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JOSÉ-CARLOS MAINER Universidad de Zaragoza El peso de la memoria: de la imposibilidad del heroísmo en el fin de siglo Las hipotecas de la memoria No es fácil ponerse de acuerdo en la cronología de lo que lla- mamos «transición» en la vida política española del último tercio del último siglo y, en consecuencia, la bibliografía al propósito em- pieza a ser inmensa. ¿Empezó antes de la muerte de Franco, entre rumores, vagas amenazas y tráfago de ratas que abandonaban el barco? ¿Acabó con la proclamación de la Constitución, o con la lenta digestión del último golpe militar de 1981, o con la entrada en la Comunidad Europea (y en la OTAN)? 1 Recordemos, de entrada, que el propio término de transición se asocia a incertidumbre e indefi- nición... Frank Kermode ha recordado que la imagen histórica de toda transición procede del Apocalipsis y corresponde, en puridad, al recuerdo de aquel Reino de la Bestia, que para el Evangelista se identificaba con el odiado Imperio Romano: un tiempo de aparente solidez e incluso progreso material pero, por estar basado en una suplantación, de porvenir incierto y cercado de presagios 2 . En toda Transición se espera otra cosa mejor y de ahí proviene el «desen- canto» que genera; una Transición está llena de profecías, engaños y síntomas y de ahí vienen la perplejidad y la desorientación. Sobre 1 Recojo algunas consideraciones de mi contribución al libro mío y de Santos Julia, El aprendizaje de la libertad (1973-1986). La cultura de la Transición, Ma- drid, Alianza, 2000, pp. 85-91. 2 Frank Kermode, El sentido de un final. Estudios sobre teoría de la ficción (1966), Barcelona, Gedisa, 1983, pp. 23 y ss. Sobre la visión cristiana del tema, cf. Guillermo Fatás, El fin del mundo. Apocalipsis y milenio, Madrid, Marcial Pons, 2001, pp. 81-119.

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JOSÉ-CARLOS MAINERUniversidad de Zaragoza

El peso de la memoria:de la imposibilidad del heroísmo en el fin de siglo

Las hipotecas de la memoria

No es fácil ponerse de acuerdo en la cronología de lo que lla-mamos «transición» en la vida política española del último terciodel último siglo y, en consecuencia, la bibliografía al propósito em-pieza a ser inmensa. ¿Empezó antes de la muerte de Franco, entrerumores, vagas amenazas y tráfago de ratas que abandonaban elbarco? ¿Acabó con la proclamación de la Constitución, o con la lentadigestión del último golpe militar de 1981, o con la entrada en laComunidad Europea (y en la OTAN)?1 Recordemos, de entrada, queel propio término de transición se asocia a incertidumbre e indefi-nición... Frank Kermode ha recordado que la imagen histórica detoda transición procede del Apocalipsis y corresponde, en puridad,al recuerdo de aquel Reino de la Bestia, que para el Evangelista seidentificaba con el odiado Imperio Romano: un tiempo de aparentesolidez e incluso progreso material pero, por estar basado en unasuplantación, de porvenir incierto y cercado de presagios2. En todaTransición se espera otra cosa mejor y de ahí proviene el «desen-canto» que genera; una Transición está llena de profecías, engañosy síntomas y de ahí vienen la perplejidad y la desorientación. Sobre

1 Recojo algunas consideraciones de mi contribución al libro mío y de SantosJulia, El aprendizaje de la libertad (1973-1986). La cultura de la Transición, Ma-drid, Alianza, 2000, pp. 85-91.

2 Frank Kermode, El sentido de un final. Estudios sobre teoría de la ficción(1966), Barcelona, Gedisa, 1983, pp. 23 y ss. Sobre la visión cristiana del tema, cf.Guillermo Fatás, El fin del mundo. Apocalipsis y milenio, Madrid, Marcial Pons,2001, pp. 81-119.

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la española gravitó un pasado que estaba nimbado ya de indefini-ciones. Lo constituía, en primer lugar, la memoria de la guerracivil, que entre 1965 y 1985 habría de sufrir el último de los reajus-tes de su imagen; en segundo término, la desazón impotente queprovocaron aquellos largos años del último franquismo (digamosdesde los primeros sesenta), vividos en régimen de libertad semivi-gilada, bajo la tutela de un dictador decrépito y de los empalagososy grisáceos políticos de la llamada «tecnocracia»; en último lugar,pesaba en las conciencias el fulgor furtivo de un 1968 que fue per-cibido a medias entre la clandestinidad y la provocación, que tuvoen estos pagos mucho más de voluntarismo que de eficacia y quegeneró arrepentimientos y fracasos quizá más amargos que enotras partes.

Por eso, el título de este trabajo que pretende decir algo delpensamiento español de los años noventa (y, a veces, de finales delos ochenta) ha de hablar del «peso de la memoria»: de unas percep-ciones y de unas escrituras que dialogan con el rostro vuelto haciaun pasado poco ejemplar. Donde la guerra civil vino a ser la «esce-na originaria» freudiana dramáticamente negada pero tambiéncontinuamente evocada, porque hubo quien ganándola, la perdió, yquien la ha perdido dos veces. Donde no fue fácil perdonarse queFranco muriera en su cama, pese a lo que tuvo de heroísmo tardío yhasta de pequeña épica solidaria la salida colectiva del estupor, quese extendió entre diciembre de 1975 y los últimos días de 1978.Donde, por último, la fecha universal de 1968 tuvo más de sueño delibertad que de tarea efectiva, ha postmodernidad ética es, a fin decuentas, una pérdida de la inocencia: en pocos lugares se hace másefectivo ese principio que en la España de los últimos años.

Pero el tiempo reconocerá también que el contexto no fuenada fácil. El principio de los años noventa se produjo bajo una si-tuación política muy deteriorada: gobernaba un partido político - elsocialista - que agudizó sus componentes populistas y caudillistas,que le eran, sin duda, propios, pero a los que además le forzaba unacampaña de la oposición que revistió caracteres de acoso. En ella sejuntaron los rencores personales de periodistas tan ambiciosos co-mo faltos de escrúpulos, la bisoñez de políticos novatos y autori-

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tarios, el sueño de notoriedad de algunos magistrados y los manejosde una galería de turbios personajes - en uno y otro bando - que,en su mayoría, eran simples delincuentes comunes. Pocas veces hallegado a ser tan baja la estimación del ejercicio político y tan altala cotización del infundio y la bronca. La apretada victoria delPartido Popular no pareció ser el mejor lenitivo para la situación. Ysin embargo, la bonanza de las finanzas y la grata sorpresa de unanueva administración que fue sobresaliente en lo económico yeficaz (y no demasiado sectaria) en lo demás favoreció la ansiadaestabilidad. La victoria amplia de los populares en los comicios delaño de fin de siglo significó el reconocimiento pleno de una verdadsociológica: el país había consolidado una opinión moderada, nadapropicia al aventurerismo, poco entusiasta de la intervención delEstado y donde las expectativas individuales (y, en todo caso, fami-liares) prevalecían ampliamente sobre los deseos de cambio. Unasociedad, en fin, más desconfiada que otra cosa, más acomodaticiaque flexible, tradicional y a la vez permisiva, más fiada de lo ins-tintivo que de lo racional. Quien sepa ajustarse a esas tendenciastendrá la llave del futuro político: los populares parecen estar con-vencidos de que prevalecen los elementos más reaccionarios deldiagnóstico - nacionalismo unitario, incremento de la coerción pe-nal, privatización a ultranza de la educación - y a ellos parecenaplicarse, convencidos de su éxito; los socialistas, tras un merecidopurgatorio, acarician la esperanza de que, en algún lugar de lamemoria, se mantenga la nostalgia del Estado tutelar y los resortesde la solidaridad.

