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LibrodotEl Lobo de Mar Jack London EL LOBO DE MAR Jack London 1

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EL LOBO DE MAR

Jack London

CAPITULO I

Apenas s por dnde empezar; pero a veces, en broma, pongo la causa de todo ello en la cuenta de Charley Furuseth. Este posea una residencia de verano en Mill Valley, a la sombra del monte Tamalpas, pero ocupbala solamente cuando descansaba en los meses de invierno y lea a Nietzsche y a Schopenhauer para dar reposo a su espritu. Al llegar el verano, se entregaba a la existencia calurosa y polvorienta de la ciudad y trabajaba incesantemente. De no haber tenido la costumbre de ir a verle todos los sbados y permanecer a su lado hasta el lunes, aquella maana de un lunes de enero no me hubiese sorprendido navegando por la baha de San Francisco.

No es que navegara en una embarcacin poco segura, porque el Martnez era un vapor nuevo que hacia la cuarta o quinta travesa entre Sausalito y San Francisco. El peligro resida en la tupida niebla que cubra al mar, y de la que yo, hombre de tierra, no recelaba lo ms mnimo. Es ms: recuerdo la plcida exaltacin con que me instal en el puente de proa, junto a la garita del piloto, y dej que el misterio de la niebla se apoderara de mi imaginacin. Soplaba una brisa fresca, y durante un buen rato permanec solo en la hmeda penumbra, aunque no del todo, pues senta vagamente la presencia del piloto y del que ocupaba la garita de cristales situada a la altura de mi cabeza, que supuse sera el capitn.

Recuerdo que pensaba en la comodidad de la divisin del trabajo, que me ahorraba la necesidad de estudiar las nieblas, los vientos, las mareas y el arte de navegar, para visitar a mi amigo que viva al otro lado de la baha. Estaba bien eso de que se especializaran los hombres, meditaba yo. Los conocimientos peculiares del piloto y del capitn bastaban para muchos miles de personas que entendan tanto como yo del mar y sus misterios. Por otra parte, en lugar de dedicar mis energas al estudio de una multitud de cosas, las concentraba en unas pocas materias particularmente, tales como, por ejemplo, investigar el lugar que Edgar Poe ocupa en la literatura americana, un ligero ensayo que acababa da publicar el Atlantic, peridico de gran circulacin. Al llegar a bordo y entrar en la cabina, sorprend a un caballero gordo que lea el Atlantic, abierto precisamente por la pgina donde estaba mi ensayo. Y aqu vena otra vez la divisin del trabajo; los conocimientos especiales del piloto y del capitn permitan al caballero gordo leer mi especial conocimiento de Poe, mientras le transportaban con toda seguridad desde Sausalito a San Francisco.

Un hombre de rostro colorado, cerrando ruidosamente tras l la puerta de la cabina, interrumpi mis reflexiones. En mi mente se grab todo esto para usarlo en un ensayo en proyecto que pensaba titular: La necesidad de la independencia. Una defensa para el artista. El hombre del rostro colorado dirigi una mirada a la garita del piloto, observ la niebla que nos envolva, dio una vuelta, cojeando, por la cubierta (evidentemente llevaba las piernas artificiales), y se detuvo a mi lado con las piernas muy separadas y una expresin de satisfaccin intensa en el semblante. No me equivoqu al conjeturar que haba pasado la mayor parte de su vida en el mar.

-Un tiempo asqueroso como ste hace encanecer antes de hora -dijo, sealando con la cabeza la garita del piloto.

-Yo no me figuraba que esto exigiese ningn esfuerzo especial -repuse-. Parece tan sencillo como el a b c conocer la direccin por la brjula, la distancia y la velocidad. Lo hubiese llamado seguridad matemtica.

-Sencillo como el a b c! Seguridad matemtica! -dijo, excitado.

Pareci crecerse y se me qued mirando, con el cuerpo inclinado hacia atrs.

-Cree usted que se aventuran muchos a cruzar con este tiempo la Puerta de Oro? pregunt, o mejor dicho rugi-. Cmo avanzar a la ventura? Eh? Escuche y ver. La campana de una boya; pero, dnde se halla? Mire cmo cambian de direccin.

A travs de la niebla llegaba el triste taido de una campana, y vi al piloto que haca rodar el volante con gran presteza. La campana que me pareci or a proa sonaba ahora a un lado. Nuestra propia sirena silbaba incesantemente y de vez en cuando nos llegaba el sonido de otras sirenas.

-Ser algn barco de los que cruzan la baha -dijo el recin llegado, refirindose a un pito que oamos a la derecha-. Y esto? Oye usted? Probablemente alguna goleta sin quilla. Mejor ser que vaya usted con cuidado, caballero de la goleta! Ahora sube el demonio en busca de alguien!

El invisible barco de transporte silbaba una y otra vez y el cuerno sonaba con muestras de terror.

-Ahora estn ofrecindose mutuamente los respetos y tratando de salir del atolladero -prosigui el hombre del rostro colorado al cesar aquella confusin.

La excitacin le haca resplandecer la cara y brillarle los ojos cuando traduca al lenguaje articulado las expresiones de cuernos y pitos.

-Eso es la sirena de un buque que pasa por la izquierda. Y no oye usted a este individuo, que parece tener una rana en la garganta? Si no me equivoco, es una goleta de vapor que llega de los Heads luchando con la marea.

Un pitido pequeo y estridente, silbando como un loco, llegaba directamente por la proa y de muy cerca. Sonaron los gongos del Martnez. Detuvironse nuestras hlices, cesaron sus latidos y despus comenzaron de nuevo. El pequeo pitido estridente, que pareca el chirrido de un grillo entre los gritos de animales mayores, cruz la niebla por nuestro lado y se fue perdiendo rpidamente. Mir hacia mi compaero para que me ilustrara.

-Una de esas lanchas del demonio -dijo-. Casi hubiera valido la pena hundir a este bicho! Ellos son la causa de muchas calamidades. Y a ver de qu sirven? Llevan a bordo un asno cualquiera, que los hace correr como locos, tocando el pito a toda orquesta para advertir a los dems que tengan cuidado, pues ellos no saben tenerlo. Llega l y tiene uno que andar con precaucin, dejarle paso y qu s yo! Claro que esto es de la ms elemental urbanidad, pero sos no tienen de ella la menor idea!

A m me diverta aquella clera, que crea injustificada, y mientras cojeaba l indignado, yo me detuve a meditar sobre el romanticismo de la niebla. Y en verdad que lo tenia aquella niebla, semejante a la sombra gris del misterio infinito, que cobija a la tierra en su rodar vertiginoso; y los hombres, simples tomos de luz y chispas, maldecidos, con un mismo gusto por el trabajo montados en sus construcciones de acera y madera, cruzan el corazn del misterio, abrindose a tientas el camino por entre lo invisible, gritando y chillando en un lenguaje procaz, en tanto pesa en sus corazones la incertidumbre y el miedo.

La voz de mi compaero me hizo volver a la realidad con una carcajada. Yo tambin me haba debatido mientras crea correr muy despierto a travs del misterio.

-Alguien nos sale al encuentro -deca-. Pero, no oye usted? Viene corriendo y se nos echa encima. Parece que an no nos ha odo. El viento llega en direccin contraria

Tenamos de cara el aire fresco y a un lado, algo a proa, se oa distintamente el pito.

-Un barco de transporte? pregunt. Asinti con la cabeza, y luego aadi

-De lo contrario, no metera tanta bulla Parece que los de ah arriba empiezan a impacientarse.

Mir en aquella direccin. El capitn haba sacado la cabeza por la garita del piloto y clavaba los ojos con insistencia en la niebla como si quisiese penetrarla con la fuerza de su voluntad. En su rostro se reflejaba la inquietud, lo mismo que en el del piloto, que habla llegado hasta la barandilla y miraba con igual insistencia en direccin del peligro invisible.

Entonces ocurri todo con una rapidez inaudita. La niebla se abri como rasgada por una cua, y surgi la proa de un vaporcillo, arrastrando a cada lado jirones de neblina. Pude distinguir la garita del piloto y asomado a ella un hombre de barba blanca. Vesta uniforme azul y slo recuerdo su correccin y tranquilidad. Esta tranquilidad era terrible en aquellas circunstancias. Aceptaba el Destino, caminaba de su mano y media el golpe framente. Nos examin con mirada serena e inteligente, como para determinar el lugar preciso de la colisin, sin darse por enterado, cuando nuestro piloto, plido de coraje, le gritaba: "Usted tiene la culpa!".

Al volverme comprend que la observacin era demasiado evidente para hacer necesaria la rplica.

-Coja algo y preprese me dijo el hombre del rostro colorado.

Todo su furor haba desaparecido y pareca haberse contagiado de aquella calma sobrenatural.

-Y escuche los gritos de las mujeres prosigui advirtindome, con espanto... casi con amargura, como si ya en otra ocasin hubiese pasado por la misma experiencia.

Los barcos chocaron antes de que yo hubiese podido seguir su consejo. El golpe debi ser en el centro del buque, pues el extrao vapor haba pasado fuera de mi campo de visin y no vi nada. El Martnez se tumb bruscamente y se oyeron crujidos de maderas. Ca de bruces sobre la cubierta mojada y en el mismo instante o los gritos de las mujeres. Ciertamente era un estrpito indescriptible, que me hel la sangre y me llen de pnico. Me acord de los salvavidas dispuestos en la cabina, pero en la puerta me vi repelido bruscamente por hombres y mujeres enloquecidos. Lo que sucedi durante los minutos siguientes no lo recuerdo bien, aunque conservo una memoria clara de unos salvavidas arrancados de los soportes, en tanto que el hombre del rostro colorado los sujetaba alrededor de los cuerpos de aquellos seres convulsos. El recuerdo de esta visin es el ms claro de todos. Todava parece que estoy viendo los bordes dentados del boquete en el lado de la cabina donde se arremolinaba la niebla gris; los cama- rotos vacos, revueltos, con todas las muestras de una sbita huida, tales como paquetes, bolsas de mano, paraguas y envoltorios; el hombre gordo que estuvo leyendo m ensayo embutido en corcho y lona conservando la revista en la mano y preguntndome con montona insistencia s crea que hubiese peligro; el del rostro colorado cojeando valerosamente por all con sus piernas artificiales y proveyendo de salvavidas a cuantos iban llegando; y, finalmente, el grupo de mujeres chillando enloquecidas.

Estos gritos era lo que ms me atacaba los nervios. Idntico efecto deban producirle al hombre del rostro colorado, pues conservo otra visin que jams se borrar de mi mente. El hombre gordo, guardndose la revista en el bolsillo de la americana, miraba con curiosidad. Un revuelto grupo de mujeres, con los semblantes desencajados y las bocas abiertas, chillaban como almas en pena, y el hombre del rostro colorado, encendido de furor como si estuviera lanzando rayos, gritaba: "Cllense, oh, cllense!".

Recuerdo que la escena me impuls a rer de pronto, y un instante despus me di cuenta de que yo tambin era presa del histerismo. Aquellas mujeres, que eran de mi propio raza, semejantes a m madre y hermanas, se vean invadidas por el terror de la muerte y se negaban a morir. Aquellas voces traanme a la memoria los chillidos de los cerdos bajo el cuchillo del carnicero y me horroric ante tan completa analoga. Aquellas mujeres, capaces de las ms sublimes emociones, de los ms tiernos sentimientos, seguan dando alaridos. Queran vivir, estaban desamparadas y chillaban como ratas en una trampa.

