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1 El llamado a concurso Sardanápalo I Todo comenzó aquella oportunidad en que B., siendo docente de asignaturas de filosofía pertenecientes al área de formación general de la universidad privada X, tuvo que asistir a una reunión laboral de carácter especial con su nuevo jefe, recién asignado, de nombre F. Cabe decir, primero, que F. era un hombre de treinta ocho años, de contextura gruesa, ojos pardos claros, amplia papada, sonrisa y actitud forzadamente amistosa al punto que provocaba, en ciertos instantes, más que recelo, repugnancia, hombre tendiente a la calvicie y a la obesidad. F. había cursado el seminario católico hasta el momento de la ceremonia formal de adopción del sacerdocio, sin realizar este último, sin dar el paso decisivo, pues había declarado, no sin fingida turbación, no estar en condiciones de asumir tan profunda y seria decisión de vida. Es preciso decir que en el ambiente católico en que F. se desenvolvía eran de uso cotidiano una gran multitud de sutiles y sofisticadas hipocresías. F., después de haber emprendido todo este camino beatífico de aparente vocación religiosa y al comunicar de súbito su paso atrás a los sacerdotes superiores, había concitado un gran revuelo en el convento y en la comunidad católica local. Cuando F. se hallaba frente a la comisión de sacerdotes que eran sus tutores, hombres viejos y circunspectos, dijo: “padres míos, he decidido no ser sacerdote”. Tal declaración provocó frío estupor en la audiencia. Los rostros de los religiosos asumieron entonces diferentes expresiones, las cuales coincidían en su carácter distorsionado. Se trataba en general de expresiones cuyo temple eran el odio, la extrañeza, el miedo, el asombro, la cautela, etc. Los mentores se sentían traicionados por F.; habían invertido en él mucho esfuerzo, dedicación, tiempo y dinero, mucho derroche de amorosas y dedicadas enseñanzas, mucho sabio cultivo del espíritu, para que ahora F. tuviera la desfachatez de no entregarse a la vida monacal como, a estas alturas, ya era no menos que su obligación. En cierta medida, podía sospecharse que muchos de ellos deseaban privadamente forzar a F. al sacerdocio, pero estaban muy conscientes, a su pesar, de que el panorama social actual no lo permitía. Lo mejor para F., en esta aguda y problemática situación, era aparentar una noble y sincera confusión personal antes que declarar lisa y llanamente una negativa explícita a asumir la carga de la castidad eterna por mor a una preferencia abierta a los goces terrenales. Admitir la preferencia de una vida vulgar frente a una vida espiritual era sin duda una decisión inaceptable en este contexto. F. sabía que no podía ser sincero a los tutores, sabía que expresar su franco parecer era un evidente suicidio, un acicate indiscutible para sufrir el juicio castigador de la comisión y de la comunidad religiosa, así que aprendió a emplear un nuevo recurso que parecía darle fructíferos resultados: la mentira piadosa. En los primeros años de su formación sacerdotal en el seminario, F., envalentonado y soberbio por su calidad privilegiada de futuro hombre de Dios, siempre había tenido una opinión muy drástica respecto a las demás personas que no fuesen religiosos, a quienes solía designar públicamente como los gentiles o los mundanos, sonriendo con fino desprecio. Solía, en efecto, decirle a una señora o a un caballero: “usted es muy

El Llamado a Concurso

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El llamado a concurso

Sardanápalo

I

Todo comenzó aquella oportunidad en que B., siendo docente de asignaturas de

filosofía pertenecientes al área de formación general de la universidad privada X, tuvo

que asistir a una reunión laboral de carácter especial con su nuevo jefe, recién asignado,

de nombre F. Cabe decir, primero, que F. era un hombre de treinta ocho años, de

contextura gruesa, ojos pardos claros, amplia papada, sonrisa y actitud forzadamente

amistosa –al punto que provocaba, en ciertos instantes, más que recelo, repugnancia–,

hombre tendiente a la calvicie y a la obesidad. F. había cursado el seminario católico

hasta el momento de la ceremonia formal de adopción del sacerdocio, sin realizar este

último, sin dar el paso decisivo, pues había declarado, no sin fingida turbación, no estar

en condiciones de asumir tan profunda y seria decisión de vida.

Es preciso decir que en el ambiente católico en que F. se desenvolvía eran de uso

cotidiano una gran multitud de sutiles y sofisticadas hipocresías. F., después de haber

emprendido todo este camino beatífico de aparente vocación religiosa y al comunicar de

súbito su paso atrás a los sacerdotes superiores, había concitado un gran revuelo en el

convento y en la comunidad católica local.

Cuando F. se hallaba frente a la comisión de sacerdotes que eran sus tutores,

hombres viejos y circunspectos, dijo: “padres míos, he decidido no ser sacerdote”. Tal

declaración provocó frío estupor en la audiencia. Los rostros de los religiosos asumieron

entonces diferentes expresiones, las cuales coincidían en su carácter distorsionado. Se

trataba en general de expresiones cuyo temple eran el odio, la extrañeza, el miedo, el

asombro, la cautela, etc. Los mentores se sentían traicionados por F.; habían invertido

en él mucho esfuerzo, dedicación, tiempo y dinero, mucho derroche de amorosas y

dedicadas enseñanzas, mucho sabio cultivo del espíritu, para que ahora F. tuviera la

desfachatez de no entregarse a la vida monacal como, a estas alturas, ya era no menos

que su obligación. En cierta medida, podía sospecharse que muchos de ellos deseaban

privadamente forzar a F. al sacerdocio, pero estaban muy conscientes, a su pesar, de que

el panorama social actual no lo permitía.

Lo mejor para F., en esta aguda y problemática situación, era aparentar una noble y

sincera confusión personal antes que declarar lisa y llanamente una negativa explícita a

asumir la carga de la castidad eterna por mor a una preferencia abierta a los goces

terrenales. Admitir la preferencia de una vida vulgar frente a una vida espiritual era sin

duda una decisión inaceptable en este contexto. F. sabía que no podía ser sincero a los

tutores, sabía que expresar su franco parecer era un evidente suicidio, un acicate

indiscutible para sufrir el juicio castigador de la comisión y de la comunidad religiosa,

así que aprendió a emplear un nuevo recurso que parecía darle fructíferos resultados: la

mentira piadosa.

En los primeros años de su formación sacerdotal en el seminario, F., envalentonado y

soberbio por su calidad privilegiada de futuro hombre de Dios, siempre había tenido una

opinión muy drástica respecto a las demás personas que no fuesen religiosos, a quienes

solía designar públicamente como los gentiles o los mundanos, sonriendo con fino

desprecio. Solía, en efecto, decirle a una señora o a un caballero: “usted es muy

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gentil…”, a lo que el o la aludida se mostraba agradecido, y frente a la cual respuesta F.

sonreía para sus adentros preguntándose “¿cómo pueden sentirse felices de que se les

llame gentiles, gentuzas ignorantes…?”, ignorando el hecho sociocultural de que la

expresión gentil tiene hoy en día un significado muy distinto al que tuviera

antiguamente en el idioma popular, merced al dinamismo de transformación del

lenguaje.

Habiéndose alejado F. de su primer pensar sacerdotal, ya no veía las cosas de manera

tan purista, pues sus intereses y fines habían cambiado; por ejemplo, al constatar, un par

de veces, los grandes y esculturales senos y traseros de algunas bellas mujeres, así como

sus angelicales y cautivadores rostros, F. había pensado “¿qué cresta hago en el

seminario?” y el terror de perder –de por vida– la oportunidad de satisfacer sus tenaces

impulsos sexuales, lo había hecho declinar por fin a dar el paso decisivo. Sin embargo,

F. sabía que ahora, en el contexto de su renuncia al sacerdocio, no podía dejarse llevar

por su temperamento sino que debía ser hábil para sortear positivamente esta difícil

situación; para ello tenía que valerse hábilmente de su novedoso y revolucionario

recurso, manejarse con amabilidad y astucia a través del arte de las mentiras piadosas.

Luego de una serie de movimientos muy hábiles de genuflexión y persuasión, F.

había logrado mantener viva la amistad de algunas personalidades religiosas y civiles

católicas que conformaban su círculo social –al menos eso pensaba él–, cuyo lazo

fraterno era determinante para una buena vida futura.

En efecto, a lo largo de las semanas en que se gestionó el trámite formal de su

deserción y abandono del seminario, F., ya desde los primeros momentos de asumida su

decisión, comenzó a gestar en su mente una cavilosa y enrevesada reflexión personal en

torno a la disposición de las mejores estrategias para mantener vivos y favorables los

lazos amistosos con los ocultos vigilantes –y jueces– del ambiente, digámoslo así, social

religioso que lo rodeaba. Tanto era su empeño y obsesión en sus planes y

maquinaciones que a momentos el estrés lo inundaba y padecía gran sufrimiento en su

diario vivir, expresado en pesadillas nocturnas y paseos tormentosos, temiendo el

eventual fracaso de sus privadas tentativas.

Así también, a F. le provocaban sumo terror las malas señas que dejasen ciertas

situaciones aparentemente desfavorables, que lo hacían sospechar el inminente arribo

del juicio inquisidor de las sagradas investiduras, terror gélido y pasmoso de ser

excluido de lo que para él era la sagrada y omnipotente curia, el sector que a su juicio

condicionaba a toda la sociedad. Es verdad que F. todavía recuerda aquel áspero diálogo

de la reunión informativa en el que se examinó su deserción.

– Por favor, F., dinos por qué has tomado esta preocupante decisión –dijo uno de los

sacerdotes, un anciano blanco de pelo canoso, con acento algo español, paternal y dulce,

pero depositando una mirada aguda e intimidante en F.

– Querido padre L1 –respondió F. visiblemente nervioso–, debo decirles a ustedes

que amo a Dios y amo a la iglesia, amo a la comunidad cristiano católica, de la cual

indudablemente formo parte. Sin embargo, he decidido dejar el seminario y renunciar al

sacerdocio porque no me siento seguro de estar totalmente preparado para entregarme,

de por vida, al servicio de Dios, de manera completa y eterna.

– Le rogamos que sea más claro, F. –solicitó perspicaz otro sacerdote, con una leve

sonrisa en su rostro. Este sacerdote no tuteaba a F. y era especialmente severo con él.

– ¿En qué sentido, padre M3? –preguntó atemorizado F., sudando grasosa y

abundantemente.

– Me refiero a que nos explique la razón principal de su indecisión… ya que, si no

está decidido a asumir los sagrados votos, es, seguramente, porque su pensamiento está

inclinado hacia otros intereses… quizás más influyentes que la fiel y sana convicción de

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ser un hombre dedicado a Dios. Creo no equivocarme en tal razonamiento. ¿Podría

entonces usted explicarnos qué pensamiento domina su mente en el presente, mitigando

lo que hace poco tiempo era su férreo y público deseo de ser sacerdote? –dijo

hábilmente M3, frotando de manera sosegada e intelectual la fina barba de su mentón y

acomodando con delicadeza sus anteojos, mientras se echaba para atrás en su asiento, a

modo de inquieta espera.

– Ee… bueno… –dijo F., muy turbado por la aguda interpelación de M3–, ee…, yo…

–y arrojándose al suelo de rodillas, comenzando a fingir un dolorido sollozar, añadió–

¡Yo amo a la iglesia, amo a Dios y los amo a ustedes, pero no puedo ser sacerdote, no

puedo!

Entonces dos sacerdotes se levantaron conmovidos y tomaron a F. para abrazarlo y

apoyarlo en tan lamentable irrupción de congoja. Comenzaron pues a limpiar con

esmero los ojos llorosos de F. sirviéndose de dos delicados pañuelos que habían sacado

de sus bolsillos, los cuales no estaban muy limpios. F. ya había dejado de llorar pero los

sacerdotes atacaban sus ojos con los pañuelos limpiadores, de manera que a momentos

los apuñalaban como si sus pañuelos, apuntalados con sus dedos, fuesen voraces y

agresivos picos de cuervos. Los sacerdotes luchaban por limpiar con desmesurado

esmero cualquier vestigio de llanto y quizás por robar los ojos de la víctima agonizante

e indefensa, como trofeos de la traición. Ya sin disimular llanto, F. ahora trataba con

ambas manos de proteger sus ojos de los embates rápidos y certeros de los atacantes,

quienes, mirando seria y atentamente a F., así como sosteniéndolo en el suelo con

amoroso abrazo para que no desfalleciese, esperaban que este descubriera la guardia

para atacarlo hábilmente y punzar sus ojos, así como también buscaban ángulos

propicios para emprender con rapidez la inverosímil tarea, de suerte que esperaban el

momento y perspectiva precisos para lanzar sus pañuelos punzantes sobre su víctima.

– En verdad, F… –retomó M3 mientras los sacerdotes levantaban con fuerza a F. y lo

depositaban sin cuidado en la silla de colegio, para luego volver presurosos a sus

asientos, ordenando sus hábitos–, nos sorprende y entristece mucho su decisión. Debo

serle sincero, desde que usted entró al seminario yo interpreté en su comportamiento la

auspiciosa tendencia de un futuro pastor de nuestro señor y, si bien a momentos dudé de

su vocación, por determinadas razones que no cabe aquí explicar, aún así, su aparente

convicción religiosa me fue conmoviendo y animando. Sin embargo, según parece, a

pesar de mi larga edad y experiencia, me comporté como un jovenzuelo inocente y

crédulo. Ahora, evaluando la situación en el presente, no quisiera decir que usted fingió

durante mucho tiempo una falsa vocación y que lo que usted deseaba en verdad era

satisfacer un capricho infantil, que su móvil era, finalmente, una visión adolescente,

inmadura, poco seria de lo que verdaderamente es el sacerdocio y la vida monástica, la

cual, permítame decirlo, usted nunca comprendió. Creo que sería muy injusto e

irresponsable de mi parte el interpretar el asunto de esa manera, ¿o no? Prefiero pensar

que usted ama a Dios y a la iglesia, pero que, en último término, ha preferido, con

respetable sinceridad, optar por la vida vulgar, queriendo conocer a una mujer a quien

amar y formando con ella una familia en el seno de la comunidad cristiana, lo cual es

muy aceptable, siempre y cuando usted siga siendo católico... Sin embargo, no me deja

de intrigar lo súbito y radical de su giro, de su cambio de opinión y perspectiva, y la

intempestiva y firme decisión de abandonar un maravilloso destino para su vida. De

momento, me da la impresión de que usted nunca comprendió la esencia del

cristianismo y sospecho, en cierta medida, que usted se enfila paulatinamente a una vida

impía y licenciosa. Espero estar equivocado…

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– Querido padre M3 –respondió F. con aduladora sumisión–, yo me siento católico,

yo soy católico… créame, y pretendo vivir mi vida de hoy en adelante, si bien en la vía

vulgar de la existencia, bajo las leyes santas de nuestra sagrada iglesia.

– Escucharlo hablar así me conforta, F., y aliviana un poco el trago amargo de su

deserción… aunque es cierto que nunca olvidaré este lamentable episodio, a saber, el

presenciar el doloroso alejamiento de un fiel que presentaba todas las aptitudes y toda la

intención de ser un hombre dedicado a Dios. Aún así, como sea, intentaré olvidar este

episodio y me esforzaré, de aquí en más, por comprender la razón de su conducta;

espero que Dios me otorgue sabiduría para entender y no guardar rencor. Después de

todo, como sacerdotes estamos llamados a amar a nuestros semejantes, por muy

despreciables que sus actitudes puedan ser… Sin embargo, debo advertirle que lo

estaremos observando, no para juzgarlo o para reprocharle errores o inequidades, sino

para conducirlo siempre en el santo camino de nuestra fe, como es debida misión de

nosotros, testigos y misioneros de Dios todopoderoso.

A pesar de esta deserción y de su tenso final, F. supo, a través de los años, abrirse

camino en el mundo social católico, y lo mejor es que mantuvo los lazos prácticos que

le otorgaban deleitosas expectativas laborales, sin renunciar, claro está, a la exploración

gozosa del mundo terrenal. Es adecuado y justo precisar que F. se anquilosó, de ahí en

más, en los subrepticios deleites de la vida vulgar, mas no sin hábil reserva, sabiendo

deslizarse en la delgada cuerda divisoria de lo público y lo privado. Supo, por tanto,

progresar laboralmente en el mundillo de las instituciones educacionales católicas,

gozando de una vida clandestina y licenciosa, pero manteniendo la apariencia mojigata

y pulcra de un hombre de inquebrantable fe e intachable coherencia personal.

Así las cosas, F. era el jefe de B. y éste ingresó nervioso a la oficina en que aquel lo

esperaba. F, echado de lleno en su cómodo asiento y adecuadamente terneado, saludó a

B. con burocrática amabilidad, rutina propia de estas actividades laborales, y le invitó a

sentarse.

– Hola B., ¿cómo estás? –dijo F. esbozando una sonrisa mecánicamente afectuosa,

mueca previamente ensayada como herramienta idónea para estas situaciones,

limpiando su rostro del grasoso sudor con un pañuelo más que usado.

– Hola F.

– ¿Cómo estás?

– Bien.

– Que bueno… Bien, B., necesito que conversemos un asunto muy serio.

– Te escucho.

– De acuerdo; he recibido algunos reclamos de los jefes de carrera de sicología y

trabajo social. Se trata sin duda de una situación muy delicada… Quisiera que me

contases tú mismo lo que ha ocurrido.

– Realmente no sé a qué te refieres, F.

– Mm… a ver, veamos… Los jefes de carrera han recibido fuertes quejas de algunos

alumnos y se han acercado a mí, visiblemente aproblemados, para expresarme su

preocupación. Según ellos, tú has tenido una actitud hostil, en tu ejercicio docente, hacia

un gran número de alumnos...

