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El forastero misterioso Mark Twain Obra reproducida sin responsabilidad editorial

El Forastero Misterioso

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El forasteromisterioso

Mark Twain

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CAPÍTULO PRIMERO

Fue el año 1590. Invierno. Austria queda-ba muy lejos del mundo y dormía; para Austriaera todavía el Medioevo, y prometía seguirsiéndolo siempre. Ciertas personas retrocedíanincluso siglos y siglos, asegurando que en elreloj de la inteligencia y del espíritu se hallabaAustria todavía en la Edad de la Fe. Pero lodecían como un elogio, no como un menospre-cio, y en este sentido lo tomaban los demás,sintiéndose muy orgullosos del mismo. Lo re-cuerdo perfectamente, a pesar de que yo soloera un muchacho, y recuerdo también el placerque me producía.

Sí, Austria quedaba lejos del mundo ydormía; y nuestra aldea se hallaba en el centromismo de aquel sueño, puesto que caía en elcentro mismo de Austria. Vivía adormilada y

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pacífica en el hondo recato de una soledadmontañosa y boscosa, a la que nunca, o muyrara vez, llegaban noticias del mundo a pertur-bar sus sueños, y vivía infinitamente satisfecha.Delante de la aldea se deslizaba un río tranqui-lo, en cuya superficie se dibujaban las nubes ylos reflejos de los pontones arrastrados por lacorriente y las lanchas que transportaban pie-dra; detrás de la aldea se alzaba una ladera lle-na de arbolado, hasta el pie mismo de un altí-simo precipicio; en lo alto del precipicio se al-zaba ceñudo un enorme castillo, con su largahilera de torres y de baluartes revestidos dehiedras; al otro lado del río, a una legua hacia laizquierda, se extendía una ondulante confusiónde colinas revestidas de bosque, y rasgadas porserpenteantes cañadas en las que jamás pene-traba el sol; hacia la derecha, el terreno estabacortado a pico sobre el río, y entre ese precipi-cio y las colinas de que acabamos de hablar, seextendía en la lejanía una llanura moteada de

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casitas pequeñas que se arrebujaban entre huer-tos y árboles umbrosos.

La región toda, en muchas leguas a la re-donda, era una propiedad hereditaria de ciertopríncipe, cuyos servidores mantenían perpe-tuamente el castillo en perfecta condición paraser ocupado, a pesar de que ni él, ni su familiaaparecían por allí más de una vez cada cincoaños. Cuando llegaban es como si hubiese lle-gado el señor del universo, aportando con éltodas las magnificencias de los reinos del mis-mo; y cuando se marchaban, dejaban tras ellosun sosiego que se parecía mucho al sueño pro-fundo que se produce después de una orgía.

Para nosotros, los niños, era Eseldorf unparaíso. No resultaba la escuela para nosotrosuna carga excesiva; en ella nos enseñaban prin-cipalmente a ser buenos cristianos, a reveren-ciar a la Virgen, a la Iglesia, y a los santos, porencima de todo. Fuera de esos temas no se nosexigía que aprendiésemos mucho, a decir ver-dad no se nos permitía. El saber no era bueno

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para las gentes vulgares y quizá podía descon-tentarles con la suerte de Dios les había señala-do en este mundo, y Dios no tolera que nadieesté descontento de sus planes. Teníamos dossacerdotes. Uno de ellos era un clérigo muyceloso y enérgico; se llamaba padre Adolfo yera muy apreciado.

Quizá en ciertos aspectos puedan haberexistido sacerdotes mejores que el padre Adol-fo, pero no hubo jamás en nuestra comunidadotro por el que sintiesen todos un respeto mássolemne y reverente. Este respeto nacía de queél no experimentaba miedo alguno del diablo.Era el único cristiano de cuantos yo he conoci-do del que pudiera afirmarse eso con verdad.Por esa razón la gente sentía profundo temordel padre Adolfo; pensaban que aquel hombreposeía alguna cualidad sobrenatural, pues deotro modo no se habría mostrado tan audaz yseguro. Todo el mundo habla del demonio condura antipatía, pero lo hacen de un modo reve-rente, no en tono de guasa; aplicaba al demonio

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todos los calificativos que le acudían a la len-gua; y al oírlo sus oyentes se escalofriaban; conmucha frecuencia se refería al diablo en tono demofa y de burla; al oírle las gentes se santigua-ba, y se alejaban rápidamente de su presencia,temerosos de que fuese a ocurrir algo terrible.

El padre Adolfo se había encontrado másde una vez cara a cara con Satanás y lo habíadesafiado. Se sabía que esto era verdad. Elmismo padre Adolfo lo decía. Jamás hizo deello un secreto, sino que lo pregonaba en todaslas ocasiones. Y de que lo que decía era verdad,por lo menos en una ocasión, existía la prueba,porque en esa ocasión se peleó con el enemigomalo y le tiró con intrepidez una botella; allí, enla pared de su cuarto de estudio, podía verse elrojo manchón donde la botella había golpeadoquebrándose.

Pero al que todos nosotros queríamosmás, y por el que sentíamos una pena mayorera por el otro sacerdote, el padre Pedro. Habíagentes que lo censuraban con que si en sus

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conversaciones se expresaba diciendo que Diosera todo bondad y que hallaría modo de salvara todas sus pobres criaturas humanas. Decir esoresultaba una cosa horrible, pero nunca se pu-do disponer de prueba terminante que atesti-guase que el padre Pedro hubiera dicho cosasemejante; además, no parecía responder a supropia manera de ser el decirlo, porque era entodo momento un hombre bueno, cariñoso ysincero. No se le acusaba de que lo hubiese di-cho desde el púlpito, donde toda la congrega-ción hubiera podido oírle y dar testimonio, sinoúnicamente fuera, en conversación; natural-mente resultó tarea sencilla para algún enemigosuyo el inventarlo.

El padre Pedro tenía un enemigo, unenemigo muy poderoso, a saber: el astrólogoque vivía, allá en el fondo del valle, en una vie-ja torre derruida, y que pasaba las noches estu-diado las estrellas. Todos sabían que ese hom-bre era capaz de anunciar por adelantado gue-rras y hambres, cosa que, después de todo, no

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era muy difícil, porque por lo general habíasiempre una guerra o reinaba el hambre en al-guna parte. Pero sabía también leer por mediode las estrellas, y en un grueso libraco que teníala vida de cada persona, y descubría los objetosde valor perdidos; todo el mundo en la aldea,con excepción del padre Pedro, sentía por aquelhombre un gran temor. Incluso el padre Adol-fo, el mismo que había desafiado al demonio,experimentaba un sano respeto por el astrólogocuando cruzaba por nuestra aldea luciendo susombrero alto y puntiagudo y su túnica larga yflotante adornada de estrellas, con su libraco acuestas y con un callado, del que se sabía queestaba dotado de un poder mágico.

El obispo mismo, según la voz corriente,escuchaba en ocasiones al astrólogo, porqueademás de estudiar las estrellas y profetizar,daba grandes muestras de devoción, y éstas,como es natural, causaron impresión al obispo.

Pero el padre Pedro no fue de los compra-ron acciones al astrólogo. Lo denunció abierta-

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mente como a un charlatán, como a un falsarioque verdaderamente no tenía conocimientos denada, no otros poderes superiores a los decualquier ser humano de categoría ordinaria ycondición bastante inferior. Como es naturalesto hizo que el astrólogo odiase al padre Pe-dro, y desease acabar con él. Todos creímos quehabía sido el astrólogo el que puso en circula-ción la historia de aquel chocante comentariodel padre Pedro, y quien la había hecho llegarhasta el obispo. Se decía que el padre Pedrohabía dirigido aquel comentario a su sobrinaMargarita, aunque Margarita lo negó y suplicóal obispo que la creyese y que librase a su an-ciano tío de la pobreza y del deshonor. Pero elobispo no quiso escuchar nada. Suspendió in-definidamente al padre Pedro, aunque no llevóla cosa hasta excomulgarlo con solo la declara-ción de un testigo; nuestro padre Pedro llevabaya un par de años fuera, y el otro sacerdotenuestro, el padre Adolfo, estaba al cargo de surebaño.

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Aquellos habían sido años duros para elanciano sacerdote y para Margarita. Amboshabían sido muy queridos, pero eso cambió,como es natural, cuando cayeron bajo la som-bra del ceño obispal. Muchos de sus amigos seapartaron de ellos por completo y los demás semostraron fríos y alejados. Margarita era, alocurrir el doloroso suceso, una encantadoramuchacha de dieciocho años; tenía la cabezamejor de la aldea, y en esa cabeza más cosasque nadie. Enseñaba el arpa y se ganaba, gra-cias a sus propias habilidades, lo que necesitabapara vestir y para dinero de bolsillo. Pero susalumnos la fueron abandonando uno tras otro;cuando se celebraban bailes y reuniones entrelos jóvenes de la aldea, la olvidaban; los mozosse abstuvieron de ir a su casa, todos menos uno,Guillermo Meidling, y este bien podía haberdejado de ir; Ella y su tío se sintieron tristes ydesorientados por aquel abandono y deshonor,desapareciendo de sus vidas el resplandor delsol. Las cosas fueron empeorando cada vez más

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durante los dos años. Las ropas se iban ajando,el pan resultaba cada vez mas duro de ganar. Yhabía llegado ya el fin de todo. Salomón Isaacsles había prestado el dinero que creyó conve-niente con la garantía de la casa, y en este mo-mento les había avisado que al día siguiente sequedaría con la propiedad.

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CAPÍTULO II

Éramos tres los muchachos que andába-mos siempre juntos; habíamos andado así des-de la cuna, porque nos tomamos mutuamentecariño desde el principio, y ese afecto se fuehaciendo más profundo, a medida que pasabanlos años: Nicolás Barman, hijo del juez princi-pal del pueblo; Seppi Wohlmeyer, hijo del due-ño de la hostería principal, la del Ciervo de Oro,que disponía de un bello jardín, con árbolesumbrosos que llegaban hasta la orilla del río,teniendo además lanchas de placer para alqui-lar; el tercero era yo, Teodoro Fischer, hijo delorganista de la iglesia, director también de losmúsicos de la aldea, profesor de violín, compo-

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sitor, cobrador de tasas del Ayuntamiento, sa-cristán, y un ciudadano útil de varias manerasy respetado por todos.

Nosotros nos sabíamos las colinas y losbosques tan bien, como pudieran sabérselas lospájaros; porque, siempre que disponíamos detiempo, andábamos vagando por ellos, o por lomenos, siempre que no estábamos nadando,paseando en lancha o pescando, o jugando so-bre el hielo, o deslizándonos colina abajo.

Además, teníamos libertad para correrpor el parque del castillo, cosa que tenían muypocos. Ello se debía a que éramos los niñosmimados del más viejo servidor que había en elcastillo: de Félix Brandt; con frecuencia íbamosallí por las noches para oírle hablar de los viejostiempos y de cosas extrañas, para fumar con él—porque el nos enseñó a fumar— y para tomarcafé; aquel hombre había servido en las gue-rras, y se encontró en el asedio de Viena; allí,cuando los turcos fueron derrotados y puestosen fuga, encontraron entre el botín sacos de

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café, y los prisioneros turcos explicaron suscualidades y la manera de hacer con ese pro-ducto una bebida agradable; desde entoncessiempre tenía café consigo, para beberlo él ytambién para dejar atónitos a los ignorantes.

Cuando había tormenta, nos guardaba asu lado toda la noche; y mientras en el exteriortronaba y relampagueaba, él nos contaba histo-rias de fantasmas y de toda clase de horrores,de batallas, asesinatos, mutilaciones y cosas porel estilo, de manera que encontrábamos en elinterior del castillo un refugio agradable y aco-gedor; las cosas que nos contaba eran casi todasellas producto de su propia experiencia. Élhabía visto en otro tiempo muchos fantasmas,brujas y encantadores; en cierta ocasión se per-dió en medio de una furiosa tormenta, a me-dianoche y entre montañas; a la luz de los re-lámpagos había visto bramar con el trueno alCazador Salvaje, seguido de sus perros fantas-males por entre la masa de nubes arrastradapor el viento. Vio también en cierta ocasión un

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íncubo, y varias veces al gran vampiro quechupa la sangre del cuello de las personasmientras están dormidas, abanicándolas sua-vemente con sus alas, a fin de mantenerlasamodorradas hasta que se mueren.

Nos animaba a que no sintiésemos temorde ciertas cosas sobrenaturales como son losfantasmas, asegurándonos que no hacían dañoa nadie, limitándose a vagar de una parte a otraporque se encontraban solos y afligidos y sentí-an necesidad de que los mirasen con cariño ycompasión; andando el tiempo aprendimos ano sentir temor, y llegamos incluso a bajar conél, durante la noche, a la cámara embrujada quehabía en las mazamorras del castillo. El fantas-ma se nos apareció sólo una vez, cruzó por de-lante de nosotros en forma muy mortecina parala vista, y flotó sin hacer ruido por los aires;luego desapareció; Félix nos tenía tan bienadiestrados que casi ni temblamos. Nos dijoque en ocasiones se le acercaba el fantasma du-rante la noche, y le despertaba piándole su ma-

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no fría y viscosa por la cara, pero no le causabadaño alguno; lo único que buscaba es simpatía,y que supiesen que estaba allí. Pero lo más ex-traño de todo resultaba que Félix había vistoángeles —ángeles auténticos bajados del cie-lo— y que había conversado con ellos. Esosángeles no tenían alas, iban vestidos y habla-ban, miraban y accionaban exactamente igualque una persona corriente, y no los habría to-mado usted por ángeles, a no ser por las cosasasombrosas que ellos hacían y que un ser mor-tal no hubiera podido hacer, y por el modo sú-bito que tenían de desaparecer mientras se es-taba hablando con ellos, lo que tampoco seríacapaz de hacer ningún ser mortal; nos aseguróque eran agradables y alegres, y no tétricos ymelancólicos, como los fantasmas.

Fue después de una charla de esa clase,cierta noche de mayo, cuando a la mañana si-guiente nos levantamos y nos desayunamosabundantemente con él, para acto continuobajar, cruzar el puente y dirigirnos a lo alto de

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las colinas a la izquierda, hasta una cubierta deárboles que constituía el lugar preferido pornosotros; teníamos aún en la imaginación aque-llos relatos extraños, y nuestro ánimo se hallabaimpresionado por ellos, cuando nos tumbamossobre el césped para descansar a la sombra,fumar y hablar de todo ello. Pero no pudimosfumar, porque nuestro poco cuidado nos habíahecho dejar olvidados el pedernal y el acero.

Al poco rato vimos venir hacia nosotros,caminando descuidadamente por entre los ár-boles, a un joven que se sentó en el suelo juntoa nosotros y empezó a hablarnos amistosamen-te como si nos conociese. Pero no le contesta-mos, porque era forastero y nosotros no está-bamos acostumbrados a tratar con forasteros,sintiendo cortedad delante de ellos. Venía ata-viado con ropas nuevas y de buena calidad; erabien plantado, de cara atrayente y voz agrada-ble, y de maneras espontáneas, elegantes y des-embarazadas, y no reservón, torpe y desconfia-do como los demás muchachos. Nosotros que-

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ríamos tratarle como amigo, pero no sabíamoscomo empezar. A mí se me ocurrió de prontoofrecerle una pipa, y me quedé pensando si lotomaría con el mismo espíritu afectuoso conque yo se la ofrecía. Pero me acordé de que nodisponíamos de fuego, y me quedé pesaroso ydefraudado. Pero él alzó la vista, alegre y com-placido, y dijo.

—¿Fuego? Eso es cosa fácil; yo os lo pro-porcionaré.

Me sentí tan asombrado que no pudehablar, porque yo no había pronunciado unasola palabra. Agarró la pipa entre sus manos ysopló en ella; el tabaco brilló al rojo y se alzarondel mismo espirales de humo azul. Nosotrosnos pusimos de pié de un salto, e íbamos aechar a correr; era cosa natural, y en efecto co-rrimos algunos pasos a pesar de que él nos su-plicaba anheloso que nos quedásemos, dándo-nos su palabra de que no nos causaría dañoalguno, y de que lo único que deseaba era amis-tarse con nosotros y hacernos compañía. Nos

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detuvimos pues, y permanecimos en nuestrositio, deseosos de volver junto a él, porque nosmoríamos de curiosidad y de admiración, perotemerosos de arriesgarnos a ello. El joven se-guía insistiendo de una manera suave y per-suasiva; cuando vimos que la pipa no estallabani ocurría nada, recobramos poco a poco nues-tra confianza, y por fin nuestra curiosidad pu-do más que nuestros temores; nos arriesgamosa retroceder, aunque lentamente y dispuestos asalir huyendo a la menor alarma.

Él se dedicó a tranquilizarnos, y supodarse maña para ello; no era posible conservardudas y temores ante una persona tan deseosade agradar, tan sencilla y gentil, y que hablabade manera tan atrayente; sí, nos ganó por com-pleto, y antes de poco rato nos hallábamos sa-tisfechos, tranquilos y dedicados a la charla,alegrándonos de haber encontrado a este nuevoamigo. Una vez que hubo desaparecido porcompleto la sensación de cortedad, le pregun-tamos como había aprendido a realizar aquella

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cosa tan extraordinaria, y él nos dijo que enmodo alguno era cosa aprendida; que resultabanatural en él, lo mismo que otras cosas… otrascosas curiosas.

—¿Cuáles son esa cosas?—Son muchas; yo mismo no se cuantas

aún.—Las ejecutareis delante de nosotros?—¡Ejecutadlas, por favor! —exclamaron

los demás—¿Pero no os escapareis otra vez?—No, desde luego que no. Por favor,

haced esas cosas. ¿Verdad que las haréis?—Si, con gusto; pero tened cuidado de no

olvidaros de lo que me habéis prometido.Le dijimos que no nos olvidaríamos; él,

entonces, se dirigió a una charca y regresó tra-yendo agua en una taza que había formado conuna hoja; sopló sobre el agua, la tiró, y resultóconvertida en un trozo de hielo que tenía lamisma forma de la copa. Quedamos asombra-dos y encantados, pero ya no tuvimos miedo;

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nos sentíamos contentísimos de encontrarnosallí, y le pedimos que siguiese haciendo mascosas. Y la hizo, nos anunció que nos iba a darcualquier clase de frutas que quisiésemos, lomismo si eran de la estación que si no lo eran.Todos nosotros gritamos a una:

—¡Naranjas!—¡Manzanas!—¡Uvas!—Las tenéis dentro de vuestros bolsillos

—dijo, y era cierto.Además, eran lo mejor de lo mejor, las

comimos y sentimos deseos de tener más; peroningunos de nosotros lo dijo con palabras.

—Las encontrareis en el mismo lugar dedonde salieron estas —nos dijo—; y encontra-reis también todo cuanto vuestro apetito ospida; no necesitáis expresar con palabras lacosa que deseáis; mientras yo esté con vosotros,os bastará desear una cosa para que la encon-tréis.

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Y dijo verdad. Jamás hubo nada tan ma-ravilloso y tan interesante. Pan, pasteles, dul-ces, nueces, cuanto uno quería, lo encontrabaallí. El joven no comió nada; seguía sentado ycharlando, y poniendo en obra una cosa curiosadespués de otra para divertirnos. Confeccionócon arcilla un minúsculo juguete que represen-taba una ardilla, y el juguete trepó por el troncodel árbol, se sentó sobre una rama encima denuestras cabezas, y desde allí nos ladró. Fabricóluego un perro que no era mucho más volumi-noso que un ratoncillo, y el perro descubrió lahuella de la ardilla y estuvo saltando alrededordel árbol ladrando muy excitado, con tantaanimación como pudiera hacerlo cualquier pe-rro. Fue asustando a la ardilla, que saltó de unárbol a otro, y la persiguió hasta perderse am-bos de vista en el bosque. Confeccionó pájaroscon arcilla, los dejó en libertad, y los pájarossalieron volando y cantando.

Por último yo me animé a pedirle que di-jese quien era.

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—Un ángel —dijo con toda sencillez, soltóotro pájaro, y palmoteó para que huyese de allívolando.

Cuando le oímos decir aquello, nos inva-dió una especie de temor reverente, y de nuevonos asustamos; pero él nos dijo que no tenía-mos por qué turbarnos, que no había razónpara que nosotros tuviésemos miedo de unángel, y que en todo caso él sentía afecto pornosotros. Siguió charlando con tanta sencillez ynaturalidad como hasta entonces; mientrashablaba confeccionó una multitud de hombreci-tos y mujercitas del tamaño de un dedo, y todasesas figuras se pusieron a trabajar con grandiligencia, limpiando e igualando un espaciode terreno de dos varas cuadradas en el césped;luego empezaron a construir en ese espacio deterreno un castillito muy ingenioso; las mujerespreparaban el mortero y lo subían a los anda-mios en cacerolas que llevaban sobre sus cabe-zas tal como han venido haciéndolo siemprenuestras mujeres trabajadoras; los hombres

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colocaban hileras de ladrillos; quinientos deaquellos hombres de juguete hormigueaban deun lado para otro trabajado con actividad yenjugándose el sudor de la cara con tanta natu-ralidad como los hombres de carne y hueso.

Nuestro sentimiento de temor se disipómuy pronto atraídos por el interés absorbentede contemplar cómo aquellos quinientos hom-brecitos iban haciendo subir el castillo escalón aescalón e hilera de ladrillos a hilera de ladrillos,dándole forma y simetría, y otro vez nos senti-mos completamente tranquilos y a nuestrasanchas. Le preguntamos si podríamos nosotrosconfeccionar algunas personas; nos dijo que sí,y a Seppi le ordenó que construyese algunoscañones para las murallas, mientras que a Nico-lás le encargó que hiciese algunos alabarderos,con corazas, espinilleras y yelmos; yo me en-cargaría de fabricar algunos jinetes con sus ca-ballos; al distribuirnos esta tarea nos llamó pornuestros nombres, pero no nos dijo como los

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sabía. Entonces Seppi le preguntó como se lla-maba él, y contestó tranquilamente:

—Satanás.En este instante alargó la mano con una

piedrecilla en ella, y recogió en la misma a unamujercita que se iba a caer del andamio, la co-locó otra vez donde debía estar, y dijo:

—¡Que idiota ha sido al caminar haciaatrás como lo ha hecho, sin darse cuenta dedonde estaba!

La cosa nos tomó de sorpresa, sí, esenombre nos sorprendió, cayéndosenos de lasmanos las piezas que estábamos haciendo yrompiéndosenos en pedazos, a saber: un cañón,un alabardero y un caballo. Satanás se echó areír, y preguntó qué había pasado. Yo le contes-té:

—Nada, pero nos sorprendió mucho esenombre en un ángel.

Nos preguntó el porqué.—Porque, veréis… porque es el nombre

del demonio.

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—En efecto, él es mi tío.Lo dijo plácidamente, pero nosotros nos

quedamos por un momento sin respiración, ynuestros corazones latieron apresurados. Él nopareció advertirlo; recompuso con un toquenuestros alabarderos y demás piezas rotas, noslas entregó ya acabadas y dijo:

—¿Es que no os acordáis de que él fue entiempos un ángel?

—Sí, es cierto —dijo Seppi—. No habíacaído en ello.

—Antes de la caída era irreprochable.—Sí —dijo Nicolás—, entonces era sin pe-

cado.—Nuestra familia es muy distinguida —

dijo Satanás—; no hay otra mejor que ella. Élfue el único miembro de la misma que ha peca-do jamás.

Yo sería incapaz de hacer comprender anadie todo lo emocionante que resultaba aque-llo. Ya conocen ustedes esa especie de estreme-cimiento que lo recorre a uno cuando tiene ante

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los ojos un espectáculo tan sorprendente, en-cantador y maravilloso que hace que constituyaun júbilo temeroso es estar con vida y el pre-senciar aquello; los ojos se dilatan mirando, loslabios se resecan y la respiración sale entrecor-tada, pero por nada del mundo querría unoencontrarse en ninguna otra parte, sino allímismo. La tenía en la punta de la lengua y aduras penas lograba contenerla, pero sentíavergüenza de hacerla; podría ser una grosería.Satanás, que había estado fabricando un toro, lodejó en el suelo, me miró sonriente y dijo:

—No sería una grosería, y aunque lo fue-se, yo estoy dispuesto a perdonarla. ¿Qué si lehe visto a él? Millones de veces. Desde la épocaen que yo era un niño pequeño de mil años deedad fui el segundo favorito suyo entre los án-geles del angelinato de nuestra sangre y denuestro linaje (para emplear una frase huma-na). Sí, desde entonces hasta la caída, ocho milaños medidos por vuestra medida del tiempo.

—¡Ocho mil!

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—¡Sí!Se volvió a mirar a Seppi, y siguió

hablando como si contestase a un pensamientoque Seppi tenía en su cerebro:

—Naturalmente que yo parezco un mu-chacho, porque, en efecto, lo soy. Lo que voso-tros llamáis tiempo es entre nosotros una cosamuy amplia; se necesita un grandísimo espaciode tiempo para que un ángel llegue a su madu-rez.

Surgió en mi cerebro una pregunta, y él sevolvió hacia mí y me contestó:

—Tengo dieciséis mil años, contando co-mo vosotros contáis.

Luego se volvió hacia Nicolás y dijo:—La caída no me afectó a mí, ni a ningu-

no más de mis parientes. Fue únicamente aquelcuyo nombre llevo yo quien comió del fruto delárbol y quien luego hizo comer del mismo, conengaños, al hombre y a la mujer. Nosotros, losdemás, seguimos ignorando el pecado; somosincapaces de pecar; vivimos sin mancha alguna,

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y permaneceremos siempre en semejantes esta-do. Nosotros…

En este momento se enzarzaron en unapelea dos de los pequeños trabajadores y selanzaron el uno al otro maldiciones y tacos consus vocecitas que parecía zumbidos de abejo-rro; llegaron luego a las manos y corrió la san-gre; por último se enzarzaron en una lucha avida o muerte. Satanás extendió la mano, losaplastó con los dedos, los dejó sin vida, los tirólejos de sí, se limpió la sangre de los dedos conel pañuelo y siguió hablando en el punto enque lo había dejado:

—Nosotros no podemos hacer el mal, y nisiquiera estamos capacitados para hacerlo, por-que ignoramos en qué consiste el mal.

Aquellas palabras sonaban de un modoextraño en semejantes circunstancias, pero no-sotros apenas reparamos en ello, porque está-bamos doloridos y aterrados ante el asesinatotemerario que acababa de cometer, porque ase-sinato era en toda la extensión de la palabra, sin

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paliativo ni excusa, porque aquellos hombresno le habían faltado de ninguna manera. Nosafligió mucho, porque lo amábamos, y noshabía parecido un joven muy noble, hermoso ygeneroso, y habíamos creído honradamenteque era un ángel. ¿Y ahora la veíamos cometeruna acción tan cruel como aquella! ¡Cómo lorebajaba a nuestra vista, teniendo como había-mos tenido tanto orgullo de él.

Siguió hablando como si nada hubieraocurrido, contándonos sus viajes y las cosas deinterés que había visto en los enormes mundosde nuestros sistemas solares y en los de otrossistemas solares alejadísimos en los más remotodel espacia; y las costumbres de los seres in-mortales que habitan en ellos; nos fascinó, noshechizó, nos encantó a pesar de la escena la-mentable que teníamos delante de los ojos,porque las esposas de los hombrecitos muertoshabían descubierto sus cuerpos aplastados ydeformados, y lloraban sobre ellos, sollozandoy lamentándose, mientras un sacerdote, arrodi-

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llado y con las manos cruzadas sobre el pecho,rezaba; se congregaron a su alrededor muche-dumbres y muchedumbres de amigos dolori-dos, descubiertos con respeto y con las cabezasdesnudas inclinadas; a muchos de ellos les co-rrían las lágrimas por la cara, pero Satanás noprestó atención a aquella escena hasta que elligero ruido de los sollozos y de los rezos em-pezó a molestarle; entonces alargó la mano,levantó con ella la pesada tabla que servía deasiento en nuestro columpio y la dejó caer confuerza, aplastando a toda aquella gente contrala tierra lo mismo que si se hubiese tratado deotras tantas moscas, y siguió hablando con lamisma naturalidad.

¡Un ángel y había matado a un sacerdote!¡Un ángel que desconocía la manera de hacer elmal y que aniquilaba a sangre fría a centenaresde pobres hombres y mujeres indefensos queningún daño le habían hecho a él jamás! Nossentimos enfermos ante aquella hazaña espan-tosa, pensando que ninguna de aquellas pobres

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criaturas se hallaba preparada a bien morir,salvo el sacerdote, porque ninguna de ellashabía tenido la ocasión en su vida de oír la san-ta misa y de ver una iglesia. Y nosotros éramostestigos de aquello; nosotros habíamos vistocometer aquellos asesinatos, y nuestro deberera denunciarlos y dejar que la ley siguiera sucurso.

Pero él siguió hablando sin interrupción ypuso en obra sus encantamientos otra vez sobrenosotros con aquella música fatal de su voz.Nos hizo olvidarlo todo; no podíamos hacerotra cosa que escucharle, sentir amor por él,sentirnos esclavos suyos y dejar que hiciese connosotros lo que él quisiese. Nos emborrachócon el gozo de estar en su compañía, de mirardentro del cielo de sus ojos, de sentir el éxtasisque nos corría por las venas al contacto de sumano.

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CAPÍTULO III

El forastero lo había visto todo, había es-tado en todas partes, lo sabía todo y no se olvi-daba de nada. Lo que los demás necesitabanestudiar, él lo aprendía de una sola ojeada; paraél no existían dificultades. Y cuando hablaba delas cosas las hacía vivir delante de usted. Élhabía visto nacer el mundo; él había visto creara Adán; él había visto a Sansón agarrarse de lascolumnas y reducir a ruinas el templo a su al-rededor; él había visto la muerte de César; élnos contó la vida que se llevaba en el cielo; élhabía visto a los condenados retorciéndose enlas olas de fuego del infierno; él nos hizo vertodas esas cosas, porque parecía que nos encon-

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trásemos en el lugar mismo donde habían ocu-rrido, contemplándolas con nuestros propiosojos. Además, nosotros las sentíamos; pero noadvertíamos señal alguna de que fuesen para elnarrador otra cosa que simples entretenimien-tos. Aquellas visiones del infierno, aquellospobres niños, mujeres, muchachas, mozos yhombres vociferando y suplicando angustia-dos, nosotros casi no podíamos aguantarlo,pero él se mostraba tan impasible como si sehubiese tratado de otras tantas ratas de juguetecaídas en un fuego artificial.

Y siempre que hablaba de los hombres ymujeres que vivían aquí, en la tierra, y de loque hacían —aún hablando de sus actos másgrandiosos y sublimes—, nosotros nos sentía-mos secretamente avergonzados, porque de susmaneras se deducía que para él eran esos hom-bres y mujeres, y sus actos, cosas de muy pocaimportancia; a veces uno llegaba a crecer queestaba hablando de insectos.

