí se podían encontrar maestros,sacerdotes, doctores, funcionarios, oficiales delejército, líderes políticos, estudiantes. Habíagitanos, judíos, homosexuales, lisiados. Todolo que odiaban los nazis. Y las nacionalidades,más de treinta países: polacos, checos, belgas,franceses, holandeses, rusos... Se contaba —casi todo se acababa sabiendo en el campo—cómo desde hacía tres años se iba eliminandoen las cámaras de gas, en programas de

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eutanasia, a los prisioneros demasiado débiles,enfermos o discapacitados mentales. Con elloshacían también experimentos médicos.

Los alemanes, muy metódicos, habíanpuesto orden en aquel desbarajuste. Cadapreso pregonaba su procedencia con una letrasobre un triángulo cosido en su uniforme. Elrojo, por supuesto, era para presos políticos, elrosa para los homosexuales, el amarillo paralos judíos, el verde para delincuentescomunes, el negro para los asociales, elmarrón para los gitanos, el morado para losobjetores de conciencia y el azul para losapátridas. Había, además, una insignia rojacon bordes blancos que señalaba a losprisioneros que habían intentado la fuga. Paraellos estaba reservado el peor de los tratos, detal manera que morían en menos de dossemanas.

Nadie puede, aunque posea unaportentosa imaginación, recrear aquello. Laspalabras se quedan vacías de significado, seimpregnan de tonos sombríos, tétricos incluso,en una enumeración repetitiva de terror ymuerte, pero no pueden describir lo quepercibía la mirada de las pronunciadas cuencasde nuestros ojos. Salíamos de un círculo delinfierno para entrar en otro peor. Aquella erauna ciudad de la muerte, siniestra maquinariade producción de armamentos, lo que todossentimos como nuestro destino final, la

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estación término. Y eso que el campo, alprincipio, a diferencia de otros comoMathausen, estaba clasificado como de nivel 1,es decir, con presos menos peligrosos y a losque se consideraba recuperables.

En Sachsenhausen se repetía el esquemade Vught, pero a mayor escala. Se trabajabahasta la extenuación, con muy mala comida,ropas y alojamiento. La mayoría lo hacía en lasfactorías de armamentos, diseminadas por lossesenta subcampos de alrededor. Perotambién se laboraba en agricultura,construcción y trabajos textiles. Luego, cuandola liberación, nos enteramos de que incluso unbarracón, el 19, estaba destinado a lafalsificación de moneda. Lograron hacer libras,y tenían bastante perfeccionados los billetes dedólar.

Un puesto de observación, en lo alto deledificio principal, dotado de megafonía yametralladoras, controlaba todo el campo. Unsolo SS tenía al alcance todos los barracones ypodía actuar si veía una fuga.

A la derecha del camino de la entrada seencontraba la casa verde, la vivienda delcomandante y el casino y sala de juego de losSS, donde se relajaban después de realizar susiniestra labor de exterminio, con prisionerasprostituidas a las que prometían la libertaddespués de seis meses de trabajar para ellos.

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Las mujeres, después de ese tiempo, eran«liberadas» por la cámara de gas.

En el enorme semicírculo formábamos paraser contados, sin movernos, en ocasiones aveinte grados bajo cero. Los sesenta milprisioneros, hasta que el recuento no cuadrara,no podíamos abandonar la formación. Sifaltaba alguno no se paraba hasta localizarlo ymientras tanto, teníamos que seguir enformación en el patio. Una vez, estuvimos másde veinte horas porque faltaba un preso, quese había caído muerto dentro de la máquinacon la que trabajaba. Así que, cada mañana,salíamos a formar y nos llevábamos a cuestasa los compañeros que habían muerto durantela noche, para que el recuento durase menos.También había que sumar a eso los que caíanmuertos al suelo en la formación.

Se dormía en literas de tres camas, en lasque podía haber dos o tres presos;promiscuidad de miserias, podredumbre demiedo, de momentos de abatimiento, laslágrimas permitidas —el que tuviera aún, quehasta esas se nos habían secado—. Nosteníamos que levantar todos los días a lascuatro de la mañana y en una hora teníamosque hacer la cama, ir al baño, asearnos,desayunar, cargar con los compañerosmuertos durante la noche y estar formados enel patio para que a las cinco comenzase elrecuento. Todo eso junto con otras

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cuatrocientas personas en un barracón en elque no había espacio físico para moverse. Laopción era robar momentos al sueño,levantarse antes y así poder ir al baño. Se ideóun sistema preciso. Cada preso tenía unminuto en total: veinte segundos para hacersus necesidades menores y cuarenta paramayores. Si no había acabado, era sacado delbaño en volandas.

Cada colectivo era agrupado porbarracones según su color. Había barraconesde presos políticos, de homosexuales, depresos comunes... En esas construcciones demadera, los SS designaban a un jefe, paraevitar entrar en lo posible por miedo a lasenfermedades. Los kapos, con ese poder, sevolvían a veces peores que los mismos SS.

No eran los únicos en sufrir unatransformación. Entre los recluidos campabanla miseria moral, la brutalidad, el egoísmo, lainsensibilidad, la deslealtad y la delación. Lainmensa mayoría de los que allí entraban, decualquier edad o condición, perdían lasnociones de humanidad, transformándose enalgo bestial, salvaje, luchando por el pan, lasopa, los alimentos. La inteligencia y la culturase oscurecían o desaparecían para podersobrevivir, insensibles al dolor de los demás.Aquella fue una lección. Si fuera por eso, sepodría decir que el nazismo, el mal, habíatriunfado. Pero, afortunadamente, el ser

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humano está hecho también de otras pastascomo dignidad, amistad, solidaridad, apoyo.

Dentro de mi infortunio, mi suerte fueencontrar a dos centenares de españoles,deportados desde Francia como resistentes,saboteadores o colaboradores del maquis.Habían llegado, tras la operación Meerschaum,ordenada por Himmler, el 25 de enero de1943, desde Compiègne, en un transporte conmil seiscientos detenidos, y nunca perdieronun maravilloso espíritu de resistencia. Graciasa esa moral y a esa causa, pudimos sobrevivir.Allí estaban José Carabasa —que nos sacabade la cocina raciones extra—, Valentí Portet,Felipe Noguerol, Bernardo García, JoanMestres i Rebull, Alonso el Asturiano, queestaba mutilado, Fargas, Juan Ripoll o PedroMartín... Algunos de ellos venían de camposcomo Dachau o Mauthausen.

—Lo importante es la moral —decían—. Sinesperanza, no duras ni tres semanas. Cuandollegamos a Mauthausen, el jefe del campo, elasesino de Chmielewski, advirtió: «Aquí entráispor la puerta, y solo saldréis libres por lachimenea». Había un español que en los pocosmomentos libres se abismaba pensando en sufamilia y mirando la chimenea del crematorio.Le dijimos que no mirara más la chimenea,ninguno allí la mirábamos, bajábamos la vistaal suelo cuando pasábamos cerca. Pero perdióla esperanza y acabó saliendo por la chimenea.

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Los españoles teníamos una ventaja.Habíamos vivido la guerra de España, laclandestinidad en Francia, y sabíamosorganizarnos, le echábamos coraje a la vida.Gracias a eso y a los alemanes que habíanservido en las Brigadas Internacionales, quetambién nos protegían, pudimos ocuparpuestos donde el riesgo de muerte no era tanelevado. Fui destinado a un grupo especial enel economato. Además de la ficha de laPolitische Abteilung en la que figuraban mishabilidades manuales de impresor y pintor,mis amigos españoles se encargaron de airearmis conocimientos de alemán. Así que meenviaron al Effekten kammer, el economato,una dependencia del departamentoadministrativo. Desde allí se llevaba lainspección de todos los campos y el control delos bienes de los deportados, trabajos querealizaban prisioneros bajo el control de lasSS.

Después de los pasados horrores, lostrabajos y los malos tratos, aquel destino en eleconomato representaba una tregua. Éramosdos docenas en las diversas secciones,hombres envidiados en el resto del campo.Nuestra labor era de oficina. Allí habíacontables, mecanógrafos, impresores,secretarios, encargados de los archivos, todoscon sentimiento de privilegiados, siendo enrealidad parte de un engranaje fatal, el de la

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administración de bienes del Tercer Reich, lacolumna vertebral de los bandidos de las SS,aquellos que tenían derecho sobre la vida y lamuerte, llevaban a cabo los interrogatorios,ordenaban los traslados y las ejecuciones.

Allí, en el sótano del economato, la cuevade Alí Babá, como la llamábamos, pude darmecuenta de lo que significaba el entramado deaquella máquina de producir para Himmler yaprendí el macabro mecanismo. Nuestramisión consistía en garantizar la buena saludde aquel engranaje diabólico que controlabalas monedas, el oro y las joyas provenientesde los recluidos en todos los campos. Aquelera el almacén central: ¡millones de divisas,kilos de oro y brillantes manando y fluyendotodos los días para las arcas de aquel Estadoasesino!

Nadie se hacía ilusiones, sabíamos que silas SS confiaban la administración de su propiafortuna, un tesoro de tanta importancia, aunos cuantos prisioneros, era porque nodisponían de personal para las oficinas yporque en el fondo no corrían riesgo alguno.Podían prescindir de nosotros en cualquiermomento, liquidarnos con un chasquido dededos. Era lo que llamaban eufemísticamente«el transporte».

Desde el instante de la llegada a cualquierade aquellos campos, a los deportados se los

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despojaba de todos los objetos de valor:sortijas, relojes, plumas estilográficas,monturas de gafas de oro, piedras y dineroocultos en los forros de los abrigos y lasprendas. El encargado de la caja anotaba losobjetos entregados y el controlador SSguardaba al final de la jornada, en las cajasfuertes, el botín del día y los libros de registro.Esas cajas fuertes se encontraban en unadependencia, aparentemente insignificante, delos jardines de la comandancia. A estosobjetos confiscados había que sumar las joyasde las deportadas en Ravensbrück, botín quellevaban a Sachsenhausen miembros de las SSfemeninos: millares de relojes, sortijas,pitilleras, polveras de oro...

Además, cada semana había que recoger yordenar las prótesis dentarias que proveníandel crematorio: las «aurificaciones», quefiguraban en los registros con el concepto de«objetos encontrados». Los médicos SSvisitaban a los que eran destinados a lacámara de gas. Tras examinar su boca,marcaban en algunos una señal en la frente.Así sabían que antes de la incineración, elaparato dentario debía ser recuperado. No soloeso. A la vez que se recuperaba el oro —queera fundido en lingotes por los SS—, secontabilizaba la relación de las piezas postizas,puentes y dentaduras de porcelana. De vez encuando, algún kapo con dentadura deficiente

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venía a escoger la que más le gustaba delmontón.

Las alianzas y las joyas de oro eranconvertidas asimismo en lingotes. Una partede los brillantes era enviada, a través de unservicio especial, a los talleres secretos paralos aparatos de precisión; otra se destinaba alas casas de anticuarios para ser vendida, yotra iba a parar a las cajas fuertes del Bancodel Estado, por acuerdo entre Himmler yFunck, ministro de Finanzas.

Jamás vi reunidos tal cantidad de objetosde valor y bajo formas tan diversas. Inventariode brillos, colores rutilantes, arabescos demetales preciosos: rubíes, esmeraldas,diamantes engarzando alianzas, sortijas,pendientes, collares, joyeros...; piezas decaros y exclusivos orfebres de las más selectasjoyerías, procedentes de las más afamadascapitales europeas: París, Viena, Praga,Budapest, Ámsterdam, Amberes o Varsovia.Para saber el valor real de todos esos objetos,los SS tenían en el campo un especialista, unexperto joyero de Duisburg llamado PeterWinkels.

Winkels era muy bueno en su trabajo. Conuna sola mirada, y casi sin utilizar lentes nilupas, era capaz de calcular el exacto valor deuna pieza de oro, platino o una piedrapreciosa. A él acudían, desde hacía treinta

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años, todos los magnates del Ruhr para quetasara sus joyas y objetos valiosos. En elcampo, su misión era comprobar las fichas y lacontabilidad de todo lo que se recuperaba.Llevaba los registros y realizaba lascomprobaciones con los prisionerosencargados.

Con sesenta años cumplidos, Winkelsestaba muy a disgusto con el régimen nazi.Era un hombre que añoraba la época de sujoyería, su clientela y su vida tranquila. Sesabía todos los chismes de la alta sociedadmuniquesa. No en vano a él acudían los ricosempresarios cada vez que tenían que hacerregalos a sus amantes. Estaba al tanto detodos los amoríos y vivía, según contaba connostalgia, de esos regalos y los que, encontrapartida, los adúlteros hacían a susmujeres para que no sospecharan. «Ah, quétiempos idos», repetía con la mirada perdida,buceando en su pasado. En aquellos días habíaperdido ya la esperanza. El mutismo que teníacuando llegó obligado al campo había dadopaso a continuas protestas que solo realizabacuando estaba con algunos de los presos. Amenudo se le notaba la cara congestionada,los ojos hinchados y rojos, señal de que habíallorado.

Winkels parecía sincero, con pena en elcorazón, lastres del alma. Pero todo podía seruna farsa, así que nadie confiaba en aquel

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hombre gastado. El uniforme alemán y lascalaveras de las SS ponían un muro invisibleentre él y los que allí estábamos. Sin embargo,yo decidí jugármela. Y me salió bien. Fuera pormi alemán —había conseguido soltarme en elidioma, por la fuerza de las circunstancias—,fuera por el conocimiento que demostraba encuestiones artísticas, para él muy importantes,el caso es que pronto me hizo objeto de susconfidencias.

Siempre que entregaba nuevas listas, amenudo acompañadas de una carta de losjefes nazis, hacía una serie de revelaciones.Quería que los prisioneros nos quedáramos conlas cifras, los servicios a los que iban dirigidosy los nombres de sus responsables. Actoseguido, como si fuera la otra cara de lamoneda, o para preservarse de delaciones delos propios prisioneros al mando del campo,advertía con seriedad: —Este trabajo es altosecreto. Cada vez que se sale de esta sala hayque olvidar todo lo que se ha visto y oído aquí,al menos hasta que acabe la guerra. De locontrario yo no podría protegerlos contra «eltransporte». Ustedes son geheimnisträger,portadores de secretos, y son candidatos,como todos los que trabajan aquí, a ese tipode traslado.

Winkels no era nada sutil. Cuando hablabade «transporte» acompañaba la palabra de ungesto con el dedo índice, un ademán de

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apretar el gatillo de una pistola. Incluso emitíaun sonido, imitación del disparo.

—No les engaño, miren esto.El orfebre enseñaba una lista. Eran los

muertos en el «transporte». Su semblante nose alegraba, ni siquiera trataba de atemorizar.Más bien parecía abatido, abismado, presa deuna profunda depresión. Se desabrochaba laguerrera, hacía ademán de arrancarse lasinsignias de las SS, fuera de sí.

—No como, no duermo, no vivo. Estoscriminales nos llevan a la ruina. Yo no soy unSS, me han nombrado para mi cargo aquí pormi profesión. Y lo que veo, desde hace meses,es vergonzoso. Como alemán me avergüenzode que en mi país puedan cometerse horroressemejantes. ¡Todo este oro, estas piedras,están manchados de sangre! ¿Yo, guardián decampo? ¡Jamás! ¡Una mano lava a la otra y lasdos lavan la cara! Le doy mi palabra de honorde que la mayoría de los alemanes no sabennada de los crímenes que aquí y en otroscampos se cometen; ellos se imaginan que enlos campos de concentración no se encuentranmás que los ladrones, los criminales y losdesertores. No moverían un dedo, ni aunquepudieran. Se creen a pies juntillas lo que leshan dicho los peces gordos y los SS, que sonlos que están al corriente. Y los que mecolgarían como un perro si supieran cómo

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pienso. Me paso noches enteras en vela, solopor esta gran marranada... Si de verdad Diosexiste, de seguro que esta gentuza se llevarásu merecido...

En esos momentos, Winkels parecía unpobre hombre agotado, víctima deldesasosiego y del desconcierto. De vez encuando resoplaba de ira y con la mano sesecaba las lágrimas... Era imposible queestuviera fingiendo. Para él, aquello eraliberador, un desahogo de su corazón.

—Usted sabe, Jèrôme —aunque estabaregistrado ya como español, ese era minombre de guerra, mi alias—, que mi trabajome permite ver muchos documentos e inclusolos ficheros de la Politische Abteilung. Trabajovarias horas al día para controlar las listas. Séque entre ustedes, los españoles y algunosalemanes que sirvieron en las BrigadasInternacionales, tienen una red, se apoyan. Yoles ayudaré en lo posible, como espero queustedes me auxilien cuando termine la guerra.

Aparte de favorecernos en lo que podía, suinformación era vital para reconstruir elentramado y qué papel tenían en él cada unade las principales figuras. Es difícil calcular lacifra exacta de las divisas tomadas a losdeportados, pero, sabiendo que enSachsenhausen —el cinco por ciento del total—se reunieron ciento cuarenta millones de

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marcos, se puede valorar el botín de losservicios de Himmler en dos mil ochocientosmillones de marcos, sin incluir lo que distraíanlos propios SS, cantidad importante a medidaque se iba perdiendo la guerra. En los últimosmeses, muchos habían sido pasados por lasarmas, por orden de Himmler, para dejar claroque cualquiera que robase, aunque fuera unmiembro de las SS, sería abatido sin piedad.

Nuestro lugar de trabajo se encontrabacerca de una ventana desde donde secontemplaba la explanada, aquella ágoradantesca de los nueve círculos reunidos. Lamayor parte de la jornada del infiernotranscurría en ella, por allí pasaban losacontecimientos y dejaban su eco:concentración de detenidos, castigosejemplares, transporte de muertos, el paseodel domingo por la tarde y los ahorcamientosde la noche. Buen programa de festejosinfernales. La appelplatz, la plaza delllamamiento, era un cementerio de murientes,una necrópolis de vivos.

Aparte del sádico letrero de la entrada:Arbeit macht frei, «El trabajo hace libre»,escrito para los judíos internados de losprimeros tiempos que compraban allí sulibertad y su vida, había que conocer otros,fundamentales para salvar la vida. El másimportante estaba repetido cada cientocincuenta metros a lo largo de las alambradas.

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Este cartel negro, bajo una calavera pintada enblanco, amenazaba: «¡Prohibido cruzar estafranja! ¡Fuego sin previo aviso!». El másgrande se extendía por la fachada de lasdieciocho barracas dispuestas en semicírculoalrededor de la explanada. El texto ocupabacien metros de largo, en letras góticas de 1,50metros de altura: Es gibt einen Weg zurFreiheit! Seine Meilensteine heissen: Fleiss,Gehorsam, Nüchternheit, Ordnungsliebe,Sauberkeit, Opfersinn und Liebe zumVaterland, «Hay un camino hacia la libertad;sus linderos se llaman: celo, obediencia,sobriedad, orden, higiene, espíritu desacrificio, amor a la patria».

Desde aquella ventana yo soñaba, todossoñábamos con la verdadera libertad, sendaque no pasaba por el muro de 2,70 metros dealtura y las alambradas electrificadas, en elpunto de mira de las ametralladoras que salíande los nueve miradores de ladrillo pintados degris verdoso, el color asimismo del muro. ¡Ah,libertad imposible, cercados y asolados por lamuerte! ¡Ah, miedo, ángel guardián y diablorastrero!

*

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s'Hertogenbosch 1508

—¿De qué tienes miedo, Joen, si no se va

a mover? —le decía su padre Anthonis—. Lellegó la muerte, que es algo que dispensa Dioscuando suena nuestra hora. Es el modeloperfecto. Piensa que si capturas su alma, sufamilia te lo va a agradecer eternamente.

Joen comenzó a recoger los papeles, elcarboncillo y los pinceles.

—Y además, te pagará bien.A veces, aquel pintor ya maduro recordaba

su pasado, la manera en la que se habíainiciado en la pintura, el taller familiar en elque era aprendiz. Se veía reflejado en losrostros de aquellos jóvenes ayudantes queahora trabajaban para él y que, como a él lesucedió, eran llamados para hacer un retratofúnebre. Normalmente era de algún anciano,pero en aquella primera ocasión el encargoque tuvo que realizar fue el de una joven. Lahermosura del rostro de la fallecida, muerta deunas fiebres, le ayudó a hacerlo con acierto.Conocía a aquella muchacha, le gustaba verlacuando acudía al mercado y pasaba por laplaza, acaso cruzaron alguna vez una mirada.Eso, que al principio le hizo temblar el pulso,jugó luego a su favor. Se la imaginó viva,

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radiante, y así la pintó. Aquella cara, virginal,le trasmitió serenidad.

—Mira, Marie, nuestra hija parece que estáviva.

—¡Dios te bendiga, Joen! ¡Así vivirá parasiempre entre nosotros! ¡Será un consuelomirar su retrato!

Desde entonces, aquel rostro se coló enmuchos de sus cuadros, molde común al que amenudo recurría. Era la belleza y la muerte ala vez, el recordatorio del final de la carne, delfracaso del cuerpo. Tan solo viviría en suscuadros, encerrada en las lindes del marco,dimensiones que aprisionaban esa granverdad, la única de la existencia. Quizás, quiénsabe, a todos los muertos les dibujara Dios lacara, para reconocerlos luego, en el JuicioFinal, cuando se produjera la resurrección dela carne.

Los talleres de los pintores de la épocaeran parecidos y tenían un denominadorcomún: necesitaban espacio. Era arte yproducción, oficina de encargos y exposiciónpermanente. En aquella casa brabanzona des'Hertogenbosch, vidrieras de cristal y murosde madera levantados entre dos gruesosmuros de piedra, la exposición con cuadros delmaestro se exhibía en la galería de entrada, laque daba a la plaza del Mercado. Encima, en latercera planta, se encontraba la estancia en la

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que pintaba, abierta al sur y a la luz deFlandes, sobre la plaza de la población, algodiferente a la casa familiar, Sint Thoenis, alotro lado de la plaza, en la que se habíaformado con sus padres y hermanos. Allí, eltaller se encontraba en la parte posterior,dando al canal y a las huertas, con vistas a lainconclusa catedral de San Juan donde seafanaban, y se afanarían durante algunos añosmás, obreros elevando piedras con grúas ytallándolas después. Esos sonidos se oían en elBosque Ducal todos los días: martillos yescoplos de los canteros domando y dandoforma a la piedra.

En la galería de la primera planta seexhibían algunos de los encargos que le habíanhecho, pero que finalmente no habían sidocomprados. Hieronymus, hombre de genio,había discutido con los mandantes: habíaacabado eliminándolos de la pintura yrepintado los huecos.

Construida en la plaza del Mercado, entreotras mansiones más principales, comohaciéndose hueco, la casa, estrecha y larga,tenía cuatro niveles, pero aparentaba cinco.Estaba dividida en dos partes diferenciadas conel muro contrafuego, allí donde se apoyaba lachimenea del hogar. En la parte de delante yde detrás, grandes bodegas. En ellas sealmacenaban, además de los víveres, susutensilios de pintor: multitud de sacos de

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arpillera con arcillas de colores, aceites delinaza, pinceles, cretas y carboncillos, y porsupuesto tablas de madera. Tablas para sustrípticos y también para el trabajo másartesanal de su taller.

En esa bodega se almacenaban lascántaras de agua que las criadas traían desdeel pozo del medio de la plaza, hasta que seinstaló una bomba de agua. En aquel mundoordenado, él gobernaba sobre el taller, peroquien mandaba en el resto y, por supuesto, enla cocina, era Aleyt, su mujer. Ya que no podíacompetir en magnificencia y riqueza con lospotentados de la población, Aleyt quería queaquella casa, Inden Salvatoer, fuera distinta ydistinguida por su decoración interior, pinturade importancia. Era una pequeña licencia enaquella sociedad austera y piadosa de lapequeña Roma, volcada hacia el interiorburgueses celosos de su intimidad: solo lagalería o las puertas de cara a la calle; demercaderes con el comercio en la sangre, a finde cuentas. Pero podía permitírselo. En su casavivía el mejor pintor de la población, con famaen todo Brabante e incluso fuera de lasfronteras del ducado de Borgoña.

—Jeroen, ya podías decorar el interior dela casa —volvía a la carga—. Piensa en mí ypinta motivos más alegres que tus juicios oeremitas. Coros de ángeles antes que diablos.Tus infiernos me producen pesadillas y dolores

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de cabeza. Y piensa en mi familia, en losmiembros de la Cofradía. El próximo añotendrás que invitarlos a casa al banquete anualy no sé si les gustaría estar entre torturas ydiablos, en plenos infiernos.

—No se pueden pintar ángelesimpunemente. Los demonios sí, porque noexisten. O mejor dicho, sí, existen dentro deuno, no hace falta irse muy lejos.

Durante meses estuvo cavilandoHieronymus hasta que comenzó a preparar lasparedes para pintarlas. No era muy común, ysolo algunas casas nobles o de grandesmercaderes tenían frescos con decoración deplantas en la esquina de los techos, ocubriendo las vigas, pero aquellas hojas yenredaderas no lo satisfacían. Trazó una seriede dibujos con carboncillo muy fino, señalandoalgunos puntos con toques de color, quizápruebas para encontrar el tono adecuado.Todos los días pintaba algo, preferentementepor la tarde, cuando ya se habían realizadotodas las faenas de la casa y él podía dejar latarea del taller a sus ayudantes. En aquelloscorredores poco a poco aparecieron prados yselvas, flores y árboles, criaturas parecidas alas reales, pero con algunas características quelas hacían diferentes, como el pie de dedos dela grulla, el ciervo con cuernos de toro o elsaltamontes con cabeza de pájaro. Todosaquellos seres que poblaban los verdes

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lujuriosos entre frutos rojos y moradosestaban integrados con aquellas plantas. Elúnico peligro para las criadas o los aprendicesera quedarse colgado de algún detalle, algunafigura especialmente atrayente, como aquellosprimeros padres que estaban aún, inocentesdel pecado, recostados en un prado, élindolente, con un tallo en la boca, ellaabandonada, la mano caída púdicamente sobreel pubis, de donde nacía una mariposa. Aleythabía puesto mala cara cuando vio el cariz dealguna de las pinturas, pero se calló. Sabía dela testarudez de Hieronymus y era mejordejarlo a su aire.

Pronto se corrió la voz en el Bosque Ducal.Para disgusto de Aleyt, se puso de moda lapintura interior, y potentados y acomodadosburgueses llamaron a pintores de puebloscercanos para que les pintaran frescos odecoraran sus paredes. Adelantado en la modasolo se puede ser un rato.

* La monotonía del horror, la rutina negra

del campo, se quebraba a veces con hechos alos que la mente buscaba significación, peroque en sí mismos quizá no denotaban más quetodo era posible en aquella locura de sangre y

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muerte en que se había convertido Europa.Creo que fue a los dos días de llegar, en

septiembre del 44, cuando Carabasa, quehabía tenido la buena suerte de enchufarse decocinero, me dijo que en una sala de laenfermería estaba confinado Largo Caballero.Habían conseguido llevarlo allí donde teníamás posibilidades de sobrevivir. Al principio nolo creí, tan absurda me parecía la noticia. Elprimer domingo, en cuanto pude, allí meencaminé. Cuando llegué a la sala, rodeado dealgunos españoles, ante mí tenía, ni más nimenos, que al penúltimo jefe del Gobierno dela extinta República española.

El ver en aquel lugar a Largo Caballero metrajo recuerdos que casi tenía olvidados,avatares remotos de nuestra guerra, tandeprisa pasa el tiempo; habitados los ojos detantas impresiones desde que cruzara lafrontera, con el corazón desgarrado por laderrota, por el derrumbe de los sueños y eldespertar a la dura realidad de un futuro difícil,de lucha y supervivencia: la vida que se abríacomo una incógnita, tierra calcinada a lasespaldas, desierto erizado de peligros frente alos ojos. Intensa y despiadada era la épocaque me había tocado vivir y si ahora, en ladistancia de los más de setenta años puedohablar de aquello, la verdad es que entoncesno había sitio en la mente más que para el díaa día, para emplear todas las energías en

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sobrevivir. Era por eso que uno procurabaespantar muchos recuerdos. Para noatormentarse, y no pensar en los suyos, en micaso mi madre muerta y en mi hermana. Y enlos ojos de Giselle y su piel amada.

Veía yo a Largo Caballero con setenta ycuatro años, mucho más viejo de lo que lorecordaba, aun con esos ojos claros, con esapose gallarda de madrileño castizo deChamberí, pero ya las cuencas hundidas, elpelo escaso y los miembros flácidos. Habíasido detenido por la Gestapo en el sur deFrancia en agosto del 43 y deportado a Berlín.Los nazis no tenían muy claro al principio quéhacer con él, y aunque habían consultado alGobierno de Franco, no le habían repatriado.Parecía que lo que querían es que muriera enSachsenhausen. Los comunistas alemanes quese habían organizado en el campo, y algunosespañoles como Carabasa o Bernardo García loprotegieron en el difícil trance.Afortunadamente, los españoles habíanconseguido burlar la censura de las cartas, yhabían contactado con su hija Carmen a travésde la Cruz Roja.

Con nuestras palabras, conseguimos quese alegrara un tanto su rostro sombrío. «Nodejen de visitarme para poder resistir esto.Ustedes son jóvenes y no me necesitan, peroyo a ustedes, sí», nos decía. Aún pude visitarlovarias veces más, y charlamos durante horas

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en aquellos raros domingos. Largo Caballerome contó su epopeya desde que había dejadode ser presidente del Gobierno republicano.Cómo debió la salvación de su familia aIndalecio Prieto, su feroz rival en el PartidoSocialista, cuando las tropas de Francorompieron en dos el espinazo republicano y sepresentaron a finales de 1938 en elMediterráneo. Aunque pudo refugiarse con lossuyos en Cataluña y luego pasar la frontera,los meses de penalidades no habían acabadoahí, como sucedió a tantos otros exiliados.

—Fíjese. A punto de ser muerto por loscomunistas en la guerra de España y ahoraprotegido por ellos.

—Aquí estamos todos en el mismo barco.Anarquistas, socialistas, comunistas,republicanos... —respondía yo—. Peroconseguiremos volver a la libertad. Ellos, losverdugos, en el fondo son esclavos de sumiedo y dentro de nosotros aguarda un serlibre.

—Tiene usted razón, amigo Jerónimo. Todami vida he luchado por el socialismo, a vecescon las armas en la mano. Me acuerdo de losmítines de hace años, en los queterminábamos gritando: «¡República!¡República!». Después, cuando laconseguimos, el grito era «¡Socialismo!¡Socialismo!». Si hoy pudiera volver a esos

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teatros, a esos escenarios, solo podría gritaruna cosa: «¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!».Luego, que le ponga cada cual el nombre quequiera. La libertad es lo mejor del ser humano.Es el ser humano mismo, ¿no, verdá?

No tuve más remedio que sonreír. Aquellaera la muletilla de Largo, la frase inevitableque denotaba la inseguridad del autodidacta, yde la cual se reían Azaña y otros políticoscomo Negrín. Largo Caballero tenía el almadolorida por la división republicana. Quizáprefería olvidar cuando él mismo la habíapotenciado, o simplemente, el exilio y elrégimen nazi le habían hecho recapacitar sobrelas intolerancias.

—Libertad y respeto, sobre todo para losque no piensan como nosotros —me decía—.Eso es lo que necesitamos, más que nunca,entre la izquierda. Aparte de mi familia, mispensamientos están siempre en España. ¿Quéporvenir nos espera? Temo que después deeste sacrificio de millones de personas paraderrotar al fascismo, la izquierda española ysus organizaciones en Francia sigan conespíritu inquisitorial y dominante con unasmiras tan estrechas que hacen incompatiblessu finalidad de democracia y libertad.

—Pero ahora que los aliados handesembarcado, parece que esto se acaba,como se acabará Franco —le decíamos,

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comentándole el avance que nos había hechoser trasladados desde Vught.

—No se hagan ilusiones. Franco mandaráen España hasta cuando le dé la gana. Ennuestra guerra hemos lesionado muchosintereses de los capitalistas extranjeros y esono lo olvidan.

Yo callaba. En mi fuero interno, después detodo lo que había pasado, me prometía que sisalía con vida de allí y no conseguíamos liberarEspaña, me alejaría de este continenteenfermo, me iría a América, algo que deberíahaber hecho en vez de haberme dejadoseducir para hacer una copia de un cuadro quehabía perdido para siempre.

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Capítulo IX

La vuelta del Hades

Mi salud se vioamenazada. Me invadíael terror. Caía en soporesde varios días, y una vezlevantado, continuabacon los sueños mástristes. Estaba maduropara la muerte, y por unaruta de peligros, midebilidad me conducíahacia los confines delmundo y de la Cimeria,patria de la sombra y lostorbellinos.

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Jean Arthur Rimbaud,

«Hambre», Unatemporada en el infierno.

L

a muerte iba cerniéndose en círculosconcéntricos, aleteando en lo alto,rodeándome. Cualquier día podría tocarme, apesar de la protección de Winkels. Hice lo quetodos en aquel rincón del infierno. Confié avarios de mis compatriotas el nombre de mihermana y de los parientes que me quedaban.Y también hice algo más. Hablé sobre la tablade El Bosco y la copia que había realizado. Nosabía si el cuadro finalmente había caído enmanos de los nazis y necesitaba que alguienmás lo conociera. Quería preservar la memoriade aquella tabla maestra, que el mundo debíarecuperar.

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La persona a la que elegí para contárseloera Herbert, otro empleado del economato,como yo. Herbert era holandés y sabía depintura —su familia tenía un comercio deantigüedades en Ámsterdam—, y esa fue laprimera razón. La otra, que era el compañerode mesa y podíamos hablar en voz baja enalgunos momentos del día, cuando no habíaningún SS cerca. Pero había más razones.Herbert había sido seleccionado para untrabajo especial, cotejar las listas de los bienesconfiscados. Los cabecillas querían saber dequé riquezas disponían cuando todo, comoparecía, estaba a punto de hundirse. Si las SShabían dado con el Jonás, sin duda estaría enuna de esas listas.

Dos días antes, el comandante del campohabía llamado a su oficina a cinco prisionerosdel economato. Temblando —nunca se podíaesperar nada bueno—, los cinco presos seencontraron con el comandante, acompañadode una mujer de cabellos grises. Habían sidoelegidos para trabajar con ella en lacontabilidad y realizar los inventarios.

Lo que hacían era comprobar la relación deobras maestras de arte confiscadas por losservicios de la Wehrmacht, por losdependientes de Alfred Rosenberg, encargadopor el führer de la «educación espiritual yfilosófica del Partido», así como por losagentes de Goering. Con varios SS, en

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jornadas agotadoras, repasaron una extensarelación de bibliotecas, archivos y galerías dearte de toda Europa. Algunos, elegidos por suscapacidades mecanográficas, se pasaban todoel día escribiendo a máquina, a cinco copias,las listas de estos centros artísticos. Amediodía recibían una ración suplementaria decomida. Trabajaban con mucha premura. Deaquellas miles de páginas se sacaba lo esencialy se hacían nuevos listados en tres columnas,con datos de los servicios, una brevedescripción de las obras y el lugar en donde seencontraban. A cada rato llegaban oficialessuperiores preguntando si el trabajo estaba yaterminado.

La dama de cabellos grises, con apuro, seexcusaba ante sus jefes por la prisa que se lesimponía y la enormidad del trabajo. Aunquelos dossiers estaban bajo llave, laconfrontación de las listas exigía consultarloscon cierta frecuencia. Eran carpetas con laanotación de Höchst Geheimnis, «Altosecreto», y contenían los objetos robados entoda Europa por los diferentes servicios:Himmler quería ponerlos definitivamente bajosu control y para ello tenía una próximaentrevista con el führer.

Esas eran las razones de la urgencia, cosaque supimos pronto gracias a Winkels. Los SSde Himmler eran expertos rastreadores detesoros en colecciones privadas y museos

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estatales para «ponerlos bajo la protección delReich». Muchas de estas valiosas piezasestaban destinadas al museo que Hitlerproyectaba fundar en Linz. A los judíos lesconfiscaban todos los objetos de arte queacababan almacenados en Sachsenhausen,donde se seleccionaba su destino final. Elcampo era también el escenario de losdesencuentros con el personal de Goering, quedestinaba sus adquisiciones a su residencia deCarinhall. Con envidia, tal vez, del poderosojefe de la Luftwaffe, todos los altos cargos delas SS poseían residencias nobles ricamenteamuebladas.

Goering, coleccionista entendido y activo,sentía predilección por los viejos maestrosholandeses, alemanes e italianos y disponía deenormes sumas para las compras deavituallamiento y de materias primas. Loscoleccionistas abundaban entre el ejército. Losdossiers estaban llenos de reproches contra losoficiales de la Wehrmacht, pues, en vez deenviar a los depósitos centrales los objetos dearte robados, los habían mandado a suspropias casas o a las de sus familias.

Era la pelea por la posesión del botín.Entre estos tesoros, algunos de los cualeshabía visto en el almacén, se contaban cuadrosde Grünewald, Durero, Rembrandt, Menzel ytodo lo que los expertos del Tercer Reichconsideraban como «productos del espíritu

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germánico». A pesar del instinto de supervivencia, mi

maldita curiosidad me llevó frente a las garrasde la muerte. Un día me las ingenié paraacudir al despacho donde se trabajaba tanintensamente, por ver si Herbert tenía algunanoticia y había descubierto algún rastro enesas listas que pudiera referirse al cuadro. Elpropio Herbert se extrañó de verme aparecer,llevando la ración extra de comida. Cuandoterminaba mi cometido, entró un oficial SSpara hablar con la dama de cabellos grises. Loreconocí en seguida: era el que me habíainterrogado en la mansión de Mainger enÁmsterdam. Me quedé helado y desaparecí tanpronto como pude. «Ojalá que no me hayarelacionado», pensé, rogué. Más tarde fueWinkels quien me dijo de quién se trataba. Erade origen bávaro y los SS lo llamaban Sepp,diminutivo de Joseph, es decir, Pepe. Que unasesino nazi de las tibias y la calavera sepudiera llamar Pepe no me producíaprecisamente hilaridad, por más que resultarachocante. Comandaba una fuerza especial quehabía incautado una buena cantidad de piezasprocedentes de Francia, Bélgica, Holanda,Noruega, Yugoslavia, Checoslovaquia yPolonia.

—Es hombre peligroso y fanático, de los

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asiduos de Himmler en el castillo deWewelsburg. Dentro de las SS, pertenece a losinvestigadores de la Ahnenerbe. Es un grupoque busca desde el Santo Grial hasta la piedrafilosofal. Lo sé porque siempre me preguntapor joyas y cuadros con significados mágicos.Están tan obsesionados con eso como con lasarmas secretas con las que dicen que van adar la vuelta a la guerra.

Hasta entonces no había oído hablar deese grupo de élite creado por el fundador delas SS. Según las indicaciones de geomantes ymagos negros, en aquel siniestro y antiquísimocastillo, en Westfalia, que había restaurado conesmero, había situado el corazón mágicodesde el que dominaría no solo Alemania, sinoel mundo entero, con su orden negra.

—Bien haría en volverse invisible. Intenteir a la enfermería —aconsejó Winkels, ahoralacónico.

Pero la enfermería estaba completa. Nohabía más remedio que arrostrar el peligro.Durante varios días, hasta que se terminaronlos trabajos de las listas y los mecanógrafosvolvieron al barracón, no ocurrió nada. Penséque lo peor había pasado. Me equivoqué.

Cuando aquel día, a principios del 45,entré en las dependencias del economato, nosabía lo que me esperaba. Sepp y cinco SS,varios encañonándome, me dieron un susto

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mortal.—Así que, Jean Etienne Brousse,

finalmente es usted un rojo español. Nunca seme olvida una cara y yo sabía entonces queusted mentía. En su momento no pudeocuparme de usted, pero lo haré ahora. Eranuestro destino el encontrarnos. Porqueademás, no es un rojo cualquiera. Usted tieneun secreto y me lo va a contar. ¡Vamos!

Los SS me empujaron fuera. Conmigollevaban a Herbert. Intercambiamos miradasde gravedad y de extrañeza. El holandés habíasido sin duda detenido cuando Sepp recordómi cara y la relacionó con el mecanógrafo.Estaba claro que el alemán sabía algo. Busquécon la mirada a Winkels, por si aparecía poralgún lado, pero a partir de ese momento novolví a verlo. Dijeron que había sidotrasladado.

Nos internaron a los dos en el bloque 13,el que en su fachada tenía la palabra liebe(«amor»), penúltima palabra del eslogan queestaba pintado a lo largo de las barracas.Paradójico, irónico nombre. El bloque 13 era labarraca de aislamiento, reservada al comandode castigos. Allí tenían lugar losinterrogatorios. No había futuro después delpabellón 13. La única recompensa era elderecho a poder calentarse, es decir, laliberación por la chimenea.

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Nos separaron en diferentes celdas. En laque me destinaron, Sepp se sentó en el jergóny comenzó un pequeño discurso ante mí, queesperaba de pie, escoltado por tres SS con lasarmas en la mano.

—Usted verá, Díaz. Sabe que le puedohacer hablar por las buenas o por las malas.Tenemos métodos bastante expeditivos.

Unos brazos me sujetaron por detrás.Algo, como una tenaza, me apretaba la manoy la presionaba con fuerza brutal.

—Sus dedos pueden saltar como unacáscara de nuez en un cascanueces. Sería unapena para alguien que se dice pintor. Es muydoloroso. No se lo recomiendo.

A lo largo de algunos minutos,inmovilizado en una presa que me producía undaño insoportable, aquel individuo fueenumerando los diversos modos de tortura alos que podía ser sometido. Mencionó,señalándolo por la ventana, el tormento de lostres palos, en los que colgaban a los presos deespaldas por los brazos con las manosesposadas, de tal forma que con su propiopeso se les desencajaban los hombros delsitio. De vez en cuando afirmaba que podíalibrarme de todo aquello si le contaba lo que élquería saber. ¿Cuál era ese cuadro que copiéen Ámsterdam? ¿Cuál era su significado? ¿Quémensaje alquímico contenía? ¿A quién

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pertenecía? ¿Cuántos más copié para Mainger?¿Cuántos vendió Mainger al Reich? ¿Qué sabíade Mainger? ¿Practicaba alguna ciencia oculta?

No sabía de quién provenía su información,aunque parecía evidente que era de mi propioentorno. Las traiciones eran moneda corrienteen el campo: los delatores estaban bienconsiderados por los verdugos y recibían unpequeño trato de favor. Pensé en Winkels, enHerbert, en alguien a quien se lo hubieracontado o nos hubiera oído. En cualquier caso,el asunto se ponía verdaderamente peligroso.Si cantaba, nada le impedía quitarme de enmedio, y si no lo hacía, podía llegar a matarmeen esos interrogatorios que no sabría cómoresistiría ni por cuánto tiempo. No tenía másremedio que aguantar, ver hasta dónde estabadispuesto a llegar Sepp. Herbert fue objeto deun primer interrogatorio como el mío. Yoescuchaba los golpes que le daban y los gritosque profería. Más tarde, cuando pudimoshablar, Herbert decía que las preguntas del SSestaban dirigidas a confirmar lo que yo lehabía contado. Según él, nos había denunciadoun compañero, seguramente por una ración decomida o para evitar un castigo. Porque, apesar de todo, me resistía a pensar enWinkels. Algo me decía que no había podidoser él.

Esta vez fue el tiempo el que se alió connosotros. Yo había sufrido una primera tortura

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que consistía en aplastarme el pecho con elpeso de dos personas. De pronto soltaban yvolvían a presionar. Sepp perdía la paciencia.

—Comprenda que no quiero matarlo. A mimanera, intento salvar el arte, las piezasmaestras. Qué más da quién las tenga.Seguramente será el ganador de la guerra.Puede usted salvarse dándome algo, algunainformación. Algo que yo pueda considerar. Ytambién se salvará su amigo Herbert; estásufriendo por usted.

—No sé dónde está Mainger. No vi otrascopias. Me hizo un encargo que no acabé derealizar, restaurar varias pinturas, pero cuandollegó la guerra se llevó sus cuadros aInglaterra. Yo fui víctima de un bombardeo yme quedé unos días a recuperarme. Y no hevuelto a saber nada más de él. Es la verdad.No tengo más que contarle.

—Sabemos que hizo una copia. Y escondióel original. ¿Dónde lo hizo? No dormía en elsótano en el que fue detenido. ¿Cómo era elcuadro? ¿Qué significado oculto encerraba?

—No tengo ni remota idea.—¿Qué secreto guardaba?Y así un día y otro, yo sin moverme de mi

versión. En cuatro días, perdida la paciencia,los SS me dieron un repaso una tarde, conunas porras que me dejaron el cuerpo

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contraído, amoratado; dolor uniforme, conllaga que envuelve. Yo me desmayaba, recursoque adoptaba mi mente, más que mi cuerpo,desde las palizas que me propinaron tras ladetención en Ámsterdam. Otra sesión más nola hubiera resistido, a pesar de mi testarudezde leonés, pero entonces Sepp ordenó mirecuperación. Había pensado cambiar detáctica, doblegarme con lo continuado. Unasemana después, aun con el cuerpo muydolorido, me hicieron ducharme, vestirme yme mandaron al comando de castigo. Allí medieron unas botas y con decenas de presoscomenzamos a dar vueltas a la pista rodeandoel barracón. Habían decidido matarnoslentamente, de agotamiento y hambre.Herbert continuaba internado; desconocía enqué estado pudiera hallarse.

El campo era centro de experimentacióndel calzado militar, donde se comprobaba laresistencia de los cueros alemanes, naturales osintéticos. Para ello, nos obligaban a pasar eldía dando vueltas a la plaza, para moldear lasbotas militares de ese ejército tan orgullosoque ya tenía perdida la guerra. El cansancio, ladebilidad, hacían que viviera aquello como siflotara, escapado del cuerpo.

*

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Debo de tener la misma postura del

Colgado, ondulante entre las corrientes

marinas, amoldando el tronco a los

vaivenes del mar, que entra y sale de mi

cuerpo. Me veo en un plano de dos

dimensiones, colgado por un pie del árbol

del mundo, entre las raíces que me atan a

la tierra y las ramas que llegan a alcanzar

las estrellas. Entre esos dos polos,

suspendido, sin entregarme, dentro de una

confusión de criaturas fantásticas, de caras

y rostros monstruosos que se forman en la

oscuridad, me miran y luego se diluyen en

otras creaciones, engendros que desafían a

la razón e incluso al sueño.

Como si me cayera encima una

montaña o volara cabalgando sobre un gran

pez. La luz, el suelo, convertidos en una

realidad de cuadrículas, con las nítidas

líneas de un desvaído país geométrico. Los

colores, azules y amarillos, naranjas y

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blancos, parecen nunca vistos, al menos en

sus mezclas, sus arabescos. El suelo se

descompone, flota, me absorbe: el pez en el

que voy montado lleva demasiada velocidad,

puedo salir despedido. Esa sensación de

malestar pronto se convierte en una señal

de peligro. Y una idea que cruza,

provocadora como liebre en campo de caza:

no valen de nada los artificios, a la hora de

la verdad vence el miedo.

Aparecen entonces algunos dolores en

puntos de brazos y piernas. Me palpo,

siento el calor de mi mano. Nada parece ir

mal. Avanza, desde el fondo de la noche

hasta fundirse con mis células, el

disolvedor del miedo, la respiración

sosegada. En la vida, todo es cuestión de

respirar.

Sensación agradable, bienhechora.

Siento cómo la sangre inunda, recorre,

invade las entrañas, y lleva el calor a todas

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mis esquinas. Veo ensayos de animales y

seres híbridos, fruto de una mente que

parece estar en el secreto, en posesión del

arcano del cambio. Jirafas con cuernos de

gacela, nubes cambiantes desde las ramas

de un árbol que diviso, movidas por el

viento, se agitan decenas de seres, formas

compuestas, después descompuestas. Todas

estas criaturas son reflejos, fragmentos de

espejo, su luz oscura y espectral

iluminando, como rayos pálidos, la noche

del alma.

Renuncia, adaptación a la realidad de

la vida, como las nubes, cambiantes en

formas. Poco a poco todo se enturbia con

la tinta del tormento. Me llegan terribles

visiones de eternos condenados a ser

traspasados por las cuerdas de la lira,

puestos los brazos en cruz; distingo manos

atravesadas por puñales que las clavan a la

madera, veo pozos de detritus donde

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engendros vomitan monedas de oro, pájaros

que devoran hombres, hombres derribados y

devorados por fieras, cerdos vestidos de

monja que acosan y hollan el rostro de un

desdichado que no se puede zafar.

Todo esto acude con el recuerdo de

aquellos fuegos de fiebre que me asaltaron

en la infancia y que nunca ya se fueron,

escondidos en los límites del sueño y de la

noche.

Mi vida, ya lo sé, es un eterno

pintar visiones para acabar con el vértigo,

para terminar con el miedo.

* Hasta el pabellón 13 nos llegaban las voces

de los demás presos, que cantaban en aquellosdomingos crepusculares. Los reclusoshabíamos desarrollado un sexto sentido paraoír solo las canciones que nos gustaban,fundamentalmente una, la canción deSachsenhausen, basada en una melodía

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obrera, Los paseantes quieren ser libres,escrita y compuesta por tres comunistasalemanes en los primeros tiempos del campo.

En un primer momento, en 1936, lacanción había sido autorizada por los SS.Luego fue olvidada y en los últimos añosestaba ya prohibida, por ser un signo deresistencia. Pero precisamente por eso, seescuchaba a todas horas en voz baja, en lospasillos y las celdas, flotaba en los barracones,se deslizaba por los rincones, burlaba lavigilancia de los carceleros y se introducía entodos los departamentos, hasta en la cueva deAlí Babá, la cámara de los saqueos. El que seoyera en todos los lugares del campo, acualquier hora y de la manera más insólita, erael cemento que nos unía. Podía ser un sonidode cucharas, un tamborileo de los dedos sobreuna mesa o la pared, un bisbiseo de alguienque pasara al lado, un compás perdido através de la pared, en las letrinas, un silbido.Podía ser y ocurrir de cualquier manera, y eraalgo que nadie podía hacer callar. Cada vezque se oía la canción éramos libres. Cincominutos, veinte segundos, una ráfaga.

Seguíamos una tradición musical que sehabía perpetuado en aquel infierno casi desdeel mismo momento de su creación, cuando loscomunistas de Hamburgo comenzaron areunirse para cantar sus canciones. Era unamanera de combatir el horror, la depresión, la

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desesperanza. Es difícil de entender para quienno haya sido obligado a vivir una situaciónparecida. Lo peor en el campo no son lascondiciones, ni las caras brutales de los SS, niel sufrimiento o la muerte. Lo peor es ladesesperanza, el creer que aquello no va acambiar, que se va a mantener inalterable, yque incluso la vida de los que allí penábamosno iba a servir para nada. Cuando esoacontecía, así el prisionero tuviera reservas yun cuerpo resistente, moría en pocos días. Ladesesperanza era la antesala de la muerte, ycontra eso había que luchar. Por eso, la músicafue importante, y por todas las esquinas lagente tatareaba, era un runrún rítmico, unaonda de notas que apenas se percibía, queescapaba casi siempre a los oídos de losguardianes, que se evaporaba, pero volvía asurgir en cualquier esquina, en cualquiermomento. Se podía decir que hasta lasusurraban los muros y las alambradas.

La música había surgido los domingos, eldía de descanso, en las reuniones, dondetambién se leían poemas. Los SS lasprohibieron cuando vieron que tenían ciertocariz político y a cambio, aprovechaban losdomingos para proyectarnos noticiarios enalemán, de sus victorias militares, porsupuesto, y alguna película de MarleneDietrich.

Había grupos corales checos, polacos,

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alemanes, judíos, que intentaban con lasmúsicas y las voces una especie de escape, desublimación del horror y la muerte. Tambiénhabía una pequeña orquesta, un cuarteto decuerda checo, con dos violinistas, una viola yun violonchelo que, cuando las fuerzas se lopermitían, interpretaban piezas clásicas,Beethoven, Brahms, Schumann, Dvořák.Cuando los domingos los escuchaba desde elbarracón, sin poderlo evitar, me acordaba delInfierno del músico, el postigo izquierdo deltríptico de El jardín de las delicias.

Quizá ese amor por la música fue la causade que nuestros verdugos comenzaran autilizarla. Era uno de los elementos de torturamás sofisticados; las canciones que los SS noshacían cantar eran una burla, un desprecio,como todo lo que hacían, para humillarnos,aniquilarnos, no solo el cuerpo, sino nuestraalma. Nos hacían cantar sus canciones, ocanciones folclóricas alemanas, y se cebabancon aquellos cuyo amigo o camarada acababade morir. No había excusa. Hora tras hora,bajo el ardiente sol o el cortante frío, teníamosque cantar. Si no sabíamos la letra, lo quepasaba a muchos recién llegados, opronunciábamos mal el alemán, éramosgolpeados con brutalidad.

De la mañana a la noche, un grupo de másde cien hombres, en filas de a cinco, dábamosvueltas a la plaza a paso de marcha. Cargados

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de sacos, cantábamos una y otra vez: Weit,weit ist der Weg ins Heimatland, so weit, soweit... («Largo, largo es el camino hacia lapatria, tan lejana, tan lejana...»). Y siempre lamisma canción. A todas horas, esta letaníamonótona. Si la canción no sonaba con lafuerza suficiente, los SS amenazaban ycumplían siempre lo que decían: «¡Cantad másfuerte o en vez de cincuenta vueltas, daréissesenta!».

Sepp se asomaba a menudo a vernos. Sepodía decir que el suyo era un rostroinexpresivo, pero esos pequeños tics en lamirada y un leve temblor del pie lo delataban.Ya no tenía tiempo. Todo se derrumbaba sinremedio. Por eso mismo podía ser ahora máspeligroso, pensaba yo, eliminando a todos lostestigos que pudieran reconocerlo y delatarlodespués. La muerte, pues, estaba dictada paraHerbert y para mí. Era una cuestión de tiempo.

Hasta mediados de 1943, cuandonombraron a Kaindl comandante del campo,existían ya varios procedimientos deexterminio en Sachsenhausen: los presos eranfusilados en un foso excavado en el suelo enforma de trinchera —para que los demás nosupieran lo que les esperaba, aunque el vientomuchas veces llevaba el eco de los disparos—o ahorcados. Había asimismo un lugar deejecución con una horca mecánica y móvilutilizada para tres o cuatro presos a la vez,

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como lección. A partir de entonces, seintrodujeron las cámaras de gas para losexterminios masivos. Según declaró elcomandante un año más tarde, en el procesoen que los aliados le condenarían a muerte, lasinstalaciones existentes eran demasiadopequeñas y no suficientes para el exterminio.En una reunión con los oficiales SS, el doctorjefe Baumkotter le dijo que el envenenamientode presos por ácido prúsico en cámarasselladas causaría una muerte inmediata. Kaindlinstaló las cámaras de gas en el campo paraexterminios masivos porque, según él, era unamanera más eficiente de aniquilar a los presos.Bajo su mandato y con la ayuda de susegundo, Hohn, se eliminó a más de cuarentay dos mil personas. Yo recordaba alguna de lasconversaciones con los españoles veteranossobre los crematorios.