El horror de todo esto me empuj fuera de la cubierta. Sentame mareado, y me sent en un banco. Como a travs de una bruma vi y o a los hombres precipitarse y dar voces en sus esfuerzos por arriar los botes. Era una escena como para ser leda en un libro. Las cuerdas estaban apretadas; nada obedeca. Descendi un bote sin los tarugos, ocupado por mujeres y nios, y al llenarse de agua se hundi. Otro bote fue arriado por un extremo y el otro continu colgado del aparejo, donde qued abandonado. No se vea nada del extrao buque que haba ocasionado el desastre, pero o decir a los hombres que indudablemente enviara botes para socorrernos.

Baj a la cubierta inferior. Comprend que el Martnez se hunda rpidamente porque el agua estaba ya muy cerca. Muchos de los pasajeros saltaban por la borda; otros, ya en el agua, clamaban que se les subiesen de nuevo al barco. Nadie les atenda. Se elev un grito diciendo que nos hendamos. Fui presa del consiguiente pnico y me lanc al mar entre una oleada de cuerpos. Ignoro cmo sucedi, pero comprend instantneamente por qu los que estaban en el agua deseaban tanto volver a bordo. Estaba fra, tan fra, que resultaba dolorosa, y cuando me hund en ella su mordedura fue tan rpida y aguda como la del fuego. Morda los tutanos; pareca la presin de la muerte. Me debat, abr la boca angustiado, y antes de que el salvavidas me hubiese vuelto a la superficie, el agua me haba llenado los pulmones. Sent en la boca el fuerte sabor de la sal, y con aquella cosa acre en los pulmones y la garganta, me ahogaba por momentos.

Pero lo que ms me molestaba era el fro. Senta que no podra sobrevivir sino muy pocos minutos. A mi alrededor haba gente debatindose y luchando con el agua; les oa llamarse unos a otros. Y o tambin ruido de remos. Evidentemente, aquel buque extrao haba arriado los botes. Pasado algn tiempo me maravill de continuar an con vida; haba perdido la sensacin en los miembros inferiores y ya el fro empezaba a invadirme el corazn y a paralizarlo. Pequeas olas erizadas de espuma rompan de continuo sobre m, molestndome en grado sumo y producindome angustias indescriptibles.

Los ruidos se fueron haciendo menos distintos, pero finalmente o en lontananza un coro desesperado de gritos y comprend que el Martnez acababa de hundirse. Ms tarde, ignoro el tiempo que transcurrira, recobr el sentido con un estremecimiento de espanto. Estaba solo. Ya no se oan ni voces ni gritos..., nicamente el ruido de las olas, a las que la niebla comunicaba reflejos sobrenaturales. El pnico en una multitud unida en cierto modo por la comunidad de intereses no es tan terrible como el pnico en la soledad, y este pnico es el que yo sufra ahora. Adnde me arrastraban las aguas? El hombre del rostro colorado haba dicho que la corriente se alejaba de la Puerta de oro. Pues entonces, me empujaba hacia afuera? Y el salvavidas que me sostena? Yo haba odo decir que estos objetos eran de papel y caas, por lo que pronto se saturaban y sumergan. Me senta incapaz de nadar. Y estaba solo, flotando, aparentemente, en medio de aquella inmensidad gris y primitiva. Confieso que perd la razn que chill con todas mis fuerzas, como lo habran hecho las mujeres, y agit el agua con las manos entumecidas.

No tengo idea de cunto dur esto, porque sobrevino una confusin de la que no recuerdo ms de lo que se recuerda de un sueo inquietante y doloroso. Cuando despert me pareci que haban transcurrido varias centurias; y vi surgir de la niebla, casi encima de m, la proa de un barco y tres velas triangulares, ingeniosamente enlazadas entre s e hinchadas por el aire. La proa cortaba el agua, formando borbotones de espuma, y no pareca abandonar el rumbo. Trat de gritar, pero estaba demasiado agotado. Al zambullirse la proa, falt poco para que me tocara y me roci completamente la cabeza. Despus comenz a deslizarse por mi lado el costado negro y largo de la embarcacin, y tan cerca, que hubiera podido tocarlo con la mano. Quise alcanzarlo con una loca resolucin de agarrarme con las uas a la madera, pero los brazos sin vida me pesaban enormemente. De nuevo hice esfuerzos por gritar, pero no logr emitir ningn sonido.

Pas la proa del barco hundindose en una concavidad formada por las olas; y distingu a un hombre junto al timn y a otro que no pareca tener ms ocupacin que la de fumar un cigarro. Vi el humo salir de sus labios, cuando volvi la cabeza lentamente y fij los ojos en el agua en direccin ma. Fue una mirada indiferente, impremeditada, una de esas cosas casuales que hacen los hombres cuando no les llama particularmente otra tarea ms inmediata, pero que, sin embargo, han de realizarla porque viven y necesitan hacer algo.

En aquella mirada se juntaban la vida y la muerte. Pude ver cmo la niebla se tragaba el barco; vi la espalda del hombre que estaba en el timn, y la cabeza del otro, hombre que se volva lenta, muy lentamente, y su mirada rozaba el agua hasta dirigirse por casualidad hacia m. En su semblante haba una expresin de abandono, como de meditacin profunda, y tem que aquellos ojos, no obstante estar fijos en m, no me vieran. Pero me encontraron y se clavaron en los mos; y me vio, porque salt sobre el timn, empujando al hombre a un lado, y vir en redondo al mismo tiempo que voceaba unas rdenes. El barco pareci trazar una tangente a su ruta anterior y salt casi instantneamente, perdindose en la niebla.

Yo senta cmo me sumerga en la inconsciencia, y trataba con la fuerza de mi voluntad de luchar contra aquella confusin que me ahogaba y las tinieblas que empezaban a envolverme. Un poco despus o golpes de remo que iban acercndose y las voces de un hombre. Cuando estuvo ya muy prximo, le o gritar en tono enojado: %Por qu diablo no cantar?". Esto deba referirse a m, pens entonces; pero ya la confusin y las tinieblas me envolvieron por completo.

CAPITULO II

Cre estar balancendome en un ritmo poderoso por la inmensidad de la rbita. Estallaban chispas de luz que pasaban raudas por mi lado. Comprend que eran estrellas y cometas resplandecientes que acompaaban mi fuga por entre los soles. Cuando alcanc el lmite de mi vuelo y me dispona a volverme, atron los espacios el golpe de un gran gongo. Durante un perodo de tiempo inconmensurable, goc y sabore mi formidable vuelo envuelto en las ondulaciones de plcidas centurias.

Despus el sueo cambi de aspecto; yo me deca que no poda ser sino un sueo. El ritmo se fue acortando. Me senta lanzado de un lado a otro con irritante rapidez. Apenas poda cobrar aliento, tal era la fuerza con que me vea impelido a travs del espacio. El gongo sonaba con ms frecuencia y ms furia. Empec a orlo con un terror indecible. Despus me pareci que me arrastraban por una arena spera, blanca y caldeada por el sol. Esto dio lugar a una sensacin de angustia infinita. Mi piel se chamuscaba en el tormento del fuego. El gongo retumbaba. Las chispas luminosas pasaban junto a m en una corriente interminable, como si todo el sistema se precipitara en el vaco. Abr la boca, respir dolorosamente y abr los ojos. A mi lado, y manipulndome, haba dos hombres arrodillados. Aquel ritmo poderoso era el vaivn de una embarcacin en el mar. El terrible gongo era una sartn colgada en la pared que resonaba a cada movimiento del barco. La arena spera y ardiente, las manos de un hombre que me frotaba el pecho desnudo. Me encog de dolor y levant a medias la cabeza. Tena el pecho rojo y desollado y vi asomar unas gotitas de sangre por la piel inflamada y lacerada.

-Ya habr bastante, Yonson -dijo uno de los hombres-. No ves que has frotado hasta hacer salir sangre de esta piel tan delicada?

El hombre a quien se haba llamado Yonson, un tipo gigantesco de escandinavo, ces de manipularme y se puso de pie pesadamente. El otro que haba hablado no poda ocultar que era londinense, tena los rasgos puros y de una belleza enfermiza, casi afeminada, del hombre que con la leche de su madre ha absorbido el sonido de las campanas de la iglesia de Bow. Una gorra sucia de muselina en la cabeza y un delantal de dudosa limpieza alrededor de sus angostas caderas proclamaban su condicin de cocinero de la no menos sucia cocina del barco en que me hallaba.

-Cmo se encuentra usted ahora, seor? -pregunt con una sonrisa servil, consecuencia de varias generaciones de antepasados acostumbrados a esperar la propina.

Para responder, trat de sentarme, a pesar de mi gran debilidad, y Yonson me ayud a ponerme de pie. Los golpes de la sartn me atacaban los nervios horriblemente. No poda reunir mis ideas. Apoyndome en las maderas de la cocina y debo confesar que la grasa de que estaban impregnadas me hizo rechinar los dientes-, alcanc el escandaloso utensilio por encima de los hornillos calientes, lo descolgu y lo dej sobre la caja del carbn.

El cocinero hizo una mueca ante mis manifestaciones de nerviosidad y me puso en la mano un vasito humeante, diciendo: `Esto le har a usted bien". Era un brebaje nauseabundo -caf de barco-, pero el calor me reanim. Mientras tragaba aquella infusin dirig una mirada a mi pecho desollado y sanguinolento, y me volv hacia el escandinavo.

-Gracias, mster Yonson -dije-; pero, no cree usted que sus remedios son algo heroicos?

Ms que el reproche de mis palabras, comprendi el de mi gesto, pues levant la palma de la mano para examinarla. Era extraordinariamente callosa. Pas la ma por las duras desigualdades y una vez ms me rechinaron los dientes al contacto de tan horribles aspereza.

-Mi nombre es Johnson, no Yonson -dijo en muy buen ingls, aunque un poco lento, con un acento extranjero apenas perceptible.

En sus ojos de azul plido asom una dulce protesta, acompaada de franqueza tmida y de una dignidad que me ganaron por completo.

-Gracias, mister Johnson -correg, y le tend la mano.

Titube, un poco avergonzado, se apoy en una pierna, luego en la otra, y despus sonrojndose, cogi mi mano con vigoroso apretn.

-Tiene ropa seca que pueda ponerme? pregunt al cocinero.

-S, seor -contest alegremente-. Bajar corriendo y ver en mi equipaje, si usted, seor, no tiene inconveniente en usar mis cosas.

Sali por la puerta de la cocina, o ms bien, se escurri, con un paso tan rpido y suave que me llam la atencin por ser al mismo tiempo felino y untuoso. Esta untuosidad, como pude comprobar ms adelante, era el rasgo ms saliente de su personalidad.

-Y dnde estoy? -interrogu a Johnson, a quien tom, acertadamente, por uno de los marineros-. Qu clase de barco es ste y adnde se dirige?

-A la altura de las Farallones, con la proa al Sudoeste -respondi lentamente y con mtodo, como tanteando el ingls y observando estrictamente el orden de mis preguntas-. La goleta Ghost, que se dirige al Japn a pescar focas.

-Y quin es el capitn? Necesito hablarle tan pronto como est vestido.

Johnson pareci aturullarse. Se qued titubeando mientras meda sus palabras y compona una respuesta completa.

-El capitn es Wolf Larsen, o al menos as le llaman los hombres. Yo nunca le o otro nombre. Ser bueno que le hable usted dulcemente. Esta maana est loco. El segundo...

Pero no concluy. Acababa de entrar el cocinero.

