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EL I N S T R U M E N T O PUBLICO Y LA JUSTICIA PENAL CONFERENCIA PRONUNCIADA EN -LA ACADEMIA M atritense del Notariado EL DÍA 14 DE ENERO DE 1949 por ENRIQUE DE LEYYA Y SUAREZ

EL INSTRUMENTO PUBLICO Y LA JUSTICIA PENAL

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EL I N S T R U M E N T O P U B L I C O Y LA J U S T I C I A P E N A L

C O N F E R E N C I A

PR O N U N C IA D A EN -LA A C A D E M IA

M a t r i t e n s e d e l N o t a r i a d o

E L DÍA 14 DE EN ER O DE 1949

por

ENRIQUE DE LEYYA Y SUAREZ

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Señores :Sería del todo inoportuno que un modesto práctico de las

leyes viniese aquí hoy a recitar pretencioso, m ejor o peor hilvanada, una rapsodia bibliográfica, ya que cualquier p ru ­rito de originalidad chocaría con el implacable principio ne­nio dal quod non habet ; pero en esta época de los «sucedá­neos» y «similares» no podía faltar, en el campo de la ora­toria, al lado del discurso académico y de la conferencia di­dáctica, la charla, concepto amplio a cuya liberalidad me aco­geré esta noche para exponer algunas observaciones acerca de lo que constituye la razón de ser de los m oradores de esta casa, hogar del Notariado de Castilla y como tal pobla­do de recuerdos nostálgicos para m í, y que es por otra parte tema inagotable para la investigación científica, el instrumen­to público, ese m aravilloso producto de la civilización ju rí­dica, del que se puede decir, empleando la célebre frase, que si no existiera, habría que inventarle; existente, debe perfec­cionarse; y perfecto, como es el español, hay que fortificarle y defenderle.

Mas con el instrumento público ocurre lo que con esos parajes de montaña rocosos, abruptos,, afiligranados, en cuyos senderos se estrellan, o por lo menos se extravían, tantos a l­pinistas que intentan escalar sus vértices. El experto en de­portes de altura puede arriesgarse, bien provisto de croquis y de cuerdas, a la ascensión peligrosa hasta dejar su tarjeta en los refugios, pero el simple aficionado hará mejor en plantar su tienda en alguna altiplanicie de la cordillera, so­bre todo si no es extraña a sus andanzas habituales.

En la orografía ju ríd ica , lo notarial es un macizo de es-a n a i .e s .— 8

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tratificación muy complicada. A darle su estructura actual han contribuido todos los períodos geológicos. Se pasa in­sensiblemente de la solidez de la p iedra de granito a la in­estabilidad de la arena movediza. Y la nieve perpetua de sus cumbres oculta fisuras y oquedades que parecen simas sin fondo.

Sim ilia sim ilibus, busquemos ciertas perspectivas del ins­trumento público desde el observatorio de la justicia penal.. Como no se trata de un informe forense ni de un ejercicio de oposiciones, recabo y anuncio cierta libertad para ensa­yar respecto de determinados problem as soluciones que po­siblemente darían lugar a una sentencia adversa en el Foro, o a una descalificación del opositor más brillante. Creo, sin embargo, que en la dialéctica ju ríd ica no dejan de ser ú ti­les los francotiradores que, por lo menos, llam an la aten­ción de los centinelas, de los puestos de observación y aún del propio Estado Mayor.

Ni en el Código penal de 1848 ni en sus cuatro refundi­ciones, la últim a de las cuales, prom ulgada en 23 de d i­ciembre de 1944, constituye el texto vigente, aparecen si­quiera aludidos el instrumento público ni su creador el No­tario, omisión que se explica porque al publicarse aquel Cuer­po legal no había salido el Notariado de su «edad de hie­rro». La desvaída figura del escribano, ante quien hacían testamento, redim ían sus juros y ventilaban sus pleitos y querellas nuestros abuelos, conservaba su antiguo perfil cu­rialesco. Fué preciso el desdoblamiento de 1862 para que el Notario adquiriese la fisonomía que hoy le caracteriza y que augura una «edad de oro» a la Institución.

Cuando en 1928 se llevó a la Gaceta un nuevo Código penal estaba en su apogeo la polémica en torno a si el No­tario es o no un funcionario jurisdicente.

P ara muchos es piedra de escándalo la declaración reg la­m entaria de que el N otariado es un «órgano de jurisdicción voluntaria», declaración inoperante desde luego, mera defi­nición honoris causa, pero que será cualquier cosa menos un snobismo, porque, aunque los orígenes de la Institución notarial son, como los del Nilo, flum ina incognita, si en el

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profuso y confuso árbol genealògico que nuestros reyes de arm as nos asignan se lee con claridad el nombre de un as­cendiente, este es el iudex chartularii, dignatario civil que aparece hace once siglos entre los francos, como juez especial desglosado del orden de los jueces ordinarios, con una com­petencia funcional sui generis referida a aquellos procesos aparentes medievales en los que confluyen dos institutos, uno romano, perfectam ente jurisdiccional, la conffesio in iure, con todas sus evoluciones tan divulgadas por los notarialis- tas, que no se resignan a descender «por línea recta de va­rón» de los modestos tabelliones del Bajo Im perio, y otro germánico, que viene denunciado por la misma construcción gram atical dél mandatum guarentigiae o warcntisiae, en la tradición rom anistica privativa de la sentencia.

En Castilla, el Rey Sabio no comprendió exactamente el verdadero carácter del Notariado, lo que no es extraño, por­que el tosco pragm atismo medieval localizaba la iurisdictio en el mando, ora en el feudal o en el de los señoríos, corpo­raciones o behetrías, pero algo intuyó cuando enclavó la ac1 tuación notarial en el Foro, aunque equivocase el rango que le es propio. Así perm aneció durante siglos.

E l efím ero Cuerpo legal adoptó una postura ecléctica. Por una parte superó el enfoque que ve en el Notario tan sólo el funcionario «envestido de la escrivanía e de la pé­ñola», como si satisficiese exclusivamente necesidades v re­solviese tan sólo problem as de fe pública, y advirtió que los poderes al servicio de la función, más bien del ministe­rio notarial, son fundam entalm ente dos, el autenticador, que comparte con todos los «empleados públicos» y el legitima­dor, que es privativo suyo, y dedicó un artículo, el 451, a garantizar plenam ente los deberes de ilustración de las p a r­tes y de control de la legalidad a que está vinculado, pero no se atrevió a llam ar prevaricación a esta figura, por pen­sar, indudablemente, que la prevaricación es delito privativo del juez que al traicionar la ley la atrae sobre sí, litem suarn facit, aunque en nuestro Derecho pueden prevaricar también los funcionarios administrativos, los abogados y procuradores y hasta los agentes de la policía judicial.

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Este poder legitim ador constituye la servidumbre, pero también la grandeza del Notariado. El «orne que es sabi- dor de escribir e entendido en el arte de la escrivanía» no es un estenógrafo de las partes, como cree el vulgo, ni un testigo de m ayor excepción, aunque en efecto lo sea, ni un archivero del protocolo, siquiera en su estudio, prolongación de su hogar, depositen los hombres los títulos de su fortu­na, los secretos de su honor y los descargos de su conciencia, ni el asesor de las fam ilias, por más que de él se pueda de­cir lo que del prudente romano decía I h e r i n g , que era el oráculo de la ciudad, sino que, a m anera de juez instrum en­tal, juzga de la capacidad de los otorgantes, comprueba la espontaneidad, consciencia y alcance del consentimiento, exa­mina procesos psicológicos, alum bra sus motivaciones, mide sus conexiones y proyecta sus perspectivas, discierne la opor­tunidad, justicia y significación de las cláusulas y elabora do­cumentos con rango de ley.

En la estructuración escolástica, válida para todos los seres, de m ateria y form a, el otorgante aporta la prim era, la masa inorgánica, ciega, indiferenciada, que el Notariado convierte en instrumento jurídico, en lex specialis. En D ere­cho, como en Ontologia y como en todas las artes plásticas, el elemento form al no es mero aspecto, ni yuxtaposición, ni exorno, es mucho más, es una de las cuatro causas del ser ( id quod est vel i i quod est, según la definición del An­gélico), y por ello el signo notarial es al negocio instrum en­tado lo que el eje cristalográfico a las gemas, lo que el ca­non escultórico a la estatua, lo que la clave heráldica al escudo.

Otra fuente, más bien teórica, de responsabilidad del Notario, cuyo cauce no es recogido por ningún precepto pe­nal, es el artículo 2.° de la Ley de 28 de mayo, según el cual el Notario que, requerido para dar fe de cualquier acto público o particu lar extrajudicial, negare sin justa causa la intervención de su oficio, incurrirá en la que hubiere lu ­gar con arreglo a las leyes. En aquellos casos en que el instrumento se exige ad solemnitatem, la negativa notarial es un «equivalente jurisdiccional», si la jurisdicción es la ac­

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tualización de la voluntad de la Ley, porque un negocio dé tal clase, si no encuentra un Notario que le albergue en su protocolo, bien voluntariam ente, bien por mandato de la D i­rección, jam ás nacerá a la vida del Derecho: el fia t notarial no puede suplirse ni por una sentencia constitutiva. Aún en ios casos potestativos, siquiera el negocio sea viable, care­cerá de la robustez que tendría si se hubiese acuñado en el troquel notarial, por lo que quedará privado de ciertos efec­tos, más o menos importantes.