En el camino de los mitos: la guerra civil

Repasemos la presencia efectiva de esas memorias históricas.Por supuesto, el recuerdo de la guerra civil había cambiado muchoa la altura de 1975. Seguramente, lo que en alguna ocasión he lla-mado «rechazo de la Victoria» (y conquista del nombre de «guerracivil») había sido un necesario proceso cubierto emocionalmente porun par de generaciones a lo largo de la segunda mitad de los años

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cincuenta y primera de los sesenta3: fue una experiencia de madu-rez estrechamente vinculada a la llamada «generación de los cin-cuenta», de la que ha quedado testimonio perdurable en poemas yrelatos de quienes fueron hijos de vencedores (pensemos en RafaelSánchez Ferlosio o en Jaime Gil de Biedma) y en descendientes delos que lo fueron de víctimas o de vencidos (digamos los hermanosGoytisolo, o Ángel González y Carlos Sahagún). Recuperar la gue-rra como herida en la memoria colectiva estuvo asociado muchasveces a su evocación como memoria infantil, o a una visión del con-flicto desde el interior de la familia, o como recuperación de unsecreto oculto por mitos, tergiversaciones o leyendas. El final deldecenio de los sesenta estuvo ya marcado por la aparición de unanueva bibliografía de carácter testimonial y por la recepción en-tusiasta de buena parte de los escritores del exilio. Fue también elmomento señalado por la popularidad que alcanzaron títulos comoCinco horas con Mario, de Miguel Delibes, y San Camilo, 1936, deCela. El conjunto de todo esto determinó la definitiva conquista dela guerra como guerra civil y el consecuente final de la Cruzada.

En los años ochenta pareció abrirse un nuevo ciclo de relatossobre la contienda de 1936. La muerte de Franco y el proceso po-lítico que ésta abrió cambiaron las cosas: las visiones reivindica-tivas de los acontecimientos bélicos quedaron confinadas a los li-bros de reportajes o memorialísticos, que cobraron renovado auge,pero el terreno de la elaboración literaria más intensa pareció ha-ber conocido otra cronología. Conviene no olvidar que, en la vida in-telectual, el desahucio de la dictadura franquista se anticipó bas-tantes años a su final biológico y que, proporcionalmente, los pri-meros síntomas de insatisfacción y la conciencia de insuficiencia dela nueva situación política fueron muy precoces. Todo esto justificólo que podría llamarse la fase mítica, en la cual la guerra se apreciacomo referencia inagotable pero progresivamente lejana: así sucedeen Mazurca para dos muertos (1983), de Camilo José Cela, y enHerrumbrosas lanzas, la serie de Juan Benet cuyos libros I-VI

3 El rechazo de la victoria: la guerra civil en la literatura de 1960-1975, en /linguaggi della guerra: la guerra civile spagnola, ed. Maria Camilla Bianchirli,Padova, Unipress, 2000, pp. 9-20.

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vieron la luz el mismo año. En ambos escritores la vivencia estéticade la guerra venía de lejos. Cela había dejado permear toda su obrapor una visión marcadamente etnocentrista y muy ritualizada, casifolclòrica, de una guerra que, a fin de cuentas, ganó como jovencombatiente4; Benet, hombre de convicciones liberales y emplazadoen una burguesía intelectual que miraba a los dos bandos, habíahecho de la guerra una suerte de compleja mitogénesis que laconvirtió en el centro radial de su obra, desde Volverás a Regiónhasta el relato al que nos referimos. Lo que, por otro lado, era com-patible con una visión más desfavorable a los vencedores que clara-mente favorable a los vencidos y con una personalísima obsesiónpor las cuestiones técnicas que le convirtieron en un notable espe-cialista en historia militar de la contienda5. Me parece reveladorque la publicación de ambos textos incluyera, por decisión de susautores, un mapa, al modo de la famosa invención del condado deYoknapatawpha, de William Faulkner: se trató de una cartografíatan imaginaria como meticulosa en el caso de Juan Benet, que fueun experto ingeniero de caminos, mientras que fue un mapa medioreal y medio inventado en el caso de Camilo José Cela, quien pusoen tinta verde los topónimos implicados en su relato. Uno y otroterritorializaron así la posesión de su vieja manía.

Pero también algo similar a esa imaginaria toma de posesiónla practicó también un escritor muy joven, como era Antonio MuñozMolina, inequívoco heredero de los derrotados, en un juego de res-ponsabilidades, distancias, mentiras y reencuentros que tituló Bea-tus Ule (1986) y que vio la luz en un año de llamativa referencia, elcincuenta aniversario de la sublevación militar. La diferencia conlos dos escritores anteriores es muy obvia: por su edad, MuñozMolina no es ni un excombatiente, ni un «niño de la guerra», nisiquiera ha alcanzado a tener experiencia de la inmediata pos-

4 Por un pensamiento que a lo mejor es mentira: la guerra civil en la obrade Camilo José Cela, en «Bulletin Hispanique», 94 (1992), pp. 245-261.

5 Cf. al respecto el volumen de Juan Benet, Cartografía personal, Vallado-lid, cuatro, 1997, especialmente las pp. 206-210 (palabras recogidas por MarujaTorres) y 230-233 (coloquio con Rafael Conte, Constantino Bértelo y AlejandroGándara, donde el escritor reconoce que Herrumbrosas lanzas es una «novelaescrita contra todas las novelas de la guerra civil»).

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guerra. Su contacto con los años 1936-1939 - y lo advertimos muybien en el protagonista de su relato breve El dueño del secreto o enel de El jinete polaco - es el que pudo tener quien hizo efectiva suvisión de la guerra en los años sesenta, en el marco de un franquis-mo degradado y desprestigiado intelectualmente, al calor de lasluchas políticas de la oposición universitaria y, de añadidura, a laluz de un marxismo un tanto simplista y de una información his-tórica ya bastante extensa. En algún otro lugar, he señalado quelas claves últimas de Beatus Ule parecen residir en un movimientoanímico de atracción irresistible y en una densa imagen literariaprevia6. El movimiento es el que Minaya (y Antonio Muñoz Molina,su autor, por supuesto) experimentan hacía Jacinto Solana, el es-critor comprometido y derrotado, lo que supone la revitalización,mediante el homenaje, de un periodo de la historia amputado a sussucesores: un tiempo feliz de la escritura, del amor en libertad y dela transgresión de las normas, que, por medio de una recuperaciónde naturaleza bibliográfica, es limpiado de la mentira. El mitoliterario subyacente parece ser el contado por Jorge Luis Borges ensu breve cuento «La casa de Asterión», de la serie El Aleph: ensustancia, es la historia de una persecución en la que perseguido yperseguidor son cómplices. Teseo y el Minotauro se ambicionanmutuamente, el uno porque quiere matar al otro, el otro - que igno-ra el monstruo que es - porque desea oscuramente su propia muer-te. Por eso no se defiende al encontrar a su matador. En la novelade Muñoz Molina, es Jacinto Solana quien ha dispuesto todo aque-llo que Minaya cree haber hecho por sí mismo y quien propicia unfinal que lo es del laberinto pero que también es su última e inevi-table derrota: la cesión de Inés.

Beatus Ule no se refiere tanto a la guerra civil como a la di-ficultad de nuestras relaciones con la guerra civil. Por eso se con-

6 En tal sentido, cf. los trabajos de Juan Oleza, Beatus Ule y la complicidadde historia y novela, en «Bulletin Hispanique», 98 (1996), pp. 363-383, y Juan Ro-dríguez, Memoria y metáfora en Beatus Ule, Memoria /memorias del siglo XX,Università de Dijon, 1993 (Hispanistica XX), pp. 133-150. Mi trabajo al que aludose titula Antonio Muñoz Molina o la posesión de la memoria, Estética y ética deAntonio Muñoz Molina, en «Cuadernos de Narrativa» (Université de Neuchatel), 2,1997, pp. 55-68.

