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EL MANICOMIO “VÍCTOR LARCO HERRERAENTRE 1932 Y 1947(*) “En 1932 yo estaba estudiando en la Universidad Católica y allí tuve un compañero, muy amigo - Pedro Benvenutto- que me ofreció gestionar un puesto que me permitiera tener alimentación y habitación y asistir a mis clases. Le pregunté dónde era ese maravilloso lugar, y me dijo; “en el manicomio”. Al principio no acepté. Luego insistió y me dijo que fuera a conocerlo para que decidiera mejor. Fuimos, me presentó al Director, Baltazar Caravedo, de quien Benvenutto era muy amigo, y me dieron el puesto de secretario de la Dirección y Bibliotecario del Hospicio. En ese momento había en él médicos tan eminentes como Baltazar Caravedo, Honorio Delgado y Juan Francisco Valega, quienes tenían un gran entusiasmos para organizar la asistencia de alienados en el Perú de forma científica y a la altura de los tiempos, reformando totalmente su asistencia anterior que era, pues, casi bárbara. Con el apoyo económico del filántropo Víctor Larco Herrera, quien donó a la Beneficencia Pública un terreno de su hacienda en Magdalena del Mar y además todo el dinero necesario para edificar el nuevo local, se constituyo, pues, el nuevo manicomio como un hospital modelo de la Beneficencia, que hasta ahora existe, pero ya muy abandonado. Entonces, además de los médicos eminentes que he nombrado,

El manicomio Víctor Larco Herrera entre 1932 y 1947

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EL MANICOMIO “VÍCTOR LARCO HERRERA”ENTRE 1932 Y 1947(*)

“En 1932 yo estaba estudiando en la Universidad Católica y allí tuve un compañero, muy amigo -Pedro Benvenutto- que me ofreció gestionar un puesto que me permitiera tener alimentación y habitación y asistir a mis clases. Le pregunté dónde era ese maravilloso lugar, y me dijo; “en el manicomio”. Al principio no acepté. Luego insistió y me dijo que fuera a conocerlo para que decidiera mejor. Fuimos, me presentó al Director, Baltazar Caravedo, de quien Benvenutto era muy amigo, y me dieron el puesto de secretario de la Dirección y Bibliotecario del Hospicio. En ese momento había en él médicos tan eminentes como Baltazar Caravedo, Honorio Delgado y Juan Francisco Valega, quienes tenían un gran entusiasmos para organizar la asistencia de alienados en el Perú de forma científica y a la altura de los tiempos, reformando totalmente su asistencia anterior que era, pues, casi bárbara. Con el apoyo económico del filántropo Víctor Larco Herrera, quien donó a la Beneficencia Pública un terreno de su hacienda en Magdalena del Mar y además todo el dinero necesario para edificar el nuevo local, se constituyo, pues, el nuevo manicomio como un hospital modelo de la Beneficencia, que hasta ahora existe, pero ya muy abandonado. Entonces, además de los médicos eminentes que he nombrado, la Beneficencia estaba conformada por socios que tenían mucho criterio, como Enrique Dammert, David García Yrigoyen, entre otros. Ellos colaboraron para hacer del nuevo manicomio un lugar modelo. De modo que me gustó mucho ambiente acepté. La verdad es que me encontré muy a gusto durante esos años en que allí trabajé. Le hablo de los años que van de 1932 a 1947.

Cuando ingresé a trabajar, me indicaron que debía dormir en una habitación especial, en uno de los pabellones, el

