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Capítulos del I al V Mamá me obligaba cada quince días a ir a la residencia para visitar a la abuela Carmen. En casa no podía estar, pues mamá trabajaba y permanecía fuera hasta las siete de la tarde, que regresaba; entonces se armaba la de San Quintín; como un sargento de marines pasando revista en el barracón, así actuaba mamá: que si recoge esto, que si no has hecho la cama, que si el friegaplatos se encuentra abierto, que si ... . Quiko abusaba de su condición de hombre, sin lugar a dudas, se ceñía los cascos y con el volumen del walkman en máxima potencia se encerraba en su cuarto abandonándome a mi suerte. Cuando papá y mamá se divorciaron las cosas cambiaron mucho en casa, mamá tuvo que buscar un empleo y a mi abuela Carmen, que hasta entonces vivía con nosotros, como cobraba una buena pensión del estado, pues había sido maestra de escuela, mamá la alojó en una residencia, ella decía que era la mejor y la más cara, en su afán de contrarrestar la mala prensa que este tipo de instituciones goza. El primer día que fui a la residencia, recibí una positiva impresión por su buena pinta exterior: dos chalets modernos y adosados, con fachada de ladrillo visto, grandes ventanales y un pequeño jardín frontal en el que junto a una fuentecilla circular crecían el césped y un par de sauces llorones, donde unos viejos tomaban el sol sentados en un banco de madera. Entré a la residencia con más expectación que temor. Dos ancianas empotradas en sillas de ruedas nos dieron la bienvenida, una de ellas con rostro deforme y los ojos colgados en el vacío, babeando una hebra cristalina desde la boca hasta el jersey. Apercibí una hedionda pestilencia a agrio, a atmósfera viciada y cargada de un aire oxidado y rancio, como si los orines y los pedos de los ancianos se hubiesen congregado al unísono a dos palmos de mis narices. Quise dar media vuelta y salir de aquel marchito lugar, pero la mano de mi madre, junto con un pescozón, yugularon mi fuga.

El regreso del Principito

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Homenaje a Antoine.El personaje vive otras aventuras basadas en la experiencia personal de un viaje a Marruecos.

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Capítulos del I al V

Mamá me obligaba cada quince días a ir a la residencia para visitar a la abuela Carmen. En casa no podía estar, pues mamá trabajaba y permanecía fuera hasta las siete de la tarde, que regresaba; entonces se armaba la de San Quintín; como un sargento de marines pasando revista en el barracón, así actuaba mamá: que si recoge esto, que si no has hecho la cama, que si el friegaplatos se encuentra abierto, que si ... . Quiko abusaba de su condición de hombre, sin lugar a dudas, se ceñía los cascos y con el volumen del walkman en máxima potencia se encerraba en su cuarto abandonándome a mi suerte.

Cuando papá y mamá se divorciaron las cosas cambiaron mucho en casa, mamá tuvo que buscar un empleo y a mi abuela Carmen, que hasta entonces vivía con nosotros, como cobraba una buena pensión del estado, pues había sido maestra de escuela, mamá la alojó en una residencia, ella decía que era la mejor y la más cara, en su afán de contrarrestar la mala prensa que este tipo de instituciones goza.

El primer día que fui a la residencia, recibí una positiva impresión por su buena pinta exterior: dos chalets modernos y adosados, con fachada de ladrillo visto, grandes ventanales y un pequeño jardín frontal en el que junto a una fuentecilla circular crecían el césped y un par de sauces llorones, donde unos viejos tomaban el sol sentados en un banco de madera.

Entré a la residencia con más expectación que temor. Dos ancianas empotradas en sillas de ruedas nos dieron la bienvenida, una de ellas con rostro deforme y los ojos colgados en el vacío, babeando una hebra cristalina desde la boca hasta el jersey.

Apercibí una hedionda pestilencia a agrio, a atmósfera viciada y cargada de un aire oxidado y rancio, como si los orines y los pedos de los ancianos se hubiesen congregado al unísono a dos palmos de mis narices. Quise dar media vuelta y salir de aquel marchito lugar, pero la mano de mi madre, junto con un pescozón, yugularon mi fuga.

Mi abuela desde el salón nos hizo señas y sonrió al vernos, tuve la impresión de que visitaba a una reclusa encarcelada a causa de un delito, de esos que algunos viejos cometen cuando se les va la cabeza.

Allí permanecimos casi una hora. Una anciana enferma de Alzheimer, con vedeja blanca y enmarañada, deshabitadas encías, que no paraba de chillar tonterías y que se encontraba sentada al lado derecho de mi abuela, me sujetó con vehemencia desahuciada de la manga de la chaqueta, ¡en qué me vi hasta que soltó!

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Al fin nos fuimos, tras dejar a mi abuela con los ojos humedecidos y reprimiendo las lágrimas.

Como mamá guardaba mucho sentimiento de culpa por tener a la abuela fuera de casa, cada fin de semana nos desplazábamos a la residencia, era un rito obligado e impuesto como los diez mandamientos al pueblo israelita. Quiko dejó de ir al poco tiempo; cuando cumplió los diecisiete, mamá ya no podía con él.

Confieso que aquellas visitas, poco a poco, se me hicieron imprescindibles y casi necesarias, comencé a gustar de ellas. Al mismo tiempo que me enrollaba con los viejos contándoles historias del instituto y de mi panda o algún chiste, me sensibilicé con el mundo de los mayores.

Me acostumbré al olor de la residencia, descubrí la belleza juvenil oculta en los rostros repletos de arrugas, y un día me di cuenta de que los besos y las caricias, no sólo son requeridos por los jóvenes, sino también por los ancianos y ancianas; los besaba, los acariciaba en cuanto llegaba. Yo, una cría, una chiquilla de quince años, me transformaba, en cuanto atravesaba la puerta de la residencia, en una persona sensible y cariñosa con aquellos ancianos, cualquiera hubiera pensado que pertenecía a una ONG.

Les observaba las manos, me llamaron especialmente la atención: finas, delgadas, escuálidas, con surcos que se hundían en una estructura sin apenas carne, de piel transparente donde se dibujaban el itinerario cansino de unas venas azuladas y quebradizas. Manos preámbulo de la agónica muerte.

Cada persona mayor guarda en el corazón la enciclopedia de toda una vida; del cúmulo de datos y experiencias siempre hay una que destaca de las demás, y que se repite y repite en cada palabra, en cada imagen, en cada momento de conversación.

Yo hablaba mucho con Robert, amigo de mi abuela, a pesar de sus 92 años conservaba perfectamente el juicio y la lucidez, aunque hablaba con dificultad a causa de una trombosis que le había dejado medio cuerpo paralizado. De vez en cuando, lo enderezaba en la silla, el cuerpo se le iba inclinando hacia uno de los lados y no lo controlaba, si llegaba a torcerse demasiado, teníamos que ayudarle a poner derecho el tórax, de lo contrario se asfixiaba.

Mi abuela forjó una buena complicidad amistosa con Robert desde los primeros días de su llegada a la residencia, normalmente los encontrábamos siempre juntos en la habitación de él, ella pintando con acuarelas (siempre fue su gran afición) y él tecleando con una mano el ordenador. Mamá bromeaba diciéndole frases irónicas: “¿Qué, vamos a tener boda? ” “La abuela se ha buscado un

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novio ” y cosas por el estilo, que por su inverosimilitud y sarcasmo dejaban una atmósfera más agria que el olor fétido que se respiraba.

Robert escribía cuentos breves y maravillosos. A pesar de su buena literatura nunca publicó nada, en la habitación guardaba cantidad de estos relatos. Me dejaba alguno de ellos cada quince días, cuando visitábamos a la abuela; tres o cuatro dinA4 cosidos con grapas, con el título del relato y el nombre del autor presentaba su modesta edición.

Un día me llamó y me dijo: “Muchacha, vas a leer el mejor cuento que he escrito, éste lleva más páginas” – y me alargó una carpeta azul con un mamotreto de folios –. “Está basado en un hecho real, no lo olvides. Si te lo doy a leer es porque has demostrado, a alguien que te quiere bien, que llevas el estigma de la buena gente grabado en tu corazón”.

He de decir que, en ese momento, no le di mayor importancia a las excelsas palabras dichas al entregarme aquel cuento más voluminoso que los habituales. Llevaba en la portada el título de: “El Regreso”, y, a diferencia de los demás, éste no venía firmado.

He aquí el relato:

EL REGRESO

I.

Cuando yo tenía seis años vi una vez un dibujo muy gracioso y sencillo en un libro de pocas páginas que se llamaba “El Principito”. Representaba un niño de cabello rubio, con una espada en la mano, botas de cuero y un enorme abrigo azul y rojo que le colgaba hasta los tobillos. Me gustaba dibujar y, como por aquel entonces en casa teníamos prohibido ver muchas horas seguidas la televisión, me distraía copiando láminas de libros y cuentos. He aquí, más o menos, la copia del dibujo que entonces hice.

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Leí el cuento despacio y casi silabeando, pues mi lectura aún no era fluida y rápida. Mi madre, al observar mi afán por leer, cogía el librito y me leía sentada sobre la cama mientras yo soñaba con el Principito; con su voz clara y su maravillosa entonación el texto del cuento se me hizo más fácil de comprender.

Habiendo cumplido ya los nueve años, mamá quiso darme una sorpresa, entró a la habitación para darme las buenas noches; se sentó al borde de la cama y abriendo un librito leyó melodiosamente: “Le Petit Prince”. “Lorsque j´avais six ans j´ais vu, une fois, une magnifique image, dans un livre sur la Forêt Vierge qui s´appelait “Histoires Vécues.” ... (Nota: texto inicial de El principito de Antoine de Saint-Exupéry)

Madre impartía clases de francés en un instituto de secundaria. Sentí una rara sensación cuando escuché aquel texto en su lengua nativa, tal y como se escribió; algo parecido a cuando te relatan el argumento de una película y, al cabo de soñar con ella, tienes la oportunidad de verla proyectada en la pantalla.

Recuerdo de aquellos años de niñez, que el Principito se me representaba en la imaginación como un niño sensible, eterno, solitario y habitante de un pequeño planeta perdido en el cielo, cual niño desterrado por causa de alguna travesura mínima.

 

II.

Me hice mayor y maestra de escuela (continuando la tradición de mi madre), y busqué de nuevo el libro de “El Principito” con la

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intención de relatárselo a mis alumnos, y lo releí despacio saboreando cada página, como un jarabe afable y curativo que aliviase mi vacío y el ansia por encontrar el significado de mi vida, y las lágrimas llenaron mis ojos de una emoción incontenible, mientras que varios interrogantes me daban vueltas por la cabeza: ¿Qué fue de la flor, seguiría siendo tan vanidosa? ¿Se comería el cordero la flor? ¿Habrá descubierto y visitado el Principito nuevos asteroides?

Era yo entonces una jovencita sensible a las buenas ideas, dinámica y activa para incorporarme a las acciones que la humanidad requiriese. Me propuse visitar en vacaciones el Sahara, llegar al desierto y probar suerte, como en su día lo hizo Antoine, el autor de “El Principito”. Me marqué un objetivo contundente y claro: Contactar con el Principito.

Como os podéis imaginar esta decisión descabellada la oculté, no se la dije a ninguna persona mayor o amiga, pues tuve el temor de que la tomasen como una broma o como una locura adolescente.

Lo primero fue comprarme una buena moto. Esta que os dibujo.