Ciñéndonos al Código, vemos que el instrumento público puede com parecer en el proceso penal o como corpus crimi- nae o enmascarando una defraudación. En el prim er caso, el instrumento es el fin de la actuación delictiva. En el se­gundo, es un medio que utiliza el agente para delinquir. Examinémoslos con la precisión posible.

I

La falsificación documental (prim ero de los dos capítu­los en que dividimos lo que se puede llam ar patología del instrumento público) tiene su diagnóstico y tratam iento (tra ­tamiento cruento, claro está) en el artículo 302 del Código penal, que dice así : «Será castigado con las penas de pre­sidio m ayor y multa de mil a diez mil pesetas el funcionario público que, abusando de su oficio, cometiere falsedad :

1.° Contrahaciendo o fingiendo letra, firma o rúbrica.2.° Suponiendo en un acto la intervención de personas que

no la han tenido.3.° A tribuyendo a las que han intervenido en él decla­

raciones o manifestaciones diferentes de las que hubieren hecho.

4.° Faltando a la verdad en la narración de los hechos.5.° Alterando las fechas verdaderas.6.° Haciendo en documento verdadero cualquier altera­

ción o intercalación que varíe su sentido.7.° Dando copia en form a fehaciente de un documento

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supuesto o manifestando en ella cosa contraria o diferente de la que tenga el verdadero.

8.° Intercalando cualquier escritura en un protocolo, Re­gistro o libro oficial.

9.° Simulando un documento de manera que induzca a error sobre su autenticidad.»

Estos nueve casos son susceptibles de una reagrupación sistemática.

Primer grupo.— Números 6.° y 9.°Las relaciones de derecho cuando públicamente se docu­

mentan adquieren la claridad y la fijeza de las cristalizacio­nes m ineralógicas; pero así como la quím ica industrial lan­za al mercado falsa pedrería , cristales de laboratorio, que ni el naturalista adm ite en sus colecciones ni la dama de ca­lidad en su joyero, puede ser lanzado al tráfico con la apa­riencia de la autenticidad una superchería. Esta es la false­dad m aterial, la falsificación propiam ente dicha, prevista en los citados números sexto y noveno.

El número 6.° prevé un cambio en las formas legítimas. El 9.° una formación que nunca fué legítim a.

Segundo.— El de los números segundo a cuarto y séptimo. Esta sub-especie de la falsedad vicia el fondo del documento. A l confeccionarse éste se consigna una inexactitud con la p re­tensión de que el pabellón cubra la m ercancía. Es la false­dad ideológica, completamente distinta de la de construcción, por lo que L i s t z proponía una term inología diferente de la que hoy im pera ; el nombre de falsificación se reservaría para la m aterial y a esta otra espiritual o de contenido se la llam aría documentación falsa. A efectos ulteriores esta dua­lidad es muy importante.

Es curioso que el Derecho romano supo deslindar las dos form as de falsedad que los modernos Códigos confunden. La Ley 2 .a del título 10 del libro 48 del Digesto dice: Qui testa­mentum celaverit, amoverit, deleverit, interleverit, subiece- rit, eripuerit, resignaverit (siete casos, más o menos d iferen­ciados, de falsificación m aterial), quive testamentum falsum scripserit, signaverit, recitaverit... (falsedad ideológica) legis Corneliae poena dam natur».

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Tercero.— El de los números 1.°, 5.° y 8.°.Su inclusión como falsedades num erarias se debe a un

defecto de técnica que salta a la vista.El contrahacer o fingir letra, form a o rúbrica no es un

caso de falsedad, es un procedimiento de falsificación que se puede utilizar para cualquiera de ellas y que, por sí solo, carece de matiz delictivo. Una curiosa duda se plantea a pro­pósito de si comete falsedad quien, al firm ar, desfigura sus grafías para poder negar ,1a autenticidad de la firma, aunque hoy la «personalidad caligráfica» es indeleble.

La alteración de las fechas también huelga, pues si al elaborarse el documento se consigna en él una fecha inactual se falta a la verdad en la narración de los hechos, y si se sustituye la fecha ya estam pada por otra arb itraria , perpé­trase una alteración m aterial que varía el sentido.

Y el intercalar cualquier escritura en un protocolo, regis­tro o libro oficial, no es un caso de falsificación, sino de uso de documento falso, pues: se sobreentiende que la escritura que se intercala ha de ser una escritura falsificada, ya que en otro caso sólo habría , cuando más, una falta reglam entaria.

Realmente el número 9.° también sobra, pues, por de­finición, quien inventa un documento supone inexactamente que en él y autorizándole interviene un ausente, amén de que la hipótesis delictiva se evade del artículo 302, donde se contempla a un funcionario público en el ejercicio de sus fun­ciones, el único precisam ente que no puede realizar tal de­lito.

Desarrollemos ahora esta doctrina de la falsificación del documento público con aplicación a los emanados de Nota­rio, a los por antonomasia llamados instrumentos públicos.

P ara discrim inar y jerarquizar las responsabilidades de orden penal por las inexactitudes en el instrumento público, es preciso distinguir en la verticalidad de éste siete capas o zonas bien caracterizadas.

La prim era es la de la autenticación notarial, que es pro­piam ente la cubierta de un modo eminente, absoluto, inequí­voco, por la fe pública.

Una segunda zona, complementaria de la anterior y que

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con ella se confunde, es la de la autenticación testifical : los testigos instrumentales son coadyuvantes del Notario.

Tercera. Es la identificación de los comparecientes, ya por el Notario, ya por los testigos de conocimiento.

Cuarta. El juicio sobre la capacidad del otorgante.Quinta. A ella se desplazan todas aquellas personas a

quienes el Notario interpela o escucha en las actas de p re­sencia. Aquí la intervención notarial se reduce al mínimo, y como las manifestaciones de tales personas, requeridas o no, ni ganan ni pierden por el evento de que de ellas quede constancia autorizada, un protocolo de actas de esta clase po­d ría sustituirse por una cinta magnetofónica.

Sexta. Las actas, más bien expedientes, de notoriedad (d i­bujo a calco de la información ad perpetuam de la Ley de Enjuiciam iento civil), que se resuelven en una serie, más o menos numerosa, de actas de presencia, con la adición de un prólogo y un epílogo, consistentes: el prim ero en el reque­rimiento de persona que demuestre interés en el hecho cuya notoriedad se pretende establecer, la certeza de cuál deberá aseverar — dice el Reglamento— so pena de falsedad en documento público, y el epílogo en el juicio del Notario sobre la notoriedad pretendida (que es bien poco, por no decir que no es nada), pasando por alto la im propiedad de llam ar hecho notorio al que, por no serlo, se le prepara prueba, y noto­riedad a la prueba de ese hecho, con olvido de la máxima manifesta non egent probatione

Séptima. Es la zona polémica del instrumento público. Constituye el núcleo y razón vital de las escrituras. Los otor­gantes hacen uso de la palabra.

a) La autenticación notarial

Como el Notario, según el artículo 10 de su Ley O rgáni­ca, es el funcionario público autorizado para dar fe, confor­me a las leyes, de los contratos y demás actos extrajudiciales (que no sean propios de los poderes públicos, añadía el in­olvidable T o r r e s A g u il a r ) y como el artículo 302 del Có­

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digo castiga al funcionario público que, abusando de su ofi­cio, cometiere falsedad, es indudable que en este aspecto del instrumento cualquier desliz lleva al Notario al banquillo. El sismógrafo penal registra en milésimas de m ilím etro las des­viaciones más imperceptibles de la sinceridad notarial, ver­dadero polo magnético del instrumento.

El único problem a im portante es el de si el Notario, que* por supuesto, es responsable plenamente por dolo, lo será tam bién por culpa.

La cuestión de si el delito de falsificación puede come­terse por im prudencia es espinoso. Si nos atuviéramos al nudo texto del Código penal, tal como quería conservar su Code civil N a p o l e ó n , los sufragios de los penalistas im pondrían una respuesta negativa, pero completado como es forzoso por la jurisprudencia o doctrina legal de un siglo, estaría al bor­de, de la prevaricación el Tribunal que dictase un fallo ab­solutorio.

Ante todo, falsedad o im prudencia, ¿son conceptos compatibles o repelentes? Aludo a la falsedad ideológica ; la la m aterial requiere evidentemente una estudiada arteria.

Recordemos algunas ideas básicas de la teoría general del Derecho penal.

¿Qué es im prudencia? La im prudencia es aquella forma de culpabilidad en la que se conjugan estos dos elementos: ausencia de representación en el sujeto del m al jurídico que produce y deber de haberlo evitado. Empleo la palabra re­presentación, que no es exactamente previsión, para no p re­juzgar el problem a de si la llam ada culpa con previsión es realm ente im prudencia (la tem eraria de nuestra dicotomía) o asciende al territorio del dolo eventual, esa oscura zona cre­puscular que, para mí al menos, nadie ha ilum inado hasta ahora.

