59
El estatuto filosófico del poema: variaciones sobre el nombre [1] Nombrar es asestarle un golpe de muerte a las cosas y desesperar a la vez de la injusticia de no tener más que nombres. Federico Galende[2] La temporalidad del poema En este ensayo intentaremos establecer una aproximación preliminar a la relación entre lengua y temporalidad acotada al poema, a su forma y a su pretensión. ¿Cómo pensar el poema de acuerdo con una economía del nombre que no lo remita a la sublimidad de un decir “iluminado” ni lo convierta en un canto consagratorio de los “nuevos tiempos”? Se trata, en todo caso, de pensar el poema en un contexto que todavía podríamos llamar post-dictatorial, marcado por las determinaciones del diseño soberano del régimen militar, diseño que ha sido “exitosamente” prolongado e intensificado en los años recientes. Pero también se trata de pensar la “potencia” del poema en un cierto horizonte post-heideggeriano donde la poesía habría dejado de ser concebida como alocución destinal del ser, en su “habitar sin medida”, para convertirse en una economía pagana que organiza el estatuto de los nombres una vez que el lenguaje ha sido exiliado del reino de los dioses.

El estatuto filosófico del poema

Embed Size (px)

Citation preview

El estatuto filosófico del poema: variaciones sobre el nombre [1]

 

 

Nombrar es asestarle un golpe de muerte a las cosas y desesperar a la vez de la injusticia de no tener

más que nombres.

Federico Galende[2]

 

 

La temporalidad del poema

          En este ensayo intentaremos establecer una aproximación preliminar a la relación entre lengua y temporalidad acotada al poema, a su forma y a su pretensión. ¿Cómo pensar el poema de acuerdo con una economía del nombre que no lo remita a la sublimidad de un decir “iluminado” ni lo convierta en un canto consagratorio de los “nuevos tiempos”? Se trata, en todo caso, de pensar el poema en un contexto que todavía podríamos llamar post-dictatorial, marcado por las determinaciones del diseño soberano del régimen militar, diseño que ha sido “exitosamente” prolongado e intensificado en los años recientes. Pero también se trata de pensar la “potencia” del poema en un cierto horizonte post-heideggeriano donde la poesía habría dejado de ser concebida como alocución destinal del ser, en su “habitar sin medida”, para convertirse en una economía pagana que organiza el estatuto de los nombres una vez que el lenguaje ha sido exiliado del reino de los dioses. El poema acaece entonces siempre después de la caída, después del estallido de la lengua de cristal (lengua trasparente que coincide con su objeto), y surge así ya diseminado en su encuentro con el tiempo de los hombres, tiempo babélico del transcurrir histórico, marcado por la insuperable distancia entre las palabras y las cosas.

         El estatuto filosófico del poema, en el contexto inaugurado el año 1973, ya no puede ser homologado al decurso de una historia orientada hacia la redención final, se distancia de la lírica ensoñación del ruiseñor y de la épica de un destino manifiesto (Helgensage), como en las fundaciones poéticas de América, en Andrés Bello o en Pablo Neruda, donde el verbo resuena en su vocación bautismal y profética. El golpe habría precipitado un cierto fin, el fin del Long Poem latinoamericano; pero también, el fin del poema de la ley y de la ley del poema, lugar de convergencia entre un nombrar monumental y una historia supuestamente excepcional.

         En efecto, desde su brutal inscripción en la historia nacional, el golpe habría desactivado el dispositivo del nombrar poético en cuanto nombrar proyectivo y utópico. Sin embargo, la pregunta por la temporalidad del poema justo “aquí” nos exige una cierta ponderación de las variaciones del tiempo seminal de la poesía. Nos exige entreverarnos con la llamada neo-vanguardia chilena, cuyos nombres centrales serían, ya desde antes del mismo 73, Nicanor Parra y Enrique Lihn, seguidos por una progenie luminosa: Raúl Zurita, Juan Luis Martínez, Rodrigo Lira, Diego Maqueira, Gonzalo Muñoz, Diamela Eltit, Elvira Hernández, Soledad Fariña, entre muchos otros y otras.[3] En todo caso, si es cierto que el golpe, en cuanto pliegue soberano, puso de manifiesto el fetiche del republicanismo chileno, mostrando su supuesta historia excepcional como continuidad de la violencia mítica del Estado y de la ley, también lo es el hecho de que no todo poema está “abierto” de la misma forma a este histórico acontecer (acontecer no del golpe sino de lo que éste desoculta). De ahí que podamos observar gestos irrisorios (La Tirana de Maqueira, 1983), desgarrados (Purgatorio de Zurita, 1979), iconoclastas (La nueva novela de Juan Luis Martínez, 1977), irreverentes (La poesía chilena de Juan Luis Martínez, 1978; Lihn y Pompier de Enrique Lihn, 1978), vanguardistas (Para no morir de hambre en el arte, CADA 1979), y monumentales (Anteparaíso de Zurita, 1982).  Ya en Manifiesto de 1963, Nicanor Parra declaraba:

 

Señoras y señores

Ésta es nuestra última palabra

-Nuestra primera y última palabra-: 

Los poetas bajaron del Olimpo. (Nicanor Parra, 2006:143)

 

Esta declaración resulta en extremo reveladora no sólo de su impronta rupturista, una impronta ya insinuada en sus Poemas y antipoemas de 1954 y Versos de salón de 1962, sino también de su giro desacralizador del lenguaje poético, el que ha sido considerado paralelo a la poesía conversacional de Ernesto Cardenal y que contendría una estrategia retórica concernida con las formas de versificación y con los sortilegios de una astucia heredera de la picaresca española, anclada en un Chile profundo y rural y en una cierta apelación populista a los ingeniosos saberes de la tierra.[4] Lo que nos importa de este manifiesto, sin embargo, no es tanto su elaboración poética sino su política explícita, la que se hace ostensible en los versos finales:

 

Nada más, compañeros

Nosotros condenamos

--Y esto sí que lo digo con respeto-

La poesía de pequeño dios

La poesía de vaca sagrada

La poesía de toro furioso (2006:146).

 

En ellos, además del uso irónico de la palabra “compañero” (palabra que marcará la épica popular del periodo inmediatamente posterior al poema), se declara una diferencia insalvable con los “Grandes Poetas” nacionales, quienes, sin ser nombrados, son aludidos inequívocamente: Huidobro, el pequeño dios; Neruda, la vaca sagrada; Pablo de Rokha, el toro furioso. Lo que mueve a Parra no es, aparentemente, la necesidad de romper con las generaciones pasadas, motivado por la “angustia de las influencias” (tesis psicologista que alimenta la historia convencional de la literatura), sino la necesidad de devolver el poema a su gente, aterrizarlo y hacerlo parte de la vida cotidiana de la tribu. Este recurso “populista” y lárico, sin embargo, tampoco resucita románticamente la imagen del Pueblo propia de las estéticas comprometidas, sino que la fragmenta en un conjunto de ocurrencias de las cuales su poesía anterior y posterior se alimenta. Gracias a esto, Parra se mantendrá, en cierta medida, inmune a la identificación generalizada entre vanguardismo literario y político, propio de los escritores comprometidos con la Unidad Popular, apareciendo como un cínico e iconoclasta observador neutral. Manifiesto concluye así:

 

Contra la poesía de las nubes

Nosotros oponemos

La poesía de la tierra firme

-Cabeza fría, corazón caliente

Somos tierrafirmistas decididos—

Contra la poesía de café

La poesía de la naturaleza

Contra la poesía de salón

La poesía de la plaza pública

La poesía de protesta social.

 

Los poetas bajaron del Olimpo (2006:146).

 

Sin embargo, más allá del gesto desacralizador, un gesto que será posteriormente complementado con las ocurrencias prácticas de los Sermones y prédicas del Cristo del Elqui, Matías Ayala pareciera tener razón al observar en Parra una cierta actitud conformista con su propia figura y una cierta restitución vanguardista de la antipoesía como forma invertida de la “Gran Poesía” nacional. Su poética, para movernos hacia el plano de los dispositivos de composición de sus textos y artefactos, no parece acusar recibo de la violenta herida infringida en el lenguaje y en el imaginario social por la intervención militar, no tanto por su declarada neutralidad política, cuestión siempre sospechosa en la escena nacional, sino porque su relación a la temporalidad pareciera diferir del tiempo que marca la historia factual (événementielle) del proceso político chileno, anclándose en una suerte de largo plazo relativo a las representaciones y creencias de la cultura popular. Así, sin tomar partido de manera manifiesta, Parra deambula por la institución literaria como un díscolo cantor que no puede ser agrupado en ninguna escena oposicional, pues la clave de la antipoesía es precisamente su desconfianza de todo programa, salvo el propio, esto es, su juego inversamente referencial con la institución y el canon.

         Por otro lado, Los sermones y prédicas del Cristo del Elqui (1977, 1979) –un conjunto de intervenciones de un estrafalario personaje epocal, hipotéticamente emitidas durante un programa de radio- también pueden ser leídos no solo como la inscripción autográfica del yo poético en la deriva carnavalesca de la homilía radial, sino como emergencia de una subjetividad liminar, ex-citada por la experiencia autoritaria que funciona como marco general para la poesía del periodo, un periodo profundamente marcado por el predominio de una visión ultra-católica del destino nacional.[5] En todo caso, la hegemonía indisputada de este conservadurismo católico durante la dictadura no contradice la orientación neoliberal de su economía, gran obra de

la dictadura –su legado; sino que muestra la particular adaptación de la tradición conservadora europea (desde Donoso Cortés hasta Carl Schmitt y el Opus Dei) a los nuevos presupuestos de la antropología neoliberal relacionada con el programa de los Chicago Boys, cuestión manifiesta en el paso desde la condición sagrada de la “persona humana” a su conversión en “recurso humano” empresarial.

         Por supuesto, no es que Parra remita las ocurrencias y los “sabios” consejos de Domingo Zárate Vega, el Cristo del Elqui, a las coordenadas de la revolución neoliberal, sino que su discurso radial parodia el predicamento cristiano que fundamenta a dicha revolución en su versión chilena, dislocando su referencialidad sagrada en una cotidianidad convertida al sentido común, sin carecer de humor y sarcasmo. Permítasenos referir el sermón VI:

 

Unos poquitos consejos de carácter práctico:

levantarse temprano

desayuno lo más liviano posible

basta con una taza de agua caliente

que el zapato no sea muy estrecho

nada de calcetines ni sombrero

carne dos o tres veces por semana

vegetariano soy pero no tanto

no cometa el error de comer mariscos

todo lo proveniente del mar es veneno

no matar un pájaro sino en caso de extrema necesidad

evitemos las bebidas espirituosas

un copa al almuerzo suficiente

siesta de 15 minutos máximo

basta con la pérdida de la conciencia

hace mal dormir demasiado... (Nicanor Parra, 2011:10)

 

Es necesario, sin embargo, relativizar la misma relación entre poema y lengua comunitaria, concediéndole a estos Sermones y prédicas la circunstancial “habilidad” de haber captado un estado histórico del habla nacional, pero un estado histórico marcado por la brutalidad de la revolución neoliberal, pues Parra nunca logró alcanzar (y nunca pareció particularmente interesado en hacerlo) los tintes épicos que caracterizaban el optimismo de aquellos identificados con “la vía chilena al socialismo”. De hecho, Patricio Marchant considera que esta serie de poemas expresan un momento histórico de la sociedad chilena, momento marcado por la carestía y la terrenalidad: “cumplimiento de deseo [deseo de Parra de ser la voz de su pueblo], el Cristo del Elqui constituye el lenguaje preciso de un cierto momento histórico de la tribu: el lenguaje de la economía, de la economía vital”. (Patricio Marchant, 2009:239) En cuyo caso, la lengua pública y el poema solo han coincidir una vez que el mismo poema ha sido vaciado de su reflexividad, de su conceptualidad, convertido en dieta minimalista y pragmática. Lo que Parra hace con estos sermones, en otras palabras, es develar el contenido económico del logos teológico, mostrando la accidentada coyuntura dictatorial como lugar de plena convergencia entre el reino y la gloria.

