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El Estado Moderno: apuntes para el estudio de sus características Sergio Nicanoff Introducción Uno de los elementos conceptuales básicos sobre los que debemos reflexionar gira alrededor de las implicancias que tiene la discusión acerca del Estado como categoría. Abordarlo en el marco de una materia del CBC requiere poner en cuestión y revisar determinadas concepciones del Estado que portamos desde un “sentido común”, que puede estar presente en nosotros de manera explícita o implícita pero que ha sido socialmente construido, como trataremos de demostrar en el presente trabajo. En la actualidad se desarrolla un intenso debate acerca de las funciones, atribuciones y características del Estado tanto en nuestro país como en Latinoamérica y el mundo. Cotidianamente vemos expresarse en el plano político, en medios masivos, a nivel educativo y en diversos espacios, este debate que refleja concepciones diferentes acerca del Estado. Una de ellas, articulada alrededor de la ideología neoliberal –tan predominante en los 80’, 90’, y que dista de haber desaparecido– sostiene que el Estado tiene que tener menor cantidad de funciones, particularmente de intervención en la economía. Según esta mirada el mayor peso del Estado conduce a la ineficiencia, al burocratismo, al gasto excesivo que tiene que sostener el conjunto de la sociedad. Sus sostenedores afirman que en una sociedad cada vez más globalizada, donde los mecanismos de interinfluencia y relaciones entre los países se han multiplicado, las tareas llevadas adelante por los Estados Nacionales se tornan cada vez menos necesarias. Postulan que lo determinante pasa por la autorregulación de los mercados. Desde otras perspectivas, por el contrario, se plantea que es imposible generar ciertos niveles de igualdad social y expansión de derechos ciudadanos sin un aumento en la intervención del Estado. Que el mercado librado a sí mismo sólo potencia la desigualdad y la polarización social. Aducen que es fundamental la inversión estatal en obra pública, la gestión directa del Estado de ciertas áreas 1

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Versión definitiva del texto del profesor Sergio Nicanoff sobre el Estado moderno. Se trata de un seguimiento teórico, sustentado en ejemplos históricos, para abordar la problemática del Estado.

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El Estado Moderno: apuntes para el estudio de sus características

Sergio Nicanoff

IntroducciónUno de los elementos conceptuales básicos sobre los que debemos refle-

xionar gira alrededor de las implicancias que tiene la discusión acerca del Esta-do como categoría. Abordarlo en el marco de una materia del CBC requiere poner en cuestión y revisar determinadas concepciones del Estado que porta-mos desde un “sentido común”, que puede estar presente en nosotros de ma-nera explícita o implícita pero que ha sido socialmente construido, como trata-remos de demostrar en el presente trabajo.

En la actualidad se desarrolla un intenso debate acerca de las funciones, atribuciones y características del Estado tanto en nuestro país como en Lati-noamérica y el mundo. Cotidianamente vemos expresarse en el plano político,

en medios masivos, a nivel educativo y en diversos espacios, este debate que refleja concepciones diferentes acerca del Estado.

Una de ellas, articulada alrededor de la ideología neoliberal –tan predo-minante en los 80’, 90’, y que dista de haber desaparecido– sostiene que el Estado tiene que tener menor cantidad de funciones, particularmente de inter-vención en la economía. Según esta mirada el mayor peso del Estado conduce a la ineficiencia, al burocratismo, al gasto excesivo que tiene que sostener el conjunto de la sociedad. Sus sostenedores afirman que en una sociedad cada vez más globalizada, donde los mecanismos de interinfluencia y relaciones en-tre los países se han multiplicado, las tareas llevadas adelante por los Estados Nacionales se tornan cada vez menos necesarias. Postulan que lo determinan-te pasa por la autorregulación de los mercados.

Desde otras perspectivas, por el contrario, se plantea que es imposible generar ciertos niveles de igualdad social y expansión de derechos ciudadanos sin un aumento en la intervención del Estado. Que el mercado librado a sí mis-mo sólo potencia la desigualdad y la polarización social. Aducen que es funda-mental la inversión estatal en obra pública, la gestión directa del Estado de cier-tas áreas estratégicas de la economía así como su función de regular y contro-lar a los capitales privados para aumentar el consumo, evitar los aspectos más depredatorias del empresariado y permitir el acceso a bienes por parte de ma-yor cantidad de personas. Estas miradas creen que es posible retomar los me-canismos de la etapa Keynesiana del capitalismo, dominante en el período que se sitúa entre la segunda guerra mundial y principios de los 70’, así como que el capitalismo puede ser reformado o al menos contenidos sus aspectos más cuestionables.

Por otro lado, las perspectivas más críticas del sistema en sus diversas variables, que van desde corrientes marxistas diversas pasando por el anar-quismo o el autonomismo hasta el ecologismo más radical, ponen el acento en la necesidad de derribar el Estado capitalista, considerado una instancia de opresión social. Aunque algunas de estas tradiciones motorizan luchas popula-res por reformas, las ven tan solo como espacios de acumulación de fuerzas para la transformación radical de la sociedad, sin ninguna expectativa en la po-sibilidad de que el sistema pueda mejorarse. Aún así, la amplia gama de con-cepciones vigentes en los pensamientos emancipadores discrepan radicalmen-

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te sobre el carácter del Estado, y si éste puede o debe subsistir y asumir ciertas funciones o no en una sociedad sin explotadores ni explotados.

Como sea, la importancia de este debate se acentúa si tomamos en cuen-ta que, tanto en nuestro país como en la región, la centralidad del Estado ha crecido, aunque se pueda discrepar profundamente sobre el sentido de ese peso mayor, y si se puede generalizar o hay que distinguir procesos muy dife-rentes a nivel latinoamericano.

En todo caso lo que queremos señalar es que estas polémicas no son abstractas ni ajenas a la cotidianeidad de nuestro pueblo y por ende de todos/as los que transitamos la educación universitaria. Muy por el contrario, el desa-rrollo de estos debates y de otros íntimamente relacionados, las tensiones y conflictos que estas discusiones expresan, determinarán aspectos celulares de nuestras vidas en los años por venir. Desde qué tipo de educación existirá y quiénes y en qué condiciones tendrán acceso a ella, pasando por la posibilidad o no de acceder a un empleo y en qué condiciones, de acceder o no a la salud, de ampliar o restringir nuestros derechos individuales y colectivos, de la calidad o deficiencia del transporte y un largo, etcétera, que atraviesa todos los planos de nuestra existencia social.

No pretendemos que el presente trabajo sostenga su valía desde una su-puesta imparcialidad en esos debates. Es decir, enunciado desde un lugar arbi-tral, ajeno a los conflictos y cargado de una verdad pretendidamente científica y absoluta. Por el contrario, creemos que quienes sostienen una supuesta impar-cialidad en el campo del conocimiento en realidad plantean, de manera más o menos velada, todo un sistema teórico e ideológico presentado como “neutro”. No es nuestro caso. Partimos de apoyarnos en una serie de teorías críticas que cuestionan la realidad existente y evitan naturalizarla. Eso no significa caer en estereotipos, dogmatismos o arbitrariedades analíticas. Es posible encarar nuestro análisis con toda rigurosidad y sentido crítico, incluidos los y las pensa-dores y las corrientes de pensamiento más afines a nuestras creencias, sin per-der profundidad o caer en la falacia de la neutralidad.

Deberemos entonces abordar en un camino analítico la complejidad pre-sente en la categoría Estado. El texto está estructurado en dos partes. La pri-mera, con un recorrido más conceptual, trabaja el nacimiento del Estado Mo-derno; lo correlaciona con el nacimiento del sistema capitalista, trazando sus relaciones; señala las diferentes dimensiones que configuran al Estado; analiza los momentos históricos en que se cristaliza una crisis de la forma Estado y las implicancias de esta cuestión; y finalmente reflexiona sobre las miradas acerca del Estado que, desde nuestra perspectiva, cuestionamos.

En la segunda parte trabajamos más detalladamente la dimensión históri-ca, deteniéndonos en las condiciones y particularidades que dieron lugar al na-cimiento y consolidación de los Estados Nacionales en América Latina para finalmente, recorrer el proceso de génesis del Estado argentino y la constitu-ción de su forma oligárquica a fines del siglo XIX.

Primera parte

1. El Nacimiento del Estado ModernoA partir del siglo XVI, aproximadamente, en Europa se comenzaron a sen-

tar las bases del Estado Moderno. La sociedad feudal se caracterizaba por la fragmentación del poder en múltiples señoríos. En ellos cada señor tenía el poder de convocar a sus propias fuerzas militares, imponer leyes en su feudo,

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cobrar derechos de circulación por su señorío y establecer diferentes cargas de tributo en trabajo, especies o monetarias a sus siervos y una larga lista de atri-buciones militares, judiciales y administrativas. Al mismo tiempo el poder de la iglesia católica y de los diversos intentos de forjar imperios restringían la posibi-lidad de autonomía de los diferentes reinos y su posible acción como incipien-tes Estados autónomos. Las ciudades y distintas corporaciones también obte-nían una serie de privilegios y exenciones que aumentaban la dispersión del poder político. Así el rasgo básico de la estructura de dominación social feudal era piramidal –una cadena jerárquica de señores feudales unidos entre sí por relaciones de vasallaje– y fragmentada.

En un largo proceso, que incluyó retrocesos, ambigüedades y tensiones, con el surgimiento de las monarquías absolutas se fue generando un proceso de centralización del poder político. En ese camino comenzó a emerger una característica básica de los Estados Modernos: una instancia centralizada de poder político que organiza la dominación social de una población en un territorio determinado sobre el que ejerce soberanía. Ya volveremos sobre el significado de algunos de estos términos. Anotemos aquí que en el absolutis-mo, alrededor de la figura de reyes con mayores atribuciones, se consolidaron ejércitos centralizados que permitían que las monarquías no dependieran de las fuerzas militares de los respectivos señores feudales. De esa manera, de-terminados reinos asumían –poco a poco– el control monopólico de la violen-cia, es decir de la coerción –el uso de la fuerza– desde una instancia única centralizada. En el mismo sentido se crearon impuestos con un sistema de re-caudación nacional, lo que permitió a las monarquías sostener sus ejércitos y su creciente aparato administrativo. Poco a poco, la fragmentación del poder político en diferentes planos fue abandonando sus características de separa-ción y localismo para adquirir rasgos cada vez más centralizados. Los atributos militares, judiciales, impositivos y administrativos dejaban de estar en manos – al menos en parte– de cada miembro individual de la nobleza feudal para en-carnar en una instancia política que por definición actuaba sobre la totalidad del territorio. Si inicialmente ese proceso tenía características patrimoniales, donde esos poderes estatales se consideraban de propiedad personal del soberano –Luis XIV, rey de Francia, llegaría a sostener la célebre frase “el Estado soy yo” – pronto el Estado Moderno se edificaría sobre la base de la propiedad pública y el carácter no personal ni basado en la voluntad del monarca, sino imperso-nal, fundado en la ley.

Para que ese proceso se coronara sería necesaria una revolución que terminara con las relaciones feudales. Los Estados Absolutistas recortaban el poder de la nobleza terrateniente, pero también organizaban la dominación en defensa de esa nobleza aplastando las insurrecciones campesinas –aquellos que con sus tributos sostenían toda la estructura de dominación– y mantenían a raya a la naciente clase social capitalista burguesa. El Estado Absolutista se-guía sosteniendo en lo esencial una estructura feudal, más allá del proceso de centralización del poder político y la aparición, en su seno, de relaciones socia-les de producción basadas en el capital, es decir la relación capital-trabajo1

La revolución francesa y sus cambios socio-políticos y la revolución indus-trial inglesa con sus cambios en las relaciones de producción y la economía, inaugurarían, a fines del Siglo XVIII, una nueva era, la del despliegue pleno de la sociedad capitalista. Justamente la paulatina consolidación del Estado Mo-

1 Anderson, Perry, El Estado Absolutista, Barcelona, Siglo XXI, 1985.

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derno va de la mano con el nacimiento del capitalismo constituyendo una uni-dad indisoluble.

