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EL RETRATO MODERNISTA EN LOS RAROS DE RUBÉN DARIO por Antonio Piedra. No sabría decir ahora, en un principio, cuál de los retratos literarios, si el de Juan Ramón o el de Rubén Darío, representa mejor eso que ha definido el profesor Blasco como Retrato modernista, y de cuyo tema él les iba a hablar hoy pero con Juan Ramón como artista y cincel. Los dioses son caprichosos y una lamentable coincidencia me ha traído en sustitución suya para hablarles también de ese retrato modernista, pero con Rubén Darío como inspirador y taller. Creo honradamente, que Uds. han salido perjudicados en el cambio y les pido humildemente perdón. Pero yo estoy francamente satisfecho por la fatalidad. Desde los años 1990 y 91, en los que edité en Mondadori las Autobiografías de Rubén Darío, y en la Revista Poesía la Antología de la prosa rubeniana, no había vuelto a tener contacto con semejante monstruo. Por tanto, reitero las gracias a los organizadores de este encuentro por darme una oportunidad tan especial. Yo quedé fascinado por la complejidad de una prosa tan vasta como poética pero a la vez tan noble, tan erudita, y tan científica. Los raros fueron para mí algo más que una galería de personajes literarios, o algo más que el simple descubrimiento de la crítica dariniana. Fue una explosión de fisiología, de aplomo innovador, de independencia crítica, que nunca hubiera imaginado. Por eso, estoy seguro de que ese retrato literario que perfilan los dos maestros del Modernismo –Darío y Juan Ramón- es representativo y que además ellos mismos representan una estética que, con el tiempo, fue adquiriendo tintes distintivos hasta concretarse en una poética de la imagen que tuvo principios comunes, pero con aplicaciones y consecuencias muy diferentes. Y de eso, excluyendo la exégesis de esa modalidad tan plástica y centrándome exclusivamente en Los raros de Rubén Darío como punto de arranque del retrato modernista, quiero hablarles hoy, si Uds. me admiten, gentilmente, el trueque por mi amigo el profesor Blasco. Cuando en 1896 aparece en Buenos Aires la primera edición de Los raros (1) , Rubén Darío cuenta con 29 años y tiene ya a sus espaldas toda una peripecia biográfica y literaria que, más que envidiable, podríamos llamar colmada. Conoce los países de su entorno, casi todos ellos por diversas razones, ha publicado varios libros de impacto –Abrojos en 1887 y Azul en 1888-, se ha casado con Rafaela Contreras en 1890 enviudando a los tres años, ha conocido destierros políticos y literarios, ha visitado España en 1892 como secretario de la delegación nicaragüense para los actos del IV centenario del descubrimiento, y un año más tarde, en 1893, vuelve a casarse con Rosario Murillo, la mujer fatal, ha tenido que desintoxicarse de un proceso de alcoholismo y ha visitado París, destino y punto de partida de su proyecto de renovación literaria emprendido con Los raros. Este sería, en resumidas cuentas, el contexto de un libro que, siendo aparentemente descriptivo –un libro de retratos, de biografías semisecretas, de destellos insinuantes-, se convierte en una valoración modernista peculiarísima. Tan peculiar que el propio Darío se ve obligado a responder a ciertas críticas, como la que lanza Paul Groussac a raíz de la publicación del libro, haciendo unas precisiones sincerísimas para no equivocarse de tercio, nada programáticas, y nada tangenciales para un libro en prosa: "En verdad, vivo de poesía. Mi ilusión tiene una magnificencia

El Retrato Modernista en Los Raros de Dario

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Sobre Los raros, de Rubén Darío, de Antonio Piedra.

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EL RETRATO MODERNISTA EN

LOS RAROS DE RUBÉN DARIOpor Antonio Piedra.