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número 4, y allí estaba internado el capitán Enrique Caravedo, hermano del Director, el doctor Baltazar Caravedo. Me acuerdo mucho que la primera noche que dormí en la primera habitación con él, a eso de la medianoche, él se incorporó y haciendo la señal de la cruz dijo: “¡Mi pensamiento! Al que fue excelentísimo señor presidente de la República del Perú, don José Pardo y Barreda. Pero no de mala manera!” Y volteando hacia mí: “¿Está usted de acuerdo conmigo, Arbulú?” Yo tenía que responder que sí. “Venga, deme un abrazo”. Y esto se repetía varias veces. Me enteré que había sido edecán en Palacio de Gobierno de los presidentes Pardo y Morales Bermúdez. A medianoche siempre se incorporaba: “¡Mi pensamiento! Para el que fue excelentísimo presidente de la República del Perú, General Remigio Morales Bermúdez. Pero no de mala manera.” Tenía que decirle que sí y levantarme a darle el abrazo y si no lo hacía se molestaba. Pero era un tipo muy simpático. Odiaba a su hermano a muerte y a Hermilio Valdizán. En su delirio inventaba suplicios terribles para castigarlo. Por ejemplo decía: “A Hermilio Valdizán, por el ojete un cuchillo lobero”. “Valdizán, boletero del Excelsior”; y a su hermano: “Abrirle un paraguas por el ojete”.

Haciendo un balance, podría decir que durante mi labor yo aprecio dos aspecto, uno positivo y otro negativo, El positivo era la renovación de la asistencia a los enfermos mentales. La alimentación era excelente, había enfermeros profesionales especializados en la atención de esos pacientes que habían egresado de la escuela recién fundada y los esfuerzos de Honorio Delgado por introducir la teoría psiquiátrica, el psicoanálisis. El ambiente, con jardines floridos, era agradable.

Otro aspecto positivo fue que ingresaban al hospital muchos artistas y hombres de letras. Por ejemplo estuvo Francisco García Calderón, en su ancianidad, quien padecía de satiriasis. Estuvo Alfonso de Silva, músico, Roberto

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Carpio, otro gran músico arequipeño que según se dijo había cometido un crimen y que para no ir a la cárcel consiguió un certificado de enfermedad mental. Con Alfonso de Silva hacían un dúo magnífico. Alfonso tocaba el violín y Roberto el piano y daban conciertos de música clásica. Engreídos por Honorio Delgado, hicieron del manicomio una especie de quinta de reposo y residencia de artistas. Estuvo también Rafael de la Fuente Benavides, el conocido por todos como Martín Adán y José Quíspez Asín, hermano de César Moro. Por eso, Baltazar Caravedo decía: “Esto ya no es manicomio: es academia”. Además había una imprenta que funcionaba muy bien. Allí se imprimió en 1928 La casa de cartón de Martín Adán. Y esto fue gracias a Luis Alberto Sánchez quien tenía los originales y al no encontrar donde publicarlo, habló con su padre que se llamaba igual y que era contador del manicomio para que gestionaran la publicación. Y así, salió la primera edición del libro de Martín Adán con prólogo de Sánchez, colofón de José Carlos Mariátegui y como reza su data editorial “Imprenta del Hospital Víctor Larco Herrera”. César Moro, seudónimo de Alfredo Quíspez Asín quien además de poeta, era pintor, organizó una pinacoteca con pinturas de los enfermos mentales y presentó una exposición de los cuadros en el Conservatorio Nacional de Música, en cuya puerta puso un letrero que decía: “SE PROHÍBE LA ENTRADA A LOS IMBÉCILES”. Había cuadros muy raros, todos dirigidos por César Moro que era medio chiflado, surrealista y había sido secretario de André Breton. Había un cuadro con un marco muy elegante, pero hecho de basura y excrementos y el título era “Burguesía”. Después había cuadros pornográficos, de coitos, con un pene descomunal. Los enfermos pintaban, pues, lo que se les ocurría, expresaban su subconsciente. Muy interesante desde el punto de vista psiquiátrico, pero no tanto desde el punto de vista artístico y menos aún desde el punto de vista moral. La señora María Wiesse salió espantada y una monjita exclamó: “Señor, aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor” y salió persignándose.