—Llegaron a un punto en el que de tantomatar, a los SS se les bajó la moral ydescendió su rendimiento —me contaban—.Así que reclamaron a Hitler algún sistema paramatar de forma «despersonalizada». Estabancansados de mancharse el uniforme de sangre.Además de darles vacaciones en Italia, parasubirles la moral, construyeron la Estación Z,ya sabes. Se entra al campo por la Estación Ay se acaba en la Estación Z.

Tal y como relataban, el método de los SSera mandar a los elegidos a un reconocimiento

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médico y hacerlos desnudarse para quetomasen una ducha. Por primera vez desde suentrada al campo, podían disfrutar de unaagradable ducha de agua caliente. En esemomento, un miembro de la SS apretaba unbotón y por medio de un mecanismo deventilación, se liberaba el gas Zyklon B, quereaccionaba con el vapor caliente y acababacon la vida de los presos.

A algunos escogidos no los hacían pasarpor la ducha. Entraban por otra puerta y unmédico vestido con bata blanca les hacia unleve reconocimiento y les dibujaba un punto enla nuca. A continuación les hacía pasar a otrasala y con el pretexto de medirlos, los poníanjunto a una tabla para que no se movieran. Elpreso, relajado, no sabía que por detrás, unmiembro de las SS solo tenía que abrir unapequeña ventana para tener a la vista la nucadel preso. Apuntaba a la señal marcadapreviamente y con un disparo acababa con suvida. Y, por supuesto, sin mancharse el traje.

Una vez exterminados se apilaban loscuerpos para incinerarlos en los hornoscrematorios. Era tal el ritmo de los matarifesque no daban abasto.

Nosotros hubiéramos podido sersacrificados también, pero la vida jugaba anuestro favor. El 1 de febrero de 1945,Himmler ordenó destruir el campo con

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bombardeo de artillería o quemándolo. Perodebido a los problemas técnicos, elcomandante del campo no pudo cumplirla.Según confesó más tarde, un bombardeo deartillería o aéreo hubiera sido imposible deocultar a la población local. Y el fuego erademasiado peligroso para los locales y los SS.

Entonces, tras una reunión con Hohn yalgunos SS, ordenó exterminar a todos losprisioneros enfermos, los que no podíantrabajar y, lo más importante, a todos lospresos políticos. En ese tiempo había en elcampo cuarenta y cinco mil presosaproximadamente. Esa orden empezó acumplirse a partir de la noche siguiente,cuando se asesinó a ciento cincuenta presos.Hasta finales de marzo de 1945, mataron amás de cinco mil.

Intentaron borrar todas las pruebas de loscampos de concentración y de sus atrocidadescometidas haciendo desaparecer, sobre todo,los crematorios y la Estación Z.

—Míralos. Están nerviosos —decía algunomientras se afanaban en destruirlos conbombas de pequeña potencia.

—Los criminales quieren eliminar laspruebas.

—No se contentarán con eso. Luego vamosnosotros —decía yo a Herbert, aparentementerecuperado de la celda de castigo, pero en el

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pabellón de los enfermos.Con el avance de los aliados, Kaindl ordenó

a los SS del campo la evacuación de todos lospresos capaces de caminar, primero endirección a Wittstock, después a Lübeck. A losque estaban demasiado enfermos, losabandonaron a su suerte, pensando que deigual manera morirían. El 20 y 21 de abril de1945 comenzó la marcha de treinta y tres milprisioneros hacia el noroeste. No queríanincómodos testigos: a ellos les había llegado elmiedo. Miedo a ser descubiertos, que suscrímenes se conocieran y no quedaranimpunes. En cualquier caso, queríandespedirse matando, ese holocausto de losdioses que solo se puede comprender ya desdela más espantosa de las locuras.

Al salir, nos dividieron en grupos decuatrocientos. Los SS pretendían embarcarnosen barcazas para hundirlas después en el marBáltico, pero ya apenas tenían tiempo. Losrusos se acercaban más rápido de lo queesperaban. En esa angustiosa marcha, el quecaía agotado en la cuneta ya no se levantaba,rematado con un tiro en la nuca. Otros —unossiete mil—, murieron de hambre en el camino.Afortunadamente los españoles, por medio deCarabasa, pudimos distraer de la cocina, antesde salir, algunos alimentos —azúcar, pan,margarina y miel sintética— que comíamosluego de noche. La marcha de la muerte nos

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llevó por varias localidades, pero no retuveninguna. Presenciamos escenas horribles. Unanoche, hombres de las SS prendieron un pajaral que habían mandado a dormir a cienprisioneros. En otra ocasión, fuimos testigos deuna ejecución masiva en el bosque, en la queusaron ametralladoras.

Todo acabó el 1 de mayo, cuando los SShuyeron, no sé exactamente a dónde. Nosquedamos sin vigilancia y cómo estaríamos,que anduvimos un par de horas solos y ni nosdimos cuenta de que ya estábamos a salvo.Recuerdo que llegamos cerca del castillo deFraün/Mark, una estación de tren, unas vías,unas casas saqueadas donde nos refugiamospor la noche y un letrero que anunciaba laciudad de Schwerin.

A la mañana siguiente llegaron las tropasrusas. Éramos una piltrafa humana. Lossoldados tenían pudor al mirarnos. A muchosse les saltaban las lágrimas. «¡Ya sois libres!¡Ya sois libres!», decían los soldados, que seemocionaban cuando descubrían a losrepublicanos españoles. Los propios rusoshabían liberado el campo de dondeproveníamos el 22 de abril. Se encontrarontres mil enfermos y moribundos, dejados a susuerte, de los casi doscientas mil que habíanpasado por allí, según demostraron losarchivos del campo.

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De los españoles, nos salvamos veintisiete,incluido Largo Caballero.

Aquel final me obsesionó durante muchotiempo. La nuestra era una historia sobre elmiedo. Vi claramente cómo puede ser la únicaemoción por la que somos capaces de lo peor,la que nos anula la voluntad, nos paraliza, laque nos conduce directamente a la muerteespiritual para intentar evitar la muerte física.Pero siempre hay una pérdida, quedamosmutilados en el alma, tocados en el corazón,dolientes para siempre, heridos, airados.

Estuvimos alojados en el cuartel AdolfHitler de Schewedt y luego pasamos a unhospital en la zona ocupada por los ingleses. Nisiquiera el final previsible de la guerraconsiguió alegrarnos demasiado. El sufrimientopasado nos hacía ser parco con las emociones.Llevábamos la muerte tatuada en el alma y elfrío y el hambre en los huesos.

Tardé en reponerme. En lo físico fueron

tres meses. En lo psíquico no me repondrénunca, ninguno de los que pasamos aquellasexperiencias de horror podrá reponerse jamás.Puede que se mitigue la pena, que seadormezca, que se olvide durante meses, peroaquello está impreso a fuego, tan impreso ennuestra mente como nuestro número dematrícula, que había que decir en alemán, en

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ello nos iba la vida. Los judíos en Auschwitz lollevaban tatuado en la muñeca. Nunca se loquitaron. La vuelta a la normalidad resultódifícil, larga y preñada de malos momentos. Dehecho, casi todos volvimos traumatizados,cada cual en su manera de encajarlo. Muchospadecían trastornos y se sometían a revisionespsiquiátricas periódicas. Nos sentimosculpables de estar vivos. Resultaba dolorosoaceptar la propia supervivencia, si no fuera poresa misión impresa que llevábamos todos dedar testimonio y que el mundo no olvidarajamás aquella atrocidad. Dentro de nosotros,comenzamos a deglutir la masa de nuestraterrible experiencia. Muchos no volvimos ahablar sobre ella en bastantes años.Necesitábamos olvidar, aunque no lo hicieranuestro subconsciente. Muchas noches en missueños, en mis pesadillas, volvía a los camposde concentración y revivía los infiernospasados y momentos de todo tipo.

Lo primero que hice fue escribir desde elhospital a mi hermana a través de la CruzRoja. Se alegró mucho. Ella ya me había dadopor desaparecido, por muerto. Yo volví a lavida, claro, porque hay algo que nos ata a estemundo más fuerte que la muerte, con raícesprofundas. En plena recuperación volví apensar en la tabla y la copia. ¿Qué habría sidode ellas? ¿Estarían en su lugar? ¿Habríanregistrado los alemanes mi buhardilla? Decidí

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volver a Ámsterdam. Allí me alojé en casa deHerbert, que había sobrevivido, abandonadocon los enfermos y, después de recuperarse,estaba al cargo otra vez del negocio familiar.

Con la ayuda de mi amigo me encaminé alAmstelstraat, aquella casa donde vivieratantos momentos felices con Giselle yterminara de pintar la copia. No tuve suerte.Los habitantes de aquella casa habían sidodetenidos y deportados a los campos deexterminio tres meses después de mi caída.Ninguno había vuelto de allí y seguramente yano lo haría. Otros vecinos no pudieroninformarnos sobre registros alemanes, aunquees probable que Giselle hubiera recuperadomis enseres. Todas las posibilidades se abríanante mí con su abanico de incógnitas, el hechoes que no había rastro de los cuadros, de miscosas y tampoco de Giselle. Solo me quedabaindagar en la casa de Mainger, en elHerengracht.

A diferencia de otros lugares de los PaísesBajos, liberados desde marzo de 1945, enÁmsterdam los alemanes no se entregaronhasta el 5 de mayo. En ese último período, degrandes disturbios, se produjeron muchasvíctimas. Por eso quizá la libertad se festejabade una manera efusiva. Durante el veranoentero, había fiestas por todas partes. Aunqueya llevaban dos meses de libertad, laborrachera patriótica continuaba. Miles de

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prisioneros políticos seguían regresando, peroel recibimiento era frío. No se demostrabademasiada comprensión por las experienciasde los supervivientes judíos, ni de losdeportados políticos a los campos. La gente,de alguna manera, quería olvidar la guerra.Ámsterdam, con la liberación del yugo nazi y lavictoria aliada, parecía haber renacido y bullíade actividad: tranvías, coches, barcazas quecontinuamente surcaban los canales con todotipo de materiales.

Llegué hasta el abandonado palacete deMainger. El antiguo caserón en el canal de losseñores parecía haber sufrido un fuertedeterioro en aquellos años de guerra. Dehecho, estaba deshabitado, la puerta abierta,sujeta con un alambre. No sabíamos lo quehabía pasado. Herbert intentó conocer algunanoticia de Giselle a través de los vecinos.Supimos que los alemanes y los del NSBhabían registrado a conciencia la casa deMainger y que se habían llevado muebles,cristalería y objetos decorativos —lo único queno se había llevado el magnate—. Peroninguna vecina —algunas eran recién llegadasdespués de la guerra— amplió sustancialmentela información u ofreció alguna más sobreGiselle, que no había vuelto al caserón. Nadie,de entre los vecinos, parecía recordar tampocoal dueño, el señor Mainger, aunque oyeronhablar, antes de la guerra, de un señor

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maduro, que había comprado la casa y que aveces venía de viaje.

Todo se había borrado, como si nuncahubiera existido y fuera en realidad un sueñode mi mente alucinada. Aunque estabapreparado para algo así, la decepción asomóen mi cara. No sabía por qué, pero pensabaque aquellos sufrimientos en los camposservirían para que al final tuviera un premio,algo así como que la vida hacía justicia. Perono, no había recompensa para el dolor, para lamuerte, sino vacío y recuerdos. El caos sehabía adueñado del mundo, había salido delcuadro, reinaba sobre el orbe. La ondaexpansiva del desastre de la guerra, que aunduraba, parecía destruir mi esperanza, como sifuera un reflejo del extraño destino de muchasde las obras de El Bosco: el fuego.

Herbert asistió a mi derrumbe e intentóayudarme en lo que podía. Me puse encontacto con la antigua resistencia, perotampoco tuve suerte. De la célula, solo habíasobrevivido yo, mientras que Giselle, tras midetención, había desaparecido —norma deseguridad que aplicábamos cuando caíaalguien— y luego no había vuelto a contactar,ni siquiera a raíz de la liberación. Ningúnresponsable de la organización clandestinasabía donde se podía encontrar, ni siquiera siestaba viva o no. No aparecía en los registrosde Ámsterdam, pero eso no significaba nada,

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podía estar en otro lugar, y hasta que seasentara todo, no sabría cuándo podría dar conella...

Me acordé entonces de aquel hombreamigo o socio de Mainger, el judío JacquesGoudstikker. Habían salido de Holanda a lavez, algo tenía que saber de su paradero enInglaterra, hasta era posible que siguieran encontacto.

—El señor Jacques Goudstikker murió el 14de mayo, en el barco en el que huía aInglaterra, el SS Bodegraven. Se resbaló enuna escalerilla, cayó por una escotilla abierta yse rompió el cuello. Una lástima.

Es lo que me dijo uno de los agentes de laPolicía cuando acudí por última vez a lasautoridades en busca de alguna pista.

—¿Y su mujer y su hijo?—Lograron llegar a Norteamérica.Me asaltó la desolación. No quedaba nadie

en el círculo íntimo de Goudstikker que pudieraconocer a Mainger. Solo restaba intentarlo enParís. Haciendo valer mi condición dedeportado en campo de concentración ygracias a la Cruz Roja, viajé de Ámsterdam aParís, pero no pude encontrar rastro de él.Tampoco sabía dónde vivía Bruno, ni siquierasu apellido. La tienda de la calle Clémentestaba desmantelada, y por más que quise

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recordar la manera de llegar a aquel caserónde las afueras, en Belleville, que recorríentero, fue imposible. Mis pesquisas resultaroninútiles. Ni en el Ayuntamiento ni en laPrefectura aparecía nadie que hubiera vividoen Francia con ese nombre. Era tremendomisterio, e irresoluble. Los policías, lasautoridades, como me había sucedido enHolanda, estaban desbordadas por el flujo degente que volvía a sus lares, por los familiaresque preguntaban por los suyos, por demandasde encontrar a desaparecidos, porreclamaciones de bienes. En mi caso, además,no había vínculo familiar, así que no pusieronningún empeño. Me vi, pues, en aquellosbulevares donde había llegado cinco añosantes, roto el alma y vacío de esperanza. Medaba asco Europa, la vieja Europa. No queríaquedarme en aquel continente ni un minutomás, todo me daba náuseas. Tampoco podíavolver a España, bastante había penado yapara meterme en las fauces de otro lobocarroñero. Escribí a mi hermanacomunicándole mi decisión. Ella se habíacasado y estaba embarazada.

Salí de París, en El Havre me enrolé en unbarco que iba a la Guayana Francesa y de ahía Venezuela, donde me instalé como impresor,anticuario, pintor, marchante. De todo hacía ya todo me dediqué, algunas veces, lo confieso,sin escrúpulos para engañar a aquellos criollos

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paletos que se habían vuelto ricos de pronto.Para ellos hice cientos de falsos cuadros deCorot. Hice plata, prosperé. Todos esos años—salvo un corto viaje a Europa— los pasé entierras cálidas. Ayudé a algunos exiliados,protegí a algunos artistas, algunos maestros ya sus hijos. Lo demás no tiene demasiadaimportancia; cuando me fui haciendo viejo, meentró querencia de la patria, o por decirlomejor, de mi infancia y adolescencia, y fuecuando descubrí que tenía una sobrina nieta,lo más bonito del mundo —los padres,separados, habían seguido su camino e Himikose había criado con su abuela, mi hermana, enLeón—. Y además pintora, creadora. En algúnlugar tenía que florecer la sangre de todas lasgeneraciones, sangre de pintores, llena decolores y de luces, de brillos y de sombras.

Desde que volví de Venezuela, siempreque puedo, acudo a los actos de aniversario dela liberación de los campos. Al principio, nospasó a todos, nos quedamos callados,taciturnos. Hasta tal punto parecía pesadilla,alucinación, que nos daba pudor hablar de ello.Pero luego llegó el convencimiento de locontrario. Es un deber moral el que tenemostodos los supervivientes, recordar a todos losque fueron asesinados, que el mundo noolvide. Ahora, mucho tiempo después deocurrido aquello, pienso que la experienciatuvo cosas positivas y fue fundamental en mi

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vida. De todo aprende el hombre. Allí conocílos límites del ser humano, en lo bueno y en lomalo. Fue la más terrible, pero también lamejor escuela.

*

Enero de 1510 El mercader español Diego de Haro

esperaba en la sala. Venía con su esposa,Johanna Pijnappel, hija de una reputadafamilia de la ciudad, la de Jan Mathijs EngbertLudinc Pijnappel y Heilwich Willem van derHoelt. Jeroen lo conocía. Diego de Haro era unextranjero conocido en s'Hertogenbosch. Sehabía asentado, como otros mercaderescastellanos, en los Países Bajos, y tenía casa ynegocios en Amberes. Visitaba a menudo laciudad, donde había invertido en rentasvitalicias y participaba en algunos de losrituales de la Cofradía de Nuestra Señora.Aunque parecía un matrimonio deconveniencia, un mercader comprando estatusy posición social en un país extranjero, Diegode Haro amaba a su mujer y se lo demostraba.Ambos eran entusiastas del arte y de loscuadros del maestro.

—Magister Hieronymus. —Aunque sabía ya

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bastante holandés, el español se dirigió alpintor en latín—. Me gustaría encargaros paranuestra casa en Amberes un retablo con unmotivo bíblico. Mi familia, mi hermano Jacob,miembro de la ilustre Cofradía de NuestraSeñora, como yo, ya os ha comprado elTríptico de Job y yo quiero otro.

El maestro hizo servir a la pareja unabandeja con copas de vino y algunospastelitos. Alguna vez había oído que la familiaDe Haro provenía de judíos conversos. Por eso,quizá, demostraban tanto celo en lasobligaciones de la Iglesia. Lo que no habíaevitado que su hermano Christoffel de Harotuviera una hija fuera del matrimonio, Anna,que vivía con su madre en los alrededores des'Hertogenbosch. Christoffel había regresado aBurgos, pero tanto Diego de Haro como suhermano Jacob se habían asentadodefinitivamente en los Países Bajos.

—¿Habéis pensado algo, en tema y entamaño?

—Cualquier historia de los grandesprofetas. Por ejemplo, la de Jonás. Pensé enella la última vez que me embarqué enCastilla. No hace falta que sea demasiadogrande. La mitad de vuestro retablo en laiglesia de San Juan.

—Últimamente estoy bastante ocupado. Yel taller tiene mucho trabajo. No sé si podré

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satisfaceros en un plazo razonable.—Esperaremos. Quisiera que presidiera el

salón de nuestra casa de Amberes.—Una última cosa, señor De Haro. Me

gustan los animales grandes y exóticos, meencanta pintarlos. Hace poco vi de cerca unelefante y no me decepcionó. Me resultó tanimpactante como otros animales de los que meha hablado mi vecino Lodewijk Beys, que hahecho dos veces el viaje a Jerusalén, en TierraSanta. Pero para hacer ese cuadro me gustaríahablar con alguien que haya visto ballenas.Vos que habéis viajado en barco, ¿visteisalguna en el mar? Dicen que echa agua confuerza por un agujero en la cabeza, como unsurtidor, y que su boca es enorme, que inclusose puede tragar un barco pequeño.

—Solo las he visto muertas y troceadas, enuna factoría cerca de Ámsterdam, y puedodeciros que el ambiente es insano.

—La obra de Dios es grande y soloconocemos una parte.

—En efecto, magister Hieronymus. De lasIndias se están trayendo muchas especies yfrutos, nuevos pájaros de vistosos colores.Cuando llegue mi barco fletado desdeSantander, podréis venir al puerto y observaralguna de esas maravillas.

—Eso me decía monseñor Felipe, que en

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gloria esté, antes de ir a tomar posesión delreino de Castilla con su mujer, la gran duquesaJuana. Y sin embargo, de lo único que tomóposesión es de su muerte.

* A lo largo de dos días, Javier devoró los

escritos de Jerónimo, repasándolos una y otravez, realizando anotaciones en una libreta. Loque le había contado su amigo Gonzalo lehabía hecho dudar... ¿Acaso Jerónimo era elAbuelo? Pero entonces, ¿cuál era el sentido dela farsa?, ¿colocar un cuadro falso al Museo delPrado? Era ridículo, con los controles queexistían. No podía ser, estaba convencido de laverosimilitud de lo escrito, aunque anotómentalmente la comprobación de su nombre,cuando fuera posible, en la lista de los camposde concentración. Al tercer día, antes de viajara Venecia, volvió a la casa del viejoanarquista. Himiko andaba en la cocina,experimentando, pero acudió presurosa aabrirle. Enseguida se quitó el delantal y avisó asu sensei. No se quería perder el siguientecapítulo.

—Buenos días. Ya leí y releí tu historia.Realmente impresionante, no puedo decir otracosa. Tengo algunas preguntas. La primera

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sobre ese misterioso magnate, Mainger, elalquimista, una especie de Fulcanelli...

—Estoy convencido. Entonces también lopensaba, pero no fue hasta muchos añosdespués cuando averigüé quién era, al leer,por razones que no vienen al caso, un libro dehistoria de la química. Uno de los cuadrosreproducidos me llamó la atención. Era el deun reputado alquimista, muy famoso en lascortes de Federico de Prusia y en las de LuisXV, hijo del último rey de Transilvania, que sesupone vivió cientos de años: Saint Germain.No puedo describir lo que ese libro removió enmí. Me aprendí de memoria el texto y elgrabado, el único retrato conocido del condede Saint Germain, realizado para la marquesade Urfé en 1783. Porque, salvando la moda dela vestimenta, aquella era la misma imagen deSantiago Mainger: utilizaba los mismoscolores, normalmente vestía de negro, convaporosos cuellos y puños de lino blanco. Enseguida me di cuenta de lo obvio del nombreque me dio, Germain al revés. Otro detalle,quizá una casualidad: la casa en la que loconocí, en la rue Clément, hace casi esquinacon otra calle, ahora llamada Seine, pero enaquellos tiempos era la calle Saint Germain.

—¡Saint Germain! Hace mucho leí algo deél. Pero eso es sencillamente imposible.

Si el entusiasmo y la maravilla habían

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empezado a abrirse paso en la mente de JavierCarreño, aquello literalmente lo desinfló. Eraposible que estuviera hablando con un loco.Entrañable, pero ido, al fin y al cabo.

—Según el periodista historiador ynovelista Georges Touchord Lafosse —leyóentonces Himiko de un libro que había sacadode un estante—, en su obra Chroniques del'oeil de boeuf —Crónicas del ojo de buey—,una noche el conde Saint Germain acudió auna fiesta organizada por la anciana condesaVon Gorgy, cuyo difunto marido había sidoembajador en Venecia en 1670. Al oír queanunciaban a Saint Germain, la condesa dijoque recordaba el nombre de cuando ellaestuvo en Venecia. ¿Acaso el padre del condeestuvo allí por aquella época? «No», contestó,él mismo había estado allí, y se acordaba muybien de la condesa: una hermosa y jovenmuchacha. «Imposible», replicó ella. Elhombre que había conocido entonces tenía porlo menos cuarenta y cinco años,aproximadamente la misma edad que la de suinterlocutor. «Madame», dijo Saint Germainsonriendo, «yo soy muy viejo». «Peroentonces usted debe tener casi cien años»,exclamó la condesa. «No es del todoimposible», replicó el conde, exponiendoalgunos detalles que persuadieron a lacondesa, la cual exclamó: «Me ha convencido.Es usted un hombre sumamente

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extraordinario, un demonio». «¡Por el amor deDios!», exclamó el conde con voz de trueno.«¡No pronuncie ese nombre!». Le sobrevino untemblor por todos los miembros del cuerpo, yabandonó la sala inmediatamente.

Así que también la nieta participaba conentusiasmo de aquello, fuera lo que fuera. Quélástima, empezó a pensar.

—Se cree que Saint Germain nació en uncastillo, en los montes Cárpatos, el 26 demayo de 1696 —seguía imperturbable lapintora— y era hijo del último soberano deTransilvania. Perdido el trono, hay variasversiones sobre dónde pasa su infancia. Sedice que con los Médicis en Roma, o tambiénen casa de un aristócrata, en España, aunquelo cierto es que aparece en Escocia, donde vivehasta 1745. Después viaja a Alemania yAustria y algunas fuentes lo sitúan actoseguido en la India, donde se perfecciona en elmanejo de la alquimia. En 1758, estableceamistad con un general francés muyinfluyente, quien le presenta a la famosamadame Pompadour, y es ella la que le lleva alrey de Francia, Luis XV.

—Por poco tiempo, desde luego. Pronto losfranceses se lo quitaron de encima... Merefiero a Luis XV, desde luego —aclaró Javier,ante las miradas de sus anfitriones.

—A partir de ese momento es conocido en

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la corte y luego en el mundo como el conde deSaint Germain. Se dice que el propio rey deFrancia, ese que luego perdería la cabeza, lepagó un laboratorio donde el conde le mostróel prodigio de la piedra filosofal. Más cosas: seafirmaba que tenía el doble de años de lo quese deducía de su apariencia. No era más queuno de sus misterios: cómo se mantenía enesa eterna juventud y de qué vivía, cuál era sufortuna y de dónde provenía. Asistía a lasfiestas con ropas muy lujosas y joyas, enespecial diamantes, que las malas lenguasdecían que fabricaba, habiendo abandonado eloro como algo vulgar. El hecho es que nadie levio nunca comer ni beber, ni tampoco el lugardonde dormía.

—Realmente extraordinario. —Javier abría,en un rictus, la nariz.

—Pues no he hecho más que empezar.—Me refiero al olor que sale de esa cocina.

Alquimia de la buena.—Gracias. Luego probarás mi arroz con

setas. Sigo. El conde destacaba en variasfacetas artísticas. Como músico era unvirtuoso del piano y el violín —se dice que unavez rivalizó con Paganini— y tenía unamaravillosa y perfecta voz de barítono. Pintabay esculpía con gran maestría y gozaba de unamemoria prodigiosa, capaz de repetir páginasenteras de libros con solo hojearlas un

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momento. Además, era un gran políglota. Laleyenda cuenta que hablaba correctamente ysin acentos extranjeros catorce idiomas:inglés, italiano, alemán, español, portugués,griego, francés, latín, chino, árabe, caldeo,hebreo, sirio y sánscrito. Era ambidextro y lomás sorprendente, podía escribir y pintar conlas dos manos a la vez con gran maestría.Giacomo Casanova, que lo conoció y que enlas palabras que le dedicó lo elogia —parecíaestimarlo por su conversación—, no llegó sinembargo a creerse ni su edad ni muchos de losportentos que le atribuían.

—Mucho Casanova... Para abreviar, ¿cómoacaba la historia?

—Se dice que murió el 27 de febrero de1784, en una pequeña ciudad alemana llamadaEckernförde, junto a las costas del Báltico.Aunque su protector de entonces contó sumuerte, no existen registros y su tumba estávacía. De hecho sus partidarios, porque lostiene, dicen que tanto la fecha de nacimientocomo la de su muerte son totalmente falsas.De él dijo Voltaire en una carta a Federico elGrande: «El conde de Saint Germain es elhombre que nunca muere y todo lo sabe». YHelena Blavatsky, la fundadora de la Teosofía,duda, incluso dos siglos después, sobre lamuerte de Saint Germain. Se afirma que laúltima vez que se le vio fue en 1930, caminode la India o el Himalaya.

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Saint Germain, la copia de un cuadrofamoso... Demasiado para una semana, pensóCarreño.

—Bueno, eso está muy bien. Quiero decir,la clase sobre Saint Germain. Pero no sé si tedas cuenta, Jerónimo, de que me estásdiciendo que un famoso y enigmáticoalquimista de hace siglos te encargó la copiade un cuadro perdido de El Bosco.

—Bueno, si no era Saint Germain, loimitaba en todo, jugaba a ese símil —contestóel viejo—. No puedo afirmarlo, a pesar de suparecido con el grabado. Quizás así tienesentido lo que decía sobre que el cuadrocontenía una clave secreta alquímica, no sé. Amí también ese extremo me ha inquietadomucho. Por otro lado, espero que hayascomenzado a comprobar datos. Supongo quetendrás más preguntas, sobre todo del estadoactual del cuadro. Bien, voy a revelarte loúltimo que sé de la historia, lo que no estáescrito.

Jerónimo hizo un alto, como para reunirfuerzas y aliento. Era un tempo de narrador,pausa adecuada para encontrar el tono.

—Fue por los campos, por los homenajes,precisamente, que pude recuperar una partede mi pasado, hacerlo visible. Yo había llegadoa pensar seriamente si no me habría inventadoo distorsionado la historia de Mainger y la tabla

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perdida. Pero he ahí que me llaman de unaorganización de veteranos, porque alguien enHolanda quería ponerse en contacto conmigo.Tal vez habría visto mi nombre en alguno delos reportajes que se habrían emitido. Micorazón se aceleró, pero el nombre que medieron no era el de Giselle.

Javier no pestañeaba. Tampoco Himiko, apesar de conocer la historia.

—Me dieron el teléfono de esa persona yllamé, con mi francés medio olvidado. Lapersona que en seguida se emocionó hastacasi quedarse muda se llama Guillermina y esuna sobrina de Giselle, una mujer de unossesenta años, a la que crio desde que era muypequeña, cuando se fue al pueblo tras micaptura. Siempre la oyó hablar de aquel pintorespañol que se habían llevado los alemanes.Por ella supe que Giselle había intentado saberde mí, sobre todo después de la guerra,cuando volvieron los supervivientes de loscampos. En su pequeño pueblecito del sur noveía el momento de viajar hasta Ámsterdam,pero dedicada a su hermana y a su hija, nopudo desplazarse hasta meses después. Nosabe muy bien las fechas, puede que yoacabara de salir hacia París o que aunestuviera en Ámsterdam, desesperado por noencontrarla. Luego la hermana murió y ellacrio a Guillermina como si fuera su hija. Gisellemurió hace ocho años, pero en sus últimos

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tiempos le había hecho el encargo a su sobrinade que por todos los medios intentaralocalizarme a mí o a mis descendientes. Ahoraque por fin había hablado conmigo, queríaconocerme y devolverme mis pertenencias,una caja grande y un baúl que me esperabandesde hacía más de sesenta años. Ella solo loha abierto para comprobar que su interior nose lo han comido las polillas. Dice que hayvarios embalajes.

—No me digas que allí puede estar latabla...

—Estarán las dos. El original y la copia. Eincluso el espejo negro.

—Es demasiado bueno para ser verdad. ¿Ycuánto hace que hablaste con Guillermina?

—Una semana.Javier dirigió una mirada a Himiko.—Le prohibí que te dijera nada. Siempre

pensé que las coincidencias no existen. Tuaparición en escena tiene que tener una razón.Pero a lo que iba. No puedes suponer el efectodemoledor que me causó la conversación conGuillermina. Y las que siguieron, creo que la hellamado desde entonces una vez al día. Todo elpasado se me vino a las manos, y como unniño con un balón demasiado grande, no sabíaqué hacer con él, cómo abarcarlo. La vidahabía diseñado el premio final a mi camino,

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cerrando una historia que pasó hace casisetenta años. Había algo en ese gesto deGiselle conservando el cuadro, y deGuillermina buscándome para entregármelo,que me conmovía profundamente. Como si mevolviera, puro, todo su amor.

Javier se había quedado en suspenso, conun nudo en la garganta, paralizado. No pudohacer nada cuando de los ojos de Jerónimobrotaron lágrimas. Durante un rato se hizo elsilencio entre los tres. Himiko avanzó hacia sutío abuelo y le dio un abrazo. Javier se acercóy le puso una mano en el hombro. Cuando serecobró, Jerónimo retomó la palabra.

—He decidido ir a Holanda a recuperar loscuadros. Lo primero es comprobar si existen ysu estado. Himiko y yo nos vamos en cuantodeje resueltos algunos asuntos y ella acabe deorganizado todo. A mi edad prefiero evitarmelas mayores incomodidades posibles. Losviajes son duros y cada vez veo y oigo menos.Luego, si aparecen, ya veremos lo quehacemos con las tablas. Digo ya veremos,aunque sé que el que no verá mucho más soyyo.

—Me gustaría acompañaros. Tengo queviajar a Venecia, pero allí estaré solo cincodías. Luego volaré a Ámsterdam, así que osestaré esperando cuando lleguéis.

—No tengo inconveniente. En cierto modo,

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puedes ser de utilidad. Si encontramos elcuadro habrá que traerlo y yo ya no puedoacarrear nada; ayudarás a Himiko a hacerlo.La única condición es guardar secretoabsoluto. Se hará público cuando llegue elmomento.

El comisario hizo un gesto de aprobación.Aún algo noqueado por lo que le habíaconfesado Jerónimo sobre el alquimista SaintGermain, y pensando que tal vez estabacometiendo el mayor error de su vida, apostópor ver qué deparaba la historia. Una historiaque venía desde hacía siglos, y que podíaconcretarse en las próximas semanas. Algoque solo sucedía una vez en la vida.

Aunque tarde, nada menos que setentaaños después de haber comenzado elargumento, ahora sí parecía despegar lanovela.

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Capítulo X

Juego de damas

Reiréis cuando veáis queno he tenido escrúpulospara engañar a losalocados, los granujas ylos tontos cuando me erapreciso. Por lo que toca alas mujeres, se trata deengaños recíprocos queno entran en la cuenta,porque cuando el amorse mete por medio, escosa común que los unosengañen a los otros.

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Giacomo Casanova,

Historia de mi vida.

L

e gustaban las ciudades con canales comoÁmsterdam y Venecia. Se sentía atraído poresos mundos fronterizos, urbes anfibias, llenasde posibilidades pictóricas, literarias, vitales.Ciudades metáfora; los sueños del hombre selevantan siempre sobre el barro, condenadostal vez un día a desaparecer: ahí estaba lavoluntad del ser humano para hacerlosposibles entre tanto. Y la voluntad tenía en laactualidad forma de turismo mundial, motor deempleo y fuente de riqueza; al fin y al cabo lasdos ciudades, hechas por mercaderes, habíanlogrado el culmen del capitalismo, su esenciadestilada: sus mejores mercancías eran ellasmismas, objeto de ilusión, fantasía deromanticismo y épocas pretéritas, mundos deensueño por los que había que pasar alguna

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vez en la vida, espléndido y real decorado paraviajes inolvidables.

En cualquier caso, Venecia siempremerecía una visita. Lejos de los carnavales ylas temporadas turísticas, sus iglesias ypalacios, sus placitas y rincones, sus paisajesmedievales del Renacimiento y el Barroco, suscanales y sus góndolas, eran una delicia paralos sentidos y una maravilla para los amantesdel arte. A Javier Carreño le gustabadesplazarse por Venecia en vaporetto, y enuna de esas pequeñas embarcaciones, a travésdel Gran Canal, llegó al Palacio Ducal, en laplaza de San Marcos.

Aquel enorme edificio era un portentodigno de admiración. Estaba formado por tresgrandes partes, la sala del Consejo Mayor, enel ala que se asomaba a la plaza, el antiguoPalacio de Justicia, con la sala del Tribunal y laconstruida más tarde, en el Renacimiento, conla residencia del duque y las oficinas delGobierno de la Serenísima.

Entró por la Porta del Frumento y pasó alpatio, donde en filas, se amontonaban losturistas que se asomaban a los pozos debronce de mediados del siglo XVI y no dejabanver bien la fachada de mármol con el reloj de1615. Era tremenda la atracción que ejercíansiempre los pozos o fuentes sobre las monedasde los viajeros, atávica costumbre de ofrendas

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a las deidades subterráneas o del agua.Dejó a la derecha de la escalera el patio de

los Senadores y a la izquierda la escalera delos Censores, donde comenzaba la visita a lospisos superiores, y avanzó por el primer piso,llamado piso de las Logias, donde seencontraban las entradas a las alas este, sur yoeste.

En este piso, en un despacho cerca de laSuperintendencia para el Bien Ambiental yArquitectónico de Venecia y las oficinas de laDirección de los Museos Cívicos de la ciudad,tenía su cita con Ludovico Testa, suinterlocutor sobre los boscos venecianos.Ludovico y Javier se conocían de haber asistidoa congresos —los dos eran profesores titularesde universidad— y coincidir en los gustos:durante dos seminarios ambos dedicaron susatenciones a una doctora danesa de largaspiernas y ojos felinos, con requiebros decortejo disfrazados de interés profesional.Ninguno de los dos supo nunca si el otro habíalogrado su objetivo, ya que la danesa era tanatractiva como escurridiza. Ese hecho los unióen una complicidad silenciosa, y a él se podíareferir la sonrisa del veneciano al recibirlo.Tras los saludos protocolarios en italiano,utilizaron el francés, lengua que los doshablaban con fluidez.

—Envidio tu vista sobre la plaza de San

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Marcos. Tendrías que pagar por trabajar aquí.—Qué gracioso. Te lo cambio por el Prado

durante unos meses. No sé quién iba a acabarmás harto de turistas. Qué plaga. Son peorque las palomas. Y encima no vuelan. No haydía que no se nos cuele alguno hasta lasoficinas preguntando las cosas más peregrinas.Y llevándose todo lo que encuentren a su pasoque les parezca un buen trofeo. Son peor quelas urracas, arrasan con todo lo que brilla.

—¿Pero qué sería del Prado y San Marcossin turistas? ¿De qué viviríamos gente comonosotros?

—De cualquier cosa. Cultivaríamos elcampo. Enseñaríamos a los que no supieran elsentido del arte. Viviríamos de la tierra y delsol, acunados por la palabra y el cariño dediscípulos diligentes que nos adoraran.

—O mejor, discípulas...—En eso estamos de acuerdo.Acabados los comentarios ingeniosos,

entraron en materia y pasaron a lo realmenteimportante.

—Hace poco que las Visiones del más alláse han trasladado al palacio Grimani, reciénrestaurado, junto con otros cuadros de laantigua colección del cardenal —informabaLudovico—. Solo ha quedado aquí, en el Museode San Marcos, El martirio de Santa Julia. Para

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prestar alguno de ellos tendríamos que teneruna buena contrapartida a cambio, un pintorespañol de fama.

Algo así se esperaba Carreño. Al menos,en los primeros minutos había conseguidosaber algo importante. Las Visiones del másallá, que era su objetivo, estaban al alcance.Aunque hacía ya casi un año que se habíahablado de la posibilidad, era el momento dellegar a algo concreto. Naturalmente, él no eramás que un intermediario, alguien quetransmitiría a la dirección del museo y si acasoaconsejaría la operación. Pero de lo quehablara y acordara con el veneciano saldría ono un acuerdo, tarde o temprano.

Ludovico se interesó por la obra u obrasque el Prado podía ceder para una exposicióntemporal. Había piezas estratégicas, nonegociables, como las Meninas, la Maja y losFusilamientos de Goya, pero de otras se podríallegar a un acuerdo.

—Podemos prestar alguno de Patinir, comoEl paso de la laguna Estigia o Las tentacionesde San Antonio Abad.

—Creemos que quizá otras obras sean másinteresantes. Estamos pensando en unaexposición sobre el desnudo europeo paradentro de un par de años.

—¿Por ejemplo?

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—La bacanal, Venus recreándose en lamúsica o Danae recibiendo la lluvia de oro, deTiziano.

—Ya veo que apuntáis alto. Dispara, no tequedes con las ganas...

—También podría ser Rubens: Las tresgracias o Diana y sus ninfas sorprendidas porsátiros.

—¿Y por qué no el Adán y Eva de Durero?—O La dama que descubre el seno, de

Tintoretto...La conversación siguió por esos derroteros

durante una hora. Ludovico se rebelaba comoun veneciano nato, echando cartas en lapartida, finalmente mercader, lo único quetenían de sobra y daban gratis eran palabras.Javier intentó no pensar en el cuadro perdido,concentrarse en su misión. Aquello era unritual programado y asistió a él de la mejormanera que sabía, jugando también sus bazas.

—Entonces, tu idea es que pueden cederlas Visiones tres meses para una exposicióntemporal, con las garantías habituales,traslado y seguro a cargo del Prado mediantelas empresas acreditadas, a cambio de lacesión temporal, dos años más tarde, de dosdesnudos de Rubens y Tiziano para unaexposición de la misma duración. Bien, lohablaré con el director y con el Patronato.

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Tendremos pronto una primera respuesta.Aunque habría que definir los cuadros pronto.Cualquier acuerdo tiene que ser ventajoso paralos dos museos.

—Un trato honorable por ambas partes...No sabía qué significado otorgar a la

palabra «honorable», pero le molestaba queaquello sonara a retórica, a componenda.

—Que pueda ser vendido bien —siguióLudovico como si intuyera los pensamientosdel español— por los directores a susrespectivos patronatos y que los responsablesde la política cultural le saquen su máximopartido mediático. Ya sabes, no somos loscapos...

—Vamos, que se puedan poner todos unamedalla... Ludovico, otra cosa. Me hablaste deun experto en la literatura sobre la pintura ylos cuadros de la época de El Bosco. Quieroaportar algo más en los estudios sobre lasobras del maestro, incluso las perdidas. Y huboalgunas que pasaron por Venecia. Incluso seespecula con un viaje de El Bosco a la ciudad,en 1500.

—¡Ah, sí, mira!, este es el teléfono deFabia Piamonte, es veneciana, aunque trabajacerca, en la Universidad de Padua, y ha hechoalgunos trabajos para nosotros. Si no lalocalizas ahí, supongo que acudirá hoy a lainauguración de la exposición sobre el retrato

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italiano del Cinquecento en el Palacio Ducal. Tútambién estás invitado, a las ocho de la tarde,no me faltes. Siempre se ven cosasinteresantes.

—Iré encantado, gracias por las dos cosas.¿Es buena?

—Excelente. Ya le hablé. Vas a tenersuerte.

—¿Sí? ¿Por qué?—Habla español, te entenderás bien, al

menos en el idioma...—¿Dónde está el truco? ¿Es agradable o un

cardo?—Es muy guapa. Y competente. Pero una

mujer difícil.—Mejor aún, más aliciente.—Bueno, ya me contarás tus progresos...Y se reía con una mueca que, de

momento, Javier no sabía a qué atribuir.Se demoró en la salida. Contempló desde

lo alto la antigua entrada de honor por la quehabía entrado, la escalera de los Gigantes,ideada por Antonio Rizzo, escoltado por dosimpresionantes estatuas de Marte y Neptuno,símbolos del poder de Venecia en mar y tierra.Al lado del arco, con franjas de rocas de Istriay mármol rojo de Verona, se apreciaban lapuerta de la Carta y el vestíbulo de entrada

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Foscari, la actual salida del itinerario de visita,por donde en ese momento desfilaba unaprocesión de japoneses que le trajo por reflejoel recuerdo de Himiko.

Encontró a Fabia en su despacho de la

Universidad de Padua, donde ella, por teléfono,le dijo que estaría toda la mañana: undespacho lleno de estanterías, rodeada delibros y pósters con reproducciones decuadros. Se veía que ella misma los habíacolocado y dispuesto de tal manera que, apesar de no ser grande el espacio, resaltaranentre el papel. Sentada detrás del ventanal, selevantó a saludarlo y le invitó a sentarse.

Ludovico no había mentido. Era una mujerespléndida, de ojos claros, color de miel, pelooscuro y cara sensual. Quizás algún kilo demás, curvas que no le desentonaban y ledaban un aire de madona joven y lozana. Unaitaliana de cuerpo y clase, sacada de laspelículas de Tinto Brass; Javier se la imaginófuera de época, como cortesana delRenacimiento, amante de algún libertinocardenal italiano.

—Ludovico me informó de que preparanuna magna exposición en el Prado sobre ElBosco y que quería usted los últimos datossobre sus cuadros venecianos, en especial losque tenía el cardenal Domenico Grimani.

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—Por favor, tuteémonos, si no te importa.Sí. Esa figura del cardenal Grimani es muyinteresante. En el libro Notizia d'opere didisegno nella prima de Michiel, de 1521, secuenta que en el palacio del cardenal seencontraba la Tela del infierno con grandiversidad de monstruos hechos de mano deIeronimo Bosch. Y también...

—La Tela de los sueños y la Tela dellafortuna con el ceto che inghiotte Giona,Borrasca con la ballena que traga a Jonás —respondió Fabia—. Sí, eso pone en el AnónimoMorelliano, de Marco Antonio Michiel; lo de telano significa nada, se referían así a todos loscuadros, aunque fueran pintados sobremadera. Michiel describe las coleccionesvenecianas y habla de la del cardenalDomenico Grimani. La figura del cardenalrenacentista es más que interesante,ilustrativa. Tuvo un gran reconocimiento porsu intelecto, su exquisito gusto y por sermecenas de pintores y escultores, los artistastenían siempre sitio a su lado. Había sido antessenador, nombrado por el papa Alejandro VI,ya sabes, el Borgia que vino de España. Nopodemos saber lo rico que era, pero podemostener algunas pistas. Tenía residencias,verdaderos palacios, en Roma y Venecia.

—La verdad es que debió de ser unpersonaje fascinante que vivió en una épocaturbulenta.

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Fabia había impreso un extracto en papelde aquella figura emblemática. Mientras lo leía,traduciéndolo directamente del italiano, Javieranotó un extraño paralelismo. En el curso demenos de una semana, dos espléndidasmujeres le daban una disertación sobrecuriosos personajes históricos. Desechó laimagen de Himiko y se concentró en lo que lecontaba la italiana del cardenal Grimani.

—Desde muy joven manifestó un graninterés por la cultura y los estudioshumanísticos —se doctoró en Arte aquí, enPadua—, que siguió en Venecia bajo la tutelade ilustres maestros, y después en Florencia,donde frecuentó los círculos intelectuales másprestigiosos. Estableció amistad con figurascomo Lorenzo el Magnífico, Angelo Poliziano yPico della Mirandola. Recibió el gorro rojo delcardenalato y en sus primeros años comocardenal fue secretario del papa y protonotarioapostólico.

Mientras la experta italiana leía, Javierespeculaba con lo que pensarían ella yLudovico si finalmente descubría el cuadro. Lomaldecirían un tiempo, pensando en cómo loshabía utilizado, pero luego lo comprenderían.

—...luego —seguía Fabia— llegaron variosnombramientos: administrador de Nicosia enChipre, patriarca de Aquilea, que cedió a susobrino Marino como haría luego con otras

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clerecías y prebendas a favor de otrossobrinos, hasta que el 15 de octubre de 1499dejó Roma por Venecia, donde su padre,Antonio Grimani, almirante de la flota, habíasido encarcelado por perder Lepanto contra losturcos. Lo defendió de todas las manerasposibles; finalmente, su padre quedó libre ymás tarde, en 1514, fue elegido dogo.Participó en dos cónclaves, en 1503 y 1513,cuando se eligió papa a León X, que leconcedió una pensión de dos mil ducados, perosiempre fue fiel a lo que pensaba y se opuso aljefe de la Iglesia en varias ocasiones.

—Un cardenal de mérito y valor,enciclopédico —apuntó Javier—. Ya no hayeclesiásticos así.

—Cierto. —No se sabía a cuál de las dosobservaciones había contestado Fabia—. Fueun hombre de vasta cultura, amante de lasletras y las artes, que formó una biblioteca deocho mil volúmenes, donada a la iglesiaveneciana de San Antonio de El Salvador,biblioteca que fue destruida por el fuego; teníatambién una rica colección de objetosartísticos, entre ellos un famoso breviariominiado. Fue un eminente teólogo y autor devarias obras, incluyendo una traducción de lashomilías de San Juan Crisóstomo. La noche del27 de agosto de 1523, el mismo año en el quetambién murió su padre tras una rápidaenfermedad, falleció en su palacio de San

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Marco, en Roma. Enterrado en una iglesiaromana, sus restos fueron trasladadosfinalmente a Venecia y enterrados en la iglesiade San Francesco della Vigna.

—Un personaje así es digno de comprarle aEl Bosco algunos cuadros como esa tela de lossueños, ese infierno o cualquier otro.

—Hoy sabemos que esa tela de los sueñoses la denominada Visiones del más allá, Elparaíso terrenal y La subida al empíreo, dostablas de 87 x 40. Y que ese infierno puede serha caída de los condenados.

—Expertos como Tolnay y Gauffreteau—Sévy señalan estos dos últimos, pero no dicennada de la tabla de Jonás. Muchos nospreguntamos si no es el cuerpo central dealguno de estos postigos laterales —decíaCarreño, sondeando la opinión de la italiana.

—Tampoco se pronuncia Mia Cinotti, quese limita a transcribir, en el listado de obrasdesaparecidas, la referencia de Michiel. Fuialumna suya. Su libro sobre la obra pictóricacompleta de El Bosco todavía es un clásico.

—Ya lo creo. Te felicito, veo que has tenidouna buena maestra. ¿Nunca hablasteis de latabla de Jonás?

—Realmente no. Hoy en día algunosespecialistas opinan que podría referirse alMartirio de Santa Julia, que está aquí, en

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Venecia, en el Palacio Ducal. De hecho, elestilo de ese cuadro se achaca a la presenciade El Bosco en la ciudad, los vestidos de lasanta eran la moda de la época. Y en elpostigo derecho del tríptico se ve un barco enuna bahía y una ballena en la costa.

—Pero no cuadra mucho que un detalle tanpequeño en un lateral haya servido paradescribirla. ¿No lo crees curioso? Y otrapregunta: ¿cómo llegaron esas obras a manosde Grimani? ¿Las trajo algún mercader? ¿Pudohacer El Bosco, como algunos han sugerido, unviaje a Italia en cuyo transcurso recibiera elencargo?

—Aunque a los venecianos nos gustaría, elhecho es que no existe ninguna evidencia deque viajara aquí entre 1500 y 1504 ni de queviniera con su amigo, el pintor flamencoQuentin Massys. Sobre las otras cuestionesque me planteas, hay tantos misterios... 1521está muy lejos, quién sabe lo que pudo ocurrir.Que se arruinara una grisalla y se sustituyerapor otra, que por alguna razón se extraviaraparte de una descripción más compleja deMichiel, que la confundiera con otra obra deotro pintor que también ha desaparecido...

—Demasiadas incógnitas. ¿Y no existe laposibilidad de que en realidad fuera una tablaindependiente, que no tuviera que ver con elMartirio y que fuera de El Bosco?

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—Por existir, cualquier posibilidad esválida. Pero habría dejado más rastro. A lamuerte del cardenal Grimani sus coleccionesde arte, de pintura flamenca y de escultura,pasaron a propiedad pública, a la Señoría deVenecia, menos la colección escultórica, quefue a parar primero al sobrino de Grimani,aunque finalmente todas las obras acabaron enlas colecciones del palacio de San Marcos,propiedad de los dogos. Como sabes, el padrede Domenico Grimani, Antonio, fue uno de losprimeros.

—El pintor Antonio Maria Zanetti cita elMartirio de Santa Julia en Venecia en 1771...

—Veo que estás puesto. Hace poco, paraun seminario, repasé ese libro de Zanetti,Delia pittura veneziana e dette opere pubblichedei veneziani maestri.

El escuchar de los labios de aquella mujerel sonido del idioma materno lo fascinaba.Fabia no pareció darse cuenta de que suinterlocutor no pestañeaba y siguió con sudiscurso.

—La cita junto con El retablo de losermitaños, que también está en la actualidaden Venecia. Ambas fueron transferidas porDollmayr en 1893 del almacén de la GaleríaImperial de Viena a la propia galería. Desde1919 forman parte de la colección del Palaciode los Dogos. Lo cual quiere decir que el

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Martirio, entre 1771 y 1893, salió de Italia. Y,como estos dos cuadros, pudieron salir otros.

—¿Existe documentación sobre la colecciónde Grimani? ¿Algún estudio?

—Sí, si tienes tanto interés, los conseguiré.¿Cuándo te vas?

—En unos días.—Espero tener tiempo de decirte algo

antes. Llámame mañana.—De todas maneras, para salir de Italia

una obra así, aunque con otro título, habríatenido que pasar por aduanas.

—Vaya, veo que te has leído el libro sobreel descubrimiento del último Caravaggio.Estaba pensando también en eso... Pero laobra de El Bosco era difícil de confundir conotro pintor.

Tal vez algunos de sus imitadores...Además, pudo salir antes de que se crearaItalia, y salvo que haya quedado algo en laadministración veneciana, ese rastro esimposible de seguir... ¿Por qué te interesatanto ese cuadro desaparecido, si es queexistió?

—Curiosidad, nada más que curiosidad —reculó Javier—. Intento que no solo laexposición, sino el libro y el catálogo, seanúnicos. Si podemos añadir investigacionesrecientes con nuevos detalles y datos, sería

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fantástico...Aunque compuso su cara de póquer más

neutra, no sabía si su interpretación había sidosuficiente. La comparación de Fabia con eldescubrimiento de un cuadro de Caravaggioque se creía perdido lo había puesto enguardia. La intuición de la italiana no podía sermás certera.

—Veré lo que puedo hacer. Pero notenemos ninguna pista de cuándo pudo salir elcuadro, si es que alguien lo compró y no sedestruyó accidentalmente; eran cosas queocurrían, incendios, inundaciones, malostraslados. En 1574 y 1577 hubo dos incendiosen el Palacio Ducal, se quemaron cinco cuadrosimportantes de Bellini, dos de Tiziano y uno deTintoretto, entre otros muchos, pero no hayconstancia de que se quemara alguno de ElBosco. Pudo pasar de todo. Eran bienesapreciables como moneda de cambio parasaldar impagados. Ni los poderosos selibraban, a su muerte, de las almonedas de susbienes para pagar deudas. Lo sé bien,investigué en Madrid mucho tiempo lacolección del rey Felipe II. Por cierto, un granadmirador de El Bosco, como sabes. Fue elprimer boscomaníaco.

—Veo que conoces la jerga.—Cualquiera que se mueva en este

mundillo. Me interesó El Bosco en una época.

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Pensé en seguir los estudios de Cinotti. Peroen fin, la carrera y la vida fueron por otrosderroteros. En cuanto al asunto que nosocupa, tengo en mente varios estudios, entreellos el de una especialista que ha investigadoa Grimani.

—¿Me permites que mañana te invite acenar? Es lo menos que puedo hacer despuésde darte tanto trabajo.

—Te lo agradezco, pero ya veremos sipuedo. Tengo que preparar un seminario parael Instituto Católico. Pagan bien. Y hoy tengouna inauguración en el Palacio Ducal.

—¡Ah, sí!, yo también iré, me invitóLudovico. Para alguien como tú, preparar unseminario no representa ninguna dificultad.Haz un esfuerzo, cena conmigo y así tendré lasuerte de conocer algún lugar secreto dondecenan los venecianos.

—No te creas. La mayoría de losvenecianos comemos y cenamos en casaporque la ciudad es demasiado cara. Paracenar y beber en Venecia hay que salir fuera.

—Lo dejo en tus manos —apalabró la citaJavier, que en realidad quería dejarse élmismo en los brazos de ella.

