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El Mártir de Las Catacumbas

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  • Si como hombre batall en feso contra fieras, de qu me sirve? Si los muertos no resucitan

    (1 Cor. 15:32) --------------------------------------------------------

    Batalla naval en el Coliseo

  • CONTENIDO

    Captulos Pginas Prefacio I

    1 El Coliseo .... 1

    2 El campamento pretoriano .... 10

    3 La Va Apia .... 15

    4 Las catacumbas .... 20

    5 El secreto de los cristianos .... 26

    6 La gran nube de testigos .... 31

    7 La confesin de fe .... 39

    8 La vida en las catacumbas .... 45

    9 La persecucin .... 53

    10 La captura .... 59

    11 La ofrenda .... 63

    12 El juicio de Polio .... 68

    13 La muerte de Polio .... 73

    14 La tentacin .... 77

    15 Lculo .... 81

  • Prefacio __________________________________________________________________________________

    ace muchos aos que fue publicada una historia annima titulada El Mrtir de

    las Catacumbas: Un episodio de la Roma antigua. Un ejemplar fue providencialmente rescatado de un barco de vela americano y se encuentra en poder del hijo del Capitn Richard Roberts, quien comandaba aquella nave y tuvo que abandonarla en alta mar como consecuencia del desastroso huracn ocurrido en Enero de 1876. Cuidadosamente reimpresa, presentamos aqu aquella obra, habiendo sido celosamente fieles al original aun en su ttulo. Sacamos a la luz es-ta edicin, animados de la viva esperanza de que el Seor la haya de emplear para hacerles ver a los fieles que reflexionan, como tambin a los descuidados y desprevenidos y a sus des-cendientes en estos ltimos das malos, este palpitante cuadro de cmo sufrieron los santos de los primeros tiempos por su fe en nuestro Seor Jesucristo, bajo una de las persecuciones ms crueles de la Roma pagana, y que en un futuro no lejano se pueden repetir con la misma intensidad de la ira satnica, mediante el mis-mo Imperio Romano de inminente renacimien-to. Ojal pueda despertar nuestra conciencia al hecho de que, si el Seor tarda en su venida, hemos de vernos en el imperativo de sufrir por l que voluntariamente tanto sufri por noso-tros. La Biblia ya no ocupa el legtimo lugar que le corresponde en nuestros colegios y universida-des; la oracin familiar es un hbito perdido; nuestro Seor Jesucristo, el unignito y bien amado Hijo del Dios viviente, es desacreditado y deshonrado precisamente en casa de aquellos que profesan ser sus amigos; el testimonio en corporacin ha desaparecido de la tierra; no se obedece el llamado a Laodicea al arrepenti-

    miento; y es as que la promesa del Seor de la comunin con l est librada slo al individuo. Y aun a nosotros en estos das puede alcanzar-nos la promesa a Esmirna: S fiel hasta la muerte y yo te dar la corona de la vida. La sangre de los mrtires de Rusia y Alemania clama desde la tierra, cual admonicin a los cristianos de todos los pases. Pero an podemos arrancar de nuestras almas el clamor anhelante: Ven, Seor Jess, ven pronto.

    Hartsdale, N.Y. Richard L. Roberts

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    El clper estadounidense Antartic

    Fue diseado por el ingeniero naval Donald McKay, cuyos modelos eran los ms grandes y ms rpidos nunca construidos. Los clpers disfrutaron de popularidad a mediados del siglo XIX.

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    1 El Coliseo

    Cruel carnicera para jolgorio de los romanos. __________________________________________________________________________________

    ra uno de los grandes das de fiesta en Roma. De todos los extremos del pas las

    gentes convergan hacia un destino comn. Re-corran el Monte Capitolino1, el Foro2, el Templo de la Paz, el Arco de Tito y el palacio imperial en su desfile interminable hasta llegar al Coliseo, en el que penetraban por las innu-merables puertas, desapareciendo en el interior.

    All se encontraban frente a un escenario mara-villoso: en la parte inferior la arena intermina-ble se desplegaba rodeada por incontables hile-ras de asientos que se elevaban hasta el tope de la pared exterior que bordeaba los cuarenta me-tros. Aquella enorme extensin se hallaba to-talmente cubierta por seres humanos de todas las edades y clases sociales. Una reunin tan vasta, concentrada de tal modo, en la que slo se podan distinguir largas filas de rostros fieros, que se iban extendiendo sucesivamente, constitua un formidable espectculo que en ninguna parte del mundo ha podido igualarse, y que haba sido ideado, sobre todo, para aterro-rizar e infundir sumisin en el alma del espec-tador. Ms de cien mil almas se haban reunido

    1 Capitolio, del latn capitolium, era una de las Siete Colinas de Roma. El Capitolinus Mons era la ubicacin del centro religioso y poltico establecido durante la antigua repblica romana. Actualmente se le conoce por el nombre en italiano "Campidoglio" y la plaza que lo forma fue diseada por Miguel ngel. Corresponde actualmente a la sede de la Alcalda de Roma. 2 El Foro Romano: Era la zona central en torno a la que se desarroll la antigua Roma y en la que tenan lugar el comercio, los negocios, la prostitucin, la religin y la administracin de justicia. Originalmente haba sido un terreno pantanoso, que fue drenado por los Tarquinios con la Cloaca Mxima. Su pavimento travertino definitivo, que an puede verse, data del reinado de Csar Augusto.

    aqu, animadas de un sentimiento comn, e incitadas por una sola pasin. Pues lo que les haba atrado a este lugar era una ardiente sed de sangre de sus semejantes. Jams se hallar un comentario ms triste de esta alardeada civi-lizacin de la antigua Roma, que este macabro espectculo creado por ella.

    El Coliseo

    Se nombr Coliseo al anfiteatro Flavio, por la enorme estatua de Nern que fue colocada cerca de la entrada. Se comenz a construir en Roma por orden del emperador Vespasiano entre los aos 69 y 79 d.C. El Coliseo fue completado por los sucesores de Vespasiano, los em-peradores Tito y Domiciano, de cuya dinasta tom el nombre de anfiteatro Flavio. De acuerdo con los datos de un documento del siglo IV, tena un aforo de 87.000 espectadores, aunque los historiadores calculan que tan solo 50.000 podan estar sentados.

    All se hallaban presentes guerreros que haban combatido en lejanos campos de batalla, y que estaban bien enterados de lo que constituan actos de valor; sin embargo, no sentan la me-nor indignacin ante las escenas de cobarde opresin que se desplegaban ante sus ojos.

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    Nobles de antiguas familias se hallaban presen-tes all, pero no tenan ojos para ver en estas exhibiciones crueles y brutales el estigma sobre el honor de su patria. A su vez los filsofos, los poetas, los sacerdotes, los gobernadores, los encumbrados, como tambin los humildes de la tierra, atestaban los asientos; pero los aplausos de los patricios3 eran tan sonoros y vidos como los de los plebeyos. Qu esperanza haba para Roma cuando los corazones de sus hijos se hallaban ntegramente dados a la crueldad y a la opresin ms brutal que se puede imaginar?

    Plaza del capitolio en la actualidad El silln levantado sobre un lugar prominente del enorme anfiteatro se hallaba ocupado por el Emperador Decio, a quien rodeaban los princi-pales de los romanos. Entre stos se poda con-tar un grupo de la guardia pretoriana4, que criti-caban los diferentes actos de la escena que se desenvolva en su presencia con aire de exper-tos. Sus carcajadas estridentes, su alborozo y su

    3 Patricios, miembros de las familias hacendadas de la antigua Roma que formaban un orden social propio definido por la pertenencia a una misma gens. Todos los cargos polticos y religiosos se reservaban para los patricios, y el matrimonio mixto con plebeyos estaba prohibido. 4 Augusto, el primer emperador romano, instituy en el 27 a.C. la Guardia Pretoriana, sus miembros usaron su poder poltico de forma poco escrupulosa, y en las ocasiones de crisis deponan y nombraban emperadores a su voluntad. En el 312 d.C. el emperador Constantino I el Grande la aboli.

    esplndida vestimenta los hacan objeto de es-pecial atencin de parte de sus vecinos. Ya se haban presentado varios espectculos preliminares, y era hora de que empezaran los combates. Se presentaron varios combates ma-no a mano, la mayora de los cuales tuvo resul-tados fatales, despertando diferentes grados de inters, segn el valor y habilidad que derro-chaban los combatientes. Todo ello lograba el efecto de aguzar el apetito de los espectadores, aumentando su vehemencia, llenndoles del ms vido deseo por los eventos aun ms emo-cionantes que haban de seguir. Un hombre en particular haba despertado la admiracin y el frentico aplauso de la multi-tud. Se trataba de un africano de Mauritania5, cuya complexin y fortaleza eran de gigante. Pero su habilidad igualaba a su fortaleza. Saba blandir su corta espada con destreza maravillo-sa, y cada uno de los contrincantes que hasta el momento haba tenido yaca muerto. Lleg el momento en que haba de medirse con un gladiador6 de Batavia, hombre al cual sola-mente l le igualaba en fuerza y en estatura.

    5 Nombre oficial en la actualidad: Repblica Islmica de Mauritania, repblica en frica noroccidental, que limita al norte con el Sahara Occidental y Argelia, al este y al sur con Mal, tambin al sur con Senegal, y al oeste con el ocano Atlntico. El pas tiene 1.031.000 km de superficie. 6 Gladiador (del latn, gladius, espada), luchador que partici-paba en espectculos de combates armados en los antiguos circos y anfiteatros romanos. La prctica de la lucha hasta la muerte entre hombres armados empez en Etruria, en el centro de Italia, probablemente como ritual en los funerales de guerreros. La primera actuacin de gladiadores en Roma fue en el 264 a.C., cuando tres parejas de gladiadores lucharon tomando parte en la celebracin de un funeral. La competicin ms grande de gladiadores fue realizada por el emperador Trajano como parte de la celebracin de la victoria contra los dacios en el 106, y ocup a cinco mil parejas de luchadores. Aunque Constantino I el Grande proscribi las competiciones de gladiadores en el 325 d.C., continuaron celebrndose hasta aproximadamente el ao 500.

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    Pero los separaba un contraste sumamente no-table. El africano era tostado, de cabello relum-brante y rizado y ojos chispeantes; el de Bata-via era de tez ligera, de cabello rubio y de ojos vivsimos de color gris. Era difcil decir cul de ellos llevaba ventaja; tan acertado haba sido el cotejo en todo sentido. Pero, como el primero haba ya estado luchando por algn tiempo, se pensaba que l tena esto como una desventaja. Lleg, pues, el momento en que se trab la contienda con gran vehemencia y actividad de ambas partes. El de Batavia asest tremendos golpes a su contrincante, que fueron parados gracias a la viva destreza de ste. El africano era gil y estaba furioso, pero nada poda hacer contra la fra y sagaz defensa de su vigilante adversario. Finalmente, a una seal dada, se suspendi el combate, y los gladiadores fueron retirados, pero de ninguna manera ante la admiracin o conmiseracin de los espectadores, sino sim-plemente por el sutil entendimiento de que era el mejor modo de agradar al pblico romano. Todos entendan, naturalmente, que los Gladia-dores volveran.

