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, (� ,. ), -----------------LaEral oFAL50----------------- EL GATO NO ESTA BAJO LA ALFOMB José Luis Pardo E n una historia tan dilatada como lo ha sido la del comercio entre el pensa- miento occidental y la verdad, muchas nociones de lsedad han visto la luz a lo largo del tiempo. Sin embargo, sólo en nues- tros días lo que podemos llamar la cuestión de lo falso se plantea con absoluta crudeza y de un modo ectivamente nuevo. Los motivos de este acontecimiento eron rmulados por vez pri- mera por Nietzsche: estamos enentados al he- cho de que la cultura metasica europea que ca- racteriza nuestra tradición (una tradición de as- piración inveterada a la verdad) ha dado como resultado no una noción de «lsedad» entre otras, más o menos especificable, sino lo lso elevado a una potencia jamás soñada por época alguna. Mientras lo lso e lo otro de la verdad, su brillo se mantuvo a la sombra del resplandor imperante de lo verdadero. Lo relevante se pro- duce en el momento en el que la lsedad se emancipa de su papel complementario de la ver- dad en los juegos de lengue para mostrar que no es lo otro de la verdad sino, bien al contrario, lo mismo que ella. Ahí se alumbra una lsedad que no es la cara inversa de lo verdadero porque ha desaparecido para lo verdadero la posibilidad de distinguie (de lo lso) y se ha ingresado en el terreno de lo indecidible. Es esta situación la que la mirada nietzscheana certifica: lo lso no es el doble tenebroso y amenazador (pero nece- sario) que acompaña a la verdad en sus progre- sos, en su historia y sus aventuras; lo que final- mente se revela como genuina, irrebasable y ver- daderamente lso no es otra cosa que la verdad misma. Estamos hoy lejos de haber digerido esa afir- mación escandalosa y de haber comprendido lo que se oculta tras su aparente contradicción (de- cir «nada es verdad» lno es, por otra parte, pre- tender que eso que se dice es la verdad y, por tanto, retar lo que se aserta?). Dado que el im- perio de lo Falso -en un sentido que hay que cualificar- es la ley misma de nuestra actuali- dad, re-pensar la posición nietzscheana en lo que tiene de prondidad y de seriedad es un modo -quizá el único- de llegar a comprender el presente. La distinción «verdadero/lso» se ha consti- tuido como el pliegue que articula lo real; ahora bien, bajo esta articulación, que sugiere la apa- rente complementariedad de ambos términos, se oculta una disimetría radical que nos obliga a pensar lo lso como el enemigo necesario in- ventado por la verdad. Para mostrar esta disime- 20 tría y heterogeneidad, no hay otro modo que traer a colación las teorías de la verdad. Estas teorías pueden, grosso modo, clasificarse en tres grandes apartados: acerca de la verdad subjetiva, acerca de la verdad objetiva, y acerca de la ver- dad ontológica. No obstante, esta división, que desarrollaremos en seguida, depende de otra aún más liminar que obliga a distinguir entre una noción erte y una noción débil de verdad (y de lsedad). EL IMPERIO DE LA VERDAD Resumamos en una rmula de choque lo que cabe entender por una noción erte de verdad: una proposición es verdadera cuando en ella se resa la cosa misma en su ser; es decir: el au- téntico sujeto de la enunciación es el ser, y el enunciado verdadero no es sino la manista- ción de la verdad ontológica. Ahora, precisemos con algunos matices esta rmula. En primer lu- gar, aunque en ella se habla de «proposiciones», no restringe el problema de la verdad al de la verdad discursivo-normativa; y ello no solamen- te debido a que por proposición pueda entender- se, en su sentido más amplio, toda suerte de re- presentación (pro-posición, r-stellun, sino ante todo porque, para esta teoría de la verdad -que encuentra su paradigma más buido en la metasica racionalista-, todo ser, todo existente individual, es una representación, una pro-posi- ción, en el sentido de que se ajusta a la rmula de partida: expresa el ser al expresarse. En segundo lugar, de ahí se sigue que toda proposición verdadera es una tautología: el ser expresa en ella su identidad consigo mismo; en este contexto, no podemos concebir la relación entre verdad y proposición como de mutua exte- rioridad: la proposición verdadera es el desplie- gue de la verdad misma del ser; expresa la ver- dad porque la verdad se expresa en ella. Y esto vale para el dominio óntico: cada individuo, para hablar como Leibniz, es una proposición analíti- ca que muestra la absoluta indisolubilidad del sujeto y el predicado. Tercero: este punto de vista conduce a una concepción particular de lo lso. Pues, por su parte, una proposición es lsa cuando en ella no se expresa ningún ser, ninguna verdad ni ningu- na cosa: es una proposición total o parcialmente vacía. Lo lso tiene, palmariamente, menos ser que lo verdadero, ya que una representación l- ta de ser es -inmediatamente y en la misma proporción- una representación lta de senti- do. La lsedad «lógica» (sinsentido) denuncia el vacío óntico y se autodestruye. Todas las repre- sentaciones lsas son, pues, contradictorias. No es extraño, según esto, que Spinoza aspirase a desarrollar toda la verdad del ser more geomé- trico. Más aún, por este camino estaríamos casi r- zados -y es ahí donde esta noción de verdad exhibe su erza- a concluir que, en realidad,