¿Qué mayor placer hay que el de cenar conuna mujer hermosa, simpática, inteligente yatractiva? Sin pensar en la culminación, el

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hombre disfruta de las posibilidades creadas,teje conjeturas, acaricia planes deconversación, cazador en busca de los puntosdébiles de su presa, intenta ofrecer unaimagen atractiva de sí mismo, inteligente,brillante. Durante los momentos previos a lacita, el hombre es feliz, imaginando. Javier,con demasiados temas en la cabeza, selimitaba a eso en su cuarto de hotel, sin poderconcentrarse, los documentos y folios con lanarración de Jerónimo desplegados sobre sumesa. La vida, como a veces los libros, estállena de expectativas.

*

s'Hertogenbosch, diciembre 1505 En aquel tríptico se habían condensado

todas sus tentaciones. De hecho, llevaba añospintándolo primero en su cabeza, tomandoforma en sus sueños y pesadillas. Ni su mujer,Aleyt, ni ninguno de los discípulos de su taller,sabían lo que estaba produciendo aquel cuadroen la mente de Hieronymus. Para ellos era unmisterio, y aunque su título, La Creación delmundo, era muy claro, suponían que elmaestro, como había sucedido con otrastablas, iba más allá de lo que se podía apreciar

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a simple vista, según iba surgiendo aquellamaravilla.

Otras cuestiones, más mundanas, hacíanque aquel cuadro alcanzara caracteresfabulosos. Para él habían posado desnudosmuchachas y muchachos jóvenes, sirvientes,feriantes de paso, adoptando extrañasposturas que los rumores habían magnificado.Casi había constituido un escándalo queHieronymus hubiera llamado para posar a unacriada negra de su vecino, Lodewijk Beys, eláureo caballero de Jerusalén, que en su últimoviaje la había traído a su servicio, rescatándolacomo esclava de manos de los infieles.

Ajeno a las murmuraciones, Hieronymusdibujaba y pintaba aquellos cuerpos desnudos,con seriedad y concentración. Nadie podíasospechar que con el carboncillo primero yluego con el pincel, el pintor ejerciera un ritoque le hacía erizarse el vello y sentir oleadasde placer. Cada pincelada era una caricia aaquellas pieles jóvenes, deslizándose por lostorsos, los brazos, los senos, las piernas, lossexos. Y el suyo, tanto tiempo dormido,parecía encenderse con esos trazos. Ningunade las modelos podía imaginar el terremotoque aquellos tersos cutis producía en elafamado pintor: en el aire denso del estudioflotaba una especie de posesión, un sutilarrebato que cada uno sentía de formadistinta. Tras las sesiones, por la noche, y

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como su fuera un castigo, su sexo ardía yHieronymus sentía renacer aquellos fuegos deSan Antón que sufriera en la infancia. Peroaunque aquello abrasara, el deleite de irpintando aquellas deseables figuras, copulandode mil maneras en aquel jardín imposible,superaba el tormento posterior. Para alejar yexpulsar aquellos dolores, pintó infiernos en unala del tríptico. Pero no era la muerte y lacondenación, sino la vida y su celebración, elamor, el lenguaje de los cuerpos, lo queHieronymus quería transmitir. Del infierno a lainocencia primera: ese era su mensaje. Lo quenunca diría. Lo que sí decían sus pinceles.

*

Venecia, diciembre de 1578

Sacra, católica y real majestad:

La primera y más importante noticia

que debo reseñaros es la muerte del dogo,

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Sebastiano Venier, que va pareja y que corona

la desgracia que ha asolado esta ciudad y

que no es otra que el 20 de diciembre de

este año del Señor de 1577 un incendio se cebó

cruelmente en el Palacio Ducal. Las llamas

destruyeron varios salones y techos y

devoraron preciosos documentos de Estado

y magníficas obras de arte, siendo ineficaces

cuantos esfuerzos se hicieron para salvar

aquella parte del grandioso edificio, entonces

la más enriquecida con las obras maestras de

cuantos artistas venecianos habían hasta

aquella fecha florecido. Entre ellas, cinco

cuadros de los Bellini, Juan y Gentil, La

batalla dada por los venecianos a Federico

Barbarroja, dos de Tiziano Vecellio, uno del

Tintoretto y otros de Carpaccio, de Paolo,

del Luis Vivarini y del Guariento de Padua,

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Vicente Trevio, Marcos Marziale, Cristóbal

Parma, Lázaro Sebastián y Pordenone.

A resultas, al dogo le falló el

corazón, dicen que de pena por ver el

destrozo y los estragos del fuego

devorador que ha destruido la sala de las

votaciones del Palacio de Justicia y la sala

del Mayor Consejo, con todas sus

maravillosas pinturas, cuando poco antes se

habían acabado las labores de reconstrucción

de los daños que ocasionara, tres años atrás,

otro incendio que se abatiera sobre el

segundo piso, destruyendo en particular la

sala de las Cuatro Puertas, el Colegio y el

Senado, aunque sin daños en la estructura

general.

Tiene que ver la noticia por el principal

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asunto por el que V. M. se interesa. Yo ando

con la disimulación que conviene y he esperado

un tiempo antes de proseguir con mis

indagaciones, pues preferí siempre hacerlo por

mí mismo y no delegar en nadie tal negocio,

tal y como encarecidamente me rogó V. M., y

he estado postrado en cama casi dos

semanas como resultado de unas tercianas

que después de las lluvias, me dejaron sin

fuerzas y con el alma ida, que tuve que

reponerme con caldos de ave, verduras y otros

alimentos blandos hasta lograr la fuerza de

poder sostenerme, así fuera para poder yantar

según lo habitual.

Con artes y maña, y no poca diligencia,

pude llegar a los encargados de la

conservación del palacio, y tras varias

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invitaciones y regalos, y haciéndoles ver que el

mío era un simple afán de coleccionista, pude

averiguar que, en efecto, la tabla que V. M.

describe como Jonás y la ballena y que aquí

se conoció como Tempestad con la ballena

que traga a Jonás estuvo muchos años en

los muros aquí colgada, desde que la donara

su propietario, el cardenal Domenico Grimani,

en testamentaría hecha a la Serenísima

República. El cardenal, hombre de letras, que

gustaba de coleccionar obras principales y de

valor, atesoró cuadros y tablas de insignes

pintores, además de exquisitas joyas y

breviarios. La tabla se la había comprado,

junto con otras preciosas obras, a Antonio

Siciliano, embajador de Milán, que las había

traído de Flandes.

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La tabla de Jonás, con otras

pinturas de Jerónimo Bosco, decoró una de

las estancias principales del edificio, la de los

Tres Jefes, en el consejo de los Diez, pero ya

no se la ha visto en esta sala desde hace

tiempo, con seguridad desde el primero de los

incendios referidos.

Aunque mis informantes sugieren que

esa tabla pudiera muy bien haber sucumbido

a las llamas, ni por los inventarios de obras

dañadas, ni por las que se guardan en los

almacenes, se ha oído mención alguna al

respecto, lo cual hace sospechar que la tabla

del maestro Bosco no estuviera ya en Venecia,

o al menos, en ninguna dependencia del Palacio

Ducal.

Perseveraré en mis pesquisas, con

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discreción y celo, por si puedo ofrecer a V. M.

alguna noticia en próximos correos. Envío

esta carta utilizando la nueva cifra general que

vuestra señoría me ha enviado, para sustituir

a la anterior que se quedaba ya antigua y que

utilizaré en el futuro, tanto en la

correspondencia real como a los ministros.

No pude despacharla antes por las muchas

aguas y tormentas que han agitado esta

parte de Italia, y porque en tratándose de

obras de arte y pinturas, este informe debía

acompañar a un lienzo de Jacopo Bassano,

muy estimado de V. M., por pintar tan bien al

natural animales y otras cosas, que sin

embargo no ha podido ser enviado por no

estar aun acabado.

Sale en el correo ordinario real, a

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través de Génova y el embajador de aquella

ciudad y puerto, Juan de Idiaquez, a quien

envié la carta de vuestro puño y letra y le

escribí que con la primera ocasión, la remita a

donde V. M. le mandara y así creo que lo

hará.

Nuestro Señor la sacratísima persona

guarde con el acrecentamiento de los reinos y

señoríos que V. M. desea.

Vuestro muy humilde vasallo y criado

que los muy reales pies y manos de vuestra

católica majestad besa,

El embajador en Venecia,

Diego Guzmán de Silva

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* —En su testamento, el cardenal Grimani

puso como condición para que sus cuadros deEl Bosco pasaran a la República veneciana quefueran colocados en una sala de honor delPalacio Ducal. Adivina cuál...

—¿Cuál?—La sala de los Tres Jefes, los

responsables del Tribunal de la Inquisición,una pequeña estancia cerca de la sala delConsejo de los Diez. La razón era que pudierancontemplar las tablas pocas personas, por elcarácter secreto de lo que allí se trataba, quenecesitaba altura de miras, objetivo al que sesuponía ayudaban las obras.

Fabia brillaba en todo su esplendor. Elespañol se la había encontrado al poco dellegar al palacio de San Marcos, conversandocon un famoso abogado y coleccionista que lepresentó y del que olvidó el nombre casi deinmediato. Tras un rato, el abogado sedisculpó para saludar a otros invitados y porfin pudo Javier volver a tratar el tema que lepreocupaba, conversación punteada concomentarios entre cuadro y cuadro de laexposición.

—Existe una laguna muy grande entre eltiempo del libro de Michiel y la reaparición de

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las obras en el palacio de los Dogos. Nosabemos dónde se almacenaron o exhibieronlos cuadros tras 1523, cuando muere Grimani.Estoy localizando una obra de R. Gallo, de1952, que habla de la donación de los Grimania la República veneciana, Le donazioni allaSerenissima di Domenico y Giovanni Grimani.También una obra de Marilyn Perry de 1972 enun monográfico sobre la memoria de la historiadel arte, The Statuario Pubblico of theVenetian Republic. Quizá nos aclaren algo onos den alguna pista. Vaya, me ha vuelto asalir el instinto investigador. Últimamente,desde que me dedico a dar clases oseminarios, lo tenía algo abandonado.

—Ah, ya veo que os conocéis —dijoLudovico cuando se los encontró en animadaconversación—. Bueno, no os vayáis muylejos, tengo una sorpresa de postre.

El italiano se alejó dejando una miradadesconcertada detrás. Javier miró a Fabia.

—A mí no me mires, yo no sé nada —protestó con un mohín pícaro—. Te resumo lode Grimani. Durante todo el Cinquecento, lacolección Grimani estuvo expuesta en la salade los Tres Jefes del Consejo Veneciano, hasta1586, cuando los contenidos de la sala fuerondispersados y se pierde su pista. Esa fechaquizá sea clave para averiguar lo que pasó conel Jonás. Si existía esa tabla, y no se quemó

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en ninguno de los incendios del palacio, pudosalir de Venecia entonces.

La exposición temporal, que se abriría alpúblico al día siguiente, tenía obrasinteresantes, muchas de ellas de pintoresnotables que trabajaron en Venecia y quedestacaban por los cálidos tonos de sus óleos.Obras de Domenico Veneziano, Giovanni Belliniy Giorgione, pero también de Tiziano,Veronese, Canaletto y Guardi.

Ya habían terminado el recorrido y hechotodos los comentarios eruditos posibles cuandollegó Ludovico.

—Venid, os gustará. Normalmente estaruta está considerada como el itinerariosecreto, tiene una tarifa especial.

El grupo, comandado por Ludovico, yformado por una decena de distinguidaspersonas, dejó sus copas y pasó por unapuerta lateral a los dormitorios del Notario, elsecretario del Palacio Ducal y la Oficina delCanciller, donde se guardaba el ArchivoGeneral. Un guardia de seguridad abría elcamino. Detrás, los invitados se dejabanenvolver en la sensación de penetrar en aquelmuro secreto, trasladándose de época. Eranhabitaciones recubiertas de madera, nodemasiado lujosas, pero dondeverdaderamente latía el corazón de laAdministración Veneciana. Corazón que tenía

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sus sombras negras, como las cámaras detortura: allí se había inventado la torturasicológica. En el centro, una cuerda colgadadel techo recordaba su uso, para sujetar pordetrás las muñecas de los torturados.Normalmente se tardaba al menos una hora enrecorrer aquellas estancias, pero esta vez lavisita, comentada por Ludovico, fue másrápida, deteniéndose en una celda forrada deplomo, en los piombi, cerca del tejado, dedonde Giacomo Casanova, con un compinche,había escapado en 1755 haciendo un agujeroen el techo.

Tras pasar por aquellas salas del ático, a laaltura del Ponte della Paglia, donde se podíanadmirar armas del siglo XVI, se llegaba a laSala de los Inquisidores o de los Trei Capi,cuyo techo albergó en su tiempo el Jonás de ElBosco y que ahora estaba decorado con obrasde Tintoretto. La ruta acababa en el Salón delConsejo de los Diez, al que se llegaba trasatravesar un pasadizo secreto oculto tras unarmario de madera, la última nota sofisticada.Había dos puertas idénticas: una era lo queparecía ser, y la otra conducía al tormento.

Tras el recorrido secreto, desembocaron enla galería central del Museo del Palacio Ducal.

Cuando llegaron a la sala que albergaba elcuadro del pintor flamenco, Javier, como unimán, se acercó al Martirio de Santa Julia. En

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el postigo derecho se apreciaba, la ballena,varada en la playa, y un extraño navío, conhojas gigantes como velas y atacado pordemonios alados, fondeaba en la bahía, dondese distinguían restos de otros barcos hundidos.Fabia contemplaba también el tríptico. Parecíaque una figura saltaba desde el barco al aguay en la playa, aunque lejos del cetáceo varado,se podía ver a otra alejándose rápidamente. Elpaisaje era el mismo que el de la tabla central,la misma línea de horizonte, de cielo, río,montañas y marismas, vigilado por extrañastorres circulares. El postigo derecho seidentificaba bajo el título de Dos traficantes deesclavos, debido a las figuras que aparecíanabajo, en primer término.

Según algunos expertos, esas figurasrepresentaban la venta de la santa a Eusebiopor los mercaderes de esclavos o Félix y suconsejero ordenando la muerte en la cruz de lasanta. Otros pensaban que en realidad lamartirizada era Santa Liberata, princesa dePortugal, que fue mandada crucificar por supadre al negarse a aceptar el matrimonio. Peroen todas las interpretaciones se destacaba launidad del paisaje de las tres partes, lo quecontribuía a la armonía de la composición, enuna obra situada al comienzo de la época demadurez, del tiempo de El carro de Heno. Paradatarla se había estudiado la belleza de lospaisajes, la fina y depurada técnica de las

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lejanías y la moda de Amberes del traje de lasanta mártir. Como en otras obras de El Bosco,la imagen de un donante fue borrada conposterioridad y pintada encima.

—No parece que haya confusión depostigos. Ni el izquierdo, con unas tentacionesde San Antonio, típicamente suyas, ni elderecho pueden ser de otras tablas —decíaFabia.

—Pero tampoco se me aclara nada. Tantopuede ser la descripción de Michiel como quepertenezca a otra tabla. ¿Por qué tiene que sertodo tan complicado con El Bosco?

—Porque si no, no estaríamos nosotrospara resolver los misterios. Veo queverdaderamente te interesa el tema. Deduzcoque tienes una pista sobre ese cuadro.

Lo dejó caer como una bomba de explosiónretardada, parapetada detrás de su amplia ysugerente sonrisa. Durante los minutossiguientes, Javier intentó convencerla de locontrario, aunque se percató de que ese hechoejercía una atracción sobre ella, más allá de loprofesional. Que existiera esa remotaposibilidad debía de subirle, entre otras cosas,la libido. El español desvió la conversaciónhacia las teorías sobre el pintor.

Quería saber su opinión sobre la influenciaen la pintura de Hieronymus de los fuegos deSan Antón. Desde que Jerónimo Díaz había

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sacado a colación ese tema, le daba vueltas devez en cuando. Recordaba cada uno de losdetalles del cuadro Las tentaciones de SanAntonio de Lisboa, de su reciente visita. Allí,en la parte central, frente a una especie demédico o cirujano, aparecía un pie cortado enun trapo blanco, uno de los miembrosamputados a los enfermos de la epidemia.

—Es lo que dice esa inglesa, Dixon. Esdifícil saberlo. Una teoría más —contestóFabia.

—La mía es que El Bosco pudo ingerir elpan de centeno contaminado y habersobrevivido. De ahí le quedaron los monstruospara toda la vida. El único problema es que lasposibilidades de pintar, incluso de vivir, unavez afectado por los alcaloidesvasoconstrictores del cornezuelo del centeno,resultaban reducidas, por no decir escasas. Elhongo, el Claviceps purpurea, conteníasustancias muy potentes.

—Tan potentes que las parteras que loutilizaban en la época tenían que ser muyexperimentadas y nunca pasaban de una ligeradilución para dilatar el útero y aliviar losdolores del parto.

—¿Y cómo sabes eso?—No era una sustancia tan extraña en la

Edad Media, ya se conocían los efectos del pande centeno contaminado por el hongo, lo que

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luego se llamó El pan de la locura. Y a pesarde la leyenda, no hubo tantas epidemias delfuego de San Antón ni fueron tan mortales.Pero la Edad Media tiene mala prensa, y lo delas pestes es muy plástico. Todo esto lo séporque hago cursos de fitoterapia. Soy unaexperta en plantas. Algo tengo que hacer paramantenerme en mis curvas y no derivar haciaun modelo de Botero.

Fabia era una caja de sorpresas.—El Bosco pudo perfectamente sufrir el

ignis sacer o conocerlo de cerca por algúnafectado en su familia —siguió la madona—.En sus tablas se refleja ese mundo de losafectados por el ergotismo. Y es unaexplicación plausible para sus infiernos. Unabuena posibilidad, pero, como otras, sincerteza. Más propia de un novelista que de unhistoriador.

Terminada la visita, se despidieron deLudovico, que les dedicó una diplomáticasonrisa, y desembocaron en un costado de laplaza de San Marcos, que, afortunadamente,no estaba inundada por el agua alta. Pronto sealejaron de los turistas que aun hormigueabanen manadas a lo largo del Gran Canal hasta laplaza de Roma.

Le gustaba Venecia de noche. Era unaciudad distinta, casi íntima. Si de día, como asu héroe de infancia Corto Maltés, le

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apasionaba el ambiente de la via Garibaldi, consus barcazas llenas de verdura y sabrosasfrutas —hoy desaparecida la visión entre laoleada de turistas—, el Campo de los Moros oel de Santa María Formosa y Santo Stefano, denoche prefería otros rincones más perdidos. Deeso hablaba con Fabia, esplendorosa trasaquella velada en la que habían hablado,además de El Bosco y de sus cuadros, de lapintura, de la carrera de arte en España eItalia, de la exposición del Prado y por último,de Venecia y sus habitantes. Se habíanacercado a la laguna, a la parada delvaporetto.

—Los venecianos estamos acostumbradosal agua, al bamboleo y el acomodo. Algunos semarean en los coches, en tierra firme.

—Prodigiosa ciudad. La primera vez quevine a Venecia fue con los cómics de HugoPratt bajo el brazo. La recorrí de su mano ydesde su infancia. Aún hoy día me sorprendomirando en los canales perdidos a ver siaparecen los cangrejos que Pratt cazaba.

—Ni de broma, si los encuentras habríaque estudiarlos, seguramente serían mutantes,por la contaminación —reía Fabia—. ¡Vaya conel español! Resulta que eres un romántico dela historia del arte. No te satisface estetiempo, piensas que deberías haber nacido enotra época y otro lugar. Pero no te quejes, has

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tenido mucha suerte. No es tan fácil dedicarsea lo que a uno le gusta, sobre todo si cada vezparece tan obsoleto para la sociedad.

Javier le propuso que escribiera un artículosobre los cuadros venecianos de El Bosco y laposible tabla perdida para el catálogo de laexposición.

—Ya. Sería como el primer capítulo de unlibro sobre ese cuadro. Solo dime una cosa. Alfinal, ¿se encuentra el cuadro? ¿Hay un happyend?

—¿Quién puede adivinar el final de algoantes de que se escriba? ¿No te parece?

—Esa es una investigación ardua, difícil, ytodos tenemos mucho trabajo. Claro, que todotendría sentido si existiese una pista valiosa,algo por lo que merezca la pena el esfuerzo. Yno me refiero al económico. A veces empiezasnovelas que parecen interesantes y luegonaufragan en recovecos o se ralentizan yempantanan en acciones absurdas. El secretodel éxito de las novelas siempre está en elfinal, ¿no te parece?

Ante esa sonrisa encantadora, esos ojoschispeantes, ese mohín que hacía con el pelo,Javier estuvo a punto de sucumbir. Lo salvó unsexto sentido. Desde que apareció el cuadro ensu vida, esta se había ido poblando demujeres. Algunas, como Himiko y Fabia, erannuevas, y otra, como Raquel, un ardor pasado.

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Más que una ficción sobre un cuadro perdido,parecía un juego de damas, una sucesión deencuentros turbadores.

—Depende. Hay algunas en los que nisiquiera llego al final. Pero no has dichoninguna tontería. Si algún día escribiera algo,podría ser sobre El Bosco. La verdad es que esun pintor para ello. ¿Damos un paseonocturno? Es lo que más me gusta en estaciudad maravillosa, un placer secreto. Antes dedormir, me doy un gran paseo por la ciudadvacía. Oigo el chapoteo del agua en loscanales, los pasos de una pareja rezagada, veolos reflejos del agua en los muros, las lucesque iluminan rincones escondidos, los puentes,siento la humedad y me dejo llevar por mispies. Más de una vez he creído perderme, peroen esta ciudad laberinto siempre encuentro mihilo de oro. Puede que ya estés cansada depasear por sus vericuetos, pero, ¿querrás sertú mi Ariadna?

—Qué graciosos sois los españoles. O losespañoles ilustrados. Siempre estáis con lamitología a cuestas. Con lo que cuestadesprenderse de ella. Mejor que no sea tuAriadna. Aunque salió del laberinto delminotauro, ya sabes cómo acabó, abandonadapor Teseo en la isla de Naxos.

El paseo y el brazo de Fabia consiguieronque se concentrara en la magia de la noche y

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solo al despedirse a la puerta de su casa—«Nos vemos mañana para cenar», beso enlas mejillas, pero muy cálido— se percató deque estaba alejado del hotel. La situación no loincomodó. Al contrario, le apetecía pasearrumiando sus pensamientos sobre la situación.Aquella era una historia de vértigo, vértigo desiglos y de acontecimientos, periplos vitales yartísticos —cada uno de esos viajes, el delcuadro, el del pintor, el del copista, el suyo,navegando a través del tiempo— que habíanconfluido y se habían mostrado ante él,comisario de una exposición sobre El Bosco, lapersona idónea para intentar descubrir losmisterios que aun contenía, incógnitas queabrían mundos, posibilidades, relatosdestilados de la vida.

No sabría si llamar destino a aquellaconfabulación de encuentros y situaciones,eventos aparentemente normales o inconexosque producían terremotos interiores, sacudidasdel alma y del espíritu. Sincronicidades, lasllamaba Jung. «Esto es lo más parecido a laficción que jamás me ha sucedido. Estoydentro de una novela», pensó, saboreandoaquel estado de excitación mental y corporal,feliz de ser consciente, y de disfrutar, el estadode felicidad en el que se encontraba.

Todo lo que le había ocurrido desde que sehizo cargo de la exposición había hecho quereaccionara en todos los sentidos. La muerte

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de su padre y el suicidio de Elisa le habíandejado el corazón anestesiado, indiferencia ynostalgia, aquellos síntomas de acidia que sehabían agudizado tras la aventura con Raquel.Pero ahora, con la aparición de aquel cuadrose había despertado también una sexualidadque lo desbordaba: Himiko, Fabia...

Algo eléctrico lo recorrió cuando, como enun juego infantil, obedeciendo a un súbitoimpulso, volvió la cabeza y se encontró unafigura que desaparecía velozmente detrás deuna esquina. Acababa de ver a aquel hombreen la salida del Palacio y después, al final deuna calle. Era delgado, no demasiado alto,bien vestido y desvió su mirada cuando secruzaron.

Sospechosa, desde luego, tantacasualidad. A Javier, el miedo lagarto le arrugóla piel, descarga súbita de adrenalina. Sintióde inmediato el peligro y pensó echar a correr.Su sangre fría le hizo aparentar que no pasabanada. Siguió andando, como un autómata,apretando el paso al doblar las esquinascuando sabía que no podía ser visto, fuera delcampo de visión del perseguidor. De repentese paraba en lo alto de un puente, abarcandocampo, y esperaba que el otro llegara. Era unacomprobación que cada vez tenía tintes mássutiles. Había logrado oír sus pasos, a vecesquedos, su cuerpo en las sombras. Estabaseguro. Lo sentía ahí, agazapado, observando.

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Alguien lo estaba siguiendo y no tenía ningunaprisa en alcanzarlo.

Pensó en la Policía, en llamar a Fabia ycontárselo, pero algo lo retuvo, quizá orgulloviril por no demostrar canguelo, al fin y a lapostre podía resultar ridículo pidiendo ayuda.Además, se decía que Venecia era la ciudadmás segura del mundo.

Entonces concibió el sencillo plan deintentar encontrar algún vigilante, alguien aquien recurrir, o dar esquinazo a superseguidor. No quería ser seguido hasta suhotel, hasta que se percató de queseguramente el otro lo conocía, y entonces sepreguntó qué estaba haciendo. Demasiadocine, demasiada intriga. Aquella historia con laque había fantaseado ya no lo atraía tanto.¡Estar en una novela! ¡Qué absurdez!

Pensó en cuáles podrían ser las razonespara el seguimiento. No era un asalto y aquellafigura no ignoraba que había sido detectada.Tampoco había atacado, lo cual quería decir...que en realidad estaba haciendo el canelo yque seguramente lo que buscaban no era sucartera, sino el equipaje de su habitación.¿Cómo no se había dado cuenta antes? Era unprocedimiento común en la delincuenciaturística europea. Un compinche vigilaba a lavíctima mientras que otro desvalijaba el hotel.¡Y él intentando despistar al que lo seguía!

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Corrió como alma que lleva el diablo, sinimportarle ya la belleza de la ciudad de loscanales y cuando llegó, exhausto, a larecepción, requirió al conserje, entre jadeos,para que lo acompañara a su habitación.

Aparentemente cuando abrió la puertatodo estaba en orden. Sus papeles en la mesa,su maleta, todas sus cosas parecían estar en elmismo lugar. También su bolsa de aseo en elbaño. Ante la mirada atónita del conserje,Javier balbució una excusa.

—Desde la calle me pareció ver a unapersona en la habitación. Lo siento.

Cuando desapareció el empleado del hotel,estuvo a punto de derrumbarse en la cama. Sesentó y maquinalmente buscó sus zapatillas.Aún no había empezado a relajarse delesfuerzo, y tampoco lo haría entonces: sepercató de que no estaban en el mismo sitiodonde las había dejado, sino algo másladeadas. Entonces se levantó e investigó lahabitación palmo a palmo. Sería suimaginación, ya disparada por el seguimiento,pero presentía, casi estaba seguro, que alguienhabía estado allí. Alguien que había tenidotiempo de revisar sus papeles, la ediciónfacsímil de la Opera di disegno de Michielconseguida por Internet, los recuerdos deJerónimo. ¿Pero quién y qué iba buscando?¿Algún rastro del cuadro? ¿Qué, si no? Los

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únicos que lo sabían eran Jerónimo, Himiko,Doble F y Raquel.

Repasó una y otra vez los pasos dados, lashipótesis, la información que estaba sobre lamesa. Su mente iba cada vez más a Fabia.¿Por qué le había preguntado con esainsistencia? Era inteligente, se olía algo.¿Tendría que ver con aquello? No teníasentido... De pronto se acordó de la últimaconversación con su amigo Gonzalo, el policíacientífico, sobre el Abuelo, el astutodelincuente internacional de arte. No haymayor tormento para el curioso que estarinmerso en un misterio sin aparente solución,dudando ya de sus sensaciones, en medio dela noche, donde todo se percibe negro y difícil.Durmió pocas horas, y casi de madrugada,presto a saltar de la cama a la menor señal dealarma. Tuvo pesadillas. Se vio dentro de uncuadro que era un espejo negro que absorbía,como un vampiro, a los que venían acontemplarlo. Varias mujeres iban tras él yestaba seguro de que sería sacrificado por esasbellas hechiceras en cuanto lograranalcanzarlo.

«Tengo más agobio del que parece. Estaimaginación me va a gastar una mala pasadaen cuando me descuide», pensó mientras veíallegar la luz del amanecer, en su penosavigilia, intentando conciliar el sueño, cansadode tanta emoción. Es una característica de

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algunos relatos: cuando parece que van enuna dirección, de repente dan un extraño giro.

*

Abril de 1510 Diego de Haro fue su perfecto anfitrión en

Ámsterdam, ciudad que conocía muy bien. Amenudo venía a su puerto a esperar las navesque con lana castellana —y ahora con algunosproductos americanos que alcanzaban allí untremendo valor, especies o pájaros— hacían latravesía en los meses de primavera y elprincipio del otoño, antes de que se echaraencima el invierno, tiempo de tormentas ymalos vientos. Aquella mañana, Diego de Haroacompañó al maestro, que llevaba unosinfolios para sus apuntes a una de las factoríasdonde se fabricaban el sebo y el aceite deballena. El aceite venía en grandes cantidadesdesde Rusia, pero también se fabricaba enfactorías a lo largo de todo el mar Báltico.

El ambiente era asfixiante bajo aquellasnaves mugrientas y sucias. Hizo bien elmercader en avisarle del olor. Los dos seprotegieron con sendos paños empapados encolonia de lavanda, pero hubo un momento enel que no pudieron más. El maestro quiso

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hacerse una idea del tamaño del animal, perosolo pudo llevarse una impresión de su piel, desu carne y de su sangre. Los trozos mayoresno le decían mucho, y a pesar de los capitanescon los que hablaron, las distancias de lacabeza a la cola diferían. Para unos, podíanllegar a los cincuenta metros. Otros hablabande más metros y más corpulencia. Siempre,decían, parecían temibles, pero luego eranrelativamente fáciles de cazar, siempre que elacercamiento fuera lento y que el arponero nofallara en la primera lanzada. Una ballenaherida era temible.

—La verdadera ballena parece el lugar, ytodos nosotros engullidos en él —comentóHieronymus a su guía.

La carabela castellana donde iban los fletesde la familia De Haro arribó sin novedad aprimera hora de la tarde. La travesía por elgolfo de Vizcaya y el canal de la Mancha hastaÁmsterdam había sido tranquila, en loshabituales doce días. Aunque Hieronymusquiso tomar apuntes desde el carruaje que losllevaba y que esperaba en el muelle, loscontinuos zarandeos de los viandantes queacudían al acontecimiento le impedían laprecisión. Se contentó con algunos trazos,bosquejos de los mendigos que acudían,atraídos por las concentraciones de gente en elpuerto, velas y vergas de los buques, suscordajes, vendedores ambulantes, charlatanes,

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marineros o descargadores, con sus ganchoscaracterísticos, que blandían en el aire como siquisieran espantar la posible competencia.

Contempló con deleite de niño grande lallegada de la nave, arriadas casi todas susvelas menos el foque, la tripulación afanada encubierta, el cable con que variasembarcaciones de remeros la arrimaban almuelle. Mientras, se sucedían órdenes y gritos,silbidos y sonidos de madera, agua y cuerdas.Aquello formaría parte de su retablo; dealguna manera los puertos guardaban laesencia de la vida marina, con las grandesnaves y los marineros que las gobernaban.

De vuelta al Bosque Ducal, El Bosco olvidópor un momento la tabla de Jonás paracentrarse en los preparativos del banquete quedebía ofrecer a los miembros de la Cofradía deNuestra Señora. Algo que ponía especialmentenerviosa a Aleyt.

Allí, entre los más distinguidos cofrades,estarían los Van Aekel, Van den Bosch, VanOs, Kuyst, Monix, Pijnappel, los speten, losconcejales y notables de la ciudad, la élite, losortodoxos, los nunca tentados, los en el fondointocables, irreprochables burgueses deaquella villa próspera y piadosa donde losmonasterios crecían como hongos. Por muchoque ya fuera conocido y su fama se extendieraallende los muros de Balduque, Hieronymus

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sabía que no pertenecía a aquella clase, queera un advenedizo y que había ascendido ensu viaje desde los gremios a la alta burguesía,clase a la que sí pertenecía, sin embargo, sumujer, Aleyt, gracias a la cual había sidoadmitido allí tan rápidamente. La habíaconocido cuando él iba a la clínica mental quehabía fundado su abuelo Reinier van Aekel ens'Hertogenbosch, la primera de Holanda, en1424, para hacer apuntes de los enfermosrecluidos. Su noviazgo transcurrió en el patiode la institución mental, y finalmente fuebendecido por su familia con una serie decondiciones en cuanto a las propiedades adisfrutar y heredar en el caso de que la parejano tuviera descendencia. Jeroen tenía treintaaños y ella, treinta y tres.

Con ese matrimonio, ascendió rápidamenteen la escala social y consiguió no depender dela pintura para vivir. Fuera por esaindependencia económica, de vidadesahogada, por otros motivos de rebeldía oporque simplemente tenía que ser así, supintura tenía una personalidad propia que enocasiones perturbaba a sus convecinos. Conalgunos de los donantes de los cuadros habíatenido desavenencias. El resultado era que susretratos, que debían figurar en las tablas,fueron borrados. El maestro, decían variosmiembros de la Cofradía de Nuestra Señora,gustaba de reproducir la tentación. En este

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caso, las de San Antonio, que el pintor habíarepresentado, junto con otros cofrades, en laprocesión anual. Allí, vestidos con terciopelosrojos, extrañamente sexuales e inquietantes,los demonios y las mujeres tentadoras, con loshombros desnudos y arrebol en las mejillas,ponían una nota distinta en el desfile deescenas, en general, piadosas y tradicionales.El Bosco se agitaba dentro de su ballena.

* A la mañana siguiente hizo varios

recorridos esperando encontrar a su vigilantedetrás de sus pasos. No tuvo ningunaconfirmación, lo que le hizo olvidarse demomento del asunto y pensar si no habría sidouna mala jugada de los sentidos, exacerbadospor todo lo que le estaba ocurriendo.

La llamada de Raquel fue algo más queuna sorpresa. Se convirtió en una sospecha.Además, tuvo la virtud de cambiar el rumbo deaquella noche con la encantadora Fabia, con laque estaba cenando animadamente, en unrestaurante con solera, de los preferidos deHugo Pratt y Corto Maltés —al final lo habíasugerido él—, gozando de una velada deingenio, humor, equívocos y juegos, una deesas noches que nos regala la vida y nos da

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alegría y ganas de vivir. Y en ese precisomomento, cuando puede pasar de todo,porque todo está abierto, llama Raquel.Normalmente no hubiera descolgado, peroaquel nombre en el teléfono lo bajó a larealidad con el tercer timbrazo. Pidió disculpasy lo cogió, pero su gesto crispado no se leescapó a su compañera de mesa.

—Hola, Raquel.—¡Sorpresa! ¿Tienes algún plan para cenar

esta noche? Estoy en Venecia. Como te dije, esmi mes loco. Viajo por Europa y asisto asubastas. Mañana hay una aquí. Así que penséque podríamos tener una cena romántica.Venecia se presta a eso. Y no estamos juntosdesde hace una barbaridad...

—El caso es que estoy cenando con uncolega de la universidad.

—¿En dónde?—En Al Mascaron.—¡Qué casualidad! ¿Eso no está en la calle

Castello? No estoy muy lejos. Acabo de dejarmi equipaje en el Excelsior, en el Lido. Tealcanzo aunque sea para los postres. Tengoque saludar a un amigo y puede ser ahí. —Ycolgó.

Javier se había quedado algo aturdido, loque no pasó inadvertido para Fabia.

—Vaya, ¿pasa algo? Te has quedado

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mudo. No te ha hecho mucha ilusión lallamada.

—Es de una amiga que casualmente estáen Venecia. Lo siento, viene hacia aquí.

—Interesante. ¿Y quién es tu amiga? ¿O esalguna amante? Espero que al menos no seacelosa. Recuerda que le has contado queestabas cenando con un colega. Se esperaráun sesudo erudito universitario, con gafas ybarba, ¡ja, ja!

A Fabia parecía divertirle la situación. Lamirada de Javier pretendió ser cómica, de niñocogido en renuncio o en plena fechoría, sinllegar a consumarla. Aquella italiana erasorprendente. Había tomado la situación por elúnico punto posible y razonable: el humor.Sintió que debía reírse de sí mismo, a pesar deque la situación aconsejaba una prudenciaextrema. La vigilancia y el registro en el hotel,la presencia de Raquel, todo era demasiadointrigante, pero le pudieron la sonrisa y lacomplicidad de Fabia.

—Mi amiga Raquel Zurita es la marquesade Monaster, una gran coleccionista de arteespañola. Pertenece al Patronato del Museo delPrado, y he tasado para ella algunos cuadros.

—¡Vaya, qué sugestivo! Aunque no hascontestado la pregunta principal, me doy porinformada. Tienes con ella mucha familiaridad.Qué curioso. Raquel Zurita se casó con el

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marqués de Monaster, uno de los grandescoleccionistas europeos sobre todo enprimitivos flamencos, y es una mujer más omenos conocida. Durante mi estancia enEspaña oí hablar de ella. Mira por dónde, voy atener la suerte de conocerla hoy. Iré a latoilette para ver si estoy bien arreglada. Yasabes, las mujeres en realidad nos ponemosguapas no para los hombres, sino para lasotras mujeres... Por cierto, ¿te vas a comer elpostre? Esa tarta de frutas exóticas tiene pintade estar exquisita. Y un día es un día, ya quevoy a pecar...

La gula. El pecado de Fabia era la gula, nola lujuria, pensó con una leve tristeza. Nohabían transcurrido ni quince minutos cuandollegó Raquel, que no aparentó sorpresa, o almenos la disimuló perfectamente. Javier seadelantó a saludarla y le presentó a Fabia.

—¿Has cenado?—Bien pensado, lo que me apetece es un

postre.—Aquí hacen unas magníficas tartas. Son

una tentación —informó Fabia, señalando laque acababa de devorar.

—Un tiramisú me irá bien.—Si me disculpa, estaba diciéndole a

Javier que iba al baño. Vuelvo en unosminutos.

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—Qué discreto es tu colega universitario —dijo Raquel cuando se quedaron solos.

—En efecto, es una mujer sorprendente ylista.

—Y está muy buena, sí señor, así megustan a mí las mujeres. Con curvas, peromuy sensual. Le gusta el dulce, señalinequívoca.

Javier pensó en contarle el registro quehabía sufrido, pero aquello necesitaba tiempo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, aunque lapregunta era: ¿vienes siguiéndome la pista amí o al cuadro? ¿O a los dos?

—Ya te lo he dicho, mañana voy a unasubasta, como iré a algunas más por Europaen las próximas semanas; siempre me llevoalguna ganga. Me han hablado de un lote degrabados alemanes del XVII con un buenprecio de salida. Y el hecho de que estuvierasen Venecia era otro aliciente.

—Por qué será que no te creo...—Porque eres un hombre desconfiado.

Estás pensando en el cuadro, pero ya te dijeque te echaría una mano con esto. Aunque yaveo que no pierdes el tiempo.

—Mi colega universitario, como tú dices,puede que nos dé algunas pistas. ¿Cuántotiempo llevas en Venecia?

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—Unas horas. No te había llamado antesporque las sorpresas son muy eróticas. Amenos, claro está, que tengas planes con estatal... ¿cómo se llama?

Javier sonrió. Sabía perfectamente queRaquel recordaba el nombre, pero era unrecurso femenino para quitar importancia auna posible competidora.

—Fabia, Fabia Piamonte.—Vaya, parece un nombre de novela.«¿También tú? ¿Pero qué le pasa al

mundo?», pensó Javier.—No, no tengo planes con la doctora

Piamonte. Mi interés era meramenteprofesional —mintió con convicción—. Me haayudado en la tarea de seguir el rastro alcuadro. Oficialmente es información para elcatálogo.

—Vaya catálogo estás tú hecho. Pero tealabo el gusto. Es muy guapa y tiene clase.Eres un hombre con suerte, tienes baraka enla vida. Estás rodeado de mujeres hermosas.

—Que juegan conmigo y me acabandejando solo. En realidad, la vida es un juegode damas. Cuando crees que vas a comer una,te comen doble.

—Te ha quedado bonito, sí señor, loadmito. Una de las cosas que más me gustande ti es tu rapidez de reflejos. Hace juego con

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tu inteligencia y ese pedazo de miembro quetienes entre las piernas. De todas formas, caroamigo, no te inquietes. He quedado aquí conun amigo, alguien a quien quizá debierasconocer, un abogado y experto en arteveneciano.

La llegada de Fabia a la mesa acabó con eldiálogo entre los ex amantes. Era unasituación incómoda, algo ridícula, y Javierpensó cuándo y cómo sobrevendría eldesastre.

Pero, una vez más en la vida, saltó lasorpresa. Fabia no solo no reculaba, sino quesu mirada y sus gestos hacia Raquel hacíanentender que disfrutaba del momento. Ante elsilencio del español, que vio cómo su presenciase difuminaba, Raquel y Fabia empezaron ahablar. Al principio las dos mujeres seestudiaban, y Javier esperó asistir al primerchispazo de rivalidad. Pero ocurrió justo locontrario. Como si las dos, además de suexquisita educación, quisieran realmenteconocerse. Para ello era necesario abrirse,mostrar disposición. Ambas, quizá por razonesdistintas, deseaban ese acercamiento,coqueteaban con mente y cuerpo, el pelo comobanderín de señales. Lo que ocurrió en lasiguiente hora fue la certificación de unafascinación mutua, en una conversacióndivertida e ingeniosa que pasó de Venecia alarte, a Italia y a sus hombres y sus mujeres, a

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las colecciones privadas, y en la que Javierintentó desesperadamente meter baza. Loconsiguió pocas veces y decidió retirarse a unsegundo plano, mientras miraba el reloj.

—Dicen de los coleccionistas de arte quesomos obsesivos con nuestras obras,competitivos, capaces de casi todo porconseguir una pieza exquisita para nuestracolección, pero todos los coleccionistas, tarde otemprano, han sido desprendidos y hanpermitido a los demás admirar sus obras. Casitodos los grandes museos se han formado así.Desde Carlos V a Peggy Guggenheim.

—En efecto. No hace mucho hablaba conJavier sobre uno de esos coleccionistas delsiglo XVI, el cardenal Grimani.

—¿Ah, sí? Qué interesante, me suena esenombre... Hablando de coleccionistas... ya estáaquí Rafaello ¡Qui, qui, stiamo qui! —Hacíaseñas la marquesa a un hombre mayor, concanas, que vestía un traje elegante y claro yque pronto avanzó en su dirección. Javier no loreconoció hasta casi llegar a su altura.

—Buona sera, mi caro amico... Os presentoa Rafaello Fiori, un gran coleccionista yafamado abogado, una persona a la quesiempre saludo cuando viajo a Venecia.

—Lo fui, más bien. Lo de abogado. Lo decoleccionista, uno de tantos, más bien megusta decir que solo soy un amante del arte.

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—Nos conocemos. Nos presentó Fabia enla exposición de ayer en el palacio sobre elretrato del Cinquecento.

—Ah, vaya casualidad —exclamó Raquel—.Ya veo que todos os conocéis.

—El señor Fiori es sobradamente conocidono solo en esta ciudad, sino en toda Italia... —añadió Fabia en un tono que, a pesar delevidente halago, parecía esconder otrossignificados. La italiana parecía algocontrariada por la aparición del abogado.

Una vez más, Javier sospechó de aquellascasualidades, por más que fuera lógico aquelencuentro en aquel mundillo y en aquellaciudad. Pero en cualquier caso, tenía quehablar con Raquel, tarde o temprano. Lamarquesa contestaba a Fiori mezclando elespañol y el italiano.

—Sono già installata nell' Excelsior, la suiteè splendida. Il viaggio? Piacevole... ¡Perdón!¿Así que se inauguró ayer una exposiciónsobre el retrato del Cinquecento en el palaciode San Marcos? No estuve muy atenta. Dehaberlo sabido, habría adelantado mi viaje.

Tras unos minutos de cortesía en los quehablaron de la exposición y los locales demoda, Fabia anunció que se retiraba.

—¡Oh, cuánto lo siento! —mentía Raquelcon sonrisa farisea—. Seguramente interrumpí

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vuestra charla. ¿Podrás perdonarme?—Estás perdonada. Pero mañana tengo

que impartir un seminario en la UniversidadCatólica y debo recogerme ya. Fue unauténtico placer, señores, marquesa,abogado... Javier, no, no me acompañes, enserio. Ya te llamaré mañana por la tarde, antesde tu viaje.

Diez minutos después, también Fiori seretiraba fijando una cita con la marquesa parael día siguiente.

—Domani mattina? Alle duodici? Un baccio,caro, ciao.

—Arrivederci, señor Carreño. Fue un gustoque espero se repita. Buena estancia y buenviaje de regreso.

Con el último saludo del abogado desde lapuerta, Javier no pudo aguantar más.

—Raquel, tengo que hablarte de algoinquietante. Ayer me siguieron y creo queregistraron mi habitación. No me ha dadotiempo a decírtelo antes. Aún tengo esasensación pegada en la piel. Creo que mevigilan.

Le contó las circunstancias del seguimientoy el registro. Ella se quedó pensativa,contrariada.

—¿Y no puedes describir al hombre?

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—Alto, pero no mucho, eso sí, musculoso,con sombrero.

—¿Ninguna seña particular? ¿Barba,zapatos caros? ¿En qué os fijáis los hombres?

—No le habrás dicho a nadie lo del cuadro,no se te habrá escapado...

—No, no, imposible. Ni en sueños...Su cara, sin embargo, decía lo contrario.

Era la misma imagen del desasosiego. Peroreaccionó con un mohín que Carreño conocíabien.

—¿No te apetece venir a mi hotel? Miraque tengo una suite maravillosa, lujo dearabesco y sedas orientales. Podemos pedirchampagne y revivir viejos tiempos.

—Otro día, Raquel. No puedo pensar enesas cosas ahora...

—Pues bien las pensabas con la italiana,¿me equivoco?

—Estás desconocida, nunca te había vistocelosa.

Tras despedirse, un poco después, Javierestuvo cavilando en aquellas reacciones de suex amante, su repentino interés erótico, asícomo en aquellas casualidades no tancasuales, como su viaje a Venecia siguiéndolo.La tarde siguiente, antes de abordar el aviónhacia Ámsterdam, recibió dos llamadas casi

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seguidas. La primera era de Raquel.—Quería decirte varias cosas. No se me

ocurre quién pudo haberte seguido, peroestaré alerta. De momento no ha trascendidonada sobre una nueva tabla de El Bosco, niningún hallazgo sensacional. No te preocupes,no he soltado prenda. Ah, por último, segúnmis informaciones, tu colega universitario esbisexual. Ya me lo pareció anoche y quisecorroborarlo. La tal Fabia es una zorrilla debajode ese cuerpo de pecado. Y según parece, solose acuesta con parejas, con los dos a la vez.Hubiéramos podido montar un buen numeritolos tres.

—¿Quién te ha contado eso? ¿Ese abogadocon el que te tratas?

—Misterio, misterio...La segunda llamada fue de Fabia.—Creo que puedo contestar a alguna de

tus preguntas.Javier sonrió. No sabía a qué se refería la

italiana y en un primer momento, ráfaga veloz,se le pasó por la cabeza que fuera la últimaafirmación de Raquel.

—Antonio Siciliano viajó a Flandes en 1514como enviado del duque de Milán, FrancescoSforza. Una hermana suya, Blanca María, sehabía casado con Maximiliano de Austria enuna alianza con el objetivo de anular al rey

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francés, que seguía con pretensiones en elMilanesado. Siciliano viajó en misióndiplomática, pero no se olvidó de su pasión.Encargó en Flandes su breviario miniado, elque se puede hoy ver en el Palacio Ducal, aartistas de Gante y Brujas como Simon Beningy Gerard David, que contribuyeron con su finotrabajo a las iluminaciones. Siciliano pudoencargar las tablas a Hieronymus o comprarlassi estaban disponibles, ya que era un pintorfamoso y cotizado. Poco después de volver aItalia, Antonio Siciliano le vendió el códice y lastablas al cardenal Domenico Grimani, uno delos primeros coleccionistas del Renacimiento.Dos años después murió El Bosco. Y un añodespués de su muerte, Michiel vio colgadas susobras de las paredes del palacio Grimani.

—¿Y cómo has sabido todo esto? ¿No serásbruja?

—Con escoba y carnet de vuelo. Una tienesus secretos. Además de Internet, claro. Esbroma. Ya te lo contaré un poco más endetalle por correo electrónico.

—Por cierto, una pregunta: ¿conoces bienal abogado Fiori?

—¡Y quién no, en Venecia! ¡Pero quégraciosos sois los hombres con los celos! Fiories un rico y famoso abogado especializado enarte. Tiene un bufete donde se tratan todos losasuntos jurídicos posibles en cuestiones

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artísticas. Esto es: compraventa,arrendamiento de obras, pago de impuestoscon piezas de arte, préstamos a museos einstituciones, importación y exportación yasesoramiento y trámites de las subastas,donde representa a unos cuantoscoleccionistas, las malas lenguas dicen queentre ellos hay algún que otro mafioso.Además, es un gran coleccionista él mismo.

—¡Vaya con el abogado! O sea, que tienemucha pasta...

—Como buen abogado, nunca se sabe loque tiene. Pero sí es hombre con muchoscontactos. Aunque no creo que pueda ser unrival para ti. Tiene setenta años...

El español pensaba en ese dato cuandoFabia apostilló antes de despedirse:

—Además, la marquesa y tú se ve quehacéis buena pareja, tenéis química.Seguramente que os lo pasaréis muy bien...Ciao, caro amico.

Dejó aquella frase, y el tono en el que lahabía pronunciado, flotando como un raroperfume. Cuando Javier colgó el teléfono, ensu pantalón era visible una buena erección quedescendió al remojarse la cara y la nuca conagua fría.

Mirando al espejo, cavilaba. El viaje aVenecia había traído una certeza y una

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inquietud que se cernía sobre él comonubarrones de negra tormenta. La certeza fueaveriguar que la tabla, con toda seguridad,había existido. Su rastro se perdía en Viena, loque podía coincidir con la versión de Jerónimo.

Y la inquietud, que había alguien más queconocía la existencia del cuadro y la búsquedaque estaba realizando. Mal barrunto.

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Capítulo XI

Los fuegos de San Antón

La raza humana se extinguía,

No queda nadie que grite y aúlle.

Gente andando por la luna,

Pronto os agarrará la contaminación.

Todos estaban zascandileando,

Colgando y pendiendo.

Suspendiendo y afirmándose.

Esperando que nuestro mundosubsistiera.

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Sí, por allí acertó a pasar mister buenviaje

Buscando un nuevo barco.

Vamos muchachos, subid a bordo.

Vamos, baby, ahora volvemos a casa.

Barco de locos, barco de locos.

Jim Morrison,

LP Morrison Hotel, «Barco delocos».

El cisne tiene las plumas blancas,pero su carne es negra.

Proverbio flamenco

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S

i le gustaban Venecia y sus canales, leencantaba Ámsterdam por otras razones. Nosabía qué destacar de esa maravillosa ciudad.Lo primero, su naturaleza, fronteriza entre elmar, el río y la tierra. Eso la hacía punto deencuentro y de paso, trasiego constante depersonas, mundos, intereses, idiomas, babelesjuntas y revueltas. La libertad fue siempredistintivo de esta ciudad de aguas y reflejos,luces y calles empedradas. Ámsterdamescondía mil recovecos, no solo el espléndidoBarrio Rojo, escaparate de gracias yhabilidades, amenazado por una campaña enla que, paradojas de la vida, habían confluidolos puritanos moralistas y las feministasradicales. Al menos, pensaba Javier, la ofertadel comercio carnal se hacía sin ninguna culpa,con la transparencia del cristal. Aunque legustaba observar, él, sin embargo, nuncahabía dado el paso. Para el sexo prefería laintimidad. Y por mucho morbo que tuviera elescenario, no dejaba de pensar que alláafuera, detrás de aquella cortina, una multitudpasaba por delante de la ventana.

En ese viaje percibía extrañas señales.Sensaciones contradictorias, él que no eraamante de los misterios, ni tenía vocación dedetective privado. Allí estaba, rastreando una

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obra maestra de hacía cinco siglos que se dabapor perdida. Bien pensado, una locura. Perouna locura con asideros.

Disponía de tres días antes de que llegaranHimiko y Jerónimo, y los aprovechó. A lamañana siguiente, en el tren que lo llevabahacia Róterdam, donde tenía una cita en elMuseo Boymans—Beuningen, viendo pasarcampos amarillos de flor de lúpulo, manchasde color, tuvo una inspiración. El Boscotambién padeció acidia, y la reflejó en suscuadros.

Tenía que dar vueltas a esa idea. Pareceque muchos donantes se borraron de su obra,seguramente por desavenencias con el pintor.Su problema consistía en que era mucho másconocido y reputado fuera de s'Hertogenboschque dentro de su entorno, rígido ambientecatólico: se perdonaban ciertasinterpretaciones siempre que no se rompieranlos moldes.

Hieronymus pintó con símbolos paravencer la interpretación meramente religiosa.El maestro tenía un mensaje que transmitir, ylo hacía sobre todo fuera de Bolduque, dondeera más entendido. De ahí, al final de su vida,le vendría la acidia, superada mediantedisciplina, incapaz de resistirse a los pinceles,sabiendo que no podría igualar nunca lasimágenes que recibió con los fuegos de San

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Antón, las visiones místicas y extáticas propiasde los ermitaños que tanto pintó, siempreacosados por tentaciones, de las cuales lamayor era esa congoja, ese cáncer del almaincapaz de fundirse con Dios.

Lo que estaba dando de sí esa palabra.Convenía utilizarla con mesura, silenciarlaacaso, dejarla escondida, presente pero novisible, explícita y carnal. Un razonamiento lofue llevando a otro, conclusión final de la quese sorprendió por su tremenda sencillez. ElBosco en realidad no quería que los demáscomprendieran sus cuadros, sino que lossintieran. Verdad irrefutable. Cuando unonavega con el maestro es cuando se olvida deanalizar y tan solo siente esas criaturas, lashumanas y los monstruos diablos, también denuestra naturaleza. Sentir, no comprender. Seestaba empeñando en ir en la direcciónequivocada. Había pensado en ello, como undestello, durante la actuación de TheAsmodeus Flames, un grupo de blues, en aquelgarito, Bourbon Street, dónde había acudidoaquella primera noche, pero la música, mezclade jazz, blues y rythm&blues se había llevadoesos pensamientos que ahora regresabandesde el fondo de aquel paisaje que pasaba,veloz, por la ventanilla: sentir la música, habíadicho muchas veces para explicar el jazz y elblues, no comprender.