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vierte en la indagación de un misterio. Algún tiempo después, per-cibimos la misma distancia y el mismo juego de engañosos efectosópticos de complicidad en la delicada textura del último texto deJuan Marsé, Rabos de lagartija (1999), culminación de un procesode exploración de los recuerdos de la guerra civil iniciado en 1973con la memorable novela Si te dicen que caí. Se trata de un con-junto armonizado de voces no siempre coherentes, de deseos falli-dos, de mentiras necesarias, de consuelos falsos y de realidades quenunca alcanzaremos del todo. El problema que nació en las aventisde Si te dicen que caí ha adquirido nueva complejidad; ya no sóloson mentiras para sobrevivir, sino que ahora son mentiras que pue-den reemplazar la realidad y que alcanzan estratos más profundos:hay un policía franquista enamorado que cobra algún relieve desimpatía y, sin embargo, un fantasmal padre rojo que resulta casiuna parodia burlesca, y una historia heroica de la segunda guerramundial que se va haciendo irreal y, a la vez, un narrador que semultiplica proteicamente ante nuestros ojos. Rabos de lagartija,como ya sucedía en El embrujo de Shanghai, es la consecuencia derepensar el mismo material narrativo a la luz de ciertos desenga-ños y, sobre todo, del paso inexorable del tiempo7. A fin de cuentas,Marsé siempre ha sido fiel a las consecuencias estéticas del prin-cipio de indeterminación de Werner Heisenberg: la presencia delobservador altera los datos del fenómeno observado.

En tal sentido, la misma estructura de búsqueda de la verdadaparece en Soldados de Salamina (2000), de Javier Cercas. A estasalturas, conviene explicar el indiscutible éxito de este relato, obrade un escritor hasta entonces minoritario y cuyos méritos en esterelato no son mucho mayores que los que ya revelaban sus excelen-tes novelas anteriores. ¿Por qué el éxito de esta, precisamente? Hayque leer los reproches ideológicos que se le han formulado, no taninfundados a veces. El primero y más elemental ha sido el que hayabasado la novela en la historia de un falangista notorio. Hace yaunos años estuvo de moda reivindicar los escritos de los aristócra-

7 Cf. el reciente número monográfico de «Cuadernos Hispanoamericanos»,628 (2002).

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tas de Falange - pensemos en Foxá - que llegaron al fascismo porprejuicios de clase y que se distanciaron del franquismo por repug-nancia hacia su mezquindad doméstica. Otros han advertido conaprensión que, de algún modo, se identificaba su peripecia personalcon la mucho más digna de un exiliado político y combatiente repu-blicano: una forma de amnistía mutua, casi deportiva. Otros, porúltimo, han reputado de frivola una trama que conduce a un finalfeliz y, al cabo, a la exaltación emotiva de una figura heroica - ladel miliciano - aislada de contexto histórico: estamos, a fin de cuen-tas, en plena recuperación sentimental del destierro de 1939. Pue-de que, en efecto, haya algo de todo ello y lo cierto es que en la lite-ratura de la guerra civil, manantial que no cesa, pueda registrarseya el comienzo de una infección sentimental, una distancia piadosaque es consecuencia de la distancia temporal, de la edad de los es-critores y, sin duda, de esa imagen fundamentalmente bibliográficaque el tema tiene para muchos de ellos. Algún día habrá que so-meter a escrutinio en tal sentido obras muy notables de AndrésTrapiello (pienso en un ensayo tan rico de sugerencias como Lasarmas y las letras o en una novela como Días y noches, cuyo pa-recido estructural con Soldados de Salamina resulta tan llamativo).

¿Contra Franco vivíamos mqor?

El franquismo había contaminado inexorablemente cuanto to-có. Veinte años después de la muerte del dictador, la libertad eraun hecho evidente pero nadie la había conquistado. Aquel dictumque popularizó Manuel Vázquez Montalbán, «Contra Franco vivía-mos mejor», abreviaba, sin duda, muchas cosas. En primer lugar, laidea de que la libertad había convertido la sensación de unidad yesperanza colectivas en algo ilusorio. Pero también quería decir quela desaparición del dictador nos enfrentaba a todos con los fantas-mas de nuestra propia impotencia histórica. En sus memorias Losaños sin excusa (1978) - título revelador donde los haya -, CarlosBarrai, un hombre mucho interiormente más libre que la mayoríade los españoles, se preguntaba: «¿Qué pensamos nosotros, por

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ejemplo, del levantamiento de las sanciones diplomáticas al régi-men franquista en el año cincuenta y uno, o del nuevo Concordato yde los pactos de Madrid con los americanos en cincuenta y tres? Nolo recuerdo en absoluto. Sólo me vuelve a la memoria el saboramargo y el asco de haber sido defraudados y de la indiferencia dela intelligentsia internacional»8. En el último volumen de sus re-cuerdos, Cuando las horas veloces (1988), leemos que «el día quemataron a Carrero Blanco no es mi recuerdo una fecha histórica,un hito de la historia política. La verdad es que no se podía sabertan de repente cuál era su significado»9. La certidumbre sólo alcan-za a expresarse mediante un circunloquio de notable cautela: «Yocreo que al final de la mañana ya sabíamos que aunque nada habíacambiado estábamos pisando otro callejón de la historia». Y todavíamás. El autor percibe del mismo modo oblicuo y como soñado elpropio 20 de noviembre de 1975: de la noche del fallecimiento deFranco ha querido recordar que estuvo con unos amigos zaragoza-nos de Calafell tomando coñac búlgaro y que vio la noticia en la te-levisión del Hotel Corona de Aragón, a la mañana siguiente («habíapadecido pesadillas que, en la desmemoria de aquel despertar sú-bito y fatigado, quedaban como imágenes del Hades, y en las quehabían figurado Javier Pradera, Jorge Semprún, Luis Martín San-tos y otros discrepantes y militantes vivos y muertos, muy a baru-llo. En la mesilla de noche descansaba un ejemplar de Le neveu deRameau que me hacía compañía en aquel viaje pero que evidente-mente no había tenido ocasión de hojear»)10.

Tampoco Carmen Martín Gaite quiso dar trascendencia exce-siva a la noticia misma de la muerte de Franco que, sin embargo,está tan presente en su relato El cuarto de atrás (1978): lo vio, esosí, como un momento de conciencia destinado a plasmarse en formade reflexión, de autodiálogo. En conversación con el singular perso-naje daimónico que porta un gran sombrero negro, la narradoraconfiesa que no quiere escribir sus memorias pero sí una suerte dedietario monográfico, que luego habrá de ser su libro Usos amo-

8 Los años sin excusa, Barcelona, Barrai, 1978, p. 92.9 Cuando las horas veloces, Barcelona, Tusquets, 1988, p. 175.10 Ibidem, p. 225.

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rosos de la postguerra española (1987). Para Martín Gaite, la cosano tenía nada que ver con la nostalgia, pero sí con la herida deltiempo y, ¡ojo!, con lo inevitable de la complicidad adquirida por lalarga frecuentación de un hábito nada grato. Franco ha llegado aser eso: una triste costumbre. Las frases que transcribo mereceríanun largo comentario:

«— ¿La época de los helados de limón? - Sí, y del parchís, y deCarmencita Franco. Precisamente el libro se me ocurrió la mañanaque enterraron a su padre, cuando la vi a ella en televisión (...). Fueverla caminando despacio, enlutada y con ese gesto amargo y vacíoque se le ha puesto hace años, encubierto a duras penas por susonrisa oficial, y se me vino a las mientes con toda claridad aquellaotra mañana que la vi en Salamanca con sus calcetines de perlé ysus zapatitos negros, a la salida de la catedral. "No se la reconoce -pensé -, pero es aquella niña, tampoco ella me reconocería, hemosvivido y crecido en los mismos años, ella era hija de un militar deprovincias, hemos sido víctimas de las mismas modas y costum-bres, hemos leído las mismas revistas y visto el mismo cine, nues-tros hijos puede que sean distintos, pero nuestros sueños seguroque han sido semejantes, con la seguridad de todo aquello que ja-más podrá tener comparación". Y ya rae parecía emocionante verlaseguir andando hacia el agujero donde iban a meter a aquel señor,que para ella era simplemente su padre, mientras que para el restode los españoles había sido el motor tramposo y secreto de ese blo-que de tiempo, y el jefe de máquinas, y el revisor, y el fabricante delas cadenas de engranaje, el tiempo mismo cuyo fluir amortiguaba,embalsaba y dirigía»11.