La im prudencia supone siem pre una omisión ; por eso de los delitos culposos se ha dicho por Sá n c h e z T e j e r i n a que son delitos de «omisión espiritual». Es im prudente quien, elu­diendo actual o pretéritam ente una atención (esfuerzo mental) o una abnegación (esfuerzo emocional), se inhibe a favor del devenir, y en esa inhibición radica la voluntariedad que poten-

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eia el acto, voluntariedad que es indispensable para que haya infracción punible.

Son delitos o faltas — dice el Código— las acciones y omisiones voluntarias penadas por la ley. Estudiando el príncipe de nuestros penalistas, D orado M o n t e r o , la psi­cología crim inal en nuestro Derecho legislado, descubrió tres form as legales de voluntariedad. E l prim er grado consiste en la voluntad del acto o de la omisión, con independencia de sus resultados exteriores. El segundo consiste en realizar­la acción o la omisión para que se produjese precisam ente las consecuencias que produjo. Y aún hay un tercer grado cuan­do el agente va más allá que el resultado de la acción.

La voluntad m ínim a o de prim er grado es compatible con la im prudencia, tanto la genérica del artículo 565 como las específicas disem inadas por todo el libro II. La de se­gundo grado equivale al dolo, la intención maliciosa de la discutida presunción con que empieza el Código. La de tercer grado o calificada, que exige un propósito especial en el agente, es la de aquellos delitos que no pueden cometerse por im prudencia, por la compleja estructura de su tipo. E l nú­cleo del tipo penal está constituido por «estados y procesos externos susceptibles de ser determ inados espacial y tem po­ralm ente, perceptibles por los sentidos y que han de ser apreciados por el juez m ediante la simple actividad de cono­cimiento» ( M e z g e r ), pero a veces el Legislador incluye ele­mentos subjetivos, o sea «estados y procesos anímicos del agente que el juez ha de constatar como característica del in­justo punible».

Supuesta esta moción prim aria, la falsedad documental ¿será delito caracterizado por algún elemento típico subjeti­vo? E l estado de la discusión es el siguiente :

a) Una corriente doctrinal admite, aún en los documen­tos públicos (en los privados no hay cuestión) inexactitudes banales cuando la im itatio veritatis no está anim ada por el animus nocendi, productor de lesión o, al menos, de peligro.

b) Otra, por el contrario, afirm a que toda inexactitud, aún la debida a descuido, es punible porque las alteraciones qu iro frafiarias en cualesquiera hipótesis desprestigian la fe

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pública, relajan las form alidades oficiales y vician la pure­za de los procedimientos.

La prim era tiene un firm e apoyo histórico. Citaremos so­lamente tres precedentes: 1) el texto que antes evocaba del Digesto, donde se exige expresamente la m alicia ( cujusve dolo malo id factum erit)-, 2) la Constitución de León el F i­lósofo, inserta en la Novela 115, que castigaba «los ardides de las tabeliones» ; 3) el Código de Partidas, que pena la falsedad «en cual m anera quier a sabiendas», aunque es du­doso que en la práctica no se castigase a los escribanos des­cuidados.

La segunda, sin embargo, es la que ha prevalecido de modo tajante, siquiera se registre alguna infiltración de la prim era más bien a guisa de epiqueya en la jurisprudencia.

Consecuencia de todo esto es que el concepto de «falsedad por imprudencia» o, dicho en términos legales (puesto que la culpa en nuestro Derecho no es un modo general de delin­quir, sino un delito específico), «imprudencia productora de falsedad», no repugna, pero vemos dos razones que a su tiempo pudieron haber repudiado este specimen delictivo.

1.a El Código castiga al funcionario público que, abu­sando de su oficio, cometiere falsedad, etc.

Todo delito se expresa por el pretérito imperfecto de sub­juntivo de algún verbo transitivo cuyo complemento directo constituye la acción u omisión que, en concurrencia con los demás requisitos sustantivos (antijuricidad, culpabilidad y punibilidad), integrará el supuesto de hecho que ha de sub- sumirse en la norma. Mas he aquí que el delito de falsifica­ción se describe mediante dos verbos : el verbo cometer, que se abre en abanico a los nueve casos del artículo 302, y con carácter adverbial al verbo abusar, por lo que si delinque el funcionario que, abusando de su oficio, cometiere falsedad, a sensu contrario no delinquirá el que cometa falsedad sin abusar de su oficio. (No hay que olvidar que, como decía P a c h e c o , comentarista de mayor excepción del Código, fa l­sedad es una voz neutra y ajena al lenguaje jurídico, cuyos conceptos, por tanto, no vienen predeterm inados en ella).

El más prim ario de los métodos interpretativos impone

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la siguiente regla : cuando se lee en un texto una locución incidental, lo suficientemente vaga para que se le pueda a tri­buir varios sentidos y es superfluo uno de ellos, hay que a tribu ir al inciso un significado m odificativo de la oración y apropiado para que produzca efecto. La opinión dominante, y triunfante, es que la Ley se ha lim itado a este pleonasmo : el funcionario público que falsea el contenido de un docu­mento usa m al de su oficio, pas de clero, como dicen los franceses, que aún como fórm ula gram atical a rgü iría inco­rrección porque el verbo abusar está en gerundio y sabido es que el gerundio connota una acción previa, o cuando más si­m ultánea a la expresada por el verbo principal, nunca un resultado, cualidad o efectos suyos.

2.a Falsedad es lo contrario de verdad. Es falsario quien cambia la verdad. Pero ¿qué es la verdad? Las acepciones- de esta palabra son tres: una ontològica, otra lógica y una tercera ética.

V erdad ontològica o m etafísica en su acepción form al es «la realidad objetiva de las cosas en cuanto éstas por medio de su esencia corresponden a la idea típ ica de las mismas, pre-existente ab aeterno en el entendimiento divino» (Card. Fr. C e f e r i n o G o n z á l e z ) , y en su acepción causal «la capa­cidad de m anifestación de un ser tal cual es a la inteligencia» ( C o l l i n ) .

En la verdad lógica, que suele llam arse también verdad subjetiva o in cognoscendo, se presupone la inteligibilidad de una cosa y su presencia ante un entendimiento cognoscente, y consiste en la conform idad entre el ser y e l,ju ic io . Así, si la verdad ontològica es adequatio rei ad mentem, la verdad lógica es adequatio mentis ad rem.

Esta acepción es la que interesa a l jurista en cuanto filósofo, pero no al penalista, pues, por ser la crim inología el sector donde el Derecho y la M oral establecen contacto con absoluto olvido de sus diferencias, una adecuada orienta­ción metodológica conduce a la acepción ética de los con­ceptos multívicos.

Eticamente la verdad es la conform idad entre un estado aním ico y su exteriorización. La falsedad será, pues, locutio'

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contra mentem. Es decir, que una alteración, una reticencia, un engaño implican por definición m ala fe.

Ya los escritores latinos siempre que empleaban el verbo fallere presuponían una intención en el fallens, nombre dado por C ic e r ó n al sujeto del falsum , aunque Su e t o n io reserva para él el de falsarius, y otros le aplican el de falsus. EnM a rco T u l io se lee fa llere fidem (fa lta r a la fe), fallere re­tia (escapar a las redes), así como fallere mandata (no eje­cutar las órdenes) en otros, etc.

La inexactitud de buena fe sería el error, y cuando sealude a las falsedades no pueden sentirse aludidos los erro­res ; falsedad no es equivocarse, ha dicho en esta misma tr i­buna el penalista A n t ó n O n e c a ; los erorres pueden sin gé­nero alguno de duda com portar responsabilidad, pero una responsabilidad que pudiera llam arse retrospectiva, porque el juicio de culpabilidad se retro trae a cuando el sujeto es­taba en condiciones de haberlos disipado con una correcta diligencia.

b) Los testigos instrumentales

La responsabilidad de los testigos por las inexactitudes que contenga la escritura o el testamento es función del papel que en la economía instrum ental se les asigne.

Si se estimase que son representantes del pueblo ante quienes se promulga la ley privada que elaboran las partes y sanciona el Notario, como se dice fueron simbólicamente los antiguos testigos romanos ( clasici testis), habida cuenta de las categorías catalogadas en el censo por S e r v io T u l i o , su actitud pasiva les aleja de toda responsabilidad específica.

Si se les convoca para preconstruir una prueba adicional, todo dependerá de la actitud que adopten en el posible pleito cuándo el contrato coram testibus se discuta.

Pero si se les considera como lo que realmente son, even­tuales depositarios de la fe pública, ¿quién duda que al es­tam par su firm a se solidarizan con lo que el Notario auten­tica? El texto bizantino que acabo de citar, después de su-

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jetar a pena el tabelión falsario, añadía : «como tam biénlos que le hayan servido de testigos». Seguirán, pues, la suerte del Notario en el juicio oral, aunque no en la eje­cutoria, porque al no ser el testigo funcionario público, se sustituye para él por presidio menor la pena de presidio mayor, que es la que ha reem plazado a la pérdida de la mano con que las Partidas sancionaban al Escribano que «fi- ziese falsedad» (siendo de concejo o de reinos, que si era de la corte y falsificare carta o privilegio del Rey debía m orir por ello).