– Debe tratarse de algunos alumnos de trabajo social…

– Exacto; estos alumnos se han quejado bastante, han dicho que están muy

preocupados por esta situación; dicen que no entienden la materia, que tú no te haces

entender y que eres algo agresivo con ellos. Yo en tu lugar estaría muy asustado, B…

Los jefes de carrera dicen que los alumnos no entienden y, según veo en el libro de

clases, su rendimiento no ha sido bueno, pues las calificaciones son demasiado bajas…

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– F., yo me he abocado a desarrollar la asignatura conforme a las reglas establecidas

en el programa de asignatura y de acuerdo a las recomendaciones dadas por don Z y por

R. al principio del semestre, instrucciones dadas formalmente en la reunión de

inducción docente. Además, me extraña que los jefes de carrera hayan asumido el

testimonio de los alumnos y se hayan acercado a ti a quejarse sin siquiera escuchar mi

testimonio y apreciación personal respecto del asunto.

– Sí, ese fue un error puntual en el proceder de los jefes de carrera. Sin embargo, la

situación general, analizada en conformidad con todos los antecedentes y variables en

juego, indica un mal rendimiento y muchos errores preocupantes en tu desempeño, B.

Debo decirte que yo comparto enteramente el juicio de los jefes de carrera acerca de

este asunto, comparto sin duda la preocupación proveniente de ellos y del alumnado.

Por lo anterior, tu mal proceder es una situación objetiva y es imprescindible que tú la

reconozcas junto a nosotros, para poder ayudarte y trabajar juntos a fin de remediarla...

– Yo, F., por el contrario, pienso que los alumnos de trabajo social que se quejan lo

hacen porque no han tenido un buen rendimiento y ello se ha dado porque no han sido

capaces de comprender los contenidos tratados adecuadamente en clases, así como de

desarrollar positivamente los instrumentos de evaluación aplicados. Tal aplicación de

los instrumentos de evaluación se ha hecho, desde luego, con posterioridad al debido

proceso de enseñanza de los contenidos respectivos. Creo que los alumnos no han sido

capaces de responder positivamente a esos instrumentos teniendo todas las herramientas

para hacerlo. Además, deben haberse quejado también de que yo soy intransigente…

– Es una de sus muchas apreciaciones negativas con respecto a ti…

– En realidad, F., a mi juicio, ellos han recibido las calificaciones que merecen.

Seguramente, lo que detonó su descontento fue la situación de un Quiz realizado…

– A ver… cuéntame esa situación.

– Lo que ocurrió fue que yo les di una lectura previa para sesión de clases y fijé una

evaluación Quiz para un día determinado. Procedí pues de la forma en que R. y don Z.

han indicado sucesivas veces que debe ser el procedimiento evaluativo de los docentes.

El día indicado, yo llegué y presenté en el pizarrón la evaluación, dando las

instrucciones necesarias. Los alumnos solicitaron con unanimidad que la evaluación se

postergara; yo les respondí que no tenía problema en postergarla, pero que debían

entonces realizar un informe de cinco planas sobre otra lectura, lo que, a juicio de los

alumnos, pero sobre todo a juicio de este grupo específico de alumnos de trabajo social,

era algo tremendamente injusto, una acción terrible del profesor... La resolución justa, a

juicio de ellos, era que yo postergara la evaluación sobre el mismo tema, que hiciese

clase sobre el tema y que los evaluara con la misma dificultad, sin considerar mayor

dificultad en la evaluación por causa de su postergación y sin considerar tampoco mayor

presencia de contenido a evaluar en la misma.

– Claro, lo cual era lo más justo por lo demás…

– Lamento discrepar contigo en ese punto, F. A mi juicio, lo que exigían los alumnos

era que yo cediese sin más a sus demandas, que los evaluara la próxima clase, sobre la

misma materia y con la misma exigencia. Lo justo, para ellos, era que yo cediera

completamente a sus exigencias; de lo contrario, yo era un mal docente… Además, los

alumnos me encontraron en la tarde en la universidad, el mismo día de la clase –la clase

era en la noche–, y entonces me hicieron la solicitud, el mismo día, de postergar la

evaluación; o sea, ni siquiera tuvieron la consideración de hacer la solicitud días antes,

respetando la autoridad del profesor y el hecho de que este debe tener oportunidad de

planificar sus actividades docentes. En lo que se refiere a las calificaciones de los

alumnos, creo que las notas son justas, el mal rendimiento de ese grupo de alumnos

obedece a que la mayoría de ellos no sabe redactar; sus respuestas a los ejercicios

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evaluativos carecían por completo de coherencia, y cuando una respuesta no tiene

coherencia lingüística, a mi juicio, no es respuesta. Para serte sincero, me anticipé al

contenido de esta conversación que entablamos y quise traerte un Quiz de una alumna

de este grupo. Es un Quiz que aún no corrijo; quisiera que lo leas para que me digas qué

opinas sobre él… Quizás así me entiendas.

– A verlo.

En ese momento, F. recibió el Quiz y lo observó con atención.

.

Tras observar el papel, F. esbozó una leve sonrisa, mirando cabizbajo a B.

– ¿Entiendes ahora de lo que se trata, F.? –preguntó B.– Primero, el enunciado del

ejercicio está mal redactado; la alumna lo redactó así, a pesar de que yo redacté en el

pizarrón el enunciado de otro modo; lo hice así: “A partir de la lectura previa ‘sesión

Syllabus: Amor y persona’, explique cuál es la comprensión que Tomás de Aquino

desarrolla en su filosofía acerca de lo que es el amor”. Sin embargo, ella puso el

enunciado como se le ocurrió; pero no importa, eso para mí no fue realmente decisivo.

De hecho, no lo consideré como un elemento negativo en la evaluación de su respuesta,

por condescendencia y tolerancia; para que no se diga que soy intransigente... Lo que

me pareció negativo fue el desarrollo discursivo de la respuesta. ¿Cómo pretenden los

jefes de carrera que yo evalúe bien a esta alumna y a otros alumnos presentando éstos

semejantes respuestas en las evaluaciones? Es cierto que yo debo adaptarme a la

realidad del grupo curso al cual imparto clases y que debo evaluar a los alumnos

considerando, dentro de mis procedimientos pedagógicos, la realidad del alumnado,

pero mira lo que ha respondido esta alumna. Se le preguntó cuál es la comprensión del

amor que tiene Tomás de Aquino, dándosele desde luego una lectura previa sobre el

tema, y mira lo que respondió; ¿cómo puedo evaluar positivamente esta respuesta?

– Pero a mí no me parece que sea una respuesta tan mala… –objetó F.

– ¿Me estás hablando en serio? –interrogó B. con desconcierto.

– Sí… o sea… A ver, mira; ella dice que el amor, para Tomás, es muy importante

porque consiste en avanzar por la vida sabiendo amar a los familiares y añade que ella

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asiste a la iglesia y en ella comparte con su familia, ama a sus familiares y crece en el

amor… Eso me parece un pensamiento valioso y cierto respecto de la vida cristiano

católica…

– Pero, F. –interrumpió B.– disculpa que te interrumpa… Eso es lo que tú interpretas

del texto, pues, en realidad, si te fijas bien en el mismo, no hay un discurso bien

redactado, no hay una argumentación consistente, no hay, en suma, una respuesta bien

diseñada, como sí la hay en numerosos Quiz de otros alumnos que yo revisé. Los

alumnos tuvieron que leer previamente un texto de lectura dado con antelación la clase

anterior y en el cual se insistía numerosas veces que el amor para Tomás de Aquino es

el sentimiento supremo dado en el ser humano, sentimiento racional de

perfeccionamiento en y para la persona humana, sentimiento que nos acerca a Dios y

que Dios dispone en nosotros en la creación. Muchos alumnos contestaron eso y además

presentaron apreciaciones personales que fueron muy bien recibidas por mí en cuanto

estaban presentes sobre la base de esa respuesta necesaria y en un discurso

argumentativo diseñado con mediana o buena coherencia lingüística y argumentativa.

¿Cómo puedo evaluar bien esta respuesta si es muy inferior a esos otros trabajos?, ¿qué

pensarán los alumnos si ven una nota azul sobre un trabajo, perdona que lo diga,

mediocre, aunque ellos tengan nota superior a él? Pensarán, y con toda razón, que

pueden hacer lo que les dé la gana, bueno o malo, pues para su profesor la nota azul va

igual, sea como sea… Los alumnos se decepcionarán del docente, pensarán que el

profesor no asume de manera seria la asignatura, y pensarán eso con mucha razón...

– A ver, B.… –dijo F.– debo confesarte que realmente esta es una mala respuesta…

pero, respecto al tema general que estamos discutiendo, debo confesarte también que el

asunto en verdad es otro… Lo que estamos hablando se decide en realidad en otro

sentido…

– No entiendo –susurró cansado B.

– Te explico –señaló F.–. Muchos de los alumnos que tú tienes en esta asignatura

tienen un bajo nivel educacional; muchos a duras penas obtuvieron el cuarto medio.

Muchos de ellos, además, son padres y madres de familia y trabajan, se esfuerzan para

poder dar sustento a sus familias y se pagan ellos mismos su educación vespertina en

esta universidad; tienen que trabajar y estudiar. Por lo antedicho, tú debes comprender

que la asignatura debe adecuarse a esa realidad...

– Es que también hay alumnos de buen nivel educacional y, valga decirlo, de buen

nivel intelectual. Esos alumnos son los que más consultan; sus preguntas y

cuestionamientos son de un nivel conceptual superior al de los otros. Yo les respondo y

velo porque mis respuestas estén a la altura de sus inquietudes. Es entonces cuando

sucede que los alumnos que tú mencionas no entienden lo que yo respondo y lo que

hablo en general…

– Pero la asignatura es para todos… no sólo para los que tienen mejor educación.

– Conforme, pero explícame cómo concilio esos dos grupos tan heterogéneos…

– Debes explicar tanto para ellos como para los demás; explicar dos veces, en un

lenguaje elevado y luego en un lenguaje muy sencillo, pero debes adecuarte a la

realidad de los alumnos más limitados educacionalmente, por lo que es preferible que

recurras, la mayoría de las veces, a palabras simples y de uso cotidiano. Debo confesarte

que yo tampoco comparto el carácter colegial de la enseñanza que se imparte aquí, pero

te aclaro que es necesario que nos adaptemos a este sistema. Creo que me entiendes si te

repito que debes adaptarte, B., a la realidad de nuestra universidad. Por lo mismo, te

solicito que utilices en general un lenguaje muy claro y sencillo; a su vez, que si los

alumnos te piden que aplaces o modifiques fechas de Quiz, no te niegues sino que

intentes lograr con ellos un acuerdo en términos que sean satisfactorios para ambas

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partes, pero sobre todo para ellos… Además, te ruego que evalúes con mayor

flexibilidad y menor exigencia y que, a los alumnos que no pueden rendir Quiz porque

falten o porque tengan diferentes razones que los excusen, procures pedirles certificado

médico o una razón personal aceptable que te permita evaluarlos a cualquier hora de la

clase, sin calificarlos con nota 1.0. Por último, te pediré que tengas paciencia y que

evites entrar en conflicto con los alumnos. Todas estas solicitudes te las hago por tu

propio bien y por mor a tu permanencia en la institución, ¿me entiendes?

– Pero F., las exigencias que me has hecho…

– No son exigencias, son sugerencias…

– Por tanto, ¿no estoy obligado a cumplirlas?

– Lo más prudente es que lo hagas…

– Pero estas sugerencias son contradictorias con las reglas iniciales dadas por R. y

don Z., al principio del semestre. En la inducción docente, ellos indicaron que los Quiz

son controles periódicos que deben ser realizados al comienzo de la clase a todo el

grupo curso y sin excepciones, sin considerar situaciones particulares de alumnos sino

aplicándolos uniformemente sin más y contemplando un número determinado de Quiz a

lo largo de la asignatura; eliminando, a su vez, al final de la asignatura, el 2% del total

de Quiz, en cuanto corresponda a las peores notas de cada alumno. Sin embargo, tú me

pides ahora que haga algo totalmente contrario a lo establecido en un principio.

Asimismo, me pides que evalúe con mayor flexibilidad y menor exigencia; yo acepto y

emprendo sin queja tu sugerencia si me explicas cómo puedo conformar al alumno que

tiene mayor capacidad cuando se cerciore que el alumno de capacidad deficiente tuvo

una calificación azul y cercana a la suya, pues en buenas cuentas me veo obligado a

aprobar a todos y, entonces, las notas serán más menos cercanas entre sí al estar

contenidas en la escala del 4.0 al 7.0. Por último, ¿qué pensarán los alumnos si ven que

el profesor cambia súbita y antojadizamente las reglas establecidas en un principio?, ¿no

pensarán que el profesor es poco serio y no lo desacreditarán, perdiendo el respeto y la

confianza hacia él?, pues eso es lo que me pides, que a esta altura, a medio camino de

asignatura, cambie las reglas de raíz…

– B., quizás sea útil que nos reunamos algunas veces para que yo te oriente en la

comprensión de algunos elementos y métodos pedagógicos evaluativos –sugirió F.–.

Pienso que eso será útil para tu desempeño docente. En cuanto a las sugerencias que te

propuse, debo decirte que no se contradicen con las reglas preliminares, pues R. y don

Z., al plantearlas, advirtieron que eran reglas generales y que debían ser aplicadas

contextualmente a lo largo del proceso pedagógico, admitiendo eventuales y necesarias

excepciones. Debo insistir, B., que es necesario que desarrolles flexibilidad en tu

ejercicio docente, pues noto en ti una excesiva rigidez y un temperamento algo fuerte,

como decirlo… algo belicoso… lo cual, lejos de contribuir a tu buen desempeño, lo

perjudica. Te sugiero que tengas consideración y comprensión hacia los alumnos de

trabajo social…

– ¿Qué tenga consideración con los mismos que me acusaron y me calumniaron

gratuitamente frente a los jefes de carrera? –preguntó B., ya visiblemente

malhumorado– ¿Qué sea considerado con los que me calumniaron simplemente por

defender ellos sus intereses egoístas, por lograr las condiciones para obtener notas

positivas a cualquier precio, sin un deseo sincero y serio de atenerse a los

procedimientos de la asignatura y de aprender verdaderamente en esos marcos,

procedimientos ideados precisamente para que hubiese verdadero aprendizaje

significativo y no sólo un feliz simulacro del mismo, e ideados por un especialista

competente en el contenido de la asignatura? ¿Me pides que sea condescendiente con

aquellos que, sabiendo que la universidad se los permite por ser clientes, me acusaron,

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teatralmente compungidos, a los jefes de carrera, inventando un drama inexistente entre

ellos y yo, en el cual yo era agresivo e injusto con ellos, además de mal docente,

mintiendo descaradamente sólo por verse en la situación de tener notas insuficientes y

anhelar tener notas positivas a cualquier costo?

– B., no hay que magnificar las cosas. Te recomiendo que te desentiendas de

cualquier conflicto con ellos y los evalúes con benevolencia. Para ser más directo

contigo, te pido que comprendas que ellos son los clientes de esta corporación… B., se

que esto que te diré es una realidad un tanto chocante, pero… debes comprender que la

universidad hoy en día es una empresa y que los alumnos son los clientes que sostienen

el negocio de la empresa educacional... ¿comprendes lo que te digo?

– Sí… –contestó B., cabizbajo y decepcionado de escuchar tal verdad– ¿Entonces me

pides que sea un negociante antes que un verdadero profesor?

– B., el asunto no es tan radical; las cosas no se miden en términos de blanco o negro.

Yo diría que debes ser más humilde y empático, debes ser un profesor a la altura del

presente… Un profesor flexible y dinámico, con capacidad y espíritu de adaptación a la

realidad universitaria actual… Es perfectamente posible, B., que tú seas un excelente

pedagogo y que a la vez contribuyas a los objetivos fundamentales de esta institución.

Sólo debes ser menos tajante, lograr consensos con el alumnado y con nosotros; ¿me

hago entender?

– Sí –respondió secamente B., visiblemente cansado, convencido de que la presente

charla no tenía sentido alguno y deseando retirarse de esa minúscula oficina lo antes

posible.

– Muy bien; terminemos esta asignatura sin novedades y pasemos al segundo

semestre, ¿qué te parece? –propuso F., con ojos abiertos y brillantes, esbozando una

gran sonrisa, excesivamente alegre y forzada, como si en su cara sudada e inexpresiva

hubiese sido pegado un gran sticker de sonrisa feliz.

– Me parece bien –afirmó B. con rostro inmóvil.

– Fabuloso; ¿ves que las cosas pueden ser más sencillas de lo que parecen? Recuerda

entonces lo que conversamos, B., y emprende mis sugerencias. Bueno, debo seguir

trabajando; te libero. Que estés muy bien, ah… Nos vemos pronto, saludos a la

familia...

II

B. ingresó a la sala de clases del curso vespertino en cuestión. Solicitó a los alumnos

que hicieran la lista de asistencia en una hoja y preparó en el data show el material a

proyectar para la realización de la clase.

– Bien, alumnos; el día de hoy continuaremos viendo el tema del amor en Tomás de

Aquino…

– Profesor… –interrumpió la alumna J., una mujer adulta, pálida, de unos treinta y

tantos años, de carácter obsesivo y enérgico– ¿corrigió los Quiz?

– No, lamentablemente no los alcancé a corregir…

– ¡Pero si usted dijo la clase pasada que los traería! –exclamó malhumorada la

alumna, con tono inquisidor, cruzando sus brazos disgustada y portando en sus manos

lápices, regla y goma para apuntar impecablemente la materia en su cuaderno

universitario, de semejante manera a como lo hacen ciertas alumnas de enseñanza

básica.

– Yo no dije eso.

Page 10: El Llamado a Concurso

10

– ¡Mentira!, ¡sí dijo que los traería! –intervino D., un alumno también adulto, de

alrededor de treinta y ocho años o tal vez cuarenta… de tez blanca y pelo castaño

ruliento, de voz chillona y algo amanerada.

– Insisto que no dije eso; por eso no los traje...

– ¡En usted no se puede confiar! No cumple sus compromisos –alegó J.

– ¿Ahora me acusarán con su jefe de carrera? Que miedo… me pueden expulsar de la

universidad… –señaló lacónico B.