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En una ocasión llegó a decir, con estasmismas palabras, que los que vivíamos aquíabajo éramos para él gentes muy importantes, apesar de que éramos torpes, ignorantes, trivia-les, engreídos, llenos de enfermedades y deraquitismo y completamente ruines, pobres ysin valor alguno. Lo dijo como la cosa más co-rriente, sin amargura, como una persona pu-diera hablar de ladrillos, abonos o de cualquierotra cosa que no tuviese trascendencia ni sen-timientos. Yo me daba cuenta de que él no que-ría molestar, pero para mis adentros lo califiquéde manera bastante ruda de expresarse.

—¿Ruda? —dijo él—. Esto es simplemen-te la verdad, y el decir la verdad es tener bue-nas maneras; las maneras son una ficción. Yaestá terminado el castillo. ¿Os gusta?

A cualquiera le hubiera gustado por fuer-za. Resultaba encantador a la vista, era fino yelegante, inteligentemente perfecto en todossus detalles, hasta en las banderitas que ondea-ban desde las torres. Satanás dijo que ahora

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teníamos que poner en posición la artillería,situando los alabarderos y haciendo un des-pliegue de la caballería. Los hombres y caballosfabricados por nosotros eran espectáculo dignode verse, y no se parecían en nada a lo que no-sotros nos habíamos propuesto; lo cual no esextraño, porque no nos habíamos practicado enla fabricación de tales cosas. Satanás dijo quenunca los había visto peores; cuando él los tocóy les dio vida, resultaba sencillamente ridículala manera que tenían de actuar, porque suspiernas no eran de largura uniforme. Giraban yse caían de bruces como si estuvieran borra-chos, poniendo en peligro la vida de todos losdemás que había a su alrededor, hasta que porúltimo quedaron tumbados en el suelo, sin po-der valerse y dando patadas. Aquel espectáculonos hizo reír a todos, aunque era cosa vergon-zosa de ver. Se cargaron los cañones con tierrapara disparar salvas, pero se hallaban tan torci-dos y mal fabricados que volaron en pedazos alhacerse el disparo, matando a algunos artilleros

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y dejando inútiles a otros. Satanás dijo que sinos agradaba, podría ofrecernos ahora unatempestad y un terremoto, pero que era im-prescindible que nos apartásemos un trecho, afin de situarnos fuera de peligro. Quisimos quese apartasen también los hombrecitos, pero élnos contestó que no nos preocupásemos porellos; que no tenían importancia, que si los ne-cesitábamos, podríamos fabricar más en otromomento.

Comenzó a cernerse sobre el castillo unapequeña nube tormentosa, brotaron relámpa-gos y truenos en miniatura, el suelo empezó aestremecerse, el viento sopló y silbó, cayó lalluvia y toda aquella gente corrió en tropel abuscar refugio en el castillo. La nube se fuehaciendo más negra cada vez, hasta el punto deque ya apenas podía distinguirse el castillo através de la misma; uno tras otro fueron esta-llando los rayos, atravesaron el castillo, leprendieron fuego y por entre la nube brillaronrojas y furiosas las llamas; la gente que se había

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refugiado dentro salió dando alaridos, peroSatanás los barrió hacia atrás, sin hacer caso denuestras súplicas, llantos y ruegos; en medio delos aullidos del viento, y de los retumbos deltrueno, estalló el polvorín, el terremoto abrióuna ancha grieta en el suelo, y los restos y rui-nas del castillo rodaron al abismo que se lostragó, cerrándose sobre ellos con todas aquellasvidas inocentes, y sin que se salvase ni una solade las quinientas pobres criaturas. Teníamos loscorazones destrozados; no pudimos menos dellorar.

—No lloréis —dijo Satanás—; nada valíantodos ellos.

—¡Pero es que todos han ido al infierno!—Eso no importa, podemos hacer muchí-

simos más.Fue inútil que intentásemos conmoverlo;

era evidente que carecía por completo de sen-timiento y que no conseguía comprendernos.Él, en cambio, estaba entusiasmado, y tan ale-gre como si aquello fuera una boda y no una

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degollina infernal. Se sentía además inclinado aque nosotros compartiésemos su estado deánimo y como es natural, su magia logró vercumplido su deseo. Aquello no era una dificul-tad para él; lograba hacer de nosotros lo quequería. Al poco rato nosotros bailábamos enci-ma de aquel sepulcro, mientras él tocaba uninstrumento desconocido y dulcísimo que sacódel bolsillo; en cuanto a la música, quizá nohaya otra parecida, excepto en el cielo, y de allíla había traído él según nos dijo. Lo volvía auno loco de placer; no podíamos apartar deaquel joven nuestros ojos, y las miradas que denuestros ojos salía procedían de nuestros cora-zones, y su lenguaje mudo equivalía a una ado-ración. También el baile lo trajo del cielo, y te-nía la bienaventuranza del paraíso.

Al rato dijo que tenía que salir a hacer unmandado. Pero aquella idea se nos hizo a noso-tros insoportable; nos aferramos a él, y le supli-camos que siguiese con nosotros donde estaba;esto le agradó, y nos lo dijo, asegurándonos que

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no se marcharía todavía y que esperaría unpoco más, de modo que podíamos sentarnos yhablar algunos minutos; nos dijo que el úniconombre de verdad que él tenía era el de Sata-nás, pero que deseaba ser conocido únicamentede nosotros por el mismo; había elegido otronombre para que lo llamásemos con él cuandoestaban presentes otras personas; era un nom-bre vulgar, como cualquiera de los que lleva lagente: Felipe Traum.

¡Qué raro y qué pobre sonaba para un sercomo aquel! Pero era una decisión suya, y nadadijimos; aquello bastaba.

Aquel día habíamos visto prodigios; mispensamientos comenzaron a darle vueltas a lasatisfacción que sería para mí el relatar todoaquello cuando volviese a casa; pero Satanásvio mis pensamientos y dijo:

—No; todos estos asuntos han de quedarsecretos entre nosotros cuatro. No me importaque intentéis contarlos, si así os place; pero yo

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protegeré vuestras lenguas y no escapará nadarelacionado con el secreto.

Aquello era una desilusión, pero no podíaremediarse, y nos costó algunos suspiros. Per-manecimos conversando agradablemente, élleía nuestros pensamientos y contestaba a ellos:a mí me pareció que era ésa la maravilla másgrande de todas cuantas él había hecho; perointerrumpió mis meditaciones y dijo:

—No; para ti resulta maravilloso, pero nopara mí. Yo no me hallo sujeto a las condicioneshumanas. Sé medir y comprender las debilida-des de los hombres, porque las he estudiado;pero no tengo ninguna de ellas. Mi carne no esreal, a pesar de que parezca consistente a vues-tro tacto; mis vestidos no tienen realidad; yosoy un espíritu. El padre Pedro viene —nosvolvimos a mirar pero no vimos a nadie—. To-davía él no está a la vista, pero enseguida leveréis.

—¿Le conoces a él, Satanás?—No.

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—¿No querrás hablarle cuando llegue?No es un hombre ignorante y de pocas lucescomo nosotros, y le gustará mucho hablar con-tigo. ¿Lo harás?

—En otra ocasión si, pero no ahora. De-ntro de un momento tendré que ir a realizar unencargo. Allí está ya; podéis verle. Permanecedsentados y no digáis nada.

Alzamos la vista y descubrimos al padrePedro, que se acercaba por entre los castaños.Nosotros tres nos hallábamos sentados juntosen el césped, y Satanás frente a nosotros en elcamino. El padre Pedro se acercó lentamentecon la cabeza agachada, meditando, y se detu-vo a un par de varas de nosotros; se quitó elsombrero, sacó del mismo un pañuelo de seday se enjugó la cara, pareciendo como si fuera ahablarnos, pero no lo hizo. Luego murmuró:«Yo no sé qué es lo que me ha traído aquí; ten-go la impresión de que haced un minuto mehallaba en mi despacho, aunque supongo quedebo estar soñando por espacio de una hora y

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que hice todo este trecho sin darme cuenta;porque, en estos tiempos de dificultades, ya nosoy el mismo».

Después de eso siguió moviendo la bocaen silencia, como hablando consigo mismo, yavanzó por el sendero a través de Satanás, co-mo si allí no hubiera nadie. Al ver aquello senos cortó la respiración. Sentimos impulsos degritar, como suele hacerse casi siempre queocurre una cosa sobresaltadora; pero un algomisterioso nos contuvo y permanecimos calla-dos, aunque con la respiración más apresurada.Luego los árboles ocultaron, después de unosmomentos, al padre Pedro, y Satanás dijo:

—Tal como os lo dije. Yo soy únicamenteespíritu.

—Sí, ahora lo vemos —dijo Nicolás—; pe-ro nosotros no somos espíritus. Es evidente queél no te vio; pero ¿también nosotros le resulta-mos invisibles? Porque nos miró y pareció queno nos veía.

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—En efecto, ningunos de nosotros fue vi-sible para él, porque yo lo quise así.

Aquella parecía casi demasiado grandepara ser cierto; me refiero a que estuviésemos,en efecto, presenciando cosas tan novelescas ymaravillosas, y el que no fuese todo un sueño.Y allí seguía él, sentado, con el aspecto exteriorde cualquier otra persona, completamente na-tural, sencillo, encantador y chachareando otravez lo mismo que antes. La verdad, que no esposible dar a comprender con palabras lo quenosotros sentíamos. Aquello era un éxtasis, y eléxtasis es una cosa que no puede explicarse conpalabras; produce la misma sensación que lamúsica, y nadie puede hablar de la música demanera que consiga transmitir a otra persona lasensación que le produce. Otra vez había vueltoa los tiempos antiguos y los revivía delante denosotros.¡Cuanto había visto aquel joven, cuan-to! Sólo el mirarle y el imaginarse la sensaciónque había de producir el tener a espaldas de

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uno tantísima experiencia, resultaba cosa deasombro.

Pero con aquello se sentía uno mismo do-lorosamente trivial, lo mismo que una criaturade un solo día, y además de un día brevísimo ymezquino. Y él no nos decía nada que pudieralevantar nuestro orgullo desfalleciente; no, nonos decía ni una sola palabra. Hablaba siemprede los hombres con la misma indiferencia desiempre, como quien habla de ladrillos, demontones de abono y cosas por el estilo; se veíaque para él no tenían importancia alguna, ni enun sentido ni en otro. Saltaba a la vista que élno quería lastimarnos; lo mismo que nosotrosno tenemos intención de ofender a un ladrillocuando lo menospreciamos; nada significanparea nosotros las emociones de un ladrillo;jamás se nos ocurre pensar si las tiene o no lastiene.

En cierta ocasión en que amontonaba losreyes, conquistadores, poetas, profetas, piratasy mendigos más ilustres, todos revueltos, igual

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que ladrillos en una pila, yo me sentí, impulsa-do por la vergüenza, a decir algo a favor delhombre, y le pregunté por qué razón establecíaél una diferencia tan grande entre los hombresy su propia persona. Tuvo que forcejear un ins-tante con hallar la contestación, pareciendo queno comprendía como era posible que yo leplantease una cuestión tan extraordinaria. Porfin dijo:

—¿La diferencia entre el hombre y yo?¿La diferencia entre un mortal y un inmortal?¿Entre una nueve y un espíritu? —echó mano aun piojillo de madera que reptaba por un peda-zo de corteza—.¿Qué diferencia existe entreCésar y esto?

Yo contesté:—No es posible comparar cosas que por

su naturaleza y por el intervalo que los separaresultan incomparables.

—Tú mismo has contestado a tu pregunta—dijo—. Ampliaré la contestación. El hombrefue hecho del barro. Yo mismo vi hacerlo. Yo

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no he sido creado del barro. El hombre es unmuseo de enfermedades, una residencia deimpurezas; llega hoy y mañana ha desapareci-do; empieza como barro y acaba como hedor;yo soy de la aristocracia de los imperecederos.Y el hombre tiene el sentido moral. ¿Compren-déis? El tiene el sentido moral. Esto solo seríasuficiente de por sí, para establecer una dife-rencia entre nosotros.

Se calló como si hubiese dejado dilucida-do el asunto. Yo sentí dolor porque en aquelentonces sólo tenía una idea confusa de lo queera el sentido moral. Sabía únicamente que loshombres estábamos orgullosos de poseerlo, y aloírle hablar de aquella manera sobre ese senti-do, me noté lastimado; tuve la misma sensaciónque una muchacha muy creída de que sus máspreciados atavíos causan admiración y que oyede pronto a unos desconocidos que se estánmofando de los mismos. Todos permanecimoscallados un rato; yo, por lo menos, me sentíadeprimido. Satanás empezó a charlar otra vez,

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y lo hizo enseguida de manera tan chispeante,tan alegre y tan vivaz, que mi ánimo volvió areanimarse una vez más. Dijo algunas cosasmuy agudas que nos arrancaron una tempestadde carcajadas; y cuando nos contaba lo de aque-lla vez en que Sansón ató antorchas encendidasa la cola de las zorras y las soltó por los sem-brados de maíz de los filisteos, mientras élpermanecía sentado en una cerca dándose pal-madas en los muslos y riéndose de tal maneraque le corrían las lágrimas por los carrillos, has-ta el punto de perder su equilibrio y caerse dela cerca, el recuerdo de esa escena le arrancó aél también una carcajada, y nosotros pasamosun rato encantador y delicioso. Poco despuésdijo:

—Ahora me marcho a hacer mi encargo.—¡No te marches! —dijimos todos noso-

tros—. No te marches; quédate con nosotros,porque ya no regresarás.

—Sí regresaré; os doy mi palabra.—¿Cuándo? ¿Esta noche? Dinos cuando.

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—No pasará mucho tiempo, ya lo veréis.—Nosotros te queremos.—Y yo a vosotros. Como prueba de ello

os voy a hacer una exhibición que será digna deverse. Por regla general cuando yo me marchome limito a desvanecerme; pero ahora voy adisolverme a mí mismo de manera que veáisvosotros como ocurre.

Se puso en pié y la cosa se realizó rápi-damente. Se fue adelgazando y adelgazando,hasta quedar convertido en un globito de es-puma de jabón; por toda su superficie jugue-teaban y relampagueaban los delicados coloresiridiscentes de la burbuja, y junto a ellos se dis-tinguía ese dibujo parecido al armazón de unaventana que se distingue siempre sobre el glo-bo de la burbuja de jabón. Todos habréis visto auna de esas burbujas dar en la alfombra y rebo-tar con ligereza dos o tres veces antes de esta-llar. Eso fue lo que él hizo. Dio un salto, tocó elcésped, dio otro salto, siguió adelante flotando,

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tocó otra vez, y así sucesivamente, hasta que,de pronto, ¡puff!, estalló y ya no se vio nada.

Fue un espectáculo extraordinario y dignode verse. Nosotros no pronunciamos una solapalabra, sino que permanecimos sentados lle-nos de asombro, como en un sueño, y parpa-deando; por último, Seppi se levantó y exclamósuspirando dolorosamente:

—Me imagino que nada de cuanto hemosvisto ha ocurrido en realidad.

Nicolás suspiró y dijo más o menos lomismo.

Yo me sentí desdichado oyéndoles hablarde ese modo, porque expresaban el mismo fríotemor que yo tenía en mi alma. En ese momen-to vimos al pobre padre Pedro, que regresabacaminando lentamente con la cabeza inclinada,como buscando algo sobre el suelo. Cuando seencontró ya muy cerca de nosotros, alzó la vis-ta, nos vio y dijo:

—¿Hace mucho que estáis aquí, mucha-chos?

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—Nada más que un ratito, padre.—Pues entonces habréis llegado después

de pasar yo, y quizá podáis ayudarme. ¿Vinis-teis acaso por ese mismo sendero?

—Sí, padre.—Perfectamente. También yo vine por es-

te mismo sendero. He perdido mi bolsa. Nocontenía gran cosa, pero para mí es mucho, aúnsiendo poco, porque en la bolsa estaba cuantoyo poseía. Me imagino que vosotros no lahabéis visto, ¿verdad?

—No padre, pero le ayudaremos a usted abuscarla.

—Eso era lo que yo iba a pediros. ¡Perocómo, aquí está!

Nosotros no la habíamos visto; sin em-bargo, allí estaba, en el sitio mismo que Satanáshabía ocupado cuando empezó a disolverse, sien efecto se disolvió y no fue todo pura ilusión.El padre Pedro la recogió y dio muestras dehallarse muy sorprendido.

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—La bolsa es la mía —dijo—, pero no sucontenido. Esta bolsa está abultada; la mía es-taba flaca; la mía era ligera; ésta pesa mucho.

La abrió; se hallaba atiborrada, hasta nopoder más, de monedas de oro. El padre nospermitió mirarla hasta hartarnos; desde luegoque miramos, porque jamás habíamos vistohasta entonces tantas monedas juntas. Nuestrasbocas se abrieron a un tiempo para decir: «¡Estolo hizo Satanás!». Pero no salieron de ellas pa-labra alguna. Estaba visto que no podíamoshablar lo que Satanás no quería que habláse-mos; él mismo nos lo había dicho.

—¿Sois vosotros quienes habéis hecho es-to, muchachos?

No pudimos menos de echarnos a reír; yél mismo se rió cuando pensó en lo disparatadode aquella pregunta.

—¿Quién estuvo aquí?Nuestras bocas se abrieron para contestar,

y abiertas permanecieron un momento, porquesi decíamos que nadie mentiríamos, pero tam-

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poco se nos ocurría la palabra exacta; entoncesyo pensé en la que resultaría verdadera, y ladije:

—Aquí no estuvo ningún ser humano.—Eso es —dijeron los demás, y dejaron

que sus bocas se cerrasen.—Eso no es así —dijo el padre Pedro y

nos miró con gran severidad—. Yo pasé poraquí hace un rato y en este lugar no había na-die, pero eso nada significa; alguien ha estadoaquí después. Yo no quiero decir que la perso-na en cuestión haya pasado por este lugar antesque vosotros llegaseis, y tampoco quiero decirque vosotros la hayáis visto; pero sé que al-guien ha pasado. Decidme, por vuestro honor:¿no visteis a nadie?

—No vimos a ningún ser humano.—Eso basta; tengo la seguridad de que me

estáis diciendo la verdad.Empezó a contar el dinero sobre la senda,

y nosotros puestos de rodillas le ayudamos

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ansiosamente a colocar las monedas en peque-ños montones.

—¡Hay mil ciento y pico de ducados! —exclamó—. ¡Válgame Dios, si fuesen míos, conla muchísima falta que me hacen!

Su voz se quebró y le temblaron los la-bios.

—¡Son vuestros, señor, vuestros hasta elúltimo maravedí! —gritamos todos a una.

—No, no son míos. Míos son únicamentecuatro ducados; los demás…

El hombre cayó en una especia de ensue-ño, y acariciando en sus manos algunas de lasmonedas se olvidó del lugar en que estaba; sehallaba sentado sobre sus talones y tenía suvieja cabeza blanca descubierta. ¡Qué pena da-ba verle! Por fin se despertó y dijo:

—No, no son míos. Yo no me explico co-mo puede haber ocurrido esto. Quizá algúnenemigo. Con seguridad se trata de algunatrampa que me tienden.

Nicolás dijo:

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—Padre Pedro, usted no tiene en la aldea(ni tampoco Margarita) ningún verdaderoenemigo, fuera del astrólogo. Y ninguno de losque quizá os tenga entre ojos es siquiera lo sufi-cientemente rico para arriesgar mil cien duca-dos con objeto de haceros una mala jugada.Decidme si tengo o no tengo razón en lo quedigo.

El padre Pedro no supo responder a eseargumento, y se sintió reconfortado.

—Pero fijaos que en todo caso ese dinerono es mío, no es mío.

Lo dijo con expresión de deseo, como per-sona que no lamentaría, sino que se alegraría,de que cualquiera le contradijese.

—Es de usted, padre Pedro, y nosotrossomos testigos. ¿Verdad que lo somos, mucha-chos?

—Sí, los somos, y además lo sostendre-mos.

—Benditos sean vuestros corazones. Casime habéis convencido; sí, me habéis convenci-

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do. ¡Con un centenar y pico de ducados mebastaría! Mi casa está hipotecada por esa sumay si no pagamos mañana esa cantidad, no ten-dremos cobijo para nuestras cabezas. Y yo solodispongo de esos cuatro ducados…

—Son vuestros, todos los que hay en labolsa hasta el último ardite, y estáis obligado aquedaros con ellos. Nosotros respondemos quetodo ha ocurrido honradamente. ¿Verdad quesí, Teodoro? ¿Verdad que sí, Seppi?

Nosotros contestamos que sí y Nicolásatiborró de nuevo la vieja bolsa con las mone-das y obligó a su propietario a tomarlas. Enton-ces nos dijo que dispondría de doscientos deaquellos ducados, porque su casa constituíagarantía suficiente de esa cantidad y que el re-sto del dinero lo colocaría a interés, hasta queapareciese el verdadero propietario; y que no-sotros, por nuestra parte, tendríamos que fir-marle un documento en el que constase cómohabía llegado el dinero a su poder. Ese docu-mento lo mostraría él a la gente de la aldea,

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como prueba de que no había salido él de susdificultades por ningún medio deshonroso.

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CAPÍTULO IV

Al día siguiente, cuando el padre Pedropagó a Salomón Isaacs su deuda en oro, y dejóen sus manos , a interés, el resto del dinero,aquel hecho dio lugar a inmensos comentarios.También se observó un cambio simpático: fue-ron muchos los que acudieron a su casa a pre-sentarle sus felicitaciones, y cierto número deamigos que se habían enfriado en su trato, vol-vieron a mostrarse cariñosos y afectuosos; paracolmo de todo, Margarita fue invitada a unareunión.

Y todo sin el menor misterio. El padre Pe-dro lo refirió tal y como había ocurrido, agre-gando que no se lo explicaba, aunque hasta

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donde se le alcanzaba a él, era obra de la manode la Providencia.

Hubo una o dos personas que movieronla cabeza y dijeron en privado que aquello pa-recía más bien obra de Satanás; ciertamente quepara tratarse de gentes tan ignorantes, era aquelun barrunto sorprendentemente exacto. Huboalgunos que merodearon a nuestro alrededorhuroneando astutamente, e intentando conadulaciones que nosotros, los muchachos,hablásemos y «dijésemos toda la verdad»; nosprometieron que no se lo contarían a nadie, yque sólo querían saberla para su propia satis-facción, porque todo aquel asunto resultabaextraordinariamente raro. Llegaron incluso aquerer comprar el secreto, pagándonos condinero; si hubiésemos podido, habríamos in-ventado algo que viniese bien al caso, pero nopodíamos; no teníamos habilidad para tanto, yno tuvimos más remedio que dejar pasar aque-lla oportunidad, lo que fue una verdadera lás-tima.

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No nos costó trabajo ir y venir con aquelsecreto encima; pero el otro, el grande, el mag-nífico, nos quemaba las mismas entrañas, por-que ardía por salir fuera, y nosotros ardíamospor dejarlo salir, y asombrar con él a las gentes.Pero no tuvimos más remedio que guardarlo; adecir verdad, él se guardó a sí mismo. Satanáslo dijo, y así fue. Nosotros salíamos todos losdías de la aldea y nos metíamos en los bosquespara poder hablar acerca de Satanás; a decirverdad, no pensábamos en otra cosa, ni de otracosa nos preocupábamos; día y noche estába-mos de Satanás, con la esperanza de que vinie-ra, y a medida que pasaba el tiempo más nosimpacientábamos. Ya no sentíamos ningúninterés porla compañía de los otros muchachosy no participábamos en sus juegos y empresas.Después de ver a Satanás, nos parecían dema-siado domesticados; después de las aventurasde Satanás en la antigüedad y en las constela-ciones, después de sus milagros, de su disol-

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verse y explotar, etc., las cosas de los mucha-chos resultaban insignificantes y vulgares.

Durante el primer día estuvimos llenos deansiedad por una cosa, y a cada momento, conuno u otros pretextos, nos presentamos en lacasa del padre Pedro para seguir la huella deesa preocupación. Esta se refería a las monedasde oro; temíamos que en cualquier momento sedeshiciese y se convirtiese en polvo, igual quelas monedas de los cuentos de hadas. Si ocurríaeso... Pero no ocurrió. Nadie se había quejadode nada al terminar el primer día; de modo,pues, que, en vista de aquella prueba, queda-mos convencidos de que se trataba de oro au-téntico, y desapareció esa ansiedad de nuestrasalmas.

Una pregunta deseábamos hacer al padrePedro, y por último, un poco recelosos, y des-pués de sacar a suertes con unas pajas, fuimos averlo; yo le pregunté todo lo al desgaire que mefue posible, a pesar de que mis palabras no so-

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naron tan de casualidad como yo habría queri-do, porque no supe cómo hacerlo:

—¿Qué es el sentido moral, señor?El padre Pedro miró sorprendido por en-

cima de los cristales de sus gafas voluminosas ydijo:

—Sentido moral es la facultad que noscapacita para distinguir el bien del mal.

Aquello ya era una luz, pero no un res-plandor, y yo me sentí algo defraudado, y tam-bién, hasta cierto punto, lleno de embarazo. Elpadre Pedro estaba esperando que yo siguieseadelante, y por eso, no teniendo nada más quedecir, pregunté:

—¿Y tiene algún valor?—¿Que si tiene valor? ¡Válgame Dios,

mocito! El sentido moral es lo único que elevaal hombre por encima de las bestias que pere-cen y lo hace heredero de la inmortalidad.

Estas palabras no me sugirieron ningunaotra pregunta que hacer; salí, pues, de allí conlos otros muchachos, y nos alejamos con esa

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sensación indefinida que todos hemos experi-mentado con frecuencia de encontrarnos llenos,pero no saciados. Los otros muchachos hubie-ran querido que yo me explicase, pero mehallaba fatigado.

Para salir de la casa cruzamos por la sala,y allí se encontraba Margarita enseñando a Ma-ría Lueger a tocar el espineto. De modo, pues,que ya había vuelto una de las alumnas queantes la abandonaron; una alumna que era,además, influyente; luego la seguirían las de-más. Margarita se puso en pie de un salto ycorrió a darnos otra vez las gracias, con lágri-mas en los ojos —y ya era la tercera vez— porhaberlos salvado a ella y a su tío de que los pu-siesen en la calle; nosotros le repetimos queaquello no era obra nuestra; pero ésa era la ma-nera de proceder Margarita; jamás se cansabade las gracias por cualquier cosa que uno hacíaen su favor; la dejamos pues, que hablase a gus-to suyo.

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Cuando cruzábamos por el jardín nos en-contramos a Guillermo Meidling sentado yesperando, porque se acercaba el crepúsculo yquería pedir a Margarita que saliese a pasear ensu compañía por la orilla del río cuando termi-nase la lección. Era Guillermo un abogado jo-ven, que comenzaba a prosperar y se abría ca-mino poco a poco. Le gustaba mucho Margari-ta, y él a ella. No se había retirado como losdemás, sino que durante todo aquel tiempohabía defendido su terreno. Margarita y su tíohabían tenido muy presente aquella lealtad. Eljoven no era precisamente un talento, pero síun buen mozo y bondadoso, cosas ambas queson por sí mismas una especie de talento y queayudan en la vida. Nos preguntó qué tal mar-chaba la lección, y nosotros le contestamos queestaba a punto de finalizar. Quizá era cierto loque decíamos, aunque lo dijimos al buen tun-tún, creyendo agradarle con ello, como, en efec-to, le agradó, sin que a nosotros nos costasenada.

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CAPITULO V

Al cuarto día llegó el astrólogo proceden-te de su vieja torre ruinosa del fondo del valle,donde, según yo creo, supo la noticia. Conversóen secreto con nosotros, y le dijimos lo que pu-dimos decirle, porque nos inspiraba gran te-rror. El hombre se quedó un rato meditando ymeditando para sus adentros; luego preguntó:

—¿Cuántos ducados visteis vosotros?—Mil ciento siete, señor.Entonces él, como si estuviera hablando

consigo mismo, dijo:—¡Qué cosa más curiosa! Sí, es una cosa

por demás curiosa. Una coincidencia rara.

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Acto seguido comenzó a hacernos pre-guntas sobre todo lo que ya habíamos hablado,y nosotros le contestamos. De pronto dijo:

—Mil ciento seis ducados. Es una fuertesuma.

—Siete—dijo Seppi, rectificándole.—¿Siete, decís? Desde luego que un du-

cado más o menos no tiene importancia; peroantes dijisteis mil ciento seis.

Nosotros no podíamos contestar sin peli-gro que se equivocaba, pero estábamos segurosde ello. Nicolás dijo:

—Perdónenos usted el error, pero quisi-mos decir siete.

—No tiene importancia mocito; lo dijenada más que para que supieseis que yo mehabía fijado en esa diferencia. Han pasado va-rios días y no es de esperar que os acordéis conexactitud. Esas inexactitudes pueden darse fá-cilmente cuando no existe ningún detalle espe-cial que ayude a grabar en la memoria la cuentadel dinero.

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—Pero lo hubo, señor—dijo Seppi ansio-samente.

—¿Cuál fue, hijo mío?—preguntó el astró-logo, simulando no darle importancia.

—En primer lugar, todos nosotros conta-mos los montones de dinero, uno después deotro, y todos coincidimos en la misma cantidad:mil ciento seis. Pero yo, por broma, había deja-do caer un ducado al empezar el recuento, ycuando terminó, lo volví a colocar con los de-más, y dije: «Creo que nos hemos equivocado.Son mil ciento siete; volvamos a contarlos». Asílo hicimos, y, desde luego, yo estaba en lo cier-to. Los demás se quedaron asombrados; enton-ces les dije lo que yo había hecho.

El astrólogo nos preguntó si era cierto, yle dijimos que sí.

—Eso deja decidida la cuestión —dijo—.Ya conozco ahora al ladrón. Mocitos, aquel di-nero había sido robado.

Acto continuo se marchó de allí, dejándo-nos muy turbados, y preguntándonos qué sig-

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nificaría aquello. Lo supimos alrededor de unahora después; para entonces había corrido yapor toda la aldea la noticia de que el padre Pe-dro había sido encarcelado por robar al astrólo-go una gran suma de dinero. Todas las lenguasandaban sueltas y activas. Aseguraban muchosque un acto semejante no correspondía al carác-ter del padre Pedro y que, con seguridad, setrataba de un error; pero los demás movían aun lado y otro las cabezas diciendo que la mise-ria y la necesidad eran capaces de arrastrar a unhombre a casi cualquier cosa. Sobre un detalleno existían diferencias; convenían todos en queel relato que había hecho el padre Pedro de lamanera como el dinero había llegado a sus ma-nos era completamente increíble; aquello resul-taba imposible de toda imposibilidad. Encon-trar dinero de aquella manera era cosa que po-día ocurrirle al astrólogo, ¡pero jamás al padrePedro!

Nuestro crédito empezó ahora a padecer.Éramos los únicos testigos del padre Pedro.

