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El libro de oro de las historias de Jesús

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El libro de oro de las historias de Jesús

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Page 2: El libro de oro de las historias de Jesús

Traducción: Marianne DelonRediseño: Ana Carolina Palmero

XX edición, 20XX

© 2004 Celia Barker Lottridge, adaptación de la Biblia © 2004 Linda Wolfsgruber, ilustraciones

© 2007 Ediciones Ekaré

Todos los derechos reservados

Av. Luis Roche, Edif. Banco del Libro, Altamira Sur. Caracas 1060, VenezuelaC/ Sant Agustí 6, bajos. 08012 Barcelona, España

www.ekare.com

Publicado por primera vez en inglés porGroundwood Books / Douglas & McIntyre Ltd., Canadá

Título original: Stories from the Life of Jesus

ISBN 978-980-257-325-7HECHO EL DEPÓSITO DE LEY · Depósito Legal: lf15120058004137

Impreso en XX por XXXX

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A mi madre, Louise Shedd Barker,y en memoria de mi abuelo, William Shedd

CBL

A Claudia y Lorena

LW

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Por el tiempo en que Herodes era rey de Judea,

un sacerdote de nombre Zacarías vivía con Isabel,

su esposa, en las colinas cercanas a Jerusalén. Eran bue-

nas personas y honraban a Dios en todas las formas,

pero había una tristeza en sus vidas. Estaban enveje-

ciendo y no tenían hijos.

Un día, Zacarías fue al templo a quemar incienso,

puesto que ése era su deber como sacerdote. Se abrió

paso entre una multitud de personas que oraban en el

patio y entró al silencioso templo. Y allí, a la derecha

del altar de incienso, estaba un ángel.

Zacarías se llenó de temor ante la visión del ser

celestial.

Pero el ángel dijo: —No temas, Zacarías. Vengo

a decirte que tus oraciones han sido escuchadas. Tu es-

posa, Isabel, dará a luz un hijo, y lo llamarás Juan. El

traerá gran alegría para ti y para mucha gente, porque

ISABEL Y MARÍA

Lucas 1.5-66.

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estará lleno del Espíritu Santo y conducirá a muchos

de los hijos de Israel hacia Dios.

—¿Cómo puedo creer lo que dices? –preguntó

Zacarías–. Mírame. Soy un anciano, e Isabel está de-

masiado vieja para tener hijos.

El ángel respondió: —Yo soy Gabriel. He venido

de Dios para darte esta buena noticia, pero te resistes

a creerme. Debido a tu falta de fe, Zacarías, tu voz de-

saparecerá. No podrás decir una sola palabra hasta que

todo lo que te he dicho haya sucedido.

Y el ángel se fue antes de que Zacarías pudiera

intentar hablar siquiera.

La gente que estaba en el patio comenzó a pregun-

tarse por qué Zacarías no salía a darles su bendición.

Esperaron, sintiéndose más y más confundidos, hasta

que finalmente él salió por la enorme puerta y se quedó

contemplándolos.

Para desconcierto de ellos, no dijo nada; tan sólo

les hizo señas con las manos. Cuando abrió la boca,

como para hablar, no salió ningún sonido. Ellos tam-

bién callaron porque comprendieron, por el asombro

en su rostro, que Zacarías había tenido una visión.

Se fue a casa, y escribiendo sobre una tablilla de

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barro, le contó a Isabel acerca del ángel y del hijo que

les nacería. Isabel comprendió que algo maravilloso le

había sucedido a Zacarías, y pronto estuvo segura de

que era verdad lo que el ángel había dicho. Supo que

llevaba un niño en su vientre, pero durante cinco meses

no lo dijo a nadie. Guardó lo que sabía en su corazón

y en silencio agradeció a Dios por concederle aquello

que durante tanto tiempo había anhelado.

Mientras Isabel aguardaba el nacimiento de su

hijo, Dios envió al ángel Gabriel a hablarle a una

pariente de ella, que vivía en el pueblo de Nazaret,

en Galilea. Esta mujer era joven y pronto habría de

casarse con un carpintero de nombre José. Ella se lla-

maba María.

Gabriel se acercó a María un día mientras ella se

encontraba a solas. Le dijo: —Alégrate, porque has sido

favorecida por Dios y eres bendita entre las mujeres.

María no podía más que contemplar al ángel, ma-

ravillada. No comprendía el significado de sus palabras.