– Claro que lo pueden expulsar…–respondió sonriente y altiva J, hasta con cierta

expresión, diríamos, triunfante.

– Yo cumplo lo que prometo. Veamos lo que corresponde a la clase de hoy.

– Lo único que falta es que nos haga un Quiz ahora, sin aviso… –dijo

sarcásticamente la alumna L., una mujer morena, de corte de pelo y vestimenta

anticuados, propios de algunas asesoras del hogar, sonriendo agresivamente.

– En cuanto a eso, yo advertí, al comienzo de la asignatura, que puedo realizar Quiz

sin aviso. El profesor tiene esa atribución conforme al reglamento…

– ¿Y también advirtió que puede entregar Quiz cuando se le dé la gana? –interrogó

desafiante J.

– No, nunca advertí eso.

– Pero igual lo hace…

– No, yo no he hecho ni hago eso; yo cumplo con mis compromisos –El grupo de

alumnos inquisidores sonrió a coro, mafiosamente– Bien; comencemos la clase. Leamos

esta sentencia de Tomás de Aquino sobre el amor –Al decir esto, B. leyó la sentencia

proyectada en el pizarrón por el data show.

“Y siendo doble el amor, a saber, de concupiscencia y de amistad, ambos

proceden de una cierta aprehensión de la unidad de lo amado con el amante. En efecto,

cuando alguien ama algo con amor de concupiscencia, lo aprehende como

perteneciente a su bienestar. Del mismo modo, cuando uno ama a alguien con amor de

amistad, quiere el bien para él como lo quiere para sí mismo. Por eso lo aprehende

como otro yo, esto es, en cuanto quiere el bien para él como para sí mismo. De ahí que

el amigo se diga ser otro yo”. (Suma Teológica, I-II, q. 28, a.1)

Tras leer, B. prosiguió:

– Bien, veamos: ¿qué es lo que ustedes entienden en esta sentencia de Tomás de

Aquino? –Ante tal pregunta hubo silencio total– Mm… a ver, ¿qué es lo que entiendes

tú? –preguntó a E., un alumno de nacionalidad uruguaya, simpaticón, moreno alto y

macizo, que respondió con su acento uruguayo:

– ¿yho’…? A ver, sii’… se ve que Tomás tiene una visión bastante potente del amor,

viste… es como una mezcla de cosas andá’, como un carnaval de notas musicales… me

refiero a que entiende el amor como bondad pero también como deseo, como un

complemento total, digamos etéreo y… no sé como decirlo… ¿cósmico?

– Sí, algo hay de eso… –respondió B. apuntando en un borde libre del pizarrón

fragmentos de la idea expuesta por E– ¿alguien tiene alguna otra idea?

Entonces intervino F2, un tipo blanco, de pelo corto ordenado y ropas conservadoras,

de finos lentes, de expresión formal y seria, muy reservado y lacónico, así como

inteligente y destacado entre el alumnado.

– A mi juicio, Tomás de Aquino expresa, en la sentencia que leemos, lo siguiente.

Por de pronto, el amor se da en algo, se da en una situación, ¿en cuál?, en la aprehensión

dada en la unidad o relación sin resto de un sujeto o agente que aprehende o capta

cognitivamente y un objeto que es captado o que tiene la propiedad de ser aprehendido

por este sujeto. En este marco de unidad entre un agente aprehensor y una cosa pasiente

Page 11: El Llamado a Concurso

11

aprehendida, el amor concupiscente es aquel en que la unidad se da de tal forma que lo

aprehendido le resulta al aprehensor como algo que pertenece a su bienestar, quizás

como algo meramente útil, algo que está al servicio de su satisfacción propia. Por el

contrario, cuando la unión es amor de amistad o amor propiamente tal, la unidad de

agente y pasiente es de tal forma que lo aprehendido es un yo, o sea, es una persona,

alguien que no debe ser visto como una mera cosa al servicio de la satisfacción del

bienestar subjetivo o del deleite circunstancial del agente en cuestión. Ahora bien, con

todo, yo discrepo de la visión que Tomás tiene del amor, pues la considero algo

mecanicista y metafísica, en razón de que Tomás supone que el ser humano, por su

naturaleza, debiera necesariamente inclinarse a ese amor benevolente o de amistad, lo

cual me parece improbable, ya que las experiencias anímicas y el aparato anímico

propios de cada ser humano son peculiares unos respecto de otros. Me refiero a que

cada ser humano tiene su peculiar disposición emocional. Si bien los seres humanos

coinciden entre sí en ciertos marcos generales en términos de su aparato anímico y sus

experiencias y vivencias emocionales, en la medida que comparten una organización

biológica semejante por mor de la especie, si bien ello me parece cierto y real, no

obstante, me parece reduccionista la propuesta tomista, a saber: pensar que todos los

individuos deban necesariamente estar dispuestos de un modo único en términos de su

emocionalidad y que deban necesariamente ordenar su vida hacia una finalidad

específica, definida y establecida a priori, de plenitud emocional. ¿No se si me hago

entender?

– Creo que sí, y me parece excelente tu intervención… –declaró muy satisfecho B.–

¿Alguien ha entendido la explicación de F2? Bueno, la explicación que él nos ha dado es

muy precisa y va al meollo de la cuestión, al menos en lo que se refiere al pensamiento

tomista del amor… Además, sobre la base de esa explicación analítica, F2

ha propuesto

una tesis crítica al planteamiento tomista, la cual es aceptable de entrada, si bien es

preciso, desde luego, discutirla con más cuidado, aunque obviamente se agradece… Eso

es lo que yo quiero que ustedes hagan, alumnos, que desarrollen capacidad comprensiva

de los contenidos y sobre esa base piensen y juzguen ustedes mismos…

– Pero yo tengo otra apreciación al respecto, y creo que es tan válida como la de F2 –

intervino D., con su voz chillona y afeminada–. A nosotros nos enseñan en trabajo

social que todas las personas piensan distinto y yo no estoy de acuerdo ni con F2

ni con

Tomás de Aquino.

– ¿Por qué? –interrogó B.

– Porque no todos sentimos ese amor benevolente.

– De acuerdo, pero antes de discrepar, intentemos entender bien lo que Tomás nos

quiere decir. Luego podemos emitir nuestras opiniones personales.

– ¡Y por qué! –discrepó conflictiva J.– ¿por qué tenemos que pensar lo mismo que

Tomás de Aquino?

– Yo no he dicho que tengamos que pensar lo mismo que Tomás… –corrigió B.

– ¡Ah, sí, claro!, pero después en Quiz o en las pruebas solemnes nos evalúa mal si

no respondemos literalmente lo que piensa Tomás de Aquino, o más bien lo que usted

piensa…

– Yo no hago eso.

– ¡Cómo que no! –objetó J., siempre belicosa.

– ¡Claro que hace eso! –declaró L., yendo en apoyo de J.– Es lo que ha hecho desde

el principio. Si usted tuvo profesores intolerantes y soberbios, ese es su problema, no el

nuestro… Nosotros merecemos ser escuchados y que se nos evalúe de acuerdo a lo que

nosotros pensamos…

Page 12: El Llamado a Concurso

12

– Lo que yo hago al evaluar… –reanudó B.– es exigirles que respondan el contenido

temático propio de la cuestión que se solicita en el ejercicio de evaluación, ya que la

asignatura versa sobre el pensamiento de Tomás de Aquino, pero también admito y

valoro las apreciaciones personales dentro de un margen aceptable, siempre y cuando

tengan coherencia lingüística y argumentativa. Yo evalúo mal aquellas respuestas que,

además de no contener contenido temático de la materia en cuestión, carecen de

coherencia en ortografía y redacción, ya que no son respuestas lógicas ni suficientes.

Las evaluaciones que han sido calificadas deficientemente han recibido nota negativa

por esa razón y no por un eventual capricho o mala fe; eso es algo que he explicado

hasta el cansancio. Además, a ustedes les he dicho una y otra vez que se comuniquen

conmigo a través de la intranet e incluso desde internet para que me vayan consultando

dudas sobre la materia pasada o sobre evaluaciones a medida que la asignatura avanza,

para que tengan mejor rendimiento, pero ustedes no lo hacen; sólo alegan al recibir

notas deficientes.

– ¡Eso es mentira! –reclamó L.–, pues yo tengo varios Quiz que usted evaluó mal y si

tienen la sagrada coherencia que usted tanto exige… Además, yo sí le he enviado

correos y, si bien usted los ha respondido, yo francamente no entiendo sus respuestas –

expresó esto último de modo sarcástico– Por ejemplo, aquí tengo un Quiz mal

evaluado…

– L… –respondió B.–, yo intento explicar todo con muchos ejemplos y con la más

expedita sencillez posible. Por otro lado, en cuanto a ese Quiz, cualquier duda debes

hacerla al final de la clase, pues ahora debemos revisar los contenidos…

– ¡Ah, sí! ¿Y por qué se escabulle? ¿Acaso tiene miedo de estar equivocado?

– No temo estar equivocado; todos podemos cometer errores.

– Pero usted no es humilde… Nunca reconoce sus errores…

– Dime algún error que haya cometido...

– ¡Pues le parecen pocos todos los errores que hemos dicho! –reclamó exasperada L.,

al borde de la histeria, con ojos brillantes de odiosidad.

– Bueno… Si ustedes tienen algún reclamo, les recomiendo que vayan donde su jefa

de carrera y se quejen con ella. Seguramente ella sabrá complacerlos… Yo, por mi

parte, debo hacer la clase.

– ¿Y por qué se pone irónico?, ¿ah?

– Sólo pretendo continuar la clase… –contestó B., extenuado y algo deprimido.

– Siga no más… Si con usted no se puede hablar, no se puede llegar a ningún

acuerdo… –dijo J., altiva y quejosa– Usted se cree dueño de la verdad y nada más. Con

usted no nos podremos entender nunca.

– Bien –aceptó B., mirando de reojo la hora en su celular, anhelando no estar en esa

sala de clases, no estar frente a esa gente que tanto le fastidiaba y deseando estar en un

bar rústico y pintoresco bebiendo unas deliciosas cervezas– Y bien… en qué

estábamos… Perdí el hilo… ¡Ah, sí! Bueno, entonces: ¿qué entienden ustedes en esta

frase y en la explicación dada por F2?

– Lo que yo decía es que no estoy de acuerdo ni con Tomás de Aquino ni con F2 en

cuanto a lo que al amor se refiere –insistió D.

– ¿Entiendes lo que dice Tomás?

– Creo que sí.

– Me parece muy bien; explícanos entonces qué entiende Tomás por el amor.

– Bueno, Tomás dice que el amor es subjetivo y que cada persona entiende el amor

de forma diferente y ama también de manera diferente.

– Tomás no dice eso –objetó B.

Page 13: El Llamado a Concurso

13

– ¡Por qué no! –aportilló J.–, o sea que el único que entiende a Tomás de Aquino es

usted, nadie más…

– Y F2…

–agregó burlesca L.

– Yo no he dicho eso –expresó B., exhausto y con voz ya temblorosa.

– Ve, ¡está nervioso!, no está seguro de lo que dice… Seguramente no sabe lo que

dice saber… –sentenció desafiante L.

– Yo no soy un especialista en tomismo, pero estudié cuatro años y medio filosofía y

estoy en condiciones de hacer esta asignatura. Por favor, alumnos, no incurramos en

querellas ridículas y tratemos de pensar lo que…

– ¿Nos está diciendo ridículos? –chilló L., ya totalmente fuera de sí.

– No –contestó B., muy somnoliento.

– ¡Ah, no! –gritó L.– Esto es inaceptable… Yo me voy directamente a hablar con A3

–expresó decidora y se levantó tomando sus cosas. Salió entonces de la sala seguida de

J. y de otros alumnos y alumnas, con paso firme a reunirse con A3, jefa de carrera de

trabajo social.

Luego de unos breves segundos, en los cuales B. tomó un merecido respiro y se

decidió a reanudar su clase, observó la hora en su celular; quedaban sólo quince minutos

de clase. B. no entendía cómo había transcurrido tan rápido el tiempo y una vez más, a

fuerza de praxis, comprendió a Einstein. Estaba feliz en cierto modo de que no

permaneciesen en la sala esas personalidades tan desagradables, tan tenaces en sus

discusiones vacías propias de telenovela venezolana, y deseaba poder escapar de esta

clase para dirigirse rápidamente a beber unas merecidas cervezas. Sin embargo, le

pesaba el no poder ya revisar, en el escaso tiempo restante, todos los contenidos que

había planificado tratar, producto de las interrupciones y diálogos intrascendentes a los

que se había visto sometido, en contra de su voluntad, en los minutos precedentes. Con

todo, se conformó y emprendió la clase de nuevo con la esperanza de revisar al menos

un fragmento medianamente aceptable del contenido.

– Bien, lamentablemente deberé hacer, de ahora hasta el final, clase expositiva, ya

que debo revisar estos contenidos –Al decir esto se escuchó un murmullo

desaprobatorio en el alumnado.

– Profesor, ¿por qué no seguimos conversando estos temas mejor? –solicitó C., un

alumno gordo y pequeño, también adulto, de carácter débil, mezcla extraña de empatía y

sutil refunfuñeo–, es que cuando usted hace clases expositivas habla muy rápido y no le

entendemos mucho...

– Es que necesito con urgencia exponer estos contenidos…

– Pero no se trata tan solo de que los exponga rápidamente, sino que debe hacerlo de

manera pedagógica, ¿o no? –alegó C.

– No es justo… ¿Por culpa de las otras alumnas que lo interrumpieron ahora nosotros

pagamos el pato? –intervino G., un sujeto flaco y alto, de expresión y labia muy

informal, de pelo y barba largos.

– No tengo otra opción.

– ¿Y por qué no las echó?

– No tengo la autoridad para expulsar alumnos de la sala de clases.

– ¿Cómo que no tiene la autoridad?, ¡pero si usted es el profesor! –exclamó G.

escandalizado.

– No tengo la autoridad como profesor para expulsar de la sala a ningún alumno.

– ¡Che, andá que barbaridad, que cosa, viste! –exclamó E.

– Bueno, ¿entonces la próxima clase esta gente podrá interrumpirlo e impedir el

curso de la clase a su antojo?

Page 14: El Llamado a Concurso

14

– Les recomiendo que hablen el tema con su jefe de carrera… En esta universidad los

docentes que trabajan por convenio de honorarios no tienen autoridad en las aulas; los

que verdaderamente la tienen son los jefes de carrera y los demás funcionarios

administrativos que pertenecen a la planta permanente de la institución. Por otro lado,

debo utilizar estos minutos que quedan en revisar estos contenidos…

En ese instante se asomó por la puerta de la sala Don Gα, jefe de auxiliares de la

jornada, y dijo en voz alta a B. frente al alumnado:

– Don B., disculpe que lo interrumpa, pero la señora ∑ me informó que las clases

debían terminar antes de la hora normal, por razones de fuerza mayor –Ante tal anuncio,

B. perdió definitivamente la paciencia.

– ¿Y por qué no se me informó aquello previamente para poder planificar de manera

adecuada esta clase? –consultó B. muy ofuscado.

– Lo lamento mucho, don B., olvidé informarle esto con antelación, pero de todos

modos es necesario que la clase termine en este preciso instante, ya que yo tengo

órdenes expresas de desalojar la universidad y cerrarla. La universidad debe estar

cerrada en cinco minutos más, ni un minuto más ni un minuto menos, pues se trata de

órdenes superiores.

– ¡Pero insisto!, ¿por qué no se me avisó antes, ah? ¡Es que existe algo de respeto por

los docentes en esta…! –exclamaba colérico B., pero mantuvo el control de su lengua,

aunque golpeando la mesa con su puño, mas de inmediato readquirió el letargo que

antes le embargaba– en esta… universidad…

– Lamento la situación, don B. y le pido por su bien, pero sobre todo por respeto al

alumnado y a nuestra universidad, que se tranquilice… –susurró Gα

de manera rápida y

lacónica, como si se tratase del comentario protocolar acostumbrado en estas

circunstancias, como un trámite insignificante que cumplimentar, y desviando la mirada

mecánicamente dijo a los alumnos– Estimados alumnos y alumnas, les agradeceré

muchísimo que comencemos a abandonar el edificio para cerrarlo cuanto antes; que

tengan un buen fin de semana, muchas gracias.

Así finalizó aquel día la clase de B. Entonces B. caminó por los pasillos de la

universidad entre medio de las diversas miradas provenientes del alumnado, miradas

sonrientes, curiosas, serias o atentas, punzantes, desdeñosas, quisquillosas, venenosas o

compasivas, miradas dirigidas hacia él como si se tratase de un gracioso fenómeno

circense, quizás como un orate diminuto, como un emperador decadente, como un

guerrero herido de muerte revolcándose en el barro de su indefensión. Salió cabizbajo,

derrotado del edificio y se dispuso a caminar por el estrecho pasaje paralelo al mismo,

tratando de sortear el tumulto de alumnos agrupados en él, para conseguir acceder a un

paseo peatonal más ancho y perderse en la oscuridad hacia un destino privado, para

alejarse de lo que a su juicio, en el frenesí de su actual frustración, era una horda

indeseable y demasiado patente. Sin embargo, los alumnos se apiñaban a su alrededor

como una manada de animales herbívoros lentos y mugientes, rodeándolo y apresándolo

en su quietud exasperante, en su espera eterna, manada avanzando con un ritmo

desesperantemente pausado, flemático, como si su existencia se jugara en esa paciente y

estúpida procesión. B. intentaba esquivarlos y avanzar entre ellos rápidamente,

sorteándolos con destreza, más los alumnos se interponían en su camino y le

obstaculizaban el paso, obligándolo a formar parte de la siesta caminante, a sumergirse

en la amodorrada masa de la indiferencia.

