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CAPITULO I El sentido de la ontología 1. Non nova, sed nove La hermenéutica surge de una presunción del sentido, y esta presunción entraña, de modos y en grados diversos, una sospecha: la de aquel que, interviniendo en el mundo de los signos, reconoce en la apariencia una vía de acceso —un camino místico— a la esencia, vislumbra en lo presente una huella fugaz de lo ausente, percibe en lo visible la clave de mediación con lo invisible... El topos «de la sensación a la intelección» describe sintéticamente ese proceso de inquisiciones sobre la realidad que termina cristalizando en una actitud transitiva: la hermenéutica. La historia del pensamiento occidental sobre el signo se revela como un acontecer de sospechas, primero referidas al ser que, enmascarado tras la materia simbólica, late en el lenguaje; centradas, después, en el recelo crítico del racionalismo ante la carencia de sentido de una especulación en la que el signo se realiza siempre a expensas del Ente. En los orígenes de la hermenéutica confluyeron dos formas de pensa- miento que la filosofía antigua logró complementar paradójicamente. De una parte, la metafísica subyacía como fundamentación preteórica a las incipientes teorías de los signos y del lenguaje; de otra parte, una vez descubierta y tecnificada la autorreflexividad del lenguaje, los primitivos estudios lógicos enfrentaban a los enunciados lingüísticos con sus reglas de organización categorial y con sus posibilidades denotativas. Sin embargo, por encima de la concepción ontológica del signo como realidad natural (fysei) o convencional (tbesei), el lenguaje era caracterizado como un médium trascendido por el ser que a través de él se manifiesta. El universo propio de la metafísica, situado «más allá» del ámbito sensorial, instaura una topología fundadora en la que el lugar «exterior» a nuestro mundo determina el dominio de la vida sensible en su condición de inmutable y necesaria extra-realidad. La función del lenguaje consiste en introducir (intro-ducere) la genuina «exterioridad del Ser» en los estrechos límites del 15

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CAPITULO I

El sentido de la ontología

1. Non nova, sed nove

La hermenéutica surge de una presunción del sentido, y esta presunción entraña, de modos y en grados diversos, una sospecha: la de aquel que, interviniendo en el mundo de los signos, reconoce en la apariencia una vía de acceso —un camino místico— a la esencia, vislumbra en lo presente una huella fugaz de lo ausente, percibe en lo visible la clave de mediación con lo invisible... El topos «de la sensación a la intelección» describe sintéticamente ese proceso de inquisiciones sobre la realidad que termina cristalizando en una actitud transitiva: la hermenéutica. La historia del pensamiento occidental sobre el signo se revela como un acontecer de sospechas, primero referidas al ser que, enmascarado tras la materia simbólica, late en el lenguaje; centradas, después, en el recelo crítico del racionalismo ante la carencia de sentido de una especulación en la que el signo se realiza siempre a expensas del Ente.

En los orígenes de la hermenéutica confluyeron dos formas de pensa-miento que la filosofía antigua logró complementar paradójicamente. De una parte, la metafísica subyacía como fundamentación preteórica a las incipientes teorías de los signos y del lenguaje; de otra parte, una vez descubierta y tecnificada la autorreflexividad del lenguaje, los primitivos estudios lógicos enfrentaban a los enunciados lingüísticos con sus reglas de organización categorial y con sus posibilidades denotativas. Sin embargo, por encima de la concepción ontológica del signo como realidad natural (fysei) o convencional (tbesei), el lenguaje era caracterizado como un médium trascendido por el ser que a través de él se manifiesta. El universo propio de la metafísica, situado «más allá» del ámbito sensorial, instaura una topología fundadora en la que el lugar «exterior» a nuestro mundo determina el dominio de la vida sensible en su condición de inmutable y necesaria extra-realidad. La función del lenguaje consiste en introducir (intro-ducere) la genuina «exterioridad del Ser» en los estrechos límites del

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universo racional del hombre. El dios Hermes, cuyo nombre se creía étimo probable del término «hermenéutica» (Platón, Cratilo, 407e), era el mensajero de las palabras divinas —su introductor—, y quien otorgaba al alma la capacidad de expresión.