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EL GATO NO ESTA

BAJO LA ALFOMBRA

José Luis Pardo

En una historia tan dilatada como lo ha sido la del comercio entre el pensa­miento occidental y la verdad, muchas nociones de falsedad han visto la luz a

lo largo del tiempo. Sin embargo, sólo en nues­tros días lo que podemos llamar la cuestión de lo falso se plantea con absoluta crudeza y de un modo efectivamente nuevo. Los motivos de este acontecimiento fueron formulados por vez pri­mera por Nietzsche: estamos enfrentados al he­cho de que la cultura metafísica europea que ca­racteriza nuestra tradición (una tradición de as­piración inveterada a la verdad) ha dado como resultado no una noción de «falsedad» entre otras, más o menos especificable, sino lo falso elevado a una potencia jamás soñada por época alguna. Mientras lo falso fue lo otro de la verdad, su brillo se mantuvo a la sombra del resplandor imperante de lo verdadero. Lo relevante se pro­duce en el momento en el que la falsedad se emancipa de su papel complementario de la ver­dad en los juegos de lenguaje para mostrar que no es lo otro de la verdad sino, bien al contrario, lo mismo que ella. Ahí se alumbra una falsedad que no es la cara inversa de lo verdadero porque ha desaparecido para lo verdadero la posibilidad de distinguirse ( de lo falso) y se ha ingresado en el terreno de lo indecidible. Es esta situación la que la mirada nietzscheana certifica: lo falso no es el doble tenebroso y amenazador (pero nece­sario) que acompaña a la verdad en sus progre­sos, en su historia y sus aventuras; lo que final­mente se revela como genuina, irrebasable y ver­daderamente falso no es otra cosa que la verdad misma.

Estamos hoy lejos de haber digerido esa afir­mación escandalosa y de haber comprendido lo que se oculta tras su aparente contradicción (de­cir «nada es verdad» lno es, por otra parte, pre­tender que eso que se dice es la verdad y, por tanto, refutar lo que se aserta?). Dado que el im­perio de lo Falso -en un sentido que hay que cualificar- es la ley misma de nuestra actuali­dad, re-pensar la posición nietzscheana en lo que tiene de profundidad y de seriedad es un modo -quizá el único- de llegar a comprender el presente.

La distinción «verdadero/falso» se ha consti­tuido como el pliegue que articula lo real; ahora bien, bajo esta articulación, que sugiere la apa­rente complementariedad de ambos términos, se oculta una disimetría radical que nos obliga a pensar lo falso como el enemigo necesario in­ventado por la verdad. Para mostrar esta disime-

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tría y heterogeneidad, no hay otro modo que traer a colación las teorías de la verdad. Estas teorías pueden, grosso modo, clasificarse en tres grandes apartados: acerca de la verdad subjetiva, acerca de la verdad objetiva, y acerca de la ver­dad ontológica. No obstante, esta división, que desarrollaremos en seguida, depende de otra aún más liminar que obliga a distinguir entre una noción fuerte y una noción débil de verdad (y de falsedad).

EL IMPERIO DE LA VERDAD

Resumamos en una fórmula de choque lo que cabe entender por una noción fuerte de verdad: una proposición es verdadera cuando en ella se expresa la cosa misma en su ser; es decir: el au­téntico sujeto de la enunciación es el ser, y el enunciado verdadero no es sino la manifesta­ción de la verdad ontológica. Ahora, precisemos con algunos matices esta fórmula. En primer lu­gar, aunque en ella se habla de «proposiciones», no restringe el problema de la verdad al de la verdad discursivo-normativa; y ello no solamen­te debido a que por proposición pueda entender­se, en su sentido más amplio, toda suerte de re­presentación (pro-posición, Vor-stellung), sino ante todo porque, para esta teoría de la verdad -que encuentra su paradigma más buido en lametafísica racionalista-, todo ser, todo existenteindividual, es una representación, una pro-posi­ción, en el sentido de que se ajusta a la fórmulade partida: expresa el ser al expresarse.

En segundo lugar, de ahí se sigue que toda proposición verdadera es una tautología: el ser expresa en ella su identidad consigo mismo; en este contexto, no podemos concebir la relación entre verdad y proposición como de mutua exte­rioridad: la proposición verdadera es el desplie­gue de la verdad misma del ser; expresa la ver­dad porque la verdad se expresa en ella. Y esto vale para el dominio óntico: cada individuo, para hablar como Leibniz, es una proposición analíti­ca que muestra la absoluta indisolubilidad del sujeto y el predicado.

Tercero: este punto de vista conduce a una concepción particular de lo falso. Pues, por su parte, una proposición es falsa cuando en ella no se expresa ningún ser, ninguna verdad ni ningu­na cosa: es una proposición total o parcialmente vacía. Lo falso tiene, palmariamente, menos ser que lo verdadero, ya que una representación fal­ta de ser es -inmediatamente y en la misma proporción- una representación falta de senti­do. La falsedad «lógica» (sinsentido) denuncia el vacío óntico y se autodestruye. Todas las repre­sentaciones falsas son, pues, contradictorias. No es extraño, según esto, que Spinoza aspirase a desarrollar toda la verdad del ser more geomé­trico.