B. sospechaba entonces que los alumnos estaban de algún modo, quizás instintiva o

hasta racionalmente, coludidos en una abusiva complicidad para impedirle avanzar

hacia su destino, para atenazarlo a su indolencia; pensaba –y a momentos creía tener

íntima certeza– de que los más perspicaces y conspicuos dominaban al resto, a la masa

Page 15: El Llamado a Concurso

15

más imberbe, con el subrepticio afán de amedrentarlo y dominarlo, para obligarlo a

pertenecer al olvido, para ser absorbido por el tiempo ciego, pero a momentos le parecía

que la fuerza rectora era un movimiento inconsciente de la naturaleza circundante. B.

reflexionaba un instante, ideaba, sin mucha industria y con obligada rapidez, una

estrategia aparentemente eficaz para burlar a la manada e intentaba ejercitar tal

maniobra, más al avanzar hacia un flanco aparentemente despejado, de inmediato varias

sombras femeninas y masculinas se apelotonaban allí, obstaculizándolo, riendo y

charlando cuestiones estudiantiles o caseras. Sin embargo, ninguna de las sombras lo

miraba directamente a la cara; por un momento parecían ignorar por completo su

existencia. Luego intentaba avanzar por otro flanco y sucedía lo mismo. Sin embargo,

también era a momentos jalado por brazos enérgicos para no escapar, lo cual le hacía

entender que en cierto sector de la manada había sombras que sí estaban ciertas de su

existir y de sus fugitivas intenciones. Tales siluetas lo aprisionaban para pertenecer a

aquella atmósfera que para él constituía, sin duda, un mar claustrofóbico de amarguras

antiquísimas y venideras.

De pronto, B. quiso detenerse y remecer su rostro, restregar sus ojos para constatar si

lo que ocurría era real o no. Se detuvo, pero fue empujado hacia dentro de sí mismo por

una fuerza omnipotente; se restregó los ojos y halló de súbito la oscuridad absoluta.

Cerró y abrió de nuevo los ojos, y se vio a sí mismo detenido en frente del portón del

edificio. Vivió segundos de viajes enigmáticos y desesperantes, momentos de vértigo

ahogado; experimentó la pequeñez que algunos viven ante la lejanía del vientre

verdadero, del hogar más preciado. Al frente suyo ya no había alumnos; de hecho,

alrededor no había prácticamente nadie; observó el callejón totalmente despoblado,

hundido en esa noche profunda de invierno, con aquellas banquetas y postes de luz que

siempre había contemplado sin atención, pero que ahora eran tan nítidos e

imprescindibles para el ocaso de su engaño. En realidad, sólo había una persona, era Gώ,

un auxiliar subalterno, hombre moreno y muy pequeño, evangélico, muy amable e

inspirador de bondad. El hombre lo miraba con paciente atención y con cierta cariñosa

espera. Al reconocerlo B., el hombrecito se despidió de él con amena cortesía, casi con

acogedora familiaridad.

– Que tenga un buen fin de semana, don B.

– Y usted también, muchas gracias –respondió B. con entusiasta gratitud.

Así, B. comenzó a caminar por el pasaje desolado. Meditaba lo anteriormente

ocurrido como una preocupante alucinación, como el terrorífico indicio de una posible

esquizofrenia, pero atribuyó todo, al fin, sin reparos, a un viaje mental producido por el

agobio. Pensó después en relajarse bebiendo cerveza, pero meditó en un alegre

comensal al que llamar. Buscó en su celular algún nombre y número adecuado, pero en

realidad las pocas personas que contenía en la agenda no eran indicadas para compartir

una agradable jarana. Por un instante pensó que prácticamente no tenía amistades, que

sólo se tenía a sí mismo y algunos billetes en sus bolsillos. Reflexionó entonces que los

amigos y en general los seres amados no se buscan sino que simplemente aparecen,

aunque ya estuvieran presentes desde siempre, y que si en verdad pertenecen al amor

íntimo y equilibrado, aquel que desborda alegría y sentido, entonces permanecen

complicentes como luces invaluables, constantes, redentoras frente a los miedos

culpables, frente a los abismos amenazantes de congoja humana.

B. avanzaba tranquilo y preclaro, silencioso y adormecido en medio de la noche,

sabiendo que tenía a su familia, a sus padres y hermanos que lo amaban, y sabiendo que

tenía a su novia, una jovencita hermosa en cuerpo y espíritu, leal, dulce, inteligente,

alegre, una compañera verdadera y única para su vida, lucero de esperanza y horizonte

en medio del incierto mundo humano. Pero meditó y sintió agrado por la idea de beber

Page 16: El Llamado a Concurso

16

en esta oportunidad unas cervezas solo, siendo él mismo su compañía, para meditar una

serie de cuestiones metafísicas que le interesaban bastante. Así, B. avanzó silencioso y

confortado hacia la augusta y melancólica soledad de unas anónimas cervezas.

III

Cabe señalar que la asignatura en cuestión que B. realizaba ese semestre finalizó

sumergida en un ambiente denso y perjudicial para su autoestima como docente y como

persona. Los mismos alumnos conflictivos se mostraron laboriosos hasta el final en su

animadversión y se esforzaron una y otra vez en poner ojo clínico, crítico y reprensor a

cuales quiera minucias que se presentaban paso a paso, siguiendo y fomentando esa

dinámica hasta el examen final, a fin de cosechar querellas y malentendidos

insignificantes a su haber, procediendo hacendosos como pequeños y dedicados obreros

de una pueril, perpetua y hedonista belicosidad.

Naturalmente, B. comprendía que la causa general de tal situación obedecía sobre

todo a la manera en que se enfocaba la enseñanza y la relación con el alumnado en la

universidad privada X. Por tanto, le parecía una problemática que él, con sus propias

fuerzas, no podía solucionar, y en realidad no pretendía esforzarse en ello. “Cuando la

manzana está podrida en la superficie, se pueden cortar con un buen cuchillo los

sectores malos del fruto, pero cuando la manzana está podrida casi en su totalidad, ya no

hay salida; sólo echarla a la basura y esperar a que termine de descomponerse…” pensó

y se sentó a revisar en su PC el mensaje de e-mail dirigido a F. donde hacía constar su

renuncia definitiva al trabajo de docente. Es cierto que formalmente B. no renunciaba,

pues como docente de esta universidad no tenía contrato indefinido sino sólo convenio

de honorarios, por lo que, más que renunciar, daba constancia de que no continuaría en

la institución y, por ende, no firmaría el nuevo convenio. Abrió el documento Word

donde tenía respaldado el mensaje y lo revisó. El documento decía:

“F.:

Te escribo para hacerte expresa mi renuncia al rol de docente que desempeño en la

universidad. Las razones son evidentes y hablan por sí solas. Sin embargo, las expondré

brevemente para dejar constancia de ellas. Durante tres años y medio de labor docente

en la universidad privada X he vivido sucesiva y sistemáticamente conflictos tanto con

los jefes de carrera como con el alumnado, primero en el tiempo en que tenía como jefe

a R. y luego siendo tú mi jefe. Desde el comienzo se me ha presionado por evaluar

positivamente a los alumnos y tal exigencia muchas veces ha lidiado con mi vocación y

consecuencia pedagógicas, así como, desde luego, con mi integridad personal.

Cuando he tenido buenos grupos de alumnos y ellos han demostrado, por tanto, un

buen rendimiento, ustedes no se han quejado para nada, pues las notas positivas,

establecidas con justicia por mí, les han venido a ustedes, jefes de carrera, como anillo

al dedo, conforme a la necesidad de mantener este gran negocio de la empresa

educacional; pero cuando he tenido alumnos deficientes y las notas expresan su bajo

nivel de rendimiento, entonces ustedes se han preocupado de manipular mi asignatura,

de presionarme y chantajearme para que evalúe a los alumnos bajo ciertos parámetros,

aprobándolos y logrando las cifras que ustedes exigen para presentarlas a sus monitores

jefes en la capital.

Muchas veces se me ha exigido mediante chantaje que evalúe positivamente a

alumnos que poseen un rendimiento muy deficiente, lo cual ha significado para mí una

exigencia injusta y poco ética, considerando que la labor esencial de un verdadero

Page 17: El Llamado a Concurso

17

profesor es enseñar eficientemente y lograr transformaciones cualitativas positivas en la

formación personal de los alumnos, lo cual no se logra fomentando la mediocridad o la

negligencia pedagógicas.

Además, desde hace tiempo he insistido que se me diesen reglas claras para proceder,

pero los jefes de carrera –entre ellos tú– no desean entregar y establecer reglas claras y

fundamentales a sus docentes subalternos, pues si proceden así pierden el poder que

requieren tener para controlar al grupo docente. Si hay reglas claras y elementales, que

no se puedan modificar a piacere, o que sólo sufran modificaciones verdaderamente

excepcionales, ustedes pierden entonces la capacidad de control que sí poseen cuando el

grupo docente no cuenta con un panorama consistente de reglas de acción.

A ustedes, los jefes de carrera, les interesa que el docente no tenga un marco de

reglas a las que atenerse, ofrecen reglas provisorias al principio del ciclo académico y

después, a lo largo del camino, establecen reglas contrarias o contradictorias a esas

reglas previas, argumentando que el reglamento es sólo una guía general y que hay que

velar por las excepciones merced al dinamismo del proceso pedagógico; ustedes obligan

a los profesores a cambiar las reglas con el alumnado y a desdecirse con el mismo,

haciendo que aparezcan como poco serios, indignos de crédito y confianza por parte de

los alumnos. A su vez, lo que a ustedes les interesa como jefes de carrera es sólo cuidar

su pega, ya que necesitan que no haya un procedimiento reglamentado sino que el

panorama se modifique en concordancia a la obtención de los índices y cifras adecuados

para ser presentados a la casa central de la universidad en la capital, desde donde

ustedes son monitoreados y les exigen ciertos resultados esperados en el semestre

académico, resultados que deben ser coincidentes y adecuados con los estándares

ideales para el sistema de acreditación educacional.

Yo comprendo que ustedes quieran cuidar su pega, todos desean tener trabajo para

poder subsistir, pero yo les he insistido y rogado que confíen en mí y que establezcamos

un diálogo sincero y confiado en el cual ustedes me expongan sus objetivos reales y

creemos una armonía entre las exigencias pedagógica y académico-comercial, acuerdo

en el cual yo pueda proceder del modo en que ustedes estimen conveniente y así yo

realice mi trabajo tranquilamente, sin tener que vivir experiencias desagradables.

Sin embargo, ustedes se han mostrado sistemáticamente desconfiados, lejanos y

manipuladores con respecto a mí. De un lado han esbozado sonrisas muy agradables y

protocolares, que un incauto o novato juzgaría de franca amabilidad, pero por otro lado

han repetido año tras año el mismo jueguito que antes he descrito: asegurarme en

primera instancia sobre la necesidad de realizar el curso mediante ciertas reglas y luego,

a mitad del ramo, someterme a reglas nuevas y contradictorias, obligándome a

desdecirme con el alumnado y a entrar en naturales cursos de conflicto; han persistido

en monitorear y controlar las calificaciones, sin importarles la causa de las mismas, es

decir, en qué contexto y por qué razón fueron establecidas así, sino sólo importándoles

los números en el libro, para rellenar con éxito sus informes académicos. Tal actitud que

ustedes asumen me parece del todo anti-ética, por ende, muy censurable y además

mafiosa y prepotente.

Con la mayoría de mis cursos, a lo largo de mi breve labor docente, no he tenido

ningún problemas y he creado una sana amistad, pues he tenido la fortuna de

relacionarme con personas bien intencionadas y comprensivas, entre las cuales había

alumnos estudiosos y capaces, así como también alumnos que tenían mayores

dificultades, pero con los cuales podíamos coordinarnos bien y avanzar armónica y

exitosamente hacia los objetivos propuestos. Con todos estos alumnos, la mayoría del

total de alumnos que he tenido, desarrollé en general una excelente relación y logré, con

su ayuda, sortear los obstáculos inherentes al proceso pedagógico, así como también

Page 18: El Llamado a Concurso

18

con su ayuda pude sortear los obstáculos que ustedes fueron poniendo en mi camino

sistemáticamente, ya que pareciera que la labor de ustedes como jefes de carrera, más

que guiar y coordinar el trabajo de los docentes, es amargarles la existencia y

someterlos continuamente a nuevas y desagradables dificultades.

Sin embargo, con algunos cursos y/o alumnos no he tenido la fortuna de lograr

confianza y buena relación, y entonces ha comenzado a trabajar la maquinaria de

control y represión de los jefes de carrera. Tal maquinaria está diseñada para reprimir y

conducir al docente vía amenaza y temor hacia un fin deseado, antes que entrar con él

en un sincero y amistoso diálogo de trabajo verdaderamente coordinado. Cuando me he

topado con esos cursos y/o alumnos, la maquinaria ha comenzado su tarea, empezando

por acercarse y consultar a los alumnos de mal rendimiento sobre su impresión respecto

al curso, recopilando, naturalmente, impresiones parciales y aisladas de insatisfacción y

preocupación respecto al rumbo de la asignatura. Acto seguido, la maquinaria ha tejido

el panorama para interpelar al docente haciéndolo temer por su estabilidad en la

institución, acusándolo formalmente de graves errores en su desempeño y exhortándolo

a cambiar su actitud, a seguir nuevas reglas de acción, por su propio bien; y la

maquinaria ha hecho todo esto sin antes consultar al profesor por su impresión respecto

del asunto, pues de seguro el testimonio del profesor, si bien debiera ser importante,

parece en buenas cuentas no tener ningún valor objetivo...

No obstante, pareciera que el docente es de antemano culpable de las acusaciones

que se le impartan y parece que es –y debe ser– mano de obra, mula que debe ser

conducida, orientada a la fuerza hacia un fin del que, a juicio de la autoridad, él, como

docente obrero, no puede ser consciente por sí mismo. Parece que el docente debe ser

fustigado y domado, llevado a la fuerza al corral en el que le es asignado permanecer.

Pareciera que con el docente no se pueden lograr acuerdos sinceros y preclaros sino que

se lo debe amaestrar y domeñar; y si es que el docente es una persona muy empática y

abierta al diálogo, capacitado para el sometimiento a cambios, igualmente se lo debe

exponer de vez en cuando a la sana presión del antojadizo y prestidigitador aparato

reglamentario de la institución, para que no olvide su posición en la jerarquía, para que

no olvide que es un asalariado de la educación, un sirviente de sus superiores y de los

clientes, que son los alumnos, los que pagan, y que, por el solo hecho de pagar, están en

condiciones y en plena facultad de someter al docente a tratos injustificados, así como

de exigir, con patronal alboroto, sus notas positivas como lindos regalitos de navidad...

A lo largo de mi desempeño docente en la universidad, me he atenido siempre a los

programas de asignatura, he diseñado y realizado la enseñanza en concordancia fiel y

estricta a los contenidos reseñados en el programa de cada asignatura. Asimismo, he

diseñado y aplicado las evaluaciones en concordancia a los contenidos establecidos y a

las sugerencias metodológicas dadas por los coordinadores y por los programas de

estudio. Tengo el testimonio a mi favor de muchos alumnos de que mis clases han sido

siempre verdaderamente explicativas y dialogales, y muchas generaciones de alumnos

han considerado una buena asignatura su experiencia conmigo. No se me puede

reprochar, en ningún caso, un rendimiento insuficiente en mi desempeño docente, y

muchísimos alumnos son testigos fieles de eso. Lo que siempre ha ocurrido a lo largo de

estos años es que las acusaciones de ciertos alumnos –escasos, de mala base educacional

y de mal rendimiento– hacia mí, en el sentido de ser poco claro y poco serio en la

evaluación, no han sido más que calumnias apoyadas siempre oportunistamente por los

jefes de carrera, como material de apoyo para ejercitar su estrategia de represión y

control.

Como ves, el asunto no es trivial, sino medular a la organización y gestión de la

universidad. Una golondrina no hace verano; yo no puedo luchar contra esta forma de

Page 19: El Llamado a Concurso

19

trabajar tan retorcida que tienen ustedes y en realidad sólo deseo descansar por un buen

tiempo, verme lejos de gente tan extraña –los jefes de carrera–, individuos infantiles y

esmerados en sus quisquillosas maquinaciones –muy trascendentales para ellos–, seres

anónimos y caprichosos, altivos y ególatras, minúsculos e indescifrables, mafiosos

creadores de tramas teatrales subrepticias, congregados en pequeñas salas de reuniones,

laboriosos en la producción abstracta de inquinas y querellas, personajes kafkianos,

funcionarios de la burocracia educacional, gentes muy, muy singulares…

No tengo más que decir. Mi decisión es definitiva e irrevocable, adiós.”

Una vez que B. revisó el mensaje, se sintió muy satisfecho con el mismo y lo envió

por e-mail a su jefe. En ese instante, tocaron la puerta de su pieza, era su hermana

mayor, persuasiva psicóloga llamada µ.

– ¿B., estás ahí?

– Sí –La hermana entró a la pieza, saludó con un cariñoso beso a B. y se sentó en la

cama frente a él, quien se encontraba sentado en una silla frente al PC.

– ¿Vas a ir a entregar curriculum para esa pega que salió en el diario? –B. tomó el

diario y leyó a µ el aviso de la oferta laboral.

– µ, mira, el aviso dice: “Se abre oficialmente concurso de trabajo en la oficina de

salud municipal para profesionales de la salud y otros profesionales; dejar curriculum en

la Ilustre municipalidad de Ẁ –ciudad donde residía B.–”. No creo que tenga sentido

dejar curriculum en este trabajo pues el aviso dice explícitamente que se necesitan

profesionales de la salud para la oficina de salud municipal; yo soy Licenciado en

Filosofía y Magister en Filosofía, por lo que en realidad mi formación no se relaciona

con esta área laboral.

– Pero el aviso también añade que se necesitan “otros profesionales” –objetó µ.

– Sí, pero seguramente son profesionales relacionados con el área de la salud –repuso

B.

– ¿Pero estás totalmente seguro de eso? Más bien, ¿estás seguro que tu formación no

tenga relación con el área de la salud, en específico, con los trabajos que se ofertan en

este concurso?

