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El gran tornillo

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Recopilacion de cuentos. De la coleccion "Del cielo y la tierra" Editorial PLUMA&MENTE ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete… Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección...

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El gran tornillo / Nos arde un fuego inventado Antología de varios autores Imagen portada: Extraída de la web / Ometeotl. Dualidad del universo: tiempo y espacio. Creador de todas las dualidades de la naturaleza Colección “Del cielo a la tierra” Autónoma Editorial Pluma&Mente http://editorialplumaymente.blogspot.com [email protected] “No tenemos ningún tipo de derecho, mas estamos a favor de la piratería con el fin de difundir la literatura al menor costo monetario posible o gratis en el mejor de los casos”

Biblioteca y taller Pluma&Mente San José de La Estrella #55

Hasta próximo desalojo

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A MODO DE INTRODUCCION…

Y la magia volando por los aires, esta noche, día o tarde, cuando leas los siguientes cuentos; de tu boca brotará un manto que todo lo cubrirá. -Ya lo decía Johnny, ese que tenía una de las armas secretas… se puede, se puede… Las palabras nacerán de tu boca, lector, una a una deletrearan poesía sin papel, cual mago sobre esta realidad, ilusión. Un mundo donde quepan muchos mundos… ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el métro… (1) Y sentado, o parado, por situar un ejemplo; en el metro cuando vuelvas, o vayas, a la oficina, a la escuela, al médico ¡qué se yo! a visitar a un familiar, amigo o conocido, seguro en algún momento observaras a través de las ventanas; ¿Quién no lo hace? automóviles y uno que otro árbol, pavimento, faroles, la ciudad y su flor de miseria, riquezas o pobreza según el recorrido que estés haciendo, iglesias, internados y sus curas. Volverás la vista a tu reloj de muñeca y, ¿Serán las diez?, diez y media. En fin, un suspiro, un recuerdo y sacas del bolsillo el folleto recién adquirido, lees: “Nuestro tiempo en el tiempo”. Puede, quizás, que un repentino impulso os levante del asiento y te den ganas de volver a casa. Entonces caminarás sobre tus pasos, calle tras calle y cuando llegues a tu hogar, seguro una sorpresa te esperará, no menor. Dos posibilidades, o encuentras la mitad de tu hogar, o simplemente no habrá casa, no habrá jardín, no habrá nada. Solo un infértil llano donde se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Frente a este llano, confusa tu cabeza entre el ardiente sol, sequedad y tierra resoplando polvo más polvo y la sed, cansancio e indignación, si

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sigues leyendo aparecerá un hombre dándote explicaciones: aquí podrás cultivar, te dirá, tendrás todo lo que necesitas, el agua vendrá. Os acaban de regalar esta tierra, para usted y su familia “No se vayan a asustar tanto terreno para ustedes solos.” De vuelta al metro… cabeceando vencido por el sueño te golpeas contra la ventana, despiertas, el folleto ahí, entre las piernas. Las diez y treinta y uno. Nunca tuviste el impulso, nunca decidiste volver, nunca el llano, todo fue un sueño. Te refriegas los ojos e intentas volver a la lectura, pero sientes una mirada que pesa sobre tu ser. Frente a ti descubres los ojos de una mujer joven, incomodo por un momento vuelves rápido la mirada hacia las letras del folleto, sobre el cual te es imposible concentrar. Irrumpe entonces esta mujer de enfrente, se pone de pie y estrecha su mano hacia ti, la coges y se van a pasear, sin palabras, en silencio, llegan a una cafetería. El humo del cigarrillo se mezcla en el aire con el aroma del café y ella te muestra como se buscan las pieles en busca de abrazos y cuerpos. La simpleza de algunos, dejarse llevar en el sexo, la excitación y como otros no quieren un cuerpo ajeno, sino uno suyo que no sea el mismo, veracidad. Del café al prostíbulo, del prostíbulo al viejo cuarto donde te hicieron culpable, donde te reprimieron y te ahogaron en condenas, esta mujer te acaricia la locura y te hace danzar junto a la muerte. –Eh, sí, ahí está la cosa –ha dicho socarronamente Johnny–. El métro es un gran invento, Bruno. Viajando en el métro te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija. (2) Las diez y treinta y uno, sigues en el metro, el sueño pesa en las pestañas y juega este mezclando lo onírico con lo empírico en un vaivén indescifrable… ¿Será esto real, el tren de pronto se detiene, será real o será otro sueño, ilusión? Lo cierto es que lo estás viviendo, y las luces se apagan, y el pánico domina a la gente, que grita, llora, reclama, maldice. Y afuera, en los andenes, se escucha un misterioso ruido de cadenas que inquieta más aun a los pasajeros. A oscuras, nadie se atreve a bajar y averiguar que ocurre. Un valiente se ofrece, Marco dice llamarse y con una improvisada lámpara de kerosene y palo en mano decide desentrañar el misterio. La gente especula e inventa sus espantos, fantasmas, espectros. ¿Fenómeno paranormal? ¿Miedo, imaginación, psicosis?