Más aún, por este camino estaríamos casi for­zados -y es ahí donde esta noción de verdad exhibe su fuerza- a concluir que, en realidad,

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no puede haber representaciones falsas: toda re­presentación expresa algo que es (en ella se ex­presa algún ser, una «parte» del ser) y, en ese sentido, manifiesta una verdad. Por ejemplo, la oración «He visto un unicornio» expresa una verdad: no permite, desde luego, denunciar de ella la existencia de unicornios, pero sí dice mu­cho acerca de la existencia y del ser-así de quien la profiere, de su contexto y de sus circunstan­cias. El error está únicamente en pensar que la verdad de un enunciado ha de surgir de su refe­rencia a una realidad exterior a él y de la cual el lenguaje se supondría reflejo. El lenguaje es un vehículo a través del cual el ser se hace patente y que el propio ser modela, no una plaza foto­gráfica hecha de una pasta ontológicamente di­ferente de la de las cosas de las que habla. De hecho, según este modo de pensar, no es ni si­quiera correcto decir que el lenguaje habla de las cosas: más bien son las cosas las que hablan, se expresan; y, al hacerlo, dicen la verdad de su ser, se exhiben de modo auto-transparente. No hay distinción de naturaleza entre signo y cosa. Otro problema es, obviamente, que nosotros se­pamos comprender, interpretar, leer y escuchar el mensaje tatuado en la piel de las cosas. El ser está escrito, las cosas son proposiciones, los en­tes hablan; aquí, en esta semiosis ontológica o de primer grado, no hay lugar para lo falso: es el reinado absoluto de la verdad. Pues cada cosa se manifiesta exactamente como es, sin posibilidad

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alguna de diferir de sí misma. La lengua verda­dera y originaria muestra el ser (en el sentido wittgensteiniano de «mostrar»); sólo cabría pen­�.ar en una clase de proposiciones falsas: las que expresaran la nada. Pero como -si se perdona la brutalidad-(la) nada (no) es nada y, en este ám­bito, ser es expresarse, la nada no expresa nada; una expresión-de-nada es una contradicción (no lógica, sino ontológicamente ), una no-expre­sión, autonegación de sí, algo que no se sostiene y que se liquida antes de nacer. Cuando habla­mos, pues, de imperio de la verdad en este or­den, nos referimos estrictamente a un orden en el que la verdad no es la otra cara de lo falso, porque en él no hay lugar para lo falso; la verdad -el expresarse del ser por sí mismo- no tienepareja ni dobles, ejerce su poder de forma estre­mecedoramente solitaria, y su único pliegue lecomunica con el no-ser.

lCómo explicar, entonces, la presencia en el mundo de la falsedad? Tal cosa sólo aparece cuando a la lengua originaria o semiosis ontoló­gica se superpone otro código, no ya la cifra de la naturaleza sino la de la convención y el arbi­trio que derivan de la cultura social de la especie humana (Sin olvidar que, en cuanto existentes, los seres humanos -comprendida su peculiar expresión lingüística- siguen siendo pro-posicio­nes tautológico-ontológicas, propaganda viva de su identidad).

JUEGOS DE LENGUAJE

Acabamos de ver sumariamente lo que presu­pone una teoría expresionista de la verdad ( onto­lógica), y nos enfrentamos, al abordar el domi­nio de los juegos de lenguaje humanos, con una teoría referencialista de la verdad (lógico-objeti­va). Explicitemos estos términos: conviene lla­mar «referencialista» a esta segunda teoría por­que, en ella, todo ese mundo originario de ex­presiones verdaderas ocupa el lugar del referente con respecto a un discurso -el lenguaje huma­no- que aspira a traducir a su propio código to­da la riqueza ontológica, que aspira a decir la verdad del ser, lo que son las cosas. Para culmi­nar esta aspiración, el lenguaje tiene que conce­birse como una realidad sui generis que, en un gesto veloz y taumatúrgico, ha conseguido sepa­rarse del ser, sustraer de sí toda su densidad en­titativa, dejar de ser cosa para devenir signo, al­go que pueda enfrentarse al ser y, mirándolo ca­ra a cara y desde cierta exterioridad, nombrarlo, designarlo, describirlo, agotarlo.

Conviene, además, llamar «lógica» a esta teo­ría porque constriñe el ámbito de su competen­cia a una zona específica del discurso, el conti­nente del lagos apofántico: el problema de la verdad y la falsedad no concierne a todas las proposiciones, sino tan sólo a aquellas que, sin ser necesariamente verdaderas ni necesariamen­te falsas, pretenden decir el ser (la verdad) de las

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cosas. Desde Aristóteles hasta los confines más contemporáneos de la lógica clásica, este campo -flanqueado por la tautología y la contradic­ción-, poblado por oraciones declarativas y des­criptivas (y del que se excluyen las exclamativas,prescriptivas, interrogativas, valorativas, etc.), esel que la lógica reconoce como suyo.

Finalmente, llamamos «objetiva» (u objetivis­ta) a esta teoría porque, en ella, el ser se con­vierte en ob-jeto, se objetiva como un ente arro­jado ante un sujeto y formalizado por sus míni­mos cognoscitivos. El vínculo entre el discurso y el ser que pretende describir, el hueco por el que la palabra «toca» la cosa, es el llamado com­promiso ontológico: toda proposición asertada implica la existencia del objeto al que se refiere (parafraseando a Austin, sería contradictorio afirmar «El gato está sobre la alfombra» y decla­rar a continuación que no existe tal gato).

Sentadas estas bases, no cabe sino resumir la posición referencialista diciendo que, para ella, un enunciado es verdadero si al objeto al que se refiere (y cuya existencia presupone) le corres­ponde «realmente» -esto es, fuera de la propo­sición- la propiedad que tal enunciado le atri­buye. En principio, pues, «verdadero» y «falso» son dos posibilidades que caben en toda propo­sición si es que queremos jugar al juego de len­guaje apofántico. En otras palabras, toda propo­sición tiene que arriesgarse a poder ser falsa (fal­sada) si es que aspira a ser verdadera. La disime­tría de lo falso y lo verdadero reaparece, sin em­bargo, en cuanto se observa que todo se produ­ce en el bien entendido de que ninguna proposi­ción aspira a la falsedad: todas desearían ser ver­daderas y existen para ello, siendo la falsedad

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solamente una especie de verdad fracasada, el «mal» necesario para que el bien pueda distin­guirse y brillar en todo su esplendor. El rol de lo falso es, aquí, el de un fundamento oblicuo e in­confeso de la verdad, como la nada es el funda­mento oblicuo e inconfeso del ser.