– En realidad, no…

– ¿Y entonces? Si pones atención, verás que en este aviso simplemente se dice “otros

profesionales” y, de un lado, no es seguro que sólo deban ser correspondientes al área

de la salud y, de otro, tampoco posees certeza definitiva de que tu formación sea

incompatible o no tenga relación con el área de la salud –finalizó persuasiva µ y B. se

sintió algo tenso y acorralado en el diálogo.

– ¡Pero µ, si el aviso lo deja medianamente claro!, se trata de profesionales

relacionados con la salud y, si lo analizamos fríamente, es justo pensar que la filosofía

no se relaciona con la salud…

– ¿No vas a dejar curriculum entonces?

– No.

– ¿No te vas a presentar a este concurso entonces y no vas a buscar trabajo?

– Sí buscaré trabajo, pero en otro concurso o en otro aviso laboral.

– Pero, ¿y qué sucederá si en la próxima oportunidad existe algún detalle negativo

mediante el cual te persuadas nuevamente, a ti mismo, de renunciar de antemano a

postular al trabajo? Puede suceder en toda oportunidad que busques algún aspecto

negativo y te aferres a él para renunciar de antemano a perseguir una opción laboral…

¿o no?

Page 20: El Llamado a Concurso

20

– No me estoy predisponiendo negativamente, µ. Mi intención es trabajar. Yo no le

hago asco al trabajo y al esfuerzo, pero creo que debo esperar a que aparezcan ofertas

que tengan verdadera relación con mi área.

– ¡Pero si ni siquiera sabes si no tienes posibilidad en este trabajo! Has concluido

precipitadamente que la clausula “otros profesionales” excluye de antemano a filósofos.

¿Qué razones o elementos te hacen demostrar eso con tanta seguridad?, ¿por qué no

quieres ni siquiera dejar curriculum ahí?, ¿es acaso algo tan dificultoso el dejar ahí un

curriculum? –insistió tenaz µ.

– ¡Porque es claro que el concurso no corresponde a mi área! –repitió cansado B.

En ese instante se llamó a toda la familia a almorzar. Todos se sentaron a la mesa y µ

prosiguió la charla con B., pero ahora con presencia de los padres y el hermano de

ambos. El padre se llamaba &, la madre % y el hermano $, mayor que B., pero menor

que µ.

– Yo creo que es malo concientizarse mal y previamente ante cualquier oferta laboral

–persistió µ, mientras la madre servía los platos con lasaña– y te recomiendo que vayas

a dejar curriculum al concurso laboral.

– ¿Para qué, si es lógico que no voy a ser seleccionado? –alegó B., visiblemente

incómodo.

– ¡Por qué va a ser lógico, hombre! La cláusula de “otros profesionales” es un

denominativo genérico, es general; por ende, admite que tú, por ejemplo, presentes

curriculum, ¿o no?

– No…

– ¿Qué concurso? – interrogó &, el padre de familia.

– Un concurso para profesionales de la salud… –aclaró B.

– No sólo para profesionales de la salud –corrigió µ–. ¿Dónde está el diario?

– En la pieza –contestó B.

– En el diario… –continuó µ– dice expresamente que se necesitan profesionales de la

salud y “otros profesionales”…

– ¡Para la oficina de salud municipal! –alegó B., tomándose la cabeza en símbolo de

cansancio.

– ¿Por qué no vas a dejar curriculum? –interrogó & a B.

– ¡Porque no tiene sentido hacerlo!, es absurdo… El aviso señala que se necesitan

profesionales para el área de la salud…

– Pero también se necesitan otros profesionales… –intervino $, el hermano ingeniero

comercial– ¿Piensas esperar la pega perfecta y estar sin plata cuanto tiempo? Tú sabes

perfectamente bien que el dinero es importante.

– Yo pienso que debes ir a hacer los trámites y dejar tu postulación al concurso –

opinó & mientras bebía vino y manducaba un trozo pequeño de lasaña.

– Es una opción de trabajo, B., debes optar a ella –aconsejó %, la madre tierna y

dedicada, laboriosa dueña de casa, madre que ama a sus hijos.

– Si no resulta, bueno… mala suerte, pero no puedes predisponerte negativamente así

como lo estás haciendo…–explicó $.

– Uff… pero si les he dicho que no tengo opciones en esta oferta laboral; la oferta

deja las cosas claras por sí mismas, ¿es que acaso no se dan cuenta? –respondió quejoso

B.

– Eres tú el que supones eso, pues la opción de “otros profesionales” abre una puerta

que tú, quizás por qué obstinada razón, pretendes desechar de antemano –contrarió &.

– No tengo título profesional; sólo tengo grados: licenciado y magister. Además, soy

del área humanista y esta es el área de la salud. Francamente creo que deberían analizar

el tema en ese sentido… –persistió B.

Page 21: El Llamado a Concurso

21

– Bueno, ¿sabes qué? –declaró ya molesta y algo ofuscada µ– Si no quieres postular,

no lo hagas… Nosotros ya te explicamos por qué sería bueno que postules.

– Si, no voy a postular, ¿entienden? No voy a postular a ese concurso porque no tiene

sentido hacerlo –dictaminó taxativo B.– Y, por favor, ¿cambiemos el tema para que el

almuerzo sea agradable?

Al día siguiente, B. se levantó muy temprano para ir al centro de la ciudad a realizar

los trámites pertinentes de postulación al concurso antedicho, a recolectar toda la

documentación necesaria para postular. Al subir a la micro abrió la carpeta en la que

guardaría los documentos y sacó un papel donde tenía anotados todos los nombres de

los documentos necesarios a presentar. En la lista figuraban, además de los documentos

a solicitar con su precio respectivo y recinto de solicitud, también los documentos que él

mismo debía preparar. Los documentos eran: curriculum vitae actualizado (con todos

los documentos idóneos: certificado de experiencia laboral por parte de las instituciones

o empresas en que haya trabajado y certificados de título profesional o certificado de

grado académico), certificado de nacimiento, fotocopia legalizada de título profesional,

fotocopia de carnet de identidad por ambas carillas, certificado de situación militar al

día, papel de antecedentes judiciales, formulario completo de postulación al trabajo,

certificado de constancia de que no ha sido expulsado ni ha tenido problemas laborales

en ninguna institución pública, cartas de recomendación ofrecidas desde sus anteriores

trabajos con timbres comprobatorios respectivos a las instituciones o empresas en que

trabajó, certificado de residencia permanente en el país, licencia de enseñanza media,

además de otros documentos de interés que aquí no cabe precisar...

B. bajó de la micro en el centro de la ciudad y comenzó a caminar hacia el registro

civil para comenzar sus trámites; sin embargo, en una esquina fue interceptado por Z1,

un buen amigo suyo, al que todas las personas que le conocían calificaban como un

buen tipo. Z1 era alto, moreno, de rostro algo moreno y ameno; vestía de manera muy

llamativa y juvenil, pero con buen gusto, era muy agradable y relajado, estudiaba

ingeniería comercial. Ambos se saludaron con natural afectuosidad.

– Hola B., ¿cómo estai’?

– Bien, ¿y tú?

– Bien.

– Am… ¿Estai’ ocupado? –En ese instante, Z1

comenzó a referir a B. cuestiones que,

si bien eran interesantes, B. no las podía atender debido a su premura en las diligencias.

– Sí, debo hacer unos trámites para postular a una pega...

– ¡Ah, piola…! Oye… fui donde los Krishna a cocinar, ¿te conté?

– No.

– ¡Tuvo’ pioolaa’!

– ¿Sí?

– Sí; aprendí a hacer una salsa bacán’ que se servía en unos tacos, o sea, en realidad

no eran tacos, eran como unas masitas hechas con levadura y me enseñaron otras cosas

bacanes…

– Mm…

– ¿Qué vai’ a hacer más tarde? Podríamos charlar unas cervecitas...

– Sí pues; yo te llamo más tarde o hablamos por MSN…

– Dale… Oye…

– ¿Sí?

– ¿Te conté que fui a la cámara de comercio?

– No.

– Am… me fue bien, tuvo pioola’…

– ¿Sí?

Page 22: El Llamado a Concurso

22

– Ee… Hablé con una señora y la vi bien motivada con mis ideas de crear conciencia

y de organizar a los mini empresarios para combatir el monopolio; estuvo bien.

– Bacán.

– ¡Ee! La señora se mostró interesada y conversamos tendido sobre estas ideas y me

habló cosas bacanes. Oye, ¿acompáñame a comprar acá cerca y te cuento?

– No puedo, debo hacer trámites.

– Nah… no seai’ maricón, si no nos demoramos nada…

– Z1, me levanté temprano a hacer trámites, ¿comprendes?

– Ah… dale… pero deja contarte rápido lo que conversé con la señora…

– ¿Qué tal si hablamos por MSN en la noche o bien me vas a ver un rato después?

– Dale… puta’, ya…

– Ok, nos vemos pronto amigo...

– Chao, suerte…

Así B., una vez que pudo desligarse de su buen amigo, siguió su camino hacia el

registro civil. Una vez que llegó a este, ingresó. El registro consistía en un gran salón

donde se organizaban los mesones de atención, que dividían el sector de acceso para el

público y al sector privado de los funcionarios. En el sector para el público estaban

apostadas las filas de duras sillas plásticas de espera; además habían, sostenidos

metálicamente en las murallas, dos telelevisores pequeños, en los cuales se mostraban

programas de difusión de temas ambientalistas del canal National Geographic,

programas del mundo natural relatados por voces de acento español. Había bastante

gente y los asientos estaban prácticamente todos ocupados, pero precisamente cuando

B. entró una señora se levantó con su guagua y B. aprovechó la oportunidad para

sentarse. Comenzó a esperar y a sumergirse en el relato y las imágenes del programa de

turno; el programa decía, narrado en acento español, algo por el estilo: “Los pequeños

ñus han vivido una infancia feliz junto a la manada, pero ellos aún desconocen los

peligros de la agreste sabana y, en particular, este pequeño ñu ignora por completo el

hecho de que en unos minutos más ha de morir…” Al lado de B. había una mujer

relativamente joven con dos niños; los pequeños eran muy inquietos y uno de ellos

observaba a B. con expresión sádica y burlona, como meditando qué hacer para

perturbar su existencia. El niño comenzó pues por tomar el pantalón B. y tironearlo

insistentemente.

– Oiga –dijo B. a la mujer–, ¿podría preocuparse de su hijo?, me está tirando el

pantalón…

– ¡Que te pasa con el cauro’ chico, hueon’ oh’! –se limitó a responder la mujer, con

actitud bastante grosera y desafiante. B. comprendió que no había diálogo posible con

ella. Entonces el niño escupió la camisa de B, riendo sádicamente, con ojos muy

abiertos y brillantes.

– Oiga, su hijo escupió mi camisa; si usted no lo controla voy a tener que darle una

lección a usted, ya que el niño no tiene la culpa que lo críen tan mal…

– ¡Qué huea’ ni qué lección, concha tu mare’! ¿Me estai’ amenazando, gil culiao’?

Ey, Bryan, este hueon’ me quiere pelar el cable… –exclamó la mujer hacia su pareja, un

tipo, por así decirlo –y sin afán elitista–, bastante poblacional. El sujeto vestía ropa muy

chillona y marquera, de estilo rapero norteamericano; el sujeto se dio vuelta y B., al

contemplarlo, sintió, es verdad, profundo temor.

– ¿Qué hua’ te pasa con mi mina, loco?, ¿los’ querí’ vacilarlo’? –preguntó el sujeto

mientras se acercaba amenazante, haciendo movimientos muy expresivos con sus

brazos.

– El niño escupió mi camisa –se limitó a responder B.

– ¡Ah!, ya… lo hubierai’ dicho ante’, pu’…

Page 23: El Llamado a Concurso

23

– Recién estamos hablando… –aclaró B.

– Ey, Prisci’, no hueí’ acá al loquito, po’ loca, y vo’, Michael, no le tirí’ pollo al

cahallero’; o me hací’ caso o te aforro en la casa, ah… Disculpe, compañero, que este

pendejo e’ entero e’ cuaático’… como su papito no ma’… déjeme limpiarlo…

– No se preocupe… yo me limpio…

– Vale hermanito…

La mujer aprovechó de pedir disculpas brevemente a B. por lo ocurrido y todo volvió

aparentemente a la normalidad; el niño, primero, se quedó tranquilo y al constatar que

B. ya no era fuente posible de diversión para él, se bajó de las faldas de su madre y se

alejó un poco, junto con su hermanito menor, para jugar en el piso. B. se concentró

nuevamente en el programa televisivo, pero de pronto la mujer puso en su celular una

canción de reggaetón muy popular en la actualidad, cuya letra decía:

Y es que mi cama huele a ti, a tu perfume de miel, a ti

Cierro los ojos y pienso en ti, en tu perfume de miel, en ti…

El celular emitía la canción a un nivel ciertamente irrespetuoso respecto de las

personas ubicadas alrededor y lo hacía con tal frecuencia que impedía a B. poder

escuchar el relato español del programa. B. pensaba que tal música detestable no podía

agradar a ninguno de los presentes. Observó a su alrededor y contempló rostros ajenos y

pusilánimes. Había un anciano, de cabello muy blanco, lentes antiguos gigantes y de

actitud muy pasiva, satisfecho, pero a la vez indiferente a todo lo que lo rodeaba; habían

también unas señoras muy arregladas que conversaban y reían alegres, totalmente ajenas

a la música, absortas en su plática jovial. Por último, había un sujeto flaco y alto, de

pelo castaño, rostro pálido, enjuto y serio, callado y muy tieso, al punto que casi pudiese

pensarse que era un maniquí o un cadáver. B. comprendió que a las personas ubicadas

alrededor les importaba bien poco que la música sonara o no; sin embargo, a él le

fastidiaba profundamente.

En un principio, a B. le había molestado el acento español del relato televisivo, pero

la temática del programa le parecía, si no entretenida, si al menos interesante, útil para

capear el aburrimiento de la espera. Así, curiosamente, producto de la ventaja del

programa en ese sentido y debido a la interrupción invasiva que ocasionaba la mujer

popular con su música, a B. le pareció, de pronto, del todo imprescindible y hasta

necesario poder escuchar el programa, tratándose por ende, para él, casi de un asunto de

vida o muerte, en el que parecía jugarse su integridad y bienestar personal. B, sentía

entonces una profunda animadversión hacia la mujer, hacia su pareja y hacia sus niños,

que le parecían ser gente muy ordinaria y vulgar, totalmente invasivas y maleducadas

hacia sus semejantes; deseaba explotar de rabia y poner las cosas en su lugar de una vez.

No obstante, el conflicto anterior lo hizo reflexionar y entender que había cierto tipo de

gente con la cual no se podía dialogar, por lo que se mordió los labios y procuró

mantenerse callado y cauteloso, a fin de no crear enconos hacia su persona y poder

pasar el mal rato de la manera más tranquila posible.

Así, ocupado en pensamientos negativos y teniendo presente en sus oídos, sin tregua,

el ritmo regaettonero, B. cayó de pronto en la cuenta de una realidad presente muy

desagradable: se percató de que antes de sentarse debía haber sacado un número de

turno desde una maquinita numeraria apostada a lo alto de una muralla. Comprendió

que habían pasado ya varios minutos desde que había llegado y que el conteo de la lista

de espera se había alejado muchísimo del posible número que él pudiese sacar. Entonces

B. sintió una furia muda hacia sí mismo y pensó: “¿Pa’ qué sirvieron tantos años de

filosofía, ahueonao’?”. Sabía de debía levantarse a sacar un número, pero, en virtud de

Page 24: El Llamado a Concurso

24

que el lugar se encontraba prácticamente lleno, perdería irremediablemente su asiento y

seguramente tendría que esperar muchísimo tiempo de pie.

La toma de conciencia de su presente condición incrementó su malestar y fastidio,

pero no había otra salida. De todos modos, le pidió a una de las señoras parlantes que le

guardara el asiento y la señora accedió muy alegre. B. se levantó y pidió permiso para

salir de la fila, dirigiéndose a sacar su numerito; apenas abandonó su silla ya había

alguien bien instalado en ella. Llegó a su destino, sacó su número y, de pronto, un

caballero algo obeso lo miró y le alcanzó un número que tenía en su poder.

– Tome éste –dijo el sujeto, sonriendo muy amable.

– Muchas gracias –respondió B., plenamente reconfortado; vio el número en el que

iba el conteo oficial en el tablero electrónico: 66 b. Luego vio el número que él había

sacado recién, que era el 36 c, mientras que el número que le había dado el amable

sujeto era el 54 b. Por tanto, si no hubiese recibido ese número, tendría que haber

esperado a que la lista avanzara y completara la centena b, comenzara la lista c y llegara

al número que él había sacado. Por el contrario, con el número en buena hora recibido,

sólo debía esperar doce turnos dentro de la centena b, si bien es cierto, de pie, pero sólo

doce turnos, lo cual era ciertamente más soportable.

Muy satisfecho y dando un gentil palmoteo en la espalda de su salvador, se dispuso a

esperar. El sujeto obeso empezó a hablarle a B. y éste lo escuchaba. B. le tomaba

atención, de un lado, por obligada gratitud y, de otro, para descubrir si se trataba de una

persona interesante.

– Uff… todos los trámites que uno tiene que hacer; obvio que no son baratos…

Todos juntos salen bien caros… si los sumas son plata y plata… –se quejó el sujeto,

mirando de reojo a B. y esbozando una sonrisa semejante a la de Elvis Presley–.

Además que la cosa hoy en día está difícil… no hay pega y todo sale plata…

Ante este comentario del sujeto, B. no supo qué responder. No pudo más que esbozar

una leve e inexpresiva sonrisa aprobatoria y un gesto de asentimiento con su cabeza.

– Y lo peor es eso… –prosiguió el sujeto– no hay pega; pa’ más remate estoy

cesante…

– Mm –interjeccionó B.

– ¿Y que haces tú?