         También se podría argumentar, sin embargo, que este predicador, mezcla de apóstol cristiano y Zaratustra salitrero, expone una forma de habla paródica que podría servir de contraste con respecto al diagnóstico más o menos generalizado sobre el golpe como interdicción y arruinamiento del sentido. Recordemos que la primera novela de Diamela Eltit, Lumpérica (1983), mediante la configuración de un juego cifrado de referencias, inscribe precisamente la problemática represiva, urbana y de género en el montaje de una marginalidad irredimible (lumpen) y una comunidad de referencia (América). Lumpérica interrumpe toda narrativa; corta y multiplica los planos de sentido en una alusión cifrada a la crisis histórica de la sociedad chilena, patriarcal y militarizada. Así mismo, su “testimonio” El padre mío (1989), puede ser considerado como un ejemplo no solo de experimentalismo formal y neo-vanguardista, sino también como un registro de aquella habla históricamente afectada, manifiesta en las elucubraciones de un paciente psiquiátrico que en su confusión delata la “honda crisis de sentido” de ese momento.[6]

En efecto, El padre mío está basado en entrevistas realizadas a un paciente esquizofrénico entre 1983 y 1985, en las que, mediante una paradojización de la figura patriarcal y paterna, se procede a dejar hablar a un personaje que muestra, en su monólogo incoherente, el estado dislocado de la lengua nacional, poblada de fantasmas y alucinaciones, cuestión ésta que hace

imposible volver a traducir su desbaratado imaginario a las claves emancipatorias y utópicas del pasado. La lengua que habla el padre mío, más allá de su sin-sentido, expresa la condición histórica de un “decir” desarticulado por la violencia estatal. No se trata de un enrevesado barroquismo estético destinado a superar la censura, sino de una profunda adulteración sintáctica y semántica, síntoma inequívoco de la desarticulación entre las palabras y las cosas en el contexto dictatorial. En este sentido, el humor ameno y cotidiano del Cristo del Elqui contrasta fuertemente con el tono melancólico que caracterizaría a la lengua nacional, fragmentada y desorientada, según nos muestra el trabajo de Eltit y su efecto des-narrativizador.

         Pero, si con Parra surge una parodización del tono Gran-Señor de la poesía chilena, todavía es necesario pensar, al menos, dos dimensiones de este problema; por un lado, ¿hasta qué punto su antipoesía y su coqueteo populista con la voz de la tribu terminan por restituirle una cierta funcionalidad a la poesía, esto es, hasta qué punto su desenfadado tono depende referencialmente del tono Gran-Señor de la poesía oficial? Por otro lado, si es cierto que su estrategia anticipa la desarticulación entre Poesía e Historia que el golpe confirmará brutalmente unos años después, entonces, ¿hasta qué punto su poética acusa recibo de esa desarticulación o, simplemente, la soslaya desde la cómoda posición de un testigo neutral? Más allá de la oposición entre poéticas populistas y melancólicas, es cierto que Parra no parece compartir la averiada relación a la temporalidad inaugurada con el golpe, pues sigue pensando su inscripción como des-inscripción, a veces cómicamente, otras irónicamente. Sin embargo, la pregunta que quedaría pendiente tiene relación con el agotamiento histórico de la ironía en el contexto de la indiferenciación entre crítica y facticidad, indiferenciación que habría sido realizada con el predominio de la globalización neoliberal y gracias a la cual la misma antipoesía habría quedado convertida en un exótico objeto de culto estetizante y en un “saber” inscrito en el curriculum de la universidad contemporánea. ¿Hasta qué punto Parra queda atrapado en el “pastiche” de una poética de gestos vacíos, un “aleteo” más en plena caída desde el Olimpo?

         Más allá de estas interrogantes, sin embargo, nos interesa mostrar cómo su poética anticipa el agotamiento del nombrar monumental de la “Gran Poesía” chilena, una poesía que deberá esperar (después de la muerte de Neruda a pocos días del golpe) hasta la aparición del Zurita de Anteparaíso y La vida nueva (1994), para recuperar su vocación bautismal.

 

 

El nombrar teológico-poético

 

         En una crítica precisa y devastadora, Carlos Pérez Villalobos muestra el proyecto poético de Zurita, particularmente evidenciado con la grandilocuente edición-presentación de La vida nueva en la feria internacional del libro de Santiago en 1994, como reedición de lo que hemos llamado esa “Gran Poesía” nacional, sinécdoque del Long Poem criollo:

 

Es conocida la voluntad de los grandes poetas chilenos por producir un poema de programa ambicioso, que funde por la palabra la geografía y la historia de América. Ni a la Mistral ni a De Rokha les fue ajena esta ambición. Pero es el Canto general, de Neruda el que da prodigiosa realización a ese proyecto ecuménico. El trabajo de Zurita quiere ser un nuevo Canto general, el canto general de los nuevos tiempos. (Carlos Pérez Villalobos, 2005:68)

 

Pérez Villalobos no apunta prioritariamente al mesianismo fuerte que estructura la poética de Zurita y la orienta hacia un concepto de justicia siempre diferido en un por-venir postdictatorial asegurado teleológicamente[7], sino a la incongruencia entre esa justicia proféticamente prometida en el poema (particularmente en Anteparaíso) y la realidad del Chile transicional, donde La vida nueva parece ser el canto que festeja y consagra, de manera sensacional, la tímida democracia pactada que sucedió al régimen de Pinochet. Su crítica apunta no solo al hecho, más o menos esperable, de su canonización postdictatorial, sino a la monumentalidad de sus intervenciones poéticas y a la fastuosidad de sus ediciones. Recordemos que la última parte de Anteparaíso contiene fotografías de una serie de poemas que Zurita escribió en el aire, en la ciudad de Nueva York, el año 1982. Asimismo, La vida nueva contiene fotos de un proyecto de Land Art ejecutado en el Desierto de Atacama (uno de sus tropos predilectos), el año 1993; coordinado por el Ministerio de Obras Públicas y auspiciado por Coca-Cola. En él se leía desde el aire la frase “Ni pena ni miedo”, frase que define una cierta predisposición al olvido y al duelo oficial, declarado jurídicamente a comienzos del gobierno de Patricio Aylwin.

         Sin embargo, esta grandilocuencia habría caracterizado su poesía desde el principio y le habría permitido ocupar un lugar central en la nueva escena cultural inaugurada con la transición a la democracia, a principios de los años 90, pues “La vida nueva ya estaba prescrita en la nueva vida del poeta”. (2005:66). Así, la crítica de Pérez Villalobos repara en dos elementos complementarios, uno sustantivo, si se quiere, y el otro sociológico. El

primero relativo a la mesianisidad fuerte o a la condición teológica de la voz poética dominante en sus trabajos; el segundo relativo al contexto de enunciación y a los gastos de auto-representación asociados con la construcción del sujeto poético público, a fines de la dictadura y en plena transición:

 

Zurita como poeta-sacerdote es un calculado efecto especial de la industria cultural de la familia chilena (que erige su santoral en las páginas de este libro [La vida nueva]), y su cántico de amor es la música incidental que ésta, hoy en día, necesita para fundar sacramentalmente el domingo de su nueva vida, hecha de autocomplacencias y olvidos. (2005:71)[8]

 

Consideramos que los aspectos relativos a su crítica sociológica son inmejorables, sin embargo, en lo relativo a su teología-poética, mucho más podría decirse. Roberto Bolaño ya había hecho mofa, en su estilo habitual, de la convergencia o copertenencia entre el vanguardismo estético asociado a la escena chilena y los dispositivos tecnológicos de seguridad implementados en plena dictadura, en su novela Estrella distante (1996). En ella, Carlos Wieder, un poeta chileno vanguardista y asesino que escribe poemas en el aire con su avión de procedencia alemana es también un “artista” de la tortura y la desaparición de personas. Recordemos que Wieder, hacia el final de la novela, después de escribir sus ilegibles poemas aéreos, monta una exposición fotográfica en el departamento de un amigo en Santiago, donde los asistentes, conducidos enigmáticamente a un cuarto aislado, son expuestos a las imágenes de cuerpos destrozados en los calabozos de la policía secreta chilena.[9] La alusión a las acciones poéticas de Zurita y del grupo CADA son muy explícitas y pueden ser remitidas a la temprana relación entre tecnologías militares y dispositivos artísticos cada vez más frecuentes desde comienzos del siglo XX. 

         Así, en su libro Temblores de aire (Peter Sloterdijk, 2003), Peter Sloterdijk presenta un contexto de inteligibilidad para el terrorismo estético y político contemporáneo y para lo que él llama el atmoterrorismo, un tipo de violencia relacionada con la guerra química y las luchas por el control atmosférico que habrían alcanzado una condición epocal a principios de la Primera Guerra Mundial. El atmoterrorismo sería la versión desinhibida de la violencia en cuanto elemento constitutivo de la racionalidad política moderna, en la que se desarrolla su inherente voluntad de diseño, desde el modelo de la República ideal y la Ciudad de Dios hasta la configuración experimental de un parque humano, genéticamente programado. Así, la invención de la nube

tóxica durante la Primera Guerra Mundial (en particular, la producción y uso de las granadas de cloro y gas mostaza) constituye un evento decisivo en la historia de la metafísica occidental, pues de “ahí” en adelante, la guerra no sólo será un intento por exterminar al enemigo, sino una operación orientada a controlar las condiciones ambientales y hacer que este enemigo sea protagonista involuntario de su propia devastación. De esta manera, la larga lucha por programar la ciudad ideal habría llegado a un momento cualitativamente superior, momento en el que los medios a disposición para la dominación total convergen con los medios disponibles para la crítica de esa misma dominación. No olvidemos que Wieder hace manifiesto cómo los mismos aeroplanos usados para bombardear la moneda, pueden ser re-utilizados para escribir poesía en el cielo.