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¿Cuánto nos habría pagado, probablemente,para que respaldásemos su fantástica inven-ción? La gente nos interpelaba de ese modo contoda libertad y despreocupación, y cuando no-sotros les decíamos que nos creyesen que sólohabíamos contado la verdad, nos dirigían todaclase de burlas. Quienes peor nos trataban erannuestros padres. Decían éstos que estábamosdeshonrando a nuestras familias; nos ordena-ban que nos purgásemos de nuestra mentira, ycuando nosotros insistíamos en que habíamosdicho la verdad, su irritación no conocía lími-tes. Nuestras madres nos abrazaban llorando ynos suplicaban que devolviésemos el dinero delsoborno, para recuperar el honor de nuestronombre y salvar a nuestras familias de la ver-güenza, dando la cara y confesando honrada-mente. Por último, llegamos a sentirnos tanaburridos y acosados, que intentamos referirlotodo, incluyendo a Satanás y sus cosas; pero no,nos salían las palabras. Durante todo aqueltiempo nosotros esperábamos anhelábamos que

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viniese Satanás nos ayudase a salir de nuestrosapuros; pero por ninguna parte se advertía se-ñal alguna de él.

Una hora después que el astrólogo hablócon nosotros, el padre Pedro se hallaba reduci-do a prisión, y dinero el lacrado y en manos delos funcionarios de la ley. El dinero estaba de-ntro de un talego, y Salomón Isaacs dijo que élno lo había tocado desde que lo contó; se lehizo jurar que se trataba del mismo dinero, queel total ascendía a mil ciento siete ducados. Elpadre Pedro reclamó que le juzgase un tribunaleclesiástico ; pero el otro sacerdote de la aldea,el padre Adolfo, dijo que el tribunal eclesiásticono ejercía jurisdicción sobre los sacerdotes sus-pendidos. El obispo respaldó su opinión. Conello quedó definitivamente resuelto que et casosería visto ante un tribunal civil. El tribunaltardaría algún tiempo en reunirse. GuillermoMeidling defendería al padre Pedro, poniendotodo cuanto estaba de su parte; pero nos dijo ensecreto que las perspectivas eran malas porque

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de parte suya el caso resaltaba débil, y porquetodo el poder y los prejuicios estaban de la par-te contraria.

La nueva felicidad de Margarita murió demuerte rápida. Ningún amigo acudió a condo-lerse con ella, y a ninguno ella esperó; una cartasin firma dio por nula la invitación a la fiesta.Ya no se presentarían alumnas a recibir leccio-nes. ¿Cómo iba ella a pagarse el sustento? Po-día permanecer en la casa, porque la hipotecahabía sido levantada, aunque quien de momen-to tenía el dinero en la mano era el Gobierno, yno el pobre Salomón Isaacs. La vieja Úrsula,cocinera, doncella, ama de llaves, lavandera ytodo cuanto había que ser para el padre Pedro,además de haber sido antaño la niñera de Mar-garita, dijo que Dios proveería. Pero lo dijo co-mo producto de una costumbre, porque era unabuena cristiana. Desde luego, ella se proponíacolaborar en esa provisión, si hallaba manerade hacerlo.

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Nosotros, los muchachos, hubiéramosquerido ir a visitar a Margarita, demostrándolela amistad que sentíamos hacia ella; pero nues-tros padres temían ofender a la comunidad yno nos lo permitieron. El astrólogo iba de casaen casa excitando a todos contra el padre Pe-dro, asegurando que era un ladrón perdido yque le había robado mil ciento siete ducados enoro. Aseguraba que por ese detalle tenía la se-guridad de que el padre Pedro era el ladrón,pues correspondía exactamente a la cantidadque él había perdido y que el padre Pedro pre-tendía «haberse encontrado».

La tarde del cuarto día después de la ca-tástrofe se presentó la vieja Úrsula en nuestracasa y pidió que le diesen algo que lavar, ro-gando a mi madre que guardase el secreto, parano herir el orgullo de Margarita, por que si éstalo descubría, se lo prohibiría, a pesar de que aMargarita le faltaban alimentos y empezaba adebilitarse. También Úrsula llevaba ese camino,y lo dio a entender; comió todo cuanto se le

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ofreció, de la misma manera que una personahambrienta. Pero no hubo modo de convencer-la de que llevase a casa algunos alimentos, por-que Margarita no comería nada de caridad. Sellevó algunas ropas al río para lavarlas, perodesde la ventana pudimos ver que no teníafuerza bastante para manejar el palo; en vistaen hicimos volver y le ofrecimos, dinerillo, queella se resistía aceptar por miedo a que Marga-rita sospechase algo; por último, lo aceptó, di-ciendo que le diría que lo había encontrado enla carretera. Para que no fuese mentira y no secondenase su alma, hizo que yo lo dejase caeren la carretera mientras ella miraba; acto conti-nuo pasó par cerca del dinero, lo encontró, lan-zó exclamaciones de sorpresa y de gozo, lo re-cogió y se alejó de allí. Úrsula, al igual que todoel resto de la aldea, era capaz de soltar con bas-tante rapidez mentiras corrientes, sin tomarprecaución alguna por ellas contra el fuego y elazufre; pero ésta era una mentira de nueva cla-se, y presentaba un aspecto peligroso, porque

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aquella mujer carecía de práctica. Si hubiesepracticado una semana, ya no hubiera pasadoningún apuro. Así es como estamos hechos.

Yo me veía lleno de turbación, por que,¿cómo iba a vivir Margarita? No era posibleque Úrsula encontrase todos los días una mo-neda en la carretera; quizá ni aun siquiera po-dría repetir el hallazgo. Me sentía, además,avergonzado por no haberme acercado a Mar-garita, ahora que tan necesitada estaba de ami-gos; pero en eso eran mis padres quienes teníanla culpa y no yo, y no podía evitarlo.

Caminaba yo por el sendero muy desco-razonado, cuando me sentí penetrado de unasensación reconfortante, alegre y cosquilleante,igual que un burbujeo, y tan alegre, que no esposible explicarlo con palabras, porque com-prendí por esa señal que Satanás estaba cerca.Ya antes lo había observado. Un instante des-pués lo tenía junto a mí, y yo le contaba todasmis dificultades y lo que había ocurrido a Mar-garita y a su tío. Mientras hablábamos, dobla-

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mos un recodo y vi a la vieja Úrsula descan-sando a la sombra de un árbol; tenía sobre elregazo una gatita flaca y vagabunda, a la queacariciaba. Le pregunté de dónde la había saca-do, y ella contestó que había salido de los bos-ques y seguido tras ella; dijo que probablemen-te no tenía madre ni amigos, y que iba a llevár-sela a casa para cuidarla. Satanás le dijo:

—Tengo entendido que es usted muy po-bre. ¿Por qué agrega usted otra boca más a laque mantener? ¿Por qué no se lo da a algunapersona rica?

Úrsula corcoveó al oír aquello y dijo:—Quizá le agradaría a usted el quedarse

con el animal. Seguramente que es usted rico, ajuzgar por la finura de sus ropas y por sus airesde distinción.

Luego oliscó burlona y dijo:—¡Dárselo a los ricos; vaya una ocurren-

cia! Los ricos no se preocupan de nadie sino desí mismos; únicamente los pobres se compade-cen de los pobres y los ayudan. Los pobres y

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Dios. Dios proveerá a las necesidades de estegatito.

—¿En qué se funda usted para creerlo ?Los ojos de Úrsula centellearon de ira:—¡Porque lo sé! —dijo—. Ni un gorrión

cae al suelo sin que Él lo vea.—Bien, pero cae. ¿Qué se adelanta con

verlo caer?Las mandíbulas de la vieja Úrsula se mo-

vieron; pero se hallaba tan horrorizada, que nopudo, de momento, encontrar nada que decir.Cuando al fin logró dominar su lengua, bramó:

—¡Lárguese de aquí a sus asuntos, cacho-rrillo, o le tentaré las costillas con un garrote!

Yo no podía hablar de tan asustado comoestaba. Sabía que, de acuerdo con sus ideasacerca de la raza humana, le parecería a Satanáscosa sin importancia el dejarla allí muerta degolpe, porque «quedaban muchas más»; peromi lengua no se movió; me fue imposible hacer-le ninguna advertencia. Nada ocurrió, sin em-bargo; Satanás permaneció tranquilo; indiferen-

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te. Supongo que era tan imposible que Úrsulalo insultase a como es imposible que el rey sevea insultado por un escarabajo pelotero. Alpronunciar sus últimas palabras la anciana sepuso en pie de un salto, y lo hizo con tanta sol-tura como si fuese una muchacha joven. Mu-chos años habían transcurrido desde la últimavez que había realizado otra hazaña comoaquélla. Era la influencia, de Satanás; éste, don-dequiera que se presentaba, era como una brisarefrescante para los débiles y los enfermos. Supresencia afectó incluso a la gatita flaca, quesaltó al suelo y comenzó a perseguir a una hoja.Aquello sorprendió a Úrsula; se quedó mirandoal animal y asintió con la cabeza maravillada,olvidándose de su arrebato anterior.

—Pero ¿qué le ha pasado a este animal?—exclamó—. Hace un rato apenas si podía ca-minar.

—Usted no vio nunca una gatita de esaraza —dijo Satanás.

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Úrsula no tenía intención de mostrarseamiga con el burlón forastero; lo miró con aspe-reza y le replicó:

—¿Quién le ha pedido a usted que vengaaquí a molestarme?, quisiera yo saber. ¿Y dedónde le consta -á usted lo que yo he visto o nohe visto?

—Usted no ha visto nunca una gatita quetuviera la raspa de pelos de la lengua apuntan-do hacia adelante* ¿verdad que no?

—No, ni usted tampoco.—Pues bien, examine a ese gato y fíjese

bien.Úrsula se había vuelto bastante ágil, pero

la gatita más aún; no le fue posible echarle ma-no, y tuvo que renunciar al empeño. EntoncesSatanás le dijo:

—Llámela usted con un nombre, que qui-zá acuda.

Úrsula ensayó varios nombres; pero elanimal no dio señales de interés

—Llámela usted Inés. Inténtelo.

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El animalito se dio por enterado y se acer-có. Úrsula le miró la lengua y dijo:

—¡Por vida mía, que es cierto! Nunca has-ta ahora había yo visto un gato de esta clase.¿Es de usted?

—No.—¿Cómo, pues, sabe usted con tanta exac-

titud su nombre?—Porque a todas las gatas de esa raza se

las llama Inés; no responden a ningún otro.Aquello impresionó a Úrsula.—¡ Qué cosa más extraordinaria! —luego

se cubrió su cara de una sombra de turbación;se habían despertado sus supersticiones, y dejóal animalito en el suelo muy a contra voluntad,diciendo—: Me imagino que tendré que dejarlomarchar; no es que me asuste, no; no es esoexactamente, aunque el cura...; la verdad, heoído decir a la gente, a mucha gente... Además,el animal está ya perfectamente y puede bus-carse la vida —suspiró y se volvió para mar-charse, murmurando—: Sin embargo, es muy

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linda; me habría servido de muy buena compa-ñía, y la casa, en estos momentos de turbación,está muy triste y solitaria, con la señorita Mar-garita, tan afligida, convertida en una sombrade sí misma, y el anciano amo encerrado en lacárcel.

—Parece una lástima no guardarla —dijoSatanás.

Úrsula se volvió rápidamente, como si es-tuviera esperando que alguien la animase.

—¿Por qué?—preguntó ansiosamente.—Porque esta raza trae buena suerte.—¿Ah, sí? ¿Es eso cierto? ¿Usted, joven,

sabe que eso es verdad? ¿De qué manera traebuena suerte?

—Por lo menos, trae dinero.Úrsula pareció desilusionada.—¿Dinero? ¿Un gato va a traer dinero?

¡Vaya una ocurrencia! Aquí no habría modo devenderla; la gente de aquí no compra gatos;cuesta incluso trabajo el que los acepten regala-dos.

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Se dio media vuelta para marcharse.—No me refiero a venderlo. Me refiero a

que produzca ingresos. Esta clase de gatos reci-be el nombre de Gatos de la Buena Suerte. Elpropietario de los mismos encuentra todas lasmañanas en su bolsillo cuatro moneditas deplata.

Vi asomar la indignación a la cara de laanciana. Se consideró insultada. Aquel mucha-cho se estaba burlando de ella. Eso le pareció.Se metió las manos en los bolsillos y se irguiópara soltarle una fresca. El genio se le habíarevuelto y estaba irritada. Abrió la boca y pro-nunció tres palabras de una frase agresiva; perose calló en el acto, y la expresión de ira de surostro se convirtió en sorpresa, asombro, temoro algo por el estilo; sacó lentamente las manosde los bolsillos, las abrió y las mantuvo en esaactitud. En una de ellas llevaba la monedita míay en la otra veíanse cuatro moneditas de plata.Permaneció unos momentos mirándolas atóni-

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ta, quizá temiendo que las moneditas de platase evaporasen, y luego clamó con fervor:

—¡Es cierto, es cierto, y yo estoy avergon-zada, y pido perdón, oh amo querido y bien-hechor mío!

Se abalanzó hacia Satanás y le besó lamano una y otra vez, según es costumbre enAustria.

Allá en su corazón creía probablementeque se trataba de una gata bruja, agente deldemonio; no importaba; eso le daba una certezamayor de que cumpliría su cometido suminis-trando diariamente un buen pasar para la fami-lia, porque en asuntos de finanzas hasta los másbeatos de nuestros campesinos confían más enun arreglo con el diablo que con un arcángel.Úrsula marchó para su casa llevando en brazosa Inés, y yo deseé interiormente gozar del privi-legio de visitar a Margarita.

De pronto contuve la respiración, porqueestábamos allí. Estábamos en la sala, y Margari-ta nos miraba atónita. Se hallaba débil y pálida;

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pero yo estaba seguro de que semejante estadono duraría hallándose dentro de la atmósferade Satanás, como así resultó. Yo presenté a Sa-tanás —es decir, a Felipe Traum— y tomamosasiento y conversamos. Conversamos sin corte-dad. En nuestra aldea éramos gentes sencillas,y cuando un forastero resultaba persona agra-dable, nos amistábamos pronto con él. Margari-ta nos preguntó cómo había sido el entrar sinque ella nos oyese, Traum dijo que la puerta seencontraba abierta y que nosotros habíamosentrado, permaneciendo a la espera hasta queella saliese a recibirnos. Esto no era cierto; lapuerta no se encontraba abierta; nosotroshabíamos entrado a través de la pared o deltejado, bajando por la chimenea, o yo no sé có-mo; no importa; lo que Satanás deseaba quecreyese una persona, era seguro que esa perso-na había de creerlo; de modo, pues, que Marga-rita quedó completamente satisfecha con esaexplicación. En todo caso, Traum acaparaba yala parte principal de su alma; no podía apartar

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de él los ojos, de tan hermoso como lo encon-traba. Eso me halagó, haciéndome sentirmeorgulloso. Esperé que Satanás mostrase algunasde sus habilidades, pero no lo hizo. Su únicointerés pareció consistir en mostrarse amigo yen decir mentiras. Contó que era huérfano. Estohizo que Margarita se compadeciese de él. Se lecuajaron los ojos de lágrimas. Contó que nohabía conocido a su mamá; que ésta había falle-cido cuando él era un bebé; aseguró que la sa-lud de su papá estaba muy quebrantada, y queno tenía riqueza alguna —por lo menos, ningu-na riqueza que tuviese valor en la tierra—; peroque sí tenía allá en los trópicos un tío estableci-do con negocios, y que éste se encontraba enmuy buena posición, disfrutando de un mono-polio; en fin, que era este tío el que proveía asus necesidades. La simple mención de un tíobondadoso bastó para recordarle a Margarita elsuyo, y los ojos se llenaron otra vez de lágri-mas. Manifestó la esperanza de que ambos tíosllegaran algún día a conocerse. Yo me estremecí

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al oírla. Felipe dijo que él también lo esperaba,y eso me dio otro escalofrío.

—Quizá lleguen a conocerse —dijo Mar-garita—. ¿Viaja mucho el tío de usted?

—Oh, sí; viaja por todas partes; tiene ne-gocios en todos los lugares.

Siguieron charlando de ese modo, y lapobre Margarita se olvidó por lo menos duran-te un rato de sus pesares. Fue aquélla proba-blemente la única hora alegre y satisfecha deque había gozado últimamente. Vi que Felipe legustaba, tal como yo sabía de antemano. Cuan-do él le contó que estaba estudiando para elsacerdocio, pude ver que ella le quería más quenunca. Y cuando él le prometió que conseguiríaque la dejaran pasar al interior de la cárcel paraver a su tío, aquello fue el coronamiento detodo. Dijo que entregaría a los guardianes unregalito, y que ella debería ir siempre despuésde oscurecido y que no debía decir nada,«siempre enseñar este papel y pasar adelante, yvolver a enseñarlo cuando saliese». Al decirlo,

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garrapateó en el papel unos signos extraños yse lo entregó a la joven; ésta se mostró agrade-cidísima, y ya hubiera querido febrilmente queel sol se escondiese, porque antaño, en aquellostiempos crueles, no se permitía que los presosrecibiesen la visita de sus amigos, y en ocasio-nes permanecían muchos años encerrados sinver jamás un rostro amistoso. Me pareció quelas señales escritas en el papel eran un encan-tamiento y que los guardianes no sabrían lo quese hacían ni volverían nunca a recordarlo. Y, enefecto, eso fue lo que ocurrió. En ése instanteasomó Úrsula a la puerta y dijo:

—Señorita, la cena está preparada.Entonces nos vio y se pintó en su cara el

temor; me hizo señal de que me acercase a ella;yo me acerqué, y me preguntó si le habíamosdicho algo acerca de la gata. Le contesté que no,y eso le produjo alivio y me suplicó que nadadijese, porque si la señorita Margarita se ente-raba, creería que se trataba de un animal diabó-lico y mandaría venir a un sacerdote que lo

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purificase de sus actuales cualidades y entoncesya no produciría utilidad alguna. Le aseguréque nada diría, y ella se quedó satisfecha.

Empecé a despedirme de Margarita; peroSatanás me interrumpió y dijo con gran corte-sía... Bueno; no recuerdo las palabras exactas,pero en todo caso lo que él hizo fue darse porinvitado y darme también a mí por invitadopara la cena. Como es natural, Margarita sesintió llena de angustia, porque no tenía razo-nes para suponer que hubiese en casa ni la mi-tad de los alimentos necesarios para dar decomer a un pájaro enfermo. Úrsula oyó lo quedecía y entró directamente en la habitación,muy poco satisfecha. Al principio se quedóasombrada viendo el aspecto de lozanía y elcolor sonrosado de Margarita, y así lo manifes-tó; luego habló en su idioma nativo, que era elde Bohemia, y dijo, según supe después:

—Señorita, despedidlo; no tenemos bas-tante comida en casa.

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Antes que Margarita pudiera hablar, to-mo Satanás la palabra y contestó a Úrsula en elidioma de ésta, lo que constituyó para ella ypara su señorita una sorpresa. Lo que dijo fue:

—¿No la vi yo a usted hace un rato en lacarretera?

—En efecto, señor.—Eso me agrada; ya veo que usted me ha

recordado —se adelantó hacia ella y le cuchi-cheó al oído—: Ya le dije que es una gata de labuena suerte. No pase usted apuros; ella pro-veerá.

Estas palabras borraron de la pizarra delos sentimientos de Úrsula toda clase de pre-ocupaciones y en sus ojos brilló una alegríaprofunda de tipo financiero. El valor de la gataaumentaba. Había llegado el momento de queMargarita se diese de alguna manera por ente-rada de la invitación de Satanás, y lo hizo de lamejor manera, de la manera honrada que eranatural en ella. Aseguró que era poco lo que

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tenía que ofrecer, pero que si queríamos com-partirlo con ella, nos daba la bienvenida.

Cenamos en la cocina, y Úrsula sirvió a lamesa. Había en la sartén un pescado pequeño,bien frito, moreno y apetitoso; pudimos ver queMargarita no esperaba disponer de un alimentotan respetable como aquél. Úrsula lo sirvió yMargarita lo repartió entre Satanás y yo, rehu-sando servirse ella; empezaba a decir que no leapetecía ese día el pescado, pero no acabó lafrase. Y no la acabó porque vio que había apa-recido en la sartén otro pescado. Se mostró sor-prendida, pero no dijo una palabra. Probable-mente pensó preguntar más tarde a Úrsula quéera aquello. Le esperaban otras sorpresas: car-ne, caza, vinos y frutas, cosas todas que no sehabían conocido durante los últimos tiemposen aquella casa; pero Margarita no dejó escaparexclamaciones y llegó incluso a no manifestarsorpresa, lo cual era, desde luego, efecto de lainfluencia de Satanás. Este hablaba constante-mente, atendía a todo e hizo que el tiempo

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transcurriese de una manera agradable y ale-gre; aunque dijo una buena cantidad de menti-ras, eso no resultaba malo en él, porque no pa-saba de ser un ángel y no sabía cosa mejor. Losángeles no distinguen el bien del mal; yo losabía, porque recordaba lo que él había dicho aese respecto. Insistió en el lado bueno de Úrsu-la. Se la elogió a Margarita, de una manera con-fidencial, pero hablando en voz lo bastante altapara que Úrsula le oyese. Dijo que era una mu-chacha excelente y que esperaba poder algúndía juntarlos a. ella y a su propio tío.

Úrsula no tardó en empezar a hacer re-milgos y a sonreírse bobaliconamente de unamanera ridícula, haciéndose la jovenzuela,planchando con la mano su vestido y conto-neándose lo mismo que una vieja gallina loca,simulando en todo ese tiempo que no oía lo queSatanás estaba diciendo. Yo me sentí avergon-zado, porque de esa manera nos presentaba talcual Satanás pensaba de nosotros, es decir, quesomos una raza idiota y trivial. Satanás dijo que

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su tío daba muchas fiestas, y que si tuviese unamujer inteligente para presidirlas, duplicaríacon ello los atractivos de su casa.

—Pero el tío de usted es un caballero, ¿noes cierto? —preguntó Margarita.

—Sí —dijo Satanás sin darle importan-cia—; hay quienes incluso, y por puro cumpli-do, lo tratan de príncipe; pero él no tiene nadade exclusivista; para él sólo existe el méritopersonal, y nada significa el rango.

Yo tenía la mano colgando a un lado demi silla; se me acercó Inés y me lamió; esa ac-ción sirvió para revelar un secreto. Sentí impul-sos ,de decir: «Todo ha sido un error; ésta esuna gata corriente y moliente; los pelillos de sulengua tienen la punta hacia dentro, no haciafuera». Pero no me salieron las palabras, por-que no podían salirme. Satanás me miró son-riente y yo comprendí.

Llegada la noche, Margarita puso alimen-tos, vino y frutas en un cestillo y corrió a la cár-cel, mientras Satanás y yo íbamos camino de

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casa. Yo iba pensando para mis adentros queme gustaría ver cómo era la cárcel por dentro;Satanás oyó ese pensamiento mío, y un instantedespués nos encontrábamos dentro de la cárcel.Satanás me dijo que aquélla era la cámara delos tormentos. Allí estaba el potro, y allí se veí-an otros instrumentos de tortura; también col-gando de las paredes un par de linternashumeantes, que contribuían a dar al lugar unaspecto tenebroso y terrible. Veíanse allí algu-nas personas —los verdugos—; pero como na-die se fijó en nosotros, comprendí que éramosinvisibles. Atado al potro estaba un joven; Sa-tanás dijo que se sospechaba que era un hereje,y los verdugos se preparaban a averiguarlo.Conminaron al hombre a que confesase la ver-dad de la acusación, y él dijo que no podíahacerlo porque no era verdad. En vista de elloprocedieron a meterle pequeñas astillas pordebajo de las uñas y lanzó alaridos de dolor.Satanás no dio muestras de turbación; pero yono pude resistirlo y hubo necesidad de sacarme

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rápidamente de allí. Estaba débil y mareado;pero el aire fresco me reavivó, y caminamoshacia mi casa. Yo dije que aquello era una bru-talidad.

—No; eso es una cosa propia de hombres.No debes ofender a los brutos aplicándolesmalamente la palabra brutalidad, porque no selo merecen —siguió expresándose en ese to-no—. Así es vuestra raza miserable. No haceotra cosa que mentir, jactándose siempre devirtudes de que carece y negándoselas a losanimales de tipo más elevado, que son los que,en efecto, las poseen. Ningún bruto cometejamás una crueldad. La crueldad es monopoliode quienes poseen el sentido moral. Cuando unbruto inflige un dolor, lo hace de un modo ino-cente, no comete una mala acción; para el brutono existe el mal. Y tampoco inflige dolor por elpuro gusto de infligirlo. Eso lo hace únicamenteel hombre, ¡inspirado por ese ruin sentido mo-ral suyo! La función de este sentido consiste endistinguir entre el bien y el mal, con libertad de

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elegir entre los dos para actuar. ¿Qué ventajapuede producir eso? El hombre se pasa la vidaeligiendo, y en nueve de cada diez casos optapor el mal. No debería existir el mal, y si nofuese por el sentido moral, no existiría. Pero,con todo eso, el hombre es una criatura tanirracional que no alcanza a darse cuenta de queel sentido moral lo rebaja hasta el plano inferiorde los seres animados y constituye una facultadvergonzosa. ¿Te sientes ya mejor? Pues enton-ces voy a mostrarte algo.

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CAPITULO VI

Un instante después nos encontrábamosen una aldea de Francia. Cruzamos por unagran fábrica de no sé qué, en la que había hom-bres, mujeres y niños que trabajaban en mediodel calor, de la suciedad y de una nube de pol-vo, y estaban, además, vestidos de harapos ycargados de espaldas sobre su trabajo, porqueestaban agotados y hambrientos, débiles y en-tontecidos. Satanás dijo:

—Aquí tienes un ejemplo del sentido mo-ral. Los propietarios son ricos y muy religiosos;pero el jornal que pagan a estos pobres herma-nos y hermanas suyos alcanza únicamente paraimpedir que se caigan muertos de hambre. Las

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horas diarias de trabajo son catorce, invierno yverano, desde las seis de la mañana hasta lasocho de la noche. Los niños pequeños, lo mis-mo que los demás. Y tienen además que ir yvenir desde las pocilgas en que viven (cuatromillas de ida y cuatro de vuelta), un año sí yotro también, por entre el barro y el fango, lanieve, la cellisca, la tormenta, diariamente. Dis-ponen de cuatro horas para dormir. Viven jun-tos, como una jauría de perros, tres familias encada habitación, en medio de una suciedad yun hedor inimaginables; llega una epidemia ymueren como moscas. ¿Han cometido algúncrimen estos seres sarnosos? No. ¿Qué hanhecho para verse castigados de ese modo? Na-da en absoluto, salvo el haber nacido como in-dividuos de vuestra estúpida raza. Has vistocómo tratan allí, en la cárcel, a un delincuente,y aquí ves como tratan a los inocentes y a loshonrados. ¿Hay lógica en esa raza tuya? ¿Salenmejor librados estos inocentes malolientes queaquel hereje? Desde luego que no; el castigo del

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hereje es una futesa comparado con el de losinocentes. Después que nosotros nos marcha-mos de la cárcel, lo descoyuntaron en el potro ylo trituraron hasta dejarlo reducido a pedazos ya pulpa; ha muerto ya, liberándose así de vues-tra inapreciable raza; pero estos pobres esclavosde aquí llevan años muriéndose, y a algunos deellos les quedan todavía años durante los cua-les no podrán huir de sus vidas. El sentido mo-ral es el que enseña a los propietarios de la fá-brica cuál es la diferencia entre el bien y el mal,y a la vista tienes el resultado. Se creen mejoresque los perros. ¡Qué raza más falta de lógica yde razón la vuestra! ¡Qué raza más ruin, sí, quéindeciblemente ruin!

Y a continuación, renunciando a hablar enserio, se excedió a sí mismo haciendo mofa denosotros, burlándose del orgullo que sentimospor nuestras hazañas guerreras, nuestros gran-des héroes, nuestros hombres de fama impere-cedera, nuestros reyes poderosos, nuestras aris-tocracias añejas, nuestra Historia venerable. Y

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se reía a carcajadas y carcajadas, hasta el puntode que yo me sentía enfermo de oírle; finalmen-te, se moderó un poco y dijo:

—Después de todo, la cosa no es comple-tamente ridícula, está revestida de una especiede patetismo cuando uno recuerda qué escasosson los días de vuestras vidas, qué infantilesvuestras pompas, y que, en suma, no sois otracosa que sombras.

De pronto, desaparecieron de mi vista to-das las cosas, y yo me di cuenta de lo que aque-llo significaba. Un instante después nos paseá-bamos por nuestra aldea; a lo lejos, en direcciónal río, vi centellear las luces del Ciervo de Oro.De pronto oí un grito gozoso en la oscuridad:

—¡Ya ha venido otra vez!Era Seppi Wohlmeyer. Había sentido que

la sangre corría a saltos por sus venas y que suánimo se exaltaba de un modo que sólo podíasignificar una cosa; comprendió que Satanásestaba cerca, a pesar de que la oscuridad le im-pedía verlo. Vino hacia nosotros y paseamos

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juntos, mientras Seppi dejaba escapar sus votos,lo mismo que una fuente de agua. Era como siel muchacho hubiese sido .un enamorado queacabase de encontrar a la amada de su corazón,que se había extraviado. Seppi era un mucha-cho serio y entusiasta, dotado de animación yde expresividad, que contrastaba con la manerade ser de Nicolás y con la mía. En ese momentose hallaba embebido hasta rebosar del últimosuceso misterioso, a saber: La desaparición deHans Oppert, el vagabundo de la aldea.

—La gente —nos dijo Seppi— empezabaa sentir curiosidad por esa desaparición.

No dijo que la gente sentía ansiedad —lapalabra exacta fue curiosidad, y aun ésa resul-taba bastante fuerte—. Nadie había visto aHans durante dos días.

—La verdad es que no lo han visto desdeque realizó aquel acto brutal —dijo Seppi.

—¿Qué acto brutal? —la pregunta habíapartido de Satanás.

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—Pues veréis: Hans da constantementede garrotazos a su perro, un perro bondadoso,su único amigo, un animal lleno de lealtad, quelo quiere a él y que jamás hace daño a nadie;hace dos días volvió a pegarle, por nada, porpuro gusto, y el perro aullaba y gemía. Teodoroy yo le suplicamos también; pero Hans nosamenazó y volvió a apalear al perro con todassus fuerzas hasta que le saltó un ojo. Entoncesnos dijo: «Ahí tenéis; espero que ahora estaréissatisfechos; eso es lo que habéis conseguidopara el perro con vuestro condenado entreme-timiento». Y se echó a reír el bruto cruel.

La voz de Seppi temblaba de compasión yde ira. Yo barrunté lo que Satanás iba a decir, ylo que dijo, en efecto:

—Otra vez nos sale al paso la equivocadapalabra, esa calumnia miserable. No son losbrutos los que actúan de ese modo, son única-mente los hombres.

—Bueno; la verdad es que fue una accióninhumana.

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—No, Seppi, no lo fue; fue una acciónhumana, característicamente propia de hom-bres. No resulta agradable oír cómo calumniasa los animales superiores atribuyéndoles dispo-siciones de las que se encuentran libres, y queúnicamente pueden encontrarse en el corazónde los hombres. Ninguno de los animales supe-riores se encuentra inficionado con la enferme-dad llamada el sentido moral. Seppi, purifica tulengua; renuncia a emplear esas frases embus-teras.