Se aplicó el consejo. ¿Qué es lo que él

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sentía? ¿Qué significaba todo aquello? Labúsqueda del Jonás/Jasón era como labúsqueda del Santo Grial. Al menos habíatenido la virtud de hacerle vibrar de nuevo,sacarlo de ese peligro de acidia, ponerlo encirculación y descubrir un objetivo. No el de lagloria del descubrimiento de un cuadroperdido, sino algo que obedecía a un ego mássutil, más pretencioso: comprender la obra deEl Bosco, dar con la clave definitiva, con lainterpretación inapelable. Sacar de donde,quizá, no hubiera.

Lo que sí sacó a Javier, de momento, deaquellas magras cavilaciones fue la parada deltren en Róterdam. Le costó poco llegar desdela Estación Central hasta el museo Boymans.Aquella era una urbe ordenada, bastantecuadriculada, herencia de la nuevaconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial,ciudad sufridora de un castigo de bombas eincendios que se habían llevado la inmensamayoría de los edificios históricos.

El interlocutor de Javier era Hans Hubbeim—«¡Vaya, un Doble Hache!» pensó con unasonrisa—, subdirector del museo Boymans—Van Beuningen, un holandés repolludo, congafitas, vestido como un ejecutivo del artemoderno, pero distinto de Ludovico. El españolpensaba cómo abordar el tema que lepreocupaba cuando la oportunidad apareció.Recorriendo el museo pasaron ante un cuadro

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de Watteau vendido por Goudstikker.—Por cierto, leí hace poco que en Holanda

existía una polémica sobre la devolución de loscuadros robados de los nazis a grandescoleccionistas privados. Lo digo a raíz delasunto Goudstikker.

—El Gobierno holandés decidió realizar loque quizá tenía que haber hecho acabada laguerra. Muchas de esas obras, incluidas las deGoudstikker y Lanz, las habían devuelto losaliados de las colecciones privadas de Hitler yGoering, pero el Estado holandés no las habíarestituido a sus dueños.

—Creo que la familia pleiteó...—La viuda de Goudstikker, desde el año

1946. Pero ni ella ni su hijo pudieron verlo.Murieron los dos en 1996. Fue la viuda del hijode Goudstikker la que consiguió finalmenteuna sentencia favorable de los tribunales y larápida reacción del Gobierno. A nosotros nonos afectó, pero sí a algunas de las grandespinturas holandesas, flamencas e italianas delas colecciones de al menos diecisiete museosnacionales, que tuvieron que ser descolgadas.

—¿Y se recuperaron todos? Creo que soloGoudstikker tenía más de mil doscientoscuadros. ¿De su colección se perdió alguno?

—No tengo ese dato, pero al final es muydifícil que los cuadros se esfumen. Los que se

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creían perdidos se materializan de pronto en lagalería de algún museo, incluso de los másimportantes. Hay ya unos cuantos cazadoresde tesoros nazis. Aquí, por ejemplo, cuando enun museo aparece Liona Kowalesky, échate atemblar. Alguna de las adquisiciones hasta losaños 70 pueden peligrar.

—¿Y quién es esa Kowalesky?—Holandesa, con residencia y oficinas en

Ámsterdam, La Haya y Luxemburgo. Unaespecie de detective de cuadros, de origenjudío polaco. Los descendientes de una familia,normalmente judía, a la que los nazisincautaron cuadros u obras de arte acuden aella con una vieja fotografía, con una carta, undocumento, y ya está puesta en movimiento.Maneja una buena base de datos y muchoscatálogos. Tiene una memoria fotográfica.

—Vaya, una cazadora de fechorías denazis...

—No te vayas a confundir, esa Liona notiene que ver con el centro Simon Wiesenthal uotros parecidos. Va a comisión, al cincuentapor ciento del precio real del cuadrorecuperado. Ya ha dado algunos buenospellizcos.

—Hans, tú que sabes tanto del arteholandés... Como Goudstikker, tengoentendido que hubo otros coleccionistas.

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Me hablaron de un tal Santiago Mainger,en Ámsterdam, con oficinas o casa en París, yque salió también al exilio, junto conGoudstikker, dejando todo atrás.

—¿Mainger? No me suena. No es unnombre holandés.

—Era de un país centroeuropeo, unmagnate dedicado a las colecciones de arte,las joyas y los diamantes, entre otras cosas. Yparece que era amigo de Goudstikker.

—Jacques Goudstikker conocía a muchagente, toda la Europa refinada recurría a élcuando quería obras maestras. Creó a sualrededor un grupo de ricos que seguían suspasos y que se veían en él como un espejo.Era un verdadero personaje. Consiguióinteresar en el arte a gente como elempresario del azúcar J.W. Edwin vom Rath, aDetlen van Hadeln, a Otto Lanz, un académicosuizo instalado en Ámsterdam desde 1902, tediría algunos nombres más. Todos rivalizabanen aventuras adquiriendo los cuadros para suscolecciones. Eran cazadores de arte, degrandes cuadros y piezas maestras. Se lopodían permitir. Lanz, por ejemplo, importócuadros desde Italia marcando las cajas como«serpientes peligrosas» para que no metieransus narices los inspectores de aduanas.

»Una de las mejores cosas que hizoGoudstikker, desde luego, fue aficionar al arte

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y al coleccionismo al industrial de Róterdam,Daniel George van Beuningen. Van Beuningencompró cuadros de Watteau, Chardin, Strozzi yTiepolo y adquirió a Goudstikker el misteriosoChico con perros de Tiziano que hoy tenemosaquí. Ya ves a lo que condujo eso: a quemuchos cuadros pudieran conservarse enHolanda como parte de su patrimonio ypudieran ser contemplados por todo el mundo.Y no menos importante, que estemos hablandoahora mismo los dos, que yo tenga un buentrabajo. Siempre lo he dicho, la belleza triunfasobre el dinero.

Javier no daba crédito a lo que oía. Hansestaba haciendo ironía, incluso sarcasmo.Parecía el año de las mujeres con cámara, elmes de la teoría literaria y la semana de laconciencia del verdadero papel de los expertosartísticos. Jodido Jung, dichosa teoría de lassincronicidades.

—Pero reconozco que es la primera noticiaque tengo —siguió Hans, atraído por lanovedad—. ¿Santiago Mainger? ¿Amigo deGoudstikker? ¿Coleccionista? Lo investigaré.¿Dónde lo has leído o quién te lo ha contado?

—Es una larga historia. No estoy segurodel todo del dato. Me lo dijo un viejo anticuarioespañol y quizá le fallaba la memoria oconfundía nombres. Lo citó a cuenta de unoscuadros vendidos del expolio de la Guerra Civil

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española que Mainger compró. Pero no ledediques mucho tiempo, solo si te aparece enalgún momento...

—Qué relato, ¿cómo se dice?,¿rocambolesco? Apuntaré el nombre eindagaré.

Hans se había interesado. Era algoimportante como para pasarlo por alto. Sinduda se pondría enseguida a rastrear algunapista, a bucear en legajos y libros, en viejoscatálogos y revistas. Si encontraba algo lecontactaría de inmediato, los holandeses eranmetódicos, y Hans volvería al principio de lahistoria para saber lo que podría dar de sí.

—Por cierto, ya que estamos hablando deEl Bosco, creo que fue Goudstikker el quevendió el Cristo con la cruz a cuestas alKunsthistorisches Museum de Viena, en 1923.No se sabe dónde lo compró. Los marchanteseran muy celosos de sus secretos. No es comoahora, que todo tiene que llevar ladocumentación y las certificaciones en regla.

—Qué curioso —contestó Javier.—Seguro que no conocías que el abuelo de

Goudstikker era de s'Hertogenbosch.—Vaya, otra coincidencia.—No sé si en la vida, pero en el mundo del

arte no existen las coincidencias.—Es la segunda vez en poco tiempo que

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oigo esa misma frase, Hans, y estoy seguro deque no es casual. Como tampoco tu humor,tan fino, y tan desconocido para mí.

—Hay muchas cosas de los holandeses queno conoces. Entre otras cosas, somos los máschistosos del norte de Europa.

Desde que se bajó del tren y se encontró

con Harry van Beerselar, Javier Carreño supoque la visita iba a ser deliciosa. Harry era unhombre culto y sencillo, de sonrisa franca,como su corazón. Reía con risa contagiosa yhablaba un más que aceptable español.

—Estoy medio retirado. Trabajo en elMinisterio de Cultura dos días a la semanallevando algunos proyectos a cambio de lamitad de sueldo. Pero lo prefiero, por primeravez estoy teniendo tiempo para mi mujer ypara mí. Los hijos ya se casaron y volaron delnido hace años. Así que s'Hertogenbosch,Balduque o Bolduque, como dicen ustedes, esmi pasión otoñal.

No había sido por el Ministerio de Culturapor lo que habían contactado, sino gracias alos foros de Internet. Con Harry penetró en lapoblación tras salvar el puente sobre el Aa, elrío que rodeaba parte de la villa. Le sorprendióel hecho de que s'Hertogenbosch fueratambién una ciudad acuática. De hecho, estuvorodeada de diques. Recientemente, el

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municipio había arreglado una zona de canalesque discurría entre algunos de los grandesmonasterios y hospitales de la villa,desaparecidos a raíz de la caída de la ciudaden manos holandesas, en 1629, en la guerrade los Treinta Años.

El paseo continuó con la llegada a la plazadel Mercado, donde se levantaba una estatuade bronce de Hieronymus Boch, realizada enlos años 30 del siglo XX. A ese gran espacioabierto se asomaban dos de las casas en lasque habitó el insigne pintor. La primera, SintThoenis, ahora era un bazar de recuerdos yjuguetes, In de Kleine Winst y la IndenSalvatoer, en la que vivió con su mujer Aleyt,en esos momentos se había convertido enInvito, una tienda de ropa y calzados; enambos casos su estructura había cambiado yacompletamente en el siglo XVII. Acompañadopor Harry, pasó por el hospital de San Antonio—donde trataban a los afectados por el fuegode San Antón—, la Cofradía de NuestraSeñora, con la estatua del cisne en su portada,y algunas de las casas más antiguas de lalocalidad, entre ellas, una con barbería en laplanta baja. En otra, aun se veían en el interiorfrescos del siglo XVI.

Visita obligada era la catedral de San Juan,donde trabajó la familia de El Bosco y dondese supone que estuvieron algunos de suscuadros. También Hieronymus colaboró en las

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vidrieras.—En 1946 pensaron que aun quedaban

algunas obras de El Bosco o de su taller, unosángeles en tela que pertenecieron a un relojastronómico que desde 1513, dos veces al día,realizaba una especie de prodigio mecánico.

Harry explicó lo que se sabía por lascrónicas de los contemporáneos del pintor. Dosángeles superpuestos tocaban las trompetas, yera llamada que abría los postigos dondeasomaban los tres Reyes Magos llevando suofrenda a la Virgen. A otro toque de trompetasllegaba el Juicio Final: aparecía Jesucristocomo juez y tras él los santos, los muertosalzándose de sus tumbas. Escoltados por dosángeles, los bienaventurados ascendían alcielo, y hostigados por diablos mordaces,descendían al infierno los condenados. Lastrompetas, con su último toque, anunciaban elfinal del cuadro y el cerrar de los postigos. Lasnotas, vibrantes, quedaban en el aire y seextinguían lentamente en la nave de lacatedral y el cementerio próximo.

—Hoy los restos del reloj astronómicoconsisten en dos cuadros penosamenterestaurados y que no son de El Bosco y unapequeña torre de madera. En su mayor partefue vendido como chatarra en 1691. Figúrese—contaba Harry.

—Otros tiempos. Hoy costaría una fortuna.

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—Esta catedral pasó por muchas épocas,desde luego —seguía Harry—. Hasta el 14 deseptiembre de 1629, fecha de la rendición dela ciudad al príncipe de Orange, aquí seencontraban las últimas obras de El Bosco quese mantenían en la ciudad, La historia deDavid y Abigaël, Salomón y Bathsheba, yvarias piezas en altares como La ofrenda delos presentes de los Reyes Magos, Judith yHolofernes y Esther y Mardoqueo. Después deque entraran las tropas de las provinciasunidas, las tablas y cuadros de Boschdesaparecieron, se las llevaron los religiosostras de sí, a Lieja y Brujas, y algunosparticulares las relegaron a las habitacionesinteriores o simplemente las vendieron. Boschy sus obras se internaron en la sombra pararesurgir con fuerza siglos después.

—Qué poético. Tampoco estaba aquí unacopia de El jardín de las delicias, que según heleído, presidía el altar mayor...

—En diciembre de 1615, en unacelebración que hizo el obispo Nicolas Zoesiusen la catedral, algunos canónigos le contaronque se ofuscaban debido a los desnudos de Lacreación del mundo, que es como se llamabaen realidad el cuadro que estaba en el altarOpus creationis hexameron mundi, una de lascopias que se hicieron en el taller de Bosch deEl jardín de las delicias. A pesar de la fama deEl Bosco, los canónigos consiguieron retirarlo

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de la catedral, donde aquellas figuras lostentaban demasiado, y dos años despuésvendieron las alas al Gobierno municipal. No seconoce lo que pasó con la tabla central.

«No se supo jamás el destino de aquellacopia», pensaba Javier Carreño. En cuanto aloriginal, el mandante había sido Enrique III deNassau, en cuyo castillo—palacio de Bruselaslo vio Antonio de Beatis, durante el viaje quehizo a los Países Bajos acompañando alcardenal Luis de Aragón en 1517. A la muertede Enrique de Nassau, lo heredó su hijoEnrique de Châlons y, al morir este en 1544,pasó a las manos de su sobrino Guillermo deOrange, cabecilla de la rebelión contra losespañoles. Confiscado por el duque de Alba alpríncipe de Orange en 1568, fue propiedad delprior de la Orden de San Juan, Fernando deToledo, hijo bastardo del duque, hasta sufallecimiento en 1591. En la almoneda de susbienes lo adquirió Felipe II, que en 1593 lodestinó al monasterio de El Escorial,registrándose en su libro de entregas como«una pintura de la variedad del Mundo, quellaman del Madroño».

—En 1626 —seguía Harry—, MichaelOphovius, nombrado obispo de Bolduque,quiso infructuosamente comprar una obra deEl Bosco de los dominicos de Bruselas. Entreunas cosas y otras, aquí nos quedamos sinBoscos.

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En realidad, s'Hertogenbosch no tenía unaobra de El Bosco, sino todas, en el Bosch ArtCenter, que Javier visitó con Harry acontinuación. Claro que eran reproduccionesde todos sus famosos cuadros, así como desus dibujos, dispuestos en un curioso marco, laiglesia de Santiago, fuera del culto. Lascriaturas de Hieronymus, recreadas enesculturas de madera ligera y policromadas,aparecían suspendidas a lo largo de las naves,colgadas del techo, produciendo una extrañaturbación.

—La mayor ilusión de toda la ciudad seríaque cualquiera de los cuadros famosos de sumás insigne ciudadano volviera, aunque fueratemporalmente, para una gran exposición. Eljardín de las delicias, El carro de heno, porejemplo, alguna de las grandes obras delMuseo del Prado. Ya hubo una gran exposiciónaquí, en 1967, inaugurada por la reina Juliana,con una veintena de cuadros y diecisietedibujos de nuestro más afamado artista.Resultó todo un éxito. Se esperaba treinta milvisitantes y cuando cerró a los tres meseshabían pasado cerca de trescientas milpersonas. Imagínese, estamos hablando dehace más de cuarenta años. Ahora serían unmillón de visitantes como mínimo. Es algo queya se empieza a hablar, una magna exposicióncon ocasión del quinto centenario de sumuerte, en 2016. Cuando el alcalde ha sabido

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de su visita, ha querido conocerle. Le he dichoque teníamos un programa muy apretado;quizá a última hora de la tarde.

Javier se imaginó el espectáculo degrandes colas de boscomaníacos, estudiosos ypersonas atraídas por el maestro, un paisajeque en realidad él esperaba para su exposiciónen el Museo del Prado, la definitiva.

Para no perder tiempo en una comidacopiosa, y siguiendo las costumbres del país,Harry lo llevó a un pub donde pidieron unascroquetas gigantes y arenosas, de sabor nadasutil, pero afortunadamente regadas conbuena cerveza.

—La comida no es el fuerte de losholandeses —concedía Harry—. No es como enEspaña, allí sí que se come bien.

—A cambio, aquí tienen buenas cervezas.—Esta tarde, cuando vengamos del campo,

le invitaré a mi cerveza favorita en mi barfavorito.

Había quedado en realizar con Harry, quele llevó en su coche, una rápida visita alcercano campo de concentración de Vught, yeso era algo que marcaba. En otros viajes aAlemania y Austria había tenido la posibilidadde visitar alguno, pero por unas u otrasrazones, lo había pospuesto. Ahora quería veruno de los escenarios de la peripecia de

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Jerónimo Díaz. Llegaron en el coche de Harry yeste le presentó al director del memorial.

—¿Existe un registro de todos los quepenaron aquí? —preguntó Javier.

—Desde luego. Bastante completo.—¿Hubo algún español?—No recuerdo, pero creo que no.—¿Podría comprobar un nombre? Es

posible que aquella persona se registrara bajoun nombre falso.

No apareció Díaz, ni Jean Etienne Brousse,ni Jèrôme. Javier se quedó sombrío.

—No puede decirse que tengamos ladocumentación al cien por cien. Aún quedancosas por hacer.

Javier y Harry pasearon por el recinto,reconstruido en parte, a pesar de lo cualimpresionaba, en especial el crematorio. Lavisita a un campo de concentración, algo quetoda persona debería realizar al menos unavez en su vida, dejaba un poso amargo en laboca y en la garganta, aparte de nubes cenizaque se metían en la cabeza.

Para superarlo, nada mejor que una buenacerveza tostada Westmalle, en una taberna enlas cercanías del puerto de s'Hertogenbosch.Javier no se extrañó —más bien pensó en elsocorrido Jung— cuando Harry lo llevó a su bar

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de cabecera. En el exterior, en letras grandes,se veían dos frases: De Swarte Walvis —«laballena negra», tradujo Harry— y más abajo,en inglés, The Jonás Territory.

—¿Investigó lo que le pregunté por correosobre si en el tiempo de El Bosco se registróen la población alguna epidemia de los fuegosde San Antón? —preguntó Javier tras apurarde un trago la mitad del vaso de la exquisitacerveza.

—A pesar de lo que he indagado yconsultado, parece que en ese tiempo no huboninguna.

—La verdad es que lo que sabemos de lavida de El Bosco no da ni para un libropequeño, apenas unas cuartillas —resumía elcomisario español lo visto en la jornada.

—Pero a cambio, aun se pueden escribirmuchas novelas sobre él —replicaba Harry—.Aún no se ha desentrañado su misterio ynunca se logrará, es como el test de Rocshard,cada uno ve en él lo que quiere ver. Entonces,¿le digo al alcalde que acepta su invitaciónpara cenar? Le gustaría conocerle.

—Se lo agradezco de corazón,transmítaselo en mi nombre. Pero tengo unacita en Ámsterdam esta noche. Una abogadaexperta en recuperación del arte. Y ya se sabeque no hay que hacer esperar a las mujeres.

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*

No existe la realidad, sino la

apariencia, que es lo que entra por los

ojos. Colores, formas y volúmenes es lo

que nos separa de la verdad, de la pura

esencia, invisible a la vista. Yo, pintor de

diablos y disparates, lo sé bien. Lo

distingo, por ejemplo, cuando veo la imagen

que refleja un espejo, luz invertida. Si

envolviera lo que rodea ese espejo con telas

negras, y trajera a alguien para que

contemplara solo esa imagen, sin tener la

referencia que la produce, percibiría lo que

considera realidad de forma alterada. Es la

vista, pues, la que produce la ilusión.

Aliento y alimento del diablo, representado

en el tarot con su propia carta, alegoría de

símbolos, demonio alado, con alas de

murciélago, antorcha en la mano, garras de

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ave rapaz, pechos de mujer, cornamenta

como cetro, erguido en un pedestal, unido

este con dos cuerdas a dos diablillos

esclavos de largas colas, lo masculino y

femenino sujetos también a la visión

errada, como todo el conjunto.

El nombre de la letra hebrea inscrita

en la carta es ayin, que significa ojo. Lo

que nos equivoca es lo que nos es revelado

por nuestros ojos, la apariencia exterior de

las cosas, su envoltura y cáscara. Esos

son mis diablos, y así los reflejo yo a mi

vez con el espejo de mi pincel, distorsiones

de la luz y el color, ilusiones viciadas. El

hombre es ser crédulo, siempre querrá creer

lo que le conviene, no lo que necesita, no

lo que lo arrebate y lo transporte a las

regiones donde no existe la culpa, sino el

perdón. Territorios donde no hay pecado ni

redención porque ya la lucha ha concluido y

los espejos, como cualquier otra

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herramienta que cambie la luz, no son ya

necesarios, nuestra alma refulgiendo en el

más puro amor, en la más pura verdad.

Pero no puedo hablar de este

descubrimiento, no puedo contarlo a nadie.

Pinto con mis manos y con mis ojos,

sabiendo que, a pesar de todo, solo me

acercaré a la esencia cuando los cierre.

Cuando las tinieblas, y no la luz, reinen

sobre todo, y mi corazón y mi cuerpo

logren orientarme hacia lo absoluto y

desconocido.

* Liona Kowalesky le hizo pasar a una

pequeña sala de reuniones. Era una mujer enlos largos cuarenta, con canas que no se teñía,y una actitud educada, pero dinámica. Nosabía por qué, pero se la había imaginado algomás tranquila. Por el contrario, su cuerpoparecía ir diciendo que su tiempo era precioso.Afectado por esa sensación, que sin dudatransmitía la cazadora de cuadros, Javier le

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explicó en seguida cuál era el objeto de suvisita. Como comisario de la exposición delPrado quería publicar un libro—catálogo dondeiba a hablar, entre otras cosas, de las obrasdesaparecidas de El Bosco. También pensabaescribir sobre el mundo del arte y delcoleccionismo en los años 30 en Europa, y deuna serie de personas como Goudstikker.

—Yo no llevé ese caso —cortó Liona.—Lo sé, pero es una experta en el tema.

En realidad, quien me intriga es un amigosuyo, un tal Santiago Mainger, que en aquellaépoca de finales de los años 30, tenía cuadrosde pintores flamencos como Brueghel y ElBosco.

A Liona, como a Hans, aquel nombre no ledijo nada en principio.

—Ese Mainger... ¿era judío? ¿Le requisaronalguna colección? ¿Tiene familia,descendientes?

La máquina Kowalesky se había puesto enmarcha. Javier no sabía si aquellos ojosdesmesuradamente abiertos que habíadescubierto en el rostro de la mujer eran porayudarlo o más bien, para saber si podía tenerotro gran negocio a la vista.

—La verdad es que apenas sé de él, nodejó muchas pistas. Estaba aquí cuando lainvasión alemana, y parece que huyó a la vez

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que Goudstikker. Pero no se le conocen familiao descendientes. Era hombre de negocios,comerciaba con diamantes.

La respuesta pareció decepcionarla.—Qué raro que nunca haya oído mencionar

nada de él. ¿Diamantes? Conozco a alguienque sabe de eso. ¿Era holandés?

—Creo que era de origen centroeuropeo,con casa en París y Ámsterdam, donde debíade tener sus negocios.

—Lo único que se me ocurre es preguntara la heredera del legado de Goudstikker, Mareivon Saher, la viuda de Edo, el hijo de Desi yJacques Goudstikker. Si era amigo de Jacques,quizás ella lo sepa. Se encuentra en losEstados Unidos, pero le pondré un correo o ledaré un telefonazo. Recuperar el legado deJacques Goudstikker pasó a ser su misióncuando, en 1996, murió su marido. Está hartade decir que ojalá Edo hubiera podido ver esto,pero falleció solo cinco meses después que sumadre. Le ilusiona que la importancia deJacques Goudstikker en el ambiente artísticode la preguerra sea reconocida otra vez en elmundo entero. Y, entre nosotros, que gracias aeso, tenga una fortuna inmensa. Ella y susabogados americanos, todo hay que decirlo.Aunque tuvieran que litigar ocho años.

Decía lo último con la pena de no habersido ella. Si hubiera estado al alcance, en

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Holanda o Europa, de seguro que laKowalesky, al igual que había hecho con otrasfamilias, se habría llevado el caso, habríarecobrado valiosos cuadros y obtenido buenosdividendos por su trabajo y tenacidad.

—Y en lo que respecta a las obrasdesaparecidas de El Bosco, ¿alguna vez se haencontrado con alguna pista de alguna de esastablas?

Liona miró la lista con detenimiento.—¿Tiene una copia? Si me la deja, echaré

un vistazo a mis archivos. Es mejor que fiarsede la memoria. Si encuentro algo le contactaréde inmediato. Pero en ese caso tendríamosque hablar de mis servicios. Tengo distintatarifa si es por identificación, localización orecuperación. Ya sabe usted, los rescates sonmucho más costosos en tiempo y dinero.Consultaré mis contactos y mis fuentes paraver si hay rastro de ese tal Mainger. Y tome,este es un resumen de Goudstikker, por siquiere consultarlo. No se lo cobro.

—No sabe usted lo que se lo agradezco —respiró Javier.

La verdad es que el resumen era muycompleto.

Jacques Goudstikker, el judío marchantede arte y especialista en el Barroco del norte,que había nacido en 1897, vivió sus últimos

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días en mayo de 1940, con la invasiónalemana de Holanda. Escapó del país, con sumujer y su hijo, a bordo de un barco, el SSBodegraven, camino de Dover como escala alos Estados Unidos. Atrás dejaba todas susposesiones, un millar y medio de preciosasobras de arte. Su apoderado, el doctor A.Sternheim, había muerto solo unos días antesde la invasión, y no había puesto en marchalas medidas necesarias para asegurar lagestión de sus posesiones.

Jacques solo llevaba encima su famosocuaderno de tapas negras donde esas joyasestaban consignadas, con los detalles de lacompra o conservación. Era un inventariocompleto que portaba cuando, en el canal dela Mancha, salió de la bodega a tomar airefresco. En la oscuridad, se escurrió por unaescotilla abierta, cayó y se rompió el cuello.Cuando lo estaban buscando, otro marinero secayó por la misma escotilla y se fracturó lacolumna. Goudstikker fue enterrado enInglaterra mientras que su mujer y su hijo, alos pocos días, siguieron camino hacia losEstados Unidos. Al menos tuvieron más suerteque el resto de la familia. Catorce miembrosmurieron en Auschwitz, uno en Buchenwald,uno en Sobibor y otro de tuberculosis despuésde la liberación.

Días después de la huida de Goudstikker,el Reichsmarschall Goering se presentó a las

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puertas de la compañía. Bajo amenaza deconfiscación y a pesar de la objeción de laviuda de Goudstikker —avisada en Inglaterrapor medio del telegrama de un notario—,consiguió la colección entera al precio de dosmillones de florines, una fracción de su valorreal, en una vergonzosa transacción típica delos métodos forzados de venta nazis. Para elloutilizó al banquero alemán Alois Miedl, unhombre de negocios y coleccionista, comointermediario. Obligó a Miedl a cederle buenaparte de las obras a un valor muy por debajodel mercado. De las cerca de mil cuatrocientasobras, retuvo ochocientas pinturas yantigüedades para sí. Algunas —las noconsideradas «degeneradas», pinturas degrandes maestros holandeses, flamencos eitalianos como Memling, Tintoretto, Veronese oCranach— acabaron en la colección de Hitler.

En los meses siguientes a la huida deGoudstikker, los empleados Jan Dik y Arie tenBroek se encargaron de dirigir la galería dearte según las directrices del secuaz deGoering, Alois Miedl, intermediario de laoperación, recibiendo cada uno de ellos unarecompensa de ciento ochenta mil florines. Através de una serie de reuniones con losaccionistas y transacciones que posteriormentese demostraron ilegales, Miedl consiguió pormedio millón de florines el resto de los activosde Goudstikker: el nombre comercial de la

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galería, las obras que permanecieron en lacolección después del pillaje de Goering,además de las propiedades inmobiliarias (elcastillo Nijenrode de Breukelen, el edificio deÁmsterdam y una casa de campo en Amstel).Bajo el renovado nombre internacional deGoudstikker, Miedl creó un nuevo negocio dearte, consiguiendo una fortuna durante laguerra gracias a la venta de cuadros a losnazis en Alemania, entre otros negocios.

La especialidad de la colección eran laspinturas de los viejos maestros, especialmentelos holandeses hasta el siglo XVII. Tenía obrasde artistas como Lucas Cranach, Marco Zoppo,Squarcione y Pesellino, Jan Steen, Adriaen eIsaac van Ostade o Jan van der Heyden. Entrelas obras más famosas de las que poseíafiguraban el Paisaje de barcaza con castillo enel río Vecht cerca de Nijenrode por Salomonvan Ruysdael, la Santa Lucía de Jacopo delCasentino, El juicio de París de FrançoisBoucher, el Fritole seller de Pietro Longhi, elCristo portando la cruz, de Hieronymous Boschque ahora se encontraba en elKunsthistorisches Museum de Viena, y Jovencon una flauta, de Vermeer.

La última anotación era interesante.Después de la restitución a la familia dedoscientas dos obras, una parte fue vendida en2007 por cerca de veinte millones de dólarespara pagar a los abogados.

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Por último, la Kowalesky dejó en el aire unapunte:

—Por cierto, ¿sabe dónde acabó Miedl?Tras su paso por España, después de laderrota nazi, se esfumó en algún paíssudamericano a partir de 1950. Llevaba con éluna pequeña colección de veintidós cuadros deprocedencia más que dudosa, entre ellos ochode Goudstikker, a pesar de lo cual intentóvender algunos al Museo del Prado, cosa queno consiguió finalmente debido a los informesdel propio museo y a la sección deinvestigación artística de la OSS, organizacióncentral del servicio de espionajenorteamericano creada en noviembre de 1944para investigar las transacciones del artesaqueado por los nazis. Pero el informetambién dice que el Gobierno español rechazó,por falta de pruebas de coacción, la petición derecuperación del Gobierno holandés ydesbloqueó su colección, retenida en el puertode Bilbao, en 1948.

»Le dejo la lista de los veintidós cuadrosque desaparecieron con Miedl. Nunca se sabe,quizás alguna vez haya visto alguno, entreellos figuran un Van Dyck, dos Corots, unFrans Hals y un Gerard David.

*

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Junio de 1510

Como todos los días, Hieronymus, antes

Jeroen, mucho antes Joen, se levantaba de lacama con las primeras luces. Le dolía amenudo la espalda. En aquella época no sedormía tumbado, sino recostado, en una camaempotrada en la pared, que se cerraba duranteel día como un gran armario. Se pensaba quesi se dormía tumbado, había más posibilidadesde morir y así que el alma escapara fácilmentedel cuerpo.

Tras su desayuno, el maestro salía a darsu paseo matutino. Sus pasos lo llevaban porlas tardes hacia las murallas y los diques, peropor la mañana solía dar una vuelta por elpequeño puerto de s'Hertogenbosch. En esosdías, con más razón, puesto que estabapreparando el banquete que iba a ofrecer ensu casa a los miembros de la Cofradía deNuestra Señora. Un ágape compartido con laviuda del cofrade Back, muerto hacía meses.Mientras la viuda se hacía cargo de la caza ylos cisnes, Hieronymus aportaba el pescado.Desde que en 1481 ingresó en la cofradía, yahabía ofrecido el banquete del cisne en dosocasiones. Por eso El Bosco tenía un objetivocuando encaminó sus pasos al muelle cercanoa la puerta de Vught, donde las pequeñas

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chalupas y los botes de los pescadores ymercaderes comenzaban a descargar lasmercancías para el mercado y las tiendas de lapoblación. Era un lugar que le gustabaespecialmente, a pesar de su acre, intensoolor, al principio de la Orthenstraat. Allí, en esepuerto, había visto pieles de foca y una vez,una de ellas viva, animal que había dibujadoen seguida, del natural, como había hecho conel elefante y otros animales exóticos que sehabían exhibido en los Países Bajos en aquellaépoca.

En el puerto siempre había un rato paradepartir con el viejo Van Hagel, antiguocapitán pirata de la costa báltica, hoy patrónde pesca, armador de buques ligeros, tambiénalquilador de lanchas para el transporte,fletador y comerciante. Van Hagel le guardabaobjetos del mundo traídos por los barcos:conchas, corales en rama, esqueletos marinosde rayas y delfines, peces raros, celentéreos,estrellas de mar, criaturas calcáreas,caparazones que luego le servían al pintor, quelos almacenaba en la alacena, en un depósitode objetos raros en la trasera de su taller,junto con calaveras de caballos, raíces yplantas, frutas, botellas con sapos, insectosvoladores y trepadores, plumas de vistosospájaros, elementos que acabarían en sustrípticos, algunos transformados por suimaginación y su paleta de colores.

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Con Van Hagel trató de los pescados parael banquete. Aquel era un encargo especial yHieronymus quería ser bien servido. No podíaperder prestigio, adquirido durante años consus pinceles.

—Capitán Van Hagel, ¿alguna vez envuestra vida en el mar habéis visto ballenas?

—Alguna, maese Hieronymus. Sonanimales grandes, como la nave de la iglesiade San Juan, y el chorro de agua que lanzanllega a una altura como la mitad de la torre.¿Por qué os interesan las ballenas?

—Voy a pintar una. Tengo un encargo.—Dicen que es un animal del demonio,

leviatán, feroz como ninguno.—Si fuera así hubiera acabado con Jonás.

Más bien será como todas las criaturas.Una vez acordadas la cantidad y calidad

del pescado que necesitaba, Hieronymus volviósobre sus pasos. No le apetecía traspasar laspuertas de la muralla. Allí se encontraban,colgados, los criminales en suplicio, atados auna rueda, en lo alto de un poste, rueda quetambién tenía las cabezas de los decapitadospor asesinatos. Necesitaba serenidad, novisiones terribles, para pensar en aquelcuadro. Casi sin darse cuenta llegó, tomandopor la Hinthamerstraat a la capilla de SanAntonio, que tan bien conocía. Esta vez no

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subió al balconcillo desde donde contemplabaa los apestados y afectados por el fuego deSan Antón que llegaban a pedir la intervencióndel santo, o al menos una limosna. Desde esaposición en la fachada, en el corredor entre lasdos torres, se apostaba a veces con el papel ycarboncillo en la mano para dibujar a aquellosseres deformes, aquellos seres donde ya habíaentrado el demonio. Otras veces se losencontraba por los caminos o a la puerta delos templos, y entonces, por unas monedas,posaban para él.

Faltaba aun tiempo para la comida, quesiempre hacía en la Cofradía de NuestraSeñora, pero no le apetecía entrar tampoco enel ambiente cálido de su taller. Así que cruzó elpuente sobre el río y salió de la ciudad por elpuerto de Pijnappel. En el horizonte casi planoemergían las siluetas de los molinos de viento,con sus velas desplegadas, que se sucedíanalrededor de Balduque.

No muy lejos de allí se encontraba la casadel alquimista Al Gobius, y hacia ella enfiló suspasos. Al Gobius —nombre de resonanciasárabes que ocultaba el suyo propio, que nuncadijo— realmente sobrevivía gracias a los tintesque fabricaba para los telares, los suavizantespara las lanas y los líquidos para limpiarmetales y armaduras. Había llegado a laciudad como soplador de vidrio y trabajó untiempo en uno de los talleres de Willem

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Lombarts, el vidriero, donde Hieronymus lohabía conocido buscando formas e inspiraciónpara uno de sus trípticos, La creación delmundo. El pintor estaba fascinado con elvidrio. El objeto salía de la arena, eratransformado mediante el horno y el fuego,luego era quebradizo, pero capaz de aguantarlos líquidos. Dejaba pasar la luz, pero lacambiaba, la deformaba, la descomponía enmil colores. Servía también para ver las cosascon aumento y así facilitaba la vida a losmiopes o casi ciegos. El vidrio, un portento dela invención humana. Y quien lo manejaba,algo así como un mago. Más aun Al Gobius, alque reputaban de buen alquimista.

Al franquear la puerta del laboratorio, elolor era penetrante, casi chillón, como loscolores que se veían en atanores y retortascon extraños líquidos. El caliente y agridulceambiente, que se desplegaba bajo el techo devigas de madera, estaba iluminado por la luzdel norte, brumosa y pesada, e impregnado devapores de sustancias y metales. En eseespacio abigarrado, dos personas mirabanensimismadas una retorta donde aparecía undestilado de color rubí intenso, casi negro. Elmaestro alquimista y su ayudante seencontraban en un estado de fascinaciónhipnótica por el elixir. Aún no sabían si tantosafanes a lo largo de meses habían dado elresultado esperado. Aguardaban expectantes,

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en ese momento en el que todo era posible, elmismo universo conteniendo el aliento, eltiempo suspendido dentro del instrumento devidrio. El sueño de toda una vida, de toda unaépoca, se condensaba en ese líquido queparecía tener luz propia, aunque tal vez fueranlos rayos del sol que atravesaban la vidrieracuando el alquimista lo dirigía hacia la ventanapara ver la transparencia del compuesto, sudensidad y aspecto. En esa miradareconcentrada latía una intensa emoción,instante único en el que confluían desvelos ytrabajos y la balanza estaba indecisa. Eldiscípulo, que parecía embelesado mirando ellíquido sorprendente, cuidaba el fuego de lahornalla que calentaba el alambique.

—Pasad, maese Hieronymus. Hoy no ospuedo invitar a cerveza, y casi no os puedoatender.

—¿Tan atareado estáis?—Ando en una ocupación delicadísima.

Estoy en el final del Opus nigrum y cualquiererror que cometa puede hacerme perder eltrabajo de muchos meses. Pero si queréis,pasad, sentaos. Al menos me haréis compañíaun rato.

—¿Puedo hojear vuestros libros? Tenéisejemplares de animales que me gustaríacontemplar. Ando buscando ideas para untríptico.

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—¿Y qué animales buscáis?—Ballenas, animales marinos. Criaturas

que pueblen los océanos, monstruos...—¡Ah, vuestros queridos monstruos! ¿Pero

no decíais que todos los monstruos estándentro de la cabeza?

—Bueno, pero para representarlos no vienemal un poco de ayuda.

—Mirad, mirad si queréis. Perdonadme. Hede continuar.

Al Gobius comenzó a leer el poema de laTabla de la Esmeralda, antigua fórmulaalquímica que establecía la fase de separacióny disolución de la materia y que, segúnafirmaba la leyenda, había compuesto HermesTrimegisto, el primer gran alquimista:

* Es verdad sin mentiracierto y muy verdaderolo de abajo es igual a lo de arribay lo de arriba igual a lo de abajopara obtener el milagro de una única cosa.Así como todas las cosas proceden del Unotambién todas las cosas nacen de este Uno

mediante conjugación.

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La mirada de Hieronymus abarcó el

laboratorio del alquimista antes de acudir alarmario donde Al Gobius guardaba sus libros.Abrió uno de los bestiarios que tenía su amigo.Pasó ensimismado en la lectura y en la visiónde los grabados casi una hora, mientras elalquimista preparaba el atanor y las botellas,los alcatraces y balanzas, para la parte final dela Gran Obra.

—¿Y cuál es el motivo de vuestro cuadro?—le preguntó Al Gobius.

—Jonás y la ballena. Me pregunto qué leocurriría en esos tres días que estuvo en laoscuridad, en el vientre del animal.

—Tres días, como Jesucristo. Y como miOpus nigrum. Tres días precipitando lo quehará que de la oscuridad salga la luz, que lamateria negra se convierta en rosa rúbea.

A Hieronymus le brotó un vivo brillo en losojos, lo que siempre ocurría cuando tenía unabuena idea. Concentrado en las palabras de AlGobius, no pestañeaba siquiera.

La Gran Obra, según le ilustró elalquimista, comenzaba con el atanor, hornilloactivado con calor de leña, donde se cocinabael aludel o huevo filosofal. Recipiente conforma ovoide, era de cristal, para que sepudiera testificar la cocción de la materia

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prima, lo que quedaba, Opus nigrum, y lo quese evaporaba. Este huevo filosofal era sualambique, la retorta de cristal, donde elmaterial se cocinaba a través de un crisol enforma de cruz para evitar al diablo, cerradocon el sello de Hermes, a fin de que nadapudiera escapar y así el alquimista vivenciaratodo el proceso de la creación. El sello era untexto donde se especificaba, en esencia, lacorrespondencia simbólica entre la astrología,la alquimia y la cosmología, creencia en ununiverso interrelacionado mediante fuerzas nosiempre visibles, comprensibles y susceptiblesde ser dominadas.

—¿Aún buscáis la piedra filosofal?—Es solo un reflejo del camino. Lo que

espero es transformarme yo mismo. Parapoder trasmutar la materia tengo quetransmutarme yo primero.

—Maese Al Gobius, no conseguiréis sermás esbelto y agraciado. Aunque consiguieraisla piedra.

—Siempre con vuestra ironía. Perdonadme.El horno necesita atención, tiene que estar atemperatura constante. No podemos fallarahora en lo que puede ser la última fase de laGran Obra.

Aunque se decía que el empeño de losalquimistas era encontrar la forma detransmutar el plomo en oro, la verdad es que

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buscaban convertir lo impuro en puro, lo quetenía errores en la perfección, completando laobra divina. Quizá en eso pecaban de quererser como dioses, pensaba Hieronymus.Pretendían obtener la suprema pureza por elentendimiento profundo de las cosas,imágenes del verdadero ser, con sus analogíasy conexiones, con sus principios y susopuestos. Manejando de forma debida y exactala naturaleza, el alquimista buscaba obtenerun sentido completo de la existencia. Esoimplicaba que la materia era forma, que almaera cuerpo y que acto era potencia. Todosestos conceptos conformaban el absoluto ycada uno de ellos, por sí mismo, contenía atodos los otros.

—Conozco lo que estáis pensando, maesepintor. No me juzguéis con severidad.Recordad que el escolástico Santo Tomás deAquino, hombre sabio y reputado, intentótambién el proceso alquímico y la Gran Obra, yahí está para probarlo, lo que escribió sobrelos metales y los planetas. Nosotros solobuscamos dentro y fuera los caminos de Dios.Para ello se utilizan todos los sentidosexternos, la vista, el oído, el tacto, y tambiénlos internos: memoria, sentido común,imaginación y estimación.

Hieronymus había abierto algunos libros dealquimia. Todos parecían centrarse en ladestilación y la disolución, combinados con el

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trabajo sobre los ácidos minerales. Lo leía enla Practica vera alchimia de Hortulanus, elRosarius Minor, el Testamento, atribuido aRamón Lull, los textos de Arnau de Vilanova yel Liber Lucis de Juan de Rupescissa, libros queeran consultados con frecuencia y que estabanen la primera de las estanterías.

Por un momento, El Bosco pensó que AlGobius era también un Jonás dentro de laballena de su laboratorio, como él era otroJonás en la ballena de su taller, los dosintentando encontrar el sentido de la vida,interpretando el mundo a su manera, tratandode encontrar el camino de la verdad y de laesencia. En sus manos, en sus pensamientos yactos, estaban el cielo y el infierno. El pintor sequedó pensativo y luego cerró el bestiariomedieval que tenía delante.

—Me voy, maese Al Gobius, os dejo entrevuestros alambiques y atanores.

—¿Encontrasteis algo interesante? Yasabéis que aunque algo conozco, no soy unbuen zoólogo.

—No, sois mejor amigo. Vuestros libros mehan ayudado, y mucho, y vos también. Tengoque irme, pero volveré mañana. Tengo queconsultar vuestros libros alquímicos ypreguntaros algunas cosas.

—Mejor pasado mañana. Si todo sale bien,quizás mañana esté completa la obra y haya

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logrado la rosa rúbea.—Que así sea.—Antes de que os vayáis, maese

Hieronymus, tengo un regalo que os habíaprometido hará tiempo. Algo que os ayudaráen vuestra pintura.

Al Gobius tomó una caja de madera oscuracon bordes plateados. La madera, preciosa,estaba pulimentada y relucía como si se lehubiera dado una capa del más fino barniz. Lasbisagras y adornos de plata fulgían.Hieronymus recibió la caja y abrió lacerradura. En su interior, arropado por un finoterciopelo rojo oscuro, emergía la figura de unespejo de mano. Era un trabajo realizado contiempo y precisión. Cuando lo tomó, el pintorse sorprendió de no encontrarse el azogue demercurio o la superficie bruñida de un metal.Era un espejo que no daba reflejos.

—Es un espejo negro. Algunos alquimistasnigromantes lo utilizan para fines oscuros.Para otros, no es más que un instrumento paradescansar la vista, reposar la mente einvestigar en el corazón. Estoy seguro de queos hará un buen servicio.

Cuando el maestro entró en el taller, losaprendices preparaban los pigmentostriturando las arcillas de colores con la moletasobre el recipiente cóncavo de mármol. Seafanaban con aquella piedra redonda y pulida,

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en movimientos circulares y precisos. Otros,después de pesar los polvos machacados en labalanza, los mezclaban con el aceite de linazaen su justa proporción y rellenaban con elloslos pequeños depósitos, los botes que surtiríanla paleta de colores que utilizaba el maestro.

Hieronymus guardó la caja en su gabinetey luego supervisó el trabajo, observando lapreparación de varias tablas con el blanco deplomo, cola y agua, cal, algo de ocre, unamezcla uniforme que servía para recubrir lasimperfecciones de la tabla de roble cortada ylijada. Sobre aquella superficie, blanco decarne, dibujaba con tinta negra y con rapidezlos bosquejos de la pintura que iríaemergiendo luego, sabiamente aplicada conpinceles de pelo de tejón, sobre unos fondosque a veces ejecutaban los ayudantes máscapacitados.

Tenía las ideas necesarias para el encargo.Ya sabía cómo iba a pintar Jonás y la ballena.No solo iba a meter dentro de su estómago alprofeta. Había más cosas dentro del animal.Muchos vivían dentro de él, encerrados en uncírculo de pasiones, sin ver la luz del sol, enaquel Hades marino tan similar a la tumba.Jonás vivió el proceso de transformación. De laoscuridad y la muerte podía salir también elelixir de la vida eterna.

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* El sonido del móvil sorprendió a Carreño

en la ducha, de la que salió maldiciendo.—Hola, Javier. Encantado de saludarte de

nuevo. Consulté con los miembros delpatronato, y aunque hay que recurrir altrámite del nuevo consejo, te adelanto que esmuy posible que concedan la petición delMuseo del Prado. En general pretendenllevarse bien, y aunque no tienen una ideamuy precisa de la contraprestación, creo quedirán que sí. Eso sí, tal y como hablamos, notodas las obras, El peregrino o el hijo pródigo,la plancha de Los diablos o El retrato de mujer.Hubo algunas reticencias de los miembros másrecientes, a los que con delicadeza ydiplomacia tuve que explicarles cómofuncionan los acuerdos entre museos.

—Gracias, Hans.—De nada, ya redactaremos el acuerdo.

Por cierto, intenté averiguar lo que me dijistede ese tal Santiago Mainger. En el grupo de losque legaron sus colecciones al Rijksmuseumnadie lo menciona. No hay ninguna referencia,pero mira por dónde, ordenando

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correspondencia de Beuningen he encontradoun recibo del transportista que trasladó unoscuadros suyos en 1940 al museo.Curiosamente no fue a su casa a por ellos, sinoa la mansión de un tal S. Maingerts, en elHerengracht. Es todo lo que he podidoconseguir, porque nadie le menciona, y eso esraro. Tal vez a aquel anticuario que me dices ledieron un nombre erróneo o fuera esteMaingerts, pero en principio, si es así, parecealguien muy menor.

Javier estaba a punto de saltar de alegría,el corazón acelerado en el pecho. Aquella erala dirección que había escrito Jerónimo, en1940.

—Bueno, no es mucho, pero no importa. Siencuentras algo más házmelo saber.Seguramente aquel hombre exageró o seconfundió, han pasado tantos años... Denuevo, muchas gracias. Estaremos encontacto.

«Maravillosa burocracia holandesa —trascolgar el móvil, Javier se puso a pasear de unapunta a otra de la habitación del hotel,nervioso, hasta que se percató y se secó con latoalla—. Se habla de la española o la francesa,pero la meticulosidad de aquel transportista ydel archivero que conservó aquel papel, hanconseguido que confirme lo que parecíaimposible más de sesenta años después».

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El cuadro había existido, y Jerónimo habíahecho la copia, no le cabía ya ninguna duda.¿O sí? El dato confirmaba la existencia de unescurridizo coleccionista, magnate ymarchante que se llamaba Mainger, pero lodemás podía ser una invención del viejo pintoranarquista.

Faltaban unas horas antes de la cita enuna tienda de antigüedades con Jerónimo eHimiko, que ya habrían llegado. La impaciencialo arrebataba y para aplacar los nervios, unavez vestido y perfumado, se dispuso a echarsea la calle. Sonó su móvil de nuevo. Esta vezera la Kowalesky.

—No encontré nadie con ese nombre,Mainger, y consulté archivos, llamé a miscontactos. A los que controlan el mercado dediamantes, muchos judíos, no les suena. Perosí hubo alguien que me prestó atención, seinteresó por mi búsqueda. Es un ancianocoleccionista que estaba por casualidad conuno de mis clientes, y afirma que el nombre nole es desconocido, pero no sabe de qué. Seinteresó por la persona que investiga, es decir,por usted. Quería verlo y comprobar sidescubría con su conversación de qué conoceese nombre. Yo creo que merece la pena.Anote su nombre y su teléfono. Esto tampocose lo cobro. Pero si resulta algo interesante nose olvide de mí, ¿entendido?

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Sería cosa de las sincronicidades, de suinstinto artístico, del destino, pero fue en aquelmomento cuando Javier realizó la asociación.Rápidamente buscó en el dossier que laKowalesky le había proporcionado sobre AloisMiedl y sus veintidós cuadros en España. Lospapeles le confirmaron la intuición: en esalista, como número 6, figuraba un cuadro deVan Dyck, Santa contemplando una calavera.El informe adjuntaba una foto en blanco ynegro. Era uno de los cuadros que él habíavisto en la colección secreta del marqués.Buscó febrilmente. También estaban en esacolección un Lucas van Uden, Paisaje despuésde la tormenta, «Cambiado por W. A. Hofer,Berlin, Augsburgerstr. 68», se veía en laanotación y un Gerard David. No sabía qué eralo que aquel descubrimiento significaba. Que elmarqués era hombre turbio, ya lo tenía claro.Su familia siempre había pertenecido a la élitey Carreño había oído rumores que afirmabanque su padre había hecho negocios durante laguerra mundial con algunos prebostes de lasempresas nazis. Ahora, ese dato parecíaconfirmarlo. Por más que le dio vueltas, buitreplaneando sobre su presa, no pudo obtenerninguna conclusión. Y eso que estaba seguro,y menos en arte, de que no existían lascasualidades.

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* Un escalofrío recorrió su espalda cuando

distinguió a Raquel en una esquina de la calleLefi, en el barrio Jordaan, saliendo de la tiendade antigüedades donde tenía la cita. Porfortuna estaba lo suficientemente lejos paraque ella, que había tomado la direccióncontraria, lo viera. Pensó en seguirla, idea quedesechó enseguida. Se había quedado clavadoen la acera, contemplando cómo desaparecíasu ex amante en la lejanía, y dudó qué hacer.Al final, con vientos helados en el corazón queno auguraban nada bueno, entró en el local.Una joven dependienta lo acompañó a latrastienda, donde se encontró a Himiko —quesonrió amorosa al besarlo— y Jerónimo. A sulado, un anciano de parecida edad y unhombre árabe en la cuarentena lo miraban deforma afable.

—Javier, le presento a Herbert van Os y asu hijo Flebus. Herbert es un viejo camaradade los campos, estuvimos juntos enSachsenhausen. Él rehízo su vida y haregentado durante muchos años esta galería,es uno de los mejores anticuarios de la ciudad.

Así que aquel era el viejo compañero deaquella pesadilla de los campos que Jerónimocitaba en sus escritos. Esta vez sí acertó con laimagen que se había hecho de él: un hombre

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alto, rubio y de ojos claros, con un algo, un nosé qué, de frágil, más que por la edad, por elaire que desprendía.

—Pero eso fue hace ya muchos años —repuso Herbert en un francés perfecto—. Meretiré hace mucho, poco después de la muertede mi mujer. Esta tienda es de mi hijoadoptivo. Las antigüedades han cambiado. Poreso tenemos sobre todo arte oriental. Esasarmaduras samuráis, esas corazas chinas, loslacados. Ahora sí tienen salida esas cosas.

A su lado, Flebus, con sonrisa libanesa,corroboraba las palabras del anciano.

—Oriente está de moda. Le doy labienvenida a mi humilde morada. ¿Quiereusted un té, como están tomando sus amigos?

—Desde luego, muchas gracias. Ya veoque funciona el negocio. Acabo de ver,saliendo de aquí, a una mujer quecasualmente conozco, una gran compradoraespañola de piezas antiguas.

Himiko hizo un gesto. Aquel dato eraextraño, lo que hizo que se pusiera en guardia.

—La enviaba un cliente —informó Flebus—.Le dije que me esperara un poco, porqueestaba ocupado, pero prefirió volver en otromomento.

Himiko percibió una señal de alarma en lavoz de Javier, que se sentía absolutamente

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desconcertado. El comisario se habíaencerrado en el mutismo: demasiado públicopara verbalizar sus preocupaciones. Justocuando más ganas tenía de hablar de la tabla ydel inminente viaje para recuperarla, másextraña veía aquella historia, sensación a florde piel, intuitiva, no razonada.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó por inercia.Veía a Jerónimo activo, inquieto y vivaracho.

—Muy bien. Parece que ha recuperadotoda la vitalidad perdida. Se nota que le atraeeste viaje, a pesar de las incomodidades —dijoHimiko señalando a su abuelo.

—Lo que peor llevo es lo de las esperas enlas colas, las maletas, los controles. ¡Quésociedad! —bramaba Jerónimo—. ¡Cuantasmás facilidades para viajar, para comunicarse,más incomodidades! ¡La absurdez de nuestrotiempo! ¡Como si por un lado te incitaran y porotro lo advirtieran de lo trabajoso que escambiar de lugar!

Aunque Javier sospechaba que Herbertconocía perfectamente el motivo del viaje desu amigo, no comentó nada al respecto.Pasaron el tiempo y un par de tés y los tres sedespidieron de sus anfitriones.

—Bueno, espero verles pronto, aquí o enmi barco —invitó Flebus—. Podemos hacer unrecorrido por los canales o los alrededores deÁmsterdam, si no se marean.

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—Bueno, eso se queda para los jóvenes —contestó Jerónimo—. Ya es bastante trabajosostenerse sobre tierra firme como para tentara la suerte en el agua.

