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EDITORIAL

El Misterio del Conde de Saint Germain

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Obra con ilustraciones en 3D sobre las aventuras del Conde de Saint Germain, un misterioso personaje de la Europa del siglo XIX. Historia que mezcla la alquimia, la hechiocería y los secretos de magia.

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E D I T O R I A L

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colección 3d

Historia

Fernando Rivas M. & Alejandro Rojas C.

Escrita por

Fernando Rivas M.

Arte, Diseño y Efectos 3D

Alejandro Rojas C.

IE L L I B R O D E L A S S O M B R A S

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E D I T O R I A L es una marca registrada de MN Editorial Ltda.

© 2012, Fernando Rivas Montiel y Alejandro Rojas Contreras© 2012, MN Editorial Limitada Avda. Eliodoro Yáñez 2416, Providencia, Santiago, Chile. Teléfono: 2335101e-mail: [email protected]: www.mneditorial.cl

Photoshop brushes: obsidian dawn, brush directory

Primera edición: 2012

Nº de inscripción: 221.819ISBN: 978-956-294-385-7

La presentación y disposición de la obra son propiedad del editor. Reservados todos los derechos para todos los países. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea este electrónico, fotocopia o cualquier otro, sin la previa autorización escrita por parte de los titulares de los derechos.

Colección 3DDirección editorial: Gloria Páez Edición: Héctor Hidalgo Ilustraciones: Alejandro Rojas Contreras

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Todas las ilustraciones a doble página en 3D de esta novela deben ser observadas con las gafas 3D que incluye el libro.

Este librillo promocional no incluye las imágenes en 3D.

Para conocer más sobre El Misterio del Conde de Saint Germain visita www.workshopstudio.cl/conde

Indice

1. Amanecer bajo la nieve..............................................................7

2. Destellos en el ocaso................................................................20

3. El valle de las sombras............................................................37

4. Kyra........................................................................................55

5. El amor y la muerte................................................................73

6. La fría ruta del silencio..........................................................105

7. El Conde de Saint Germain...................................................142

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iAMANECER BAJO LA NIEVE

Praga, 1843.

Oscar atravesó taciturno el largo y silencioso pasillo que conducía hacia el exterior de la casa. Su madre, de oficio costurera, había insistido en que necesitaba algunos insumos para terminar unos cuantos trabajos pendientes. Óscar sabía, sin embargo, que aquello era solo una excusa para obligarlo a salir una vez más a la calle, luego que una extraña y grave enfermedad lo mantuviera al borde de la muerte.

Ningún médico había podido determinar la causa del mal que lo afectó durante nueve largos días. Terribles ataques de espasmos, alucina-ciones e inexplicables laceraciones en la piel, habían sido algunas de las manifestaciones con las que tuvo que lidiar sin descanso, tan solo acom-pañado por la figura silente de su madre, quien presenciaba con impoten-cia cómo la vida de su hijo se escapaba de sus brazos.

Tan violento e implacable llegó a ser el deterioro de su cuerpo, y tan extrañas las manifestaciones experimentadas, que un par de sacerdotes, que lo visitaban a menudo, decidieron turnarse para mantenerlo vigilado, alarmados ante la posibilidad de enfrentarse a una salvaje posesión demo-níaca.

Sin embargo, nada de aquello sucedió, y contra todo pronóstico, Óscar consiguió sobrevivir. Todos recordaban el día que el muchacho, en medio de un severo estado febril, recitó un largo discurso en un idio-ma complejo y desconocido, emitiendo al terminar, un suspiro como de profundo alivio, que se extendió rápidamente por todo su cuerpo. Fue en-tonces cuando las miradas de todos se cruzaron, y su madre se abalanzó sobre él, pensando presenciar la inequívoca señal de su deceso.

Los médicos se apresuraron a chequear sus signos vitales, conven-cidos también de haber presenciado su último aliento. Mas la sorpresa se

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apoderó de ellos cuando com-probaron que el organismo del muchacho continuaba funcio-nando; siempre enfermo, pero lejos de los oscuros parajes de la muerte.

Desde aquel día, leves y constantes mejorías fueron ali-mentando en la madre de Ós-car la esperanza de una pronta recuperación. No obstante, los médicos estaban desconcerta-dos, pues era de conocimiento general que los castigos que habían recibido la mente y el cuerpo del joven derivaban en secuelas permanentes, tales como dificultades en el habla, trastornos motrices y muchas veces profundas deficiencias mentales. Sin embargo, Ós-car no presentaba ninguna de aquellas afecciones. Por el con-trario, su recuperación fue ve-loz y asombrosa. Pasadas dos semanas desde aquel episodio ya podía comunicarse verbal-mente. A las seis semanas, ya daba pequeños paseos por la casa, y en el lapso de cuatro meses, ya había recuperado completamente sus capacida-des físicas y mentales.