                                                                                  

¿Por qué una moto? El relator de la historia, Antoine, llegó al desierto del Sahara pilotando un avión, era aviador, llevó el correo entre Casablanca y Dakar. Pensé que me sería bastante difícil hacerme con un avión y obtener el carné de aviadora, así que me decidí por lo menos complicado.

Durante un tiempo me dediqué a viajar en la motocicleta para coger destreza y soltura. Viajé a Portugal, crucé España y por los Pirineos salté a Francia.

Cuando al cabo de dos veranos me creí preparada, desde mi interior surgió la certeza de que el momento había llegado: proyectar el viaje al Sahara; adquirí mapas en una tienda especializada en desiertos y secanos, estudié geografía de aquellas tierras. Comprobé por los libros la cantidad de alimañas que viven ocultas bajo las

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arenas: serpientes venenosas, negras tarántulas, escarabajos carnívoros, letales escorpiones y muchas más. Tuve que cerrar estos libros y no abrirlos, de lo contrario el miedo a los bichos me hubiera hecho desistir del viaje. Pero la fuerza de mi idea me arrastraba por encima de cualquier dificultad. Aprovechando las vacaciones estivales, en el mes de Julio crucé el Mediterráneo en un ferry. Portaba una mochila repleta de cosas (eché un líquido repelente de mosquitos, diez pilas de linterna, una cafetera, por ejemplo), algunas de las cuales no me sirvieron más que sólo de carga innecesaria, y la motocicleta.

III.

Son tierras muy pobres aquellas de África. Vi cantidad de gente vacía, sin nada, llena de miseria, que es la nada: niños árabes harapientos buscando desperdicios en los contenedores de basura de las ciudades, mujeres oscuras lavando jirones de ropa en las riberas de riachuelos contaminados, y nubes negras de mendigos pidiendo a los europeos y turistas algunas monedas. Me sentí impotente ante aquella indigencia y pobreza. Yo pertenecía a otro imperio.

Es verdad que bastante gente mayor ve las cosas y las valora de una manera extraña, por ejemplo, la cantidad de dinero que uno tenga agrupa a las personas en clanes o asociaciones o países. Los que tienen muchos millones se casan con los que tienen igual dinero y viven en París, en Nueva York, en Londres, en Barcelona. Los que tienen pocos millones, sus coches son menos lujosos y en vez de llevar diamantes y rubíes en las sortijas y collares, llevan un baño de oro y alguna perla engastada en la bisutería.

Los pobres son más solidarios y oscuros de piel la mayoría, será porque trabajan en el campo y el sol los quema como a los cardos, o en minas de carbón y el lignito les tizna como al tercer rey mago.

En un descanso, junto a la moto, dibujé un beduino del desierto sobre su cabalgadura, que desfiló silencioso a doscientos metros de donde yo me situaba. No podía comunicarme con él a viva voz, no conocía su idioma; levanté mi brazo y lo zarandeé en señal de saludo. Él sacó su mano oscura de entre su chilaba marrón, me arrojó un puñado de dátiles en señal de amistad y correspondió a mi ademán; en su blanca dentadura se dibujó una sutil sonrisa.

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Corrí a coger los frutos de la amistad lanzados por el beréber, hincados en la arena, como coleópteros de una variedad espléndida y gigante que huían de la presencia humana buscando refugio bajo la tierra. Aquellos dátiles me regalaban una comunión con las palmeras, con los ágiles niños saharauis encaramados en los troncos, con las mujeres morenas y analfabetas embutidas en sayales oscuros mirando a sus hijos trepar. Dátiles, cuyo magnesio y mineral arrancados de la tierra, alimentarían mi cuerpo hambriento en días posteriores.

 

IV.

El carburador se ensució de arena y las ruedas se hundieron absorbidas por la masa dorada y tórrida de tierra finísima. La maquinaria de la moto dejó de funcionar tras un estallido portentoso. A mil millas de toda tierra habitada.

Exhausta, bajo un sol fundidor, con las botas saturadas de arena, dejé caer la motocicleta con lo que transportaba, con esa ansiedad con que nos despojamos de la ropa para darnos un baño en la piscina; pero, sólo pude beber unos tragos de agua caliente de la cantimplora.

Miré imprudentemente al sol flamígero, su luz de quirófano me dejó ciega durante varios interminables minutos.

Fue entonces cuando creí encontrarme en el lugar exacto, donde Antoine encontró al Principito. Silencio en las dunas, estoicamente aguanté el desarrollo y la contemplación de aquel misterio solemne. Una gran emoción me embargó, como si un acontecimiento trascendental y grandioso estuviera a punto de ocurrirme.

En el desierto también hay piedras negras y rocas cuaternarias, guijarros cortantes como alfanjes, que en un mal paso pueden

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seccionar la bota y herirte con sus colmillos afilados por la arena y el viento. El sol es más grande en el Sahara, la proximidad al ecuador infla la esfera fúlgida como un centelleante globo de feria.

La arena se vuelve rosa cuando atardece.

Llegó la noche; Venus alumbraba ya en un cielo semiarrebolado y oscurecido. Levanté los ojos hacia la inmensidad del firmamento desnudo y recordé las palabras últimas escritas en el texto de Antoine:

“Mirad atentamente este paisaje a fin de que lo reconozcáis si viajáis un día por el África, en el desierto. Y si llegáis a pasar por allí, os suplico: no os apresuréis; esperad un momento, exactamente debajo de la estrella. Si entonces un niño llega hacia vosotros, si ríe, si tiene cabellos de oro, si no responde cuando se le interroga, adivinaréis quién es. ¡Sed amables entonces! No me dejéis tan triste. Escribidme enseguida, decidme que el principito ha vuelto...”

La noche sin luna dejó al descubierto una inmensa bóveda repleta de estrellas. Me acosté sobre la arena cálida; de cabecera la mochila, contemplé la grandiosidad del firmamento y en silencio me extasié observando el juego silencioso de las estrellas fugaces; por el Sur, un vendaval de estrellas imitaba a castillos de fuegos artificiales. ¿Cuál sería el planeta del Principito? No sé por qué, pero, comencé a llamarle a gritos:

-¡Principito! ¡Principito! ¡Principito!

El cansancio de la jornada me rindió envolviéndome en un dulce sueño.

V.

El sol encaramado sobre una duna de arena me despertó. Un zorro astuto durante la noche me mordió la lengüeta de una de mis botas. El Principito no se encontraba por ningún sitio, sólo descubrí las pequeñas huellas del zorro. Seguí el rastro serpenteando por entre aquel laberinto de montañas de arena tan espectaculares, en el Sahara las olas del mar toman contornos nuevos, y desde cierta altura puedes ver un océano estático y seco.

Unos matorrales enjutos y resequidos se encontraban cargados de caracoles, más allá otro escuálido arbusto había sido desprovisto de unos pocos de ellos, sólo dejó media docena, es la táctica inteligente del zorro para no quedarse sin gasterópodos, nunca los consume todos, cuida del criadero al no despojar totalmente las matas de su viviente carga. Al cabo descubrí una pequeña oquedad:

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la madriguera del zorro. Al acercarme, desde el interior escuché una súplica:

-¡Cuidado, no soy un zorro vulgar¡ ¡Soy un zorro domesticado! ¡No vayas a disparar!

Enseguida comprendí que se trataba del zorro amigo del Principito. Mi intención era rabiarle, regañarle por mordisquear la bota, pero, temí que se asustara y cambié de estrategia:

-¡Quiero ver al Principito! He viajado desde muy lejos para conocerle.

Un hocico húmedo, convergente y negro asomó por la boca de la madriguera. Unos ojos naranja y oblicuos me observaron avisadamente.

-¡Eres una mujer! ¿Qué haces aquí a mil millas de toda civilización? El desierto, antes, no era peligroso, ahora lo es.

- Hace años que llevo proyectado este viaje, no me regañes. ¿Por qué dices que el desierto es ahora peligroso?

-¿En qué país vives? ¿No te has enterado de que ahora puedes morir atropellado bajo las ruedas de una veloz motocicleta o destripado por un coche de carreras? -me aclaró malhumorado.

- Sí, es verdad -pero, mi obsesión me hizo cambiar el sentido de la conversación, y le exhorté con la intención de que se obrara el milagro: -¡Quiero ver al Principito!

Era un zorro muy hermoso, de pelo rojizo que brillaba aún más con los rayos del sol amaneciendo, de patas fuertes y altas. La cola hubiera sido requerida en las peleterías europeas por inconscientes desaprensivos. Mucha gente mayor hace cosas extrañas e incomprensibles. No es bueno asesinar a un animal tan hermoso para obtener su piel; ni a un oso, ni a un guepardo, ni a un rinoceronte para arrancar su cornamenta. Bueno, esto son reflexiones que no pude evitar hacer mientras caminábamos, por eso las cito ahora.

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El zorro me acompañó durante todo el día, estuvimos charlando bajo la sombra de una palmera, a media milla de donde se encontraba mi moto averiada. Me dijo, que para ver al Principito había que desearlo mucho, desearlo con la fuerza del alma. Que si yo lo esperaba, él vendría. Que nunca debería dejarme arrastrar por la duda de la veracidad de su llegada.

Le di de beber de mi cantimplora. Regresamos.

 

VI.

Me contó cosas del Principito y un amigo. Que la galaxia donde se encontraba su pequeño planeta sufrió durante un tiempo la conquista de las naves espaciales de los astronautas de Acónito (buscadores de yacimientos de uranio), que su planeta, por esta causa, fue desplazado hacia los límites umbríos, lejos de la influencia del sol, donde se goza de cierta tranquilidad. Me refirió con detalle los viajes del Principito para conocer los nuevos asteroides y planetas, viajes que efectuó solo, porque su amigo había quedado guardando la flor.

Tanto nombró al amigo del Principito, que la curiosidad me llevó a preguntarle:

-¿Y quién es ese amigo del Principito? ¿Quizás una nueva flor? ¿Quizás el cordero?

Me miró a los ojos como extrañado de mi pregunta, tal vez creyó que yo le conocía, y en efecto así fue, pero no podía imaginar, en aquel momento su sorprendente respuesta:

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- El aviador, el que llegó al desierto antes que tú, hace muchos años.

Mi corazón se inflamó y se alegró con aquella audaz y feliz noticia, fue como cuando uno coteja con éxito el número adquirido en una rifa con el premiado, fue como descubrir, en ese instante, la esencia de la verdad que tanto buscaba desde mi infancia. ¡Siempre creyendo que el fruto de los árboles se pudre cuando cae a la tierra, y qué pocas veces pensé que la semilla germina y vuelve a crecer en un ciclo eterno e infinito!

Antoine voló al encuentro del Principito, ¡no estaba muerto!

 

VII.

Me refirió el zorro que con los astronautas de Acónito tenía uno que llevar cuidado, porque gustaban de comer carnes condimentadas con hierbas, sales y aceites. Que preparaban sabrosos platos cocinados con aves y otros animales.

-Sí -y añadí-: Las personas, muchas, son carnívoras y comen pollos, y terneros y cerdos. Otros, sin embargo son vegetarianos, nutriéndose de lechugas, alcachofas, zanahorias y más hortalizas.

El zorro quedó maravillado ante mis explicaciones culinarias, pensativo durante unos minutos. Lo dejé hacer y deshacer ideas. Me puse a limpiar el carburador con gasolina que había recogido en un vaso. Éste era el segundo día que transcurría en el desierto y comenzaba a sentir ansiedad. Dejé el carburador, me limpié las manos con la gamuza y hurgué en la mochila la bolsa de los alimentos.

-¿Tienes hambre? -le pregunté.

-¿Los vegetarianos se alimentan de flores?