2. El Estado Moderno CapitalistaComo se observa en el texto de capitalismo2, la sociedad capitalista se

estructura alrededor de la división de clases entre la burguesía y el proletaria-do, los propietarios privados de los medios de producción y quienes sólo po-seen su fuerza de trabajo para venderla como mercancía. A diferencia de la sociedad feudal, la relación entre empleadores y trabajadores se presenta bajo una relación contraída entre hombres “libres” e “iguales” en términos jurídicos y de derechos formales. Bajo esa igualdad aparente se articula un sistema de explotación basado en la plusvalía, es decir la apropiación por el capitalista del valor generado por los trabajadores en el proceso de producción.

Desde la perspectiva que aquí queremos remarcar la sociedad no es un ente abstracto de personas con intereses similares. Por el contrario, desde la aparición histórica de las clases sociales a partir de la división del trabajo, las sociedades se dividen en clases que disputan entre sí la apropiación del exce-dente económico. La clase dominante es aquella que a partir del control de de-terminados medios de producción y del despliegue de su poder militar, político y cultural se garantiza la apropiación mayoritaria para su clase de ese exceden-te. En el capitalismo ese proceso de apropiación adquiere formas específicas, algunas de las cuales señalamos anteriormente. El punto nodal a tener en cuenta es que la burguesía tiene la propiedad privada de los medios de produc-ción pero ya no tiene –como sí tenían los señores feudales– el poder militar, jurídico y administrativo de manera privada. Esa instancia de poder centraliza-do encarnada en el Estado está separada, diferenciada de quienes controlan la economía. Esa separación conlleva múltiples implicancias, señalemos sola-mente por ahora que el Estado Moderno no ha aparecido de la nada, sino de la propia sociedad, que lo ha engendrado. De esa sociedad que se encuentra di-vidida en clases antagónicas y donde quienes dominan tienen que mantener el sistema de clases vigente y garantizarse la apropiación del excedente.3 Justa-mente el Estado Moderno es la forma política que adquiere la dominación en la sociedad capitalista, la instancia que genera las condiciones necesarias para mantener y reproducir esa dominación. De esa manera el conflicto en las socie-dades no es una anomalía, una desviación o un comportamiento social patoló-gico, algo que está al margen de la sociedad y puede superarse con gobernan-tes “buenos” o si la sociedad aprende a convivir sin contradicciones. El conflicto es inherente al tipo de sociedad estructurada en clases diferentes que disputan por la riqueza social.

Esta digresión no es en vano. El Estado Moderno tiene que garantizar la permanencia de las relaciones de producción capitalistas y mantener la estruc-tura básica del sistema de dominación, de asimetría, de desigualdad social, por eso es una relación social de dominación que reproduce la separación entre dominados y dominadores en una estructura social. Como vemos no es algo externo a la sociedad –aunque aparezca instalado por sobre ella– ni mucho menos un árbitro neutral que se dedique a satisfacer por igual los intereses de toda la sociedad. Si hay clases diferentes, hay intereses en lucha, en puja y esa instancia de poder no puede satisfacer por igual a todas ellas. En ese sen-2 Lifszyc, Sara, El capitalismo, en Cuadernos de Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el Estado, Buenos Aires, Gran Aldea Editores, 2002. 3 Marx, Karl y Engels, Friedrich, El Manifiesto comunista, Buenos Aires, Anteo, 1972.

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tido el Estado Moderno capitalista es un instrumento de la clase dominante, que ésta utiliza para incrementar su poder económico, social y cultural. Pero si nos quedáramos con esto caeríamos en una simplificación extrema del carácter del Estado Moderno.

El punto es que el Estado es el garante de la relación global del capital y esa relación implica la relación capitalistas-trabajadores. Debe garantizar el beneficio, la ganancia del capital pero también ciertos derechos de los trabaja-dores para lograr que el sistema siga funcionando. De esa manera el Estado capitalista tiene que asumir tareas que son contradictorias, la de reproducción del sistema y sostener los mecanismos de coerción que aseguren el control y disciplinamiento de las clases subalternas pero, al mismo tiempo, debe garanti-zar el consenso, la aceptación por parte de esas clases dominadas del sistema vigente.4 La necesidad de construir la legitimidad estatal requiere una serie de acciones, de recursos puestos en juego, de medidas materiales y simbólicas destinadas a las clases populares. Esa tensión entre ambas funciones está cru-zada por el conflicto en la sociedad. El Estado está atravesado por ese conflic-to, por las relaciones de fuerza existentes entre las clases sociales en pugna por el reparto del excedente. El Estado no puede estar al margen porque es parte de esa dinámica social y de esa sociedad. De esa manera, las políticas estatales, sus acciones y las medidas que toma reflejan la fuerza que cada cla-se social tiene para lograr una parte de sus demandas. Desde ya en la socie-dad capitalista el poder, la capacidad de influencia y los recursos con que cuen-ta la clase dominante son profundamente superiores a los de las clases subal-ternas y esa asimetría se refleja necesariamente en la estructura del Estado. Como lo recuerda Poulantzas, la burguesía, en tanto clase dominante, es la beneficiaria principal de las acciones del Estado, pero las otras clases pueden influir en sus políticas.5 Además esa relación de fuerzas no está congelada, es dinámica, cambiante, se modifica. Cuando señalamos el carácter de relación social del Estado estamos indicando que esa instancia de poder condensa en su seno esas relaciones de fuerza existentes en la sociedad. Como señala la mexicana Rina Roux, es fruto de un proceso activo de interacciones recíprocas entre seres humanos que se realiza en el conflicto. Por definición el Estado ex-presa un proceso inestable y contradictorio en la medida que intenta unificar la sociedad, suspender el conflicto, institucionalizar y domesticar la política pero ese proceso nunca queda fijo, congelado, porque permanentemente se ve atra-vesado y desbordado por las demandas de las clases subalternas.6 Si visita-mos los distintos planos de acción del Estado, seguramente estas cuestiones que aquí señalamos nos quedarán más claras.

3. Las dimensiones del EstadoUna parte fundamental de todo Estado reside en la red de instituciones

que éste genera para hacer posible la implementación de sus políticas y funcio-nes. Se podría denominar este plano como:A) La dimensión material del Estado.7 4 Thwaites Rey, Mabel, El Estado: notas sobre su(s) significado(s), FAUD Universidad Na-cional de Mar del Plata, 1999.5 Poulantzas, Nicos, Las clases sociales en el capitalismo actual, México DF, Siglo XXI, 1998.6 Roux, Rina, El Príncipe Mexicano. Subalternidad, Historia y Estado, México, Ediciones Era, 2005.7 García Linera, Álvaro, La construcción del Estado, Conferencia en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires, 2010.

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Si, como indicamos arriba, todo Estado detenta el monopolio legítimo de la coerción, del uso de la fuerza que hace posible el orden interno y externo, ese plano se materializa en instituciones determinadas, es decir ejército, poli-cía, cárceles, justicia penal. Si consideramos que todo Estado se sostiene a partir de la extracción legítima de recursos –impuestos– obtenidos de la pobla-ción, necesariamente existirá una serie de instituciones de recaudación que lo hagan posible. Del mismo modo, si la cohesión entre gobernantes y goberna-dos es clave, una de las funciones centrales del conjunto de instituciones edu-cativas consistirá en generar las condiciones de posibilidad de esa cohesión. Ese entramado de instituciones, mucho más amplio que las que aquí mencio-namos a modo de ejemplo, funciona gestionado por una burocracia o tecno burocracia que las administra. Se trata de un cuerpo de funcionarios especiali-zados en diferentes cuestiones que ejercen tareas de coordinación y gestión que se multiplican y crecen en la medida que las sociedades y el aparato esta-tal se tornan más complejos. El aumento de tareas represivas, sociales, tributa-rias, de gestión estatal de una parte de la producción, de relaciones diplomáti-cas externas, etc. requiere de un crecimiento de esa capa burocrática presente en el Estado, pero también en el seno de las grandes corporaciones privadas que dominan el poder económico.8

Esas instituciones y las políticas desplegadas desde el Estado para ser posibles requieren de un plano no sólo material sino simbólico, que podría de-nominarse como: B) La dimensión ideal del Estado9

El poder estatal y el funcionamiento del conjunto del sistema requiere de una serie de creencias, de percepciones, de concepciones, de ideas que se interiorizan en cada individuo por medio de complejos procesos sociales –don-de las instituciones del Estado, entre ellas la educativa, juegan un rol central– que buscan lograr el acatamiento consensual de la población de determinadas acciones, políticas y situaciones. La construcción de ese plano simbólico permi-te, entre otras cuestiones, legitimar determinadas capacidades monopólicas del Estado. En principio aceptamos que sea un policía quien nos multe por una infracción de tránsito o que sea un organismo del Estado quien nos cobre un impuesto determinado. Esa legitimidad se construye con saberes, enseñanzas, determinadas expectativas que se impulsan, entre otros lugares, desde el pro-pio Estado, que crea las condiciones de posibilidad de aceptación de su funcio-namiento.

Ningún sistema ni relación de dominación puede descansar exclusiva-mente en el ejercicio de la violencia. Para consolidarse necesita entonces crear consenso en la población. Esta dimensión del Estado nos conduce a tener en cuenta un concepto clave: el de Hegemonía.

Un revolucionario italiano, Antonio Gramsci, fue quien acuñó el concepto. Por su combate contra el régimen fascista de Mussolini pasó largos años en la cárcel reflexionando sobre las razones del triunfo del fascismo y la derrota de los intentos revolucionarios en su país. Expresado en términos conceptuales, la hegemonía consiste en una capacidad político cultural de una clase o grupo que permite, de ser ejercida, convencer a la mayoría de la población que los intereses de esa clase son intereses del conjunto, de toda la sociedad. La clase

8 Bresser Pereira, Luis Carlos, Estado, aparelho do Estado e sociedade civil, Brasilia, Escola Nacional de Administracao Pública (ENAP), 1995.9 García Linera, Álvaro, Oportunamente citado.

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dominante se presenta como la que puede lograr la realización de los intereses de toda la sociedad. Es un mecanismo central de la dominación ya que logra la aceptación activa –al menos de una parte– de las clases dominadas del siste-ma que las mantiene explotadas. Respecto a la esfera estatal un elemento cen-tral es convencer a la sociedad de que es un árbitro, una instancia de poder neutral en el conflicto social, que el Estado se encuentra por sobre y por fuera de las luchas entre clases. Nada más lejos de la realidad, tal como explicamos anteriormente, pero en su capacidad de proyectar socialmente esa imagen resi-de una gran parte de la legitimidad estatal.