Repárese que no hay identificación sentimental - podría pa-recerlo a primera vista - sino una lúcida confrontación de dos Antí-gonas muy diferentes, aunque de la misma edad: la mujer enlutadaque da sepultura a su padre y la mujer escritora que entierra unlargo trozo de su biografía. Ese tiempo del franquismo es un «blo-que de tiempo» que ya es de todos, como todos iremos a parar a algomuy parecido a «el agujero» donde unos ceremoniosos personajes

11 El cuarto de atrás (1978), Barcelona, Destino, 1981, pp. 136-137.

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meten a «aquel señor». ¿Nos han robado el tiempo, como pensó enla misma ocasión Juan Goytisolo? Pero, ¿de verdad puede robarseel tiempo de alguien? ¿No fuimos cómplices, por vivos, de los largosaños del franquismo? No ha de resultar tan extraña la conocida yviolenta reacción de Julián Marías, cuando escribió el artículo «Lavegetación del páramo», en su libro La devolución de España(1977), para reinvidicar los méritos de quienes habían escrito en losaños cuarenta y cincuenta no siendo precisamente colaboracionis-tas. El juego de lo posible y el derecho a equivocarse reivindicansus fueros. ¿Acaso la adaptabilidad y la flexibilidad son un mal?¿Es obligatorio el heroísmo? ¿No es mejor la sobrevivencia? Sinegamos al usurpador del poder, ¿no corremos el riesgo de acabarpor negarnos a nosotros mismos? Las respuestas a alguna de esaspreguntas subyacen en la cerrada defensa que Francisco Umbralha hecho de su protector Camilo José Cela en un doble frente:contra sus rigurosos contemporáneos del exilio de 1939 y contra los«ciento cincuenta novelistas de Carmen Romero». Y no es queUmbral sea equívoco. Aquí y allá ha mostrado su proclividad poruna visión afectuosa del comunismo, lo mismo que su inquina por«los laínes» y cualquier forma de liberal tardío, fascista aburgue-sado o filofascista arrepentido. En punto a su memoria del fran-quismo, prefiere los frutos espontáneos y espinosos, nada intelec-tuales a ser posible: «Los Ayala, Sender, Onís, Andújar, Barea,Rejano, Domenchina, etc., disfrutaron la gloria y ventaja de laguerra y el exilio. Le debían su grandeza a Franco. Y no digamosMax Aub. Una buena página de Cela vale por casi todo el exilio.Aparte de que uno valora más el exilio interior de Aleixandre,Celaya, Blas de Otero, José Hierro. Los otros tuvieron vida y dulzu-ra y luego volvieron a una España liberada, que encima les dabaasquito, a ganar el premio Cervantes y la Academia»12.

12 Las palabras de la tribu. De Rubén Darío a Cela, Barcelona, Planeta,1994, pp. 316-317.

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Las cenizas de 1968

Pero todo empieza a estar demasiado lejos, después de 1986...Nos interesa señalar ahora que la misma transición (que, comoarriba se apuntaba, acotaremos en las fechas 1973-1986) ha venidoa ser otra forma de culpabilidad histórica, de impotencia asumida:la dilapidación de la herencia utópica y combatiente de 1968. Vol-ver sobre el pasado cercano (y a la vez, remoto y turbio) se ha con-vertido en una tentación de ahora mismo, de estos días finisecula-res, que lleva camino de reemplazar al descendimiento a la guerracivil en la imaginación de los años setenta y ochenta. Son muchoslos títulos que traen la imagen de los hechos de mayo, incluida lapreceptiva visita a París. Así sucede en Luz de la memoria (1976),de Lourdes Ortiz, donde una experiencia de alienación conduce a lalocura, y en la compleja novela El río de la luna (1981), de JoséMaría Guelbenzu, que incorpora tres planos de experiencia: la in-fantil-adolescente, los años de disipación estudiantil y un amorabsoluto y fatal, todo en torno a Fidel Euba, uno de los más logra-dos personajes generacionales de este momento. Una experienciavivida más directamente dictó el relato Muchos años después(1991), de José Antonio Gabriel y Galán, tan fuertemente autobio-gráfica y mucho menos valorada de lo que merece. No es pequeñoacierto haber dividido entre Julián - un ludópata fantasioso ysentimental - y Silverio - un crédulo y solitario izquierdista, mili-tante voluntarioso que se afana en la redacción de un ensayo titula-do «Revolución y pragmatismo» - la herencia de fracaso y frustra-ción pero también de libertad que correspondió a los españolesnacidos en el decenio de los cuarenta. Y todo ello con una voluntaddesmitificadora que puede llegar al sarcasmo: la descripción de ladieta del admirado Jean Paul Sartre «a base de charcutería, paste-les y vino a discreción», completada con «corydrane, cafés, whisky»;la representación por parte de Félix de una fantasía sexual deAntonin Artaud, o el encartelamiento de Silverio, previo envío decartas a los dirigentes del Partido, tienen todo el aire de episodiosvividos pero además se convierten en certeros síntomas de untiempo histórico.

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Sin necesidad de viajar a París, las fábulas de identidad bo-rrosa escritas por Juan José Millas, otro escritor muy definido porla fecha de su nacimiento y sus vivencias de la crisis de 1968, estánen ese camino. Sus novelas de 1974, Cerbero son las sombras, y1977, Visión del ahogado, sobre todo, alumbran los primeros tra-mos de una experiencia de derrota y turbia acomodación a la indig-nidad: la primera alumbra una difícil relación con la familia, situa-da en un incierto ambiente de degradación física y moral, donde ladebilidad se transforma en opresión y la piedad en egoísmo; la se-gunda se convirtió, sin duda, en la primera gran parábola del de-sencanto en la España de la primera transición. Desde la feliz elec-ción de un ámbito urbano - el Madrid impersonal y denso que cre-ció en los años del desarrollismo - hasta la constitución del tríoprotagonista - una joven pareja que camufla en el sexo sus vacíos,y un primer marido de ella que, por la vía de la drogadicción, se haconvertido en atracador de farmacias -, todo conspira para ofre-cernos, por virtud de la microscopía descriptiva del autor y el fértiluso de un tiempo reducido, un desosegante panorama de agota-miento. Podría parecer que la posterior evolución del autor ha tro-cado los aspectos densamente trágicos de estas primeras novelas enuna visión más estilizada y francamente humorística. Pero, a des-pecho de los nuevos excipientes, la temática esencial ha persistido:los personajes de Millas persisten en la dificultad de hallar un hue-co en la realidad, ya sea por lo volátil de ésta, ya sea por lo invero-símil de sus oficios (y por la radicalidad inocente de sus preguntas),ya sea por las trampas de un mundo donde los armarios se comu-nican entre sí, las identidades se intercambian, las palabras se re-belan y los padres nos traicionan13.

En el relato Momentos decisivos (2000), Félix de Azúa - quetiene la misma edad que José María Guelbenzu, cuatro años menosque Gabriel y Galán y tres más que Millas - finge que ha decididoreflejar el final de los sesenta porque ha recibido ese encargo de unviejo compañero de estudios. Ya había dado un diagnóstico estu-

13 Cf. el monográfico Juan José Millas, en Cuadernos de Narrativa (Uni-versidad de Neuchatel), 5 (2000).

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pendo de la perpejidad, a la que se aludía, al escribir Historia de unidiota contada por sí mismo o el contenido de la felicidad (1984),novela de claves clamorosamente obvias en más de un caso. Ahorarefleja la mescolanza de la tentación iconoclasta de la vanguardia,de la lucha contra Franco, del catalanismo como sublimación deuna causa perdida, de los prejuicios que heredó de una burguesíaesnob que ha sido sustituida por una clase social más pragmática...En el «Epílogo», el autor lo expresa con síntomas claros de examende conciencia generacional: «Fue una época extraña, un tiempomuerto. Sin embargo, la calma era engañosa porque en las tripasdel tiempo estaban fermentando los líquidos que producirían unaexplosión colosal, pero entonces a mediados de los años sesenta,todo parecía perfectamente sometido y consolidado. Diez años mástarde, cuando el país ya comenzaba a saltar por los aires, todavíacreía el General haber detenido el tiempo (...). No sabía que latransformación entraría por una puerta inesperada, no medianteluchas políticas o militares, que tanto temía, sino a través de lasutil vida doméstica, de la rutina de todos los días que erosionacontinentes enteros sin avisar, a traición (...). Pero en aquellos añosnadie podía adivinarlo, la sumisión era completa y el dinero, esetitán acéfalo, sólo estaba comenzando su silencioso asalto a la for-taleza exangüe de un país arcaico»14.