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Vuelve el tren a su marcha, las luces se encienden y todos parecen estar tranquilos, sentados en sus asientos esperando la estación para descender. Miras nuevamente tu reloj y algo no calza, son las diez y treinta y uno aun… -Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto de hora… -Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa -ha dicho rencorosamente Johnny-. Y también por el del métro y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un pedacito ni una hojita -agrega como un chico que se excusa-. Y después me ha vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero -agrega astutamente- sólo en el métro me puedo dar cuenta porque viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando... Bruno, si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia... Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio... Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana... (3) ___________________________________________________________________________ (1) Julio Cortazar – Las armas secretas – El perseguidor (2) igual que la referencia anterior (3) ibidem

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Nos han dado la tierra Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros. Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero si, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza. Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice: —Son como las cuatro de la tarde. Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro." Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros. Faustino dice: —Puede que llueva. Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: “Puede que sí.” No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar. Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su

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sed. ¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el Llano, lo que se llama llover. No, el Llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada. Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina. Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con “la 30” amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina. Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tepetate para que la sembráramos. Nos dijeron: —Del pueblo para acá es de ustedes. Nosotros preguntamos: —¿El Llano? —Sí, el Llano. Todo el Llano Grande. Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama el Llano.

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Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo: —No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos. —Es que el Llano, señor delegado...—Son miles y miles de yuntas. —Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua. ¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran. —Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá. —Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra. —Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por dónde íbamos... Pero él no nos quiso oír. Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terrenal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando. Melitón dice: —Esta es la tierra que nos han dado. Faustino dice: —¿Qué? Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos ha dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos.” Melitón vuelve a decir: —Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas. —¿Cuáles yeguas? —le pregunta Esteban.

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Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina. Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto: —Oye, Teban, ¿dónde pepenaste esa gallina? —Es la mía dice él. —No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh? —No la merque, es la gallina de mi corral. —Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no? —No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella. —Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice: —Estamos llegando al derrumbadero. Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las piedras. Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra. Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta. Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos. Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites. —¡Por aquí arriendo yo! —nos dice Esteban. Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba.

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Décadas en épocas -Tengo el deseo de poder expresar algo importante, esta enredadera de mierda que se teje en mi interior, pero me veo incapacitada, coja en alguna carrera de ciegos. Han habido muertes, abandonos, robos y desgarradoras escenas de algún incendio. Libro de acompañante, y El Túnel sonando en mi cabeza. La soledad se lleva impregnada en la piel, no sólo en el nombre, en la piel, en las encías, en la lengua y hasta en las costillas. Sintió, entonces, el deseo de despojarse, desvestirse de la misma piel, despellejarse y quedar en carnes vivas, sintiendo así la brisa más real y menos áspera. Recorrió con sus manos su cuerpo, deslizando las yemas por los costados de su vientre, de sus caderas, de sus muslos y subiendo hasta sus pechos: era lo mismo, igual que enredarse entre las sábanas desnuda, sin sentir deseo alguno. -¿Dónde te has metido? –Dijo, abstrayéndose y bordeando con el índice su ombligo. Hubo un silencio que pareció durar una eternidad. La luz tenue por la ventana, y un frío particular opacando el intento de calor íntimo. Ni sudor, ni labios rojos, ni mejillas deseando ser besadas, ni cuellos sensibles, ni pechos rozando nada. Estática y de espaldas, apagada y ensimismada, como quien espera por demasiado tiempo a alguien en algún punto sin asientos. Entonces la calma reinaba irónicamente su cuerpo enmudecido, las que comenzaron como pequeñas ganas ahora sólo eran desánimo, como a pasos de caer en el sueño. -Alguna vez creíste sentir el cielo, el regocijo y la dicha abrazarte de algún modo, desde hace años que sientes la melancolía golpeando tu puerta, y sólo te dignas a mirar por la ventana. ¿Es eso justo? -En lo absoluto, y lo reconozco, pero qué otra cosa podía hacer, de todos modos era pequeña, como pequeñas ahora son mis ganas de abrazar el mundo cuando anaranjece. El café pareció enfriarse, como si el tiempo detuviese el vaho, entonces tomó la taza y llevándola hasta su boca la detuvo a segundos de ésta. -¿Sabes lo que pasa? ¿Lo que en verdad pasa? -No, ¿qué?

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Sorbió algo de café y como poseída por la ventana sin volver su vista al frente, dijo: -Tengo veinte años y no me interesa el sexo, estoy en el apogeo sexual y no comparto las ganas con el mundo. Sorprendido la miró, y riendo agregó: -Eso es porque no eres una niñita alborotada por las hormonas, te excita más la idea de pintar libros, que la de embarcarte en un cuerpo ajeno. Eso, cuerpo ajeno, no quieres un cuerpo ajeno, sino uno tuyo que no sea el mismo, quieres veracidad. ¿Me equivoco? -No sé, Alejandro, todo esto parece una burla, quizá estoy muriendo desde las ansias hasta la maternidad, y puede que mis ovarios estén dañados y por eso no me interese el sentimiento de encamarme. -No es un patrón, no todos pasan por ello. -No digo eso, digo que no me interesa. Eran como las cuatro de la madrugada y recordaba aquella conversación, sus ojos eran dos esferas brillantes perdidas en el paisaje, su mirada ida siempre le había provocado cierto dejo de aflicción, como si cada vez que ella lo hiciese sintiera que la perdía cada vez más. Tengo todo para comprenderla, toda palabra brotada por su boca espera ser comprendida por mí, sino, no las diría, pensó mientras cepillaba sus dientes la mañana siguiente. Se vistió, el terno gris de siempre, el sombrero y algún libro sin elegir de la biblioteca del pasillo, como cada previa de encuentro. Esperó sentado alrededor de cuatro horas, sin embargo ella no acudió al café de cada jueves y viernes. La semana subsiguiente, su particular figura se asomó por la puerta del restauran, él ya la había visto desde la esquina, de donde la venía siguiendo en silencio, sin que ella alcanzara a darse cuenta. -Lo de siempre, Ricardo, porfa’ –Dijo encendiendo un cigarrillo y dirigiéndose al segundo piso. -¿No que lo habías dejado? -¿El cigarrillo? -No, el libro que está a tu lado. -Ah, sí, lo pienso regalar, o dejar tirado por allí, imagina alguien lo encuentra y lo disfruta como yo no pude. Este libro es como mi vida, por eso me hastía. -Tu vida no te hastía...