    Candelabro del templo judo grabado en el Arco de Tito

    El Arco de Tito es un arco de triunfo, situado en la Va Sacra, justo al sudeste del Foro en Roma. Fue construido poco despus de la muerte del emperador Tito (nacido en el ao 41 d.C. y emperador entre los aos 79 y 81 d.C.). El Arco rememora las numerosas victorias de Tito contra los Judos. En una de las escenas representadas aparece un personaje con yelmo (la diosa Roma); en otra escena

    aparece una victoria, que es un ser con alas que coloca la corona de laureles al emperador. El entablamento est formado por un arquitrabe a tres bandas, un friso que representa el desfile triunfal de las legiones romanas en Jerusaln y una cornisa que soporta el tico. El intrads est decorado con casetones y a ambos lados hay representaciones de la entrada de Tito en Jerusaln, honrado por los soldados que llevan el candelabro de siete brazos.

    Lleg ahora el momento en que un gran nme-ro de hombres fue conducido a la arena. Estos todava estaban armados de espadas cortas. No bien pas un momento, cuando ya ellos haban empezado el ataque. No era un conflicto de dos bandos opuestos, sino una contienda general, en la cual cada uno atacaba a su vecino. Tales escenas llegaban a ser las ms sangrientas, y por lo tanto las que ms emocionaban a los espectadores. Un conflicto de este tipo siempre destruira el mayor nmero en el menor tiem-po. La arena presentaba el escenario de confu-sin ms horrible. Quinientos hombres en la flor de la vida y la fortaleza, armados de espa-das luchaban en ciega confusin unos contra otros. Algunas veces se trenzaban en una masa densa y enorme; otras veces se separaban violentamente, ocupando todo el espacio dispo-nible, rodeando un rimero de muertos en el centro del campo. Pero, a la distancia, se asal-taban de nuevo con indeclinable y sedienta furia, llegando a trabarse combates separados en todo el rededor del macabro escenario; el victorioso en cada uno corra presuroso a tomar parte en los otros, hasta que los ltimos sobre-vivientes se hallaran nuevamente empeados en un ciego combate masivo. A la larga las luchas agnicas por la vida o la muerte se tornaban cada vez ms dbiles. Sola-mente unos cien quedaban de los quinientos que empezaron, a cual ms agotados y heridos. Repentinamente se dio una seal y dos hombres saltaban a la arena y se precipitaban desde extremos opuestos sobre esta miserable multitud. Eran el africano y el de Batavia. Ya frescos despus del reposo, caan sobre los infelices sobrevivientes que ya no tenan ni el espritu para combinarse, ni la fuerza para

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    resistir. Todo se reduca a una carnicera. Estos gigantes mataban a diestra y siniestra sin misericordia, hasta que nadie ms que ellos quedaba de pie en el campo de la muerte y oan el estruendo del aplauso de la muchedumbre. Estos dos nuevamente renovaban el ataque uno contra el otro, atrayendo la atencin de los es-pectadores, mientras eran retirados los des-pojos miserables de los muertos y heridos. El combate volva a ser tan cruel como el anterior y de invariable similitud. A la agilidad del africano se opona la precaucin del de Bata-via. Pero finalmente aqul lanz una desespera-da embestida final; el de Batavia lo par y con la velocidad del relmpago devolvi el golpe. El africano retrocedi gilmente y solt su espada. Era demasiado tarde, porque el golpe de su enemigo le haba traspasado el brazo izquierdo. Y conforme cay, un alarido estrepi-toso de salvaje regocijo surgi del centenar de millares de as llamados seres humanos. Pero esto no haba de considerarse como el fin, por-que mientras an el conquistador estaba sobre su vctima, el personal de servicio se introdujo de prisa a la arena y lo sac. Empero tanto los romanos como el herido saban que no se trataba de un acto de misericordia. Slo se trataba de reservarlo para el aciago fin que le esperaba. El de Batavia es un hbil luchador, Marcelo coment un joven oficial con su compaero de la concurrencia a la que ya se ha aludido. Verdaderamente que lo es, mi querido Lculo replic el otro. No creo haber visto jams un gladiador mejor que ste. En verdad los dos que se han batido eran mucho mejores de lo comn. All adentro tienen un hombre que es mucho mejor que estos dos. Ah! Quin es l?

    El gran gladiador Macer. Se me ocurre que l es el mejor que jams he visto. Algo he odo respecto a l. Crees que lo sacarn esta tarde? Entiendo que s. Esta breve conversacin fue bruscamente interrumpida por un tremendo rugido que surc los aires procedentes del vivario, o sea el lugar en donde se tenan encerradas las fieras salvajes. Fue uno de aquellos rugidos feroces y terrorficos que solan lanzar las ms salvajes de las fieras cuando haban llegado al colmo del hambre que coincida con el mismo grado de furor.

    Jaulas de animales

    En este laberinto de tneles y cmaras bajo el suelo de la arena haba jaulas para guardar a los animales hasta que se soltaban para los espectculos de caza. Esta recons-truccin, basada en los estudios del ingeniero Giuseppe Cozzo, ilustra el modo en que un animal sala del recinto y era conducido a la arena en una jaula elevadora. Mediante contrapesos, un operario levantaba el elevador hasta el pasadizo del nivel superior y soltaba al animal por una trampilla que conduca directamente a la arena.

    No tardaron en abrirse los enrejados de hierro manejados por hombres desde arriba, apare-ciendo el primer tigre al acecho en la arena.

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    Era una fiera del frica, desde donde haba sido trada no muchos das antes. Durante tres das no haba probado alimento alguno, y as el hambre juntamente con el prolongado encierro haba aguzado su furor a tal extremo que solamente el contemplarlo aterrorizada. Azo-tndose con la cola recorra la arena mirando hacia arriba, con sanguinarios ojos, a los espectadores. Pero la atencin de stos no tard en desviarse hacia un objeto distinto. Del otro extremo de donde la fiera se hallaba fue arroja-do a la arena nada menos que un hombre. No llevaba armadura alguna, sino que estaba desnudo como todos los gladiadores, con la sola excepcin de un taparrabo. Portando en su diestra la habitual espada corta, avanz con dignidad y paso firme hacia el centro del escenario. En el acto todas las miradas convergieron sobre este hombre. Los innumerables espectadores clamaron frenticamente: Macer, Macer!

    Gradas del Coliseo

    Estas gradas reflejaban el estricto sistema jerrquico de la Roma imperial. El emperador tena reservado un palco especial cerca de la arena y justo enfrente haba otro palco reservado a las vrgenes vestales, las sacerdotisas de la diosa Vesta. Los senadores tambin tenan asientos cercanos a la arena. Solan llevar sus propias sillas y vestan togas blancas con una banda ancha color prpura que designaba su clase senatorial. En la siguiente grada se sentaban los quites seguidos de los ciudadanos

    romanos ordinarios o plebeyos. Los quites y los plebe-yos tambin vestan togas para ir al Coliseo. En las gradas ms altas del anfiteatro se sentaban todas las mujeres que no fuesen vrgenes vestales, los esclavos y los pobres.

    El tigre no tard en verlo, lanzando un breve pero salvaje rugido que infunda terror. Macer con serenidad permaneci de pie con su mirada apacible pero fija sobre la fiera que mova la cola con mayor furia cada vez, dirigindose hacia l. Finalmente el tigre se agazap, y de esta posicin con el impulso caracterstico se lanz en un salto feroz sobre su presa. Macer no estaba desprevenido. Como una centella vol hacia la izquierda, y no bien haba cado el tigre en tierra, cuando le aplic una estocada corta pero tajante y certera en el mismo corazn. Fue el golpe fatal para la fiera! La enorme bestia se estremeci de la cabeza a los pies, y encogindose para sacar toda la fuerza de sus entraas, solt su postrer bramido que se oy casi como el clamor de un ser humano, despus de lo cual cay muerta en la arena. Nuevamente el aplauso de la multitud se oy como el estrpito del trueno por todo el derredor. Maravilloso! exclam Marcelo, jams he visto habilidad como la de Macer! Su amigo le contest reanudando la charla: Sin duda se ha pasado la vida luchando! Pronto el cuerpo del animal muerto fue arras-trado fuera de la arena, al mismo tiempo que se oy el rechinar de las rejas que se abran nue-vamente atrayendo la atencin de todos. Esta vez era un len. Se desplaz lentamente en direccin opuesta, mirando en derredor suyo al escenario que le rodeaba, en actitud de sor-presa. Era ste el ejemplar ms grande de su especie, todo un gigante en tamao, habiendo sido largo tiempo preservado hasta hallarle un adversario adecuado. A simple vista pareca ca-paz de hacer frente victoriosamente a dos tigres

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    como el que le haba precedido. A su lado Macer no era sino una dbil criatura. El ayuno de esta fiera haba sido prolongado, pero no mostraba la furia del tigre. Atraves la arena de uno a otro extremo, y luego a todo el rededor en una especie de trote, como si buscara una puerta de escape. Mas hallando todo cerrado, finalmente retrocedi hacia el centro, y pegando el rostro contra el suelo dej or profundo bramido tan alto y prolongado que las enormes piedras del mismo Coliseo vibra-ron con el sonido. Macer permaneci inmvil. Ni un solo msculo de su rostro cambi en lo ms mnimo. Estaba con la cabeza erguida con la expresin vigilante y caracterstica, sostenien-do su espada en guardia. Finalmente el len se lanz sobre l de lleno. El rey de las fieras y el rey de la creacin se mantuvieron frente a fren-te mirndose a los ojos el uno al otro. Pero la mirada serena del hombre pareci enardecer la ira propia del animal. Erecta la cola y todo l, retrocedi; y tirando su melena, se agazap hasta el suelo en preparacin para saltar. La enorme multitud se par embelesada. He aqu una escena que mereca su inters. La masa obscura del len se lanz al frente, y otra vez el gladiador en su habitual maniobra salt hacia el costado y lanz su estocada. Em-pero esta vez la espada solamente hiri una de las costillas y se le cay de la mano. El len fue herido ligeramente, pero el golpe sirvi slo para levantar su furia hasta el grado supre-mo. Macer empero no perdi ni un pice de su caracterstica calma y frialdad en este momento tremendo. Perfectamente desarmado en espera del ataque, se plant delante de la fiera. Una y otra vez el len lanz sus feroces ataques, y ca-da uno fue evadido por el gil gladiador, quien con sus hbiles movimientos se acercaba inge-niosamente al lugar en donde estaba su arma

    hasta lograr tomarla nuevamente. Y ahora, otra vez armado de su espada protectora, esperaba el zarpazo final de la fiera que respiraba muerte. El len se arroj como la vez anterior, pero esta vez Macer acert en el blanco. La espada le traspas el corazn. La enorme fiera cay contorsionndose de dolor. Ponindose en pie se ech a correr por la arena, y tras su ltimo rugido agnico cay muerto junto a las rejas por donde haba salido. Ahora Macer fue conducido fuera del ruedo, vindose aparecer nuevamente al de Batavia. Se trataba de un pblico de refinado gusto, que demandaba variedad. Al nuevo contendor le soltaron un tigre pequeo, el cual fue vencido. Seguidamente se le solt un len. Este dio muestras de extrema ferocidad, aunque por su tamao no sala de lo comn. No caba la me-nor duda de que el de Batavia no se igualaba a Macer. El len se lanz sobre su vctima, ha-biendo sido herido; pero, al lanzarse por segunda vez al ataque, agarr a su adversario, y literalmente lo despedaz. Entonces nuevamen-te fue sacado Macer, para quien fue tarea fcil acabar con el cachorro. Y esta vez, mientras Macer permaneca de pie recibiendo los interminables aplausos, apareci un hombre por el lado opuesto. Era el africano. Su brazo ni siquiera se le haba vendado sino que colgaba a su costado, completamente cu-bierto de sangre. Se encamin titubeando hacia Macer, con penosos pasos de agona. Los ro-manos saban que ste haba sido enviado sencillamente para que fuese muerto. Y el desventurado tambin lo saba, porque confor-me se acerc a su adversario, arroj su espada y exclam en una actitud ms bien de deses-peracin: Mtame pronto! Lbrame del dolor. Todos los espectadores a uno quedaron mudos de asombro al ver a Macer retroceder y arrojar al suelo su espada. Todos seguan contemplan-do maravillados hasta lo sumo y silenciosos. Y