– Hacía clases; ahora soy cesante.

– Bienvenido al club, compadre… –respondió sonriendo el sujeto, ofreciendo la

mano a B., a lo que éste se la estrechó, sin mucho ahínco, y esbozó una sonrisa

pensativa– ¿Y hacías clases de qué?

– De filosofía.

– ¡Ah, cesante ilustrado!, ¡fabuloso! Yo soy un cesante comercial… soy técnico en

administración de empresas, pero ninguna empresa me contrata… jajaj –agregó el

sujeto, lanzando una gran carcajada, como si lo último dicho fuese extremadamente

gracioso. B. se sentía algo incómodo con su interlocutor y prefería alejarse de él, pero su

buena voluntad le obligaba a permanecer ahí; sentía que era su obligación ser cortés con

él y retribuirle al menos con su atención el gran favor de haberle salvado de una

desagradable espera. B. observó el tablero electrónico; el conteo iba en el número 60 b–

¿Y qué hacen los filósofos para ganarse el pan?

– Clases… –respondió B.– Disculpe… ¿Usted, ee… tú no esperas un turno? –

consultó B., tratando de aparentar una gentil preocupación por su igual, pero queriendo

en verdad enterarse de aquello para dilucidar cuando podría liberarse de esta inesperada

compañía.

– No, a mí ya me atendieron, pero debo esperar un rato para recibir los

documentos… ¿Y por qué estudiaste filosofía?, ¿para qué?

Page 25: El Llamado a Concurso

25

– En realidad no se…

– ¿Cómo es eso?

– Supongo que fue un sueño adolescente… –contestó B., con dejo un tanto irónico,

pero a la vez lapidario.

– Mm… Bueno, en realidad a mí me gustó bastante lo que estudié; me gusta todo lo

relacionado con las finanzas… Además, pienso que tengo buen ojo para los negocios,

aunque no tengo un capital necesario para empezar uno propio, si bien se que en algún

momento la tendré, y pronto… Estoy por recibir una herencia, es harta plata, y pienso

postular a un proyecto CORFO para abrir una consultora de emprendimiento… Se trata

de un buen proyecto en el que se puede ganar harta plata… ¿Ustedes no ganan mucha

plata o sí?

– Depende.

– ¿De qué?

– De tu formación académica y de tu desempeño laboral…

– ¡Claro!, es como en todo en realidad… En el mundo de los negocios importa

bastante también que tengas un buen curriculum en experiencia económica… sí. ¿Y

dónde has trabajado?

– Sólo en la universidad privada X.

– Aa… Esa universidad es católica… ¿Y les hablabas de Dios a los cabros?

– De Dios y de la virgen… –respondió B. y ambos sonrieron bufonamente.

– En realidad a quién le importa la religión hoy en día, ¿o no? A mí, por lo menos, lo

que me importa por ahora es tener trabajo para poder ganar plata, pues con plata podré

lograr hacer una mini empresa y ser mi propio jefe, eso es lo que deseo… La plata es lo

que manda y por plata… –A medida que el sujeto discurseaba sobre su tema económico

B. comenzaba a sentir un profundo cansancio. El sujeto no era en sí mismo

desagradable, más bien era ameno y bienintencionado, pero su temática de conversación

le resultaba a B., por decirlo menos, aborrecible. B, cerraba los ojos víctima del letargo

y los abría sobresaltado, esforzándose por no ser descortés con su camarada de

conversación, pero cayendo rendido en la somnolencia. Al abrir los ojos, B. observaba

esa boca grandilocuente que decía una y otra vez “plata… plata… plata… fondos de

pensión, transacciones bancarias, activos y pasivos, inversiones, bolsa, rentabilidad,

préstamos, créditos, plata… plata… plata…”.

De pronto, B. observó el tablero electrónico y con asombro vio el número 65 b, un

número antes del suyo. Dejando por fuerza a su interlocutor hablando solo, avanzó

hacia la zona cercana al mesón de atención, esquivó a algunas personas en su frenético

avance hacia la gloria, pero mientras corría el conteo del tablero avanzó al 66b e

inmediatamente, sin tregua alguna, llegó al 67 b. Cuando B. había llegado ya había otra

persona presentando el número 67 b. Al parecer ya era demasiado tarde. B. se desesperó

al meditar por un instante la idea de tener que rehacer su espera con un nuevo turno,

pues, si bien guardaba el número que sacó, tendría que esperar demasiado, más de lo

que él pudiese soportar.

Entonces observó para atrás y vio a su amigo el cesante comercial, el cual le miraba

fijamente con una expresión muy peculiar que bien podría ser interpretada como un

mensaje de esta índole: “Te estoy esperando para que conversemos un buen rato…”

– Señora… –expresó B. al único funcionario del área de tramitación que a él le

correspondía, una mujer medianamente joven.

– No soy señora, soy señorita… –respondió molesta la mujer. Esta respuesta angustió

a B. ya que comprendió que, sin quererlo, había insultado a la funcionaria al llamarla

señora, lo cual constituía un elemento en su contra respecto a la tentativa de ser

atendido, de convencer a la mujer para que le recibiera a pesar de estar rezagado.

Page 26: El Llamado a Concurso

26

– Señorita, disculpe, yo tengo el número 66b… –La mujer levantó la cara desde su

posición baja, rodeada por su PC, máquinas timbradoras y múltiples documentos.

– ¿Usted es ciego? –interrogó ella con gravedad amenazante.

– ¿Por qué?

– ¿No lee acaso el tablero?, dice 67b. Su turno ya pasó; debe hacer una nueva espera

para un nuevo turno.

– ¡Pero señorita!, el tablero avanzó demasiado rápido, yo estaba cerca y no pude

llegar; se lo ruego, por favor… –imploró B.

– Lo lamento, señor; su turno ya pasó. Le ruego que me deje atender a este señor que

está esperando, gracias.

B. sintió entonces una indecible angustia y una gran exasperación. Deseaba arrojarse

contra esa mujer y destruir toda su maquinaria burocrática, deseaba quemar el registro

civil y tener la fuerza de un dios para eliminar de raíz el flagelo del inmundo papeleo de

la faz de la tierra. No exageramos si dijéramos que se imaginaba en ese instante

dictando un discurso en la OEA, proclamando la inminencia de la última y más feroz

batalla, de todos los pueblos libres, contra la omniabarcante burocracia mundial. Sin

embargo, un funcionario más viejo y de mayor rango había escuchado la conversación

entre B. y la mujer, había percibido la angustia y el abandono de aquel y, tras meditar un

momento sobre el hecho, así como preocupado por el reciente alboroto, se acercó.

IV

– ¿Qué ocurre? –preguntó el funcionario superior a la mujer funcionaria. El superior

era un sujeto alto, delgado, de pelo engominado canoso, rostro enjuto, ojos café miel

muy penetrantes y algo enrojecidos por el arduo trabajo de lectura, nariz aguileña, boca

pequeña y muy expresiva; usaba un overol plomo sobre una camisa impecable,

pantalones también plomos y zapatos finos negros.

– Nada, jefe… sólo que este señor ha perdido su turno e insiste en ser atendido…

Hay personas que no entienden las cosas cuando se las dicen de buena manera… –

respondió la mujer con un tono calmado y algo displicente respecto a B.

– El conteo avanzó demasiado rápido; he esperado mucho rato y no es posible que

me obliguen a realizar una nueva espera… –alegó B., visiblemente angustiado.

– ¿Qué no es posible…? –interrogó el funcionario– Déjeme decirle, señor, que es

perfectamente posible que usted deba hacer una nueva espera, créame…

– ¡Pero no es justo! –exclamó B.

– ¿Por qué no habría de ser justo que usted haga una nueva espera si perdió su

oportunidad de ser atendido? –objetó el funcionario, frunciendo el seño con

perspicacia– ¿Sería injusto atenerse a las reglas dice usted? Si no se siguen las reglas

establecidas, ¿puede haber orden en esta sala?

– Le repito que el conteo avanzó demasiado rápido, no se por qué razón, y no se me

dio oportunidad a asistir a mi turno como era debido… ¿Por qué ocurrió eso?, ¿por qué

el tablero avanzó tan rápido?

– Lo que usted dice no puede haber ocurrido, es imposible, ¿sabe por qué?, porque el

conteo del tablero electrónico está cronometrado de modo exacto, no lo manejamos

nosotros, simplemente avanza de manera regular, programado para que cada persona

pueda tener su espacio de tiempo adecuado para acercarse al mesón y presentarse…

– Eso no es así, ¿y ese botón rojo que está ahí?, con ese botón ustedes pueden

acelerar el conteo, ¿o no?

Page 27: El Llamado a Concurso

27

– ¿Está usted poniendo en duda lo que le digo?, ¿pone en tela de juicio mi buena fe,

señor? –consultó amenazante el funcionario a B.– Ese botón tiene, efectivamente, la

función que usted ha descrito… pero es utilizado sólo en situaciones excepcionales…

– ¿Y no pudo ser este caso una de esas situaciones excepcionales, a saber, el que se

haya acelerado el conteo justamente en mi turno, por causa de que alguien apretó el

botón intempestivamente?

– ¿Usted apretó el botón? –preguntó el funcionario a la mujer.

– No, señor; yo he estado aquí trabajando en mi lugar.

– ¿Alguien apretó el botón en algún momento, hace poco…? –consultó el

funcionario, a su vez, a todos los subalternos presentes en la sección.

– ¡Noo! –respondieron todos a coro.

– ¿Se da cuenta, usted? –interpeló el funcionario a B.– Ningún funcionario ha

apretado el botón…

– Pero… ¿Cómo puedo yo estar seguro de eso? –preguntó B. con evidente

desconfianza, presa de la frustración.

– Déjeme decirle, estimado señor… –reanudó el funcionario– que yo tengo una

confianza absoluta en mis subalternos. A lo largo de mis veinte años de servicio, en

general, en la administración pública y, en particular, en esta sección, he aprendido a

confiar en todos y cada uno de mis compañeros de trabajo, tanto superiores, iguales o

subalternos. Por ello, lo que usted plantea, a saber, que alguno de los funcionarios aquí

presentes haya apretado el botón y ahora mienta, desentendiéndose de su eventual

responsabilidad, eso, es algo sencillamente imposible.

– Pero, ¿y si alguno lo hizo y luego, por temor a alguna sanción o reto, por pequeño

que fuese, ha preferido lanzar una mentira piadosa, decir que no ha apretado el botón

para evitar un temible castigo o un vergonzoso llamado de atención? –consultó B.

– Le repito: eso es imposible, sencilla y totalmente imposible. Todos los hombres y

mujeres que trabajan aquí, en esta sección, han demostrado, a lo largo de los años, ser

excelentes trabajadores y rendir con sobrada eficacia y compromiso su función laboral.

Ninguno se atrevería a mentirme, pues con ello se expondría a perder mi confianza, lo

cual sería muy perjudicial para él, o para ella claro está...

– O sea… ¿De lo que usted plantea puede inferirse que yo estoy loco? –dijo

sarcástico B., sonriendo con cierta perplejidad– ¿Usted trata de decirme que yo imaginé

el tránsito inexplicablemente rápido de número a número en el tablero electrónico? ¿Eso

es lo que usted trata de decirme?

– Yo no he dicho nada de eso, estimado señor, ni tampoco pretendo insinuarlo.

Simplemente planteo que quizás usted no se preocupó lo suficiente del conteo y quedó

rezagado. Todos cometemos errores, errar es humano…

– Pero si todos cometemos errores, ¿entonces por qué no se me quiere dar la

oportunidad de ser atendido ahora?

– Sí se le da la oportunidad de ser atendido, señor; se le da la oportunidad de que

usted tome un nuevo número del numerario y realice una nueva espera. En el recinto

tenemos cómodos asientos y dos televisores donde usted puede ver algún programa

televisivo para amenizar su espera. Eso es todo cuanto puedo ofrecerle, si me

disculpa… –finalizó el superior, con intenciones claras de alejarse de B. y sumergirse en

sus labores.

– ¡No! –gritó B. ya presa de naciente rabia–, ¡no lo disculpo!, ¡y exijo que se me

atienda! Es tremendamente injusto lo que ocurre aquí... Si no me quieren atender le

exijo que me diga su nombre y el nombre de esta señorita pues me iré a quejar con sus

superiores, y llegaré, se lo aseguro, hasta las últimas consecuencias…

Page 28: El Llamado a Concurso

28

– Señor –respondió reconciliadora y templadamente el funcionario superior–, no

debe usted alterarse de ese modo. Le ruego que comprenda la situación y entienda

nuestra obligación como servidores públicos…

– ¡Entender qué!, ¡que me llaman loco, despreocupado, lerdo por no poder acceder a

mi turno! Más aún, entender que se me falta el respeto al no dársele ningún crédito a mi

testimonio acerca del avance excesivamente rápido del tablero… ¿Ah?, ¿entender qué,

ah? –gritaba B. muy excitado y colérico, mientras los presentes alrededor observaban

asombrados lo que acaecía.

– No es cierto, en ningún caso ni yo ni ninguno de mis subalternos hemos querido

faltarle el respeto a usted… Yo le he expresado con toda sinceridad mi férrea confianza

en mis trabajadores, pues ellos serían incapaces de mentirme, ¿o no? –El superior

comenzó a mirar a sus subalternos uno a uno alternativamente, con dejo investigativo–

Ninguno de ustedes sería capaz de engañarme ni de traicionarme, ¿o sí…?

Todos los subalternos miraban seriamente a su jefe inmediato desde el plano bajo de

sus asientos, sentados, todos, mujeres y hombres, gordos y flacos, bigotudos y calvos, lo

miraban con seriedad y cierto temor. Pero había un hombre muy pequeño, vestido de

modo humilde pero formal, de pelo engominado y carácter débil, que sudaba demasiado

y adquiría a cada momento una actitud demasiado nerviosa, al punto que su conducta se

hacía muy notoria.

– Usted… ∞ –dijo el superior dirigiéndose a él– ¿por qué suda tanto usted, ah? ¿Por

qué está tan nervioso?, es muy extraño… ¿Acaso siente culpa por alguna razón y tiene

algo que ocultar, eh?

De pronto, el pequeño funcionario ∞, flaquito y minúsculo, débil y feo, se arrojó al

suelo sollozando y dijo:

– Jefe, yo apreté el botón… ¡perdóneme, por favor, se lo ruego! –así, lloroso, ∞

abrazó las piernas de su jefe, notablemente arrepentido, casi destrozado en su

autoestima.

– ¿Cómo? –exclamó con exagerado asombro el superior– Usted…¿por qué usted,

∞?, que ya lleva tantos años en esta sección, usted, al que yo consideraba uno de mis

más leales subalternos, ¡oh, no, usted ha apretado el botón!

– Sí, jefe, yo lo he hecho... y muchas veces… ¡Por favor, no me acuse, no me eche,

se lo imploro, piedad!

– Pero… Si esta vez usted me ha mentido, si ha apretado este botón tantas veces que

yo ni siquiera sospecho, y luego ha dicho no hacerlo, si usted me ha traicionado con

alevosía, ¿cómo puedo entonces confiar en usted?, ¿cómo puedo estar seguro de que

usted no me ha mentido durante años?, ¿cómo puedo tener certeza, por ejemplo, de que

usted no es un hombre mal intencionado, venenoso, un tipo que eventualmente se

muestre adulador conmigo y con todos aquí, pero que, a mis espaldas, difame nuestra

sección, un sujeto ponzoñoso que diga cuestiones negativas de mi y de cada uno de los

funcionarios, y perjudique así nuestra oficina?, ¡ah, dígame!, ¿cómo puedo confiar en

usted?

– ¡No, señor! Yo jamás le haría eso a usted, yo… sólo he apretado este botón de vez

en cuando ya que me parece muy bonito y me gusta cómo el tablero avanza más rápido

al apretarlo… Se que es una estupidez y que no debía hacerlo… pero es que sentía tanto

poder, tanta autoridad y satisfacción al apretar ese botón…

– ¿Pero por qué no lo hacía en horarios extraoficiales? Usted sabe que con su

proceder perturbaba el desempeño adecuado de la atención al público. Ahora me

explico tantas anomalías sucedidas a lo largo de estos meses, ¡y hasta años!, en el

desempeño de la sección, ahora se cuál era la pieza misteriosa que faltaba para aclarar el

Page 29: El Llamado a Concurso

29

rompecabezas de todos esos errores que a mí juicio resultaban inexplicables y que

atribuía, preferentemente, a errores humanos involuntarios en el funcionamiento común;

¡ahora lo entiendo todo!

– Pero, jefe… es que no lo podía evitar. Dígame si no es bonito el botón… por favor,

entiéndame, perdóneme, se lo ruego… Le prometo que no lo apretaré nunca más si no

es con su permiso…

– Usted sabe que el único a quien se le permite apretar ese botón en esta sección es a

mí; usted lo sabía perfectamente todo este tiempo… Usted ha visto como incluso yo me

he privado por lo general de apretar el botón y sabe también que en eso yo he sido muy

estricto, pues la utilización de ese recurso debe ser tomado como algo muy serio, bajo

las instrucciones precisas de su uso y en armonía con el funcionamiento eficiente de la

sección…

– Pero es que siempre he deseado tanto apretar ese botón, siempre, tantas veces como

sea posible… es que es tan brillante y perfecto… es como uno de esos juguetes que

siempre anhelé en mi niñez… Pero si usted me echa, jefe, ¿qué voy a hacer?, ¿qué será

de mí?, ¿qué pasará con mi familia si no tengo trabajo?

– Disculpe que me entrometa en esto –interrumpió B. dirigiéndose al funcionario

superior–, pero, si usted analiza el asunto fríamente, comprenderá que sólo se trata de

una niñería, de algo que carece por completo de importancia, piénselo… me refiero a

que… ¡se trata de un simple botón!, nada más… ¿Es eso motivo de tanto alboroto, que

alguien apreté o no un botón? Yo creo que lo mejor es que me atiendan a mí ahora, que

luego usted y su subalterno aclaren el asunto y superen el malentendido como un evento

realmente insignificante...