¿Cómo se convivió con aquellos «líquidos explosivos» de losque habla Azúa? Azúa pertenece al sector de los lúcidos que se re-fugian en la autoironía. Los hay, sin embargo, que se refugian másen la desconfianza y la nostalgia de un heroísmo remoto. Son muydistintos entre sí, pero coinciden también mucho: Francisco Umbralmezcla lo castizo popular y lo post-sesentayocho (que fue el talantedel Diario de un esnob), le gusta Pasionaria pero también Cela,desprecia al intelectual profesional y añora al picaro trascendental;Eduardo Haro Tecglen se mueve entre el anarquismo moral y latradición racionalista (y estatalista) de izquierda; Manuel VázquezMontalbán inventó, después de 1968, la subnormalidad como esta-do de desafección a todo y allí sigue, buscando alguna causa reden-

14 Momentos decisivos, Barcelona, Anagrama, 2000, pp. 318-319.

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tora (entender los nacionalismos periféricos, explicarse a FidelCastro o creer en el Subcomandante Marcos). Otros han preferidocomo refugio la actitud de Peter Pan, que es la de no crecer, comose sabe, pero también la de no tener nunca la culpa de nada.Gabriel Albiac ha escrito, por ejemplo, que los casi tres lustros dellargo gobierno del Partido Socialista fueron «la fase superior delfranquismo». Su libro Desde la incertidumbre (2000) se dedica a losciento cuatro firmantes de la acción popular contra el GAL, a Ja-vier Gómez de Liaño (y «a Rafael Borras, que me hizo ver el debermoral de escribir esto»), lo que es una elección significativa. Fue elpunto de encuentro de una generación perdida que se describe conheroica autocomplacencia:

«Nosotros. Que irrumpimos con menos de veinte años en lahistoria, en esta historia, en eso a lo cual, demasiado solemne, retó-ricamente, llamamos historia, seguimos llamando así, aunque se-pamos desde hace ya mucho, que eso no significa nada. Irrumpi-mos, desde luego, para comérnosla, zampárnosla y hacer tabla ra-sa, añicos, nada de la historia, de eso que no significa nada. Y a lomejor, hasta lo sospechábamos ya, con nuestros menos de veinte,que historia era un sonido hueco, retórico como una obscena ban-dera restallando en el vacío (...). Éramos de otro mundo y lo sa-bíamos todo, y lo habíamos sabido todo desde siempre, el asco delcapital como la plebeya pestilencia del estalinismo, el desprecio dela rancia burguesía preterida como de la hortera vulgaridad deaquellas cosas, apéndice de una casposa policía de Estado prehis-tórica, a las cuales sus miembros (yo fui uno de ellos) llaman aún -aún llaman - partidos comunistas. Nosotros. Los chicos más listosde los chicos listos de un siglo anegado en el instantáneo fogonazode magnesio de su propio estallido. Esplendor estéril. Un siglo quese cerró tres décadas antes de lo que ordena el diccionario. Rockand roll en la noche. Stones galopando como comanches de JohnFord en los oídos. Imágenes vertiginosas de Jean Lue Godard en laCinemateca. Y todos los libros del mundo, todos sin excepción, gri-tando al unísono, mezclando sus voces en un caos frenético, cega-

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dor: nuestras cabezas»15.Seguramente es una cuestión de edad. Albiac ha vivido como

un aprendizaje de la rebeldía lo que, por ejemplo, Antonio MartínezSarrión - que le lleva un par de lustros de edad - ha sentido (en elúltimo tomo de sus memorias, Jazz y días de lluvia, 2002) como eldeliberado inventario de una educación sentimental. Sedimentos dela memoria que han conformado su personalidad (y su decepción)pero que están desactivados de toda intención rebelde: su disposi-ción recuerda más a la de un variado y atractivo teatro de la me-moria que a otra cosa. Pero una cosa es la autocomplacencia dequien parece haber asumido gozosamente la condición de albaceade tantas cosas como ha vivido, y otra el mesianismo latente deAlbiac en la víspera de sus cincuenta años de edad. Son dos mun-dos y dos maneras muy distintas de autosatisfacción, la epicúrea yla masoquista: «Me acerco, cauteloso, a la edad del cansancio. Lacertidumbre de fraude, en torno mío, es - juro que no exagero -irrespirable. Siguen emocionándome las mismas pocas cosas: unosversos de Cernuda que evocan la revolución soñada, en la adoles-cencia, ante las páginas de un libro; ciertos momentos de tensiónimplacable en los viejos discos de los Stones; pasajes tenebrosos dela voz de Faithful en 1987, de Joplin siempre: imágenes insoporta-blemente bellas de un par de películas de John Ford»16.

Con estas líneas de Gabriel Albiac nos hallamos ante la vene-rable imagen del artista en su gabinete, rodeado de sus libros yreferencias predilectos, tan propicio a la definición del yo genera-cional. Sin embargo, a despecho de tan frecuentadas referencias, elautor siente que vive peligrosamente... En el capítulo «Mundo queacaba», recuerda una conversación mantenida con Toni Negri, que- preso en libertad vigilada - ha de volver todas las noches a per-noctar en la cárcel. Su admirador le ha preguntado: «- ¿No tienesmiedo de que te peguen un par de tiros?». Y el antiguo inspiradorde las Brigate Rose, le ha respondido con el aplomo estoico de unhéroe del Far West: «- Una bala en la cabeza no me parece la peor

15 Desde la incertidumbre, Barcelona, Plaza y Janes, 2000, pp. 48-49.16 Ibidem, p. 56.

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de las muertes»17. Y, en tanto (se irrita ahora Albiac), Bettino Craxiy Giulio Andreotti están libres... (Parece que nuestro escritor no havisto un bellísimo filme de Nanni Moretti, Aprile, 1998, que re-flexiona con mucha más pasión y verdad intelectuales sobre elcrepúsculo del terrorismo y sobre la manía de no crecer).

Ha valido la pena detenerse en el caso Albiac que nos ilustrasobre dos fenómenos muy llamativos. Uno es el definitivo asenta-miento de una nueva casta intelectual, apoyada en sus columnas deperiódico: un nuevo mester de clerecía. Pero, en segundo lugar, nosavisa de que una parte importante de la socialización política de losespañoles que hoy tienen entre los veinte y treinta y tantos años seproduce con la melodía pegadiza de esa línea de pensamiento: asíse ha creado una manifiesta impopularidad de la política parla-mentaria, una tendencia pueril al maximalismo romántico, unaacusada fragmentación y particularización de los objetivos por con-quistar y una desconfianza feroz por toda manifestación del pérfidoLeviatán.

Un poeta y ensayista como Jorge Riechmann (nacido en 1962y, por tanto, con diez años menos que el cincuentón Albiac) ha he-cho un esfuerzo de exorcismo algo más serio, al que no le falta, sinembargo, cierta candidez: el autor dejó su plaza en la Universidadpara trabajar en el marco de la Fundación «Primero de Mayo», delsindicato Comisiones Obreras, y aprendió su modelo de acciónintelectual al incorporarse, muy joven todavía, a la importante re-vista de Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi, mientras tanto (1979),sucesora de Materiales (1977). Representa, en fin, una concepciónde la profesión intelectual encantadoramente sesentayochesca quecontrasta marcadamente con la de Gabriel Albiac, catedrático deUniversidad y miembro del consejo de redacción de El Mundo, unperiódico brillante, muy a la americana.