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    su asombro fue tanto mayor cuando Macer volvi hacia el lugar donde se hallaba el Empe-rador, y levantando las manos muy alto clam con voz clara que a todos alcanz: Augusto Emperador, yo soy cristiano! Yo pelear con fieras silvestres, pero jams levan-tar mi mano contra mis semejantes, los hom-bres, sean del color que fueren. Yo morir gus-toso; pero yo no matar! Ante semejantes palabras y actitud se levant un creciente murmullo. Qu quiere decir ste? Cristiano! Cundo sucedi su conversin? pregunt Marcelo. Lculo contest, Supe que lo haban visitado en el calabozo los malditos cristianos, y que l se habra unido a esa despreciable secta, en la cual se halla reunida toda la hez de la humani-dad. Es muy probable que se haya vuelto cristiano. Y preferir l morir antes que pelear? As suelen proceder aquellos fanticos. La sorpresa de aquel populacho fue reem-plazada por una ira salvaje. Les indignaba que un mero gladiador se atreviera a decepcionar-les. Los lacayos se apresuraron a intervenir pa-ra que la lucha continuara. Si en verdad Macer insista en negarse a luchar debera sufrir todo el peso de las consecuencias. Pero la firmeza del cristiano era inconmovible. Absolutamente desarmado avanz hacia el africano, a quien l podra haber dejado muerto solamente con un golpe de su puo. El rostro del africano se haba tornado en estos breves instantes cual el de un feroz endemoniado. En sus siniestros ojos relumbraba una mezcla de sorpresa y regocijo loco. Recogiendo su espada y asindola firmemente se dispuso al ataque con toda libertad, hundindola de un golpe en el corazn de Macer.

    SEOR JESS, RECIBE MI ESPRITU! Sa-lieron esas palabras entre el torrente de sangre en medio del cual este humilde pero osado testigo de Cristo dej la tierra, unindose al no-bilsimo ejercito de mrtires. Suele haber muchas escenas como sta? pregunt Marcelo. As suele ser. Cada vez que se presentan cris-tianos. Ellos hacen frente a cualquier nmero de fieras. Las muchachas caminan de frente fir-memente desafiando a los leones y a los tigres, pero ninguno de estos locos quiere levantar su mano contra otros hombres. Este Macer ha desilusionado amargamente a nuestro popula-cho. Era el ms excelente de todos los gladiadores que se han conocido; empero, al convertirse en cristiano, cometi la peor de las necedades. Marcelo contest meditativo, Fascinante reli-gin debe ser aquella que lleva a un simple gladiador a proceder de la manera que hemos visto! Ya tendrs la oportunidad de contemplar mu-cho ms de esto que te admira. Cmo as? No lo has sabido? Ests comisionado para desenterrar a algunos de estos cristianos. Se han introducido en las catacumbas y hay que perseguirlos. Cualquiera pensara que ya tienen suficiente. Solamente esta maana quemaron cincuenta de ellos. Y la semana pasada degollaron cien. Pero eso no es nada. La ciudad ntegra se ha convertido en todo un enjambre de ellos. Pero el Empera-dor Decio ha resuelto restaurar en toda su plenitud la antigua religin de los romanos. Desde que estos cristianos han aparecido el

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    imperio va en vertiginosa declinacin. En vista de eso l se ha propuesto, a aniquilarlos por completo. Son la mayor maldicin, y como a tal se les tiene que tratar. Pronto llegars a comprenderlo.7 Marcelo contest con modestia: Yo no he residido en Roma lo suficiente, y es as que no comprendo qu es lo que los cristianos creen en verdad. Lo que ha llegado a mis odos es que casi cada crimen que sucede se les imputa a ellos. Sin embargo, en el caso de ser como t dices, he de tener la oportunidad de llegar a saberlo. En ese momento una nueva escena les llam la atencin. Esta vez entr al escenario un ancia-no, de figura inclinada y cabello blanco platea-do. Era de edad muy avanzada. Su aparicin fue recibida con gritos de burla e irrisin, aunque su rostro venerable y su actitud digna hasta lo sumo hacan presumir que se le pre-sentaba para despertar admiracin. Mientras las risotadas y los alaridos de irrisin heran sus odos, l elev su cabeza al mismo tiempo que pronunci unas pocas palabras. Quin es l? pregunt Marcelo. Ese es Alejandro, un maestro de la abomina-ble secta de los cristianos. Es tan obstinado que se niega a retractarse Silencio. Escucha lo que est hablando. Romanos, dijo el anciano, yo soy cristiano. Mi Dios muri por m, y yo gozoso ofrezco mi vida por l. Un bronco estallido de gritos e imprecaciones salvajes ahogaron su voz. Y antes que aquello hubiera concluido, tres panteras aparecieron saltando hacia l. El anciano cruz los brazos, 7. Esta persecucin por el Emperador Decio fue desde el ao 249-251 d.C., o sea que dur como dos aos y medio. Decio muri en batalla con los Godos ms o menos a fines de 251 d.C.

    y elevando sus miradas al cielo, se le vea mover los labios como musitando sus oracio-nes. Las salvajes fieras cayeron sobre l mien-tras oraba de pie, y en cuestin de segundos lo haban despedazado. Seguidamente dejaron entrar otras fieras salva-jes. Empezaron a saltar alrededor del ruedo intentando saltar contra las barreras. En su furor se trenzaron en horrenda pelea unas con-tra otras. Era una escena espantosa. En medio de la misma fue arrojada una banda de indefensos prisioneros, empujados con rudeza. Se trataba principalmente de mucha-chas, que de este modo eran ofrecidas a la apasionada turba romana sedienta de sangre. Escenas como sta habran conmovido el corazn de cualquiera en quien las ltimas trazas de sentimientos humanos no hubiesen sido anuladas. Pero la compasin no tena lugar en Roma. Encogidas y temerosas las infelices criaturas, mostraban la humana debilidad natural al enfrentarse con muerte tan terrible; pero de un momento a otro, algo como una chispa misteriosa de fe las posea y las haca superar todo temor. Al darse cuenta las fieras de la presencia de sus presas, empezaron a acercarse. Estas muchachas juntando las ma-nos, pusieron los ojos en los cielos, y elevaron un canto solemne e imponente, que se elev con claridad y bellsima dulzura hacia las man-siones celestiales:

    Al que nos am, al que nos ha lavado de nuestros pecados en su propia sangre; Al que nos ha hecho reyes y sacerdotes, para nuestro Dios y Padre; A l sea gloria y dominio por los siglos de los siglos. Aleluya! Amn!

    Una por una fueron silenciadas las voces, ahogadas con su propia sangre, agona y muer-te; uno por uno los clamores y contorsiones de angustia se confundan con exclamaciones de

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    alabanza; y estos bellos espritus juveniles, tan heroicos ante el sufrimiento y fieles hasta la muerte, llevaron su canto hasta unirlo con los salmos de los redimidos en las alturas.

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    2 El Campamento Pretoriano

    Cornelio, el centurin, varn justo y temeroso de Dios. __________________________________________________________________________________

    arcelo haba nacido en Gades8, y se haba criado bajo la frrea disciplina

    del ejrcito romano. Haba estado en destaca-mentos en frica, en Siria y Bretaa, y en todas partes se haba distinguido, no solamen-te por su valor en el campo de batalla sino tambin por su sagaz habilidad administrativa, razones stas por las cuales se haba hecho merecedor de honores y ascensos. A su llega-da a Roma, adonde haba venido portando importantes mensajes, haba agradado al Em-perador de tal manera que le haba destinado a un puesto honorable entre los pretorianos. Lculo, por el contrario, jams haba salido de las fronteras de Italia, apenas quiz de la ciudad. Perteneca a una de las ms antiguas y nobles familias romanas, y era, naturalmente, heredero de abundantes riquezas, con la co-rrespondiente influencia que a stas acompa-a. Haba sido cautivado por el osado y franco carcter de Marcelo, siendo as que los dos jvenes se convirtieron en firmes amigos. El conocimiento minucioso que de la capital posea Lculo, le deparaba la facilidad de servir a su amigo; y las escenas descritas en el captulo precedente fueron en una de las pri-meras visitas que Marcelo haca al renombra-do Coliseo. El campamento pretoriano estaba situado jun-to a la muralla de la ciudad, a la cual se halla-ba unido por otra muralla que lo circundaba.

    8 La ciudad ms antigua de Espaa y de Europa, Gadir o Gades, la actual Cdiz, es un puerto fundado por los fenicios en torno al ao 1100 a.C.