– Usted se equivoca –contestó secamente el superior–. Este asunto es más delicado

de lo que usted cree… La cuestión no se limita simplemente al hecho de que este

funcionario, irresponsable y malicioso, apretase el botón y nada más, el tema no se

limita a un dedo apretando un botón, señor. La cuestión es mucho más problemática y

delicada, pues se trata de un funcionario que ha mentido y engañado alevosamente a su

superior, a quien debe lealtad y obediencia. Levántese –ordenó al funcionario inferior–,

deme su carnet de funcionario… –El inferior se levantó llorando y entregó el carnet–

Diríjase a mi oficina y espéreme ahí.

Entonces ∞ se genuflectó y abrazó suplicante las piernas del jefe, aferrándose a ellas

con fuerza, pero este lo pateó alejándolo; luego ∞ se levantó del suelo, limpiando sus

lágrimas, se acercó a su pequeño escritorio y tomó un par de cosas, una foto enmarcada

de su familia y algunas otras pequeñeces; caminó entonces hacia la zona restringida de

acceso privado a funcionarios, curco y liquidado, sollozando y gimiendo amargamente.

– Le ruego que me disculpe, señor, por este penoso malentendido –expresó serio y

altivo el superior a B.–. Por favor, dígame usted qué documentos necesita y yo

personalmente se los prepararé ahora mismo, indicándole a usted su precio…

– Muchas gracias –dijo B., echándose para atrás con orgullo, con actitud de

importancia, esbozando una sonrisa vencedora hacia la mujer funcionaria, ante lo cual

ella agachó la cabeza encolerizada, sumergiéndose, frustrada y con deseos de revancha,

en su silenciosa y detallista labor– Emm… En realidad sólo necesito estas cosas:

certificado de nacimiento, certificado de residencia, papel de antecedentes y certificado

de situación militar.

– Ya veo… –contestó el funcionario– Mire: de esos cuatro documentos sólo

podemos prepararle tres: el certificado de nacimiento, cuyo valor es de setecientos

ochenta pesos, el papel de antecedentes, de ochocientos pesos y el de residencia, de mil

cuatrocientos pesos. El otro documento debe usted pedirlo en el cantón de

reclutamiento.

Page 30: El Llamado a Concurso

30

– De acuerdo.

– Deme sus datos…

B. dio todos sus datos al funcionario y éste le indicó que esperase unos minutos para

recibir los documentos. B. se dio vuelta y aún estaba presente su amigo el técnico en

administración de empresas. Sabía que debía alejarse para dejar libre el espacio de

atención al público y que, por la disposición de la gente y del lugar, debía avanzar

irremediablemente hacia el encuentro con su interlocutor comercial. Éste sonreía y lo

miraba fijamente, sosteniendo una carpeta. Avanzó entonces a su encuentro.

– El alboroto que armaste, ah… Está bien… Es bueno recodarle a esta gente que su

trabajo es ser servidores públicos y que les pagan con nuestros impuestos para ayudar a

la gente, no para perjudicarla… –B. aceptó sonriente y orgulloso el comentario de su

interlocutor.

– Sí; esta gente es tan burocrática que enferma… –señaló B., como de soslayo y en

tono muy bajo para no se escuchado por el funcionario superior.

En ese instante, el sujeto comercial comenzaba a hablarle nuevamente a B., pero esta

vez no precisamente de asuntos económicos, sino que más bien intentaba indagar en

cuestiones privadas de la vida de B., haciéndole preguntas para averiguar cuánto ganaba

B. en el trabajo que había desempeñado, qué nivel socio-económico tenía su familia y

otras cuestiones por el estilo. B. se sentía ya profundamente incómodo, pero sentía que

no podía deshacerse de su interlocutor. De pronto, la mujer funcionaria hizo un gesto al

sujeto comercial y éste, tras dar un amistoso y enérgico palmoteo a la espalda de B., casi

golpeándolo, y giñando su ojo complicentemente, le dijo mientras avanzaba al mesón.

– Espérame un momento. Voy a buscar mis documentos y después me das tu

teléfono para que nos juntemos de pronto a charlar…

B. divisó entonces un asiento libre y se sentó en él a esperar al funcionario superior.

Tras unos minutos, éste lo llamó y B. se acercó.

– Bien, señor B., aquí están sus documentos. El precio total de ellos es de dos mil

novecientos ochenta pesos.

B. le dio el dinero y, tras recibir lo que necesitaba, partió raudamente fuera del

registro civil, mientras el sujeto comercial corría a su encuentro para abordarlo y pedirle

su teléfono. B. hizo parar un automóvil colectivo que en realidad no le servía, todo para

evadir de una vez a su persecutor. Se subió al auto y éste partió. A las dos cuadras de

camino B. dijo al chofer.

– ¡Oh, discúlpeme!, este colectivo no me sirve, me confundí… –El chofer miró a B.

con una aguda belicosidad.

– ¿Y pa’ qué se subió entonces?, perdí un pasajero en el lugar donde usted se subió;

todo por su error; debería pagarme el pasaje por eso…

B. se bajó ignorando al chofer y se alejó rápidamente tras los insultos del mismo.

Comenzó a avanzar por las calles del centro de su ciudad. En busca del cantón de

reclutamiento; consultó a un carabinero la ubicación del mismo, quien le dijo que el

cantón se encontraba al lado de la gobernación marítima. La gobernación marítima

estaba medianamente lejos; a pie se demoraría unos diez a quince minutos, y no tenía

sentido tomar transporte para llegar. Era un día soleado de bastante calor. B. caminó

largo rato hasta estar cerca del lugar, atravesándose con mucha gente pues ya eran las

once de la mañana y circulaba bastante gente por todos lugares del centro. De súbito fue

saludado por tres ex alumnas de un curso con el que había tenido muy buena relación.

– ¡Hola profe! –dijeron las tres a coro.

– Hola niñas, ¿cómo están?

– Bien, ¿y usted? –preguntó la líder natural de ellas, una muchacha histriónica y

dulce, aunque un poco obsesiva en su conducta.

Page 31: El Llamado a Concurso

31

– Piola… –respondió B., juvenilmente…

– ¡Que rico verlo! Oiga, profe, ¿es verdad que ya no sigue en la universidad? –

consultó la misma, mientras las otras dos observaban fijamente a B.

– Sí.

– ¿Y por qué? –preguntó otra.

– Porque en la universidad no se toleran los profesores consecuentes.

– ¡Pucha profe!, lo extrañamos… Siempre nos acordamos de usted. ¿Y qué va a

hacer ahora? –dijo la líder.

– Estar cesante, leer y escribir, hasta que encuentre otro trabajo…

– Am… Profe, ¿sabe que ahora nos hará clases F.?, nos hará la asignatura de

Teología de la Educación.

– Me parece bien; él es un teólogo de tomo a lomo… –sugirió sarcástico B.

– ¿Sí?, ¿pero sabe qué? F. ya nos está tratando mal; nos ha dicho estúpidos e

imbéciles…

– ¿En serio?, qué devoto modo de tratar al prójimo, ejemplo digno de las virtudes

teologales… ¡No les puedo creer! Ustedes deberían quejarse; deberían redactar una

carta a la rectora expresando su molestia oficial ante ese trato injusto e insolente, ¿no lo

creen?.

– Es que nos da miedo… –indicó una de las dos amigas subordinadas.

– Entiendo… Bueno, si es así, lo más conveniente es que eviten confrontarlo ya que

ciertas personas pueden llegar a ser muy vengativas si tienen el poder para serlo… Será

mejor que lo ignoren cuando los insulte, aunque sea difícil, y será mejor que sólo se

preocupen por pasar el ramo, es un trámite… Ya tendrán mejores profesores y, por

ende, mejores asignaturas…

– Sí –respondieron todas, en acuerdo completo con su ex profesor.

B. abrazó cariñosamente a las muchachas, deseándoles lo mejor, y ellas a él; se

despidió y siguió su camino.

Al llegar al cantón, B. ingresó al mismo. Se trataba de una pequeña oficina en la

cual, sin embargo, habían apelotonadas varias personas, sobre todo jóvenes de aspecto

regaettonero. Quien atendía era un militar delgado pero fornido, con su uniforme y

boina roja, asesorado por una mujer joven y elegante. El militar era un sujeto bastante

locuaz, por no decir berborreico, que bromeaba y se burlaba de los jóvenes a cada

momento.

– ¿Ustedes creen que se van a liberar del servicio militar, jajaj? No sean giles, cabros

chicos tontos; lo mejor que pueden hacer es entrar a las fuerzas armadas; es el único

lugar donde realmente tienen futuro personas como ustedes...

B. se sentó a esperar su turno; de un momento a otro, comenzó a sentir una gran

somnolencia pues en la noche había dormido poco y porque una radio pequeña emitía

canciones románticas antiguas, melodiosos y dulces valsecitos y baladas de antaño. B.

cerraba los ojos presa del sueño e intentaba abrirlos para mantenerse despierto y no

perder su turno. Entonces se vio haciendo clases, entrando a la sala con tranquilidad y

estilo propios de un buen académico. En su clase, B. desplegaba un pletórico discurso

sapiencial acerca de bellas verdades de ayer y hoy, pinceladas emotivas y elocuentes de

sabiduría, y sus alumnos predilectos le escuchaban con ávida atención y admiración. De

improviso, ingresó a la sala el militar antes mencionado, con su uniforme más

impecable, echando una mirada altiva y dictatorial tanto a B. como a todo el alumnado.

– B., ¿con qué derecho usted hace clases en esta sala? –preguntó el uniformado,

interrumpiendo el locuaz florilegio sapiencial de B., quien se sintió totalmente pasado a

llevar por esta intempestiva irrupción.

Page 32: El Llamado a Concurso

32

– ¡Pues con el derecho que me dan los grados de Licenciado en Filosofía y Magister

en Filosofía!, además del hecho de haber sido contratado para ello en esta institución…

–exclamó B. desafiante y orgulloso hacia su enemigo.

– ¡De acuerdo! Pero… ¿usted es profesor?, ¿ah? –Todos los alumnos miraron

entonces a B. esperando que, como profesor portador de un digno status, se defendiera y

pusiera las cosas en su lugar, reivindicándose como el docente adecuado para ellos en

esa asignatura, y para que despejara cualquier acusación y posibilidad de ineptitud.

– No; pero si esta institución educacional me ha elegido como docente es porque

reúno las condiciones para serlo, ¿o no? –respondió secamente B.

– Me imagino… jejej… –respondió irónico el militar– Usted, B., que es filósofo,

¿tendría la gentileza de responder a una sola pregunta?

– Disculpe, pero no se en verdad a qué se debe esta repentina irrupción… Yo estaba

realizando mi clase para los alumnos y usted…

– Sí, en eso usted tiene toda la razón, y le ruego que me disculpe por mí acción

invasiva, pero hay un asunto muy importante que me trae aquí por encargo de las

máximas autoridades… Pero… le suplico que no desprecie mi solicitud y responda a

esta única pregunta: ¿Quien mejor pesca es el pescador, o no?, ¿quién mejor piensa y

proyecta el diseño de los edificios es el arquitecto?, ¿quién mejor gobierna es el

gobernante?, ¿quien mejor arregla zapatos ha de ser el zapatero?, ¿no es cierto?

– No necesariamente… –replicó lacónico B.

– ¡Oh!, ¿qué intrincada lógica y qué enrevesado razonamiento argüirá usted a su

favor para poder convencernos a todos nosotros, señor B., acerca de su competencia

como docente de esta universidad?, jejej… Ustedes los filósofos son unos magos

excelentes de la persuasión, no cabe duda… Según usted, seguramente, no hay que ser

profesor para ser un buen profesor, jejej…

– El título de profesor es sólo un cartón. El verdadero profesor se hace en las aulas…

–arguyó B., algo arrinconado ya por su adversario.

– Bien pensado, docente B., jejej… Es decir, según su razonamiento, entonces no

hay ningún problema, por ejemplo, en que no hayan universidades y carreras

universitarias o técnicas, vale decir, verdaderas instancias de formación de

profesionales, pues, según usted, son del todo innecesarias y prescindibles… Según su

argumento, el profesional se hace en el camino del ensayo y error laboral… Para usted

no hay ningún inconveniente en que no hayan carreras que acrediten la competencia

laboral de las personas en diferentes trabajos; por ejemplo, no hay problema en que no

haya carreras de ingeniería y en que los ingenieros sean todos los fulanos de las faenas y

ambientes laborales sin más, sin distinción, así de simple, ¿no es cierto? Para usted, los

ingenieros en construcción, por ejemplo, serán aquellos que aprenden en la misma

contru’ su ciencia… Eso es lo que se puede inferir de su razonamiento, B. Y también se

puede inferir de su argumento que, si se producen, por ejemplo, accidentes en los

trabajos por negligencia laboral, producto de la poca capacidad técnica de los

profesionales, el trabajador no tiene responsabilidad alguna de ello y el sistema laboral

debe ser así, asunto cerrado… ¿o no? Para usted no hay problema en que todos los

profesionales de nuestro país se formen solamente en los mismos trabajos… Por ende,

para usted no hay problema en que el profesor se haga en el ensayo y error de la

enseñanza que imparte a sus alumnos y estos no se pueden quejar de estar sufriendo la

condición de conejillos de indias de un aprendiz de brujo… ¿No es eso lo que se deduce

de su pensamiento, B.? Para usted, los alumnos deben ser conejillos de indias de su

aprendizaje, que debe comenzar en la misma aula. ¿No es eso lo que trata de decirnos

usted, señor B.?, jejej… Jóvenes, les presento a su profesor el aprendiz de brujo B., a su

profesor que no es profesor, a su docente que no es docente… jajajaj…

Page 33: El Llamado a Concurso

33

– ¡Ya basta! –exclamó B. furioso y avergonzado–, usted no tiene el menor respeto y

ubicación… Ha interrumpido mi clase y pretende más aún humillarme frente al

alumnado… Ni siquiera lo conozco y…

– No se apure, B., no se apure… pues aún no acabo… Mi intención y deber aquí es,

además de denunciarlo como un sujeto incompetente en el área de la docencia, como un

profesor inepto, además de ello, digo, es informarle a usted algo muy importante…

– ¡Puede informarme eso último y salir de la sala, por favor!

– He venido a informarle, B., que usted no ha cumplido con dos deberes de todo

ciudadano de nuestro país: ¡usted no realizó su servicio militar ni regularizó su situación

militar en su momento y tampoco realizó el cuarto año de enseñanza media! Sí, señor

B., usted pretendió, como algo totalmente posible, el engañar a la sociedad presentando

en la universidad una falsa licencia de enseñanza media adulterada, y con ella pudo

acceder a estudiar licenciatura y magistratura en filosofía; pero, para su desventura, ha

sido descubierto. Conforme a ello, todos sus grados académicos obtenidos hasta ahora

son sencillamente nulos, inválidos y, por ende, usted no posee esos grados que dice

poseer, aunque los haya cursado oficialmente son inválidos, son inexistentes, así de

simple. Usted debe ser enrolado inmediatamente en el regimiento y cumplir su servicio

militar, realizar su cuarto año de enseñanza media de manera vespertina y comenzar

luego una formación profesional nueva, pues usted, en verdad, no ha hecho nada

superior al tercer año medio. ¿Me hago entender, colegial B.?, ¿ah?, jejej…

Ante tales declaraciones, B. palideció de terror, sintiendo nauseas y fuertes mareos, a

punto de perder el conocimiento. Algunas alumnas lloraban de decepción, echadas

cabeza abajo sobre sus brazos, en sus respectivos bancos, y otros alumnos exclamaban:

“que tipo más chanta el profe B.…”, “miren, teníamos de profe’ a un colegial…” o

“para que contraten a tipos así esta universidad debe valer callampa…”. El militar se

acercó a B. y le tomó su brazo abusivamente, remeciéndolo con violencia.

– ¡Al suelo!, veinte abdominales y treinta padre nuestros, soldado, ¡a cantar el himno

del regimiento!

– ¡Noooo! –gritó desesperado B.

Como es de suponer, B. había tenido, en su letargo, una honda pesadilla y recién

despertaba, remecido por el militar.

– Oiga, se quedó dormido; tenemos que cerrar… –señaló el uniformado.

– Pero… es que necesito mi certificado de situación militar…

– A ver, deme su nombre completo y su RUT… –B. recitó su nombre y su RUT– Ya,

espere un momento…

El militar revisó en el computador el sistema de registro de civiles en el ejército;

imprimió el documento y se dirigió a B.

– Son ocho mil quinientos pesos.

Al escuchar el precio, B. sintió como si le diesen un puñetazo en la cara; revisó su

bolsillo, sacó su dinero y éste alcanzaba para el precio, pero no podría guardar lo

necesario para la micro o el taxi colectivo que requería para volver a su hogar y debería

entonces irse a pie. Entregó el dinero y el militar soltó displicente el documento,

mirando fijamente a B., quien luego de recibir el mismo salió de la oficina y avanzó por

la calle. Entonces eran las una de la tarde. Sabía que en la municipalidad y en las

notarías atendían también en la tarde y que podría cerrar sus trámites e ir a dejar su

postulación, pero debía ir a su casa a buscar dinero. Comenzó a caminar en dirección a

su casa, sabiendo que el camino a pie duraría por lo menos una media hora bajo un sol y

un calor algo desagradables.

Page 34: El Llamado a Concurso

34

V

B. no deseaba caminar hasta su casa a pie, pero no tenía otra opción. Además de ello,

estaba muy molesto por este asunto de la postulación al trabajo, a su juicio se trataba de

una cuestión del todo descabellada. “Esta postulación es sencillamente ridícula…”

meditaba B. mientras caminaba hacia su hogar, muy acalorado, “y más ridículo soy yo

por hacerles caso a todos en la casa y postular a esta pega… Todos estos trámites

costarán en total más de quince mil pesos y es prácticamente seguro que no seré

seleccionado para ningún trabajo en la oficina de salud municipal, sencillamente porque

no reúno en ningún caso el perfil y porque los trabajos que se ofertan no tienen ningún

vínculo con mi formación… ¡Pero claro!, si en la casa me negaba finalmente a postular,

seguramente luego me recriminarían de que me niego de antemano a buscar trabajo,

dirían que soy cómodo y que no tengo motivación para lograr ser autónomo…”.