Me preguntó, como si mis palabras hubieran salido de un altavoz desconectado. Le alargué un trozo de pan con queso.

- Toma, come un poco.

Sin mirarme y dejándome con el brazo estirado sosteniendo el alimento, continuó su reflexión en voz alta:

- Si los vegetarianos se alimentan con flores, el Principito no les dejaría visitar su planeta. Se comerían la flor.

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Como el zorro había sido domesticado por el Principito, tan poco olvidaba una pregunta, insistió:

        - Dime, ¿los vegetarianos comen flores?

        - No tengas temor. Ningún vegetariano engulliría la flor del

Principito - agregué.

        - ¿Por qué estás tan segura? ¿Es que llevan bozales? –me

interrogó el zorro.

No sabía qué responder, me encontraba más preocupada por la tardanza a la que el Principito me sometía que por intentar comprender sus palabras. Dejé el queso y el pan y me predispuse a contestarle adecuadamente. Tantos años preparando este viaje y, ahora..., iba a desperdiciar estos momentos de interesante conversación a causa de mi impaciencia. Le contesté:

- Los vegetarianos, por lo general, son gentes pacíficas, hacen deportes sanos, practican yoga y no arrancan las flores de los jardines ni de los planetas, y menos aún la del Principito, además, Antoine, su amigo, lo impediría.

-Tus palabras me dejan más tranquilo. Se moriría de pena si un desaprensivo se comiera su flor.

                                                                

Tras estas palabras el zorro bostezó mostrando sus poderosas mandíbulas y una larga lengua. Se acurrucó junto a la moto disponiéndose a descansar.

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Una luna creciente, como una rodaja fina de sandía, iluminó con su luz tenue de plata las dunas durmientes. Las noches en estos confines albergan una belleza astronómica.

VIII.

Una atmósfera limpia y luminiscente, semejante a una enorme luciérnaga colgada de una hebra en la oscuridad del bosque, envolvía al asteroide 425; la superficie de su esfera no ocupaba más del círculo de un circo ambulante de payasos y fieras.

El Principito observó a un hombre y a una mujer que, sentados en cómodos sillones junto a mesas de despacho, escribían en el teclado de sendos ordenadores.

- ¡Alguien nos visita! –anunció el hombre desviando la cabeza del vidrio cibernético hacia el joven visitante.

- ¿Quiénes sois? ¿Por qué vuestro planeta despide esta fosforescencia tan hermosa?

El hombre, ya algo mayor, pues su guedeja blanca y su pellejería de rostro así lo delataban, sin recato ni humildad le fue informando al Principito:

- Ella es una ilustrada y joven escritora de cuentos –señaló a su compañera -, yo, un magnífico narrador de novelas, premiado en innumerables certámenes literarios e importantes reconocimientos de las distintas academias de las lenguas universales.

Ambos, escribían y escribían sobre los teclados mientras que en los biombos cristalinos se dibujaban los textos recién creados.

El Principito observó con entusiasmo a la pareja de literatos escribientes, e insistió en su pregunta:

- ¿Por qué brilla con esta luz tan espectacular el planeta?

El anciano volvió a hacer caso omiso a la pregunta del joven visitante y continuó con su perorata narcisista, como si nada:

          

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-Me han otorgado, entre otras distinciones: El Bolígrafo de Oro del que Cagó la Rana, El Diploma Mundi de la A a la Z, La Copa de Pipís a la Mejor Novela, La Medalla Escatológica de Narraciones, El Premio Noescribasmás y El Incensario y Palio Literarios.

-¡Caramba, qué hombre más presumido! –discurrió el Principito.

-En nuestros escritos relatamos la vida de la gente -contestó la joven novelista, sin levantar los ojos del ordenador-. En un primer libro queda recogido lo malo y lo egoísta que la persona ha hecho en la vida.

- En un segundo tomo -interrumpió el vanidoso escritor, que sujetaba las arrugas colganderas del cuello con una cinta de seda -, el que yo escribo, se relata lo bueno y positivo de esa misma persona.

- Tenemos mucho trabajo -retomó la palabra la joven ilustrada-, son muchos los individuos que, en el ecuador de sus vidas, con el objetivo de incorporarse a la gran corriente de la humanidad y de encontrar la sustancia auténtica del universo, desean hacer balance, porque saben que para ser felices deben descubrir la discreta hoja que en su día incorporaron al follaje del gran árbol de la vida, y qué mejor estrategia que leer tranquilamente la propia biografía.

Como el Principito nunca olvidaba una pregunta, insistió una vez más :

- ¿Por qué la luz tan especial de este planeta?

La novelista, como si una profunda sordera hubiera dejado inmóviles e inútiles los yunques y estribos de sus oídos, alargando el brazo, le dio a leer un 1º volumen ya acabado; pertenecía a la mujer cualquiera. El Principito, indagador, por si allí se encontraba la respuesta a su insistente pregunta, hojeó el libro y se detuvo en la página 317, leyendo en voz alta en la primera línea que escogió al azar:

...”no tuviste ánimo ni ganas de jugar con los niños. Castigaste a Sandra y a María sin salir de sus habitaciones y Tony lloró ante tus gritos. Fuiste injusta...”

La joven escritora, sin tiempo al comentario, le quitó de las manos el libro y acercó al Principito el segundo tomo abierto por la misma página, la 317, agregando:

- Lee - y aclaró -: Pertenece al relato de la vida de la mujer cualquiera, pero, ahora en positivo.

El Principito leyó en voz alta:

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”Aquel día te encontrabas preocupada porque el alcalde ordenó cortar los árboles del bosque de la colina, en su afán de construir nuevas urbanizaciones. Sabías que muchos animalitos se quedarían desguarnecidos, sin sus nidos, sin sus hogares bajo los árboles, que morirían. Cuando finalizó el día fuiste consciente de tus arrebatos con tus hijos, y le diste un beso a Sandra, a María y a Tony. Ellos comprendieron tu malhumor, pues en repetidas ocasiones, los días festivos, ibais a ese frondoso bosque a observar y a disfrutar de la naturaleza.”

En ese momento, al finalizar la breve lectura, un hombre maduro, alto como una torre con pararrayos y calvo como una bombilla llegó al despacho para encargar los dos libros de su vida. El anciano le recogió unos datos personales en forma de claves, con ellas tecleó en el ordenador, esperó unos segundos y añadió, leyendo de la pantalla maclada:

- Sí, aquí están recogidas todas tus acciones y hechos más

importantes –señaló con el dedo unas letras en el cristal cibernético

-. Dentro de seis años puedes venir, estarán finalizados los dos

tomos de tu biografía.

(Me aclaró el zorro, que el mes en el asteroide 425 apenas llegaba

a un día y medio, dada su escasa circunferencia).

Mientras, el Principito leía otros libros por si en ellos encontraba la respuesta a su interrogante; el primero perteneciente a un compositor de música:

“...el público, expectante y ansioso, deseaba escuchar la sinfonía que se estrenaba esa noche en el Palacio de la Música. Nadie supo que había sido robada a un compañero; la composición no era original, le dieron unos mínimos arreglos y fue presentada con tu firma. La partitura ganó el primer premio y una clamorosa ovación, un galardón que no te pertenecía. Fuiste un ladrón y un mentiroso.”

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En la misma página del libro segundo se decía:

“...Fue un rotundo éxito, el público aplaudió más de cinco minutos. Mientras saludabas los ojos se te llenaron de lágrimas, miraste al techo, por encima de la gran lámpara que cuelga del patio de butacas, y dedicaste los vivas y bravos a tu gran amigo fallecido en accidente. Sólo tú sabías que su sinfonía era espléndida. A la semana le entregaste a su viuda el dinero que habías ganado confesándole que la música la había escrito su marido. Ella te abrazó agradecida.”

Antes de devolver el libro a su estante, el Principito preguntó a los escritores:

- ¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué escribís sobre la vida de los hombres?

La joven escribana contestó regalando al Principito una sonrisa feliz:

- Los humanos no se conocen, no saben que la belleza, la ciencia y la grandeza que encierra el universo convergen en ellos. No saben lo que son. Nosotros les ayudamos a juzgarse desde perspectivas distintas. Les abrimos la mente hacia un conocimiento más auténtico. Es entonces cuando una luz intensa, que nace del interior, desparrama sus rayos iluminándolo todo –y agregó, con esa contundencia que la lógica concede al que formula una premisa universal -: De ahí que nuestro planeta irradie tan hermosa luminiscencia. Proviene de los que ya se conocen.

El Principito marchó feliz de aquel planeta.

 

IX.

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El asteroide 426 era bastante divertido, se encontraba habitado por cuatro gorilas que parecían clónicos, que aullaban al escuchar música sinfónica. Jugaban al baloncesto y un árbitro de insignificante aspecto arbitraba. En los descansos del juego el gorila de pelo rojizo se hurgaba la nariz; el segundo, de rabo enroscado semejante a un sacacorchos, se rascaba las orejas; otro, jovial y muy saltarín, se mordía las uñas y el último, un gorila de cabello negro y brillante, no paraba de restregarse por el suelo. El Principito jugó con ellos un rato.

El árbitro hizo sonar el silbato en el momento que un gorila empujó a otro:

-¡Personal! ¡Ha sido una falta personal!

El Principito no entendió por qué, las cuestiones entre los monos y los problemas que surgían con el balón, se consideraban faltas personales, y preguntó al árbitro:

- Sr. Árbitro, ¿Qué es una falta personal?

El árbitro detuvo el juego, reflexionó mientras los gorilas se pellizcaban, se mordían, se rascaban y se restregaban. Contempló el rostro inocente de aquel hombrecito llegado del espacio y le respondió:

- Es una incorrección en el juego. Algo mal hecho.

- Una incorrección en el juego es algo mal hecho - repitió el Principito con la intención de memorizar el nuevo concepto.

- Sí - afirmó satisfecho el árbitro mientras que circumbailaba el cordel de su silbato.

- Algo mal hecho e incorrecto es no querer suficientemente a una linda flor, y más, si esa flor es única en el universo. Algo mal hecho, que merece una pitada de un árbitro como tú, es no mostrar compasión a una pequeña, solitaria y presumida rosa que desea por todos los medios llamar la atención para sentirse un poco amada –reflexionó el Principito-. Yo, hace tiempo, merecí un pitido de tu silbato.

                                                                 

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- Yo no pito esas cosas. Si acaso, puedo pitar cuando un gorila se muerde las uñas o se rasca la cabeza o se mete el dedo en la nariz. ¡No entiendes! - frunció la frente el árbitro para subrayar su descontento-. Las cuestiones que dices no se pitan, las cosas mal hechas a las flores no se pitan.

- Sólo se pitan las faltas personales que los jugadores hacen con el balón - añadió el árbitro con cierta desesperación.

Antes de que se reanudara el juego, el Principito volvió a interrogarlo:

-¿Te gusta ser árbitro?

- No sabría contestarte, es lo que siempre hago y nunca me he parado a pensar en estos temas tan profundos. La verdad es que me aburro un poco con estos gorilas que, cuando paro el juego, sólo se hurgan y se arrascan- contestó el hombrecillo.

El Principito buscó sus ojos, y con mirada franca le dijo:

-Es bonito ser árbitro. La gente obedece cuando tocas el pito. Los jugadores escuchan tus palabras y órdenes. Es bonito.

Sonrió el Principito satisfecho, añadiendo:

- Me gustaría tener un silbato, así los astronautas de Acónito obedecerían mis órdenes, les mandaría abandonar la búsqueda de uranio, y mi planeta podría regresar junto al sol.