Hay, sin embargo, una diferencia entre la responsabilidad del Notario y la de los testigos instrumentales. La responsabi­lidad por dolo es exigible a todos, pero de la im prudencia parece que no deben responder los testigos. Esto se . debe, más que a que falten los requisitos del delito, a que la práctica no puede ofrecer los supuestos necesarios para ap li­car el artículo 565 del Código.

Centrada hace un momento la responsabilidad por im pru­dencia en una inhibición recusable por parte del agente, ve­mos que el testigo im prudente no adopta una postura rad ical­mente inhibitoria ; se confía no al azar, sino al Notario, y si al desinteresarse de su momentánea y desvaída función co­mete, en efecto, im prudencia, porque no se le llam a para ser figura decorativa, es una im prudencia simple, una mera negligencia que, por no acom pañarla infracción casuística del Reglamento, cuyo solo destinatario es el Notario, no constituye delito. El Estado no concede carismas a sus fun­cionarios ni les comunica la infalib ilidad y la im pecabilidad, que él tampoco tiene, pero sí afianza m oralmente su compe­tencia y su probidad ; pero eso no es tem erario que el ánimo de uno descanse en ellos. Es razonable exigir a los testigos que no toleren un chanchullo (para eso están), pero no con­vertir a Juan del Pueblo en censor, y censor responsable, de profesionales que tienen fam a de ser de los más avisados de la intelectualidad oficial.

Esa intervención de testigos-asistentes, si al parecer ro ­bustece la fe al convertir al Notario en T ribunal, viene a afectarla peligrosam ente, porque si en discusión judicial del

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instrumento coincide su testimonio con el del fedatario nada añaden a la fuerza originaria del signo notarial, y en cambio, en caso de disparidad, se crea una situación d ifíc il: entonces se desintegra lo que por naturaleza es indivisible, el velo del templo se rasga y la tierra falta bajo los pies.

El problem a es de tal dram atismo, que mereció hace años una solución drástica por parte del Supremo ; lo que no se puede desatar se corta ; y el corte salvó la vida al Notariado.

En el pleito que dió origen a la sentencia de la Sala prim era, fecha 27 de diciembre de 1927, se-discutía la vab- dez de un testamento atacado por falso, y en corroboración de esta impugnación depusieron los testigos intervinientes, lo que naturalm ente colocó en difícil postura al Notario, desam­parado por sus colaboradores en la dación de la fe. El Su­premo sienta la notable doctrina de que en caso de pugna entre la fe notarial y la testifical, necesariamente ha de pre­valecer la prim era, y la abona con razones entre las que se en­cuentra la de que «así lo requiere la seriedad y el presti­gio de la fe notarial, en cuyo favor lo resolvió la ley 115 del título XV III de la Partida 3.a».

La doctrina del Alto T ribunal, que es una versión lite­ral e incondicionada del lema «nihil prius fide», tiene estas dos interesantísim as particularidades :

a) En el robustecimiento de la fe notarial va más allá que la Ley de Partidas, pues su afirmación de que ha de triun­far sobre la de los testigos es incondicional, en tanto que el Rey Sabio adoptaba un criterio variable : de preferencia para el escribano, si era «orne de buena fam a», y de los testigos si ocurría lo contrario y, en cambio, lo eran los últimos. ¡Di­chosa edad y pleitos dichosos aquellos en que la fam a de un hombre era criterio para conocer sus cualidades!

b) Es insólito que el Supremo en los asuntos donde se alega error en la apreciación de la prueba form ule una decla­ración tan explícita, próxim a a la definición, acerca del valor abstracto de uno de los elementos probatorios, pues la tónica de la jurisprudenia dijérase que viene siendo descomponer la función jurisdiccional en el clásico silogismo de la prim era figura, en el que el término medio, funcionando como predi-

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•cado en la prem isa menor, después de haber ocupado en la m ayor o normativa el lugar del sujeto, en función de simple hipótesis, toma cuerpo y vida en la conclusión o fallo que, al cerrar el trinomio, completa el ciclo de la producción del de­recho; y, de las dos prem isas, reserva la segunda al Tribunal a quo, fiel a la idea de que siendo la casación en su concep­ción ideológica y en su proyección histórica un nuevo estudio juríd ico del caso, un litigio no entre las partes, sino entre la ejecutoria y la ley, toda am pliación a un nuevo examen lógico de los hechos, la. desnaturalizaría al aproxim arla a una nr~va instancia, y por eso nuestro prim er Tribunal, siguiendo el ejem ­plo francés, reduce considerablemente el área de aplicación del recurso con la tan discutida inviolabilidad que concede a la apreciación global o de conjunto de las pruebas, verdadero tabú de la cuestión de hecho, por lo que bien puede afirmarse que más se casan las sentencias por inhábiles que por injustas.

c) Identificación de los otorgantes

Cuando hace cuarenta años el Colegio N otarial de Valen­cia abordó valientemente la vexata questio de la fe de cono­cimiento, vidrioso punto que polarizaron dentro de la comu­nidad notarial, en opuesto sentido, F e r n a n d e z C a sa d o para quien es «la rueda catalina de la autenticidad», y M o n a s t e r io que «por su carácter espiritual y subjetivo» la desplazaba lege ferenda del «campo donde actúa el Notariado», y aprobó la ponencia de S a n c h o T e l l o , que proponía una trip le restric­ción (de su alcance, efectos y garan tías: de su alcance lim i­tándola a expresar el fenómeno de un convencimiento perso­nal de igual rango que las afirmaciones o juicios de capaci­dad, de sus efectos, al degradar la aseveración notarial a una simple presunción juris tantum, y de sus garantías, a l liberar al Notario equivocado de responsabilidad crim inal), se con­virtió en portavoz de una opinión, más bien clamor, fundam en­talmente justo, pero fué más allá de lo conveniente, como lo de­m uestra la Ley de 18 de diciembre de 1946. A partir de esta fecha el sismógrafo que antes contemplábamos tiene des­

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puntada una aguja, la destinada a m arcar las imprudencias en la fe de conocimiento, que ya no se registran en el d ia­gram a penal, pero esta exención de responsabilidad no se ha obtenido a expensas del deber notarial de constatar la iden­tidad de los otorgantes, deber cuya relajación reconozcamos sinceram ente que, al desvalorar el instrumento, desprestigia­r ía la institución y m ultip licaría los pleitos, sino en virtud de un mecanismo que la política penal pone en manos del Le­gislador para el benigno saneamiento de aquellas conductas que, respondiendo form alm ente a ciertos módulos delictuales, no son, sin embargo, portadoras de peligrosidad social ; ha creado, sencillamente, una excusa absolutoria que, claro está, deja intacta la antijuricidad del hecho. Y en verdad que sub­sistentes las responsabilidades disciplinaria y civil, el nom­bre profesional y el patrim onio del Notario son buen acicate para su diligencia y buen seguro para sus clientes.

Con todo, sería más congruente con este criterio de equi­tativa im punidad a rb itra r otra fórm ula en la dación de fe. A partir de la Pragm ática de Alcalá, inserta en la Novísima, que hasta cierto punto modificó el Fuero Real y las Partidas, no es bastante para la validez de la escritura que el Notario afirme la personalidad del otorgante ; es necesario que afirme que le conoce; pero cuando el compareciente no es quien dice el Notario, es evidente que, cualesquiera que hubiesen sido su celo, sus investigaciones y su deseo de acertar, conocerle no le conocía, por lo que narró a sabiendas un hecho falso, por­que los fenómenos de conciencia son también hechos. Por eso las sentencias dictadas hasta el 18 de diciembre de 1946, de ser errores técnicos— como algunos censores pretenden— serían errores piadosos.

La Ley especial exime de responsabilidad culposa al No­tario, pero ¿quid de los testigos de conocimiento? La cuestión la tengo por dudosa, pero no es aplicable el aforismo de juris­prudencia universal «in dubio pro reo», porque esta duda es la duda de hecho; la duda de derecho hay que resolverla cum­plidam ente en la esfera de la hermeneusis, pues en derecho, como en m oral, no es lícito obrar con conciencia dudosa.

En principio, y por razones en cuya exposición y defensaANALES.— 9

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lio puedo detenerme, creo que los testigos no están favorecidos por el privilegio de que estoy tratando.

d) EL juicio de capacidad

El Código civil, en su artículo 685, dice que el N otario y los testigos procurarán asegurarse de que, a su juicio, tiene el testador la capacidad legal necesaria para testar.

En las escrituras, aunque no hay precepto legal que im­ponga análogo deber, reglam entariam ente ha de contener la comparecencia la afirmación, a juicio del Notario, y no apo­yada en el solo dicho de los otorgantes, de que éstos tienen la capacidad legal o civil necesaria para otorgar el acto o con- trato a que la escritura se refiera.

Al Notario se le confiere, pues, una misión im portante, que comparte con los testigos en los testamentos, la de apreciar la capacidad de los otorgantes, concepto cuyos componentes son la capacidad natural, o estado m ental perfecto, la facultas agendi, en la term inología de S á n c h e z R o m á n , o posibilidad general de realizar actos con eficacia juríd ica , y la disponibi­lidad sobre el objeto del negocio escriturado, a los que hay que agregar el complejo de requisitos de la representación, en su caso.