—Para los jóvenes, desde luego —remachóHerbert—. Flebus nació a la vera del mar, alláen el Líbano; siempre le gustó vivir cerca delagua. Por eso compré una casa a las orillas deun lago. Así puede atracar allí con su barcovivienda.

—Herbert tuvo más suerte que yo, se casó,aunque no tuvo hijos —comentó Jerónimo alsalir a la calle—. Flebus ha continuado con sunegocio de cuadros y antigüedades. InclusoHerbert me dijo que si quiero vender elcuadro, podría hacer algunos contactos. Ya sé,ya sé, no pongáis esa cara, sobre todo tú,Javier; no es esa la idea, y si se lo he contadoa él es porque sabe mucho y su hijo puedeayudarnos a examinarlo con un reflectógrafoportátil. Aquella mujer, Guillermina, la sobrinade Giselle, afirma que tiene el baúl con mispertenencias, pero no sabemos en qué estadose encuentra, ni si tiene el Jonás. Bueno, ¿nosvamos ya para ese pueblo?

—Abuelo, hasta mañana no puedo alquilarla furgoneta —lo calmaba Himiko.

—Ya lo sé, bromeaba. Total, si ha esperadosetenta años, bien puede esperar un día más.

Javier propuso que visitaran la antigua

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casa de Mainger, en el Herengracht. Quería verlas reacciones del viejo. Tomaron un taxi parallegar pronto al canal de los Caballeros. Por elcamino, el comisario comentó lo que habíaaveriguado sobre Mainger.

—¿Me crees ahora? —sonreía Jerónimo,seguro de su memoria y sus recuerdos.

No pudo hacer mucha gala de ellos. Lacasa en la que el viejo pintor había comenzadola copia para Mainger era ahora un pulcroedificio azul, de estilo moderno.

—Este edificio es nuevo. Juraría que lo hanlevantado entero, no tenía este aspecto al finalde la guerra, cuando vine aquí por última vezcon Herbert.

La reacción de Jerónimo no le aportó aJavier ninguna nueva información. Se le veíaun poco perdido y desorientado, a caballoentre la excitación por recuperar su baúl y losrecuerdos de aquellos difíciles días. Pero siJavier espiaba los reflejos del anarquista, era asu vez espiado por Himiko, que le leía elrostro.

—A ti te pasa algo.—No es nada. Son los nervios. Vamos a

cenar y planear el viaje de mañana a ver a esatal Guillermina. Solo tengo pendiente haceruna llamada.

Cuando llegaron al restaurante, Javier se

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quedó fuera un momento y sacó su móvil.Raquel contestó rápido, con ese tono

cantarín que exudaba cuando estaba excitaday alegre. Y sin duda lo estaba.

—Hola, Javier, estaba pensando en ti. Y enuna ciudad de canales. ¿Qué te parece?

—Que juegas con mucha ventaja. Ya séque estás en Ámsterdam. Te vi salir de latienda.

—¿Qué tienda? ¡Ah!, la de antigüedades...¿Y por qué no me dijiste nada?

—¿Qué hacías allí? En Venecia no mecontaste que venías a Ámsterdam...

—Tampoco tú me lo preguntaste. Pero sí tedije que estaba de viaje por Europa...

— No me mientas, por favor. ¿Quéhacías?...

—Ha sido una casualidad...—Ya sabes mi opinión sobre las

casualidades, más en este asunto. Como la deVenecia... Raquel, ¿tú me puedes decir quéocurre? Hay juegos que no me gustan nada.

—Pues como no me lo digas tú... Yo vengoa Ámsterdam a visitar anticuarios y galerías.En octubre empieza la temporada de subastas.Y si te puedo echar una mano, mejor quemejor.

—¿Una mano en qué? Raquel, ya te dije

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que te lo contaría todo, pero no me sigas.¿Cómo supiste que iba a esa tienda?

—Estaba buscando algo para mi marido, élla citó hace poco, cuando estuvo enÁmsterdam de viaje de negocios. La verdad esque tiene unas piezas interesantes. Y además,por lo que vi, un dueño que está macizo. Merecuerda a un pastelero árabe de Lavapiés, demis tiempos mozos. Por el aspecto, debe deser un árabe fino, de Medio Oriente.

—¡Por Dios, no seas tan frívola! A vecesme sacas de quicio.

—Javier, me gustaría estar cerca y ver elcuadro, si existe. Quiero que me lo prometas.Ya sabes lo que me gustan las primicias.

—Raquel, será mejor que no nos veamoshasta que sepamos si hay o no cuadro y enese caso, qué vamos a hacer con él. Y por siacaso, no hablemos por teléfono. No me fío denadie.

—¿Y de mí? ¿Te fías como para quepasemos una noche deliciosa?

—Voy a cenar con Himiko y su abuelo. Tellamaré cuando sepa algo.

—Me está empezando a mosquear esajaponesa. ¿Está buena? ¿Te has liado con ella?

—Buenas noches, Raquel.

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—¿Con quién hablabas, que ponías carastan raras? ¿Alguna amante? —preguntó Himikoa Javier al llegar a la mesa.

—No, una amiga. Raquel Zurita, lamarquesa de Monaster. Me recomendabaalgunas tiendas de antigüedades, entre ellas,por cierto, la tienda de Herbert.

—¿Era la mujer que viste al entrar?—En efecto, la misma. Está en Ámsterdam

para asistir a una subasta.Himiko se quedó pensativa, algo cortada.

Tampoco Javier, taciturno, tenía muchas ganasde conversación. Tuvo que ser Jerónimo quienlos sacara de su repentino mutismo.

—Debes darle su regalo ahora. O callarpara siempre —bromeó.

—¡Ah! Sí. Toma.—¿Y qué es, Himiko?—Tu espejo negro. Te lo regalo. Lo he

hecho con un marco negro mate y una planchade duro y negro ébano, pulido y refrotado conaceites esenciales. Al menos, huele bien. ¿Aque es precioso?

—Absolutamente. Me dejas anonadado.Tendré que probarlo. ¿Viene con instrucciones?

—Te las cuento, me lo he empollado parahacerlo. Es un espejo que usan los magos. Esimprescindible en magia para dejar perdida la

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mente y que fluyan imágenes, sensaciones,sobre todo en adivinación. Y como yo soy unamaga, te hago partícipe de mi magia.

—Desde luego, se puede decir que estoybajo tu hechizo. No hace falta que me des unfiltro de amor.

—Pero qué idiota... Experimenta con losángulos en los que puedes colocarlo. Puedeque su uso sea mejor con una ciertainclinación.

—Eres una hechicera encantadora.¿Verdad, Jerónimo?

—Absolutamente de acuerdo, amigo mío.Himiko sonreía.—Esta herramienta lo que hace es vaciar

tu mente al mirarla; entonces puedes ver contu ojo interno las imágenes que surgen delespejo. Hay que practicar. No debes tenermucha luz, prueba con diferentes intensidades.Una vela apartada de ti es suficiente parapoder mirar tranquilamente y comprobar si sevacía tu mente... Sobre todo de lo que piensascuando me miras con los ojos medioentornados. A mí no me hace falta espejonegro para saber lo que pasa por tu cabeza.

Javier rio. Le agradaba el cariñoso regalode Himiko con lo que contenía de promesa. Ensu mente estaban vivas las imágenes ysensaciones de la experiencia veneciana,

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emanaba sexualidad a través de los poros.—Parece que brillas, tienes un halo

especial —aseguraba Himiko—. Está visto quete sienta bien Venecia. A ver si en Ámsterdamte pasa lo mismo.

«Dios no lo quiera», pensó Javier,añorando en realidad cualquier aventura.Pensaba en aquella ciudad: había arte, música,color. Buenos restaurantes, excelentesmuseos. No lo podía evitar, cuando volvía aella renovaba esa fe perdida en la capacidaddel ser humano de relacionarse en un mediourbano y hacerlo en libertad y respeto. Sinembargo, las primeras impresiones de esaciudad, que no pisaba desde hacía más decinco años, habían sido ambiguas. Encontró alos amsterdaneses más hoscos, desabridos, enuna ciudad acelerada a pesar de la multitud decoffe shops que habían proliferado. Parecía quelos jóvenes de toda Europa acudían a aquellosgaritos a fumar hachís y marihuana o acolocarse con otro tipo de sustancias. Lascalles estaban sucias, y lo asaltó la sensaciónde estar en una especie de cloaca.

Pero aun así, en esa ciudad de luces yreflejos todavía podían pasar cosas. El garitoque visitaron Javier e Himiko, una vez quedejaron a Jerónimo en su habitación del hotelDamrak, era admirable: tenía ese perfume delalma contestataria y ácrata, entre canales

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amsterdaneses. Un bareto anarquistaescoltado por un coffee shop, una tienda delencería picara y un cibercafé. Al lado, unsupermercado de productos ecológicos. Enaquella manzana insólita de la Spuistraat,ínsula Barataria de la libertad, pura esencia,según proclamó una exultante Himiko, todotenía la imagen y el marchamo de loalternativo. Pero eso sí, con incursiones de loesotérico e incluso espiritual. Curiosa mezclaesta de anarquismo, budismo y ecologismo. Elcibercafé informaba que los libertarios sehabían sumado a la era de las nuevastecnologías. Javier había planeado llevarla a unclub de blues, el Maloe Melo Home of theBlues, pero la nueva aparición de Raquel lehabía hecho posponer aquellos propósitos.Sentado en un sillón de mimbre, Javierintentaba pensar con frialdad en aquel hecho.Pero Himiko, como si imaginara que por lamente de Javier se deslizaban extrañospensamientos, no estaba dispuesta aconcederle ninguna tregua.

—Soñé ayer contigo. Estabas perdido enun bosque, buscando la salida, y dabasmanotazos de ciego, como si no vieras bien.Yo intentaba ayudarte pero no podía tocarte,tenía que guiarte con mi voz y mispensamientos.

—Espero que no sea cierto eso de que nopuedas tocarme. Que por una vez, vuestra

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habilidad familiar de la oniromancia seequivoque.

—Bueno, ya sabes que los sueños sonsiempre simbólicos, pero siempre se basan enalgo de verdad, de lo que nos pasa. Si yo tepercibo así será por algo. Estás confuso,nervioso... Así que he pensado que nosconvendría eliminar alguna incertidumbre ¿Noestás preocupado por si no encontramos elcuadro? ¡Tantas ilusiones puestas en ello!

—Nervios tengo, no solo por siencontramos o no el cuadro. Todo me ponenervioso. Quizá es que estoy algo susceptible.

—Podemos intentar preguntar al futuro.—¿Cómo?— En este local hay una adivina. Pasa

consulta al fondo, en una especie dereservado, muy íntimo.

—Tú ya sabías de este sitio.—Bueno, tengo muchos amigos y algunos

contactos. Me han dicho que es buena.Recurso barato, el tema de la adivina.

Tópico que sustituye al Deus e machina. Laexcitación del comisario aumentó, el corazónse aceleraba.

Himiko lo llevó hasta el rincón cogido de lamano, causa también de ese aceleramiento, alo que contribuyó no menos la visión de un

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cartel que había en la pared:

GRUPO SAINT GERMAIN

TERAPIA DEL «YO SOY» Maldito Jung. ¿De qué valen las

sincronicidades si uno no sabe por quésuceden, qué significan, cómo se puedenprever y resultar útiles? Trucos literarios,atajos, acciones que se enredan. De momento,Madame Sybilla, aquella mujer morena demediana edad, maquillada ex profeso paraofrecer una cara misteriosa, con el rótulo de suobvio apodo en letras góticas y una baraja detarot en sus manos, no le decía nada enespecial.

—Concéntrese en su deseo. Visualícelo.Echaremos la tirada simple, la de la cruz. Sinecesitan o quieren más aclaración, se puedehacer una tirada completa. ¿De acuerdo? Yasaben, la tarifa es de treinta euros.

Javier asintió y, ante la sonrisa de Himiko,jugó a concentrarse. Visto la racha quellevaba, pensó en qué cartas serían las lógicas

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que salieran. La principal, la primera, queexpresaba el estado al que se tendía, era elColgado. Javier sonrió. No era la carta quemás le pegaba a él, ni siquiera a la búsqueda.En lo práctico, nada definitivo. El Colgado estáentre dos mundos, dos realidades, dos esferas.Detenido y ausente.

Luego aparecieron el Ermitaño, la Estrella,la Luna, y el Hierofante o Sumo Sacerdote,invertido. Las potencias ocultas, las sombras,amenazaban con su caos. Se había quebradola lógica y urgía recomponerla; la misión,cualquiera que fuera, aguardaba su resolución.

Para completar, las cuatro verticales, deabajo a arriba: el Mago, el Diablo, el Mundo yel Loco.

No eran, como en cualquier tirada, nimalas ni buenas cartas, sino que expresabanuna tendencia. La adivina las interpretó conmucho oficio.

—Las cartas indican que un peligro lepondrá a prueba. Los demonios con su visiónequivocada quieren tentar su alma, pero lafuerza y la magia del Mago harán que salgarenovado de la aventura, aunque para ellotenga que renunciar a algo importante.Triunfará en un aspecto que no espera, de unamanera insólita. El Mundo lo cuida, el renacerserá posible. Así podrá salir del estómago deballena donde se encuentra y arribar a la playa

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de una tierra maravillosa.«¿Por qué tuvo que decir aquello? Mala

sincronicidad te lleve a ti y a tu ballena»,rumiaba el comisario, cuando, cavilosos ycansados, volvían al hotel entre las callejas ycanales, sus manos sospechosamente unidas.

—¿Has pensado que si aparece la tablatendrás que alquilar un vehículo y llevarlahasta España? Jerónimo quiere que vayamoslos tres, pero pienso que es demasiada palizapara él. Intentaré convencerlo de quevolvamos en avión.

Por más lógico que pareciera, Javier nohabía planteado la cuestión. El halo deirrealidad que aun flotaba en el ambiente hacíanecesario lo tangible. Lo otro, lo de transportarla tabla —él, comisario del Prado— ni lopensaba. Como tampoco el temor de sersorprendido. Menudo escándalo.

Cuando llegaron a la puerta de suhabitación —estaban alojados en distintaplanta—, Javier resumió lo que pasaba por sucuerpo, su corazón y su estado de ánimo: —Himiko, por favor, dime que no estoy soñando.Y si lo es, que pare, la emoción me va a matar.

—Que duermas bien. Si es un sueño lodescubrirás al despertar. Recuerda quemañana vamos de viaje.

Y, en la puerta de su cuarto, lo remachó

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con un beso en la boca que a pesar dedemorarse un poco, a Javier le pareciódemasiado corto.

Aún soñando con esa sensación en suslabios, entraba en su habitación cuandosonaba el teléfono. Pensó por un instante, omás bien deseó, que fuera Himiko, que lellamaba para terminar lo que habíanempezado. Otra posibilidad, algo temida, eraRaquel. Pero a ella no le había dicho cuál erasu hotel.

—¿Señor Carreño? Encantado. Mi nombrees German Blank. La señora Kowalesky mecomentó dónde estaba alojado. Espero que nosea muy tarde.

La voz hablaba en un castellano casiperfecto, aunque algo frío, sin entonación. Eraun tono grave, de una persona mayor, perocon extraordinaria fuerza. Un eco internoreverberaba en cada frase.

—Ah, sí. Perdóneme. No se preocupe por lahora, siempre me acuesto tarde. Últimamentevivo días intensos y se me había pasado, peroiba a llamarle. Es en referencia a un antiguocoleccionista de arte llamado SantiagoMainger, que vivió en Ámsterdam antes de laSegunda Guerra Mundial. Linda me dijo que nole sonaba desconocido.

—En efecto. Pero antes de seguirhablando, ¿sería tan amable de decirme cuál

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es el objeto de la investigación?—Naturalmente. Soy el comisario de una

exposición sobre El Bosco para el Museo delPrado. Entre la documentación que estoyconsultando ha aparecido ese nombre comoposible propietario de un cuadro del pintor.

—Interesante. Yo soy también coleccionistade arte, a mi manera.

Mientras aquella voz hablaba, unasensación física, indefinida, pero tangible, lehizo ponerse en guardia. Precisamente esacalidez, que inducía a confiar en ella.

—Habla usted muy bien español.—Bueno, siempre he tenido facilidad para

los idiomas. Solo una parte del mérito es mía.La otra es herencia de familia.

—¿Y de qué le sonaba el nombre deMainger?

—Bueno, recordé que mi padre, unmodesto coleccionista que también conoció aJacques Goudstikker, habló de un tal Mainger oMaingerts. Pero desconocía que pudiera tenerun Bosco. Para mi padre no era más que unintermediario.

—Señor Blank, me gustaría verlopersonalmente para charlar con tranquilidad.Tal vez sus recuerdos sean de utilidad, deboescribir los textos para el catálogo. Y siempreserá un placer hablar con un buen

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coleccionista.—No me adule, señor Carreño, no estoy ya

en edad. Con mucho gusto lo visitaré en suhotel. Vivo en el campo, pero mañana debo ira la ciudad, tengo que consultar unas obras enla Bibliotheca Philosophica de Ámsterdam.

—Bueno, justo mañana no es un buen día,ya tengo varias citas. Podríamos quedarpasado, o al otro, porque pronto debo regresara Madrid.

—Llámeme entonces y veremos la manerade encontrarnos.

Fue al colgar cuando le llegó una sensaciónimprecisa, intuición de misterio, enigmaflotando en el ambiente. Se percató de que elmisterioso señor Blank solo le habíaconfirmado lo que ya conocía, mientras que élle había dado una información de primeramano. ¿Quién sería ese hombre, qué sabría?Se levantó como un resorte y conectó suordenador. Buscó en Internet durante unosminutos y descubrió en seguida que labiblioteca a la que acudía el señor GermanBlank era la Bibliotheca Philosophica Hermeticade Ámsterdam.

Más que nunca, la incógnita siguió flotandoen aquella noche casi insomne. Se encontrabacansado y nervioso, tenso. Necesitabarelajarse e intentar dormir. Fue entoncescuando un mensaje llegó a su móvil.

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—¿Estás despierto? —preguntaba Himiko.—Claro —respondió Javier—. Siempre

trabajo hasta tarde. Fresco como una lechuga.Lo siguiente fue el sonido de nudillos en la

puerta de su habitación.—Te llamé a la habitación, pero tenías el

teléfono ocupado... ¿Era tu amiga, esa que teha llamado antes, la marquesa?

—No, alguien que parecía saber deMainger. Intentaré verlo a la vuelta, aunqueespero que no haga falta. ¿Estás nerviosa?

—No puedo evitarlo. Por mí y por miabuelo. Temo una desilusión, que las cosas nosalgan como espera. Nunca me ha pasado algoasí.

—A mí sí. Yo descubro cuadros perdidossemana sí, semana no.

—¡No te burles! —dijo con mohín casiinfantil.

Allí estaba la mujer de fuego, necesitandopalabras y consuelo, quizá una caricia.

—Mañana todo se resolverá. Pase lo quepase, hay que tener calma, no sirve de muchopreocuparse por el futuro —Javier latranquilizó—. Puede ser un día señalado. Dehecho, ya lo es.

En sus ojos desvalidos supo que ellanecesitaba un abrazo y Javier la rodeó con

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dulzura y le acarició el pelo. El lenguaje de lapiel los llevó a los besos, a las caricias y alencuentro inevitable, las prendas despedidas ydesprendidas al costado de la cama. Tantohabía deseado aquel momento que cuandoocurrió, Javier se extrañó de que la pintora seescabullera, o por definirlo mejor, se achicara,volviéndose de un tamaño menor, hurtandosus ojos. Cuando besaba, el ardor primero ibadejando paso a una languidez extrema. Era yademasiado tarde para dar marcha atrás, perosupo que todo iba a ser un error.

Ella no buscaba sexo, ni siquiera amor,sino cariño, recostarse en un torso masculinocomo refugio, añoranza de lo que no habíatenido. Aquella certeza fue un freno para sudeseo. Himiko pareció no darse cuenta, en unestado difuso, flotante, cuerpo maleable enestado de trance. Aunque él seguía excitado,dentro de ella, fue incapaz de concentrarse.Antes de que llegara el desconcierto y el vacío,él fue parando sus movimientos hastadetenerse, sustituyendo los besos en la boca yen los pezones por un abrazo amoroso, y seseparó de su cuerpo. Ella no articuló palabra.De manera intuitiva, él empezó a acunarlarítmicamente, movimiento al que ella se acoplóde inmediato.

Durante muchos minutos, ninguno de losdos dijo nada. Para Javier era evidente que elabandono paterno en la infancia la había

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marcado. Se escondía en el arte, que era suparticular ballena donde refugiarse.

«¿Por qué no daré con una mujer normal?—pensaba Javier—. Se supone que los rarossomos nosotros».

Tardaron poco en dormirse. El últimopensamiento de Javier fue una maldad que sele escapó: «Tengo el hombro a prueba debalas, solo espero que no ronques». PeroHimiko ya no lo oía. Acurrucada junto a él,dormía plácidamente. Javier vio en su cara unasonrisa antes de alargar su brazo libre yapagar la luz.

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Capítulo XII

El baúl de Pandora

Entonces Zeus, queamontona las nubes, dijo,indignado:«¡Yapetionida! Mássagaz que ninguno, tealegras de haber hurtadoel fuego y engañado a miespíritu; pero estoconstituirá una grandesdicha para ti, asícomo para los hombresfuturos. A causa de estefuego, les enviaré un maldel que quedaránencantados, y abrazarán

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su propio azote». [...].

Y Zeus llamó a estamujer Pandora, porquetodos los dioses de lasmoradas olímpicas ledieron algún don, que seconvirtiera en daño delos hombres que sealimentan de pan.

[...] Y aquella mujer,levantando la tapa de ungran vaso que tenía ensus manos y que conteníatodos los males, esparciósobre los hombres lasmiserias horribles.

Únicamente la Esperanzaquedó en el vaso,detenida en los bordes, yno echó a volar porquePandora había vuelto acerrar la tapa...

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G

Hesíodo,

Los trabajos y los días,60 y ss.

uillermina esperaba, tal y como habíaconvenido con Jerónimo, en la puerta de

la estación de tren de Roosendaal, muy cercade la frontera con Bélgica. Los españoleshabían establecido la cita en la estación porqueera un punto conocido y de fácil acceso. Desdeallí, guiados por la holandesa, llegarían sinproblemas a la granja, en las afueras de unpueblo cercano, Wouwse Plantage, por una redde pequeños caminos secundarios. Durante elviaje en la furgoneta alquilada hacia el sur delpaís, Jerónimo había contado el sueño quehabía tenido por la noche: un bosque queardía, del cual un pintor sin rostro arrancabacolores a las llamas, toda una paleta deamarillos, naranjas y rojos hasta crear uncuadro que no se podía tocar, apenas ver. Deaquello se deducía —atendiendo sobre todo ala tradición premonitoria de la familia,suficientemente acreditada— una sensación depeligro al acecho que estaba en línea con laspreocupaciones de Javier.

El encuentro en la estación fue emotivo y

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tierno, entre la aparente fragilidad de Jerónimoy la timidez de Guillermina. Jerónimo le dio unpequeño ramo de flores. Aquella mujer demejillas sonrosadas y sonrisa temblorosa besóa Jerónimo, Himiko y Javier y tras laspresentaciones comenzó un nervioso diálogoen francés, en el que se entendían todos conbuena voluntad. Con voz dulce, que no podíacontener la emoción, guiaba a Javier y elvehículo, entre largas plantaciones de árboles,mientras respondía a las preguntas que lehacía Jerónimo. Ya se las había hecho porteléfono, pero volvía a la carga: ¿cómo habíavivido Giselle?; ¿se acordaba alguna vez deél?; ¿qué hizo todos esos años?; ¿se casó?;¿cómo murió?

Se apreciaba que aquel era un momentodifícil para Guillermina. El recuerdo de su tía sehacía sentir con fuerza.

—Ella fue quien me crio. Yo nací durante laguerra, por eso me pusieron el nombre de lareina madre, entonces era un acto deresistencia. Mi padre fue movilizado aAlemania y nunca más volvió, dicen que murióen un bombardeo de la fábrica donde le hacíantrabajar para la industria de guerra nazi. Quizáfue por el disgusto, pero mi madre muriócuando yo tenía algo más de un año, ya sabenustedes, la debilidad, la escasez de comida ymedicinas. Fueron tiempos terribles. Giselleme sacó adelante, y a la granja. Después de la

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guerra intentó buscarle a usted, siguió surastro por los campos y no sé cómo, descubrióque no había muerto. Incluso fue varios días aÁmsterdam, cuando pudo dejarme con unosvecinos. Supuso que usted volvería allí. Perono pudo encontrarlo. A veces hablaba de suamor español, abría el baúl, sacaba sus libros,sus cosas y las miraba absorta. Allí, en esecruce, a la derecha.

Jerónimo se quedó anonadado. Por lasfechas de esos viajes, era muy probable quehubiera coincidido con ella en la misma ciudad,los dos buscándose sin encontrarse. Seimaginó aquella escena imposible, los dosabrazados en una calle cualquiera, al borde delcanal, pero aquello solo pasaba en laspelículas. Gruesas lágrimas cayeron por lasmejillas del anciano. También Guillermina teníalos ojos húmedos y un hipo de emoción. Javiere Himiko asistían a ese rito, a ese milagro, sindecir palabra.

—Se casó varios años después, pero sumarido murió pronto, en un accidente, sinhacerle ningún hijo. Así vivimos las dos todosestos años. Como le dije por teléfono, cuandose sintió morir, hace casi diez años, meencargó la misión de intentar encontrarle, austed o a sus herederos, y entregarles el baúl.Lo intenté unos meses, sin ningún resultado.Casi me olvidé, hasta el día que vi su nombreen un reportaje de la televisión. Di un salto en

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el sillón. Le di mi palabra y tenía quecumplirla. Lo demás ya lo sabe.

—Decía que el cementerio no andaba lejos.Me gustaría visitar su tumba antes de ver elbaúl.

—Entonces debemos pasar porBegraafplaat en Roosendaal.

No tardaron mucho en llegar al recoletocementerio de pequeñas lápidas, enmarcadoen una gran vegetación. Guillermina los guiohasta la tumba. Allí, Jerónimo llevó el segundoramo de flores que había traído desdeÁmsterdam, ciudad florida.

—Nunca pude regalarte flores. Quizás es laprimera y la última. Si has ido a alguna parte,me reuniré contigo. Mi gran amor.

Nadie fue capaz de decir nada. Guillerminatenía los ojos llorosos, a pesar de lo cual diolas indicaciones precisas para llegar a lagranja.

El viaje, un viaje, varios viajes, terminabanallí. Viaje de siglos, de toda una vida. Al ladode la carretera comarcal, escoltados por unahilera de árboles, el ramal de un dique ycampos de lúpulo, arribaron a una típicagranja holandesa del sur del país. Guillerminase había vestido especialmente para laocasión, y cuando se quitó la gabardinaemergió una mujer mayor, arreglada, coqueta

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y ebria de felicidad. Los hizo pasar y trasofrecerles bebida —que todos rechazaron,impacientes—, los condujo al amplio trastero.Allí, seguramente con la ayuda de alguien,había llevado el baúl, que reposaba en unrincón sobre una ruda alfombra de cuerda.Javier comparó mentalmente el gran tamaño,parecido de los que había visto en la casa desus abuelos. Tendría un metro veinte de largopor ochenta centímetros de ancho y mediometro de profundidad. Guillermina habíalimpiado y abrillantado las maderas y laenmohecida cerradura. A Jerónimo se leiluminó la cara. Se agitó como el queencuentra un tesoro después de un peligrosocamino. Llegó al baúl y lo acarició con susmanos nervudas y trémulas. Estaba feliz,exultante.

Javier Carreño creyó saber la respuesta deun interrogante que le había rondado desdeque conoció la historia de Giselle. Sepreguntaba por qué no había intentadodevolver la tabla a las autoridades. Ante unJerónimo casi en estado de éxtasis,comprendió que aquel baúl era lo único que loataba a su amor. Conservándolo tenía lacerteza de que algún día volvería a verlo. Erasu vínculo más fuerte.

—Es simplemente inaudito —rumiaba elviejo pintor—. He tenido muy mala suerte enla vida. Por eso quizá, al final, como

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compensación, la existencia me ha otorgadoeste instante extraordinario.

Nadie se atrevía a añadir nada. Era elmomento de Jerónimo.

—Jamás pensé que casi setenta añosdespués volvería a ver este baúl. Y está comoentonces.

El viejo temblaba. Las últimas palabras laspronunció con un hilillo de voz hasta que acabóenmudeciendo, nudo de emoción que leestrangulaba la garganta y le volvía líquidoslos ojos. Guillermina tomó la llave y, ayudadapor Himiko y Javier, abrió la cerradura del baúly levantó la tapa. Aquello pesaba.

—Con mucho cuidado —advertía Jerónimo—. Todo es muy delicado.

Carreño estaba extrañado de que aquellamujer no hubiera citado los cuadros antiguos.

—Mi tía siempre lo tuvo consigo, desde quelo rescató de la buhardilla, al saber de sudetención. Hace años que no lo abría, aunquele di hace tiempo un tratamiento contra losinsectos —informó la holandesa—. Parece queestá igual.

Y, aparentemente, lo estaba. Al abrir latapa se levantó un olor rancio, mezcla de polvoy humedad. El baúl estaba forrado de tela, loque había preservado su interior. Dentroaparecieron libros y varios envoltorios en

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arpillera. Javier e Himiko, el corazónpalpitando, buscaban en ellos la tabla con lamirada, ansiosos. Los más serenos eranJerónimo y Guillermina. La holandesa estabasegura, como expresó, de que de algunamanera el espíritu de Giselle estaba presente.

—Sacad los cuadros uno a uno —insistíaJerónimo—. Qué le voy a hacer, ahora mismosolo veo a Giselle. Este es su maravillosoregalo, el mejor que me han hecho nunca.

Guillermina no podía hablar. Tenía unasonrisa nerviosa, pequeños tics que alternabacon lágrimas. Jerónimo, en un gesto cariñoso,se abrazó a ella y se desentendió de losembalajes que Himiko y Javier ibandepositando en el piso, al lado del baúl.

Fueron abriéndolos uno a uno, intentandoque los nervios no los traicionaran. Si habíanllegado hasta allí, bien podían hacer las cosascorrectamente y esperar lo que hiciera falta.En el primero hallaron un cuadro de Giselle.Estaba recostada en una ventana, con un canalde fondo. Era hermosa. Destacaba en ella sumirada clara y despierta emergiendo de sucabellera rubia, con un peinado de la época.

—La pinté enmarcada en la luz, este era elpaisaje desde la casa donde me refugié.

Rememoraba Jerónimo su pasado, queaparecía ante sus ojos como si acabara devivirlo y fuera a materializarse su amada de

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pronto.Giselle estaba también pintada en otro

cuadro más pequeño. El resto de los cuadrosrepresentaban vistas de los canales y lospuentes de la ciudad. Javier tuvo quereconocer el buen hacer del viejo anarquista.Aquellas pinturas tenían personalidad. El estiloera figurativo con toques expresionistas,colores muy contrastados y luz gris, comoreflejada por el agua. Cuadros de una realidadque el sol no iluminaba.

—Era un tiempo gris. Aunque yo estabaenamorado, toda Europa estaba en guerra.Flotaba el sufrimiento en el aire, no podíaquitármelo de encima. Era un periodo ceniza,tal y como lo bauticé. Recordé luegotristemente, en los campos, aquel apelativo.

Los ojos de Javier se iluminaron ante elúltimo envoltorio, el más grande. Cuando loabrió, la decepción asomó a su cara. Era unpaisaje urbano, de canales de Ámsterdam.

—Y... ¿no hay más?—Me temo que no. Libros de Elisée Reclús,

algunos autores libertarios, algunas cartas yfotos. Tal y como lo dejé. Pero sí, tiene quehaber algo importante, algo envuelto en unagamuza de cuero.

—¿Esto? —preguntó Himiko sosteniendouna bolsa marrón oscuro—. ¿No será...?

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—Lo has adivinado. Mi espejo negro. Elque me regaló Mainger.

Sublimado en su imaginación como unobjeto con resonancias mágicas, el aspecto deaquel espejo que, con cuidado, extrajo Himikode su envoltorio fue decepcionante paraCarreño. Una superficie negra mate con unmarco de madera oscura y un mango demarfil. Por un momento se olvidó de lo que yase había convertido para él en una obsesión ytras Himiko y Jerónimo, lo tocó y observó. Deltacto, tanto de la madera noble y pulimentadadel marco, como del anaranjado mango, sepodía deducir que era un objeto hecho contiempo y precisión. Por supuesto, no devolvíaningún reflejo, y parecía ser igual por los doslados. No había caras: no las podía haber. Eraun espejo negro y aunque la pulida superficieparecía de obsidiana, no devolvía ningunaimagen, ni siquiera un halo de claridad, unbrillo apagado de luz, tal vez por la iluminacióndel lugar. Podrían decirle que era el espejonegro de El Bosco, pero para él no tenía nadaespecial. Ni siquiera podía representar unpremio de consolación. El gordo era la tabla deJonás, y allí, desde luego, no estaba.

—¿Eso es todo? Pero, ¿y...?La mirada de inteligencia de Jerónimo no

fue percibida por Javier, en quien hicieronmella el desánimo y la tensión. Himiko miraba

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también, un poco desconcertada, pero noexpresaba decepción. Si acaso, su rostrooriental reflejaba cierta perplejidad. Miraba asu abuelo, pero este parecía no darimportancia a aquello. El anciano hacía gala deuna alegría interna, difícil de disimular, que lorecorría entero. Javier comenzó a maldecirlomentalmente. Toda su ilusión se había ido alcarajo. Era demasiado fácil y bonito para serverdad. No, a él no le pasaban esas cosas, lavida no le servía triunfos en bandeja.

—Guillermina, quiero que se quede coneste retrato de Giselle y este paisaje deÁmsterdam. Es lo menos que le puedoobsequiar después de cuidar el baúl durantetanto tiempo. Yo me llevo los demás, con loslibros. Quién sabe, quizá algún archivo quierahacerse cargo de mis cosas y si no, losheredará mi nieta.

La holandesa rompió a llorar dulcemente.Las lágrimas, que asomaban tímidamente asus ojos, se desbordaban ahora en carreralibre por sus mejillas.

—Giselle tenía razón. Siempre dijo que seenamoró de un hombre en toda la extensiónde la palabra.

Luego se hizo un silencio punteado dehipos y susurros, de sonar de narices ysuspiros. Javier Carreño se perdía en detallesde la habitación o de alguno de aquellos

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cuadros, incapaz de concentrarse en algo queno fuera más que su desengaño. Lo sacó deaquella sensación la mirada de Himiko, queestaba también emocionada. «Qué carajo, asíes la vida —resumía el comisario—, ya essuficiente milagro que alguien encuentre unbaúl perdido setenta años atrás».

Cuando terminó la inspección, Guillerminasacó la comida que había preparado. A pesarde que Javier quería volver lo antes posible aÁmsterdam, no podía contrariar a Jerónimo,que no pensaba irse tan rápidamente. Habíaencontrado el rostro de su Giselle y queríaapurar aquellos recuerdos. Además,sospechaba que aquella sería, tal vez, la últimavez que vería a su interlocutora, y queríaapurar todo el tiempo, obtener toda lainformación posible, disfrutarla ahora que lequedaba poco tiempo para el final. Con laexcusa de trasladar el baúl a la furgoneta,dejaron que Jerónimo y Guillermina pasaranun buen rato buceando en sus recuerdos.

—Abuelo, estaré afuera, fumando uncigarrillo.

—Te acompaño, si no te importa. —Javierse apuntó a la salida al exterior. Necesitaba unpoco de aire fresco.

En aquel patio, ninguno de los dos hizoalusión a lo que había pasado la nocheanterior. Quizá hubo miradas, pensamientos,

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pero ninguno abordó el tema, fuera porvergüenza o precaución.

—¿No encontraría Giselle el cuadro? ¿Porqué no lo devolvió, sabiendo que estaba en elbaúl?... A menos que tampoco estuviera allí.Algo no me cuadra. —Javier hablaba ante elmutismo de Himiko, que se limitaba a echarhumo y mirar al vacío.

—Que se querían, no hay duda. Nadieguarda un baúl así setenta años.

Cada uno parecía estar preocupado poraspectos diferentes del mismo asunto.Después de un rato, entraron y seincorporaron a la conversación y a la cena.Hubo numerosos brindis y algunas lágrimascuando se acercó el momento de la despedida.Guillermina, respondiendo a las invitaciones deJerónimo, prometió visitarlos el año próximo.

—Siempre he soñado con ir a España, aese sol y esas playas.

Comparado con la locuacidad desplegadahoras antes, Jerónimo entró en un curiosomutismo al subir al vehículo. Pero a pesar delsilencio, su cara exudaba alegría. Durantealgunos kilómetros nadie dijo nada, hasta queHimiko rompió el hechizo.

—No pareces decepcionado, abuelo.—Y no lo estoy, mi niña. He recuperado a

mi Giselle. Los dioses no nos fueron propicios.

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Mi vida, desde luego, hubiera sido distinta dehaberla encontrado. No, no estoydesilusionado, quizá sorprendido, alucinado. Elque sí lo está es Javier, que esperaba undesenlace feliz.

—¿No lo extraería Giselle del baúl? ¿Nopudo venderlo en todos estos años? ¿OGuillermina? —respondía y preguntaba elcomisario, buscando asideros que no lehicieran pensar que había perdido el tiempo yse había hecho unas ilusiones desmedidas. Lavida da carpetazo a muchos proyectos denovela.

—Viviría mejor —respondía Jerónimo—. Ose hubiera ido a España, al sur de Europa, dijoque era uno de sus sueños. Aunque no sé porqué, pienso que de encontrar el cuadro no lohubiera hecho. Es, como Giselle, una personahonesta, habría intentado devolverlo pensandoque era de valor.

—Con más razón, una pregunta me davueltas en estos momentos: ¿por qué Giselle,si lo tenía, no intentó devolver el cuadrodespués de la guerra? Eso me hace sospecharque ya no lo poseía. ¿No es posible que lorequisaran los alemanes o que lo distrajeraalguien de aquella buhardilla? No has habladonunca, ni mencionado en tus escritos aaquellos holandeses...

Las antiguas dudas de Javier sobre aquella

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historia afloraron con toda su fuerza, razonespara justificar el desencanto. Podía sucederque el cuadro jamás hubiera existido, o que sehubiese perdido en la contienda. En cualquiercaso, una labor imposible. Toda la tensión delos últimos días se convirtió en abatimiento.Por eso, su cerebro ofrecía explicaciones,asideros a los que agarrarse para intentarcontar a Doble F una versión lógica delfracaso.

—La verdad es que a aquella familia no laconocí apenas, era una norma de seguridadque tácitamente, nos habíamos impuesto. Unmatrimonio de mediana edad, con un hijo dequince años. Cayeron en una redada posteriory desaparecieron en el campo de Birkenau.Otra de tantas tragedias de la guerra. No creoque ellos sacaran nada del baúl. Sabiendo demi detención, se lo entregaron en seguida aGiselle, temiendo un registro que loscomprometiera. En realidad Giselle tenía elcuadro, los cuadros, pero jamás pensó endevolverlos porque no sabía que los tenía, je,je.

—¿Cómo? No entiendo nada, abuelo.—Las tablas están en el baúl, Himiko. —

Jerónimo se reía—. Je, je. Ya sé que no oshabéis dado cuenta, pero yo sé bien dónde laspuse.

—¿Qué quieres decir? —Javier, rápido,

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quería comprender—. ¿Que hay un doblefondo? ¿Que están debajo de otra pintura?¡Qué viejo zorro! Perdón por la expresión...

—¿Pero cómo, abuelo?—Bueno, ya lo comprobaréis en

Ámsterdam.—¿Y por qué no lo has dicho hasta ahora?

—protestó Javier, al volante—. No, lo haremosinmediatamente, no puedo con tanto vaivén detensión, me va a dar algo.

Aunque circulaban solos por aquellacarretera comarcal, Javier disminuyó lavelocidad hasta que pudo echarse al arcén enuna entrada. Estuvo a punto de provocar unaccidente con una moto que venía detrás,dado lo imprevisto de la maniobra. Pero nopodía esperar. De la gloria había pasado alinfierno y después otra vez a la posibilidad degloria. A pesar de las protestas del viejo,secundado por Himiko, bajó del vehículo, abrióla portezuela trasera y encaró el baúl.Anochecía y la escena estaba iluminada por laluz del interior de la furgoneta.

—Eres demasiado impaciente, Javier. ¿Quémás te da esperar un poco para asegurarte?Deberías disfrutar el momento —se quejabaJerónimo desde su asiento.

Javier palpaba las tablas del baúl,maldiciendo por no tener una linterna a mano.

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Cuando los faros de un coche que paró pordetrás lo iluminaron, se percató de su torpeza.Pensó en la Policía y en una posible infracciónal aparcar al borde de la carretera. Pero nadade eso sucedió. El hombre que se bajó de unvehículo deportivo, el acompañante del queconducía, se dirigió a él en holandés,aparentemente para preguntarle si necesitabaayuda.

El español le contestó en inglés que no,que todo estaba bien y que iban a continuar sucamino. Aquel hombre, un hombre joven yfornido, insistía con amabilidad. Fue en elmomento en el que los faros de una moto, quecirculaba en sentido contrario, iluminaron elcoche detenido, cuando se percató del peligro.El conductor del coche que esperaba, segúndistinguió con susto, era la figura que lo habíaseguido en Venecia. Cerró la portezuelatrasera y ordenó a Himiko que montararápidamente, pero ya fue inútil. Como sihubiera desatado todas las furias, o el odre delos vientos en la nave de Ulises, llegó eldesastre. Uno de los hombres lo alcanzó y lepuso una pistola en los riñones, al tiempo quele decía en inglés que se estuviera quieto.

Acto seguido, las cosas se desarrollaroncon rapidez. Se apagaron los focos del cochede detrás y el hombre joven, seguido por elconductor y el motorista, que formaba partedel grupo, empujaron a la pareja al lateral de

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la furgoneta con gritos en alemán e inglés.—¿Pero qué pasa? —preguntaba Jerónimo.—Quédese callado y no le pasará nada, a

usted ni a nadie.Esta vez la voz hablaba en un correcto

español. Era la del conductor del vehículo, elmisterioso perseguidor veneciano quepermanecía en las sombras.

—Vamos a ver qué guardan ustedes en elbaúl.

Acto seguido, en alemán, dio una orden asus compinches. Con la pistola en las costillas,Javier no podía hacer nada, sino asistir alespolio. El miedo le había paralizado. Tenía elpaladar de cobre.

—Vaya, unos ladrones de tres al cuarto —bramó Jerónimo fuera de sí—. ¿Creen que aestas alturas tengo miedo de unos vulgareschorizos? Scheisse! Gehörnter ehemann!

A pesar de no distinguir bien, rodeado deoscuridad —cada vez, su campo visual sereducía más—, al viejo anarquista le salió elreflejo de otros tiempos. Varios asaltanteshabían vuelto la cabeza con furia cuandooyeron los tacos en alemán que, tal y comocomprobó Javier, sonaban mucho más fuertes.

—Deberían decir al viejo que cerrara laboca, no sea que se nos suelte un guantazo.No me gustaría hacer daño a un anciano —dijo

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el que comandaba el cotarro, que se adelantóen dirección a Jerónimo, momento queaprovechó Himiko para soltar un chillido.

—¡A mi abuelo no le toquen un pelo!¡Llévense lo que quieran, pero no le hagandaño!

Debido a los manotazos que daba la joven,el matón que encañonaba a Carreño la empujóhacia atrás para inmovilizarla. Javier, más porreflejo que por heroísmo, intentó defenderla.Lo único que consiguió fue un puñetazo en elpecho y en la cara que lo derribaron con ungemido, sonido que se mezclaba con losbufidos y aspavientos de Himiko rechazandolas manos del sicario, zafándose.

El jefe dio varios gritos en alemán quetambién sonaron a tacos y acto seguido, unaorden en castellano con contundencia yamartillando la pistola sobre la cabeza de lajoven.

—¡Cállense de una vez todos! ¡Basta dehisterismo!

Ovillado en el suelo, Javier oyó la orden delespañol que mandaba el grupo asaltantemientras recogía sus gafas que habían salidovolando en la refriega.

—¿Van a estar tranquilos?Himiko asintió. El matón bajó la pistola,

abrió el baúl y extrajo su contenido. Sin

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aparentar nerviosismo, lo inspeccionó y abriólos envoltorios de los cuadros. Luego, pasó elarma a uno de los esbirros y ordenó al otroque lo ayudara a meterlo en el maletero delcoche deportivo. El baúl no cabía. Javier,desde su postura fetal, miró para ver sidistinguía coches en la carretera. Aquellacarretera secundaria, lamentablemente, teníamuy poco tráfico. Los matones tambiénlanzaban miradas a su alrededor.

—A la mierda el baúl —exclamó el jefe—.Metamos los cuadros.

—No sé lo que buscan, pero eso no valemucho, son viejos recuerdos.

El matón revisó a fondo el baúl. Palpó, eincluso golpeó con los nudillos, buscando talvez un compartimento secreto.

—Ya veremos lo que valen, viejo, quizá noes tan tonto como parece, aunque sea undeslenguado. Le dejamos el baúl y sus libros,pero nos llevamos los cuadros, por sicontienen sorpresas debajo de esas pinturas.

—¿Yesto qué es?—Esa bolsa de cuero solo tiene el marco de

un espejo, sin valor salvo el sentimental —contestó Himiko.

—Ya veo... —El jefe examinaba el marco yel mango por si no era lo que parecía—. Puesquédeselo también. No seré yo quien le deje

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sin memoria. Total, para lo que... —se cortó elmatón, que arrojó la bolsa al interior delcoche.

Tanto Javier como Himiko hicieron ademánde capturarlo en el aire sin conseguirlo. Se oyóun chasquido.

—No se preocupen, como no tiene espejo,no me caerán siete años de mala suerte, ¡ja,ja!

—Ojalá lo que le caiga es un rayo,majadero, que lo fulmine —tronó Jerónimo.

El matón sonrió. En un abrir y cerrar deojos, los asaltantes metieron en el maleterotodos los cuadros del baúl envueltos en sustelas. El jefe cogió la llave de la furgoneta ehizo una seña a otro de los esbirros.

—Los móviles, rápido —urgió.Con el argumento de la pistola, obtuvo de

inmediato los teléfonos de Himiko y Javier.—Hombre, no nos abandone aquí, en

medio de la nada —protestó Carreño sinesperanza, por decir algo—. Tenemos unapersona mayor, que no puede caminar mucho.

El matón tardó algunos segundos encontestar.

—No sé si caminar, pero lengua larga tieneun rato. Pero no seré yo quien se lo pongamás difícil. Les dejaré la llave de la furgoneta y

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los móviles en la gasolinera de entrada a laautopista de Ámsterdam, en un servicio decaballeros que estará cerrado. Será usted,listillo, quien irá a por todo. Y no creo que se leocurra ir a la Policía. Puede que estemosvigilando. Mientras tanto, que la chica y elviejo esperen en la furgoneta. Es lo que puedohacer por unos aficionados.

Hubo risas que ahogó el ruido de unportazo. Durante unos segundos después deque el coche y la moto se alejaran, nadiedentro del vehículo dijo nada. Luegocomprobaron que estaban bien, aunque aúntenían el susto en el cuerpo.

—Al menos no se llevaron ni el baúl ni elespejo. Aunque eso sí, ese bruto le rompió unaesquina —decía Himiko.

—Lo que confirma que va a tener muymala suerte —contestó Jerónimo.

—¿Quién demonios eran esos? —preguntóJavier.

—Podemos hablar y pensar durante toda lanoche, pero urge otra cosa —resumió el viejopintor.

—Está bien, comenzaré la caminata.Espero que algún alma caritativa se apiade demí, me pare y me lleve de camino. Aunque laverdad es que no transita nadie. Llevamos aquídiez minutos y no ha pasado un solo coche.

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—Poco conoces a los holandeses, pero soncomo cualquier europeo —le decía Himiko—.¿Tú pararías a estas horas a alguien en unacarretera secundaria de España? La únicaposibilidad es que te lleves el chalecoreflectante y la señal de peligro, y que hagasseñas con ella. Si pasan dos o tres coches enuna hora, alguno parará.

Lo consiguió cuando ya llevaba más demedia hora caminando. Las piernas letemblaban más por el asalto que por elimpensado ejercicio. Al llegar a la gasolinera,Carreño miró en rededor por si había rastro delos asaltantes y, entró en el servicio decaballeros. Una de las cabinas estaba cerrada.Javier se agachó. No distinguió piernas. Entróen la contigua, se subió al inodoro y comenzóla complicada operación de subir la mampara ypasar al otro lado.

«Solo faltaba que hubiera alguien dentro yacabe en la comisaría acusado de agresiónsexual», se rio pensando en lo absurdo de lanoche, más que en el peligro, causa de que elcuerpo le bombeara adrenalina continuamente.

Los matones, esos profesionales, habíanmantenido su palabra. Allí estaban la llave ylos dos móviles. En total, más de una hora letomó a Javier volver a la varada furgoneta. Laexcitación daba paso al cansancio, pero aún noeran las diez de la noche. Al llegar, esperaba

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unas palabras de consuelo y ánimo,reconfortación necesaria en aquella prueba.

—¡Arranca, rápido! —dijo Jerónimo—. Noiremos a la Policía, pero sí saldremos de aquí atoda pastilla y tomaremos la autopista que noslleve a Ámsterdam, es más seguro.

Javier obedeció sin rechistar.—Esta noche Javier no es el único

desilusionado. Siento lo del golpe, pero quiseponerles nerviosos para que no pensaranmucho.

—Pues lo has hecho bien. Me han dejadohecho polvo. Y la caminata me ha acabado derematar.

—Es más el miedo. No te preocupes, lo sébien. Pero afortunadamente no se han llevadolo más importante. También los maloscometen errores.

Todo el esfuerzo, el susto pasado, seborraron de inmediato.

—Entonces, ¿el cuadro está en un doblefondo? —preguntó con renovada ilusión.

—Un doble fondo es fácil de percibir. Peroes mucho más difícil pensar que ese baúl estáhecho con los dos cuadros. Cuando enÁmsterdam tuve el sueño que me avisaba delpeligro, arranqué las paredes del viejo baúl enel que escondía las tablas, coloqué unas finasplanchas, con unos papeles gruesos de cebolla

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en medio, las sujeté a las tablas laterales y alfondo con unos ganchos laterales y con cola.Luego lo forré con tela y coloqué la tapa. Nadielo notó, cosa que sí se habría percibido dehacer un doble fondo. Mañana, en Ámsterdam,desharemos el baúl y tendremos las dostablas, el original y la copia.

Hubo un silencio. El hallazgo de la soluciónal misterio dejó a Javier sin habla, anonadado.Pero sabía que la cuestión llegaría de unmomento a otro. Acababa de vivir situacionesextremas. De la decepción a la esperanza y alpuro miedo. Y ahora le tocaba lo más amargo,la explicación. Ni Jerónimo ni Himiko erantontos y en el intervalo, varados en lafurgoneta, habían sacado sus conclusiones.

—Las preguntas ahora son otras... ¿Aquién le hablaste del cuadro? ¿No te dije queel asunto era confidencial hasta quetuviéramos la tabla? Respóndeme. Esos,quienes sean, venían sobre seguro y volverán,el que los ha mandado no se contentarácuando descubran que no hay nada bajo losretratos de Giselle.

—Bueno, tuve que decírselo al director delPrado, Federico Fonte. Es impensable que élesté relacionado con el asalto —admitió Javiertras unos segundos de vacilación.

—Ya, ya, ¿y a quién más?—A nadie más, pero puede que se haya

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enterado otra persona.—Sí, ¿quién? ¿Y cómo?Aquello iba a ser duro. Tarde o temprano

tendría que decir la verdad. Era peor andar consubterfugios.

—Raquel Zurita, la marquesa de Monaster.Es la mujer del presidente del Patronato delPrado.

—¿Tienes algo que ver con la marquesa?—preguntó Himiko.

—Lo tuve. Ahora solo somos buenosamigos.

—Ya, lo suficiente para contarle lo delcuadro. ¡Joder, que me han puesto la pistolaen la cabeza, no sé si te percatas! Y yo quecreía que eras un hombre discreto. Lo que noconsiga una mujer bien plantada...

El tono era el de «todos los hombres soisiguales», y Javier no sabía dónde meterse.Había fallado al pintor y a su nieta. De él habíasalido la indiscreción que llegó a Raquel através de Fonte, pero eso no era excusa. Enesos momentos aquella situación le resultóimposible de digerir. Todo había dejado deimportarle. La exposición, la tabla, el Prado...Dos personas a las que no hubiera queridodecepcionar por nada del mundo habían sidolas dos primeras que traicionaba. Con elconsiguiente peligro para todos. Alguien había

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detrás que podía hacer cualquier barbaridad, elcuadro en el punto de mira. Vaya enredoextraño y angustioso. Quería desaparecer.Teletransportarse. Desmaterializarse allí yaparecer en Madrid, en cualquier parte,pensando en que todo había sido unapesadilla, un mal viaje.

—Aunque quisieras, no te volveríasinvisible, ni te esfumarías en el aire. —Jerónimo parecía apreciar su turbación yestaba extrañamente serio—. Pero puede queexista otra explicación. Todavía no lo podemossaber, pero tal vez tu imprudencia al final nossirva de algo. Ahora bien, se acabaron lascomunicaciones. Tienes que aceptarlo siquieres seguir, porque a partir de estemomento nos ocultaremos. Recogeremosnuestros equipajes del hotel ydesapareceremos. Avisaré a Herbert. Nosveremos en su casa de las afueras deÁmsterdam. Allí desmontaremos el baúl.Quiero hacer algunas comprobaciones.

Abierta la posibilidad de redención, pensóJavier. Cómo quería a aquel viejo. Laconsideración hacia Jerónimo subió a su puntomás alto. Incluso hasta los héroes absurdostienen una segunda oportunidad de redimirse.

—Te tocará en el sofá o en el suelo —remachó Jerónimo. Algún castigo tendrías querecibir.

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«Lo dicho —pensó Javier—, quiero a estehombre».

—¿Señor Carreño? Un caballero acaba de

preguntar por usted. Está sentado al fondo.Con el síndrome del miedo abrazando su

cuello, Javier se sobresaltó cuando elempleado de la recepción lo abordó en el hall.Habían aparcado la furgoneta en un parking ypor turnos, para no dejar sin vigilancia el baúl,habían ido a recoger sus cosas al hotel. Más demedia hora habían tardado Jerónimo e Himikoy ahora le tocaba a él, cuando alguien aparecíade manera inoportuna. Cualquiera que fuera,era un incordio o un peligro. No tuvo tiempode reaccionar. Iba a pretextar cualquierexcusa, pero el anciano caballero se acercóhasta él.