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-Bah, y tú que sabes... Bueno, pero el libro sí y eso basta, mi vida podría hastiarme alguna vez, como alguna vez podría no hastiarme el libro, pero no pienso arriesgarme a ninguna de las dos. -Aquí tiene su café, señorita –Dijo la delgada mesera. -Muchas gracias. Dejó el sombrero y se atrevió a preguntar: -¿Tiene encendedor? Es que he dejado el mío en casa. -Claro –Dijo ella, dándole el encendedor. Era la primera vez que había entablado palabra alguna con ella, a pesar de conocerla más que el tipo que solía acompañarla cada jueves y viernes. Sin embargo, ella no puso reparo en el desdichado hombre que había dejado su sombrero sobre la mesa tan sólo para acercarse a la dama que venía oyendo de hace casi un año. -¿Y a quién planeas darle el libro? -Aún no lo sé, como te digo... Podría dejarlo abandonado, eso sería aún más emocionante, imagina alguien lo encuentra y se crea inmediatamente un lazo importante entre aquella persona y yo. Quizá así el mundo sería un lugar menos frío. -Estás loca, pero suena interesante. Déjalo aquí, quizá un bebedor de café desee no hastiarse de tu vida. Fumando, y sentado en la mesa siguiente, observaba la escena como quien observa una pintura en una exposición, rodeado de algunas personas que sólo se ven a sí mismos en cada cuadro, ya sea bebiendo café, o sentados en algún parque. Una oscura desesperanza lo desamparó aquella tarde, entonces pidió otro café. Al cabo de dos horas, y de conversaciones de animales salvajes, selvas tropicales y africanos enfermos, pestes, gente mal cuidada, despreocupaciones, lo mal que va el mundo y algunas alusiones a la vida amorosa que, por cierto, ella hacía el quite, Alejandro tomó el último sorbo de la tercera taza de café. -Es hora, tengo una cita. -Con el médico será. -Búrlate, esta vez es verdad, veremos cuánta suerte tengo yo esta noche. Tomó la cajetilla que reposaba sobre la mesa y dio una hojeada a la misma una vez puesta de pie. -No me burlo, de hecho me sorprende y me causa alegría, eres un buen hombre, Alejandro.

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-Deberías hacer lo mismo, eres demasiado buena como para quedarte sola y con tu desgano. -Quien sabe, quizá un pintor encuentra mi libro y apasionado por quien lo haya perdido desea encontrarme, siempre he querido ser retratada, pero de esa manera especial que tienen algunos artistas, porque no quiero una foto, sino un retrato, que vean más allá de lo absurdo de la carne. Fue lo último que alcanzó a oír, no porque de inmediato se marcharan, sino porque una adrenalina animal recorría su huesudo cuerpo, como quien es sorprendido por algo demasiado maravilloso -o aterrador, que vienen siendo casi lo mismo-. No puso reparo en la muchacha que descendía por la escalera, ni por el tipo que compartía lo que él hubiese deseado, sino en el libro que había quedado sentado a la mesa. Como poseído, se levantó de súbito una vez salió ella del local y cogió el libro, lo apretó contra su pecho y lentamente lo acercó a su cara para olerlo, para sentir que tal vez eran las manos de ella rosando sus mejillas. Entonces pensó nunca es tarde para aprender a pintar, y como tratando de convencerse lo repitió unas cuantas veces camino a su casa. -Nunca es tarde para aprender a pintar, nunca es tarde... Sesenta y dos

años no es un impedimento –Cerró con llave y cojeando volvió a su

habitación una vez más

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Rutina es para ella

“...En un pasaje oscuro, de estrecha calzada, hay una casa con entrada clandestina sin auspicio visible para el público. Rutina es para ella; subir los escalones, abrir la puerta negra y entrar en el ambiente bohemio. Adentrarse en las luces de neón, el humo denso del tabaco, la música sensual y la excitación de distintas edades. Saluda a los colegas y observa a la clientela; El brindis de las copas, el Martini que recorre calentando las gargantas, las narices que esnifan, los dientes que desesperados muerden sus propios labios, los pantalones que se levantan, las camisas que se desabrochan. Se sienta frente al espejo y se limpia el rostro, con pinceles dibuja en su cara, se delinea los ojos en semejanza a una coqueta gata, con delicadeza encrespa sus pestañas, juega con su pelo, se pinta los labios de un rojo intenso, las uñas de burdeo. En su rostro un cuadro, en su cuerpo una escultura, en su espectáculo posterior, la danza. Rutina es para ella escuchar su nombre artístico, salir al escenario con sensual vestimenta y bailar provocativamente, demostrar con sus movimientos la poesía de su cuerpo y habilidad, sacarse lentamente las prendas mientras hace un juego de caras, gestos y miradas. Se acerca al público que estira sus manos, y cuando están por tocarla, ella se aleja aumentando las ansias. Aun en ropa interior, se pasea luciendo sus piernas con hermosos bailes eróticos, se agacha provocativamente junto a un individuo, aquel coloca un billete en el calzón de nuestra artista. Ella, con orgásmica voz, le susurra al oído que le saque el sostén, Él, con movimientos torpes manosea con placer para luego descubrir sus pechos. Después de tal espectáculo, se retira y nuevamente queda frente al espejo, se limpia la transpiración, se viste con ropa apretada y esboza una sonrisa. Sale a compartir, se sienta en la barra y pide un trago, escucha los elogios y observa a sus compañeras que en un fierro hacen sensuales acrobacias. Con su mano izquierda fuma, con la derecha acaricia juguetonamente su pierna y con la mirada busca una respuesta. Respuesta que no tarda en llegar. Aquel que antes regaló un billete, ahora la mira fijamente, y ella con ese gesto peculiar del oficio, lo atrae a su lado. Rutina es para ella… y proceden…