Mas estos tres últimos aspectos de la capacidad, como de­rivación de datos puram ente jurídicos, pueden desplazarse de este epígrafe, en el que sólo tendrá cabida el problem a de la capacidad puram ente natural o biológica.

¿Cuál es, en el orden penal, el efecto de una inexactitud en la afirmación de esta capacidad? Sencillamente, el reflejo del efecto que la afirmación produzca en el orden civil.

Civilmente, si la capacidad es indispensable para la vali­dez del negocio, la afirmación de capacidad no produce efec­to material alguno, aunque como requisito form al que es, su omisión daría lugar a una corrección disciplinaria del Nota­rio. Y no produce efecto material porqué si siquiera crea la presunción, qué acompaña a todo instrumento, de que el otor­gante' es, comò én él se dice, capáz, pues la presunción está

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ya creada por la Naturaleza, en la que la anorm alidad p sí­quica es evento excepcional necesitado de prueba. Es, pues, una afirmación totalmente irrelevante y, por tanto, irrespon­sable. Si un matemático nos demostrase que A + B-t-C es igual a A + C, fácilm ente deduciríam os que B es igual a cero. De­mostrado en Derecho que el instrumento sin afirm ación de ca­pacidad tiene el mismo valor que el instrumento con tal afir­mación, la consecuencia es obvia : el juicio de capacidad es tan inane como el título de caballero de la conocida anécdo­ta italiana.

Empero, los casos-límite falsearán el instrumento, no por la magnitud del fenómeno, por un quantum, sino por algo cua­litativo, porque entonces ya más que un juicio inexacto del Notario, lo que sucedería es que se n a rra ría un hecho falso atribuyendo a los otorgantes manifestaciones que no hicieron. En efecto, un oligofrenico de tercer grado, con los estigmas degenerativos patentes, un paranoico en plena explosión de su sistema delirante, un epiléptico en el aura del ataque co­rniciai, un alcohólico en el um bral del delirium tremens, un ciclotímico debatiéndose en el maremagnum de sus alucina­ciones, fobias, dudas e ideas parásitas, p. ej., no manifiestan nada cuando hablan ; su conversación es puro automatismo que ningún interlocutor, ni aún el más profano, puede valo­rar como declaración de voluntad.

Mas no es sólo el Notario, y en los testamentos los testi­gos, quienes califican la capacidad del otorgante. Puede ha­ber una intervención peric ia l: la de los médicos.

Negada, como es lógico la testamentificación activa al que habitual o accidentalmente no se hallare en su cabal ju i­cio, puede testar, sin embargo, el demente, incapacitado o no, en un intervalo lúcido (este tan discutido «día esplendente entre dos noches tenebrosas», en frase de d ’AGUESSAu), siem­pre que la lucidez del momento sea dictam inada por los dos facultativos a que se refiere el articuló 665, precepto que exagera la función pericial porque exige que los intervinien- tes respondan de la capacidad del testador, y esto es extraño a la jurisdicción médica. Podría citar testimonios múltiples de psiquiatras a quienes enoja el aprem io a que se ven someti­

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dos para resolver cuestiones que son de psicología ju ríd ica y no de su especialidad, pero me lim itaré a recordar unas pa­labras del Dr. G r a s s e t , tan conocido por sus estudios y su práctica en la m ateria. cEl médico (decía el eminente publi­cista francés) 110 debe ocuparse más que del sistema nervioso, que es el instrumento indispensable, así para el espiritualista como para el m aterialista, por no ser competente sino para juzgar el estado m aterial de este instrumento». Por eso, y aun­que en la práctica sea muy d ifícil determ inar dónde acaba la neurología y empieza la psicología, los térm inos capacidad en lo civil e im putabilidad en lo penal jam ás saldrán de labios de un médico prudente: son complejas síntesis que superan las posibilidades del análisis fi'enopático.

Y surge la cuestión de la responsabilidad crim inal del fa ­cultativo que, frente a un incapaz, emite un dictamen fa ­vorable.

Exceptuando el caso extremo, antes mencionado, en que habría coautoría entre el Notario y los médicos, y con exclu­sión tam bién de los de apreciación errónea (el judicium d if­fic ile , de H i p ó c r a t e s ) , tan frecuentes en una m ateria envuel­ta por la más densa oscuridad (por lo que se ha podido decir que en Psiquiatría se adivina más que se diagnostica), el m é­dico que a sabiendas afirma la capacidad de un incapaz, será reo de un delito de falsedad, pero no de falsedad de documen­tos, sino de falsedad de certificado. E l dictamen psiquiátrico se ría , en efecto, un certificado inserto en el instrumento y constitutivo de cuerpo de delito tal como si estuviera desglo­sado de él. Es chocante que en esta m ateria sea responsable e l Notario y no lo sea el médico. Es cuestión de tipicidad.

g) Las declaraciones de los otorgantes

Enlazando el número cuarto del artículo 302 (fa lta r a la verdad en la narración de los hechos), con el siguiente a r ­tículo (e l particu lar que cometiere en documento público u

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oficial alguna de las falsedades designadas en el artículo an­terior), surge la pregunta de si delinquirá el otorgante con­victo de m endacidad.

La conmunis opinio contesta afirm ativam ente. Séame l í ­cito, sin embargo, form ular un voto particular ( ¡ fuera del ejercicio de mis funciones!) para exponer una firme y antigua convicción m ía. La escritura en que faltan a la verdad los otorgantes no es portadora de falsedad, aunque sí de reserva mental o de simulación.

Ya B a l d o , en su comentario al título Plus valere del Co­dex, recoge esta antítesis, que F e r r a r a remonta a una res­puesta de P a u l o ; y F a r i n a c c i o insiste en distinguir el ins­trumentum falsum , en el que removentur verba et mens con­trahentium, del simulatus, en el que removentur mens sed non verba, sin que sea ocioso recordar que los postglosadores en­globaban la reserva mental en la simulación, diferenciadas con toda precisión por la técnica moderna.

Lo que enturbia esta m ateria es el no distinguir en un documento varias narraciones coexistentes, una en prim er p la­no—da propiam ente documental— que le acompaña siem pre, y— en el subsuelo documental— la narración o narraciones que eventualmente pueden recorgerse por el autorizante.

Si un amigo nuestro, aficionado el arte daguerriano, nos muestra un álbum de fotografías obtenidas por él durante un crucero por los fiords bátlicos, en una de las cuales aparece un yate al chocar con un iceberg, no podemos dudar de la realidad de la catástrofe sin inferirle una ofensa, pero si se cuida de advertirnos que él se ha lim itado a fotografiar una fotografía, ¿nos llamaremos a engaño y le recrim inarem os sí luego resulta que el impresionante cuadro era una composi­ción escenográfica? La palabra de nuestro amigo, por no ha­bernos garantizado nada, nada padece al descubrirse la burla .

La posible crim inalidad insita en las narraciones de se­gundo grado, narraciones narradas, es de otra clase y habrá de buscarse, cuando exista, en distintas rúbricas del Código.

Y es que el Legislador vió con acuidad lo que la inter­pretación parece haber ignorado: que la fe pública (bien ju­rídico protegido en las falsedades), sólo puede ser atacada

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en aquello que a su vez protege, y porque las afirmaciones, aún siendo ciertas, de cualquiera no autorizante no gozan de credibilidad por razón de aquella fe, cuando son inexactas no contaminan el documento.

Abramos el Código civil. Su artículo 1.218 es una de las tres paredes m aestras, m ejor fachadas, a que aludía NÚñ e z L a gos en la conferencia que pronunció en esta Academia so­bre el valor jurídico del instrumento público, la fachada p rin ­cipal del gran edificio a cuya reconstrucción él, a larife envi­diable del estilo y de la dogmática, tanto ha contribuido. Una fachada tributaria de dos estilos.

La arqueología ofrece a veces estos contrastes. La catedral de Avila, por ejemplo, es la grandiosa resultante de dos me­dias catedrales: m edia catedral rom ánica y media catedral gótica. En el presbiterio, en la doble giróla absidal y en los arcos y capiteles de su penum bra ha dejado su huella peni­tencial el románico decadente ; en la parte inferior, en cam­bio, campea el más airoso estilo gótico.

E l prim er apartado del artículo 1.218 («los documentos públicos hacen prueba, aun contra tercero, del hecho que mo­tiva su otorgamiento y de la fecha de éste») es, especificado por el 1.217 («los documentos en que intervenga Notario pú ­blico se regirán por la legislación notarial»), el magnífico fron­tis del Notariado. En él aparece inscrito aquel principio ele­gantemente form ulado por D o u m o l in : a\cta probant se ipsa ; el apartado segundo es a la construcción instrum enal lo que el peristilo a los templos griegos, lugar ajeno a la protección de los dioses.

Su agrupación no puede ser más arb itraria . Si uno de ellos está bien instalado en el Código civil, aunque mejor lo esta­ría en una parte general que tanto se echa de menos, el otro, el prim ero, debería desplazarse a la Ley de Enjuiciam iento. Son dos estatutos de enorme potencialidad, pero de diferente filiación.