La originaria densidad mítica de la tekhne hermenéutike toma forma precisamente en la palabra con que se designa el arte de descifrar los signos. El verbo herméneuein (del que se derivan herméneia, herméneus, herméneutes, herméneutikos) significaba el acto de expresar, casi de «revelar», un pensamiento antes imperceptible, de donde procede el significado de la berméneia como explicación o interpretación de un contenido mental dado. La idea de la hermenéutica como exteriorización del pensamiento destaca entre los sentidos iniciales de la palabra, aludiendo a un conjunto de técnicas que la traducción latina del término en la expresión interpretado no pudo sugerir con la misma intensidad. Los visionarios, los portavoces de oráculos e incluso los poetas son llamados herméneutai en cuanto intérpretes de los dioses o desveladores de una voluntad divina configurada en mensajes. Según se siga una u otra trayectoria en el ducere, la tarea hermenéutica tratará de «adentrar» desde el exterior del mundo o de «extraer» desde el interior del pensamiento el ser ideal que se inviste de materialidad a través del lenguaje. De un modo sutil pensamiento y lenguaje se funden en el Lagos, siendo así que a la hermenéutica le concierne mostrar cómo y en qué momento la didnoia (el pensamiento ideal que es, en tanto diálogo del alma consigo misma, tácito) se transforma en logos generado por el pensar y revestido por los sonidos vocales del lenguaje. Naturalmente, Platón no asignó este cometido a la hermenéutica, pero aquí, interpretando su metafísica desde la antigua teoría de los signos, parece plausible proponer una lectura que atribuye a la filosofía platónica la postulación de una ontología íntimamente, si no indiscerniblemente, asociada a una semiótica. Es decir, la preocupación por el ser del ente no habría^ podido existir sin una co-original meditación sobre el sentido como sentido del ser.

a metafísica se ha constituido en la Tópica de la filosofía durante siglos, en su permanencia reside su autenticidad como modo de pensamiento que impregna, aun cuando sea negativamente, toda forma de reflexión posterior. El horror mítico al mito del criticismo ilustrado o la actividad desmitificadora de la llamada por P. Ricoeur «escuela de la sospecha» (Nietzsche-Marx-Freud) no son sino intentos, disímiles en intenciones y fines, de convertir la metafísica en metahermenéutica, desplazando (Le., «descentrando») la sospecha desde el sentido hacia el sentido de la reflexión sobre el sentido. En esta mise en abyme del pensamiento el mito se torna literalmente mythos o fábula, se eleva a argumento de la crítica filosófica, que aspira a disolver los dualismos y las jerarquizaciones de la

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paleo-ontología, al tiempo que enmaraña, no sólo la teoría con la praxis crítica, sino también las relaciones Ser-Pensamiento-Lenguaje. Es fácil advertir la pervivencia de nociones divergentes como mito y logos a lo largo de la historia; acaso ésta sea para el pensamiento la historia de dicha pervivencia: San* Agustín y los modistae, Tomás de Aquino y Ockham, Descartes y Leibniz serían buena muestra de una transmisión de ideas sustancialmente ininterrumpida que alimentó sistemas filosóficos en con-frontación por sus pretendidas posturas irreconciliables. Y es justamente en la contradicción de la tradición, en la peculiar dialéctica que redistribuye y articula nuevas visiones de viejos problemas, donde radica la inesperada perduración fragmentaria de la metafísica. La hermenéutica se ofrece entonces como modelo ejemplar de la «desmembración» histórica de la filosofía a través de lecturas deliberadamente parciales que desean discriminar lo mítico de lo lógico.

En el tratado Peñ Herméneias Aristóteles presupone qué pueda entenderse por «hermenéutica» sugiriendo su definición como análisis del lenguaje que estudia una sintaxis y una semántica lógicas con que se eluda el malentendido o la deformación del sentido de las proposiciones (lógos apophanákos) que expresan el pensamiento. Aristóteles presenta el verbo herméneuein como sinónimo de «significar a través del enunciado» (téi lexei ¿eimanein) y dedica su obra a la especificación de categorías lógicas a partir de la constitución elemental del lenguaje. Es evidente que en la evolución de la filosofía la «hermenéutica» aristotélica encuentra correspondencia y continuación en el neopositivismo y en la filosofía analítica del Círculo de Viena, cuyas actitudes antimetafísicas son hoy un lugar común en el desarrollo del pensamiento crítico. Lo que en Aristóteles viene a ser residual, casi una mera adherencia del entorno metafísico al que por supuesto no podía sustraerse, resultará preeminente para una perspectiva en que la mitología del sentido encierra una poderosa capacidad de concepción ontológica.

«Pues bien, los sonidos vocales son símbolos de las afecciones del alma, y las letras lo son de los sonidos vocales. Y así como la escritura no es la misma para todos, tampoco los sonidos vocales son los mismos. Pero aquello de lo que éstos son primariamente signos, las afecciones del alma, son las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son imágenes, las cosas reales, son también las mismas» (Peñ Hermánelas, 16a3-8).