No sabría decir ahora, en un principio, cuál de los retratos literarios, si el de Juan Ramón o el de Rubén Darío, representa mejor eso que ha definido el profesor Blasco como Retrato modernista, y de cuyo tema él les iba a hablar hoy pero con Juan Ramón como artista y cincel. Los dioses son caprichosos y una lamentable coincidencia me ha traído en sustitución suya para hablarles también de ese retrato modernista, pero con Rubén Darío como inspirador y taller. Creo honradamente, que Uds. han salido perjudicados en el cambio y les pido humildemente perdón. Pero yo estoy francamente satisfecho por la fatalidad. Desde los años 1990 y 91, en los que edité en Mondadori las Autobiografías de Rubén Darío, y en la Revista Poesía la Antología de la prosa rubeniana, no había vuelto a tener contacto con semejante monstruo. Por tanto, reitero las gracias a los organizadores de este encuentro por darme una oportunidad tan especial. Yo quedé fascinado por la complejidad de una prosa tan vasta como poética pero a la vez tan noble, tan erudita, y tan científica. Los raros fueron para mí algo más que una galería de personajes literarios, o algo más que el simple descubrimiento de la crítica dariniana. Fue una explosión de fisiología, de aplomo innovador, de independencia crítica, que nunca hubiera imaginado. Por eso, estoy seguro de que ese retrato literario que perfilan los dos maestros del Modernismo –Darío y Juan Ramón- es representativo y que además ellos mismos representan una estética que, con el tiempo, fue adquiriendo tintes distintivos hasta concretarse en una poética de la imagen que tuvo principios comunes, pero con aplicaciones y consecuencias muy diferentes. Y de eso, excluyendo la exégesis de esa modalidad tan plástica y centrándome exclusivamente en Los raros de Rubén Darío como punto de arranque del retrato modernista, quiero hablarles hoy, si Uds. me admiten, gentilmente, el trueque por mi amigo el profesor Blasco.

Cuando en 1896 aparece en Buenos Aires la primera edición de Los raros (1), Rubén Darío cuenta con 29 años y tiene ya a sus espaldas toda una peripecia biográfica y literaria que, más que envidiable, podríamos llamar colmada. Conoce los países de su entorno, casi todos ellos por diversas razones, ha publicado varios libros de impacto –Abrojos en 1887 y Azul en 1888-, se ha casado con Rafaela Contreras en 1890 enviudando a los tres años, ha conocido destierros políticos y literarios, ha visitado España en 1892 como secretario de la delegación nicaragüense para los actos del IV centenario del descubrimiento, y un año más tarde, en 1893, vuelve a casarse con Rosario Murillo, la mujer fatal, ha tenido que desintoxicarse de un proceso de alcoholismo y ha visitado París, destino y punto de partida de su proyecto de renovación literaria emprendido con Los raros.

Este sería, en resumidas cuentas, el contexto de un libro que, siendo aparentemente descriptivo –un libro de retratos, de biografías semisecretas, de destellos insinuantes-, se convierte en una valoración modernista peculiarísima. Tan peculiar que el propio Darío se ve obligado a responder a ciertas críticas, como la que lanza Paul Groussac a raíz de la publicación del libro, haciendo unas precisiones sincerísimas para no equivocarse de tercio, nada programáticas, y nada tangenciales para un libro en prosa: "En verdad, vivo de poesía. Mi ilusión tiene una magnificencia salomónica. Amo la hermosura, el poder, la gracia, el dinero, el lujo, los besos y la música. No soy más que un hombre de arte. No sirvo para otra cosa" (3). Un punto de partida sin retorno –Goethe decía que todo lo lírico debe ser en conjunto muy razonable, y en el pormenor un tantico absurdo-, pero pragmático y chirriante que no siempre los críticos han compartido de modo unánime, aunque sí establezcan una relación de causa y efecto entre la publicación de Los Raros y Prosas Profanas –prosa y verso-, libros que salen prácticamente a la par, con un mes de diferencia casi.

Yo no comparto del todo esa relación porque Los raros, si bien responden a unos estímulos automáticos del mensaje modernista -ahí hallamos, por ejemplo, los manierismos, las fórmulas parnasianas, las crisis del simbolismo utópico, el pitogorismo triunfante de un grupo de audaces que piensa en la armonía como en un recinto tocado de hermosura, etc- sin embargo, bajo mi punto de vista, a lo que responden realmente es a una necesidad más compleja: la de ordenar, establecer un lazo histórico y diferenciador entre el yo poético que el romanticismo y el postkantismo habían

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identificado como una categoría demiúrgica, con eso que Darío llamaba en Prosas Profanas, de forma gráfica, cerrar los ojos y tocar para los habitantes de tu reino interior.

Es decir, establecer el nexo con la nueva sensibilidad que, sin dejar de ser en el fondo romántica, pugna por una biografía abierta del yo y se sitúa, con todas las consecuencias, en los preámbulos de la verdadera vanguardia. Por eso, en la relación que pueda establecerse entre Los raros y Prosas Profanas, hay para mí una razón importante que hace que el propio Darío cuando recurre a la concreción del retrato como necesidad de ese nexo visual y biográfico que tiene todas las cosas en literatura, del pasado y del presente, de lo vivo y lo figurado, de lo biográfico y lo poético, y ello como si fuera el dictado de una metáfora obsesiva. Exclama Darío al respecto con una especie de entusiasmo contenido:

"¡Y mañana!