-Podras salir de aqu, Yonson -dijo-. El viejo te necesitar en la cubierta, y no conviene que le exasperes.

Johnson, obedeciendo, se volvi hacia la puerta, y al mismo tiempo, por encima del hombro del cocinero me hizo un ademn de una solemnidad aterradora, como para dar ms energa a su interrumpida advertencia para hacerme comprender la necesidad de hablar dulcemente al capitn.

Del brazo del cocinero pendan unas cuantas prendas de vestir revueltas, arrugadas, malolientas y de aspecto repugnante.

-Estn hmedas, seor -dijo a guisa de explicacin-. Pero tendr que remediarse con ellas mientras seco las suyas al fuego.

Cogido e. las maderas, dando traspis con el vaivn del barco y ayudado por el cocinero, consegu meterme en una burda camiseta de lana. En el mismo instante me rasp la carne el desagradable contacto. Dndose cuenta de mis muecas y movimientos involuntarios, sonri con afectacin:

-Supongo que no habr usado en su vida nada semejante, porque tiene una piel tan fina, que ms parece de mujer. En cuanto le vi, adivin que era usted un caballero.

Al principio me haba inspirado repugnancia, pero cuando me ayud a vestir, esta repugnancia fue en aumento. Haba algo repulsivo en su contacto. Me apart de sus manos, puesta toda mi carne en rebelin. Y entre esto y los olores que suban de los varios pucheros que hervan en la cocina, me hacan desear el momento de salir al aire fresco. Adems, haba necesidad de ver al capitn para ponernos de acuerdo sobre la manera de desembarcarme.

Una camisa de algodn, barata, con el cuello rozado y la pechera descolorida por algo que juzgu antiguas manchas de sangre, me fue puesta, entre un tropel de comentarios y excusas vehementes. Encerraban mis pies unas botas de cuero sin curtir, como las que usan los obreros, y hacan las veces de pantalones unos calzones azules, deslavazados, de los cuales una pierna era diez pulgadas ms corta que la otra. Esta ltima haca pensar en un diablo que al querer apoderarse del alma del londinense se hubiese agarrado all, quedndose con la materia en vez del espritu.

-A quin debo agradecer tanta amabilidad? -pregunt cuando ya estuve completamente equipado, con una gorrita de nio en la cabeza, y llevando en lugar de americana una chaqueta de algodn que me llegaba a la cintura y cuyas mangas apenas me cubran los codos.

El cocinero se apart con un gesto de fingida humildad y una sonrisa implorante y servil. Si no me engaaba la experiencia adquirida con los mayordomos de los trasatlnticos al fin del viaje, hubiese jurado que esperaba una propina. Ahora que ya he tenido ocasin de conocer ms a fondo aquel ser, comprendo que el gesto fue inconsciente, debido, sin duda, a un servilismo hereditario.

-Mugridge, seor -dijo con tono adulador, mientras sus facciones afeminadas se dilataban en una sonrisa untuosa-. Thomas Mugridge, seor, servidor de usted.

-Muy bien, Thomas -repuse yo-. Me acordar de usted cuando est seca mi ropa.

Por su semblante se difundi una luz suave y brillaron sus ojos como si all en las profundidades de su ser sus antepasados se hubiesen animado y removido con el recuerdo de las propinas recibidas en vidas anteriores.

-Gracias, seor -dijo muy agradecido y muy humilde, en verdad.

Se hizo a un lado al abrirme la puerta y sal a cubierta. A causa de mi prolongada inmersin, me senta an dbil. Me sorprendi una ventada, y dando traspis por la movediza cubierta, me dirig hacia un ngulo de la cabina, en busca de apoyo. La goleta, con una inclinacin muy alejada de la perpendicular, se balanceaba movida por el profundo vaivn del Pacifico. Si en realidad llevaba la direccin Sudoeste, como haba dicho Johnson, el viento, entonces, segn mis clculos, deba soplar aproximadamente del Sur. La niebla haba desaparecido y el sol llenaba de chispas e irisaciones la superficie del agua. Me volv cara al Este donde saba que deba hallarse California, pero no pude ver sino unas masas de niebla a poca altura, indudablemente la misma que haba ocasionado el desastre del Martnez y me haba trado al presente estado. Por el Norte, y no muy lejos, surga del agua un grupo de rocas desnudas, y sobre una de ellas se distingua un faro. Hacia el Sudoeste y casi en nuestra ruta, vi el bastidor piramidal de unas velas.

Despus de haber reconocido el horizonte, volv me hacia lo que me rodeaba ms inmediatamente. Mi primer pensamiento fue que un hombre llegado de manera tan inesperada, luego de codearse con la muerte, mereca ms atencin de la que yo reciba. Aparte del marinero que iba en el timn y que me observaba curiosamente por encima de la cabina, no atraje ya ms miradas.

Todos parecan interesados en lo que en el centro del barco ocurra. All, echado sobre las tablas, haba un hombre gordo. Estaba completamente vestido, pero llevaba rasgada la camisa por la pechera. Sin embargo, no se vea nada de su pecho, pues lo cubra una masa de pelo negro semejante a una piel de perro. La cara y el cuello se ocultaban bajo una barba negra salpicada de gris, que de no haber estado chorreando y lacia por efecto del agua, debi ser tiesa y tupida. Tena los ojos cerrados y pareca desvanecido, pero mostraba la boca muy abierta y el pecho anhelante, esforzndose ruidosamente por respirar. De vez en cuando, metdicamente, ya como una rutina, un marinero hunda en el mar un cubo de lona atado al extremo de una cuerda, lo suba braza a braza y verta su contenido sobre el hombre postrado.

Paseando de arriba abajo a lo largo de la cubierta y mascando furioso el extremo de un cigarro, estaba el hombre cuya mirada casual me haba rescatado del mar. Tendra una altura quizs de cinco pies, diez pulgadas o diez y media, pero lo primero que me impresion en l no fue eso, sino su vigor. A pesar de su constitucin slida y de sus hombros anchos y pecho elevado, no era la solidez de su cuerpo lo que caracterizaba su fuerza. Antes bien, consista en lo que podramos llamar nervio, la dureza que atribuimos a los hombres flacos y enjutos, pero que en l, a causa de su corpulencia, recordaba al gorila. No es que su exterior tuviese nada de gorila; lo que yo pretendo describir es su fuerza misma como algo aparte de su aspecto fsico. Era esa fuerza que solemos asociar a las cosas primitivas, a las fieras y a los seres que imaginamos son el prototipo de los habitantes de nuestros rboles; esa fuerza salvaje, feroz, que este en s misma, la esencia de la vida en lo que tiene de potencia del movimiento, la propia materia elemental, de la cual han tomado forma otros muchos aspectos de la vida; en una palabra, lo que hace retorcer el cuerpo de una serpiente despus de haberle sido cortada la cabeza y cuando la serpiente, como a tal, puede considerarse ya muerta, o lo que persiste en el montn de la carne de la tortuga que rebota y tiembla al tocarla con el dedo.

Esa fue la impresin de fuerza que me produjo el hombre que caminaba de un lado a otro. Se apoyaba slidamente sobre las piernas; sus pies golpeaban la cubierta con precisin y seguridad; cada movimiento de sus msculos, desde la manera de levantar los hombros hasta la forma de apretar el cigarro con los labios, era decisivo y pareca ser el producto de una fuerza excesiva y abrumadora. Sin embargo, aunque la fuerza diriga todas sus acciones, no pareca sino el anuncio de otra fuerza mayor que acechaba desde dentro, como si estuviera dormida y slo se agitara de vez en cuando, pero que podra despertar de un momento a otro, terrible y violenta, cual la clera de un len o el furor de una tormenta.

El cocinero asom la cabeza por la puerta de la Bocina, hacindome muecas alentadoras y sealando al propio tiempo con el pulgar al hombre que paseaba por la cubierta. As me daba a entender que aqul era el capitn, el alejo, segn haba dicho l, el individuo con quien deba entrevistarme, y al que ocasionara la extorsin de tener que desembarcarme.

Ya me dispona a afrontar los cinco minutos tempestuosos que, sin duda, me esperaban, cuando el desdichado que estaba en el suelo sufri otro ataque ms violento an. Se retorca convulsivamente. La barba negra y hmeda se tendi hacia arriba, al envararse los msculos de la espalda e hincharse el pecho en un esfuerzo inconsciente e instintivo para obtener ms aire. Aunque no lo vea, adivinaba que bajo las patillas la piel se haba puesto colorada.

El capitn, o Wolf Larsen, como le llamaban los hombres, ces de pasear y clav la mirada en el moribundo. Tan cruel fue esta ltima lucha, que el marinero se detuvo en su ocupacin de rociarle con agua, y con el cubo de lona a medias levantado y derramando su contenido por la cubierta, se le qued mirando con curiosidad. El moribundo toc un redoble con los tacones sobre el entarimado, estir las piernas y con un gran esfuerzo se puso rgido y rod la cabeza de un lado a otro. Despus se relajaron los msculos, la cabeza dej de rodar y de sus labios sali un suspiro como de profundo alivio; baj la quijada, subi el labio superior, y aparecieron dos hileras de dientes oscurecidos por el tabaco. Pareca como si sus facciones se hubiesen helado en una mueca diablica al mundo que haba abandonado y burlado.

Entonces sucedi una cosa sorprendente. El capitn se desat como una tormenta contra el muerto. De su boca sala un manantial inagotable de juramentos. Y no eran juramentos sin sentido o meras expresiones indecentes. Cada palabra (y dijo muchas) era una blasfemia. Crujan y restallaban como chispas elctricas. En toda mi vida haba odo yo nada semejante, ni lo hubiera credo posible. Por mi aficin a la literatura, a las figuras y palabras enrgicas, me atrevo a decir que yo apreciaba mejor que ningn otro la vivacidad peculiar, la fuerza y la absoluta blasfemia de sus metforas. Segn pude entender, la causa de todo ello era que el hombre, que era el segundo de a bordo, haba corrido una juerga antes de salir de San Francisco y despus haba tenido el mal gusto de morir al principio del viaje, dejando a Wolf Larsen con la tripulacin incompleta.

No necesitara asegurar, al menos a mis amigos, cun escandalizado estaba. Los juramentos y el lenguaje soez me han repugnado siempre. Experiment una sensacin de abatimiento, de desmayo y casi puedo decir de vrtigo. Para m, la muerte haba estado siempre investida de solemnidad y respeto. Se haba presentado rodeada de paz y haba sido sagrado todo su ceremonial. Pero la muerte en sus aspectos srdidos y terribles haba sido algo desconocido para m hasta entonces. Como digo, al par que apreciaba la fuerza de la espantosa declaracin que sala de la boca da Wolf Larsen, estaba enormemente escandalizado. Aquel torrente arrollador era suficiente para secar el rostro del cadver. No me hubiese sorprendido ver encresparse, retorcerse y andar entre humo y llamas la barba negra. Pero el muerto no se dio por aludido. Continuaba desafindole con su risa sardnica y burlndose con cinismo. Era el dueo de la situacin.

CAPITULO III

Wolf Larsen dej de jurar tan sbitamente como haba comenzado. Volvi a encender el cigarro y mir a su alrededor. Sus ojos se fijaron por casualidad en el cocinero.

-Qu pasa? -dijo con una amabilidad acerada y fra.

-S, seor -contest presuroso el cocinero, tratando de calmarle y disculparse servilmente.

-No te parece que ya has estirado bastante el cuello? Es malsano, sabes? El segundo ha muerto, y no permito perderte a ti tambin. Tienes que cuidar mucho de tu salud, entiendes?