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Él entra, camina trémulamente por el nerviosismo y se sienta en el borde de la cama. Ella se acerca, toma ambas manos del hombre y le hace acariciar sus pechos. Le regala un tibio aire detrás de la oreja y le susurra al oído que la abra el impermeable. El olor de la excitación invade el pequeño cuarto. Lo levanta de la cama y comienza a besarlo por el cuello, desciende mientras lentamente desabrocha cada botón de una camisa que cubre la caída de una represiva moral, que se deshace por su tórax dejando una huella de Rush. Provoca ella jugando con su lengua a eso del ombligo, luego muerde el cierre para con sus dientes abrirlo. Lo mira eróticamente y con su boca y manos expertas comienza su trabajo. El hombre suspira, se muerde los labios, enreda sus dedos en la cabellera femenina y masajea la nuca, mueve instintivamente sus piernas, tensamente las abre y las junta mientras su cuerpo entero se retuerce de un placer animal. Los gemidos de quien goza tener su sexo en la garganta de una meretriz, expresan una eyaculación precoz. Entonces, ella cesa allá abajo y se levanta para empujarlo con cierta sutileza y tenderlo de espalda sobre la cama. Acariciándole las piernas le saca los pantalones, de memoria estira su brazo y del velador saca un preservativo que ella misma coloca. Se sienta con tranquilidad arriba del pene erecto y con un movimiento suave mueve su pelvis. Aunque no siente placer alguno, acostumbrada comienza a simular orgásmicos quejidos hasta que el hombre de una vez termine y goce de unos segundos de muerte. Rutina es para ella dejar satisfecho al cliente, orgullosa de su arte, cobra el precio de la obra. El se viste, deja los billetes junto al velador y parte sin siquiera despedirse, sin siquiera una mirada. Sale por la puerta negra, bajo los bohemios escalones y se retira por él pasaje oscuro de estrecha calzada...”

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La Mujer estremecida Parada frente a la cama transpira esperando la primera señal, los ojos fijos al muro, las uñas enterrándose lentamente en las palmas, los pechos erguidos, duros y mojados, los pies sujetos al piso por la desesperación… en cualquier momento… Sí, en cualquier momento… y allí estaba, ya lo sentía, el eco se escuchaba cada vez mas fuerte como si viniera corriendo, arrojando al piso todo lo que hubiera a su alrededor para asegurarse de escandalizar a la moral y despertar a la locura que para ese entonces ya dormía placida en su lecho. y sin siquiera tocar la puerta, entró, con lentos pasos se acercó , primero la acaricio con la complicidad que solo tienen dos viejos amigos, luego la recorrió con su tibio aliento, y solo cuando la tuvo en frente la besó hasta que el sabor agrio de su boca la hizo recordar. Entonces entendió, pero antes de poder emitir palabra alguna, comenzó, los pelos de todo su cuerpo se erizaron mientras el primer sonido le carcomía poco a poco los tímpanos, y las uñas ya penetraban completamente sus palmas, el zumbido se hacía cada vez más claro, más agudo, mas disonante, trato de escapar pero tenía los pies pegados a la madera, como si esas viejas tablas fueran sus cómplices al igual que toda la habitación que esperaba hace largos años que regresara del exilio que tan injustamente la mujer la había hecho sufrir . Trataba de gritar, pero el terror ya la dominaba desde que sintió los primeros pasos haciendo convulsionar sus sesos sin control, apoderándose desde el lugar más lejano del inconsciente hasta el ideal mas solido, violándose sin piedad al único valor que había con vida y así poder parir al fin a la parca. Para entonces el zumbido ya la penetraba dulce y suavemente tocando hasta la última fibra existente de su cuerpo, montándola con la precisión exacta que solo tiene un amante de toda la vida, haciendo estallar el orgasmo con la fuerza de un reprimido suspiro… Cuando despertó empapada de pies a cabeza y el cuerpo adolorido por la agitada noche, se dio cuenta que ya había terminado, que sería libre, que podría gritar, correr descalza por el jardín y tocarse hasta que se agotara la libido con los pezones hinchados y satisfechos. Entonces volteó, observó a la locura enternecida y con el pecho abierto esbozando la primera sonrisa cerró los ojos para así poder hundirse en su cálido cuerpo.