El árbitro, con entusiasmo y regocijo, reanudó el juego. El Principito se despidió y marchó de aquel divertido planeta, dejando a los gorilas casi clónicos enfrascados en un intenso juego.

X.

En el asteroide 427 se ubica una fábrica con altas chimeneas y un aparcadero de aviones para los trabajadores. La dirigen y gestionan los mejores científicos de la galaxia. Su fachada anuncia en lo que allí se trabaja: “GENOM S.A.” y con letras más reducidas “Elaboración de cuerpos humanos”.

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El Principito quedó asombrado de la exactitud de aquellas formas corporales: verdaderas venus de físicos espléndidos. Se fabricaban en todas las razas conocidas, y en ambos sexos.

Un científico de mediana estatura, ojos pequeños, orejas gigantescas, nariz de potera y patillas que arrastraba por el suelo explicó al Principito el proceso elaborador de esta peculiar fábrica de cuerpos:

- El diseño lo obtenemos a partir del genoma humano que nos da el plano con el ADN del cuerpo que deseamos fabricar. Los tejidos son coloreados -señalando a unos obreros protegidos con monos blancos y mascarillas que pintaban con brochas -: Esos dan los últimos y definitivos retoques.

- ¿Por qué fabricáis cuerpos sin memoria, sin vida? -preguntó con manifiesta curiosidad el Principito.

- Los humanos son extraños, se quieren poco, se gustan poco. Se cansan de mirarse al espejo y no superan los complejos. Entonces, vienen aquí y les cambiamos de cuerpo. Sólo de cuerpo, lo esencial, la memoria y el alma, permanecen - aclaró el científico mientras se frisaba la patilla derecha.

- Es muy triste lo que me dices. Los humanos deben sufrir mucho para llegar a esos extremos – apuntó el Principito mientras observaba los cuerpos recién terminados y apilados sobre el mostrador.

El científico tecleó unos dígitos en el teclado del ordenador, y comentó señalando en la pantalla cristalina la imagen que se iba dibujando:

-Esos hombres y mujeres que esperan en fila, han venido hasta aquí, desde lejanos planetas y asteroides de la galaxia, para someterse a un cambio de cuerpo.                   

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El Principito se aproximó al vidrio cibernético y observó los rostros, queriendo descubrir en los ojos el porqué de su decisión.

-¿Se modifican todos el cuerpo?

-Antes de la operación, deben pasar por la consulta de un psicólogo, rellenar un cuestionario, varias instancias protocolarias, pagar millones de dineros y estar conforme con que Genom S.A. no se hace responsable de los posibles fallos. Ante tales trámites, algunos desisten y regresan a sus asteroides.

-¿Qué se hace con el cuerpo que no se quiere? –preguntó el Principito con manifiesta curiosidad.

-En una sección aneja a la fábrica lo reconvertimos en muñeco o muñeca de trapo o de peluche que, luego, damos a cada cliente antes de marchar a su asteroide.

El científico, desenredando con un cepillo una de sus patillas, agregó:

-Pudiendo ¿Por qué no hacerlo?..., son demasiados los que nos llegan a diario -y reflexionó mientras continuaba con el peine alisando la vedeja que le colgaba de las orejas -: estiman y valoran demasiado el embalaje. Quieren ser altos, delgados, fuertes y guapos.

-Las personas adultas son asombrosas.

El Principito marchó abismado de aquel planeta. Varios días se mantuvo en reflexión, como si buscara respuestas filosóficas para acoplar sus nuevos interrogantes.

 

XI.

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El asteroide 428 se encontraba en la región intermedia y profunda de la galaxia, muy cerca del territorio de las partículas y meteoritos, donde circulaban a enormes velocidades los cometas y las estrellas fugaces. Su dimensión considerable albergaban una extraña laguna de unos diez kilómetros cuadrados, conocida por los habitantes del asteroide por Menormar.

Infinidad de rayos cristalinos salidos de este pequeño mar deslumbraron los ojos del Principito, aquello semejaba a un gran vivero de estrellas de cientos de colores extendidas sobre un valle espacioso. Al aproximarse escuchó una orquesta acuosa accionada por el cabrilleo casi imperceptible de las aguas. No distinguía aún el Principito lo que producía el inmenso sonido sinfónico, sólo cuando llegó a la playa observó sorprendido que millones de botellas de vidrio flotaban medio sumergidas en la superficie de la laguna; miles y miles de recipientes de cristal; ocres, verdes, marrones, rojizos, incoloros, etc. chocaban y rechocaban en un baile marítimo haciendo sonar sus cuerpecitos huecos en una grandiosa partitura de percusión cristalina.

                                                                           

Ensimismado por la belleza visual y sinfónica de aquel mar de estrellas transparentes quedó embelesado y contemplativo un rato.

Una mujer se acercó a la orilla, saltó hacia una roca emergida, y depositó una botella entre la maraña multitudinaria de vidrios sinfónicos. Durante unos segundos observó la superficie, que cegaba sus ojos con miles de reflejos de pequeños soles. Luego marchó, y vino un hombre de rostro muy bello, de piel oscura y cubierto de una túnica blanca, que realizó semejante operación dejando una vasija de cristal rojizo.

El Principito, antes de que se marchara, le preguntó:

-¿Qué significado encierra que los habitantes de esta estrella hayan llenado la laguna de recipientes y botellas?

El hombre de piel oscura se llamaba Abraham, sonrió con afecto, y le habló:

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- Aquí - señaló hacia el pequeño mar - están depositadas las mentiras que hacemos creer a los demás, los engaños íntimos que nos consentimos en el silencio de la soledad. Las escribimos y las introducimos dentro de un recipiente de vidrio, tapamos el envase y lo dejamos flotar en la laguna que llamamos Menormar.

El Principito se volvió hacia la laguna, protegió sus ojos de tanta diminuta luz proyectada, y preguntó al hombre de tez morena:

- Abraham, hay millones de botellas flotando sobre las aguas. ¿Contienen todas ellas el relato de alguna mentira?

- Sí. Los humanos empleamos el engaño y la mentira para superarnos, para sentirnos por encima de los demás, para obtener beneficios emocionales y materiales, para..., para tantas cosas mentimos y nos mentimos.

- Cuando se quiere ser avispado y agudo ocurre que se engaña un poco. Cuando relatamos un cuento la fantasía de la historia desborda la realidad.

- Eso es mentir - adujo Abraham -. Con esas historias maravillosas, que nos llegamos a creer, alegramos la vida.

- Y nos ayudan a sublimar la monotonía y el aburrimiento.

El Principito, invitado por Abraham, se acercó a la orilla y cogió una botella depositada en la playa, con decisión arrancó el corcho y sacó un rollito de papel de su interior. Lo estiró y leyó en voz alta: “Hace muchísimos, muchísimos años en un asteroide muy lejano vivía un rey vestido de púrpura y con una gran capa de armiño, tan extensa resultaba su capa, que los súbditos no cabían en el asteroide. Todos obedecían las órdenes del rey, bueno, menos un grupo que se encontraba asociado a una organización protectora de animales. Le obedecían hasta las estrellas”..., el escrito venía firmado con el nombre de Matthew.

Abraham informó al Principito que Matthew pertenecía al clan de la gente pobre y sin recursos económicos, y que no era rey.

-A veces, los deseos se convierten en realidad. Yo conocí hace tiempo a un rey... –agregó el Principito pensativo.

- Puedes leer cuantos relatos quieras. ¡Coge alguno más!

El Principito devolvió el vidrio a la laguna y ante la nueva invitación recibida por Abraham, tomó otra botella. Leyó: “El astrónomo, Sr. Spock, era capaz de localizar sin equívocos con su telescopio más de tres mil estrellas y planetas; vivía en Turquía, pueblo de unos cuantos millones de personas. El Sr. Spock jamás se

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equivocaba en el descubrimiento de nuevos astros, que siempre eran ratificados y aprobados en el Congreso Internacional de Astronomía anual, al que asistía con su turbante y vestimenta turca; además, el Sr. Spock, siempre mejoraba con sus hierbas silvestres y pócimas que recetaba a los enfermos de la familia”...

-No sigas, ese papel que pertenece al Sr. Spock –interrumpió Abraham -, es de un astrónomo turco que dice, en su afán de disculpar su incapacidad y poco éxito en el descubrimiento de nuevas estrellas, que la comunidad científica lo margina por vestir con indumentaria oriental. Además, unos familiares suyos, que él les recetó unas plantas medicinales, siguieron enfermos y tuvieron que prescindir de sus ungüentos e ir en busca del médico.

El Principito quedó asombrado por las palabras de Abraham, y añadió:

-Los deseos, a veces, se hacen realidad. Yo conocí una vez...

Cogió y destapó el último vidrio: “Dapra rozaba ya los 75 años, toda su vida transcurrió escribiendo frente al ordenador. Textos maravillosos y de extraordinaria belleza, que nunca pasarían a los anales de la literatura mundial. Dapra era un anciano solitario, humilde, nadie supo de su afición por la literatura, no publicó, no participó en certámenes y jamás se vanaglorió de su capacidad”...

-Sí – dijo Abraham-, su nombre verdadero es Sr. Bral, no es habitante de aquí, llegó de otro asteroide hace algún tiempo, desconozco el relato de su vida.

El Principito quedó pensativo, al cabo, argumentó:

-Si aquí las personas escriben sus mentiras, es decir, sus deseos o lo contrario de lo que son, lo que han querido ser, creo conocer a ese anciano Sr, Bral. Está bien que haya escrito esa historia –añadió sonriente el Principito, y pensó que todos los humanos deberían escribir una historia alegórica o relato de las cosas que anhelan, de lo que quieren y no pueden o no saben. Les ayudaría a conocerse mejor así mismo y, tal vez, a conseguirlo.

Se despidió de Abraham con un abrazo de agradecimiento por su hospitalidad y continuó el vuelo planetario.

XII.

En el asteroide 429 vivía un hombre; semidesnudo, con larga y abundante barba y vedeja, muy delgado porque se alimentaba de las

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hierbas que crecían en el suelo del reducido planeta, por compañía portaba una fotografía maltrecha de una mujer.

                                                                                  

Permanecía sentado sobre una roca, aunque de vez en cuando caminaba y daba la vuelta al asteroide, era éste de unos 10 metros de diámetro; pero la mayor parte de los momentos meditaba turbado, ausente, con los ojos idos; en ocasiones no paraba de hablar, pero su monólogo se dirigía a nadie en concreto, como un antiguo anacoreta del desierto que los años de soledad hacen que termine hablando con las paredes de la cueva o con las tarántulas colgadas, como un niño abandonado a su suerte que dialoga con la mamá que no encuentra por ningún rincón.

El hombre con voz acongojada por el sufrimiento relataba su infortunio:

- ...Aún te veo andar avanzando hacia mí, con tus manos extendidas. Paseando juntos por el asteroide contemplando absortos el crecimiento de las centáureas y de las amapolas. Recuerdas cuando nuestros ojos se llenaban de lágrimas nacidas de la felicidad ¿Por qué me dejaste, Fernefer? Aquel fuego que inflamó nuestros corazones... ¿qué ha sido de él? Contigo hubiera llegado a ser una persona maravillosa y plena de felicidad.

El anacoreta desvalido, muy entristecido, seguía y seguía obsesivamente llorando al desamor, sin parar de echar el ojo a la imagen fotografiada:

- ...deseo que este sufrimiento pronto culmine y pueda buscarte... Mis lamentos continuos quieren que regreses, ¡Fernefer! La vida es triste sin ti, y nada tiene sentido en este mundo sin tu amor. Ahora soy un Adán expulsado del Edén, un hijo pródigo comiendo con los cerdos, un calamar arrojado sobre la arena caliente de la playa. Mi corazón ha tenido muy mala suerte. ¡Ay!