El juego del lenguaje apofántico es como to­dos los juegos: para ganar (decir la verdad). hay que arriesgarse a perder ( decir lo falso) o, en otras palabras, hay que jugar. La posibilidad de equivocarse es lo que hace meritoria la fe del creyente, y el hecho de que no todo sean tauto­logías y contradicciones es lo que valoriza a una proposición como apuesta lingüística.

EL TEMBLOR DE LA FALSIFICACION

Ahí tenemos, pues, el origen de lo falso en es­te mundo de seres verdaderos: aunque la verdad es necesaria, no lo son nuestras proposiciones que intentan decirla -ellas son sólo posiblemen­te verdaderas. Esa posibilidad es justamente la que fundamenta la lógica como conjunto de re­glas del juego apofántico de lenguaje. Pero ella no puede decidir nada en lo que atañe a la ver­dad o falsedad efectiva de las proposiciones. Co­mo lúcidamente señaló Ludwig Wittgenstein, ni siquiera las «tautologías» o las «contradiccio­nes» meramente lógicas prueban nada con res­pecto a la estructura de lo real. No obstante, la lógica testimonia la posibilidad de lo falso, que aparece como un vacío, una fisura en el seno mismo del ser, un hiato irrellenable en el cora­zón de la verdad que distancia a la palabra de la cosa, a la proposición de su objeto, una diferen­cia que señala a ambos un destino divergente. Sin embargo, para lo falso no hay sustrato onto­lógico: las proposiciones verdaderas siguen ex­presando la verdad del ser, un ser que no puede no ser ni no ser verdadero; y las falsas siguen re­mitiendo a la nada bajo la forma de ese diferir sin ser. He ahí la definición de lo Falso: una di­ferencia que no es.

Habiéndole negado el estatuto ontológico, só­lo cabe reservar a lo falso un lugar en el orden psicológico: lo falso no tiene existencia objetiva, sino tan sólo subjetiva (intramental), es un ente de ficción introducido en el mundo por el hom­bre, una ilusión que no dura más que el error del cognoscente (pues todo lo que es falso ter­minará por ser falsado ... en el progreso infinito del saber). Se percibe ahí, con toda claridad, el modo en que la noción de «error» acusa su ori­gen en una secularización del concepto de peca­do: el error, como máscara epistemológica de lo falso, es heredero de la falta de moral, y por ello exhala el mismo aliento de «falta de sern que el Mal mismo y recuerda la caída, el pecado origi­nal por el que el lenguaje humano -código de segundo orden- se separó de la lengua origina­ria de la naturaleza abriendo en el ser un abismo de sinsentido, un pozo de nada. En consonan-

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cia, evitar el error ( como huir del pecado) es só­lo posible mediante una práctica ascética que, desde Descartes, llamamos metodología, y que concede a quien se adiestra en tal ejercicio el beneficio de la escasez de ocasiones de caer en la tentación (la ascética del sabio ofrece la certe­za como recompensa en vida y la verdad como vida eterna). Incluso la definición semiológica de signo, depurada por Umberto Eco como «to­do aquello que puede utilizarse para mentir» re­cuerda esta situación: que los signos sirvan para mentir -como que el hombre sea libre de hacer el mal- sólo es un modo de decir que pueden decir la verdad (y que sólo los malvados eligen deliberadamente el mal).

En cualquier caso, las nociones de «verdad» y «falsedad» lógica remiten a un ámbito pre-lógico y a un ámbito post-lógico; dicho más brevemen­te, la noción débil de verdad/falsedad no subsis­te si no se apoya sobre la noción fuerte. Ambito pre-lógico: la lógica indica la posibilidad de que una proposición resulte verdadera o falsa, pero en ella misma no se encuentra elfundamento de esa posibilidad: que una proposición pueda ser verdadera depende de que vivamos en un mun­do donde la verdad pueda darse, donde el ser pueda aparecer tal y como es. Ambito post-lógi­co: una vez aceptado que hay fundamento onto­lógico para la verdad, la lógica fórmula reglada­mente una proposición que puede ser falsa o verdadera; ahora bien, el hecho de que sea final­mente una de las dos cosas no depende de la ló­gica, sino de los estados de cosas. La verdad lógi­ca remite, de una parte, a una verdad ontológica y, de otra, a una verdad fáctica. Toda proposi­ción que no se avenga a esta subordinación, que no presupone un ser verdadero o no se adecúe a la falsabilidad factual, incumple las reglas del juego y es eliminada del territorio apofántico. Y en ambos sentidos lo falso sigue siendo «me­nos» que lo verdadero: o bien un ser que no es, que no puede aparecer como es, que no tiene ser (apariencia sin esencia, simulacro, Trugbild), o bien un hecho que no se da, que no acaece,que carece de existencia ( esencia sin apariencia,entelequia).

El discurso apofántico adquiere así la singula­ridad que caracteriza su ejercicio en la moderni­dad. Antes de comenzar a jugar, tendríamos que asegurarnos de que no se trata de un pseudo­juego, tendríamos que tener garantías de que el proceso tendrá un final y un resultado, de que es posible ganar; y, una vez acabada la partida, necesitaríamos un juez que tradujese las posi­ciones de las piezas en términos de pérdidas y ganancias. Es, en definitiva, como si fuésemos jugadores ciegos, ignorantes de la lógica funda­mental de las reglas y del significado de los mo­vimientos. Es así, por otra parte, como operan la mayor parte de los juegos contemporáneos, en el sentido más lato de <�uego» (desde los nego­cios hasta las guerras, y no sólo los juegos «pro­fesionalizados», con su comité olímpico y su

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moviola). La cuestión de determinar la falsedad (o la verdad) se ha convertido en un problematécnico sólo al alcance de sesudos expertos o degrandes presupuestos, una cuestión de la cuallos propios jugadores no saben nada: las cosas ylas proposiciones se mantienen flotando en elhumus movedizo de la indecidibilidad, vibrandoen el tremar of forgery, sin inclinarse en ningunadirección.