La ltima palabra contrastaba notablemente con el tono de las frases anteriores y hera como un latigazo. El cocinero qued anonadado.

-S, seor -respondi humildemente, al mismo tiempo que desapareca en la cocina la cabeza delincuente.

Ante esta ligera repulsa, que slo se haba dirigido al cocinero, el resto de la tripulacin qued indiferente y se ocup en distintas tareas. Sin embargo, unos cuantos hombres que haraganeaban aparte entre la escotilla y la cocina y que no tenan aspecto de marineros, continuaron hablando en voz baja entre ellos. Ms tarde supe que eran los cazadores, los que mataban a las focas, y que formaban una casta superior a la de los vulgares marineros.

-Johansen! -llam Wolf Larsen. Un marinero avanz, obediente-. Toma la aguja y el rempujo y cose a este desdichado. En el cajn de las velas encontrars lona vieja. Aprovchala.

-Qu le pondr en los pies, seor? -pregunt el hombre despus del acostumbrado, "Ay, ay, seor!".

-Ya veremos -contest Wolf Larsen, y elev la voz para llamar al cocinero.

Thomas Mugridge sali de la cocina como un mueco de resorte.

-Baja y llena un saco de carbn... Hay alguno de vosotros que tenga alguna Biblia o un libro de oraciones? -volvi a preguntar el capitn, dirigindose esta vez a los cazadores que haraganeaban por los alrededores de la escalera.

Movieron la cabeza, y uno de ellos hizo alguna observacin jocosa que no pude or, pero que promovi una carcajada general.

Wolf Larsen repiti la pregunta a los marineros. Las Biblias y los libros de oraciones parecan objetos raros; pero uno de los hombres se ofreci voluntariamente a proseguir la investigacin entre los que estaban de guardia abajo, volviendo un minuto despus con el informe de que no haba ninguna.

El capitn encogi los hombros.

-Pues lo tiraremos sin discurso, a no ser que nuestros rprobos de aspecto clerical sepan de memoria el servicio de difuntos.

En esto haba dado una vuelta en redondo y estaba cerca de m.

-T eres predicador, verdad? -me pregunt.

Los cazadores, que eran seis, se volvieron como un solo hombre y me miraron. Yo comprenda dolorosamente mi semejanza con un espantajo. Al verme, prorrumpieron en una carcajada, que la presencia del muerto, tendido ante nosotros y con los dientes apretados, no fue bastante a moderar; una carcajada tan spera, tan dura y tan franca como el mismo mar, una carcajada nacida de los sentimientos groseros y las sensibilidades embotadas de unas naturalezas que no conocan ni la nobleza ni la educacin.

Wolf Larsen no se ri, pero en sus ojos grises brill una ligera chispa de alegra; y en aquel momento en que avanc hasta llegar junto a l, recib la impresin del hombre en s, del hombre que nada tena de comn con su cuerpo, ni con el torrente de blasfemias que le haba odo vomitar. El rostro de facciones grandes y lneas pronunciadas y correctas, si bien proporcionado, a primera vista pareca macizo; pero despus suceda lo mismo que con el cuerpo, desapareca esta impresin y naca el convencimiento de una tremenda y excesiva fuerza mental o espiritual oculta que dorma en las profundidades de su ser. La mandbula, la barba, la frente hermosa, despejada y abultada encima de los ojos, aunque fuertes en si mismos, extraordinariamente fuertes, parecan revelar un inmenso vigor espiritual escondido y fuera del alcance de la vista. No haba manera de sondar un espritu semejante, ni de medirlo o determinarlo con lmites y medidas, ni de clasificarlo exactamente en un estante con otros similares.

Los ojos -y yo estaba destinado a conocerlos bien eran hermosos, grandes y rasgados como los de los verdaderos artistas, protegidos por espesas pestaas y con unas cejas negras tupidas y arqueadas. Las pupilas eran de ese gris desconcertante que nunca es dos veces igual, que recorre muchos matices y colores como la seda herida por el sol, que es gris oscuro y brillante, gris verdoso, y a veces parece azul claro como las aguas marinas. Eran ojos que ocultaban el alma de mil maneras, y que algunas veces, en muy raras ocasiones, se abran y le permitan salir, como si fuera a lanzarse desnuda por el mundo en busca de alguna aventura maravillosa; ojos que podan cobijar toda la melancola desesperada de un cielo plomizo; que podan producir chispas de fuego como el choque de las espadas: que saban volverse fros como un paisaje rtico y de nuevo dulcificarse y encenderse con reflejos amorosos, intensos y masculinos; atrayentes e irascibles, que fascinan y dominan a las mujeres hasta que se rinden con una sensacin de placer, de alivio y de sacrificio.

Pero volviendo a lo primero, le dije que, desgraciadamente, para el servicio de difuntos yo no era predicador, y entonces me pregunt rudamente:

-De qu vives, pues?

Confieso que nunca se me haba dirigido tal pregunta ni la haba pensado jams. Qued del todo cortado, y al recobrar la serenidad, tartamude:

-Yo..., yo soy... un caballero.

Su labio se torci con un breve gesto de desdn.

-He trabajado, trabajo -exclam impetuosamente, como si l hubiese sido m juez y necesitara justificarme, dndome cuenta al mismo tiempo de mi notoria estupidez al hablar de aquel asunto.

-Para ganarte la vida?

Haba algo en l algo tan imperioso y dominador, que me senta completamente fuera de m y azorado, hubiese dicho Furuseth, como un nio ante un maestro de escuela inflexible.

-Quin te mantiene? -fue la siguiente pregunta.

-Poseo una fortuna -contest resueltamente, y en el mismo instante me hubiese mordido la lengua-. Perdone usted, pero esto no tiene ninguna relacin con lo que tenemos que tratar.

El hizo caso omiso de mi protesta.

-Quin la gan, eh...? Ya me lo figuro: tu padre. Te sostienes sobre las piernas de un muerto. Nunca has usado las tuyas. No podras andar solo un da entero, ni buscar el alimento de tu estmago para tres comidas. Ensame la mano.

Su formidable fuerza oculta debi removerse en aquel mismo punto, o deb descuidarme un momento, pues antes de que me apercibiese haba avanzado dos pasos, cogido mi mano derecha con la suya, y la levantaba para examinarla. Trat de retirarla, pero sus dedos se cerraron sin esfuerzo aparente alrededor de los mos, hasta el extremo que cre me la machacaba. Bajo tales circunstancias era difcil conservar la dignidad. Yo no poda huir o luchar como un chiquillo, ni mucho menos poda atacar a aquel hombre, que me hubiese retorcido el brazo hasta romprmelo. No me quedaba ms remedio que estarme quieto y aguantar aquella vejacin. Tuve tiempo de ver cmo vaciaban sobre cubierta los bolsillos del muerto y cmo su cuerpo y su mueca quedaban envueltos en una lona, cuyos pliegues cosa con burdo hilo blanco el marinero Johansen, dejando ver la aguja, que apoyaba ingeniosamente en un trozo de cuero ajustado a la palma de la mano.

Wolf Larsen dej caer la ma con un gesto desdeoso.

-Las manos de los muertos te las han conservado finas. Buenas nicamente para fregar platos y hacer trabajos de marmitn.

-Deseo que se me desembarque -dije firmemente, porque saba que observaban-. Pagar cuanto juzgue usted que vale su molestia.

Me mir con curiosidad y a sus ojos asom la burla.

-Voy a proponerte otra cosa, para bien de tu alma. Mi segundo ha muerto, y van a ascender todos. Un marinero subir a popa para ocupar el lugar del segundo, el grumete pasar a ser marinero y t sers grumete. Firmas el contrato para la expedicin, veinte dlares mensuales, y ya est. Qu dices a esto? Y piensa que es para bien de tu alma. Es precisamente lo que t necesitas; as aprenders a sostenerte sobre tus propias piernas y tal vez a hacer pinitos.

Pero yo no me di por aludido. Las velas del barco que haba visto a Sudoeste se haban hecho ms grandes y ms visibles. Eran de una goleta igual que el Ghost, aunque de casco ms pequeo. Constitua un lindo espectculo verla saltar y volar hacia nosotros, y seguramente iba a pasar muy cerca. El viento haba arreciado de pronto y el sol haba desaparecido, enojado tras sus vanos esfuerzos por seguir luciendo. El mar empezaba a agitarse, volvindose de un color plomizo, desagradable, y comenzaba a lanzar a lo alto montaas de espuma. Habamos aumentado la velocidad y el barco corra mucho ms inclinado. Un golpe de viento hundi la borda, y el agua, por un momento, barri la cubierta de aquel lado, haciendo levantar rpidamente los pies a dos marineros.

-Aquel barco pasar pronto por aqu -dije despus de un instante de silencio-. Como lleva direccin contraria, es probable que vaya a San Francisco.

-Muy probable -respondi Wolf Larsen, volvindose en parte y gritando: "Cocinero, cocinero!".

El cocinero sali.

-Dnde est aquel muchacho? Dile que le necesito.

-S, seor.

Thomas Mugridge corri a popa y desapareci por otra escalera prxima al timn. Un momento despus surgs un sujeto de dieciocho o diecinueve aos, corpulento, de aspecto vil y enfurruado, andando sobre los talones.

-Ah viene, seor -dijo el cocinero.

Pero Wolf Larsen, sin fijarse en este hroe, se volvi hacia el grumete

-Cmo te llamas, muchacho?

-George Leach, seor -respondi de mal humor, y el continente del muchacho mostraba bien a las claras que adivinaba la razn por que haba sido llamado.

-No es un nombre irlands -repuso el capitn con perversa intencin-. O'Toole o McCarthy sentaran algo mejor a tu aspecto. A no ser que haya algn irlands entre las relaciones de tu madre.

Vi crisparse los puos del muchacho ante el insulto y la sangre le enrojeci la nuca.

-Pero dejemos eso -continu Wolf Larsen-. Debes tener excelentes razones para olvidar tu nombre, y me gustara que no te ocasionara ningn perjuicio mientras permanecieras a bordo. Por supuesto, t te inscribiste en el puerto de Telegraph Hill; pero como suelen hacerlo all o ms sucio todava. Ya conozco la especie. Bueno, puedes decidir si quieres que lo suprimamos aqu. Comprendes? A ver, quin te embarc?

-McCready & Swanson.

-Seor! -vocifer Wolf Larsen.

-McCready & Swanson, seor -corrigi el muchacho, a cuyos ojos asom la llama del odio.

-Quin tiene el dinero que te adelant?

-Ellos, seor.

-Me lo figuraba. Pudiste dejrselo bien contento. Todo era poco a cambio de desaparecer en seguida. Ya habrs odo decir que te estn buscando varios caballeros.

Instantneamente el muchacho se troc en una fiera. Encogi el cuerpo como si se dispusiera a saltar, y su semblante se metamorfose en el de un animal enfurecido cuando grit:

-Esto es una...

-Una qu? -pregunt Wolf Larsen con una dulzura singular en la voz, como si sintiera una curiosidad invencible por conocer la palabra no pronunciada.

El muchacho titube, despus hizo un esfuerzo por dominarse.

-Nada, seor, lo retiro.

-Pues me demuestras que yo tena razn -dijo, con una sonrisa satisfecha-. Cuntos aos tienes?

-Acabo de de cumplir diecisis, seor.

-Mentira. T ya no cumplirs dieciocho. Con todo, ests desarrollado y tienes una musculatura de caballo. Coge el fardo y pasa al castillo de proa. Ahora eres remero; has ascendido, ves?