Satanás hablaba con mucha severidad,impropia de él, y a mí me pesó el no haber ad-vertido a Seppi que tuviese más cuidado conlas palabras que empleaba. Me daba cuenta decuáles eran en ese momento los sentimientosdel muchacho. Seppi no hubiera querido ofen-der a Satanás; habría preferido mejor ofender atoda su propia raza. Hubo un momento de si-lencio desasosegado, pero pronto nos llegó elalivio; aquel pobre perro se nos acercó con elojo colgando y fue derecho a Satanás; empezó a

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gemir y a murmurar de un modo entrecortado,y Satanás empezó a contestarle de idéntica ma-nera, siendo evidente que ambos conversabanen el lenguaje de los perros.

Nos sentamos todos en el césped, a la luzde la luna, porque las nubes se estaban desga-rrando, y Satanás colocó sobre sus rodillas lacabeza del perro, volviendo a colocarle el ojo ensu lugar; el perro se sintió bien, movió la cola,lamió la mano de Satanás, adoptó una expre-sión de gratitud y le dio salida en su lenguaje;aunque yo no entendía las palabras, compren-día lo que el perro estaba diciendo. Acto conti-nuo, hablaron los dos un poco, y Satanás dijo:

—Dice que su amo estaba borracho.—Sí, lo estaba—dijimos nosotros.—Y que una hora después se despeñó por

el precipicio que hay más allá de la dehesa delPeñascal.

—Conocemos ese lugar; dista de aquí tresmillas.

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—El perro ha estado muchas veces en laaldea, suplicando a la gente que fuese hasta allí;pero se limitaron a ahuyentarlo, sin quereratender a lo que decía.

Nosotros nos acordamos de que eso era,en efecto, verdad; pero no habíamos compren-dido lo que el perro quería.

—Lo único que el perro quería era llevarayuda al hombre que le había maltratado; úni-camente pensó en eso, y ni ha comido mientrastanto ni ha buscado alimento. Ha montado laguardia junto a su amo durante dos noches.¿Qué pensáis ahora de vuestra raza? ¿Es queestá reservado el cielo para ella, mientras que alperro le está prohibida la entrada, según osenseñan vuestros maestros? ¿Es capaz vuestraraza de añadir nada al catálogo de normas mo-rales y de generosidades de este perro? —Satanás habló al perro, y éste saltó lleno de feli-cidad y de ansiedad, en apariencia esperandoórdenes, impaciente por ejecutarlas—. Id enbusca de algunos hombres; acompañad al pe-

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rro, él os enseñará dónde se encuentra aquelmiserable; llevad con vosotros a un sacerdotepara disponer todo lo relativo al seguro, porquela muerte está cerca.

Al pronunciar la última palabra, se des-vaneció, con gran dolor y desilusión nuestra.Buscamos a algunos hombres y al padre Adolfoy presenciamos la muerte de aquel hombre. Anadie le importó nada que muriese, salvo alperro; éste dio señales de dolor y de sentimien-to, lamió la cara del difunto y no hubo modo deconsolarlo. Enterramos el cadáver en el mismolugar, sin féretro, porque no tenía dinero ni másamigos que el perro. Si hubiésemos llegado unahora antes, el sacerdote habría dispuesto detiempo para enviar al pobre hombre al cielo,pero ahora había ido a los fuegos tremendosdel infierno, para quemarse allí por toda laeternidad. Daba verdadera pena pensar que enun mundo donde son tantas las personas queno saben cómo matar su tiempo, no se dispu-siese de una horita en favor de aquel pobre

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individuo que tanto la necesitaba, y para el queesa hora equivalía a la diferencia que existeentre la felicidad eterna y el dolor eterno. Esodaba una idea abrumadora del valor de unahora; me pareció que ya no podría yo perderuna sola en mi vida sin sentir remordimiento yterror.

Seppi se hallaba muy deprimido y pesa-roso; dijo que era mucho mejor ser perro y nocorrer unos riesgos tan espantosos. Nos lleva-mos al perro a casa y lo guardamos como nues-tro. Mientras caminábamos, tuvo Seppi un pen-samiento admirable, que nos alegró y nos hizosentirnos mucho más satisfechos. Dijo que elperro había perdonado al hombre que tantodaño le había hecho y que quizá Dios aceptaríacomo buena esa absolución.

Vino tras esto una semana muy aburrida,porque Satanás no se nos presentó. No ocurríanada de importancia y nosotros los muchachosno podíamos arriesgarnos a ir de visita a casade Margarita, porque eran noches de luna y si

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lo intentábamos podrían descubrirlo nuestrospadres. Pero tropezamos un par de veces conÚrsula, que se paseaba por los prados del otrolado del río para que su gata se airease; por ellasupimos que todo marchaba admirablemente.Vestía ropas elegantes y nuevas y todo su as-pecto era de prosperidad. Las cuatro monedasde plata diarias le llegaban sin interrupción,pero no necesitaba gastarlas en comprar ali-mentos, vino y otras cosas por el estilo, porquela gata se cuidaba de todo eso.

Margarita llevaba su abandono y aisla-miento bastante bien, tomado todo en conside-ración, y estaba animosa gracias a la ayuda deGuillermo Meidling. La joven pasaba todas lasnoches una o dos horas en la cárcel con su tío, yhabía engordado a éste gracias a las aportacio-nes de la gata. Pero sentía curiosidad por sabermás cosas acerca de Felipe Traum, y esperabaque yo volviese con él a la casa. Úrsula tambiénsentía curiosidad por Felipe, y nos hizo muchaspreguntas referentes a su tío. Los muchachos se

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rieron muchísimo, porque yo les había contadolas paparruchas con que Satanás le había atibo-rrado el cerebro. No logró que nuestras contes-taciones la dejasen satisfecha, porque nuestraslenguas estaban atadas.

Úrsula nos proporcionó una pequeña no-ticia: como ahora abundaba el dinero, habíatomado un criado que la ayudase en las laboresde la casa y le hiciese los recados. Intentó dar-nos esa noticia como cosa corriente y sin impor-tancia, pero el hecho le producía tal orgullito yengreimiento, que éstos se le transparentaroncon toda claridad. Era cosa magnífica el con-templar cómo disimulaba la satisfacción que leproducían tales grandezas, ¡pobrecita!; perocuando nosotros oímos el nombre del criado,nos preguntamos si Úrsula había procedido conabsoluta prudencia; aunque nosotros éramosjóvenes, y poco reflexivos muchas veces, te-níamos en ciertos asuntos una percepción bas-tante buena. El tal criado era el muchachoGottbrield Narr; era éste un pobre ser de cortos

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alcances y bondadoso, sin que pudiera decirsenada malo de él ni ponérsele ninguna tachapersonal; sin embargo, existían recelos acercade él, y con razón, porque aún no hacía seismeses que había caído sobre su familia unavergüenza y una deshonra de tipo social: por-que su abuela había sido quemada por bruja.Cuando corre por la sangre de una familia esaclase de enfermedad, no siempre se cura que-mando a una sola persona. No eran aquéllosmomentos como para que Úrsula y Margaritaanduviesen en relaciones con un miembro desemejante familia, porque durante el últimoaño el terror a las brujas había estallado conuna violencia jamás alcanzada hasta entonces,según el recuerdo de los aldeanos más viejos.Bastaba la simple mención de una bruja paraque todos desvariásemos casi de espanto. Eranatural, porque en los últimos años se habíanvisto más clases de brujas que las corrientes;antaño la bruja era simplemente una mujer vie-ja, pero en los últimos años las había habido de

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todas las edades, incluso niñas de ocho y denueve años; las cosas se ponían de tal manera,que cualquiera podía resultar un buen día fami-liar del diablo, sin que tuvieran que ver con ellola edad y el sexo. Habíamos intentado en nues-tra pequeña región extirpar las brujas, perocuantas más quemábamos, más se multiplicabaesa raza.

Cierta vez, y en una escuela para niñasque sólo distaba diez millas de nuestra aldea,descubrieron las maestras que una de las niñastenía la espalda completamente roja e inflama-da y se asustaron muchísimo, creyendo queaquéllas eran las marcas del diablo. La niñatambién se asustó, suplicándoles que no la de-nunciasen y asegurando que sólo se trataba depulgas; pero, como es natural, no era posibledejar en ese estado el asunto. Se pasó revista atodas las niñas, y se encontró que de cincuentahabía once malamente marcadas, y las demásun poco menos. Se nombró una comisión, perolas once se limitaron a pedir llorando que las

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llevasen a donde estaban sus mamas, negándo-se a confesarse culpables. Entonces las encerra-ron, separadas unas de otras, en cuartos oscu-ros, dándoles únicamente a comer durante diezdías y diez noches pan negro y agua; al cabo deese tiempo aparecieron macilentas y desatina-das, con los ojos secos, y ya no volvieron a llo-rar, limitándose a permanecer sentadas y a mo-ver sus bocas, sin querer tomar alimento.

Por último, una de las muchachas confesóy aseguró que ella había cabalgado con fre-cuencia por los aires montada en escobas hastael aquelarre sabatino de las brujas, en un j lugarsolitario en lo alto de las montañas, y que allíhabía bailado, bebido y celebrado orgías convarios centenares de brujas y con el Malo,habiéndose portado todas de manera escanda-losa, injuriando a los sacerdotes y blasfemandode Dios.

Eso es lo que dijo la niña, no en forma na-rrativa, porque era incapaz de acordarse deninguno de aquellos detalles sin que antes se

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los fuesen trayendo a la memoria, uno despuésde otro; pero eso es lo que hizo la comisión,cuyos miembros sabían muy bien las preguntasque tenían que hacer, porque desde dos siglosantes estaba redactado el cuestionario para usode los miembros de los tribunales de brujas.Ellos preguntaban: «¿Hiciste esto y lo otro?», yla interesada contestaba siempre que sí, conexpresión de aburrimiento y de fatiga y sin elmenor interés en el interrogatorio. Por eso,cuando las otras diez niñas se enteraron de quesu compañera había confesado, confesarontambién y contestaron sí a todas las preguntas.Acto continuo, fueron quemadas todas en elposte, cosa muy justa y puesta en razón, y detodo el país acudieron gentes a presenciar elacto.

Yo acudí también; pero cuando vi queuna de ellas era una muchachita dulce y bona-chona, con la que yo solía jugar, y la vi encade-nada al poste de una manera lastimosa y a sumadre llorando sobre ella y comiéndosela a

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besos agarrada a su cuello, gritando: «¡Oh Diosmío, oh Dios mío!», me pareció tan horrendo,que me alejé de allí.

Cuando quemaron a la abuela de Gott-frield hacía un tiempo crudísimo Se la acusó deque había curado jaquecas sobando con susdedos la cabeza y el cuello del paciente —segúnella dijo—; pero la verdad era, según dijerontodos, que había curado las jaquecas con ayudadel diablo. Iban a examinarle el cuerpo, peroella se lo prohibió y confesó sin más que aquelpoder le venía del diablo. Señalaron, pues, lamañana siguiente, a una hora temprana, paraquemarla en la plaza del mercado. El primeroen llegar fue el funcionario que tenía que pre-parar el fuego, y lo preparó. Luego llegó ella,conducida por los corchetes, que la dejaron allíy marcharon a traer a otra bruja. La familia nola acompañó en aquel trance, porque si la con-currencia se excitaba, quizá los habría injuriadoy hasta apedreado. Yo me acerqué y le di unamanzana. La anciana estaba acurrucada junto al

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fuego, calentándose y esperando; tenía sus po-bres labios y manos amoratados de frío. Seacercó luego un forastero. Era un caminanteque pasaba por allí; habló a la vieja con cariño,y viendo que no había cerca nadie más que yo,dijo que la compadecía. Le preguntó si era cier-to lo que había confesado, y ella le contestó queno. El hombre se mostró sorprendido y máspesaroso todavía, y preguntó:

—¿Por qué confesó usted, pues?—Soy anciana y muy pobre —dijo— y

trabajo para ganarme la vida. No había otrorecurso que confesar. Si yo no hubiese confesa-do quizá me hubiesen puesto en libertad. Ellohabría equivalido para mí a la ruina, porquenadie habría olvidado que yo había sido sospe-chosa de brujería; nadie me habría dado ya tra-bajo, y a cualquier casa que me acercase mehabrían echado los perros. Antes de poco memoriría de hambre. Es preferible el fuego; elhambre no es rápida. Vosotros dos os habéis

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mostrado bondadosos conmigo, y os doy lasgracias.

Se acercó aún más al fuego y extendió susmanos para calentárselas; los copos de nievecaían con suavidad y lentitud sobre su viejacabeza blanca, blanqueándosela todavía más.Ya para entonces se estaba congregando la mul-titud; alguien arrojó con violencia un huevo,que dio a la vieja en un ojo, se rompió y su con-tenido le corrió por la cara. Aquello provocóuna carcajada.

Referí a Satanás todo lo relativo a las onceniñas y a la vieja en cierta ocasión, pero mi rela-to no le produjo efecto alguno. Se limitó a decirque eran cosas de la raza humana y que ningu-na importancia tenía lo que esa raza pudierahacer. Me dijo además que él había sido testigopresencial; que la raza humana no había sidocreada de la arcilla; que había sido formada delbarro, por lo menos, una parte de esa raza.Comprendí que se refería al sentido moral. Sa-tanás vio el pensamiento en mi cerebro, y eso le

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cosquilleó, haciéndole soltar la carcajada. Actocontinuo llamó a un buey que estaba pastando,lo acarició y le habló, y luego dijo:

—Ahí tienes; éste no volvería locas dehambre y de espanto y de soledad a unas niñas,para luego quemarlas por haber confesado co-sas inventadas para sugerírselas y que jamáshabían ocurrido. Tampoco destrozaría los cora-zones de pobres ancianas inocentes, aterrori-zándolas hasta hacerlas perder toda su confian-za en los individuos de su propia raza, y tam-poco las insultaría en su agonía mortal. Porqueeste buey no está mancillado con el sentidomoral, sino que es como los ángeles, desconoceel mal y nunca lo practica.

A pesar de ser tan encantador, Satanássabía hablar de un modo cruelmente insultantecuando le parecía bien, y hablaba de ese modosiempre que se le llamaba la atención sobre laraza humana. Al oírla mencionar alzaba desde-ñoso la nariz y jamás tenía para ella una pala-bra cariñosa.

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Pues bien, y como iba diciendo: nosotroslos muchachos sentimos dudas de si Úrsulahabía elegido bien el momento de tomar comocriado a un miembro de la familia Narr. Está-bamos en lo cierto. Cuando la gente se enteró,se mostró naturalmente indignada. Además, siMargarita y Úrsula no tenían bastante paracomer ellas mismas, ¿de donde procedía el di-nero necesario para dar de comer a otra boca?Eso era lo que querían saber, y para averiguarlodejaron de evitar el trato de Gottfrield y co-menzaron a buscar su compañía y a conversaramistosamente con él. El muchacho se sintiócomplacido —porque no receló nada malo nivio tampoco la trampa que se le tendía— y seexpresó con toda inocencia, no mostrando ma-yor discreción que la de una vaca.

—¿Dinero? —dijo—. Lo tienen en abun-dancia. Me pagan dos moneditas de plata a lasemana, además de la manutención. Os aseguroque comen de lo bueno, y que ni el príncipemismo tiene su mesa mejor provista.

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Afirmación tan asombrosa fue llevada porel astrólogo al padre Adolfo cierto domingo porla mañana, cuando regresaba a casa después dedecir misa. El sacerdote se sintió profundamen-te afectado, y dijo:

—Será preciso investigar este asunto,Aseguró que en el fondo de aquello exis-

tía seguramente brujería, y ordenó a los aldea-nos que reanudasen sus relaciones con Marga-rita y con Úrsula de una manera particular ysin ostentación, pero que abriesen bien los ojos.Les dijo que se guardasen lo que viesen y queno despertasen sospechas entre la gente de lacasa. Al principio los aldeanos se mostraronreacios a entrar en un lugar tan terrible; pero elsacerdote les aseguró que mientras estuviesendentro de la casa gozarían de su protección yno les ocurriría daño alguno, especialmente sillevaban con ellos un poco de agua bendita ytenían a mano sus rosarios y sus cruces. Conesto ge sintieron tranquilos y dispuestos a ir; laspersonas más bajunas se sintieron incluso acu-

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ciadas por la envidia y la maldad para esas visi-tas.

De modo, pues, que la pobre Margaritavolvió a gozar de compañía, sintiéndose satis-fecha como una gata. Era una mujer como casitodas las demás, es decir, que tenía las condi-ciones humanas, sintiéndose feliz en los mo-mentos de prosperidad y algo inclinada a hacerun poco gala de los mismos; se sintió humana-mente satisfecha de que la gente la tratase concariño y de que sus amigas y la aldea toda vol-viese a dedicarle sus sonrisas, porque quizá elverse abandonada de sus convecinos y dejadaen desdeñosa soledad es la cosa más dura desoportar.

Se vinieron al suelo las barreras, y todospodíamos ir a casa de Margarita, como en efec-to fuimos, los padres y todos, un día tras otro.La gata comenzó a dar de si cuanto podía. Ellaproveía con lo mejor de lo mejor para aquellasvisitas, y proveía en abundancia, incluso mu-chos platos y clases de vino de los que aquella

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gente no había probado hasta entonces y que nisiquiera conocía de nombre, como no fuese desegunda mano y de la boca de los criados delpríncipe. También la vajilla era superior a lacorriente.

Había ocasiones en que Margarita llegabaa turbarse y acosaba con preguntas a Úrsulahasta hacerse pesada; pero Úrsula defendía suterreno, se aferraba a que era cosa de la Provi-dencia, y para nada mencionaba a la gata. Mar-garita sabía que nada es imposible para la Pro-videncia, pero no podía evitar que la asaltasenciertas dudas de que este esfuerzo venía de allí,aunque sentía miedo de decirlo, por temor aque naciese de allí un desastre. Se le ocurrióque quizá fuese cosa de brujería, pero apartó desí ese pensamiento, porque todo aquello ocu-rría antes que Gottfrield entrase a servir en lacasa y porque le constaba que Úrsula era mujerpiadosa y que odiaba profundamente a las bru-jas. Para cuando llegó Gottfrield a la casa yahabía quedado establecido que la cosa era obra

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de la Providencia; no había posibilidad deechar de su posición a la Providencia, y era éstala que se ganaba todo el agradecimiento. Lagata no murmuraba e iba y venía muy tranqui-la, mejorando el estilo y la prodigalidad de susdones a medida que ganaba en experiencia.

En toda comunidad, grande o pequeña,existe siempre una proporción bastante impor-tante de personas que no son por naturaleza niruines ni desagradecidas, y que jamás hacennada desagradable salvo cuando se sientenatosigadas por el miedo o cuando su propiointerés se ve en gran peligro, o por alguna otrarazón parecida. La aldea de Eseldorf tenía suproporción de esta clase de personas, cuya in-fluencia bondadosa y benévola se dejaba sentirde ordinario; pero aquéllos no eran tiemposordinarios —debido al terror de las brujas—; demodo, pues, que parecía que no habían queda-do corazones bondadosos y compasivos dequienes poder hacer mención.

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Todo el mundo se hallaba aterrado ante elinexplicable estado de cosas de la casa de Mar-garita, no dudaba que en el fondo el asunto eracuestión de brujería, y el pánico los tenía enlo-quecidos. Como es natural, había quienes sentí-an compasión de Margarita y de Úrsula pen-sando en el peligro que las amenazaba; perotambién, como es natural, no lo decían, porqueel hablar no era prudente. Por ello los demáscampaban por sus respetos y nadie previno a laignorante joven y a la estúpida mujer ni lesaconsejó que variasen de conducta. Nosotroslos muchachos habríamos querido prevenirlas,pero el miedo hacía que nos echásemos atráscuando llegaba el instante. Nos parecía que noéramos lo bastante varoniles ni valerosos pararealizar una acción generosa si ésta podía me-ternos en apuros. Ninguno de nosotros confesóesta pobreza de ánimo a los demás; hicimos loque los demás habrían hecho: dejar el tema yhablar de cualquier otra cosa.

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Yo sabía que todos nosotros experimentá-bamos la sensación de cometer una ruindadcomiendo y bebiendo los manjares y bebidasdelicados de Margarita con aquella concurren-cia de espías, mimándola y felicitándola juntocon los demás y viendo avergonzados lo estú-pidamente feliz que ella era, sin decirle unasola palabra para ponerla en guardia. Porqueen verdad que Margarita era feliz, sentíase tanorgullosa como una princesa y estaba satisfe-chísima de contar nuevamente con amigos yamigas. Y durante todo ese tiempo los que lavisitaban eran todo ojos para espiar y para lue-go contar al padre Adolfo lo que habían visto.

Pero el padre Adolfo no sacaba nada enlimpio. Con seguridad que en aquella casahabía algún encantador, pero ¿quién era? AMargarita no la habían sorprendido en ningunaprestidigitación, ni a Úrsula, ni siquiera a Gott-frield; y, sin embargo, allí jamás escaseaban losvinos_ y los manjares delicados y cualquiercosa que se le ocurriese pedir a uno de los invi-

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tados, érale servida. Cosa corriente en brujas yencantadores era el producir esos efectos. Esaparte del asunto no resultaba nueva; pero elrealizarlo sin fórmulas de encantamientos yhasta sin retumbos, terremotos, rayos o apari-ciones, era lo nuevo, desconocido y completa-mente anormal. En los libros no se leía cosaparecida. Las cosas que eran producto de en-cantamientos carecían siempre de realidad. Enuna atmósfera libre de hechizos, el oro se con-vertía en polvo, los alimentos se esfumaban ydesvanecían. Los espías trajeron muestras. Elpadre Adolfo oró sobre ellas y las llenó deexorcismos, pero sin provecho alguno; siguie-ron siendo cosas tangibles y reales, sometidasúnicamente al deterioro natural, y tardaban loque era corriente en echarse a perder.

No solamente se encontraba el padreAdolfo desconcertado, sino también irritado;porque estas pruebas casi lo convencieron —allá en su interior— de que no se trataba deartes de brujería. Pero no lo convencieron tam-

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poco del todo, porque bien pudiera tratarse dehechicerías de una clase nueva. Había una ma-nera de ponerlo en claro: si aquella pródigaabundancia de provisiones no entraba en lacasa procedente del exterior, sino que se pro-ducía dentro de la misma, no cabía duda deque era cosa de brujería.

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CAPITULO VII

Margarita anunció que iba a dar una fies-ta, e invitó a cuarenta personas; la fecha seríasiete días después. Aquella era una oportuni-dad magnífica. La casa de Margarita se levan-taba aislada de las demás y resultaba fácil esta-blecer una vigilancia. Fue, pues, vigilada nochey día durante toda la semana. Las personas dela casa de Margarita entraban y salían como deordinario, pero no llevaban nada en la mano, yni ellas ni otras personas trajeron nada a la casa.Todo eso fue comprobado. Era evidente que nose habían llevado raciones para cuarenta per-sonas. Si a éstas se les daba algún alimento, éstehabía tenido por fuerza que ser confeccionado

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dentro de la misma casa. Es cierto que Margari-ta salía todas las noches con una canastilla, perolos espías comprobaron que cuando regresaba acasa la canastilla estaba vacía.

Los invitados llegaron al mediodía y lle-naron la casa. Vino después de ellos el padreAdolfo, y, poco después sin haber sido invita-do, llegó el astrólogo. Los espías le habían in-formado de que ni por la parte delantera ni porla parte de atrás de la casa habían entrado pa-quetes de ninguna clase.

El astrólogo entró en la casa y se encontrócon que todos comían y bebían de lo fino, y deque la fiesta seguía adelante de una maneraalegre y bulliciosa. Miró a su alrededor y vioque muchos de los buenos bocados y toda lafruta del país y extranjera, a pesar de ser artícu-los marchitables, estaban en perfecto estado defrescura. Allí no había apariciones, encanta-mientos ni truenos. El problema estaba senten-ciado. Aquello era hechicería. No sólo eso, sinoque era hechicería de nueva clase; de una clase

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jamás soñada hasta entonces, Allí había un po-der prodigioso, un poder mágico. Decidió des-cubrir el secreto. El anuncio de una cosa seme-jante resonaría por el mundo todo, alcanzaría alos países más remotos, paralizaría de asombroa todas las naciones y llevaría su nombre a to-das partes, haciéndolo famoso eternamente.¡Qué suerte maravillosa, qué suerte prodigiosa!Sólo con pensar en gloria semejante se marea-ba.

Toda la concurrencia le abrió paso; Mar-garita le ofreció cortésmente asiento; Úrsulaordenó a Gottfrield que trajese una mesa espe-cial para el astrólogo. Luego le puso ella mismalos manteles y el servicio y le preguntó que eralo que quería.

—Tráigame usted lo que bien le parez-ca—dijo el astrólogo.

Los dos criados le trajeron cosas quehabía en la despensa, y, al mismo tiempo, letrajeron vino blanco y vino tinto, una botella decada clase. El astrólogo, que probablemente no

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había visto en su vida cosas tan finas, se escan-ció un cubilete de vino tinto, se lo bebió, se es-canció otro y empezó a comer con buen apetito.

Yo no esperaba ver allí a Satanás; hacíamás de una semana que ni le había visto nihabía oído hablar de él; pero, de pronto, se pre-sentó; yo lo advertí por la sensación de siem-pre, aunque no podía verlo a causa de la concu-rrencia que se interponía entre nosotros. Le oíexcusarse por aquel estremecimiento; ya iba aretirarse, pero Margarita le instó a que se que-dase, y entonces Satanás le dio las gracias y sequedó.

Margarita lo fue llevando por todas par-tes, presentándolo a las muchachas, a Meidlingy a algunas de las personas mayores. Se oyeronpor todas partes cuchicheos:

—Es el joven forastero del que tantohemos oído hablar y al que no hemos podidoponer la vista encima, porque casi siempre estáfuera.

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—¡Válgame Dios, querida, y qué hermosoes! ¿Cómo se llama?

—Felipe Traum.—¡Qué bien le sienta ese apellido! —

téngase en cuenta que Traum quiere decir, enalemán, ensueño— ¿En qué se ocupa?

—Dicen que estudia para sacerdote.—Lleva la fortuna en su cara; ése llegará a

cardenal.Y así por el estilo. Se ganó en el acto las

simpatías; todos estaban ansiosos de que se lopresentasen y de hablar con él. Todos advirtie-ron de pronto la temperatura agradable y re-confortante que allí reinaba y se preguntaban lacausa, porque veían por sus propios ojos que enel exterior de la casa el sol daba igual que antesy que el cielo se hallaba limpio de nubes, peronadie adivinaba, como es natural, la verdaderarazón.

El astrólogo había bebido su segundo cu-bilete y se escanció otro más. Luego dejó la bo-tella encima de la mesa y de una manera casual

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la volcó. Sujetó la botella antes que se hubiesevertido mucho líquido y la levantó para miraral trasluz, diciendo:

—¡Qué lástima! Es un vino de reyes.Y de pronto, su cara se iluminó de alegría,

o de sensación de triunfo, o de lo que fuese, yexclamó:

—¡Rápido! Traed una gran fuente.Se le trajo una en que cabía un galón. Le-

vantó la botella de dos pintas y empezó a vertervino, y siguió vertiendo, mientras el rojo líqui-do caía glogloteando y saltando dentro de lablanca fuente, subiendo cada vez más de nivelpor sus costados, mientras todo el mundo locontemplaba con el aliento en suspenso, hastaque la fuente se llenó hasta los bordes.

—¡Fijaos en la botella!—dijo mantenién-dola en alto—. ¡ Sigue estando llena!

Yo miré a Satanás y en ese mismo instantedesapareció. Entonces se puso en pie el padreAdolfo, sonrojado v lleno de excitación, se san-tiguó y empezó a decir con su voz tonante:

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—¡Esta casa está embrujada y maldita!La concurrencia empezó a gritar y a chi-

llar, y a dirigirse en tropel hacia a puerta. Y elpadre Adolfo prosiguió:

—¡Yo conmino a esta casa...!Pero su frase quedó cortada. Su cara se

puso roja, luego amoratada, pero no pudo pro-nunciar ninguna otra palabra. Entonces vi yo aSatanás, convertido en una película transparen-te, infiltrarse dentro del cuerpo del astrólogo; yentonces este alzó la mano y dijo, en aparienciacon su propia voz:

—Esperad, y quedaos donde estáis.Todos se detuvieron en el sitio mismo.—¡Traed un embudo!Úrsula, temblorosa y asustada, lo trajo, y

entonces el astrólogo lo colocó en el gollete dela botella, levantó la gran fuente y empezó atrasegar de nuevo el vino a donde antes estaba;la concurrencia le veía hacer con ojos dilatadospor el asombro, porque sabían que antes queempezase a trasegar el vino dentro de la botella

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ya esta se encontraba completamente llena. Elastrólogo vació todo el contenido de la fuentedentro de la botella y luego miró sonriente portoda la habitación, glogloteó de risa y dijo conindiferencia:

.—Esto no es nada. Cualquiera es capazde hacerlo. Yo puedo hacer mucho más con lospoderes de que dispongo.

Estalló por todas partes un grito de terror:— ¡Oh Dios mío, está poseído del demo-

nio!Todos se abalanzaron tumultuosamente

hacia la puerta, quedando muy pronto la casavacía de todos, salvo los que vivían en ella, no-sotros y Meidling. Nosotros, los muchachos,estábamos en el secreto de todo, y lohabríamos dicho si eso noshubiera sido posible; pero nopodíamos. Nos sentíamos muyagradecidos a Satanás por acu- dira nosotros con tan eficaz ayuda en

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el momento en que la necesitábamos.Margarita estaba pálida y llorando; Meid-

ling parecía petrificado, lo mismo que Úrsula;pero quien peor estaba era Gottfrield, que no sepodía tener en pie de tan débil y asustado. Por-que ya sabéis que pertenecía a una familia debrujas, y lo pasaría mal si sospechasen de él. Enese momento entró Inés paseándose como si talcosa, con expresión compungida, y quiso refre-garse contra Úrsula y que ésta la acariciase;pero Úrsula tuvo miedo del animalito y seapartó, aunque dejando ver que con ello noquería hacerle ningún desaire; Úrsula sabíamuy bien que no sacaba nada de mantenerse enrelaciones de tirantez con una gata como aqué-lla. Pero nosotros, los muchachos, tomamos ennuestros brazos a Inés y la acariciamos, pen-sando que Satanás no se habría mostrado ami-go suyo si no tuviera una buena opinión de lagata, y aquello era para nosotros suficiente ga-rantía. Satanás parecía tener confianza en todoaquello que no estaba dotado de sentido moral.