—Buenas noches, espero que no seademasiado tarde —le dijo en un correctoespañol—. Su teléfono móvil no contestaba.

—Ah, es verdad, me quedé sin batería...—No quisiera molestarlo —siguió el

anciano—, pero casualmente estaba muy cercade aquí y pensé que podría saludarle.

Ante la cara de sorpresa y desconcierto delespañol, el anciano esbozó una sonrisa.

—¡Ah, sí, perdone! Soy German Blank.Hablamos por teléfono. Sobre el asunto

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Mainger.El cerebro de Carreño intentaba hacer

frente a la nueva situación. Se sentía antearenas movedizas. Necesitaba desembarazarsecuanto antes de aquella persona, al tiempoque el nombre de Mainger y la extrañapresencia del sujeto atraían su atención.Recular, desaparecer, le decía su lógica. ¿Porqué aparecía de pronto esta persona, hablandodel enigmático coleccionista? Había que sabermás, le decía su intuición.

—Buenas noches... Ahora soy yo el que noquisiera ser descortés, pero realmente notengo tiempo. Voy a llegar tarde a uncompromiso. Pero nos podemos ver en otromomento, quizás mañana mismo.

—Es una lástima. Mañana tengo otrosasuntos que atender. Pero en fin, supongo quetendremos otra ocasión de hablar del hombremisterioso. En realidad, usted era elinteresado.

—¿El hombre misterioso?—Así le llamaba mi padre a Santiago

Mainger. Recordé que una vez lo dijo, despuésde una transacción comercial. Ya ve, yo era uncrío, pero me quedé con el nombre. Siemprehe tenido una memoria prodigiosa, y ahora, aestas edades, se dice que nuestra memoria delpasado es mejor que la del presente.

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—¿Su padre lo conoció bien?—No sé si tuvo oportunidad. En cualquier

caso debió de impresionarlo. Decía que era unhombre que vivía del aire, o del agua, al quenunca vio probar bocado. Tenía algunosnegocios con él. Compraba instrumentoscientíficos para sus laboratorios. Pero no leentretengo más, si no, llegará con retraso a sucita. Ya nos veremos. Espero que haya logradosus objetivos en esta ciudad.

—¿Por qué lo dice?—La señora Kowalesky me informó de que

anda usted a la búsqueda de cuadros de ElBosco.

—Sí, bueno...—Ya sé, para una exposición en el Prado.

Magnífico museo, por cierto. Si puedo, iré averla. Siempre me ha interesado El Bosco.Pero le dejo, presiento que nos veremos, quizáantes de lo que cree.

—Le llamaré...—No se preocupe. Haga usted lo que tenga

que hacer, consiga los cuadros, que es sumisión. ¡Buenas noches! ¡Que tenga unamagnífica velada!

Javier se quedó con cara de pasmo.German Blank había desaparecido de la mismamanera que había aparecido, sin una razón,envuelto en la duda y el misterio.

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Desconfianza. Sensación de que algo nomarchaba como debiera, de que estaba siendoobservado. Miradas a todas partes,desconcierto, fuga. Cuando llegó al vehículo,Jerónimo y su nieta notaron su semblanteserio nada más abrir la puerta.

—¿Qué te pasa? —le preguntaba Himiko—.Creía que se te había pasado el canguelo.

—Aquí no gana uno para sustos. Unapersona me estaba esperando.

A grandes rasgos, Javier relató la extrañaconversación que había tenido.

—Ya hablaremos de esto, pero loimportante ahora es llegar cuanto antes a casade Herbert. Le he llamado desde el hotel. Viveen una urbanización al norte, a unos ochokilómetros, en un famoso pueblo de molinosde viento.

Mientras Javier se afanaba detrásordenando el maletero, Jerónimo se dirigió asu nieta en un susurro.

—Es posible que haya vuelto —dijopensativo.

—¿Quién, abuelo?—Quien ya sabes. Al fin y al cabo era su

cuadro. Es posible que quiera recuperarlo.

*

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1511

Aquel tríptico avanzaba a buen ritmo. Una

vez que Hyeronimus dio con la composicióngeneral, el desarrollo estaba costando menosque otras veces. Aún faltaba el lugar de lasfiguras principales, los grupos de animales yriquezas, artefactos y aparejos. En esaslabores se hallaba cuando recibió unaimportante visita. Nada menos que Al Gobius,a una hora inusual, recién levantado. Parecíaafectado de una gran tribulación.

—Maester Bosch, tengo que anunciarosque dejo la villa. Se me ha hecho saber quedebo acabar con mis trabajos de alquimia, yaque no está bien visto por las autoridadeseclesiásticas.

—Pero, maester Al Gobius, gozáis debuena reputación...

—No para ellos. Es inútil. No valenargumentaciones. Tengo que buscar otroshorizontes. Aún no está completada mi Gran

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Obra. Justo ahora que creo tener la solución, elsecreto.

—La rosa rúbea...—Sí, la potencia pura, la esencia de todo...

Temo que la vida se me escape antes determinar mi camino. Por eso quiero pediros unfavor...

—Decid, amigo.—Quiero que ocultéis en vuestro cuadro el

gran secreto. De todas maneras, no serávisible más que para iniciados. Pero el que estéen el camino comprenderá. Y las señales quedeje esa tabla serán bien aprovechadas en sumomento. Es lo único que puedo hacer.

—Pero maester Al Gobuis, no seré capaz...—Claro que sí. Domináis la técnica y no

tendréis ninguna dificultad en representar loque yo os diga. Al fin y al cabo son sustanciasmuy comunes, mercurio, azufre, níquel, agua ysal, y hacen referencia al objetivo alquímico dela segunda línea, es decir, a la trasformación.Ayuda mucho el tema del Hades, de los tresdías en la caverna animal, de vuestro cuadro,tríptico perfecto. Son las tres grandes partesde la Gran Obra. Yo os he dibujado loselementos, la manera en la que los pintéis orepresentéis es cosa de vuestro genio.

Y ante el maestro desplegó una serie degrabados y frases, todos llenos de signos

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cabalísticos.—Aquí está el caminante, y el ave que

devora, y ángeles y demonios luchando contrasí mismos, criatura de dos caras y cuatrobrazos, el sol y la luna en matrimonio, la fasede la luna negra y el renacer completo.

Hieronymus asentía dejándose perder enesos dibujos simbólicos, lagartos y guerreroscon espada, serpientes y seres alados.

—Como gustéis. Decidme el orden y laimportancia, y yo lo pintaré. Pero no mecontéis el secreto, si es que lo hay. Si yo no loentiendo, menos lo entenderán los demás. Ydecidme, ¿dónde iréis?

—A Austria, Viena, o quizá Italia. Venecia oincluso Roma son más permisivas, hasta haycardenales que practican el noble arteegipciaco.

Aunque prometió enviar noticias, de AlGobius no se supo nunca más. Hieronymusacabó la tabla de forma rápida, esperando quealguna vez, aquel cuadro le trajera noticias delalquimista. Por eso suspiró al saber que elmercader Diego de Haro había muerto y nohabía podido completar el pago, lo que dejabaal pintor en libertad para venderlo, una vezque la familia renunció a sus derechos.

Jonás esperó varios años en la galería dela casa de El Bosco. Tres años después,

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Antonio Siciliano, enviado del duque de Milán,Sforza, hermano de Bianca, la segunda mujerde Maximiliano, contempló algunos de loscuadros del pintor que tenía la familia realborgoñona. En una visita a s'Hertogenbosch,acudió a la casa del pintor y se prendó deltríptico.

—Aunque está en la galería, de momentono está en venta. Pero sí tengo otros de losque no me molestaría desprenderme. Tengo yasuficientes infiernos en casa.

* El chalé de Herbert se situaba en una

urbanización residencial al norte deÁmsterdam, en la ribera del río Zaan, enZaanse Schans, típico pueblo con sus molinosde viento y sus casas de madera verde. Haciaallí marchaban en la furgoneta, siguiendo lasindicaciones que había facilitado el viejoanticuario, pasada la estación de tren y elembarcadero con el transbordador. Javierrecordaba, de haber visitado hacía muchotiempo, aquel paisaje o alguno muy parecido,gracias a la fascinación de una película deHitchcock, Corresponsal extranjero, una decuyas más famosas escenas transcurría en unmolino de viento girando al contrario que todos

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los demás. Así se sentía él. Lo que vivía ahoraera otra película, no menos compleja. Eraaquella noche de sorpresas, y aún no habíaacabado.

—Cuando lleguemos, dejadme a mí hablarcon Herbert. —dijo Jerónimo—. No sé si estarácon Flebus, pero de ser así, Javier, vigila susmovimientos. Tal vez esté también en el ajo.

—¿Cómo en el ajo? —respondió elcomisario.

—No sé si Herbert lo utiliza o está deacuerdo con él. De mi antiguo compañero enlos campos de concentración viene elchivatazo, y el susto de hoy. Así que dejadmea mí.

—¿Esos matones los mandaba tu viejocamarada?

—Supongo que es alguien para el cualtrabaja, por un amplio porcentaje. El malditodinero, ya ves, en un viejo de mi edad, quepasamos lo que pasamos, ¿qué más dará?

—Pero, ¿cómo sabes que es Herbert?—Te dije que hice un viaje a Europa a

finales de los 50 —afirmó Jerónimo, misterioso—. Para ver a mi hermana. Pero tambiénaproveché para otra cosa. Después de variosaños de rastrearlo por Alemania, pude localizara Winkels a través de una asociación judía,que había obtenido de él abundante

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información sobre los nazis del campo. Fui averlo a un modesto piso donde, cuidado por unfamiliar, pasaba sus últimos meses de vida, enDiusburg, cerca de Múnich. En aquel momento,el viejo orfebre y ex SS a la fuerza no sabíaque le quedaba poco, pero lo intuía. En unashoras que estuve con él me respondió, contodo lujo de detalles, a las preguntas que lehice y me despejó una incógnita que me habíareconcomido todos esos años.

»El que lo denunció fue Herbert —me dijoWinkels—. Bastaron un par de bofetadas delSS y un poco de tortura. No todos somosiguales. He visto cientos de casos en el campo,y sin palizas siquiera, y por conseguir unmendrugo más de comida. Él no era comousted, capaz de sufrir físicamente, noaguantaba. Eligió contar lo que sabía. Y contóno solo quién era usted, sino todo lo relativo alcuadro de El Bosco, fuera o no fantasía. Lo séporque también Sepp me interrogó a mí paracerciorarse de si sabía algo y no lo habíacomunicado. Gracias a Dios pude zafarme deél, moví todos mis contactos para conseguirque me sacaran del campo y me trasladaroncuando aun usted estaba en el barracón decastigo. A esas alturas ya sospechaban de todoel mundo. Y daban pábulo a las más fabulosashistorias. Del cuadro de El Bosco cuyo secretousted conocía, se decía que contenía una clavepara transformar el plomo en oro, el viejo

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sueño alquímico. Lo de Jonás y la ballenadebía ser claramente simbólico, como laretorta del alquimista. Ya sabe usted, lo de lasarmas secretas, andaban desesperados y,¿cómo decirle?, como fuera del mundo».

»Me imaginé que las torturas a Herberteran ficticias, de hecho nunca las vi, solo oí losgritos en la celda contigua, una comedia paraablandarme. Juré por el universo entero que sivolvía a ver a aquel traidor, lo haría pedazoscon mis manos. Pero volví a Venezuela y pocoa poco, me fui olvidando. Cuando contactóconmigo Guillermina pensé en él de nuevo.Descubrí que estaba vivo y que aun existía sutienda de antigüedades en Ámsterdam. Ledaría la última oportunidad de que pudieraredimir su culpa. O sería mi venganza no dejarque muriera en paz.

Cuando llegaron a la casa, Herbert lesabrió la cancela para guardar la furgoneta enel garaje. Sacaron el baúl y lo llevaron a unasala interior que en su momento había hecholas veces de taller. Flotaba un silencio grueso,con matices de gravedad.

—Parecéis serios. ¿Qué ha sucedido con elcuadro? —preguntaba el holandés.

—Ah, por eso no te preocupes. Lo tenemos—aclaró Jerónimo—. Herbert, le estabacontando a Javier cómo me equivoqué contigo.

El aludido puso cara de sorpresa; se le

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disparó un leve temblor en los labios mientrasJerónimo seguía.

—Dicen que el traidor siempre será traidor.No pudiste resistirlo, ¿eh? Cuando viste laposibilidad de negocio, volviste a viejasprácticas. Pues sí, Javier, como te decía,Herbert buscó a alguien que pudiera ofrecerlebastante dinero, alguien con quien hacer unbuen negocio. ¿Cuándo pensabais caer sobrenosotros?

—Pero, ¿qué te pasa? ¿Deliras?—Winkels me contó todo. Hace años supe

que fuiste tú quién me vendió en los campos.La primera vez. Porque la segunda ha sidoahora, Judas de mierda, ¿cuándo nos ibas aquitar la tabla?

Algo había en el rostro de Jerónimo queechaba fuego y demandaba respuestas. Locontrario en Herbert hubiera sido temerario. Elviejo se derrumbó de pronto y bajó la cabeza.

—En la tienda, sin violencia. Iba a robarlay entregársela al comprador.

—Pero las cosas no fueron así. Los que nosseguían decidieron intervenir. Por fortunaantes de tiempo. Nos asaltaron y se llevaronlos cuadros del baúl, pero dejaron la tabla.

—¿Cómo? —preguntaba Herbert.—Nosotros somos los que preguntamos.

¿Por qué? —demandó Javier al holandés.

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—Estamos arruinados. Toda la tienda estáempeñada, tenemos encima un embargo. Unatienda con tradición centenaria... Los tiemposhan cambiado mucho. Flebus no podrá resistirseis meses más. Era la única manera desalvarlo A mí me queda poco de vida, pero élno sobrevivirá en este mundo de tiburones.

—Te sorprenderías de lo que hace la gentecuando no tiene más remedio —añadióJerónimo—. Bueno, qué te voy a contar a ti,maestro del engaño. Pero ahora estás perdido.Si le pasa algo a cualquiera de nosotros, unacarta con la grabación de la confesión deWinkels se hará pública y si no te puedenexigir responsabilidades, caerá sobre ti toda laignominia, llevarás encima la mierda hasta quete mueras. Y tu ahijado perderá de igualmanera el negocio.

—Por favor, no se lo digas a Flebus. Él nosabe nada. Haré todo lo que sea preciso. Elviejo parecía avergonzado—. Lo creas o no, losremordimientos no me dejaron vivir en muchotiempo después de que te fuiste a América.Afortunadamente vivías. Lo de ahora fue puradesesperación. Si mi muerte hubiera servidopara salvar el negocio y a mi hijo, me habríapegado un tiro.

—No tienes valor para eso. ¿Quién es elfinanciero?

—El caso es que no lo sé. Hice una llamada

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a un coleccionista de aquí cuando me contastelo del cuadro, y a los pocos días alguien vino averme de su parte, y me hizo un buenadelanto. No era holandés, aunque sí parecíaeuropeo. Un hombre alto, bien vestido, deoscuro, sin señas particulares. Su jefeaguardaba fuera, en el interior de un coche, nose dejó ver. El guardaespaldas me dijo que lollamara el promotor, me dio un número demóvil. Desde entonces nos hemos comunicadopor teléfono.

Por las señas ofrecidas, aquelguardaespaldas era el individuo que habíadirigido el asalto. El misterioso sabueso que lohabía seguido desde Venecia.

—Ya sé lo que pensáis, pero si vuelvo allamar a ese coleccionista lo más seguro esque ponga a su amigo en guardia.

—Tienes razón —intervino Jerónimo—. Noconviene alertar a ese promotor. Ahora mismovas a llamar a su teléfono y vas a decirle quetu amigo está muy triste por haber perdido susrecuerdos y el cuadro. Que duda dedenunciarlo a la policía, y cuando se le pase eldisgusto, en un par de días, se volverá con sunieta a España. Estaremos escuchando por elaltavoz, por si reconocemos la voz. Tienes queser convincente. Aleja a ese pájaro negro.

En apariencia al menos, Herbert lo fue.Cumplió su parte del trato.

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—Entiendo —dijo una voz fría en inglés—.Estaremos en contacto.

Se notaba que hablaba con el tamiz de unpañuelo.

—Supongo que si se ha recuperado elcuadro y está en buen estado, habrá algo másde dinero...

—Siempre cumplo mis promesas. ¿Por quéhabla por el altavoz? Eso no me gusta, ya lellamaré —advirtió la voz antes de colgar.

—¿Qué quieres? Si no le pido algo, habríasospechado —Herbert explicaba a Jerónimo.

—¿Te dice algo esa voz? —preguntóJerónimo a Javier.

—Nada, pero se ve que no es la primeravez que hace estas cosas. Detectó en seguidaque había alguien más oyendo.

—De momento piensa que tiene el cuadro,que está debajo de alguna de las pinturas.Hasta que no lo compruebe, al menos en unpar de días, no moverá ninguna ficha.

El viejo pintor español se acercó a Herbert.—Listo. Y ahora vas a llamar a Flebus, hay

que ponerse a trabajar. Dile que traigaherramientas. O mejor aún, que venga con subarco. Javier tiene que dormir en algún lado yaquí no hay habitaciones para todos.

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Nada más enchufarlo a la red, el teléfonode Javier Carreño pareció recuperar el tiempoperdido. Se sucedieron varios avisos del buzónde mensajes, entre ellos dos de Gonzalo, suamigo policía, y al poco, el sonido de unallamada. Carreño no quería contestar, pero,nervioso, se equivocó de tecla.

—Hola, Javier, ¿qué tal va eso?Al otro lado del teléfono adivinó la cara de

Doble F, que era quien le llamaba. Era tarde.El director del Prado debía de estar intranquilo.

—Bien, tía Lola. Ahora no puedo hablar,estoy en Holanda, te llamo cuando pueda.

El comisario quería colgar, pero sinlevantar sospechas. Veía las miradas de losdemás y se alejó hacia la puerta, donde nofuera oído.

—Sí, tía, estoy en un viaje de trabajo. Parala próxima exposición.

—¿Pero va todo bien?—Bueno, han surgido complicaciones.—¿Qué clase de complicaciones?—De verdad que no puedo extenderme. De

momento me quedo, ya te explicaré cuandollegue a Madrid.

—Pero no me puedes dejar así. Recuerdaque quedamos en que me irías informando.

—Las cosas cambian. Han ocurrido cosas.

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—¿Qué tipo de cosas? Oye, me tienes enascuas, ¿es que no te fías de mí? Mira quetengo una carta...

—No me fío de nadie. Ni tampoco de losteléfonos. Ten paciencia, Federico, ya sé queno es una de tus virtudes, pero no podemoshacer otra cosa. He perdido la confianza deJerónimo y su nieta por haber hablado delcuadro.

—¿Pero lo tenéis?—Ya apareceré por el Prado. No te puedo

decir más. Dimíteme si quieres, pero no mellames más. Ya daré señales de vida. ¡Bueno,tía, un beso, y te llamo cuando llegue aMadrid! —alzó la voz al volver al interior.

Una cosa al menos había conseguido:había dejado a Doble F, literalmente, con lapalabra en la boca.

Mientras esperaban al hijo del anticuario,

Javier se recostó en un sofá y, agotado por elesfuerzo y la tensión, cerró los ojos. No sepuede decir propiamente que fuera un sueño,sino una ensoñación. En ella, Javier se lastenía que ver con una serie de simpáticos ytrajeados demonios que llevaban maletín deejecutivo y una enigmática caja decorada conletras de la cábala o algún desconocido yremoto alfabeto. En cada una de las cajas se

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guardaba un pecado, y los diablos del maletín,todos distintos, caminaban hasta una olladonde vaciaban el contenido de la cajamientras otro diablo mayor daba vueltas alpotaje. Era la sopa de donde salía la pasta delser humano. Se preguntó si también habríaángeles que volcaran en el recipiente lasmejores esencias de la virtud. Allí, en suensoñación, no aparecían.

Al abrir los ojos, recordó quién habíaidentificado con diablos precisos y concretoslos siete pecados capitales, dentro de esaoperación de marketing tardomedieval de laIglesia católica para la adjudicación de culpas.Lo había leído hacía poco, por si podíaidentificar las criaturas demoníacas de ElBosco. Se trataba de Peter Binsfeld, un obispoy teólogo alemán y uno de los másimportantes cazadores de brujas de la época.En 1589 escribió el tratado De confessionibusmaleficorum et sagarum (De las confesionesde los hechiceros y de las brujas), que setradujo en seguida a varios idiomas. La cazade brujas estaba en todo su apogeo, moda dehogueras y procesos extendida como manchade aceite por Centroeuropa. En aquel librohablaba sobre las confesiones de las brujas, ydefendía que aunque fueran realizadas bajotormento, de todos modos debían ser creídas.También alentaba las acusaciones, aunque hayque añadir en su descargo que al menos

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pensaba que las muchachas menores de doceaños y los muchachos menores de catorce nopodían ser considerados culpables de practicarbrujería. Contrario a otros autores de la mismaépoca, Binsfeld dudaba que la gente pudieratomar forma de animales y de la validez de lasmarcas diabólicas. En ese libro, por llamarlo dealgún modo, también identificó cada pecadocon un demonio que tentaba a la gente acometerlo. Lucifer era la soberbia, Mammon laavaricia, Asmodeo la lujuria, Leviatán laenvidia, Belcebú la gula, Satán/Amon la ira yBelfegor, la acidia.

Víctima de la peste bubónica, aquel obispomurió en Tréveris en 1598, el mismo año en elque murió también Felipe II y en el que Galileocomenzaba sus revolucionarios experimentosen cuerpos en movimiento.

Del recuerdo de aquella lectura aprovechóla idea como el escritor aprovecha elementospara identificar a los personajes sobre los queconstruirá la trama. Si en aquella historia éltenía el demonio del mediodía, es decir,Belfegor, Raquel, personificación de la lujuria,era Asmodeo; Belcebú, el de la gula, poseía aFabia; Mammon, el de la avaricia, podía seradjudicado al marqués y Leviatán, la envidia, aFederico Fonte. Quedaría por saber qué pecadoadjudicar a la dulce Himiko. Solo le quedaba lasoberbia, aunque no sabía si le pegaba mucho.

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Era casi medianoche cuando comenzó el

laborioso proceso de conversión de un baúl endos tablas flamencas. Nadie quería cometerningún error. Flebus había llegado con subarco vivienda y atracado en el pequeñomuelle al que daba el jardín. Le habíancontado, grosso modo, la agresión que habíansufrido, pero no los motivos. El libanés, quecomprendió las razones de Jerónimo para noacudir a la Policía, ayudado por Javier eHimiko, fue extrayendo las puntas y remachesde los bordes del baúl, que mantenían lamadera unida proceso lento que servía paraestudiar la estructura de las tablas quecomponían el baúl. También se había extraídola tela que lo forraba. La sorpresa surgió acontinuación. Las tablas no se podíandesprender de la madera protectora. Algo lassoldaba y cualquier solución mecánica quedabadescartada.

Costó llegar a la raíz del problema. FueJerónimo quien tuvo una intuición:

—El tratamiento contra los insectos queaplicó Guillermina. Ha disuelto algún barniz yha pegado las tablas, pero seguramente no hallegado dentro. Hay que conseguir abrir losbordes, con el mínimo daño, porque lo demásestará intacto.

Aquello significaba que se necesitarían

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muchos cuidados para obtener la separaciónde las tablas con la seguridad de encontrarseen buen estado el interior. Una burdamanipulación podría dañar el cuadro, algoimperdonable una vez llegados hasta allí.Herbert parecía ausente, casi ido. Javier lovigilaba, podía llamar a quienes los asaltaron.El comisario se volvió receloso. Miraba por lasventanas hacia la calle, sintiendo que habíauna persona acechando detrás de cadaesquina o cada coche.

—¿No sería mejor llamar a la Policía,llevarlo a un museo? —explotó por fin anteJerónimo—. Ver así la tabla me da grima. Sinanunciar todavía nada, pero trabajaríamos enlas mejores condiciones. Y sobre todo, sin estatensión. Tu viejo camarada puede volver avendernos.

—No te preocupes, no dirá nada. Sabe quela amenaza se cumpliría y que el prestigio desu firma quedaría dañado, lo que afectaría a suhijo. Además, le he ofrecido dinero para salvarla tienda. Supongo que como a mí, lo que lequede de vida le importa un rábano, perotenemos a seres queridos que dejamos aquí.Yo tomaré la decisión cuando sea menester.

A pesar de todo, Carreño intuía queJerónimo tenía otras ideas en la cabeza.

—Dime, Javier, ¿has hablado en algúnmomento de una copia o solo de un cuadro?

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—Solo he citado al Jonás, lo juraría...—Si fuera así, esa copia podría ser nuestro

seguro ante esos matones.Con agua caliente y algodones, se fueron

aflojando las cuadernas y por último, Flebus yJavier separaron la primera plancha de lamadera frontal. En todos los presentes se hizoun silencio. Javier comprendió lo que habíasentido Jerónimo al contemplar el cuadro porprimera vez. Allí estaba Jonás y la ballena.

—Esta es la copia. El original es el de latrasera —dijo Jerónimo, que parecía tener diezaños menos. Un nervio, una fibra, lo tenía entensión extrema, abiertos los ojos. En esosmomentos no parecía tener la vista mermada.Había recuperado la vitalidad, como si tuvieraveinte años menos.

Al poco, emergió la tabla, milagrosamenteresucitada, con daños muy leves, debido sinduda al tiempo y las diferencias detemperatura. Una gran ballena varada,parecida al interior de una nave, donde seamontonaban barcos, riquezas, ahogados.Jonás aguardaba en una playa, sentado sobreun barril. Algunos eremitas poblaban las grutasde las paredes del inmenso leviatán. Imposibledescribir la profusión de criaturas bosquianasque poblaban los mares, los aires, las paredesdel estómago de la ballena. Nadie supo quétiempo transcurrió, sumidos todos en un

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respeto reverencial, religioso, litúrgico, hastaque por fin habló el comisario: —Verdaderamente eras bueno, Jerónimo —concedió Javier, mirando original y copia.

—Mañana haremos las últimas revisionespara ver su estado, con un reflectógrafo queva a conseguir Flebus —anunció Jerónimo.

El móvil de Javier comenzó a sonar de

nuevo. Era Raquel. Se había olvidado de ellapor completo. Dudó si cogerlo o no.

—Es Raquel Zurita, la marquesa.—Cógelo. No sabemos qué papel juega en

esta historia.Javier obedeció a Jerónimo. Se alejó un

poco, como buscando cierto tipo de intimidad.Himiko no le quitaba la vista de encima.

—Javier, menos mal. Siento la hora. Te hellamado un montón de veces. Temía que noquisieras cogérmelo.

Era cierto. Tenía varios avisos y mensajesde ella.

—¿Y por qué, Raquel?—No sé, eres malo. Después de todo lo

que he hecho por ti. Creo que quieres darmede lado. Ahora, cuando la caza parece muypróxima. ¿O ya ha sucedido? ¿Tienes... tenéisel cuadro?

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—Hay alguien más detrás de él. Alguienque nos ha asaltado. ¿Te acuerdas del hombrede Venecia?

—¿Y qué ha pasado?—Que todo se ha evaporado. El cuadro,

toda la historia...—Pero, ¿cómo ha sido? ¿Estás bien?—Bueno, la verdad es que aun con el susto

en el cuerpo. Pero no dejo de pensar. Aquelhombre apareció en Venecia al mismo tiempoque tú. ¿Quién es? Son muchas casualidades,dos veces seguidas.

—Javier, dime dónde estás. Voy para allá.Siento que estás en peligro.

—¿Y tú me vas a salvar? Estoy convencidode que sabes quién es ese hombre.

—Bueno, quizá tenga una idea, unasospecha. Te lo contaré, pero no estoy muysegura. Lo que sí te aseguro, por mi vida, porsi alguna vez has sentido algo conmigo, de queno tengo nada que ver ni con ese hombre nicon el asalto.

—Está bien. Hoy es ya demasiado tarde.Quiero dormir. Nos vemos mañana.

—A las diez tengo la subasta de Sotheby's,en el distrito de los negocios, en Boelelann, enla zona sur, cerca de la carretera decircunvalación. De ahí me puedo acercar...

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—Es un sitio perfecto. Nos vemos allí.—Estará lleno de gente que conozco. Me

gustaría verte a solas, con tiempo. Y además,no tienes acreditación.

—No te preocupes. Ya me las apañaré. Ypara lo que tenemos que hablar basta y sobracon que hagamos un aparte antes de lasubasta.

—Hace poco que pensabas de otra forma,te recuerdo.

—Todo en la vida es puro cambio. ¿Es quenunca leíste a Heráclito? Hasta mañana.

—Es cierto. No tengo acreditación para la

subasta de Sotheby's —dijo Javier tras colgar.—Seguro que nuestro amigo Herbert podrá

hacer algo —aventuraba Jerónimo enpresencia del anticuario.

—Puede que llamando a la directora de lasala, Eveline van Veenman...

—Ya no son horas —replicó Flebus—. Perosí quizá para Albertine Vildemans, la delServicio a los Clientes. Precisamente mañaname iba a devolver un favor, prestándome sureflectógrafo portátil, después de quecomience la subasta.

—Deberíais ir los dos —apuntó Jerónimo—.Javier necesita que alguien le cubra las

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espaldas.—Por cierto, ¿por qué el reflectógrafo? —

preguntó Javier a Jerónimo cuando Flebusllamaba a su contacto en la subasta—. ¿Nosería mejor ir cuanto antes a la Policía, ovolver a España y examinarlo bien?

—Tengo una sospecha. No te lo podríaexplicar, pero necesito que veamos lo que estádebajo del cuadro.

—¿Te refieres a que hay un mensajedebajo de la pintura? Eso ya lo he leídoantes...

—Déjame a mí ese tema y tú preocúpatede pegarte al libanés, por si las moscas.

Aunque Javier cumplía la misión de vigilaral ahijado de Herbert, la verdad es que no lequitaba el ojo de encima sobre todo por celosmundanos. Se había percatado de que ellibanés lanzaba miradas interesadas a Himiko,que aparentemente no acusaba recibo, peroque era sensible a sus delicadezas y detalles,como cuando le servía el té o unos pasteles deagua de rosas que le gustaban especialmente.Lo cual era sospechoso, porque esa clase demiradas es lo primero que detectaban lasmujeres en los hombres. Por un lado, Javier nosabía cómo hacer para recuperar la intimidadperdida con ella y por otro, aquellos celos loinquietaban. Una tormenta comenzaba a agitarsu interior. Estaba nervioso y tenso, agotado,

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intentando llegar al final de aquella peripecia,argumento inverosímil. No podía bajar laguardia, menos con Himiko. Sabía que lasmujeres perdonaban mucho antes y mejor quelos hombres, sin resquemores nidesconfianzas. Pero el asunto se ponía difícil.Aquel coqueteo con el libanés podía significardos cosas. O quería ponerlo celoso o,verdaderamente, ya no le importaba. Se habíavuelto con él altiva y señorial, desdeñando susmiradas.

—Yo sí he leído a Heráclito —dijo Himiko alpasar a su lado, condescendiente—. Nada esigual a un minuto antes, ni en las aguas de unrío, ni en la vida... ¿No tenías curiosidad por elespejo negro? Mi abuelo me lo ha dejado, perote lo presto esta noche. Quizás mirándolo teduermas en seguida. Cuídamelo, eso sí.

A pesar del gesto, las palabras habían sidopronunciadas con frialdad. Le alargó la bolsade cuero. El espejo tenía un impacto en uno delos bordes que le había arrancado unaesquirla, pero por la otra parte permanecíaintacto. Javier no tenía ninguna gana dehacerse cargo del espejo aquella noche, perole dio las gracias y lo tomó. Le estallaba lacabeza. Después de un día como aquel, era lomenos que le podía suceder. Se retiró adescansar en el barco vivienda de Flebus,atracado en el pequeño muelle. Aquella erauna conclusión lógica, tenía que acabar

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durmiendo en un barco, colgado entre la tierray el líquido elemento. Aunque apenas semovía, un leve contoneo imperceptibletransmitía la sensación de estar ante unasuperficie deslizante, un suelo inestable bajo laapariencia de tranquilas aguas. Por lo demás,aquel salón casi no parecía camarote, conamplio sofá, chimenea, equipo de música yuna pequeña cocina lateral. Parecía más bienun coqueto apartamento amsterdanés, una deesas construcciones estrechas y largas, conenormes ventanales, donde de día penetrabael sol que salía con constancia matemática deun cielo sembrado de nubes.

Sin saber realmente por qué, levantó elespejo a la altura de su cara. Durante un parde minutos no pasó nada. Cuando ya iba adejarlo, sintiendo que hacía el ridículo, creyópercibir en aquella superficie los trazos de unasilueta. No quiso esforzarse en reconocerla.Dejó que la sensación flotara ingrávida ante ély cuando la figura comenzó a formarse antesus ojos, bajó el espejo y buscó la luz de laventana.

Desde su cama, por el ventanal, a lo lejosdistinguió el contorno de los viejos molinos deviento, en siglos anteriores necesarios parabombear el agua de los diques, en laactualidad reclamo turístico. Sobre las aguasdanzaban brillos luminosos. Javier Carreñosintió un escalofrío. Puede que fuera el frío o la

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sensación de abismo de aquel auténtico espejonegro acuático que aguardaba en la oscuridad.No le hacía falta recurrir al otro. Ante él teníala imagen y el recuerdo de la adivina, que se lemetió en el cuerpo como un mal aire y le hizoencogerse.

No quería reconocerlo, pero los síntomaseran claros: tenía miedo.

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Capítulo XIII

El marinero fenicioahogado

Está su carta, el MarinoFenicio, el marinoahogado.

(Hoy son perlas lo queayer sus ojos. ¡Mire!).

T. S. ELLIOT, La tierrabaldía.

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C

uando Javier y Flebus, con su flamanteacreditación, proporcionada por una eficienteAlbertine, entraron en la sede de Sotheby's,aun quedaba media hora para la sesión. Losinvitados, los que iban a pujar, y losespecialistas como ellos tomaban café ypastas, cortesía de la casa, en una ampliaantesala que daba paso al salón principal. Elambiente era de clase y señorío. Casi se topóde bruces con Liona Kowalesky.

—Soy compañía que no les convengo enestos ambientes —dijo tras los saludos—.Todos sospechan de mí, piensan que si estoyaquí es porque algún cuadro puede tener unturbio pasado. Una pésima publicidad, ladesconfianza. Si las casas de subastaspudieran prohibirme la entrada, lo harían, sinduda. «Y entonces, ¿por qué está aquí?», sepreguntó Carreño. Como siempre, antes detiempo, porque Liona se lo hizo saber acontinuación.

—En realidad vengo para epatarlos. Y paraver quién se sigue moviendo en este mundillo.Información, ya sabe.

No fue por el consejo de la cazadora decuadros, sino porque en seguida distinguió aRaquel, por lo que se separaron de su

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compañía. La marquesa estaba acompañadade un señor maduro, elegante, con canas. Seveía que su rostro, donde asomaban dos ojosclaros, había sido el de un viejo seductor. Erael abogado italiano, mira por dónde.

—Hola, Javier, hola, señor Flebus. Lepresento al señor Fiori, un viejo amigoveneciano. —Raquel sonreía con complicidad,lo que le hizo a Javier ponerse en guardia.

—Amigo mío, encantado de verlo denuevo. Veo que tenemos un gusto parecido,por las amigas interesantes lo digo —aclaróFiori en un inglés sin apenas acento.

—El placer es mío. Y mutuo. Digo, lo de lasamigas interesantes.

Raquel informó de que el abogado estabaallí para pujar por una de las piezas de lasubasta de los viejos maestros, un clásico deSotheby's que recorría todos los años,regularmente, sus sedes en varios continentes.

—«Obras maestras del siglo XIV alprincipio del XIX, incluyendo grandes nombresdel arte occidental desde Guido Reni aVermeer, de El Greco a Rubens, de Frans Halsa Canaletto, de Cranach a J.M.W. Turner» —leyó Flebus en voz alta la información delcatálogo que resumía las subastas de unadécada.

—Oh, sí, cada uno tenemos nuestros

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favoritos. Ojalá dispusiéramos de dinero parapujar por todo, pero en esto, como en la vida,hay que especializarse —respondía elveneciano.

—Desde luego. No todos los días podemosdesembolsar setenta y cinco millones dedólares por un rubens, treinta y dos por uncanaletto, treinta por un vermeer o casiveintinueve por un mantegna —citaba tambiénJavier las cifras del catálogo donde la casaexhibía su buen hacer y sus números a lo largode los últimos años.

—Fiori representa en la subasta a uncliente veneciano. Si lo veis pujar por Elgaitero tocando de perfil de Hendrick terBrugghen, no le sigáis. Está decidido a todo.Lo contrario podría destrozar vuestros bolsilloso vuestras ilusiones.

—Exacto. Nunca hago las dos cosas a lavez. Aunque alguna vez puede ser la primera...

Raquel se desenvolvía bien en aquelterreno, con las dosis de frivolidad necesarias,faceta no demasiado atrayente para Javier. Laconversación siguió durante unos minutos,pero afortunadamente el señor Fiori teníaconocidos y saludó efusivamente a uno deellos. La oportunidad fue aprovechada tambiénpor Flebus, que desapareció buscando elalmacén de la casa.

—Tengo que recoger el reflectógrafo

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cuando salgan los cuadros, antes de laporcelana y las artes decorativas. Iré acomprobar que no hay ningún imprevisto.Albertine me ha dicho que pregunte por elencargado, en el taller.

Aunque parecía que se quedaban solospara comenzar una conversación importante,el destino, de momento, tenía otros planes.Aquella subasta, a la que no se pensabaquedar, tuvo de repente un enorme interéspara Javier Carreño cuando descubrió entre lospresentes a German Blank. El destino parecíaponerlo, una vez más, en un lugar precisodesde el que asistir a hechos capitales. Soloque, a pesar de eso, no sabía interpretar lasseñales.

—Bueno, Javier, me tienes en ascuas...—Tendrás que esperar. Tengo que saludar

a una persona que acabo de ver.Javier avanzó hacia aquella figura seguido

por Raquel.—¡Hola, señor Blank!El señor Blank no aparentó sorpresa al

verlo allí, o la disimuló perfectamente.—¿No se lo dije? Mi intuición me decía que

le vería pronto. Y vaya un sitio adecuado paraencontrarse. Aquí, rodeado de bellas piezas,aunque no podamos disfrutarlas más que unrato. ¿Qué mejor sitio para los amantes del

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arte como nosotros?—¿Usted también viene a pujar?—Ya me gustaría, pero los precios son

demasiado elevados para mí. Vengo porqueme gusta el ambiente, y para contemplarcuadros que no sé si podré volver a ver.

—Le presento a una amiga, Raquel Zurita,la marquesa de Monaster. El señor GermanBlank, coleccionista.

—Encantado de conocerla. ¿Acude usted ala subasta por algún cuadro en especial?

—En especial no, más bien por todos —bromeó ella.

—Entonces como yo. La sesión se presentainteresante, aunque los cuadros no son deprimeras figuras. El catálogo no es tanespectacular como otras veces. Y aunqueparece que hay gente con mucho dinero, esosnuevos inversores, no me da el pálpito de quese llegue a grandes cifras.

—Nunca se sabe lo que puede dar de síuna subasta —contestaba Raquel—. Encualquier momento aparece la emoción, gentedisputándose una pieza que, en apariencia, notenía tanto interés.

Javier asistía a aquel diálogo como si enrealidad estuviera en una obra teatral. Nuncale habían gustado las subastas y ahora,además, creía descubrir significados ocultos en

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cada una de las palabras, claves de iniciadosen juegos secretos, guiños de conjurados. Miróal viejo y a su ex amante. Parecían de verdadcreerse lo que estaban diciendo, pero aquellaconversación no duró mucho, acabó comomuchas de las que se entablaban en este tipode eventos. El señor Blank pidió permiso parasaludar a una persona y desapareció en otrocorrillo. Javier y Raquel se quedaron solos.

—¿Qué es lo que te ha pasado? ¿Quién osatacó, dónde? ¡Cuéntame, por Dios!

—Tenías razón. Aquí hay demasiada gente.¡Uf!, solo faltan Doble F y el estirado de tumarido para que estemos todos.

—No sé Federico, pero el marqués sí tepuedo asegurar que está. Es uno de los quepujará por teléfono. De hecho, ya está enlínea, según me ha comunicado hace un rato.

—¿Pero no decías que tenía problemaseconómicos?

—Y los tiene. Aquí pujará, pero nocomprará.

—¿Y tú cómo sabes...?—¿Para qué te crees que fui a Venecia?

Hay muchas cosas que no conoces de mí, poreso no me gustaría que sacaras conclusionesequivocadas.

—Entonces, tu objetivo era Fiori...

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—Aunque a veces te cuesta, veo que eresrápido cuando te pones. En efecto. Fui aaveriguar qué quería comprar y hasta dóndeestaba dispuesto a pagar.

—O sea, que tu marido, al teléfono, estáde gancho. ¿De la casa?

—No, la casa no lo permitiría. Delvendedor, un amigo, suponiendo que en estohaya amigos. Él sube la puja hasta que alcanzacasi el valor del que no pasará el otro yentonces se retira. Al igual que la casa, selleva una buena comisión. Aunque lo ha hechopocas veces, es uno de sus negocios máspersonales, que le dan más satisfacción.Engañar al viejo zorro de Fiori le pone más quehacer un trío. En el fondo los exclusivos soncomo críos peleando en el patio del colegio.¡Ay, los hombres! Por cierto, ¿eres muy amigodel libanés? ¡Mira que está macizo!

—¡Por Dios, Raquel!—Que era broma... Intentaba quitarle

hierro al asunto.—Así que conseguiste fácilmente lo que te

proponías...—Hay pocas cosas que no pueda hacer con

un hombre. Aunque sea de setenta años. Es mipacto con el marqués. Crees que soy unafrívola, pero yo tengo también que pagar mipeaje. La realidad es así de cruda, la razón del

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viaje a Venecia y a Ámsterdam. No te estabavigilando. Al contrario, sabes que tú siempreeres un placer...

—¿Y quién crees que puede ser el matónque nos atacó? Ese que me siguió enVenecia...

—Pero cuéntame antes qué ha pasado.—Cayeron sobre nosotros en una carretera

comarcal, a la salida del pueblo donde fuimosa buscar un baúl de Jerónimo de hace setentaaños. Si te paras a pensarlo, da vértigo. Habíaparado un momento el coche. Enseñaronpistolas, pero no hubo lucha. Se llevaron elbaúl con todo lo que contenía, que erancuadros del viejo.

—Pero, ¿estaba el Jonás?—Eso parece. Estaba detrás de una de

esas pinturas. Jerónimo está hundido, y lo quees peor, desconfía de mí. Cree que los hetraicionado, lo que, en el fondo, es cierto. Megustaría enmendar mi error. Aunque no loparezca, estoy rabioso. Quisiera saber quién esel que lo tiene, para quién trabajaba aquelmatón.

—En todas estas operaciones entre losexclusivos, hay una agencia que se dedica altransporte y, según creo, a algunas«recuperaciones» o cobros. Ese hombre tieneque pertenecer a esa agencia. Pero eso

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significa, ni más ni menos, que hay alguienpoderoso y con recursos detrás. Se piensa queen el mundo de los coleccionistas, por másobsesivos que sean algunos, no pasan más alládel robo o de hacerse ciertas faenas, como laque te he contado del marqués. Pero encualquier momento, a alguien se le puede ir lamano por un cuadro como el de El Bosco.Ahora, tienes razón, no parece que estésrabioso. Hay algo que no me cuentas.

—No le habrás comentado esto a nadie,¿no? —distrajo su atención Javier.

—Te lo juro, créeme. Nunca traicionaría unsecreto así.

—¿Quién puede ser el que ande detrás? ¿Ycómo se ha enterado? ¿No se lo habrá contadoDoble F a alguien más?

—No le pega, sabe que este tema lebeneficiaría y no creo que trabaje para nadie.Pueden estar interesados muchos, cualquiera,por ejemplo, de los que están aquí. Porque laverdad es que, como dices, están casi todos:el mafioso ruso que se las da ahora derefinado, aunque le pierda esa pasióndesmedida por los diamantes; unrepresentante de una corporaciónmultinacional japonesa, de las dos mayoresinversoras en arte; también los últimos ycaducos miembros de la vieja noblezaeuropea, que vienen a cotillear y a ver cuánto

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podrían sacar por las últimas obras que tienen;en fin, escoria fina y elegante. A veces piensoen lo paradójico que es saber que lospropietarios de las obras más bellas de latierra son seres humanos abyectos ydeplorables, a los que el resto de lahumanidad, en su gran mayoría, les importaun rábano.

—Quizá lo hagan para redimirse. O piensenque estar en contacto con la belleza les puedetransmitir alguna de las virtudes que no tienen—apuntaba Javier—. Ya sé que no es tu caso.Eres de las personas, como yo, que seemocionan con una obra maestra.

—Menuda obra maestra estás tú hecho. ¿Yqué vas a lograr si consigues averiguar quiénfue el que ordenó el asalto? ¿Vas a ir acaso ala Policía? No te lo aconsejo, formularíanmuchas preguntas, y recuerda tu cargo decomisario de una exposición del Museo delPrado. Hay más cosas... Presiento que teescabulles, no me lo has contado todo... Noestás tan hundido como yo lo estaría despuésde perder una tabla así... Tú sabes alguno demis mayores secretos. Te escondes ases en lamanga, sin confiar en mí.

Javier estaba ya acorralado cuando eldestino, en forma de mano masculina,descendió hacia él desde detrás.

—¡Hombre, Javier! No esperaba

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encontrarte aquí. Ayer te estuve llamando, nosabía si estabas todavía por Ámsterdam.

La sorpresa por la aparición de GermanBlank pronto se vio superada. Aunque leresultara difícil de creer, a su lado,palmeándole la espalda, se encontraba suamigo Gonzalo Martín, el policía. Otro hombre,con el inequívoco aspecto de ser de la Interpol,lo acompañaba y miraba con ojos curiosos.

—Te presento a mi colega Van Maarten.—Y yo a una amiga, Raquel Zurita. Mi

amigo Gonzalo, de la Policía Científicaespañola. Y un enamorado del arte.

—¡Qué interesante! Hemos quedado luegopara comer, ¿verdad, Javier? Quizá puedaacompañarnos. Si me disculpan, caballeros...Tengo que ir al baño, luego pasan las horas yuna no puede siquiera levantarse. Todo es tanemocionante...

Los altavoces dieron el aviso de que encinco minutos comenzaría la sesión. El policíaholandés se movió hacia las puertas de la sala.

—¿Y cómo es que estás aquí, Gonzalo?—¿Te acuerdas de lo que te conté en

Madrid?—Sí, aquel curioso personaje...—Está aquí.—¿Aquí, en esta sala?

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—Hombre, tanto como eso... Podría ser,aunque no creo que sea tan tonto o tanatrevido; en realidad me refería a Ámsterdam.Van Maarten me contó lo de la subasta, ycomo no he asistido a ninguna, he venido paraambientarme.

—Pero, ¿por qué vienes tú desde Madrid?¿Acaso no tienen buenos detectives enÁmsterdam?

—Dinámica policial que no te puedo contar.Quizá más adelante. Pero ya que estás aquí tepregunto: ¿has oído algo últimamente que tehaya llamado la atención?

—No, ¿por qué? El mundo del arte es muyrutinario.

—¿Y tú qué haces aquí? ¿Ligando con esamonada? Si no me equivoco, tiene un maridopoderoso, el marqués de Monaster.

—Los conozco de haber tasado un cuadropara ellos. Me la había encontrado un pocoantes. Últimamente las subastas están muyconcurridas y se puede encontrar uno a genteinsospechada. Oye, ¿y no hay cámaras deseguridad? En las películas siempre haycámaras...

—No en Sotheby's. La norma es que nohaya cámaras ni se saquen fotos, a no ser dela mesa y las piezas. No por conservar elanonimato de los compradores, simplemente

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para que no se publiquen en la prensa.Últimamente los ladrones leen periódicos,revistas y utilizan Internet. No hay que dejardemasiadas pistas. Al menos, eso es lo quedice la Policía. Bueno, te dejo, Van Maarten meha buscado un sitio. ¿Cuándo vuelves aMadrid?

—En dos días. ¿Y tú?—Espero que pronto. Ya te llamo y

echamos una parrafada.Con tanto trasiego, Javier tardó en

percatarse de una sensación que le tensaba elcuello, le erizaba el pelo y le hacía zumbar losoídos. Era un estremecimiento de sentirseobservado, de que alguien, desde algún lugar,lo estaba vigilando. Se volvió de pronto, por siidentificaba aquella mirada que intuía, y lepareció ver una sombra que desaparecía enuna columna. Fue hasta allá solo para apreciaruna puerta detrás que daba a un pasillo con unletrero de «prohibido el paso al personal ajenoa la casa de subastas». Se percataba de que siel matón pertenecía a una agencia relacionadacon el mundo del arte, muy bien podía estarallí, confundido en aquella fauna. Lanzómiradas a todas partes, intentando identificara alguno de los jóvenes fornidos, bientrajeados y con un pinganillo en el oído queeran parte de la seguridad. Pero ninguno separecía a los de la carretera. Eso sí, tenían un

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aire parecido, como cortados por el mismopatrón.

Llegó Flebus a su lado y los dos entraronen la sala.

—Ya le he dicho a Albertine que mañanamismo le devolveré el reflectógrafo. Tenemostiempo de hacer nuestros estudios.

La sesión comenzó como todas laselegantes subastas de la firma. Un maestro deceremonias fue enumerando primero lasreglas, los plazos para las pujas, tiempos ytramos de subida —a partir de cantidadesimportantes cada nueva oferta debía ser, almenos, de más de quince mil dólares— y actoseguido abrió la sesión con un pequeño cuadrode Frans von Mieris. A su izquierda, uncaballete donde, bajo una luz, se disponían lasobras, y a la derecha, una mesa con unadocena de teléfonos atendidos por agentesespecializados o intermediarios. Localizó a laspersonas con las que se había encontrado allí:Liona Kowalesky, Raquel, Fiori, GermanBlank... Quizá buscaba algún gesto, algúnademán de complicidad, una relación... Seresistía a creer que aquella reunión fueracasual. Existía algo que no estaba a la vista,un vínculo oculto entre algunos de ellos, yhallarlo era desentrañar el meollo de lahistoria, averiguar quién estaba detrás delcuadro. Sí, ¿pero cuál, o cuáles?

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El sonido del mazo abriendo el remate lodevolvió al rito de la compraventa de piezas.Con los dos primeros cuadros no hubo suerte.Nadie pujó por Frans von Mieris el Joven y JanBrueghel. Y llegó el penúltimo.

La puja por el Gaitero tocando de perfil,que ya había sido colocado en el caballete,empezó con la expectación normal. El maestrode ceremonias anunció el cuadro, pintado porHendrick ter Brugghen, artista nacido enDeventer en 1588 y muerto en Utrecht en1629. Como siempre, en la miseria, pensabaJavier, al que esa realidad paradójica de lavida de muchos pintores, como Rembrandt,muertos llenos de deudas, le parecía un delitode lesa humanidad. Al menos, Hieronymus nomurió así. Parecía que el público de la sala,tras la decepción de los cuadros anteriores,esperase alguna novedad que aportara a lasesión la tensión que faltaba.

Ninguno de los compradores de la salapasaría nunca hambre ni miseria. Él tampocola había pasado. Pero si tan terrible era lamiseria económica, lo era mucho más laespiritual. Alguien era capaz de cualquier cosapor obtener aquel cuadro perdido de El Bosco,ya fuera por ambición personal, ego o ambascosas. Un cuadro desconocido del pintorholandés podría alcanzar, en una subastacomo aquella, cifras astronómicas. Demasiadodinero.

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Un pequeño aumento del pujadortelefónico sobre el precio de salida del Gaitero,situado en un millón de dólares, fuecorrespondido con una subida de Fiori. Eran lostanteos iniciales, ya que se intuía el interés deotros compradores. Porque, cuando seesperaba una oferta más por teléfono, fue unode los dos japoneses el que situó la puja endoscientos mil euros más. Fiori superó enseguida la cifra, arrancando los primerosmurmullos de la sala, ávida de emoción, y quecomo un animal de cien bocas y doscientosojos no perdía ripio de los movimientos. Losque siguieron fueron semejantes a la subida deuna escalera llena de empinados escalones,trechos de miles de dólares, un mano a manoentre Fiori y el pujador del teléfono. Javier sepercató de que algo raro estaba pasandocuando, lejos de las palabras del director de lasubasta, del cartelito de Fiori y del rostro y laboca del que empuñaba el teléfono, se fijó enla cara de Raquel. No era una cara relajada,sino tensa, preocupada. Había detectado algoextraño, algo que no marchaba comoesperaba, quizá el rostro de Fiori, que tal ycomo se percató el español, lejos de estarinquieto y nervioso, parecía disfrutar. Miró denuevo a Raquel, que no dejaba de observar alitaliano, y comprendió. El marqués iba a serobjeto de su propia trampa, y en realidad eraFiori el que le iba a gastar una jugarreta en el

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último momento. Raquel lo había intuido así,pensó Carreño, que asistía a aquella ceremoniadel despiste pensando que el mundo del artese había complicado demasiado en los últimostiempos y que, en el fondo, aquel no era suambiente.

Fiori había realizado una última oferta,subiendo hasta los dos millones de dólares, enun intento, según parecía, de distanciarse desu principal competidor y quedarse con elcuadro. Hubo un instante de suspense, aunquea tenor de las respiraciones de Raquel, lo queiba a suceder estaba cantado. Aquel era elúltimo cebo y el marqués lo mordió. Subiótrescientos mil dólares. Fiori hizo un ademán,un movimiento como para continuar elsuspense y renunció. Se le veía feliz, con unasonrisa en los labios, a pesar de que,aparentemente, había perdido la puja. Javierdistinguió un sudor frío en la cara de Raquel,cuyo rostro, a pesar del maquillaje, habíaperdido el color. Había comprendido la jugaday no podía hacer nada para evitarla. Entonces,Javier cazó una mirada del italiano a lamarquesa. Era una mirada de disculpa, dedecir: «lo siento, no era nada personalcontigo». Raquel, sin embargo, estabaalterada, rabiosa.

Los vendedores, la casa de subastas y elpúblico estaban gozando, aunque los primeroslo hacían por razones mucho más prácticas. El

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precio ya no se movió, y el cuadro fueadjudicado al pujador telefónico. Javierimaginó la cara del marqués al otro lado delhilo. Cuando el mazo cerró la operación y sedesataban los comentarios y murmullos, Javiersintió que Raquel necesitaba su ayuda.

Mientras los operarios se llevaban el

cuadro recién subastado del atril y lo sustituíanpor el último, y antes de que el maestro deceremonias comenzara la descripción de lanueva obra maestra, Raquel se levantó yabandonó la sala. Javier la siguió con laintención de hablar con ella, en un sitio a salvode miradas indiscretas. Intuía que estabapasando un mal momento. Y además le habíaintrigado el abogado italiano, quería obtenermás información.

