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“El fanatismo institucional” “Lo que acostumbramos a llamar instituciones necesarias, muchas veces son instituciones a las que nos hemos acostumbrado” (Alexandre de Tocqueville) Cuantiosas veces oí hablar de las instituciones y pude notar que son pocos los que conocen el significado de aquella palabra que tanto añejan en sus bocas. Particularmente me llama la atención las dos nociones mas comunes: la de los ciegos y fervientes seguidores que las defienden incluso irracionalmente y por otra parte la de los eternos apáticos. Tanto unos como otros se equivocan. Los primeros por hacer una ostentación del cartel que implican las instituciones sin recabar en los fines de las mismas y los otros por considerarla una mera frivolidad. Es menester dejar en claro entonces el porque son importantes las instituciones. En primera instancia, es imprescindible tener en cuenta que se trata de normas, algunas ligadas a las costumbres y otras, ya más elaboradas, al plano escrito ¿De donde provienen dichas normas? Ni mas ni menos que de las convenciones que se van dando a través del tiempo entres los distintos individuos que conviven. Ahora bien, si nos indujésemos en una mirada aún más atómica, daríamos cuenta que toda convención o acuerdo se gesta en la libre intención de actuar por parte de quienes acuerdan. Al ser esto así y no al revés nos esta dando la pauta que lo social es producto de miles y miles de intenciones de seres libres predispuestos a vivir en compañía de otro con la prerrogativa incluso de poder

El fanatismo institucional

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Hoy esta en boga hablar del respeto por la investidura presidencial, por ejemplo, cuando a la vez se omite el dato de quienes deben ser los primeros en impartir ese respeto, que son nada menos que quienes revisten dicha investidura. Por supuesto que plantear esto es políticamente incorrecto y no congenia con la postura de los acérrimos defensores de lo que en verdad es tan solo el marco de una investidura y no la razón de ser que le da su cuerpo.

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“El fanatismo institucional” 

“Lo que acostumbramos a llamar instituciones necesarias, muchas veces son instituciones a las que nos hemos acostumbrado”

(Alexandre de Tocqueville)

 

 

Cuantiosas veces oí hablar de las instituciones y pude notar que son pocos los que conocen el significado de aquella palabra que tanto añejan en sus bocas.

Particularmente me llama la atención las dos nociones mas comunes: la de los ciegos y fervientes seguidores que las defienden incluso irracionalmente y por otra parte la de los eternos apáticos. Tanto unos como otros se equivocan. Los primeros por hacer una ostentación del cartel que implican las instituciones sin recabar en los fines de las mismas y los otros por considerarla una mera frivolidad.

Es menester dejar en claro entonces el porque son importantes las instituciones. En primera instancia, es imprescindible tener en cuenta que se trata de normas, algunas ligadas a las costumbres y otras, ya más elaboradas, al plano escrito ¿De donde provienen dichas normas? Ni mas ni menos que de las convenciones que se van dando a través del tiempo entres los distintos individuos que conviven.

Ahora bien, si nos indujésemos en una mirada aún más atómica, daríamos cuenta que toda convención o acuerdo se gesta en la libre intención de actuar por parte de quienes acuerdan. Al ser esto así y no al revés nos esta dando la pauta que lo social es producto de miles y miles de intenciones de seres libres predispuestos a vivir en compañía de otro con la prerrogativa incluso de poder renegociar aquello que alguna vez se convino y quiera modificarse. Ahí estriba la libertad.

En una mirada minimalista y simplista como la que acabo de elaborar esto se hace evidente a los ojos de cualquiera, pero el problema emerge cuando las sociedades se van tornando más complejas por diversidad de motivos y el areté tiende a alejarse un poco más. De esta manera se crean frases hechas que no tienen objeción alguna porque nadie se detiene a pensarlas.

Hoy esta en boga hablar del respeto por la investidura presidencial, por ejemplo, cuando a la vez se omite el dato de quienes deben ser los primeros en impartir ese respeto, que son  nada menos que quienes revisten dicha investidura. Por supuesto que plantear esto es políticamente incorrecto y no congenia con la postura de los acérrimos defensores de lo que en verdad es tan solo el marco de una investidura y no la razón de ser que le da su cuerpo.

La realidad es que si viésemos claramente que un individuo, ocupe el lugar que ocupe y represente el lugar que represente, se transforma en un peligro contra los buenos fines

por los que fueron engendradas las instituciones y en consecuencia contra las propias instituciones, entonces no hay nada de malo en plantear una salida anticipada de aquel que desempeña ese rol nocivo para la sociedad. Es evidente que si una persona hace de ellas una mera fachada despojándola de su razón de ser hasta volverlas, incluso, en contra de la sociedad y de sí mismas, entonces estaríamos viviendo en una tonta paradoja. Hacer del institucionalismo una suerte de fanatismo en donde nada puede objetarse por el solo hecho de provenir de alguien que representa un rol, habiendo que acatar y tolerar cual abnegados, reduciría nuestra especie a su mínima expresión.   

El problema aparente frente a estos planteos es la sobrevaloración del voto, como si éste fuese la única respuesta a todos nuestros problemas. Lo que olvidan quienes así razonan, es que el gobierno de las mayorías, como comúnmente se denomina al sistema de sufragio actual, también puede devenir en tiranía si no se da un fuerte respaldo a la supremacía de la ley.

Aún así hay ejemplos de dictadores provenientes de la voluntad popular. Es por eso que se hace harto necesario entender que ciertos personajes que terminan por ser un flagelo para los pueblos son independientes a la forma de gobierno que se adopte, sino que están sujetos a la infinidad de variables que conlleva la conducta de una determinada sociedad.

Defender a capa y espada a un presidente electo por habernos casado con el somero slogan que nos recuerda que es un “elegido del pueblo” sin importar cuantas atrocidades cometa lo que ya pareciera ser un profeta, resulta, indeclinablemente, un acto liso y llano contra el sentido común.   

Nadie plantea mirar con recelo a las instituciones “per se”, sino a aquellos que las corrompen vilmente pese a proclamarse los guardianes de cada bastión de la democracia y la república.

Dijo alguna vez Friedrich Hayek: “Súbitamente empezó a pensarse que el hecho de que el gobierno hubiera quedado sometido al control de la mayoría hacía innecesario mantener sobre él cualquier limitación, por lo que cabía impunemente abandonar todas las salvaguardias constitucionales”. Sin dudas sus palabras están más latentes que nunca en la Latinoamérica actual, donde las limitaciones a los gobiernos no existen y las voces disidentes son acalladas con el peso de la propaganda oficial y sus muchas chicanas. Adjetivaciones como la de fascista o golpista se hacen moneda corriente en las diatribas que proponen quienes blanden las riendas del poder, que se acopian con esta impronta tramposa y maliciosa la ética social. Así han destruido las muchas vertientes que nos legara la mágica aventura de pensar, hoy relegada por un maniqueísmo casi ortodoxo.

A medida que pasan los minutos se torna cada vez más necesario que no caigamos por completo en el letargo intelectual al que quieren someternos. Por ello es que debemos resistir como hombres libres que somos, capaces de discernir que las instituciones no son cavidades vacías sino instrumentos destinados al bienestar de una sociedad. El no comprenderlo hará que vivamos solo de una fachada…un fanatismo sin sentido.

 

Federico Perazzo