         En su lectura, Sloterdijk descubre un cierto parentesco entre la invención atmoterrorista y la emergencia del vanguardismo estético contemporáneo, parentesco que se haría obvio con la famosa conferencia-performance de Salvador Dalí, el 1 de junio de 1936, en la Galería New Burlington, en Londres. En ésta, Dalí se presenta al público vestido con un traje de buzo, con escafandra soldada y pesados zapatos de plomo. Sin embargo, alguien había olvidado conectar el oxígeno a la escafandra, lo que derivó en una insólita escena en la que el español movía sus manos desesperadamente, asfixiándose, mientras provocaba la admiración de unos espectadores que consideraban sus aleteos desesperados como parte de la misma escena surrealista. Sería esta confusión de planos lo que hace de la confección artesanal de dicha performance, una indicación de la “continuidad estructural” entre el rupturismo estético y el horizonte atmoterrorista contemporáneo. El aleteo de Dalí, entonces, pone en escena al vanguardismo estético como inflexión del dispositivo tecnológico de la racionalidad política occidental. Sloterdijk lo resume así: “quien escandaliza al burgués no hace sino profesión de fe de la iconoclasia progresista” (2003:106).

         Zurita, sin embargo, más que escandalizar, quiere instalar su poesía según un signo mayor e inolvidable, una marca que dote al poema de un soporte de lectura capaz de superar el opaco horizonte cultural bajo dictadura. Las estrategias para la constitución de dicho soporte, más allá de las indicadas por Pérez Villalobos relativas al ceremonial inmaculado de su consagración, están relacionadas con aspectos interinos a su poesía, aspectos de carácter sustantivo como la invención de una voz femenina en la apertura de Purgatorio, la quema de su mejilla, el ácido en sus ojos, la eucaristía constante de su geografía, el paisajismo lárico como protagonista de sus cantos en Anteparaíso y El amor de Chile (Raúl Zurita,1987)[10], y, quizás de manera decisiva, una sacrificialidad cristiana que sobre-codifica todo posible desgarro en términos de una redención asegurada en el porvenir.

         En este sentido, los ya mencionados trabajos de Cánovas y Brito han desarrollado una lectura acotada de la poética de Zurita, particularmente de Purgatorio y Anteparaíso, donde se destacan, en el caso de Brito, la cicatriz en la mejilla como inscripción de una tensión de género en Purgatorio; y en el caso de Cánovas, un cierto discurso nacionalista que estaría implícito en Anteparaíso y que funcionaría como un llamado, avant la lettre, a la reconciliación, mediante un mecanismo de transmutación bastante gratuito:

 

Anteparaíso rescataría la identidad de un sujeto cultural a través de la figura de la “transformación en lo contrario”: ante el abandono presente, se postula un idilio futuro; ante el caos, una armonía “por-venir”, en fin, ante la destrucción y la muerte, la resurrección y el amor. (Rodrigo Cánovas, 1986:78)

 

Nos interesaría, en todo caso, profundizar un poco más en la dimensión sacrificial de su poesía, una sacrificialidad cristiana que cumple una doble función. Por un lado, alegoriza el desgarrado cuerpo de la comunidad nacional, sometido a la tortura y a la represión; pero, por otro lado, en una referencia bíblica bastante obvia, alude al sacrificio del hijo (tanto de Abraham como de Jesús), en cuanto condición ineludible para la reconciliación de dicha comunidad. Zurita no es un poeta-Dios, pero si un profeta que, como Abraham e Isaac a la vez, se ofrece a sí mismo para ejecutar el ritual del sacrifico y la resurrección. En este sentido, el poeta-Cristo, autoflagelado, transforma su rostro en superficie donde el poema mayor, no sólo el escrito, sino el que compila toda la parafernalia que le rodea, adquiere consistencia. Se trata, sin embargo, de una consistencia engañosa, o si se prefiere, se trata de un sacrificio simulado que pavimenta su ascenso al cielo de la “Gran Poesía” nacional.

En tal caso, la pregunta que se nos impone sería esta: ¿hasta qué punto el simulacro de sacrificio movilizado por su poética funciona como catecón que contiene y transmuta la negatividad asociada con el flagelo dictatorial en un canto que anuncia un porvenir luminoso? Lo que está en juego en esto, y en toda la ineludible “grandeza” de la poesía de Zurita es, precisamente, la dimensión teológico-poética que complementa a la revolución neoliberal realizada durante el régimen militar e institucionalizada durante la infinita transición a la democracia: ¿hasta qué punto esta teología-poética del dolor y del martirio, pero también de la esperanza y del amor, es complementaria de la teología-política que posibilita el nuevo orden constitucional en el país?

         Así, la temporalidad del poema-Zurita supera dialécticamente la tragedia asociada con el golpe y la transforma en la energía que moviliza un canto natural, pastoral y mesiánico. Se trata de una negatividad en reserva, esto es, subsumida a la filosofía de la historia del capital, que parece interrumpir las gramáticas del poder, pero solo para restituirlas en una síntesis mayor, que recupera el proyecto de la “Gran Poesía” nacional y lo expone como suplemento del excepcionalismo jurídico chileno. Permítasenos citar los primeros y últimos versos del canto VIII de su Pastoral:

 

Despiértate, despiértate y mira al que ha llegado

despiértate y mira como han reverdecido los pastos

ellos no volverán a secarse ni crecerá la zarza

ni se mecerán sus aviones bajo nuestro cielo […]

 

Entonces despiértate, despiértate riendo que has llegado

Despiértate y desata las cadenas que te tenían atada

ya no volverás a cargarlas

ni llevarás más sobre tu cuello el peso de la vergüenza

Porque nuevamente nos hemos visto

y Chile entero se ha levantado para mirarte

¡hija de mi patria! (Raúl Zurita, 2006:116)[11]

 

Así, mediante la yuxtaposición de una escena amorosa sobre el fondo opaco de la vida castigada por la represión militar, surge el anuncio de una nueva vida reconstituida en el despertar desde la tragedia. La catástrofe nacional evidenciada con el golpe queda convertida en un sueño que el poeta más que inducir, como en la clásica metáfora órfica, está llamado a despabilar. Despertar de la pesadilla es el objetivo propuesto en estas líneas, cuyo mandato final es la reconciliación con la amada y con la patria. Por eso advertíamos de una negatividad en reserva, porque el canto zuritano que interrumpe la pesadilla opera, finalmente, como traducción de la negatividad

de la experiencia a un programa teológico-poético donde se recupera la “Gran Poesía” nacional, junto con la historia “excepcional” de la república. Sin embargo, si la crítica de Bataille al problema de la muerte y el sacrificio en Hegel apuntaba a las astucias del filósofo para evadirse de la experiencia radical de la negatividad, superándola en un gesto dialéctico conocido como aufheben, bien podríamos decir que Zurita es un poeta cuasi-hegeliano pues la dialéctica que moviliza sus cantos, más allá de sus juegos gramaticales y sintácticos, es precisamente aquella que permite superar, desde el simulacro de la tortura y la devastación, la desgarrada situación de la comunidad nacional. En este sentido, nada importa que tan real hayan sido sus auto-inmolaciones pues siguen estando articuladas a la biografía de un yo poético auto-referencial y siguen apelando a un por-venir redimido y fundado en la reconciliación. El sacrificio del poeta-Cristo sublima la violencia ejercida sobre el pueblo de Chile, en nombre de una tierra prometida que ha sido anunciada y santificada con la sangre del cordero. (George Batallie, 2008:283-309)[12]

 

 

Poesía, filosofía, universidad

 

         Otra cosa es lo que plantea Patricio Marchant con su lectura del golpe de Estado de 1973 como un golpe a la lengua. Para él, precisamente es este suceso el que, más que inaugurar una nueva etapa en la historia nacional, marca el declive sin retorno de, quizás, la última posibilidad de hacer coincidir la escritura americana con su política. El carácter “devastador” del golpe habría tenido que ver, entonces, no con una supuesta acontecimentalidad que inaugurase un nuevo periodo, inédito, en la historia de Chile, sino con su condición de pliegue inscrito en el plexo de la historia regional. Así, el golpe como repetición y catástrofe desoculta una temporalidad distinta de aquella que marca el acaecer cotidiano e irreflexivo de aquellos que precipitaron su ocurrencia y de aquellos que festejan el supuesto retorno de la democracia. Marchant lee el poema nacional (particularmente a Mistral y, luego, a Neruda) como indicación de un tiempo distinto al tiempo circular del capital, un tiempo de duelo y “desolación”:

 

Sobrevivientes de la derrota de la única gran experiencia ético-política de la historia nacional –aquella que se condensa, se revela y se oculta en el misterio de la palabra “compañero”- contemplamos, lejanos, una

historia, la de ahora, que, si bien continuamos a soportar, no nos pertenece, pertenece, ella, a los vencedores del 73 y del 89: los mismos y otros (ingenuos, demasiado realistas o cínicos) apoyados, es cierto, todos ellos, por un pueblo, ante todo, agotado. Otra historia, sin embargo, no nos es del todo ajena: poesía chilena, su nombre. Historia, ésta que se mueve a otro nivel –que el nivel- superficial es ese nivel- de la que, ahora, se presenta como “historia “real” u oficial”. Y de la poesía chilena, descubrimiento, en estos años, de la poesía mistraliana: como si ésta hubiera necesitado de la catástrofe nacional para comenzar a ser entendida, en tanto ella –en primer, indiscutido lugar- nos entrega, y así es, los elementos para comenzar esta tarea ineludible: el comentario –en todos los ámbitos de la estancia nacional- de nuestra catástrofe. (Patricio Marchant, 2000:213-214)

 

Marchant, tanto es su libro sobre Mistral como en sus ensayos compilados bajo el título Escritura y temblor, traza una imbricación fundamental entre universidad, filosofía y poesía desde el punto de vista del pensamiento. Y aun cuando su lectura de la poesía chilena está enmarcada por sus referencias a la tradición cristiana (desde El retablo de Isenheim de Matthias Grünewald hasta su interpretación de El evangelio según San Marcos de Borges, o el poema La cruz de Nicanor Parra), cabe señalar aquí una diferencia fundamental con el catolicismo de Zurita. Para Marchant, la escena sacrificial remite a un origen sin origen que desoculta, a su vez, la condición desterrada y caída del habitar humano, un habitar que no se resolvería, graciosa o cínicamente, con la transición (pues los vencedores del 73 son equivalentes a los del 89). Se trata, por el contrario, de una condición histórico-ontológica decisiva, que marca la orientación pagana de su interpretación de la historia latinoamericana; un paganismo, por otro lado, impensable desde la poética bautismal de Zurita que tiende a restituir “el curso normal de la historia” con la promesa de un momento de reconciliación y re-encuentro que nos aguarda más allá de la deriva y del destierro. En este sentido, el de Zurita es un regreso distinto al de Mistral, no un regreso que nos ve advenir desnudos ante nuestro dueño, manchados como el cordero, de matorrales, gredas, caminos, sino un retorno ufano, pletórico de reconciliación y amor, seguro de sí e insoportablemente optimista.