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Fuera de la casa, los invitados, acometidosde pánico, se desparramaron en todas direccio-nes y huyeron en un estado lamentable de te-rror; fue tal la algarabía que armaron con suscarreras, sollozos, chillidos y griterío, que notardó la aldea entera en salir en tropel de suscasas para ver lo que había ocurrido, formandouna gran multitud en la calle, empujándose yapartándose unos a otros en medio de granexcitación y terror; entonces apareció el padreAdolfo y todos se abrieron formando dos mu-ros, lo mismo que cuando se apartaron lasaguas del Mar Rojo; luego avanzó el astrólogopor aquella calle abierta entre la gente, a gran-des zancadas, y mascullando para sus adentros;por donde él cruzaba las dos paredes de gentese echaban atrás en masas apretujadas, sumidasen un silencio de espanto y sus ojos lo contem-plaban atónitos, mientras jadeaban sus pechos;varias mujeres se desmayaron. Cuando el astró-logo hubo pasado, la multitud se juntó como unenjambre y le siguió a cierta distancia, hablan-

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do con mucha excitación, haciéndose preguntasy averiguando los hechos. Aquel averiguar delos hechos y contárselos después a los demás,introduciendo mejoras en los mismos, no tardóen agrandar la fuente de vino hasta convertirlaen un barril, haciendo que todo su contenidocupiese en la botella, que después de todo ter-minó estando vacía.

Cuando el astrólogo llegó a la plaza delmercado se fue derecho a donde estaba unprestidigitador fantásticamente ataviado, quemantenía constantemente en el aire tres bolas;se las quitó y se volvió hacia la muchedumbreque iba tras él y dijo:

—Este pobre juglar no conoce su arte.Acercaos y ved de lo que es capaz un experto.

Diciendo y haciendo, lanzó las bolas unadespués de otra y las mantuvo girando en unóvalo estrecho y brillante, y luego agregó otrabola, y otra, y otra, y muy pronto —sin quenadie viese de dónde las sacaba— fue agregan-do, agregando y agregando, y el óvalo se iba

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alargando constantemente, y sus manos se mo-vían con tal rapidez que formaban como unatrama o un borrón, y no se distinguían comotales manos; las personas capaces de contardijeron que hubo un momento en que habíacien bolas en el aire. El gran óvalo giratorioalcanzó la altura de veinte pies y llegó a formarun espectáculo brillante, centelleante y maravi-lloso. Luego se cruzó de brazos y ordenó a lasbolas que siguiesen girando sin ayuda suya, ysiguieron girando. Al cabo de un par de minu-tos, dijo:

—Bueno, basta ya.Y el óvalo se rompió y se derrumbó con

estrépito; las bolas se desparramaron lejos yrodaron en todas direcciones. A donde iba unade aquellas bolas la gente retrocedía temerosa ynadie se atrevía a tocarla. Aquello hizo reír alastrólogo, que se burló de la gente, llamándoloscobardes y mujerucas. Luego se dio mediavuelta y vio en el aire la cuerda del equilibrista;entonces dijo que las gentes idiotas se gastaban

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todos los días el dinero para ver de qué maneraun patán ignorante y torpón degradaba aquelarte magnífico; ahora verían trabajar a un maes-tro. Dicho y hecho, dio un salto en el aire y seposó muy firme sobre sus pies en la cuerdatirante. Luego la cruzó de parte a parte en viajede ida y vuelta saltando sobre un pie, mientrasse tapaba los ojos con las manos; a continuaciónempezó a dar saltos mortales hacia atrás y haciaadelante, llegando a dar veintisiete.

La gente murmuraba, porque el astrólogoera un hombre viejo y hasta entonces siemprehabía sido tardo en movimientos y en ocasionesincluso había estado inválido, pero ahora mos-traba completa agilidad y realizaba sus habili-dades con la mayor animación. Por último, sal-tó con agilidad al suelo, se alejó, y avanzó ca-rretera adelante, dobló la esquina y desapare-ció.

Entonces aquella gran multitud, pálida,silenciosa y sólida, dejó escapar un profundojadeo y todos se miraron a la cara los unos a los

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otros, como si dijesen: «¿Ha sido cosa real? ¿Lovio también usted, o fui yo solo en verlo, mien-tras soñaba?». Rompieron luego a conversar encuchicheos, se dividieron en parejas y se diri-gieron hacia sus casas, conversando todavía sinvolver del susto, juntando mucho las caras,apoyando el uno la mano en el hombro delotro, y gesticulando como acostumbra la gentecuando alguna cosa les ha producido una im-presión profunda.

Nosotros los muchachos marchamos de-trás de nuestros padres, escuchando y enterán-donos de todo lo que decían y lográbamos oír;y cuando, ya en nuestra casa ellos se sentaron ycontinuaron su conversación, seguíamos noso-tros acompañándolos. Todos estaban de humorsombrío, por que, según decían, podía tenersepor seguro que caería un desastre sobre la aldeadespués de tan espantosa visita de brujas ydemonios. Entonces mi padre se acordó de queel padre Adolfo se había quedado mudo en el

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momento en que quiso lanzar su acusación, ydijo:

—No se atrevieron a poner sus manoshasta ahora en un ungido servidor de Dios y nome explico cómo en ese momento tuvieron talaudacia, porque él llevaba encima su crucifijo.¿No es cierto?

—Sí—dijeron los demás—; nosotros lovimos.

—Amigos, esto es una cosa seria, muy se-ria. Hasta ahora contábamos con una protec-ción, y ésta ha fallado.

Los demás movieron las cabezas, comoacometidos de escalofríos, y mascullaron estaspalabras:

—Ha fallado. Dios nos abandona.—Es cierto —dijo el padre de Seppi

Wohlmeyer—; ya no tenemos dónde buscarsocorro.

—La gente se dará cuenta de eso y la de-sesperación los privará de su valor y de susenergías —dijo el padre de Nicolás, el juez—.

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Sin duda alguna que hemos caído en tiemposmalos.

Dejó escapar un suspiro, y Wohlmeyer di-jo con voz turbada:

—Correrá por todo el país la noticia ynuestra aldea se verá esquivada por todos co-mo si estuviésemos sometidos al desagrado deDios. El Ciervo de Oro va a conocer tiemposduros.

—Exacto, convecino —dijo mi padre—;todos nosotros sufriremos las consecuencias;todos en cuanto a nuestra reputación y muchosen nuestra riqueza. Y... ¡Santo Dios!

—¿Que iba usted a decir?—¡Que eso puede llegar a acabar con no-

sotros!—¿Qué es lo que puede llegar a acabar

con nosotros, um Gottes Willen?—¡La excomunión!Aquello sonó lo mismo que un trueno y

pareció que fueran a desmayarse de espanto.Pero el miedo a semejante calamidad despertó

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sus energías; cesaron de mostrarse meditabun-dos y comenzaron a discutir las maneras deevitar esa desgracia. Hubo muchas y distintasopiniones y permanecieron hablando hastamuy adelantada la tarde; entonces reconocieronque por el momento no podían tomar ningunadecisión. Se separaron, pues, muy pesarosos ycon los corazones oprimidos rebosantes de pre-sagios de desgracia.

Mientras ellos pronunciaban sus frases dedespedida, yo me escabullí fuera y me dirigíhacia la casa de Margarita para ver lo que allíocurría. Tropecé por la calle con mucha gente,pero nadie me saludó. Aquello hubiera debidosorprenderme, pero no me sorprendió; sehallaban en un estado tal de desvarío, produci-do por el temor y el espanto, que yo creo quesus cerebros no razonaban bien; estaban páli-dos y huraños, caminaban, como sonámbulos,con los ojos abiertos, pero sin ver nada; mo-viendo los labios, pero sin pronunciar una pa-labra, y apretando y aflojando, muy preocupa-

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dos las manos, sin darse cuenta de lo que hací-an.

En casa de Margarita aquello parecía unfuneral. Ella y Guillermo estaban sentados jun-tos en el sofá, pero nada decían y ni siquiera seagarraban de las manos. Ambos estaban sumi-dos en lóbregas meditaciones, y los ojos deMargarita estaban rojos de lo mucho que habíallorado. Y dijo:

—Yo le he suplicado que se marche y queno vuelva más, porque sólo así salvará la vida.Yo no puedo tolerar la idea de ser su asesina.Esta casa está embrujada y ninguno de sus mo-radores se salvará del fuego. Pero él se empeñaen no marcharse, y se perderá con todos losdemás.

Guillermo dijo que no se marcharía; quesi había peligro para ella, su sitio estaba allí, yallí permanecería. Al oírle Margarita se echó denuevo a llorar, y aquello me resultó tan doloro-so que me habría alegrado de no encontrarmeallí. De pronto llamaron a la puerta y entró Sa-

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tanás, alegre, juvenil y hermoso, y con él entróaquella atmósfera espirituosa que traía siem-pre, y con ella cambió todo.

No dijo una sola palabra de lo que habíaocurrido, ni de los temores espantosos que te-nían helada la sangre en los corazones de lacomunidad; empezó a hablar y chacharear so-bre toda clase de temas alegres y agradables, ycasi en seguida habló de música, golpe habilí-simo que acabó de sacudir el abatimiento deMargarita, reanimándola y despertando com-pletamente su interés. Jamás había oído ellahablar de una manera tan bella y tan inteligentesobre aquel tema, y se sintió tan elevada y tanhechizada que sus sentimientos encendieron surostro y salieron fuera en sus palabras; Gui-llermo lo advirtió, y no dio muestras de hallar-se tan complacido como hubiera debido estarlo.Satanás se desvió entonces hacia la poesía yrecitó algunas, y lo hizo de manera excelente, yMargarita volvió a mostrarse encantada, y otravez Guillermo dio muestras de que aquello no

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le agradaba como hubiera debido agradarle;pero esta vez Margarita lo advirtió y sintió re-mordimientos.

Yo caí dormido aquella noche, a los sonesde una música agradable: el tamborileo de lalluvia en los cristales de la ventana y el apaga-do retumbo de los truenos lejanos. Muy avan-zada la noche, llegó Satanás, me despertó y medijo:

—Acompáñame. ¿Dónde quieres que va-yamos?

—A cualquier parte, con tal de estar con-tigo.

Se produjo entonces un vivísimo resplan-dor solar y me dijo:

—Esa es China.Aquello fue para mí una gran sorpresa,

produciéndome una especie de borrachera devanidad y de alegría al pensar que había idotan lejos, muchísimo más lejos que ningunaotra persona de nuestra aldea, sin exceptuar aBartel Sperling, que tan engreído estaba con sus

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viajes. Huroneamos por aquel imperio durantemás de media hora y vimos el conjunto delmismo. Los espectáculos que presenciamosfueron maravillosos; unos eran bellos y otrosdemasiado horribles de recordar. Por ejemplo...Pero más adelante podré entrar a contarlo, ytambién contaré por qué razón eligió Satanás aChina para esta excursión, en lugar de cual-quier otro lugar; si ahora lo hiciese, interrumpi-ría con ello mi relato. Dejamos, por último, derevolotear y nos posamos en tierra.

Nos posamos en una montaña desde laque se dominaba el inmenso panorama de unacordillera, de pasos, valles, llanuras y ríos, conciudades y aldeas que dormitaban a la luz delsol, y allá en el extremo límite, una pinceladade mar azul. Era un cuadro sereno y ensoñador,hermoso a los ojos y descansado para el espíri-tu. Si todos nosotros tuviésemos la posibilidadde realizar un cambio como aquél siempre quelo deseamos, el mundo resultaría un lugar enque la vida sería mucho más fácil, porque el

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cambio de escenario es como un descargar elpeso del alma trasladándolo al otro hombro, ycon ello se destierra al mismo tiempo la vieja yabrumadora fatiga del espíritu y del cuerpo.

Permanecimos conversando, y yo tenía laidea de intentar reformar a Satanás, conven-ciéndole de que debía llevar una vida mejor. Lehablé de todas aquellas cosas que había hecho yle supliqué que en adelante fuera más conside-rado y no siguiese haciendo desdichadas a laspersonas. Le aseguré que yo sabía muy bienque él no se proponía hacer ningún daño; peroera preciso que se decidiese a pensar en lasconsecuencias posibles de una cosa antes delanzarse a ella de aquel modo impulsivo y alazar que él tenía por costumbre; de ese modono causaría tales disturbios. No le lastimó aque-lla manera mía, llana, de hablar; pareció úni-camente divertido y sorprendido y me dijo:

—¿Cómo? ¿Que yo hago las cosas al azar?Pues no, jamás las hago al azar. ¿Que me de-tenga a meditar en las consecuencias posibles?

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¿Qué necesidad tengo de ello? Yo conozcosiempre por adelantado las consecuencias quese van a producir.

—Pues entonces, Satanás, ¿cómo es posi-ble que hagas lo que haces?

—Bien; te lo voy a decir, y haz por com-prenderlo si te es posible. Perteneces a una razacuriosa. Todos los hombres sois una máquinade sufrimiento y una máquina de felicidadcombinadas. Ambas actividades funcionan jun-tas armónicamente, con precisión fija y delica-da, y sobre el principio de toma y daca. Si undepartamento de esos dos produce una felici-dad, el otro departamento está preparado paratransformarla mediante un dolor y una aflic-ción, quizá mediante una docena. En muchísi-mos casos las vidas de los hombres están divi-didas casi de una manera igual entre la felici-dad y la infelicidad. Cuando no se da ese caso,predomina la infelicidad siempre, jamás la feli-cidad. Hay casos en los que la conformación yla manera de ser de un hombre son tales que

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basta su máquina de dolor para realizar casitoda la tarea necesaria. Esa clase de hombrescruzan por la vida ignorantes casi de lo que esla felicidad. Cuanto tocan, cuanto hacen, lesacarrea una desgracia. ¿No has conocido túgentes de esa clase? ¿Verdad que para esa clasede personas la vida no es una ventaja? No lo es,en efecto; es tan sólo un desastre. Hay ocasio-nes en las que la maquinaria del hombre le hacepagar con años de aflicción una hora de felici-dad. ¿No lo sabes? Pues ocurre con alguna fre-cuencia. Luego te citaré uno o dos casos. Puesbien: la gente de tu aldea no equivalen a nadapara mí; lo sabes, ¿verdad?

Yo no quise hablar con entera franqueza yle contesté que lo venía sospechando.

—Pues bien: es cierto que nada significanpara mí. Y no es posible que puedan significarnada. La diferencia que nos separa a mí y aellos es abismal, inconmensurable. Ellos care-cen de intelecto.

—¿Que carecen de intelecto?

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—No tienen nada que se le parezca. Másadelante examinaré eso que el hombre llama suinteligencia y te daré detalles de ese caos; en-tonces verás y comprenderás. Los hombres na-da tienen de común conmigo; no hay punto decontacto entre nosotros; ellos tienen pequeñossentimientos estúpidos y pequeñas vanidades,impertinencias y ambiciones; su estúpida yminúscula vida no es más que una carcajada,un suspiro y un extinguirse; carecen de sentido.El único que tienen es el sentido moral. Voy amostrarte lo que quiero decir. Aquí tenemosuna araña roja, que no abulta ni lo que la cabe-za de un alfiler. ¿Te cabe en la cabeza que unelefante se, interese en esta arañita, que se pre-ocupe de si es o no es feliz, de si es rica o pobre,de si su novia corresponde o no a su amor, de sisu madre está enferma o sana, de si la conside-ran a ella en sociedad o no la consideran, de sisus enemigos la han de aplastar o sus amigos lahan de abandonar, de si sus esperanzas se hande marchitar o sus ambiciones políticas fracasa-

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rán, de si morirá en el seno de su familia o mo-rirá abandonada y despreciada en tierra extran-jera? Estas cosas no pueden ser nunca impor-tantes para el elefante; nada significan para él;el elefante es incapaz de achicar sus simpatíashasta reducirlas al tamaño microscópico de laaraña roja. Para mí el hombre es lo que la arañi-ta roja para el elefante. El elefante nada tieneque decir en contra de la araña: le es imposibledescender a un nivel tan remoto; yo nada tengoque decir contra el hombre. El elefante es indi-ferente; yo soy indiferente. El elefante no semolestaría por jugar una mala pasada a la ara-ñita; quizá se le ocurriese hacerle un servicio, sipodía hacérselo de paso y no le costase nada.Yo he hecho favores a los hombres, pero no leshe jugado malas pasadas. El elefante vive unsiglo; la arañita roja, un día; uno de esos seresestá separado del otro, en cuestión de fuerza,intelecto y dignidad, por una distancia simple-mente astronómica. Pues bien: en éstas, comoen todas las cualidades, el hombre se encuentra

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situado inconmensurablemente mucho másabajo de mí que lo que la araña roja lo está pordebajo del elefante. La inteligencia del hombrejunta muchas trivialidades, en retazos, de unamanera torpe, cansada y laboriosa, y obtiene asíun resultado, a su manera. ¡La inteligencia míacrea! ¿Te das cuenta de la fuerza de lo que di-go? Crea lo que ella desea, y lo crea en un ins-tante. Crea sin materia. Crea fluidos, sólidos,colores (todo absolutamente), sacándolo de eseaéreo nada que se llama pensamiento. Unhombre se representa un hilo de seda, se repre-senta en la imaginación una máquina para fa-bricarlo, se representa un cuadro, y luego afuerza de semanas de trabajo lo borda con elhilo sobre un lienzo. Yo me imagino todo eso, yen el acto lo tienes delante, hecho realidad. Yopienso un poema, una música, el conjunto deuna partida de ajedrez, cualquier cosa, y allí latienes hecha realidad. Esto es la inteligenciainmortal, a cuyo alcance nada se escapa. Nadapuede obstruir mi visión; para mí, las rocas son

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transparentes y la oscuridad es luz del día. Yono necesito abrir un libro; de una sola ojeada, através de las tapas, traslado todo su contenido ami inteligencia, y ni aun pasados mil años po-dría olvidar una sola palabra de aquéllas ni ellugar que ocupaba en el volumen. Nada circuladentro del cráneo de un hombre, pájaro, pez,insecto o cualquier otro animal que pueda que-dar oculto para mí. Yo taladro de una solaojeada el cerebro del hombre docto, y los teso-ros que él tardó sesenta años en acumular soninstantáneamente míos; él puede olvidar, yolvida, en efecto; pero yo retengo. Ahora mis-mo estoy viendo en tus pensamientos que mecomprendes bastante bien. Sigamos adelante.Pudieran las circunstancias caer de manera queel elefante tomase simpatía a la arañita (supo-niendo que pudiera verla), pero nunca podríaamarla. Su amor es para los de su misma espe-cie, para sus iguales. El amor de un ángel essublime, adorable, divino, superior a la imagi-nación del hombre: está infinitamente fuera de

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su alcance. Se halla limitado a su propio y au-gusto orden. Si ese amor se posase por un soloinstante en uno de vuestra raza., reduciría a eseobjeto de su amor a cenizas. No; nosotros nopodemos amar a los hombres, pero sí podemosser inofensivamente indiferentes con ellos, y enocasiones podemos tomarles simpatía. Yo latengo para ti y para los muchachos, la tengopara el padre Pedro, y hago todas estas cosascon los aldeanos en consideración a vosotros.

El advirtió que yo estaba pensando unsarcasmo, y me explicó su posición:

—Aunque, mirado superficialmente, nose vea, yo he trabajado en favor de los aldea-nos. Vuestra raza no distingue nunca la buenade la mala fortuna. Equivoca siempre la unacon la otra. Y eso ocurre porque no penetra enel porvenir. Esto que yo he estado haciendo porlos aldeanos producirá buenos frutos algún día;en ciertos casos, para que los gocen ellos mis-mos; en otros, para generaciones de hombresque no han nacido todavía. Nadie sabrá jamás

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que yo he sido la causa; pero eso, no obstante,no será por ello menos cierto. Hay entre voso-tros, los muchachos, un juego: colocáis unahilera de ladrillos en pie, a unas pulgadas dedistancia los unos de los otros; luego empujáisun ladrillo; éste golpea al siguiente, el siguientegolpea al otro, y así hasta que toda la hilera seha venido al suelo. Eso es la vida humana. Elprimer acto de un niño recién nacido golpea enel ladrillo inicial, y los restantes siguen cayendode modo inexorable. Quiero decir que nadapodrá cambiarlo, porque cada acción engendrainfaliblemente otra acción; ésta, a su vez, en-gendra a otra, y así sucesivamente hasta el fi-nal, y quien contempla el espectáculo es capazde mirar por la línea adelante y de ver el mo-mento en que cada acto va a nacer, desde lacuna hasta el sepulcro.

—¿Es Dios quien ordena esa carrera?—¿Ordenar previamente la sucesión de

actos? No. Quienes los ordenan son las circuns-tancias y el medio en que un hombre se encuen-

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tra. Su primer acto determina el segundo y to-dos los que vienen después. Pero supongamos,para poder argumentar, que el hombre fueracapaz de escamotear uno de estos actos, un actoaparentemente fútil, por ejemplo; supongamosque estaba dispuesto que en cierto día, y a unahora, minuto, segundo y fracción de segundodeterminados debería ir al pozo y no fuese. Enel acto mismo la carrera de ese hombre cambia-ría por completo de allí en adelante; desde allíhasta la tumba se diferenciaría totalmente de lacarrera que su primer acto de niño había dis-puesto para él. Pudiera incluso ocurrir que si élhubiese ido al pozo, terminase la carrera de suvida en un trono, y que omitiendo ese acto, sucarrera, desde allí en adelante, condujese a lamendicidad y a una tumba de caridad. Porejemplo, si un momento dado (pongamos en suniñez) Colón hubiese escamoteado el más in-significante eslaboncito de cadena de actosproyectados y hechos inevitables por su primeracto de recién nacido, habría con ello cambiado

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toda su vida subsiguiente y habría llegado a serun sacerdote muerto oscuramente en una aldeade Italia, y quizá América no habría sido des-cubierta hasta dos siglos después. Yo lo sé. Elescamotear uno de los billones de actos de lacadena de Colón habría cambiado por completosu vida. Yo he examinado el billón de posiblesvidas de Colón y sólo en una de ellas se presen-ta el descubrimiento de América. Vosotros loshombres no sospecháis que todos vuestros ac-tos son de un mismo calibre e importancia, y,sin embargo, es así; el tirar un manotón a unamosca es un acto tan preñado de destino parauna persona como cualquiera de los demásactos previstos.

—¿Tan importante, por ejemplo, como elconquistar un continente?

—Sí. Pues bien: nadie entre los hombresescamotea un eslabón; eso es una cosa que noha ocurrido jamás. Incluso cuando él está inten-tando tomar una decisión sobre si hará o nohará una cosa, ese pensar suyo es en sí mismo

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un eslabón, un acto que tiene su lugar propiodentro de la cadena, y cuando él se decide, fi-nalmente por una cosa, esa cosa es la que habíade hacer con absoluta seguridad. Ya ves, pues,que un hombre no escamotea jamás un eslabónde su cadena. No puede hacerlo. Si se decidiesea intentarlo, ese proyecto constituiría en símismo un eslabón inevitable, un pensamientoque tenía que ocurrírsele en ese instante preci-so, un pensamiento hecho inevitable por el actoprimero de su niñez.

¡Qué triste parecía todo aquello! Yo dijemuy pesaroso:

—Entonces es un preso para toda su viday no puede liberarse.

—No; por sí mismo no puede liberarse delas consecuencias del primer acto de su niñez.Pero yo sí puedo liberarlo.

Le miré ansiosamente.—Yo he variado las carreras de cierto

número de vuestros aldeanos.

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Intenté darle las gracias, pero lo encontrédifícil, y lo dejé pasar.

—Todavía introduciré algunos otros cam-bios. ¿Conoces tú a la pequeña Lisa Brandt?

—Sí; todo el mundo la conoce. Dice mimadre que es una muchacha tan dulce y tanatrayente, que no se parece a ninguna otra.Asegura que será el orgullo de la aldea cuandosea mayor; aunque, tal como es ahora, es ya suídolo.

—Yo cambiaré su porvenir.—¿Lo harás mejor?—pregunté.—Sí. Y también cambiaré el porvenir de

Nicolás.Esta vez me alegré y dije:—En este último caso no necesito pregun-

tarte nada; estoy seguro de que obrarás con élde una manera generosa.

—Ese es mi propósito.En el acto me puse a construir en mi ima-

ginación el gran porvenir de Nicolasito, y yahabía hecho de mi amigo un general afamado y

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un hofmeister en la corte, cuando vi que Sata-nás estaba esperando a que yo me dispusieseotra vez a escucharle. Me sentí avergonzado dehaber descubierto ante él mis pobres fantasías,y me disponía a escuchar algunas burlas, perono ocurrió así. Satanás siguió con su tema:

—Nicolasito tiene señalados sesenta y dosaños de vida.

— ¡Magnífico—exclamé yo.—Lisa, treinta y seis. Pero, como te he di-

cho, yo voy a cambiar sus vidas y los años quetienen asignados. De aquí a dos minutos ycuarto Nicolás se despertará de su sueño y seencontrará con que la lluvia está entrando porla ventana. El destino suyo era que se daríamedia vuelta y seguiría durmiendo. Pero yo hedeterminado que se levante y cierre antes laventana. Esa insignificancia cambiará por com-pleto su carrera. Se levantará por la mañanados minutos más tarde de lo que estaba señala-do en la carrera de su vida se levantaría. Y deallí en adelante ya no le ocurrirá nada de

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acuerdo con los detalles de la vieja cadena —sacó su reloj y permaneció contemplándolounos momentos; luego dijo—: Nicolás se halevantado a cerrar la ventana. Su vida ha cam-biado, y ha empezado su nueva carrera. Habráconsecuencias.

Aquello me puso la carne de gallina; por-que parecía muy extraño.

—De no haber sido por este cambio,habrían ocurrido determinados hechos de aquía doce días. Por ejemplo, Nicolás habría salva-do a Lisa de ahogarse. Habría llegado al lugardel suceso en el momento justo, a las diez ycuatro minutos, momento señalado de largotiempo atrás, y el agua sería poco profunda, demodo que el salvamento resultaría fácil y segu-ro. Pero ahora llegará algunos segundos dema-siado tarde, .y Lisa en sus forcejeos habrá lle-gado a aguas más profundas. Nicolás harácuanto pueda, pero ambos se ahogarán.

—¡Oh Satanás, querido Satanás! —grité,mientras se me llenaban los ojos de lágrimas—.

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¡Sálvalos! No permitas que ocurra eso. Se mehace intolerable el perder a Nicolás, que es mimás querido compañero de juegos y amigo.¡Piensa, además, en la pobre madre de Lisa!

Me agarré a él, le insté y supliqué, perosiguió inconmovible. Me hizo sentar otra vez, yme dijo que tenía que oír su explicación.

—He cambiado la vida de Nicolás, y esoha hecho cambiar también la vida de Lisa. Si nohubiese hecho eso, Nicolás habría salvado aLisa, y luego se habría resfriado por el remojón;se habría producido entonces una de esas fan-tásticas y desconsoladoras fiebres escarlatinasque atacan a vuestra raza y los efectos posterio-res habrían sido dolorosos; Nicolás habría per-manecido en cama durante cuarenta y seisaños, paralítico como un tronco, ciego, sordo,mudo, pidiendo noche y día que viniera lamuerte a liberarlo. ¿Quieres que vuelva a hacerque su vida sea la de antes?

— ¡Oh, no! ¡No, por nada del mundo'! Dé-jala, por caridad y compasión, de ese modo.

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—Sí, es mejor. Puesto a cambiar un esla-bón de su vida, con ningún otro cambio podíahacerle un favor tan grande. Tenía un billón deposibles cursos de su vida, pero ninguno deellos era digno de vivirse; todos ellos estabancargados de miserias y desastres. De no habersido por mi intervención, él habría llevado aefecto su hazaña valerosa de aquí a doce días(una hazaña que se realizaría en seis minutos) yobtendría como recompensa los cuarenta y seisaños de dolor y sufrimiento de que he hablado.Se trata de uno de los casos a que me referíaantes, cuando dije que hay ocasiones en las queun acto que produce a quien lo ejecuta unahora de felicidad y de propia satisfacción sepaga con años de sufrimiento, se paga o se cas-tiga.

Yo me pregunté de qué porvenir quedaríasalvada la pobre Lisa su temprana muerte. Elcontestó mi pensamiento:

—La librará de diez años de dolor y delento restablecimiento a consecuencia de un

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accidente, y luego diecinueve años de enfan-gamiento, vergüenza, depravación y crimen, yde acabar en manos del verdugo. De aquí adoce días morirá; si estuviese en manos de sumadre, ésta le salvaría la vida. ¿No soy yo máscariñoso con ella que su madre?

—Sí, desde luego, y más sabio.—Pronto se verá el caso del padre Pedro.

Será absuelto, porque hay pruebas incontrover-tibles de su inocencia.

—¿Cómo puede ser eso, Satanás? ¿Lo di-ces como lo sientes?

—Lo sé. Recobrará su buen nombre y vi-virá feliz el resto de su vida.

—No me cuesta nada creerlo. Bastará elque recobre su buen nombre para que lo sea.

—No vendrá de ahí su felicidad. Hoycambiaré su vida para bien suyo. No sabrá ja-más que su nombre ha sido reivindicado.

En mi cerebro, y de una manera modesta,pedí detalles, pero Satanás no hizo caso algunode mi pensamiento. Acto continuo saltó mi

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pensamiento al astrólogo, y me pregunté dóndeandaría en ese momento.

—En la Luna —contestó Satanás, en tonotembloroso, que yo tomé por glogloteo de ri-sa—. Y además lo mandé al lado frío de lamisma. Ignora dónde se encuentra, y está pa-sando un rato poco agradable. Sin embargo, nole viene mal, porque es lugar favorable para susestudios estelares.

Luego lo necesitaré aquí, y lo traeré, pose-sionándome otra vez de él. Es un hombre quetiene por delante una vida larga, cruel y odiosa;pero yo la cambiaré, porque ninguna animad-versión siento en contra suya, y quiero mos-trarme cariñoso con él. Creo que lo haré que-mar.

¡Así eran de extrañas sus ideas acerca delcariño! Pero los ángeles están hechos de esemodo, y no conocen otro mejor. Ellos no proce-den como nosotros; además, los seres humanosninguna importancia tienen para éstos; los to-man como simples rarezas. A mí me extrañó

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que hubiese ido a llevar al astrólogo tan lejos;hubiera podido del mismo modo dejarlo caerdentro de Alemania, donde lo tendría a mano.

—¿Tan lejos? —dijo Satanás—. Para mí nohay lugar alejado; para mí no existe la distan-cia. El sol se encuentra a menos de cien millo-nes de millas de aquí, y la luz que nos alumbrasólo ha tardado ocho minutos en llegar; pero yopuedo hacer ese vuelo o cualquier otro en unafracción de tiempo tan pequeñísima, que nopuede ser medida con el reloj. Sólo tengo quepensar en el viaje, y con ello ya está realizado.

Extendí mi mano y dije:—La luz cae sobre mi mano; Satanás,

piensa en poner en ella un vaso de vino.Así lo hizo; yo bebí el vino.—Rompe el vaso —me dijo él.Lo rompí.—Ya ves que es real. Los aldeanos se

imaginaron que las bolas de metal eran materiade magia y que se disolverían como el humo.Les dio miedo tocarlas. ¡Qué raza más curiosa

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es la vuestra! Pero ven conmigo; tengo algo quehacer. Te dejaré acostado en tu cama —dicho yhecho; luego se marchó; pero su voz me llegó através dé la lluvia y de la oscuridad, diciendo—: Sí, cuéntaselo a Seppi, pero a nadie más.

