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El pabellón Wisteria Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

El pabellón Wisteria¡sicos en Español/Arthur C… · dor eclesiástico, buen ciudadano, ortodoxo y ru-tinario en el más alto grado. Pero algo asombro-so había venido a perturbar

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El pabellón Wisteria

Arthur Conan Doyle

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nues-tro departamento editorial, de forma queno nos responsabilizamos de la fidelidaddel contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habi-tuales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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CAPÍTULO 1

EL EXTRAÑO SUCESO OCURRIDO A MIS-TER JOHN SCOUT ECCLES

El hecho ocurrió, según consta en mi libro denotas, en un día crudo y ventoso, a fines de mar-zo del año 1892. Estando sentados a la mesa yalmorzando, recibió Holmes un telegrama y ga-rabateó en el acto la contestación. No hubo nin-gún comentario, pero el asunto aquel no se apar-tó de sus pensamientos, porque, después de al-morzar, se situó de pie delante del fuego, conexpresión meditabunda, fumando su pipa, y vol-viendo a leer de cuando en cuando el mensaje.De pronto se volvió hacia mí con unos ojos enque brillaba una mirada maliciosa:

- Escuche, Watson: creo que podemos conside-rarlo a usted como hombre de letras. ¿Qué defi-nición daría usted a la palabra «grotesco»?

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- La de cosa rara, fuera de lo normal - apuntéyo.

Al oír esta definición movió negativamente lacabeza.

- Seguramente que abarca algo más que eso;algo que lleva dentro de sí una sugerencia decosa trágica y terrible. Si usted repasa mental-mente alguno de esos relatos con los que ha mar-tirizado a un público por demás paciente, se darácuenta de que lo grotesco se convirtió con fre-cuencia en criminal en cuanto se ahondó en elasunto.

»Recuerde el insignificante episodio de lospelirrojos. En sus comienzos fue cosa grotesca,pero al final se convirtió en una atrevida tentati-va de robo. Y nada digamos de aquel otro episo-dio por demás grotesco de las cinco semillas denaranja, que desembocó en línea recta en uncomplot asesino. Esa palabra hace que yo meponga en guardia.

- ¿La tiene usted en el telegrama? - le pregun-té.

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Me lo leyó en voz alta:

“Me ha ocurrido un incidente increíble y grotes-co. ¿Puedo consultar con usted? Scout Ecless. Ofici-na de Correos Charing Cross”.

- ¿Hombre o mujer? - le pregunté.- Naturalmente que es un hombre. No hay

mujer capaz de enviar un telegrama con la con-testación pagada. Se habría presentado aquí sinmás.

- ¿Lo recibirá usted?-Ya sabe usted, querido Watson, que desde

que hicimos encerrar al coronel Carruthers estoyaburridísimo. Mi cerebro es como un motor enmarcha, que se destroza porque no esta embra-gado a la máquina para la que fue construido. Lavida es una cosa vulgar, los periódicos resultanestériles; lo audaz y novelesco desaparecieron,por lo visto, del mundo criminal. En estas condi-ciones, ¿cómo es posible que me pregunte si es-toy dispuesto a ocuparme de un problema nue-

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vo, por fútil que resulte? Pero, si no me equivo-co, aquí tenemos a nuestro cliente.

Se oyeron unos pasos lentos en la escalera y,un momento después, se hizo pasar a la habita-ción a un hombre corpulento, alto, de patillasgrises y aspecto solemne y respetable. En susfacciones graves y maneras pomposas estabaescrita la historia de su vida. Desde sus botinesde paño hasta sus gafas de armazón de oro, eraaquel hombre un miembro de partido conserva-dor eclesiástico, buen ciudadano, ortodoxo y ru-tinario en el más alto grado. Pero algo asombro-so había venido a perturbar su compostura natu-ral, marcando sus huellas en los cabellos revuel-tos, en las mejillas encendidas e irritadas, en susmaneras inquietas y llenas de excitación. Sezambulló sin más en el asunto diciendo:

- Mister Holmes, me ha ocurrido algo de lomás extraordinario y desagradable. En toda mivida no me he visto en situación semejante. Unasituación por demás indecorosa, por demás

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ofensiva. No tengo más remedio que buscarleuna explicación.

De irritado que estaba, tragó saliva y bufó.- Tenga la amabilidad de sentarse mister

Scout Eccles - le dijo Holmes en tono tranquili-zador. Antes que nada, ¿puedo preguntarle co-mo es que se ha dirigido a mí?

- Pues verá usted señor: el asunto no parecíacomo para llevarlo a la policía; pero, cuando us-ted se entere de los hechos, reconocerá que yo nopodía dejar las cosas como estaban. Yo no abrigola menor simpatía hacia los detectives particula-res, considerados como una clase, pero comohabía oído hablar de usted…

- Perfectamente. Y ahora, en segundo lugar, lepregunto: ¿por qué no vino inmediatamente?

- ¿Qué quiere usted decir con esas palabras?Holmes miró su reloj.- Son las dos y cuarto - dijo -. Su telegrama

fue puesto a eso de la una. Pero basta mirar susropas y su cabeza para darse cuenta de que sus

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dificultades arrancaron el instante en que ustedse despertó esta mañana.

Nuestro cliente alisó sus cabellos revueltos yse palpó la barbilla sin afeitar.

- Tiene razón, mister Holmes. Ni por un mo-mento pensé en arreglarme. Lo que yo quería erasalir a cualquier precio de esa casa. Pero antes devenir a usted he andado de un lado para otrohaciendo averiguaciones, Fui a la agencia de al-quileres y me contestaron que el señor Garcíatenía pagados los de la casa hasta el día, y quetodo estaba en orden en el pabellón Wisteria.

- Ea, ea, señor - exclamó Holmes, echándose areír -. Se parece usted a mi amigo Watson, queacostumbra contar sus historias mal y en ordeninvertido. Por favor, ponga orden en sus pensa-mientos y expóngase en su debida secuencia lossucesos que le han impulsado a salir de casa sinpeinarse ni arreglarse, con botas de paño y losbotones del chaleco abrochados en ojales equi-vocados, para buscar consejo y ayuda.

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Nuestro cliente bajó los ojos para contemplarcon expresión lastimosa su extraordinaria apa-riencia exterior.

- Mister Holmes, estoy seguro de que pro-duzco una impresión detestable, y no creo queen toda mi vida me haya ocurrido hasta ahoracosa semejante. Voy a contarle el rarísimo sucesoy no me cabe la menor duda de que, cuandohaya terminado, reconocerá usted que ha habidomotivo suficiente para disculparme.

Pero el relato quedó cortado en flor. Se oyefuera mucho ajetreo y mistress Hudson abrió lapuerta para dar la entrada en la habitación a dosindividuos robustos y con aspecto de funciona-rios públicos. Uno de ellos dos era bien conoci-do, por ser el inspector Gregson, de ScotlandYard; funcionario enérgico, valeroso y, dentro desus límites, capaz. Cambió con Holmes un apre-tón de manos y presentó a su camarada, el ins-pector Baynes, de la Policía de Surrey.

- Hemos salido juntos a cazar, mister Holmes,y el humillo nos ha traído hacia aquí.

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Volvió sus ojos de bulldog hacia nuestro visi-tante.

- ¿Es usted mister John Scout Eccles, de Pop-ham House, Lee?

- Sí, señor.- Le venimos siguiendo en sus andanzas toda

la mañana.- Sin duda que lo situaron gracias al telegra-

ma - dijo Holmes.- Exactamente, mister Holmes. Le tomamos el

humillo en la oficina de Correos de CharingCross y venimos hasta aquí.

- ¿Y por qué me siguen? ¿Qué desean?- Deseamos, mister Scout Eccles, que nos haga

usted una declaración acerca de los hechos quedesembocaron en la muerte de mister AloysiusGarcía, del pabellón Wisteria, cerca de Esher.

Nuestro cliente se había erguido en su asientocon ojos desorbitados y sin el menor asomo decolor en su cara asombrada.

- ¿Muerto? ¿Dice usted que murió?- Sí, señor; ha muerto.

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- Pero, ¿cómo fue? ¿Quizá por accidente?- Se trata de un asesinato, si en el mundo se

ha cometido alguno.- ¡Santo Dios! ¡Es espantoso! ¿Me va a usted a

decir…me va a usted a decir que se sospecha demí?

- Al muerto se le encontró en el bolsillo unacarta de usted, y por ella sabemos que ustedhabía proyectado pasar la noche en su casa.

- Y en ella la pasé.El policía sacó su cuaderno de notas, pero

Sherlock Holmes le dijo:- Espere un momento, Gregson. Lo que usted

busca es un relato claro de lo ocurrido, ¿no esasí?

- Y es deber mío prevenir a mister Scout Ec-cles que lo que él diga puede ser usado y em-pleado en contra suya.

- Cuando ustedes entraron, mister Eccles es-taba a punto de contárnoslo todo. Watson, yocreo que un vaso de coñac con soda no le haráningún mal. Y ahora, señor, yo le ruego a usted

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que, sin preocuparse de que su auditorio ha au-mentado, prosiga con su narración, igual que sinadie le hubiera interrumpido.

Nuestro visitante se había echado de golpe elcoñac, volviéndole los colores a la cara; despuésde dirigir una mirada recelosa al cuaderno delinspector, se lanzó resueltamente a su extraordi-nario relato:

- Soy soltero - dijo - y como mi temperamentoes amigo de alternar, cultivo gran número deamistades. Cuéntese entre éstas las familias deun cervecero retirado que se apellida Malvilla yque vive en Albemarle Mansión, Kensigton. Ensu mesa conocí hace algunas semanas a un señorjoven apellidado García. Me informaron que erahijo de padres españoles y que tenía no sé quécargo en la Embajada. Hablaba un inglés perfec-to, era de maneras agradables y nunca he vistohombre mejor parecido.

