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El Mundo de Agartha Rasha Mayka Bahdadi y Alejandra López Ediciones Carena

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Primer capítulo del libro El mundo de Agatha

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Esta es una historia real.

La historia de cómo mi vida cambió radicalmente.

Podéis creeros lo que os voy a contar, o no. La verdad es que poco me importa.

Sólo espero que estas hojas no acaben en malas manos, de así

serlo, me matarían sin pestañear.

Los agujeros de gusano existen.

Yo pasé por uno.

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Para nuestras madres: Cristina y Mariasun

Este es para ellas…

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Prólogo

¡Oh, amor poderoso! Que a veces hace de una bestia un

hombre, y otras, de un hombre una bestia.

— William Shakespeare

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Capítulo 1

Nunca pensé que leer una simple frase me daría tantos

problemas. Cada vez que recuerdo esas náuseas y esa

sensación de estar colgada de un precipicio se me pone la

carne de gallina y me tenso como si fuera a ser atacada en

cualquier momento.

Era el día treinta y uno de mayo cuando mi vida decidió

caprichosamente cambiar por completo. No de la manera en la

que puede cambiar la vida de una persona cuando nace su

primer hijo o le toca la lotería.

Mi vida cambió para convertirse en un completo

infierno.

El Sol estaba en lo más alto de la plaza central de

Lakewood. Sentada en una pequeña terraza de un bar, Alex,

mi mejor amiga, repasaba en su cabeza una y otra vez el

último examen que nos quedaba para dar por terminada una

carrera mortal de filología inglesa.

— ¿No te parece un poco absurdo que nos hagan el

examen final en el aula de biología? — Alex había levantado su

cabeza de entre la pila de libros y me miraba pensativa desde

la otra silla. — Es decir, ¿Qué hacemos nosotros entre un

montón de trastos inútiles de laboratorio?

A pesar de oírla, no le hacía ni caso. Algo me despistaba

y no sabía exactamente qué era. Sentía esa sensación en el

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estómago, esa que dicen que sólo sentimos las mujeres. Un

sexto sentido que me decía que algo no marchaba bien.

Mi madre ya me lo había advertido esa mañana.

“Mucha gente te mirará raro, especialmente hoy cariño”. Pero

la verdad es que poco o nada me importaba la gente cotilla del

pueblo. Ese día me había enfundado los vaqueros que tan bien

me quedaban, mi camiseta favorita y me había atado el pelo

en una coleta alta. Me veía sexy en el espejo de mi cuarto, y

eso me subió la moral considerablemente, aunque no lo

suficiente para que desapareciera el nudo del estómago.

— ¿Sarah? — Alex pasaba la mano por delante de mis

ojos cuando caí en la cuenta de que debía contestarle.

— Lo siento, — Carraspeé — por un momento mi

mente había dejado de funcionar, ¿Qué me decías?

— Nada, a veces me da la sensación de que te vas de

este mundo.

Después de un minuto de carcajadas tontas, nos

pusimos a estudiar como locas. Yo dije adiós a Alex cuando

dieron las tres de la tarde y me encaminé a El Bill, ese

restaurante que me había dado tantos buenos momentos,

hablando irónicamente claro. No sabría decir cuánto tiempo

llevaba trabajando entre sus fogones, pero sí lo justo para que

pagara el coche y ayudara a mi madre en casa con las facturas.

Quitarme el delantal fue como si adelgazara cinco kilos

de golpe. “Por fin”, pensé. Deseaba con todas mis fuerzas salir

de allí y afrontar la ola de calor africana que teníamos en

nuestras cabezas. Después de esa jungla, sería capaz de

enfrentarme a un ejército yo sola y salir ilesa.

Mi casa no quedaba muy lejos. Era vieja, de una sola

planta y construida con amor por sus anteriores dueños. Un

olor a fritanga y café me vino de golpe y arrugué la nariz.

Luego caí en la cuenta de que mi ropa desprendía ese olor y

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rogué a Dios para que nadie se diera cuenta. Sólo me faltaba

eso para empeorar más las cosas.

La gente caminaba de un lado para otro en la calle

principal, casi tenía que hacer maniobras para pasar entre la

gente, cuando tropecé. Me agaché y cogí lo que casi hace que

me partiera los dientes contra el suelo. Era un precioso libro

antiguo, de esos que tanto me gustaban a mí, (la portada

ajada y las esquinas dobladas por el tiempo). Quité el polvo de

la portada y el título en relieve decía: William Shakespeare.

Pensé en dejarlo encima de un banco que había a pocos

metros, pero algo me impulsó a metérmelo en el bolso y a

llevármelo conmigo. “¿Cómo alguien podía tirar un libro así?”

Quizás fuese la obsesión que tenía por los libros desde que era

niña o bien la obligación de no dejar nunca nada en el suelo,

pero el caso es que, por primera vez en todo el día, la alegría

me invadió al dejar el libro entre la cartera y el móvil.

Reconozco que ese día me sentía muy melancólica.

Triste, deprimida, idiota y rematadamente inútil. Idiota porque

había hablado con Tyler en el restaurante y como muchas

otras veces, habíamos discutido. Nunca entenderé por qué los

hombres no captan el “Te dejo, no me llames más” y en

cambio siguen y siguen insistiendo. Inútil, porque había

echado a perder toda una bandeja de nachos con queso al

estamparla contra el suelo de la cocina y para colmo mi jefe

me lo había descontado de mi paga. Deprimida porque hacía

meses que no me salían las cosas bien y triste porque

necesitaba con todas mis fuerzas abrazar a mi hermano…

aunque sabía que eso no podría ser…

Era el aniversario de su desaparición. De ahí que los

vecinos del pueblo me miraran de reojo y con un cierto toque

de miedo. Por eso me sentía tan mal y mi mente se evadía.