    Los soldados vivan en cuartos a modo de celdas perforadas en la misma pared. Era un cuerpo integrado por numerosos hombres cui-dadosamente seleccionados, y su posicin en la capital les concedi tal poder e influencia que por muchas edades mantuvieron el control del gobierno de la capital. Un puesto de man-do entre los pretorianos significaba un camino seguro hacia la fortuna, y Marcelo reuna todas las condiciones para que se le augurara un futuro pletrico de perspectivas y todos los honores que el favor del Emperador poda depararle. En la maana del da siguiente, Lculo ingre-s a su cuarto, y despus de haber cambiado los saludos usuales y de confianza, empez a hablar respecto a la lucha que haban presen-ciado. Marcelo dijo: Tales escenas no son las que en verdad me agradan. Son actos de crasa cobarda. A cualquiera le puede complacer el ver dos hombres bien entrenados trabarse en pareja lucha limpiamente; pero aquellas carni-ceras que se ven en el Coliseo son detesta-bles. Por qu haba de matarse a Macer? El era uno de los ms valientes de los hombres, y yo tributo todo mi homenaje a su valenta inimitable. Y por qu se ha de arrojar a las fieras salvajes a aquellos ancianos y nios? Es que sos eran cristianos. Y la ley es sagra-da e inquebrantable. Esa es la respuesta de siempre. Qu delito han cometido los cristianos? Yo me he encon-trado con ellos por todas partes del imperio,

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    pero jams los he visto entregados ni compro-metidos siquiera en perturbaciones o cosa se-mejante. Ellos son lo peor de la humanidad. Esa es la acusacin. Pero qu pruebas hay? Pruebas? Qu necesidad tenemos de prue-bas, si se sabe hasta la saciedad lo que son y hacen? Conspiran en secreto contra las leyes y la religin de nuestro estado. Y tanta es la magnitud de su odio contra las instituciones que ellos prefieren morir antes que ofrecer sacrificio. No reconocen rey ni monarca algu-no en la tierra, sino a aquel judo crucificado que ellos insisten en que vive actualmente. Y tanta es su malevolencia hacia nosotros que llegan a afirmar que hemos de ser torturados toda nuestra vida futura en los infiernos. Todo eso puede ser verdad. De eso no entien-do nada. Respecto a ellos yo no conozco nada. La ciudad la tenemos atestada de ellos; el imperio ha sido invadido. Y ten presente esto que te digo. La declinacin de nuestro amado imperio que vemos y lamentamos por todas partes, el que se hayan difundido la debilidad y la insubordinacin, la contraccin de nues-tras fronteras: todo esto aumenta conforme au-mentan los cristianos. A quin ms se deben todos estos males, si no es a ellos? Como as han llegado ellos a originar todo esto? Por medio de sus enseanzas y sus prcticas detestables. Ellos ensean que el pelear es ma-lo, que los soldados son los ms viles de los hombres, que nuestra gloriosa religin bajo la cual hemos prosperado es una maldicin, y que nuestros dioses inmortales no son sino demonios malditos. Segn sus doctrinas, ellos tienen como objetivo derribar nuestra morali-dad. En sus prcticas privadas ellos realizan los ms tenebrosos e inmundos de los crme-

    nes. Ellos siempre mantienen entre s el ms impenetrable secreto, pero a veces hemos lle-gado a escuchar sus perniciosos discursos y sus impdicos cantos. A la verdad que, de ser todo esto as, es algo sumamente grave y merecen el ms severo castigo. Pero, de acuerdo a tu propia declara-cin, ellos mantienen el secreto entre ellos, y por consiguiente se sabe muy poco de ellos. Dme, aquellos hombres que sufrieron el mar-tirio ayer, tenan apariencia de todo esto? Aquel anciano, tena algo que demostrara que haba pasado su vida entre escenas de vicio? Eran acaso impdicos los cantos que eleva-ron esas bellsimas muchachas mientras espe-raban ser devoradas por los leones?

    Al que nos am; Al que nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre.

    Y Marcelo cant en voz baja y suave las pala-bras que l haba odo. Te confieso, amigo, que yo en el fondo de mi alma lament la suerte de ellos. A lo que Marcelo aadi, Y yo, habra llora-do si no hubiera sido soldado romano. Detnte un momento y reflexiona. T me dices cosas respecto a los cristianos que al mismo tiempo confiesas que solamente las sabes de odos, de labios de aquellos que tambin ignoran lo que dicen. Te atreves a afirmar que son infames y viles, el desecho de la tierra. Yo personal-mente los contemplo cuando afrontan la muer-te, que es la que prueba las cualidades ms elevadas del alma. Le hacen frente con toda nobleza, al extremo de morir alegremente. Roma en toda su historia no puede exhibir un solo ejemplo de escena de mayor devocin que la que presenciamos ayer. T dices que ellos detestan a los soldados, pero son sobre-manera valientes; me dices que son traidores, sin embargo ellos no resisten a la ley; haces declaraciones de que ellos son impuros, empe-

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    ro, si se puede decir que exista pureza en toda la tierra, corresponde a las bellsimas donce-llas que murieron ayer.

    Rmulo y Remo

    Segn la leyenda Rmulo y Remo fueron abandonados para que se ahogasen en las orillas del Tber. All los encontr una loba, que se los llev, amamant y cri. Ya adultos, los hermanos regresaron al lugar donde haban sido abandonados y all fundaron la ciudad de Roma. El 21 de abril, los romanos celebraban la fiesta de la Parilia, hoy llamada Natalis Romae, o nacimiento de Roma, para conmemorar la fundacin de la ciudad por los dos hermanos.

    Te entusiasmas excesivamente por aquellos parias. No es mero entusiasmo, Lculo. Yo deseo saber la verdad. Toda mi vida he odo estas referencias. Pero ante lo que vi ayer juntamen-te contigo, por primera vez he llegado a sospe-char de su veracidad. Y ahora te pregunto a ti con todo mi afn, y descubro que tu conoci-miento no se funda en nada. Y hoy yo bien recuerdo que estos cristianos por todo el mun-do son personas pacficas y honradas a toda prueba. Jams toman parte en levantamientos o perturbaciones, y estoy convencido que nin-guno de estos crmenes que se les imputan po-dr probarse contra ellos. Por qu, entonces, se les mata? Sin embargo el Emperador tiene que tener buenas razones para haberlo dispuesto as.

    Bien puede l haber sido instigado por conse-jeros ignorantes o maliciosos. Tengo entendido que es una resolucin toma-da por l mismo. El nmero de los que han sido entregados a la muerte de esa manera y por el mismo moti-vo es enorme. Oh, s, son algunos millares. Quedan muchos ms; pero es que no se les puede capturar. Y precisamente eso me recuerda la razn de mi presencia ac. Te traigo la comisin imperial. Lculo extrajo de los dobleces de su capa militar un rollo de pergamino, el cual entreg a Marcelo. Este ltimo examin con avidez su contenido. Se le ascenda a un grado mayor, al mismo tiempo que se le comisionaba para buscar, perseguir y detener a los cristianos en donde fuera que se hallasen ocultos, hacindo-se mencin en particular de las catacumbas. Marcelo ley con el ceo fruncido y luego puso el rollo a un lado. No pareces estar muy contento. Te confieso que la tarea es desagradable. Soy un soldado y no me gusta eso de andar a la caza de viejos dbiles y nios para los verdu-gos. Sin embargo, como soldado debo obede-cer. Dme algo acerca de esas catacumbas. Las catacumbas? Es un distrito subterrneo que hay debajo de la ciudad, y cuyos lmites nadie conoce. Los cristianos huyen a las catacumbas cada vez que se hallan en peligro; tambin estn ya habituados a enterrar a sus muertos all. Una vez que logran penetrar all, se pueden considerar fuera del alcance de los poderes del estado. Quin hizo las catacumbas? Nadie sabe con exactitud. El hecho es que han existido all por muchos siglos. Yo creo

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    que fueron excavadas con el objeto de extraer arena para edificaciones. Pues en la actualidad todo nuestro cemento proviene de all, y podrs ver innumerables obreros trayendo el cemento a la ciudad por todos los caminos. En la actualidad tienen que ir hasta una gran distancia, porque con el transcurso de los aos han excavado tanto debajo de la ciudad que la han dejado sin fundamento. Existe alguna entrada regular? Hay entradas innumerables. Precisamente esa es la dificultad. Pues si hubiera solamente unas pocas, entonces podramos capturar a los fugitivos. Pero as no podemos distinguir de qu direccin hemos de avanzar contra ellos. Hay algn distrito del cual se sospecha? S. Siguiendo por la Va Apia, como a dos millas, cerca de la tumba de Cecilia Metella, la gran torre redonda que conoces, all se han encontrado muchos cadveres. Hay conjeturas que esos son cuerpos de los cristianos que han sido rescatados del anfiteatro y llevados all para darles sepultura. Al acercarse los guar-dias los cristianos han dejado los cadveres y han huido. Pero, despus de todo, eso no ayu-da en nada, porque despus que uno penetra a las catacumbas, no puede considerar que est ms cerca del objetivo que antes. No hay ser humano que pueda penetrar a aquel laberinto sin el auxilio de aquellos que viven all mismo. Quines viven all? Los excavadores, que an se dedican a cavar la tierra en busca de arena para las construccio-nes. Casi todos ellos son cristianos, y siempre estn ocupados en cavar tumbas para los cris-tianos que mueren. Estos hombres han vivido all toda la vida, y no solamente se puede decir que estn familiarizados con todos aquellos pasajes, sino que tienen una especie de instinto que les gua.

    Has entrado algunas veces a las catacumbas, verdad? Una vez, hace mucho tiempo, cuando un excavador me acompa. Pero slo permanec all un corto tiempo. Me dio la impresin de ser el lugar ms terrible que hay en el mundo. Yo he odo hablar de las catacumbas, pero en realidad no saba nada respecto a ellas. Es extrao que sean tan pocos conocidas. No po-dran esos excavadores comprometerse a guiar a los guardias por todo ese laberinto? No, ellos no entregarn a los cristianos. Pero, se ha intentado hacerlo? Oh, s. Algunos obedecen y guan a los oficia-les de la justicia a travs de la red de pasajes, hasta que llega un momento en que casi pier-den el sentido. Las antorchas casi se extinguen, llegando ellos a aterrorizarse. Y entonces piden que se regrese. El excavador expresa que los cristianos deben haber huido, y as regresa al oficial al punto de partida o ingreso. Y ninguno tiene la suficiente resolucin de seguir hasta llegar a encontrar a los cristianos? Si insisten en continuar la bsqueda, los exca-vadores les guan hasta cuando quieran. Pero lo hacen por los incontables pasajes que intersec-tan algunos distritos particulares. Y no se ha encontrado uno solo que entregue a los fugitivos? S, algunas veces. Pero, de qu sirve? A la primera seal de alarma todos los cristianos desaparecen por los conductos laterales que se abren por todas partes. Mis perspectivas de xito parecen muy pocas.

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    Podrn ser muy pocas, pero mucha esperanza se tiene cifrada en tu osada y sagacidad. Pues si llegas a tener xito en esta empresa que se te comisiona, habrs asegurado tu fortuna. Y aho-ra, buena suerte! Te he dicho todo lo que yo conozco. No tendrs dificultad en aprender mucho ms de cualquiera de los excavadores. Eso deca Lculo al mismo tiempo que se mar-chaba. Marcelo hundi su rostro entre las manos, y se sumi en profundos pensamientos. Empero, en

    medio de su meditacin le persegua, como envolvindole, la letra cada vez ms penetrante de aquella gloriosa meloda que evidenciaba el triunfo sobre la muerte:

    Al que nos am, al que nos ha lavado de nuestros pecados.

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    3 La va Apia

    Sepulcros en despliegue de melancola Guardan de los poderosos las cenizas

    Que duermen en la Va Apia. __________________________________________________________________________________

    arcelo se entreg de lleno y sin perder un momento a cumplir la comisin a

    que se le haba destinado. El da siguiente se dedic a la investigacin. Como se trataba de una correra de mera indagacin, no se hizo acompaar por soldado alguno. Partiendo del cuartel de los pretorianos, tom la Va Apia hacia las afueras de la cuidad.

    La va Apia, una calzada adoquinada, fue realizada por los romanos hace ms de 2.200 aos.