»No sé cómo ocurrió, pero el hecho es queaquel joven y yo ligamos una fuerte amistad.Pareció que desde el primer momento se aficio-

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naba a mí, y sin cumplirse los dos días de haber-nos conocido, vino a visitarme a Lee. De una co-sa pasamos a la otra y él acabo por invitarme apasar algunos días en su casa pabellón Wisteria,entre Esher y Oxshott. Para cumplir con el com-promiso contraído me dirigí ayer por la tarde aEsher.

»Me había descrito su casa antes que yo fuesea ella. Residía con un criado fiel, un compatriotasuyo, que atendía todas sus necesidades. Esteindividuo hablaba inglés y se encargaba de to-dos los menesteres de la casa. Tenía, además, unestupendo cocinero, según me dijo: era un mes-tizo con el que se había hecho en uno de sus via-jes, y que era capaz de preparar excelentes co-midas. Recuerdo que él mismo comentó que pa-ra vivir en el corazón de Surrey formaba unaextraña familia, opinión con la que yo me mani-festé conforme, aunque estaba lejos de pensartodo lo extraña que era.

»Me hice llevar en coche hasta la casa, que sehallaba a cosa de cuatro kilómetros de Esher por

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el lado Sur. La casa es de regular capacidad y sealza retirada de la carretera, desde la que se llegaa ella por una avenida bordeada de arbustos pe-rennes. El edificio es viejo, destartalado y en rui-nas. Cuando el coche se detuvo delante de lapuerta, llena de manchas y ronchas del tiempo,tuve mis dudas sobre si hacía bien en visitar aun hombre al que sólo conocía muy superficial-mente. Sin embargo, él mismo fue quien abrió lapuerta, recibiéndome con la más brillante cor-dialidad. Luego me puso en manos de su criado,individuo moreno y melancólico, que me llevó ami dormitorio, encargándose de mi maleta. Laatmósfera toda de la casa resultaba deprimente.Cenamos tête à tête, y aunque mi anfitrión hizocuanto estuvo de su parte por mantener unaconversación agradable, parecía como si suspensamientos se le desmandasen constantemen-te y hablaba de un modo tan vago y arrebatadoque apenas si yo le comprendía. Tamborileabaconstantemente con los dedos en la mesa, semordiscaba las uñas y daba otras señales de ner-

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viosa impaciencia. La comida no fue ni bien ser-vida ni estaba bien condimentada, y la sombríapresencia del taciturno criado no contribuyó aalegrarla. Les aseguro a ustedes que anduvebuscando muchas veces, en el transcurso de lavelada, una excusa para regresar a Lee.

»Recuerdo en este momento otra cosa quequizá tenga importancia en relación con el asun-to que ustedes dos, caballeros, están investigan-do. En aquel momento yo no le atribuí ningunaimportancia, ya casi terminando la cena, el cria-do entregó una carta, y me fijé en que, despuésde leerla, mi anfitrión se mostró aún más dis-traído y raro que hasta entonces. Renunció ya amantener ni siquiera una simulación de diálogoy permaneció en su silla, fumando incontablescigarrillos, ensimismado en sus propios pensa-mientos y sin hacer observación alguna acercadel texto de la carta. Me alegré cuando dieron lasonce, de poder retirarme a descansar. Algo mástarde se asomó García a mirar al interior de mihabitación, que estaba ya a oscuras, y me pre-

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guntó si había llamado yo a la campanilla. Ledije que no. Entonces él se disculpó por habermemolestado a una hora tan tardía, diciendo queera cerca de la una. Yo concilié el sueño acto se-guido y dormí toda la noche profundamente.

»Y ahora llego a la parte asombrosa de mi his-toria. Cuando me desperté era pleno día. Mirémi reloj y eran cerca de las nueve. Yo había insis-tido en que me despertaran a las ocho, asom-brándome mucho de aquel descuido. Salté de lacama y tiré de la campanilla para llamar al cria-do. Nadie contestó. Volví a llamar una y otravez, siempre con idéntico resultado. Llegué en-tonces a la conclusión de que la campanilla es-taba descompuesta. Me metí rápidamente en lasropas y me apresuré a bajar, muy malhumorado,para pedir agua caliente. Imagínese mi sorpresaal no encontrar a nadie en la casa. Llamé a gritosdesde el vestíbulo. Nadie respondió. La nocheanterior había indicado el dueño de la casa cuálera su dormitorio. Llamé, pues, a la puerta. Lahabitación estaba vacía y la cama no había sido

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tocada. También él se había marchado con losdemás. ¡El dueño extranjero, el lacayo extranjero,el cocinero extranjero, habían desaparecido du-rante la noche! Así terminó mi visita al pabellónWisteria.

Sherlock Holmes se frotaba las manos y gor-gotireaba por lo bajo ente aquella ocasión deagregar tan extraño suceso a su colección de epi-sodios extraordinarios. Y dijo al visitante:

- Buscando en mis recuerdos, lo que a usted leha ocurrido constituye un caso único, ¿quieredecirme, señor, qué hizo usted entonces?

- Estaba furioso. La primera idea que se meocurrió fue la de que había sido víctima de unabroma. Empaqué mis cosas, cerré con estrépitola puerta del vestíbulo al salir y marché en direc-ción a Esher, cargado con mi maleta. Fui a la ofi-cina de Allan Brothers, los agentes de alquileresmás importantes del pueblo, y me encontré conque eran ellos quienes habían dado la casa enarriendo. Se me ocurrió que todo aquel enredono podía tener por único objeto burlarse de mí, y

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que seguramente lo que sobre todo buscaba elseñor García era largarse sin pagar la renta.Marzo va muy avanzado, de manera que prontohabrá que pagar el trimestre. Pero esta suposi-ción resultó equivocada. Los agentes me dieronlas gracias por mi advertencia, pero me informa-ron que la renta había sido pagada por adelan-tado. En vista de eso, vine a Londres y me en-caminé a la Embajada Española. Aquel hombreera conocido allí. Acto seguido me trasladé a vera Melvilla, en cuya casa me habían presentado aGarcía, encontrándome con que él sabía aúnmenos que yo. Por último, al recibir su telegra-ma de contestación, me encaminé aquí, por tenerentendido que usted aconseja lo que hay quehacer cuando se presenta un caso difícil. Y aho-ra, señor inspector, deduzco, de las palabras queusted dijo al seguir adelante con el relato que loque acabo de decir es la pura verdad, y que, fue-ra de ello, desconozco en absoluto todo lo quehaya podido ocurrirle a este hombre. Mi único

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deseo es de ayudar a la Justicia en todo cuantome sea posible.

- Estoy seguro de ello, mister Scout Eccles, es-toy seguro de ello - dijo el inspector Gregson congran amabilidad -. No tengo más remedio quedecir que todos los hechos tal cual nos los ha re-latado, coinciden con los datos que han llegado aconocimiento nuestro. Veamos ahora, por ejem-plo, lo relativo a esa carta que llegó mientras us-tedes cenaban. ¿Se fijó usted qué hizo con ella?

- Sí que me fijé. García la arrugó y echó alfuego.

- ¿Qué me dice usted a eso, Baynes?El detective campesino era un hombre volu-

minoso, mofletudo, coloradote, cuya cara se sal-vaba de lo grosero gracias al brillo extraordina-rio de sus ojos casi ocultos detrás de fofas gordu-ras de las cejas y de los cigarrillos. Extrajo condespaciosa sonrisa del bolsillo una hoja de pa-pel, doblada y descolorida.

- La rejilla de la chimenea es graduable y elpapel fue lanzado por encima de los bordes de

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aquella. Lo recogí sin quemar en la parte deatrás.

Holmes dio entender con una sonrisa el apre-cio que ello le merecía.

- Bien detalladamente ha debido usted de re-gistrar la casa para encontrar una bola de papel.

- Así es, mister Holmes. Es mi costumbre.¿Quiere, mister Gregson, que la leamos?

El detective londinense asintió con la cabeza.- La carta está escrita en papel corriente color

crema y no tiene filigranas. Es de tamaño cuarti-lla y le han dado dos cortes con unas tijeritas. Lehan hecho luego tres dobleces y la han lacradocon lacre rojo, extendido apresuradamente yaplastado con algún objeto plano y ovalado. Estádirigida al señor García, pabellón Wisteria, y di-ce así: «Nuestros colores son verde y blanco. Verde,abierto; blanco, cerrado. Escalera principal, primerpasillo, séptima a la derecha, bayeta verde. Buen viaje.D» Es letra de mujer, escrita con pluma de puntafina, pero el sobre escrito lo ha sido con otra

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pluma, o por otra persona. Como ven ustedes, laletra es mas gruesa y de rasgos más enérgicos.

- Es una carta muy notable - dijo Holmes, mi-rándola de arriba abajo -. Le felicito, mister Bay-nes, por el cuidado del detalle que ha demostra-do en el análisis que ha hecho de ella. Podríanquizás añadirse algunos otros detalles insignifi-cantes. El sello ovalado es, sin diputa, de un ge-melo de puño ¿qué otra cosa tiene esa forma?Las tijeritas son las de uñas. A pesar de los pe-queños que son los cortes, se observa claramenteen ambos la misma ligera curva.

El detective campesino gorgoriteo por lo bajoy dijo:

- Creí que había oprimido totalmente el jugo,pero veo que aun quedaba un poco más. No ten-go mas remedio que decir que lo único que yosaco de la carta es que se traían algún asunto en-tre manos y que, como es corriente, en el fondode todo anda una mujer.

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Durante esta conversación, el señor ScottEccles se había movido nervioso en su asiento,y dijo:

- Me alegro de que hayan encontrado esa car-ta, que viene a corroborar lo que yo había dicho.Pero me permito hacerles notar que no sé todavíaqué es lo que le ha ocurrido al señor García, ni loque ha sido de sus criados.