No obstante, algo había cambiado profundamente en el muchacho, pues ya no mos-traba ningún interés en sus entretenciones habituales, ni en salir a la calle a compartir con los otros chicos. Ahora, tan solo prefería hallarse entre las

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pétreas paredes de su habitación, leyendo las decenas de libros que su padre le legara antes de partir a una guerra de la que nunca regresó. De esta manera, decenas de volúmenes sobre temáticas como cien-cias, magia, y algunos gruesos tratados de historia lucían esparcidos por su habitación; algunos en repisas, otros sobre estantes, y muchos simple-mente arrumbados sobre el piso.

Su madre sabía del nexo que Óscar creaba con su padre a través de aquellos libros, pero pasados ya tres años desde su misteriosa enfermedad, había visto con buenos ojos las recomendaciones de los médicos, quienes le habían advertido sobre los peligros que el excesivo ensimismamiento podía provocar en la mente de un adolescente de apenas quince años. Por esa razón, ella había comenzado lentamente a empujarlo hacia el exterior, obligándolo aunque solo fuera a respirar el aire libre de las calles.

Por lo mismo, había optado últimamente por enviarlo a realizar al-gunas compras a la ciudad, con la excusa de hallarse carente de algunos insumos para sus labores de costura.

Óscar sabía que en el armario de su madre se arrumbaban por montones las telas y los hilos de seda que ella le mandaba a adquirir; pero también sabía que aquellas travesías esporádicas eran preferibles a los constantes regaños que sus negativas habían producido con anterioridad.

Mas fue en esas forzosas salidas cuando el muchacho comprendió lo que había cambiado en su interior. Entendía ahora, y sin nunca haberlo estudiado, la composición de cada cuerpo o sustancia que cruzara frente a sus ojos. De esta manera pudo deducir, por ejemplo, la cantidad de ele-mentos que poseían las espigadas estatuas de alabastro que adornaban gran parte de la ciudad, y también los componentes orgánicos del cuerpo del desafortunado y enorme perro que un día encontró arrollado sobre la calzada.

Esas mismas facultades, no obstante, lo iban alejando lentamente de los otros chicos de su edad, para quienes Óscar se había ido convirtien-do poco a poco en un fenómeno, en una persona distante, especialmente por su inquietante curiosidad por conocer el mundo que lo rodeaba.

Por esa misma razón, y mientras recorría el pasillo de la casa en dirección al mundo exterior, ninguna emoción atravesaba su rostro, pues se hallaba consciente de que muy pocas cosas lo unían con esa realidad, cosas que eran completamente ajenas a quienes le rodeaban.

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Con ese pensamiento, volvió a recorrer las calles atestadas de personas, que proseguían con su ritmo imperturbable, a pesar del frío y la nieve del invierno. Así, pudo reconocer nuevamente a los fuertes obreros que pasaban de un lado a otro, cargando materiales para la construcción de las nuevas iglesias y palacios que exigían los ricos habitantes del barrio Malá Strana, al otro lado del río Moldava. Y también volvió a escuchar las delgadas ruedas de los carruajes que restallaban incesantes sobre los húmedos adoquines; todo aquello bajo la constante exhalación parduzca emitida hacia el cielo triste y brumoso por las nuevas industrias de la ciudad.

Fue entonces, y mientras avanzaba ya internado en la multitud, cuando Óscar observó, pegado en la pared de una concurrida esquina, un gran cartel anunciando la visita a la ciudad del famoso ilusionista Dragzov.

Óscar había escuchado un sinnúmero de historias respecto de es-tos espectáculos, en los que, supuestamente, el ilusionista podía invocar a espíritus del más allá, trayéndolos hasta los escenarios para deleite y asombro de los asistentes. El muchacho, sin embargo, siempre había per-manecido algo escéptico respecto del realismo de aquellas exhibiciones, dada la imposibilidad física –mencionada por sus libros– de que un alma pudiera materializarse en este mundo. Según explicaban los volúmenes de su padre, solo mediante magia negra podían invocarse ciertos espíri-tus, pero tales prácticas se encontraban prohibidas hacía años en Europa, dado lo cual, era muy probable que aquellos ilusionistas no fueran sino unos simples estafadores. Aun así, una poderosa sensación de curiosidad le invadía al contemplar esos afiches; como si una parte de sí mismo qui-siera creer en la veracidad de esas demostraciones.