—Lo siento, tengo que ir al lavabo, no meencuentro muy bien —le dijo ella cuando se loencontró en el pasillo.

Javier la dejó partir. Iba a decirle algoobvio sobre el que juega con fuego, pero secompadeció. Su sacrificio no había servido denada. Había sido un peón en la partida deotros jugadores. Carreño sintió un poco deasco por aquel mundo que, definitivamente, noera el suyo. Volvió a su asiento.

—Creo que tengo que quedarme un rato,intentaré hablar con la marquesa. ¿Podrás

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llevar tú solo el reflectógrafo? —preguntó aFlebus—. Nos vemos en casa de Herbert.Tomaré el tren y llegaré lo antes posible paraayudarte.

*

Septiembre de 1584

Sacra, católica majestad:

No ha mucho tiempo, en 1581, que viajé a estaciudad de Praga, nombrado para ello embajador de su católicamajestad, y en ese servicio me afano cada día, ya que si pormí fuera, mandara mudar este destino, dado que casi desde elmomento en el que llegué no ha faltado semana o mes que nolidiara en controversias con el sobrino de V. M., el rey deBohemia y emperador Rodolfo II de Habsburgo, lo cual no meproduce más que descontento, dado que siendo yo un enviado de

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vuestra señoría no debería haber recelos, cortapisas o dobleces enlas relaciones entre los dos reinos y sus soberanos, y ruego alcielo que no se produzcan más, pero amante de la cordialidad yla paz como soy, no puedo por menos que pleitear cuandocompruebo que su majestad Rodolfo II se interesa más por lasartes que por la política europea y la defensa de la fe católica,virtudes y preocupaciones que son las de la Corona española.

Bien sabe V. M. que soy partidario de las ideas delfilósofo Ramón Lull y que también me gusta el arte, comocoleccionista y aficionado, sin llegar al conocimiento profundo queV. M. ha largamente demostrado: a lo largo de mi vida heintentado favorecer a los genios de las artes pictóricas,adquiriendo muchos cuadros y promoviendo también a los pensadoresde las nuevas corrientes filosóficas. El caso del emperadorRodolfo II es particular a este respecto, dado que es de todossabido en la corte que demora en despachar asuntos que leatañen, sobre relaciones con parte de sus estados o con los

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estados limítrofes, y eso a pesar de la gravedad de muchassituaciones, que requieren una atención inmediata.

Y mientras esto acontece, el emperador se encierracon alquimistas o gentes que dicen serlo y no presentan credencialninguna o con pintores con los cuales pasea por su galeríaprivada, departiendo sobre moda, tendencias o experimentos decolor. En el Hofburg, de la capital Viena, desde donde setrasladó la corte a Praga tras la epidemia de peste de 1583,el emperador del Sacro Imperio Germánico comenzó a reunir unaimportante colección de obras de arte, más de mil, se dice, yquinientas esculturas, un millar de obras de fina artesanía yobjetos naturales. El emperador está llenando el ala norte delcastillo de Praga, aunque no le importa la cantidad, sino lacalidad de sus colecciones, donde posee obras de insignes artistascomo Leonardo da Vinci, Rafael, Tiziano, el Veronés,Tintoretto, Durero, Cranach, Holbein, Brueghel y algunas deJerónimo Bosco, aunque no se conoce si son cuadros que le donara

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o vendiera su hermano Ernest, regente de los Países Bajos.

También las de los artistas que trabajan para él:Bartholomeus Spranger, Hans von Aachen, Joseph Heintz, elescultor Adrian de Vries, el grabador Egidius Sadeler, ellapidario Miseroni, y las de otros que están en el servicio en lacorte: Giuseppe Arcimboldo o Jan Brueghel, apodado «elTerciopelo». Asimismo, se habla de su especial relación conpiezas artísticas construidas con piedras preciosas. Una corte decuarenta pintores y escultores venidos de toda Europa trabajaen el castillo—palacio Hradcany.

Todas estas cosas, que sirven para el deleite y elprestigio de los reinos, no deben descuidar, como el emperadorhace, eterno diletante, su tarea de gobierno, y parece no gustarsiquiera de sus semejantes, empeñado como está con susalquimistas en lograr la consecución de la Magna Obra. Sehabla, y los aduladores lo publican a los cuatro vientos, que conRodolfo II ha hecho su aparición un nuevo Hermes Trimegisto,

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quien como piedra imán atrae a sí a los maestros y adeptos dela misteriosa ciencia, y también charlatanes e impostores, que elmédico de la corte, Thadeaus de Hayec, asimismo matemático,astrónomo, botánico, alquimista y conocedor de los textosherméticos, se encarga de desenmascarar. Porque todos losalquimistas, cualesquiera que fuesen su país y condición, tienen enesta corte la seguridad de ser bien acogidos e inclusorecompensados con largueza cuando en presencia del emperadorejecutan un experimento digno de interés.

Parece ser que comenzó a conocer la alquimia en losocho años que pasó en España, en vuestra corte, y recibió delos alquimistas españoles las primeras lecciones de la secreta arteegipciaca, conocimiento en el que continuó al llegar a Viena. Enla lista de sus cortesanos se puede encontrar a variosdestillatores.

Valga todo este preámbulo para relatar a V. M. dela manera que trascurre aquí la vida en la corte y mis difíciles

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relaciones con el monarca, de tal guisa que no osaría preguntarledirectamente por la obra de El Bosco en la que V. M. estáinteresado. He inquirido, para saberlo, a alguno de los pintoresque sirven en el palacio de Hradcany, como BartholomeusSpranger, pintor oficial «heredado» por Rodolfo II después delfallecimiento de su padre Maximiliano II. El emperador gustade muchos pintores flamencos, y de algunos de ellos, incluido elafamado Bosco, parece que las tiene colgadas en sus cámarassecretas, que él comparte con muy pocos bajo el juramento deguardar secreto absoluto. En una, donde realiza susexperimentos, vestido enteramente de marrón, como losalquimistas, almacena libros de alquimia, grabados y cuadros delgran arte de los símbolos pictóricos.

Según parece, en su cámara privada se encierra consu amante Catalina Strada, y muy bien pudiera ser que en loscuadros que decoran esa estancia secreta también pudierahallarse la pintura sobre el Jonás que buscáis, pero en ese caso

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la confirmación solo podría partir del círculo íntimo del emperador.

Intentaré averiguar algo más a través del alquimistay mago inglés que acaba de llegar a esta corte desde Polonia,John Dee. Ayer estuve con él y otros caballeros y me comentó,al saber que era el embajador de su majestad, que tuvo elhonor de conoceros en Inglaterra, con motivo de vuestros esponsalescon la reina María Tudor, en 1554, ocasión en el que leregalasteis un espejo negro de obsidiana, regalo por el cual osestá muy agradecido, pues ha utilizado el espejo en innumerablesocasiones y lo ha perfeccionado para lograr contactos con los seresangélicos. Dee ha sido recibido varias veces por Rodolfo II, conquien se encierra en su cámara durante horas. También hamantenido muchas conversaciones con otros alquimistas, entre ellosGuillermo de Rozmberk, señor de Trebona, gran mecenas, aligual que su hermano Peter.

Sé, como manifestó en una carta V. M., que es enverdad incrédulo destas cosas, aunque no es malo serlo, porque si

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en el empeño de la magna obra no saliese la transmutaciónbuscada, no se sintiese tanto.

En próximos correos indicaré a V. M. si mispesquisas llevan a buen puerto, para que pueda que se hagaobra: agradezco la atención de su V. M. cuando dispone quedinero anda al cabo.

De vuestra sacra católica real majestad humildísimo yobligadísimo servidor y vasallo que sus manos besa,

El embajador en esta corte de Praga,

Guillén de San Clemente

* Esperó a Raquel en la puerta del lavabo de

señoras. Estaba solo en el pasillo, como ella, asu vez, debía de estar sola dentro, un tiempo atodas luces excesivo. Cuando estaba a puntode abrir la puerta, se oyó una llamada de

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teléfono. Raquel descolgó tras unos cuantostimbrazos, y Javier imaginó cómo se habíarepuesto para poder contestar.

Aunque bajó la voz, Carreño percibía untono de disculpa y súplica, y algunas palabrassueltas, como «te estaba llamando», «déjameexplicarte», «yo hice lo que debía», «seguí tusinstrucciones». Parecía evidente que se tratabade su marido, el marqués, que acababa decomprar un cuadro que no quería. Era comopara estar furioso. De esperar sacar unacomisión de doscientos mil a tener quedesembolsar más de dos millones de dólares.De todas maneras, la conversación no durómucho. Cuando salió del baño, Raquel sesorprendió al ver a su ex amante. Esteaprovechó el efecto de la sorpresa.

—Veo que a tu marido no le gusta perder.Y ha sido una buena cantidad.

—Nada que no pueda afrontar. Y además,creo que llegará a un acuerdo con el vendedor,que es amigo suyo. Tendrá que pagar lacomisión a la casa de subastas, pero no creoque acabe desembolsando todo ese dinero.

—Pero el asunto te afectará, supongo...—Nunca sabemos qué sorpresas nos

depara la vida. El caso es que estoy harta deeste tipo de operaciones.

Era confesión de práctica repetida,

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explosión de rabia que se dirigía contra símisma. Controladora y transgresora, ledisgustaba ser manipulada, aunque supieraque todo tenía un precio, y así lo exigían sinduda su nivel de vida y sus acuerdos con elmarqués.

—Lo siento, cielo, tengo que verlo. Aún esmi marido.

—Entonces, ¿te vuelves a Madrid?—No, Javier, el marqués está en un hotel

de Ámsterdam, en mi habitación. Vino paraesta subasta, pero no quería estar presente.Pensaba que si lo hacía, Fiori habríasospechado. Pero está claro que nos haganado por la mano.

—Por cierto, ¿cómo se llama el propietariodel cuadro?

—¿El de la subasta? Christian de Boer.¿Por qué?

—Por nada. ¿Estaba en la sala?—No, es demasiado viejo. Deja de hacer

preguntas. Ven, vamos a tomarnos una copa,lo necesito.

Javier quiso creer que Raquel necesitabasu compañía y su consuelo, esa clase de papelque un caballero está siempre en disposiciónde aceptar, y la acompañó al primer pub de lascercanías, donde ella pidió un whisky, queapuró rápidamente. Todo su entusiasmo con el

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Jonás se había desvanecido ante la jugarretasufrida. A pesar de sus tribulaciones, aun tuvotiempo para bromear.

—No eres el único al que se le chafa todo.¡Vamos a brindar por los fracasos! Tambiénme pasa a mí últimamente. Y además, juraríaque te has enrollado con la japonesa. Ya nome miras como antes, con ese deseo.

Para miradas estaba Carreño, que bastantehacía con intentar permanecer sereno ante lavelocidad de los acontecimientos. Por esorechazó con amabilidad la copa que leproponía su amante. Se dio cuenta de quesubestimaba a Raquel, que se había rehechopronto de aquel leve contratiempo que habíarepresentado para ella sentirse utilizada. Nonecesitaba ningún hombro para recostarse, nitampoco estaba en un estado de debilidadsinceradora. Aunque Carreño preguntó porFiori, no obtuvo ninguna informaciónsobresaliente.

—¡Porca miseria! No es ningún portento;mucho diseño italiano, pero del montón. Y, porlo que se ve, retorcido como los negocios de lamafia que lleva. Mal personaje, ya se lo decíayo al marqués. En fin, así es la vida.

—¿Y no le habrás contado nada, a él o anadie, sobre el Jonás? —Al mismo tiempo quelo estaba diciendo, Javier se arrepentía.

—Pero, ¿por quién me tomas, Javier? Te lo

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perdono, los dos no estamos hoy comodeberíamos, más bien parecemosdesenfocados. Me voy, cuídate. Lo que me hascontado antes no me gusta nada. Pero ahoratengo otros problemas que resolver. Te llamosi me quedo en Ámsterdam o tengo ocasión.Pobre, tantos sueños desvanecidos...

La marquesa salió dejando a JavierCarreño con un beso rápido en la boca ysumido en el desconcierto. Era demasiadainformación en pocas horas, acumulada con ladel día anterior. Aquel carrusel parecía haberalcanzado un ritmo frenético. Necesitabapensar, buscar relaciones y motivaciones.Como en las novelas negras, tenía querecapitular todo lo vivido, ordenarlo, seguir laspistas que sin duda estaban allí, flotando antesus ojos, averiguar cuál era el buen rastro ysacar alguna conclusión lógica. Estaba segurode que un análisis detallado, semejante al quehacía cuando tenía que peritar cuadros, ledaría las claves de lo que estaba pasando yqué se podía esperar de los siguientesmovimientos. Pero, a diferencia de los estudiosartísticos, que podían llevar semanas o inclusomeses, necesitaba las conclusionesrápidamente, porque el peligro acechaba.Peligro de todo tipo, no solo físico. Peligro deser arrollado por los acontecimientos, de nolograr sus objetivos, de no aparecer como eldescubridor del cuadro desaparecido. Peligros

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inciertos e indeterminados y precisos yconcretos, miedos que no ayudabanprecisamente a pensar con claridad. Lejos dela lógica y de los datos que no admitíanréplica, una convicción se iba abriendo paso ensu cerebro, y era que el causante del asaltoestaba muy cerca, posiblemente en la sala desubastas. Volvió al edificio de Sotheby's y seasomó de nuevo a la puerta de la sala. Habíacomenzado la subasta de lotes de porcelanadorada y fina cristalería de Bohemia. Algunaspersonas habían abandonado ya el recinto,como Flebus. Tampoco divisó a Fiori, ni aGerman Blank, y fue su amigo Gonzalo, quecontinuaba con su colega Van Marteen sentadoen un lateral, aparentemente distraído, elúnico que le devolvió un saludo con una leveinclinación de cabeza cuando enfiló la puertapara irse.

Algo le decía que no debía confiarse a él,por amigo que fuera. Demasiadas incógnitasen el aire; lo vivido le decía que tenía que sercauto. Ya en la calle, camino de un tranvía quelo dejara en la Estación Central, Javier seguíacavilando. La clave debía de estar en algúndetalle pasado por alto,' en un dato computadopor su cerebro, pero oculto en la maraña deacontecimientos que se habían precipitado enlas últimas semanas. Se daba cuenta de quesus preocupaciones habían comenzado hacíamenos de un mes, en concreto desde la vuelta

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del viaje de Lisboa y la exposición de Himiko.Le parecía haber vivido más de tres meses, yno había transcurrido ni uno. El tiempo,elástica sensación que atenazaba el corazón yel cuerpo, sustancia que se metía en la sangrey los pulmones, como el aire, como el miedo.Otra vez aquella turbadora y paralizantesensación, esa opresión sobre los hombros,instintiva respuesta del cuerpo ante lodesconocido, el peligro acechante. Volvía lacabeza cada cierto tiempo. En el tranvía, conel semblante serio, controló a todos lospasajeros que se montaron con él y en cadauna de las siguientes paradas. ¿Por qué eseerizarse de la piel, ese estado de prevención,de gato asustado ante el agua?

Aunque no creía demasiado en la intuición,lo vivido con Jerónimo e Himiko en aquelperíodo le había hecho ser precavido.Seguramente el cuerpo y la mente registrabancosas que escapaban a la lógica, elinconsciente trabajando todo el tiempo, y solosi se le dejaba aflorar, con la prácticasuficiente, podían utilizarse sabiamente susmensajes. Y si el inconsciente trabajabasiempre, en situaciones de máximo peligro oestrés, sus mensajes se multiplicaban. Javiertenía una rara sensación encaramada en lagarganta, algo que le hacía apresurarse por lospasillos de la estación, sacar el billete ysituarse en el andén camino del pueblo de los

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molinos. Todo ello desconfiando de rostros ypersonas, presto a salir corriendo antecualquier eventualidad. Quizá era su propiaparanoia, ese inconsciente que lo avisaba, perosintió que Jerónimo e Himiko estaban enpeligro. ¿Por qué había dejado solo a Flebus?El riesgo estaba muy cerca, sentía erizarse lapiel.

Aquella misma noche debían hablar con laPolicía. En la Estación Central, miraba alpuerto de Ámsterdam mientras esperaba eltren que en unos minutos saldría en direcciónRóterdam con parada en Koog Zanndijk, lamás próxima a Zaanse Schans, de dondetendría que andar unos quince minutos parallegar a la casa, en las orillas del lago Dijk,frente a los molinos. Aquel era el país del aguay los canales y, tal vez por asociación, le llegóel recuerdo de la adivina y de sus prediccionescon las cartas. Recordó unos párrafos de Latierra baldía, poema que le había impresionadotanto en su juventud como para aprendérselode memoria:

Del escombro y la piedra ¿qué raícesvivirán?

¿Cuáles ramas crecerán? SoloMil imágenes que el sol rompa...

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Elliot, El Bosco, magos prodigiosos,maestros del arte de la transmutación. Otraadivina, Madame Sosostris, había realizadopara el poeta una tirada de las cartas del tarot,parecida a la suya:

Aquí hay un hombre con tres bastos, yaquí la rueda,

y más acá el mercader tuerto y estaotra

que no lleva número, lleva algo sobresus espaldas,

algo que me está prohibido ver. Noestá aquí

el ahorcado. Cuidado: acecha lamuerte en el agua. Siempre colgado, entre dos reinos,

sensación sutil de no pertenecer en el fondo aninguno, como aquella tierra vigilante para noser engullida por las aguas. En el vientre de laballena de aquella historia, Javier sentía que laadivina tenía razón. No solo estaba colgado ensu interior, también en lo externo, a ras de lamasa acuática que a veces rizaba un frescoviento del norte.

«Vaya, esto se ha convertido en una

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novela de misterio, emoción e intriga —pensaba—. El desconcierto ha hecho presa dela nave. Pero cuánto tarda este tren, porDios...».

Se tranquilizó cuando entró en la casa y

vio a todos concentrados en el análisis delreflectógrafo. Flebus había colocado la cámarainfrarroja frente a una de las tablas, los focosen el ángulo adecuado, y estaba procediendo alos últimos barridos, que controlaba por lapantalla del ordenador. El ambiente era serio,reconcentrado.

—¿Por qué esa cara? —preguntó Himiko—.Estás agitado, ¿has corrido?

—¡Uf! No sé, tenía un extrañopresentimiento. Debo de estar volviéndomecomo vosotros. No habéis notado nada raro,¿verdad? ¿Ningún vehículo vigilando la casa?

—No, todo está tranquilo.—Voy a cambiarme, estoy todo sudado.—Seguro que no has comido, aunque ya

sea casi hora de cenar aquí. Ven a la cocina —dijo Himiko—. He improvisado algo con lo quehabía en el frigorífico.

—¿Y por qué esos presagios? ¿Hay algoque debamos saber? —preguntó ella mientrasle servía un arroz con pescado y ensalada. Sumirada seguía siendo fría, distante, a la

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defensiva.—No sé, demasiada gente en la sala de

subastas a la que, casualmente, he visto estosdías. Estoy seguro de que significa algo. Yluego Raquel, la marquesa, con esa extrañajugarreta.

—¿Cómo?Tuvo que contarle, grosso modo, lo

ocurrido. La conclusión de la pintora fuetajante.

—No me da ninguna pena esa amiga tuya.Tiene lo que se merece. En mi opinión, no sonmás que un grupo de podridos ricos que seaburren. En el fondo, gente despreciable queutiliza el arte para potenciar su ego o suhombría. Me producen más bien repulsión.

Las últimas palabras las había pronunciadocomo si fuera una sentencia, tras lo cual salióde la cocina, donde en ese momento entrabaJerónimo, que sorprendió su gesto.

—¿Algo no va bien? —preguntó el viejo.Javier no respondió.—No le hagas mucho caso cuando se pone

así. A veces es muy orgullosa, tarda enperdonar cuando se siente ofendida. Es uno desus pocos defectos.

«La soberbia, pues», pensó Javier, como siencajara las piezas de un puzle. De momento

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no le prestó más atención. Su cabeza dabavueltas, repasaba datos. De pronto tuvo unaidea. Se les había pasado un detalle por altoque podía ser importante.

—Jerónimo, ¿cómo se llamaba elcoleccionista al que Herbert le habló delcuadro?

—Creo que un tal Christian de Boer, si lamemoria no me falla. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada. Volvamos a la faena.—Esto es interesante... ¿Qué tabla habéis

puesto? Voy a necesitar más capacidad dedisco duro —decía Flebus cuando Javierllegaba a la sala que hacía de taller—. Es unmodelo antiguo, y si queremos máximaresolución, tendremos que utilizar otro disco.Este reflectógrafo es para piezas máspequeñas.

«Acabo de oír ese nombre... claro, ¡losabía!», pensó Carreño, triunfante yangustiado. Era el marqués. Allí estaba laconexión. El coleccionista era la persona parala cual el aristócrata había preparado el cebode la subasta. La solución al misterio estabacantada. El comentario de la tienda para que lavisitara Raquel, su presencia en Ámsterdam...Había indicios, pistas coincidentes que nohabía sabido ver.

Iba a gritarlo a los demás, pero un instinto

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de prudencia le hizo callar de momento. Flebusestaba en plena operación y parecía decirlealgo... Aquel descubrimiento significaba queestaban en grave peligro. El marquésnecesitaba la tabla de El Bosco para poderhacer frente a su crisis financiera,incrementada con la compra del otro cuadro.Era urgente llamar a la Policía y poner la tablaa salvo.

—Javier, ¿me oyes? Necesitamos miordenador —urgía Flebus—, el que está en mibarco, en el salón, para utilizar también otrodisco duro. Ayúdame y lo traemos todo —lepidió Flebus.

Como un autómata, pensando que eltiempo apremiaba, y de lo que iba a decir acontinuación, Javier siguió mansamente allibanés. En el jardín, llegando al muelle y apunto de abordar el barco, distinguieron unaembarcación amarrada al pequeño muelle, yFlebus hizo un gesto hacia su acompañante.

En ese instante, un segundo antes de quesurgieran aquellas figuras de la oscuridad, fuecuando el español sintió la amenaza, unadescarga que le recorrió toda la espalda desdela nuca. Demasiado tarde, pensaría luego. ¿Dequé sirve el raciocinio si no aciertas a tiempocon la solución del enigma, o el instinto si solote avisa del peligro segundos antes? Aunquequizá aquello le preparó el cuerpo y le hizo

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soltar una voz que, fuera de contexto, hubierapodido resultar ridícula. También Flebus habíagritado para alertar a los que se hallaban en elinterior de la casa.

Vestidos de negro, los mismos asaltantesde la carretera se les abalanzaron. El jefeaguardaba detrás. No habían entrado por lapuerta que daba a la Hogstraat, sino por ellago. Los últimos metros se habían acercadocon sigilo en aquella motora, seguramente aremo, para no ser detectados.

No hubo contemplaciones. Los matonesblandían pistolas eléctricas paralizantes queutilizaron sobre los dos cuerpos sorprendidospor el ataque. Cuando caía al suelo, las patasotra vez por el aire, Javier vio cómo el jefe delos matones, con un esbirro, llegaba a lapuerta del jardín, que Himiko había logradocerrar.

Sintió el peligro, la insana energía delmiedo, los lodos negros que ensuciaban lamirada. En ese momento estaba bajo losefectos de una descarga de miles de voltios.Todo su cuerpo parecía haber sido golpeadocon una maza, sometido al peso de variastoneladas. Le faltaba el aire y la fuerza inclusopara respirar. El corazón comenzó a bombearsangre, mientras que los músculos intentabansalir de su parálisis. Dos de los esbirros loshabían inmovilizado en el suelo, presionando

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su cabeza y tronco contra la hierba.Advirtieron en un correcto inglés: —Ladescarga eléctrica paraliza durante unossegundos. No nos obliguen a utilizarla más yquédense quietos.

Los asaltantes intentaron forzar la puertaacristalada de la casa que daba al jardín, perofinalmente tuvieron que romperla. Ya dentro,su acción fue rápida. Se veía que estabandolidos por el fiasco anterior y no queríanrepetir errores ante los aficionados que loshabían engañado. Arrinconaron a los dos viejose Himiko frente a una pared. Un guantazo deuno de ellos arrebató el teléfono móvil de lasmanos de la pintora.

—No queremos hacer daño a nadie, perotampoco queremos sorpresas. ¡Vamos, losteléfonos! —dijo el jefe de los asaltantesarrancando los cables eléctricos, el router y laconexión telefónica. Localizado el cuadro,llegaron al atril y lo liberaron de las sujecionesdel reflectógrafo que, fruto de sus empujones,dejó de funcionar.

Solo habían pasado unos minutos, queparecieron eternos, pero todo estabaconsumado. El jefe estaba a punto de advertiralgo cuando un estruendo del exterior le hizoreaccionar.

En el jardín, rodando por el césped,soltando golpes, Fiebus, recuperado de su

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descarga, se había revuelto del suelo y se lasveía con los dos esbirros, que intentaban haceruso otra vez de sus pistolas. La pelea continuóhasta el muelle. Se oían gritos, exclamacionesde esfuerzo y golpes cuando Javier, dolorido,se incorporaba. Le dio tiempo a advertir cómocaían los tres cuerpos al agua. El comisario nopudo explicar si fue empujado por los quesalían de la casa con el cuadro o fue su propioe incontrolado impulso; el caso es que cayótambién al lago. Los movimientos de losatacantes fueron ya nerviosos, acelerados,intentando dejar cuanto antes el escenario dela refriega. Ayudaron a subir a sus doscompañeros al muelle y acto seguido,acomodado el cuadro en la motora, cubiertopor una tela impermeable, subieron yencendieron el motor. Himiko los vio alejarse atoda prisa en dirección a Ámsterdam. Asomadaa la puerta del jardín, cuando salió se encontrócon que Javier chapoteaba en el agua, con unbulto inerte al lado.

Aquel bulto era Flebus. Javier estaba apunto de sucumbir. Sus brazos apenas losostenían, con movimientos espasmódicos.Tenía los pies de plomo, agarrotados, fruto delefecto de la pistola o de un corte de digestiónal caer a las frías aguas del lago. No podíagritar, ya que la boca abierta era para respirarun aire que le faltaba, intentando expulsar elagua que había ingerido. Gracias a Himiko,

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que le agarró de los hombros, pudo con unesfuerzo titánico subir al muelle y luego rodarpor la hierba.

Entre Himiko y Jerónimo, que había salidotambién, subieron el otro cuerpo a la hierba.No tenía pulso: el corazón no latía. LlegóHerbert y cuando distinguió a su hijo tendido,comenzó a llamarlo con angustia. Himikointentó hacerle el boca a boca, pensando quepodría reanimar al ahogado. Pronto se diocuenta de que no había nada que hacer. Ungolpe le había partido el cuello, comoGoudstikker en el 40 al caer por la escotilla.

—¡Rápido, hay que llamar a unaambulancia! —exclamaba Jerónimo, queinterpretaba como muy grave la cara dedesolación de su nieta. Herbert continuaballamando a su hijo y lamentándose.

—Se han llevado los teléfonos.—El mío no, está en la chaqueta, colgada

en la entrada. —Javier, sentado, concalambres, quería levantarse sin éxito ypalpaba el suelo en busca de sus gafas.

La joven partió hacia la entrada. Desde allíse oyó su llamada en inglés a urgencias, trasconsultar el número en Información. Cuandollegó, llevaba una manta para envolver aJavier.

—Les he dicho también que avisen a la

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Policía.—Tendremos que decirles además cuando

lleguen que nos han robado el cuadro —decíaJavier.

—No, en realidad, se han llevado mi copia—respondió Jerónimo—. Cuando oímos losgritos, y mientras Himiko cerraba la puerta,Herbert y yo cambiamos la tabla en el atril. Sihubieran buscado más, la hubieran encontradotras los embalajes del reflectógrafo.

Se hizo un pequeño silencio que parecíaeterno, punteado por los lamentos angustiadosdel anticuario holandés. Javier, que habíaencontrado sus maltrechas lentes miró en sudirección.

—No sé si todo esto valía una vidahumana.

—Tienes razón, Javier, nunca me loperdonaré.

—Debíamos haber avisado a la Policía, apesar de que eso significara no llevar el cuadroa España. Iba a decirlo cuando he descubiertola conexión que faltaba. El coleccionistaholandés que le dio sin duda el chivatazo almarqués.

—¿Cómo? —La pregunta había salido a lavez de Himiko y Jerónimo, que habíancomprendido.

—Y ahora habrá que contarlo todo. Vaya

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papelón —seguía Javier mientras pensaba ensu amigo Gonzalo y en la carta de dimisión quetenía el director del Museo del Prado. Ya seveía despedido, aunque en cualquier caso eralo de menos. Los miedos son relativos.Siempre puede haber una causa mayor a laque temer.

Raquel llamó en ese momento. Javier,desde luego, no estaba para contestar, pero lodescolgó Himiko al ver el nombre de la mujeren la pantalla.

—¿Está Javier? ¿Quién es?—Ahora no se puede poner.—Tú debes de ser Himiko. ¡Rápido, debéis

iros de allí, estáis en peligro! Creo que van apor el cuadro.

—¿Cómo que vienen a por el cuadro?—Dile a Javier que se ponga. Me resultará

más fácil explicárselo a él.—¿Estás bien, Javier? Toma, tu marquesa.

Nos quiere avisar de que vienen a por elcuadro.

—A buenas horas. —La cara de Javierviraba al blanco.

Por primera vez Herbert levantó la cabeza,consciente de que esa llamada era algoimportante. Jerónimo le dijo algo al oído,seguramente traduciendo.

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—¿Qué pasa, Raquel? Ya sé que es tumarido quien está detrás de todo esto. La penaes que lo he deducido demasiado tarde. ¿Cómolo sabes tú? —preguntó Carreño, aunque enrealidad la cuestión era: «¿Estás también en elasunto?»

—He oído una conversación suya porteléfono que me lo ha hecho entender, pero,como si desconfiara, no me ha dejado solahasta ahora, que le acaban de llamar. Está enla habitación de al lado. Y grita, maldice.

—Sus esbirros acaban de atacarnos paraquitarnos el cuadro. Y han matado a Flebus.Esto se ha complicado. La Policía está decamino. Se va a descubrir el pastel.

—Pero... ¿Cómo? ¿No decías que no teníaisel cuadro?

—Te mentí, no me fiaba de ti. Ahora, ¿quéimporta eso?

—¿Y cómo ha sido?—Nos paralizaron con pistolas eléctricas.

Pero Flebus se revolvió, lucharon y cayeron alagua, y se golpeó en la nuca con un palo delmuelle.

—Entonces... entonces...Raquel enmudeció. La noticia la había

cogido por sorpresa.—Tendré que contarle a la Policía lo que

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me has dicho.—Pero eso es terrible...No se sabía si lo decía por el hecho en sí o

por el escándalo que supondría. El miedo eslibre.

—Hablaremos, sin duda en breve nosveremos en la comisaría... —dijo Javier antesde colgar.

Herbert, con un ataque de ansiedad,sollozaba y al tiempo preguntaba qué pasaba.Jerónimo se lo relató y le comunicó el nombredel responsable del asalto, la identidad de supromotor. La cara del viejo holandés se crispó.Empezó a maldecir. Todos temieron que lediera un ataque que lo fulminara allí mismo.Era imposible apartarlo del cadáver y tambiénhacerle callar, lanzando imprecaciones hacia loalto, exclamaciones que se perdían entre laoscuridad y el agua. Al fin, Jerónimo consiguióquitarle la visión de su hijo muerto y llevárselohacia una esquina. Himiko había ido a por unasábana y cubierto el cuerpo. Javier continuabaallí, sentado en la hierba, mojado, con elteléfono en la mano, sin saber qué hacer. Todose le venía encima. Buscando la gloria, lo únicoque había encontrado era la ruina.

Por eso se sorprendió cuando, algunosminutos después, Jerónimo llegó a su altura yle habló: —Javier, es importante que meescuches. Herbert no quiere contárselo de

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momento a la Policía. Es posible que elmarqués destruya el cuadro para eliminar elmóvil. Herbert quiere vengarse y que le pillencon las manos en la masa. Así que vas allamar a esa mujer y le vas a proponer untrato con su marido. Eso quiere decir que nodebes contar nada cuando lleguen los agentes.No vamos a decir que conocíamos a losasaltantes, tampoco sabemos por qué lohicieron. Esconderemos la tabla auténtica. Esfácil, la colgaremos en las paredes, es la casade un anticuario, pasará inadvertida. Y si nospreguntan, diremos que es una copia sinmucho valor.

Javier no replicó. Necesitaba pensar,descansar, alejarse de aquella pesadilla. Notenía ganas de aquella ocultación, más bien decontar lo que sabía y de que se ocuparaalguien, pero la visión de aquel cuerpo inerteal lado disipó las fuerzas para oponerse. Conlas últimas que le quedaban, llamó a Raquel.

—No me preguntes nada, la cosa urge. Dilea tu marido que de momento no contaremosnada del cuadro si paga una buena cantidadpor lo ocurrido. No se va a ir de rositas. Conque diga «sí» es suficiente. Ya te llamarécuando salgamos de todo el lío y podamos fijaruna cita.

La policía apareció al poco tiempo. Himikocuidaba de Javier, que tiritaba, cubierto con

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una manta. Carreño solo veía la muerte,enorme, inabarcable, como respuesta a sustribulaciones. Muerte concisa, inapelable.

Siguió en ese estado de shock, que lepermitía encerrarse en sí mismo, en laambulancia, camino del hospital. Se sorprendíade la sencillez de sus razonamientos, de lasimplicidad de las cosas. Estaba tocado por laconvicción de que todo había sido anunciado,prevenido por las cartas y la adivina. Habíareconocido una de las claves de su existencia,que se desplegaba ante él de la manera másnatural: el miedo a la muerte. Allí, tumbado enla camilla, estaba el cadáver de Flebus. Estavez la muerte solo lo había rozado con susgélidos dedos.

* El miedo, todos los miedos. La vida, un

monográfico sobre la congoja, recelo del vivirque no tiene remedio, panacea imposiblecontra las garras del alma. Miedo queesclaviza, rejas que pueden ser de oro, peroque impiden ser libre, volar sin plomo en lasalas, sin lastres, temores que nos atan a latierra, que nos entierran en vida. Acaso esanovela que debiera escribir tendría que versarsobre el miedo y el sufrimiento del hombre

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desde los albores de la civilización,desasosiego que llega desde el fondo de lanoche de los tiempos, de las cuevas donde serefugiaba el ser humano, primero sin fuego,luego con la llama para espantar las tinieblas,las sombras de la noche. Miedo a lo oscuro,espantos de lo desconocido, lo que puedeproporcionar dolor y muerte.

Miedo medieval, al fin del mundo y alcastigo divino, la muerte después de lamuerte, el vacío sin Dios, los tormentos de uninfierno infinito y perdurable por el fin de lostiempos. Miedo que El Bosco conjugaba en supaleta, temores grandes y pequeños, comodemonios de andar por casa y diablos sueltospor las calles de los pueblos y ciudades delmedievo, el mundo cambiando hacia otrasformas, los miedos transformándose con lasépocas, anidando en diferente lugar del serhumano, desplazándose por el cuerpo y lacabeza, escondiéndose en diversas zonasdemonios corriendo por las venas,instalándose en huesos y arterias,depositándose en tejidos, como la grasa.

Miedo cristalizado en las guerras del sigloXX, sentimiento en estado puro, sembradocomo mala semilla a lo largo del mundo,generaciones sacrificadas, miedo sobre miedo;el ser humano lo destilaba en los campos deconcentración, círculos del infierno ante loscuales Dante hubiera palidecido. Miedo no tan

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distinto del que ya se acumulaba en el sigloXXI, guerras y vergüenzas que siguen, comolazarillos, la huella del hombre en la historia.Miedos lejanos y cercanos, habitantescotidianos de nuestro ambiente, miedoscirculares que rodean, evanescentes eintangibles, anidando, reinando en nuestrocorazón.

Miedos que habitan en las pequeñas cosas,que agrandan importancias y volúmenes, yano solo a la muerte, constante de esemamífero erguido pretendidamenteevolucionado, ni al hambre, sino a conceptosintangibles, como la incertidumbre del futuro,la pérdida de poder adquisitivo, de bajar en laescala y el escalafón social, atemorizados porel desprestigio, miedo aliado con el ego parano perder el puesto, los privilegios adquiridos,las conquistas, los objetos de ostentación.Siempre el miedo detrás del hombre, sombraalargada que es su espejo negro, su punto defuga, su animal más profundo. Se respiramiedo, se masca miedo, se come y bebemiedo, se acuesta uno con el miedo en lamisma cama, sale de viaje montado ennuestra chepa, guardado en nuestro maletín.

Misma esencia, angustia ante daño real oimaginario, pavor ante la muerte, fin no pormenos inevitable, menos rechazado o negado.Miedo a la pérdida, al amor, a no tener elcontrol, nosotros, que nunca lo tenemos, vana

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ilusión. Transformar el miedo, superarlo,misión alquímica que bien vale una vida, o almenos, el intento de una narración.

* En aquella comisaría de Ámsterdam,

Gonzalo Martín no tenía cara de buenosamigos. Estaba cabreado. Aquello parecía paraél algo personal.

—No me cuentes nada si no quieres, peroeso sí, no insultes mi inteligencia, no metomes por idiota. Estás metido en algo gordo yno sé si sabes manejarlo. Esos tipos eranpeligrosos.

Javier, intentando coordinar su cerebro,sus manos y sus palabras, le había explicadoque no sabía la causa de lo ocurrido. Ignorabasi tenían alguna cuenta pendiente con eldueño.

—Debía dinero ese curioso amigo tuyo.Estaba entrampado. Su padre, el anteriordueño de la tienda de antigüedades, parecefulminado por un rayo. Apenas puede articularpalabra. Yo pienso como policía. Te veo con elsujeto en una subasta, y luego, horas después,tras un asalto de unos matones, él estámuerto en un lago, en una casa donde hayademás un reflectógrafo, aparato que se utiliza

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para examinar los cuadros y entre otras cosas,detectar si son verdaderos o falsificaciones.¿Me quieres decir qué coño hacías allí y quépuñetas está pasando?

—No lo sé. A Flebus me lo presentaronunos amigos, nos caímos bien. Me habíaquedado en su casa, es decir, en su barco. Y,desde luego, no tenía ni idea de sus negocios.Pero era anticuario, era normal que manejaraesos aparatos. De hecho, creo que había ido aSotheby's a que se lo dejaran.

—¿Y esa japonesa? Dice que está aquí consu abuelo, un veterano español de los camposde concentración... Llegué a pensar que era elque buscábamos, pero hay cosas que noencajan. ¡Y sin embargo es tan extraño...!

—Son los amigos que te decía. Genteencantadora e inofensiva. Yo la conozco deMadrid. Es artista abstracta. Herbert, el padrede Flebus, fue compañero de su abuelo en loscampos, de eso se conocían. Hicieron esteviaje porque Jerónimo pensó que podía ser elúltimo.

—Ya... El caso es que lo he visto, junto conel padre del anticuario, que está muy afectado.El tal Flebus no tenía antecedentes por tráficode drogas, ni de obras de arte. Estaba limpio.Con deudas, pero limpio. Tampoco cuadra unajuste de cuentas. Los colegas holandesesespeculan con que fuera una agresión racista,

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pero yo no lo creo. Me lo dice mi instinto. Yque te conozco un poco. Sé que no te hasmetido aposta en esto, más bien te han pilladoen medio. Pero haces mal en no confiar en mí,en nosotros. Si estás en peligro, podríamosprotegerte y ayudarte.

—La verdad es que no te puedo ayudar,apenas lo conocía, no sé en qué andabametido, si es que andaba metido en algo.

—Mira, vamos a dejarlo. He hecho comoque me he creído tu versión ante la Policíaholandesa, y te he avalado. También me harogado el director del Prado que te eche unamano si estás en algún marrón, supongo quepara que no salpique al museo. Así que telibras de los procedimientos habituales y deuna minuciosa investigación por ser amigo míoy por tu puesto. A nadie le beneficiaría unescándalo así. Pero mi sugerencia es quesalgas de Holanda en el menor tiempo posible.

—Lo haré en cuanto pueda. Pero antestengo que acudir al entierro de Flebus yrecuperarme un poco, porque estoy muy débil,como ido.

*

Flebas el fenicio, muerto hace dos

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semanas,no recuerda ya el grito de las

gaviotas, ni la mar profunda y agitada norecuerda las pérdidas y las ganancias.

Una corrientebajo el mar llevó sus huesos entre

murmullos.En ascensos y caídas

pasó las etapas de juventud y madurezinternándose en el remolino.Gentil o judío,

Oh tú que llevas el timón y fijas lamirada en barlovento,

acuérdate de Flebas, que, como tú,una vez fuera hermoso y esbelto. Más que en La tierra Baldía, estoy

sumergido por inmersión en las pinturas de ElBosco. Sus criaturas se han escapado delcuadro, me han tomado entero, tienen formareal y se han dispersado y mezclado,cruzándose entre sí y dando lugar a otrosengendros, a esos monstruos diabólicos, esaspresencias oscuras y malignas que acechan en

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la oscuridad e incluso en la luz. ¿Dónde estoy,en qué laberinto? Todo hombre es unnáufrago, un superviviente, hasta que le llegadefinitivamente su hora. La vida —¿quién lodijo?— es como un sueño divino: acaba aldespertarse Dios.

Elegir cualquier escena de las pinturas deHieronymus, ser un San Antonio, acosado pordemonios tentadores, por alucinacionesviolentas, agresivas, hirientes. A El Bosco hayque recrearlo desde la intuición, no desde losdatos ni desde la razón. Hay que imaginarlo yrecrearlo desde la fiebre.

Reconocer, reconocerse en Hieronymus.Eso es lo que siento en el torbellino febril, enla sorprendente inteligencia que me ilumina.Cuanta más sensibilidad en la carne, mássensibilidad en el espíritu. Insoportable loúltimo, más despiadado, más cruel. Saber quela realidad es múltiple y diversa, que puedeatravesarse al otro lado del espejo. Porque haymuchas puertas y ventanas, y si de vez encuando aguarda un precipicio, más cielosesperan.

A punto de ahogarme, a punto de morir. Mifiebre es una ola de mar donde flota Flebas elfenicio, el marino ahogado. Debo de tener lamisma postura, ondulante entre las corrientesacuáticas: amoldando mi tronco a los vaivenesde las olas, que entran y salen de mi cuerpo,

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suspendido del árbol de la vida: colgado.

* A pesar de que parecía haberse recuperado

del shock, a Javier Carreño lo asaltaba la fiebreal atardecer. El diagnóstico de los médicos dela clínica a la que acudió era que el estrés y eltiempo que había pasado en el agua le habíanproducido una neumonía. Que guardara reposoy se guardara de emociones, fue surecomendación, aparte de una serie deantibióticos y medicamentos que el español,rebelde y reacio, solo tomaba cuando se sentíaarder. Aquellas noches se poblaron depesadillas febriles, que poco a poco fueronremitiendo. Himiko lo cuidaba en su propiacama en la casa de Herbert. Su mejoracoincidió con el entierro de Flebus, al queasistió. Aquel cementerio de Zorgvliet, a lasorillas del río Amstel, estaba lleno deesculturas y piezas artísticas, entre árboles yvegetación. Un curioso paisaje, lleno detumbas, en cuyo exterior se veían piezasartísticas y objetos con las ocupaciones opreocupaciones de los que allí yacían, cuandotenían vida: máquinas de escribir, guitarras,muñecos, leones orientales, animales. Era unsitio insólito, lleno de sorpresas. Lo esperabauna más. En la tumba—panteón familiar, en la

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que estaba enterrada la mujer de Herbert, selevantaba un mascarón de proa de un anteriorbarco de Fiebus, una efigie que tenía debajo ellema de los argonautas: «Vivir no esnecesario, navegar sí». Quizá fuera ladebilidad de su cuerpo, pero aquello loemocionó. Flebus ya navegaba en el mar de laeterna serenidad. Todos acabaron conlágrimas: Himiko, Jerónimo, Herbert y elpropio Javier, como muchos de los amigos delfinado, gente variopinta de Ámsterdam,mezcla del mundo exquisito de lasantigüedades y de los ambientes árabes.

—Fin de ciclo, familia de la vieja Europaque se extingue. Aunque en este caso lo seatambién su reemplazo, ese es el futuro, elmestizaje —resumía Javier mirando a Himiko,que permanecía sombría. A ella no le gustabala muerte. Quizá la veía ya reflejada en la carade su abuelo, y estaba claro que aún no sehabía hecho a la idea.

Jerónimo consolaba a Herbert. En losúltimos días, había crecido la intimidad entreellos. «¿Qué estarán tramando?», pensaba elcomisario, que temía lo que hubieran ideadopara vengarse del marqués. De algunamanera, estaban fuera del mundo,seguramente en una realidad que más teníaque ver con los campos de concentración,donde todo estaba claro y se sabía quiéneseran los buenos y los malos, quién iba a favor

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de la vida y quién un emisario de la muerte yel horror.

Salían del recinto del cementerio deZorgvliet cuando el teléfono, silenciado hastaentonces, comenzó de nuevo a sonar.

—Javier, ¿qué ha pasado? Llevas días sincontestar el teléfono. Recibí una llamada de unpolicía español, amigo tuyo, diciéndome quehabías estado a punto de ahogarte en un lago,tras el asalto a la casa de un anticuario... Quehabía habido un muerto, alguien que conocías,un libanés, propietario de una tienda deantigüedades. ¿Qué es lo que estabashaciendo allí? Espero que me lo cuentes todo.

—Estoy bastante fatigado, Federico.Precisamente acabo de asistir al entierro. Tanpronto como pueda, salgo para Madrid. Esperoestar bien en un par de días. En cuanto a mí,lo que decidas estará bien. No te guardarérencor. Quiero estar en paz con todo elmundo.

El entierro había tenido lugar tres díasdespués del asalto, tras la preceptiva autopsia.Javier tenía aun la imagen de aquel ataúdbajando a la tierra, entre las lágrimas de uninconsolable Herbert. Aquella visión había sidoel mensaje final, la única verdad, la que sabíadentro de su ser y ahora veía fuera.

—¿Y qué ha pasado con el cuadro de ElBosco que ibas a buscar...?

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—Nada. Malas noticias. Perdido. Ya tecontaré.

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Capítulo XIV

La maldición del fuego

Sin salir por la puerta

se puede conocer el mundo.

Sin mirar por la ventana

se puede conocer el camino del cielo.

Cuanto más lejos se va,

Tanto menos se aprende.

Por eso el sabio

sabe sin desplazarse.

Entiende sin ver.

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Realiza sin hacer.

Lao Tsé, Tao-Te-King.

E

l contacto se produjo al día siguiente delentierro. Pensaban que podían estar vigiladospor la Policía, por eso Himiko compró un nuevoteléfono móvil y desde él llamaron a Raquel.

—Quiero que sepáis que yo no tuve quever en el asunto. Jamás le dije una solapalabra a Alberto. Esto ha sido la gota quecolmó el vaso de mi paciencia. Desde entoncesdormimos en habitaciones separadas —fue loprimero que dijo la joven marquesa a Javier.

—Lo sé, al principio creí que era tu marido,que nos había mandado vigilar. Luego desechéesa posibilidad, cuando supimos que Herberthabía hablado con un coleccionista holandés yque existía un misterioso personaje que quería

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el cuadro. Hasta que descubrí que el holandésera el mismo propietario del cuadro que sesubastaba y para el cual había actuado elmarqués de cebo. Lástima que locomprendiera tarde. Supongo que pasó así,¿no?

Javier había conectado el manos librespara que el resto de los presentes asistiera a laconversación. Además, de alguna manera,como Raquel, era un mero intermediario enaquella operación.

—Te cuento lo que sé, lo que le he podidosacar después de la gran bronca que hemostenido. Fue cuando estaban preparando conChristian la operación de la subasta, el cebopara Fiori. Aquel coleccionista le contó que eraposible que apareciera un Bosco desconocido,Jonás y la ballena, y eso, claro está, captó deinmediato su atención. Fue a ver al anticuarioy Herbert le habló no solo de su compañeroJerónimo —al principio creyó que podría hablarcon él para que lo vendiera, de existir elcuadro—, sino que además vendría con unexperto español que preparaba una exposiciónsobre El Bosco. Así que inmediatamente atócabos y mandó vigilarte en Venecia, dondesabía, por Federico, que habías venido. Lo quele confirmó la sospecha de nuestras relaciones.Yo había viajado a la misma ciudad, para elasunto de Fiori, pero aquel encuentro nuestroen el restaurante, todo era demasiada

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casualidad. Se debió de comer su rabia,porque aunque certificó que le ponía loscuernos, el asunto le estaba ofreciendo laemoción que más ama del mundo: seguir elrastro a una valiosa pieza. Así que pensó queno había mal que por bien no viniera. Le diouna razón extra. Pensó que si conseguía elcuadro, no sé por qué, también me tendría denuevo. La fallida operación de la subasta soloaceleró el segundo asalto. Porque mira quefueron chapuzas la primera vez. Son genteacostumbrada a robar sin violencia, a los queno se les da bien la improvisación.

—¿Y no hay más personas en este asunto?—Sí, hay más. Contrariamente a lo que

haría en otras épocas, esta vez el marqués loque quiere es vender. Saldrá así del descalabrofinanciero que tiene y de sus deudas, a las quese suma lo del cuadro de la subasta. Tiene uncomprador, un fanático de El Bosco que le va adar una fortuna por esa tabla. Por eso quierehaceros una oferta para que mantengáis laboca cerrada.

—Tiene que ser muy rico ese comprador.—Un magnate de los diamantes. En estos

tiempos de incertidumbre, un seguro. Dice queno va a perder la oportunidad. Podíavendérselo a Fiori, o lo que es lo mismo, a lamafia que blanquea con él el dinero, peroprefiere al otro. Dice que Fiori le debe una, y el

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marqués es rencoroso.—Dime una cosa, ¿de qué nacionalidad es

el magnate?—Centroeuropeo, checo creo, pero con

negocios en Ámsterdam.Hubo una mirada de inteligencia entre

Javier, Jerónimo e Himiko. Tan imposibleparecía que resultaba hasta verosímil.

«Si ha estado en el principio de la historia,por qué no al final», pensaba Javier. «Encualquier caso aún falta la resolución, lasvueltas que aun dará el hilo de la trama».

—Resumiendo, Javier, tengo ahora queconfirmarlo con el marqués. Quiere ofrecer unacantidad que compense además al anticuariopor la pérdida de su hijo, que según él, fue unaccidente. Si no aceptáis, no tendrá másremedio que destruir el cuadro, con lo que nopodrán acusarlo de nada. Y si por casualidadestáis grabando esto o lo escucha la Policía, laque se cae con el paquete soy yo. El muycabrón sabe que tú no permitirás que medenuncien.

—Espera, voy a consultar.A Carreño no le daban buen pálpito las

parrafadas que echaban los dos viejos. Sabíaque estaban planeando su venganza y eso leponía nervioso. No calculaba qué era lo quepodían estar maquinando. Pero no hubo mucha

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demora. Tras dos palabras y una larga mirada,dijeron que sí.

—Pero tiene que traer un millón y mediode euros, en metálico, en billetes de quinientos—exigió Jerónimo—. Y el cuadro. Quiero verlopor última vez antes de despedirme. Podemosquedar en la tienda de antigüedades. Estácerrada por defunción.

—Ahora soy yo la que tengo que consultar.Pero me parece que es mucho dinero.

Raquel llamó a los diez minutos.—No puede disponer de tanta cantidad,

aunque sea una persona importante y ricacomo él. Dice que un millón. Si es en la tienda,que no haya hora. Y que pasará antes por allíuno de sus hombres, para cerciorarse de queno es una trampa. Tiene que tomar susprecauciones.

—Por aquí me dicen que les da igual cómolo consiga. Un millón y medio de euros, enbilletes, para dentro de dos días. En la tiendade antigüedades. Estaremos esperando toda latarde. Y aparte de ese matón, no queremosver a nadie más.

—De acuerdo, lo transmitiré.—Así que eres su amante —Himiko saltó al

colgar—. Y te acabas de acostar con ella enVenecia, hace unos días. ¡Qué cabrón! ¡Comopara fiarse de ti!

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—Eso no es verdad, en Venecia no... —comenzó a replicar Carreño, hasta que se diocuenta de que era inútil.

—Tengo que hablar con Herbert parapreparar el asunto. Os dejamos solos para queos arregléis —escapaba Jerónimo.

—No hay nada que arreglar —decía lajoven pintora—. Un jarrón que se ha roto noserá el mismo, por más que se peguen lostrozos.

«Filosofía oriental, tomo 1», pensóCarreño. En momentos así le brotaban chispasde humor negro. Había perdido un cuadro, unaamante y ahora perdía lo que podía haber sidoun gran amor. Su trabajo estaba en la cuerdafloja, había estado a punto de perder la vida ydesde luego, se habían disipado las ansias deaventura. Parecía la retahíla final de unapelícula de Berlanga, pero en este caso notenía ninguna gracia. Estaba deseando queacabara aquella historia.

*

Agosto de 1516

Oigo el carrillón de los hermanos

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Moer, los campaneros, cuarenta gráciles

campanas para acompañar las horas, los

días y los años. Artificio mecánico las

toca, al igual que fuera mano humana. La

invención del hombre realizará grandes

máquinas, ingenios como el reloj

astronómico de la catedral, con su Juicio

Final y sus trompetas, que quizá estén

tocando ya para mí. Pienso que ya no

volveré a disfrutar de la visión de ese reloj

ni de las figuras de su articulado

engranaje. Las campanas guardan el

secreto de la hora próxima en la que

tocarán por mí todas las de

S'Hertogenbosch, las cantarinas del

carrillón o las graves y sonoras de la

catedral, del maestro Gobel Moer,

manejadas por el campanero vestido de

gala.

Así se hará como ha ocurrido en

otras ocasiones con los miembros cofrades

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de la Hermandad de Nuestra Señora: misa

cantada en la aun inconclusa catedral de

San Juan por tres clérigos, el sacerdote, el

diácono y el subdiácono, con casullas y

dalmáticas negras en señal de duelo.

Asistirá una multitud.

Además de los otros cofrades y los

nobles de la ciudad, los amigos, los

iguales, el coro cantor, el organista, y

detrás de la antipara que separa la capilla

de la Cofradía del resto del templo, los

menesterosos y pobres, los tullidos,

aquellas criaturas que retraté en mis

cuadros y a los que se darán limosnas. Sn

procesión solemne desde la catedral hasta el

cementerio contiguo, al norte, seré llevado

por unos porteadores y enterrado por unos

sepultureros que recibirán un buen sueldo

por su trabajo. Así acabará el viaje de mi

cuerpo inerte.