Mientras B. caminaba divisó a algunos ex amigos que venían en dirección contraria a

la suya por la vereda del frente. Simplemente los ignoró pues sabía que a ese tipo de

gente venenosa e hipócrita no tenía sentido tratarla. Comenzó a rememorar las razones

del rompimiento y ulterior enemistad con estos sujetos. “W® y C

© son el vivo reflejo de

la idiosincrasia de nuestro país…” meditaba, “tipos oportunistas, manipuladores,

traidores y venenosos… Demostraron lo que son al subir ese video a internet, a

Facebook, manteniéndolo ahí durante semanas y asegurándose de que el video fuese

visto por mis jefes y alumnos, agregando a estos a sus perfiles de cuenta y anunciando

con esmero la primicia, la existencia del controvertido video del docente B… para ser

visto por toda la comunidad. Ellos sabían perfectamente que al ser visto ese video,

donde yo salía ebrio hablando odiosidades jocosas y ridículas contra la iglesia y la

religión, podrían lograr su objetivo: perjudicarme en mi trabajo, lograr que yo fuera

fichado y que se me hiciera la vida imposible en la universidad, hasta ser echado u

obligado a renunciar para mantener mi salud mental… Y en verdad lo lograron; por

supuesto que debieron celebrar en privado con mucho alborozo, brindando por su alegre

hazaña… Luego, naturalmente, se desentendieron del todo de su responsabilidad

cizañera y mantuvieron una hipócrita neutralidad… Sin duda ellos son una mierda de

personas… son como mucha gente de este país, mal intencionados, egoístas, sínicos…

Con esas personas no se puede ser sincero e incauto, pero lo mejor que pude haber

hecho fue desligarme de ellos, aunque demasiado tarde… sin captar antes la calidad de

personas que eran. Con todo, debo estar muy atento a lo largo del tiempo, pues cuando

obtenga y desempeñe otros trabajos, ellos quizás se enteren de mi situación laboral y

pretendan de nuevo divertirse perjudicándome hasta que yo sufra nuevamente perjuicios

por su causa. Por lo mismo, en cuanto pueda darles un ataque certero, lo haré sin

dubitar, no por venganza, sino por defensa, para que sepan que no pueden actuar tan

impunemente y con tanta malicia, agrediendo terriblemente a alguien, y luego salir

airosos, triunfadores de su empresa…”

B. meditaba mientras avanzaba raudo y empapado en sudor. “Además, están

realmente enfermos de la cabeza, pues su manera de relacionarse con la gente es

francamente desagradable: son invasivos, irónicos, burlescos y difamadores… Por algo

mucha gente se ha alejado de ellos… Es muy cierto lo que decía una vez un español

respecto de la gente de este país: “ustedes, en su país, son como millones de cucarachas

dentro de una botella abierta, ¿por qué?, porque están todos metidos en la mierda y si

alguno quiere salir, si alguno quiere despegar y buscar otro destino, las demás

cucarachas lo agarran de las patas y lo devuelven a la botella, a la mierda… No se

necesita tapa…” Si, era bastante cuerdo lo que él decía… Pero bueno… hay que

aprender a levantarse del barro para llegar hasta la tierra firme, hasta los pastizales

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hermosos… hay que aprender a lidiar y manejar a las cucarachas, hay que aprender a ser

cauto y perspicaz, desconfiado, pero también hay que aprender a reconocer las flores

donde ellas crecen únicas e invaluables, pues las hay, sin duda que las hay en medio del

lodazal; es verdad que en medio del basural hay cachivaches preciosos, botados,

ignorados para siempre, secretos de belleza y espiritualidad admirables… Sólo es

menester tener los ojos del alma bien abiertos y adiestrados para reconocer y apreciar lo

más precioso… Esa es una de nuestras grandes obligaciones en la vida, lograr abrazar lo

hermoso, para reclamar y anunciar con sensatez el logro de un destino digno, la unión

orgullosa al sentido de la existencia, la lógica augusta del vivir humano…”

Una vez que B. llegó a su hogar, almorzó y partió, algo más tarde, hacia la notaría, a

finalizar sus trámites. En la notaría consultó con una asistente la obtención de los

documentos requeridos y su precio. La mujer fijó un precio, pero B. señaló que le

parecía extraño el valor, pues él tenía entendido que el costo era menor. La mujer se

molestó bastante por el reparo de B., pues de algún modo ponía en tela de juicio su

dominio del trabajo notarial.

– ¿De manera que usted es el que fija los precios aquí? –consultó seria y belicosa la

mujer.

– Sólo le estoy preguntando si está segura de que esos sean los precios… –contestó

extenuado B., pues con los percances de los trámites anteriores ya no quería más guerra.

– ¡Claro que sí estoy segura!. ¡qué pregunta! –exclamó la mujer– Además, usted

debe sacar fotocopias de sus documentos y traerlos para hacer las copias legalizadas...

– He venido otras veces a realizar trámites aquí: siempre he entregado los

documentos y los han fotocopiado ustedes mismos, incluyendo el valor de la fotocopia

en el precio total… ¿Parece que usted es nueva aquí? –precisó B., muy cansado.

– Amm… No, no soy nueva… Espere un momento.

La mujer comenzó a hacer otros trámites de otros clientes e hizo esperar a B.

alrededor de media hora, quizás para darle una lección. B. no pretendía reclamarle sino

que ya estaba resignado a esperar mudo y sentado. Sin embargo, ya era demasiado

tiempo aguardando y B. se vio obligado a actuar. Tras esa media hora, B. se levantó y

observó serio a la mujer, quien hizo un gesto como de sorpresa, queriendo quizás

expresar con esa actitud que había olvidado por completo atenderlo.

– ¡Oh, espere, ya vengo! –exclamó la mujer, sonriente y victimaria.

Tras todo el tiempo transcurrido, alrededor de cuarenta minutos, finalmente la mujer

llegó y entregó a B. los documentos, cobrándole sólo el precio que B. había señalado en

un principio respecto de los mismos. B. entonces meditó: “es verdad lo que dijo cierto

escritor: los funcionarios públicos son personas muy quisquillosas y orgullosas; si

sospechan que se les ha ofendido de algún modo, flagrante o imperceptible, se esmeran

en tomar represalia hacia su enemigo, pero siempre dentro de los abstractos marcos de

la formalidad y legalidad…”.

Ya con todos los documentos necesarios para la postulación reunidos, B. los ordenó

y los metió en un gran sobre, cerrando el mismo y escribiendo en él cuidadosamente sus

datos personales y otros datos necesarios requeridos. Todo estaba listo. Partió entonces

raudo hacia la municipalidad de la ciudad, para entregar su postulación y concluir el

calvario. Al llegar a ella, constató que había una gran fila de postulantes y que debería

realizar la fila de espera. Se consoló a sí mismo diciéndose “falta poco, falta poco…”.

La espera en la fila fue realmente larga y tediosa, una aburrida odisea de pie y

calurosa. Al llegar al ventanal de atención, B. extendió el sobre a modo de súplica,

pensando que ya se liberaba de su obligación. Entonces a través del vidrio oscuro

apareció el rostro de un funcionario municipal.

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– ¿Usted viene a dejar postulación al concurso del servicio de salud municipal? –

preguntó el funcionario.

– Sí –respondió lacónico B.

– Pero aquí en el sobre usted pone como datos generales que es Licenciado en

Filosofía y Magister en Filosofía, ¿para qué postula a ese concurso?

– Para encontrar trabajo, supongo… –precisó B. Cabe decir que detrás de B.

aguardaba impaciente y acalorada mucha gente y que los cercanos en la fila

comenzaban a impacientarse por esta conversación entre B. y el funcionario.

– Mm… Pero usted debería ir al SERME o a los colegios, o a las universidades…

Ahí es donde usted podría encontrar trabajo… –recomendó el funcionario.

– Las bases del concurso señalaban que además de extenderse el concurso a

profesionales de la salud, se extendía también a “otros profesionales”… –señaló B.

– Pero más encima usted sólo tiene grados… Aquí no dice que tenga título

profesional… Además, la cláusula de otros profesionales está dirigida preferentemente a

psicólogos y asistentes sociales, no a filósofos… ¿Qué trabajo podrían desempeñar

filósofos en el área de la salud?, ¿no le parece a usted descabellado postular a este

concurso?

– Para serle sincero… sí.

– ¿Y para qué pierde el tiempo entonces? –Este último comentario desagradó mucho

a B., que respiró hondamente para mantener la templanza.

– Pero… ¿No podría usted aceptar mi postulación y el comité de selección del

concurso evaluará y decidirá mi competencia?

– Sí, desde luego, ellos son los que tienen que decidir… Yo sólo le comentaba el

asunto para que no tenga falsas expectativas…

– Le agradezco mucho su gentileza; bueno, entonces, tome –finalizó B., extendiendo

su brazo con el gran sobre y calculando el introducirlo por la pequeña rendija, lo cual

era imposible por la pequeñez de ésta.

– De todos modos, no puedo recibir su postulación porque esta fila corresponde a

otro concurso, no al que usted vino. Este es el concurso de técnicos en construcción para

las obras de construcción municipales. Debería haber consultado antes de realizar toda

la fila y esperar tanto… –dijo el funcionario, sonriendo ante lo que a su juicio era una

actitud bastante torpe de parte de B., quien figuraba visiblemente alicaído y fatigado.

– ¿No es el concurso?, ¿y dónde debo entregar entonces la postulación? –interrogó B.

– La recepción de postulaciones era, de hecho, para hoy a esta hora, pero se cerró, ya

que el concurso mismo fue suspendido, ¿por quién y por qué razón?, eso yo lo

desconozco, y le aconsejo que, si desea averiguarlo, solicite audiencia con las

autoridades respectivas. No le miento si le digo que el concurso se suspendió hoy

mismo… y no lo reabrirán hasta nuevo aviso… Por ahora no hay manera que ni usted ni

nadie postule…

– ¡Pero cerraron el concurso hoy mismo, el mismo día de postulación! –exclamó

furioso B.– ¡que falta de respeto!, ¿y por qué no avisaron con días de anticipación para

que la gente no hiciera tantos trámites en vano, trámites que cuestan tiempo y dinero?

– Le encuentro toda la razón… –contestó el funcionario, con tono calmado y locuaz–

Sin duda que es una falta de respeto… Pero a mí, por lo menos, me dieron esta

instrucción: informar el cierre indefinido del concurso.

– ¿Y cuando cree usted que se reabra el concurso?, para venir a dejar

postulaciones…

– Francamente, desconozco cuando se reabra el concurso o si de hecho se vaya a

reabrir… Quizás nunca se reabra… Quizás el concurso fue un anuncio erróneo que

surgió desde la municipalidad por equivocación de algún funcionario o por una

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descoordinación de alguna oficina… Digo esto porque nosotros nunca recibimos, hasta

hace pocos días, comentarios fundados acerca del concurso. A decir verdad, el asunto

nunca fue hablado oficialmente en la municipalidad, si bien los anuncios del mismo

figuraron en los diarios durante varios días... Francamente, el asunto nos pareció

siempre muy extraño a todos los funcionarios subalternos… pero nosotros cumplimos

órdenes y los que saben estos temas son los que están más arriba, los que mandan…

Este concurso fue distinto de los concursos realmente establecidos, digámoslo así, con

seriedad y organización, pues siempre fue muy irregular, nunca fue declarado de manera

oficial y difundido como se debía en toda la organización de funcionarios de la

municipalidad…

– ¿O sea que usted me dice que nunca hubo realmente concurso y que quizás nunca

sea abierto?

– A ver… eso es lo que yo estimo respecto del asunto… Pero, en verdad, yo soy un

simple asistente de atención al público… Más bien, le recomiendo que solicite

audiencia con funcionarios más altos relacionados con el área del concurso, para

averiguar de mejor fuente lo ocurrido, y que lea el diario a lo largo de estos días; quizás

el concurso se establezca y se realice como se debe en un plazo cercano, quizás sea

pronto... Tal vez, en algún momento, algún día cercano saldrá el anuncio de la apertura

o reapertura del concurso y se le indicará a los interesados qué día y a qué horario deben

venir aquí a entregar sus postulaciones… Esto es lo único que puedo decirle y

aconsejarle, que trate de averiguar mejor el asunto y que tenga paciencia y esperanza.

Más temprano que tarde podrá usted postular a este concurso, ¡ya lo verá! Aunque… a

decir verdad… le insisto en mi primer consejo, a saber, que evite postular a este

concurso, pues pertenece a un área laboral que no tiene ninguna relación con la suya y,

por ende, es prácticamente imposible que usted sea seleccionado en algún trabajo de la

salud municipal… Busque mejor trabajos relacionados con su formación académica,

siga mi consejo…

B. asintió a las recomendaciones del funcionario, concordando con sus pareceres,

pero quería insistir en sus consultas, pues se hallaba totalmente incrédulo de que nunca

hubiese habido en verdad un concurso o de que, si en verdad lo había, sólo fuese un

error o un rumor infundado, que finalmente se haya desvanecido sin más. B. se

encontraba del todo incrédulo de que hubiese tanta irregularidad en el sector público,

quizás tanta o mayor que en el sector privado… Luego de las palabras del funcionario

B. trató de preguntar una nueva cuestión.

– Disculpe, pero hay mucha gente esperando a ser atendida… –explicó el

funcionario, con solemne amabilidad.

– Sí… bueno… muchas gracias…

B. salió de la municipalidad, se sentó en una banca vieja apostada en una pequeña

plazoleta, ubicada frente al teatro municipal, y prendió un cigarrillo. Quiso entonces

poder ver una obra de teatro junto a su novia amada. Las obras de teatro eran para él, la

mayoría de las veces, tramas narrativas vivas y sabrosas, que abrían mundos hermosos y

reflexivos, expresiones armónicas y placenteras de horizontes abiertos a la experiencia

descubridora. En cambio, la burocracia real le parecía una trama desesperante y

enferma, esquizoide, hostil y omnipotente; la burocracia se le figuraba como una

montaña rusa en la que el viajero debía entrar a viajar recién almorzado, arrancado de

súbito de una dulce siesta, somnoliento y aletargado, indemne y penumbroso. “La

burocracia era y es una obra de teatro maldita en que el espectador es el protagonista de

un avance infinito de nausea” pensó para sí, botando una ondulante bocanada de humo.

Sumergido en estas reflexiones, B. escuchó el sonido de su teléfono celular; contestó y

era su novia.

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– ¿Aló? –dijo B. con voz aguda y exageradamente melosa.

– ¿Aló, amuchitu’? –dijo su novia, imitando el mismo tono de voz.

– ¿Cómo está, lucecita yinda’ amadita’, la amu’, gungunguingui’, tesoriitu’ yicu’

miuu, preciosito’…? –En esta melosa y guagualona charla, B. esbozaba diversos gestos

con su cara, acompasados alternativamente al ritmo de sus decires amorosos. Un

transeúnte que pasaba observó a B. y esbozó una expresión que bien podía decir sin

palabras: “Que tipo más idiota…”, pero B. se hallaba completamente absorto en el

etéreo regaloneo. Así, B. se sumergió un buen rato en el sendero de piropos juguetones

del amorío. Luego de hablar, se levantó y caminó hacia una esquina donde pasaba el

taxi colectivo que lo llevaría adonde su amada; hizo parar un taxi y subió.

En lo tocante a este llamado a concurso, B. leía a menudo el diario o internet

buscando la apertura o reapertura del mismo, así como una fecha y horario publicados

para entregar su postulación y cerrar, de una buena vez, el círculo maltrecho. Sin

embargo, los días pasaban y no había anuncio al respecto; las semanas avanzaban

despejando y liquidando las esperanzas respecto a este concurso. A decir verdad, a B.

no le rebanaba el seso lo negativo inherente a esta situación pues dedicaba su existencia

a muchas otras cuestiones, a su juicio, de mayor interés y profundidad; pero es cierto

que le provocaba, sí, cierta inquietud el carácter misterioso e insondable de este llamado

a concurso casi inexistente. B. consideraba a menudo, en sus reflexiones personales, que

la vida es quizás, en muchos sentidos, un vaivén eterno de llamados a concurso, pues,

por ejemplo, encontrar personas queridas es ser interpelado por otros en lo valioso que

uno pueda poseer, es, visto así, una forma de postular a ser aceptado en un cierto

concurso vital… el cumplir las exigencias para otros y para sí mismo. A su vez, cumplir

las metas personales en la vida es también, en cierta medida, una forma de llamamiento

a concurso, en el cual, a veces, se obtienen trabajos, cómodos o ingratos, dignos de

orgullo o sólo de discreción, pero a veces también permanecen presentes, vivamente

odiosos, ciertos reductos tercos de cesantía, de postergación, de destierro ingrato y

lacerante, de tedioso absurdo.

La vida a B. se le aparecía, entonces, como un haz de múltiples postulaciones, citas

gratas o desagradables, decisivas o superfluas, etc. B. sabía que la vida le llevaría sin

aviso a nuevos senderos de llamado a concurso, experiencias vitales de trabajo y

cesantía social... Con todo, él sabía bien que la vida, para las personas medianamente

cuerdas, no se define en buenas cuentas por fines o tendencias mezquinas y

momentáneas, sino por los verdaderos trabajos, por las empresas o tareas veraces y

grandes, a las que se lanza temerario el animal humano, horizontes latentes de desafío y

gloria para la mente y el sentimiento, para la razón y el corazón, para el anhelo vivo y

auténtico, tenaz y cultivado de verdadera trascendencia, labor constante de arraigo a lo

más noble y superación de ópticas superficiales e insuficientes respecto de la vida

misma.