Mas fue en ese momento cuando recordó sus obligaciones, y des-pegando la mirada del cartel, continuó su camino hacia la tienda de te-las, procediendo a efectuar las compras que su madre le encargara. Sin embargo, y cuando ya regresaba a su hogar, una fuerza poderosa lo hizo desviarse de la ruta, encaminando sus pasos directamente hacia el fron-tis del Teatro Ztratil, lugar donde aquel ilusionista había programado sus presentaciones.

Dominado por una extraña energía, el muchacho se dirigió hacia las mamparas del teatro, lugar donde un par de trabajadores adosaban unos grandes carteles del artista, quien posaba junto al espíritu de una pequeña niña, ambos en un gran escenario. Y era aquel hombre, a todas luces, un sujeto fuera de lo normal. Un poderoso halo de misterio rodea-

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ba su delgada y espigada figura, al igual que su expresión, recia y sur-cada por una extensa cicatriz, que cruzaba de lado a lado su barbilla, disimulada solo en parte por una larga y negra cabellera. Los oscuros e intensos ojos del ilusionista lo ob-servaban ahora desde la distancia, y Óscar supo entonces que aque-llos rasgos le eran particularmente conocidos; tanto así, que después de algunos momentos le pareció ver ese rostro articulando extrañas palabras, pronunciadas estas con una voz áspera y profunda, una voz que creía nunca haber escuchado, como si se tratara de un recuerdo antiguo e incompleto.

Entonces uno de los trabaja-dores se volteó hacia Óscar, quien no logró detectarlo, presa aún de su ensimismamiento.

—La primera función será dentro de dos días –dijo el hombre.

Óscar se despabiló de golpe y asintió con nerviosismo, proce-diendo a caminar rápidamente en dirección a su hogar. Una singu-lar sensación lo dominaba ahora, mientras las extrañas palabras del ilusionista se expandían acezantes en su cabeza. Era como si él mismo fuera otra persona, a quien el ilusionis-ta se dirigía como quien revela un gran secreto. Mas no había nin-guna posibilidad de que eso fuera cierto, ni siquiera recordaba algún sueño relacionado con aquello.

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Óscar sacudió con fuerza su cabeza, intentando alejar esos absur-dos pensamientos, al tiempo que observaba cómo el viento comenzaba a estremecer los árboles de manera vigorosa, haciendo caer las hojas, como si éstas quisieran también evadirse de algo. Sin profundizar en el significa-do de aquella extraña y silente imagen, Óscar apuró el paso, y muy pronto se encontró al otro lado de la puerta de su casa, sintiendo con agrado el cálido aliento de la leña quemada en su rostro.

—¡Óscar! ¿Dónde te habías metido? La presencia de su madre con gesto de enfado y vestida con un colo-rido delantal de cocina hizo que toda la confusión en su cabeza se diluyera de manera instantánea.

—Lo siento, madre. Me entretuve con unos chicos.

—Está bien –le contestó ella, intentando ver en aquel comporta-miento un atisbo de recuperación–. Ve a tu cuarto y recuéstate que te lle-varé la cena.

Sin protestar, el muchacho subió por las viejas y crujientes escale-ras hasta su habitación. Su cama estaba fría, pero de a poco, y gracias al cobertor extra que trajera su madre junto con la comida, fue sintiéndose más cómodo; lentamente vencido por un cansancio profundo y etéreo. Y fue así como se descubrió en un sueño.

Estaba en un extremo del puente que unía el barrio de Malá Strana con la Ciudad Vieja, en medio de una niebla densa y fría. Frente a él, el puente se extendía adornado en sus costados por decenas de estatuas de granito, hasta fundirse finalmente en el fondo con los adoquines de la To-rre Negra. De pronto, una voz comenzó a recitar extrañas palabras y desde las alturas, la niebla comenzó a arremolinarse violentamente sobre aquel lado de la ciudad, tornándose de un escalofriante tono escarlata. Óscar supo de inmediato que algo terrible estaba por suceder. Instintivamente comenzó a correr, intentando atravesar el puente, pero en ese momento, y ante su estupefacción, las oscuras estatuas rompieron la roca bajo sus pies, y saltaron al piso, interponiéndose como una impenetrable muralla.