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Entre los aspectos negativos mencionaré el de la asistencia interna de los enfermos, especialmente durante las noches. Había enfermos muy tranquilos, pero también había pacientes agresivos, a quienes se llamaba entonces “agitados”, que eran enfermos agresivos y peligrosos, que podían romper cosas, en fin, fuera de sí. Para impedir su agitación, a estos enfermos se les aplicaba una terapéutica de tranquilización que consistía en un baño en una tina a más o menos 30 grados centígrados. Los enfermeros cogían al enfermo y lo colocaban dentro de una lona que le impedía el movimiento de brazos y piernas y lo introducían en una tina cuya agua tenía la indicada temperatura para que estuviese allí dos a tres horas, según lo que indicara el médico. Pero esto a veces se hacía por las noches; los enfermeros se iban a dormir y encargaban a uno de los enfermos, al que consideraban más lúcido, para que interrumpiera el baño de quien estaba dentro de la tina. Pero estos enfermos a veces no cumplían con el encargo y no sacaban al enfermo a su debido tiempo, se olvidaban o se dormían hasta las 6 o 7 de la mañana. El hecho es que yo presencié que amanecían muchos enfermos sancochados. Cuando llegaba el médico asistente, un doctor Arnillas Arana o Juan Francisco Valega y le preguntaban al enfermero jefe: “¿Y éste, de qué ha fallecido?”, el enfermero jefe informaba: “síncope cardiaco, Doctor”. Entonces el certificado de defunción mencionaba “síncope cardiaco”. Y nadie decía nada, salvo aquellos que habíamos presenciado esta suerte de crímenes clandestinos.

Otro aspecto negativo fue que muchas familias -incluso familias limeñas de muy alta clase social- con el fin de heredar, simulaban enfermedad mental al abuelo o la abuela. Estas familias sobornaban al médico legista para que expidiera un certificado mental. Y con ese certificado tenían el derecho de internar a viva fuerza a personas que no eran enfermos mentales, pero que luego enloquecían de

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dolor y de decepción de la familia. Y allí había, pues, del aparato oficial del manicomio.

Los métodos terapéuticos también fueron otra decepción. El shock insulínico fue un tratamiento contra el alcoholismo que Honorio Delgado trajo de Europa después de asistir a un congreso en 1944, me parece. Vino muy optimista y dijo que había traído el método más eficaz para combatir el alcoholismo, la insulinoterapia, que consistía en la aplicación de 10 cm3 de insulina a razón de 1 cm3 por segundo por vía intravenosa. Para esto, al enfermo se le ataba de pies y manos y se le introducía un jebe en la boca para que no se mordiera la lengua porque ese shock producía una especie de ataque epiléptico, con un tremendo efecto que duraba horas. Lo que se esperaba era que después de unas 3 a 4 sesiones el alcohólico dejara de tomar alcohol, sintiera un rechazo al alcohol. Eso era en la teoría, pero en la práctica no sucedía así. Y yo soy testigo de eso. En ese tiempo estaba internado el poeta Martín Adán por alcohólico, y Honorio Delgado le aplicó dicho tratamiento. Luego de la cuarta sesión, recuerdo que vino Honorio Delgado con gran solemnidad y le preguntó: “¿Y cómo se siente usted, doctor De la Fuente?”. Y Martín Adán, despertando del coma, respondió: “con muchas ganas de tomar una copa de pisco, doctor.” La insulinoterapia, en realidad, fue un gran fracaso. No curó a ningún alcohólico.

Las relaciones entre Honorio Delgado y Martín Adán fueron muy interesantes. En primer lugar, Honorio Delgado, antes que un médico, era un humanista, un hombre de letras de un espíritu de muy alta categoría mental, muy por encima de la psiquiatría. Era culto en filosofía, latín y griego. Era muy eminente y por tal razón estimaba a Martín Adán, le tenía especial estimación, porque estimaba su poesía, su categoría literaria. Y lo engreía. Consiguió, por ejemplo, que Martín Adán se graduase de Doctor en letras en su pabellón. Le dijo: “Rafael, usted tiene que recibirse de doctor” y lo convenció. Martín Adán le respondió: “Doctor,