Sin esperar a que el muchacho aceptara, el capitn se volvi hacia el marinero que acababa la fnebre tarea de coser el envoltorio del cadver.

-Johansen, conoces algo de navegacin?

-No, seor.

-Bueno, no importa; lo mismo puedes ser segundo. Lleva tus cosas a popa al sitio del segundo.

-Ay, ay, seor! -respondi Johansen alegremente, dirigindose a proa.

Mientras tanto, el grumete continuaba sin moverse.

-Qu esperas? -pregunt Wolf Larsen.

-Yo no me ajust como remero, seor -repuso-. Entr de grumete y no quiero ser remero.

-Anda y haz lo que te he dicho.

Esta vez la orden de Wolf Larsen era extraordinariamente imperiosa. El muchacho le clav la vista con obstinacin y se neg a marcharse.

Entonces hubo otro despertar de la formidable fuerza de Wolf Larsen. Fue algo completamente inesperado lo que sucedi en el intervalo de los segundos. Dio un salto a fondo, de seis pies, y meti el puo en el estmago de Leach. En el mismo instante, como si me hubiesen herido a m, sent un choque tremendo en la misma parte del cuerpo. Lo hago constar para demostrar cun sensible era mi sistema nervioso y lo poco acostumbrado que estaba yo a espectculos brutales. El grumete, que pesara cuando menos ciento sesenta y cinco libras, se pleg alrededor del puo con la misma flexibilidad que un trapo mojado alrededor de un palo. Se levant en el aire, describi una breve curva y cay junto al cadver, golpeando la cubierta con la cabeza y los hombros, y all permaneci retorcindose de dolor.

-Qu hay? -me pregunt Larsen-. Ests decidido?

Yo haba mirado casualmente hacia la goleta que se aproximaba, y ahora se hallaba a nuestra vista a una distancia no mayor de doscientas yardas. Era una embarcacin pequea, muy elegante y bien conservada. Sobre una de sus velas pude leer un gran nmero negro, y me pareci, recordando los dibujos que haba visto, un barco-piloto.

-Qu es este barco? -pregunt.

-El barco-piloto Lady Mine -contest Wolf Larsen de mala manera.-. Ha dejado a los pilotos y corre hacia San Francisco. Con este viento llegar en cinco o seis horas.

-Entonces, tiene usted la bondad de hacerles una sea, a fin de que pueda desembarcar?

-Lo siento, porque he perdido el libro de seales -advirti, y los cazadores celebraron la gracia con muecas.

Reflexion, mirndole directamente a los ojos. Haba visto el terrible tratamiento de que haba sido objeto el grumete, y saba que probablemente me pasara lo mismo, si no peor. Como digo, reflexion, y entonces realic el acto ms valeroso de mi vida. Corr hasta la borda agitando los brazos y gritando:

-Lady Mine! Desembrquenme! Mil dlares si me desembarcan!

Esper, observando a dos hombres que estaban junto al timn, uno de ellos gobernando, el otro se llevaba un megfono a los labios. Yo no volva la cabeza, pero a cada momento esperaba un golpe mortal del bruto humano que haba detrs de m. Al fin, despus de unos instantes, que me parecieron siglos, no pudiendo resistir aquella tentacin, mir en derredor. No se haba movido. Se hallaba en la misma posicin, balancendose blandamente con el vaivn del barco y encendiendo otro cigarro.

-Qu pasa? Alguna avera?

Este grito proceda del Lady Mine.

-S! -exclam con toda la fuerza de mis pulmones-. Vida o muerte! Mil dlares si me desembarcan!

-Demasiada confusin en San Francisco para la salud de mi tripulacin -grit Wolf Larsen despus-. Este -y me indic a m con el pulgar- cree ver ahora serpientes de mar y monos!

El hombre del Lady Mine respondi con una carcajada a travs del megfono, y el barco-piloto pas de largo.

-Mndalo al infierno! -grit finalmente, y los dos hombres agitaron los brazos en seal de despedida. Me apoy desesperado sobre la barandilla, mirando cmo la elegante goleta haca crecer la extensin desierta del ocano que nos separaba y pensando que probablemente estara en San Francisco dentro de cinco o seis horas. Pareca que la cabeza iba a estallarme; tena un dolor en la garganta como si mi corazn hubiese subido hasta all. Una ola rizada rompi en el costado y me salpic los labios. El viento soplaba con fuerza y el Ghost corra mucho ms, hundiendo la barandilla de sotavento. Oa cmo el agua se precipitaba sobre la cubierta.

Cuando me volv un momento despus, vi al grumete levantarse dando traspis. Estaba mortalmente plido y se encoga queriendo reprimir el dolor. Pareca enfermo.

-Qu, te vas a proa? -pregunt Wolf Larsen.

-S, seor -respondi acobardado.

-Y t? -me interrog a m.

-Le dar a usted mil... -empec, pero fui interrumpido.

-Guarda eso! Ests dispuesto a cumplir tus deberes de grumete, o habr de ensearte por mi mano? Qu iba a hacer? Ser brutalmente apaleado, muerto quizs, de nada servira en mi caso. Mir con fijeza en aquellos ojos grises, crueles. Toda la luz y el calor del alma humana que contenan deban estar petrificados. En los ojos de algunos hombres se ve la agitacin de su alma; pero los suyos eran fros y grises como el mismo mar.

-Qu hay?

-S -dije.

-Di: s, seor.

-S, seor -enmend.

-Cmo te llamas?

-Van Weyden, seor.

-El primer nombre?

-Humphrey, seor. Humphrey van Weyden.

-Edad?

-Treinta y cinco aos, seor.

-Bien va. Vete al cocinero y aprende tus obligaciones.

Y as fue cmo pas a un estado de servidumbre involuntaria con Wolf Larsen. El era ms fuerte que yo, y esto era todo. Pero entonces me pareca muy irreal; y ahora, cuando miro hacia atrs, no me parece ms real que entonces. Para m ser siempre una cosa monstruosa, inconcebible, una horrible pesadilla.

-Alto, no te vayas ahora.

Me detuve obedientemente en mi camino hacia la cocina.

-Johansen, llama a los hombres ahora que lo hemos resuelto todo; celebraremos el entierro y libraremos la cubierta de trastos intiles.

Mientras Johansen bajaba a avisar a los del cuarto, dos marineros, bajo la direccin del capitn, colocaban el cadver envuelto en lona sobre una tapa de escotilla.

A cada lado de la cubierta, contra la barranquilla y con las quillas hacia arriba, haba atados un buen nmero de pequeos botes. Varios hombres levantaron la tapa de escotilla con su fnebre carga, la transportaron a sotavento y la colocaron encima de los botes con los pies afuera. Atado a los mismos iba el saco de carbn que el cocinero haba llenado.

Yo haba imaginado siempre que un sepelio en el mar era una ceremonia muy solemne que inspiraba respeto, pero en ste, al menos, me llev una gran desilusin. Uno de los cazadores, pequeo y de ojos negros, a quien sus compaeros llamaban Smoke contaba historias abundantemente salpicadas de juramentos y obscenidades, y a cada minuto, poco ms o menos, el grupo de cazadores soltaba la carcajada, que me pareca un coro de lobos o de espritus infernales. Los marineros se reunieron a popa ruidosamente, y algunos que suban del cuarto se frotaban los ojos cargados de sueo y hablaban entre ellos en voz baja. En sus semblantes haba una expresin siniestra de enojo. Era evidente que no les gustaba la perspectiva de un viaje bajo las rdenes de tal capitn y comenzando bajo tan malos auspicios. De vez en cuando dirigan a Wolf Larsen miradas furtivas y pude comprender que recelaban de aquel hombre.

Este avanz hacia la tapa de la escotilla, y todas las cabezas se descubrieron. Los observ con la mirada: veinte hombres entre todos; veintids, incluyendo al hombre del timn y a m. Mi inspeccin curiosa poda perdonrseme, pues pareca ser mi destino convivir con ellos en aquella miniatura de mundo flotante, Dios sabra cuntas semanas o meses. Los marineros, en su mayora, eran ingleses o escandinavos, y sus caras eran las de unos hombres torpes y estlidos. En cambio, los rostros de los cazadores, de lneas duras y con las huellas de todas las pasiones, revelaban ms energa y variedad. Aunque parezca extrao, not en seguida que las facciones de Wolf Larsen no representaban tanta perversidad. No descubra nada maligno en ellas. Es verdad que haba lneas, pero slo indicaban decisin y firmeza; antes bien, era un semblante franco y abierto, cualidades que acentuaba el hecho de estar completamente rasurado. Apenas poda creer, hasta que ocurri el incidente referido, que aquel rostro fuese el de un hombre que pudiera comportarse como lo haba hecho con el grumete.

En aquel momento, cuando abri la boca para hablar, las rfagas de viento empezaron a golpear la goleta e hicironla hundir de costado. El viento entonaba un canto feroz a travs de los aparejos; algunos cazadores miraron a lo alto con inquietud; la borda de sotavento, donde yaca el cadver, estaba bajo el agua, y cuando la goleta se enderez, las olas barrieron la cubierta, mojndonos ms arriba de nuestros zapatos. Nos cay encima un aguacero y las gotas nos heran como si fueran granizo. Cuando pas, Wolf Larsen empez a hablar, y los hombres, con la cabeza desnuda, se balanceaban al unsono con el vaivn del barco.

-No recuerdo sino una parte del servicio -dijo-, que es: "Y el cuerpo se arrojar al mar". As, pues, ya podis arrojarlo.

Ces de hablar; los hombres que sostenan la tapa de la escotilla parecan perplejos, extraviados, sin duda, de la brevedad de la ceremonia. Se lanz sobre ellos furioso.

-Levantad este extremo, malditos! Qu demonios os pasa?

Levantaron la tapa de la escotilla con una precipitacin sensible, y como un perro lanzado por la borda, se hundi el muerto en el mar empezando por los pies.

El saco de carbn le arrastr hacia el fondo y desapareci.

-Johansen -dijo Wolf Larsen brevemente al otro segundo-, que permanezcan todos sobre cubierta ahora que han subido; recoged las gavias y los foques y aseguradlos bien. Se nos viene encima un Sudeste; tambin convendr que se rice el foque y la vela mayor mientras permanecis por aqu.

Un instante despus haba gran agitacin en la cubierta. Johansen rugiendo rdenes y los hombres apretando, arriando cuerdas de diversas clases, siendo todo aquello confusin para un hombre de tierra como yo. Pero lo que me sorprendi particularmente fue la falta de sentimientos. El muerto era un episodio que ya haba pasado, un incidente que se haba hundido envuelto en una lona y con un saco de carbn, mientras el barco segua su rumbo y continuaba su trabajo. Nadie estaba afectado. Los cazadores volvan a rer con una historia nueva de Smoke; los hombres tiraban y halaban, y dos de ellos trepaban a lo alto; Wolf Larsen observaba el cielo nuboso a barlovento, y el hombre muerto, sepultado con sordidez, hundindose, hundindose...

Entonces fue cuando la crueldad del mar, su Inflexibilidad y su respeto se apoderaron de m. La vida haba perdido el valor y la seriedad y se haba convertido en una cosa bestial y sin nombre; era el barco sin alma puesto en movimiento. Permanec en la barandilla de sotavento, junto a los obenques, y mirando por encima de las tristes olas cubiertas de espuma los bancos de niebla poco elevados que impedan ver San Francisco y la costa de California. Caan algunos chaparrones que casi me ocultaban la niebla, y esta extraa embarcacin, con sus hombres terribles, impelida por el viento y el mar y saltando acompasadamente, se diriga hacia el Sudoeste, internndose en la gran extensin desierta del Pacfico.