La indecidibilidad -característica última y ge­neral del lenguaje lógico con mayores aspiracio­nes varitativas- sólo podría resolverse descen­diendo a los contextos pre- o post-lógicos. Ahora bien, un contexto pre-lógico sería aquel en el que el mundo -el ser- se exhibiese tal como es antes de su deformación en la maquinaria del lenguaje de segundo orden; sería preciso desco­rrer todo el cortinaje del significado para encon­trar, bajo él, las husserlianas «cosas mismas», buscar el gato debajo y no encima de la alfombra (y aún más: buscar la propia alfombra bajo la al­fombra). Y no es sólo que haya graves dudas acerca de la posibilidad de un auto-vaciamiento como ese, sino más bien que, incluso aceptando su posibilidad, el viaje de regreso al significado sería prácticamente inviable: el paisaje que se contemplaría una vez que se ha retirado del mundo toda significación, ya (no) significaría nada. Así es cómo, buscando el ser, el ontólogo abisal se hunde de lleno en la Nada. No es posi­ble, por este camino, hallar el modo de abando­nar el lenguaje. La impresión de que el compro­miso ontológico que comporta toda aserción nos saca del lenguaje y nos pone en contacto con la existencia es sólo un espejismo: decir «El gato está sobre la alfombra» no sirve como prueba de la existencia en el mundo de algún ser; para

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aceptar tal existencia debería ser posible verifi­carla por algún medio no-lingüístico, recurrien­do a un contexto post-lógico de hechos brutos, absolutamente ajenos a la imagen que de ellos nos transmite el discurso interesado. Y, como en el caso anterior, no se trata sólo de poner en entredicho la posibilidad de hallar eventos mu­dos e incólumes de toda contaminación semióti­ca; es que, aun suponiéndonos capaces de en­frentarnos con semejante brutalidad, es claro que nuestra percepción positiva de los estados de cosas factuales no nos autorizaría a estable­cer ningún tipo de correlación, conexión o co­rrespondencia entre ellos y las proposiciones lingüísticas. Por este camino, pues, tampoco se sale de la cárcel del lenguaje.

Desde entonces, decir que lo falso carece de subsuelo ontológico o de verificabilidad factual es ya insuficiente para distinguirlo de una ver­dad que tampoco alcanza tales substratos y que hace que el digerir de las palabras y las cosas se torne insuperable y otorgue una base extrasub­jetiva o lo Falso, en una falsedad elevada a la se­gunda potencia: no ya el no-ser que se opone al ser, ni el no-acaecer que se opone a los hechos, sino el balanceo insustancial de algo que ni es ni deja de ser, ni se da ni no se da, ni verdadero ni falso, algo que rechaza la mera posibilidad de que el ser aparezca o acaezca.

EL CIELO SON LOS OTROS

El doble fracaso de las tentativas de funda­mentación ontológicas y metodológicas de la verdad objetiva conduce a un tercer intento cuyo impulso parte de un vicio deforma del refe­rencialismo. Las proposiciones no son, en efec­to, objetos intemporales y sin contexto; las ora­ciones sólo existen en tanto pronunciadas -o al menos pronunciables- por algún locutor. Y, cuando se consideran los enunciados como pro­ductos de la acción subjetiva (y, en consecuen­cia, la enunciación como el acto de un sujeto parlante), la aparición de los aspectos ilocutorios del lenguaje introduce nuevos acentos en el pro­blema de la verdad. La teoría referencialista de la verdad, que se resume en la exquisita fórmula de Tarski: ««x» es verdadera si y sólo si x' (y cuyos problemas insolubles aparecen a la hora de desprender a «x» de sus comillas), se convier­te en una trivialidad: decir: ««.x>> es verdadera» no añade nada a la simple proferencia de «.x>>, ya que todo aquel que aserta una proposición está implícitamente declarando que es verdadera. Quien habla garantiza con su palabra la verdad de lo que dice, empeña su honor de locutor en cada apuesta enunciativa. Así, decir: «El gato es­tá sobre la alfombra, pero no hay ningún gato» no es, como pensaron los referencialistas, una contradicción lógica, sino lo que K. O. Apel lla­ma una «auto-contradicción pragmática». Lo que aquí se revela no es un «compromiso onto-

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lógico» como relación de referencia y/o corres­pondencia entre palabras y cosas, sino un com­promiso discursivo entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación. En consecuencia, cuando la verdad se convierte en veracidad ( en algún grado de la cadena que va desde la certeza hasta la sinceridad), la falsedad se revela como ruptura de ese compromiso tácito, como que­brantamiento de la palabra.