Esa capacidad de construir consenso para la totalidad del sistema no es una función exclusiva del aparato estatal. Por el contrario, una clase dominante –que toma conciencia de sus intereses comunes en el Estado– logra estabilizar su dominación si además de poseer el control de los principales medios de pro-ducción es capaz de desarrollar hegemonía. Los medios de comunicación ma-sivos privados, las cámaras empresariales, el grueso de los partidos políticos, una amplia capa de sindicatos, iglesias; una larga lista de lo que Gramsci deno-minaba sociedad civil, es decir, las instancias del plano de lo privado, de las relaciones voluntarias y la construcción de consenso. Esta es diferenciada de la sociedad política que es el ámbito de lo público, lo político-jurídico, la coerción, es decir el Estado en sentido estricto.10 Desde esas instancias situadas en el terreno de lo privado se actúa, en las sociedades con mayor grado de desarro-llo de occidente, como verdaderas líneas de defensa del sistema cuando el Es-tado entra en crisis. Resultan fundamentales para defender al Estado en situa-ciones revolucionarias. Desde la sociedad civil se construye un “sentido común” en las clases subalternas afín a las perspectivas de la clase dominante. Para Gramsci había que distinguir el mero dominio de un grupo social –basado en mantener la coerción de los dominados– de la capacidad de dirección. Una cla-se se torna dirigente cuando ejerce un predominio intelectual y moral que le permite lograr la adhesión de las clases subalternas. Conduce y no sólo impo-ne o reprime.11

Confusiones típicas respecto al concepto de hegemonía lo reducen a una acotada forma de consenso. La hegemonía incluye y combina elementos de consenso y de coerción para efectivizarse. Además no se trata de un mero “en-gaño” ejercido por la clase dominante, de una capacidad plasmada en el plano de lo discursivo o de la retórica. Por el contrario, una clase dominante se vuelve dirigente cuando supera su mirada corporativa, es decir, reducida a su exclusi-vo interés o beneficio, para incorporar la capacidad de otorgar concesiones ma-teriales a las clases sobre las que ejerce la hegemonía. Debe ser capaz de ce-der, hasta cierto punto, parte de sus beneficios inmediatos para otorgar deter-minadas demandas de las clases subalternas, por supuesto sólo en la medida

10 En Gramsci el concepto de sociedad civil, como gran parte de su arsenal teórico construido en condiciones de adversidad extrema en las cárceles fascistas, no tiene un único sentido. El predominante en sus escritos sitúa a la sociedad civil como parte del Estado. Partía así de una definición amplia del Estado, que era concebido como la suma de las funciones de dominio –sociedad política- y hegemonía –sociedad civil– que resumía en la fórmula: Estado es = a so-ciedad política más sociedad civil, esto es hegemonía revestida de coerción. Esto implica que la totalidad de actividades prácticas y teóricas, sean del plano de lo público o de lo privado, si sirven para que la clase dominante mantenga su dominio en base al consenso activo de los dominados, forman parte del Estado en un sentido amplio. Nosotros aquí estamos tomando un sentido más restringido de la sociedad civil y sus organismos, que la diferencian del Estado. Creemos que en función de los objetivos del trabajo esta distinción resulta útil y necesaria. 11 Campione, Daniel, Para leer a Gramsci, Buenos Aires, Ediciones del CCC, 2007.

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que esas concesiones fortalezcan su dominación y no la pongan en peligro. Como lo señalaba el propio Gramsci “…es indudable que tales sacrificios y tal compromiso no pueden afectar lo esencial, porque si la hegemonía es ético-po-lítica, no puede dejar de ser también económica…”12, es decir que no puede peligrar la propiedad privada de los medios de producción por parte de la bur-guesía, que es el sostén determinante de su dominación.

Cuando se produce una crisis del sistema, se genera una situación de crisis de hegemonía que, como veremos, en su máximo grado de intensidad se vuelve una crisis orgánica. Tanto la esfera estatal como las funciones dirigentes presentes en la esfera privada de la clase dominante se ven desbordadas, su-peradas por la movilización activa de las clases subalternas.

Antes de desarrollar esta cuestión expliquemos una tercera dimensión del Estado Moderno que resulta central: C) El Estado como Correlación de Fuerzas13

Tal como indicamos anteriormente, el Estado está surcado por el conflic-to. Todo el entramado institucional, la dimensión material que señalábamos y la dimensión ideal, las ideas y cosmovisiones predominantes en la sociedad son fruto de las luchas entre clases, grupos, actores sociales diferentes. No surgen de la nada o de los deseos individuales de cada protagonista. Por el contrario, son un producto de esas disputas, enfrentamientos y desplazamientos a lo lar-go de complejos procesos históricos. De acuerdo a la correlación de fuerzas resultante se condensan determinadas ideas fuerza e instituciones que reflejan y refuerzan la desigualdad social existente entre los contendientes. El Estado, como ya indicamos, es una relación social construida en esas luchas.

Luego de este recorrido recordemos que una definición acotada del Esta-do Moderno presente al principio afirmaba que:

Es una instancia centralizada de poder político que organiza la domina-ción social de una población en un territorio determinado sobre el que ejerce soberanía.

Un abordaje que profundice esa definición, a riesgo de ser descriptivo, debería tener en cuenta que para organizar la dominación social esa instancia de poder:

Detenta el monopolio legítimo de la coerción; desarrolla una dimensión material visible en una red de instituciones que posibilitan sus políticas y que son gestionadas por una tecnoburocracia; requiere de una esfera ideal, un sis-tema de creencias desde el que se construye –en parte– hegemonía y se gene-ran condiciones para que la clase dominante se torne dirigente; colabora en reproducir la sociedad capitalista en sus elementos celulares, tales como la relación del capital; es fruto de procesos de lucha sociales y refleja la relación de fuerzas existente entre las clases en pugna, lo que implica entenderlo como una relación social.

Como relación social inmersa en el conflicto, su capacidad de articular la dominación es interpelada y puede entrar en crisis profunda.

Al mismo tiempo la posibilidad de una transformación de la sociedad re-quiere que las clases dominadas, desde antes de su acceso a instancias de gobierno, construyan su visión del mundo, sus concepciones y perspectivas en un proceso de contrahegemonía. El pensamiento gramsciano señala, de esa

12 Gramsci, Antonio, en Cuadernos de la Cárcel, Tomo V, México, Era-Universidad Autónoma del Pueblo, 2000.13 García Linera, Álvaro, Oportunamente Citado.

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manera, que una clase subalterna puede convertirse en hegemónica antes de acceder a gobernar.

La posibilidad de una transformación radical requiere de situaciones revo-lucionarias, de crisis de dominación que pongan en jaque el ordenamiento so-cial existente y las estructuras del Estado.

La Crisis orgánicaCuando se habla de una crisis de hegemonía se hace referencia a una

situación donde la clase dominante no logra recrear las condiciones para lograr que su dominio se base en condiciones de legitimidad y consenso mayoritario. Quienes detentan el poder económico dominan, pero no son “dirigentes” en el sentido que explicamos anteriormente. Cuando las contradicciones sociales se aceleran, se alcanza el máximo grado de crisis de hegemonía, una crisis orgá-nica donde, en palabras de Gramsci: “la clase dominante ha perdido el consen-timiento, o sea, ya no es dirigente, sino sólo dominante, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían, etc. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nue-vo.”14

En una situación de crisis orgánica, las clases subalternas ya no asisten como espectadoras pasivas o sólo como apoyo de las diferentes fracciones de la clase dominante en sus disputas internas. La dinámica de la conflictividad se traslada a un enfrentamiento más explícito entre las clases dominadas, que actúan con creciente autonomía, y los dominadores, que ven amenazada la totalidad del sistema de dominación que han construido. Es una crisis de domi-nación que involucra todos los planos de la realidad (político, social, cultural, económico) y es el trasfondo que posibilita el desarrollo de actores sociales que impugnan el orden establecido.

El Estado, como instancia de poder que articula la dominación, se ve des-bordado por demandas que no puede absorber dentro de su lógica institucio-nal. Las dimensiones y componentes del Estado comienzan a fallar y resque-brajarse, no pudiendo cumplir las funciones que sostenían. Esa situación de crisis orgánica no necesariamente desembocará en una revolución y un cambio de sistema. Por el contrario, puede resolverse en una forma restauradora del sistema anterior, con más o menos cambios, según los diferentes casos. Como procesos históricos, por cierto no tan abundantes en la historia, esas crisis re-sultan verdaderos laboratorios sociales donde se engendran transformaciones y se tornan evidentes, muy visibles, algunas de las cuestiones que aquí postu-lamos. Entre ellas el carácter inestable, dinámico y cambiante de la forma Esta-do como fruto de procesos que condensan en su estructura relaciones sociales.

Finalmente, retomar una reflexión sobre ciertas visiones del Estado que aquí cuestionamos, ayudaría a reforzar lo que no es el Estado desde nuestra perspectiva.

4. Una crítica a ciertas miradas sobre el EstadoEn primer lugar, como repetimos en más de una oportunidad, descarta-

mos las perspectivas que ubican al Estado como portador de una supues-ta neutralidad y como instancia situada al margen y por arriba de la socie-dad. Esas creencias se basan en una perspectiva profundamente ahistórica y

14 Gramsci, Antonio; “oleada de materialismo y crisis de autoridad”, en Mabel T. Rey (et alía), Gramsci Mirando al Sur, Mimeo.

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que esconde de manera interesada el conflicto social inherente a las estructu-ras de la sociedad capitalista. El Estado queda de esa manera desligado de la sociedad capitalista que en estas visiones, afines a una perspectiva neoliberal, sólo se sustenta en la búsqueda del beneficio de cada individuo, las familias y la autorregulación del mercado. La tarea central del Estado pasa, desde estas miradas, únicamente por proteger la propiedad privada que es presentada como interés del conjunto de la sociedad y no de una clase.

En segundo lugar, no hay que confundir Estado y Gobierno, elemen-tos que suelen aparecer como sinónimos en cierto “sentido común” reforzado desde los medios masivos de comunicación privados. El gobierno es una parte del Estado, es su cúspide pero supone un ejercicio transitorio del poder. Habla en nombre del conjunto del Estado, actuando como su vocero, pero está muy lejos de superponerse con él. Por el contrario, la dinámica histórica nos marca una larga lista de gobiernos que no controlan el Estado o determinados compo-nentes de éste, sean las Fuerzas Armadas, el poder judicial, sectores de la bu-rocracia al interior del propio Estado, etc. No hay que perder de vista entonces que acceder al gobierno no implica tener el control del poder estatal y que aún en el hipotético caso que se controlen sus resortes mayoritarios, no se tiene el conjunto del poder. En una sociedad capitalista una parte decisiva del poder descansa en la propiedad privada de los medios de producción por parte de la burguesía y la capacidad de ésta de generar hegemonía desde un conjunto de instrumentos –medios de comunicación, partidos, escuelas privadas, asociacio-nes, fundaciones, cámaras, etc.– presentes en la sociedad civil y que no perte-necen al Estado.

En tercer lugar, quienes conciben al Estado solamente como un apa-rato de instituciones dejan de lado su dimensión ideal, el régimen de creencias que se porta social e individualmente y es construido históricamente. De la misma manera no entenderlo como relación social olvida la complejidad de procesos de lucha social que se condensan en el Estado. De esa manera, tomamos distancia de determinadas visiones que pueden incluso presentarse como críticas del capitalismo, pero que conciben el cambio social como la mera apropiación de los aparatos estatales para realizar desde allí las transformacio-nes sociales que terminen con el capitalismo. Entienden al Estado como una “cosa” petrificada donde reside el poder político.

Por el contrario, desde otras perspectivas críticas, una transformación ra-dical de la sociedad existente requiere de un largo proceso de deconstrucción de la estatalidad presente en la sociedad.15 Necesita de la combinación de un gobierno –y hasta cierto punto un Estado– que aliente esas transformaciones, junto al empoderamiento de las clases populares y sus organizaciones, que deben adquirir, paulatinamente, posibilidades de autogobierno. En definitiva, esas miradas no entienden al poder como “una cosa” que reside sólo en el Es-tado, sino como una relación que recorre al conjunto de la sociedad, por eso señalan que desde las clases populares y la sociedad civil también se constru-ye poder.