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Un misterioso ruido de cadenas I Distrito de Arancay, provincia de Huamalíes, Huánuco. 10:00 pm. Una noche, hace muchos años ya, cuándo todavía la Villa de Llata ni siquiera soñaba con ser elevada a la categoría de ciudad, antes incluso que llegara la luz eléctrica, que en ese entonces era una quimera, y las personas se convertían en espectros fantasmales iluminados apenas con el reflejo de la luna y las lámparas de kerosene, conversaban en la calle dos muchachos. Uno de ellos era Julián Quispe, y el otro Marco Vega, ambos de dieciséis años de edad. La conversación se vio interrumpida por la presencia de Raúl, uno de los hermanos menores de Marco quien, muy asustado, contó al oído de su hermano, que en la casa se estaban escuchando ruidos de cadenas arrastrándose, lo que hizo salir aterrorizados a quienes los escucharon. -¡No estés inventando tonterías! ¡Anda a dormir que ya es tarde!- Espetó Marco a su hermano, sin creer en sus palabras. Conocía muy bien la inclinación que tenía de dejar que su imaginación volara hasta los confines de lo inaudito. Raúl se retiró. Estaba tan asustado como antes, pero ahora se sumaba el sentimiento de frustración al no haber sido tomado en serio por su hermano, al que tenía gran respeto. Un instante después apareció María Eugenia, la hermana mayor de Marco, quien, pese a la palidez de su rostro ocasionada por el miedo, y al temblor que estremecía su cuerpo, se sobrepuso para llamar aparte a su hermano y contarle con voz entrecortada, que en el pasillo de la casa… Se escuchaban ruidos de cadenas arrastrándose. -Todos tenemos miedo. Nadie quiere entrar a la casa por los ruidos. Yo misma los he escuchado… Son de verdad tenebrosos. Marco no dijo nada. No creía en espantos ni aparecidos, y nunca había tenido miedo a nada. Pero ahora no estaba tan seguro. Si sus padres, abuelos o tíos hubieran estado en casa esa noche -pensó- ellos se encargarían personalmente del asunto. Pero justo ese día fueron a celebrar el cumpleaños de un compadre, y le encomendaron a él la tarea de hacer que todos cenaran temprano, y se acostaran a dormir. Hacer que comieran

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no era un problema, otra cosa era hacer que durmieran, pues los más chicos aprovechaban la ausencia de sus padres para jugar hasta altas horas de la noche. -¿Qué hacemos, Marco?- La pregunta de María Eugenia lo sacó del ensimismamiento en el que se encontraba. -Tenemos que entrar en la casa, de otro modo nadie va a dormir hoy, y mañana, cuando lleguen nuestros padres, van a resondrarnos por no habernos encargado de todo- Anunció decidido Marco, dispuesto a desentrañar el misterio de las cadenas. II La casa se encontraba algo retirada del pueblo. El abuelo Antonio Vega la diseñó y construyó, pensando en los numerosos hijos que pensaba tener. Por esa razón la casa era enorme. Además contaba con un pasadizo, cuyo trayecto se veía interrumpido por algunos recovecos, que la recorría de un extremo a otro. A un lado del pasillo estaban ubicadas las habitaciones, y al otro las cocinas y las salas de estar, que se iban intercalando hasta llegar al patio de ropas. Un poco más allá, siempre por el pasillo, se encontraba un pequeño patio de juegos, alrededor del cual la abuela Grimaldina, había colocado macetas con flores. El pasillo terminaba en una puerta artesanal de lata que daba a la huerta. La disposición del largo pasadizo, que atravesaba toda la estancia, permitía que cualquier ruido o grito emitido, se escuchara con claridad al otro extremo de la casa, sin llegar a saberse exactamente de qué punto provenía. III Julián, el amigo de Marco, enterado de los ruidos macabros que se escuchaban en la casa, se retiró lo más rápido que pudo para no tener que entrar él también al lugar donde, de seguro, penaba un condenado. Marco reunió a sus hermanos. -Bueno chicos, tenemos que entrar a nuestra casa para ver qué cosa son esos ruidos que están escuchando- Ordenó Marco mirando fijamente a cada uno de sus hermanos. La luz de la lámpara de kerosene iluminaba de forma extraña su rostro. -Yo no quiero entrar- Anunció con timidez Oscar, el menor de todos.

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-Debemos entrar todos. Ésta es nuestra casa. Si permitimos que alguien o algo se apodere de ella, tendremos que irnos nosotros- Observó Marco mirando con indulgencia a su hermano Oscar de seis años de edad. El pequeño no dijo nada. No entendía muy bien qué cosa había asustado tanto a sus hermanos, pero comprendía que era algo grave. -¿Cuántas lámparas tenemos?- Preguntó Marco. -Solamente dos- Respondió María Eugenia. -Bien. Tú, María Eugenia, agarrarás una y te colocarás atrás con los demás. Yo voy a ir adelante con la otra lámpara. Cuando estemos cerca del ruido que han escuchado, tú, Raúl, me pasas el palo y todos avanzamos a lo que sea que esté molestando para que se vaya- Todos escuchaban atentamente el plan de Marco, pero el hecho de enfrentarse a un fantasma o espanto que ocupaba la casa, les atemorizaba. El único que permanecía sereno era Marco. La puerta crujió como lo hacía siempre, pero ahora, ante las circunstancias, hizo que la piel se les escarapelara. Apenas ingresaron, escucharon la cadena arrastrándose en algún lugar de la casa. Quisieron salir corriendo, pero la mirada ceñuda de Marco los contuvo. Avanzaban despacio y en silencio. A cada paso por el largo pasillo, escuchaban el ruido con mayor nitidez. Marco, con una mano en la lámpara y la otra agarrando con fuerza la mano del pequeño Oscar, avanzaba decidido a enfrentar al espanto. Un paso más. Un recoveco más, y estarían encima del exasperante crujir de cadenas que no cesaba un segundo. Los corazones de todos golpeaban fuertemente dentro de sus pechos. Se encontraban en el patio de juegos y el ruido de las cadenas arrastrándose muy cerca de ellos los tenía espantados. Sólo faltaba la orden de Marco para abalanzarse sobre su objetivo. -Raúl, pásame el palo, toma la mano de Oscar, y agarra la lámpara- Ordenó Marco. Una mano agarró el brazo de Oscar, otra le pasó el palo… Pero cuando estaba con el brazo estirado para que Raúl agarrara la lámpara… Se escuchó un chirrido horripilante que fue el detonante final para que todos, menos Marco, dieran media vuelta y salieran corriendo aterrorizados.