El abuelo español de barba blanca me señala una serie

de retratos ilustres: "éste, me dice, es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega, éste Garcilaso, éste Quintana". Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamo: ¡Shakespeare!, ¡Dante!, ¡Hugo! ... (y en mi interior: Verlaine...!)"

Los raros, por tanto, aparecen en un momento decisivo en el que poesía y prosa, es decir, la intuición y la belleza dispuestas como recurso del talento deslumbrante, y la reflexión del yo y de la proyección del genio biográfico parecen pedir una explicación coherente. ¿Pero qué clase de explicación? Pues la única posible, señores: la que se deriva de una percepción que, según dice el propio Rubén, busca por una parte, la pasión del arte, el reconocimiento de las jerarquías intelectuales, y el desdén de lo vulgar(2). Y claro, como esto no se improvisa de buenas a primeras, tiene que hacer Rubén Darío, modestamente eso sí, una conferencia previa, que es nueva, y que es cierta solo a medias: que "He leído muchos filósofos y no sé una palabra de filosofía". En los raros y en la serie de libros relacionados con el yo biográfico –me refiero a Opiniones, Todo al Vuelo, Parisina, Pensadores, artistas. Políticos, Prosa dispersa, Viaje a Nicaragua e historia de mis libros, etc.- esa lectura es evidente, y viene a revelar que en la intención del propio Rubén Darío, Los raros no se configuran como el desfile de una galería melancólica, vivencial y agresiva de personajes que sirven para los postulados de una causa –la del simbolismo o la del propio modernismo incipiente-, sino que operan, intelectualmente hablando, desde el contexto histórico y definitorio de un estilo de vida pretendido y de una estética diferenciada.

¿Qué pensadores aparecen en esos libros y lecturas como para que deduzcamos que al escribir Los raros Darío, menos de modo infuso o confuso, piensa en el yo biográfico como el proceso constituyente de la nueva realidad histórica? Bueno, pues ahí están, precisamente todos, o casi todos, aquellos escritores y filósofos que en el siglo XIX y principios del XX daban a la historia una opción metafísica y una interpretación relacionada con todo tipo de fenómenos entre ellos la propia literatura. No sólo aparecen los grandes filósofos del romanticismo filosófico y literario –todas las figuras sin excepción- con los modernos Nietzsche y Shopenhaver, Bergson y un largo etcétera, sino, sobre todo, aquellos pensadores, hoy menos importantes que entonces, que en la crítica histórica y psicológica del XIX confirieron al estudio de la biografía y a la referencia del genio un papel determinante en la sociedad finisecular. Así, curiosamente aparecen figuras como Sainte-Beuve, Brunetière, Taine, Carlyle, o Rémy de Gourmont. Incluso alguno de ellos, como Taine y Rémy de Gourmont fueron considerados como rareza y a punto estuvieron de formar parte de la galería de raros. De Taine, de quien toma Rubén en Los raros el axioma de lo eterno como fórmula asociativa normal para entender mejor la actividad modernista, hace al respecto la siguiente confesión: "el autor del Problema del Genio, ha estado a punto de aparecer entre los raros de mi último libro, y hubiera tenido que respirar un incienso que si se prodiga a histéricas como Rachilde, y ratés, como Bloy, no va por cierto del incensario de Calino"(4). A punto, pero por qué no del todo. Las claves de la exclusión definitiva hay que buscarlas, sin duda alguna, en ese positivismo determinista que tanto espantaba a Darío. Sin embargo, la referencia y uso de la bibliografía y de la figura de Rémy de Gourmont tiene en la configuración caracteriológica de Los raros una perspectiva distinta a la de Taine. Gourmont es ante todo una referencia biográfica antes que literaria ya que para Gourmont la vida del escritor, lo había escrito multitud de veces, el retrato en concreto, no reproduce sino realidades anodinas, ejemplos irrelevantes que el genio desdeña. Pero sabiendo esto, lo que es evidente para Darío, es que una vez muertos Verlaine, Mallarme y Villiers, "quedan los fuertes en su madurez: ...Rémy de Gourmont, cuya obra compleja, profunda, sabia,