El apartado prim ero es una regla de Derecho justicial m a­terial, si se nos adm ite el germanismo.

El apartado segundo lo es de Derecho sustantivo.Que los documentos hacen prueba, aun contra tercero, del

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hecho que motiva su otorgamiento y de la fecha de éste, es una afirmación valiente, y aunque el enjuiciamiento la pone al abrigo de un soberbio torreón, el recurso de casación por infracción de ley cuando en la apreciación de las pruebas se haya incurrido en error de derecho o en error de hecho, siem­pre que este último resulte de documentos o actos auténticos que- demuestren la equivocación evidente del juzgador, la ju­risprudencia se ha encargado de echar mucha agua al vino.

Acaso la principal causa de la desvaloración práctica de este precepto sea su generalidad. En este punto, probablem en­te, se ha retrocedido casi un cuadrante en relación con nues­tro Derecho histórico. Cuesta trabajo creer que en la vigencia de las Partidas merecieron la misma fe en juicio los escribanos y los alcaldes pedáneos o los cuadrilleros de la Santa H erm an­dad. Hoy, el artículo 1.216 del Código coloca en la misma línea de credibilidad a todos los «empleados públicos».

El hecho que motiva el otorgamiento de un instrumento es, como dice el Reglamento, la «manifestación exacta de los que el Notario ve, oye o percibe por sus sentidos», por lo que también pertenecen, en cierto aspecto, a este hemisferio las «declaraciones» incluidas en el apartado segundo emanadas de los contratantes que sólo prueban contra ellos y sus causa- habientes.

En tales declaraciones, en efecto, hay que distinguir su existencia y su contenido.

La existencia de la declaración, en su construcción gram a­tical y en su sentido literario , es un fenómeno que se incorpo­ra al hecho del otorgamiento y que sine tergiversatione nadie puede desconocer.

Es su contenido, lo m oral del contrato, en curiosa frase de G a r c í a G o y e n a , tercera dimensión del corpus instrumentalis, lo que el Legislador ha entregado a las disputas de los liti­gantes.

Estas declaraciones, en su contenido, por caer dentro del «cono de sombra» del instrumento, carecen de significado tes­timonial, que es lo que convierte un simple escrito en docu­mento, al menos en sentido jurídico-penal.

En sus Comentarios al Código de 1850 dió P a c h e c o la

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siguiente definición de documento, al glosar el artículo 226,, que sustancialmente fue reproducido en el 314 del Código del 70, en el 307 del Código del 32 y en el 302 del vigente: «Do­cumento— decía el que fue ilustre Fiscal del Supremo— es todo lo que da o justifica un derecho, todo lo que asegura una ac­ción, todo lo que prueba aquello en que tiene interés una per­sona», concepto que condensa toda la solera filológica del vo­cablo, y que a los noventa y tres años cuenta con el sufragio de todos los penalistas.

Etimológicamente, documento (de doceo, verbo compuesto del prefijo do y del indicativo scio, literalm ente «dar ciencia»), si en ocasiones era doctrina y enseñanza, y aun arte práctica ( docere fabulam , dirig ir una comedia, doctus m ilitiam , doctus litteras, el versado en cuestiones de guerra y el cultivador de la literatura), y éste es el sentido que tiene, por ejemplo, en C e r v a n t e s al llam ar documentos a los consejos o instruc­ciones que dió Don Quijote a Sancho cuando el Duque de Vi- llaherm osa tuvo la hum orada de nom brarle gobernador de la B arataría, más generalm ente suele equivaler en los hablistas del Lacio a prueba o testimonio, y así se lee en T i t o L iv io documentum sui dare, dar pruebas de s í ; en T á c i t o docu­menta patientia dedimus, hemos dado prueba de sufrimiento, y en P l a u t o documentum alliis esse, que debemos traducir por servir de ejemplo a los demás.

Y los tratadistas del día exigen algún valor probatorio en un escrito para otorgarle consideración documental. Así en­tre nosotros Cu e l l o Ca l ó n , para quien es documento el es­crito destinado a probar hechos de los que se originan conse­cuencias jurídicas.

Es decir, que no es documento lo que carece de destino probatorio. Y tales declaraciones, ya afirmen, aseveren, deci­dan o enuncien, no responden al concepto elem ental que de la prueba se tiene desde B e n t h a m : probatio est demonstratio­nis veritas.

Cierto que, según el texto literal del precepto, las decla­raciones de los contratantes hacen prueba contra los contra­tantes y sus causahabientes, pero esto es una frase desafortu­nada o em pleada tropològicamente para crear un ficción dig­

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na de figurar en los brillantes repertorios de B o n i l l a S a n M a r t í n y de P é r e z S e r r a n o . Esas declaraciones nada prue­ban ( ¡ absurda prueba sería esa, sólo convincente para una persona o una estirpe de personas!), es que las exigencias de la seguridad del tráfico perm iten a su receptor invocarlas con­tra quien las emite. Ocurre con ellas algo semejante al fenó­meno de la confesión, que en fuerza de ser prueba robusta (probatio probatissima, m axim a omnia probationem ), deja rea l­mente de ser prueba (potior ab onero probandi relevationem quam probationem ) para aproxim arse al compromiso ( jusju­randum species transactionis continet). Más que fuente infor­mativa, la declaración es m anantial de obligaciones, más o menos flùido y caudaloso según la sinceridad del que decla­ra, la legitim idad de lo que se declara y la buena fe de aquel a quien se declara. A esta fuerza vinculante se llega sin rozar siquiera la teoría de la prueba, y mediante la conjunción de dos brocardos de derecho sustancial o m ateria l: el de la auto- responsabilidad por los actos propios ( nec mutare consilium in alterius in ju riam : Digesto. Lib. 50, tit. 17, regia 75 ); y otro que pudiéram os llam ar de la adquisición instrumental', así como en los pleitos «los resultados de las actividades pro­cesales son comunes entre las partes» (C i- i iovenda) , en el ins­trumento la actividad de un otorgante puede ser utilizada por el otro, y con más flexibilidad que en el enjuiciamiento, por no regir rigurosam ente la condición de indivisibilidad que im­ponen los cánones procesales.

A mayor abundamiento, hay un argumento de analogía, incontestable.

Los actos notariales, examinados en paralelism o con los procesales, están al nivel de los llamados actos de documen­tación. La garantía penal de los unos ha de ser sim ilar a la garantía penal de los otros. Pues bien, la inexactitud de los actos procesales sólo deviene falsedad si se trata de m anifes­taciones que ellos form ulan, no cuando y porque lo sean las que recogen.

A diario vemos desfilar, por ejemplo, por los estrados de Juzgados y Audiencias, en interdictos, en desahucios, en ju i­cios orales, testigos que niegan la luz del m ediodía. A nadie

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se le ocurre pensar que el delito que cometen sea el de fa l­sificación de documentos públicos. H abrá una declaración fa l­sa, pero no un documento falso, porque el actuario da fe de una cosa cierta, de que el impostor afirma lo que, en efecto, expone'. Ahí acaba el documento: ¿qué hay de ilegítimo en su estructura? El testigo en este ejemplo es sujeto del acto procesal subyacente, pero en la documentación de ese acto ya es término objetivo de la narración que está a cargo del fe- dante. E l acto, procesalmente vicioso, tiene una envoltura do­cum ental irreprochable.

Esta dualidad, más bien escisión, es la razón de que el contenido de un instrumento, como «ciudad abierta», pueda desvirtuarse m ediante cualquiera de las acciones civiles en­cam inadas a la nulidad, en tanto que la estructura del instru­mento es ciudadela expugnable sólo por la acción de falsedad. Ambas impugnaciones tienen de común el acarrear para el instrumento la consecuencia que M e r k e l apunta como d ife­rencial de los actos jurídicos ilícitos frente a los actos ju r í­dicos lícitos. Los actos lícitos— dice el profesor de S trasbur­go— persiguen fines conformes a derecho y producen efectos conformes con sus fines ; los actos ilícitos persiguen fines con­trarios a derecho y producen efectos contrarios a sus fines. Mas en seguida viene la bifurcación: ambas degradaciones no son dos especies de un mismo género, sino dos categorías rad ical­mente distintas.

El instrumento público declarado nulo es instrumento aun­que de signo negativo, en referencia al derecho. El instru­mento público declarado falso no es instrumento ; es más, con arreglo al Código, cae en omiso (?)

La nulidad se pronuncia sin mengua para la fe notarial, aunque el prestigio y aun los intereses del autorizante sufran en ocasiones, como consecuencia del poder legitim ador a que antes aludíam os, los efectos de un choque de retroceso. En cambio, cuando queda firme una sentencia de falsedad la f i ­des tabularum se desmorona totalmente.

La falsedad es, como antes vimos, la antítesis de la ver­dad ; la nulidad es la antítesis de la eficacia.