De esa manera ocurrirá todo, porque

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así está dispuesto, presto tan solo a la

consumación del último acto. He mandado

que suban algunos cuadros, los que

conservo, a la habitación donde Aleyt y los

sirvientes se alternan intentando bajar la

fiebre que me consume, como consume a

muchos otros habitantes de la población,

como Jan Huys, el nuevo arquitecto de la

catedral. No hablan de peste, pero esta

dolencia es como ella, siega con guadaña

mortal, y siento el aliento de la muerte que

me alcanza, que la tregua se acaba y el

tiempo que me fue dado extra tras los

fuegos de San Antón ya se escapa del

reloj.

Pronto el ciclo se cumplirá, llegará el

momento definitivo y sabré por fin si hay

algo detrás del cuadro, si detrás de la tabla

aguarda un cielo y un infierno, si aquellas

fisiones que trajo la fiebre, al principio de

la pida, mostraban la verdad. Veo la

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ballena de Jonás, muerte que engulle, pero

que contiene la promesa de la resurrección,

de la vuelta al mundo. Ya siento su boca

abrirse, sus fauces de monstruo avanzar

por el agua, rodear mi cuerpo. He utilizado

por última vez el espejo negro. En él veo

reflejado mi cuerpo inerte, negrura de donde

nace un punto de luz, un rayo que

envuelve. Allí es donde mi alma, de

seguro, se va a disolver.

* El jefe de los sicarios, al que ya conocían,

fue el primero que llegó a la tienda tras haberestado vigilando la calle durante casi una hora.No dijo ni palabra, pero revisóconcienzudamente toda la sala y por último losrevisó a ellos con un detector de metales.

—Son mis medicinas —exclamó Jerónimocuando el matón golpeó un frasco de cristal enel bolsillo de su chaqueta—. Tengo problemasen la vista.

Esas eran las precauciones que el marquéshabía tomado. No quería armas, ni cámaras y

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grabadoras. Nada que pudiera comprometer laoperación. El esbirro dio la señal convenida porteléfono.

—¿Y ahora qué?—A esperar. Siéntense todos. No tardarán

mucho.Veinte minutos después, el marqués y

Raquel hicieron su aparición. Descendieron deun taxi, con un gran envoltorio de tela, cuyacustodia dejaron al guardaespaldas, que habíasalido a la puerta para recibirlos y abrirles lapuerta del vehículo.

Raquel saludó, pero Alberto Monaster selimitó a realizar un pequeño movimiento decabeza.

—Vayamos al asunto, cuanto antesacabemos, mejor —cortó, impositivo,marcando el tiempo de la reunión, ya que nopodía marcar el territorio. Quería decir laprimera y la última palabra.

—Antes, respóndame una cosa, señor, queme intriga de esta historia —hablaba Jerónimo—. Aunque por un lado representa todo lo queodio, la nobleza, el gran capital, los grandesespeculadores, usted es un gran coleccionistaque parece estimar el arte en sí, y no suaspecto pecuniario. ¿No le da pena que estecuadro no se recupere para la humanidad?

—Mi mujer en ocasiones cuenta esas cosas

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de los coleccionistas, lo del buen corazón, queacabamos donando las obras a los museos, enfin. No es mi caso. A mí me trae al fresco elarte para los demás. Es algo exquisito,reservado al alcance de muy pocos mortales.Tener dinero ya no es ninguna novedad,cualquier patán puede hacer millones de eurosconstruyendo pisos o especulando. No, lo quenos diferencia es más sutil.

—En eso de que hay diferencias le doy larazón... —interrumpió Javier.

—La única hoy entre la gente con clase y lachusma, aunque tenga dinero, es el arte. Loque nos queda a unas cuantas personasescogidas en el mundo. El futuro de esa masamundial me trae sin cuidado. Si le soy sincero,en otra época me hubiera gustado teneresclavos.

—¿Por qué quiere aparecer tan antipático ydesagradable? —se extrañaba Himiko en vozalta.

—Porque me parecen ustedes patéticos. Lanaturaleza no tiene escrúpulos, como el arte.Yo tampoco. Odio esas películas en la que losbuenos tienen zonas oscuras y los malosacaban haciendo algo bueno para redimirse.Las cosas claras. En la vida, como en lasnovelas, tiene que haber malos claros.

«Cielos, el que faltaba por hacerdeclaraciones sobre la novela», pensó Javier.

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Estaba claro que en esto de la literatura cadauno tenía una teoría. Pero aquello no parecíapresagiar nada bueno. O el marqués loscompraba o los eliminaba, no había términomedio. No habría llegado hasta allí si noestuviera dispuesto. El marqués parecía leerleel pensamiento.

—Soy un hombre obsesivo. No estaríadonde estoy por no pensar rápido y actuardespacio. También podría despacharlos atodos, y así me ahorraba el dinero.

—Y más tarde a su mujer, y a lossicarios... Es un camino complicado y lleno desangre. No creo que le guste —añadió Carreño.

Por un momento, Alberto Monaster parecióestar sopesando esa posibilidad. Pero luegoenarboló su mejor sonrisa.

—Bromeaba. Como usted dice, la sangreno es muy estética, y es poco práctica,siempre trae complicaciones. Sin hablar delgolpe de la carretera, fruto de una decisiónprecipitada —elmarqués miró a su esbirro—; elasalto a la casa del lago fue una torpeza, malejecutada y llevada a cabo con el auxilio deaprendices. Tenía que haberlo pensado. Quienfalla una vez, puede fallar otra. Nunca hubieraquerido la muerte del libanés ahogado en ellago. Lamentable, no pintaba mucho en estahistoria. Mis excusas.

—Métaselas donde le quepa. Nos debe un

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muerto —saltó Jerónimo.—No se puede jugar a dos bandas —dijo

mirando fijamente a Herbert y señalándolo—.Él incumplió primero su parte del trato. Creoque este cuadro ya nos ha producido a todosmuchos problemas. Aquí está el dinero paraque mantengan la boca cerrada. A ustedesdos, claro; don Javier Carreño tiene suerte desalir indemne y con la cara intacta. Peroalguien tiene que perder. Lo siento, muchacho,no podrás disponer de él para tu exposición yque te pongan una medalla. Pero da gracias atu lucero, porque si no, te habrían decoradoesa jeta de mierda. Espero que en Españatambién guardes silencio. Solo por eso salessin una paliza.

Javier se encendió. Se había impuesto noreplicarle, no entrar en la dinámica delburlador de cuernos, pero le salió un resabiode algún lugar oculto.

—Eres muy gallito detrás de tus matones.Tanto refinamiento y no eres más que un chulode barrio que no puede retener a su mujer.

—¡Basta ya de peleas machistas!¡Acabemos de una vez! —cortó Himiko, a laque miró Raquel, con una mirada agradecidaque expresaba lo mismo: «¡Nuncaaprenderán!».

El marqués puso entonces el maletín sobrela mesa y lo abrió. Dentro estaban los billetes.

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Había de quinientos euros; también dólares ylibras.

—Siento que no sea en una sola moneda.Tengo siempre un fondo disponible en billetesde varios países. Un millón doscientos mileuros. No he podido conseguir más.

—Suponíamos que rebajaría algo... —cortóJerónimo—. ¿Ese es el cuadro?

El marqués hizo una seña. Suguardaespaldas trajo el envoltorio.

—Quiero verlo. Aunque sea por última vez.Póngalo en aquel atril y deje que me aproxime.Apenas distingo los colores.

El marqués asintió con la cabeza y sedirigió al grupo:

—La última mirada. Se acabó elespectáculo.

Se equivocaba. La parte final no habíahecho más que empezar. Un fogonazo, depronto, iluminó la estancia. Herbert habíaarrojado una sustancia inflamable y habíaprendido el maletín con los billetes.

—Mire lo que nos importa su puñeterodinero.

Tanto el sicario como el marqués, Javier yRaquel se abalanzaron sobre la pira humeantede billetes, por reflejo y el peligro añadido quepodía suponer un incendio en aquella tienda.

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—¡Está usted loco! —gritaba el marquésante la mirada de reprobación de Raquel y lasonrisa de Javier, que creía comprender ahoralas maquinaciones de los dos ancianos—. ¿Quéquiere, quemarnos a todos? ¡Trae agua,Roberto, un extintor! ¡Que alguien cierre elmaletín!

No fue la única sorpresa. Mientrasintentaban apagar los billetes que se habíanesparcido por el piso, se registró otro fogonazomayor. Jerónimo había empapado la tabla conalcohol y un aceite lubricante, el contenido enrealidad del frasco de su chaqueta. Unencendedor hizo el resto. Como resultado de lallamarada, comenzaron a arder el cuadro y losbrazos del viejo. Himiko, que se habíamantenido al margen de la extinción del fuegode los billetes, dio un grito, y después Raquel.Al lado del caballete, las llamas alcanzaronunos dibujos y grabados que quemaron,mientras Jerónimo caía, envuelto en una flamaazul. Además de la tabla y el soporte,empezaban a arder la alfombra y la mesacontigua.

—¿Dónde hay un extintor? ¡Tiene quehaber alguno por aquí, como en todos losanticuarios! —decía el marqués, atacado.

«Salvo que los hayan quitado de enmedio», pensó Carreño. No lo podía creer.Alguien que había sufrido tanto por esa tabla

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no había dudado un momento en destruirla.Los viejos lo tenían todo calculado. Himiko seechó encima de su abuelo y entre ella y Javierconsiguieron apagar sus manos y su ropa.

—Rápido, hay que llamar a una ambulancia—gritó Javier.

—Ni se os ocurra —replicaba el marqués,que se había abalanzado sobre la tabla y quecon un tapiz que había desprendido de lapared ayudaba a su sicario a apagar el fuego.

Fue inútil. Solo consiguió encender el tapiz,que tuvo que apagar con esfuerzo. La pinturade la tabla se había chamuscado casi porentero.

—¡Viejos estúpidos! ¡La han destrozado! —dijo con desprecio.

Jerónimo tenía cara de dolor. Himiko fue albotiquín para traer una pomada contra lasquemaduras y con ella impregnó las manos ylos brazos de Jerónimo. Nadie decía nada,mientras el marqués seguía maldiciendo yechando furias por la boca. Menos mal que allíestaba Raquel, pensó Javier. En su estado, elmarqués era capaz de hacer una barbaridad.Le habían quemado su dinero y el cuadro.Aullaba como un animal herido. Urgía largarsede allí.

—Hay que trasladarlo a Urgencias —apremiaba Javier para salir del impasse.

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Ese fue el momento en el que una figuraapareció en la puerta.

*

Otoño de 1598 La caravana que acompañaba al rey más

poderoso de la tierra camino de su destinofinal, el monasterio de El Escorial, se movíalentamente. En el interior de su silla extensibley articulada, que lo acompañaba desde hacíados años en sus desplazamientos —podíarecostarse y mantener los pies elevados—, elmonarca contemplaba la ruta con miradaausente. «Quiero ser llevado vivo a misepulcro», había dicho frente a la opinión desus médicos. Cubierto por una tela que loprotegía del sol y acompañado de algunasreliquias, en contra del parecer de sus galenos,Felipe II salía de Madrid sabiendo que noregresaría a la capital: tenía una cita con lamuerte.

Quizá no estaba escrito en su cartaastrológica, que fuera elaborada muchos añosatrás por Matías Haco —el Prognosticon, ensus papeles de la biblioteca de El Escorial—,pero él sentía que le llegaba el tiempo delúltimo plazo, el definitivo. Como si acudiera a

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su palacio mausoleo para que la última de lasfechas pudiera coincidir, concurrencia conseñales que habían servido para tomarimportantes decisiones de Estado: el trasladode la corte a Madrid, la colocación de lasprimeras piedras de El Escorial, el momento dezarpar la Armada Invencible, el ataque a laciudad de San Quintín o el día delprendimiento de su hijo Carlos, que moriría enla cárcel, algo que pesaría en su ánimo toda lavida.

Pero ahora, Felipe, el segundo, el monarcamás poderoso de la tierra, sentía que ya notenía poder ni siquiera sobre su cuerpo.Tampoco tenían ya poder sobre él los astros,cuyo paso habían marcado las cuatro nupciasque contrajo según las indicaciones de sushoróscopos, fallidas en su mayor parte,infelicidad y desdicha donde tuvo que habersosiego, paz y dulzura. Uno de esoshoróscopos fallidos lo trazó el famoso magoJohn Dee cuando el rey estuvo en Inglaterra.

En ese último viaje camino de los limpioscielos del Guadarrama, Felipe pensaba en supadre, el emperador, en su retiro final deYuste y su obsesión final por montar ydesmontar los relojes de Juanelo Turriano,como si al destripar los mecanismos pudierapararse el tiempo, empeño fútil.

El Escorial lo recibió en su grave

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austeridad, que no espantaba los rigores de unverano caluroso. Cronistas como el Jerónimofray José de Sigüenza escribieron que elmonarca, desde el 22 de julio de 1598, sufríatercianas —las calenturas febriles de la malaria— y un principio de hidropesía, a lo que sesumaban los abscesos de su dolencia de gota.Una sed feroz lo abrasaba al tiempo que se lehinchaban vientre, piernas y muslos. El fuegode aquella fiebre fue consumiéndololentamente durante siete días y lo llevó a laspuertas del infierno. Presintiendo lapostrimería, Felipe II se sintió «asado yconsumido del fuego maligno». ¿Castigo últimoo prueba final del destino?

Agonía cruel, sin duda, muerte aplazada,como maldición prescrita. Encima de su rodilladerecha apareció una apostema de calidadmaligna, que fue creciendo y madurando confuertes dolores. Juan de Vergara, uno de susmédicos, abrió aquel absceso de pus pestilentecon hierro, principio del sajar y sangrar de losvarios que padecería el rey en su temibleagonía. Como si no quisieran esperar elinevitable desenlace, los gusanos seposesionaban de su real cuerpo, lo invadían.

Muerte fea, mal encarada, testuz de toroindómito. Felipe se confesó ante fray Diego deYepes, a quien le pidió que le leyera la Pasiónsegún San Mateo, acomodo con Dios. Elconfesor, como todos los que penetraban en

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aquella oscura y recargada estancia, tuvo quesoportar el hedor intenso de putrefacción. Alpie de su cama, de donde no se movía su hijaIsabel Clara Eugenia, se formó un improvisadoaltar de reliquias y pellejos santos.

La llegada de los huesos de mártires ysantos a la alcoba había tenido lugar en unatétrica, más que solemne procesión, iluminadapor candelabros, recorriendo los umbríospasillos del monasterio, procesión en la quetambién figuraba el príncipe Felipe, en breveFelipe III. Lejanos estaban los tiempos en queaquel recinto recibía sorpresas, como aquelesqueleto de una ballena varada en Valenciaque el rey —curioso, enciclopédico— mandótraer y colocar en uno de los corredores.

El tétrico espectáculo sobrecogía a lospresentes, los dejaba mudos. Cuando llegaronsus reliquias favoritas, el moribundo seincorporó con esfuerzo, las besó «con boca yojos» y pidió que se las pusieran sobre larodilla purulenta. En seguida sintió alivio, detal modo que no quiso separarse, y temíaincluso que los criados las tocaran paralimpiarlas.

La muerte se toma su tiempo, como siquisiera dar la oportunidad a Felipe de ponerseen paz con todos. «Mandó hacer muchas ynotables limosnas en estos días que duró suenfermedad», escribe Sigüenza. Sus dineros

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sirvieron para que se casaran huérfanos, parasocorrer a viudas y gente humilde. Ordenótreinta mil misas, y un buen número denovenas.

Una obsesión: pagar sus deudas. Y en casode duda «actuar antes contra la hacienda quecontra la conciencia, de manera que mi almasea descargada y no pene...».

Si su padecimiento físico era atroz, lo hacíamás cruel la imposibilidad de lavarse, higienepersonal que amaba y practicaba conmeticulosidad. A pesar de su gloria, elmonarca de medio orbe, «uno de los hombresmás limpios, más ordenados y más pulcrosque vio jamás el mundo», en palabras de Jeanl'Hermite, no podía controlar los esfínteres.

Sufría de incontinencia, tormentos para supulcritud, penando por el mal olor queemanaba de su cuerpo. Hacía sus necesidadesen el propio lecho, para lo que se abrió unagujero en la cama.

Sintiendo próxima la hora final, el reyhabía mandado pedir un crucifijo, el mismoque había sido de su padre y que pasaríadespués a su hijo Felipe III. Mandó colgarlodentro de las recargadas cortinas de la cama,frontero con sus ojos. Y la cama, oblicua, parapoder asistir por la ventana que daba a labasílica, a cantos y rezos, oficios y rituales.

Fueron cincuenta y tres días de suplicio.

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Alimentado por oraciones y rodeado declérigos que se turnaban a su lado, Felipe II,cuerpo yacente que se pudría en vida, siguióordenando. Su cerebro, acostumbrado aplanificar los más mínimos detalles, pretendíadisponer la muerte en todo su formulismo yceremonia, gravedad del que sabe que va arendir cuentas.

«Mandó poner a todos los lados de la camay por las paredes de su dormitorio crucifijos eimágenes», según cuenta Sigüenza en sucrónica. Entre los cuadros, todos los queposeía de un famoso y extraño pintorflamenco, un abridor de mundos profundos,guardián de diablos e infiernos, crítico caricatode la moral humana: Hieronymus van Aeken,El Bosco. El monarca dispuso las nueve obrasen cruz. Algunas se las había comprado a losherederos de Felipe de Guevara y otras lashabía obtenido de botín de guerra, como Eljardín de las delicias. Toda su vida tuvodebilidad por el viejo Hieronymus. Hubo untiempo en que sus agentes recorrían Europabuscando obras del maestro.

Cave, cave, dominus videt (Cuidado,cuidado, el Señor observa), decía la leyendade la Mesa de los siete pecados capitales, Ojode Dios con los vicios y pecados danzandoalrededor, que mandó colocar enfrente, consus cinco círculos. El del centro y más grandeestaba dividido en tres anillos concéntricos. En

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el del exterior estaban representados los sietepecados: ira, soberbia, lujuria, avaricia, gula,acidia y envidia. Finalmente, en los cuatroángulos de la tabla, enmarcadas en círculos,aparecían los temas favoritos de El Bosco:muerte, Juicio Final, infierno y gloria.

La escena misma de la muerte de Felipe IIpodría haber sido pintada por el maestroholandés, que lo habría matizado eldramatismo, introduciendo diablillos subiendopor la cama y ropas del lecho, colgándose delas cortinas y empujando contrariados lasreliquias. Seguramente hubiera acentuado lacontradicción de lo absurdo de la muerte delser más poderoso del mundo buscando unaclave final en los cuadros del pintorenigmático.

—Estuve en su pueblo, en Bolduque,aunque ya hacía años que él había muerto. Yoera muy joven, iba con mi padre Carlos, elemperador. Me hubiera gustado conocerlo,quizá así habría entendido más cosas de suscuadros. El que sí que lo conoció fue miabuelo, Felipe el Hermoso, que le encargó untríptico.

Sigüenza recordaba aquella conversacióncon el rey, años atrás, hablando del autor deaquellos cuadros que algunos en la corte seatrevían a considerar heréticos. Sigüenza loshabía defendido ante Felipe, que era de su

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misma opinión. El monarca le contó que habíacomisionado a uno de sus agentes para queinvestigara la vida del extraño pintor.

—El informe es preciso, fray José. No eradescendiente de judíos, no pertenecía aninguna secta herética. Lo único interesante esla mención que hace de que en una de sustablas se afirma que está pintado el secreto decómo lograr la piedra filosofal. No eraalquimista, pero conocía el lenguaje hermético.Dicen que esa tabla salió para Italia y seperdió, aunque parece que se hizo con ellaRodolfo II, mi sobrino. Lástima, me gustaríaconseguirla por ver si es verdad ese secreto.Naturalmente, no creo una palabra, pero daríacualquier cosa por contemplarla. Os ruego que,cuando yo muera, os cercioréis de que lospliegos de correspondencia con losembajadores del reino que tiene mi secretarioen este sentido, sean debidamente destruidos.

Fray Sigüenza asintió y calló. Sabía que elrey, a pesar de confesarse nada crédulo enestas cuestiones, disponía de un granlaboratorio donde sus alquimistas odestiladores habían intentado obtener oro delplomo después de complicadas operacionesque duraban semanas. Había mandadoconstruir un laboratorio de destilación en elmonasterio, que se había convertido en el másimportante de Europa. No solo era el oro. Elobjetivo del monarca se centraba en la

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preparación de nuevos medicamentos químicos—le interesaba las nuevas teorías de Paracelso— y en alargar la vida y alejar sus dolencias,cosa que no le había dado mucho resultado, atenor de los hechos presentes.

Pero algo salió mal en aquel laboratorio. Enel mes de julio de 1577 se registró un granestallido, con grandes destrozos, en la torre dela Botica donde fundió sus campanas y quemótoda la madera de vigas, puertas y alacenas.Aunque se habló de un rayo, Sigüenza sabía,como todos en el monasterio, que ladetonación había surgido desde el interior dela estancia. El fraile que cuidaba el reloj, cuyacelda se encontraba próxima, aquejado de unagran melancolía debido a los gases inhalados,se quedó sin apetito y murió a las pocassemanas, sin que galeno o profano acertaran asaber cuál era el origen de su mal.

Aquel año fue año sonado por la aparicióndel perro negro, un animal que según losfrailes franciscanos daba grandes saltos enplenilunio, cabriolas infernales acompañadasde aullidos de ultratumba que se escuchabanbajo los aposentos de Felipe II. El padreVillacastín, con la ayuda de tres monjes,comprobó que en realidad se trataba de unperro negro, sujeto con collar y que pertenecíaa un noble de la corte. Entonces, el monarca,ante la extrañeza de sus súbditos, mandóahorcarlo en una ventana del monasterio. Allí

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permaneció colgado hasta pudrirse, paraacabar con las consejas que afirmaban queaquel perro era el can Cerbero, el mitológicomonstruo que protegía el acceso al averno,una de cuyas entradas estaba, según se decía,debajo de El Escorial.

Sigüenza disculpaba las veleidadesalquímicas de su soberano por la necesidadque tenía de obtener dinero para el Imperio ymantener unida la cristiandad. Pero ahoraFelipe II no podía decirle nada a Sigüenza, losojos mortecinos, rojos, salidos de las órbitas,en algún momento perdidos en los cuadros,luego en las reliquias y el crucifijo, los labiosresecos de tanto mascullar plegarias y besarreliquias santas, las llagas supurando pus ydolor. Desde la pared de su alcoba, los peoressueños de El Bosco eran testigos mudos deldrama real.

En su agonía, a pesar de arrepentimientosy caridades, de confesiones y cruces, delecturas y oraciones, en los ojos de Felipe IIasoma el miedo, sintiéndose quizá sopesadoen la balanza, buscando alguna respuesta enaquellas pinturas, en aquellos personajes, sucuerpo y su alma resistiéndose a la partida,calculando virtudes y defectos, juiciossesgados del doliente. Quizá, en el otro lado,conocería a Hieronymus y podría hablar con élde sus tablas crípticas, de sus vericuetosinfernales, de las criaturas que nos poblaban,

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de las verdades profundas. El cuerpo, cárcel dela conciencia.

Entumecimiento, seguido de fuertesconvulsiones y vahídos, alternando sueño,pesadez profunda y desveladas vigilias.Temiendo no salir de aquellos comas que lellevaban a ratos el ser, el 1 de septiembre elmonarca solicitó la extremaunción. Para recibirlos santos óleos, en un último esfuerzo,esmeró su higiene: le cortaron las uñas y lelavaron las manos. Purificada su alma por laconfesión, manifestó «no tener conciencia dehaber hecho injusticia a nadie, sino engañado;y para no ser engañado lo estudié todo por mímismo».

Sabiendo de las pestilencias de su cuerpo,había dispuesto que se fabricase una caja deplomo para que, una vez muerto, metieran enella el ataúd y evitar así los hedores. Como entodo fue tan rey y «de tan alto ánimo estepríncipe, parece que aun quiso reinar yenseñorearse sobre la muerte», nos dice elJerónimo. Sin querer dejar ningún hilo atrás,dispuso los últimos movimientos de su féretroy trazó el recorrido que lo llevaría hasta sutumba.

Diligencias de quien encara lo postrero, elrey se cercioró de que ya estaba dispuesto elataúd y lo hizo traer a la cámara real, aqueltétrico aposento, preñado ya de muerte. Era

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féretro con historia, madera de un buque quehabía encallado en la arena, cerca de Lisboa.Cinco años antes, cuando paseaba por el lugar,Felipe había visto los restos del navío, que sellamaba Cinco Llagas, y al verlos tuvo elpálpito de que aquella madera debía envolverloen su tránsito hacia la eternidad.

Después, con voz trémula, dictó su últimacarta al príncipe Felipe, al que aleccionó:

«Yo os ahorro esta escena, pero quisieraque vieseis en lo que paran las monarquíasdeste mundo. Vea vuesa merced cómo Diosme ha desnudado de toda la gloria y majestadde un monarca para dársela a vuesa merced.Dentro de muy pocas horas yo estaré cubiertonada más con una pobre mortaja y atado conuna ruda cuerda... Vos sois joven como un díayo lo fui. Mis días están contados y próximos asu fin; la cuenta de los vuestros solo Dios lasabe, pero tendrán que concluir».

Los tiempos del último acto se vanconsumiendo. El 11 de septiembre el rey sedespide de la corte y de los suyos, a los queles exhorta a perseverar en la fe. Luego pierdela palabra, que ya apenas volverá. Habíaadvertido a los médicos que le informaran decuándo llegaba el fin, y cuando los cirujanosVargas y Medrano se lo hicieron saber al díasiguiente, el monarca pidió auxilio espiritual.Mandó al arzobispo de Toledo que le leyese la

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Pasión de San Juan. Hacia la una de la nochefue a hablarle su confesor, y él dijo a losJerónimos que lo rodeaban que cuanto más seallegaba a la fuente, tanto crecía más la sed.Cuando fueron a darle una de las velas deNuestra Señora de Montserrat, el rey dijo:«Guardadla, que aún no es tiempo», y a lastres de la mañana, al presentársela de nuevo,se rio y tomándola de la mano, dijo: «Dadlaacá, que ya es hora».

Obsesión final, hubo oración y palabraspara el tránsito, para que descansara en lapresencia de Dios Padre, que compensaría esedoloroso final. El rey pedía más y másoraciones; reflejos de terror. Una hora y mediaantes de expirar, «tuvo un paroxismo tangrande que todos creyeron que habíaacabado», dice Sigüenza. Era la mejoría de lamuerte, el último despertar de un organismoque inevitablemente se extinguía. Tuvo suertey pudo darse cuenta de su final, muriendo conserenidad tras una larga agonía, que en aquelúltimo momento, fue dulce. Felipe abrió losojos, sus órbitas ya desmedidas, y asió el viejocrucifijo de Carlos V con un súbito destello defuerza, impropia de un moribundo. Aquellamejoría duró un buen rato, y pasó en medio dejaculatorias, letanías, interminables oraciones,miradas al Jardín de las delicias, que teníaenfrente del lecho, besos al crucifijo y palabraspara la historia, repetidas hasta el delirio:

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«Muero como católico en la fe y obediencia dela Santa Iglesia romana». Afirmaciónsospechosa, o cabezonería del que no las tienetodas consigo, aunque tal vez esas palabrasfueran escritas por otro como si fueran suyas.

El reloj candil de la cámara dio las cinco dela madrugada. Entonces, en aquel instantefronterizo, las primeras luces anunciándose enel horizonte, «con un pequeño movimiento,dando dos o tres boqueadas, salió aquellasanta alma y se fue, según lo dicen tantaspruebas, a gozar del reino soberano», segúnrelató Sigüenza. Sucedió «cuando el albarompía por el oriente trayendo el sol la luz deldomingo, día de luz y del señor de la luz, yestando cantando la misa del alba los niños delseminario, la postrera que se dijo por su vida yla primera de su muerte». Tras intentar sentirlos latidos de su corazón y después de ponerleun espejo en la boca que no se empañó, elcirujano regio Victoriano Morgado firmó el actade defunción. La muerte del rey había llegadoel 13 de septiembre del año 1598, en el mismodía que catorce años antes había puesto laúltima piedra de todo el cuadro y fábrica delmonasterio de San Lorenzo del Escorial.

Alguien apagó entonces la luz del relojcandil, como se había apagado la del dueño delmundo. A esa misma hora, en Inglaterra, elespejo negro de obsidiana del mago John Deesufrió una contracción, crujido que dejó en su

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pulida superficie una arista, un arañazo, tal ycomo hoy se puede ver en el Museo Británico,donde está expuesto.

Los cuadros de El Bosco, testigos de lamuerte y el tránsito de Felipe II, volvieron alas habitaciones de los aposentos reales ydurante un tiempo se eclipsaron. En el fuegodel Alcázar de Madrid, en la Nochebuena de1734, originado en las dependencias de uncriado del pintor Jean Ranc, se quemaron,entre otros muchos de la colección real, cuatrocuadros de El Bosco: dos ciegos con una mujerciega, una danza a modo de Flandes, unosciegos que andan a la caza de un puerco jabalíy una bruja.

* A todos les sorprendió la aparición de

aquella figura, aunque algunos lo conocían. Eraun hombre maduro, de edad indefinida, alto yelegante, vestido de negro. Imponía. Habíaalgo en su mirada, en sus gestos, que no erande este mundo, o al menos, de esta época.Nadie osaba decir palabra, tan extraña eraaquella súbita presencia, llena de autoridad,que por un momento Javier creyó haberentrado en un sueño. Pero las escenas tienenque tener un desenlace. Este venía de la mano

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de German Blank, el hombre que habíaaparecido en la puerta, a pesar de estaraparentemente cerrada.

—Llame, llame a una ambulancia, señorCarreño. Mientras llega tendremos el tiemposuficiente para acabar este asunto —dijo elrecién llegado hablando primero para Jerónimoe Himiko y luego para el marqués—. Hubierapreferido que me entregara la tabla entera. Ysin violencia. Al menos, hablamos de eso. Asíque es mejor que me quede con la tablaquemada. Quizás pueda recuperarla y encualquier caso, a usted ya no le pertenece.Pero como sé que todos han trabajado en larestitución, he querido compensarlos.

Dicho esto, arrojó una bolsa de terciopelonegra sobre la mesa. El marqués la recogió yabrió. Era un puñado de diamantes.

—Supongo que eso será suficiente.El marqués cogió uno de ellos y rayó un

cristal de la ventana. Mandó al guardaespaldasque le trajera el mazo de una armaduramedieval del fondo de la tienda y probó aromper las piedras, sin éxito.

German le alargó un detector digital depiedras falsas, un aparato digital parecido a ungran termómetro con marcador de colores. Alaplicarlo a las piedras, una luz verde llenó lapequeña pantalla. Pareció convencerse.

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—Creo que son buenos —exclamó elmarqués.

—Desaparezcan. Ya han hecho demasiadodaño —dijo Blank.

—Así que este era el gran capitalista —sele escapó a Raquel—. Pensar que cuando loconocí en la subasta no le di ningunaimportancia.

—Raquel, ¿vienes?—No, querido. Ya he tenido bastante.

Pediré el divorcio. Intentaré sacarte lo máximoposible.

—Mujeres... —dijo con desprecio.—Hombres —respondió ella—, solo algunos

merecen la pena y tú no eres uno de ellos.Cuando el marqués y su esbirro

abandonaron la sala, se escuchó la voz deJerónimo.

—Perdone que no me levante a saludarlo.Apenas veo. Y este fogonazo me ha dejadocompletamente a oscuras. ¿Pero por qué lesha dado esos brillantes? ¡Ese canalla no se lomerece!

—No se preocupe, Jerónimo. Pero podíanhaberles hecho daño con la rabia de haberperdido lo que consideraban la tabla. Aunquetodos sabemos que no es así, sino que era sucopia. ¿Dónde está la tabla original?

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—En la trastienda. Himiko, tráela.—Ah, ¿pero esa era una copia? ¿Por la que

han estado a punto de quemarse dospersonas? Tiene gracia el asunto... —exclamaba ácida Raquel.

El desconocido alargó otras pequeñasbolsas de diamantes.

—Me importa un rábano ya el dinero, señorMainger, pero me gustaría saber cuál es elsecreto de la tabla.

—Podría decirle que es un secretocientífico, el principio para poder realizar loque ahora llaman la fusión fría, o reacciónnuclear de baja energía. Algo que lahumanidad busca afanosamente como laalternativa limpia a la energía nuclear defisión, que los buenos alquimistas habíandescubierto desde el siglo XVI, y que enrealidad no es más que una función secundariade lo más importante, una manera detransformar la materia. El mundo, que tanto lonecesita, no está aun preparado para ello.Aunque se vean joyas en el cuadro, losmetales, las piedras, son elementos de laclave. Fue un maestro el que pintó aquello, ylo recibió de otro maestro, un alquimista quenunca ha aparecido en la historia de losgrandes alquimistas. Pero era bueno ymodesto. Y resolvió un enigma.

—Eso sí que no hubiera podido imaginarlo

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nunca. Me deja de piedra. —Raquel era laúnica que era capaz de articular palabras,mientras que el resto permanecía callado.Nadie era capaz de decir nada a pesar de lasmuchas preguntas que se agolpaban en todaslas cabezas. Himiko trajo la tabla original y eldesconocido desplegó una bolsa de tela quetenía preparada.

—Este secreto, en manos inadecuadas,podría acarrear grandes males.

—Déjeme verla al menos unos segundos.Tanto trajín para esto y me voy a marchar sinver siquiera esa maravilla —protestaba lamarquesa.

Un minuto después de que todos lacontemplaran con un silencio reverencial,German Blank introdujo la tabla en la bolsa.

—Tengo que irme. La ambulancia está apunto de llegar.

—¿No se aburre de los humanos, señorconde? —preguntó por sorpresa Javier.

—¿Conde? No sabía que pertenecía a laaristocracia —repuso Raquel—, ni que loconocieras tanto.

—Sí, tuve el gusto de conocerlo, aunqueentonces no sabía quién era en realidad, señorGerman Blank, señor Santiago Mainger, condede Saint Germain... Debería haber sospechado,pero no me dejé llevar por mi intuición.

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—Sí, tiene que hacerle usted más caso,señor Carreño. Contestando a su pregunta, laverdad es que el mundo sigue siendo un lugarinteresante a pesar de los destrozos del serhumano, ese ser previsible y mediocre quetanto aburre con sus reiteradasequivocaciones. Es posible que estemos apunto de un cambio sustancial en lasconciencias, este es un tiempo turbulento quepuede alumbrar otros mejores, o, como otrasveces, irse al traste. No hay que perder lacabeza. Hay que resistirse a creer que nuestraaventura en el planeta y en la historia acabeen ignominia y destrucción sin sentido. El amortriunfará. Algún día.

—¿Le volveré a ver? ¿Y al cuadro?—No pierda nunca la esperanza. Es la

mejor forma de vivir. La piedra filosofal estádentro de cada uno, es pura potencia. Es el«Yo soy», que esos que se dicen mis discípulosinterpretan a su manera.

—Se quema un cuadro que es una copia deuna obra maestra. Emerge entonces el originaly se esfuma, lo que no tiene gracia. Me perdí—dijo Raquel—. ¿Quién es usted en realidad?¿Y de qué lo conoces, Javier?

—Es una larga historia. Le autorizo a quela cuente cuando me haya ido.

El visitante enfiló la puerta con decisión.En su última mirada al grupo, antes de

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desaparecer, se podía decir que asomaba unasonrisa.

No hubo tiempo para más. Javier detectólas miradas que se lanzaban Himiko y Raquel,pero la situación estaba tan distorsionada quelo que podría haber supuesto un duelofemenino de alto voltaje, ahora no teníasentido. Herbert, muy agitado, preguntaba asu compañero cómo se encontraba.

—No es para tanto. He perdido un poco depráctica en lo de lanzar cócteles molotov —bromeaba Jerónimo, a pesar del intenso dolorque debía de sufrir.

—No quiero pensar qué habría pasado sino aparece Mainger con los diamantes —ledecía Javier a Raquel—. Solo había un sicario,pero puede que lo hubiéramos pasado mal.¡Qué inconscientes! Seguramente pensaronque contigo delante no haría ningunabarbaridad.

La conversación acabó con la sirena de unaambulancia que avanzó por la calle hastadetenerse en la puerta.

* Vida enredada, vida barroca, extraña y

sorprendente, nadie se hace responsable de la

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trama, y el destino no es más que un truco demal escritor. Historias sin finales, o conmuchos, posibilidades hay para todos losgustos. A menudo las expectativas sonsiempre mejores que lo que en realidadsucede. Lo mismo pasa con la vida, esa obrainterminable. Solo tiene puntos seguidos, aveces un salto a otro párrafo, perdidos ya delencabezamiento de nuestro periplo, olvidadosde objetivos y frases, sin saber cómo va elnegocio, el meollo del asunto, la sustancia.

Novela de desarrollo laberíntico, el caminoestá sembrado de pistas, todas verdaderas otodas falsas, como la vida, imposible juzgar.Se mezcla el presente, el pasado, quién sabe siel próximo futuro. Todo se ha desmadrado unpoco, se ha salido de los moldes, intentandoimitar al insigne pintor y sus equívocosmensajes, místico con la atracción del abismodel infierno, hombre desconocido quereconocemos en nuestro interior. Todos somosHieronymus. Todos estamos en sus cuadros,todos los hemos pintado. Somos objeto ysujeto, materia y la mano que la forma, idea yla mente que la piensa, espejo negro que nosdevuelve lo que queremos ver, nuestra esenciaprofunda difuminada en la nada, nuestrodestino, una superficie oscura donde sedibujará lo que fuimos, donde nos diluiremoscuando la muerte nos fije en esos espacios.

Palabra alquímica, cabalística, álgebra de

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emociones y gestos, geometría de los aspectosvitales que nos atañen, misterios que solodesvelaremos cuando atravesemos la puerta,las puertas, cuando ya nuestro cuerpo seasome a las ventanas de otra dimensión y lastraspase.

Pero eso sí, con cuidado. Las palabras nodeben ser utilizadas en vano, economía deluniverso, ni servir para adorno oembellecimiento, para alimento del ego. Laspalabras son flechas. Y flores. Son plumas ypiedras, vuelan al espacio y están enterradasen minas en lo más profundo de la tierra. Al finy al cabo, ellas son la materia prima de la quese forma el Opus nigrum, el huevo filosofal.

En resumidas cuentas, la historia de latabla había llegado a su fin, se habíaconsumado. El fuego, más que purificador,destructor de sueños, implacable ejecutor de lasentencia. Había un final, y este era el fuego.El fuego de San Antón, el fuego de la fiebre. Yen ese, de una u otra manera, nos habíamosconsumido todos.

En este punto me introduzco en lanarración, quizá por necesidad de aclarar mipapel en ella, no para justificarlo. Yo, JavierCarreño, era consciente de haber vivido laaventura de mi vida, pero en realidad, lo quehabía sucedido era la novela de otra persona:la historia de Jerónimo Díaz. Así lo sentí en

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aquel momento. Un final como pudo serlocualquier otro, la vida, ya se sabe, tiene aveces varios finales, o diversasinterpretaciones del mismo final. No conocí anadie cuya identificación con El Bosco fueramás completa, lo cual es tal vez paradójicotratándose de un anarquista. O no tanto,tratándose, en el fondo, de un pintor. Y de unpintor que había utilizado el espejo negro que,como una puerta a otra dimensión, cruzaba devez en cuando. Pero puede que fuese el propioHieronymus Bosch el que se valía de aquellasuperficie y aquella mirada para volver a estemundo, para reflejar ese universo sombrío,esos personajes que surgían desde lo másprofundo del corazón del ser humano, allídonde habita y reina el miedo, y los hacíaaparecer tras los ojos de Díaz, que acababaescribiéndolos, como si en realidad aquellosmonólogos no le pertenecieran. Historia dedesenlace esotérico, o al menos brumoso, casilegendario.

Pero aunque este fuera el final de unatrama, no es el último. Habrá quien lo prefiera,y entonces debiera detenerse aquí, aun ariesgo de no completar la visión del tríptico.Aunque si la curiosidad ha hecho al lectorllegar hasta este punto, lo más normal es quecontinúe, a pesar de la advertencia anteposibles desilusiones. Es fuerte la tentación deacabar de esa forma, un tríptico incompleto

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imita a la vida, siempre descuadrada, y no a laficción, que exige cierre, así sea este abierto yproblemático, con las dos alas de la obra.

La vida, el arte, son también reflejos de unespejo oscuro: el de nuestra sombra.

* Los preparativos de vuelta, una semana

después, cuando Jerónimo se habíarecuperado de sus heridas, se truncaron con elinfarto que acabó con Herbert. Desde lamuerte de su hijo adoptivo, y a pesar de suvenganza, la tristeza le había dejado mudo.Les avisaron del hospital, cuando ya no habíanada que hacer. Para Jerónimo fue unasensación extraña. A pesar de todo, lo sentía.Una parte de su vida se iba también con aquelhombre.

Javier e Himiko ayudaron al entierro, dadoque no se le conocía familia. No habían salidode un funeral y se veían obligados a repetir elrito. También ayudó la asociación de losveteranos de los campos. Para ellos, cualquierpérdida era importantísima. Otro testigo delhorror que se iba. Herbert fue enterrado juntocon su hijo, en una tarde de sol frío que losdejó sin palabras. Volvieron a aquelcementerio, ante aquella proa de barco de

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madera y aquel lema de los argonautas.«Buena navegación, viejo», pensó el comisarioespañol, que a pesar de todo, lo había cogidocariño al holandés.

—Dentro de tres horas nos volvemos aEspaña. Parece que a Jerónimo se le haagravado la degeneración macular con todo loque ha pasado. Está casi ciego —decía Himikoa Carreño.

—Ya ves, Javier, tanto hablar del espejonegro y es lo que me ha tocado vivir en el finalde la vida. Tendré que resignarme a perderpoco a poco la luz. Aunque, desde luego, ya hevisto mucho. Demasiado.

—No debes atormentarte por lo que pasó—terciaba Carreño—. Nunca se sabe lo quenos depara la vida. Si vamos a las últimascausas, Herbert tuvo mucha responsabilidaden lo ocurrido. Por proteger a su hijo, lo pusoen peligro, nos puso a todos.

—Es una sensación amarga. No creo que elser humano cambie. No debería importarnos alos que estamos ya con un pie en la tumba,pero uno tiene su corazoncito. El mío se llamaHimiko. De alguna manera, comprendo aHerbert. Por un hijo se puede hacer cualquiercosa.

—¿Javier? Hola, soy Gonzalo. Espero que

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estés recuperado desde lo de Ámsterdam...Verás, ya que estás con el tema de los cuadrospara la exposición... Me acaba de llegar unainformación de que se va a poner un nuevoBosco en el mercado, una tabla que se creíadesaparecida. ¿No sabes nada del tema?

—¿Cómo dices?—Te digo esto, por supuesto, de manera

absolutamente confidencial. Atento, amigo.Nuestro querido Abuelo anda detrás. No es taninvisible que no deje rastro de su presencia.Parece que está utilizando una partida de joyasen sus operaciones, sobre todo diamantes.Anótate mentalmente estos nombres, queutiliza como alias: German, Blank, Kowalesky.Su nieta trabaja como abogada en larecuperación de los cuadros robados por losnazis. Está vigilada y tarde o temprano nosllevará hasta su abuelo. No sabemos hasta quépunto está implicada, pero lo averiguaremospronto. Así que, ya lo sabes, si te llega unrumor o un soplo, llámame de inmediato. Medebes una.

—Descuida. Si alguna vez veo a esepersonaje, será lo primero que haga.

—A menos que ya te hayas encontrado conél y no me hayas dicho nada. Si es así, tencuidado. Los diamantes que hace circular sonfalsos. Se trata de moissanite, un materialutilizado en la industria electrotécnica,

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obtenido a partir del siliciuro de carbono.Originalmente tenía un matiz amarillo, perodesde hace varios años existen sofisticadastecnologías que permiten fabricar moissanitesdiáfanas que apenas se pueden distinguir delos diamantes auténticos, y son tan duroscomo ellos. Están muy bien trabajados ytienen un brillo especial, son muy difíciles dedetectar incluso por joyeros expertos. Pero esosí, las piedras valen diez veces menos.

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A la izquierda deltríptico

DIABLOS E INFIERNOS

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Existe un punto dellegada, pero ningúncamino.

Kafka.

El cosmos declina.

Pintada anarquista en elmetro de Madrid.

L

a exposición, en el verano del año siguiente,se inauguró con un gran éxito mediático y depúblico. Además de las grandes obras del

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Prado y del monasterio de El Escorial, llegaronvarias obras maestras, como las Tentacionesde San Antonio de Lisboa; el Tríptico del JuicioFinal de Viena; La caída de los ángelesrebeldes, El arca de Noé en el Monte Ararat, deRóterdam; La crucifixión de Santa Julia y dosde los cuatro postigos del Palacio Ducal deVenecia: el Paraíso terrenal y La caída de loscondenados; El barco de los locos, del Louvre.Además del San Juan en Patmos de Berlín, ElSan Juan Bautista del Lázaro Galdeano, y Lamuerte del avaro, de la National Gallery deWashington. También algunos dibujos como Elcampo que ve y El árbol que oye, de la galeríade la Albertina, de Viena. Todos los periódicosespañoles y europeos destacaron la altacalidad y riqueza de las obras de El Boscoreunidas, quince, y su colocación, en unospedestales que permitían contemplar losreversos de las grisallas en los trípticos, asícomo de la recreación virtual en 3D del estudiodel pintor, los estudios técnicos sobre loscuadros más importantes y susarrepentimientos, puestos de manifiesto por lareflectografía infrarroja, los rayos X y losultravioletas.

Los afortunados que asistieron a lainauguración comentaron maravillados queaquel había sido un día histórico en lo querespecta a este tipo de exposiciones. Ademásde las obras bosquianas, en una sección se

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podían contemplar cuadros de continuadoresde El Bosco —Patinir, Brueghel, Petrus Chistas— ilustrados por música de la épocainterpretada en vivo por un grupoespecializado, Hesperia 21.

Pero, en especial, lo que se destacó comocurioso fue el lugar donde aguardaba unpedestal vacío con la leyenda «A los cuadrosdesaparecidos de Hieronymus Bosch». Allí,proyectadas desde la pared, se sucedíanrecreaciones virtuales de artistascontemporáneos que reinterpretaban lascreaciones bosquianas. Entre ellas, una deHimiko, La ballena y Jonás, donde se veía uncetáceo en el vientre de un profeta.

Yo no pude asistir al gran día. No teníacuerpo. Esa misma mañana había acudido, conHimiko y algunos amigos, al entierro deJerónimo Díaz en las montañas de León.Himiko no quiso incinerarlo.

—Después de cómo ha muerto no quieroyo completar el trabajo del fuego, y menos enalguien que escapó de las cámaras de gas ydel crematorio en los campos deconcentración. Mejor enterrarlo en la tierra quele vio nacer.

Desde que fue afectado por el fuego,Jerónimo entró en una espiral de declive yabandono, en una rara serenidad, que le durómás de un año. Sabía que pronto llegaría el fin

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y, a menudo, en el hospital, se quedabamirando por la ventana, aparentemente ido, elúnico punto de luz que le dejaba ver el espejonegro que le velaba los ojos. Himiko, que nose hacía ilusiones, decía que simplementeestaba alcanzando la paz. El viejo anarquistano pudo superar una crisis cardíaca —afectadoel corazón por el impacto de todo lo vivido enel último periodo de su vida, o porque tenía yaque tocarle— y se fue con los ojos abiertos,rechazando las últimas inyecciones de morfinacontra el dolor. «Quiero enterarme de lo quepasa. No quiero estar dormido en estaexperiencia por nada del mundo». Después delentierro, los dos nos fuimos a pasear por losmontes y acabamos abrazados. El jarrónseguía roto, aunque se pegara con la cola delcariño, pero así afirmamos, de una maneraanimal e instintiva, nuestro deseo de sentir yde vivir.

De vuelta en el coche, Himiko sacó unabolsa de cuero y un sobre.

—Jerónimo quería que, cuando muriera, tediera esto.

—¿El espejo negro? ¿Pero no era algovalioso para él? Quien debe conservarlo erestú, que además eres artista.

—Tendría sus razones para ello. Según él,tú lo necesitabas más. Yo le prometí quecumpliría con su deseo. A mí me dio muchas

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más cosas.Abrí el sobre buscando una carta, una

explicación. Pero no había tal. Lo que conteníaera una impresión del cuadro Jonás y laballena sacada con el reflectógrafo. Laextrañeza dio paso al asombro. Acostumbradocomo estaba a ver la imagen de ese tipo deestudios, me sorprendí de lo que veía.

—Es lo que nos dio tiempo a hacer en eltaller de Herbert, con el reflectógrafo quehabía traído Flebus. Solo pudimos realizar unapasada sobre el cuadro.

—¿Era el original o la copia? Aquí noparece haber nada debajo, ningúnarrepentimiento, ningún diseño inicial...

—Era el original. O lo que creímos que erael original. Jerónimo tenía una sospecha yquería corroborarla. Aquel cuadro que copiópara Mainger era ya una copia. No hay queolvidar que El Bosco fue uno de los artistas dela época más copiados. Estábamos en esocuando llegaste, nadie dijo nada porque habríasido un jarro de agua fría.

—Ya decía yo que era muy raro queJerónimo atentara contra la obra de su vida. Osea, que todos nuestros afanes hubieran sidovanos.

—Bueno, no estaba hecha por el maestro,pero sin duda era una copia contemporánea de

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una de sus obras. Tenía su valor. Sobre todoporque se ha perdido el original.

Lo primero que pensé es que muy pocascosas son lo que parecen. Ni los cuadros, ni losdiamantes, ni siquiera Saint Germain. En lavida, como en los cuadros de El Bosco, todoera cambiante, materia de transformaciones...

—Siempre me intrigó lo de Saint Germain.Nunca te lo pregunté y es algo que me hareconcomido hasta ahora. ¿Por qué Jerónimoestaba tan seguro de que era él para darle latabla? —pregunté a Himiko.

—No sé las razones, pero yo dudo que, taly como me contaste, aquella persona fuera undelincuente internacional. Los diamantes quenos dio eran de buena calidad. Jerónimo losvendió y donó su importe a causas sociales.

Nada me extrañaba ya de aquella historia.Como tampoco el desenlace final, mi salida delMuseo de El Prado.

Naturalmente, mi ausencia de la ceremoniade inauguración, aunque estaba justificada,sentó muy mal entre las altas esferas. Reciénacabada la inauguración, en el contestador demi teléfono móvil quedó grabada lacomunicación oficial de que prescindían de misservicios.

El marqués —que había renunciado a lapresidencia del Patronato del museo—,

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asediado por su situación y después deprotagonizar un escándalo al intentar venderdiamantes falsos como auténticos, se declaróen quiebra y tuvo que vender parte de suexclusiva colección para eludir la cárcel. FinalRobin Hood, la justicia poética del BosqueDucal.

Después de todas las aventuras quevivimos juntos, mi relación con Himiko derivóen una buena amistad. Es la única persona quede vez en cuando me arrastra a una galería.De tarde en tarde, cuando está en Españacamino de algún paraje exótico, me tomo uncafé con Raquel, divorciada del marqués, alque le sacó una buena tajada. Y luego estáCarmen, que llegó, como un regalo de Reyes,un mágico 5 de enero. Con ella estoyaprendiendo a amar, y eso me gusta.

He vuelto a dar clases en la universidad yhe dejado de ser comisario de exposiciones.Después de la fama que se ha corrido sobre mí—con bulos fabulosos—, nadie en su sanojuicio osaría contratarme para cualquierevento. Y, la verdad, no lo extraño. Ganobastante menos, pero me gustan mis alumnos,los pocos que quedan ya, en un universo en elque el arte y su estudio han pasado a un lugarsecundario. Todos tenemos nuestros espejosnegros. Yo descubrí el mío en aquel viaje pararecuperar el Jonás. La búsqueda del cuadro mehizo comprender muchas cosas de mi lado

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oscuro. De hecho me cambió la visión de lavida, me rebanó el ego, no soy el mismo desdeentonces. Acabó con mi miedo, que era elmiedo a la vida, algo que, sin ser del todoconsciente, tiene mucha gente. Ahora me fijoen lo más importante. En vivir, en amar, enreír. De vez en cuando, cuando me asalta latristeza o cierta melancolía, me abismo en elespejo negro que me regaló Jerónimo y mesereno. Es mi secreto mejor guardado. Luego,desde ese espacio y ese tiempo, escribo: heacabado una novela que espero publicar algúndía.

En lo que respecta a El Bosco, no pierdo laesperanza de que antes de que me vaya deeste mundo, alcance a ver la pintura originaldeJonás y la ballena. Tiene que estar enalguna parte. Sería uno de los mejores regalosque me podría dar esta existencia. Viví unaexperiencia intensa y maravillosa a lo largo devarios meses y algo se prendió en mí. Hecomenzado investigaciones para averiguar cuálfue el destino del resto de los cuadrosdesaparecidos del maestro des'Hertogenbosch. Por lo demás, sigoconsultando a veces el tarot —humildad ypaciencia son sus mensajes—, y el I Ching.Invariablemente, dos de cada tres veces mesale el mismo exagrama, el 13: laperseverancia trae ventura. También en lanovela de la vida. De momento no tengo nada

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más que añadir.

FIN

Madrid, 2011

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Agradecimientos

A mis queridos y admirados amigos CarlosEugenio López y José Luis Gallero. Susconsejos enriquecieron en gran medida estetexto, que perdió hojarasca. Tambiénaportaron sus conocimientos y opinionesCarmen Estévez, Ana Giselle Robaina, ArturoRodríguez, Javier Arnaldo, José Carlos Calvo yTwiggy Hirota, por lo que les estoyeternamente agradecido.

A Harry van Berselaar, que me guio pors'Hertogenbosch y Vught y que respondió amuchas de mis cuestiones sobre el pueblo deEl Bosco. En s'Hertogenbosch o Bolduque, miagradecimiento al Bosch Art Center, así comoa los responsables del cercano campo deconcentración de Vught y al museo de laResistencia en Ámsterdam.

Mi sincero agradecimiento a las víctimas deesos campos de la barbarie —con recuerdoespecial a los españoles, con algunos de loscuales hablé—, por haber dejado testimonio delo que vivieron y sufrieron, testimonios quesirvieron también para varios de los pasajes de

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esta novela.Gracias a Tomasso Benedet.Además de otros autores citados en el

texto, es destacable el libro El mundo de ElBosco, de Ronald Glaudemans, Jos Koldeweij,Jan van Oudheusden, Ester Vink y Aart Vos.

Escaneo y corrección del doc original:

Maquetación ePub: El ratón librero(tereftalico)

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AGRADECIMIENTO AESCRITORES

Sin escritores no hay literatura. Recuerdenque el mayor agradecimiento sobre esta

lectura la debemos a los autores de los libros.

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Notas

[1] s'Hertogenbosch, Den Bosch,Bolduque, Balduque, o Bosque Ducal.