- Por lo que a García respecta, la contestaciónes fácil - dijo Gregson -. Se le encontró esta ma-ñana muerto en el parque comunal de Oxshott, acasi dos kilómetros de distancia de su casa. Teníala cabeza reducida a papilla por efecto de fuertesgolpes que le habían sido dados con un talego dearena o con un instrumento por ese estilo, que,mas bien que herir, había aplastado. Estaba en unsitio solitario y no hay casa alguna a menos dequinientos metros. Por lo que se deduce, le gol-pearon primero por la espalda, pero su agresorsiguió golpeándole mucho tiempo después demuerto. Fue una agresión furibunda. No se han

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descubierto huellas de pisadas ni pista algunaque lleve hacia los criminales.

- ¿Le han robado?- No; no se advierte ninguna tentativa de robo.- Eso es muy doloroso, muy doloroso y terri-

ble - exclamó mister Scott Eccles, con voz que-jumbrosa -; pero la situación en que a mí me po-ne es muy difícil. Nada he tenido yo que ver enque mi huésped emprendiese una excursión noc-turna y encontrase un final tan triste. ¿Cómo esque yo me veo metido en semejante asunto?

- Muy sencillo, señor - le contestó el inspectorBaynes-. El único instrumento que se le ha encon-trado en el bolsillo al muerto ha sido la carta enla que usted le anunciaba que pasaría por él lanoche en que murió. Por el sobre de la carta co-nocí yo el nombre y dirección del muerto. Estamañana llegamos a su casa después de las nueve,y no hallamos en ella ni a usted ni a nadie.

- Telegrafié a Gregson para que diese con elparadero de usted en Londres, mientras yo regis-traba el pabellón Wisteria. Vine después a Lon-

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dres, me reuní con mister Gregson y aquí nostiene.

- Creo - dijo Gregson, levantándose- que lomejor que podríamos hacer ahora es dar formaoficial al asunto. Usted nos acompañará a la Co-misaría, mister Scott Eccles, y pondremos porescrito su declaración

- Iré enseguida, desde luego. Pero retengo losservicios de mister Holmes. Quiero que no eco-nomice gastos ni esfuerzos para llegar al fondode este asunto.

Mi amigo se volvió hacia el inspector pro-vinciano.

- Supongo, mister Baynes, que no verá incon-veniente alguno en que colabore con usted.

- Me consideraré muy honrado, señor.

- Veo que ha actuado usted con gran rapidez ysistema en todo. ¿Se tiene algún dato que permitafijar la hora exacta en que ese hombre halló lamuerte?

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- Llevaba allí desde la una de la madrugada.Alrededor de esa hora llovió y con toda seguri-dad que su muerte se produjo antes de la lluvia.

- Eso es completamente imposible, misterBaynes - exclamó nuestro cliente-. Tenía una vozinconfundible. Yo estaría dispuesto a jurar quefue él quien me habló a esa hora en mi dormito-rio.

- Es extraordinario, pero no imposible - dijoHolmes sonriendo.

- ¿Tiene usted acaso una pista? - preguntóGregson.

- Así, a primera vista, el caso no parece muycomplejo, aunque ofrece notas de novedad y deinterés. Necesitaría conocer más los hechos antesde aventurarme a exponer una opinión última ydefinitiva. A propósito, mister Baynes: ¿no en-contró usted nada de notable, fuera de esa carta,durante su registro en la casa?

El detective miro a mi amigo de una mane-ra rara y dijo:

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- Sí, encontré algunas cosas sumamente nota-bles. Quizá cuando yo haya terminado los trámi-tes en la Comisaría, le interese venir para que ledé mi opinión acerca de las mismas.

- Estoy por completo a sus ordenes - dijo Sher-lock Holmes, llamando a la campanilla - MistressHudson, acompañe hasta la puerta a estos caba-lleros, y tenga la bondad de enviar al botones coneste telegrama, que lleva contestación pagada decinco chelines.

Permanecimos un rato sentados y en silencio des-pués de que se marcharon nuestros visitantes. Holmesfumaba de firme, con las cejas fuertemente apretadassobre sus ojos penetrantes y la cabeza caída hacia de-lante con la expresión afanosa que le caracterizaba.

- ¿Qué me dice usted, Watson, de este asun-to?- me preguntó, al mismo tiempo que se volvíade manera súbita hacia mí.

- Esta mitificación de que ha sido víctima ScottEccles no me dice nada.

- ¿Y el crimen?

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- Pues verá usted: teniendo en cuenta la fugade los compañeros del muerto, yo diría que ellosestán complicados de un modo u otro en el asesi-nato y han huido de la Justicia.

- Desde luego, es un punto de vista posible.Pero así, a simple vista, tendrá usted que recono-cer que resulta muy raro que sus dos criados es-tuviesen mezclados en una conspiración en co-ntra de su amo y que agrediesen a éste precisa-mente la noche en que había un invitado, tenién-dolo como lo tenían a merced suya todos los res-tantes días de la semana en los que estaba solo.

- ¿Por qué razón han huido entonces?- Esto es. ¿Por qué han huido? Ése es el hecho

trascendental. El otro es el caso extraordinarioocurrido a nuestro cliente mister Scott Eccles.Ahora bien, Watson: ¿está acaso fuera de los lími-tes de la inteligencia humana suministrar unaexplicación en la que encajen estos dos hechostrascendentales? Si en esa explicación cupiesetambién la misteriosa carta con su cariñosa fra-seología, quizás valdría la pena aceptarla como

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una hipótesis transitoria. Y si los nuevos hechosque vayamos conociendo encajan en el cuadro,quizá entonces nuestra hipótesis se conviertagradualmente en la solución.

- ¿Y cuál es esa hipótesis?Holmes se arrellanó en un sillón, con los ojos

entornados.- Tiene usted que empezar por aceptar, Wat-

son, que la idea de que se trata de una broma esinaceptable. Se preparaban graves acontecimien-tos, según lo demostraron los hechos, y ese atraercon halagos a Scott Eccles al pabellón Wisteriatiene alguna relación con ellos.

- ¿Y cuál puede ser esa relación?- Vayamos tomando eslabón por eslabón. A

simple vista resulta cosa que se sale de lo corrien-te esa rara y súbita amistad entre el joven hispa-no y Scott Eccles. Fue aquel quien forzó la mar-cha de las cosa. El mismo día siguiente al de co-nocerse, marchó a visitar a Eccles al otro extremode Londres, y se mantuvo en estrecho contactocon él hasta que consiguió que fuese a Esher. Y

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yo pregunto: ¿para qué podía querer a Eccles?¿Qué era lo que éste le podía proporcionar? A míno me parece un hombre especialmente inteli-gente, ni que tenga condiciones para despertarlas simpatías de un hombre de raza latina y deingenio rápido. ¿Por qué, pues, eligió García pre-cisamente a Eccles, entre todas las personas conquien estaba relacionado, como la más indicadapara sus propósitos? ¿Posee alguna cualidad des-tacable? Yo digo que sí. Es el tipo exacto de loque se llama la respetabilidad inglesa, es el hom-bre que, como testigo, más impresión puede cau-sar en el ánimo de otro inglés. Usted mismo hapodido ver como ninguno de los dos inspectoresha soñado ni por un instante en poner en tela dejuicio sus declaraciones, por extraordinarias quehayan sido.

- ¿Y qué es lo que él tenía que declarar comotestigo?

- Tal como salieron las cosas, nada; pero todo,si hubiesen resultado de manera distinta. Así escomo yo veo las cosas.

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- Es decir, que él podría resultar quien demos-trase una coartada.

- Exactamente, mi querido Watson; él podríahaber hecho buena una coartada. Supongamos,nada más que como base de argumentación, quelos habitantes del pabellón Wisteria son compin-ches de un determinado plan. Y que éste tieneque ser puesto en ejecución, sea el que sea, antesde la una de la madrugada. Es posible que, me-diante manejo de relojes, hayan conseguido queScott Eccles se acostase mas temprano de lo queél pensaba; en todo caso, es muy verosímil quecuando García se llegó hasta el cuarto de dichoseñor para decirle que era la una, no fuesen sinolas doce. Suponiendo que García realizase lo quetenía que realizar y estuviese de vuelta para lahora mencionada, es evidente que disponía de unelemento muy fuerte de prueba contra cualquieracusación. ¡Allí estaba aquel inglés irreprochable,dispuesto a jurar ante cualquier tribunal que elacusado no salió de su casa! Era ése un segurocontra lo peor que pudiera ocurrir.

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- Sí, sí, eso ya lo veo. Pero, ¿y qué me dice dela desaparición de los otros dos?

- Aún no tengo todos los hechos en la mano,pero no creo que haya dificultades insuperables.Sin embargo, es un error adelantase en los juiciosa los hechos. Porque uno se deja llevar insensi-blemente a retorcerlos para acomodarlos a lasteorías que se ha forjado.

- ¿Y la carta que recibió?- ¿Recuerda su texto? «Nuestros colores son

verde y blanco.» Esto suena a cosa de carrera decaballos. «Verde, abierto; blanco, cerrado.» Estoes evidentemente una señal. «Escalera principal,primer pasillo, séptima a la derecha, bayeta ver-de.» Esto es una cita. Quizás encontramos en elfondo de todo a un marido celoso. Se trataba entodo caso de una búsqueda peligrosa. De nohaberlo sido, no habría escrito: «Que Dios le pro-teja» Y la firma D. Esto debería servirnos de guía.

- El hombre era español. Me permito insinuarque D. significa Dolores, que es un nombre demujer bastante corriente en España.