Aquí juega la distinción que en su estudio sobre la lógi-

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<ca del Derecho establece R a d b r u c h entre conceptos ju ríd ica­mente relevantes y conceptos jurídicos auténticos. Los primeros son aquellos que se elaboran fuera del Derecho y los acopia el derecho de otras disciplinas o de otras consideraciones o de otros sectores de la realidad , a diferencia de los segundos, que son de propia elaboración. La verdad y su opuesto, la false­dad, son conceptos jurídicam ente relevantes. La legitim idad y su antagónico, la nulidad, son conceptos jurídicos auténticos.

Esto deriva de su diversa naturaleza categorial. En la cla­sificación aristotélico-escolástica de las categorías, aunque pa­ra este efecto tanto daría aceptar el inventario de K a n t o el de R o s m i n i , o el que form ulase cualquier otro filósofo, la ver­dad c falsedad pertenece a la categoría de existencia o sus­tancia, y la de validez o nulidad a la de relación.

Axiológicamente, se nota igual repercusión diferencial. La prim era, la falsedad, niega un valor intelectual ; la segunda un valor social, absoluto el uno, contingente el otro.

En una parcela de la superficie terrestre, donde por ab­surda hipótesis se produjera el vacío jurídico, no hubiese de­recho y no imperase ningún ordenamiento positivo, la nota de veracidad podría predicarse de cualquier exteriorización de representaciones aním icas, que es el género próximo del instrumento ; en cambio, sería un contrasentido hablar de su legitim idad, que es la última diferencia.

Aún les distingue el efecto que en cuanto a ellas produce la sentencia descalificadora. La cosa juzgada acaba con todas las controversias en torno a si un instrumento es válido o nu­lo ; tendrá validez o no según lo declare el fallo. Pero deja intacto, por ser metaj uri dico, el problem a de si es veraz o es inexacto.

II

Quedó antes apuntada la posibilidad de que los otorgan­tes delincan al otorgar sus actos y contratos ante el Notario. Mas su delito no será por regla general el de falsificación do­cum ental. El instrumento público, en tal caso, es un mecanis­

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mo utilizado por uno, varios o todos ellos para defraudar. Es a m anera de cortina de humo que priva de visibilidad al a ta­que a un patrim onio. Esta degeneración del instrumento públi­co es una octava plaga contra la que el Notario tiene que lu ­char enérgicamente m ediante una delicada policía de la con­tratación que purifique el tráfico jurídico.

La delincuencia contra la propiedad tiene dos m anifesta­ciones fundam entales. Es una la contrectatio rom ana, integra- dada por los grupos que técnicamente se llam an hurto y robo, el que pudiéram os llam ar delito del pobre. Pero hay otra fo r­ma delictual más acorde con la estructura de la actual civi­lización, que, como se ha dicho, arm a al bueno y al malvado es la defraudación, comprensiva de una vastísim a gama de depredaciones, doblemente peligrosas porque sus artífices ope­ran en la línea fronteriza del Derecho penal con el civil, el m ercantil o el adm inistrativo, y ra ra vez caen en las m allas del Código. Otrora el ladrón había de buscar la im punidad ocultándose en la maleza del monte o acogiéndose al derecho de asilo de un monasterio, pero hoy suele encontrar seguro en la inm unidad del protocolo o de una póilza bancaria o de una letra de cambio, o tras los números de una contabilidad bien am añada, o entre los folios de un hábil expediente ; y al puñal y al trabuco, empuñados en selvas, encrucijadas y esquinas, han sustituido la plum a y el teléfono y el teletipo, manejados con facundia y con soltura en la amable penum bra de un despacho acogedor del visitante.

Claro que es imposible desconocer el coeficiente de culpa que tiene la sociedad, tan sobrecargada de m aterialism o que hace actuales las mordaces estrofas de aquel «Ensiemplo» del Arcipreste «De la propiedad que el dinero ha» :

«Mucho fas el dinero, et mucho es de am ar, al torpe fase bueno et orne de prestar.

Sea un orne nescio e rudo labrador ; los dineros le fasen hidalgo e sabidor; quanto más algo tiene, tanto es más de valor; el que non ha dineros, non es de sí sennor.»

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¿Cuándo escribió esta sátira el alcalaíno salaz y cami­nante?

Al homo sapiens del Paraíso, y al homo ludens de Grecia y Roma, y al homo cives de la Revolución, ha sustituido el homo economicus de nuestros días, sin que por desgracia se dibuje en el horizonte la silueta del hombre en equilibrio, el homo faber de la «antropología» orsiana.

Los particulares establecen contacto juríd ico para form ar, discutir o solventar sus relaciones, bien ante el Notario, bien ante el Juez, dando origen en el prim er caso, que es el de biología norm al de los derechos, a los instrumentos constitu­tivos o declarativos de situaciones de derecho subjetivo, y en el segundo a los procesos destinados a comprobar o imponer aquellas situaciones, y siempre que se enfrenten, sea inter vo­lentes, sea invitos, acogiéndose en el prim er caso a la «magis­tratura de la paz» o acudiendo al palenque judicial en el se­gundo, están sujetos a un elem entar deber, el de la sinceridad. Em pero, las infracciones de este deber 110 provocan la misma reacción en el orden contractual y en el área procesal.

El fraude procesal no se castiga penalmente. El litigante que falte a la buena fe puede experim entar consecuencias des­agradables, tales como la pena confessi en ciertos casos de incomparecencia, de silencio o de evasivas, y aun el verse in­curso en culpa aquiliana que le acarreará el pago de las cos­tas, pero nada más ; hasta falta en nuestra Ley un precepto como el de la Ordenanza alem ana (art. 138), que obliga a las partes a hacer sus declaraciones sobre las circunstancias de hecho conforme a la verdad, lex imperfecta, ya que no la acompaña sanción específica, pero al parecer eficaz, porque dada la elevada m oral profesional en el Foro del Reich, los abogados se retraen de refrendar m entiras de sus clientes.

Esta im punidad de conductas que la deontologia forense reprueba, se explica por tres razones :

1.a Porque si el Derecho en general es el m ínim un ético, el Derecho penal es, como dice J im é n e z d e A s É a , el m íni­mum del m ínim un ético, al ser el m ínim um ju ríd ico ; recor­demos lo que decía el Rey Sabio «mentira jurando alguno en

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p le ito ..., non le podemos poner otra pena sino aquella que Dios le quisiereponer».

2 .a Porque siendo el pleito una verdadera lid o lucha, litis fori, no ha de recibir un tratam iento más riguroso que la guerra o lucha arm ada, cuyas leyes perm iten las estrata­gemas no viciadas por la traición, la deslealtad o la perfid ia .

3.a Porque es muy dudoso que el proceso comporte una verdadera relación juríd ica entre las partes; sin llegar al ra ­dicalismo de G o l d s c h m i d t , que desecha por infructuoso el concepto de relación juríd ica procesal, aún aceptando la con­cepción triangular, que hoy es la dominante, siempre resu l­taría que la actividad m aterial de cada parte se encamina a convencer al juez, órgano del Estado, para que dicte una sen­tencia acorde con su pretensión ; y el órgano jurisdiccional ni está obligado a creerlas ni siquiera tiene derecho a ello ; las partes alegan, pero el juez ha de fa llar iuxía alegata et probata y la alegación no es prueba, sino precisam ente el tema de la prueba, thema probandi.

El fraude contractual es muy distinto. En uno de sus «Bo­cetos» recordaba el Notario que fue de M adrid M. G o n z á l e z el fundam entum iustitia est fidos, de C i c e r ó n , aludiendo a la «virtud nacional rom ana», como llam a K o h l e r a la virtud social agraviada por el fraude. Fides bona— dice el Digesto— contraria est fraudi et dolo.

El fraude penal es de delimitación nada fácil.Constituye su núcleo el engaño, pero no se identifica con

él. Es uso— dice C a r r a r a — si no honesto, tolerado, que los contratantes se engañen recíprocam ente ; prácticamente, están adm itidas las llam adas m entiras comerciales, pues nadie cree con ingenuidad lo que le dice otro, doblemente cuando tiene intereses opuestos o no congruentes con los suyos. La Lev — dice el suomo maestro de Pisa— sólo debe proteger a los diligentes ( licet contrahentibus circumvenire). Es la magna calliditas, las asechanzas que hacen claudicar al clásico y p ru ­dente padre de fam ilia, lo que la ley penal toma en cuenta.

Los Códigos ejemplifican, más que definen, la ilicitud pu ­nible en esta borrosa m ateria. El pequeño saurio de colores tornasolados, símbolo de la astucia que los naturalistas ro ­

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manos llam aban stellio, considerado por P l i n i o enemigo del hombre y que para la fantasía literaria era un hombre pro­tervo em brujado por Ceres, sugirió a los jurisconsultos el nom­bre que en los textos se dió a este delito, y que era por cier­to más adecuado que los que en las lenguas romances han sus­tituido al de estelionato.

Este engaño ha de ser determinante de la actuación del engañado. Sólo así (y así siempre) habrá relación de causa a efecto entre la actuación del uno y la del otro, causalidad que no es la que estudian las ciencias de la naturaleza, sino una causalidad sui generis ; de los cuatro tipos de causa que conoce la Ontologia, (eficiente, form al, m aterial y final), esta últim a ( id cuius gratia aliquid f i t ) es la que prohíjan las d is­ciplinas normativas, y ésta es la que aquí interesa, a d ife­rencia de la causa en el orden natural, que es la extraída del prim er tipo (causalidad eficiente: id unde primo profluitmotus).