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El Principito escuchó desconcertadamente el monólogo, que, al parecer, iba dirigido a una tal Fernefer, que lo había abandonado. Sin comprender como una persona podía sufrir de tal modo por la fuga de la mujer amada. Si fuera por una flor, lo entendería.

“Los humanos adultos lo confunden todo: la pasión con la vida, los sentimientos con la felicidad, el amor con la compasión, la amistad con el egoísmo... No se encuentran, deambulan perdidos por el universo, con la mente obsesionada, deprimidos.” Pensó el Principito.

- Los recuerdos son imborrables, nunca desaparecen, siempre se encuentran en el corazón. Yo albergo dentro de mí la flor que quiero. El auténtico amor no produce dolor, es libre, inmortal y su inicio se encuentra en el conocimiento de lo amado.

El viejo anacoreta al escuchar semejante discurso, salió de su ensimismamiento y, un tanto encolerizado por la intromisión, miró a su derredor queriendo descubrir al autor de aquellas palabras, con las que no estaba muy conforme:

- ¡Ah! Has sido tú, un pequeño niño ¿Qué sabrás del amor? ¡Tú no puedes comprender mi sufrimiento, mi obsesión!

- ¿Quién es Fernefer? - preguntó el Principito.

El viejo barbudo acarició la foto deteriorada con su dedo pulgar, la contempló una vez más y la mostró, diciendo:

- Me es difícil hablar unas pocas frases sobre ella. Me hace daño hablar, es necesario olvidarla. Debo fingir y creer que lo que sé sobre Fernefer lo he obtenido de un cuento de una narración fantástica, si no seré prisionero de su imagen y me consumiré dolorosamente cada vez que contemple su belleza. ¡Mira la hermosura de Fernefer.

Y añadió :

- Por ella lloro - y dando un fuerte suspiro, aseguró con rencor mal disimulado -: Me abandonó y se marchó.

- ¿Dónde marchó? ¿A alguna estrella próxima? ¿Dónde...? - insistió el Principito.

- No sé, no me preguntes –respondió con cierta brusquedad el hombre barbudo-. Quería conocer los árboles y plantas que crecen en otros mundos, en otros asteroides y estrellas ..., y se fue –argumentó dejando la manida foto en el suelo del planeta -. ¡Para nunca jamás volver!

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- Entonces, no debes entristecerte. Ella se encuentra cumpliendo su estigma, su destino; lo que le gusta.

El anciano semidesnudo no renunciaba a la tristeza y a sus quejas ególatras, e insistía con tenacidad, como el niño que en la repetición de la cantinela encuentra el consuelo del juguete que añora:

- Fernefer ya no me quiere, me ha dejado. Levanto los ojos hacia el firmamento, lejos, lejísimos, donde ella debe encontrarse ¡Quisiera sumergirme en la oscuridad galáctica, y rogar a sus meteoritos que me transporten al asteroide donde se encuentra mi Fernefer! Si me quisiese renunciaría a esos gustos excursionistas. ¡Ay, Fernefer!

- Los humanos confundís el amor con la posesión de la persona querida - adujo el Principito.

El hombre solitario se puso en pie y comenzó a dar paseos por el planeta (en cincuenta o sesenta pasos daba una vuelta), y olvidóse de la presencia del Principito, comenzando una nueva, angustiosa y desesperante perorata:

-...”en estos días, sin ninguna duda, podría redactar el poema más desolado, amargo y agónico que jamás humano haya escrito a lo largo de los tiempos. Podría escribir sobre lo mucho que yo quiero a mi Fernefer.”

El Principito marchó pronto del planeta dejando en su soledad al anacoreta loco, con sus versos de tristeza y desesperanza.

Antoine, en estos años de mutua convivencia, le informó al Principito que los humanos escribían demasiado sobre el amor afectivo y sus pasiones.

 

XIII.

El asteroide 430 albergaba un locutorio de radio e imagen; allí, tres águilas trasmitían canciones melódicas, realizaban entrevistas y difundían noticias por toda la red galáctica. Alegraban la vida de los habitantes de los asteroides y de los planetas. Por los ordenadores del espacio se escuchaban las voces aguileñas. El Principito no pudo evitar ser atrapado en vuelo por las garras de una de ellas; llevado al locutorio fue entrevistado frente al micrófono.

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-¿De dónde vienes muchachito? ¿Cuál es tu domicilio? - Preguntó una águila que fumaba ávidamente un cigarro puro.

Aquellos pájaros de plumaje tan espectacular y de ojos inquisitivos llamaron la atención del Principito que quedó por unos instantes observando la venustidad de sus locuaces interlocutoras.

-Bueno, ya han oído ustedes, este chavalillo viene de muy lejos y se ha establecido por aquí cerca - el águila fumadora siguió interrogándole sin conceder tregua al silencio -: Dinos ¿qué te ha parecido nuestra galaxia?

-Tenéis un aspecto muy bello, vuestra poderosa boca, el color de las plumas y los vuelos tan acrobáticos que sois capaces de realizar os hacen seres maravillosos - agregó el Principito haciendo caso omiso al guión de la entrevista.

                                                 

Las tres águilas se contemplaron a sí mismas arrastradas por la vanidad que instintivamente quedó suelta. Se vieron hermosas y desde el interior de cada rapaz borboritó un gran sentimiento de felicidad, semejante a la de un niño cuando su mamá alaba la guapura de su rostro. El local quedó paralizado.

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-¡Ejem, ejem! Bueno, nos encontramos entrevistando a este joven, que es un encanto de criatura como ustedes pueden apreciar a través del cristal de los ordenadores.

El Principito, emulando a las águilas entrevistadoras, preguntó:

-¿Por qué entrevistáis a la gente?

El águila que llevaba la voz cantante respondió divertida, expulsando una bocanada de humo por su pico:

- Así distraemos a los que nos ven y nos sintonizan. Yo te pregunto cosas de tu vida, y tú me respondes; ellos escuchan. Vuelvo a preguntar y tú me respondes una vez más, ellos se divierten y pasan el tiempo.

- Es excelente atender las buenas palabras, las que surgen del corazón de uno - agregó el Principito -. Pero, a veces, no podemos oírlas, porque no sabemos entrevistar a nuestro propio corazón. Es complicado coger un micrófono y contestar las cuestiones que uno mismo formule. Es difícil preguntarse cosas.

Una vez más, las tres águilas enmudecieron en reflexión ante aquel muchacho con aspecto de ángel que les hablaba desde una perspectiva distinta.

- Cada mañana, cuando amanece en mi planeta, y amanece cuarenta y tres veces –les aclaró el Principito -, me pregunto: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Cierro los ojos, a continuación, y escucho el fluir tranquilo de la sangre por mis venas y arterias.

El Principito marchó de aquel planeta dejando a las aves frente a los micrófonos del locutorio, enmudecidas y sumidas en ideas maravillosas y desconocidas para ellas.

Capítulos del XIV al XVII

El asteroide 431 medía 30 metros de radio, se encontraba habitado por un centenar de personas. Todas portaban una máscara confeccionada de material maleable, muy virtual para los gestos, muecas y para la articulación de palabras.

Tan auténticas y reales eran las caretas y tan bien confeccionadas estaban que, el Principito, aunque notó algo extraño en los rostros de aquellos habitantes, no supo descubrir de lo que se trataba.

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Fue cuando, uno de ellos, un tal Enric, sentado sobre una roca, se quitó aquella piel elástica para limpiarse la cara de sudor:

- Estas caretas al no ir refrigeradas te hacen sudar -comentó al Principito como si lo conociese de toda la vida - ¿Quién es tu enemigo? –preguntó el desenmascarado, dejando al aire un rostro de piel pálida, festoneado de graciosas pecas y con cabellos rojizos.

- Mi enemigo... No tengo enemigos. Sólo el que se comiese mi flor se convertiría en posible enemigo, pero, tampoco puedo afirmarlo, porque si alguien se comiese mi flor, sería por ignorancia o necesidad.

- Entonces, ¿tu máscara, cuál es? - preguntó Enric mientras volvía a ceñirse la máscara.

- No llevo ninguna careta. Mi rostro es el que ves.

-¡Claro! Eso es porque tú no tienes enemigos. Aquí, todos tenemos un enemigo, por eso nos cubrimos el rostro.

- No entiendo bien - replicó el Principito, que había tomado asiento junto a su interlocutor.

-Sí, hombre, te explicaré: Hace miles de años cincuenta de nosotros guerreaban contra los otros cincuenta.

-¿Os encontrabais divididos en dos bandos? –interrumpió el Principito?

-Sí, eso es. A todas horas nos peleábamos, nos arrojábamos meteoritos sueltos, estrellas perdidas, rayos cósmicos, átomos de helio, pequeñas nebulosas y cualquier cosa que hiciese daño o pudiera fastidiar.

- Sí, realmente estabais en guerra.

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-Cuando cogíamos prisioneros, los sometíamos a torturas antes de dejarlos marchar. Les obligábamos a escuchar, hasta hartarse, las entrevistas radiadas por las águilas del asteroide vecino, el 430.

                                                                          

-No son tan malas –sonrió el Principito.

Enric prosiguió el relato:

-Los sentábamos delante del televisor hasta que se quedaban amarillos y un poco tontorrones. A otros les hacíamos medir, con una regla de 30 centímetros, la distancia al sol. Lo que más rabia daba y que la mayoría de prisioneros temían era el ser obligados a leer las obras literarias del Sr. Bral.

-¿El del asteroide 428? – preguntó ingenuamente el Principito.

-Sí, ese –contestó raudo Enric siguiendo con el relato-. Una vez, me cogieron prisionero y me sometieron a tortura, tenía que dar 730 vueltas corriendo al asteroide, como cada dos vueltas que hiciera el planeta daría una, luego, es fácil el cálculo: cuando hubiese finalizado el recorrido habría envejecido tres años. Así que decidí escapar, en la primera vuelta me quedé en mi bando y no proseguí corriendo. Se enfadaron, dijeron que hacíamos trampas.

- No hay habitante que no lleve sobre el rostro ceñida la máscara de su peor enemigo. Como la enemistad siempre es recíproca, cuando yo hablo con mi enemigo, estoy viendo mi rostro sobre su cara, y viceversa. Es el mejor método que aplicamos, hace ya tiempo, para poner fin a nuestra guerra planetaria y ser más comprensivos y disgustarnos menos.

-¡Hum! no está mal, es una solución divertida, pero un poco aparatosa. ¿Quién la ideó? -preguntó el Principito antes de marchar a otro planeta.

-Un aviador pasó por aquí y aterrizó con su aeroplano, buscaba el asteroide B-612..

-¡Antoine, mi amigo!

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- Nos vio pelear y guerrear. Él puso término a nuestras disputas y propuso la estrategia de las caretas. Cada uno eligió a su enemigo y se confeccionaron las máscaras.

-Os hacen sudar demasiado..., pero, merece la pena.

-Los de Genom nos están confeccionando un diseño nuevo, refrigerado.

El Principito se despidió de Enric mientras cavilaba: “Genom, Genom...”

XV.

Hasta alcanzar el asteroide Cloro-606-fitum, el Principito tuvo que recorrer un millón de millas luz, situado en el extremo contrario del planeta B-612, este alejamiento hacía que fuese poco visitado.