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vigorosamente encantadora, dentro de poco tiempo, como la de Nietzsche, quizá conmueva al mundo"(5). Aquella fue una apuesta demasiado ruidosa hacia el genio inconcluso porque Rémy de Gourmont no conmovió el mundo con sus teorías y con sus obras como profetizaba Darío, pero dejó en Los raros un substrato realmente único y que, ciertamente, no dejó Nietzsche: el que se "basa en la intangilidad de su vida, en su aislamiento severo, en su monasticismo intelectual". O sea, un rasgo que confiere a la banalidad modernista el conocimiento sosegado del yo biográfico. Así describía Darío, en nota gestual, el perfil de esa rareza: Una casa de libros, viejos tapices, obras de arte... La morada es silenciosa y triste, como conviene. Hay un ambiente de quietud y de ensueños, apenas turbado, según parece, por uno de otro demonio... Yo entré con cierto temor y timidez. No he podido –y ya estoy al medio camino de la vida- llegar a ser familiar, confianzudo con el talento superior, y sobre todo con un hombre como M. Rémy de Gourmont. París no me ha inficionado de su bulevardismo igualitario, y en un maestro que es verdaderamente un maestro no veo yo a mi "querido colega"... Es uno de los pocos maestros que aun hoy merezcan ese nombre... Me creí estar en casa de un Erasmo que fuese un Pascal, que fuese un Lulio"(6).

Las divagaciones sobre Brunetière o Carlyle tienen otro sesgo, mejor dicho, apenas tienen correspondencia posible en Los raros. Brunetière, en relación con la crítica histórica ya había opuesto serias dudas a la metodología de Villemain y que Darío parece conocer al desmarcase del editor de la Revue di Deux Mondes con estas palabras bien significativas como irónicas: una "revista que lleva como norma la seriedad y el buen sentido no pretende, por otra parte, mas que ser leída por el grupo que constituye su especial clientela. Y en cuanto al color de sus ideas es invariable, como el salmón de su cubierta"(7). Es decir, a Darío, no acaba de gustarle, como ocurría en el caso de Taine, la directriz biográfica de la literatura que se adereza en los rizos del determinismo. Carlyle, aunque citado y admirado por Darío, está también lejos de la heroicidad dariniana porque el escocés la integra en el conjunto de la actividad literaria y Darío, por contra, la desglosa. La diferencia puede resultar sutil, pero en verdad es notabilísima por la aplicación literaria que hace Rubén. El héroe de la biografía dariniana, que es siempre un poeta, no rige los ideales históricos ni se preocupa de los procesos éticos o religiosos, como en Carlyle; el héroe dariniano, digámoslo del modo más literario posible pero también del más aproximado, tiene una debilidad endémica: parece arrancado de una escena de folletín que agita un sacerdote iniciático y sobresaltado para llevar al pobre diablo a un desmoronamiento errante en el que el actor, el yo, el ente biográfico, no "tiene más culpa que su deseo pasional"(8). En esa culpabilidad reside el drama, porque el héroe dariniano, si es que en verdad habla de héroes y no de los vicios de la heoricidad, fundamenta ahí la razón perdida y saca a flote los resortes lógicos de la nueva confidencia en retratos, en biografías que se consumen en una melodía suave, pero que en verdad apuntan hacia una existencia concreta: la poética y nada más que la poética.

Esto, a pesar de las implicaciones que se infieren en la estética romántica y postkantiana, por todos conocidas, resulta capital aquí porque el objeto idealizado sufre con Rubén Darío, desde el punto de vista romántico al menos, un cambio sustancial: la belleza de la representación, tan cara para Schiller y el resto de los idealistas, se sustituye por la belleza de la elección. Y hay que ver de qué manera tan característica Rubén Darío hace esa elección: salvajemente, con palabras, tropos, juegos, conceptos, y reglas gramaticales que justifican el celo pasional del héroe, y el de la nueva realidad literaria. En un cuento, titulado La pesadilla de Honorio(9) y que tiene una cronología de composición paralela a la de Los raros, determina Rubén Darío, precisamente, los iconos viscerales de la belleza a elegir basada en algo absolutamente nuevo como concepto biográfico y como expresión del retrato literario: lo que él llamaba la tiranía del rostro humano y que plasmará después en Los raros con firma tan sugestiva. Esa imposición de los rostros, como símbolo del expresionismo anímico, debió de ser traumática a la hora de escribir el cuento porque se expresa como un manifiesto obsesivo, y como si hubiera llegado el momento en el que el sujeto es incapaz de contener esa tiranía sublime que pugna por ser escrita:

 