La voz comenzó a hacerse cada vez más fuerte, su tenor más inten-so. Óscar golpeó las figuras de roca con desesperación, pero su intento no rindió ningún fruto. Entonces, desde el otro lado, comenzaron a escu-charse los gritos. Eran los aullidos desgarradores de cientos de personas, niños, hombres, ancianos y mujeres. Su agonía invisible era tan intensa

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que Óscar se estremeció por completo, cayendo de rodillas sobre el sue-lo, presa del pavor. La imagen de su madre, y cientos de desconocidos se desplegaron como feroces relámpagos en su cabeza. Estaban siendo tortu-rados y él nada podía hacer. Solo gritar de dolor… Solo gritar para que la pesadilla al fin terminara.

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Y entonces despertó.

Se vio a sí mismo sobre la cama, apoyado de frente con las manos afirmadas en la pared, como queriendo derribarla. Angustiado se incor-poró de un salto, aliviado al comprender, luego de algunos segundos, que solo se había tratado de una pesadilla. Sin embargo, aún podía sentir esa agobiante sensación de haber presenciado el final de todas las cosas. Puso un pie sobre el suelo para levantarse, y entonces, viniendo desde el primer piso de la casa, escuchó un espeluznante alarido de terror.

Un pánico siniestro lo traspasó como un rayo desde la cabeza a los pies. Sin pensarlo, corrió escaleras abajo, directo hacia la habitación de su madre, intentando en todo momento controlar el torbellino de emociones que estremecían su cuerpo. Pero nada, absolutamente nada de lo que hu-biera visto o soñado en toda su vida lo había preparado para la escena que sus ojos presenciaron apenas empujó la puerta de la habitación.

Su madre yacía sobre el piso, contorsionándose por lo que parecía ser un dolor intenso y lacerante. Grandes y viscosas manchas negras cu-brían su cuerpo, como si acabara de emerger desde las profundidades de un pantano oscuro y putrefacto. Ella emitió un agudo grito de dolor y en-tonces, Óscar sintió que el mundo se le venía encima y se abalanzó sobre ella para socorrerla.

—¡Mamá! ¡Qué sucede!

La mano de su madre se apretó contra la suya, y con los ojos ape-nas entrecerrados, le habló con lo que aún le restaba de aliento:

—Soñé, soñé contigo anoche. Te vi del otro lado del río... Con tu padre.

—Guarda tus fuerzas, mamá…

—Debes ser fuerte, Óscar…

—Voy a buscar a un médico. Te pondrás mejor

Ella gesticuló negativamente con su cabeza y entonces, mirándolo con la expresión más dulce que el muchacho pudiera recordar, dio un hondo suspiro, y se desvaneció con lentitud.

Óscar se quedó quieto junto a ella, mientras un dolor inmenso co-menzaba a propagarse por cada centímetro de su cuerpo. No obstante,

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en ese momento otros aterradores alaridos llegaron a sus oídos, esta vez provenientes de la calle.

En principio, sin decidirse a soltar la mano de su madre, finalmente fue vencido por la terrorífica intensidad que comenzaron a tener aquellos gritos, los que conformaban, ahora en su conjunto, un coro espectral casi fuera del tiempo y del espacio. Con el alma convertida en un caos y con los pelos erizados por el miedo, Óscar avanzó vacilante por el corredor y atravesando el estrecho umbral de la puerta, se asomó con cautela hacia el exterior. Afuera, cientos de personas yacían en el suelo contorsionándose y gritando de una manera abominable. Grandes manchas negras cubrían sus rostros y brazos, al igual que las que contemplara en su madre unos segundos atrás. La escena era dantesca. Óscar sintió que sus piernas des-fallecían y se desplomó de golpe, quedando sentado en la acera frente a su casa.

Niños, hombres, mujeres y ancianos se revolcaban sobre los ado-quines como poseídos por una fuerza maligna, emitiendo gritos y gemidos de un dolor que el muchacho jamás imaginó que existiera. Casi fuera de sí, Óscar se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos fuertemente, con el ímpetu de no volver a abrirlos jamás. Fue entonces cuando escuchó una extraña voz al interior de su cabeza. Una voz que parecía venir de un lugar muy recóndito y distante…

—¿Quién eres?