                                                                                       

Llamaba la atención por el caudal de su belleza natural. En la superficie crecían árboles de muchas especies conocidas: Adansonias o baobabs, hayas, tetraclinis, robles, abetos, arces, ficus, palmitos, encinas, plátanos, mirtos, abedules, tejos, ginkgos, magnolias, etc.

Una mujer jardinera de corazón generoso regaba la espesura, cavaba con sudor la tierra y, además, escribía reflexiones obtenidas de su quehacer diario en el cuidado continuo de los árboles del singular bosque.

Sobre unos pliegos dibujaba con minuciosidad esmerada las hojas, la flor, el tronco, los invertebrados que poblaban cada especie vegetal. Al mismo tiempo que apuntaba observaciones de la evolución y el comportamiento de los árboles en cada época del año (el zorro me mostró uno de los pliegos que la muchacha le regaló al Principito. Lo adjunto).

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- Buenos días.

- Buenos días –contestó la muchacha levantando la mirada y mostrando al Principito unos ojos de belleza inusual.

- ¿Estás sola? – preguntó el Principito.

- Sí, me agrada la soledad, me protejo en ella de las borrascas y aguaceros que fuera acechan. No temo el silencio del bosque bajo las estrellas.

-La soledad necesita de la libertad. A las personas mayores les gusta vivir acompañadas, al mismo tiempo que reivindican libertad.

-Es una paradoja sin solución –contestó la mujer.

Dejándose arrastrar por la intuición, que a veces es más certera que la razón, el Principito le preguntó (la voz le tembló imperceptiblemente):

-¿Te llamas Fernefer?

-Sí. ¿Cómo lo has sabido?

-Vengo de muy lejos. Conocí a un hombre que gustaba del dolor con veneración.

-Sí, hace años viví con un hombre que me amaba, en nuestros corazones surgió una juvenil primavera. Luego me cansé del ciego amor humano y marché en busca de la sabiduría; viajé para ver otros mundos y buscar semillas variadas de árboles. Ahora, dedico mi tiempo a este planeta, al cuidado de su bosque, a catalogar y estudiar las familias arbóreas, a plantar especies nuevas recogidas en otros asteroides. Es un trabajo apasionante; me adhiere a los árboles que han existido, que existen y existirán.

- Qué cosas más bonitas dices, dijo el Principito.

Quedó un tiempo con la encantadora Fernefer, sentados entre los árboles; varios atardeceres colorearon de arrebol los troncos y

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las hojas, hasta que la luz de las primeras estrellas brilló en el crepúsculo y el sol se ocultó tras la Tierra.

El Principito, antes de partir después de visitar todo el bosque, agradeció a Fernefer que hubiese dejado su planeta limpio de semillas de baobabs, recomendándole que tuviese especial cuidado con ellos, tomando el vuelo con las aves migratorias, mientras reflexionaba con angustia y compasión en el desafortunado habitante del asteroide 429, incapaz de superar la marcha de la mujer jardinera.

-¿Y la Tierra? ¿No visitó el Principito la Tierra?

La Tierra ya no era habitada por faroleros ni por reyes ni por hombres de negocios, la Tierra había cambiado sustancialmente; las personas mayores a través de los años modificaron las formas de actuar y los trabajos que se dedicaban. La obsesión de los humanos apuntaba en vivir siempre, en no morir nunca.. Los hombres, desde el velo de su ignorancia, se destruían en guerras infernales con plutonio y química asesina; y los que quedaban vivos se encontraban hartos de probar fórmulas dietéticas, digerir pastillas, de estirarse la piel y de transplantarse órganos. Como última alternativa creyeron en:

¡Un elixir moral de infinito había sido descubierto¡ Un antiguo descendiente de los indios del Canadá, propuso:

“La vida permanecerá cuando, la compasión y la sonrisa reinen en el corazón de las personas”.

Predicó esta consigna a través de toda la Red cibernética mundial.

Comenzaron a quererse y a sonreír: los chinos firmaron la paz con los rusos, los árabes bailaron danzas con los judíos, los americanos lloraron sus guerras, los asiáticos besaron a los africanos, los cristianos tiraron los palios y enterraron el infierno, los australianos abrazaron a los japoneses, los brasileños dialogaron con los ingleses y argentinos. Toda la humanidad rió al compás de ricas sinfonías de Mozart y los hombres intolerantes toleraron a sus semejantes con dignidad y justicia exquisitas.

Los enterradores y las tiendas de ataúdes finiquitaron en sus empleos, las funerarias cerraron persianas y aldabas, los cementerios fosilizaron y la Tierra se pobló de mujeres y hombres libres e imperecederos.

Pero, el crecimiento demográfico comenzó a causar problemas y hubo que conquistar nuevos planetas y habitar otros mundos.

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XVI.

Aquella voz, aunque nunca la había escuchado, no resultó ser extraña para mí.

-¿Te gusta mi cordero?

Ante mis ojos pegados, por las legañas de la noche y la arena, se dibujó una cajita con tres orificios, la que años atrás diseñó Antoine al Principito.

                                                                             

El corazón se me aceleró en taquicardia. Aparté la mirada del dibujo buscando al que me lo mostraba:

Un pálido ramillete de claridad brotó del Este, de la tierra negra. El sol en desperezo encendió unos cabellos dorados y finísimos que vibraban suavemente por la brisa matinal del desierto, un rostro alegre de niño, con ojos inteligentes y pequeños que denotaban cierta expectación y una boca graciosa de labios finos y sonrosados. Era él, no tenía la menor duda: El Principito.

No pude evitar que mi voz temblara en los primeros balbuceos, me conmoví ante aquella imagen tan añorada. Creo recordar que en aquellos instantes experimenté una delicada sensación de felicidad que me mantuvo paralizada. Después de tantos años - desde mi infancia -, de innumerables esfuerzos por realizar el viaje y de luchar contra la desazón que la desesperanza produce en el espíritu de las personas, llegó el día del esperado encuentro; amanecía, muchos años después de la desaparición de Antoine. Pensé que, a veces, el tiempo y su transcurrir por el pasado y futuro, nos regalan significativas conclusiones, que quizás respondan a los deseos del corazón y de la voluntad. La melancolía que llenaba mi corazón se deshizo rauda, como una gota cristalina de agua cayendo solitaria e imprudente sobre el fuego hirviente.

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Mis ojos atónitos observaban, con precisión de científico, cada músculo, cada cabello, cada glándula epidérmica de aquel niño maravilloso, vestido como si fuese carnaval.

Como el Principito jamás olvidaba una interrogación sin solucionar, su insistencia me rescató del atolondramiento.

-¿Te gusta mi cordero?

Observé de nuevo el dibujo, y contesté, embargada en ese respeto profundo con que se venera a un monarca de un país exótico:

-¡Qué pequeñín y gracioso!

Con cierta expectación ante su respuesta, le pregunté:

-¿Quién lo dibujó?

El silencio inundó el espacio que nos separaba. De reojo observé que el Principito buscaba recuerdos mirando el horizonte. Sentí el calor tórrido y seco de los primeros haces solares, y en la espera a su respuesta escuché galopar mi corazón como un caballo en libertad traspasando valles, cruzando torrentes intensos y subiendo montañas cuya cima besaban los cielos.

- Un aviador aterrizó allí - señaló con la barbilla de su fino rostro hacia unas dunas, al Sur -. Fue hace ya muchos años. Él me mostró su elefante en el interior de las tripas de una serpiente boa. Yo le pedí que me dibujase un cordero. ¿Verdad que es muy bonito? - añadió mostrándome una vez más la lámina.

- Sí lo es - respondí con más soltura y adornando la afirmación con una sonrisa extensa y generosa.

Sé que hubiera deseado que su respuesta contuviese más datos sobre Antoine, mas no me pareció prudente insistir, cuando apenas nos conocíamos; temí que mi curiosidad no le complaciera y la relación íntima que comenzaba a germinar desapareciese, como un caracol delicado que escurre su cuerpecillo acuoso hacia las cavernas calcáreas cuando se siente molestado por la curiosidad malsana de un niño que desea ver como encoge los cuernecillos.

Permanecimos un tiempo sin decir nada. El Principito se incorporó, anduvo unos pasos hacia donde se encontraba la moto, la observó, y al cabo dijo:

-           ¿A ti también se te averió?

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- También se me averió. Pero, es poca cosa: la arena inundó el carburador - me incorporé y me acerqué hacia donde se encontraba.

- Los humanos no paran de fabricar motores, cohetes, naves espaciales, aviones... la velocidad les interesa. Hace años visité un planeta donde un guardabarrera de trenes dijo que los hombres y las mujeres nunca están contentos donde están.

El Principito miró con atención de mecánico los artilugios del pequeño motor, y agregó:

- Los diseñadores e inventores de esta mecánica deben ser ingeniosos e inteligentes para acoplar cada pieza en el lugar exacto... Es como construir un saltamontes de la nada o diseñar una flor sin antes verla.

Parecía que meditaba, que sus palabras encerraban un misterioso jeroglífico.

Agregué tímidamente:

- Mucha matemática y formulación de leyes físicas estudian los ingenieros de las naves espaciales, de los automóviles, de...

Me interrumpió con dulzura, como si sus palabras se impusieran por la contundencia de la verdad que contuviesen.

- Las máquinas y la poesía, todo eso se encuentra en el universo. Los mayores se aburren, los hombres se desesperan. No saben viajar ni volar por el espacio sin destruir o contaminar. Lo importante está ahí fuera, en lo que es y existe, pero no se ve con los ojos.

No entendí bien lo que quería decir, pero presentía que aquel pequeño muchacho había madurado, y sus ideas se habían enriquecido con el paso del tiempo y las experiencias. Incluso, respondía pausadamente a mis preguntas.

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Esa noche hizo frío, el Principito tiritaba. Saqué una manta y le eché mi anorak. Le arrebujé entre mis brazos y le froté la espalda, pronto se sintió reconfortado y durmió para abordar la noche. Fue bonito sentir el latido de su corazón en mi pecho y su frágil cuerpo pegado al mío. Respiraba imperceptiblemente y, al poco, el calor de su vaho humedeció mi blusa.

Fue entonces, cuando un ruido demoledor me hizo volver la cabeza. Un viejo y antiguo avión tomaba tierra levantando nubes de arena que oscurecieron la luna del trópico como si una manta fantasmagórica hubiera sido extendida entre el cielo y nosotros.

                                                                   

Como cuando vas a ver a alguien muy importante, me puse nerviosa y quise huir del lugar, pero el cuerpo del Principito me impedía la fuga absurda. Las personas cuando son alcanzadas por los acontecimientos, dejan de temerlos y el miedo desaparece por unos instantes.

Un hombre de unos cuarenta años bajó del avión con agilidad de chiquillo y caminó sin titubeos hacia donde nos encontrábamos.

Recostada en el suelo y atrapada por el cuerpo del joven durmiente, le miré expectante, como un duendecillo del bosque examinando un tanto asustado al gigante del castillo que lo sujeta con sus dedos.

- ¡Buenas noches! Soy Antoine, el aviador – me estrechó su vigorosa mano transmitiéndome un afecto interior que jamás había yo percibido en ningún otro saludo- . Y tú ..., déjame adivinarlo – me preguntó- : ¿Leíste mi mensaje?

- Sí, leí a lo largo de mi vida muchas veces tus palabras escritas –la emoción hizo que me temblase la voz, como el tintineo metálico de un cascabel rodando suelto. Añadí, queriendo manifestar que mi presencia allí era obvia -: Por eso estoy aquí, con el Principito entre mis brazos.