"¿Cómo y por qué apareció en la memoria de Honorio esta frase de un soñador: la tiranía del rostro humano? Él la escuchó dentro de su cerebro, y cual si fuese la víctima propiciatoria ofrecida a una cruel deidad, comprendió que se acercaba el instante del martirio, del horrible martirio que le sería aplicado... Ante él había surgido la infinita legión de las Fisonomías y el ejército innumerable de los Gestos". También aparece el rostro de la vida banal de las ciudades, la del ser llamado Hombre para concluir el cuento con una llamada de socorro: La Irrupción de las Máscaras: "por último, vio Honorio como un incendio de carmines y bermellones, y revoló ante sus miradas el enjambre carnavalesco. Todos los ojos: almendrados, redondos, triangulares, casi amorfos; todas las

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narices, chatas, roxelanas, borbónicas, erectas, cónicas, fálicas, innobles, cavernosas, conventuales, marciales, insignes; todas las bocas: arqueadas, en media luna, en ojiva... místicas sensuales, golosas, abyectas, caninas, batracianas... todas las pasiones, la gula, la envidia, la lujuria, los siete pecados capitales multiplicados por setenta veces siete..."

Por tanto, no sólo hay lectura y reflexión metafísica a la hora de la configuración inmediata de Los raros. "Desde Marco Aurelio hasta Bergson, he saludado con gratitud a los que dan alas, tranquilidad, vuelos apacibles y enseñan a comprender de la mejor manera posible el enigma de nuestra estancia sobre la tierra"(10), comenta Rubén. Hay además una voluntad estética determinada, como ya hemos visto, que tiene además, cuando llega el momento de publicar Los raros, un efecto multiplicador debido a la vocación periodística – el juego hegueliano- que vive Rubén Darío. En esta época colabora en varios periódicos de Buenos Aires y la Revista Caras y caretas, para la que Rubén escribiría posteriormente su autobiografía, publicada por entonces, junto a los artículos de fondo una serie de retratos y caricaturas realmente deliciosas, no ciertamente por su novedad sino por su audacia modernista. Así, junto a los anuncios enmarcados con el epígrafe "En la época de los dioses", el doctor Ayer, por ejemplo, hacía propaganda sobre el "vigor del cabello" y en la misma página los soberanos de Mónaco y Montenegro aparecían como restos emergentes de una sociedad remota e impresionista. Darío entiende que ese también es su medio y esa su adivinación estética.

Al emprender la representación sistemática de la tiranía de los rostros, sabe de sobra Rubén Darío, y ello porque lo ha estudiado muy bien, que tanto los medios como el destino son más bien escasos. "En España –escribe(11)- hay, relativamente, pocas obras de carácter autiobiográfico. El Príncipe de la Paz, Galiano, Mesonero, Zorrilla; recientemente doña Emilia Pardo Bazán; Castelar en sus últimos escritos". Y si esto no bastare, se guarda bien, en otras de sus confidencias, del modelo hispánico del retrato por el encanallamiento

-comenta- verbal e imaginario que manifiestan. La búsqueda –mejor dicho, la representación del objeto de arte- entonces tuvo que ser necesariamente excluyente tanto a la hora de definir los cánones como a la de elegir estratégicamente los personajes. Y es curioso observar cómo esta conciencia en ejercicio que ya definiera Horacio y todos los estrategas del retrato literario, Darío hace de ella un uso pormenorizado. Cualquier excusa sirve para afinar la puntería.

Este, por ejemplo, es el comentario de Darío al cuadro J. Blanche, el Querubín de Mozart: "Muy inglés, muy aristocrático, muy barresiano...el retrato de la cultura del yo, muy significativo y bien interpretado, es un buen dato econográfico para los futuros historiadores del egotismo a fines del siglo XIX y del nacionalismo a fines del XX"(12). Y este, también, es el comentario a uno de los retratos de Gándara: "Es una obra de arte de artificialidad; es un retrato compuesto a la manera de los retratos literarios de ese famoso cultivador de la literatura fuera de natural. Todos los desequilibrios del snobismo, todos los vicios por moda, todos los falsos Phocas, todos los simuladores del pseudotalento, todas las viejas arpías del casino y todos los estetas rezagados del tiempo de Dorian Gray, se quedarán largo rato ante la imagen del novelista del Vicio Errante. Es una maravilla de pose. Es el no más de la vanidad literaturesca, el acabose de la presunción en la rareza...Es un buen documento"(13).

