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El Inquilino del Alma

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El Inquilino del Alma es la nueva novela gotica de Sonia B.F. Arias, la autora del exito internacional Promesas Rotas.

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EL INQUILINODEL ALMA

U N A N O V E L A G Ó T I C A

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EL INQUILINO DEL ALMATodos los derechos reservados Copyright © Sonia B.F. Arias 2012Publicación: Mundo Latino Publications. Relaciones Públicas: LadySybilla.com

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DEDICATORIA

A mi madre Alicia Fernández. Que Dios la tenga en la Gloria. A mi pa-dre Fernando Brenes, quien por fin hizo su sueño realidad al reunirse con mi madre en la Eternidad.

A mi Tía Grace Coscia, quien fue una gran amiga hasta el día de su muerte, y a mi Tío Carlos, hermano de mi madre Alicia y de mi Tía Grace.

A mi gatita Tzaddi, cuyo cuerpecito yace hoy bajo tierra, desbaratado por las heridas de bata-lla, mas su espíritu, que es eterno, vuela rumbo al Rainbow Bridge que es el Cielo de los Animalitos.

A mis hijos Glorianna, Andreína, Felipe, Alejandro y Adrián. A mis ni-etos que son mi vida: Joseph, Melody, Gabrielito y Christine. A mis otras dos mascotitas, Tico y Jemmie.

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CONTENIDO

Prólogo .................................................................................. 10

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Los golpes incesantes en la puerta de la vieja Onawa hicieron que ésta se incorporara de su silla en el momento que abría unas botellas las cuales contenían unas sustancias maloli-entes que impregnaban la choza de un aire rancio. Murmurando unas cuantas palabras entre dientes se dis-puso a abrir un poco malhumorada la puerta. —Quién puede ser a estas horas. No espero a nadie. Debe ser la vecina que viene a chismear sobre su marido infiel. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde y la curan-dera de Nashville había terminado de fregar las ollas en las que estaba preparando varios potajes para luego salir a repartirlos entre los clientes de la villa. Tosiendo se dirigió a la entrada de su choza ante los gol-pes que no paraban y cada vez eran más fuertes. —Ya voy!! No estoy al lado de la puerta esperando a que alguien venga. Tam-poco estoy tan joven para correr a abrir!! Onawa vivía en una choza hecha de barro dentro de la cual tenía dos hamacas cerca de la fogata donde la anciana cocinaba sus pociones. Ahí era donde dormían ella y su nieta Galilahi, huérfana de padres. Unos bancos de madera se encon-traban cerca de la vieja mesa que estaba al lado izquierdo

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del estante donde ella guardaba cuidadosamente las hierbas que usaba para sus conjuros. Abriendo la puerta, de súbito se encontró con Galilahi, quien muy alarmada le dijo: —Abuela, es urgente!! Este señor desea hablar con usted. Onawa miró al hombre quien con voz de angustia y en dialecto Cherokee dijo sin titubear: —Disculpe señora pero necesito que me acompañe. Es una situación de vida o muerte. Solo usted puede ayudarme. Sin preocuparse mucho de lo que el hombre decía, su mi-rada se enfocó en la niña de escasos seis años que se encontraba amarrada a una camilla hecha de mecate, la cual estaba sostenida por tres hombres. La pequeña lanzaba unos alaridos tan espeluznantes que todo el vecindario se había asomado a ver qué era el escándalo. Los aullidos que daba la niña no sonaban humanos. Eran más como los de un animal en agonía. A Onawa se le erizaron todos los cabellos del cuerpo. —Que le ocurre a esta niña, no entiendo porque grita de esta manera?—preguntó nerviosa. Acercándose a la pequeña, Onawa observó con espanto como parte de su rostro y su brazo izquierdo se encontraban quemados con heridas abiertas y en carne viva. Parte del cráneo de la pequeña no tenía cabello. Onawa tragó en seco y preguntó al hombre que había traido a la niña: —Pero qué le pasó a esta criaturita? Porque tiene estas quemaduras tan tremendas? Porque la trae atada a esta camilla? El hombre miró a la anciana con ojos de pánico y le dijo temblando de pies a cabeza: —Hay una fuerza en ella. Es una fuerza que no es de este mundo. Es una fuerza maligna que la tiene poseída y la hecha al fuego si no la mantenemos amarrada! Tiene que ayudarnos por favor. Si no, va a terminar quemándola del todo!—. El hombre estaba tan desesperado que casi no podía recuperar el aliento mientras hablaba. En ese preciso instante los ojos de Onawa se chocaron violentamente con los de la niña. Mas esos no eran ojos de niña.

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Onawa lo sabía muy bien y no quería ni imaginar lo que la pobre pequeña llevaba dentro. Entonces el padre de la niña gritó de pronto: —Cuidado, Onawa, no la mire a los ojos! Pero la advertencia llegó muy tarde. Ya para ese tiempo, Onawa había caido de repente en un estado de trance. No podía despegar sus ojos de los de la niña. Era como si los ojos hechi-ceros de la pequeña tuvieran un poder hipnótico sobre la an-ciana. De un momento a otro, Onawa comenzó a convulsionar mientras sus ojos todavía se encontraban bajo el dominio de los de la niña. Era evidente que Onawa estaba peleando contra la fuerza maligna que poseía a la niña. —Galilahi!—alcanzó a gritar Onawa de pronto. Galilahi corrió hacia donde su abuela. —Aquí estoy, Abuela. Dígame qué necesita. Onawa parecía estar asfixiándose con los ojos de la pequeña aun clavados en los de ella. Sin embargo, aun así se las arregló para estirar su brazo derecho y apuntar con sus dedos temblorosos hacia una cajita de madera que se hallaba en una esquina de la choza. Galilahi se apresuró a alcanzar la cajita para dársela a Onawa, pero la fuerza maligna ya estaba venciendo a Onawa. Echando espuma por la boca, Onawa cayó al suelo con los labios azules por la falta de oxígeno. Galilahi gritó presa del pánico pero reaccionó rápido y abrió la cajita. Adentro encontró una muñeca. Onawa se arras-tró por el suelo, y dando sus últimas bocanadas de aire, tomó la muñeca por los cabellos y la colocó sobre el pecho de la niña. Justo cuando la muñeca hizo contacto con el cuerpo de la niña, el cielo rugió con truenos, y el sol se oscureció, poniéndose rojo como la sangre. Onawa repitió una mantra en un idioma desconocido, y al instante una luz brillante como de fuego salió expulsada del cuerpo de la pequeña. Onawa volvió de nuevo a repetir la man-tra, pero esta vez lo hizo en un tono de autoridad y firmeza.