El Principito seguía dormido y Antoine se encontraba cansado, el viaje aéreo había sido largo, pues entre el planeta del Principito y la Tierra había más de un millón de millas. Comió un poco de mi queso, unos cacahuetes y un par de dátiles del beduino, se recostó junto a nosotros, tapó su cabeza y sus ojos con una gorra que guardaba en el bolsillo y desdobló, se dispuso a dormir al regazo del calor de

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nuestros cuerpos, me preguntó dejando escapar en el tono de su voz esa incredulidad relativa que no exige explicación:

-¿En esa moto has llegado hasta aquí?

Una hebra finísima y curvada, de entre los labios, dejó huir el reflejo anacarado de los dientes, la barba hirsuta, de tres o cuatro días sin afeitar, le salpicaba el rostro, como un millar de pulgas quietas y con la cabeza levantada observando la belleza de la luna. Le contesté con manifiesta ironía:

- No tengo avión ni sé conducirlo. Con la moto he tardado varios días, pero llegué al lugar.

- Has sido muy audaz y valiente –calló durante unos instantes -. Siempre tuve la certeza de que alguien vendría, que alguna persona como tú creería mi historia –añadió con fervor acumulado - : Gracias.

Mi reloj brillaba con mínima luz industrial, marcaba las tres de la madrugada. Con tantas emociones y aunque me encontraba rendida no pude pegar un ojo. Miré a Antoine, parecía que ya dormía, pero me equivoqué.

-¿No duermes motorista? Yo tampoco dormí la primera noche. Cuando te acostumbres a él –se refería al Principito- te dormirás.

                                                                    

Estrellas fugaces jugaban colgadas en la inmensa bóveda universal, corrían como centellas desapareciendo, con esa magia infantil con que los niños se ocultan cuando en las plazas se juegan al escondite. Escuché el reptar de una serpiente sobre la arena y un escalofrío recorrió mi médula, pero el zorro salió tras ella y se escabulló bajo la arena. Un mochuelo emitía su canto intermitente desde muy lejos, el silencio brutal de la noche sahariana servía de correo veloz de los mensajes lejanos.

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-¿Sigues sin dormir, motorista? –me pregunto cariñosamente.

- Cuéntame, aviador, ¿qué ocurrió con el Principito cuando regresó a su planeta?

XVII.

- El Principito regresó atormentado a su asteroide, pensando en el rencor que su flor le guardaría por haberla abandonado. Sintió pánico ante la posibilidad de encontrar a su querida rosa con los pétalos marchitos y mustios a causa del desbastador frío universal o por falta de riego adecuado o que alguno de los pequeños volcanes la hubiera ahogado con humos sulfurosos.

“Cuando huí de su lado mi corazón se encontraba desgarrado de dudas y contradicciones. Ahora retorno dispuesto a regar con agua fresca mi hermosa flor, a mirarla con la ternura merecida y pasar por alto sus inocentes mañas”, pensó el Principito momentos antes de poner los pies en su planeta.

                                                                                                       

“No te enfades, porque no te he olvidado. Siempre estuviste junto a mí,” –hablaba pausadamente el Principito sentado a la vera de la flor – “a pesar del tiempo y de la distancia tu recuerdo hacía que mi compungido corazón palpitase a más velocidad.”

- La rosa había crecido como una higuera sin custodia de jardinero, los nuevos tallitos y hojas se extendían por el suelo como jóvenes sarmientos a la conquista de nuevos bancales. Exhalaba una fragancia distinta, menos agresiva y más madura; sonreía.

“No te guardo rencor por haberme dejado, tú querías viajar para alimentar tu esperanza. Me comporté con vanidad, como una niña deseosa de llamar la atención y, como polluelo del cuco que arroja los huevos ajenos fuera del nido, yo te ahuyenté de tu estrella. Debo pedirte perdón” –y la rosa dejó caer unas lágrimas de rocío cristalino por entre sus pétalos entristecidos.

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- El Principito, al verla llorar, supo que su querida flor había madurado. Feliz y con el alma henchida de gozo, se puso en pie y comenzó a arrancar las zarzas y malezas que en su ausencia crecieron; observó con agradable sorpresa que ninguna retoño de baobabs había germinado. Contempló el pequeño paisaje: en las laderas de los párvulos volcanes crecía el musgo silvestre y la primavera regalaba al prado del planeta una alfombra de venustas violetas, y el sol eternamente encendido coloreaba el universo hasta donde la luz natural de sus rayos alcanzaba.

“Cuando nos separamos, con gran desgarro y pesadumbre, mi entristecido corazón se encontraba confundido y cansado de la suerte que el destino le deparó. Fue entonces, al partir, cuando comprendí que te quería” –dijo el Principito.

“Las cosas mueren, desaparecen, mueren y luego vuelven a nacer y rejuvenecen con más capacidad y fuerza; es así el ciclo de la madre naturaleza” –se enjugó las lágrimas la rosa-. “Hubo un tiempo que mis pétalos carmesí se encendieron de amor por ti, pero sentí miedo a que tú no me amases.”

“¿Algún tigre te amenazó con sus garras?” –preguntó el Principito.

“No, no hay tigres en el planeta, y además, tú sabes que los tigres no comen hierba. Quien sí vino” –añadió la flor- “fue una mujer muy hermosa. Llegó en la quinta puesta de sol de la sexta semana de tu ausencia.”

“¿Qué quería?”

“Buscaba semillas de baobabs.”

“¿Semillas de baobabs?” –repuso el Principito con sorpresa.

“Sí, se llevó todas las que encontró en el planeta. Ignoro para qué las quería.”

 

XVII.

 

-¿Qué sucedió cuando los astronautas de Acónito os desplazaron? –pregunté a Antoine.

- Vivimos los últimos hermosos años de aquel tiempo con amistad y felicidad - prosiguió Antoine -. Pero sabíamos que los vuelos espaciales afectarían a la galaxia, que la paz y la belleza planetarias

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que hasta entonces disfrutábamos se verían dañadas por la conquista celeste de los astronautas de Acónito.

>> Cuando la rosa abrió para la primavera sus pétalos escarlatas celebramos la última fiesta en recuerdo de las épocas pasadas y de los días felices, al igual que los jóvenes novios evocan los primeros encuentros y las palabras iniciales cuando quieren gustar del zumo primerizo en momentos amargos.

                                                                              

>> Colgamos guirnaldas de colores a lo largo y a lo ancho del planeta, encendimos velas de cera por la superficie y una gran hoguera iluminó con sus llamas la lejanía universal, como si un reflector gigantísimo alumbrase el firmamento y sus confines.

>> El Principito rebosaba feliz, sumergido en el olvido inconsciente de lo que nos esperaba. Bailó espontáneamente una danza perfecta en torno a la flor, un baile mágico y lento en movimientos; sus ojos permanecieron cerrados durante el tiempo que duró aquel inagotable ritmo que llenaba su corazón, como si rezara en un lenguaje o liturgia contraria a permanecer sentado y estático. Yo le observaba en cuclillas, muy cerca de la flor, henchido de júbilo por esta nueva faceta hasta entonces ignorada.

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>> Cada movimiento, cada postura alcanzada sugería infinidad de interrogantes, respondidos en el siguiente movimiento, donde los enigmas habidos encontraban un significado profundo.

>> Cuando concluyó aquella extraña y bella danza en derredor de la flor, le pregunté sobre su sentido. Pero no me contestó, me miró a los ojos y sonrió.

>> Pronto los astronautas de Acónito invadieron los espacios de la galaxia. El cielo se marchitó de olores nauseabundos, se contaminó, los colores del crepúsculo y el arrebol de los atardeceres cambiaron en negro y sucio, sólo las hojas de la rosa permanecieron verdes como caramelos de menta. Tuvimos que alejarnos del sol, de su maravillosa y cálida influencia, a cientos y a miles de millas. El frío congeló nuestra alma, conforme el pequeño planeta poco a poco se iba distanciando. Tantas veces que la luz del sol nos había curado de tristezas y preocupaciones.

>> El progreso nos aleja del pasado sin que tengamos tiempo de crear nada con el aprendizaje de lo que tenemos, acuden instrumentos nuevos a nuestras manos y antes de aprender su manejo aparecen otros, somos emigrantes continuos en un mundo sin descanso para la reflexión.

-No debemos caer en la melancolía, algún día volveremos a

recuperar los días felices junto al sol - le dije.

-¡Mira la Tierra! - gritó el Principito -. Parece un guisante escapado de su vaina. !Qué lejos queda ahora!

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- ¡No! - le interrumpí -. Yo creo que se parece aún más a la cagarruta de una cabrita.

>> Nos reímos de estas comparaciones desperdiciando energía, con esa fuerza y constancia con que carcajeamos cuando queremos que el momento se eternice y perdure, a pesar de que nos encontrábamos muy cerca de los límites donde reina la tristeza más absurda (porque hay que saber que la tristeza es absurda siempre).

                                                                                            

                                                                                            

>> A partir de entonces el Principito cambió asombrosamente.

>> Desde que se inició nuestra amistad, su reserva de carácter fue desapareciendo ante mis ojos, ya no me causaba desconcierto; incluso, su calma, su tranquila personalidad, sus palabras y sus miradas de niño desamparado, se me fueron haciendo imprescindibles, como una luz que brilla en una cueva oscura que la necesitas para vivir en su interior.

>> Aquel alma ingenua de criatura maravillosa se sumergió en un mar de tristeza y se volvió doliente, aún más silenciosa, como un moribundo en soledad tibetana soportando una agonía casi eterna.

>> Cogí sus manos, froté sus cabellos dorados, abracé su delicado cuerpo con la intención de que mi calor le animara, caldeara su alma y sus miembros inmóviles. Me postré muchas veces frente a su afligida figura de niño desahuciado.

>> Pero, un día, sentí que el dolor podría derrumbarme si aquello se prolongaba por muchos días.

>> Me puse a hablarle, pero me costaba trabajo dar con las frases adecuadas para animarle. Uno habla bien y se siente inspirado, sabe charlar cuando el viento sopla fuerte en tu dirección y las flores del valle colorean el paisaje de tu alma; pero, las cosas cambian y las palabras se nublan por la tristeza cuando el alma se encuentra

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afligida, se rompe toda inspiración y las flores se marchitan de tanto sentimiento negativo.

>> El Principito se moría de frío y de desconsuelo. No podía hacer nada, no sabía qué remedio aplicar. Era la segunda vez que sentía ese alicate en mi garganta sin conocer la solución y embargándome la impotencia más profunda y absurda -la primera fue hace muchos años, cuando nos encontramos en este mismo lugar.

>> Corrí en dos zancadas por el planeta, con desesperación le hablé a la flor:

-¡Qué oscuro se encuentra todo a mi alrededor¡ - Y le pregunté- ¿Qué puedo decirle? – añadí -: Creo que se muere.

- ¡Escucha, aviador! Las palabras son superfluas las más de las veces. Lo mejor de cada uno siempre queda en el fondo, en lo más profundo del alma. Tus palabras no podrán nunca resucitar al Principito.

-¿Entonces?

- No dejes que la tristeza y la desesperación se adueñen de ti ni de él. Aquél que es capaz de andar y caminar sobre sus penas con decisión y soltura libera su alma- y añadió -: Imita al niño arrestado, que ríe y canta mientras que las horas de castigo van finalizando. Piensa que el hombre es el autor de sus propios milagros.

- Viendo así al Principito me sumerjo en una gran pesadumbre - le dije.

- Que el dolor no termine contigo, aviador. La auténtica esperanza y felicidad nacen desde la agonía vencida con la sonrisa. - me exhortó -: ¡Recupera tu fuerza interior! ¡No dejes que la amargura y la pena te roben la esperanza del mañana¡

- Dime entonces ¿qué debo hacer?