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Los gritos se apagaron apenas hubieron salido todos a la calle. Un silencio absoluto se hizo dentro de la casa. Marco permanecía atento con el palo en ristre. La lámpara iluminaba tenuemente esa parte del pasillo. El ruido de las cadenas se volvió a escuchar, esta vez acompañado de un extraño chasquido. Marco, con la mano temblorosa, iluminó ese recoveco del pasillo de donde provenía el ruido de cadenas… Encontrándose frente a frente con un gran bulto oscuro. Se abalanzó sobre él iluminándolo mejor, y comprobó con terror que… No había nadie.

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El internado La historia ocurrió realmente en Brasil hace muchos años, lejos de las ciudades, donde prevalecían las costumbres dictadas por un estricto catolicismo. A los muchachos de buena familia se les enviaba a internados regidos por los jesuitas, quienes hacían perdurar los severos hábitos de la Edad Media. Los chicos dormían en camas de madera, se levantaban al al amanecer, iban a misa sin haber desayunado, se confesaban todos los días, y eran vigilados y espiados constantemente. La atmósfera era austera e inhibidora. Los sacerdotes comían aparte y creaban en torno a sí mismos un aura de santidad en torno. Se mostraban parcos en gestos y palabras. Entre ellos había un jesuita muy moreno, con algo de sangre india. Su rostro era el de un sátiro, con anchas orejas pegadas a la cabeza, ojos penetrantes, una boca de labios relajados que siempre babeaban, cabello espeso y olor animal. Bajo su larga sotana obscura, los muchachos habían advertido a menudo un bulto que los más jóvenes no podían explicar, y del que los mayores se reían a espaldas del interesado. Ese bulto aparecía inesperadamente, a cualquier hora, mientras leían en clase el Quijote o a Rabelais y, a veces, cuando miraba a los chicos, y en especial a uno, el único rubio de toda la escuela, cuyos ojos y cutis eran los de una muchacha. Le gustaba llevarse a ese alumno consigo y mostrarle libros de su colección privada. Contenían reproducciones de cerámica inca en la que, a menudo, se representaban hombres en pie apretados uno contra otro. El muchacho hacía preguntas que el anciano sacerdote solía contestar con evasivas. Otras veces, los grabados eran muy claros: un largo miembro surgía de un hombre y penetraba al otro por detrás. En la confesión, el sacerdote importunaba a los chicos con sus preguntas. Cuanto más inocentes parecían ser, más de cerca les interrogaba en la obscuridad del reducido confesionario. Los penitentes, arrodillados, no podían ver al presbítero, sentado en el interior. Su voz, baja, les llegaba a través de una celosía: –¿Has tenido alguna vez fantasías sensuales? ¿Has pensado en mujeres? ¿Has tratado de imaginar a una mujer desnuda? ¿Cómo te comportas por la noche en la cama? ¿Te has tocado? ¿Te has acariciado tú mismo? ¿Qué haces por la mañana cuando despiertas? ¿Estás en erección? ¿Has tratado de mirar a otros chicos mientras se visten? ¿O en el baño? El chico que no sabía nada, pronto aprendía qué se esperaba de él, y esas

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preguntas le instruían. El que sabía, experimentaba placer confesando detalladamente sus emociones y sueños. Un muchacho soñaba todas las noches. Ignoraba qué aspecto tendría una mujer, cómo estaba hecha, pero había visto a los indios hacer el amor a las vicuñas, que se parecían a delicados ciervos. Soñaba que hacía el amor con una vicuña y despertaba todas las mañanas húmedo. El anciano sacerdote estimulaba estas confesiones. Las escuchaba con una paciencia infinita e imponía extrañas penitencias. A un chico que se masturbaba continuamente le ordenó que fuera con él a la capilla cuando no hubiera nadie en ella, y que metiera el pene en agua bendita, a fin de purificarse. Esta ceremonia se desarrolló con gran secreto en plena noche. Había un chico muy salvaje, con aspecto de príncipe moro, de rostro moreno, aspecto noble, porte regio y un hermoso cuerpo, tan delicado que nunca se le marcaban los huesos, suave y pulido como una estatua. Se rebelaba contra la costumbre de usar camisón para dormir. Estaba acostumbrado a dormir desnudo, y el camisón le desagradaba, le sofocaba. Así pues, todas las noches se lo ponía, como los demás, luego se lo quitaba en secreto, bajo las cobijas, y se dormía sin él. Todas las noches, el anciano jesuita hacía sus rondas, vigilando que nadie visitara la cama de otro, se masturbara o hablara en la obscuridad a su vecino. Cuando llegaba a la cama del indisciplinado levantaba la ropa con cautela y miraba su cuerpo desnudo. Si el chico despertaba, le regañaba: "¡He venido a ver si estabas durmiendo otra vez sin camisa!" Si no despertaba, se contentaba con una mirada que recorría el joven cuerpo dormido. Una vez, durante la clase de anatomía, hallándose el jesuita en la tarima del profesor y el muchacho con aspecto de chica sentado mirándole con fijeza, la prominencia bajo la sotana se manifestó claramente a todos. –¿De cuántos huesos consta el cuerpo humano? –preguntó al chico rubio. –De doscientos ocho –repuso mansamente el interrogado. La voz de otro alumno llegó desde el fondo de la clase: –¡Pero el padre Dobo tiene doscientos nueve!