Finalmente, un problema de abordaje se presenta con la dupla Esta-do-Nación tan característica de la consolidación de los Estados Modernos. En la tradición anglosajona se habla tan sólo de gobierno no haciendo mención al Estado, lo que fortalece la confusión que señalamos anteriormente. A su vez,

15 García Linera, Álvaro, Oportunamente Citado.

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en buena parte de la tradición europea el Estado es identificado con el Estado Nación, es decir con el país.16

Cualquier recorrido histórico nos indica que los Estados y las Naciones han existido desde antes de la aparición del capitalismo. Incluso sabemos que han existido –y existen– naciones que carecen de Estado, es decir de esa ins-tancia de poder centralizado que articula la dominación que venimos analizan-do detenidamente. Esto es así porque la dimensión simbólica de la Nación, ese sentimiento de pertenencia que forja una identidad común en un conjunto hu-mano, se genera por mecanismos religiosos, culturales, lingüísticos, históricos, que no necesariamente desembocan en un asentamiento territorial común con gobierno, instituciones, etc. Un ejemplo posible es el de la nación gitana, los kurdos o decenas de naciones que aún hoy no cuentan con un Estado. El pro-blema radica en que los Estados Modernos ejercen su soberanía sobre una población que habita un territorio. Esto significa que los Estados Nación Moder-nos son una experiencia muy específica.

Para Aníbal Quijano, se trata de sociedades nacionalizadas, es decir polí-ticamente organizadas como Estado Nación. Esto requiere de instituciones ta-les como la ciudadanía y la democracia política –con los límites estructurales que les impone el capitalismo– que permiten el acceso a la igualdad legal, civil y política para gentes socialmente desiguales. Si todo Estado-Nación es una estructura de poder, una instancia de dominación, para Quijano la identidad común que expresa la Nación no puede ser algo meramente imaginario, ficcio-nal, aunque tenga parte de eso. Sus miembros precisan tener algo real en co-mún, algo que compartir, y ese elemento necesariamente debe basarse en al-gún nivel de acceso a la ciudadanía y la democracia política como elementos centrales.17

Para Oscar Oszlak, la estatidad, es decir los atributos que hacen que un Estado sea Estado, requiere la capacidad de difundir e internalizar en la pobla-ción una identidad colectiva, por medio de la emisión de símbolos que refuer-zan sentimientos de pertenencia. Así el Estado construye la identidad nacional en una población que inicialmente se puede encontrar diferenciada por tradicio-nes, etnias, lenguajes que la separan. La construcción de la identidad nacional –si ésta no existe o es débil– es un elemento central de la acción del Estado, en este caso ubicada en el plano de lo ideal, de lo simbólico, en la esfera de los sentimientos y percepciones colectivos.

A su vez la construcción de la Nación también requiere, para el autor, de un plano material vinculado a la integración de la actividad económica dentro de un espacio territorialmente delimitado. En esencia se trata de la formación de un mercado y una clase burguesa nacionales, es decir una clase dominante que supera lo local y articula relaciones sociales capitalistas –propiedad priva-da, trabajo asalariado, predominio de producción de bienes de cambio, plusva-lor como fuente de ganancia, etc.– que se tornan dominantes en el plano nacio-nal.18 Es decir presupuestos imprescindibles para un sistema de dominación nacional articulado desde el Estado.

16 Bresser Pereira, Luis Carlos, Oportunamente Citado.17 Quijano, Aníbal, Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina, en: Lander, Edgardo (compilador), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, Buenos Aires, Clacso, 2003.18 Oszlak, Oscar, La formación del Estado Argentino, Buenos Aires, Ediciones de Belgrano, 1985.

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De esa manera es necesario diferenciar las categorías Estado y Nación al mismo tiempo que es clave entender sus elementos de unidad en la aparición de los Estados Modernos Nacionales. La instancia de poder encarnada en el Estado genera las condiciones para que la población que habita ese territorio se incorpore al sistema político como ciudadanos con derechos formalmente iguales, construya una identidad común por medio de la difusión de símbolos y una esfera material de relaciones capitalistas integradas en un espacio, que lo diferencian de otros Estados Nación existentes.

En este recorrido, si hasta aquí abordamos conceptualmente la génesis y dimensiones del Estado moderno, debemos pensar ahora esos planos en la dinámica de los procesos históricos de nuestra región y de nuestro país. En ese sentido es importante reflexionar sobre la especificidad de los Estados Lati-noamericanos, sus particularidades, sus diferencias respecto a los Estados centrales, particularmente de Europa Occidental –donde como vimos nacieron los Estados Modernos– y también respecto al caso de Estados Unidos. A partir de allí, podemos pensar el caso argentino y problematizar las condiciones que posibilitaron su consolidación del poder estatal, bajo su forma oligárquica. Esos ejes son abordados en la segunda parte de este trabajo.

Segunda Parte

1. Los Estados Latinoamericanos: colonialidad del poder, eurocen-trismo y dependencia

La constitución de los Estados Latinoamericanos siguió caminos radical-mente diferentes de los que reseñamos anteriormente en Europa. No sólo por ser mucho más tardía su consolidación definitiva, fundamentalmente en la se-gunda mitad del siglo XIX, sino porque la conquista de América y la constitu-ción de un Sistema Mundo19, desde el siglo XVI en adelante, determinaron radicalmente su destino.

En el planteo de Aníbal Quijano,20 la conquista de América, inicialmente española y portuguesa, se basó en el genocidio de indios, atados a los grandes latifundios y minas por medio de la servidumbre, así como de la población ne-gra africana. Esta última, sobre todo a partir del siglo XVII, fue esclavizada para ser usada como mano de obra gratuita en las grandes plantaciones producto-ras de azúcar, tabaco, algodón y café, bienes destinados al consumo de las sociedades europeas. De esa manera las masacres y la desarticulación de to-

19 El concepto de Sistema Mundo ha sido desarrollado por diversos intelectuales: uno de los que más tuvo que ver en su elaboración y difusión ha sido el estadounidense Immanuel Wa-llerstein. El argumento central reside en que la conquista de América, la de África y el dominio europeo de las rutas comerciales hacia Asia, posibilitaron la aparición, por primera vez en la historia de la humanidad, de una economía de características globales, que se erigió de mane-ra definitiva durante el siglo XVI. Esa economía mundo se caracteriza, entre otras cuestiones, por el desarrollo de un sistema capitalista que implica la existencia de países centrales que explotan al resto de los países, países semiperiféricos –son explotados pero a su vez explotan a otros- y países periféricos –son dominados sin explotar a otros-. Esta perspectiva se enfrenta a la idea de progreso y a las tesis liberales de que el desarrollo del comercio genera bienestar entre las naciones y afirma que la economía mundo es desigual, jerárquica y fruto de relaciones de fuerza diferentes entre países, lo que implica desarrollos y beneficios totalmente asimétri-cos. Esa economía se articula y se sostiene conectada con relaciones sociales, políticas y cul-turales que constituyen la estructura de un sistema mundo. Ver: Wallerstein, Immanuel, Capita-lismo histórico y movimientos antisistémicos: un análisis de sistemas- mundo, Madrid, Akal, 2004.20 Quijano, Aníbal, Oportunamente citado.

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dos los planos –económicos, políticos, culturales, simbólicos, reproductivos– de la vida cotidiana de esos pueblos, se tornaron un elemento imprescindible para conformar la base material del sistema capitalista. El saqueo del oro y la plata de nuestro subcontinente generaron las condiciones de mayor control moneta-rio y comercial de Europa, lo que a su vez le permitió el dominio de las rutas atlánticas y su superioridad sobre otros imperios y civilizaciones –árabe, china, etc. –.

La explotación gratuita de mano de obra fue pieza determinante de la acumulación originaria21 de las sociedades centrales. A su vez, la economía de plantaciones en las que se usó parte de esa mano de obra negra e indí-gena, permitió la producción masiva de mercancías. La construcción de la mo-dernidad se basó en ocultar su relación íntima con ese proceso de genocidio y de despojo que resultó clave para su desarrollo en el espacio europeo. Obsér-vese que esta historia entrelaza profundamente la parábola de tres continentes –África, América, Europa– aunque aún hoy el estudio de ese momento histórico en nuestros espacios educativos nos presenta esos procesos como comparti-mientos estancos y son abordados de manera paralela, sin articular sus profun-das conexiones, lo que no resulta para nada casual.

Pero la comprensión profunda de las implicancias de la conquista reside, para Quijano, en la aparición de un patrón de poder mundial que tiene como soportes decisivos la colonialidad del poder y el eurocentrismo. En el primer caso, no se trata tan sólo de la relación colonial de dominación entre las metró-polis europeas y nuestra región. La colonialidad del poder se funda en la etapa de dominación colonial pero aún permanece vigente. Tiene como epicentro la consolidación del racismo como herramienta de clasificación jerárquica de la dominación. Se trata de la justificación de la dominación europea a partir de las diferencias con otros pueblos, tomando el color de la piel como la más emble-mática, a la que luego un cientificismo colonial pretenderá agregarle bases de supuesta diferenciación biológica. De esa manera las clases dominantes euro-peas justificarán –y justifican– su dominación en la pretendida inferioridad cul-tural, biológica y social, de los pueblos conquistados. Aún más, esa conquista será presentada con ribetes “humanistas”, dado que era una tarea de los pue-blos más avanzados llevar su civilización a los pueblos “atrasados”, aunque éstos se resistieran.

De los rasgos fenotípicos se deducía la inferioridad de los pueblos domi-nados en todos los niveles. Las diferencias sociales y culturales, aparecían como diferencias raciales.

Complementario con ese mecanismo de colonialidad del poder el euro-centrismo erigió un nuevo patrón intersubjetivo que configuró percepciones, valores, cosmovisiones en todo el mundo, incluyendo las mentalidades de mu-chas franjas sociales de los propios pueblos dominados. En esa perspectiva Europa era –y es– ubicada como el punto máximo de la civilización humana, su lugar de llegada y de evolución más acabada. El centro por excelencia del de-sarrollo de la modernidad y del despliegue de sus valores. Se postula el mito

21 El concepto de acumulación originaria o primitiva, remite a un momento fundante del capita-lismo donde se produce el despojo de millones de productores directos del control de sus me-dios de producción, los que se ven empujados hacía la única alternativa de vender su fuerza de trabajo para poder sobrevivir. Ese proceso fue analizado por Karl Marx a partir del estudio del caso de Inglaterra y la génesis del capitalismo en ese país, particularmente en el capítulo XXIV de su obra El Capital, Tomo I. Ver: Marx, Karl y Engels, Friederich, Obras Escogidas, XII To-mos, Buenos aires, Editorial Ciencias del Hombre, 1973.

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del progreso y del desarrollo unidireccional de la historia de la humanidad, con Europa como paradigma. Los procesos regionales y locales de esa zona del mundo son presentados como universales. De esa manera, las diversas expe-riencias culturales, las formas de subjetividad y de sociedad diferentes de cien-tos de pueblos resultan invisibilizadas y reducidas a formas del pasado y por ende, del atraso. Según estas perspectivas, sólo copiando los paradigmas eu-ropeos y asumiendo sus formas de civilización esos pueblos podrían salir de su condición de inferioridad, es decir que debían negar y dejar atrás todas sus for-mas de construcción social y cultura para poder integrarse al progreso.22 El ver-dadero sujeto del conocimiento del paradigma eurocéntrico no es enunciado explícitamente pero se trata de un europeo, propietario, blanco, varón, de clase alta, preferentemente de religión protestante. Ese sujeto de la historia es el opuesto de quienes son considerados meros objetos de conocimiento y que nunca pueden erigirse como sujetos constructores de su propio saber, que por definición son los indios, negros, mestizos, mujeres, etc. ubicados en el escalón inferior de la humanidad.

La importancia de estos mecanismos que, como dijimos, perduran fuerte-mente hasta nuestros días, se visualiza en cómo determinan las formas de ex-plotación del trabajo de las sociedades coloniales. Las formas de explotación no salariales eran destinadas a los pueblos dominados, como el trabajo esclavo para los pueblos negros africanos o la servidumbre indígena –que la colonia española monta ante la preocupación por el brutal descenso de la población indígena–. Por el contrario, las relaciones salariales fueron reservadas a la po-blación blanca o a aquellos miembros de las clases populares cuyo color de piel, vía el mestizaje, se encontrara lo suficientemente emblanquecida para ser parte de las formas de explotación “libres” de la fuerza de trabajo. Esto eviden-cia como las construcciones ideológicas y simbólicas “superestructurales” no pueden ser separadas, esquemáticamente, de las relaciones sociales que con-forman la propiedad de los medios de producción y explotación, pertenecientes a la “infraestructura”.