Los versos de El día que dejé de leer «El País» (1997), pe-núltimo libro de Riechmann, valdrían la pena aunque sólo fuesepor lo certero del título elegido: no en vano, ese periódico ha sidollamado productor de las «referencias dominantes» (Gerard Im-

17 Ibidem, p. 68.

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bert), manifestación de un verdadero «intelectual colectivo» (JoséLuis L. Aranguren), y padre espiritual de la Transición18... PeroRiechmann sabe comunicología y ha venido a glosar en su libro lamisma noción de «ruido» que llamó la atención de Manuel VázquezMontalbán en el final de la Autobiografía de Francisco Franco: conánimo de evitar ese ruido, el escritor piensa que la poesía puedeconsistir simplemente en subrayar la intención implícita en lo real,pensarlo de otra manera por un momento, ya que el «hiperrealismoes el realismo en la era de los hipermercados», Se trata más bien deun minimalismo intencionado o una forma intelectualizada delcollage. Tres de sus poemas son meros arreglos de noticias o artí-culos de periódico: «El bello sueño de un trabajo estable» procedeun artículo de Jaime García Añoveros en El País y conserva sutítulo original; «Bienes y sevicias» da un título sarcàstico a lanoticia de un empresario que viola a la hija de un empleada enprecario, y «Ofrécese Superlópez, 1996» transcribe parte de unarueda de prensa del conocido gerente empresarial, a la vez que setranscribe como contexto cómico una lista de singulares productosvendidos por correo.

Pero la sección más delatora de El día que dejé de leer «ElPaís» es la última. En ella comparece el «nosotros», la instanciagramatical a la que apelaba enfáticamente Albiac. En «Estado de lacuestión, 1996» nos cuenta que, cuando otros marchaban a NuevaYork, Jorge Riechmann fue a Berlín Este ya que «no tenía cojonespara intentar Níger o La Paz». Y así vivió «los áureos ochenta /dorados por la pátina de mierda / que todavía sigue goteando sobrenosotros / sin que alcancemos aún a ver el fin / de la dorada es-curridura». No ha prosperado mucho, si se compara con otros coe-táneos más despabilados: «Vivo sin automóvil / sin teléfono de bol-sillo, sin vídeo / sin microondas y sin internet / (no idealicemos: /tengo reloj de pulsera crédito hipotecario denei)». Y sigue siendomarxista, precisamente en los momentos históricos en que todoconspira tercamente para que no lo sea: hasta 1939 lo había sido,

18 Gerard Imbert, Discurso de la representación, en «El País» o la referenciadominante, ed. G. Imbert y J. Vidal Beneyto, Barcelona, Mitre, 1986, pp. 25-49.

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pero entonces - desastrado final de la guerra civil española y pactogermano-soviético - empezó a serlo de veras; lo fue de nuevo hasta1956 y «me volví marxista», cuando la represión de la revuelta deHungría; lo era hasta 1968, «y me transformé en marxista», y en1989 lo fue ya definitivamente, este masoquista contumaz19.La última batalla intelectual

¿Quién no es un sobreviviente y un culpable, a la vez, quizápor el simple hecho de haber sobrevivido? La sospechosa reentroni-zación del malditismo en literatura20 y la persistente canonizacióndel SIDA como nueva enfermedad sagrada revelan, en el fondo, lamucha piedad que atesoramos por nosotros mismos y el regreso alos mitos más consoladores del romanticismo entendido como formade rebeldía. Ya se ha dicho que la vida político-moral europea delúltimo cuarto del siglo XX está llena de digestiones pesadas, igualque lo estuvieron los años treinta y cuarenta del siglo XIX: la delcolaboracionismo y las guerras coloniales en Francia; la del te-rrorismo de los últimos sesenta y primeros setenta en Italia, el«milagro económico» y el olvido de la historia en Alemania, y elterrible desierto de egoísmo de la era de Margaret Thatcher en elReino Unido. Por otro lado, precisamente cuando tantos malosrecuerdos nos acosaban, el concepto tradicional de intelectual, vi-gente desde mediados del siglo XIX y protagonista de la vidacultural europea hasta los años sesenta, pareció haberse evapo-rado, o quizá mutado. Podemos esbozar cautelosamente algunos su-

19 El día que dejé de leer «El País», Madrid, Hiperión, 1997, pp. 107-108. So-bre el «compromiso» en la lírica actual es notable el monográfico Los compromisosde la poesía, coordinado por Araceli Iravedra, de la revista ínsula, 671-672 (2002).

20 Sobre Leopoldo María Panero se ha publicado - con notable prólogo - unaantología Jenaro Talens, Un agujero llamado Nevermore, Madrid, Cátedra, 1994,y un estudio de Tua Blesa, Leopoldo María Panero, el último poeta, Madrid, Val-demar, 1995, además de una excelente biografía de José Benito Fernández, El con-torno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero, Barcelona, Tusquets,1999. De Eduardo Hervás se ha reimpreso la Obra poética, Valencia, InstitucióAlfons el Magnànim, 1996, lo mismo que de Eduardo Haro Ibars, Obra poética,Madrid, Huerga y Fierro, 2001; del cineasta José Antonio Maenza, amigo de todosellos, hay una cumplida evocación en Pablo Pérez y Javier Hernández, Maenzafilmando en el campo de batalla, Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1997.

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puestos de este cambio. La condición intelectual se apoyaba en unadivisión del trabajo más fluida y menos precisa que la actual, dondela profesionalización está muy marcada y donde, por eso, lasespecializaciones carecen ya del prestigio y la autoridad que tu-vieron en otro tiempo. Por otro lado, la noticia por sí misma hadestronado la importancia de la opinión: el potencial de evidenciaque tiene la imagen física y la capacidad de movilización que su-pone la propaganda elaborada por especialistas han anticuado losmodelos tradicionales de opinión, el manifiesto o el artículo, quehoy tienden a ser las secuelas de una previa información perio-dística. Pero además el compromiso del público potencial es muchomenos racionalizado que emocional y participativo. A menudo,tiende a satisfacerse con la adquisición depins, la contemplación decarteles, la acuñación de eslóganes (y de gestualizaciones o de dis-fraces) en manifestaciones públicas.

Los intelectuales españoles, tradicionalmente «abajo firman-tes», vivieron sus últimos momentos áureos en aquellos manifiestoselectorales de los partidos de izquierda que compartaban la consa-bida lista de adherentes, agrupados por rangos y oficios. Los comi-cios de 1982 fueron su momento culminante de su ascendiente so-cial sobre el electorado, pero el amén inevitable (y cercano) fue lacampaña en contra del ingreso de España en la OTAN, cuatro añosdespués: en este caso, el pragmatismo del votante demostró la ra-dical separación entre los buenos deseos y las conveniencias (y lossilencios) de la práctica política ordinaria. Pero, a la altura deaquellas fechas, todo parecía haber cambiado. El hundimiento delPartido Comunista, referente orgánico fundamental para entenderel significado del «intelectual independiente de izquierdas», fue algomás que un síntoma. Y, a la vez, la participación directa de anti-guos intelectuales en la gestión política socialista, quebrantó mu-cho aquella fantasía idealista que armonizaba la independenciapersonal y la adhesión a una doctrina. Pero fue fundamentalmenteel surgimiento de intelectuales de derecha lo que rompió una ecua-ción simplista pero que llevaba ya un siglo de funcionamiento: laidentidad izquierdista del intelectual. ¿Cómo negar a quienes jura-ban por Karl Popper o por Friedrich Hayek el mismo estatuto inte-

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lectual que se había otorgado a quienes lo hacían por Gramsci oLenin?