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Zócalos Estamos en el coliseo de los mártires y se baten a duelo los buenos, contra los malos de los libros de historia. Aquellos que tienen una dudosa reputación son excluidos y están como meros espectadores. Estamos en el coliseo y hoy se apalea Jesús contra el gordo Nerón. Jesús lleva un inmenso pez con cientos de cabezas y ojos de acero, Nerón un arpa con cuerdas de piano. “El salvador” parte su ataque con un certero golpe que “El emperador” bloquea con su arpa, pero el pez con su flácida estructura se curva y revientan sus duros ojos negros contra la existencia de Nerón, quien cae al suelo con su cráneo partido en dos y sus cabellos cubiertos de escamas y sangre se endurecen lentamente con el sol. El público aplaude y vitorea al Jesús, entre todos gritan eufóricos el “padre nuestro” como grito de guerra. Hitler en un arrebato de ira sale de la banca con una metralleta y dispara treinta tiros sobre la existencia de “El hijo del hombre” el cual levanta el polvo del campo con su cuerpo inerte. Oliverio Girondo sale también de las gradas y salta al campo quedando tras Hitler, saca un cuchillo de sus ropas y se corta el cuello. Todos permanecen mirando un punto medio sin emitir ruido alguno. Los sacerdotes, santos y dioses, borrachos de vino, sexo y odio sumergen a Hitler con sus golpes y lo descuartizan esparciendo su cuerpo por todas las partes del campo, con esa pericia que solo los años pueden entregar. En tanto, los escritores de todos los tiempos se destruyen a patadas y quemadas de cigarro. El público se levanta, algunos se lanzan a la arena, otros siguen con sus puños la pelea de las gradas. El cielo es un puto caos, donde siquiera el “pan y circo” puede parar ahora a el pueblo enardecido que se dirige a matar a Dios.

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Flor de miseria Una tarde, después de mucho trabajar, extenuado por el cansancio, me tendí en el suelo, en el ángulo de una casa de piedra. En el interior de la casa, parecidos a las ratas en una cueva, hombres hambrientos y sucios se agitaban noche y día. Estaban cubiertos de harapos, y sus almas eran tan sucias como sus cuerpos. El rumor sordo y monótono de su vida bullidora huía por las ventanas, semejante a la humareda de un incendio. Hundido en el sopor que me producía la fatiga, escuchaba apenas este murmullo melancólico. …Muy cerca de mi, de un montón de toneles vacios y cajones viejos, salió una voz dulce y delicada:

Duerme, duerme, niño bonito… Duerme, duerme, cariñito…

Era la primera vez que oía en esta casa a una madre arrullando a un hijo con tal ternura. Me levanté calladamente y dirigí la mirada detrás de los toneles. Una muchachita estaba sentada sobre una de las cajas… Inclinada, la rubia cabellera cedía a la brisa, mientras la canción meditabunda, proseguía:

Duerme, duerme, niño bonito... Que ya viene mamá…

Con una cosa buena para su nene…

Tenía entre sus manecitas el mango de una cuchara de palo envuelta en un trapo, y la contemplaba con sus grandes pupilas. Sus ojos eran hermosos, claros, dulces y tristes, de una tristeza rara en los niños. Su expresión me hirió hasta tal punto que no reparé en la tosquedad de la cara y las manos. Por encima de la niña, como nubes de hollín y de ceniza, pasaban gritos, injurias, lamentos, reír de borrachos… en torno suyo, sobre la tierra fangosa, todo estaba destrozado, mutilado, y los rayos del sol muriente teñían de rojo los restos de la cajas rotas y prestaba la lúgubre apariencia de las ruinas de un gran organismo deshecho por la mano de la pobreza.

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Sin querer hice ruido, y la pequeña se fijó en mí. Su cuerpo sufrió un estremecimiento y sus ojos sospechosos se achicaron; luego se encogió como un ratoncillo ante el gato. Yo miré sonriendo su cara tímida, triste y sucia. Ella apretó los labios y sus finas cejas temblaron. De pronto se levanta, sacude su traje desgarrado y descolorido, guarda la muñeca en el pecho y con voz clara me pregunta: -¿Qué quieres?- Tendría once años y era débil y ruin. Me miraba con gran fijeza. -y bien- continuó, después de una pausa-, ¿Qué miras? -Nada… diviértete… ya me marcho. Entonces dio un paso hacia mí, su cara se puso seria y su voz alta y nítida dijo con repugnancia: -Ven conmigo… siempre que me des quince copecas. Al pronto no comprendí, pero llegué a estremecerme presintiendo algo horrible. Se allegó un poco más, estrechóse contra mi cuerpo y, sin mirarme ya, agregó con monotonía: -¡Vamos!... hoy no tengo ganas de correr la calle buscando un hombre… Además, no puedo salir… El querido de mi madre me ha vendido la ropa… para comprar aguardiente…. ¡Ven conmigo! La rechacé con dulzura, sin hablar. Entonces me miró con un aire sospechoso, como si no comprendiera. Sus labios se movían convulsos. Por fin levantó la cabeza, y, mirando algo allá arriba con sus ojos claros y tristes, dijo en voz baja: -Ya no me da miedo… tú creerías que, como soy pequeña, gritaré… no temas,… al principio, sí, gritaba mucho… pero ahora… Y sin terminar, escupió con indiferencia. Me aleje en seguida, llevando en el corazón un sentimiento inexplicable y la clara mirada de aquellos ojos infantiles que prometían, por quince copecas, tantos horrores.