Darío pretende que Los raros sean algo más que un documento bien estructurado o un manifiesto convincente de modelos homologados entre simbolismo y modernismo. Al respecto, apunta lo siguiente el propio Rubén para no equivarnos: "Estaba de moda entonces la publicación de manifiestos, en la brega simbolista de Francia, y muchos jóvenes amigos me pedían hiciese en Buenos Aires lo que, en París, Moreas y tantos otros. Opiné que no estábamos en idéntico medio, y que tal manifiesto no sería ni fructuoso ni oportuno. La atmósfera y la cultura de la secular Lutecia no era la misma de nuestro Estado continental "(14).

Cuando aparece el acta final de Los raros, me refiero a su redacción en los periódicos, se han dado previamente muchos pasos intermediados, y lo que puede ser considerado como un apéndice o recapitulación biográfica del simbolismo de fines de siglo, otros lo hicieron con menos razones, lo que ahí se determina realmente es toda una definición sublime del genio –del modernismo- traspasada por un puñado de ejemplos insensatos que, en su elección puede haber juicio más que discutibles y perecederos, pero que en su intencionalidad ornamentística y funcional –es decir, en la transmisión del ideal estético dariniano- cumplen una misión absolutamente nueva: la de ser heraldos y emisores del misterio implícito que emana de la obra de arte y del sujeto que la elige.

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¿Se trata únicamente de heraldos? De sujetos especiales, de agentes por definición ya que lo raro es una categoría dariniana. Se ha comparado, frecuentemente, al raro dariniano con el genio emergente de la estética del romanticismo y no tengo nada que objetar al respecto, pero sin lugar a dudas las referencias inequívocas que Darío hace en repetidas ocasiones a Nietzsche o a Lombroso, y sobre todo al autor de la teoría patológica del genio, quiere decir que rebuscó demasiado en las estanterías de las bibliotecas. Y si buscó, realmente –y eso se evidencia por las referencia constantes de sus lecturas sobre las que escribe- fue para concluir como diferencia. El genio de Rubén, el raro de Rubén darío, en el fondo es un romántico que ha perdido los argumentos del absoluto y de la belleza normativa idealista para convertirse en esponja y en elemento mecánico puntual y único de cuanto puede ocurrir entre ingenio y razón, entre psicología y metáfora. Y aquí, lógicamente, no hay modelos: hay sólo manifestaciones elocuentes, arritmias demoledoras prevanguardistas, un yo biográfico con fecha que ronda el precipicio del fauno. Hay retrato para una poética de la imagen modernista. Por ello dirá Rubén, cuando Groussac le reprocha el decadentismo de Los raros, que no, que "no son raros todos los decadentes ni son decadentes todos los raros... No son los raros presentados como modelos: primero, porque lo raro es lo contrario de lo normal, y después, porque los cánones del arte moderno no nos señalan más derroteros que el amor absoluto a la belleza –clara, simbólica o arcana- y el desenvolvimiento y manifestación de la personalidad... Los raros son presentaciones de diversos tipos, inconfundibles, anormales; un hierofante olímpico, o un endemoniado, o un monstruo, o simplemente un escritor que como D’Esparbès da una nota sobresaliente y original"(15). Es decir, estamos hablando de una genialidad estética que puede caminar solemnemente al lomo de los ideales más sublimes del modernismo –ya sabemos cuáles son bajo el punto de vista literario- o ir sencillamente a la deriva, y en alpargatas, para aislarse en un esteticismo singular y pretendidamente aristocrático. Tanto en un caso como en otro lo que importa no son los medios, los pinceles –esto puede parecer una barbaridad a alguno de Uds. y puede que efectivamente lo sea hablando de modernismo-, sino el resultado final dariniano: Poesía. O lo que es lo mismo para Rubén: diluirse sonora y pasionalmente en los labios del misterio. Por eso los poetas que elige Rubén Darío en Los raros son, en primer lugar, poetas absolutos –es decir, no les importa dejar de serlo en cualquier momento por su pretendido simbolismo o por un dato biográfico genial-, y en segundo lugar suenan, y suenan porque con un sólo gesto, con un sólo –eso mismo ocurre en la Odisea o el Quijote-, adquieren por sí mismos la consistencia absoluta de la biografía modernista.