Era contestación a lo que yo estaba pen-sando.

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CAPITULO VIII

El sueño no quería acudir. No porque yoestuviese orgulloso de mis viajes, ni me sintieseexcitado por haber recorrido el extenso mundohasta la China, ni porque sintiese menospreciode Bartel Sperling, el viajero, como se llamaba así mismo, mirándonos de arriba abajo, porqueél marchó en cierta ocasión a Viena, y era elúnico muchacho de Seldorf que había hecho eseviaje y había visto las maravillas del mundo. Enotro momento eso me habría mantenido des-pierto, pero ahora no me producía efecto algu-no. No, mi alma estaba llena de Nicolás; mispensamientos giraban únicamente a su alrede-dor, acordándome de los días alegres que

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habíamos pasado juntos retozando y jugandopor los bosques, los campos y el río durante loslargos días veraniegos, y patinando o esquian-do durante el invierno, cuando nuestros padresnos creían en la escuela. Y ahora él salía de mijoven vida, y los veranos y los inviernos llega-rían y pasarían, y nosotros seguiríamos vaga-bundeando y jugando como antes, pero su lu-gar permanecería vacío; ya no lo veríamos nun-ca más.

Mañana, él no sospecharía nada, sería elmismo de siempre; el oír su risa sería para míun duro golpe, y el verlo hacer cosas ligeras yfrívolas, porque para mí él era ya un cadáver,de manos de cera y ojos sin vida, y yo lo estaríaviendo con la cara enmarcada en su mortaja; alsiguiente día él no sospecharía nada, ni al otro,y en todo ese tiempo aquel puñado de días quele quedaba pasaría rápidamente, y el terriblesuceso se iría acercando y acercando; su destinose iría cerrando cada vez más a su alrededor, ynadie sino Seppi y yo lo sabríamos.

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Doce días. Sólo doce días. Era terriblepensar semejante cosa. Me fijé en que ya no lollamaba en mi pensamiento con los diminuti-vos familiares, Nick y Nicolasito, sino que lollamaba de una manera reverente con su nom-bre y apellido, como cuando_ se habla de losmuertos. De la misma manera, siempre queacudían en tropel a mi pensamiento desde elpasado los recuerdos de los incidentes de nues-tra camaradería, me fijaba en que, por lo gene-ral, se trataba de casos en que yo le había cau-sado algún .daño o alguna lastimadura; esosrecuerdos constituían para mí una reprimenday una censura; mi corazón sentíase retorcidopor el remordimiento, lo mismo que nos ocurrecuando nos acordamos de las desatencionestenidas con amigos que pasaron al otro lado delvelo, y que nosotros desearíamos volver a tenera nuestro lado, aunque sólo fuese por un ins-tante, para arrodillarnos ante ellos y decirles:«Compadeceos y perdonad».

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En cierta ocasión, teniendo nosotros nue-ve años, marchó él a hacer un encargo en casadel frutero, que distaba de allí casi dos millas;el frutero le dio de regalo una manzana grandey magnífica, y Nicolás venía corriendo a casacon su manzana, casi fuera de sí de asombro yplacer; yo me tropecé con él, y me dejó ver lamanzana, sin ocurrírsele pensar en una malaacción, porque me escapé con ella, y me la fuicomiendo a medida que corría, mientras él meseguía pidiéndomela: cuando me alcanzó, yo leofrecí corazón de la manzana, que era todo loque había quedado, y me eché a reír. El se alejóllorando, y me dijo que su intención era dárselaa su hermanita. Esas palabras me dejaron apa-bullado, porque la niña estaba convaleciendode una enfermedad Nicolás habría pasado unosmomentos de orgullosa satisfacción contem-plando el júbilo y la sorpresa niña, y recibiendosus caricias. Pero yo sentí vergüenza de decirque estaba avergonzado; me limité a pronun-ciar algunas frases rudas y ruines, simulando

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que aquello no me importaba, y él no contestócon palabra pero en su rostro se pintó una ex-presión dolorida al alejarse su casa; esa expre-sión dolorida se me representaba a mí muchasveces años después durante la noche, y era co-mo una censura que me hacía sentirme nueva-mente abochornado. Ese recuerdo fue quedán-dose borroso en mi memoria poco a poco, y porfin desapareció; pero ahora volvió de nuevo, yno volvió borroso.

En otra ocasión, cuando teníamos onceaños, estando yo en la escuela volqué la tinta yestropeé cuatro cuadernos, corriendo peligro deun severo castigo; le cargué a él la culpa, y él sellevó los azotes.

Hacía un año nada más que yo le habíahecho una trampa en una transacción, dándoleun gran anzuelo de pescar, que estaba medioroto, a cambio de tres anzuelos pequeños. Elprimer pez que picó rompió el anzuelo, peroNicolás no supo que yo tenía la culpa, y se negóa aceptar la devolución de los tres anzuelos

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pequeños, que mi conciencia me obligó a ofre-cerle, limitándose a decir: «Un negocio es unnegocio; el anzuelo era malo, pero tú no teníasla culpa».

No, yo no podía dormir. Aquellas peque-ñas acciones ruines eran para mí una censura yuna tortura, que me producían un dolor muchomás agudo que el que se siente cuando los ac-tos injustos se han cometido con personas queestán con vida.

Nicolás vivía, pero eso no importaba,porque para mí era ya como un difunto. Elviento seguía gimiendo alrededor de los alerosdel tejado; la lluvia seguía tamborileando en loscristales de la ventana.

Por la mañana me fui en busca de Seppi yse lo conté. Fue cerca del río. Movió los labios,pero no dijo nada; parecía aturdido y comoentontecido, y su cara se puso muy pálida.Permaneció en esa actitud algunos momentos;las lágrimas acudían a sus ojos, y entonces echóa andar, y yo me agarré a su brazo y fuimos

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caminando meditabundos, pero sin hablar.Cruzamos el puente y paseamos por los pra-dos, subiendo hasta las colinas y los bosques,hasta que recobramos el uso de la palabra, ynuestra conversación brotó libremente; sólohablamos de Nicolás, recordando la vida quehabíamos llevado en su compañía. De cuandoen cuando decía Seppi, como hablando consigomismo:

—¡Doce días! ¡ Menos de doce días!Nos dijimos que era preciso que pasáse-

mos todo ese tiempo junto a él; necesitábamostener todo cuanto de su persona nos era posi-ble; los días eran ahora de gran valor. Pero nofuimos en busca suya. Aquello habría sido co-mo ir al encuentro de los muertos, y eso nosasustaba. No lo dijimos, pero ése era el sentirnuestro. Por eso, cuando al doblar un recodonos encontrarnos cara a cara con Nicolás, expe-rimentamos un golpe doloroso. El nos gritóalegremente :

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—¡Ejejé! ¿Qué ocurre? ¿Es que habéis vis-to un fantasma?

No lográbamos articular palabra, perotampoco tuvimos ocasión de hacerlo; Nicolásestaba dispuesto a hablar por todos; acababa deencontrarse con Satanás, -y eso lo traía muyalegre. Satanás le había contado nuestro viaje aChina, y él le había suplicado que le hiciesehacer un viaje, y Satanás se lo había prometido.Había de ser un viaje a un país lejanísimo, ma-ravilloso y bello; Nicolás le había pedido quenos llevase también a nosotros, pero él le con-testó que no, que quizá nos llevase a nosotrosalguna vez, pero no ahora. Satanás vendría abuscarlo el día 13, y Nicolás contaba ya conimpaciencia las horas.

Aquél era el día fatal. También nosotrosestábamos contando ya las horas.

Fuimos caminando millas y millas, siem-pre por senderos que habían sido los preferidospor nosotros cuando éramos pequeños, y estavez no hicimos otra cosa que hablar de los vie-

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jos tiempos. Toda la alegría estaba de parte deNicolás; nosotros no conseguíamos librarnos denuestro abatimiento. El tono que empleábamoshablando a Nicolás era tan extraordinario, cari-ñoso, tierno y nostálgico, que él lo advirtió yquedó complacido; a cada momento lo hacía-mos objeto de pequeñas muestras de cortesíarespetuosa y le decíamos: «Espera, permítemeque lo haga yo por ti», y esto le satisfacía mu-chísimo también. Yo le regalé siete anzuelos,todos los que yo tenía, y le obligué a tomarlos;Seppi le dio su cortaplumas nuevo y una peon-za zumbadora pintada de rojo y amarillo, ex-piaciones de trampas que le había hecho enotro tiempo, según supe más tarde, y de las queprobablemente ya no se acordaba Nicolás. Es-tos detalles le conmovieron, y no acababa decreer que nosotros le quisiésemos tanto; el or-gullo y la gratitud que sintió por esa conductanuestra nos llegó al alma, porque no nos losmerecíamos. Cuando nos despedimos, marcha-

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ba él radiante, asegurándonos que jamás habíapasado un día más feliz.

Mientras caminábamos hacia casa, dijoSeppi:

—Nosotros lo apreciamos siempre, peronunca tanto como ahora, cuando vamos a per-derlo.

El siguiente día y todos los demás pasa-mos todo el tiempo que tuvimos disponible conNicolás, y completamos ese tiempo con el quenosotros —y él— hurtábamos al trabajo y aotras obligaciones; esta conducta nos valió a lostres fuertes reprimendas y algunas amenazasde castigo. Dos de nosotros nos despertábamostodas las mañanas con un sobresalto y un es-tremecimiento, diciendo a medida que corríanlos días: «Sólo quedan diez»; «Sólo quedannueve»; «Sólo quedan ocho»; «Sólo quedansiete». Siempre estrechándose el plazo. Nicolásse mantenía constantemente alegre y feliz, muyintrigado al ver que nosotros no nos sentíamoslo mismo. Recurría a toda su inventiva para

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idear medios de alegrarnos, pero su éxito eraficticio; se daba cuenta de que nuestra joviali-dad no nacía del corazón, y de que las carcaja-das que lanzábamos siempre tropezaban conalguna obstrucción, experimentaban algún da-ño y acababan convertidas en un suspiro. Inten-tó descubrir la causa, diciendo que quería ayu-darnos a salir de nuestras dificultades o hacer-las más llevaderas compartiéndolas con noso-tros; tuvimos, pues, que contarle infinidad dementiras para engañarlo y apaciguarlo.

Lo que más nos angustiaba de todo era elque no cesaba de hacer proyectos, y que esosproyectos iban a veces más allá del día 13.Siempre que ocurría eso, nosotros suspirába-mos allá en nuestro interior. El no pensaba otracosa que en descubrir algún modo para domi-nar nuestro abatimiento y reanimarnos; final-mente, cuando ya sólo le quedaban tres días devida, dio con la idea acertada, y esto le produjogran júbilo; la idea consistía en celebrar unafiesta, y baile de muchachos y muchachas en

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los bosques, en el lugar mismo en que encon-tramos por vez primera a Satanás, y la fiesta secelebraría el día 14. Aquello era espantoso,porque en ese día habían de celebrarse sus fu-nerales. No podíamos arriesgarnos a protestar;nuestras protestas sólo habrían arrancado un«¿Por qué?», al que nosotros no podíamos con-testar. Quiso que le ayudásemos a invitar a susobsequiados, y lo hicimos, porque nada se -puede negar a un amigo moribundo. Peroaquello fue espantoso, porque a lo que estába-mos invitando era a sus funerales,

¡Qué once días terribles! Sin embargo, contoda una vida interponiéndose hacia atrás entreel día de hoy y aquel entonces, esos días resul-tan todavía gratos a mi memoria y hermosos.Efectivamente, fuero: días de compañerismocon los muertos sagrados para uno, y yo no heconocido otra camaradería tan íntima y tanvaliosa. Nos aferrábamos a las horas y a losminutos, recontándolos a medida que pasaban,y despidiéndonos de ellos con el mismo dolor y

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sensación de despojo que siente un avaro al verque le arrancan su tesoro moneda a moneda losladrones y él ni puede impedirlo.

Cuando llegó la noche del último día es-tuvimos ausentes de nuestras casas demasiadotiempo; Seppi y yo tuvimos la culpa; no po-díamos hacernos a la idea de separarnos deNicolás; fue, pues, muy tarde cuando nos des-pedimos junto a su puerta. Permanecimos allíun rato escuchando, y ocurrió lo que temíamos.Su padre le aplicó el castigo prometido, y noso-tros oímos los gritos del muchacho. Pero sóloescuchamos un momento, porque salimos co-rriendo, llenos de remordimiento por aquellode que nosotros éramos culpables. Lo lamentá-bamos, además, por el padre, y pensábamos:«¡Si él supiera, si él supiera!».

Nicolás no se reunió por la mañana connosotros en el lugar señalado, y por eso fuimosa su casa para ver qué ocurría. Su madre dijo:

—A su padre se le ha agotado la pacienciacon las cosas que ocurren, y ya no está dispues-

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to a tolerar más. La mitad del tiempo no se en-cuentra a Nicolás en el momento en que se lenecesita; luego resulta que él ha estado mero-deando por ahí con vosotros dos. Su padre ledio esta noche una tanda de azotes. Siempre mehabía producido esto gran pesar, y muchasveces yo lo había salvado de los azotes a fuerzade suplicar al padre; pero esta vez mis súplicasfueron inútiles, porque también a mí se mehabía agotado la paciencia.

— ¡Ojalá que esta vez, precisamente, lehubiese librado de los azotes! —dije yo, tem-blándome un poco la voz—; quizá ese recuerdosirviese de consuelo a vuestro corazón algúndía.

La madre estaba planchando mientrashablaba, vuelta de espaldas hacia mí. Se volviócon expresión de sobresalto y de interrogación,y me dijo:

¿Qué quieres decir con eso?Me pilló de sorpresa, y no supe qué decir-

le; fue un momento embarazoso, porque la ma-

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dre siguió mirándome; pero Seppi estaba alerta,y habló de este modo:

—Veréis : no cabe duda que sería másgrato el recordar eso, porque precisamente larazón de que llegásemos tan tarde fue que Ni-colás se puso a contarnos lo buena que es ustedcon él, y que cuando usted se halla presente losalva siempre de los azotes; Nicolás hablaba tande corazón, y nosotros le escuchábamos tanllenos de interés, que ni él ni nosotros nos fija-mos en que se hacía tarde.

¿Dijo él eso? ¿Lo dijo? —la madre se llevóel delantal a los ojos.

—Pregúnteselo usted a Teodoro; ya verácomo le dice lo mismo.

—Mi Nicolasito es un muchacho bueno yencantador —dijo la madre—. Me pesa haberdejado que su padre le azotase; nunca más loconsentiré. ¡Y pensar que mientras yo estabaaquí, irritada y furiosa contra él, mi Nicolasitoestaba amándome y elogiándome! ¡VálgameDios, si una hubiera podido saberlo! Si supié-

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semos las cosas, jamás cometeríamos errores;pero sólo somos unos pobres animalitos mudosque tanteamos a nuestro alrededor y comete-mos toda clase de errores. Nunca recordaré lanoche pasada sin que me duela el corazón.

Aquella mujer era como todas las demás;durante aquellos días lastimosos, nos parecíaque nadie era capaz de abrir la boca sin quedijese algo que nos hacía estremecer. Todostanteaban a su alrededor, y desconocían lo-verdadero, lo dolorosamente verdadero deaquellas cosas que decían de casualidad.

Seppi preguntó si podría Nicolás salir connosotros.

—Lo siento—contestó ella—, pero nopuede. Su padre, para castigarle más, le haprohibido salir de casa en todo el día.

¡Qué magnífica esperanza se apoderó denosotros! Lo advertí en los ojos de Seppi. Pen-sábamos: «Si no le dejan salir de casa, no podráahogarse». Seppi preguntó para cerciorarse deltodo:

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—¿Tendrá que estar aquí todo el día, o só-lo por la mañana?

—Todo el día. Es un dolor, porque eltiempo es magnífico, y Nicolás no está acos-tumbrado a permanecer encerrado en casa.Pero anda muy atareado con los preparativosde la fiesta que ha de dar, y quizá eso le distrai-ga. ¡Ojalá que no se sienta demasiado solo!

Seppi vio en su mirada que sus palabraseran una expresión de lo que ella sentía, y esole animó a preguntarle si no podríamos subir adonde estaba Nicolás para ayudarle así a pasarel día.

—¡Con muchísimo gusto! —exclamó lamadre con gran cordialidad—. A eso le llamoyo verdadera amistad, pudiendo como podríaissalir a los campos y pasar un día delicioso. Soisbuenos muchachos, lo reconozco, aunque nosiempre encontráis modo satisfactorio de de-mostrarlo. Tomad estos pasteles, para vosotros,y dadle éste a él, de parte de su madre.

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La primera cosa en que nos fijamos al en-trar en el cuarto de Nicolás fue la hora. Eran lasdiez menos cuarto. ¿Era posible que fuese exac-ta esa hora? ¡Sólo le quedaban unos pocos mi-nutos de vida! Sentí que se me contraía el cora-zón. Nicolás dio un salto y nos acogió con la-mayor alegría. Se hallaba muy animado con susproyectos para la fiesta, y no había sentido lasoledad.

—Sentaos —dijo, y mirad lo que estuvehaciendo. He terminado cometa, que, comovais a ver, es una hermosura. La tengo secandoen cocina; voy por ella.

Nuestro amigo había gastado sus peque-ños ahorros en chucherías caprichosas de variasclases, para ofrecerlas de premio en los juegos;Las tenía expuestas sobre la mesa, y producíanun efecto encantador y vistoso.

Nos dijo:—Examinad todo eso a vuestro gusto

mientras voy a que mi madre planche la come-ta, por si no es aún bastante seca.

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Salió de la habitación y bajó ruidosamenteescaleras abajo, silbando al mismo tiempo.

Nosotros no nos- entretuvimos mirandoaquello; nada lograba interesarnos fuera delreloj. Permanecimos en silencio con los ojosclavados e él, escuchando su tictac; cada vezque el minutero avanzaba un saltito, nosotroshacíamos un signo de asentí miento con la ca-beza, como queriendo decir que ya quedaba unminuto menos que cubrir en la carrera entre lavida y la muerte. Finalmente, Seppi respiróprofundamente y dijo:

—Faltan dos minutos para las diez. De-ntro de siete minutos más habrá salvado elpunto mortal. ¡Teodoro. ya verás cómo se salva!Nicolás va a...

—¡Chitón! Yo estoy como sobre alfileres.Fíjate en el reloj y no hables.

Cinco minutos más. La tensión y la ner-viosidad nos hacían jadear. Otros tres minutos,y se oyeron pasos en la escalera.

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—¡Salvado! —nos pusimos en pie de unsalto, y nos volvimos de cara a la puerta.

Quien entró fue la anciana madre trayen-do la cometa. Y nos dijo:

—¿Verdad que es una hermosura? ¡Vál-game Dios, y cómo ha trabajado en ella; creoque desde que amaneció; sólo la terminó mo-mentos antes que vosotros llegaseis —la madrese apoyó en la pared, después de retrocederpara mirarla en conjunto—. Él mismo dibujó lasfiguras, y yo creo que están muy bien hechas.La que no está muy bien es la iglesia; no tengomás remedio que reconocerlo; pero fijaos en elpuente; cualquiera lo reconocerá al instante. Mepidió que os la subiese, ¡válgame Dios! Son yalas diez y siete minutos, y yo...

—Pero ¿dónde está Nicolás?—¿Él? Vendrá en seguida; salió un instan-

te nada más.—¿Que ha salido de casa?—Sí. Cuando bajó antes acababa de entrar

la madre de la pequeña Lisa, y nos dijo que la

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niña se había marchado no sabía ella adonde, ycomo estaba intranquila, yo le dije a Nicolásque no se preocupase de la orden de su padre yque fuese a buscarla. ¡Pero qué pálidos oshabéis puesto los dos! Yo creo que estáis en-fermos. Sentaos; os traeré alguna cosilla. Pareceque el pastel no os ha sentado bien. Es un pocopesado, pero yo creí...

La mujer salió de la habitación sin termi-nar la frase, y nosotros nos precipitamos haciala ventana de la parte posterior y miramoshacia el río. Al otro extremo del puente se habíareunido una gran multitud, y de todas partescorría la gente hacia allí.

— ¡Todo ha terminado, pobre Nicolás! Pe-ro ¿por qué, por qué le dejaría su madre salir decasa?

—Retírate de ahí —dijo Seppi medio so-llozando—. Ven rápidamente; nos será imposi-ble aguantar el espectáculo de la madre; dentrode cinco minutos ya lo sabrá.

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Pero no pudimos eludirlo. La madre setropezó con nosotros cuando empezaba a subirlas escaleras, trayendo en la mano bebidas cor-diales; nos hizo volver a entrar, sentarnos ytomar aquella medicina. Acto continuo se que-dó mirando el efecto que nos había producido,y no quedó satisfecha; nos hizo, pues, esperar,y no cesó de censurarse a sí misma por haber-nos hecho comer aquel pastel indigesto.

Y poco después ocurrió lo que nosotrostemíamos tanto. Se oyó fuera ruido de pasos yarrastre de pies, entrando luego solemnementegran cantidad de personas que venían con lacabeza descubierta, y que depositaron encimade la cama los cuerpos de los dos muchachosahogados.

—¡Oh Dios mío! —gritó llorando la pobremadre, y cayó de rodillas y enlazó con sus bra-zos a su hijo muerto, y empezó a cubrirle lahúmeda cara de besos—. ¡He sido yo la que leenvió, he sido yo la causante de su muerte! Siyo hubiese obedecido y le hubiese mantenido

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dentro de casa, no habría ocurrido esto. He sidojustamente castigada; anoche le traté de unmodo cruel, cuando me suplicaba a mí, su pro-pia madre, que fuese su amiga.

Siguió hablando y hablando de esta ma-nera, y todas las mujeres lloraban, se compade-cían de ella y se esforzaban por consolarla; peroella no podía perdonarse lo que había hecho, yno admitía consuelos; siguió repitiendo que siella no lo hubiese mandado fuera de casa, suhijo seguiría ahora bien y con vida, habiendosido ella la causante de su muerte.

Esto demuestra la tontería que cometenlas gentes cuando se censuran a símismas por cual- quier cosa quehan hecho. Satanás lo sabía, y por esodijo que no ocurre nada que laprimera acción de vuestra vida nohaya dejado ya dispuesta, y hechoinevitable; de modo, pues, quepor iniciativa pro-propia vuestra no

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os es posible nunca alterar el plan o realizar unacto que rompa uno de los eslabones. Acto con-tinuo oímos alaridos, y Frau Brandt se abriódesatinadamente paso por entre la multitud;traía las ropas en desorden y la cabellera sueltay se arrojó sobre su hija muerta, lanzando ge-midos, besándola y dirigiéndole frases tiernas ycariñosas; al rato se puso en pie, casi agotadapor los ímpetus de su apasionada emoción;apretó el puño y lo levantó hacia el cielo; sucara, empapada de lágrimas, tomó una expre-sión dura y rencorosa, y dijo:

—Durante cerca de dos semanas he teni-do sueños, presentimientos y premoniciones deque la muerte me iba a arrebatar lo que para mítenía mayor valor, y yo me he arrastrado día ynoche, noche y día, por el polvo, delante deDios, rogándole que se apiadase de mi hija ino-cente y que la guardase de todo mal, ¡y he aquíla respuesta de Dios!

Ya veis: Dios había salvado a la niña deun mal, pero la madre lo ignoraba.

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Se enjugó las lágrimas de los ojos y de lasmejillas, permaneció un rato inclinada, miran-do a la niña con ojos muy abiertos, acariciándo-le la cara y los cabellos con las manos; de pron-to habló otra vez con el mismo tono rencoroso:

—No hay compasión alguna en el corazónde Dios. Jamás volveré a rezar.

Levantó y apretó contra su pecho a la niñamuerta, y salió de allí, mientras la multitud seechaba atrás abriéndole paso, muda de espantopor las terribles palabras que acababan de oír.¡Pobre mujer aquella! Es cierto, como habíadicho Satanás, que nosotros no sabemos distin-guir la buena de la mala suerte, y que constan-temente tomamos la una por la otra. De enton-ces acá he oído yo a muchas personas pedir aDios que salvase la vida de algunos enfermos;yo no lo he hecho nunca.

Ambos funerales se celebraron al mismotiempo en nuestra iglesita, al siguiente día. To-dos se hallaban allí . presentes, incluso los invi-tados a la fiesta. También estaba allí Satanás, y

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eso estaba puesto en razón, porque era obrasuya el que hubiesen tenido lugar aquellos fu-nerales. Nicolás se había marchado de esta vidasin absolución, y se realizó una colecta paradecir misas, a fin de sacarlo del purgatorio. Sólose reunieron los dos tercios del dinero necesa-rio, y los padres iban a tratar de pedir prestadolo que faltaba, pero Satanás se lo dio. Nos dijoen secreto que no existía el purgatorio, peroque él había contribuido a fin de que los padresde Nicolás y sus amigos se ahorrasen dificulta-des y angustias. A nosotros nos pareció muybien aquella acción suya, pero él nos dijo que aél no le costaba nada el dinero.

Llegados al cementerio, un carpintero alque la madre de la pequeña Lisa debía cincuen-ta moneditas de plata por trabajos hechos elaño anterior, embargó el cadáver. La madre nohabía podido pagar hasta entonces aquelladeuda, y tampoco podía pagarla ahora. El car-pintero se llevó el cadáver a su casa y lo tuvocuatro días en su bodega; en todo ese tiempo la

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madre no salió de aquella casa, llorando y su-plicándole; entonces el carpintero enterró a laniña en el patio del ganado de un hermano su-yo, sin ninguna ceremonia religiosa. Esto hizoenloquecer de dolor y de vergüenza a la madre,que abandonó sus tareas y recorrió diariamentela población, maldiciendo al carpintero y blas-femando de las leyes del emperador y de laIglesia, dando con ello un espectáculo lamenta-ble. Seppi suplicó a Satanás que interviniese,pero éste le contestó que el carpintero y los de-más eran miembros de la raza humana y actua-ban perfectamente desde el punto de vista deesa clase de animal. Intervendría, desde luego,si descubriese a un caballo actuando de esemodo, y nosotros deberíamos informarle si aca-so tropezábamos con un caballo que se condu-cía como ser humano, porque él entonces se loimpediría. Nosotros creímos que aquello erapura ironía, porque, como es natural, no existíacaballo semejante.

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Pero al cabo de algunos días descubrimosque a nosotros se nos hacía insoportable el do-lor de aquella pobre mujer, y pedimos a Sata-nás que examinase los distintos cursos posiblesde su vida, para ver si no podía darle uno nue-vo, mirando por el bien de ella. Nos contestóque el curso más largo de sus distintas vidasposibles le daba cuarenta y cuatro años, y elmás breve, veintiuno, y que ambos estabancargados de dolores, hambres, frío y sufrimien-to. Lo único que él podía hacer en beneficio deesa mujer era el permitirla escamotear ciertoeslabón de allí a tres minutos; y nos preguntó siqueríamos que lo hiciese. Era un plazo detiempo muy breve el que teníamos para deci-dir: la excitación nerviosa nos dejó destrozados,y antes que pudiéramos dominarnos y pregun-tar detalles nos dijo que el plazo iba a terminarpocos segundos después; por eso jadeamos depronto: _

—¡Hazlo!

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—Ya está hecho—dijo—; ella iba a doblaruna esquina; la hice volver atrás; esto ha cam-biado el curso de su vida.

—¿Y qué ocurrirá ahora, Satanás?—Ya está ocurriendo lo que ha de ocurrir.

Se ha trabado de palabras con Fischer, el teje-dor. Fischer, llevado de su ira, realizará lo quesin este accidente no habría llevado a cabo. Esehombre se hallaba presente cuando la mujer sequedó contemplando el cadáver de su hija ypronunció aquellas blasfemias.

—¿Y qué hará?—Lo está haciendo ya. La está denun-

ciando. De aquí a tres días esa mujer será que-mada en el poste. .

Nos quedamos sin habla; el horror nosdejó helados, porque si nosotros no nos hubié-semos entremetido en la carrera de su vida, sehabría ahorrado aquel destino espantoso. Sata-nás vio nuestros pensamientos, y dijo:

—Lo que estáis pensando es estrictamentehumano, es decir, un desatino. La mujer sale

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ganando con esto. En cualquier momento queella hubiese muerto, habría ido al cielo. Graciasa esta muerte tan próxima gana veintinueveaños de cielo más de lo que le estaba destinado,y se ahorra veintinueve años de miserias aquíabajo.

Un momento antes habíamos estado di-ciéndonos rencorosamente que nunca más soli-citaríamos favores de Satanás para amigosnuestros, porque no parecía saber otra manerade portarse amablemente con una persona si noera matándola; pero ahora cambiaba todo elaspecto del caso, y nos alegrábamos de lo quehabíamos hecho, sintiéndonos plenamente feli-ces al recordarlo.

Al cabo de un rato empecé yo a sentirmeturbado pensando en Fischer, y le preguntétímidamente:

—¿Acaso este episodio cambia también elcurso de la vida de Fischer Satanás?

—¿Que si lo cambia? ¡Claro que sí! Radi-calmente. Si él no se hubiese tropezado hace

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unos momentos con Frau Brandt habría muertoel año próximo, de treinta y cuatro años, Ahoravivirá hasta los noventa, y llevará una vidamuy próspera y feliz, tal como marchan lasvidas humanas.

Nosotros sentimos gran júbilo y orgulloen lo que habíamos hecho en favor de Fischer, yesperábamos que Satanás simpatizase con estossentimientos; pero no dio señal alguna de sim-patizar, y eso nos produjo desasosiego. Espe-ramos que él hablase, pero no habló; por eso, ypara enjugar nuestra preocupación tuvimosque preguntarle si aquella buena suerte de Fis-cher no tendría ningún inconveniente. Satanásmeditó un momento en el problema, y dijodespués con cierta vacilación:

—Pues veréis, el tema es delicado. Bajolos diversos cursos posibles de vida que antestenía ese hombre, al final iría al cielo.

Nos quedamos boquiabiertos de espanto :—¡Oh Satanás! Y dentro de este...

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—Ea, no os angustiéis de esa manera. Vo-sotros intentasteis con toda sinceridad hacerleun favor; eso debe consolaros.

—¡Válganos Dios, válganos Dios! Eso nopuede servirnos de consuelo. Deberías haber-nos dicho las consecuencias de lo que hacía-mos, y entonces nuestra conducta habría sidootra.

Pero nuestras palabras no le impresiona-ron. Jamás había sentido él pena ni pesar, eignoraba en qué consistían, o al menos lo igno-raba de una manera verdaderamente práctica.Sólo sabía de esas cosas teóricamente, es decir,intelectualmente. Como es natural, eso noaprovecha. Es imposible obtener otra cosa queuna noción vaga e incompleta de tales cosascomo no sea por experiencia. Nos esforzamostodo cuanto pudimos en hacerle comprender lacosa tan espantosa que había realizado, y dequé manera quedábamos nosotros complicadosen ella, pero no pareció que llegase a penetrarbien en el asunto. Aseguró que él no le conce-

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día importancia al lugar adonde iría a pararFischer; en el cielo no lo echarían de menos,porque allí eran muchos Intentamos hacerle verque se salía por completo del tema; que Fischer,y no los demás, era el indicado para decidirsobre la importancia de la cuestión; pero todofue inútil; dijo que le tenía sin cuidado Fischer,y que los Fischer abundaban muchísimo.