CAPITULO IV

Todo lo que me sucedi despus en la goleta Ghost, al tratar de adaptarme al nuevo ambiente, no puede sino formar parte del captulo de dolores y humillaciones. El cocinero, a quien la tripulacin llamaba el Doctor, Tommy, los cazadores y Cocinero, Wolf Larsen, se haba trocado en otra persona. La diferencia sufrida en mi estado trajo una diferencia correspondiente en su trato conmigo. Todo lo que antes tuvo de servil y adulador, tena ahora de dominante y belicoso. En realidad, yo no era ya el caballero distinguido, con una piel tan fina como la de una dama, sino un grumete vulgar y sin importancia.

Insista absurdamente en que le llamase mster Mugridge, y su conducta y su talante cuando me enseaba mis deberes eran insufribles. Adems de mi trabajo en la cabina, que se compona de cuatro camarotes, supona que deba ser su ayudante en la cocina, y mi colosal ignorancia respecto a cosas como el mondar patatas y fregar cacharros grasientos era para l un manantial inagotable de admiraciones sarcsticas. Se negaba a tomar en consideracin lo que yo era, o mejor dicho, cules haban sido mi vida y mis costumbres. Esta era en parte la actitud que haba adoptado para conmigo, y confieso que antes de terminarse el da le odiaba con una intensidad tal, como nunca haba odiado a nadie hasta entonces.

El primer da result ms difcil para m por el hecho de que el Ghost, con todos los rizos (trminos como ste no los aprend hasta ms adelante), capeaba lo que mster Mugridge llamaba un "Sudeste aullador". A las cinco y media, y bajo su direccin, puse la mesa en la cabina, con las bandejas para el mal tiempo, y despus transport desde la cocina el t y la carne asada. Con esta oportunidad no puedo evitar el relatar mi primera experiencia en un mar revuelto.

-Anda con cuidado o irs de narices -orden mster Mugridge cuando sal de la cocina con una gran tetera en una mano y en el hueco del otro brazo varios panes tiernos.

En aquel momento, uno de los cazadores, un mucho alto y espigado, llamado Henderson, se diriga a popa, yendo desde la bodega (nombre con que jocosamente designan los cazadores la parte central del barco donde duermen) a la cabina. Wolf Larsen estaba en la toldilla fumando el sempiterno cigarro.

-Ah viene! Agrrate bien! -grit el cocinero.

Me detuve, porque no saba qu era lo que vena, y vi la puerta de la cocina cerrarse con estrpito. Despus vi a Henderson saltar como un loco haca el aparejo mayor subiendo por la parte interior, hasta que estuvo unos cuantos pies ms alto que mi cabeza. Vi tambin una ola enorme retorcida y cubierta de espuma suspendida por encima de la barandilla. Me hallaba directamente bajo ella. Todo era tan nuevo y extrao que mirando no lo adverta con rapidez. Comprend que me encontraba en peligro, y eso fue todo. Estaba sin movimiento, atemorizado. Entonces, Wolf Larsen grit desde la toldilla:

-Agrrate, t! T, Hump!

Pero fue demasiado tarde. Di un salto en direccin del aparejo, al que hubiera- podido asirme, ms viene sorprendido por el muro de agua al caer. Lo que sucedi despus me parece muy confuso; estaba debajo del agua sofocado y ahogndome. Me sent elevado del suelo dando vueltas y revueltas y por fin arrastrado no s dnde. Varias veces choqu con objetos duros, y una de tantas recib un golpe terrible en la rodilla derecha. Despus ces de pronto la inundacin y volv a respirar el aire puro. Haba sido barrido desde barlovento a los imbornales contra la cocina y alrededor de la escalera de la bodega. La rodilla herida me produca un dolor atroz; no poda apoyarme sobre ella, o cuando menos eso pensaba yo, y crea seguro haberme roto la pierna. Pero el cocinero estaba detrs de m, gritando desde la puerta de la cocina que daba a sotavento.

-Eb, t! No te entretengas toda la noche! Dnde est la tetera? Se ha cado al mar? Ojal te hubieses roto el cuello!

Hice lo posible por ponerme de pie. Todava conservaba en la mano la enorme tetera. Llegu cojeando hasta la cocina y se la di. Pero estaba completamente indignado, no s si con indignacin real o fingida.

-Te aseguro que eres una calamidad. Me gustara saber para qu sirves. Para qu sirves? No sabes llevar un poco de t sin verterlo. Ahora tendr que hervir ms... Pero por qu resoplas? -estall otra vez, con nueva rabia-. Porque te has hecho dao en la piernecita, pobre nene, encanto de su mam?

Yo no resoplaba, aunque es posible que mi rostro expresara con algn gesto mi dolor. Pero hice un llamamiento a toda mi resolucin, apret los dientes, y sin ms contratiempos anduve renqueando de la cocina a la cabina y de la cabina a la cocina, una y otra vez. Dos cosas haba ganado con mi accidente: una desolladura en la rodilla, que me fastidi varios meses, y el nombre de Hump con que me haba llamado Wolf Larsen desde la toldilla. Ya no se me conoci en todo el barco por otro nombre, hasta llegar esta palabra a formar parte de mis procesos imaginativos, de tal suerte, que llegu a pensar que yo era realmente Hump y que toda la vida no haba sido otra cosa.

No era empresa fcil servir a la mesa de la cabina, donde se sentaban Wolf Larsen, Johansen y los seis cazadores. Por de pronto, la cabina era pequea y los cabeceos y movimientos de la goleta dificultaban ms an dar la vuelta a su alrededor, como me vea obligado a hacer.

Pero lo que ms me molestaba era la total ausencia de simpata en los hombres a los cuales serva. A travs de la ropa senta hincharse la rodilla y estaba enfermo y extenuado del dao que me produca. En el espejo me vea el semblante plido y cadavrico descompuesto por el dolor. Todos los hombres debieron ver mi estado, pero ninguno me habl o se dio cuenta de mi presencia, tanto que casi le qued agradecido a Wolf Larsen cuando ms tarde, hallndome fregando los platos, me dijo:

-No te preocupes por tan poca cosa. Con el tiempo te acostumbrars. Cojears un poco, pero eso no ser obstculo para que aprendas a andar. Eso es lo que vosotros llamis una paradoja, verdad? -aadid.

Pareci complacido cuando inclin la cabeza con el acostumbrado "S, seor".

-Supongo que conoces algo de literatura, eh? Bien. Charlaremos algn rato.

Y despus, sin hacerme ms caso, se volvi y subi a cubierta.

Aquella noche, despus de acabar con una cantidad abrumadora de trabajo, me enviaron a dormir en la bodega, donde me instal en un camarote de reserva. Estaba contento de verme libre de la presencia detestable del cocinero y de poder acostarme. Me sorprend al ver que las ropas se me haban secado encima, sin que notase sntomas de un resfriado a pesar del ltimo remojn y de la inmersin prolongada a consecuencia del desastre del Martnez. En circunstancias ordinarias, despus de todo lo que haba sufrido, hubiera tenido que guardar cama y entregarme a los cuidados de una experta enfermera.

La rodilla me molestaba horriblemente. A mi entender, la rtula se haba puesto de canto en el centro de la tumefaccin. Mientras estaba sentado en la litera, examinndola, los seis cazadores se hallaban todos en la bodega, fumando y hablando en voz alta. Henderson me dirigid casualmente una mirada.

-Tiene mal aspecto -coment-. Atale un trapo alrededor y no ser nada.

Eso fue todo. En tierra, hubiese estado en la cama tendido de espaldas, asistido por un cirujano, con la orden expresa de observar un reposo absoluto. He de ser, sin embargo, justo con aquellos hombres. Tan insensibles como se mostraban a mis sufrimientos, lo eran igualmente para los suyos cuando les ocurra algo, y esto, creo yo, era debido primero a la costumbre y despus a que su temperamento era menos sensitivo. Me figuro que realmente un hombre de constitucin delicada y sensibilidad exquisita sufrira dos o tres veces ms que aquellos con el mismo dao.

A pesar de estar tan cansado, agotado ms bien, el dolor de mi rodilla me impeda dormir. Era todo lo que poda hacer para no quejarme a voces. En casa hubiese, sin duda alguna, desahogado mi angustia, pero este ambiente nuevo y primitivo, pareca exigir una represin feroz. Como los salvajes, estos hombres eran tambin estoicos para las cosas grandes, e infantiles para las pequeas. Recuerdo haber visto despus, durante el viaje, a Kerfoot, otro de los cazadores, con un dedo aplastado, hecho una papilla, y a pesar de eso ni siquiera murmur o cambi la expresin de su semblante; sin embargo, he visto al mismo hombre arrebatarse exageradamente por una insignificancia.

Eso es lo que haca ahora: vociferaba, ruga, agitaba los brazos y juraba como un demonio, todo por un desacuerdo con otro cazador respecto si un cachorro de foca saba nadar instintivamente; l sostena que s que poda nadar desde el instante en que naca; el otro cazador, Latimer, un sujeto de tipo yanqui, flaco, de ojos pequeos y astutos, sostena lo contrario: que el cachorro naca en tierra por la sencilla razn de que no poda nadar vindose por lo mismo la madre obligada a ensearle, como los pjaros ensean a sus pequeuelos a volar.

La mayor parte del tiempo, los cuatro cazadores restantes, apoyados o tumbados en sus literas, dejaban que discutiesen los dos rivales; pero estaban sumamente interesados, pues alguna que otra vez tomaban parte a favor de uno de ellos y a veces hablaban todos a la vez, hasta que sus voces sonaban como truenos. Con todo y ser tan pueril e insignificante el tpico, el carcter de sus razonamientos era todava ms pueril e insignificante. En realidad, haba muy poco razonamiento o absolutamente ninguno; su mtodo era de afirmacin, suposicin y amenazas. Ellos probaban que el cachorro de foca poda o no nadar al nacer, estableciendo muy belicosamente la proposicin y hacindola seguir de un ataque a la opinin del contrario, a su sentido comn, nacionalidad o pasado histrico. La rplica era muy semejante.

He relatado esto para demostrar el calibre mental de los hombres con quienes estaba en contacto. Intelectualmente, eran nios encerrados en el interior fsico de hombres.

Y fumaban, fumaban incesantemente un tabaco ordinario, barato y maloliente. La atmsfera estaba espesa y caliginosa con aquel humo, y esto, combinado con el movimiento violento del barco luchando con el temporal, me hubiese mareado seguramente, de haber tenido propensin a ello. Con todo, senta nuseas, aunque bien pudieran ser debidas al dolor de mi pierna y a mi agotamiento.