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- Muy bien dicho, Watson, muy bien dicho;pero completamente inadmisible. Una españolaque escribe a un español lo habría hecho en esteidioma. Quien ha escrito esta carta es con absolu-ta certidumbre una inglesa. Bueno, lo mejor seráque nos revistamos de paciencia hasta que estemagnífico inspector vuelva por aquí. Mientrasnos ha salvado durante unas breves horas de lainsoportable fatiga de no hacer nada.

Antes que regresase nuestro inspector de Su-rrey llegó la contestación al telegrama de Hol-mes. Este lo leyó, y ya se disponía a guardarlo ensu cuaderno de notas, cuando se fijó en la expre-sión de expectativa que tenía mi cara. Me lo tiró,riéndose, y me dijo:

- Nos moveremos entre gentes de gran altura.El telegrama no era otra cosa que una lista de

nombres y direcciones:

Lord Harringby, Tre Dingle; sir George Folliot,Exsott Towers; mister Hynes Hynes, J. P. PurdeyPlace; mister James Baker Williams, Forton Old Hall;

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mister Henderson, High Gable; reverendo JoshuaStone, Nether Walsling.

- Es una manera muy sencilla de limitar nues-tro campo de operaciones - dijo Holmes -. No mecabe duda de que Baynes, con su manera metódi-ca de discurrir, ha adoptado ya un plan semejan-te.

- No acabo de comprenderle a usted.- Querido compañero, hemos llegado ya a la

conclusión de que el mensaje recibido por Garcíavenia a ser una dirección ó una cita amorosa.Pues bien: si la interpretación es correcta, y paraencontrarse en el lugar de la cita tiene uno quesubir por una escalera principal y buscar la sép-tima puerta de un pasillo, salva a la vista que lacasa es muy grande. Es también evidente que talcasa no puede encontrarse a distancia mayor dedos o tres kilómetros de Oxshott puesto que Gar-cía caminaba en esa dirección y calculaba, segúnmi manera de interpretar los hechos, hallarse devuelta en el pabellón Wisteria con tiempo para

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beneficiarse de una coartada, que sólo sería váli-da hasta la una de la madrugada. Como el núme-ro de casas espaciosas de las proximidades deOxshott tiene que ser limitado, adopté el métodoque tenía a mano, es decir, envié un telegrama alos agentes de fincas mencionadas por Scott Ec-cles, y conseguí de ellos una lista. Son las quedicen este telegrama de contestación, y entreellas, debe de encontrarse el otro extremo sueltode esta, nuestra enmarañada madeja.

Eran ya cerca de las seis para cuando estuvi-mos en la linda aldea de Esher, del condado deSurrey, acompañados por el inspector Baynes.

Holmes y yo llevábamos todo lo necesario pa-ra pasar allí una noche, y hallamos cómodo hos-pedaje en el mesón “El Toro”. Por último, nosdirigimos con el detective a realizar nuestra visitaal pabellón Wisteria. Era un atardecer frió y oscu-ro del mes de marzo; un viento cortante y unafina lluvia golpeaban nuestras caras, dando am-biente a la inhóspita dehesa comunal, por la que

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cruzaba nuestro camino, y al final trágico hacia elque nos conducía.

CAPÍTULO 2EL TIGRE DE SAN PEDRO

Una caminata fría y melancólica, de un par demillas nos llevó hasta una elevada puerta exteriorde madera, por la que se desemboca en una ló-brega avenida de castaños. La avenida, sombría yformando curva, nos condujo hasta una casa bajay oscura, que se proyectaba como una mancha depez sobre el fondo del firmamento pizarroso. Elbrillo de una luz débil se filtraba por la ventanade la fachada, a la izquierda de la puerta. Baynesdijo:

- Hay un guardián al cuidado de la casa. Lla-maré a la ventana.

Cruzó la pradera y dio unos golpecitos en elcristal. A través del empañado cristal vi confu-

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samente cómo un hombre que estaba sentadojunto al fuego se ponía de pie en un salto, y oí elgrito agudo que lanzaba dentro de la habitación.Un instante después nos abría la puerta el guar-dia de Policía, demudado y jadeante. La luz de lavela se balanceaba en su trémula mano; Baynes lepreguntó con serenidad.

-¿Qué le ocurre, Walters?El hombre se enjugó con el pañuelo el sudor

de la frente y dejó escapar un largo suspiro dealivio.

- Me alegro de que haya venido usted, señor.Ha sido una vigila muy prolongada, y creo quemis nervios no son ya lo que eran.

- ¿Sus nervios, Walters? Jamás habría pensadoque tuviese usted un solo nervio en su cuerpo.

- Ha sido, señor, culpa de esta casa solitaria ysilenciosa, y de esas cosas raras que hemos en-contrado en la cocina. Y cuando usted golpeó enla ventana, pensé que volvía de nuevo.

- ¿Qué es lo que volvía de nuevo?

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- Lo que fuese, que igual podía ser el demonio.Estaba en la ventana.

- ¿Qué es lo que estaba en la ventana, y cuán-do ha sido eso?

- Hará cosa de dos horas. Cuando empezaba aoscurecer. Yo estaba sentado en la silla, leyendo.No sé qué impulso me dio de levantar la vista,pero el caso es que había una cara mirándomepor el cristal mas abajo. ¡Válgame Dios, y quecara! La veré en mis sueños.

- ¡Vaya, vaya, Walters! No es ése el mejor len-guaje para un agente de Policía.

- Lo sé, señor, lo sé; pero me estremeció, ¡a quénegarlo! No era negra ni blanca ni de ninguno delos colores que yo conozco, sino de una tonalidadrara de arcilla, con salpicaduras de leche. Y luegosu tamaño; era el doble que la de usted, señor; ysu aspecto, señor: aquellos enormes ojazos salto-nes, y los dientes blancos como los de una fiera.Le aseguro, señor, que no me fue posible moverun dedo, ni recobrar el aliento, hasta que se apar-

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tó y desapareció. Salí de la casa, me lance por elarbustal; pero, gracias a Dios, no había nadie allí.

- Si yo no supiera, Walters, que es usted unhombre valiente, podría una tacha negra junto asu nombre, por esto que dice. Ni aunque se tratedel diablo en persona, debe un agente de Policíaque está de servicio dar nunca gracias a Dios porno haber podido echarle el guante a la persona aquien persigue. ¿No será todo ello una alucina-ción y un efecto de los nervios?

- Eso, al menos, es cosa fácil de comprobar- di-jo Holmes, encendiendo su pequeña linterna debolsillo.

Después de un rápido examen del campo decésped, nos informó:

- En efecto, hay huellas de un pie que yo creoque debe ser del numero cuarenta y cuatro. Si elresto del cuerpo era proporcionado a su pie, conseguridad que se trata de un gigante.

- ¿Qué fue de él?- Creo que se abrió paso por el arbustal y ganó

la carretera.

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- Bien - dijo el inspector con expresión grave ypensativa -, sea quien fuere, y quisiese lo quequisiere, se marchó ya, y tenemos otras cosas alas que atender de inmediato. Y ahora, misterHolmes, le mostraré la casa.

Los diferentes dormitorios y salas no aporta-ron nada a una investigación cuidadosa. Por loque se veía, los inquilinos habían traído poco onada con ellos, y habían arrendado la casa com-pletamente amueblada, hasta en sus menoresdetalles. Habían dejado una buena cantidad deropa, con la etiqueta de Marx y Cía., Hingh Hil-born. Se habían hecho ya investigaciones portelégrafo, y por ellas se supo que Marx no poseíadato alguno respecto a su cliente, fuera de queera un buen pagador. Entre los objetos de pro-piedad personal, había algunas chucherías, pipas,novelas - dos de ellas en español -, un anticuadorevólver de percusión por aguja y una guitarra.

- De todo esto no se saca nada - dijo Baynes,caminando de habitación en habitación con la

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vela en la mano -. Pero ahora, mister Holmes, leinvito a fijar su atención a la cocina.

Era una habitación lóbrega, de elevado cieloraso, situada en la parte posterior de la casa, conuna yacija de paja en un rincón, que servia apa-rentemente de cama al cocinero. La mesa estabacubierta de platos y de fuentes con los restos dela cena de la noche anterior.

- Fíjese en esto - dijo Baynes -. ¿Qué saca usteden consecuencia?

Sostuvo la vela, alumbrando un objeto rarísi-mo que se apoyaba en la parte posterior del trin-chante. Se hallaba tan arrugado, encogido y mar-chito que resultaba imposible decir que pudohaber sido aquello. Por un lado era negro y co-rreoso, teniendo cierto parecido con una figurahumana. Al examinarla, creí en un principio quese trataba de algún bebé negro, momificado, yluego lo tomé por un mono muy antiguo y retor-cido. Finalmente quedé en duda de si aquello eraun animal o un ser humano. Tenía ceñida la cin-tura por una franja doble de conchas blancas.

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- ¡Cosa interesante, interesantísima! - exclamóHolmes, contemplando aquellos restos siniestros-. ¿Hay algo más?

Baynes nos llevó sin decir palabra hasta el fre-gadero y adelantó la vela para iluminarlo con suluz. Todo él estaba cubierto con los miembros ycuerpo de un ave corpulenta y blanca, despeda-zada de una manera salvaje, y sin desplumar.

Holmes señaló con el dedo las barbillas de lacabeza cortada del tronco y dijo:

- Es un gallo blanco. ¡Por demás interesante!Estamos ante un caso curiosísimo.

Pero mister Baynes había reservado para el fi-nal la más siniestra de sus exhibiciones. Sacó dedebajo del fregadero un cubo de cinc que conte-nía cierta cantidad de sangre, y, acto seguido,retiró de la mesa una fuente, en la que había unmontón de trocitos de huesos chamuscados.