La genialidad de Darío en la transmisión de este efecto es verdaderamente único porque lo aplica de modo genético a ese total de veintiún poetas que configuran Los raros –Poe, Leconte de Lisle, Verlaine, Villiers de I’Isle Adam, León Bloy, Jean Richepin, Jean Moreas, Rachilde, George dEsparbés, Agausto de Armas, Laurent Tailhade, Fra Doménico Cavalca, Eduardo Dubus, Teodoro Hannon, Lautréamont, Paul Adam, Max Nordau, Ibsen, José Martí, Eugenio de Castro-, y de los cuales, curiosamente once son franceses frente al resto de diversos países, que pertenecen al XIX, a excepción de la figura del seráfico Fra Doménico Cavalca, que era del XIV. No es necesario agotar ahora, por innecesario, las referencias puntuales de esa transmisión estética porque la simbología y la caractereología son concordantes en todos ellos y porque en la mente poética de Darío se escriben esos retratos como se escribe la vida de los santos: para ejemplificar. Lo interesante de los retratos que se ofrece en Los raros, y que conoció en su gran mayoría, deriva de su necesidad de lienzo –Poros y Penía de nuevo como en Platón-, de su necesidad de expresión y existencia literaria. Una necesidad que, irremediablemente, le obliga a elegir. ¿A quiénes? Pues a singularidades psicológicas y literarias prendidas por alfileres.

En Edgar Allan Poe, por ejemplo, encarna Rubén Darío el ideal de belleza modernista por ser el norteamericano el "cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte". El retrato de Poe crece melancólico en las páginas de Rubén como contrapeso lírico a los privilegiados de la belleza ideal como Goethe, Byron, o Lamartine. Y es que "Poe nació con el envidiable don de la belleza corporal. De todos los retratos que he visto suyos, ninguno da idea de aquella especie de hermosura que en descripciones han dejado muchas de las personas que le conocieron"(16). Pues bien, en esa belleza varonil desconocida, unida a la condición algebraica de su fantasía, Rubén ejemplifica visualmente una de las plenitudes más ingeniosas de la estética modernista.

El parnasiano Leconte de Lisle fue con Jean Moreas, uno de los amigos íntimos de Rubén: "¡Con qué impaciencia al pasar cada semana esperábamos el sábado, el precioso sábado, en que nos era dado encontrarnos, unidos en espíritu y corazón, alrededor de aquel que tenía nuestro corazón y toda nuestra ternura!(17), comentaba Rubén. No se trata ciertamente, de un parnasiano cualquiera, sino del parnasiano concreto –un homérida- que prestó al modernismo de Rubén las leyendas inencontrables de la Ilíada a Chateaubriand, y el que prestó al poeta precolombino el dato

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escultórico, gestual, de la realidad poética hecha norma artística: "Era tiempo de que los niños de antes tomaran actitudes de hombres, que de nuestro cuerpo de tiradores formase un ejército regular. Nos faltaba la regla, una regla impuesta de lo alto... esta regla la recibimos de Leconte de Lisle"(18).

La figura de Verlaine, a quien conoció Darío en 1893 en circunstancias nada favorables, aparece en Los raros, como lo que fue: como el fauno sacerdotal del simbolismo que busca impacto en los desasosegados bosques del espíritu modernista. "Su rostro enorme y simpático, cuya palidez extrema me hizo pensar en las figuras pintadas por Ribera, tenía un aspecto hierático. Su nariz pequeña se dilata a cada momento para aspirar con delicia el humo del cigarro. Sus labios gruesos, que se entreabren para recitar con amor las estrofas de Villon o para maldecir contra los poemas de Ronsard, conservan siempre su mueco original, en donde el vicio y la bondad se mezclan para formar la expresión de la sonrisa"(19). Verlaine, con sus heridas incurables, con sus crímenes de hombre claudicante y ponzoñoso, fue para Rubén, sin embargo, el maestro: "Después de mirar al dios caído... sentí nacer en mi corazón un doloro cariño que junté a la grande admiración por el triste maestro", concluye melancólicamente Darío.