    Una sucesin de tumbas se alineaba a ambos costados de esta va famosa, cuya magnfica conservacin corra a cargo de las cuidadosas familias a quienes pertenecan. A cierta distan-cia del camino quedaban las casas y las villas, tan igualmente apiadas como en el centro de la ciudad. Mucha distancia quedaba an por recorrer para llegar al campo abierto. Finalmente lleg el caminante a la enorme to-rre redonda, que se levanta a unas dos millas de la puerta. Construida de enormes bloques de travertino, haba sido ornamentada con la ms

    imponente belleza y sencillez al mismo tiempo. El estilo austero de tan slida construccin le imprima un aire de firme desafi contra los embates del tiempo9. A esta altura Marcelo se detuvo para contem-plar lo que haba recorrido. Roma tena la virtud de ofrecer una vista nueva y a cual ms interesante a aquel observador que recin conoca. Lo ms notorio aqu era la intermina-ble fila de tumbas. Hasta este punto de reposo inevitable haban llegado en su marcha triunfal los grandes, los nobles y los valientes de los tiempos pasados, cuyos epitafios competan en hacer pblicos sus honores terrenales, en contraste con la incertidumbre de sus perspectivas en el ignoto de una vida,

    9 Esta descripcin se refiere al mausoleo de Cecilia Metella, fue construido para la nuera de Craso, el hombre ms rico de Roma (asesinado en el 53 a.C.) entre los aos 50 y 40 a.C. El primognito de Craso combati como general a las ordenes de Csar, hered una gran fortuna y se cas con Cecilia Metella, hija del cnsul Creticus. Se sabe muy poco acerca de esta mujer. Byron se pregunta sobre su misteriosa suerte en su obra Child Harold (El pequeo Harold). Historia de Craso: 115-53 a.C. Marco Licinio Craso se hace rico con la trata de esclavos, la explotacin de las minas de plata y la especulacin inmobiliaria. Como general sofoc la rebelin de Espartaco. 70 a.C. Siendo cnsul con Pompeyo invita al pueblo romano a un banquete para 10,000 mesas y reparte entre los comensales la cantidad de trigo suficiente para alimentar a sus familias durante tres meses. 60 a.C. Craso forma el Primer Triunvirato con Julio Csar y Pompeyo. Esta coalicin pone fin a la democracia de Roma. 55 a. C. De nuevo cnsul con Pompeyo, acepta el gobierno de la provincia de Siria para enriquecerse an ms. 53 a.C. Los partos capturan a Craso y le matan introducindole en la garganta oro fundido. De aqu el dicho: Quin de oro vive, de oro muere.

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    por ventura, sin fin. Las artes al servicio de la riqueza haban erigido estos pomposos monumentos, y el afecto piadoso de los siglos los haba preservado hasta el momento. Precisamente frente a l tena el mausoleo sublime de Cecilia Metella. Ms all estaban las tumbas de Catalino y los Servili. Aun ms all se encontr su mirada con el lugar de reposo de Escipin, cuya clsica arquitectura clasificaba su contenido con el polvo de sus heroicos moradores. A su mente acudieron las palabras de Cicern: Cuando sals por la Puerta Capena, y veis las tumbas de Catalino, de los Escisiones, de los Servili, y de los Metelli, os atrevis a pensar que los que all sepultos reposan son infelices?

    Mausoleo de Cecilia Metella junto a la va Apia.

    All estaba el Arco de Druso limitando el an-cho de la va. En uno de los lados estaba la gruta histrica de Egeria, y a corta distancia el lugar elegido una vez por Anbal10 para lanzar su jabalina contra las murallas de Roma. Las interminables hileras de tumbas seguan hasta que a la distancia terminaban en la monumen-

    10 Anbal (247-182 a.C.), general y poltico cartagins, fue uno de los ms brillantes jefes militares de la historia. Recorri la pennsula Ibrica, atraves Francia y cruz los Alpes para atacar Roma en el 218-217 a.C. En el 202 a.C. fue requerido en frica para defender Cartago contra las fuerzas romanas invasoras y all encontr la derrota definitiva.

    tal pirmide de Gayo Cestio, ofreciendo todo este conjunto el ms grande escenario de mag-nificencia sepulcral que se poda encontrar en toda la tierra. Por todos los lados la tierra se hallaba cubierta de las moradas del hombre, porque haca largo tiempo que la ciudad imperial haba rebasado sus lmites originales, y las casas se haban desparramado a todos los lados por el campo que la circundaba, hasta el extremo que el via-jero apenas poda distinguir en dnde termi-naba el campo y dnde empezaba la cuidad. Desde la distancia pareca saludar al odo el barullo de la ciudad, el rodar de los numerosos carros, el recorrer multituditanario de tantos pies presurosos. Delante de l se levantaban los monumentos, el blanqusimo lustre del palacio imperial, las innumerables cpulas y columnas formando torres elevadas, como una ciudad en el aire, por encima de todo el ex-celso Monte Capitolino, en cuya cumbre se eleva el templo de Jove. Empero, tanto ms impresionante que el es-plendor del hogar de los vivos era la solemni-dad de la ciudad de los muertos. Qu derroche de gloria arquitectnica se des-plegaba alrededor de l! All se elevaban orgu-llosos los monumentos de las grandes familias de Roma. El herosmo, el genio, el valor, el orgullo, la riqueza, todo aquello que el hombre estima o admira, animaban aqu las elocuentes piedras y despertaban la emocin. Aqu esta-ban las formas visibles de las ms altas influencias de la antigua religin pagana. Empero sus efectos sobre el alma nunca co-rrespondieron con el esplendor de sus formas exteriores o la pompa de sus ritos. Los epita-fios de los muertos no evidenciaban ni un pi-ce de fe, sino amor a la vida y sus triunfos; nada de seguridad de una vida inmortal, sino un triste deseo egosta de los placeres de este mundo.

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    Tales eran los pensamientos de Marcelo, mien-tras meditaba sobre el escenario que tena de-lante de s, repitindosele insistentemente el re-cuerdo de las palabras de Cicern: Os atre-vis a pensar que los que all sepultos reposan son infelices? Sigui pensando ahora; Estos cristianos, en cuya bsqueda me encuentro, parecen haber aprendido ms de lo que yo puedo descubrir en nuestra filosofa. Ellos parecen no sola-mente haber conquistado el temor a la muerte, sino que han aprendido a morir gozosos. Qu poder secreto tienen ellos que llega a inspirar aun a los ms jvenes y a los ms dbiles de ellos? Cul es el significado oculto de sus cantos? Mi religin puede solamente tener esperanza que tal vez no ser infeliz; empero, la de ellos les lleva a morir con cantos de triunfo, de regocijo. Pero, qu iba a hacer para poder continuar su bsqueda de los cristianos? Multitud de perso-nas pasaban junto a l, pero l no poda des-cubrir uno solo capaz de ayudarle. Edificios de variados tamaos, murallas, tumbas y templos le rodeaban por todas partes, pero l no vea lugar alguno que pudiera conducirle a las cata-cumbas. Se hallaba completamente perdido y sin saber qu hacer. Entr por una calle caminando lentamente, tratando de hacer un escrutinio cuidadoso de cada persona a quien encontraba, y examinan-do minuciosamente cada edificio. Con todo, no obtuvo el menor resultado, salvo el haber descubierto que la apariencia exterior de cuan-to le rodeaba no mostraba seales que se rela-cionasen con moradas subterrneas. El da pas, y empez a hacerse tarde; pero Marcelo record que le haban dicho que haba muchas entradas a las catacumbas, y fue as que con-tino su bsqueda, esperando hallar un derro-tero antes de la cada del da. Al fin fue compensada su bsqueda. Haba ca-minado en todas direcciones, a veces recorrien-

    do sus propias pisadas y volviendo de nuevo al mismo punto de partida para reorientarse. Las sombras crepusculares se acercaban y el sol se aproximaba a su ocaso. En esas circunstancias su ojo avisor fue atrado hacia un hombre que en direccin opuesta caminaba seguido de un pequeuelo. La vestimenta del hombre era de burda confeccin y adems manchada de arena, barro y arcilla. Su aspecto enjuto y plido ros-tro evidenciaban que era alguien que haba estado largo tiempo en prisiones, y as toda su apariencia exterior atrajo la atenta mirada del joven soldado. Se acerc a aquel hombre, y no sin antes po-nerle la mano sobre el hombro, le dijo: T eres cavador. Ven conmigo. Al levantar el hombre la mirada, se dio con un rostro severo. Y la presencia del vestido del oficial le atemoriz. Al instante desapareci, y antes que Marcelo pudiera dar el primer paso en su persecucin, haba tomado un encamina-miento lateral y se haba perdido de vista. Pero Marcelo cogi al muchacho. Ven conmigo le dijo. El pobre nio no pudo hacer ms que mirarlo, pero con tal agona y miedo que Marcelo fue conmovido. Tenga misericordia de m, le pido por mi madre. Si Ud. me detiene, ella morir. El nio se ech as a sus pies, balbuciendo solamente aquello en forma entrecortada. No te voy a hacer ningn dao; ven con-migo y as lo condujo hacia el espacio abierto apartado del lugar por donde tanta gente estaba circulando. Ahora que estamos solos le dijo detenindose y mirndole, dime la verdad. Quin eres t?

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    Me llamo Polio dijo el nio. Dnde vives? En Roma. Qu ests haciendo aqu? Sal a hacer un mandado. Quin era ese hombre? Un cavador. Qu estabas haciendo t con l? El me estaba llevando un bulto. Qu contena el bulto? Provisiones. A quin se lo llevabas? A una persona menesterosa por all. Dnde vive esa persona? Ac cerca, no ms. Ahora, muchacho, dme la verdad. Sabes t algo sobre las catacumbas? He odo hablar de ellas dijo el nio tranqui-lamente. Nunca estuviste dentro de ellas? S, he estado en algunas de ellas. Conoces a alguien que vive all? S, algunas personas. Los cavadores viven all. T te ibas a las catacumbas con l?

    Qu voy a ir a hacer all a esta hora? dijo el nio inocentemente. Eso precisamente es lo que quiero saber. Te ibas para all? Cmo me voy a atrever a ir all, cuando es prohibido por la ley? Marcelo dijo abruptamente, Ya es de noche. Vamos al servicio de la noche en aquel templo. El menor vacil, y luego dijo, Estoy de prisa. Pero en este momento t eres mi prisionero. Yo nunca dejo de ir a adorar a mis dioses. T tienes que venir conmigo y ayudarme en mis servicios devocionales. A lo que el nio contest firmemente, -Yo no puedo. Por qu no puedes? Pues soy cristiano. Yo lo saba. Y t tienes amigos en las catacumbas, y t te vas para all ahora. Ellos son la gente menesterosa a quienes les ests llevando esas provisiones, y el mandado que dices es en beneficio de ellos. El nio inclin la cabeza y guard silencio. Quiero que t me lleves ahora mismo a la entrada a las catacumbas. Oh, usted que veo que es un oficial generoso, tenga misericordia de m! No me pida una tal cosa, porque no puedo hacerlo. Jams voy yo a traicionar a mis amigos. T no vas a traicionarlos. No quiere decir nada que me muestres una entrada entre las muchas que conducen all abajo. Crees que los guardias no las conocen a cada una?