- Aquí se ha matado a un ser y lo incineraron.Todos estos huesos los entresacamos del hogar.Hicimos venir esta mañana a un médico, y ésteafirmó que no se trataba de huesos humanos.

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Holmes se sonrió y se frotó las manos.- Inspector, no tengo mas remedio que felici-

tarle por la manera como ha llevado este caso tancaracterístico y tan instructivo. Si no lo toma us-ted a mal le diré que pienso que tiene usted dotessuperiores a las oportunidades que para ejercitar-los se le presentan.

Los ojillos del inspector Baynes relampaguea-ban de satisfacción.

- Tiene usted razón, mister Holmes. Aquí, enprovincias, nos estancamos. Un caso como estede ahora supone para un hombre una oportuni-dad, y yo confío en aprovecharla. ¿Qué saca us-ted en consecuencia a propósito de estos huesos?

- Yo diría que son de un cordero o de un cabri-tillo.

- ¿Y el gallo blanco?- Es un detalle curioso, mister Baynes, muy

curioso. Casi estoy por decirle único.- En efecto, señor: en esta casa ha debido de

vivir gente muy extraña y de costumbres muyextrañas también. Una de esas personas a que me

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refiero ha muerto. ¿Serían acaso sus compañeroslos que le siguieron y lo mataron? Si es obra suya,estoy seguro de que les echaremos el guante,porque están vigilados todos los puertos de em-barque. Pero yo tengo un criterio distinto acercade eso. Sí, mi criterio es muy distinto.

- Según eso, usted tiene ya su teoría al respec-to, ¿no es así?

- Y quiero llevarla yo mismo adelante, misterHolmes. Debo hacerlo en honor a mis propiasfacultades. Usted tiene ya hecho su prestigio,pero yo tengo todavía por hacer el mío. Me ale-graría mucho poder afirmar, al final del asunto,que yo he solucionado el caso sin la ayuda deusted.

Holmes se echó a reír de muy buen agrado, ydijo:

- Muy bien, muy bien, inspector. Usted siga sucamino y yo seguiré el mío. Lo que yo consigaestá siempre de muy buena gana a su servicio, siusted no encuentra inconveniente en dirigirse amí. Creo que he visto ya en esta casa todo lo que

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quería ver, y que el tiempo de que dispongo po-dría emplearse con mayor provecho en cualquierotro lugar. Au revoir, y ¡buena suerte!

Yo habría podido decir, por muchos indiciossutiles, que se le habrían escapado a cualquierotra persona menos a mí, que Holmes seguía unavista todavía fresca. A pesar de que un observa-dor casual lo habría encontrado tan impasiblecomo siempre, brotaban de sus ojos encendidos yde sus maneras más briosas un anhelo apagado yuna sugerencia de energía en tensión, que a míme dieron la seguridad de que la pieza de cazano estaba lejos. Nada dijo Holmes, según teníapor costumbre, y nada le pregunté yo, segúntambién tenía por costumbre. Bastábame conparticipar en la partida de caza y en aportar mihumilde ayuda para la captura, sin distraer coninterrupciones innecesarias la atención de aquelcerebro reconcentrado. Todo se manifestaría a sudebido tiempo.

Esperaré pues; pero, para mi desilusión, cadavez mayor, esperé en vano. Siguió un día, a otro

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día, y mi amigo no avanzó un paso. Se pasó unamañana en Londres, y yo me enteré por una alu-sión casual, que había visitado el Museo Británi-co. Fuera de esta única excursión, se pasó los díasen largas caminatas, frecuentemente solitarias, oen charlar con cierto número de gentes de la al-dea, cuya amistad se había dedicado a cultivar.

- Watson, tengo la seguridad de que una se-mana en el campo, le vendrá magníficamente -me dijo un día -. Resulta por demás agradablever cómo surgen en los setos los primeros tallosverdes y las primeras candelillas en los avellanos.Con una escarda, una caja de hojalata y un libroelemental sobre botánica, pueden invertirse díasmuy instructivos.

Él mismo vagaba de un lado para otro carga-do con ese equipo, pero el surtido de plantas quetraía cada noche era muy escaso.

De cuando en cuando tropezábamos en nues-tras andanzas con el inspector Baynes. La cadagordinflona y coloradota de éste se retorcía desonrisas y sus ojillos rebrillaban al saludar a mi

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compañero. Poco era lo que hablaba acerca delcaso, pero de ese poco sacamos en consecuenciaque tampoco él se hallaba insatisfecho del cursoque llevaban los acontecimientos. Sin embargo,no tengo más remedio que confesar que me que-dé algo sorprendido cuando unos cinco días des-pués del crimen, abrí mi periódico de la mañanay me encontré con estos grandes titulares:

El misterio de OxshottHacia la solución

Detención del presunto asesino

Holmes saltó de su asiento al leer tales titula-res, como si le hubiesen pinchado, y exclamó:

- ¡Por Júpiter! ¿Quiere decir eso que Baynes leha echado el guante?

- Por lo visto, sí - le contesté, y leí el siguienteinforme:

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«Se ha producido en Esher y en toda su co-marca una gran emoción al saberse, a última horade la pasada noche, que se había llevado a cabouna detención relacionada con el asesinato deOxshott. Se recordará que en la descomunal deOxshott fue encontrado muerto el señor García,del pabellón Wisteria. Su cadáver mostraba seña-les de una agresión de extraordinaria violencia, ytambién se recordará que su criado y su cocinerohuyeron aquella misma noche, lo que parecíademostrar su participación en el crimen. Se apun-tó la idea, que no llegó a demostrarse, de que elmuerto guardaba quizá en la casa objetos de va-lor, y que el móvil del crimen había sido el robode los mismos. El inspector Baynes, a cuyo cargoestá el caso, realizó toda clase de esfuerzos paradescubrir el lugar en que se ocultaban los fugiti-vos, teniendo buenas razones para creer que nohabían ido muy lejos y que se hallaban ocultos enalgún escondite que tenían preparado previa-mente. Se tuvo, a pesar de todo, desde el primermomento, la certidumbre de que llegarían a dar

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con su paradero, porque el cocinero, según decla-raciones de algunos proveedores que tuvieronocasión de verlo por la ventana, era hombre deaspecto por demás llamativo. Se trata de un mu-lato gigantesco y feísimo, de rasgos amarillentos,de marcado tipo negroide. A este individuo se leha visto con posterioridad al crimen, porque lanoche misma que siguió a éste fue descubierto yperseguido por el guardia de Policía Walters,pues tuvo la audacia de regresar al pabellón Wis-teria. El inspector Baynes, pensando que unavisita de esa clase no se hacía sin ninguna finali-dad determinada, y que era probable, por consi-guiente, que se repetiría, dejó sin guardia la casa,pero colocó personal oculto en el bosque de ar-bustos. El individuo en cuestión cayó en la tram-pa y fue capturado la noche pasada después degrandes forcejeos, en el transcurso de los cualesdio una feroz mordedura al agente de PolicíaDowning. Tenemos entendido que, cuando elpreso sea llevado ante los jueces, la Policía solici-tará que se mantenga su detención, esperándose

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que su captura haya de traer como consecuenciagrandes novedades. »

- No tenemos mas remedio que ir a visitar in-mediatamente a Baynes - exclamó Holmes,echando mano a su sombrero -. Lo alcanzaremoscon el tiempo preciso antes que salga de casa.

Cruzamos a toda prisa la calle de la aldea y talcual esperábamos, encontramos al inspectorcuando salía de sus habitaciones.

- ¿Ha leído usted el periódico, mister Holmes?- preguntó, alargándonos un ejemplar del mismo.

- Sí, lo he leído mister Baynes. Le ruego que notome a mal el que le ponga a usted amistosamen-te en guardia.

- ¿En guardia, contra que, mister Holmes?- He estudiado este caso con especial atención,

y no estoy convencido de que la dirección queusted sigue sea la verdadera. No me agradaríaque usted se lanzaza demasiado adelante por esecamino, a menos que tenga una completa seguri-dad.

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- Es usted muy amable, mister Holmes.- Le aseguro que hablo mirando por usted.Creí advertir en uno de los ojillos de mister

Baynes un temblor que se parecía a un guiño.- Mister Holmes, habíamos convenido en que

cada cual llevase el asunto siguiendo sus propiasdirectrices, y eso es lo que yo estoy haciendo.

- Pues entonces, no digo nada - contestó Hol-mes -. No lo tome a mal.

- De ninguna manera, señor; yo creo que ustedmira por mi bien. Pero todos nosotros tenemosnuestros modos de trabajar propios, mister Hol-mes. Usted tiene los suyos y quizá yo tenga tam-bién los míos.

- Ni una palabra más.- De todos modos, voy a darle a usted con

mucho gusto los datos que poseo. El individuoen cuestión es un completo salvaje, tan fuertecomo un caballo percherón, y tan agresivo comoun demonio. Casi le arrancó el pulgar a Downingde un mordisco, antes que pudiera ser domina-do. Apenas si habla algunas palabras en ingles, y

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sólo hemos conseguido que nos conteste congruñidos.

- ¿Y usted cree tener pruebas de que él asesinóa su amo?

- Yo no he dicho eso, mister Holmes; yo no hedicho eso. Todos tenemos nuestros pequeñostrucos. Pruebe usted con los suyos y yo probarécon los míos. Ése es nuestro convenio.

Mientras Holmes y yo nos alejábamos, éste seencogió de hombros, y dijo:

- No puedo conseguir que ese hombre se meconfiese. Me da la impresión de que cabalga deuna manera que va a sufrir una caída. Pero bue-no, y como él dice, cada uno de nosotros debeproceder a su manera, y ya veremos lo que resul-ta. Sin embargo, observo algo en el inspectorBaynes que no acabo de comprender por comple-to.