Mientras estaba all acostado, reflexionando, pseme a pensar en m y en la situacin en que me encontraba. Era una cosa singular, nunca soada, que yo, Humphrey van Weyden, sabio y diletante, con permiso de ustedes en objetos de arte y literatura, estuviese all, a bordo de una goleta de caza del mar de Bering. Grumete! Yo, que en toda mi vida haba ejecutado un trabajo manual difcil, y mucho menos trabajos de marmitn, que haba gozado una existencia plcida, regular, sedentaria, existencia de artista y de recluso con una renta cmoda y segura. Nunca me haban seducido la vida agitada y los deportes atlticos; siempre haba sido una rata de biblioteca, como me llamaban mis hermanos y mi padre durante mi infancia. Slo una vez haba ido de excursin, y entonces abandon a mis compaeros casi al principio de la expedicin y me restitu a las comodidades y conveniencias de la vida bajo techado. Y ahora estaba all, teniendo como perspectiva espantosa y sin fin el poner la mesa, mondar patatas y fregar platos. Yo no era robusto; los mdicos haban dicho siempre que tena una buena constitucin, pero que deba haberla desarrollado mediante el ejercicio. Mis msculos eran pequeos como los de una mujer, al menos as lo aseguraban los galenos en el transcurso de sus tentativas para persuadirme de que deba aficionarme a los ejercicios de cultura fsica.

Pero yo haba preferido hacer trabajar la cabeza y no el cuerpo y ahora no estaba en condiciones para afrontar la vida que tena delante.

Estos son someramente algunos de los pensamientos que cruzaron por mi mente, y los he relatado para justificar por anticipado mi debilidad e inutilidad en el papel que estaba representando. Pens tambin en mi madre y en mis hermanas, y me imagin su pena. Yo figurara en la lista de los muertos a consecuencia del desastre del Martnez; vendra a ser para ellas un cuerpo no recobrado. Lea los ttulos de los peridicos, vea a mis compaeros del Club, de la Universidad y del Bibelot cmo movan la cabeza diciendo: "Pobre muchacho!", y vea finalmente a Charley Furuseth, cuando me despeda aquella maana envuelto en una bata, tumbado en el divn de la ventana y recitando epigramas sombros y pesimistas.

Y a todo esto el Ghost se balanceaba, se zambulla, trepaba por las montaas movedizas y caa dando tumbos en los valles de espuma, internndose trabajosamente en el corazn del Pacfico, y yo me hallaba a bordo. Oa el viento encima de m; llegaba hasta mi odo como un trueno velado; de vez en cuando alguien andaba por la cubierta. Una serie infinita de crujidos me rodeaba por todas partes, los maderos y las junturas se quejaban, gritaban y se lamentaban en mil tonos distintos. Los cazadores continuaban arguyendo y vociferando como una raza semihumana, anfibia. La atmsfera estaba llena de juramentos y expresiones soeces; vea sus caras rojas y colricas, la brutalidad descompuesta y acentuada por la luz enfermiza o amarillenta de las lmparas que se balanceaban con los movimientos del barco. A travs de la niebla del humo, los camarotes parecan los departamentos de los animales de una casa de fieras; de las paredes pendan impermeables y botas de agua, y aqu y all, asegurados en los soportes, haba rifles y escopetas. Era una decoracin propia de filibusteros y piratas de pocas pretritas. Mi imaginacin corra alborotada, y segua sin poder dormir. Fue una noche abrumadora, horrible e interminable.

CAPITULO V

Debo advertir que mi primera noche en el dormitorio de los cazadores fue tambin la ltima. Al da siguiente, Johansen, el piloto, fue despedido de la cabina por Wolf Larsen, con la orden de dormir en adelante en la bodega en tanto que yo tom posesin del pequeo departamento de la cabina que ya durante el primer da de viaje haba tenido dos amos. La razn de este cambio lleg rpidamente a conocimiento de los caza dores y dio origen a muchas quejas. Al parecer, Johansen reviva en sueos los acontecimientos del da. Wolf Larsen haba encontrado excesivo aquel incesante hablar, gritar y rugir rdenes, y en consecuencia haba endosado la molestia a sus cazadores.

Tras una noche sin sueo, me levant dbil y dolorido, para renquear otro da por el Ghost. Thomas Mugridge me arranc de la cama a las cinco y media, de forma muy parecida a la que Bill Sykes deba hacer levantar a su perro, pero la brutalidad que mster Mugridge usara conmigo le fue devuelta en calidad y con creces. El ruido innecesario que hizo (pues yo haba estado toda la noche con los ojos abiertos) debi despertar a uno de los cazadores, porque un pesado zapato cruz zumbando en la semioscuridad, y mster Mugridge, con un agudo alarido de dolor, pidi perdn a todos humildemente. Ms tarde, en la cocina not que tena una oreja contusa e hinchada, que por cierto ya no recobr jams la forma natural, y los marineros llamronla "oreja de coliflor".

El da transcurri sin que ocurriera nada digno de mencin. La noche anterior haba recogido yo mis ropas secas de la cocina y lo primero que hice fue cambiarlas por las del cocinero. Busqu m monedero, que la vspera, recuerdo contena ciento ochenta y cinco dlares entre oro y papel y algo de calderilla, y debo hacer constar que para estas cosas tengo muy buena memoria. El monedero lo encontr, pero lo de dentro, con excepcin de la calderilla, haba sido sustrado. Habl de ello al cocinero cuando sub a cubierta para comenzar mi trabajo en la cocina, y aunque ya supona la respuesta que haba de darme, no esperaba la arenga belicosa que me dirigi.

-Mira, Hump -empez, con un destello maligno en la mirada y gruendo-, tienes ganas de que te aporree la nariz? Si creas que yo era un ladrn, haberte guardado t mismo el dinero. No andas poco equivocado! Y no es gratitud la que demuestras! Llegas aqu como una piltrafa, te admito en la cocina y te trato bien, y as es como me lo pagas? La prxima vez ya podrs ir al infierno y te aseguro que te dar algo para el viajo.

Mientras as hablaba, vino hacia m con el puo en alto. Me avergenza decir que rehu el golpe y sal corriendo por la puerta de la cocina. Qu otra casa poda hacer? En este barco de brutos slo venca la fuerza. Lo persuasin moral era una cosa desconocida. Figrenselo ustedes: un hombre de estatura regular, delgado, de musculatura dbil y falto de desarrollo, que haba disfrutado una vida plcida y pacfica, y sin estar acostumbrado a ninguna clase de violencias, qu poda hacer un hombre as? No haba ms razn para hacer frente a estas bestias humanas que pudiese haberla para hacer frente a un toro enfurecido.

Eso pensaba yo entonces, sintiendo la necesidad de Justificarme y de estar en paz con mi conciencia. Esta justificacin, sin embargo, no lograba satisfacerme; ni an hoy consiente mi virilidad que, el pensar en aquellos acontecimientos, me encuentre completamente disculpado. La situacin exceda en realidad a las frmulas racionales de conducta y peda algo ms que las fras conclusiones de la razn. Visto con la luz de la lgica formal, no hay nada de que tengamos que avergonzarnos, y, no obstante, al recordarlo la vergenza se levanta en mi interior y con el orgullo de mi virilidad siento que sta ha sido mancillada por todos los medios imaginables.

Mas volvamos a mi narracin. La rapidez con que sal de la cocina me produjo un dolor horrible en la rodilla y ca sin fuerzas a la entrada de la toldilla; el cocinero no me haba seguido.

-Mirad cmo corre! -ole gritar-. Y eso que tiene inutilizada una pierna. Ven a la cocina pobrecito mo. No te pegar, ven.

Volv y continu mi trabajo, terminando aqu el episodio por el momento, aunque ms adelante deban tener lugar otros sucesos. Puse la mesa para el desayuno en la cabina, y a las siete serv a los cazadores y oficiales. El temporal haba amainado evidentemente durante la noche, pero el mar segua bastante recio y el viento soplaba an con fuerza. De madrugada se haba soltado ms lona, de suerte que el Ghost corra con todas las velas, excepto las dos gavias y el foque pequeo. Segn deduje de la conversacin, estas tres velas se izaran inmediatamente despus del desayuno; supe tambin que Wolf Larsen tena gran inters en aprovechar el temporal, que le empujaba hacia el Sudoeste en aquella parte del ocano, donde esperaba encontrarse con el contraalisio del Nordeste. Cuando l confiaba recorrer la mayor parte de la travesa al Japn fue antes de iniciarse este viento. Pensaba torcer al Sur, en direccin de los trpicos, y al aproximarse a las costas de Asia volver de nuevo hacia el Norte.

Despus del desayuno soport otra experiencia nada envidiable. Cuando termin de lavar los platos, limpi la estufa de la cabina y llev la ceniza a cubierta para tirarla. Wolf Larsen y Henderson estaban junto al timn, enfrascados en una conversacin profunda. El marinero Johnson gobernaba. Mientras me diriga a barlovento le vi hacer un gesto rpido con la cabeza, que tom equivocadamente por un saludo matinal al reconocerme. En realidad, trataba de advertirme que echara las cenizas por el lado de sotavento. Sin darme cuenta de mi desatino, pas al lado de Wolf Larsen y del cazador y las lanc por barlovento. El viento las rechaz, no slo encima de mi, sino tambin encima de Henderson y Wolf Larsen. Un instante despus este ltimo me daba un violento puntapi lo mismo que a un perro. Nunca hubiese credo que un puntapi doliera tanto. Me alej de all titubeando y me apoy medio desvanecido contra la cabina. Todo empez a flotar ante mis ojos y me mare. Sent nuseas y como pude me arrastr hacia el costado del barco. Pero Wolf Larsen ya no se preocup de m; se sacudi la ceniza de la ropa y reanud su conversacin con Henderson. Johansen, que desde la toldilla lo haba presenciado todo, mand dos marineros a popa para limpiar la suciedad.

Muy entrada ya la maana, recib otra sorpresa de especie totalmente distinta. Siguiendo las instrucciones recibidas, haba entrado en el camarote de Wolf Larsen para ponerlo en orden y hacer la cama. Junto a la cabecera de la misma, adosado a la pared, haba un estante lleno de libros. Ech una ojeada, y no sin asombro le nombres tales como Tyndall, Proctor y Darwin. All tenan su representacin la astronoma y la fsica: La edad de la fbula, de Bullfinch; la Historia de la literatura inglesa y americana, de Shaw; la Historia natural, de Johnson, en dos grandes volmenes. Haba, adems, una porcin de gramticas, como las de Metcalf, Reed y Kellog; sonre al ver un ejemplar de El ingls del Den.

No poda relacionar aquellos libros con el hombre a quien pertenecan a juzgar por lo que de l haba visto, y me maravill la posibilidad de que pudiera leerlos. Pero cuando fui a hacer la cama encontr entre las mantas un Browning completo de la edicin de Cambridge que, al parecer, se le debi escurrir al quedarse dormido. Estaba abierto por "En un balcn", y advert aqu y all pasajes subrayados con lpiz. Despus, con una sacudida del barco, se me cay el libro y sali una hoja de papel llena de diagramas y clculos. Estaba patente que aquel hombre terrible no era un ignorante, como hubiera podido suponerse dadas sus manifestaciones de brutalidad. De pronto se converta en un enigma. Cada una de las dos partes de su naturaleza era perfectamente comprensible, pero las dos juntas desorientaban. Yo ya haba notado que su lenguaje era correcto, aunque desfigurado a veces por algn ligero descuido. Naturalmente, al hablar con los marineros y cazadores lo plagaba con frecuencia de faltas, lo cual se deba al mismo idioma vernacular; en las pocas frases que haba cruzado conmigo se haba expresado con claridad y correccin.

La visin que acababa de tener de ese otro aspecto suyo debi animarme, porque resolv hablarle acerca del dinero que haba perdido.

-Me han robado -le dije un poco ms tarde, cuando le encontr paseando solo por la popa.

-Seor -corrigi, no con dureza, pero s con seriedad.

-Me han robado, seor -enmend.

-Cmo ha sido? -pregunt.

Entonces le enter de las circunstancias del incidente, cmo me haba despojado de la ropa para que se secara en la cocina y cmo despus el cocinero casi me peg al mencionarle el asunto.