En definitiva , desde la mirada de Quijano, el despliegue del nuevo patrón de poder se desarrolla sobre todas las esferas y dimensiones de la vida social, abarcando la empresa capitalista a nivel de la organización de la producción y el trabajo; la familia patriarcal y burguesa a nivel del sexo y la reproducción; el

22 Con todas las ambigüedades, diferencias y matices que se puedan señalar, es evidente que el predominio de los patrones eurocéntricos se derramó también sobre los pensamientos eman-cipadores opuestos a las burguesías europeas, que surgieron en la Europa del siglo XIX de la mano del crecimiento de la clase obrera. En el caso del anarquismo, el rechazo de muchas de sus vertientes al mundo cultural y simbólico de las clases populares no obreras, especialmente del campesinado, tuvo episodios tremendos en Latinoamérica como los tristemente célebres batallones rojos de la revolución mexicana de 1910 a 1920. Allí, trabajadores anarquistas com-batieron armas en mano, junto a grandes propietarios como Venustiano Carranza, contra los ejércitos campesinos de Villa y Zapata. En el caso de la tradición marxista, los escritos de Fe-derico Engels –avalando la anexión de gran parte de México por parte de EEUU, a mediados del siglo XIX –o los del propio Carlos Marx sobre la India–, señalando el supuesto impulso pro-gresista que los capitales ingleses traerían a ese país, son muy claros en mostrar la presencia en sus fundadores de una lógica positivista y eurocéntrica. Es cierto también que en ambas tradiciones se desarrollaron elementos antagónicos con el eurocentrismo. Particularmente en el pensamiento de Marx la mayoría de sus postulados se encuentran en abierta contradicción con sus afirmaciones más cercanas al patrón eurocentrista. Para una mirada profunda sobre las tensiones presentes en el pensamiento marxista ver: Lander, Edgardo, Marxismo, euro-centrismo y colonialismo, en: Borón, Atilio (compilador), La Teoría Marxista hoy, Buenos Aires, Clacso, 2006.

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Estado Moderno como eje de la autoridad; el eurocentrismo a nivel de la subje-tividad: la colonialidad del poder estructurando en base al racismo los mecanis-mos de dominación sociales en nuestros espacios nacionales.23

Justamente en la persistencia de ese patrón de poder reside uno de los elementos centrales de continuidad de la dominación en Latinoamérica. El triunfo del ciclo de revoluciones independentistas de principios del siglo XIX, que hirió de muerte sobre todo a la metrópoli colonial española –aunque man-tuvo sus colonias en Cuba y Puerto Rico hasta fines de ese siglo– rompió con el colonialismo pero para nada con la colonialidad del poder.24

Las clases criollas, que terminaron por dominar esas revoluciones, man-tuvieron la sociedad colonial heredada prácticamente sin modificaciones, y el eje del racismo perduró para mantener fuera de cualquier derecho social y polí-tico a los pueblos indios, negros y mestizos que eran –y son– las mayorías po-pulares de nuestro continente. La colonialidad del poder se mantuvo plenamen-te viva como sostén de la desigualdad social de nuestras sociedades. Toda mirada que se pretenda crítica debe tomar en cuenta esa permanencia. La de-pendencia no se reduce a un problema de dominación externa de unas nacio-nes sobre otras, algo que como veremos es inherente al despliegue del merca-do mundial capitalista, sino que tiene sus bases en la estructura de dominación y explotación interna de cada espacio nacional, constituidas históricamente desde los tiempos de la colonia y mantenidas por las nuevas repúblicas inde-pendizadas25. Si el proceso de independencia, que paulatinamente derivó en la

23 Seoane, José, De la crítica al desarrollo al debate sobre las alternativas, en: Taddei, Emi-lio, Algranati, Clara y Seoane, José, Extractivismo, despojo y crisis climática, Buenos Aires, Herramienta y Editorial el Colectivo, 2013.24 Un caso emblemático de la colonialidad del poder y de demostración de cómo se mantiene vigente hoy, es la revolución haitiana. Fue la primer revolución independentista –1804– y la más radical, ya que fue llevada adelante por negros esclavos. En la reciente realización del bicentenario de las independencias, los Estados latinoamericanos y sus clases gobernantes excluyeron a la revolución haitiana de esos festejos. Semejante “olvido” sólo puede explicarse porque la revolución negra, como lo afirma Eduardo Gruner, fue el primer discurso de la contra-modernidad que puso en evidencia las tensiones y contradicciones de la modernidad, especial-mente encarnados en la revolución francesa: un universal abstracto de igualdad frente a la desigualdad social concreta; el principio de la fraternidad contrapuesto a la existencia del geno-cidio de los pueblos colonizados; el de libertad enfrentado a la realidad de la esclavitud; la pre-tendida universalidad de los derechos de ciudadanía enfrentados a la realidad de que para acceder a esos derechos se debía ser propietario, hombre y blanco. Haber puesto en evidencia esas cuestiones es algo que el pensamiento eurocéntrico y el poder imperial nunca perdonaron a la revolución haitiana y su pueblo sigue pagando hasta hoy ese “pecado”. Ver: Gruner, Eduar-do, La oscuridad y las luces. Capitalismo, cultura y revolución, Buenos Aires, Edhasa, 2010.25 Esa continuidad también se sostuvo en la derrota de los proyectos, dentro de esas revolucio-nes independentistas, que pretendían transformaciones de fondo. Por mencionar algunos, el ciclo que se extendió de 1810 a 1820, liderado por José Gervasio Artigas. El caudillo de la Ban-da Oriental –hoy Uruguay– llevo adelante un proceso de redistribución de la propiedad de la tierra que atravesó con su impronta todo el litoral y la cuenca rioplatense, atemorizando a las clases dominantes de ambas márgenes del Río de la Plata. En el caso mexicano la revolución indígena y popular desarrollada de 1810 a 1815, encabezada sucesivamente por los sacerdo-tes Miguel Hidalgo y José María Morelos, decretó la abolición del tributo indígena y comenzó expropiaciones por las que retornaban a las comunidades la propiedad de sus tierras. En am-bos casos, las clases pudientes criollas terminaron enfrentando y venciendo esos procesos, prefiriendo incluso aliarse con el colonialismo español o portugués, antes que permitir que se modificara la situación de explotación de las clases populares de esos países. Para el estudio del movimiento artiguista Ver: Azcuy Ameghino, Eduardo, Historia de Artigas y la indepen-dencia Argentina, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1993 y para el caso de la revo-

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aparición de los Estados latinoamericanos, fue tan sólo una rearticulación de la colonialidad del poder sobre nuevas bases institucionales, las trayectorias de los diversos países y la constitución de sus Estados Nación siguieron caminos diferenciados.26 En el caso de países como Argentina, Uruguay o Chile, una población negra más reducida, la masacre de buena parte de su población indí-gena y la llegada de millones de inmigrantes europeos posibilitaron un limitado proceso de homogeneización. De esa manera, se construyó una identidad, su-puestamente blanca y “europea”, de sus habitantes por lo que aún hoy se invi-sibiliza, margina y discrimina a quienes no se acomodan a ese parámetro; en el caso de Perú, Bolivia, México y Centroamérica se llevó adelante un intento de homogeneización cultural basado en la destrucción de la cultura de indígenas, negros y mestizos, particularmente de los primeros, mayorías sociales de esos países. Ese intento fracasó y la lucha contra la colonialidad del poder está en la base de todas las rebeliones populares de esos países; en el caso de Brasil, Colombia o Venezuela se articuló un discurso de supuesta democracia racial y de festejo del mestizaje que enmascaraba la discriminación que sufría la pobla-ción no blanca, sobre todo la negra.27

En las últimas décadas del siglo XIX, la dependencia estructural y la colo-nialidad del poder tuvieron una nueva reestructuración en nuestra región. El avance de la primer y segunda revolución industrial en Europa, sobre todo ini-cialmente en Inglaterra; los procesos de concentración del capital y la genera-ción de nuevos excedentes que necesitaban ser invertidos en otros mercados; la búsqueda de materias primas para sus fábricas y de alimentos para pobla-ciones crecientemente urbanizadas, y la transformación del sistema capitalista, que ingresaba en su fase imperialista28, terminaron por configurar la denomi-

lución anticolonialista en México Ver: Lynch, John. Las revoluciones hispanoamericanas. (1808-1826). Barcelona, Ariel, 1976. 26 Quijano, Aníbal, oportunamente citado.27 El caso de EEUU siguió caminos específicos. Sin duda pasó a simbolizar plenamente los valores eurocéntricos dominantes, una suerte de Europa de nuestro continente. Desde ya, es-tuvo presente en su historia la masacre de los pueblos indígenas, aunque una parte de esas tierras –a diferencia del caso Argentino, por ejemplo- fue apropiada por una capa de medianos y pequeños propietarios, los famosos farmers del oeste norteamericano, y no terminó absorbida en su totalidad por la gran concentración latifundista de la tierra. Al mismo tiempo se hizo pre-sente –y aún pervive– la colonialidad del poder del blanco sobre el negro, que lejos estuvo de culminar con la guerra de secesión del Norte frente al Sur, desarrollada en la década del 60 del siglo XIX. Digamos además que la victoria del Norte industrializado –y por ende más proteccio-nista– sobre el Sur esclavista y proveedor de algodón para las fábricas textiles inglesas, tuvo mucho que ver con la posterior hegemonía planetaria de EEUU. De haber triunfado el Sur en la guerra civil, algo que pudo ocurrir en los primeros años del enfrentamiento, el patrón dominante de su economía habría pasado por la provisión de materias primas y alimentos para Europa, al igual que lo que ocurrió con Latinoamérica. Para un abordaje de la historia de EEUU Ver: Ada-ms, Willi Paúl, Los Estados Unidos de América, México DF, Siglo XXI, 1979.28 Desde perspectivas no marxistas la categoría de imperialismo refiere a procesos expansivos, de ocupación y de control de algunos Estados sobre otros. Por el contrario, desde la mirada del líder de la revolución rusa de 1917 Vladimir Lenin, elaborada durante la primer guerra mundial, el concepto remite a las transformaciones del capitalismo desarrolladas a fines del siglo XIX. Ese proceso implicó la fusión del capital industrial y del financiero, el fin del capitalismo de libre competencia y el paso a una economía dominada por los monopolios y la reproducción del capital, donde las potencias imperialistas se reparten el mundo, a través del dominio de los Estados de Asia, África y América Latina –sólo formalmente independiente–. El imperialismo es una etapa superior del capitalismo que se caracteriza, además, por la exportación de valor a las regiones dominadas del mundo para crear plusvalía. Ver: Lenin, Vladimir Ilich, El imperia-lismo, fase superior del capitalismo, Buenos Aires, Quadrata, 2006. Para el debate actuali-zado de las diferentes teorías del imperialismo Ver: Katz, Claudio, Bajo el imperio del capital,

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nada división internacional del trabajo. Desde las visiones eurocéntricas se postuló, a partir de la teoría de las ventajas comparativas, que cada país debía especializarse en producir aquello que hacía mejor y más barato para venderlo en el mercado mundial y adquirir el resto. Para esto se pregonaban las bonda-des del libre comercio, recomendando el abandono de todos los proteccionis-mos aduaneros.