Una vez que estuvimos de vuelta en nuestrahabitación de “El Toro”, me dijo Sherlock Hol-mes:

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- Watson, haga el favor de asentarse en esa si-lla, porque voy a ponerle al tanto de la situación,pues bien pudiera ser que esta noche tuviese yonecesidad de su ayuda. Voy a explicarle la evolu-ción que ha experimentado este caso hasta dondeyo he sido capaz de seguirlo. En sus rasgos fun-damentales ha sido sencillo, pero, a pesar de ello,ha ofrecido extraordinarias dificultades para po-der realizar una detención. En ese aspecto haytodavía huecos que necesitaré llenar… Volvamosa la carta que le fue entregada a García la nochemisma de su muerte. Podemos descartar la ideaque tiene Baynes de que los criados de Garcíaparticiparon en el hecho. La prueba en ello latenemos en que quien se las había ingeniado paraque Scott Eccles se hallase presente aquella nocheen la casa fue el mismo García, y ya sabemos queese acto suyo no podía tener otra finalidad que lade preparar una coartada. Era, pues, Garcíaquien meditaba una empresa, una empresa queera por lo visto criminal, porque sólo quien medi-ta un crimen trata de establecer una coartada.

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¿Quién es, pues, la persona que con mayor pro-babilidad le quitó la vida? No cabe duda de queesa persona es la misma contra la cual iba dirigi-da la empresa criminal. Hasta aquí creo yo queavanzamos por terreno firme… Nos encontra-mos, pues, con una razón que explica la desapa-rición de los criados de García. Todos ellos esta-ban compinchados para cometer algún crimenque nosotros desconocemos. Si ese crimen se rea-lizaba, García regresaría a casa, quedaría cubiertocontra toda sospecha por la declaración del caba-llero inglés, y no habría pasado nada. Pero lo quepremeditaban debía de ser empresa peligrosa, ysi García no regresaba a casa a una hora determi-nada, era probable que hubiese perdido la vida élmismo. Por consiguiente, habían quedado con-venidos en que, si tal cosa ocurría, sus dos su-bordinados huirían a algún lugar previamenteconvenido, para librarse de allí de las pesquisas yestar en situación de renovar mas adelante latentativa. ¿No es cierto que esta hipótesis explicatodo los hechos ocurridos?

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Tuve la sensación de que la inexplicable ma-raña se desenredaba ante mis ojos. Y, comosiempre me ocurría, me pregunté como no habíavisto yo antes una cosa evidente.

- Pero, ¿por qué razón había de regresar unosolo de los servidores?

- Podemos suponer que, en la confusión de lafuga, se habían olvidado algo de mucho valor, dealgo que no se resignaba a desprenderse. Esoexplicaría su insistencia en regresar, ¿no es cier-to?

- Bien, ¿y cuál es el próximo paso?- El paso que viene a continuación es la carta

recibida por García durante la cena. Ella descu-bre la existencia de otro compinche en extremocontrario. Pero, ¿dónde se encuentra el extremocontrario? Ya le tengo dicho que ese extremo sólopodía encontrarse en alguna casa muy espaciosa,y que el número de casas de esa categoría quehay en el contorno es muy escaso. Los primerosdías que pasé en esta aldea los consagré a unaserie de caminatas, y durante éstas, en los inter-

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valos de mis pesquisas botánicas, llevé a cabo unreconocimiento de todas las casas grande y unexamen de la historia familiar de sus ocupantes.Una, sólo una de las casas reclamó mi atención.Esa casa fue la conocida granja de estilo jacobino,de High Gable, situada a dos kilómetros de dis-tancia del extremo más lejano a Oxshott, y a me-nos de un kilómetro del escenario de la tragedia.Las demás casonas pertenecen a gentes prosaicasy respetables, que viven muy lejos de todo lonovelesco. En cambio mister Henderson, de HighGable, resultó desde todo punto de vista hombreraro al que bien podían ocurrirle aventuras raras.Concentraré, pues, mi atención a él y en su ca-sa… Ahí tiene usted, Watson, una colección degentes raras; y la más curiosa entre todas ellas esel mismo Henderson. Me las compuse para visi-tarle con un pretexto razonable; pero me parecióleer en sus ojos negros, profundos y meditadores,que él sabia perfectamente cuál era mi verdaderafinalidad. Es hombre de cincuenta años, y airesde emperador; es decir, un hombre impetuoso,

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dominador, que oculta un temperamento al rojovivo, detrás de su cara apergaminada. O es ex-tranjero, o ha vivido mucho tiempo en los trópi-cos, porque tiene un color amarillento y está re-seco, aunque es tan correoso como una trenza delátigo. Su amigo y secretario, mister Lucas, esindudablemente extranjero, de color chocolate,marrullero, dulzarrón y gatuno, con una melosi-dad venenosa en el hablar. De modo, pues, Wat-son, que nos encontramos ya ante dos grupos deextranjeros, el uno en el pabellón Wisteria, y elotro en High Gable, con lo que empiezan a tapar-se los huecos de los que antes le hablaba. Estapareja de amigos íntimos y confidenciales consti-tuyen el centro de toda la casa; pero hay otra per-sona que quizá sea más importante para las fina-lidades inmediatas que perseguimos nosotros.Henderson tiene dos hijas, una de doce y otra detrece años. Tienen de institutriz a cierta missBurnet, inglesa, de unos cuarenta años. Hay tam-bién un criado de confianza. Este pequeño grupoes el que forma la verdadera familia, porque

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siempre viajan juntos, ya que Henderson es ungran viajero que anda siempre de un lado paraotro. No hace más que unas semanas que regre-saron a High Gable, después de un año de ausen-cia. Agregaré que es un hombre inmensamenterico que puede satisfacer todos sus caprichos sinsacrificio alguno. Fuera del grupo del que hablo,su casa está llena de despenseros, lacayos, donce-llas y todo personal sobrealimentado y en hol-ganza que es corriente en las grandes residenciascampestres de Inglaterra… De todo eso me ente-ré en parte por los chismorreos de la aldea, y enparte por mi propia observación. No hay mejoresinstrumentos en esa tarea que los criados que hansido despedidos y se sienten resentidos. Yo tuvela buena suerte, aunque tampoco lo habría en-contrado si no hubiese andado a su caza. Comodice Baynes, cada cual tenemos nuestro sistema.Fue ese sistema mío el que me permitió conocer aJohn Wasnes, que fue jardinero de High Gable, yque fue despedido en un momento de malhumor por su amo dominador. A su vez, el jardi-

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nero tenía amigos entre la servidumbre del inter-ior de la casa, a la que une el común temor y an-tipatía al amo. En esa forma conseguí la llave queme iba a abrir los secretos de aquella familia…¡Gente rara, Watson! No afirmo que conozca yatodo lo que allí ocurre, pero son, sin duda algu-na, gente rara. El edificio está compuesto de dosalas; la servidumbre vive en una y la familia enotra. Entre un ala y otra no existe más ligazónque el criado de confianza de Henderson, quesirve de comer a la familia. Todo se lleva hastauna determinada puerta, que conecta las dosalas. La institutriz y las niñas apenas salen, comono sea al jardín. Jamás, ni por casualidad, Hen-derson se pasea solo. Su moreno secretario escomo su sombra. Entre la servidumbre se rumo-rea que su amo tiene un miedo terrible de algo.Warner dice: «Vendió su alma al diablo por dine-ro, y teme que su acreedor se presente en cual-quier momento a reclamar la deuda.» Nadie tienela menor idea de dónde vinieron, o quienes son.Es gente violenta. En dos ocasiones Henderson la

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ha emprendido a latigazos con algunas personas,y tan solo se ha librado de comparecer ante lostribunales gracias a su repleta bolsa y a las fuer-tes indemnizaciones que ha pagado… Y ahora,Watson, examinemos la situación de estos datosnuevos. Podemos dar por supuesto que la cartaprocedía de esta extraña familia, y que en ella seinvitaba a García a realizar algún proyecto quetenían convenido. ¿Quién escribió la carta? Al-guien que estaba dentro de la ciudadela, y queera una mujer. ¿Qué otra persona podía ser sinola institutriz miss Burnet? Todos nuestros razo-namientos, nos llevan en esa dirección. Podemos,en todo caso, tomarlo como una hipótesis, y verlas consecuencias que de ella se derivarán. Agre-garé que la edad y la manera de ser de miss Bur-net viene a desmentir mi primera suposición deque pudiera haber en nuestra historia un asuntoamoroso… Si ella escribió la carta, es de suponerque era amiga y aliada de García. ¿Qué actitudpuede suponerse en consecuencia que adoptaríaal recibir la noticia de su muerte? Si la empresa

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en que colaboraban era pecaminosa, se callaría,aunque guardase en su corazón aborrecimientoy odio contra quienes le habían dado muerte; ytambién era de presumir que prestaría su ayuda,mientras se tratase tomar venganza de ellos. ¿Mesería posible hablar con ella, y servirme de ella?Tal fue mi primer pensamiento. Pero ahora nosenfrentamos con un hecho siniestro. Desde lanoche del crimen, nadie ha visto a miss Burnet.Desde entonces se ha esfumado por completo.¿Vive? ¿Ha sufrido suerte idéntica y en idénticanoche que el amigo al que había dado cita? ¿O latienen simplemente prisionera? He ahí el puntoque nos queda todavía por resolver… Por lo di-cho se dará cuenta usted, Watson, de lo difícil dela situación. No disponemos de prueba algunaque nos permita solicitar un edicto judicial. Siexpusiésemos ante un juez nuestras suposiciones,las tomaría por pura fantasía. La desaparición dela mujer nada representa, porque en esa extraor-dinaria servidumbre puede ocurrir que no se veaa un miembro de la misma, durante una semana

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entera. Sin embargo, pudiera encontrarse ahoramismo en peligro de muerte. Todo lo que yopuedo hacer ahora es vigilar la casa, haciendoque mi agente Warner monte guardia frente a laspuertas exteriores del parque. No podemos con-sentir que se prolongue semejante situación.Puesto que la Justicia no puede hacer nada de-bemos actuar cargando nosotros con los riesgos.