-Rateras -concluy-, rateras del cocinero. Y no crees que tu vida vale este precio? Adems, considralo como una leccin; as aprenders a tener cuidado de tu dinero. Supongo que hasta ahora lo habr hecho por ti tu abogado o tu agente de negocios.

Sent todo el desdn de sus palabras, pero pregunt

-Cmo puedo recuperarlo?

-Eso es cosa tuya; ahora no tienes abogado ni agente de negocios, as que habrs de contar contigo nada ms. Cuando tengas un dlar, gurdalo bien; un hombre que se deja el dinero en cualquier parte, como t haces, merece perderlo. Adems, has pecado; no tienes derecho a poner la tentacin en el camino de tus semejantes, tentaste al cocinero y l cay. Has puesto, pues, en peligro su alma inmortal. Y a propsito: crees en la inmortalidad del alma?

Los prpados se levantaron perezosamente al hacer la pregunta, y pareci que aquellos abismos se descubran para m, para que yo mirara dentro de su alma; pero no fue sino una ilusin. Aunque se crea lo contrario, nadie ha podido penetrar nunca en el alma de Wolf Larsen ni mucho menos ha logrado verla; de esto estoy convencido. Era un alma solitaria, segn pude comprender, que jams se desenmascaraba, aunque en ciertos momentos, muy raros, lo aparentase.

Leo la inmortalidad en sus ojos -respond, suprimiendo el seor y haciendo una prueba que la intimidad de la conversacin, segn pens, me autorizaba.

El no se dio por enterado.

Esto quiere decir -repuso- que ves algo que vive, pero que necesariamente no podra vivir siempre.

-Leo ms que esto -continu, audazmente.

-Entonces t lees la conciencia, la conciencia de la vida que vive, pero nada ms, no una vida infinita.

Con qu claridad discurra y qu bien expresaba sus pensamientos! Despus de mirarme con curiosidad, volvi la cabeza hacia barlovento y fij la vista en el mar color de plomo. Sus ojos se oscurecieron y las lneas de su boca se hicieron ms severas y ms duras. Evidentemente, estaba de mal humor.

-Entonces, en qu para esto? -pregunt de pronto, volvindose hacia m-. Si soy inmortal... por qu? Yo vacilaba. Cmo explicar mi idealismo a este hombre? Cmo expresar con palabras algo sentido, algo parecido a los sonidos que se oyen en sueos, algo que convence aun prescindiendo de las excelencias del lenguaje?

-Qu es lo que cree usted, entonces? -dije, llevndole la contraria.

-Creo que la vida es como una espuma, un fermento -respondi prontamente-; una cosa que tiene movimiento y que puede moverse durante un minuto, una hora, un ao o cien aos, pero que al fin cesar de moverse. El grande se come al pequeo, para poder continuar movindose; el fuerte al dbil, para conservar la fuerza. El afortunado se come la mayor parte, y se mueve ms tiempo, eso es todo. Qu te parecen estas cosas?

Dirigi el brazo con un gesto de impaciencia hacia unos cuantos marineros que maniobraban con unas cuerdas en el centro del barco.

-Esos se mueven para que se mueva la materia, se mueven para comer y para poder seguir movindose, ah lo tienes todo. Viven para el estmago, y el estmago existe para ellos. Es un crculo que no tiene salida. Ellos tampoco. Se detienen al fin, ya no se mueven, estn muertos.

-Pero suean -interrump yo-, tienen sueos radiantes, luminosos...

-De comida -concluy sentenciosamente.

-Y de otras cosas...

-Comer! Suean en tener ms apetito y ms suerte para satisfacerlo -su voz sonaba dura, montona-. Porque, fjate, ellos suean en hacer viajes productivos que les reporten ms dinero, en llegar a ser segundos en los barcos, en encontrar fortunas... en una palabra, en mejorar de posicin para comerse a sus semejantes, en tener buena comida todas las noches y que otros carguen con el trabajo despreciable. T y yo somos exactamente como ellos. No hay ninguna diferencia entre ellos y nosotros, como no sea aquella que estriba en tener ms comida y mejor. Yo les como a ellos ahora y a ti tambin; pero en otros tiempos t has comido ms que yo, t has dormido en lechos mullidos, has vestido ropas buenas y comido buenos alimentos. Quin hizo aquellas camas y aquellas ropas y aquellas comidas? T no, t nunca hiciste nada con tu propio sudor. T vives de la fortuna que gan tu padre; t eres como la conocida palmpeda que se deja caer sobre las bubias para robarles el pez que han cogido; t formas parte de una multitud de hombres que han hecho lo que ellos llaman un Gobierno, y que dominan a los dems hombres, que se comen los alimentos que otros hombres han obtenido y que les hubiera gustado comerse ellos. T llevas las ropas que calientan; ellos las hicieron, pero van tiritando en sus andrajos y te piden a ti, a tu abogado o al agente de negocios que te administra el dinero, que se las compres.

-Eso no tiene nada que ver con la cuestin -exclam.

-Ya lo creo -ahora hablaba rpidamente y sus ojos relampagueaban-. Esto es un egosmo y esto es la vida. De qu sirve o qu sentido tiene la inmoralidad del egosmo? Qu objeto tiene? Qu dices a todo? T no has hecho la comida; sin embargo, lo que t has comido o desperdiciado hubiese salvado la vida de una veintena de infelices que hicieron la comida, pero no la comieron. Considrate a ti mismo a m. Qu valor tiene tu ponderada inmortalidad, cuando tu vida discurre mezclada con la ma? T quisieras volverte a tierra, que es sitio ms favorable para tu clase de egosmo; yo, en cambio, tengo el capricho de tenerte a bordo de este barco, donde puedo abusar de ti; te doblar o te romper, podrs morir hoy, esta semana o el mes que viene y an podra matarte ahora mismo de un puetazo, porque eres un miserable alfeique. Ahora bien; si somos inmortales, qu razn hay para ello? El abusar como t y yo hemos hecho toda la vida no parece que sea precisamente lo que deben hacer los mortales. De nuevo te pregunto: qu dices a todo esto? Por qu te he retenido aqu?

-Porque usted es ms fuerte -consegu articular.

-Pero, por qu soy ms fuerte? -continu, con sus interminables preguntas-. Porque soy una porcin mayor del fermento que t. Lo ves?

-Esto es para desesperarse -protest.

-Estoy de acuerdo contigo -continu-. Entonces por qu nos movemos si el movimiento es vida? Sin moverse y ser una parte del fermento no habra desesperacin. Pero, (y en esto est el toque) queremos vivir y movernos aunque no tengamos razn para ello, porque sucede que la naturaleza de la vida es vivir y moverse, querer vivir ms. Si no fuera por eso, la vida morira. A causa de esta vida que hay en ti, es por lo que sueas en tu inmortalidad; la vida que hay en ti vive y quiere seguir viviendo eternamente. Una eternidad de egosmo!

De pronto se volvi y se dirigi a popa; se detuvo junto a la toldilla y me llam.

-Veamos: cunto te ha sustrado el cocinero? -pregunt.

-Ciento ochenta y cinco dlares, seor.

Asinti con la cabeza. Un momento despus, cuando me dispona a bajar la escalera para poner la mesa, le o en el centro del barco cubrir de improperios a unos hombres.

CAPITULO VI

A la maana siguiente el temporal haba amainado por completo y el Ghost se balanceaba alegremente en un mar ensalmado, sin un soplo de viento. De vez en cuando se notaba, sin embargo, alguna brisa ligera y Wolf Larsen paseaba constantemente por la toldilla, escudriando el mar por la parte del Nordeste, de cuya direccin deba soplar el gran contraalisio.

Los hombres estaban todos sobre cubierta, ocupados en preparar los botes para la poca de caza. Haba a bordo siete botes, el pequeo del capitn y los seis que haban de utilizar los cazadores. La tripulacin de cada bote la componan tres hombres: un cazador, un remero y un timonel. A bordo de la goleta, estos remeros y timoneles era como los tripulantes. Los cazadores se supona tambin que formaban parte de las guardias y estaban siempre a las rdenes de Wolf Larsen.

Todo esto y ms haba aprendido yo. El Ghost era la goleta ms veloz de las flotas de San Francisco y Victoria. En realidad, haba sido antes un yate particular, siendo por lo mismo construida con vistas a la velocidad. Aunque no entenda nada de estas cosas, sus lneas y su aspecto lo demostraban claramente. Johnson me hablaba de ella en una breve conversacin que sostuvimos durante la segunda guardia de la maana. Hablaba con un entusiasmo y un amor por una buena embarcacin semejantes a los que sienten algunos hombres por los caballos. Estaba muy disgustado con la guardia y he credo comprender que Wolf Larsen tiene una reputacin muy mala entre los capitanes de los barcos de caza. Fue la atraccin del Ghost la que indujo R Johnson a engancharse para el viaje, pero, al parecer, empezaba a arrepentirse.

Segn me dijo, el Ghost es una goleta de ochenta toneladas, de un modelo excelente. Este pequeo mundo flotante que contiene veintids hombres es un mundo muy pequeo, una mancha, un tomo, y yo me admiro de que los hombres se atrevan a cruzar el mar en barco tan pequeo y tan frgil.

Wolf Larsen tiene fama tambin de ser muy abandonado en el cuidado del velamen. Sorprend por casualidad a Henderson y a otro de los cazadores, Standish, un californiano, hablando de esto. Dos aos antes durante un temporal en el mar de Bering desarbol al Ghost, despus de lo cual se le pusieron los mstiles que ahora lleva, que de todos modos son ms fuertes y resistentes.

Todos los hombres de a bordo, excepcin hecha de Johansen, que est engredo con su ascenso, parecen buscar una excusa para justificar el haberse embarcado en el Ghost. La mitad de los hombres de proa son marinos de alta mar y su excusa es que no saban nada acerca del barco ni de su capitn. Otros dicen que los cazadores, aunque tiradores excelentes, son tan conocidos por su tendencia a disputar y cometer canalladas, que no pudieron contratarse en ninguna goleta decente.

He hecho amistad con otro tripulante, llamado Louis. Es irlands, de Nueva Escocia, rotundo, de rostro jovial muy sociable y aficionado a hablar mientras encuentra quien le escuche. Por la tarde, cuando el cocinero estaba durmiendo abajo y mondaba yo patatas, Louis penetr en la cocina para "pegar la hebra". Explica que se halle a bordo, porque al tiempo de contratarse estaba ebrio. Hace ya doce aos que caza focas cada temporada y es considerado como uno de los mejores timoneles de ambas flotas.

-Esta es la peor goleta que pudiste haber elegido, a no estar entonces borracho como yo -dijo siniestramente-. La caza de focas es el paraso de los cazadores en otros barcos. Ya ha habido un muerto, pero fjate bien en lo que digo: antes que termine el viaje habr ms. Este Wolf Larsen es un verdadero demonio, y el Ghost ser un infierno, como lo ha sido siempre desde que cay en sus manos. Lo sabr yo? Hace dos aos, en Hakodate, tuvo una ria con cuatro de sus hombres y los mat. Me hallaba yo en el Emma, a trescientas yardas de distancia. Y en el mismo ao mat a otro hombre. S, seor, s, le mat. Le aplast la cabeza como si hubiese sido una cscara de huevo. El gobernador de la isla de Kura y el jefe de polica, caballeros japoneses, vinieron invitados a bordo del Ghost, acompaados de sus esposas, unas mujer