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    El muchacho reflexion por un momento, y finalmente manifest su asentimiento. Marcelo lo tom de la mano y se entreg para que lo condujese. El nio volte hacia la de-recha de la Va Apia, y despus de recorrer una corta distancia, lleg a una casa inhabitada. Entr en ella y baj al stano. All haba una puerta que aparentemente daba a un sencillo depsito. El nio seal ese lugar y se detuvo. Yo deseo bajar all dijo Marcelo firmemen-te. Seguro que usted no se atrevera a bajar all solo? Dicen que los cristianos no cometen delitos. De qu habra yo de temer? Sigamos. Yo no tengo antorchas. Pero yo tengo. Yo vine preparado. Vamos. Yo no puedo seguir ms. Te niegas? El muchacho replic: Debo negarme. Mis amigos y mis parientes se hallan all abajo. Antes que conducirle a Ud. all donde estn ellos yo morira cien veces. T eres muy osado. Pero no sabes lo que es la muerte. Qu yo no lo s? Qu cristiano hay que te-ma a la muerte? Yo he visto a muchos de mis amigos morir en agona, y aun he ayudado a sepultarlos. Yo no le conducir a Ud. all. Ll-veme a la prisin. El nio dio media vuelta.

    Pero si yo te llevo qu pensarn tus amigos? Tienes madre? El nio inclin la cabeza y se ech a llorar amargamente. La mencin de aquel nombre querido le haba vencido. Ya veo que tienes madre y que la amas. Ll-vame abajo y la volvers a ver. Yo jams les traicionare, ya le he dicho. An-tes morir. Haga conmigo lo que quiera Ud. Si yo tuviera malas intenciones, crees t que bajara sin hacerme acompaar por soldados? dijo Marcelo. Pero qu puede querer un soldado, o un pretoriano, con los perseguidos cristianos, sino destruirlos? Muchacho, yo no tengo malas intenciones. Si t me guas abajo te juro que no har nada con-tra tus amigos. Cuando yo est abajo, yo ser un prisionero, y ellos pueden hacer conmigo lo que quieran. Me jura Ud. que no los traicionar? Yo juro por la vida de Csar, y por los dioses inmortales, dijo Marcelo solemnemente. Vamos, entonces dijo el nio. No necesita-mos antorchas. Sgame cuidadosamente. Y el menor penetr por la estrechsima aber-tura.

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    4 Las Catacumbas

    Nada de luz, sino slo tinieblas Que descubran cuadros de angustia

    Regiones de dolor, funestas sombras. _________________________________________________________________________________

    iguieron en la densa oscuridad, hasta que al fin el pasaje se torn ms ancho y lle-

    garon a unas gradas que conducan hacia abajo. Marcelo, cogido del vestido del nio, lo segua. Era ciertamente una situacin que provocaba alarma. Pues se estaba entregando en manos de aquellos hombres, a quienes precisamente la clase a que l perteneca los haba privado del aire libre, hundindolos en aquellas ttri-cas moradas. Para ellos l no poda ser recono-cido de otro modo sino como perseguidor. Pero la impresin que en l haba dejado la gentileza y humildad de ellos era tal que l no tena el menor temor de sufrir dao alguno. Estaba sencillamente en manos de este nio que bien poda conducirlo a la muerte en las densas tinieblas de este impenetrable laberin-to, pero ni siquiera pensaba en ello. Era el deseo ferviente de conocer ms de estos cris-tianos, lograr su secreto, lo que le guiaba a seguir adelante; y conforme haba jurado, as haba resuelto que esta visita no sera utilizada para traicionarlos o herirlos. Despus de descender por algn tiempo, se hallaban caminando por terreno a nivel. De pronto voltearon y entraron a una pequea cmara abovedada, que se hallaba alumbrada por la dbil fosforescencia de un hogar. El nio haba caminado con paso firme sin la menor vacilacin, como quien est perfectamente fa-miliarizado con la ruta. Al llegar a aquella cmara, encendi la antorcha que estaba en el suelo, y reemprendi su marcha.

    Hay siempre un algo inexplicable en el aire de un campo santo que no es posible comparar con el de ningn otro lugar. Prescindiendo del hecho de la reclusin, la humedad, el mortal olor a tierra, hay una cierta influencia sutil que envuelve tales mbitos con tanta intensidad que los hace tanto ms aterradores. All campea el hlito de los muertos, que posa tanto en el alma como en el cuerpo. He all la atmsfera de las catacumbas. El fri y la humedad atacaban al visitante, cual aires estremecedores del reino de la muerte. Los vivos experimentaban el poder misterioso de la muerte. Polio caminaba adelante, seguido por Mar-celo. La antorcha iluminaba apenas las densas tinieblas. Los destellos de luz del da, ni aun el ms dbil rayo, jams podran penetrar aqu para aliviar la deprimente densidad de estas tinieblas. La oscuridad era tal que se poda sentir. La luz de la antorcha dio su lumbre slo unos pocos pasos, pero no tard en extin-guirse en tantas tinieblas. La senda segua tortuosamente haciendo giros incontables. Repentinamente Polio se detuvo y seal hacia abajo. Mirando por entre la lobre-guez, Marcelo vio una abertura en la senda que conduca aun ms abajo de donde ya estaban. Era un foso sin fondo visible. Adnde conduce? Abajo.

    S

  • El mrtir de las catacumbas 4. Las catacumbas

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    Hay ms pasillos abajo? Oh, s. Hay tantos como ac; y aun debajo de la siguiente seccin hay otros. Yo slo he esta-do en tres pisos diferentes de estas sendas, pero algunos viejos cavadores dicen que hay algu-nos lugares en que se puede bajar a una enorme profundidad. El pasillo serpenteaba de tal modo que toda idea de ubicacin se perda por completo. Marcelo ya no poda precisar si se hallaba a unos cuantos pasos de la entrada o a muchos estadios. Sus perplejos pensamientos no tarda-ron en tornarse hacia otras cosas. Al pasarle la primera impresin de las densas tinieblas, se dedic a mirar ms cuidadosamente a lo que se le presentaba a la vista, cada vez ms maravi-llado del extrao recinto. A lo largo de las mu-rallas haba planchas semejantes a lpidas que parecan cubrir largas y estrechas excavacio-nes. Estos nichos celulares se alineaban a am-bos lados tan estrechamente que apenas queda-ba espacio entre uno y otro. Las inscripciones que se vea en las planchas evidenciaban que eran tumbas de cristianos. No tuvo tiempo de detenerse a leer, pero haba notado la repe-ticin de la misma expresin, tal como:

    Honoria Ella duerme en paz Fausta En paz

    En casi todas las planchas l vio la misma dulce y benigna palabra PAZ, pensaba Mar-celo. Qu gente ms maravillosa son estos cristianos, que aun en medio de escenarios como ste abrigan su sublime desdn por la muerte. Sus ojos se habituaban cada vez mejor a las tinieblas conforme avanzaba. Ahora el pasillo empezaba a estrecharse; el techo se inclinaba y los lados se acercaban; ellos tenan que aga-charse y caminar ms despacio. Las murallas eran toscas y rudamente cortadas, conforme las

    dejaban los trabajadores cuando extraan de aqu su ltima carga de arena para los edificios del exterior. La humedad subterrnea y las acrecencias de honguillos se hallaban regadas por todas partes, agravando todo su color ttri-co, saturando el aire de pesada humedad, mientras que el humo de las antorchas haca la atmsfera tanto ms depresiva. Pasaron centenares de pasillos y decenas de lugares en que se encontraban numerosas sen-das, que se separaban en diferentes direcciones. Estas innumerables sendas demostraban a Mar-celo hasta qu punto se hallaba fuera de toda esperanza, cortado del mundo del exterior. Este nio lo tena en sus manos. Suelen perderse algunas personas ac? Con gran frecuencia. Qu pasa con ellos? Algunas veces vagan hasta que encuentran a algn amigo; algunas otras veces nunca ms se oye nada de ellos. Pero en la actualidad la mayora de nosotros conocemos el lugar tan bien, que si nos perdemos, no tardamos en llegar de nuevo, a tientas, a alguna senda conocida. Una cosa en particular impresion mayormente al joven oficial, y era la inmensa preponderan-cia de las tumbas pequeas. Polio le explic que esas pertenecan a nios. Ello le despert sentimientos y emociones que no haba experi-mentado antes. Nios! pensaba l. Qu hacen ellos? Los jvenes, los puros, los inocentes? Por qu no fueron sepultados arriba, en donde los rayos bienhechores del sol los abrigaran y las flores adornaran sus tumbas? Acaso ellos hollaron senderos tan tenebrosos como stos en sus cor-tos das de vida? Acaso ellos hubieron de compartir su suerte con aqullos que recurrie-ron a estos ttricos escondites en su huida de la

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    persecucin? Acaso el aire deletreo de esta interminable tristeza de estas pavorosas mora-das aminor sus preciosas vidas infantiles, y

    quit de la vida sus inmaculados espritus antes de su tiempo de madurez?

    Plano de las catacumbas Marcelo, como en un suspiro, pregunt: Largo tiempo hace que nos encontramos en esta marcha, estamos ya para llegar? El nio le contest, Muy pronto llegaremos. Sean cuales hayan sido las ideas que Marcelo abrigaba antes de llegar ac en cuanto a la caza de estos fugitivos, ahora se haba convencido que todo intento de hacerlo era absolutamente en vano. Todo un ejrcito de soldados poda penetrar aqu y jams llegar ni siquiera a ver un solo cristiano. Y cuanto ms se alejara, tanto ms desesperanzada sera la jornada. Ellos podran diseminarse por estos innumerables pasillos y vagar por all hasta encontrar la muerte.

    Pero ahora un sonido apenas perceptible, como de gran distancia, atrajo su atencin. Dulce y de una dulzura indescriptible, bajsimo y musi-cal, vena procedente de los largos pasillos, llegando a encantarle como si fuera una voz de las regiones celestiales. Continuaron su lenta marcha, hasta que una luz brill delante de ellos, hiriendo las densas tinieblas con sus rayos. Los sonidos aumenta-ban, elevndose de pronto en un coro de mag-nificencia imponderable, para luego disminuir y menguar hasta tornarse en tiernos lamentos de penitentes splicas. Dentro de unos cuantos minutos llegaron a un punto en que tuvieron que voltear en su mar-

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    cha, desembocando ante un escenario que bruscamente apareci delante de sus ojos. Alto! exclam Polio, al mismo tiempo que detena a su compaero y apagaba la luz de la antorcha que les haba guiado hasta aqu. Mar-celo obedeci, y mir con profunda avidez al espectculo que se le ofreca a la vista. Esta-ban en una cmara abovedada como de unos cinco metros de alto y diez en cuadro. Y en tan reducido espacio se albergaban como cien personas, hombres, mujeres y nios. A un lado haba una mesa, tras la cual estaba de pie un anciano venerable, el cual pareca ser el diri-gente de ellos. El lugar se hallaba iluminado con el reflejo de algunas antorchas que arroja-ban su mortecina luz rojiza sobre la asamblea toda. A los presentes se les vea cargados de inquietud y demacrados, observndose en sus rostros la misma caracterstica palidez que haba visto en el cavador. Ah, pero la ex-presin que ahora se vea en ellos no era en lo absoluto de tristeza, ni de miseria ni de desesperacin! Ms bien una atractiva espe-ranza iluminaba sus ojos, y en sus rostros se dibujaba un gozo victorioso y triunfal. El alma de este observador fue conmovida hasta lo ms ntimo, porque no era sino la confirmacin anhelada inconscientemente de todo cuanto haba admirado en los cristianos: su herosmo, su esperanza, su paz, que se fundaban necesa-riamente en algo, escondido, oculto, lejano pa-ra l! Y mientras permaneca esttico y silen-cioso, escuch el canto entonado con el alma por esta congregacin:

    Grandes y maravillosas son tus obras, Seor Dios todopoderoso. Justos y verdaderos son tus caminos, T, oh Rey de los santos. Quin no Te temer, oh Dios, y ha de glorificar Tu sagrado Nombre? Porque T solo eres santo.