- ¿Qué es lo que usted sugiere?- Conozco la habitación de esa mujer. Se pue-

de llegar hasta ella por el tejado de una de lasdependencias accesorias. Sugiero, pues, que us-ted y yo vayamos allí esta noche para ver si da-mos en el corazón mismo del misterio.

La perspectiva, no tengo mas remedio que re-conocerlo, no era muy atrayente. La vieja casa,con su atmósfera de misterio, sus extraños y te-mibles habitantes, los peligros desconocidos quepodía ofrecer el acercarse a ella, y el que,, desdeel punto de vista legal, nos colocábamos en unasituación falsa, todo, en fin, se combinaba paradar un apagón a mi entusiasmo. Pero la frialdad

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de témpano que Holmes ponía en sus razona-mientos tenía algo que hacía imposible echarseatrás cuando él recomendaba alguna aventura.Le daba a uno el convencimiento de que así, ysólo así, era posible llegar a la solución. Estrechésu mano en silencio. Los dados estaban echados.

Pero no quiso el destino que nuestra investi-gación tuviese un final aventurero. Serían lascinco de la tarde, y ya empezaba a descender lassombras de marzo, cuando se precipitó dentro denuestra habitación un excitado campesino.

- Se fueron, mister Holmes. Marcharon por elúltimo tren. La señora se escapó y yo la tengorecogida abajo, en un coche.

- ¡Magnífico, Warner! - exclamó Holmes, po-niéndose en pie de un salto -. Watson, esos hue-cos se van llenando rápidamente.

Dentro del coche encontramos una mujer,medio desmayada por efecto del agotamientonervioso. En los rasgos de su cara aguileña y en-flaquecida mostraba las huellas de alguna trage-dia reciente. Colgábale la cabeza inexpresiva so-

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bre el pecho, pero cuando la levantó y fijó en no-sotros sus ojos apagados, vi que sus pupilas for-maban dos puntitos negros en el centro del anchoiris grisáceo. La habían narcotizado con opio.Nuestro emisario, es decir, el jardinero despedi-do, nos dijo:

- Yo estaba de vigilancia en la puerta exterior,tal como usted me lo tenía ordenado, misterHolmes. Cuando salieron en coche, yo les seguíhasta la estación. Esta mujer caminaba como so-námbula; pero cuando intentaron meterla en eltren, volvió a la vida y se opuso forcejeando. Lametieron de un empujón dentro del vagón, peroella salió otra vez a viva fuerza. Yo entonces mepuse de su parte, la metí en un coche, y aquí es-tamos. No olvidaré jamás la cara que me miródesde la ventanilla del vagón cuando yo me lallevaba. Poco tiempo me quedaría de vida, siaquel demonio amarillento, de ojos negros y ex-presión rabiosa, pudiera cumplir sus deseos.

Subimos a la mujer a nuestro cuarto, la acos-tamos en el sofá, y un par de tazas del café más

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fuerte que pudimos preparar bastaron para des-pejar su cerebro de las brumas de la droga. Hol-mes había enviado a buscar a Baynes, y explicórápidamente a éste la situación.

- Señor mío, usted me ha proporcionado laprueba misma que yo andaba buscando - dijo elinspector, estrechando calurosamente la mano demi amigo -. Desde el primer momento seguía yola misma pista que usted.

- ¿Cómo? ¿Qué también usted andaba detrásde Henderson?

- Sí, mister Holmes, y cuando usted reptabasigilosamente por el arbustal de High Gable, yoestaba encaramado entre las ramas de un árbol yle estaba viendo desde allí arriba. Andábamos aver quién conseguía antes una prueba de culpabi-lidad.

- Y entonces, ¿por qué detuvo al mulato?Baynes gorgoriteó de risa.- Yo tenía la certidumbre de que Henderson,

como él se hace llamar, se daba cuenta de que serecelaba de él, y que mientras se creyese en peli-

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gro permanecería agazapado y no daría pasoalguno. Detuve a un hombre que yo sabía que noera culpable para hacerle creer que ya no le vigi-lábamos. Yo estaba seguro de que entonces inten-taría largarse dándonos así oportunidad de acer-carnos a miss Burnet.

Holmes puso su mano en el hombro del ins-pector, y le dijo:

- Usted llegará muy arriba en su profesión,porque tiene instinto y facultad intuitiva.

Baynes se sonrojó de placer.

- He tenido durante toda la semana a un agen-te vestido de paisano en la estación, esperandoque se produjese la fuga. Vayan a donde vayanlos del grupo de High Gable, ese hombre la pusoa salvo, todo termina bien. Sin las declaracionesde esta mujer no podemos proceder a realizardetenciones, eso es evidente. De modo, pues, quecuando antes nos haga ella su declaración, serámejor.

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- Se está recobrando por instantes - dijo Hol-mes, examinando a la institutriz -. Pero, dígame,Baynes: ¿quién es el tal Henderson?

- Henderson - contestó el inspector -, es donMurillo, al que llamaban en otro tiempo el Tigrede San Pedro.

¡El Tigre de San Pedro! Como un relámpagosurgió en mi cerebro la historia completa deaquel hombre. Se había hecho célebre como eltirano más depravado y sanguinario de cuantoshan gobernado cualquier país con pretensionesde civilizado. Hombre fornido, temerario y enér-gico, tuvo temple suficiente para hacer soportarsus vicios durante diez o doce años a un puebloacobardado. Su nombre inspiraba terror por todaAmérica Central. Al cabo de ese tiempo hubouna sublevación general en contra suya. Pero eltirano era tan astuto como cruel, y en cuanto ad-virtió el primer rumor de la tormenta que seacercaba, hizo llevar secretamente sus tesoros abordo de un barco tripulado por fervientes adep-tos suyos. Cuando los sublevados tomaron al

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siguiente día por asalto el palacio, lo encontraronvacío. El dictador, sus dos hijas, su secretario ysus riquezas habían escapado de sus manos.Desde aquel día desapareció del mundo, y repe-tidas veces se ocupó la Prensa europea del anó-nimo bajo el cual escondía su identidad.

- Sí, señor; don Murillo, el Tigre de San Pedro -recalcó Baynes -. Si usted lo consulta, se encon-trará con que los colores de la bandera de SanPedro son el verde y el blanco, es decir, los mis-mos de los que habla la carta. Ese hombre se hacellamar Henderson, pero yo pude remontarme ensus andanzas hasta París, Roma, Madrid, Barce-lona, en cuyo puerto entró su barco el año ochen-ta y seis. Desde entonces lo buscan para tomarvenganza en él, pero hasta ahora no habían con-seguido dar con su paradero.

Miss Burnet, que se había erguido en su asien-to y seguía con gran atención nuestro dialogodijo:

- Descubrieron su paradero hace un año. Yauna vez han atentado contra su vida, pero algún

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espíritu maligno le protegió. Nuevamente, ahora,ha caído el noble y caballeroso García, mientrasese monstruo huye sano y salvo. Pero otro hom-bre sucederá al caído, y otro, y otro hasta quealgún día se haga justicia; eso es tan cierto comoque mañana va a salir el sol.

Sus manos delgadas se apretaban con fuerza yel ímpetu de su odio empalideció su cara dema-crada.

- ¿Y cómo fue el intervenir de usted en esteasunto, miss Burnet? - preguntó Holmes -. ¿Có-mo es posible que una señora inglesa participe enun asunto de asesinato?

- Me alié a ellos porque no había otro modo enel mundo de que se hiciese justicia. ¿Qué le im-porta a la Justicia de Inglaterra que hayan corridoríos de sangre años atrás en San Pedro, o que esteindividuo robase un barco cargado de riquezas?Para ustedes todas esas cosas son igual que crí-menes cometidos en algún otro planeta. Paranosotros, en cambio, son realidades vivas. Noshemos enterado de la verdad a fuerza de dolor y

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de sufrimientos. Para nosotros no hay en el in-fierno un demonio que pueda equipararse conJuan Murillo, y no puede haber paz en la vidamientras todas sus víctimas sigan clamando ven-ganza.

- No cabe duda de que ese hombre fue todo loque usted dice - le contestó Holmes -. He oídohablar de sus atrocidades. Pero, ¿en qué le afec-tan ellas a usted?

- Se lo contaré todo. La política de este mise-rable consistía en asesinar, con un pretexto uotro, a cuantos hombres podían llegar a ser con eltiempo rivales peligrosos suyos. Mi marido… sí,porque mi verdadero apellido es señora de VíctorDurango, era ministro de San Pedro en Londres.Allí nos conocimos y nos casamos. Hombre másnoble no los ha habido en el mundo. Por desgra-cia, Murillo tuvo noticias de sus excelentes cuali-dades, lo llamó a San Pedro con cualquier pretex-to, y lo hizo fusilar. Como si tuviera un barruntode la muerte que le esperaba, se negó a llevarmecon él. Le fueron confiscadas sus propiedades, y

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yo quedé malviviendo y con el corazón destro-zado.