Un tercer requisito ha de sobreañadirse: la idea de un desequilibrio patrim onial. Esta es una importante diferencia entre el dolo civil y la estafa. Aquél existe aún sin el eventus damni, pues el Código sólo exige que con palabras o m aqui­naciones insidiosas de parte de uno de los contratantes sea inducido al otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hu­biera hecho. La estafa requiere el animus lucrifaciendi, ad­misible aun en el grado imperfecto del conato.

En cambio, la estafa puede existir aunque el contratante y el que acepta la voluntad del otorgante no sean la misma per­sona, lo que no sucede en el orden civil, donde por influjo de la tradición romana subsiste la diferencia de tratam iento entré las impugnaciones de los negocios jurídicos por amenaza o compulsión o por engaño doloso, que escoltaban respectiva­mente en Roma la actio quod metus causa, acción in factum, a rb itraria y personal, siquiera la redacción de la intentio la convertía en in rem scripta, y. la actio doli, de iguales carac­terísticas, más la de infam ante, pero que por ser puramente delictual nò se daba contra terceros.

Claro que en el orden penal tam bién genera responsabili­dad la actuación vis ac metus (delitos contra la libertad y se-

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guridad , cuyo exponente principal es el artículo 496 : «elque sin estar legítim am ente autorizado, im pidiere a otro con violencia hacer lo que la ley no prohibe o le compeliere a ejecutar lo que no quiera, sea justo o injusto»), pero es un delito rarísim o en relación con la contratación notarial. Y lo mismo se diga del robo, del artículo 503.

Además de este fraude, que opera sobre una de las partes, hay otro fraude agresivo para terceros, que puede revestir dos form as: las enajenaciones in fraudum creditorem y los negocios jurídicos simulados.

Estudiadísim os, como tema de Derecho civil, el origen, la naturaleza y las condiciones de ejercicio de la vieja acción pau- liana, hay que advertir que tampoco hay un exacto paralelis­mo entre el Código civil y el penal en este punto.

El prim ero rescinde los contratos del número 3.° del a r­tículo 1.291 cuando concurren estos tres requisitos que, en impecable síntesis, expone la notable sentencia de 14- de enero de 1935 : a) existencia de un crédito en favor del deman­dante ; b) que el acto perjudicial se realice por el deudor con hechos ejecutados en daño de los acreedores, o como dice el conocido fragm ento de U l p i a n o (D. h., t., L. I, párr. 2) gene­ralia sunt et continent in se ... quod cumque fraudis causa factum est... qualqumque fuerit nam late ista verba patent; c) que ocasionen de modo directo la insolvencia del deudor determ inada, no sólo por la im posibilidad de pago completo, sino tam bién por la disminución de posibilidades económicas efectivas para dar satisfacción a la exigibilidad integral del crédito, perdure en el momento de la interpelación judicial e intervenga el fraude, ora solamente por parte del deudor, cuando va presunto en los negocios a título gratuito, ora en concurrencia con el de los terceros cómplices si se trata de contratos onerosos.

El Código penal coincide con el civil en exigir los dos prim eros requisitos, pero difiere esencialmente en el últim o: ni presum e el fraude en todas las adquisiciones de lucro cap­tando, ni en las onerosas exige el consilium fraudis, bien que entonces localiza la responsabilidad en el deudor que se empobrece.

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La nom enclatura del Código penal es un tanto arcaica : llam a a este delito alzamiento de bienes. El lector de su a r­tículo 519 evoca el caso del m ercader que, desbaratando su hacienda, em barcaba sigilosamente en una galera con rumbo a U ltram ar, iglesia de alzados en frase de Cervantes, que fué el prim itivo y propio alzamiento, hasta que por Ley dada en M adrid, a petición de las Cortes de 1528, por don Carlos y doña Juana, se am plió la sanción a los negociantes y cam­biadores que alzaren sus bienes, aunque sus personas no se ausentasen. R ara vez podrá el Notario autorizante de un ins­trumento percatarse de la posible situación de insolvencia en que quede el otorgante.

Así como las enajenaciones in fraudem creditoris son ver­daderas transmisiones, el negocio simulado (seguiremos a F e r r a r a ) , por ser sive corpus sine spiritu, sólo produce falsa apariencia, alterius decipiendi causa. Los simulantes, pues la sim ulación exige b ilateralidad, ya simulen la existencia del negocio (sim ulación absoluta), ya su naturaleza (simulación relativa), ya sus elementos, sean personales (generalmente ocultándose el adquirente en cuyo lugar se pone un presta- nombre) sean reales (el precio, por ejemplo), no siempre in­ciden en el Código penal porque los conceptos simulación penal y simulación civil tampoco coinciden exactamente.

La civil se gobierna, según el profesor italiano, por el conocido aforismo plus valet quod agitur quam quod sim u­late concepitur con recensiones parecidas en los grandes cuer­pos legales. Así, el Digesto ( nuda et imaginaria venditio pro non jacta est), la disciplina eclesiástica ( simulate nuptiae nullius momenti sunt), el Código civil alemán (si una decla­ración de voluntad respecto de otra persona se hace, de acuer­do con ésta, sólo en apariencia, es nula : si bajo un negocio se oculta otro, se aplicarán las normas que rijan respecto del negocio disim ulado: art. 117), y en fin, el Código español, cuyo artículo 1.276, inspirado en el 1.131 del francés, niega todo efecto a los contratos sin causa. De ahí que en la an tí­tesis simulata gesta-veritatis sustantia prevalezca en la juris­prudencia y en la doctrina la voluntad real sobre la voluntad ■declarada, salvo la protección debida a los terceros, en des-

ANALES.— 10

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arrollo del principio que form uló A l b e r i c o «nulli prejudicat dolosa sim ulatio», con posibles raíces en el Derecho romano según algunos pandectistas.

Mas el Derecho penal se desentiende de las simulaciones inocuas, es decir, aquellas que sólo aspiran a ocultar algoa la noticia de los terceros, pero sin lesionar los intereses deninguno. El artículo 532 del Código es term inante: «Incu­rr irá en las penas señaladas en el artículo precedente (arresto m ayor y m ulta del tanto al trip lo del im porte del perjuicio que hubiere irrogado)...» . 2.° El que otorgare, en perjuicio de otro, un contrato simulado».

Sólo una excepción hay : los préstamos usurarios encu­biertos (art. 543).

De ahí que los actos oblicuos o indirectos, en sus dos sub- especies, los fiduciarios y los in fraudem legis, carezcan de significación delictiva, siempre y cuando se lim iten los inte­resados, en los prim eros a lo propio de tales negocios dúpli-ces, que es rectificar el contrato rea l positivo con el contratoobligacional negativo que obliga al adquirente a usar lim i­tadamente el derecho adquirido para darle después el destino fijado en la lex fiduciae, bien en retorno, bien hacia una nueva transmisión, sin más garantía que una condictio y sin otra ficción que la im putable a la incongruencia entre el efec­to económico dominante y el efecto jurídico sirviente, y en los fraudulentos a combinar negocios lícitos y normales para llegar a un resultado que, aunque prohibido por derecho por violar el espíritu , ya que no la letra, de la ley ( sententiam offendit -et verba reservat), no afecta desfavorablemente a un patrim onio, que es— lo repetimos— el bien jurídico protegido en las estafas.

Una posición particu lar entre los terceros la ocupa el Es­tado. La Adm inistración, en cuanto Aerarius, cabeza de un patrimonio, está protegida penalmente igual que un particu­lar, pero como titu lar del ius vectigalis, como exactor de im­puestos, carece de garantía penal ; las ocultaciones y las evásiohes fiscales no llevan aparejadas otras sanciones que las establecidas en la legislación financiera.

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A grandes rasgos, más bien esquemáticamente por n o perm itir otra cosa ni el tiempo, tan lim itado, ni mis condi­ciones, más lim itadas todavía, hemos echado una ojeada de conjunto a los principales puntos de contacto entre el Dere­cho notarial y el Derecho penal.

A ludía al principio a que en el Código 110 están aludidos expressis verbis el instrumento público ni el Notario. Afortu­nadamente, si exhumáram os los archivos judiciales nos costa­r ía trabajo encontrar en sus legajos un delito de los que e desagradables hipótesis hemos contemplado cuyo autor sea un Notario.

El protocolo español tiene como ex libris aquella delicada figura de m ujer que, si en el ciclo himérico convocaba a los dioses en el Olimpo, y en la polis helénica presidía las asam ­bleas del Areopago, y en la mitología romana le estaba asig­nada la custodia del Foro, continúa siendo hoy el símbolo de la justicia, una justicia que, usurpando el privilegio a Jano, puede ser tanto preventiva, cautelar y legitim adora como repa­radora y vindicativa; v si en una vertiente está el Juez, en la otra está el Notario, uno y otro flámines de Themis, cum­pliendo aquella augusta misión que al Derecho y a sus sacer­dotes asignara el em perador Justiniano en la dedicatoria de sus Instituciones: etiarn per legitimos tramites calum nianluim iniquitates expelens.

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