Un momento después pasó por el otro la-do del camino Fischer; el verlo nos dio mareosy desmayos, recordando la condenación que leesperaba y de la que nosotros éramos la causa.¡Y qué inconsciente marchaba de todo cuanto lehabía ocurrido! Se advertía en lo elástico dé sucaminar y en lo vivaz de sus maneras que esta-ba muy contento por la mala jugarreta que lehabía hecho a la pobre Frau Brandt. A cadamomento volvía la cabeza para mirar por en-cima del hombro hacia atrás, como quien espe-raba algo. En efecto, muy pronto vino en lamisma dirección Frau Brandt, entre corchetes y

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amarrada con cadenas tintineantes. Tras ellamarchaba el populacho, mofándose y gritando:

— ¡Blasfema y hereje!Entre aquellas gentes había convecinas y

amigas suyas de tiempos más felices. Algunasde esas personas intentaron golpearla, y loscorchetes no se tomaban todo el trabajo quehubieran podido a fin de impedírselo.

—¡Oh Satanás, impídeselo! —se nos esca-pó esta exclamación antes de recordar que nopodía interrumpir aquello ni por un solo ins-tante sin cambiar todo el curso posterior de susvidas.

Pero dio un ligero soplido, con los labiosen dirección a la gente, y ésta empezó a vacilary tambalearse, pretendiendo agarrarse con lasmanos al espacio vacío; acto continuo se des-bandaron y huyeron en todas direcciones, dan-do alaridos, como si fuesen víctimas de un su-frimiento intolerable. Había bastado aquel pe-queño soplo para romper a cada uno de ellosuna costilla. No pudimos menos de preguntar

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si con aquello había cambiado el curso poste-rior de la vida de aquellas personas.

—Por completo. Algunas han ganadoaños, otras los han perdido. Algunas se benefi-ciarán de distintas maneras por el cambio, perosólo esas pocas.

No preguntamos si nuestra iniciativahabía traído a algunas de esas personas la mis-ma suerte que al pobre Fischer. No quisimossaberlo. Creímos firmemente en el deseo quetenía Satanás de favorecernos, pero empezá-bamos a perder confianza en su juicio. Entoncesempezó a desaparecer, dejando paso a otrosintereses, aquella ansiedad nuestra cada vezmayor de hacer que revisase el curso de nues-tras vidas y que sugiriese mejoras en las mis-mas.

Toda la aldea se vio envuelta en una tem-pestad de chismorreos durante un par de días apropósito del caso de Frau Brandt y de la mis-teriosa calamidad que había caído sobre la mul-titud; cuando compareció al juicio, el local se

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hallaba atiborrado de gente. Fue cosa fácil de-jarla convicta de sus blasfemias porque habíapronunciado una y otra vez aquellas palabrasterribles, y se negó a retractarse de ellas. Cuan-do se le advirtió que estaba poniendo en peli-gro su vida, contestó que le harían un favorquitándosela, que no la quería para nada, queprefería vivir en el infierno con los diablos deprofesión que no con sus imitadores en la al-dea. La acusaron de que había roto aquellascostillas por arte de hechicería, preguntándolesi no era una bruja. Ella contestó mofándose:

—No. ¿Os dejaría con vida ni siquieracinco minutos a ninguno de vosotros, hipócri-tas malvados, si yo tuviese esos poderes? No;os dejaría muertos a todos en el acto. Pronun-ciad vuestra sentencia y dejadme morir; estoycansada de vivir con vosotros.

La declararon, pues, culpable, fue exco-mulgada y apartada de los júbilos celestiales ycondenada a las hogueras del infierno; actocontinuo la vistieron con una túnica burda y la

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entregaron al brazo secular, conduciéndola a laplaza del mercado. La campana doblaba mien-tras tanto solemnemente a muerto. La vimosencadenada al poste, y vimos también alzarseen el aire tranquilo la primera neblina de humoazul. Entonces la expresión del rostro de aque-lla mujer se suavizó, miró a la muchedumbreque se apretujaba delante de ella, y dijo cariño-samente:

—Hubo un tiempo en que jugamos jun-tos, en aquellos días lejanos en los que éramosunas criaturas inocentes. En recuerdo de aque-llos días, yo os perdono.

Entonces nos alejamos, y no vimos cómola consumía el fuego; pero escuchamos sus ala-ridos, a pesar de que nos tapamos las orejas conlos dedos. Cuando dejaron de oírse los alaridos,aquella mujer estaba ya en el cielo, a pesar de laexcomunión. Y nosotros nos alegrábamos de sumuerte, y ningún pesar sentíamos de habersido los causantes de la misma.

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Cierto día, poco después de aquello, senos apareció de nuevo Satanás. Nosotros vi-víamos en un constante acecho del mismo, por-que cuando lo teníamos a nuestro lado no era lavida jamás una balsa de agua estancada. Se nospresentó en aquel lugar del bosque donde noslo tropezamos por vez primera. Como éramosmuchachos, deseábamos divertirnos; le supli-camos que nos hiciese alguna exhibición.

—Perfectamente —-dijo—; ¿os agradaríacontemplar una historia del progreso de la razahumana? ¿Del desarrollo de ese producto suyoque se llama civilización?

Le contestamos afirmativamente.Le bastó un pensamiento para convertir

aquel lugar en el jardín del Edén, y vimos aAbel orando junto a su altar. Acto continuoapareció caminando hacia donde Abel estaba,su hermano Caín, armado con su garrota; nopareció habernos visto, y me habría pisado enun pie si yo no lo hubiese retirado hacia aden-tro. Habló a su hermano en un lenguaje que

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nosotros no entendimos; poco a poco se fueponiendo violento y amenazador, y nosotrosnos dimos cuenta de lo que iba a pasar, y mi-ramos un momento hacia otro lado; pero oímosel chasquido de los golpes y alaridos y lamen-tos; luego se produjo el silencio, y contempla-mos a Abel caído en medio de su propia sangrey dando las últimas boqueadas. Caín en pie asu lado, lo contemplaba, vengativo y sin mues-tras de arrepentimiento.

Se desvaneció aquella visión, y siguió a lamisma una larga serie de guerras, asesinatos ydegollinas conocidas para nosotros. Vino luegoel diluvio y vimos el Arca balanceándose de unlado para otro en las agua tormentosas y a lolejos, veladas y confusas por la lluvia, unasmontañas altísimas. Satanás dijo:

—El progreso de vuestra raza no fue satis-factorio. Ahora tendrá otra oportunidad.

Cambió la escena, y contemplamos a Noé,pasado del vino.

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Acto continuo, aparecieron Sodoma yGomorra, «con la tentativa para descubrir allídos o tres personas respetables», según pala-bras de Satanás, Vino después Lot con sus hijas,dentro de la caverna.

Vinieron después las guerras hebraicas, yvimos cómo los vencedores degollaban a lossupervivientes y al ganado propiedad de losmismos, salvando a las muchachas jóvenes, queluego se repartían entre ellos.

Vino después Jezabel; la vimos, deslizarsedentro de la tienda y atravesar con un clavo departe a parte las sienes de su huésped dormido;nos hallábamos tan cerca que cuando saltó lasangre, formó ésta un pequeño arroyuelo rojo anuestros pies, y si hubiésemos querido habría-mos podido manchar en él nuestras manos.

Vinieron luego las guerras egipcias, lasguerras griegas, las guerras romanas, que deja-ron la tierra empapada con horrendos mancho-nes de sangre; vimos las traiciones de que losromanos hicieron víctimas a los cartagineses, y

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el espectáculo repugnante de la degollina deeste pueblo valeroso. Vimos también a Césarinvadir Britania, no porque este pueblo bárbarole hubiese hecho daño alguno, sino porquequería sus tierras, y César anhelaba concederlas bendiciones de la civilización a sus viudas yhuérfanas, según explicó Satanás.

Después de eso nació la cristiandad. En-tonces desfilaron por delante de nosotros largasépocas europeas, y vimos de qué manera lacristiandad y la civilización avanzaron de lamano durante esas épocas, dejando en su este-la, el hambre, la muerte, la desolación y losdemás signos del progreso de la raza humana,según hizo notar Satanás.

En todo momento vimos guerras, másguerras, y siempre guerras, por Europa, portodo el mundo. «Unas veces en el interés parti-cular de las familias reales —dijo Satanás— yotras para aplastar a alguna nación débil; jamásningún agresor inició una guerra con móviles

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limpios; no existe una guerra de esa clase en lahistoria de la raza humana».

—Ya habéis visto —dijo Satanás— el pro-greso de vuestra raza hasta el día, y no tenéismás remedio que confesar que es maravilloso, asu modo. Ahora es preciso que hagamos ver elporvenir.

Satanás nos mostró matanzas más terri-bles por la cantidad de vidas destruidas, másdevastadoras por los artefactos de guerra em-pleados, que todo cuanto habíamos visto.

—Ya veis —dijo— que vuestro progresoha sido constante. Caín asesinó con una garro-ta; los hebreos cometieron sus asesinatos condardos y espadas; los griegos y los romanosagregaron la armadura protectora y las bellasartes de la organización militar y del generala-to; los cristianos agregaron los cañones y lapólvora. De aquí a algunos siglos habrán per-feccionado hasta tal punto la eficacia mortal desus armas de matanza, que no tendrán todoslos hombres más remedio que confesar que sin

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la civilización cristiana habría seguido siendo laguerra hasta el fin de los tiempos una cosa po-bre y fútil.

Después de esas palabras rompió a reír dela manera más despreocupada, mofándose dela raza humana, a pesar de que sabía que todolo que había estado diciendo nos avergonzaba ynos lastimaba. Nadie, como no fuese un ángel,habría podido obrar de semejante manera; peroel sufrimiento no significaba nada para ellos;ignoran lo que es, como no lo sepan de oídas.

Seppi y yo habíamos intentado más deuna vez, de un modo humilde y receloso, con-vertirlo, y como él nos había escuchado en si-lencio, tomamos esto como una especie de es-tímulo; por eso esta conversación suya de ahoratenía que resultar para nosotros una desilusión,porque demostraba que no habíamos produci-do en Satanás una impresión profunda. Nosentristecimos al pensarlo, y entonces compren-dimos cuál ha de ser el estado de ánimo delmisionero que ha estado acariciando alegres

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esperanzas y ve cómo éstas se marchitan.Guardamos nuestro dolor para nosotros mis-mos, comprendiendo que no era aquél el mo-mento de proseguir nuestra tarea.

Satanás llevó hasta el último límite su risadesagradable; y luego dijo:

—El progreso es extraordinario. Cinco oseis elevadas civilizaciones, en el transcurso decinco o seis mil años, surgieron, florecieron, seimpusieron al asombro del mundo y luego de-cayeron y desaparecieron; ni una sola de ellas,salvo la más reciente, consiguió inventar nin-gún medio adecuado para matar al pueblo enmasa. Todas ellas hicieron cuanto pudieron(porque la mayor ambición de la raza humanay el incidente primero de su historia ha sido elmatar), pero únicamente la civilización cristia-na ha logrado un triunfo del que puede enorgu-llecerse. Dentro de uno o dos siglos se recono-cerá que todos los hombres competentes en elarte de matar son cristianos; entonces el mundopagano irá a que el cristiano lo eduque, no para

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adquirir su religión, sino sus cañones. El turcoy el chino los comprará para matar con ellos alos misioneros y a los convertidos al cristianis-mo.

Mientras tanto había vuelto a entrar enacción su teatro; nación tras nación fueron des-filando antes nuestros ojos en el transcurso dedos o tres siglos, en un cortejo imponente e in-acabable, destrozándose, peleándose, avanzan-do por mares de sangre, envueltos en el humoespeso de la batalla, por entre el cual brillabanlas banderas y se disparaban las rojas bocana-das de los cañones; y siempre escuchábamos eltronar de los fusiles y los gritos de los mori-bundos. —¿Y qué ha salido de todo eso? —dijoSatanás, con su maligno glogloteo de risa—.Nada en absoluto. Vosotros no ganáis nada;termináis por el mismo sitio en que empezas-teis. Durante un millón de años vuestra raza havivido propagándose de una manera monóto-na, multiplicando monótonamente ese absurdotonto» ¿y qué ha conseguido? ¡No hay sabidu-

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ría que pueda adivinar! ¿Quién se beneficia conello? Nadie, sino un grupo de reyezuelos usur-padores y de aristócratas que os desprecian;que se considerarían manchados si los tocaseis;que os darían con la puerta en las narices siquisieseis hacerles una visita; unos reyezuelos yaristócratas de quienes sois esclavos, por losque lucháis, por los que morís, sin que ello osdé vergüenza, sino orgullo; unos reyezuelos yaristócratas, cuya existencia es un perpetuoinsulto a vosotros, insulto contra el que no osrebeláis por miedo; unos reyezuelos y aristócra-tas que son unos pordioseros que viven devuestras limosnas, que, sin embargo, adoptancon vosotros los aires del bienhechor con elmendigo; que os hablan en el lenguaje en quehabla el amo a su esclavo, y a los que contestáiscon el lenguaje en que contesta el esclavo a suseñor; a los que reverenciáis de palabra, mien-tras que en vuestro corazón (si es que lo tenéis)os despreciáis a vosotros mismos por ello. Elprimer hombre fue un hipócrita y un cobarde, y

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esas cualidades no se han perdido en su des-cendencia; ellas son el fundamento sobre el quese han asentado todas las civilizaciones; ¡Brin-dad por que se perpetúen! ¡Brindad por que seaumenten! ¡Brindad por...!

En ese momento advirtió por nuestras ca-ras lo profundamente qué aquello nos lastima-ba; cortó su sentencia sin acabarla, cesó en suglogloteo de risa, y cambiaron sus maneras,diciéndonos gentilmente:

—No, brindaremos los unos por salud delos otros, y allá se las arregle la civilización. Elvino que ha fluido a nuestras manos saliendodel espacio por un deseo nuestro es cosa de latierra, y lo bastante buena para este otro brin-dis; pero tirad los vasos; haremos este otrobrindis con un vino que hasta ahora no se vioen este mundo.

Obedecimos, alargamos las manos y reci-bimos en ellas las nuevas copas a medida quedescendieron de lo alto. Eran éstas bellas y deelegante forma, pero no estaban fabricadas con

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ningún material de los que nosotros conocía-mos. Parecían dotadas de movimiento, parecíanvivas; y desde luego, los colores que había de-ntro de ellas se movían. Eran brillantísimas ycentelleantes, de todas las tonalidades; no per-manecían inmóviles nunca, sino que corrían deuna parte a otra en magnífico oleaje que se en-trechocaba, se rompía y estallaba en delicadasexplosiones de encantadores colores. Creo quese parecía mucho a un oleaje de ópalos quedespedía por todas partes centelleos esplendo-rosos. Pero no hay nada a qué comparar el vinoaquel. Lo bebimos, y experimentamos un éxta-sis extraordinario y encantador, como si se noshubiesen metido dentro furtivamente los cielos.A Seppi se le humedecieron los ojos y exclamócon reverencia :

—Algún día estaremos allí y entonces...Miró furtivamente a Satanás, y yo creo

que con la esperanza de que éste dijese: «Sí,algún día estarás allí», pero Satanás parecíaestar pensando en alguna otra cosa, y no dijo

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nada. Aquello me dio a mí una sensación es-pantosa, porque estaba seguro de que Satanáshabía oído; nada, hablado o no hablado, se leescapaba a él. El pobre Seppi pareció afligido yno terminó su sentencia. Las copas se alzaron yse abrieron camino hasta los cielos, lo mismoque un trío de trozos de arco iris, y desapare-cieron. ¿Por qué no se quedaron en nuestrasmanos? Aquello parecía una mala señal, y medejó deprimido. ¿Volvería yo a ver alguna vezla mía? ¿Vería Seppi la suya alguna vez?

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CAPITULO IX

Era cosa de maravilla el dominio que Sa-tanás ejercía sobre el tiempo y la distancia. Paraél ni la una ni el otro existían. Los calificaba deinvenciones de los hombres, y afirmaba queeran puros artificios, íbamos muchas veces conél a los puntos más lejanos del globo, permane-cíamos allí semanas y meses, y, por regla gene-ral, sólo nos ausentábamos una fracción de se-gundo. Esto podía demostrarse por el reloj.Cierto día en que la gente de nuestra aldea sehallaba en una terrible aflicción, porque el tri-bunal de brujas tenía miedo de proceder contrael astrólogo y contra los miembros de la casadel padre Pedro —mejor dicho, contra nadie

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que no fuese pobre y desamparado—, la genteperdió la paciencia y se dedicó por cuenta pro-pia a la caza de brujas; comenzó por perseguir auna dama distinguida por su nacimiento, de laque se sabía que tenía por costumbre curar a lagente con artes diabólicas, tales como el bañar-las, el lavarlas, el darles alimentos en lugar desangrarlos y purgarlos debidamente por manodel cirujano barbero. La mujer corrió por lacalle de la aldea, perseguida por el populachoululante y maldiciente; intentó .refugiarse enalgunas casas, pero le dieron con las puertas enla cara. La persiguieron por espacio de más demedia hora; nosotros fuimos detrás para ver loque ocurría; por último cayó ella al suelo, ago-tada, y la turba la agarró. La arrastraron hastaun árbol, sujetaron una cuerda en una rama yempezaron a hacer un nudo corredizo; mien-tras tanto, algunos la sujetaban, y ella lloraba ysuplicaba, y su hija miraba y sollozaba, sinatreverse a decir ni hacer nada.

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Ahorcaron a la dama, y aunque en mi co-razón yo estaba pesaroso, le tiré una pedrada;pero eso mismo hacían todos, y cada uno sefijaba en el que estaba a su lado, y si yo nohubiese hecho lo que hacían los demás, mehabrían visto y habrían murmurado de mí. Sa-tanás soltó la carcajada.

Todos cuantos estaban cerca se volvieronhacia él, atónitos y nada satisfechos. Mal mo-mento era aquél para retirarse, porque sus ma-neras libres y burlonas y su música sobrenatu-ral lo habían hecho ya sospechoso por toda lapoblación y eran muchos los que en secretoestaban contra él. El corpulento herrero llamóahora la atención hacia él, alzando su voz demanera que le oyesen todos, y dijo:

—¿De qué os reís? ¡Contestad! Explicadademás a los aquí presentes por qué razón notiráis ninguna piedra.

—¿Estáis seguro de que no la tiré?—Sí. Y no queráis saliros por la tangente;

yo me fijé bien en usted.

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—¡Y también yo, y también yo me fijé enusted! —gritaron otros dos.

—Tres testigos —dijo Satanás—: Mueller,el herrero; Klein, el ayudante del carnicero;Pfeiffer, el jornalero del tejedor. Tres embuste-ros muy corrientes. ¿Hay algún otro?

—No os importe que haya o no hayaotros, y ninguna importancia tiene tampoco laopinión que usted tenga de nosotros; tres testi-gos son suficientes para arreglaros las cuentas.Tendrá usted que demostrar que tiró una pie-dra, o mal lo va usted a pasar.

—¡Así es!—gritó la turba, y se arremolinótodo lo cerca que pudo del centro del interés.

—En primer lugar contestará usted a estaotra pregunta —gritó el herrero, muy satisfechode sí mismo por poder convertirse en portavozdel público y en héroe del momento—: ¿De quése reía usted?

Satanás se sonrió y contestó, divertido:

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—De ver a tres cobardes apedreando auna mujer moribunda, siendo así que ellosmismos estaban tan próximos a morir.

Hubo que ver a la muchedumbre supers-ticiosa encogerse y contener el aliento bajoaquel golpe súbito. El herrero, mostrándosebravucón, dijo:

—¡Púa! ¿Qué sabe usted de eso?—¿Yo? Lo sé todo. Mi profesión es la de

echador de la buenaventura y leí las manos devosotros tres (y de algunos más) cuando laslevantasteis para apedrear a la mujer. Uno devosotros morirá de mañana en ocho días; elotro morirá esta noche; al tercero no le quedansino cinco minutos de vida, ¡y allí está el reloj!

Aquello produjo sensación. Las caras dela multitud empalidecieron y se volvieron me-cánicamente hacia el reloj. El carnicero y el te-jedor parecían acometidos de una grave enfer-medad, pero el herrero sacó fuerzas de flaquezay dijo animoso:

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—No es mucho lo que hay que esperarpara ver si se cumple la predicción númerouno. Si no se cumple, mocito, no vivirá usted niun solo minuto después, se lo prometo.

Nadie habló una palabra; todos mirabanal reloj en medio de un profundo silencio, queresultaba impresionante. Iban pasados cuatrominutos y medio cuando el herrero dio un súbi-to jadeo, apretó sus manos contra el corazón ydijo: «¡Dadme aire! ¡Dejadme espacio!», y em-pezó a desplomarse hacia el suelo. La multitudse arremolinó hacia atrás, sin que nadie sebrindase a sostenerlo, y el herrero cayó redon-do al suelo, ya cadáver. La gente se quedó mi-rando al muerto con ojos atónitos, miró luego aSatanás y se miraron después unos a otros; suslabios se movieron, pero no salió de ellos unasola palabra. Entonces dijo Satanás:

—Tres vieron que yo no tiré ninguna pie-dra. Quizá lo hayan visto algunos más; quehablen.

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Aquello provocó entre la gente una espe-cie de pánico; aunque ninguno le contestó fue-ron muchos los que empezaron a acusarse vio-lentamente unos a otros diciendo: «Tú dijisteque no había tirado». La contestación era ésta:«¡Mientes y te haré comer tu mentira!».

Un instante después estaban todos enfu-recidos y se había armado allí un revuelo es-pantoso, porque se golpeaban y acometían losunos a los otros; en medio de todo aquello, sólohabía una persona indiferente: la difunta quecolgaba de su cuerda, terminados ya sus apu-ros, y con el alma en paz.

Nos alejamos de allí; yo no estaba tranqui-lo, sino que me decía a mí mismo: «Les dijo quese reía de ellos, pero eso era mentira; de quiense reía era de mí».

Esto le hizo reírse de nuevo y dijo:—Sí, me reía de ti, porque, por miedo a lo

que los demás pudieran contar apedreaste a lamujer, siendo así que tu corazón se revolvía

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contra ese acto; pero me reía también de losdemás.

—¿Por qué?—Porque su caso era el mismo tuyo.—¿Cómo es eso?—Verás: había allí sesenta y ocho perso-

nas, y de ellas sesenta y dos tenían tan pocosdeseos de tirar una piedra como tú mismo.

—¡Satanás!—Es cierto, conozco a tu raza. Está com-

puesta de borregos. Está gobernada por mino-rías, y sólo muy rara vez, o quizá nunca, pormayorías. Hace caso omiso de sus propios sen-timientos y de sus propias creencias y sigue alpuñado de personas que mete más ruido. Enocasiones, ese puñado bullicioso tiene razón, yotras veces no la tiene; no importa, la multitudlos sigue. La inmensa mayoría de la raza, lomismo si es salvaje que si es civilizada, es secre-tamente de buenos sentimientos, y se resiste acausar dolor, pero no se atreve a manifestarsetal como es si hay delante una minoría agresiva

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y despiadada. ¡Imagínate! Una persona de buencorazón espía a la otra, y tiene cuidado de queesa otra colabore lealmente en hechos inicuosque los indignan a los dos. Hablando porque losé, me consta que el noventa y nueve por cientode tu raza era firmemente opuesto a matar a lasbrujas cuando se agitó por primera vez hacemucho tiempo esa idiotez por un puñado delocos beatos. Me consta que aun hoy en día, alcabo de siglos de transmitirse el prejuicio y deuna educación estúpida, sólo una persona decada veinte acosa a las brujas poniendo en ellosu corazón. Y, sin embargo, aparentemente,todos las odian y quieren matarlas. Quizá algúndía se levante un puñado de personas defen-diendo lo contrario y ese puñado será el quemeta más ruido (quizá incluso un solo hombreaudaz que tenga voz gruesa y expresión resuel-ta lo conseguirá), y antes de una semana todoslos borregos se darán media vuelta y le segui-rán, terminando de ese modo súbitamente lacaza de brujas. Las monarquías, las aristocra-

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cias y las religiones se hallan todas basadas enese enorme defecto de vuestra raza, a saber: ladesconfianza que cada cual siente de su conve-cino, y su deseo, por propia seguridad o como-didad, de hacer buen papel ante los ojos de eseconvecino. Esas instituciones permaneceránsiempre, florecerán siempre, os oprimiránsiempre, serán siempre para vosotros un bo-chorno y una degradación, porque siempreseréis y seguiréis siendo esclavos de las minorí-as. Jamás hubo un país en el que la mayoría delas gentes hayan sido en lo profundo de suscorazones leales a ninguna de estas institucio-nes.

No me gustó oír llamar a nuestra raza re-baño de borregos, y dije que no creía que lofuésemos.

—Y, sin embargo, corderito, eso es cierto—dijo Satanás—. Fíjate bien durante una gue-rra, ¡qué borregos y qué ridículos sois!

—¿En la guerra? Y ¿cómo así?

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—Jamás hubo una guerra justa, jamáshubo una guerra honrosa, por la parte de suinstigador. Yo miro en lontananza un millón deaños más allá, y esta norma no se alterará nisiquiera en media docena de casos. El puñaditode vociferadores (como siempre) pedirá a gritosla guerra. Al principio (con cautela y precau-ción) el púlpito pondrá dificultades; la granmasa, enorme y torpona, de la nación se restre-gará los ojos adormilados y se esforzará pordescubrir por qué tiene que haber guerra, ydirá, con ansiedad e indignación: «Es una cosainjusta y deshonrosa, y no hay necesidad deque la haya». Pero el puñado vociferará conmayor fuerza todavía. En el bando contrario,unos pocos hombres bienintencionados argüi-rán y razonarán contra la guerra valiéndose deldiscurso y de la pluma, y al principio habráquien los escuche y quien los aplauda; pero esono durará mucho; los otros ahogarán su vozcon sus vociferaciones y el auditorio enemigode la guerra se irá raleando y perdiendo popu-

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laridad. Antes que pase mucho tiempo veráseste hecho curioso: los oradores serán echadosde las tribunas a pedradas, y la libertad de pa-labra se verá ahogada por unas hordas dehombres furiosos que allá en sus corazonesseguirán siendo de la misma opinión que losoradores apedreados (igual que al principio),pero que no se atreven a decirlo. Y, de pronto lanación entera (los púlpitos y todo) recoge elgrito de guerra y vocifera hasta enronquecer ylanza a las turbas contra cualquier hombre hon-rado que se atreva a abrir su boca; y, finalmen-te, esa clase de bocas acaba por cerrarse. Actocontinuo, los estadistas inventarán mentiras debaja estofa, arrojando la culpa sobre la naciónque es agredida y todo el mundo acogerá conalegría esas falsedades para tranquilizar la con-ciencia, las estudiará con mucho empeño y senegará a examinar cualquier refutación que sehaga de las mismas; de esa manera se irán con-venciendo poco a poco de que la guerra es justay darán gracias a Dios por poder dormir más

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descansados después de ese proceso de grotes-co engaño de sí mismos.

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CAPITULO X

Empezaron a correr uno tras otro los días,sin que se presentase Satanás. La vida sin él notenía alicientes. Pero el astrólogo, que habíaregresado de su excursión a la luna, recorrió laaldea desafiando a la opinión pública, y reci-biendo en ocasiones una pedrada en medio dela espalda cuando alguno de los perseguidoresde brujas veía ocasión segura de tirársela y es-quivar el ser visto. En ese tiempo hubo dos in-fluencias que trabajaron en favor de Margarita.El que Satanás, al que ella le era por completoindiferente, hubiese suspendido las visitas a sucasa después de ir a ella una o dos veces, lasti-mó el corazón de la joven; ésta se esforzó de allí

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en adelante por desterrarlo de su corazón. Lasnoticias que la vieja Úrsula le llevó de cuandoen cuando acerca de la vida de libertinaje a quese entregaba Guillermo Meidling habían des-pertado en ]a joven remordimientos, porque lacausa de todo eran los celos que Guillermo sen-tía de Satanás; al combinarse la acción de estosdos asuntos, Margarita sacaba un buen prove-cho de los mismos, porque el interés que teníapor Satanás se iba enfriando, y el que sentía porGuillermo se iba haciendo cada vez más inten-so. Para completar su conversión sólo se necesi-taba que Guillermo reaccionase haciendo algoque diese lugar a comentarios favorables e in-clinase el ánimo del público otra vez hacia él.

Y esa oportunidad llegó, Margarita lollamó y le pidió que defendiese a su tío en eljuicio que se aproximaba; esto agradó muchí-simo al joven, que dejó de beber y comenzó conactividad sus preparativos. En realidad, lo hizocon más actividad que esperanza, porque noera un caso prometedor. Había celebrado mu-

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chas entrevistas en su despacho con Seppi yconmigo, cerniendo bien nuestro testimonio,con la esperanza de encontrar entre la paja al-gunos cereales valiosos, pero la cosecha, comoes natural, fue pobre.

¡Si Satanás se presentase! Ese pensamien-to no se me quitaba de la cabeza. El podía in-ventar algún recurso para ganar el juicio; habíadicho que éste se ganaría, y forzosamente éltenía que saber de qué manera ocurriría eso.Pero pasaban los días, y él seguía sin venir.Desde luego que yo no dudaba de que el juiciose ganaría y de que el padre Pedro pasaría felizel resto de su vida, porque Satanás nos lo habíadicho; sin embargo, yo me sentiría mucho mástranquilo si el viniese y nos explicase cómo te-níamos que arreglarnos. Ya era hora de que elpadre Pedro fuese objeto de un cambio salva-dor que lo llevase hacia la felicidad; era vozgeneral que su encarcelamiento y la ignominiade la acusación que tenía encima lo habían re-ducido al último extremo, siendo probable que

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falleciese de sus aflicciones, a menos que laayuda llegase pronto.

Llegó por fin el día del juicio, y la gentede todos los alrededores se congregó para pre-senciarlo; había entre la concurrencia muchosforasteros que habían llegado desde muy lejos.Sí, todo el mundo estaba allí, menos el acusado.Su debilidad física era incapaz de soportaraquella tensión. Pero Margarita se hallaba pre-sente, manteniendo vivas sus esperanzas y suánimo lo mejor que podía. También hacía actode presencia el dinero. Fue vaciado encima dela mesa y quienes tuvieron aquel privilegiopudieron manosearlo, acariciarlo y examinarlo.

Entró en el cajón de los testigos el astrólo-go. Se había ataviado para aquella ocasión consu mejor sombrero y su mejor túnica.

Pregunta.—¿Afirma usted que este dinerole pertenece?

Respuesta.—Afirmo.Pregunta.—¿De qué manera llegó a ser de

su propiedad?

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Respuesta.—Encontré la bolsa en la carre-tera cuando yo regresaba de un viaje.