»Sobrevino mas tarde la caída del tirano. Éstehuyó, como se lo he contado antes. Pero las mu-chas personas, cuyas vidas había desecho y cuyosparientes más próximos y más queridos habíansufrido las torturas y la muerte a manos suyas,no se conformaron con dejar las cosas como esta-ban. Formaron entre sí una sociedad que no sedisolvería sino cuando hubiese realizado su obra.A mí se me designó, después que logró descu-brirse al déspota caído bajo el nombre de Hen-derson; se me designó, digo, para que entrase ensu servidumbre y mantuviese a los demás al tan-to de sus andanzas. Pude lograrlo obteniendo elcargo de institutriz dentro de la familia. Él estabalejos de pensar que la mujer que tenía que en-frentarse con él a las horas de comer era la mismaa cuyo marido había lanzado a la eternidad consólo una hora de tiempo para prepararse. Yo lesonreía, cumplía con mis obligaciones para consus hijas, y esperaba mi momento. Se atentó co-

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ntra él en París, pero la tentativa fracasó. Viajá-bamos en rápido zigzag de aquí para allá por todaEuropa, para despistar a nuestros perseguidores,hasta que regresamos a esta casa, que él teníaalquilada desde que llegó por vez primera a In-glaterra.

»Pero también aquí le esperaban los ejecutoresde la justicia. Sabiendo que él volvería, aguardá-bale aquí García, hijo del que fue alto dignatariode San Pedro. Aguardábale con dos compañerosleales, gente humilde, pero animados los tres poridénticos motivos de venganza. Poco era lo queGarcía podía realizar en pleno día, porque Muri-llo adoptaba toda clase de precauciones, y jamássalía como no fuese acompañado de su satéliteLucas, o sea López, que era como se llamaba enlos tiempos de su grandeza. Sin embargo, Muri-llo dormía solo, y el vengador podía llegar hastaél durante la noche. Una tarde, fijada de antema-no, envié a mi amigo las instrucciones finales,porque Murillo vivía siempre alerta, y cambiabaconstantemente de habitación. Yo me cuidaría de

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que las puertas estuviesen abiertas; una luz verdeo blanca, en una ventana que caía frente al paseode entrada, le advertiría si todo estaba en regla, osi era preciso postergar la empresa.

»Pero todo se nos torció. Yo no sé cómo, perolo cierto es que había despertado los recelos deLópez, el secretario. Cuando yo acababa de escri-bir la carta, se me acercó furtivamente por detrásy saltó sobre mí. Él y su amo me llevaron a ras-tras a mi habitación, y me sentenciaron como reoconvicto de traición. En aquel mismo instante mehabrían clavado sus cuchillos, si hubiesen visto lamanera de salvarse de las consecuencias de sucrimen. Por último, y después de un largo deba-te, llegaron a la conclusión de que asesinarmeresultaba demasiado peligroso. Pero decidierondesembarazarse para siempre de García. Meamordazaron, y Murillo me retorció el brazo has-ta arrancarme la dirección de aquél. Juro que, dehaber sabido yo lo que proyectaba contra García,me lo habría dejado arrancar antes de hacer loque hice. López escribió el sobre para la carta que

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yo había escrito, lo lacró sellándolo con un geme-lo de su camisa, y envió la carta por mando de sucriado José. Ignoro de qué modo lo asesinaron,salvo que fue la mano de Murillo la que descargóel golpe que lo derribó, porque López había que-dado aquí manteniéndome bajo guardia. Meimagino que le esperaron entre los matorrales dealiagas que bordean el camino y que le golpearoncuando él pasaba. Al principio tuvieron el propó-sito de dejarle entrar en la casa, para matarlo co-mo a un vulgar ladrón sorprendido in fraganti;pero se dijeron que si se veían mezclados en unainvestigación policíaca, se descubriría pública-mente su verdadera personalidad y se expondrí-an con ello a nuevas agresiones. Quizá la perse-cución cesase con la muerte de García, que asus-taría a los demás, haciéndoles renunciar a su em-peño.

»Todo les habría ido bien, si yo no hubiese sa-bido lo que ellos habían hecho. Estoy segura deque hubo momentos en que mi vida estuvo en elfiel de la balanza. Fui confinada dentro de mi

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habitación, me aterrorizaron con las amenazasmás horribles, me maltrataron de una maneracruel para quebrantar mi espíritu… miren estecorte en mi hombro y los magullamientos quetengo en los brazos… y en una ocasión en que yotraté de pedir socorro desde la ventana, meamordazaron. Este cruel encarcelamiento se pro-longó durante cinco días, durante los cuales medieron el alimento estrictamente preciso paramantener mi vida. Esta tarde me sirvieron unbuen almuerzo, pero en cuanto lo comí, me dicuenta de que me habían suministrado una dro-ga. Recuerdo como en sueños que medio mecondujeron medio me transportaron, al coche; enese mismo estado de inconciencia me trasladaronal tren. Sólo entonces, casi cuando ya empezabana moverse las ruedas, me di cuenta de que milibertad estaba en mis propias manos. Salté fuera,ellos intentaron arrastrarme atrás, y de no habersido por la ayuda de este buen hombre que mellevó hasta el coche, no habría conseguido huir

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de ellos. Ahora, gracias a Dios, estoy ya siemprefuera de sus manos.

Todos habíamos escuchado con la mayoratención este extraordinario relato, y fue Holmesquién rompió el silencio moviendo la cabeza ydiciendo:

- Todavía no hemos vencido las dificultadesque se nos presentaban. Nuestra labor policíacatermina, pero ahora empieza nuestra labor justi-ciera.

- Exactamente - le contesté yo -. Un abogadointeligente podría presentar el caso como acto delegítima defensa. Quizá esos hombres tienen so-bre sus espaldas un centenar de crímenes, perosólo pueden ser juzgados por éste de ahora.

- Vamos, vamos - dijo Baynes, alegremente -:yo tengo una idea mejor que ésa de la justicia. Lalegítima defensa es una cosa, y atraer a un hom-bre con engaños es otra muy diferente. Aunqueviesen en ese hombre un peligro para ellos. No yno. Cuando veamos en la próxima sesión de locriminal ante el Jurado de Gilford, a los inquili-

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nos de High Gable, veremos todos nosotros justi-ficada nuestra acción.

Sin embargo, es cosa del dominio de la histo-ria el que tuvo que pasar todavía algún tiempoantes que el Tigre de San Pedro recibiese su mere-cido. Astutos y audaces, él y su acompañantedespistaron a su perseguidor de ahora, penetra-do en una casa de huéspedes de Edmonton Streety saliendo por una puerta trasera que daba aCurzon Square. Desde ese día ya no se les volvióa ver en Inglaterra. Pero seis meses después fue-ron asesinados cierto señor Marqués de Montalbay el señor Rully, secretario suyo, en sus habita-ciones del hotel Escorial, de Madrid. El crimen seatribuyó a los nihilistas, y no se logró detener alos asesinos. El inspector Baynes vino de visita aBaker Street con una descripción impresa de lamorena cara del secretario y de las facciones do-minadoras, los ojos magnéticos y las cejas tupi-das de su señor. No pudimos dudar de que se

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había hecho justicia, a pesar de que ésta se hubie-se retrasado.

- Ha sido un caso caótico, mi querido Watson -dijo Holmes, mientras fumaba la pipa de la vela-da -. No le será posible a usted presentarlo deforma apretada por la que siente tanto cariño.Abarca dos continentes, se relaciona con dosgrupos distintos de personas misteriosas, y secomplica aún más con la presencia altamenterespetable de nuestro amigo Scott Eccles, cuyainclusión me demuestra que el difunto García erahombre de cerebro calculador, y que tenía biendesarrollado el instinto de su propia conserva-ción. Lo único notable del caso es que, entre unacompleta maraña de posibilidades, nosotros ynuestro digno colaborador, el inspector Baynes,supimos mantenernos pegados a las líneas esen-ciales, guiándonos de ese modo por el senderolleno de retorcimientos y de zigzagueos. ¿Haytodavía en el caso algún detalle que usted no veaclaro?

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- ¿Qué es lo que iba buscando el mulato cuan-do volvió a la casa?

- Yo creo que puede explicárnoslo el extrañoanimal que hallamos en la cocina. Aquel hombreera un salvaje primitivo de las selvas inexplora-das de San Pedro, y ese animal era su fetiche.Cuando él y su compañero huyeron para escon-derse en algún lugar previamente señalado y enel que vivía, sin duda alguna, otro confederadosuyo, su compañero le convenció de que debíaabandonar un objeto tan comprometedor. Pero elmulato tenía puesto en él su corazón, y al díasiguiente se sintió arrastrado hacia el mismo;pero, al mirar previamente por la ventana, des-cubrió al agente de policía Walters, que se habíahecho cargo de la casa. Aguardó tres días más, ysu fe o superstición lo arrastraron hacia allí otravez. El inspector Baynes que, con su astucia habi-tual, había quitado importancia al incidente de-lante de mí, se había dado verdaderamente cuen-ta de la importancia que tenía y montó una

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trampa en la que cayó aquel individuo. ¿Hayalgún otro punto dudoso, Watson?

- El ave despedazada, el cubo de sangre, loshuesos chamuscados, el misterio todo de aquellasorprendente cocina.

Holmes se sonrió, al mismo tiempo que con-sultaba una nota en su cuaderno.

- Me pasé una mañana en el Museo Británicoleyendo éste y algunos otros puntos. He aquí unaacotación del libro de Eckermann. El vuduismo ylas religiones de groides:

«El verdadero adorador de Vudu no acometeninguna empresa de importancia sin antes reali-zar determinados sacrificios que tienen por fina-lidad el hacerse propicios a sus sucios dioses. Encasos extremos, esos ritos toman la forma de sa-crificios humanos seguidos de actos canibalezco.Pero lo más corriente es que las victimas sean ungallo blanco, que es despedazado vivo, o un chi-vo negro, al que se corta el cuello y cuyo cuerpose quema luego.»

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- Ya ve, pues, usted, que nuestro bárbaro ami-go era un hombre muy ortodoxo en el cumpli-miento de sus ritos. Es una cosa grotesca, Watson- agregó Holmes, mientras sujetaba despacio conuna goma su libro de notas -. Pero, como ya hetenido ocasión de hacerle observar, de lo grotescoa lo horrible no hay sino un paso.