         En efecto, a través de sus referencias a la escena psicoanalítica húngara y francesa, Marchant concibe la figura del árbol en Mistral como indicación de una cuestión mayor relativa al histórico habitar de los pueblos americanos, huérfanos de tierra y madre, arrojados al mundo y condenados a la des-posesión de una lengua que, en su condición de préstamo y don, los obliga a la permanente elaboración de su forma de ser in-auténtica. Se trata de una forma de estar más que de Ser, donde la ontología clásica y atributiva da paso a la

impropiedad y a la temporariedad constitutiva del ser como siendo-ya-siempre-en-el-mundo-con-otros. Así, la poesía para Marchant funciona como un lugar de inteligibilidad de la condición hispanoamericana, una condición marcada por la violencia (desde la Conquista hasta el Golpe y la transición) y su reiteración. Es esa violencia reiterada la que caracteriza a la historia continental como catástrofe, una catástrofe que el golpe no inaugura sino que hace, nuevamente, evidente. Sin embargo, no se trata, otra vez, de una condición privativa de lo americano, pues Marchant sabe de sobra dos cosas: la profunda complicidad entre los pueblos de la orilla “oscura” del mediterráneo, hijos del limo y del desierto, con los pueblos americanos (de ahí sus referencias a Edmond Jabès y su marranismo soterrado); y sabe que Europa se hace llamar civilización mediante el forzamiento atributivo de su historia, una historia también configurada violentamente, pero blanqueada por un cierto “racismo espiritual”. (Patricio Marchant, 2000: 371-414) [13]

         Tampoco hay fonocentrismo en su interpretación de la Unidad Popular, como si durante el gobierno de Salvador Allende hubiese existido una correspondencia absoluta entre el pueblo y sus nombres; por el contrario, el estatus de “única gran experiencia ético-política” asignada a este periodo tendría que ver con su carácter realmente excepcional en relación a la historia chilena y continental, una historia caracterizada por estados de excepción e intervenciones militares permanentes, sobre el fondo acumulado del genocidio indígena y de la mestización forzada.

         Entonces, su recurrencia al poema tiene que ver con dos cosas fundamentales: su necesidad de entreverarse con la poesía chilena, don de la lengua y manifestación de nuestro histórico habitar; pero también, su necesidad de resistir los saberes epocales que, demasiado inscritos en el programa “técnico-universitario”, no pueden esconder el optimismo superficial que los lleva a entender el golpe y la dictadura como un breve paréntesis, una interrupción menor en la larga historia republicana del país. De ahí entonces que Marchant distinga entre un tiempo poético relativo al habitar latinoamericano y un tiempo marcado por el predominio de la habladuría (das Gerede) transicional, un habla sometida a la espacialización de la temporalidad consagrada con la transición y la globalización.

         Por otro lado, si el golpe funcionó como un interdicto de la lengua pública, como una expropiación de la fiesta asociada con la Unidad Popular, también marcó un cierto silencio y una cierta improductividad en su trabajo, silencio éste que dará paso a su “obra” principal, Sobre árboles y madres (1984); “obra” que será confirmada y continuada por la serie de ensayos compilados en Escritura y temblor, dedicados al problema del mestizaje, de la lengua, de la universidad y de la necesidad de fundar un departamento de filosofía abocado a “pensar lo simple”, esto es, a pensar el poema latinoamericano más allá de los modelos curriculares asociados con el

historicismo y con el neokantismo. En este sentido, el postulado crítico de Marchant, su definición del deber del intelectual negativo, consiste en oponer la lectura reflexiva del poema al predomino del nihilismo universitario (complementario del nihilismo de la globalización-transición), precisamente porque dicho nihilismo universitario está configurado por la traducción de toda lengua madre a la lengua universal-universitaria, en cuanto saber técnico y programático. Exigencia entonces de pensar la poesía y de cuestionar no solo la lectura simbólico-identitaria de la Literatura (su distancia con Jorge Guzmán), sino también la disposición disciplinaria de la Universidad, y en ella, de la Facultad de Humanidades y del Departamento de Filosofía, demasiado abocado a “los grandes autores y sus obras fundamentales”:

 

Y son esas exigencias: con o como el trabajo teórico europeo, verdadero trabajo y no ideologías, el trabajo de nuestro tiempo, pensar lo que es primeramente real para nosotros: el español, nuestra lengua, y Latinoamérica; y, como chilenos, pensar la poesía chilena, poesía conceptual como pocas, regalo para el pensar, que en ella se encuentran las ideas que en vano se buscarán en los escritos de los profesores latinoamericanos de filosofía. (Patricio Marchant, 2009:108)[14]

 

Habría que señalar, sin embargo, que este proyecto de volver a conectar filosofía y poema, poesía e historia, queda esbozado en su trabajo acotado a la Mistral, con algunas sugerencias generales a Neruda, Zurita y Parra, pero sin un desarrollo sustantivo pues la muerte anticipó el desarrollo de un pensamiento que se mostraba ya en toda su singularidad, muerte ocurrida ad portas de la transición, como confirmación irónica de un divorcio entre el tono reflexivo de su lectura y el predominio generalizado de la habalduría trasicional que escribe el poema institucional en la actualidad. Por otro lado, el mismo Marchant cuenta, en una indicación autográfica central en Sobre árboles y madres, cómo esta tarea, la de entreverarse con la poesía chilena, le habría sido donada por su profesor Louis-Bertrand Geiger:

 

Y, aquí, necesidad de la inserción de un recuerdo personal: Montreal, 1962, mi primer maestro de filosofía, Louis-Bertrand Geiger, neotomista y sacerdote –todo en todo, diría Groddeck. Sus palabras: “Su deber es estudiar lo que es grande en su patria, la poesía chilena”. Regalo de un deber, de una exigencia, de una fiesta que desprecié durante más de quince años de vida universitaria...(2009:121)

 

Sin embargo, Marchant todavía pretende estudiar la “Gran Poesía” chilena, lo que ésta tiene de “Grande”, su nombrar y su forma de conceptualizar lo latinoamericano. Aquí yace, para nosotros, una paradoja, pues no estamos hablando de una lectura sistemática y formalmente depurada (¿pensar lo simple en lo grande?), sino de un pensar históricamente situado, esto es, inscrito como proyecto y como demanda en una batalla bastante precisa por el destino de la universidad. Se trata, en otras palabras, de una serie de intervenciones dirigidas contra el Discurso Crítico-Literario, pero también, contra el Discurso Universitario, en vistas a una nueva universidad, es decir, a una nueva relación con el poema y con su don: “nuestro” habitar y pensar. Aun así, necesidad de reparar en esta valoración naturalizada: Marchant cuestiona las lecturas convencionales de la “Gran Poesía” chilena y latinoamericana, sin cuestionar suficientemente lo que le daría a ésta su “grandeza”; cuestiona, en otras palabras, a la crítica literaria y a la filosofía universitaria por no estar a la altura del poema. La cuestión de fondo, en última instancia, es su llamado a desarrollar un pensamiento latinoamericano, una filosofía concernida no con la repetición formal e irreflexiva del curriculum universitario de moda, sino con la especificidad histórica de un pensar que se manifiesta de manera privilegiada en la escritura americana, y en esta escritura, en los grandes poetas. Como si la relación entre poesía y filosofía, cuyo momento de consagración se encuentra en el trabajo de Martin Heidegger sobre los grandes poetas europeos, fuese una relación natural, de copertenencia y co-implicación.

         La paradoja de esta formulación, para decirlo un tanto esquemáticamente, consiste en el intento de entreverarse reflexivamente, más allá del logocentrismo, con la poesía latinoamericana ascendida a la condición de logos sustituto, como si el poema fuese una prótesis del origen sin origen de lo americano. No tenemos filosofía, miseria de los departamentos de filosofía y de los filósofos profesionales de este lado del mundo, pero tenemos escritura, poesía. Necesitamos entonces cuestionar dos cosas de este trabajo fundamental; por un lado, el alcance de la homologación entre la “Gran Poesía” latinoamericana y la escritura mestiza como clave de acceso a “nuestra” forma de  estar-en-el-mundo (deber de estudiar “nuestra lengua”, el español americano); pero, por otro lado, necesitamos interrogar la relación naturalizada de copertenencia entre filosofía y poesía, toda vez que lo que se juega en dicha copertenencia es una habilitación, aparentemente todavía logocéntrica de lo no-europeo.

 

 

El monolingüismo del otro

 

         En una reciente e insoslayable crítica a Marchant en la que se problematiza la imbricación entre poesía, lengua e “identidad”, tan decisiva para su trabajo, Andrés Ajens señala como éste tiende a olvidar que el español latinoamericano más allá de ser una lengua mestiza y alterada por el histórico acaecer continental, es también una lengua hegemónica que adquiere preponderancia gracias al olvido y a la negación de otros pueblos y otras lenguas que no solo no han sido traducidas-asimiladas al castellano criollo, sino que prueban irrefutablemente una heterogeneidad radical ya no sólo con respecto al poema de la ley y su constitución, sino con respecto a la misma noción, todavía castiza, de poema en Marchant:

 

Latinoamérica se habla en castellano, (pero) en castellano latinoamericano [dice Ajens refiriéndose a las afirmaciones de Marchant]. Por lo cual, si un aguayo se habla en quechua y/o aymara, por caso, ¿vamos a decir que en tal textil ya no (se) habla Latinoamérica? ¿O habría que decir que en tal entrelugar la identificación latinoamericana se hace trizas, falla o fracasa? ¿O aun vamos a estirar infinitamente el cliché náhuatl, haciendo entrar toda diferencia por venir al container latinoamericanista, sin puesta en cuestión y en juego de la identificación tal? (Andrés Ajens, 2011:135)[15]

 

La pregunta es muy pertinente porque abre el poema a una confrontación radical con la heterogeneidad latinoamericana. Mejor aún, reconceptualiza el poema más allá del castellano latinoamericano, para mostrarlo como una posibilidad-imposibilidad articulada en el umbral de toda lengua, pues toda lengua es siempre movimiento y resistencia, devenir contaminado de sentidos que no pueden ser resueltos con la teoría omniabarcante de la mestización lingüística con la que Marchant leería a Neruda y a Mistral. El poema estalla, acaece ya estallado y astillado, una vez rota la lengua de cristal, después de la invención de América, y Ajens no intenta encontrar el origen sagrado e incontaminado del poema latinoamericano, sino mostrarlo como efecto inanticipable de cruces y poblamientos múltiples que materializan la noción de habitar en Marchant, sin caer en la reivindicación de una sospechosa etno-poesía que le devolviera el sagrado fuego a los dioses de un multiculturalismo decolonial y ramplón que hoy está de moda. Lo que Ajens hace posible es, precisamente, una interrogación de la hibrides salvaje latinoamericana y de la

cuestión indígena si se quiere, sin la necesidad de restituir el ídolo del origen y la autenticidad que caracteriza al enfoque decolonial contemporáneo.[16]

En tal caso, no se trata de leer el aguayo quechua-aymara o aymara-quechua desde un indigenismo tradicional, sino de problematizar los límites del castellano latinoamericano, distintivo todavía de la “Gran Poesía” nacional, pues estos límites serían contraproducentes para el núcleo de la lectura marchantiana. Junto con esto, se trata de abrir la misma definición de poema más allá de la heredada noción de literatura con la que todavía se circunscribe, valora y organiza el canon latinoamericano, pero no para incluir las textualidades-oralidades indígenas en el archivo latinoamericanista, realizando así la fantasía de una representación transparente, fundamentada en la ideología del archivo total, sino para cuestionar la misma relación entre lengua y experiencia poética más allá de la organización categorial del pensamiento universitario:

 

Ahora bien [continúa Ajens], en este castellano, en este castellano latino o hispanoamericano en que se habla Latinoamérica –no sólo lo dice Marchant, también Mistral y Neruda, Mitral que desaconseja alfabetizar en quechua o aprender quechua porque, según ella, no era lengua apta para la vida moderna, ni Neruda, ¿cómo olvidar?, que pensaba, escribía, que los conquistadores españoles se habían llevado el oro, los lingotes, pero nos habían dejado el oro, la lengua, la lengua castellana en que se habla Latinoamérica –¿de qué mestizaje, de que escritura mestiza se habla? (2011:134)[17]

 

Es en este plano donde se juega lo más decisivo de la intervención de Ajens, no solo, quisiéramos creer, en la observación sobre el límite del castellano criollo, ni en la recuperación de las expresiones (orales, escritas, etílicas, figurativas) poéticas del Aconcagua o del Nazca, sino en la posibilidad de radicalizar sus preguntas, más allá de la denuncia al imperialismo lingüístico de “la” Mistral o Neruda, y pensar el poema como estallido de la lengua, esto es, como desarticulación radical de la organización categorial de la experiencia. Pues aquí es donde habría que llevar el programa marchantiano de un pensamiento latinoamericano concernido con su histórico habitar, no a la reivindicación del valor de su poesía, de su “Gran Poesía” si se quiere, sino a la interrogación de la disposición categorial-temporal del lenguaje como traducción, siempre en fracaso, de la experiencia. En este sentido, dos son los niveles en que se inscribe la sugerente observación de Ajens: por un lado, la negligente falta de oído en Mistral, Neruda y Marchant, para escuchar lo que se juega y lo que se pierde en el español mestizo iberoamericano considerado

como “recurso natural para la expresión americana”; por otro lado, necesidad de extremar la interrogación marchantiana dirigida a la relación entre poema y universidad, cuestionando radicalmente una cierta actitud natural con respecto a la “Gran Poesía” chilena. Es el segundo de estos puntos el que más nos interesa.

         Lo que  la interrogación de Ajens hace posible es, precisamente, una des-naturalización de la relación entre poesía y pensamiento latinoamericano, haciendo evidente, a la vez, cómo cierta filosofía de la historia, confirmada por la “Gran Poesía” latinoamericana, seguiría operando en el trabajo de Marchant, inadvertidamente. En otras palabras, lo de Ajens no apunta a una crítica de la lectura filosofante del poema, à la Badiou, sino a un cuestionamiento de las formas en que el mismo concepto de poesía latinoamericana tiende a violentar, porque traduce a una relación lineal y categorial, la condición heteróclita del “poema” indígena. Sin embargo, resulta bastante discutible sostener que el proyecto marchantiano coincida con la agenda estatal modernizadora latinoamericana asociada con el programa asimilacionista y con la ideología del mestizaje, una ideología que en América Latina ha funcionado bajo nociones tales como raza iberoamericana, raza cósmica o identidad nacional. Lo que en Marchant queda suspendido en una vacilación problemática, pareciera adquirir el carácter de afirmación contundente en la lectura que Ajens le adjudica.

         A pesar de esto, las observaciones de Ajens no pierden pertinencia ya que el “monolingüismo del otro” tiende a ser un síntoma de la condición espiritual de la “Gran Poesía” occidental. Es decir, lo que se abre en esta discusión es relevante para nuestro propio interrogar, pues, si es cierto que el golpe sanciona un divorcio insalvable entre poesía y filosofía de la historia (fin del Long Poem como canto confirmatorio del excepcionalismo jurídico, liberal-republicano, lugar en que la Constitución de 1980 aparecería como el último gran poema nacional en su propia auto-disolución), también es cierto que las observaciones de Ajens muestran la imbricación entre la poesía chilena y latinoamericana, y la filosofía de la historia asociada con el progresismo liberal y el excepcionalismo jurídico, ya desde la misma invención de América y no solo desde el golpe, como efectos de una narración interesada, alimentada no por una falsa conciencia ideológica o un interés político criollo de integración y asimilación de las diferencias, sino por un logocentrismo que inscribe sus determinantes en un nivel aún más decisivo.

         Así como la relación entre esa concepción, todavía, espiritual del poema y el “monolingüismo del otro” marca la relación problemática, generosa y reflexiva, pero crítica, que Derrida desarrolla con el legado de Heidegger, así mismo habría que entender el espacio que se abre con las observaciones de Ajens a la predilección de Marchant por el español iberoamericano, y su

“irreflexiva” asunción de la riqueza o del “valor” de la poesía conceptual chilena.[18]

         Por otro lado, las observaciones de Ajens, aunque “poemáticas”, no se hacen en términos sustantivos, esto es, desde una tradición “alternativa” a la hispanoamericana, como si lo suyo fuese un ejercicio de recuperación del canto a los dioses andinos, olvidados por el poema cristiano. Su libro fracasa, triunfa porque fracasa, es decir, contiene el fracaso como momento decisivo de su planteamiento, un planteamiento que no puede ser convertido en teoría, en narrativa, en idea, en la medida en que, en cuanto planteamiento, habita un entre-lugar incómodo y tumultuoso, donde se cruzan énfasis y acentos, derivaciones y desusos que exceden la pretensión de unidad de toda lengua (Derrida: la deconstrucción es la constatación de que siempre hay más que una lengua, más de una). De una u otra forma, con su problematización del “poema”, se complejiza la relación entre lengua y temporalidad, hasta el punto en que ya no es posible sostener la copertenencia entre poesía y filosofía en los términos heideggerianos de Marchant.

 

 

El estatuto poético de la filosofía

 

         Entonces, se trata de repensar la relación naturalizada entre poesía y filosofía, tarea para la cual se hace ineludible entreverarnos con la crítica a la edad de los poetas de Alain Badiou, por todo lo que nos dice sobre las limitaciones del horizonte de pensamiento abierto por Martin Heidegger, y por todo lo que nos atañe de ese entuerto, acá, donde pensamos el estatuto filosófico del poema en el contexto de una disolución radical del vínculo entre el poema de la ley y la ley del poema, es decir, del vínculo que ha hecho del poema un recurso confirmatorio de la filosofía de la historia del capital, ya sea en su versión progresista, ya sea en su versión liberacionista.

         Badiou comienza su crítica constatando un cierto agotamiento de la poesía para dar cuenta de la complejidad del mundo, de la multiplicidad qua ser. La edad de los poetas sería propiamente moderna y estaría articulada por ciertos acontecimientos fundamentales que marcarían tanto su emergencia como su declive final: la Revolución francesa, la Revolución industrial, la Comuna de París y el Holocausto. En torno a estos eventos históricos surge una cierta poesía “filosófica”, concernida con el destino del ser y con las condiciones de su habitar en un mundo abandonado por los dioses. De ahí entonces el llamado giro heideggeriano (die Kehre), giro que se habría

producido en los años 1930, una vez constatado el fracaso de su hermenéutica radical del Dasein, para buscar refugio en la poesía como sustituto de la filosofía. Así, los grandes nombres de la tradición filosófica serían reemplazados en el texto heideggeriano por los grandes nombres de la poesía (Hölderlin, Rilke, Trakl, Celan), pues con ellos sería posible pensar la condición “sin medida” (sin dioses) del Dasein del hombre, en un contexto marcado por el predominio de la técnica como realización del destino metafísico de Occidente.

         Elfin de la filosofía, en su versión heideggeriana, coincidiría, según Badiou, con el reemplazo de las problemáticas propiamente filosóficas por aquellas relativas a un nombrar misterioso y experimental, donde la lengua se pone a prueba como tentativa exploración de los laberintos de la existencia desarraigada del ser, pues es el ser el que habla a través del lenguaje y no el hombre como sujeto soberano del sentido. De hecho, Badiou presenta la edad de los poetas como si se tratara de una repetición del momento pre-platónico y sofístico en que la mímesis poética desplazaba los rigores del concepto. Así, mediante un canon bastante singular, configurado por siete nombres de innegable relevancia (Hölderlin, Mallarmé, Rimbaud, Trakl, Pessoa, Mandelstam y Celan), canon, por otro lado, que no coincide plenamente con las predilecciones de Heidegger (faltarían Stefan George, Rainer Maria Rilke y los clásicos), se nos indica que el paso desde Hölderlin, voz privilegiada de la romántica reacción a las asperezas del mundo moderno, hacia Celan, poeta del sufrimiento final y de la imposibilidad de dar cuenta del Holocausto (como si Celan realizara lo que está contenido en la esencia del poetizar de Hölderlin), es también el paso que marca no solo el fin de la edad de los poetas, sino la posibilidad de des-imbricar o, como diría el mismo Badiou, desuturar la relación entre filosofía y poesía:

 

Por eso la única crítica fundamental a Heidegger sería la siguiente: la edad de los poetas concluyó, es necesario desuturar también la filosofía de su condición poética. Lo que quiere decir: la desobjetivación, la desorientación no tienen porqué mantenerse hoy enunciadas en la metáfora poética. La desorientación es conceptualizable. (Alain Badiou, 1989:47)[19]

 

La filosofía tendría como objeto la multiplicidad del ser, cuestión que se hace pensable en determinadas situaciones. El arte, el amor, la política y la ciencia serían así condiciones generales para la filosofía, y en cuanto condiciones, en ellas se haría inteligible el problema de la multiplicidad. Sin embargo, la relación entre filosofía y sus condiciones es extremadamente compleja

producto de una cierta negligencia que opera como olvido del rigor filosófico (rigor, todo él, platónico) y como reducción de la filosofía a alguna de estas condiciones. Esta reducción sería equivalente a una sutura, y entre algunas suturas históricas ejemplares, Badiou menciona el marxismo histórico (sutura política de la filosofía), el positivismo (sutura científica de la filosofía) y el pensamiento heideggeriano convertido en una nueva sofística (sutura poética de la filosofía). La tarea filosófica se vería entorpecida, entonces, al ser determinada por las problemáticas “regionales” emergidas desde sus “condiciones”, cuestión que impide pensar la relación entre ser y acontecimiento como irrupción de una multiplicidad que cambia la inscripción de lo real.