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Mas este esfuerzo absorbió la reserva final de energía que le quedaba a Onawa. Con gran debilidad, la anciana levantó su mano y, usando los últimos instantes que le quedaban por vivir, le ordenó a la luz que había salido del cuerpo de la niñita que se metiera al pecho de la muñeca. En cuanto la luz penetró el cuerpo de la muñeca, la niña dio un profundo suspiro de alivio y comenzó a sollozar, solo que esta vez lo hizo con su propia voz y no con la del ente demoní-aco. El padre de la niña lloró de felicidad mientras la abrazaba y le soltaba los amarres. Mientras tanto, Galilahi también lloraba arrodillada en el suelo con su cara hundida en el estómago de su abuelita Onawa. Mas las lágrimas de Galilahi no eran de felicidad sino de dolor. Onawa había logrado liberar a la pequeña niña de la fuerza maligna al pasársela a la muñeca, pero el precio que había tenido que pagar había sido el más alto de toda su vida. Galilahi también lo sabía. Su abuelita había muerto en la lucha por liberar a la niña del ente demoníaco que la había poseído. Ahora Galilahi tendría que asegurarse de que la mu-ñeca endemoniada desapareciera para siempre.

Era una noche de luna llena. En la villa reinaba un silen-cio sepulcral, y no había ni una sola antorcha encendida. Todos los habitantes de la pequeña villa parecían estar dormidos. De pronto, un leve movimiento en los arbustos rompió el silencio. Era una jovencita que iba cubierta con una largo manto que le envolvía la cabeza y gran parte del cuerpo. En sus manos llevaba una caja. Era Galilahi, quien había esperado que pasara el funeral de su Abuela Onawa para aden-trarse en el bosque en secreto. Galilahi escogió el rincón más aislado y oscuro que pudo encontrar en el bosque, y, refugiada entre las sombras de la noche, comenzó a excavar un profundo hueco en la tierra. Su corazón latía desbocado dentro de su pecho, pues tenía pavor de la fuerza maligna que se encontraba atrapada den-

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tro de la muñeca. Sin embargo, no había tiempo qué perder. Galilahi sabía que lo que tenía hacer, tenía que hacerlo de inmediato, de forma que se apresuró para completar la horrible misión de una vez por todas, y así por fin poder olvidarse para siempre de la macabra muñeca. Sin embargo, como tenía tanta prisa y estaba tan nervio-sa, Galilahi se descuidó por un instante al meter la caja en el hueco que acababa de excavar y perdió el equilibrio. Entonces uno de sus pies se le resbaló pues la tierra alrededor del hueco estaba suelta y no había fundación firme donde sostenerse. Al caer dentro del hueco, Galilahi aterrizó sentada sobre una de las esquinas de la caja y accidentalmente levantó la tapa que cubría la caja. Por más rápido que trató de volver a cerrar la caja, no tuvo tiempo de cerrar los ojos para evitar encontrarse frente a frente con la muñeca. Entonces, bajo la luz de la luna, Galilahi observó con terror como los párpados de la muñeca se abrieron de súbito. Temblando de pánico, Galilahi reconoció en aquellos ojos la misma fuerza demoníaca que se había manifestado en la mirada de la niñita en casa de Onawa. Sin perder un segundo más, Galilahi tapó la caja y no paró de echarle tierra hasta que desapareció por completo debajo de la superficie. Luego, sacando unas hierbas especiales de una bolsita que traía amarrada a la cintura, Galilahi se purificó conforme recitaba una plegaria al Gran Espíritu. —Con estas palabras sagradas—susurró Galilahi mien-tras elevava sus ojos al cielo—yo ato el mal que se encuentra en-terrado en este sepulcro. Le prohíbo salir de esta prisión eterna y le ordeno que jamás salga de esta muñeca. Y si un alma desafor-tunada llegara algun día a desenterrar esta caja, estará condenada a volver a atrapar la fuerza maligna que ella contiene. De no ser así, no tendrá paz ni de noche ni de día, y todos sus seres queri-dos, y aun todo aquel que tenga contacto con ella será la víctima de la fuerza maligna que está aquí atrapada. Habiendo dicho esto, Galilahi usó una piedra filosa para

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escarbar un símbolo en el tronco de un árbol que estaba cercano al sepulcro. —Con este símbolo, sello este ritual para que su poder jamás pierda efecto. Yo, Galilahi, nieta de Onawa, declaro que así será. Habiendo dicho esto, Galilahi se echó el manto sobre su cabeza y se coló por entre las densas ramas de los árboles hasta que se internó en lo más profundo de las Montañas Smokey. Por el resto de la noche, corrió y corrió sin detenerse, y jamás, ni por un instante, se volteó a mirar atrás.

EL INQUILINO DEL ALMA

Agosto 2012