Óscar abrió los ojos nuevamente, y pudo ver una silueta acercán-dose desde el fondo de la calle. Sin destapar sus oídos, el muchacho siguió con la mirada aquella figura que lentamente fue definiéndose como un hombre de cabello largo, vestido como un extraño soldado. Desde su cuer-po parecía provenir una rara luminiscencia, que contrastaba con el tétrico paisaje que atravesaba, completamente indolente. Un paisaje tapizado de cuerpos que yacían en el suelo con la rigidez de las estatuas, todavía algu-nos quejándose y gruñendo, negándose al beso de una muerte insoslaya-ble. —¿Quién eres? –repitió la voz, haciendo estremecer las paredes del cráneo de Óscar, al tiempo que una nieve densa comenzaba a caer desde un cielo cada vez más ennegrecido.

El muchacho sacó las manos de sus oídos y pudo escuchar el deli-cado sonido del viento atravesando las calles, en reemplazo de la siniestra sinfonía de aullidos que momentos antes casi lo enloquecieran.

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—¿Qué haces aquí? –consultó el hombre, con una mueca de conte-nido asombro.

—¿Quién…? ¿Quién eres tú? –preguntó a su vez Óscar, poniéndose rápidamente de pie.

—Deberías estar muerto.

—¿Tú…, tienes que ver con esto? ¿Tú le hiciste eso a mi madre? –espetó el muchacho, sintiendo que una ingente furia comenzaba a domi-narlo.

El hombre lo miró fijamente durante algunos segundos, hasta que una sonrisa macabra surgió de su boca.

—Creo que Olaf estará encantado de conocerte.

—¿Olaf?

—Ven conmigo –lo invitó el extraño, acercándose.

—Mi madre..., está ahí adentro. Necesita un médico.

—Tu madre ya está muerta. No hay ninguna razón para que conti-núes aquí.

Un sentimiento de enorme tristeza e impotencia se apoderó en ese momento del muchacho, dando paso finalmente a una ira ciega y extensa, que lo fue invadiendo poco a poco, como si se tratara de su propia sangre. Ya no quedaban razones para hacer nada. Todo había acabado… Y ahora estaba ahí, solo y rodeado de cuerpos petrificados por el dolor y la muerte, frente a ese hombre que le exigía marcharse y abandonar a su madre, de-jar lo que amaba sin siquiera despedirse, sin siquiera derramar un par de lágrimas sobre la tierra que debía resguardarla hacia la eternidad. Aquella hirviente sangre que corría ahora por sus venas endureció sus músculos, hizo que sus dientes se apretaran y que su mente se oscureciera en el hondo abismo de la negación. Estaba solo en ese mundo maldito, en ese mundo que se había llevado todo, que le había impuesto ese castigo que no estaba dispuesto a aceptar, como tampoco el ofrecimiento de ese extraño, que parecía un ángel venido del infierno, y que aún permanecía ahí, espe-rando.

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—¡No iré contigo! –exclamó Óscar, intempestivamente. El hombre volvió a sonreír con una mueca siniestra.

—No tienes alternativa.

Inmediatamente dicho esto, el sujeto avanzó hacia Óscar y lo asió con fuerza por un brazo, envolviéndolo con sus dedos largos y fríos. Óscar sintió cómo rápidamente ese frío empezaba a extenderse por el resto de su cuerpo, mientras la imagen de aquel hombre comenzaba a hacerse difusa.

Presa de un terror indescriptible, jaló su brazo con violencia, in-tentando zafarse de la garra que lo mantenía atado, mas en ese mismo instante la voz atronadora del hombre hizo estremecer sus oídos.

—¡Nooooo!

Y fue entonces, mientras sentía cómo su cuerpo se desmaterializa-ba y expandía en todas direcciones, que comprendió que todo había termi-nado…

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Cuando Olaf Dretcher, líder de la sangrienta Orden del Santo Imperio, descubre el enigmático Libro de las Som-bras, el destino de toda Europa se ve amenazado por una oscuridad sin parangón en la historia. Tan solo dos herma-nos, Frederick y Ravner Rackoczy, instruidos por su padre en las antiguas artes de la alquimia y la hechicería, podrán hacerle frente en una legendaria batalla que habrá de pro-longarse por más de cuatrocientos años.

Será aquel el inicio de la leyenda del Conde de Saint Germain, un misterioso personaje de la Europa del siglo XIX. Según muchos, hombre capaz de traspasar las fronte-ras mismas del tiempo y el espacio; sin embargo, también dueño de un aciago y espeluznante pasado, desconocido para la mayor parte de los mortales… Hasta hoy.

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