Si imaginamos esta argumentación en el con­texto tradicional de la filosofía moderna de la subjetividad -es decir, el interminable solilo­quio de la conciencia-, la falsedad seguirá apa­reciendo como error; pero si nos atenemos al hecho de que incluso esa solitaria conversación sólo deviene inteligible gracias a la mediación lingüística, y de que las reglas del lenguaje son de naturaleza forzosamente pública, nos halla­mos ante una comunidad de hablantes. Enton­ces, decir cosas falsas no es escuetamente equi­vocarse acerca de la realidad, sino engañar a otro(s). Cuando el sujeto de la enunciación rom­pe su compromiso con el del enunciado ( cuando habla contra sí mismo) está faltando a su palabra dada a los demás de decir siempre la verdad, es­tá incumpliendo el contrato que ha establecido con la comunidad de comunicación, y cualquie­ra puede recordarle la obligatoriedad de respetar el pacto social. Tanto es así, que si, habiendo al­guien dicho que «El gato está sobre la alfom­bra», otro sostiene que «No hay ningún gato», no está simplemente haciendo afirmaciones existenciales, sino descalificando al primer ha­blante en la práctica (ilocutoriamente) qua locu­tor competente.

Así, el problema de la falsedad se desplaza desde el ámbito de la correspondencia entre las palabras y las cosas al de la correspondencia de los hablantes consigo mismos. Ya no es solamen­te que el objeto esté roto por una diferencia en­tre su cara ontológica (la verdad del ser) y su ca­ra lingüística y semiotizada (la objetivación dis­cursiva), sino que aparece otra fractura como origen de lo falso: la escisión del sujeto del enunciado y el de la enunciación, la quiebra de la identidad subjetiva de los locutores. Ahora bien, si la diferencia entre el ser y el objeto, que sustenta la posibilidad de lo falso como error epistemológico, se presenta como no-ontológi­ca, de origen sólo psicológico-subjetivo, la sepa­ración -la posibilidad de «contradicción prag­mática»- entre los dos sujetos tampoco adquie­re aquí naturaleza ontológica, sino solamente ética, encarnándose en la mala fe (voluntad de engaño y falsificación). Y por eso, una vez más, lo falso es disimétrico de lo verdadero: en la teo­ría referencialista se presupone la verdad del ser, y lo falso nace sólo como infortunio subjetivo de un conocimiento imperfecto y falto de ejerci­cio; en esta teoría contractualista, se presupone la veracidad del lenguaje (la buena fe de sus usuarios), y las ocasiones de no-coincidencia en­tre los sujetos enunciativos son, en palabras de

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Austin, infelices, desafortunadas. Desde la on­tología pre-lógica o la metodología postlógica, el criterio de decisión ha pasado a la comunidad dia-lógica: la verdad nace del acuerdo de los lo­cutores en una ldealesprechsituation.

Es el caso, como sabemos, que esta situación ideal no se da. Pero -arguyen sus defensores­debería darse, y el lenguaje, transparentando en su uso público la necesidad de una comunidad universal de seres humanos libres y racionales reunidos en asamblea general para llegar a un acuerdo, nos obliga a pensarla como horizonte ético (contra-fáctico) de nuestra acción, de nuestros «actos de habla». Así las cosas, la dife­rencia que escinde en la actualidad a los sujetos enunciativos (trasunto de la diferencia entre le­gisladores y súbditos, personas públicas y priva­das, etc.) no es sino la medida de nuestra inmora­lidad. Y la presencia en el mundo de la falsedad -hija de la voluntad de engañar- se apoya tansólo en esa carencia ética. Pues, en defecto deun criterio de verdad universalizable y asam­bleario, estamos condenados a que la «verdad»dependa del placer, la utilidad, la conveniencia,el precio, la moda o las bajas pasiones de quie­nes detentan la Pe,formance. Sólo los Otros po­drían salvarnos de esa arbitrariedad, pero losOtros sólo existen contrafácticamente, pues losJacta realmente existentes les impiden consti­tuirse en comunidad-juez. La superioridad de loverdadero sobre lo falso queda en todo caso fue­ra de dudas: para mentir -engañar- hay quepretender la verdad; sólo se trata de seleccionara los pretendientes de buena fe y descalificar alos impostores. En una palabra, hay lo Falso, pe­ro no debería haberlo; y, como no tiene apoyoontológicamente, sino tan sólo moral, lo falsoacabará por dejar de ser ( en el curso del progre­so infinito de la conducta). De cualquier modo,el «no puede ser» proclamado ante la abrumado­ra presencia en el mundo de lo Falso, sea cualsea el refugio que se busque para ello -la Psico­logía o la Moral-, termina pareciéndose dema­siado al interjectivo «iNo puede ser!» que se es­capa coléricamente ante una mala noticia.

TRES MOMENTOS DE LO FALSO

Lo Falso, diferencia en el objeto, en el sujeto o en el ser, diferencia que no es o que no debeser, ha mostrado, no obstante, en numerosasocasiones su potencia para fugarse de la tutelade la verdad. Empecemos por dos textos muycélebres. El primero de ellos es la defensa aris­totélica de la fundamentalidad del principio de(no-) contradicción en las páginas más lumino­sas de la Metafísica. En el memorable libro gam­ma, el Estagirita reconoce una laguna que seabre como una grieta entre pensamiento y len­guaje: no todo el mundo piensa necesariamentelo que dice (la costura entre los sujetos enuncia­tivos no está garantizada). Habida cuenta de

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ello, es notorio, según Aristóteles, que la con­tradicción (que equivale a la declaración de que todas las proposiciones son falsas) puede decirse, pero no pensarse (concebirse, representarse). Se observará que ello no implica que lo contradic­torio no pueda ser, sino que solamente expresa cierta impotencia del pensamiento frente a un límite ante el que «hay que detenerse». Se en­trevé ahí la dramática posibilidad -que Aristóte­les nunca llega a tomar en serio- de que lo falso sea crudamente real, aunque el pensamiento se vea obligado a falsificarlo haciéndolo pasar por verdadero. De cualquier modo, la opinión del autor de la Metafísica es que lo contradictorio, pudiendo decirse, no debe ser dicho: es hablar contra la propia identidad del locutor y de la co­sa acerca de la que se habla, horadar la unidad del ente. No debe decirse, pues, porque de ha­cerlo la comunicación entre los hombres resul­taría perturbada -esto es, por motivos antes políticos que ontológicos. Y porque envuelve al lenguaje en el círculo infernal de la paradoja: quien dice «todo es falso» autodestruye su enunciado, pues, como en la aporía de Epiméni­des, hace también falso el enunciado que profie­re y, con ello, lo refuta. Y como sucede lo mis­mo a quien pretenda enunciar que «todo es ver­dadero», resulta que es necesaria para la supervi­vencia social de los hombres una dosis mensu­rada de falsedad, siempre que ésta se mantenga dentro de ciertos límites y sumisa al imperativo de la verdad.