         Badiou, sin embargo, apunta no sólo a este problema lógico-ontológico relativo a la necesaria autonomía-heteronomía de la filosofía y sus condiciones, sino que también señala una cierta clausura empírica del poema relativa al agotamiento de nombrar poético, nombrar metafórico y figurativo después del Holocausto (ironía de su similitud con el decir de Adorno), y que se haría explícito en el encuentro entre Celan, el poeta judío de la catástrofe, y Heidegger, el filósofo nacional-socialista alemán. Pues sería este encuentro o desencuentro el que habría hecho evidente la imposibilidad de mantener la relación, manifiesta en el estallido del poema celaniano y en el “vergonzoso” silencio heideggeriano, entre el nombrar poético y la aspiración del filosofar. De ahí entonces la importancia de las matemáticas contemporáneas, pues en ellas, en cuanto interrogación radical del ser (ciencia del ser-en-tanto-que-ser), se habría avanzado más allá de la sublimidad de la poesía. En otras palabras, Badiou recurre al matema como superación del poema, esto es, a la asidua labor de las matemáticas contemporáneas (especialmente a la teoría de conjuntos), para trascender el “giro lingüístico” y, junto con él, la teoría del límite y de lo “innombrable”.[20]

         En efecto, en una “línea” que va desde Cantor y Gödel a Cohen, las matemáticas habrían avanzado más allá de la sublime experiencia de lo innombrable, haciendo posible, sin caer en las paradojas de la representación, una concepción radical de la multiplicidad, pensable, nombrable, según situaciones específicas, es decir, conceptualizable. Gracias a esto, es posible percibir el carácter fuertemente secularizador de la concepción matemática de la filosofía en Badiou, una secularización que exhorta al misterio de la poesía a dar paso a la claridad del concepto (el desastre blanchotiano se escribiría entonces con números).

Sin embargo, ¿son las matemáticas una expresión ontológica en sí, o un derivado de la ciencia en cuanto condición de la misma filosofía? Este es un problema delicado, pues si las matemáticas son el lenguaje del ser, entonces no da lo mismo pensar las matemáticas como filosofía que pensarlas como ciencia. En el primer caso, las matemáticas, más que la poesía, y en plena

sintonía con un cierto “cabalismo” soterrado, prometerían un mejor acceso a la multiplicidad del ser en tanto que ser, como si hubiésemos reemplazado el alemán como única lengua metafísica moderna por los axiomas del platonismo numérico contemporáneo. En el segundo caso, Badiou estaría sustituyendo la sutura poética de la filosofía por una sutura cientificista de nuevo cuño.[21] 

         Como sea, la afirmación respecto al fin de la sutura poética de la filosofía tiene un carácter ontológico y no historicista. Badiou piensa las matemáticas como un lugar donde la multiplicidad del ser no es solo pensable, sino conceptualizable, de lo que se deriva una nueva expulsión de los poetas desde La república (de ahí su reciente versión de La república de Platón). La desuturación de la filosofía desde la poesía, en nombre de las matemáticas, es entonces, también una política muy precisa, una política de la universalidad y de la inteligibilidad del concepto, más allá de la ficción, de la imagen y del relato:

 

La filosofía quiere y debe establecerse en ese punto sustractivo en que el lenguaje se ordena en el pensamiento sin el prestigio ni las suscitaciones de la imagen, de la ficción y del relato; donde el principio de la intensidad amorosa, se desliga de la alteridad del objeto y se sostiene de la ley de lo Mismo; donde el esclarecimiento del Principio pacifica la violencia ciega que la matemática asume en sus axiomas y en sus hipótesis; donde, en fin, lo colectivo es representado en su símbolo, y no en lo real excesivo de las situaciones políticas. (Alain Badiou, 2002:90-91)

 

De lo contrario, la filosofía volverá a quedar suturada y funcionalizada como argumento para una nueva onto-política. La política de Badiou, en cualquier caso, pareciera oscilar ella misma entre una restitución del sujeto (constituido en su lealtad al evento), cuestión que exaspera el horizonte impolítico del pensamiento filosófico contemporáneo, y la política de la filosofía, esto es, una política interesada en una multiplicidad que siempre resulta excesiva (y substractiva, como diría François Wahl), con respecto a cualquiera de sus posibles suturas.(2002:7-47)[22] Es esto último lo que le salvaría de ser simplemente un profeta tardomodernista de la voluntad y del sujeto soberano, sin poder evitar que su trabajo sirva, a la vez, para fomentar suturas militantes en el ámbito político y universitario. Pero ahí, la crítica debería estar dirigida a sus usos y no a la compleja arquitectura de su pensamiento. Nosotros, sin embargo, quisiéramos repensar la relación entre poesía y filosofía en el contexto del golpe y de lo que éste implicó para Chile y América Latina,

manteniendo en suspenso la desuturación, interrogándola desde una concepción alternativa del poema y del pensar que parecen ser desapercibidas por el argumento secularizador de Badiou.

En concreto, aun cuando pensamos que el golpe habría mostrado la articulación entre Historia y Poema como una impostación abastecida por la filosofía de la historia del capital, eso no nos obliga a desechar el estatuto reflexivo del poema en nombre de una universalidad axiomática derivada de la teoría contemporánea de conjuntos como figuración numérica de la multiplicidad qua ser. Por el contrario, al abandonar dicha homologación, el mismo poema estalla (y con él, la “Gran Poesía chilena”, su lengua de cristal) haciéndose evidente que dicha multiplicidad es la condición misma de una historia ya no sobre-codificada filosóficamente ni remitida a la hipótesis del Dicchtung como nombrar esencial.

 

 

 

El coraje del poema

 

         Algo similar observa Lacoue-Labarthe en su texto, “Poesía, filosofía, política”. (Philippe Lacoue-Labarthe, 2007: 29-48) [23] En él se hacen una serie de precisiones relativas a la justeza y a la justicia deldictum terminal de Badiou, pues, según su autor, lo primero que habría que advertir es la concepción restringida de poesía y de filosofía que comanda la crítica realizada por el  autor de El ser y el acontecimiento. En efecto, su versión platónica de la filosofía resulta unilateral y negligente no solo para determinar el estatus del pensamiento heideggeriano, sino también el horizonte crítico inaugurado con Kant como primer filósofo que, mediante una anamnesis rigurosa, recupera la metafísica ab initio para someterla a una crítica bastante particular. Si el poema, en cuanto relación a la experiencia más allá de su reducción categorial, apunta al imponderable efecto de lo sublime en la arquitectónica kantiana –un imponderable sometido al tribunal del juicio y subordinado al predomino de la razón, pero siempre indeterminable y listo para ser llamado a terreno por la filosofía post-kantiana-, la discordancia entre los poetas heideggerianos y los poetas preferidos por Badiou sintomatizaría la reducción de la poesía a una de sus versiones modernas, olvidando, entre otras cosas, a los poetas clásicos y, junto con ello, la tensión entre el Idealismo alemán y el Romanticismo, cuestión que llevaría a  Badiou a exagerar el gesto anti-poético del mismo Platón, para encontrar un digno fundamento de sus

sospechas con respecto al heideggerianismo francés. Es esa exageración, que va más allá del capítulo III de La república, la que convierte a la intervención de Badiou en un ultra-platonismo reactivo respecto del anti-platonismo que va desde Nietzsche a Deleuze, y no le permite problematizar adecuadamente la subordinación hegeliana del arte y la tragedia al saber absoluto, al espíritu develado, cuestión que constituiría la sutura filosófica por excelencia del poema en la modernidad.

Por otro lado, mucho más podría decirse de la versión del giro heideggeriano entregada por Badiou, sobre todo con la publicación, en años recientes, de la Heidegger Gesamtausgabe, donde se redefine la amplitud del trabajo destructivo del alemán y la profunda relación entre las problemáticas de la facticidad, de la vida, de la analítica existenciaria del Dasein y del estatuto del poema en el contexto del nihilismo europeo. Sin embargo, incluso reconociendo ésta como una tarea indispensable, quisiéramos enfocarnos ahora en lo que Lacoue-Labarthe llama “la política” detrás de la desuturación de filosofía y poesía:

 

Es esto [nos dice Lacoue-Labarthe], consecuentemente, lo que me gustaría poner en juego aquí; la ligazón de la poesía, la filosofía y la política. No tanto para cuestionar el concepto de sutura, o de suturación, al que considero operante, sino porque me parece que la suturación al poema, tal y como la analiza Badiou, como también la desuturación (platónica, por ejemplo), no concierne exactamente a la poesía; y menos a la poesía en su exigencia estrictamente moderna. (2007:36)

 

Lo que se juega en esta precisión es un mal entendido que, no solo en Heidegger sino en la versión que el mismo Badiou entrega del alemán, sigue confundiendo el acaecer histórico del poema con la construcción filosófica del mito. Lo que Badiou identifica como sutura entre poesía y filosofía, en otras palabras, no le alcanza para identificar correctamente el pensamiento inherente a la misma poesía, pues la poesía piensa a pesar de que sea la filosofía la que declare un cierto monopolio sobre el pensar, y a pesar de que sea esta misma filosofía la que recurra al poema para encontrar un mito alternativo del origen (un logos sustituto). Por otro lado, tampoco Badiou alcanza a entender la exigencia de la poesía moderna, exigencia que, según Lacoue-Labarthe, tendría que ver con nombrar la imposibilidad de absoluto, resistiéndose así a dar el paso romántico por excelencia, esto es, el constituirse como lengua en la que se habla la totalidad sin fisuras. El poema moderno, su exigencia, es esa totalidad imposible, y en tanto nombre de esa imposibilidad,

es el lugar de una tensión, toda ella política, con cualquier intento de suturación del poema a la filosofía de la historia, ya sea la funcionalización lingüística de los románticos, la remisión estetizante o religiosa de Schelling, la inclusión dialéctica de Hegel o su conversión en sentencia originaria del ser. 

         Es aquí donde la crítica de Badiou a Heidegger resulta demasiado “blanda”, pues, según Lacoue-Labarthe, aparte de las imprecisiones señaladas, lo que se juega en la confusión entre poema y mito es el lugar que la mitopoesis ocupa en el pensamiento postkantiano y en el mismo Heidegger. Badiou no alcanza a comprender el silencio heideggeriano frente a Celan más allá de un fin “vergonzoso” de la filosofía, un fin de lo que la filosofía tendría que decirle al poeta; pero lo que estaría en juego allí, sería precisamente la apelación paradojal de Heidegger al poema, una apelación que Lacoue-Labarthe considera parte de una tradición onto-mitológica que deriva en un cierto “nacional-esteticismo”. Así, el carácter contundente del gesto rupturista propiciado por Badiou solo alcanza a llamar la atención sobre la ligazón entre poesía, filosofía y política, pero termina siendo contraproducente pues impide avanzar en un programa crítico-deconstructivo de ese nacional-esteticismo y de su consiguiente onto-mitología, en cuanto política, errada indudablemente, que marcaría el horizonte poético y filosófico moderno. De ahí la desconfianza con el programa refundacional heideggeriano (y con el privilegio del Alemán y su secreto vínculo con el nombrar originario), pues Lacoue-Labarthe no se cansa de habitar el horizonte de pensamiento abierto por el filósofo alemán, pero de manera deconstructiva, mostrando las paradojas de su retiro desde la metafísica del sujeto y su política todavía adscrita a la problemática del espíritu (su delicado monolingüismo), cuestión evidenciada para su generación, como para la nuestra, por los indispensables trabajos de Jacques Derrida. De lo que se trata, en cierta medida, es de una crítica heideggeriana de Heidegger. Pero también se trata de un desplazamiento sutil del horizonte poético-filosófico articulado en los nombres Hölderlin-Heidegger, hacia una relectura, al hilo de la investigación benjaminiana, del romanticismo alemán, de su concepto de crítica y del atisbo central de Walter Benjamin sobre la prosa como poesía moderna, esto es, la prosa como convergencia de escritura y filosofía, como verdad del matema:

 

En todo caso [concluye Lacoue-Labarthe], siguiendo a Benjamin, el matema no es lo “matemático”; es el poema mismo, es decir, la prosa. ¿Porqué la filosofía, o lo que quede de ella, debería “desuturarse” si, por otra parte —aunque en el mismo movimiento— puede comprometer –como testimonia el primer Benjamin— una política diferente? ¿Y si la prosa –la poesía como prosa—, quizás aún hoy en día, resulta ser “una idea nueva en Europa”? (2007:48)

 

Gracias a estas observaciones podemos nosotros volver al problema que hemos ido tejiendo a lo largo de estas páginas. Problema que tendría que ver no con la novedad de una idea de poema que no pertenece a la tradición europea, a su fono-centrismo y a su racismo espiritual; sino, idea de poema que descoloca la misma diferencia ontológica entre Europa y América, para multiplicarla en una différance que se hace ostensible una vez que la determinación ontológica de la historia (la filosofía de la historia del capital), es confrontada desde una ontología salvaje y no atributiva, de-sujetada de cualquier jerarquía, diseminada en un ser sin SER, sin regreso y sin domicilio, habitando el exilio de los nombres que penden en el umbral de la imposible comunidad por venir. Si el golpe, más que inaugurar una nueva relación entre poesía y filosofía, más que ser un evento que las desutura a la una de la otra, no es sino un acaecer que desoculta como ficción la pretendida copertenencia de ambas, esto es, el destino poético de la filosofía y el decir filosófico de “la “Gran Poesía” americana. Si esto es así, lo que habría estallado no sería el poema, sino la lengua de cristal que insiste en convertirlo en una saga, un cantar pletórico, identitario, utópico, bautismal. Estalla el poema, pues acaece ya estallado, trizado o diseminado, como un phármakos que adultera todo logocentrismo y que se resiste, por eso, a toda filosofía de la historia que pretenda traducirlo, domesticarlo, dar cuenta de su existencia salvaje.

         Estas serían las condiciones preliminares, no cabe duda, para comenzar la lectura reflexiva del poema contemporáneo, en su exigencia propiamente pagana, de-sujetada de los dioses, “sin medida”; aleteando en el vacío de la existencia, sin recurrir a ningún nombrar ancestral, a ninguna progenie destacada. Aquí es donde habría que interrogar los objetos poéticos de Juan Luis Martínez, en especial su Poesía chilena (1978), constituida por la heteróclita reunión de unas banderitas chilenas, una bolsita de tierra del Valle central y los certificados de defunción de los “cuatro grandes poetas nacionales” (Neruda, Huidobro, De Rokha, Mistral), junto al de su padre. Pero, más aún, la urbanidad afectada y exiliada de Gonzalo Millán, la condición prosaica del verso de Elvira Hernández, y tantas otras figuraciones poemáticas del periodo (la tirana, la manoseada, lumpérica, etc.). Aquí es donde habría que repensar ese libro imposible que es La nueva novela de Juan Luis Martínez (1977), como suspensión de la traducción categorial de la experiencia, un vez que esta experiencia ya no puede ser devuelta a la organización poemática convencional, ni a la tradición de la “Gran Poesía” conceptual chilena, no por su falta de conceptualidad, sino por su resistencia a todo desciframiento teórico, crítico. En cuanto libro ilimitado, inscrito y escrito más allá de la captura del lenguaje por el texto, La nueva novela supondría una “nueva lógica del sentido”, ya nunca más reconciliable con la metafísica representación de la República chilena, pues tiene más de paradoja patafísica y de absurdo que de discurso pletórico y fundacional.[24] 

         En una nota a pie de página, en medio de un texto devastador de Sobre árboles y madres, Miguel Vicuña se pregunta por el silencio de Marchant en relación a este libro imposible de Martínez:

 

Causa extrañeza comprobar [apunta Vicuña] que una obra aparentemente tan atenta a la “nueva poesía chilena” como ÁRBOLES Y MADRES (téngase presente, por ejemplo, las referencias que contiene a la poesía de Raúl Zurita) no ofrezca ninguna mención del importante libro de Juan Luis Martínez, La nueva novela. Obra que en su título hace un guiño irónico al “nouveau roman”, bien que, en lo esencial, constituya una ex-posición de las paradojas poéticas de la literatura y del Libro, entendiendo a éste no sólo en relación con la mitología teológica del Libro, sino a la vez como Volumen en el que se configuran unos espacios “topológicos” en virtud de los cuales el Libro se exhibe en su presencia / ausencia. (Miguel Valderrama, 2012:13-41)[25]

 

Y esta pregunta complementa y anticipa, en cierta medida, las observaciones de Ajens en torno a la fijación de Marchant con una cierta poesía chilena, esa que abastece al mismo discurso del excepcionalismo chileno y que da pie a una reivindicación del destino poético de la patria. Pues si bien es cierto que Marchant no absolutiza ni lee convencionalmente a Gabriela Mistral, si es cierto que es la tensión entre violencia-violación y préstamo-don el cuadrante donde se inscribe su lectura, y si es esa violencia generadora la que destituye cualquier metafísica de la presencia relacionada con la herencia cultural y con el legado lingüístico de la Conquista y la devastación, todavía la pregunta por el fin del poema de la ley (el excepcionalismo jurídico nacional) y por el agotamiento de la ley del poema (el Long Poem criollo como confirmación del destino de América) resulta pertinente. Es decir, todavía es necesario interrogar el horizonte abierto por el fin de la hipótesis del Dichtung, pues lo que se deja ver ahí, lo que se nos da qué pensar, es el carácter salvaje de un habitar que se manifiesta heteróclitamente, sin la rienda ni el catecón de la “Gran filosofía occidental”, o de su sustituto, la “Gran Poesía” chilena y americana.

         La verdad del golpe, lo que su acaecer desoculta, es la ruina de la filosofía de la historia del capital (Conquista, colonización, emancipación, fundación republicana, pacificación, modernización, breves interrupciones, democratización, integración a la economía mundial), es “aquí” donde habría que leer el poema, como heteróclito acaecer que prolifera en un presente que no puede ser remitido a esa filosofía de la historia sin domesticarlo según la

operación categorial de la crítica convencional. Marchant dio un primer paso, indudablemente, en esta de-sujeción, pero la teología, como se sabe, es hoy “pequeña y fea”, y sin dejarse ver, por todas partes nos asecha.

 

 

Fayetteville, Septiembre 2013

[1] Este texto es una versión ligeramente modificada del capítulo 5 del libro Soberanías en supenso, Buenos Aires, La Cebra, 2013.

[2] La oreja de los nombres, Argentina, Gorla, 2005, p. 22.

[3] Al menos dos serían los textos referenciales que dan cuenta de esta escena neo-vanguardista y su relación con el golpe y sus consecuencias. Rodrigo Cánovas, Lihn, Zurita, ICTUS, Radrigán: literatura chilena y experiencia autoritaria, Santiago, FLACSO, 1986; y Eugenia Brito, Campos Minados. (Escrituras post-golpe en Chile), Santiago, Editorial Cuarto Propio, 1990.

[4] Ver el estudio comparativo de Rosa Sarabia, Poetas de la palabra hablada, Londres, Támesis, 1997. Ver también el reciente trabajo de Matías Ayala, Lugar incómodo: poesía y sociedad en Parra, Lihn y Martínez, Santiago, Universidad Alberto Hurtado, 2010. El estudio de Ayala está tramado por las tensiones entre poesía y sociedad y, en el caso de Parra, Ayala se atreve a ponderar las diferencias entre un momento fructífero asociado con su Obra gruesa (compilación sumaria que va desde 1954 a 1969) y con sus estrategias coloquiales e irónicas, balanceadas con su apelación al lenguaje cotidiano y popular; y un momento tardío en el que el poeta, víctima de su propio personaje, desactiva la ironía característica de su pasado antipoético en una producción de objetos (Cachureos) tibios y no elaborados: “Su trabajo con el habla de la burocracia capitalina, con las voces populares y con el cantor campesino –ingenuo y burlón a la vez- es posible que hayan sido suficientes para creerse eximido, durante la dictadura, de algún trabajo literario más complejo” (78), pero no para estar a la altura de los demás poetas que desarrollaron un fino trabajo con el lenguaje durante dicho régimen. Aun cuando compartimos el análisis general de Ayala, creemos que la traducción del Rey Lear y Los sermones y prédicas del Cristo del Elqui (1977) junto a Los nuevos sermones y prédicas del Cristo del Elqui (1979), todavía pueden ser leídos más allá de este juicio terminal.

[5] Este predominio del catolicismo no alude solo a la complicidad manifiesta entre la Iglesia y el aparato estatal en la represión y en la propagación de una violencia mítica y sacrificial en contra de la disidencia política, ni a la expiación de la culpa y la consiguiente santificación de la revolución neoliberal llevada a cabo por la sui generis derecha nacional, neoliberal en lo económico y ultra-montana en lo cultural. El predominio del catolicismo también tiene que ver, quizás de manera determinante, con la configuración de una filosofía de la historia excepcionalista que justifica el presente de acuerdo con la revelación de un destino providencial asegurado a la patria. En este contexto y más allá de la obvia referencia a Jaime Guzmán, habría que leer el trabajo de  Pedro Morandé (Cultura y modernización en América Latina: ensayo sobre la crisis del desarrollismo y su superación, op. cit., 1984), pues en él se produce una formulación paradigmática del ethos católico como respuesta “comunitaria” a las antinomias de la modernidad racionalista, identificada con el nacional-desarrollismo inaugurado con los gobiernos radicales y profundizado durante el truncado gobierno de Allende.

[6] Diamela Eltit, Lumpérica y también, El padre mío. Se trata, en todo caso, de un testimonio sui generis, totalmente heterodoxo con respecto a las leyes de un género que en ese tiempo, tanto en Chile como en América Latina, comienza a adquirir un rol político fundamental en contextos de denuncia contra la represión y la violencia militar (desde Tejas verdes de Hernán Valdés el 74 hasta Los zarpazos del Puma de Patricia Verdugo, el mismo 89, sin olvidar Me llamo Rigoberta Menchú, de Menchú y Elizabeth Burgos a comienzos de los 80).

[7] Se trata de un mesianismo teológico, opuesto al atisbo derridiano relativo a la mesianisidad débil (sin Mesías) propia de la hauntology que interrumpe y espectraliza la filosofía de la historia del capital (Jacques Derrida, Los espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Madrid, Trotta, 1998). Ver el lúcido comentario de Scott Weintraub, “Messianism, Teleology, and Futural Justice in Raúl Zurita’s Anteparaíso”,The New Centennial Review, Vol. 7, N 3 (invierno 2007), pp. 213-238.