El conjunto de Latinoamérica, de la mano de sus clases dominantes loca-les, ingresó al nuevo esquema vigente como productora de alimentos y mate-rias primas, e importadora de bienes industriales manufacturados. De esa ma-nera, se consolidaba un mercado mundial complementario –unos producían lo que otros no– pero profundamente asimétrico. La hegemonía mundial de Ingla-terra se profundizaba a partir de contar con el acceso a materias primas y ali-mentos más baratos que los que podía producir localmente; se abrían nuevos mercados para colocar su producción fabril y exportar sus capitales exceden-tes, para consolidar en los países periféricos una infraestructura funcional a la división productiva planteada; se impedía la aparición de países industrializa-dos que compitieran con Inglaterra, dada la estricta especialización primaria de las economías latinoamericanas. Esos países periféricos organizaban la totali-dad de sus economías alrededor de unos pocos bienes primarios, tornándose aún más dependientes de los bienes industriales y la tecnología de los escasos países industrializados.

Un efecto, aún más determinante, del aumento de la oferta de alimentos y materias primas producidas por Latinoamérica, fue que posibilitó el incremento en los países industrializados, de la población urbana en general y de la clase obrera industrial en particular. Aún más, el acceso a alimentos más baratos les permitió a los capitalistas de los países centrales el abaratamiento de la mano de obra, porque se reducían precios de bienes fundamentales para la reproduc-ción de la fuerza de trabajo. El efecto de esa mayor oferta fue el de reducir el valor real de la fuerza de trabajo en los países industriales, aumentando la cap-tación de plusvalía para las burguesías de los países centrales.29

Ese comercio implicó además la existencia de un intercambio desigual, presente en el hecho de que, en el tiempo, el precio de los alimentos y materias primas tendió a valer menos que el precio de los bienes industriales, lo que conllevó una transferencia de riqueza de los países especializados en bienes primarios hacía los países centrales industrializados.30

Para muchos de los autores latinoamericanos, que elaboraron una visión crítica de estos mecanismos en la década del 60 del Siglo XX, que se conoce como Teoría de la Dependencia,31 fue en el marco de la constitución de ese

Buenos Aires, Ediciones Luxemburg, 2011.29 Marini, Ruy Mauro, Dialéctica de la dependencia, México DF, Ediciones Era, 1991. 30 La existencia de ese deterioro de los términos del intercambio fue señalada por primera vez por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), a mediados del siglo XX, particularmente por el argentino Raúl Prebisch.31 Como corriente de reflexión nace en la década del 60` en América Latina, influenciada por un contexto radicalizado, tanto a nivel mundial como regional, dado el impacto de la revolución cubana y los procesos de descolonización de Asia y África. A su vez, sus miembros confrontan con las concepciones desarrollistas y de la Cepal, quienes sostenían que la industrialización, de la mano de burguesías nacionales con ciertos niveles de alianza con los capitales extranje-ros industriales, generaba modernización y la consiguiente autonomía de los países periféricos. Para los integrantes de esta corriente crítica, por el contrario, no se puede disociar desarrollo de subdesarrollo, sino que la acción de los países centrales genera el atraso de los países dependientes. El problema de América Latina no es la falta de capitalismo sino su presencia,

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nuevo orden mundial de mediados del siglo XIX que se articuló la dependencia. Se trata de una relación de subordinación entre naciones formalmente indepen-dientes, en cuyo marco las relaciones de producción de las naciones subordi-nadas son modificadas o recreadas para asegurar la reproducción ampliada de la dependencia.32

Como ya hemos señalado, este proceso será en todo caso una reformula-ción, una reelaboración de la dependencia, porque desde la conquista de Amé-rica nuestros países han sido incorporados a un patrón de dominación mun-dial, que incluyó –e incluye– la colonialidad del poder y el predominio del euro-centrismo como elementos articuladores de su dependencia histórico-estructu-ral. De esa manera esa relación de dominio no pasa sólo por las clases domi-nantes metropolitanas, sino por la alianza con las potencias centrales de las clases dominantes locales, que se beneficiaran con el nuevo orden mundial que emergió a mediados del siglo XIX.

Una vez más, las economías de nuestros países no tendrán como centro organizador sus mercados internos sino el mercado mundial, estructurado por las necesidades de las potencias dominantes.

En este contexto de fines del siglo XIX, se dio la consolidación definitiva de los Estados Nación de nuestro subcontinente. Estos se formaron vinculados estructuralmente al mercado mundial a través de todos los mecanismos que acabamos de reseñar; reforzaron las clasificaciones raciales como eje de las divisiones de clase; sostuvieron todos los paradigmas del eurocentrismo, inclui-do el culto a la democracia liberal parlamentaria europea o estadounidense; surgieron henchidos de positivismo y de la ideología del progreso –lo que impli-có la llegada de capitales para ferrocarriles e infraestructura, pero también la búsqueda del ingreso de inmigrantes blancos para construir un mercado laboral que reemplazara a la población local, a la que las clases propietarias de la re-gión, despreciaban y temían–; se constituyeron como defensores a ultranza de la propiedad privada burguesa y de la relación subordinada con Inglaterra. La creación del Estado Nacional argentino no fue la excepción sino que, por el contrario, encajó plenamente en esos parámetros.  

2. La constitución del Estado Argentino y el Estado oligárquicoEn América Latina en general y en la Argentina en particular, como ya

señalamos, la consolidación de los Estados Nación fue tardía y muy posterior a las revoluciones independentistas de principios del siglo XIX. Por supuesto nos referimos al Estado como instancia centralizada de poder político, que organiza la dominación social de una población en un territorio determinado sobre el que ejerce soberanía y del que describimos sus características y dimensiones en la primer parte de este trabajo. Es importante señalarlo porque diversas formas de autoridad política y ciertos niveles de centralización se dieron en la región y en Argentina antes de fines del siglo XIX, pero fueron débiles, efímeras y no lograron cuajar en una instancia de poder del tipo de la que describimos para el Estado Moderno. Las razones de ese hiato, esa separación entre la ruptura de

dado que sus regiones más subdesarrolladas son las que tuvieron mayor contacto con las me-trópolis capitalistas. Entre sus integrantes podemos mencionar a André Gunder Frank, Fernan-do Henrique Cardoso, Ruy Mauro Marini y Theotonio Dos Santos. Como lo señala Atilio Borón, lo más correcto es hablar de teoría(s) de la dependencia, porque aunque comparten un campo común de reflexión al mismo tiempo, entre sus integrantes, existen diferencias de enfoque con-siderables. Ver: Borón, Atilio A., Teoría(s) de la dependencia, en: Realidad Económica Nº238, 16 de Agosto/30 de Septiembre, 2008.32 Marini, Ruy Mauro, Oportunamente Citado.

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la dominación de las metrópolis coloniales y la efectiva consolidación del Esta-do son diversas. Para autores como Oscar Oszlak,33 las causas remiten a que la mayoría de los movimientos revolucionarios triunfantes tenían su base de apoyo y su impulso original centrados en las ciudades donde residían las princi-pales autoridades coloniales, es decir, que tenían características municipales. La guerra revolucionaria trajo la destrucción del aparato burocrático colonial pero no generó un poder centralizado en su reemplazo, sino que se fortalecie-ron las tendencias locales, regionales. Esa tendencia se acentuó cuando la an-tigua economía colonial articulada alrededor de los grandes centros producto-res de metales preciosos –como lo era Potosí para el Virreinato del Río de la Plata– colapsa por la dinámica de la revolución, aunque ya había entrado en decadencia antes de su estallido. Predominaba el peso de intereses locales sobre la posibilidad de centralización y nacionalización del poder político. Si a esto se le suma la perdurabilidad de las guerras civiles, –producto justamente de intereses regionales liderados por grandes propietarios de tierra y de gana-do, enfrentados entre sí–, la existencia de un territorio muy amplio en el marco de escasas posibilidades de transporte y comunicación, economías regionales desarticuladas y con más vinculación con mercados externos que con el resto del país y el pobre crecimiento demográfico, lo que se reflejaba en la debilidad del mercado laboral; allí tenemos las coordenadas que explican el fracaso de los intentos de consolidación de una instancia de poder político nacional.

El largo período de predominio de Juan Manuel de Rosas en nuestro país expresaba el peso de los grandes propietarios de tierra bonaerenses, es decir, los ganaderos saladeristas. Estos tenían como preocupación central asegurar la salida de sus bienes exportables –sebo, cuero, tasajo– y mantener el control de los recursos aduaneros y el puerto, mucho más que lograr una unificación nacional definitiva, que podía obligarlos a ceder una parte de su poder. La caí-da de Rosas, tras la batalla de Caseros en 1852, estuvo muy lejos de generar las condiciones para la centralización. Por el contrario, se reeditó el conflicto entre una Buenos Aires que pretendía continuar siendo hegemónica –sólo que ahora más centrada en la burguesía comercial porteña– frente a una Confede-ración del resto de las provincias del interior, lideradas por Justo José de Urqui-za, un gran propietario ganadero entrerriano. La discusión no era sobre el mo-delo de país, ya que las distintas fracciones de la clase dominante anhelaban un modelo agroexportador lo más dinámico posible, sino sobre el peso que ten-dría cada una de ellas en el estado nacional y el reclamo de los grandes latifun-distas ganaderos del litoral para que se les asegurara la libre navegación de los ríos, que les permitiera comerciar directamente con el mercado mundial sin de-pender del puerto de Buenos Aires. Como lo señala Milcíades Peña,34 ninguna de las fracciones en pugna tenían un horizonte que se centrara en el mercado interno y en la posibilidad de un ciclo de desarrollo capitalista independiente: sus intereses estaban fijos en el mercado mundial.

Los cambios en el mundo, con la aparición de la división internacional del trabajo que explicamos anteriormente, cambiaron profundamente el escenario: la mayor demanda de materias primas y alimentos aseguraba un mercado ex-terno en expansión; la existencia de excedentes financieros en los países cen-trales garantizaban capitales dispuestos a invertir en la periferia en transporte y obras de infraestructura, ya que les permitían asegurarse más rápido la provi-

33 Oszlak, Oscar, Oportunamente citado.34 Peña, Milcíades, El paraíso terrateniente, Buenos Aires, Ediciones Fichas, 1969.

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sión de materias primas y la colocación de su producción fabril; los procesos de expulsión de mano de obra –particularmente en determinadas regiones de Eu-ropa y sobre todo en el campo– posibilitaban las grandes corrientes migratorias que, a su vez, proporcionaban la fuerza de trabajo que demandaban las clases dominantes de determinados países periféricos. Todas esas transformaciones, aceleraron la preocupación de las clases dominantes locales respecto a la ne-cesidad de consolidar una instancia centralizada de poder para estabilizar su dominación y vincularse al mercado mundial. Quienes controlaron la produc-ción de los bienes primarios para la exportación y se aliaron con los capitales ingleses fueron los que obtuvieron los mayores beneficios de ese esquema. De la mano de la burguesía agraria, exportadora inicialmente de lana y luego de trigo, maíz y carne vacuna, se sentaron las bases del Estado Nacional en Ar-gentina.

El proceso principal de esa constitución se dará durante los gobiernos de Bartolomé Mitre (1862-1868); Domingo F. Sarmiento (1868-1874); Nicolás Ave-llaneda (1874-1880) y el primer gobierno de Julio A. Roca (1880-1886). Impeli-dos por las transformaciones en curso, contaron con los recursos provenientes de los préstamos financieros ingleses y con el escenario abierto tras la victoria de la batalla de Pavón. Con la anuencia tácita de Urquiza, que se plegó a las tendencias en curso con el único requisito de mantener su hegemonía en Entre Ríos, el proyecto de la Confederación fue derrotado y los sectores dominantes porteños, con el apoyo de los terratenientes bonaerenses, se lanzaron a un intento de organización estatal que resultaría definitivo.