Sin embargo, al confesar que «quienes hablan así» -como Heráclito, Crátilo o Protágoras­«destruyen la esencia y la sustancia», Aristóteles enseña inopinadamente sus cartas: si, metafísi­camente, el discurso humano asienta su posibili­dad sobre la verdad del ser, es también cierto que «la verdad del ser» sólo se fundamenta por-

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que el ser está pragmáticamente presupuesto por el discurso apofántico.

Segundo texto: la hipótesis cartesiana de un malin génie o de un Deus Deceptor, en las Medi­taciones. Todo el mundo conviene en que Des­cartes nunca llegó a dotar a este personaje de un auténtico espesor metafísico. También se ha se­ñalado que el industrioso burlador es una exi­gencia a la que el filósofo había de enfrentarse después del sobrecogedor retrato de Dios esbo­zado por Guillermo de Ockham, subrayando de entre todos los rasgos la omnipotencia, y ha­ciéndolo de tal manera que la teocracia amena­zaba con violar el principio de (no-) contradic­ción. Ahora bien, una vez supuesta la existencia -o, más bien, la indecidibilidad entre la existen­cia o la inexisencia- del genio maligno, lo quesucede es que todas las proposiciones que el su­jeto tiene por verdaderas son inmediata y nece­sariamente falsas. Es decir, que el compromisoentre el sujeto del enunciado y el de la enuncia­ción está roto tan originariamente como la iden­tidad del ser mismo (no es aquí, claro está, el su­jeto el culpable de esta mala fe, sino el Dios en­gañador; pero como el locutor habla a otros in­terlocutores, la mentira se propaga como unaenfermedad y la costumbre le da crédito). Y, denuevo, el argumento con el que la metafísica sedesembaraza del genius malignus (es decir, de unser de lo Falso) es de naturaleza moral: es in­compatible con la bondad de Dios el hacer elmal, y el engaño es un mal. De nada sirve disfra­zar el argumento bajo una reducción al absur­do: estando presente la sombra del Mal y lo Fal­so, nada puede ser absurdo, pues el principioaristotélico no vige.

Tercer momento de lo Falso: como ya hemos señalado, es Nietzsche quien marca un punto de inflexión y no-retorno en esta historia. Tal evento se produce sólo merced a una transvalo­ración de la metafísica: lo que hasta aquí (vale decir: de Platón a Hegel) se ha venido llamando «el ser» es precisa y exactamente (la) nada; por el contrario, lo que se creía designar con el nom­bre de «la nada» es -no, ciertamente, el ser- al­go. En otras palabras, se abre camino la terrible afirmación nihilista: el ser no es. Lo que «es» es el devenir, que se expresa en su originaria auto­fabricación, enmascaramiento, disfraz, diferen­cia de sí. Y, como no podía ser de otro modo, to­do individuo expresa el devenir al expresarse, esto es, se diferencia. No hay, pues, la verdad ni nada que sea verdadero -estable, permanente, ftjo-, pero sí hay, y nadie puede negarlo, un «te­ner por verdadero»: ello consiste en una falsifi­cación de la falsificación, del devenir y la dife­rencia, y expresa cierta debilidad incapaz de so­portar la corriente del río heraclitiano, o cierta «dureza» incapaz de quebrarse ante la diferen­cia. La falsedad lógica es así un índice del deve­nir, un indicio en el que se pueden detectar las huellas dejadas en el lenguaje por ese algo que es, efectivamente, una «nada de ser». En cuanto

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al lenguaje -el discurso humano-, probable­mente se trata de una invención del propio de­venir para prolongar de ese modo la falsificación del mundo. Ya que, cuando todo difiere de sí, no puede haber proposiciones verdaderas. En­tonces, lo Falso no es la otra cara de la verdad: no tiene igual. Lo que hay que explicar, lo que debería resultar sorprendente y digno de inte­rrogación desde este punto de vista, es más bien la presencia de la verdad en el mundo, el hecho de que se haya llegado a pensar que la propia verdad era verdadera. El discurso humano, y tanto más el discurso metafísico-apofántico, for­jado en su esencia por temperamentos hostiles a la diferencia, no puede traducir ni reflejar el de­venir -obligatoriamente lo falsea revistiéndolo con el disfraz del ser. Hablar es contradecirse. Y es que, entre todos los discursos, el apofántico es el más falso que pueda concebirse, aunque no está exento de habilidad e inteligencia: in­venta el «entendimiento» y separa a la palabra de su finalidad práctica de instrumento de domi­nación.