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si usted me da cigarrillos, entonces yo comienzo a mecanografiar mi tesis”. Y en efecto, Honorio Delgado le traía una cajetilla marca Nacional Presidente que le gustaba mucho a Martín, pues a él no le agradaban los cigarros rubios. Y así Martín Adán en la biblioteca del manicomio escribió y me dictó la mecanografía de su tesis “De lo barroco en el Perú” que, en opinión general, es la más brillante tesis jamás presentada en la facultad de letras de la Universidad de San Marcos. No lo digo yo sino que lo dicen los críticos. El estilo, el castellano gramaticalmente insólito que Martín Adán empleaba en esta tesis, fueron posibles por una verdadera hazaña, gracias a Honorio Delgado. Martín Adán definía el manicomio como el Vaticano del Perú. En este Vaticano, decía, su Pío XII es Honorio Delgado, pues en verdad se le parecía por lo enjuto y lo solemne. “Lo único que faltaba para ser perfecto”, decía Martín, “era mujer y culo”. Luego del shock insulínico, Martín Adán dejó el manicomio. Se resintió mucho con Honorio Delgado. Uno de los médicos generales, el doctor Tobías Bravo, le ofreció residencia en una clínica de la avenida Brasil. Y allí se recluyó Martín Adán veinte años.

Hubo también otros métodos. Recuerdo los tranquilizantes. A los pacientes ansiosos se les aplicaba Pantafón, una droga hipnótica, que no produjo mayores resultados. Se aplicaron además el metrazol y la malarioterapia. Luego vino la lobotomía y el electroshock, que era como recibir una insulinoterapia, sólo que con corriente eléctrica. A un poeta puneño, Roberto Mostajo, le aplicaron el electroshock que le causó la fractura de brazos y piernas por el ataque epiléptico producido por la carga eléctrica. Quedó tan loco como antes y además inutilizado. Algunos murieron por esta causa. En general, tanto Baltazar Caravedo como otros médicos (no creo que Honorio Delgado, que era muy responsable), trataban de ocultar las causas. Sé, por ejemplo, de Baltazar Caravedo. Una vez un doctor Mata (que apellidaba Mata pero no mataba a nadie) informó que a un enfermo le habían producido la muerte por un exceso

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de Pantafón y que había sido intencionalmente hecho por el enfermero jefe, un señor Francisco Santos Delgadillo (que se llamaba Santos pero no era ningún santo). Y entonces el director decidió que no se hiciera nada, en razón de la reserva necesaria para el prestigio del hospital. En resumen, puedo decir que el tratamiento de la enfermedad mental en mi tiempo, cuando yo trabajé en el manicomio, fue un fracaso total, yo no vi una sola curación. Todas las terapéuticas eran paliativas, nada eficaces.

Trabajé en el manicomio hasta 1947, fin de la segunda guerra mundial. Honorio Delgado era de formación germánica. Había estudiado mucho en Alemania, se casó con alemana, tenía una biblioteca en la que el 90% de los libros estaba en alemán. Tenía culto por Scheler, Kayserling y el poeta Stephan George, cuya semblanza escribió a su muerte. Yo le escuchaba siempre, por ejemplo, su gran defensa de la causa nazi. Durante la segunda guerra mundial, en el pabellón donde trabajaba se instaló una radio onda corta. Honorio Delgado nos invitaba a todos a simpatizar con Alemania. Cuando se prendía la radio se escuchaba el estribillo: “¡Esta es la Reichfunken, la voz de Alemania! ¡Alemania, defensora de la cultura! ¡Estamos luchando contra las plutocracias y el bolchevismo!” Honorio Delgado participaba de esta tesis y decía: “si Alemania gana la guerra, va a ser una bendición para el Perú porque nos liberará del imperialismo judío de los Estados Unidos”. Pero desgraciadamente, pues... Ahora, en esa defensa participaban junto con Delgado, José de la Riva Agüero y una serie de personas eminentes. Eran unas simpatías que se extendían a Mussolini y Francisco Franco, y a todo el movimiento anticapitalista y antibolchevique”.

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(*) Texto de autoría de Pedro Arbulú (Puno, 1907), incluido en: Ruiz- Zevallos A. Psiquiatras y locos. Entre la

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modernización contra los andes y el nuevo proyecto de modernidad. Perú: 1850-1930. Lima: Instituto Pasado & Presente; 1994.