Quizá la ùltima batalla intelectual en el sentido clásico deltérmino (y que ha requerido, de añadidura, la asunción de un no-table riesgo personal) ha sido la emprendida por algunos intelec-tuales vascos contra el terrorismo etarra. Ya el 14 de febrero de1996, la muerte de Francisco Tomás y Valiente a manos de un si-cario de la banda que lo asesinó en su despacho universitario marcóuna nueva frontera en el horror: el antiguo presidente del TribunalConstitucional e ilustre catedrático de Historia del Derecho no fueinmolado por una u otra cosa, ni tampoco por ser amigo personal deFelipe González o cercano a las ideas socialistas. Posiblemente, fuela primera víctima que cayó sin otra culpa que la expresión escritade sus ideas21. Pero su sacrificio confirió sentido a la batalla que ve-nían librando algunos intelectuales vascos: pienso en los sociólogosAurelio Arteta y Mikel Azurmendi, en el politòlogo e historiadorAntonio Elorza, en el escritor e historiador literario Jon Juaristi, enel filósofo Fernando Savater, en el periodista Patxo Unzueta, en laprimera etapa del etnólogo Juan Aranzadi. Algún día habrá queestudiar las constantes de la ya notable masa de sus trabajos sobreel tema, tanto en la naturaleza de sus argumentos como en ladisposición retórica de la justificación de su escritura. Un ensayo -y de ensayos hablamos, en su sentido más noble - comporta lasimultaneidad del discurso teórico principal y el desarrollo, quizáen clave menor, de la razón por la que se escribe. Porque nace, a lavez, de la conciencia de cuanto se logra establecer como razonable yde la necesidad de justificar la búsqueda de la razón. Y un ensayosobre los problemas del País Vasco, escrito por un intelectual vascoentre los cuarenta y los cincuenta, ha de tener mucho mucho defascinante limpieza de fondos autobiográficos, de reflexión históricanada complaciente sobre un pasado nimbado de mitos o de igno-

21 El 27 de diciembre de 1995 firmaba el prólogo de su libro postumo A ori-llas del Estado, Madrid, Taurus, 1996, que se iniciaba con una frase muy relacio-nada con lo que aquí se expone: «Hoy el Estado tiene mala prensa...». Sobre su opi-nión acerca de ETA, es importante, en el volumen que cito, su artículo ETA y noso-tros (pp. 101-104).

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rancias y, al cabo, de desenmascaramiento de aquello que la rutinamental de la izquierda - más narcisistamente fiel a sí misma -tenía todavía como progresismo revolucionario hasta hace bienpoco.

Y, en tal orden de cosas, no deja de ser significativo que losmedios nacionalistas vascos haya desempolvado al respecto los másviejos fantasmas de las campañas antiintelectuales: se les ha acu-sado de cobrar de los «fondos del reptiles» del Estado centralista yde hallar en esta incómoda brega la repercusión y los éxitos que noalcanzarían de otro modo. No vale la pena contraponer a la se-gunda acusación los méritos reales de los imputados. Pero sí puedeque merezca la pena recapitular con alguna extensión alguna de lascircunstancias de su pleito que remiten a lo que arriba he llamadoclásica acción intelectual:

1) Lo que unifica los argumentos de los intelectuales citadoses la defensa de un Estado moderno y flexible como fruto de la ra-cionalidad política y como mejor garantía de las libertades indivi-duales. Por supuesto, hablan del Estado surgido de la revoluciónliberal-burguesa y es obvio que a él se refieren también las posi-ciones parafederalistas que sustentan intelectuales de centro-dere-cha (pienso en Miguel Herrero de Miñón y en Javier Tusell) o lasensibilidad federalista de un importante sector del Partido Socia-lista (que encarnó, sobre todo, Ernest Lluch). En este sentido, losintelectuales cumplen una función de racionalización y laicidad queno parece asistir a sus contradictores, pero tal cosa es más visiblesi consideramos los dos puntos que siguen.

2) El caso del nacionalismo vasco es muy peculiar. Es el únicode los españoles que desciende en derechura de unos vende anos -los carlistas - que pelearon contra el estado unitario pero tambiéncontra la Ilustración y la modernidad. Nada de esto se advierte enel galleguismo originario, pese a la involución que supuso en sumomento el pensamiento filofascista y antisemita de Vicente Risco,ni llegó a mayor desarrollo en el catalán, que también conoce algu-nos afluentes carlistas pero que se ha postulado - en el siglo XX, almenos - como una fuerza política flexible y de muy amplio espectrointerno, cuya actuación pretende, a la par, la plenitud de la

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libertad civil catalana y la reforma radical del Estado español. A lafecha, las turbadoras señas del primer nacionalismo vasco de 1895-1918 (ultramontanismo religioso y racismo militante) siguen aflu-yendo al discurso político actual de la instancias oficiales de la Co-munidad Autónoma vasca con demasiada frecuencia. Y nadie pare-ce interesado en marcar los límites.

3) El tercer punto de reflexión es el más grave. En torno al te-rrorismo y su mitificación, se ha constituido un peligroso núcleo defascistización de la vida cotidiana. No es único en España, dondemuchos fenómenos sociológicos recientes apuntan a esa meta (mo-vimientos electorales en torno a empresarios como José María RuizMateos o Jesús Gil y Gil, grupos de hinchas de equipos de fútbol,etc.), pero, sin duda, es el más grave y preocupante, por mucho que- en una paradoja muy reveladora - el terrorismo etarra y sus ami-gos se quieran «antifascistas» y llamen con gran facilidad «fascis-tas» a los demás. Pero los hechos son tozudos y convencen al másdespistado: el independentismo radical reviste todos los caracteresde un fascismo. En los medios del nacionalismo abertzale, se ad-vierte la constitución de una comunidad cerrada e impermeable(que, en principio, no es étnica pero funciona con el hermetismo detal: se puede ser «no vasco», pero el catecúmeno se debe «convertir»a lo vasco y aceptarlo como identidad excluyente). Los miembros deesa cofradía patriótica se reconocen en liturgias donde la presenciadel martirio y la lealtad a los mártires se ha hecho obsesiva, comoen un nuevo Schuzstschaffel (SS). Las consignas suenan a menudoa remedo del rahez fascismo de los años treinta. Y así, se cultivauna exaltación irrestricta de lo juvenil como emblema de la fuerzacolectiva e incluso se pide una actitud «alegre y combativa» quetrae los peores recuerdos, a la vez que se sataniza al enemigo ne-gando su condición de semejante (los policías son simplementetxakurrak: perros). Pero tras ese juvenilismo, está la realidad de latrágica socialización de los adolescentes a los que se ofrece, previala iniciación en la llamada kale borroka, el paso a los comandosasesinos como horizonte de vida; una situación que los convierte enhéroes populares y, a la vez, en modelos y jueces (ya en más de unaocasión, ETA, que conoce bien el modelo del IRA, se ha transfor-

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mado en verdugo moralizador de una población subyugada, contratraficantes de droga o presuntos soplones: lo que sucede es que,más expeditiva, ha sustituido el tiro en las rodillas por el disparoen la nuca).