Todas las figuras de Los raros están transidas de temática modernista con la sensualidad y precisión requeridas, incluso en aquellos casos, como en el de Bloy o Ibsen, en las que los personajes huyen de la asociación. En este juego de conveniencias, y con ello termino, me ha impresionado siempre, más que el descubrimiento de la figura Lautréamont y su importancia en la literatura posterior, el retrato magistral de Rachilde por ser una figura femenina que en el mundo modernista, y en el ámbito de la literatura española, aparece y desaparece con Los raros. Rachilde no encarna a la mujer modernista en sentido estricto y estético. Los gustos de Rubén, según confiesa, estarían bajo los encantos de Isadora Duncan, que "ha sido para mí Aglae, Eufrosuna, Talia y Eco, siendo la misma Terpsicore, y por ella he creído ver la victoria de Asópico de Orcoómenes, niño vengador en la carrera del estadio, y las danzas lo celebran, y la divina Hélade, con su sol de miel y su aire de amor"(20). Rachilde juega en Los raros un papel importantísimo y nuevo en literatura: el de la mujer en plenitud de dandy, el de la mujer antimodernista, el de una "satánica flor de decadencia picantemente perfumada, misteriosa y hechicera y mala como un pecado"(21). Rachilde entra en la pluma de Rubén como un veneno y nunca saldrá de ella. Al cabo de los años Rubén volverá a escribir de Rachilde como del "cerebro femenino más complicado y vigoroso, no sólo de su siglo, sino de todos los siglos. Hace unos diez años, escribía yo de ella un retrato, en que mis entusiasmos de entonces iban hacia la parte extrañamente diabólica y misteriosamente pecadora de su obra. Hoy, con mayor reflexión, no veo ya a la escritora sadista –Sade toujours-, a la juglaresa incendiaria, sino a la sesuda y terrible filósofa, a la formidable destructora, a la Sybila de la anarquía, cuyas ideas, hoy manifestadas en nuevas novelas, o en críticas singulares, se puede no seguir, pero no se puede dejar de admirar"(22)

Y al fondo de todos los retratos de Los raros, está reflejado, como una traición, el propio de Rubén Darío. El sabía como Leonardo –y por eso escribe un poema sobre el pintor- que el artista busca la semejanza complaciente incluso en los rostros más deformes porque "se asemejan en ocasiones al maestro", dice Leonardo. Rubén Darío, que vivió pasionalmente esa mímesis también lo supo, y está también llena de melancolía: "Si es cierto que el busto sobrevive a la ciudad, no es menos cierto que lo infinito del tiempo y del espacio, el busto, como la ciudad, y, ay, ¡el planeta mismo, habrán de desparecer ante la mirada de la única Eternidad!"(23)

(1) Talleres de La Vasconia, 1896. Segunda Edición en Barcelona, Maucci, 1905. Para el presente estudio, he usado la edición de Mundo Latino, Madrid, 1920.

(2) Los subrayados provienen del prólogo de Rubén Darío a la Edición de Maucci y que reproduce el volumen VI de Mundo Latino.

(3) Los colores del Estandarte, en Obras Completas, 4, Madrid. Afrodisio Aguado, 1955, p. 874.

(4) Ibid. p. 879-80.

(5) Opiniones, p. 137.

(6) Ibid, p. 183-84.

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(7) Ibid, p. 135.

(8) Oro de Mallorca, p. 177.

(9) La pesadilla de Honorio, en Obras Completas, 4, pp. 168-172.

(10 Viaje a Nicaragua e Historia de mis libros, p. 214.

(11) Confidencias literarias, en Obras Completas, 4, p. 718.

(12) Parisina, p. 183.

(13) Ibid, p. 183.

(14) Viaje a Nicaragua e Historia de mis libros, p. 186.

(15) Los colores del estandarte, p. 880.

(16) Los raros, p. 23.

(17) Ibid, p. 41.

(18) Ibid, pp. 40-41.

(19) Ibid, pp. 50-51.

(20) Opiniones, p. 176.

(21) Los raros, p. 111.

(22) Opiniones, p. 97.

(23) Viaje a Nicaragua e historia de mis libros, p. 215.

BIBLIOGRAFÍA ESPECÍFICA SOBRE LOS RAROS.

DARÍO, Rubén: Páginas escogidas, Edición de Ricardo Gullón, Cátedra Letras Hispánicas, 5ta Edición, Madrid, 1988.

Los raros, Buenos Aires, Tipografía Varsovia, 1896.

Opiniones, Madrid, Fernando de Fe, 1906.

Autobiografía. Oro de Mallorca, Edición de Antonio Piedra, Madrid, Mondadori, 1990.

Todo al vuelo, Madrid, Renacimiento, 1912.

Prosas profanas y otros poemas, Edición de Ignacio M. Zuleta, Madrid, Clásicos Castalia, 1987.

Obras completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1955.

El viaje a Nicaragua e Historia de mis libros, Madrid, Mundo Latino, 1919.

Pensadores y artistas, Mundo Latino.

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TORRES BODET, J. Rubén Darío, Abismo y cima, México, Letras mexicanas, 1966.

GROUSSAC, P. Los raros, por Rubén Darío, La Biblioteca II, Buenos Aires, 1896.

VALERA, J. Sobre los raros, en Nuevas cartas americanas, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1968.