Cinco años atrás, mi hermano mayor se fue de nuestras vidas y

tanto mi madre como yo no levantábamos cabeza. Nunca

recibimos llamadas suyas, ni cartas, ni siquiera una simple

postal… Durante meses o lo que parece toda una vida,

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esperamos con ansias una carta suya desde Hawái, España o

de donde sea, que dijera que estaba bien… El pueblo entero se

movilizó para buscarle durante meses, aunque de nada sirvió.

Poco a poco cada uno volvió a sus simples vidas de campo y no

volvieron a acordarse jamás. Ni siquiera la policía supo

decirnos dónde estaba o qué le había ocurrido, sus

investigaciones eran escasas y sus resultados estúpidos. Por un

momento nos temimos lo peor. Pero nunca perdimos la fe de

volver a verle.

Las habladurías del pueblo se hicieron cada vez más

dolorosas hasta el punto en que mi madre dejó de salir de casa

por un tiempo, abandonando así la floristería, de la cual tuve

que hacerme cargo. Se negaba a mirar a la cara de nuestros

vecinos y ver la falsedad en sus rostros. Muchos susurraban

entre ellos cosas inimaginables de mi hermano, sólo hablaban

por hablar.

Ese día llegué a casa agotada y no pude más que

echarme a llorar al imaginármelo en mi mente. Alto, delgado y

con su sonrisa siempre puesta. “¿Dónde estás cuando más te

necesito?”, pensé. Desplomada en su cama, no tenía ganas de

deshacerme del bolso colgado al cuello. Mi madre no llegaría a

casa hasta dentro de un rato, oiría la bocina de su clásica bici

entrar por el camino, siempre con la cesta cargada de flores, y

entonces me levantaría e iría a saludarla como siempre. Me

enjugaría las lágrimas para no hacerle ver que había llorado de

nuevo y cenaríamos calladas, la una frente a la otra, como

todos los aniversarios.

Su habitación intacta y con una gruesa capa de polvo,

quedó enseguida teñida por la oscuridad de la noche. Mi

madre no llegaba por lo que decidí preparar la cena yo sola.

Extendí la colcha y la dejé perfecta. Ni un alma se daría cuenta

de que había estado allí, y entonces cerré la puerta tras de mí.

Mientras preparaba la cena pensé en el examen del día

siguiente. No sabía cómo iba a enfrentarme a él con la

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cantidad de cosas que tenía en la mente. No había estudiado

mucho, tan sólo las dos horas que había pasado con Alex en la

plaza, pero a pesar de ello me sentía positiva. Dejé la pasta

haciéndose en la cacerola y pensé en pegarme una ducha y

deshacerme del olor hediondo que me perseguía.

Fue reconfortante a pesar de no tener champú y de

que el agua caliente se había cortado a mitad de la ducha

dejándome tiritando. Cuando llegué a la cocina con una toalla

anudada a la cabeza, la pasta ya estaba hecha y solo tuve que

sacarla. Dejé un plato en la encimera para mi madre, y miré el

reloj: las nueve y cuarto y todavía no había vuelto. A veces las

cosas se le complicaban en la floristería y tenía que quedarse

hasta tarde haciendo inventario. Enseguida comprendí que

quería estar sola.

Fui a mi cuarto y me puse a repasar los apuntes, pero

los abandoné enseguida. Cogí el bolso y lo abrí para mirar el

móvil, tenía dos llamadas perdidas de Tyler y un mensaje de

texto de Alex:

El examen será al final a las 9:00 de la mañana en el aula de

mates, te dije que no podía ser en la de bio. Nos vemos.

XOXO.

Al dejarlo de nuevo en el bolso, saqué el libro que

había encontrado en la calle; el de las hojas ajadas y las

esquinas dobladas por el tiempo, y resultó ser estupendo. Lo

abrí, y pasé las hojas entre mis dedos. Para mi sorpresa las

letras eran legibles y estaba escrito en inglés. Las páginas

estaban rasgadas y el canto amarillento. Ese libro tendría al

menos veinte años y había ido a parar a mis manos. “¿Tal vez

fuera de la biblioteca?”. Enseguida me dije que no, puesto que

el sello de la biblioteca principal de Lakewood no estaba

plasmado en ningún sitio. De todas formas, pensé, mañana lo

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llevaré para que le echen un vistazo. Y lo dejé encima de la

mesa junto a mi colección de libros.

Pasaron las horas y no podía concentrarme en nada

que no fuera la posibilidad de que mi madre o tal vez mi

hermano, girase la llave de la puerta principal para entrar en

casa. Estaba cardiaca y los nervios hacían que mi piel se

pusiera de punta. Me levanté de la silla para llamar a la

floristería, pero entonces un ruido sordo hizo que me

sobresaltara y lanzara un chillo. Me giré y vi el libro de

Shakespeare en el suelo abierto por la mitad. “¿Cómo había

caído? La ventana estaba abierta y tal vez una ráfaga de

viento…”

No supe decir qué era: si lo cansada que estaba o que

mi imaginación me fallaba, pero el libro pesaba demasiado. Lo

agarré con ambas manos y mis ojos se posaron en lo que

dictaba. Primer párrafo. Primera frase: Capítulo 13.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.