Dos hermosos libros de Jon Juaristi (El bucle melancólico,1998, y Sacra Némesis, 1999) constituyen la aportación literaria demayor entidad a la batalla. Arrancan, en puridad, de un doble an-tecedente personal: por un lado, de una línea poética de autoaná-lisis y penitencia, muy cercana a los correctivos morales del últimoGil de Biedma pero también propicia al juego lingüístico casi autó-nomo; por otro, vienen del desarrollo de una indagación de natura-leza político-filológica sobre la autopercepción de los vascos, centra-da en la literatura fuerista (El linaje de Aitor. La invención de latradición vasca, 1987), el orgulloso particularismo de la Edad Mo-derna (Vestigios de Babel. Para una arqueología de los nacionalis-mos españoles, 1992) y el bilbainismo de los años dorados de fin desiglo (El chimbo expiatorio. La invención de la tradición bilbaína,1994). El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos(1997) se escribió de un tirón en los días dramáticos pero esperan-zadores que siguieron al asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejalpopular de Ermua (11 de julio de 1996), y a la vigorosa campañacívica de repudio a ETA que se extendió en los meses siguientes.Importa consignar, por tanto, que el libro se manufacturaba entrela denuncia y la esperanza y que además eligía, muy claramente,un lugar de enunciación: la experiencia personal del conflicto, concuanto implicaba de antecedentes familiares, encuentros y desen-cuentros generacionales, convocatorias colectivas y desengaños ín-timos, de los que el más importante era una fugaz militancia en lapropia ETA. El desafío requería también la elección de las armasde combate - el análisis filológico (es excelente el comentario deversos de Maragall, de Unamuno y de Aresti) - y la determinacióndel alcance de la justa: el subtítulo - «Historias de nacionalistas» -implica que, para Juaristi, no hay tanto un nacionalismo enterizocomo modulaciones personales de una obsesión mortífera, impías yoscuras necesidades de culpabilizar a alguien de una mutilaciónimaginaria. Porque la lectura de Freud es otra de las armas más

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explícitas del libro: «La melancolía está, sin duda, relacionada conla estupidez, pero permite definiciones autónomas. Consiste, comoes sabido, en una denegación de la pérdida mediante una identifi-cación del sujeto con el objeto perdido. El melancólico canibaliza alser amado cuya muerte niega (de ahí que Saturno, devorador desus hijos, se convirtiera en emblema temprano de la melancolía), yse retira del mundo exterior su deseo para dirigirlo sobre sí mismoen un bucle inflexible»22.

Fernando Savater escribe con parecida eficacia estética - es,sin duda, el mejor ensayista español en el género filosófico - pero apartir de una experiencia personal distinta de la de Jon Juaristi.Ha sido antifranquista pero jamás nacionalista vasco, ha rozadocierta acracia muy racionalizada pero la ha resuelto en una volun-tad declaradamente hedonista compatible con un civilizado y britá-nico espíritu ciudadano. En tal sentido, la lectura de Contra laspatrias (1984, segunda edición corregida y ampliada en 1996)23 esuna experiencia radicalmente distinta a la apasionada mezcla deautobiografía y hermenéutica que ha dejado Juaristi en los doslibros citados. Resulta como pasar de la lectura de Séneca a la deLucrecio: reflejan la misma crisis de valores pero también dos ta-lantes casi polares... El objetivo de Savater es la denuncia del na-cionalismo y de los zascandiles que lo convierten en credo y consig-nas, pero también quiere prevenir los enquistamientos colectivos(el dramático consuelo de «no nos entienden») y, al cabo, exigir unrelativismo activo que se resuelve en auténtico internacionalismo.En el fondo, lo que cautiva la imaginación del escritor es el pensa-miento de la Ilustración radical y el espíritu que le anima es el deaquellos hombres que viajaban, leían en varias lenguas, escribíanen forma de ensayo ameno todo cuanto pensaban, fornicaban y en-gullían con denuedo y delicadeza a la par, y soñaban ser «ciudada-

22 El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos, Madrid, Espasa-Calpe, 1999, p. 31.

23 El libro está dedicado, en forma principal, a dos intelelectuales inequí-vocos en el ejercicio independiente del raciocinio: a Rafael Sánchez Ferlosio, «elmenos nacional de los clásicos castellanos» y a Félix de Azúa, «poeta y torpedero»(quien le había dedicado a su vez a Savater la Historia de un idiota contada por símismo).

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nos del mundo».En el terreno del pensamiento político, la obra y la prosa efi-

caz y precisa de Antonio Elorza merecen un lugar muy destacadoen el conjunto de libros a los que me vengo refiriendo. Su trabajomás veterano sobre el tema fue Ideologías del nacionalismo vasco(1876-1937). De los «euskaros» a «Jagi-Jagi» (1978), que vio la luzen una colección nacionalista donostiarra, «Euskal Historia», deleditor Haranburu, cuyo segundo volumen serían ¡unas Obras es-cogidas de Sabino Arana!... Pero no se piense que, por eso, el libroera complaciente con lo que narraba: nadie más lejos que elincómodo Elorza de un «historiador oficial», o siquiera «oficioso». Setrataba de un análisis fuertemente influido por la exégesis marxis-ta de Lucien Goldmann que repasaba con rara lucidez el arcaísmodel pensamiento sabiniano, el reaccionarismo religioso de ArturoCampión, o la escisión del nacionalismo al filo de los años veintepor el impulso de los deseosos de una visión más moderna (y bur-guesa) de la acción política. La reedición del contenido de este volu-men - muy ampliado - en el año 2001, bajo el nuevo y elocuente tí-tulo de Un pueblo escogido. Génesis, definición y desarrollo del na-cionalismo vasco24, supone un notable avance en el compromisopersonal del autor: el intérprete marxista de un nacionalismo noprecisamente brillante creía, sin duda, en la posibilidad de una«construcción nacional» del País Vasco, final feliz de un pleito se-cular; al historiador del primer año del siglo XXI le consta que elpeor enemigo de ese ideal es el mismo nacionalismo vasco, al menosen cualquier especie de las surgidas de la invocación de Arana. Y,en rigor, no ha tenido que interpolar mucho en sus fértiles análisisde textos de propaganda y combate, que es el material predilecto desu análisis. Que, por otro lado, en estos años ha conocido una am-pliación digamos concéntrica que lo explica mucho mejor. Una claveimportante está en el libro de 1995 (que su autor prefiere citar por

24 Un pueblo escogido. Génesis, definición y desarrollo del nacionalismovasco, Barcelona, Crítica, 2001. Un sugestivo apunte autobiográfico de la actituddel historiador - similar a los que vertebran las aportaciones de Juaristi - se ha-llará en las páginas iniciales del libro La historia de ETA, A. Elorza, coordinador,Madrid, Temas de Hoy, 2000, Introducción. Vascos guerreros, pp. 11-74).

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la traducción italiana de 1996, La religione politica. I fondamenta-lismi) donde un notable capítulo sobre «Euzkadi: il nazionalismocome religione» y otro sobre «Franco: un cesarismo integralista»acompañan a certeros análisis sobre la formación del integrismo is-lamista, el nacionalismo ruso posterior a la caída de la URSS, el es-talinismo como «religione laica» y la dilucidación de tres mitos na-cionalistas en el marco de supuestos democráticos (el culto a las fi-guras de Dolores Ibárruri, Ghandi y José Martí)25. Las nociones de«transferencia de sacralidad» o de «ideología del territorio» han su-puesto otra vuelta de tuerca en un debate abierto con una ten-dencia natural del zoon politikon: la visión del pasado como algomejor, la tentación de refundar la unidad perdida, la negativa alcambio. Los tres temas capitales de la actual crítica política deElorza - la interpretación del pecado burocrático del comunismo, laprevención ante las formas políticas del islamismo, la esencial per-versión del nacionalismo vasco existente - proceden, en puridad, deun mismo impulso cívico y de una misma convicción moral: no haycosa más inhumana que la sacralización de las ideas, ni peor ene-migo de la felicidad terrena que la noción religiosa de trascenden-cia.

Los habitantes del siglo XX llamaron hipócritas a sus antepa-sados decimonónicos pero, al cabo, advirtieron que su propia centu-ria fue mucho más cruel que la anterior. Es inevitable pensar quenuestros herederos tendrán una visión poco halagüeña de este siglocasi pasado, como ya la han tenido los intelectuales inevitable-mente crepusculares que hemos recordado en estas páginas. Perotambién estoy seguro de que las conquistas definitivas de la cen-turia venidera - y ojalá que sean muchas - se apoyarán en esaobstinada creencia en la igualdad y en la libertad, en el de derechode la inteligencia, que ha sido también (aunque no siempre) la vozde nuestro siglo.

25 La religione politica. I fondamentalismi, Roma, Riuniti, 1996. Parte delmaterial conceptual puede verse también en el folleto Los integrismos, Madrid,Historia 16,1995 (Cuadernos del Mundo Actual).

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LETTERATURA SPAGNOLA

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