    Porque todas las naciones han de venir y adorar delante de Ti, porque tus juicios se han manifestado.

    A esto sigui una pausa. El dirigente ley algo de un rollo que hasta el momento era descono-cido para Marcelo. Era la aseveracin ms sublime de la inmortalidad del alma, y de la vida despus de la muerte. La congregacin toda pareca pendiente del majestuoso poder de estas palabras, que parecan transmitir hlitos de vida. Finalmente el lector lleg a prorrumpir en una exclamacin de gozo, que arranc cla-mores de gratitud y la ms entusiasmada espe-ranza de parte de toda la congregacin. Las palabras penetraron al corazn del observador recin llegado, aunque l todava no compren-da la plenitud de su significado:

    Dnde est, oh muerte, tu aguijn? Dnde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijn de la muerte es el pecado, y la potencia del pecado, la ley. Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Seor nuestro Jesucristo.

    Estas palabras parecieron descubrir un nuevo mundo ante su mente, con novsimos pensa-mientos. El pecado, la muerte, Cristo, con toda aquella infinita secuela de ideas rela-cionadas, aparecan dbilmente perceptibles para su alma, que, ms que despertar, pareca resucitar! Ahora mayormente arda en l un anhelo vivo por llegar a conocer el secreto de los cristianos, anhelo que hasta saciar no parara! El que diriga levant la cabeza reverente, ex-tendi los brazos y habl fervientemente con Dios. Se diriga al Dios invisible como vindo-lo, expresaba su confesin e indignidad, y ex-presaba las gracias por el limpiamiento de los pecados, merced a la sangre expiatoria de Jesucristo. Peda que el Espritu Santo desde lo alto descendiera a obrar dentro de ellos para

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    que los santificara. Luego enumer sus ago-nas, y pidi que fueran librados, pidiendo la gracia de la fe en la vida, la victoria en la muerte, y la abundante entrada en los cielos en el nombre del Redentor, Jess. Despus de esto sigui otro canto que fue can-tado como el anterior:

    He aqu el tabernculo de Dios con los hombres, y l morar con ellos, y ellos sern su pueblo, y el mismo Dios ser con ellos y ser su Dios. Y Dios enjugar toda lgrima de sus ojos, y no habr ms muerte, ni tristeza, ni gemidos, ni tampoco habr ms dolor, porque las cosas viejas pasaron. Amn. Bendicin, gloria y sabidura, y hacimiento de gracias, y honor, y potencia, y magnificencia, sea a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amn.

    Y despus de esto la congregacin empez a dispersarse. Polio avanz hacia adelante con-duciendo a Marcelo. Pero ante su presencia de su figura marcial y su relumbrante armadura todos retrocedieron e intentaron huir por los diferentes senderos. Pero Marcelo clam en alta voz: No temis, cristianos; yo me rindo ante vosotros, estoy en vuestro poder! Ante ello, todos ellos volvieron, y luego lo miraron con ansiosa curiosidad. El anciano que haba dirigido la reunin avanz hacia l y le dirigi una mirada firme y escudriadora. Quin eres t, y por qu nos persigues aun hasta este ltimo escondite de reposo que se nos deja en la tierra?

    Tened a bien no sospechar el mnimo mal de parte ma. Yo vengo solo, sin escolta ni ayuda. Estoy a merced de vosotros. Pero, por ventura, qu puede desear de no-sotros un soldado, y tanto peor, un pretoriano? Ests acaso perseguido? Eres acaso un cri-minal? Est tu vida en peligro? De ninguna manera. Yo soy oficial de alta graduacin y autoridad, y es el caso que toda mi vida he andado ansiosamente buscando la verdad. Y he odo mucho respecto a vosotros los cristianos; empero en esta poca de perse-cucin es difcil hallar uno solo de vosotros en Roma. Y es por eso que he venido hasta aqu en vuestra bsqueda. Ante esto, el anciano pidi a la asamblea que se retirase, a fin de que l pudiera conversar con el recin llegado. Los otros en el acto lo hi-cieron as y se alejaron por diferentes encami-namientos, sintindose ms tranquilos. Una mujer plida se adelant hacia Polio y lo tom en sus brazos. Cunto te tardaste, hijo mo! Madre querida, me encontr con este oficial, y me tuve que detener. Gracias sean a Dios nuestro Seor que ests bien. Pero quin es l? A lo que el muchacho contest diciendo con-fiadamente, Yo creo que l es un hombre honrado. Ya ves cmo confa en nosotros. El dirigente intervino diciendo, Cecilia, no te vayas, esprate un momentito. La mujer se qued, habiendo hecho lo mismo unas pocas personas ms. Yo me pongo a tus rdenes, soy Honorio dijo el anciano, dirigindose a Marcelo. Soy un humilde anciano en la Iglesia de Jesucristo. Yo creo que t eres sincero y de buena fe.

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    Dme pues ahora, qu es lo que quieres de nosotros. Por mi parte, me pongo a sus rdenes. Me llamo Marcelo, y soy capitn de la guardia pretoriana. Ay de m! exclam Honorio, juntando las manos al mismo tiempo que caa sentado sobre su asiento. Los otros miraron a Marcelo apesa-

    dumbrados, y la mujer, Cecilia, clam agoni-zante de dolor. Oh, Polio querido! Cmo nos has traiciona-do!

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    5 El secreto de los cristianos

    El misterio de la piedad,

    Dios manifestado en carne. __________________________________________________________________________________

    l joven oficial permaneci atnito al darse cuenta del efecto que su solo nombre ha-

    ba producido. Y reaccionando dijo: Por qu todos temblis de ese modo? Es por ventura a causa de m? Honorio le contest: Ay de m. Aunque proscritos nos hallamos en estos lugares, tene-mos constante comunicacin con la ciudad. Estamos enterados de que nuevos esfuerzos han de hacerse para perseguirnos con ms se-veridad, y que Marcelo, capitn de los preto-rianos, ha sido designado para buscarnos. Y en este momento a ti te vemos en nuestra pre-sencia, a nuestro principal enemigo. No es sta suficiente causa para que temamos? Por qu habras t de perseguirnos hasta este lugar? Marcelo exclam: No tenis causa para temerme, aun en el caso que yo fuese vuestro peor enemigo. No estoy en poder de voso-tros? Si quisiereis detenerme, podra yo escapar? Si quisiereis matarme, podra yo resistir? Estoy sencillamente entre vosotros tal como me veis, sin ninguna defensa. El hecho de encontrarme aqu solo es prueba de que no hay peligro de parte ma. Honorio, reasumiendo su aire de calma, dijo: Verdaderamente, tienes razn; t de ninguna manera podras regresar sin nuestra ayuda. Escuchadme, pues, que yo os explicar todo. Yo soy soldado romano. Nac en Espaa y fui

    criado en la virtud y la moralidad. Se me ense a temer a los dioses y a cumplir con mi deber. Yo he estado en muchas tierras y me he dedicado por entero a mi profesin. Sin em-bargo, nunca he descuidado mi religin. En mis habitaciones he estudiado todos los escritos de los filsofos de Grecia y de Roma. Como resul-tado de ello he aprendido a desdear nuestros dioses y diosas, los que no son mejores, y ms bien son peores que yo mismo. Platn y Cicern me han enseado que hay una Deidad suprema a la que es mi deber obedecer. Pero cmo lo puedo conocer y cmo le debo obedecer? Tambin he apren-dido que yo soy inmortal, y que cuando muera me he de de convertir en espritu. Cmo ser entonces? Ser feliz o miserable? Cmo puedo yo asegurarme la felicidad en la vida espiritual? Ellos describen con derroche de elocuencia las glorias de la vida inmortal, pero no dan instrucciones para los hombres comu-nes como yo. Pues el llegar a saber todo esto es lo que constituye el anhelo vivo de mi al-ma. Los sacerdotes son incapaces de decir nada. Ellos se encuentran enlazados con antiguos formalismos y ceremonias en las cuales ellos mismos jams han credo. La antigua religin es muerta; son los hombres los que la mantie-nen en pie. En las diferentes tierras por donde he andado he odo mucho sobre los cristianos. Pero ence-rrado, como lo he estado en mi cuartel siempre,

    E

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    jams he tenido la feliz oportunidad de cono-cerlos. Y para ser franco, no me he interesado por conocerlos hasta ltimamente. He odo los informes comunes de su inmoralidad, sus vicios secretos, sus prfidas doctrinas. Y desde luego hasta hace poco yo crea todo eso. Hace unos pocos das estuve en el Coliseo. All recin aprend algo respecto a los cristia-nos. Yo contempl al gladiador Macer, un varn a quien el temor era descocido, y l prefiri hacerse quitar la vida, antes que hacer lo que l crea que era malo. Vi un venerable anciano hacer frente a la muerte con una pacfica sonrisa en sus labios; y, sobre todo, vi un puado de muchachas que entregaron su vida a las fieras salvajes con un canto de triunfo en sus labios:

    Al que nos am, Al que nos ha lavado de nuestros pecados.