>> Quizás porque me vio tan desesperado o, quizás, porque realmente creyó que el Principito podía morir, el caso es que me hizo arrancar uno de sus hermosos pétalos. Me exhortó:

-           Aviador. Rózaselo por los labios.

>> Se encontraba como dormido, creí descubrir en su rostro acurrucado una leve sonrisa, en mí nació un pequeño germen de esperanza. Rocé el pétalo carmesí sobre su boca, y una fragancia reconfortante y sublime llenó la pequeña atmósfera del planeta.

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>> El Principito abrió los ojos y me sonrió. Me conmoví. Nunca había soportado un dolor tan profundo. Y, ahora, al contemplar de nuevo que el Principito se recuperaba, sentía la mayor de las alegrías. El Principito se incorporó. Nos abrazamos. Lloré.

>> Mi alma parecía un río de aguas repletas de suciedad, de química industrial, de espumas contaminadoras, que recupera la pureza cristalina de las altas montañas, donde el torrente nace virgen y sus aguas salvajes se encuentran puras.

>> Estuvimos sentados el uno frente al otro, largo rato. En ese momento hubiera deseado que la eternidad y su tiempo se detuvieran. Fue entonces, cuando las aves migratorias nos avisaron de que los astronautas de Acónito, al no encontrar uranio, abandonarían la galaxia en breve. Ante tal feliz y maravillosa noticia, le propuse al Principito visitar de nuevo la Tierra con el fin de que la distracción alejase las recientes penas.

>> Le pareció una buena idea. Yo quedé cuidando del aseo del asteroide y del riego de la flor, él marchó volando con la ayuda de las aves migratorias, como siempre hace.

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XVIII.

El Principito se incorporó de un salto, feliz de ver a su amigo. Confieso que sentí celos, unos celos normales, de los que no hacen daño, pero que surgen entre los amigos cuando el afecto hacia alguien se subraya por encima del de los demás.

El zorro se acercó sigiloso junto a mi pierna derecha y, quizás adivinando mis sentimientos o porque él mismo también era conquistado por los celos, me susurró cariñosamente mirando cómo Antoine y el Principito se saludaban ya:

- Hermana, hay que alegrarse de esa amistad tan intensa y profunda - y agregó -: Ellos se han domesticado mutuamente.

La avería de la moto se encontraba solventada, Antoine me ayudó. Apreté el botón de arranque y la maquinaria funcionó con un suave ronroneo. Me besó y nos abrazamos. Luego, marchó para acomodar al Principito.

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El zorro observaba junto a mí el despegue de la avioneta. El Principito fue el primero en iniciar el saludo, luego Antoine; una vez que comenzó a mover el aparato lo enfiló hacia unas rocas, donde la tierra se encontraba mucho más apelmazada para intentar el despegue.

Entre lágrimas susurré un adiós y un hasta siempre.

El ruido del motor se hizo casi insoportable para los tímpanos, la arena arrastrada por las hélices nos envolvió en un poderoso remolino, el zorro huyó indómito. Tras unos segundos entre las partículas de arena contemplé el aeroplano volar hacia el firmamento, después entró en el círculo naranja del sol, hasta que fue desapareciendo en un infinito punto oscuro.

                                                               

Al cabo de tres semanas volví a embarcar en el ferry, que me devolvió a la península. Regresé a casa, inmersa en una gran tristeza y en una inmensa alegría. Nunca podré saber con certeza cual de las dos sentimientos me dominó en aquellas semanas, mi corazón se encontraba deshecho por los extraordinarios acontecimientos vividos en aquellos días de aquel inolvidable verano. Días que, en mi ancianidad, perduran aún en mi memoria.

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                                                                           FIN

 

 

En la escuela, el maestro de Literatura, una vez nos mandó hacer un trabajo sobre El Principito. Recuerdo que nos repartía fotocopias de retazos del libro y nos hacía preguntas para comentar el texto. Al terminar la semana montamos una exposición en el pasillo con dibujos sobre El Principito y libros de varias ediciones. Recuerdo que colgamos de los tubos de la calefacción una pelota decorada con plastilina, simulando el planeta del Principito.

Cuando terminé la lectura de los dinA4, que me dejó Robert, no pude evitar revolver la biblioteca y buscar el librito de El Principito, deseaba rescatarlo del olvido, releerlo, pues así comprendería mucho mejor la historia que el viejo Robert me había dejado.

Tenía que entrevistarme con él, no podía esperar a que llegase el domingo (era miércoles), mi cerebro giraba como una turbina enloquecida, la ansiedad me agobiaba en el pecho, como si al tragar el alimento me hubiera atragantado y tuviera que precipitar las arcadas para sentirme mejor . Rebusqué en el bolso de mamá y le cogí prestado un billete. Tomé el autobús y me presenté en la residencia con los nervios a flor de piel y con el corazón que me salía por la boca.

- Sabía que vendrías al acabar de leer los folios –me dijo Robert con su boca torcida por la enfermedad.

Me senté en el suelo apoyando mis brazos en sus piernas dobladas, lo miré a los ojos, unos ojos profundos y hundidos en las cuencas, porque la piel se estira y se estira con el tiempo y sus años.

Le pregunté:

- Robert, ¿de dónde has sacado esa historia? –y apostillé con la intención de obligarle a responder- : Me dijiste que estaba basada en un hecho real ¿recuerdas? Que alguien quiso que me la dejases.

El anciano me acarició el cabello con su mano útil, me dio una palmadita en el rostro y levantó la cabeza mirando horizontalmente, con ese ensimismamiento empleado por el vigía de una antigua carabela en lo alto del mástil, observando el punto más lejano, donde el cielo se confunde con el azul intenso del océano, y agregó:

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- La intérprete de la historia fue aquella anciana que tú quieres tanto.

- ¿Mi abuela? ¿Te refieres a mi abuela?

Dormía sentada cómodamente sobre un sillón de grandes proporciones. Me acerqué hacia ella. No me atreví a despertarla. Robert desde el otro extremo me acuciaba a hacerlo. La observé con mucho cariño durante un par de minutos.

Le gustaba teñirse el pelo; por las raíces se coloreaba el blanco de las canas, el cráneo de mi abuela era muy redondo, de nariz repinga y hoyuelo en la barbilla; la piel envejecida le había dibujado manchas marrones y algunas verrugas volcánicas le festoneaban el rostro. Pero, lo mejor de la abuela Carmen, sin duda, era su sonrisa y su carácter alegre. Nunca se quejaba de estar en la residencia, y, además, animaba a mamá a seguir sin papá luchando por Quiko y por mí.

Desde su letargo somnoliento la anciana intuyó mi presencia y abrió los ojos sin extrañarse de que yo estuviese allí, sin mamá. Me cogió de los dos carrillos, me arrebujó entre su pecho y cuello y me besó varias veces. Sentí que una lágrima resbalaba por su piel cuaternaria, hasta que me mojó levemente la frente.

- Tenía veintidós años cuando viajé al Sahara en busca del Principito, era mi segundo año como maestra de escuela. A mis padres no les dije nada, no me hubieran permitido realizar ese peligroso viaje. Como ganaba dinero y me monté la coartada de un campamento estival, me resultó sencillo programar la aventura. La gran historia que ha marcado mi vida. Nada después de aquello ha tenido mayor importancia.

- Abuela, ¿qué fue del Principito y del aviador? ¿Has vuelto a saber de ellos? – le pregunté entre intrigada y emocionada.

- Marcharon en el aeroplano y volaron a su desterrado planeta –Agregó mirándome a los ojos -: Aún los veo en sueños, y me esperan allá arriba.

No pude contener el Niágara de lágrimas que almacenaba en mis ojos y se me desbordaron en cataratas, como un pantano que abre sus compuertas y suelta el agua que se le sale.

La volví a interrogar:

- Abuela, ¿Por qué no marchaste con ellos?

Quedó unos instantes abismada, y me respondió al cabo, con mesura, como el que ha encontrado la respuesta exacta del enigma y

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no queriendo desperdiciar ningún matiz, expone la consecuencia con pausada reflexión:

- En esta vida cada uno debe cumplir su destino y desarrollar

aquello para lo cual sirve y vale. Porque todos contribuimos en la

edificación del universo, todos depositamos una hoja en la

inmensidad del follaje. Mi destino me fue marcado en el momento

de la despedida. Antoine de Saint Exupéry quería que diese fe del

regreso del Principito.

- ¿Qué hiciste, abuelita?

- Estuve varios años sin saber qué hacer, pues nunca he tenido cualidades literarias para escribir, y sabía que aquellos hechos vividos en el Sahara deberían quedar plasmados en un relato, en un texto. Un verano dibujé y pinté la historia de aquel verano.

Aprovechaba mis clases con los niños y niñas para leerles El Principito, ellos siempre fueron más sensibles y receptivos que los adultos, pero jamás me atreví a insinuarles o decirles que yo lo había visto: ¿quién iba a creer tal historia? Los años pasaban, me fui haciendo vieja...

Sentí tristeza solidaria, y en la voluntad de buscar soluciones a esta impotencia, volví a preguntar algo tan obvio como su respuesta:

- Al abuelo, a la mamá ¿no les dijiste nada?

- A tu abuelo, algo le relaté, pero, sus ideas pragmáticas no dejaban resquicio para las utopías e ideales juveniles. A tu madre se lo conté cuando era niña, y hasta le enseñé los dibujos, ella lo asimiló como un cuento infantil, luego, con el paso de los años, quizás, se le borró de su memoria, porque nunca me volvió a preguntar.

Callamos durante un largo rato, ella me tenía cogida la mano, sentí el fluir denso de su sangre, las pequeñas vibraciones del corazón en sus sístoles y diástoles, sentí la cálida temperatura que sus dedos me hacían llegar como una estufa biológica; creo que sentí también sus pensamientos más íntimos. Y abracé, abracé su alma, con todo el amor que, a los quince años, una chiquilla como yo era capaz de dar a su anciana abuela.

- Robert –volteó la cabeza para encontrarse con la mirada cómplice del anciano escritor que nos miraba desde su silla de

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ruedas - creyó mi historia con la ingenuidad y entrega de un niño o de un poeta. Él ha sido mi periodista, mi fiel escribano.

- Y, tú la dibujante –agregué.

Tres meses después del fallecimiento de Robert, mi abuela murió; ahora, hace un año. Jamás he llorado una muerte con la profundidad con que lo hice esa noche, pues fue entonces cuando pensé que siempre que se muere un ser humano se lleva consigo un gran secreto, el secreto de su vida.. Me escapé a la terraza de casa, era primavera, hacía frío, un frío casi gélido; me arrebujé en el anorak. Levanté los ojos para buscar en la bóveda inmensa el planeta de El Principito y de su amigo Antoine, el aviador. El cielo estaba rebosante de estrellas, parecían que saltaban de tanto brillo. Las lágrimas me surgieron como compañeras amigas de aquel momento tan eterno y especial. Permanecí sola y en silencio, llorando de felicidad. Deseé que mi abuela estuviese ya con ellos, incluso así lo creí. Así, como me encontraba, encaramada en lo alto de la azotea, con el rostro helado por el frío y por humedad de las lágrimas, me prometí, a mí misma que, cuando cumpliese los veinte años, cuando fuese mayor y ganara dinero:

“Haré un viaje a África, me internaré en el desierto, observaré atentamente el paisaje hasta que esté segura de reconocerlo y esperaré debajo de la estrella a que un niño con cabellos de oro llegue junto a mí”.

                                                         

                          FIN