Para lograrlo pusieron en marcha un conjunto de mecanismos represivos pero también consensuales que impidieran el fracaso que otros intentos hege-mónicos habían tenido en el pasado. Junto a la modalidad represiva se impul-saron mecanismos cooptativos, materiales e ideológicos que permitieran la construcción de un proyecto hegemónico.35

Por medio de la modalidad represiva se consolidó un ejército nacional permanente, con una cadena de mando profesionalizada y la mejora de su ar-mamento, que pasó a estar dotado de moderna artillería y fusiles Rémington a repetición. Para garantizarse esa superioridad, durante los gobiernos antes mencionados, el 50% del presupuesto nacional se invirtió en el equipamiento del ejército. Aprovechando la velocidad de despliegue que les daba la creciente expansión de las líneas ferroviarias, las fuerzas militares sofocaron a sangre y fuego diversos levantamientos populares en el interior liderados por caudillos locales (Ángel Vicente “el Chacho” Peñaloza, Felipe Varela, Ricardo López Jor-dán, entre otros). En paralelo libraron una guerra internacional, aliados con Bra-sil y Uruguay, contra el Paraguay, único país del cono sur que se resistía a in-gresar en la naciente división internacional del trabajo.36 Finalmente fue el

35 Oszlak, Oscar, Oportunamente citado.36 El Paraguay siguió un camino alternativo en el contexto de las revoluciones independentistas de principios del siglo XIX. Separado tempranamente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, de la mano de la férrea dictadura de Francia, construyó una economía proteccionista donde el Estado tenía el monopolio del comercio exterior, particularmente del tabaco, la made-ra y la yerba mate. Al mismo tiempo, el Estado confiscó gran parte de las tierras, que eran arrendadas a bajo precio a los campesinos pobres, quienes eran dotados gratuitamente de útiles de labranza y ganado. La capitalización del Estado le permitió contar con capital suficien-te para acometer obras de infraestructura. Para los observadores de la época, el Paraguay era una potencia en muchos aspectos más desarrollada que la Argentina o Brasil. Esa economía cerrada, refractaria a la naciente división internacional del trabajo, fue considerada un mal ejemplo por Inglaterra y las clases dominantes de los países vecinos. De la mano de una gue-

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ejército nacional quien llevó adelante la tristemente famosa Campaña del De-sierto, terminología que encubre que no había ningún desierto, sino decenas de pueblos indígenas que fueron despejados de sus territorios, cultura y hábitat. La esclavitud, supuestamente abolida en la Asamblea del año XIII, fue restau-rada en esos días, donde los diarios de Buenos Aires anunciaban la subasta de mujeres y niños indígenas, traídos como esclavos para las familias “ilustres” de la ciudad puerto. En una demostración histórica de la pervivencia de la colonia-lidad del poder, todas esas masacres, realizadas sobre los actores sociales que no encajaban en el nuevo modelo –tales como gauchos e indígenas– fueron realizadas en nombre del progreso y de la civilización contra la barbarie. El Es-tado Argentino se estructuró sobre la base de un genocidio cuyos perpetrado-res, como el propio Roca, continúan siendo festejados como héroes de la patria hasta la actualidad. Las tierras resultantes de la expulsión indígena engrosaron rápidamente, por diversos mecanismos, el patrimonio de la burguesía agraria, terminando por instaurar el dominio del latifundio. La gran concentración de tierras en pocas manos –que se había iniciado en la etapa colonial y reforzada con la ley de enfiteusis de Rivadavia y las campañas militares de Rosas– se erigió definitivamente como el rasgo principal de la estructura agraria de la ar-gentina.

Fue a través de esos pasos que el Estado consolidó el monopolio legítimo de la coerción, aspecto que terminó de concretarse cuando las provincias per-dieron la posibilidad legal de convocar a sus propias Fuerzas Armadas, para pasar a ser atributo exclusivo del Estado Nacional.

La modalidad cooptativa se basó en un pacto político de dominación nacional pensado para no volver a repetir la experiencia de enfrentamientos intraoligárquicos anteriores. De la mano de esa lógica consensual, se buscó negociar e integrar a las oligarquías provinciales, ofreciéndoles participación en el nuevo esquema de poder, –sea por medio del acceso a subsidios otorgados por el gobierno nacional a las provincias del interior, por el acceso al empleo público para los seguidores de las élites del interior o bajo la amenaza de apli-car la intervención federal, tal como la Constitución Nacional permitía al Poder Ejecutivo, en el caso de que los gobernantes locales tuvieran actitudes dísco-las–. El mecanismo cooptativo puso en marcha un proceso fundamental, dado que un Estado nacional capitalista requiere de una clase dominante nacional que se piense a sí misma en términos no locales. Ese proceso no fue lineal, sino que contó con variados momentos de crisis. El más evidente fue cuando Avellaneda federalizó la ciudad de Buenos Aires en 1880, separando la ciudad puerto de la provincia de Buenos aires. El gobernador bonaerense Carlos Teje-dor se levantó en armas, pero fue vencido por el ejército nacional encabezado por Roca. El conflicto evidenció una de las paradojas del proceso de organiza-ción estatal. Iniciado el proceso de centralización por las fracciones dominantes porteñas y bonaerenses, estas se vieron obligadas en determinado momento a recortar una porción de su poder local, para poder constituir una dominación nacional estable. La figura que simbolizó ese paso fue el propio Roca, quien en su primer presidencia, fundó un partido que actúo como representante de los intereses de todas las oligarquías provinciales, el Partido Autonomista Nacional

rra brutal desarrollada entre 1865 y 1870, que se conocerá como de la Triple Alianza por la convergencia de Brasil, Argentina y Uruguay, tras una larga resistencia el Paraguay será venci-do, su economía destruida y en su población casi no quedaran hombres vivos sino niños, muje-res y ancianos. Ver: Pomer, León, La Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1987.

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(PAN). Al mismo tiempo, montó un régimen político que se caracterizó por la apelación al fraude, el voto cantado y no obligatorio y la rotación de los cargos políticos dentro de la propia clase dirigente37. Esa arquitectura política tenía como objetivo resguardar a las clases dominantes para que éstas mantuvieran el control estricto del gobierno y del Estado. Se convocaba a millones de inmi-grantes como mano de obra pero no como sujetos de derechos políticos y de ciudadanía, cuestión que se pretendía reducir al mínimo posible.

La modalidad material ubicó al Estado como articulador de la llegada de inmigrantes, de la atracción de capitales extranjeros y de garantizar la transfe-rencia de tierras a manos de la burguesía agraria y de inversionistas foráneos, si era necesario. Por eso, el Estado propagandizó en Europa las supuestas oportunidades de ascenso social que daba la Argentina, así como subsidió pa-sajes de barcos o financió la estadía en un hotel, en los primeros días de la llegada de algunos inmigrantes. La acción estatal fue clave para que se gene-rara un mercado laboral que abaratara la mano de obra que requería el capital. De la misma manera, les garantizó jugosas ganancias a los inversionistas ex-tranjeros para que se instalaran en el país. En el caso de los ferrocarriles les reservaba las vías férreas que daban segura ganancia, como las de la pampa húmeda, a la vez que mantuvo para sí mismo la explotación de los ramales deficitarios. En la esfera material podemos ver como el Estado jugó un rol acti-vo en la formación de las empresas privadas.38 Lejos de limitarse a su rol de guardián del orden público, para dejar actuar a las fuerzas del mercado, tal como sugería la doctrina liberal, el Estado generaba las condiciones monopóli-cas y desiguales de esos mercados, para una vez garantizado esto “retirarse” y dejar el escenario para el libre juego de la oferta y la demanda.

Sin dudas, esa instancia de concentración del poder era gestionada por la burguesía agraria; pero más que la idea de un Estado montado a imagen y se-mejanza de la oligarquía preferimos la idea de un proceso constitutivo simultá-neo e interdependiente entre la clase dominante –con sus fracciones más fuer-tes ubicadas en la burguesía agraria pampeana– y el Estado. Este era a la vez creador y resultante del modelo planteado por la economía agroexportadora. Era creado por la burguesía agraria al mismo tiempo que, garantizándole acce-so preferencial a la tierra pública, fortalecía, constituía y configuraba a esa bur-guesía agraria. Ese proceso de interrelación presente en el momento de la con-solidación del Estado generaría una lógica de la clase dominante que, por un lado, asumió un discurso liberal, contrario a la intervención del Estado, pero al mismo tiempo recurrió –y recurre– permanentemente a él para asegurarse ju-gosas ganancias. El Estado fue –y es– concebido como refugio para cubrir las debilidades políticas y económicas de la clase dominante.39 Es materia discuti-ble cuánto de esa interdependencia no es algo presente en cualquier Estado capitalista o cuánto de ese tipo de interrelación configura un comportamiento más específico, presente en la vinculación Estado-clase dominante del caso argentino. Lo cierto es que en el proceso que nos ocupa, el Estado ayudó en la constitución de esa clase dominante y al mismo tiempo fue constituido por ella.

Finalmente, la modalidad ideológica le permitió a la clase dominante generar los instrumentos para una construcción hegemónica sobre la pobla-

37 Botana, Natalio, El orden conservador, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.38 Quiroga, Hugo, Estado, crisis económica y poder militar, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985.39 Quiroga, Hugo, Oportunamente citado.

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ción. Esa tarea se tornaba más acuciante si tenemos en cuenta la transforma-ción profunda que implicó la llegada de casi 6 millones de inmigrantes, sola-mente entre 1874 y 1914, de los cuales alrededor de tres millones se quedaron para siempre en el país. La escuela pública tuvo un rol primordial en la elabora-ción de una currícula educativa que construyera un pasado común e incorpora-ra un sistema de creencias, valores y conductas afines a las perspectivas del mundo esbozadas desde el poder económico y social. La Ley 1420 de 1884, que establecía la educación pública, gratuita, laica y obligatoria –lo que le posi-bilitó al Estado desplazar a la iglesia católica de esa esfera de poder– fue cen-tral para conseguir la nacionalización de los hijos de los inmigrantes. De la mis-ma manera el servicio militar obligatorio, establecido por la ley impulsada por el general Pablo Riccheri en 1901, se tornó un dispositivo esencial en el discipli-namiento de los varones jóvenes de las clases populares, dado que los prove-nientes de las clases pudientes eludían con facilidad su cumplimiento.40

Combinando represión con mecanismos consensuales, la burguesía agra-ria logró un Estado que detentara el monopolio de la coerción, que organizara una red de instituciones públicas que le permitiera la organización jurídica y administrativa del territorio, que fuera capaz de difundir la idea de nación en su población, que reprodujera la sociedad capitalista en todos sus planos y articu-lara un sistema de dominación viable: todos elementos imprescindibles del Es-tado Moderno, tal como lo describimos en la primer parte de este trabajo. Fue por medio de ese Estado que la burguesía agraria se tornó clase dirigente, es decir, que tomó conciencia de sus intereses comunes como clase, se constitu-yó como clase dominante nacional y desplegó un proyecto hegemónico, que perduró como tal, al menos hasta fines de la tercer década del siglo XX, donde las fisuras de esa hegemonía se hicieron evidentes.

Aún así, el recorrido de la hegemonía oligárquica no estuvo exento de desafíos y resistencias que la pusieron a prueba y marcaron sus límites. Derro-tados quienes resistieron la implantación de ese proyecto de país, –montoneras de gauchos, pueblos originarios– el propio modelo agroexportador plasmó las condiciones sociales necesarias para la aparición de nuevas clases que desa-rrollaron nuevos tipos de conflictos. La emergencia de fracciones de clase me-dia urbana y rural generó la base social necesaria para la aparición de determi-nados partidos. El más importante de ellos, la Unión Cívica Radical (UCR), criti-có la exclusión política del régimen político oligárquico y la instrumentación del fraude y exigió determinadas reformas que posibilitaran un acceso de las cla-ses medias a la educación y al empleo público. Su presión fue decisiva para la sanción de la Ley Sáenz Peña de 1912, que estableció el voto secreto, obliga-torio y “universal” masculino. Fue la existencia de esa ley, la que permitió el triunfo de Hipólito Yrigoyen en 1916, iniciando un ciclo de gobiernos radicales que se extenderían hasta el golpe de Estado de 1930. Si el ascenso radical expresó el anhelo de determinados actores sociales de lograr modificaciones en la arquitectura de poder elaborada por la clase dominante, al mismo tiempo demostró la fuerza de la hegemonía oligárquica. Los gobiernos radicales man-tuvieron sin cambios los elementos celulares y determinantes del modelo em-pezando por la especialización primaria de la economía argentina, el control de los capitales ingleses del comercio, el transporte, las finanzas y actividades

40 Marcaida, Elena, Rodríguez, Alejandra y Scaltritti, Mabel, Los cambios en el Estado y la sociedad Argentina (1880-1930), en: Marcaida, Elena (compiladora) Historia Argentina Con-temporánea, Buenos Aires, Dialektik, 2008.