Pregunta.—¿Cuándo fue eso?Respuesta.—Hace más de dos años.Pregunta.—¿Qué hizo usted con él?Respuesta.—Me lo llevé a casa y lo oculté

en un lugar secreto de mi observatorio, con elpropósito de encontrar a su poseedor, si podía.

Pregunta.—¿Hizo usted por encontrarlo?Respuesta.—Realicé activas investigacio-

nes durante varios meses, sin que diesen resul-tado.

Pregunta.—¿Y luego?Respuesta.—Me pareció que no valía la

pena de seguir averiguando, y me propuse in-vertir el dinero en terminar el ala del edificio dela Inclusa que hay entre el monasterio de mon-jes y el de monjas. Lo saqué, pues, del lugar enque lo tenía oculto, y reconté el dinero para versi me faltaba algo. Entonces...

Pregunta,.—¿Por qué se detiene usted?Siga.

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Respuesta.—Lamento tener que decir es-to; en el momento mismo en que yo terminabael recuento y colocaba otra vez la bolsa en sulugar, me volví y me encontré a mis espaldas alpadre Pedro. (Algunas voces murmuraron:«Esto tiene mal cariz». Otros contestaron: «¡Pe-ro ese hombre es un grandísimo embustero!»)

Pregunta.—¿Y os intranquilizó eso?Respuesta.—No; en aquel entonces no le

di importancia, porque el padre Pedro acudíacon frecuencia a mí, sin previo aviso, para pe-dirme alguna pequeña ayuda en su necesidad.

Margarita se sonrojó vivamente al oír có-mo con descaro y falsedad se acusaba a su tíode pordiosear, y muy especialmente que lo acu-saba una persona a la que él había denunciadosiempre como un farsante. Iba ya a hablar, perocayó a tiempo en la cuenta de lo que le corres-pondía hacer, y siguió callada.

Pregunta.—Prosiga usted.Respuesta. — Por último, me dio miedo

contribuir con aquel dinero a la construcción de

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la Inclusa, y decidí esperar un año más y pro-seguir mis investigaciones. Cuando oí contar lodel hallazgo del padre Pedro me alegré, y norecelé absolutamente nada; dos o tres días des-pués, al regresar a casa, comprobé que el dineromío había desaparecido; pero ni aun así sospe-ché hasta que me llamaron la atención comocoincidencias muy extrañas tres circunstanciasrelacionadas con la buena fortuna del padrePedro.

Pregunta.—Sírvase explicarlas.Respuesta.—El padre Pedro se había en-

contrado el dinero en un camino, yo me habíaencontrado el mío en una carretera. El hallazgodel padre Pedro estaba compuesto exclusiva-mente de ducados de oro, el mío, también. Elpadre Pedro se había encontrado mil cientosiete ducados, exactamente como yo.

Con esto terminó su declaración que pro-dujo ciertamente impresión profunda en laconcurrencia; era cosa que saltaba a la vista.

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Guillermo Meidling le hizo algunas pre-guntas, luego nos llamaron a nosotros los mu-chachos, y nosotros hicimos nuestro relato.Aquello hizo reír a la gente, y nosotros nos sen-timos avergonzados. Aun sin eso ya estábamosinquietos, porque Guillermo estaba desespera-do, y lo dejaba ver. El pobre joven estabahaciendo todo cuanto podía, pero nada milita-ba en su favor, y si había algunas simpatías noestaban desde luego del lado de su defendido.Quizá resultase difícil para el Tribunal y la con-currencia el creer en el relato del astrólogo, te-niendo en cuenta su reputación; pero lo que síresultaba completamente imposible de creer erael relato del padre Pedro. Estábamos ya bastan-te inquietos, pero cuando el abogado del astró-logo dijo que no le parecía necesario hacernosninguna pregunta, porque nuestro relato era unpoco delicado y sería una crueldad suya el po-nerlo a prueba, todos dejaron escapar una risitay aquello se nos hizo ya insoportable. Acto con-tinuo pronunció un discursito burlón, y nuestro

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relato le dio base para tales bromas, haciéndoleaparecer tan ridículo, infantil, estúpido e impo-sible desde todo punto de vista, qué ya todos secarcajearon hasta que les corrían las lágrimaspor la cara; por último, Margarita perdió losánimos, se dejó llevar del abatimiento, y rom-pió a llorar. ¡Qué pena sentí por ella!

Pero vi algo que me devolvió los ánimos.¡Satanás estaba en pie junto a Guillermo! ¡Y quécontraste había entre ellos! Satanás parecía muyconfiado y sus ojos y su rostro estaban llenos deanimación, mientras que Guillermo parecíadeprimido y lleno de abatimiento. Nosotrosdos nos sentimos ya tranquilos, y creímos queSatanás declararía y convencería al Tribunal y ala concurrencia de que lo negro era blanco y loblanco negro, o del color que a él le agradase.Miramos a nuestro alrededor para observar quéconcepto tenían de él los forasteros que habíaen la casa, porque Satanás era, como sabéis,bello —mejor dicho, despampanante—, pero

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nadie se fijaba en él, por lo cual comprendimosque era invisible a todos.

El abogado estaba pronunciando sus úl-timas palabras; y mientras las decía, empezóSatanás a diluirse en el interior de Guillermo.Se diluyó en su interior y desapareció. ¡Y quécambio el que tuvo lugar cuando su espírituempezó a mirar desde los ojos de Guillermo!

El otro abogado terminó su discurso conmucha seriedad y dignidad. Apuntó hacia eldinero, y dijo:

—El amor al dinero es la raíz de todo mal.Ahí lo tenéis, al tentador de siempre, rojo otravez de vergüenza por su más reciente victoria,por la deshonra de un sacerdote del Señor y desus dos pobres juveniles colaboradores en elcrimen. Si ese dinero pudiera hablar, creo quese vería obligado a confesar que ésta es la másruin y la más dolorosa de todas sus conquistas.

Se sentó. Guillermo se levantó entonces ydijo:

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—Por el testimonio del acusador deduzcoque él se encontró ese dinero en una carreterahace más de dos años. Rectifíqueme, señor, si lecomprendí a usted mal.

El astrólogo dijo que le había comprendi-do bien.

—Y que el dinero encontrado de esa ma-nera no salió de las manos de usted hasta unafecha determinada, a saber: el último día delúltimo año. Rectifíqueme, señor, si estoy equi-vocado.

El astrólogo asintió con la cabeza. Gui-llermo se volvió hacia el Tribunal y dijo:

—De modo, pues, que si yo demuestroque este dinero que hay aquí no es el mismo,entonces ese dinero no es suyo, ¿no es así?

—Desde luego que sí; pero ése es un pro-cedimiento irregular. Si usted tenía un testigode esa clase era obligación suya advertir a sudebido tiempo y traerlo aquí para...

Se interrumpió y empezó a consultar conlos demás jueces. Entre tanto el otro abogado se

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puso en pie con gran excitación y empezó aprotestar contra el hecho de que se permitieseintroducir nuevos testigos en el juicio en aque-lla última etapa.

Los jueces resolvieron que su oposiciónera justa y debía ser tenida en cuenta.

—Pero no se trata de un nuevo testigo —dijo Guillermo—. Se trata de un testigo que hasido ya examinado en parte. Me refiero al dine-ro.

—¿Al dinero? Y ¿qué puede decir el dine-ro?

—Puede decir que él no es el mismo queel astrólogo poseyó en otro momento. Puededecir que el último mes de diciembre no existíaaún. Puede decirlo por la fecha que lleva.

¡Y era así! Reinó la más viva excitación enla sala mientras el otro abogado y los juecesechaban mano a las monedas y las examinabanentre exclamaciones. Todos estaban llenos deadmiración ante la agudeza de Guillermo, que

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tuvo una idea tan oportuna. Se llamó por fin alorden, y el tribunal dijo:

—Todas las monedas, menos cuatro, sondel año actual. El tribunal expresa su sincerasimpatía al acusado y su profundo dolor de queél, un hombre inocente, haya tenido, por unalamentable equivocación, que sufrir la humilla-ción inmerecida de ser encarcelado y juzgado.El acusado queda absuelto.

De modo, pues, que, a pesar de que elotro abogado opinaba lo contrario, el dineropudo hablar. El tribunal se levantó, y casi todoel mundo se adelantó a estrechar la mano deMargarita y a felicitarla, y después a estrecharla mano de Guillermo, colmándole de elogios;Satanás había salido ya del cuerpo de Guiller-mo y miraba todo con el mayor interés, mien-tras la gente iba y venía atravesándolo, sin sa-ber que él estaba allí. Guillermo no podía expli-car la razón de que hasta el último instante nose le ocurriera pensar en la fecha de las mone-das; dijo que se le había ocurrido de pronto,

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como una inspiración, y que lo dijo sin vacilar,a pesar de que no las había examinado; peroque estaba seguro de que era así, aunque sinexplicarse cómo tenía esa seguridad. En ellodemostró su honradez y obró como quien era;otro en su lugar habría simulado que lo habíapensado antes, pero que lo tenía reservado has-ta el final como una sorpresa. Su aspecto era yaun poco más apagado; no mucho, pero, sin em-bargo, no se veía en sus ojos aquella luminosi-dad que tenían mientras Satanás estaba en suinterior. Pero casi la recobró cuando Margaritase le acercó, lo colmó de elogios, le dio las gra-cias y no pudo menos que dejarle ver cuan or-gullosa estaba de él. El astrólogo se marchódescontento y echando maldiciones, y SalomónIsaacs recogió el dinero y se lo llevó. Era ya, deuna manera definitiva, de propiedad del padrePedro.

Satanás se había marchado. Me parecióque se habría introducido en la cárcel para lle-var la noticia al preso, y acerté. Margarita y

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todos nosotros corrimos hacia allá a todo lo quedaban nuestras piernas, en un estado de granjúbilo.

Lo que Satanás había hecho era esto: sehabía presentado delante del pobre preso yexclamó:

—Terminó el juicio, y usted ha quedadopara siempre con la nota de infamia de ser unladrón, por el veredicto del tribunal.

Aquel golpe trastornó la inteligencia delanciano. Diez minutos después, cuando noso-tros llegamos, estaba paseándose con granpompa por la cárcel, dando órdenes a los cor-chetes y a los carceleros, dirigiéndose a elloscomo si fuesen el Gran Chambelán, el príncipetal o el príncipe cual, el almirante de la Escua-dra, el mariscal de campo en jefe y otros títulosaltisonantes por el estilo. Era tan feliz como unpájaro, ¡y creía ser el emperador!

Margarita se abrazó a su pecho y lloró; adecir verdad, la emoción casi nos desgarraba atodos el alma. Reconoció a Margarita, pero no

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llegaba: a comprender por qué lloraba, diounos golpecitos en el hombro y dijo:

—No llores, corazón; ten presente quehay testigos, y que no está bien eso en la prin-cesa de la Corona. Cuéntame la causa, y se re-mediará; no hay cosa que un emperador nopueda hacer.

Miró luego en derredor suyo y vio a Úr-sula que se llevaba el delantal a los ojos. Aque-llo lo desconcertó, y dijo:

—¿Y qué te pasa a ti?Oyó, por entre los sollozos de la mujer,

algunas palabras en que ella le explicaba que ledolía el verlo así. Meditó un momento, y luegodijo, como hablando para sí mismo:

—Cosa antigua y extraña, esta duquesaviuda; ella tiene buena intención, pero siempreestá a vueltas con su romadizo, y no puede ex-plicar lo que le pasa. Y es porque no rige bien.Sus ojos se posaron en Guillermo, y le dijo:

—Príncipe de la India, adivino que vostenéis algo que ver en lo que le ocurre a la prin-

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cesa de la Corona. Habrá que secar sus lágri-mas; no quiero interponerme más entre voso-tros ; ella compartirá vuestro trono, y entre losdos heredaréis el mío. Ea, mujercita, ¿he hechobien? Ya puedes ahora sonreír, ¿verdad que sí?

Llamó con nombres dulces a Margarita yla besó, y estaba tan contento de sí mismo y detodos, que todo le parecía poco para nosotros, yempezó a repartir a diestro y siniestro reinos yotras cosas por el estilo, y lo menos que le tocóa cualquiera de nosotros fue un principado. Y,finalmente, cuando se le convenció de que de-bía marchar a su casa, lo hizo con imponentemajestuosidad; y cuando las multitudes quehabía a lo largo del trayecto vieron cuánto lesatisfacía el que le vitoreasen, lo complacíanhasta el máximo de sus deseos, y él respondíacon inclinaciones muy dignas y con sonrisasgenerosas, y alargaba con frecuencia una manoy decía:

—¡Bendito seas, pueblo mío!

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Nunca había visto yo un espectáculo másdoloroso. Margarita y la vieja Úrsula no hicie-ron sino llorar en todo el trayecto.

Camino de mi casa me tropecé con Sata-nás y lo recriminé por haberme engañado consemejante mentira. Mis palabras no le produje-ron el menor embarazo, limitándose a decir contoda naturalidad y calma:

—Estás en un error; te dije la pura verdad.Te dije que sería feliz durante el resto de susdías, y lo será, porque se creerá siempre el em-perador, y el orgullo y el júbilo que eso le pro-duce subsistirán hasta el fin. Es ya, y seguirásiendo, la única persona completamente felizde este imperio.

—Pero ¡de qué manera, Satanás, de quémanera! ¿No podías haberlo logrado sin privar-lo de la razón?

Difícil era irritar a Satanás, pero estas pa-labras mías lo consiguieron, y me dijo:

— ¡Eres un borrico! ¿Tan poco observadoreres que todavía no has descubierto que la feli-

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cidad y el estar en el sano juicio son dos cosasimposibles de combinar? Un hombre de inteli-gencia sana no puede ser feliz, porque la vidaes para él una realidad, y ve que es una reali-dad terrible. Únicamente los locos, y no mu-chos locos, pueden ser felices. Los escasos locosque se imaginan que son reyes o dioses sonfelices, y los demás locos no son más felices.que los de sano juicio. Claro está que jamáspuede decirse de un hombre que está por com-pleto en sus cabales; pero yo me refería a loscasos extremos. Le he privado a ese hombre deese artilugio de pacotilla que la raza vuestramira como inteligencia; he sustituido esa vidade hojalata con una ficción de plata dorada;estás viendo el resultado, ¡y todavía lo criticas!Te dije que yo lo haría permanentemente feliz ylo he hecho. Lo he hecho feliz valiéndome delúnico recurso posible en su raza, ¡y estás des-contento!

Dejó escapar un suspiro de desaliento ydijo:

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—Me está pareciendo que es la vuestrauna raza difícil de contentar.

Otra vez lo de siempre. Parecía no cono-cer otro medio de hacerle un favor a una perso-na como no fuese matándola o enloqueciéndo-la. Me disculpé de la mejor manera que pude;pero, para mis adentros, no aprecié en muchosus procedimientos, en aquel entonces.

Satanás solía decir que nuestra raza esta-ba acostumbrada a llevar una vida de constantee ininterrumpido engaño de sí misma. Desde lacuna al sepulcro se embaucaba con embelecos yespejismos que tomaba por realidades, y estoconvertía su vida toda en un puro embeleco. Dela veintena de cualidades nobles que esa raza seimaginaba poseer y de las que se enorgullecía,apenas si poseía una sola. Se consideraba a símisma como oro, y no pasaba de ser bronce.Cierto día en que Satanás se hallaba de estegenio mencionó un detalle: el sentido delhumorismo. Eso me alegró, y adopté posicio-nes, afirmando que era cierto que lo poseíamos.

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— ¡Ya habló por tu boca la raza! —dijo—.Siempre dispuesta a reclamar como que está enposesión de lo que carece, y a confundir unaonza de limaduras de bronce con una toneladade polvo de oro. Lo que vosotros tenéis es lapercepción espuria del humorismo, y nadamás; existe entre vosotros una multitud queposee esa condición. Esa multitud ve el ladocómico de mil trivialidades y vulgaridades, queson, por lo general, incongruencias de muchobulto; cosas grotescas, puros absurdos, capacesde hacer relinchar de risa. Pero de su cegatavisión están excluidos los diez mil detalles có-micos que existen en el mundo. ¿Llegará día enque la raza descubra lo que esas juvenilidadestienen de gracioso y de risible, y las destruya afuerza de risas? En efecto, vuestra raza, dentrode su pobreza, posee incuestionablemente unarma eficaz: la risa. El poder, el dinero, la per-suasión, las súplicas, la persecución, todas esascosas son capaces de montar una paparruchadacolosal, de darle un empujoncito, de debilitarla

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un poco, siglo tras siglo; pero únicamente larisa es capaz de hacerla volar de golpe por losaires reducida a átomos y harapos. Nada puederesistir al asalto de la risa. Os pasáis la vidaarmando gran revuelo y peleando con las de-más armas de que disponéis. ¿Empleáis éstaalguna vez? No; la dejáis enmohecer. ¿La em-pleáis alguna vez en vuestra totalidad de raza?No; os falta buen sentido y valor.

En ese momento estábamos viajando, ehicimos alto en una pequeña ciudad de la India,y nos quedamos mirando cómo un prestidigi-tador ejecutaba sus trucos ante un grupo deindígenas. Los trucos eran maravillosos, peroyo sabía que Satanás era capaz de hacerlos mu-cho mayores, y le pedí que hiciese una pequeñaexhibición; él me contestó que la haría. Se trans-formó en un indígena, con su turbante y susbragas, y tuvo la gran atención de darme transi-toriamente cierto conocimiento de aquel idio-ma.

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El prestidigitador mostró una semilla, lacolocó dentro de un pequeño tiesto de flores yla cubrió de tierra; luego cubrió el tiesto con untrapo; al cabo de un minuto el trapo empezó alevantarse; al cabo de diez minutos se habíalevantado a la altura de un pie; quitó entoncesel trapo y quedó al descubierto un arbolito, conhojas y el fruto maduro. Probamos del fruto yera apetitoso. Pero Satanás dijo:

—¿Por qué tapas el tiesto? ¿No eres capazde hacer crecer el árbol a la luz del sol?

—No —dijo el juglar—; nadie puedehacer eso.

—Tú no eres sino un aprendiz; no conocestu profesión. Dame la semilla. Te voy a mostraruna cosa —agarró en la mano la semilla y di-jo—: ¿Qué clase de planta quieres que salga?

—Es una semilla de cereza; de modo quesaldrá un cerezo.

—No; eso es una insignificancia; cualquiernovicio es capaz de eso. ¿Quieres que haga bro-tar de ella un naranjo?

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—¡Claro que sí! —dijo el prestidigitador,echándose a reír.

—¿Y no quieres que, además de naranjas,le haga producir otras frutas?

—¡Si Dios lo quiere!—exclamaron todos,riéndose.

Satanás colocó la semilla en el suelo, leechó encima un poco de tierra y dijo:

—¡Brota!Brotó un tallo minúsculo y empezó a cre-

cer, y creció tan rápidamente, que a los cincominutos se había convertido en un gran árbol, acuya sombra todos estábamos sentados. Estallóun murmullo de asombro, y cuando todos alza-ron la vista contemplaron un espectáculo belloy extraordinario, porque las ramas estaban car-gadas de frutos de muchas clases y colores:naranjas, uvas, plátanos, melocotones, cerezas,albaricoques, etc. Se trajeron canastos y empezóla recogida de frutas; la gente se apelotonabaalrededor de Satanás y le besaban la mano,colmándolo de elogios y llamándolo el príncipe

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de los prestidigitadores. Corrió la noticia por laciudad y acudieron todos a contemplar el pro-digio, teniendo cuidado de traer también canas-tos. Pero el árbol se mostró a la altura de la si-tuación, porque fue echando nuevos frutos amedida que le quitaban los que tenía; se llena-ron canastos por veintenas y por centenares,pero la cosecha seguía siempre igual. Hasta quellegó un extranjero vestido de ropas blancas ycon un yelmo para el sol en la cabeza, y excla-mó furioso:

—¡Largo de aquí! ¡Que os larguéis digo,perros! El árbol está en terreno mío y me perte-nece.

Los indígenas depositaron sus canastos enel suelo y obedecieron humildemente. TambiénSatanás se inclinó en señal de obediencia, lle-vándose los dedos a la frente, al estilo indígena,y dijo:

—Señor, permitidles, por favor, quehagan su gusto durante una hora, y nada más.Pasada una hora, podéis prohibírselo, porque

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aun con todo eso dispondréis de mayor canti-dad de frutas que las que vos y las personas devuestra finca podáis consumir en un año.

Esto irritó mucho al extranjero, que le gri-tó:

—¿Y quién eres tú, vagabundo, para decira tus superiores lo que pueden y lo que nopueden hacer?

Dio a Satanás con su bastón, y completóeste error con un puntapié.

En ese instante las frutas se pudrieron enlas ramas y las hojas se marchitaron y se caye-ron al suelo. El extranjero contempló las ramaspeladas con expresión de sorpresa desagrado.Satanás le dijo:

—Cuide mucho del árbol, porque la saluddel mismo y la de usted están ligadas la una ala otra. Ya no volverá a dar frutos; pero si ustedlo cuida bien, vivirá mucho tiempo. Riegue susraíces todas las noches, una vez cada hora, yhágalo usted mismo; no es cosa que se puedahacer por delegación, y de nada servirá regarlo

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de día. Una sola vez que usted deje de regarlodurante una noche, morirá el árbol, y ustedtambién. No intente volver a su propio país,porque no llegaría a él; no tome usted com-promisos de negocio o de placer que le exijansalir de la puerta exterior de su finca por lasnoches; es un riesgo que no puede usted correr;no arriende ni venda este negocio; sería obrarsin seso.

El extranjero era orgulloso y no se humi-lló a pedir; pero a mí me pareció que estabamuy inclinado a hacerlo. Mientras él mirabacon ojos atónitos a Satanás, nosotros desapare-cimos y fuimos a tomar tierra a Ceilán.

Me daba pena aquel hombre; me dabapena el que Satanás no se hubiese conducidocomo quien era y lo hubiese matado o enloque-cido. Cualquiera de las dos cosas habría sidouna obra de misericordia. Satanás escuchó mispensamientos y dijo:

—Lo hubiera hecho así de no haber sidopor su mujer, que no me había causado ningu-

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na ofensa. Ella viene a reunirse con él proce-dente de su país: Portugal. Ella está bien desalud; pero le queda poco tiempo de vivir, yanhela verlo y convencerlo de que regrese conella el año próximo. Ella morirá sin saber quesu marido no puede abandonar ese lugar.

—¿Es que él no se lo contará?—¿El? No confiará ese secreto a nadie;

pensará que es posible que lo revele en sueños,y que lo oiga una u otra vez, el criado de algúninvitado portugués.

—¿ninguno de los indígenas allí presentesentendió lo que le dijiste?

—Ninguno lo entendió; pero ese hombrevivirá siempre con el temor de que alguno lohaya entendido. Ese temor constituirá para élun tormento, porque ha sido para ellos un amoduro. Mientras duerma los verá con su imagi-nación derribando el árbol a hachazos. Ya novivirá un día tranquilo, y en cuanto a las no-ches, ya va bien servido.

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Me dolió, aunque no vivamente, el obser-var la satisfacción con que explicaba comohabía dispuesto las cosas para aquel extranjero.

—¿Y cree que es verdad lo que le dijiste,Satanás?

—Pensó que no lo creía; pero el ver quedesaparecimos contribuyó a que lo creyese. Ytambién contribuyó el hecho de que hubiese unárbol donde antes no lo había. Como tambiénayudó a ello la variedad rara y desatinada delos frutos y el que éstos se marchitasen súbita-mente. Que piense como quiera, que razonecomo quiera, lo cierto es que regará el árbol.Pero entre esto y la noche dará principio alnuevo curso de su vida con una precauciónmuy natural en él.

—¿Qué precaución es ésa?—Hará venir a un sacerdote para arrojar

al demonio del árbol. Sois una raza llena dehumorismo, sin que vosotros mismos lo sospe-chéis.

—¿Le contará todo al sacerdote?

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—No. Le dirá que el árbol ha sido creadopor un prestidigitador de Bombay, y que quiereque eche fuera del árbol al demonio del presti-digitador, a fin de que vuelva a su lozanía y dénuevamente frutos. Los encantamientos delsacerdote no producirán efecto, y entonces elportugués renunciará a ese plan y preparará suregadera.

—Pero el sacerdote quemará el árbol. Es-toy seguro de que lo hará; no consentirá que elárbol permanezca.

—Sí, y en cualquier parte de Europaquemaría también al hombre. Pero en la Indialas gentes son civilizadas y no ocurren esascosas. El hombre apartará de allí al sacerdote ycuidará él mismo del árbol.

Medité unos momentos, y luego dije:—Satanás, creo que le has preparado una

vida dura.—Relativamente. Claro está que no hay

que confundirla con unas vacaciones.

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Fuimos revoloteando de un lugar a otroalrededor del mundo tal como lo habíamoshecho antes, y Satanás me fue mostrando uncentenar de maravillas, la mayoría de las cualesreflejaban de una manera u otra la flaqueza y lafutilidad de nuestra raza. Llevaba ya algunosdías haciéndolo; no por malicia, de eso estoyseguro. Parecía únicamente que aquello le di-vertía y le interesaba, igual que un naturalistapudiera divertirse e interesarse en una colec-ción de hormigas.

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CAPITULO XI

Satanás continuó en sus visitas casi du-rante un año; pero, por último, empezó a venircon menor frecuencia, y acabó no viniendo enmuchísimo tiempo. Sus ausencias me dejabansiempre solitario y melancólico. Tuve la sensa-ción de que él perdía interés en nuestro minús-culo mundo y que en cualquier momentoabandonaría por completo sus visitas. Final-mente, al presentarse cierto día, mi júbilo fueextraordinario, pero duró poco tiempo. Me dijoque había venido a despedirse de mí de unamanera definitiva. Tenía que realizar investiga-ciones y llevar a cabo empresas en otros rinco-nes del universo, según me dijo, y ellas lo man-

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tendrían ocupado durante un período de tiem-po superior quizá al que a mí me sería posibleesperar.

—¿Te marchas, pues, para no regresarjamás?

—Sí —me contestó—. Nuestra camarade-ría ha durado mucho tiempo y ha resultadoagradable, agradable para los dos; pero debomarcharme, y jamás volveremos a vernos.

—En esta vida no, Satanás; pero ¿en laotra? ¿Verdad que en la otra nos encontrare-mos?

Entonces, con toda tranquilidad y sosiego,me respondió de esta manera sorprendente:

—No hay otra.Sopló sobre mi espíritu desde el suyo una

influencia sutil que me inspiró un sentimientoconfuso, indeciso, pero bendito y esperanzadorde que quizá esas increíbles palabras fuesenverdaderas, que por fuerza tenían que ser cier-tas.

—¿Nunca lo habías sospechado, Teodoro?

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—No. ¿Cómo podía sospecharlo? Pero si,por lo menos, fuese cierto...

—Lo es.Surgió dentro de mi pecho un borbotón

de felicidad; pero antes que pudiera manifes-tarse en palabras se vio frenado por una duda,y dije:

—Pero..., pero... esa vida futura la hemosvisto, la hemos visto en su realidad; de modoque...

—Fue aquello una visión, que no teníarealidad.

La inmensa esperanza que forcejeaba de-ntro de mí apenas si me dejaba fuerzas pararespirar.

—¿Una visión? Una... vi...—La vida es sólo una visión, un sueño.Fue una descarga eléctrica. ¡Vive Dios,

que ese mismo pensamiento lo había yo tenidomil veces durante mis meditaciones a solas!

—Nada existe; todo es un sueño. Dios, elhombre, el mundo, el sol, la luna, la inmensi-

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dad estelar, un sueño, todo un sueño; no tienenrealidad. ¡Nada existe, fuera del espacio vacío...y tú!

—¡Yo!—Y tú no eres tú; no tienes cuerpo, ni

sangre, ni huesos; no eres sino un pensamiento.Yo mismo no tengo realidad; no soy sino unsueño, tu sueño, una criatura de tu imagina-ción; bastará un instante para que te des cuentade ello, y entonces me borrarás de tus visionesy yo me disolveré en la nada de la que me for-maste. Estoy ya dejando de existir, estoy des-caeciendo, estoy muriendo. De aquí a unos ins-tantes te encontrarás solitario en el espacio sinlímites, para que vayas y vengas por su soledadinacabable sin ningún amigo ni camarada, por-que serás por siempre un pensamiento, el únicopensamiento existente, inextinguible e indes-tructible por tu misma naturaleza. Pero yo, tupobre servidor, te he revelado a ti mismo y tehe dado la libertad. ¡Sueña otros sueños, y quesean mejores! ¡Qué cosa más extraordinaria el

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que no lo hayas sospechado años ha, siglos,edades, series de edades! ¡Porque tú has existi-do, sin compañía de nadie, por todas las eterni-dades! ¡Cosa verdaderamente extraña el que túno hayas sospechado que tu universo y su con-tenido eran únicamente sueños, visiones, fic-ciones! ¡Cosa verdaderamente extraña! Porque,como todos los sueños, ésos eran franca e histé-ricamente disparatados; por ejemplo, el de unDios que pudiendo crear con la misma facilidadhijos buenos que malos, prefiriese crearlos ma-los; que pudiendo hacerlos a todos felices, nohaya hecho ni a uno solo completamente feliz;que les haya hecho apreciar en mucho su áspe-ra vida, y que, sin embargo, se la haya cortadode pronto de manera tan mezquina; que otorgóa sus ángeles una felicidad eterna sin que laganasen, exigiendo, en cambio, a los demáshijos suyos, que hiciesen méritos para conse-guirla; que otorgó a sus ángeles unas vidas li-bres de todo dolor, al mismo tiempo que echa-ba sobre sus demás hijos la maldición dé an-

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gustias vivísimas y de enfermedades de cuerpoy de alma; que habla de justicia e inventó elinfierno, que habla de misericordia e inventó elinfierno, que pronuncia las normas básicas deconducta y de perdón multiplicadas por sieteveces siete e inventó el infierno; que impone alos demás normas morales y no guarda ningu-na; que frunce el ceño ante los crímenes, y quelos comete todos; que creó el hombre sin quenadie se lo pidiese, y trata luego de descargarsobre ese hombre la responsabilidad de susactos, en lugar de cargarla, como es lo honrado,sobre sí mismo; y, por último, con una torpezacompletamente divina, ¡invita a ese pobre ymaltratado esclavo a que le rinda adoración!Ahora comprendes ya que todas esas cosas sonimposibles como no sea en un ensueño. Ahoracomprendes que son puros y pueriles despro-pósitos, creaciones estúpidas de una imagina-ción que no tiene conciencia de sus monstruo-sidades. En una palabra: que son sueños, y túquien los crea. Llevan todas las señales de los

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sueños, y deberías haberlo advertido antes.Esto que te he revelado es cierto; no existe Dios,ni el universo, ni la raza humana, ni la vidaterrenal, ni el cielo, ni el infierno. Todo es unsueño, un sueño grotesco y disparatado. Nadaexiste sino tú. Y tú no eres sino un pensamien-to, un pensamiento nómada, inútil, sin hogarpropio, que vagabundea desamparado por elvacío de las eternidades.Satanás desapareció, dejándome anonadado;porque yo sabía, tenía la certeza, de que todocuanto me había dicho era verdad.