    Lo que Marcelo expres produjo un efecto maravilloso. Los ojos de los que escuchaban resplandecan de gozo y vehemencia. Cuando l mencion a Macer, ellos se miraron los unos a los otros con seas significativas. Cuando l habl del anciano, Honorio inclin la cabeza. Cuando habl de los nios y mu-chachas, y musit las palabras del himno que cantaron, todos voltearon el rostro y lloraron. Fue aquella vez la primera de mi vida en que vi derrotada la muerte. Desde luego yo puedo afrontar la muerte sin temor, como tambin cada soldado que se ve en el campo de batalla. Pues tal es nuestra profesin. Pero estas per-sonas se complacan y regocijaban en morir. Aqu no se trata de soldados, sino de nios, que estaban imbuidos de los mismos sentimientos en sus corazones. Desde entonces no he podido pensar absoluta-mente en ninguna otra cosa. Quin es se que os am? Quin es el que os lav de vuestros pecados con su sangre? Quin es el que os da

    ese valor sublime y esa esperanza viva? Quin o qu es lo que os sostiene aqu? Quin es Aquel a quien acaban de estar hablando? Yo efectivamente he sido comisionado para conducir los soldados contra vosotros para des-truiros. Pero primeramente quiero saber ms respecto a vosotros. Yo juro por el Ser supremo que esta mi visita no os ha de ocasionar ningn dao. Decidme, pues, el secreto de los cristia-nos. Honorio contest, Tus palabras son ciertas y sinceras. Ahora ya s que t no eres espa o enemigo, sino ms bien una alma inquisitiva que ha sido enviada aqu por el mismo Espritu Santo para que conozcas aquello que hace tiempo has estado buscando. Regocjate, pues, porque todo aquel que viene a Cristo de nin-guna manera ser desechado. Has visto hombres y mujeres que han dejado amigos, hogar, honores, y riquezas para vivir aqu en necesidad, temor, dolor; y todo lo han tenido por prdida por causa de Jesucristo. Ni aun sus propias vidas aprecian ellos. El cris-tiano lo deja todo por Aquel que le am. Tienes toda la razn, Marcelo, al pensar que hay un gran poder que puede hacer todo esto. No es el mero fanatismo, no es ilusin, ni me-nos es emocin. Es el conocimiento de la ver-dad y el amor al Dios viviente. Lo que t has buscado por toda tu vida es para nosotros nuestra ms cara posesin. Atesorado en nuestros corazones, es para nosotros ms digno sin lugar a compararse siquiera con todo lo que el mundo puede dar u ofrecer. Nos otorga felicidad en la vida aun en este tene-broso lugar, y nos da la victoria frente a la mis-ma muerte. T anhelas conocer al Ser supremo; pues nuestra fe (el Cristianismo) es la revelacin de l. Y por medio de esta revelacin l hace que le conozcamos. Conforme es infinito en gran-

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    deza y poder, tambin lo es en amor y miseri-cordia. Esta fe nos acerca tan estrechamente a l que l llega a ser nuestro mejor amigo, nuestro gua, nuestro consuelo, nuestra espe-ranza, nuestro todo, nuestro Creador, nuestro Redentor, y el presente y eterno Salvador. T quieres saber de nuestra vida inmortal. Pues nuestras escrituras sagradas nos explican esto. Ellas nos ensean que creyendo en Jesu-cristo, el Hijo de Dios, y amando y sirviendo a Dios en la tierra, moraremos con l en infinita y eterna bienaventuranza en los cielos. Ellas tambin nos muestran cmo debemos vivir a fin de agradarle aqu, a la vez que nos ensean cmo le hemos de alabar por siempre despus de esta vida. Por ellas conocemos que la muer-te, aunque es una maldicin, ya no lo es para el creyente, sino que ms bien se torna en bendicin, puesto que partir y estar con Cristo es mucho mejor, en vez de permanecer aqu, porque entramos a la presencia de Aquel que nos am y se entreg a s mismo por nosotros. Por consiguiente, exclam Marcelo, si esto es as, hacedme conocer esta verdad. Porque esto es lo que he estado buscando por largos aos; por esto he orado a aquel Ser supremo de quien he odo solamente. T eres el poseedor de aquello que yo he anhelado saber. El fin y el objetivo de mi vida se encuentran aqu. Toda la noche est delante de nosotros. No me dese-ches ni dilates ms; dme todo de una vez. Es verdad que Dios ha revelado todo esto, y que yo he estado en ignorancia de ello? Lgrimas de gozo brillaron en los ojos de los cristianos. Honorio musit unas palabras de oracin de gratitud a Dios. A continuacin ex-trajo un manuscrito que desdobl con tierno cuidado. Y sigui diciendo, Aqu, amado joven, tienes la palabra de vida que nos vino de Dios, que es la que trae tal gozo y paz al hombre. Aqu hallamos todo lo que desea el alma. En estas

    palabras divinas aprenderemos lo que no po-demos hallar en ninguna otra parte. Y aunque la mente acaricie estas verdades por toda una vida, con todo nunca llegar a dominar la mxima extensin de las verdades gloriosas. Entonces Honorio abri el libro y empez a decir a Marcelo acerca de Jesucristo. Le habl de la promesa en el Edn de Uno que habra de herir a Satans en la cabeza; y la sucesin de profetas que haban predicho su venida; del pueblo escogido por medio del cual Dios haba mantenido vivo el conocimiento de la verdad por tantas edades, y de las obras portentosas que ellos haban presenciado. Le ley el anuncio de que el Hijo de Dios haba de nacer de una virgen. Le ley sobre el nacimiento; su niez; las primeras presentaciones; sus mila-gros; sus enseanzas. Todo esto le ley, agre-gando unos pocos comentarios de su parte, del sagrado manuscrito. Seguidamente pas a relatar el tratamiento que l recibi: las burlas, el desprecio, la persecu-cin que aceler todo hasta llegar l a ser traicionado y condenado a muerte. Finalmente ley la narracin de su muerte en la cruz del Calvario. El efecto de todo esto era maravilloso en Mar-celo. La luz pareca iluminar su mente. La santidad de Dios que abomina el pecado del hombre; su justicia que demanda el castigo; su paciencia infinita que previno un modo de salvar a sus criaturas de la ruina que ellas mismas haban trado sobre s; su amor incon-mensurable que le llev a dar su Hijo unignito y bien amado; ese amor que le hizo bajar para sacrificarse para la salvacin de los hombres; todo fue explicado con claridad meridiana. Cuando Honorio lleg a la culminacin de la dolorosa historia del Calvario, y al punto cuan-do Jess clam, Dios mo, Dios mo, porqu me has desamparado? seguido del grito de triunfo Consumado es!, se pudo or un profundo suspiro de Marcelo. Y mirando a tra-

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    vs de las lgrimas que humedecieron sus propios ojos, Honorio vio la forma de aquel hombre fuerte inclinada y temblando de emo-cin. Basta, basta, murmur quedamente, dejad-me pensar en l:

    Al que nos am; Al que nos ha lavado de nuestros pecados con su propia sangre.

    Y Marcelo hundi su rostro en sus manos. Honorio elev sus ojos al cielo y or. Los dos haban quedado solos, porque sus compaeros se haban retirado. La tenue luz de una lmpara que estaba en una hornacina detrs de Honorio, iluminaba dbilmente la escena. Y as ambos permanecieron en silencio por un largo tiempo. Finalmente Marcelo levant la cabeza. Yo siento dijo l, que yo tambin tuve cul-pa y caus la muerte del Santo. Leedme ms de esas palabras de vida, porque mi vida depende de ellas. Entonces Honorio le volvi a leer la historia de la crucifixin y la sepultura de Jess, la resu-rreccin la maana del tercer da, y su ascensin a la diestra de Dios. Tambin ley la venida del Espritu Santo el da de Pentecosts, que bautiz a los creyentes en un solo cuerpo, de su permanente morada que hace su templo el cuerpo del creyente, y de su maravilloso mi-nisterio de glorificar a Cristo y de revelarle a los pecadores arrepentidos. Empero l no termin all, sino que procur traer la paz al alma de Marcelo, leyndole las palabras de Jess invitando al pecador a venir a l, y asegurndole la vida eterna como posesin real y presente en el momento en que se le acepta como Seor y Salvador. Ley tambin sobre el nuevo nacimiento, la nueva vida, y la promesa de Jess de volver otra vez

    para recoger a todos aquellos que han sido lavados con su sangre para encontrarse con l en las alturas. Es la palabra de Dios exclam Marcelo. Es la voz desde los cielos. Mi corazn responde y acepta todo lo que he odo. Y yo s que es la verdad eterna! Pero cmo puedo yo venir a ser poseedor de esta salvacin? Mis ojos parecen haber sido alumbrados y est despeja-da toda nube. Al fin me conozco. Antes yo crea que era un hombre justo y recto. Pero al lado del Santo, de quien he aprendido tanto, yo quedo hundido en el polvo; veo que ante l yo soy un criminal, convicto y perdido. Cmo puedo ser salvo? Cristo Jess vino al mundo a buscar y salvar lo que se haba perdido. Y cmo puedo yo recibirlo? La palabra est cercana, aun en tu boca y en tu corazn: es decir, la palabra de fe que noso-tros predicamos, que si t confesares con tu boca al Seor Jess, y creyeres en tu corazn que Dios le levant de los muertos, sers salvo. Porque con el corazn se cree para justicia, y con la boca se hace confesin para salvacin. Pero no hay nada que yo deba hacer? Por gracia sois salvos por la fe; y esa salva-cin no es de vosotros sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se glore. La paga del pecado es muerte; mas la ddiva de Dios es vida eterna en Cristo Jess, Seor nuestro. Pero, no hay sacrificio que yo tenga que ofrecer? l ha ofrecido un sacrificio por el pecado por siempre, y ahora est sentado a la diestra de Dios, y puede salvar para siempre a todos los que vienen a Dios por l, siendo que siempre vive e intercede por ellos.

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    El secreto de los cristianos era suyo, y l se haba convertido voluntariamente en esclavo de Jesucristo. Unido con sus hermanos en Cristo, ahora l tambin poda cantar:

    Ah, luego si yo no puedo acercarme a l, ensame las palabras, condceme ante l!

    En la oscuridad de la helada bveda, en la soledad del solemne silencio, Honorio se arrodill, y Marcelo se inclin al lado de l. El venerable cristiano elev su voz en oracin. Marcelo sinti que su propia alma estaba siendo elevada al cielo en esos momentos, a la presencia misma del Salvador, por la virtud de aquella ferviente oracin de fe viva. Las palabras hacan eco en su propia alma y espri-tu; y en su profundo abatimiento l dej su necesidad en manos de su compaero, para que l la presentara de la manera ms propia que l mismo podra hacerlo. Pero finalmente sus pro-pios deseos de orar crecieron. La fe le alcanz, y con temor y temblor, empero con fe real, su alma fue fortalecida, hasta que finalmente Ho-norio termin, y su lengua se solt y elev el clamor de su corazn: Seor, creo, ayuda T mi incredulidad!

    Al que nos am, al que nos ha lavado de nuestros pecados en su sangre, a l sea gloria y dominio por los siglos de los siglos.

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    Aquel nico Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, haba venido a ser real por la fe; y las palabras de Jess: De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendr a condenacin (juicio), mas pas de muerte a vida Y yo les doy vida eterna (a mis ovejas); y no perecern para siempre; ni nadie las arrebatar de mi mano, todas estas palabras fueron credas, recibidas, disfrutadas. Las horas transcurrieron. Pero quin podra describir acertadamente el progreso del alma que pasa de muerte a vida? Basta con saber que cuando ray el alba arriba en la luz, un da glorioso haba amanecido en el alma y el espritu de Marcelo en las bvedas inferiores. Sus anhelos haban sido completamente satis-fechos; la carga de sus pecados le haba sido quitada, y la paz de Dios por Jesucristo le haba henchido.

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    6 La gran nube de testigos

    Todos estos murieron en fe.

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    o tard el nuevo convertido en conocer mucho ms sobre los cristianos. Despus

    de un breve reposo, se levant y se reuni con Honorio, quien se ofreci para mostrarle aspec-tos del lugar en donde moraban. Pues aquellos a quienes haba visto en el servi-cio que hubo, eran solamente una parte de los moradores de las catacumbas. Su nmero se elevaba a muchos miles, y se hallaban disemi-nados por su vasta extensin en pequeas co-munidades, cada una de las cuales tena sus propios medios de comunicacin con la ciudad. As fue que l camin gran distancia acompa-ado por Honorio. Se maravillaba sobremanera del nmero de personas a quienes encontraba; y aunque saba que los cristianos eran nume