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industriales como los frigoríficos, así como la propiedad latifundista de la tierra permaneció en manos de la burguesía agraria. Si por un lado, el ascenso social de las clases medias incomodó e importunó a las fracciones principales de la clase dominante, ninguna de las acciones de los gobiernos radicales significó una alteración sustancial de las bases de su poder económico y social. Las cla-ses medias y sectores minoritarios de grandes propietarios que apoyaban al radicalismo, pugnaban por ser parte del modelo pero no por modificarlo sustan-cialmente, ni mucho menos por erradicarlo.41

Diferente fue el caso de la constitución del movimiento obrero en el país. De la mano de inmigrantes que tenían una experiencia de organización sindical en Europa y enfrentados a condiciones laborales de aguda explotación, se for-maron los sindicatos por oficio. Alrededor de la huelga, la movilización y los piquetes en puerta de fábrica se fue construyendo un nuevo repertorio de lucha de las clases populares. Las ideologías anarquista, socialista –y algo más tarde el sindicalismo revolucionario– desarrollaron una intensa organización del hete-rogéneo mundo de la clase trabajadora de la época. Particularmente el anar-quismo, con su estrategia insurreccional revolucionaria, se tornó un desafío evidente para el poder. La respuesta desde el Estado combinó la represión más brutal con la profundización de las estrategias de nacionalización de la población. En un verdadero giro ideológico –lo que muestra que el núcleo fun-damental de la cosmovisión de la clase dominante reside en la defensa de sus intereses directos, más que en perspectivas dogmáticas– en las primeras déca-das del siglo XX se desarrolló un discurso, proveniente de determinadas franjas de la clase dominante, que comenzó a ver en los trabajadores extranjeros un peligro para el sistema. Ese cambio se aceleró a partir del impacto mundial de la revolución rusa de 1917, parida en el medio de un mundo convulsionado por la primera guerra mundial (1914-1918). La perspectiva del “peligro rojo” y la conspiración revolucionaria, a la que supuestamente se enfrentaba el país, lle-vaba a que cualquier demanda obrera, por elemental que fuera, se reprimiera.42

En el mismo giro ideológico el gaucho, que anteriormente era la personifi-cación de la barbarie, pasó a ser considerado como el portador de los valores de la nación que había que mantener. Claro que eso sucedía una vez que los gauchos reales habían sido masacrados y disciplinados, así como la perspecti-va estigmatizadora de los trabajadores extranjeros aparecía sólo una vez que éstos se organizaban y hacían sentir sus reclamos.

De todos modos, los límites estructurales del modelo se manifestaron cuando el comienzo de una crisis mundial del sistema capitalista, iniciada con la quiebra de la bolsa de valores de Nueva York en Octubre de 1929, puso en evidencia su fragilidad. El derrumbe de los precios de los alimentos y las mate-rias primas, ante la menor demanda de los países centrales, la detención del

41 Rock, David, El radicalismo argentino, Buenos Aires, Amorrortu, 1977. 42 En las movilizaciones del primero de Mayo de principios del siglo XX, fue habitual que perso-najes tristemente célebres, como el jefe de policía Ramón Falcón, dieran la orden de represio-nes que se cobraban la vida de muchos trabajadores. La oligarquía aprobó leyes como la Ley de Residencia de 1902 o la de Defensa Social de 1910, que dieron mano libre al Estado para detener, deportar y en el segundo caso imponer la pena de muerte o la prisión por el “delito” de difundir ideas contrarias al orden social vigente. Con la llegada de los gobiernos radicales, la tibia estrategia inicial de acercamiento a las protestas lideradas por el sindicalismo revoluciona-rio, se trocó en carta blanca y apoyo para la represión del ejército y de grupos parapoliciales como la Liga Patriótica, tanto en la denominada Semana Trágica de 1919, como en la Patago-nia en 1921- 22. Ver: Godio, Julio, La Semana Trágica, Buenos Aires, Hyspamerica, 1985 y Bayer, Osvaldo, La Patagonia Rebelde, Buenos Aires, Hyspamerica, 1986.

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flujo de llegada de capitales extranjeros, –e incluso la inversión de ese flujo, ya que una parte de esos capitales retornaban a sus países de origen–, las dificul-tades en sostener las importaciones de bienes industriales ante la caída de las exportaciones primarias y los límites en la incorporación de nuevas tierras férti-les en la Argentina –lo que marcaba el fin de la expansión de la frontera agríco-la– provocaron el derrumbe de la economía y evidenciaron cuánto dependía de factores externos que no controlaba. La primera respuesta de la clase domi-nante consistió en apoyarse en las fuerzas armadas, para derribar al segundo gobierno de Yrigoyen, inaugurando el ciclo de golpes de Estado de la historia Argentina. El nuevo escenario internacional, la disminución de su tasa de ga-nancia y la creciente presión de las clases populares llevarían a la clase domi-nante a ensayar otros tipos de cambios en la Argentina de la etapa 1930-1943, pero ese recorrido excede los alcances de este trabajo.

3. Estado y modelo agroexportador: un debate sobre sus conse-cuencias en la historia

Es el momento de recapitular y reflexionar sobre las consecuencias del tipo de Estado y de economía agroexportadora que se elaboró en ese largo proceso. Las visiones de las ciencias sociales que realizan un panegírico de las bondades del modelo y de las virtudes de la burguesía agraria43 exaltan el cre-cimiento de ciertos indicadores de la economía Argentina, tales como el creci-miento del PBI, la renta Per Cápita, la expansión del comercio exterior –hacién-dose eco del mito de la Argentina como granero del mundo– así como de indi-cadores de consumo como la alta compra de automóviles en el mercado in-terno. De la misma manera, festejan la modernización económica y el progreso que, según estas miradas, serían el corolario de este proceso. El deterioro de la Argentina fue posterior y fruto del abandono de esta senda de desarrollo, dada por la integración al mercado mundial y su apertura comercial. Además, el conflicto social es enfocado, desde estas perspectivas, como una problemática a lo sumo secundaria. Según estos autores, el modelo permitió amplias posibili-dades de ascenso social para buena parte de las clases populares, así como el Estado se mostró eficaz en la resolución de las demandas de apertura política, como lo evidenció la sanción de la Ley Sáenz Peña.

Una visión que se pretenda crítica de la historia, enfoque que aquí reivin-dicamos, debería señalar de manera contrapuesta algunas cuestiones, parte de las cuales –aunque sea parcialmente– hemos mencionado.

En primer lugar, el Estado resultante de estos procesos y la nueva es-tructura económica y social que éste contribuyó a crear, se edificaron sobre la base de genocidios, cuyas consecuencias se mantienen presentes hasta hoy. Las justificaciones más o menos veladas de éstos, sobre la base discursiva de lo inevitable de los procesos históricos y del progreso, no son más que mani-festaciones del eurocentrismo y la colonialidad del poder que describimos ante-riormente, apenas revestidas de un barniz pretendidamente objetivo. Es decir que son elaboraciones funcionales al poder dominante. El Estado y la sociedad emergente de esa etapa está surcado por esos mecanismos de colonización del patrón de poder y sus efectos continúan vivos en múltiples sentidos.

Lo mismo se puede afirmar para el tratamiento del conflicto social entre los trabajadores, el capital y el Estado, que tienen estas concepciones. Note-43 Como ejemplo acabado de estas perspectivas ver: Waisman, Carlos, La inversión del desa-rrollo en la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 2006 y Díaz Alejandro, Carlos, Ensayos sobre la historia económica argentina, Buenos Aires, Amorrurtu, 1983.

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mos que la persistencia de la conflictividad social, por más esfuerzos que se hagan para minimizarla, pone en evidencia que el famoso “granero del mundo” no garantizaba ni siquiera un plato de comida diario para muchos de los que habitaban su territorio. Eso hace ostensible que la discusión a dar no es sólo sobre cómo se genera riqueza sino alrededor de cómo se distribuye esa rique-za y que clases resultan realmente favorecidas en estos procesos.

En segundo lugar, la economía agroexportadora sometió el país a varia-bles externas como la demanda de materias primas y alimentos o la inversión de capitales extranjeros y construyó un mercado interno y una industria total-mente subordinados al sector exportador. Eso aumentó la dependencia de Ar-gentina y mostró sus efectos devastadores cuando la coyuntura mundial se modificó. Al mismo tiempo, el control de áreas estratégicas por parte del capital extranjero marcó un proceso de modernización que se realizó siguiendo los intereses externos y no los de un desarrollo propio. Por ejemplo, los ferrocarri-les que se tendieron aquí siguieron una lógica radial teniendo como eje el puer-to, sin integrar las regiones entre sí –a diferencia del trazado europeo– lo que tuvo consecuencias enormes en el desarrollo de una economía deformada y capitalista dependiente, que fue la que se consolidó en esta etapa.

Una demostración de esto que afirmamos es el desarrollo desigual del interior frente a la más dinámica región pampeana. Esta desigualdad sustentó –y sustenta– que la mayoría de la población sea urbana y resida en Buenos Ai-res y el conurbano bonaerense, mientras que muchas regiones del interior ex-pulsan permanentemente mano de obra y gran parte de sus habitantes se ven obligados a vivir del empleo público o se encuentran desempleados o subocu-pados. Si esa estructura deformada se siguió consolidando con las sucesivas fases de desarrollo del capitalismo dependiente, las bases de esa deformación se profundizaron en la etapa que aquí abordamos.

En tercer lugar, la concentración de la tierra en pocas manos bajo la gran propiedad latifundista y el consiguiente control de una minoría social sobre la producción y distribución de alimentos, se terminó de edificar en el período que aquí reseñamos. La implicancia de esto en la dinámica posterior de la historia Argentina –plena de crisis económicas cíclicas, agudos procesos inflacionarios y disputa alrededor de la renta agraria– salta a la vista.

Finalmente señalemos que, si todo Estado articula la dominación y genera las condiciones para hacerla posible, al ser la Argentina un país capitalista de-pendiente de desarrollo desigual y combinado, eso se manifiesta e interioriza en el tipo de estructura estatal que emerge a fines del siglo XIX. Es un tipo de Estado cuyas acciones se encuentran sobredeterminadas por su inserción de-pendiente en el mercado mundial y la naturaleza desigual del sistema mundo.

El recorrido que hemos realizado hasta aquí denota la complejidad de los procesos históricos abordados y de categorías como el Estado. Como vemos, las implicancias de esos procesos continúan en debate y las posturas diferen-tes existentes en las ciencias sociales remiten a visiones contrapuestas, pre-sentes en la sociedad y en el debate político actual. Ninguna de estas cuestio-nes es ajena a nuestras vidas cotidianas y su presencia, explícita o velada, se proyecta sobre cada uno de nosotros/as. Cómo poder pensar los procesos so-ciales de los que formamos parte, de qué manera usar ciertas categorías para el análisis de la realidad y cómo construir una mirada que no naturalice lo exis-tente y nos permita pensar críticamente, son algunas de las preocupaciones que recorren este trabajo y el conjunto de la materia.

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