No hay ninguna clase de compromiso ontoló­gico, pero hay mucho menos de compromiso moral como pacto social entre los hablantes. Decir «El gato está sobre la alfombra» es tan só­lo una estrategia sofística por la cual pretendo obligar al alocutario a aceptar la imagen del mundo -de la situación de Habla- que deseo imponer. Contemplar el lenguaje desde el ángu­lo de su «verdad», como in,strumento desintere­sado y descargado de acción que orienta la con­versación hacia una búsqueda cooperativa, es al­go que sólo sucede merced al fracaso de la do­minación pretendida o a la puesta en marcha de una exquisita estrategia de dominación escogida por aquellos a quienes Nietzsche llama «los dé­biles». Sin embargo, si el ser es necesariamente falso, lde dónde procede su noción y cómo ha podido llegar a forjarse? Sólo de una manera: el ser resulta del hablar; para horror de los oídos heideggerianos, la verdad ontológica deriva de la verdad lógica. Lo Falso es diferencia, pero la di­ferencia no es: difiere. La ficción -el arte, en su sentido más general- es originario y no deriva­do. La «verdad» es una noción de origen moral -es la transposición del bien en una lengua refi­nada-, y por ello carece de fundamento ontoló­gico. En cuanto a lo Falso, su fundamento onto­lógico es ... la ausencia de fundamento. No es unerror epistemológico ni una falta moral: la vo­luntad de falsificación no falsifica nada que lapreceda, se simula y disimula a sí misma. Decirla verdad no es sino la más sublime de todas lasformas de engaño, el punto en el que la potenciade lo Falso se expresa en su más alto grado.

COSAS SIN SER, SIGNOS SIN SENTIDO

Aristóteles estaba en lo cierto: decir «todo es verdad» es conceder al mismo tiempo que todo

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es falso. Decir, por otra parte, que «nada es ver­dad» es confesar que la verdad es nada. No se crea que con ello se pierde la diferencia entre lo verdadero y lo falso: se pierden lo falso y lo ver­dadero en su ilusión de complementariedad, pe­ro la diferencia es justamente lo único que que­da, lo único que no se pierde; y ella, siendo dife­rencia entre verdad y falsedad, no puede ser ver­dadera ni falsa.

Lo observamos constantemente: las cosas ex­presan su no-ser, su nada-de-ser, se disuelven a sí mismas en el laberinto semiótico sin exterio­ridad. La circulación comercial de los objetos es sólo una metáfora de su más amplia circulación simbólica: los pretendidos entes están todos marcados, y cuando se quiere arrancar la marca de la cosa -como en los envoltorios indestructi­bles o las etiquetas indelebles- la cosa misma desaparece, se extingue y muestra que el molde en el que la realidad se envasa y distribuye está vacío, que el gato está pintado sobre la alfom­bra, que todas ias cosas son publicidad viva de sí mismas. Nuestra vida cotidiana escenifica una teoría fuerte de lo Falso.

Para extraer la verdad de una cosa, es preciso que ésta se oculte y revele su presencia en su propio velarse, del mismo modo que en psi­coanálisis es precisa una mentira para poder ac­ceder a la verdad. No es así con las cosas con las

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que tratamos en estos tiempos, concentrados audiovisuales, imágenes in-psicoanalizables: ellas exhiben genuinamente su transparencia óntica, no ocultan su naturaleza sofisticada. Son verdaderamente falsas. Y el único engaño con que someten al desespero a nuestra conciencia infeliz educada en la voluntad metafísica de ver­dad consiste en que no hay engaño, en que ya nadie puede ser engañado por las cosas. Esta si­tuación, como es lógico, genera un impacto in­mediato sobre los signos que se suponía desig­naban tales cosas: una vez que los objetos que­dan disueltos en la marea de las significaciones, los signos dejan de remitir a otra cosa distinta de ellos mismos: por su parte, son propaganda viva de su falta-de-sentido, imágenes impúdicas del sinsentido. Por ello, los signos adquieren natura­leza, se convierten en cosas, las únicas cosas a las que cabe acceder. De nuevo, el mercado in­dt1:s�rial_ no es sino una metáfora (desde luego, pnvilegiada) parcial de este estado de cosas: la nada-de-sentido de los signos eleva los carteles, los letreros, las leyendas, la letra, al nivel de em­blema que, como las proposiciones del Tracta­tus, no vale por lo que dice, sino por lo que muestra. Es decorado, paisaje, territorio. Los signos dicen: nada-de-signo, nada designo; las cosas confiesan su insustancialidad, su falta de espesor.

lLo real ha perdido su doblez, el mecanismo de su articulación? lO más bien lo real es ahora el pliegue en el que vivimos, y que ya no separa dos territorios bien delimitados -lo verdadero, sustentado en el ser, y lo falso, error o pecado sin densidad- sino que diseña, al recorrerlo, un terreno fronterizo pero único e indiferente a la distinción verdadero/falso, ontológica, psicoló­gica, epistemológica y éticamente indecidible?

No sólo los semáforos devienen naturaleza sino que el discurso entero se convierte en pai� saje, un paisaje que no se sostiene.

Toda representación es necesariamente falsa .

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y no porque exista una verdad que conoce y de-clina mostrar debido a oscuros intereses, ilusio­nes o falta de pericia: la representación estética, la representación conceptual, la representación política. Porque representar es falsificar, falsear y quizá con el grado más elevado y pernicioso d� falsedad que imaginar quepa: aquel que consista en «dar a entender» que una verdad se oculta tras lo manifiesto. Esta maniobra impide aún aceptar el ser-nada, el ser originalmente falso, el ser diferente -el digerir- de lo manifiesto en sí mismo. Nuestra actualidad se caracteriza por el esplendor del pliegue y el ocaso de lo plegado. Pero es dudoso que el pensamiento esté a la al­tura de nuestra actualidad. La verdad resiste co­mo el más hermoso sueño de lo falso, y �sonríe a quien la injuria, porque sigue ·�siendo verdadera. Verdaderamente falsa. �