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El hombre que volvió de sus vacaciones Ésta es la historia de un hombre que, cuando volvió de sus vacaciones y regresó a su ciudad natal, se sorprendió al comprobar que, del edificio de la terminal de tren, sólo quedaba la mitad; como si se tratara de un manzana a la que alguien hubiera mordido un pedazo. Los muros del edificio habían sido seccionados de manera casi perfecta, como si se hubiera tratado de incisivos del tamaño de una locomotora devorando una fruta hecha de concreto y vigas de hierro. En el espacio vacío, generado por la mordida imposible, ahora había un lecho de piedritas negras con algún que otro yuyo. Hasta las vías por las que circulaba el tren en el que el hombre había vuelto de sus vacaciones estaban cortadas, y el maquinista tuvo que detener la locomotora unos treinta metros antes de llegar al final de la antigua estación. Sin embargo, todo sucedía con aparente normalidad: la boletería consistía en una precaria oficina organizada con palos y trapos negros, y la mayoría de la gente pasaba por ahí como si la estación de tren hubiera estado siempre recudida a la mitad. El hombre tomó su bolso de mano del compartimiento superior y descendió de la formación de vagones junto con todos los turistas que regresaban de sus vacaciones. Unas cientos de personas caminaban sobre el lecho de piedritas hacia la salida. “No pasa nada, acá no pasa nada” –Se dijo- y, como buscando una aguja en su pajar, comenzó a ordenar uno a uno todos los sucesos que podrían explicar la desaparición de media estación de tren. “No pasa nada” –se repitió-, “voy a caminar tranquilo sin llamar la atención y, cuando llegue a casa, encontraré un psiquiatra en la guía telefónica”. Luego de abandonar la mitad del edificio de la terminal de tren, el hombre advirtió que la ciudad presentaba el mismo panorama. Todo: los bancos, los restaurantes, las casas, los semáforos, los autos, los perros, las personas, las moscas, hasta los pobres árboles, habían sido presa de esta terrible incógnita de ser limitados a una mitad. Para cuando llegó frente a su casa, a nuestro protagonista, le temblaban las manos y le transpiraban las piernas; entonces, para su más integra tranquilidad, notó que su casa aún permanecía intacta.

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Abrió la puerta con las llaves que sacó de su valija produciendo un tintineo tembloroso y entró, se sirvió un vaso de agua, y luego se sentó. Cerró los ojos con el deseo de que al despertar todo volviera a la normalidad. Cuando lo hizo, después de pocas horas, comprobó que el extraño fenómeno había llegado hasta su propia casa. Desde donde estaba sentado, pudo distinguir perfectamente las estrellas. Trató de recordar su segundo nombre, pero no pudo. Sonaron cinco golpes en la puerta; al atender, se encontró con dos señores de traje y portafolio, que se presentaron y le explicaron que, desde hacía unos días, él estaba muerto y que, debido a su apego por las cosas materiales de la vida, aún no terminaba de ingresar en el ciclo divino de la no-existencia. También, le dijeron que, de persistir en dicha actitud, el panorama empeoraría. Y, finalmente, sacando una pequeña libretita, uno de ellos le aconsejó que, a la mañana siguiente, observara al este, y, al salir el sol, se dejara llevar por el calor de sus rayos amarillos. Así, encontraría la paz. Al amanecer, el hombre se dejó alcanzar por el calor del sol y sintió la humildad que producía en sus poros. Pero, en ese preciso momento, recordó que su empleador nunca le había saldado el medio aguinaldo. Una corriente iracunda de resentimiento emergió desde la profundidad del recuerdo más remoto hasta inundar el presente inexistente de su eternidad fragmentada. Siempre lo habían cagado, ¡era un pelotudo! Después sintió miedo, frio y, con espasmos de desolación, se contracturó hasta dormirse. En la existencia de la mitad de las cosas, en ese intermundo paradójico y extraño, el hombre quedó reducido eternamente a una mano con una sola pierna y su respectivo pie, yendo a trabajar 8 horas diarias, sin saber más de él mismo que atarse su único zapato. Y aquí, en esta vida de colores, el hombre de quien les he hablado ha reencarnado en esta vaquita de San Antonio que tengo aquí en mi mano. Observen atentamente. ¿Ven? Aquí falta una patita…

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Autores y sus cuentos:

A modo de introducción -Tomás Vidal (Chile) Nos han dado la tierra -Juan Rulfo (Mexico) Décadas en épocas -Damian San Martin (Chile) Rutina es para ella -Tomás Vidal (Chile) La mujer estremecida -Victoria Martinez (Chile) Un misterioso ruido de cadenas -Manuel Teyper (Perú) El internado - Anaïs Nin (Francia) Zócalos -Carlos Saldes (Chile) Flor de miseria -Gorki (Rusia) El hombre que volvió de sus vacaciones -José Luis Gallegos (Argentina) Si deseas obtener más escritos de algún escritor aquí expuesto enviar un correo con la solicitud a nuestra editorial, de eso modo elaboraremos más folletos a partir de los pedidos de nuestros lectores.

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¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete… Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.

<Julio Cortázar> Rayuela / Capitulo 73

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