[8] Sin embargo, ya antes Zurita había gozado de un caluroso reconocimiento en las páginas de El Mercurio, medio de prensa de la derecha nacional, en la recepción favorable que Ignacio Valente, paladín del fervoroso catolicismo de la cultura oficial durante la dictadura, le brindó. Dicho reconocimiento no parece ser casual, pues Valente es el nombre literario del cura Opus Dei José Miguel Ibáñez Langlois, autor de un execrable panfleto anti-marxista y profesor de cabecera de los miembros de la Junta Militar.

[9] Algo similar ocurre en Nocturno de Chile (2000), donde la escena literaria bajo dictadura se da cita, durante las noches, en la casa de María Canales

(Mariana Callejas), esposa de un oscuro personaje extranjero (Michael Townly, agente de la CIA y asociado a los aparatos represivos de la dictadura). En aquella casa convergen, en una ironía que resalta la copertenencia del vanguardismo estético y los dispositivos tecno-militares, la escena literaria y lo más podrido de la seguridad estatal. El personaje central de la novela, el cura Sebastián Urrutia Lacroix, poeta y crítico literario, firmaba sus reseñan como H. Ibacache –alusión imperdible a Ibáñez Langlois- Valente. Pero, más allá de los excesos sardónicos de Bolaño, interesa pensar el dispositivo tecnológico (los aviones sobre Nueva York, los bulldozer en el Desierto de Atacama) que habilitan el poema, sin caer en la oposición binaria entre poesía y técnica, cuestión imprescindible para pensar la temporalidad del poema después del golpe. Ver, Roberto Bolaño, Estrella distante, Barcelona, Anagrama, 1996. También, Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama, 2000.

[10] Catálogo poético-turístico en el que se combinan poemas de Zurita con fotografías de paisajes nacionales de Renato Srepel.

[11] Cánovas lee precisamente este poema como ejemplo de la transmutación zuritana: “la relación amorosa obra aquí como un paisaje emblemático más de “lo nacional”: la separación alude a una comunidad chilena fragmentada y el encuentro final, a la reunión de esa comunidad […el poema marca el paso…] Del abandono al amor, de la patria traicionada a su liberación” (76).

[12] Para Bataille, la experiencia radical de la muerte y del sacrificio mantiene a la literatura en el umbral de la narratividad (negatividad sin reservas diría Derrida), haciendo imposible que ésta subordine su “soberanía radical” a la soberanía del lenguaje, de la comunicación. En Zurita, en cambio, la poesía accede al campo de la literatura, precisamente como confirmación monumental de la soberanía puesta en escena por la transformación dictatorial del país, transformación confirmada por la llamada transición a la democracia.

[13] Central su texto, “ ‘Atópicos’, ‘etc.’ e ‘indios espirituales’ (1989)”. Escritura y temblor, pp. 371-414.

[14] La referencia central, mas no la única, es al estudio sobre el pensamiento de Kant de Roberto Torretti. Por otro lado, ese trabajo de “nuestro tiempo” al que alude una y otra vez Marchant está asociado principalmente con su lectura de Heidegger, y junto a él, Freud, Hermann, Abraham, Groddeck, Derrida, etc., de hecho es a éste último a quien va dedicado su libro, como excesiva tarjeta postal.

[15] Las observaciones de Ajens aparecidas en este libro ya habían sido presentadas (aunque publicadas posteriormente) en su contribución al volumen sobre Marchant editado por Miguel Valderrama, Patricio Marchant.

Prestados nombres, Buenos Aires, Palinodia-La Cebra, 2012, con el título: “EX-AUTOS. Autógrafos para Patricio Marchant”, pp. 113-129.

[16] Recomendable para este punto es el prólogo de Alberto Moreiras a la edición del libro de Ajens en inglés, pero más resueltamente su libro The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies, Durham, Duke University Press, 2001, donde se problematiza la reificación de categorías tales como mestizaje, transculturación e hibrides en el campo de los estudios latinoamericanos, mostrando que la apelación a la diferencia étnica y cultural tiende a quedar reducida a una identity politics oportunista. Así, la noción hibrides salvaje intenta pensar esa heterogeneidad material latinoamericana sin remitirla a las categorías identitarias propias de los estudios culturales y decoloniales contemporáneos. Con esto, Moreiras abre una posibilidad, en la que quisiéramos situar a Ajens, para un pensamiento abocado a la democracia radical que solo es posible como superación del antropo-logos de la metafísica occidental. En este sentido, nuestra lectura –presentada en un texto anterior dedicado a Marchant y compilado junto al de Ajens por Valderrama- del fin del Dichtung como fin de la copertenencia entre Poesía e Historia, nos muestra al poema en su propia historicidad, esto es, como fragmentación radical y heteróclita de la comunidad, una vez que el vínculo entre el cantar monumental y la filosofía de la historia del capital queda evidenciado como impostación circunstancial. La historicidad radical del poema, como ocurrencia acontecimental de un determinado decir históricamente posibilitado, marca el fin de la filosofía de la historia, lugar donde todo lo que el poema puede hacer -esa, su potencia- en indicar la condición histórico-ontológica de la existencia como proliferación material de-sujetada.

[17] Ajens incluso observa la mala traducción de Neruda desde el quechua, en sus poemas del Canto General, como indicación no solo de la ignorancia sino también del descuido, todo el irreflexivo, con respecto a las tradiciones “poéticas” andinas. No se trata de corregir (ni co-regir) la traducción, sino de mostrar su misma imposibilidad como posibilidad del poema, un poema que ya no podrá ser inscrito en la “Gran Poesía” latinoamericana y chilena, aun cuando muchos intenten hoy abastecer el archivo latinoamericanista con más “novedades” andinas o mesoamericanas.

[18] Jacques Derrida, Del espíritu: Heidegger y la pregunta, Valencia, Pre-textos, 1989. También, El monolingüismo del otro, o, la prótesis del origen, Buenos Aires, Manantial, 1997. Este último texto es una conferencia en la que Derrida aborda la problemática relación entre lengua y nacionalidad, conferencia en la que estaba presente Édouard Glissant, poeta-teórico fundamental de la creolización (nada que ver con la criollización) como contaminación radical y borramiento de todo origen incontaminado en la lengua y en la cultura. Referencia ésta, fundamental para repensar la relación

entre poesía e historia. Así mismo, volviendo a Derrida como cifra central de las lecturas de Marchant y Ajens, quizás sea pertinente sugerir la relación fundamental entre el monolingüismo del otro y el mesianismo fuerte, en cuanto manifestación de una irreflexiva homologación entre poema y filosofía de la historia, tan notoria no sólo en el proyecto mitopoético de Neruda y de la “Gran Poesía” latinoamericana, sino también en Zurita y su noción de justicia “transicional” (Futural Justice como nos ha dicho Scott Weintraub).

[19] Badiou presenta parte de este polémico texto en el coloquio dirigido por Jacques Rancière, La politique des poètes. Pourquoi des poètes en temps de détresse?, Paris, Éditions Albin Michel, 1992, “L’âge des poètes”, pp. 21-38. Texto seguido de una brillante respuesta por parte de Philippe Lacoue-Labarthe, “Poésie, philosophie, politique”, pp. 39-63. El mismo Lacoue-Labarthe desarrolla esta polémica más sustantivamente en su libro (originalmente publicado el 2002), Heidegger, la política del poema, Madrid, Trotta, 2007. Volveremos a esta intervención más adelante. 

[20] “El matema es aquí aquello que, haciendo desaparecer al Recitador, suprimiendo su lugar de toda validación misteriosa, expone la argumentación a la prueba de su autonomía, y por consiguiente al examen crítico, o dialógico, de su pertinencia” (Alain Badiou, 2002: 85)

[21] Como observaron agudamente Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993

[22] François Wahl, “Lo sustractivo” (Prefacio), Alain Badiou, Condiciones.

[23] Ya citada respuesta a “La edad de los poetas” de Badiou. Ver primer capítulo de Heidegger, la política del poema.

[24] Nuestra intención no es sugerir una lectura deleuziana de Juan Luis Martínez, como si con ella se habilitara su estatuto filosófico. Sin embargo, una lectura tal no es solo posible sino que pertinente. Para tal efecto, el muy recomendable artículo de Scott Weintraub, “Juan Luis Martínez y las otredades de la metafísica: apuntes patafísicos y carrolianos”, Estudios 18:35 (Enero-Julio 2010), 141-168

[25] Miguel Vicuña, “Una autobiografía fantástica”, Patricio Marchant. Prestado nombres.

 

 

 

BIBLIOGRAFIA

 

Ajens, Andrés. La flor del extérmino. (2011) Escritura y poema tras la invención – de América, Buenos Aires, La Cebra.

 

Badiou, Alain. (1989)Manifiesto por la filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión.

 

__________  (2002)“El recurso filosófico del poema”, Condiciones, Buenos Aires, Siglo XXI Editores.

 

Bataille, Georges. (2008) “Hegel, la muerte y el sacrificio”, La felicidad, el erotismo y la literatura: ensayos 1944-1961, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

 

Bolaño, Roberto. (1996) Estrella distante, Barcelona, Anagrama.

 

_____________ (2000) Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama.

 

Brito, Eugenia. (1990) Campos Minados. (Escrituras post-golpe en Chile), Santiago, Editorial Cuarto Propio.

 

Cánovas, Rodrigo. (1986)  Lihn, Zurita, ICTUS, Radrigán: literatura chilena y experiencia autoritaria, Santiago, FLACSO.

 

Derrida, Jacques. (1986) Del espíritu: Heidegger y la pregunta, Valencia, Pre-textos.

 

_____________ (1997) El monolingüismo del otro, o, la prótesis del origen, Buenos Aires, Manantial.

 

Eltit, Diamela. (1983) Lumpérica, Santiago, Ediciones del Ornitorrinco.

 

__________ (1989) El padre mío, Santiago, Francisco Zegers.

 

Lacoue-Labarthe, Philippe. (2007)Heidegger, la política del poema, Madrid, Trotta.

 

Marchant, Patricio. (2009) Sobre árboles y madres: poesía chilena, 2 edición, Buenos Aires, La Cebra.

 

______________ (2000) “Desolación. Cuestión del nombre de Salvador Allende”, Escritura y temblor.

 

Martinez , Juan Luis. (1977) La Nueva Novela. Santiago. Ediciones Archivo,.

 

________________ (1978) La Poesía Chilena, Santiago. Ediciones Archivo.

 

Parra, Nicanor. (2006) Obras Completas I & algo + (1935-1972), Colombia, Galaxia Gutenberg.

 

____________ (2011)Sermones y prédicas del Cristo del Elqui VI, Obras completas II & algo +, Barcelona, Galaxia Gutenberg.

 

Sloterdijk, Peter. (2003) Temblores de aire. En las fuentes del terror, Valencia, Pre-Textos.

 

Valderrama, Miguel. (2012) Patricio Marchant. Prestados nombres, Buenos Aires, Palinodia-La Cebra.

 

Villalobos, Carlos Pérez. (2005) “Transfiguración poética y transición”, Dieta de archivo. Memoria, crítica y ficción, Santiago, Universidad ARCIS.

 

 

Zurita, Raúl. (1987)  El amor de Chile, Santiago, Montt Palumbo & CIA. Ltda. Editores.

 

__________ (1982) Anteparaíso. Editores Asociados, Santiago.