Pero el ángel dijo: —María, no temas. Dios te

ama y te enviará un hijo. Lo darás a luz y le pondrás

por nombre Jesús. Será llamado el Hijo de Dios y re-

girá sobre un reino que durará eternamente.

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María dijo: —¿Cómo puede ser eso? No hay to-

davía un hombre para que sea el padre de mi hijo.

El ángel respondió: —Tu hijo será el hijo de Dios

y nacerá del Espíritu Santo. Recuerda, María, para Dios

nada es imposible. Isabel, tu pariente de Judea, tam-

bién tendrá un hijo muy pronto, a pesar de su edad.

Entonces María dijo: —Que sea según tu palabra

que viene de Dios–. Y el ángel se fue.

De inmediato, María hizo planes para visitar a

Isabel. Viajó al pueblo donde vivían Isabel y Zacarías y

fue hasta su casa. Isabel le dio la bienvenida a su joven

pariente, y María correspondió al saludo con palabras

muy afectuosas.

Tan pronto como Isabel escuchó la voz de María,

el niño que llevaba en su vientre se movió. Isabel sin-

tió un sobresalto de alegría y se inundó del espíritu de

Dios. Le dijo a María: —Eres bendita y el niño que

llevarás también es bendito. ¿Pero, por qué soy yo tan

afortunada como para que la madre de mi Señor venga

a visitarme?–. María se sorprendió al ver que una mujer

mayor y más sabia que ella le hablaba de ese modo. Se

quedó en silencio por un momento, pensando en las

palabras de Isabel y en lo que el ángel le había dicho.

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Luego habló.

—Alabo al Señor, puesto que soy una mujer na-

cida de gente común, y sin embargo Él me ha honrado

de tal modo que mi nombre será recordado y alabado

por las generaciones futuras. Él ha sido misericordioso

con aquellos que reconocen su poder. Ha dispersado a

quienes llevan orgullo en sus corazones. Ha arrojado a

los poderosos de sus tronos. Ha enaltecido al pobre y al

hambriento, y les ha dado lo que necesitan. Nos habla

a nosotros como habló a nuestros padres, a Abraham y

a todos sus descendientes.

María se quedó con Isabel durante tres meses, y

juntas se alistaron para el nacimiento de sus niños.

Luego regresó a su casa en Nazaret.

Al mes siguiente, Isabel dio a luz a su hijo. Sus parien-

tes y vecinos se alegraron con ella, y asistieron a la ceremo-

nia de circuncisión al octavo día después del nacimiento.

Todos esperaban que se llamaría Zacarías, como su padre,

pero Isabel dijo: —No. Ha de llamarse Juan.

Le dijeron: —Es costumbre darle a un niño el

nombre de alguno de sus parientes. En tu familia nadie

se llama Juan. ¿Y qué piensa Zacarías? Zacarías, ¿qué

nombre deseas darle a tu hijo?

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Zacarías aún no podía hablar, pero recordaba lo

que el ángel le había dicho. Tomó una tablilla de escri-

tura y escribió: “Su nombre es Juan”.

Tan pronto como escribió estas palabras su voz

regresó, porque todo lo que Gabriel había predicho

había sucedido. Zacarías se regocijó, porque al fin

podía hablar en voz alta y alabar a Dios, y dar la bien-

venida a su nuevo hijo, Juan.

Los visitantes estaban atónitos por lo que habían

visto, y lo contaron a sus vecinos y a sus amigos. Pron-

to, todos los pobladores de las colinas hablaban acerca

de lo que les había sucedido a Zacarías y a Isabel, y se

preguntaban en qué clase de hombre habría de con-

vertirse Juan.

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EL NACIMIENTO DE JESÚS

César Augusto, emperador de Roma y regente

de muchos territorios alrededor del Mar Medi-

terráneo, quería saber cuántas personas vivían en su

imperio. De manera que emitió un decreto ordenando

que todo hombre debía ir al lugar donde había nacido

para ser registrado en el censo, y que cada uno debía

llevar con él a todos sus familiares para ser inscritos en

las listas también.

Fue así cómo, por toda la extensión del imperio,

las gentes viajaron a pie, en burro, en camello y en car-

ruaje hasta los pueblos donde habían nacido, a fin de

ser contados.

Uno de los hombres que se preparó para viajar

fue José, un carpintero que vivía en el pequeño pueblo

de Nazaret en Galilea. Había nacido en Belén, llamada

la ciudad de David, porque allí había nacido el gran

Rey David hacía ya mucho tiempo. De hecho, José era

Mateo 1.20-21;Lucas 2.1-20.