Si nos detenemos en este párrafo, emblema de un estilo filosófico del que Aristóteles no es el máximo representante, los signos aparecerán como objetos que en su contingencia evocan un espacio ideal e inmutable, y el lenguaje hará las veces de un instrumento descubridor de la Realidad,

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o de una apertura que trasciende los fenómenos en cuanto tales. En la filosofía de la existencia de Martin Heidegger el Dasein, «ser-ahí» o ser del hombre, se define como ^oiov Xóyov íxovi e^ ser viviente cuyo ser está definido en lo esencial por la facultad de hablar. Este sentido lingüístico del ser justifica el tratamiento hermenéutico de la ontología y exige un análisis riguroso del lenguaje como atributo básico del Dasein. Ahora bien, en su manera de abordar el lenguaje Heidegger continúa la línea de trascendencia ontológica heredada de la metafísica griega y realiza un pormenorizado estudio etimológico, característico de su filosofía, de lexemas como «fenómeno» o «logos»: «Xóyo<; en el sentido de habla quiere decir más bien lo mismo que STJAOUV, hacer patente aquello de que «se habla». Aristóteles ha explanado con más rigor esta función del habla llamándola á7iocpaíve<j6ai. El Xóyoc; permite ver algo (cpocíveaGai), a saber, aquello de que se habla, y lo permite ver al que habla (voz media) o a los que hablan unos con otros» (Heidegger, 1971: 43). La potencia comprensiva del «ser-en-el-mundo» heideggeriano se envuelve en la retórica luminosa de la significación como génesis presentadora del ser. Heidegger practica una etimología homérica, iluminadora, alumbradora del sentido primigenio que fusiona ser y lenguaje en una mostración (deixis) transparente. Sus pala-bras son metafísicamente claras: «El "ser verdad" del Xóyo<; como áÁTjOsikiv quiere decir: en el Xéyeív como áTcoyaíveaGai, sacar de su ocultamiento al ente de que se habla y permitir verlo, descubrirlo, como no-oculto (áAy¡0é<;)» (Heidegger, 1971: 43). El resplandor de los signos equivale a su fuerza de re-presentación, metáfora visual que concibe el lenguaje como logos que desvela la ausencia y deja aparecer en su brillo la presencia del ser (Derrida, 1989: 249-311). De este modo la metafísica revive en la lectura del pasado, la exégesis prosigue la pareja mitológica Ser-Sentido al simultanear en el seno del lenguaje un discurso compartido por la ontología de Heidegger y la lógica de Wittgenstein, cuyas diferencias sólo pueden establecerse de acuerdo con las dualidades entrelazadas de la tradición filosófica.

¿Hemos de sospechar de la sospecha? ¿Acaso debemos aceptar el mito de la metafísica como mythos de la filosofía hermenéutica? La interpretación se ha convertido en duplicidad que pentfa hasta el fondo del lenguaje filosófico; el intérprete actúa como un agente doble cuyo éxito depende de que reconozca en un principio el fracaso de su misión. Jacques Derrida ha dedicado su escritura teórica a la mitología del sentido erigiéndose en mistagogo de una hermenéutica que sospecha ad nauseam de cuanto se propone como expresión de una idea que permanece soterrada en la temática de la filosofía. V. Descombes caracteriza sagazmente la estratagema empleada por Derrida para afirmarse en (favor) contra de la metafísica: «Si el traidor hace como si asesinara al tirano el crimen no ha tenido lugar;

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pero si finge fingir mata de verdad, y tras el comediante se escondía su asesino» (Descombes, 1988: 183). Esta es la paradoja del simulacro, su contenido trágico estriba en que, cometido el asesinato, la máscara del fingidor podría ocultar al hijo del tirano, a un parricida desposeído de su origen y razón de ser que no puede hacer más que sospechar ahora de sí mismo o cejar en su empeño y reducirse al silencio del héroe sacrificado. Incluso en esta virtual fatalidad de la empresa deconstructiva se trasluce el carácter mitológico de la hermenéutica como inextricable red de orienta-ciones hacia el sentido, cuya superficie desintegrada manifiesta un deseo plural de unificación, una nostalgia de unidad que se explicita, por refracción, en las negaciones relativistas rayanas en una metafísica invertida (casi un monde a Venvers carnavalesco).

Por una irónica evolución de la filosofía moderna, la hermenéutica se ha convertido en un mosaico de teorizaciones que impiden formular su definición precisa, al menos históricamente perfilada, sin afrontar a un tiempo las críticas que se han interpuesto en el camino de su formación multívoca. Un status quaestionis de la hermenéutica requeriría un estado de la cuestión sobre los estados de la cuestión, tal es la espesura crítica que ha alcanzado el problema de la interpretación. Nuestras ambiciones son mucho más modestas, pues se dirigen a exponer, siquiera en sus líneas generales, cómo la moderna mitología del sentido lleva aparejada una mitocrítica de su discurso que cuestiona desde distintos frentes las afirmaciones de la teoría acerca de los conceptos fundamentales del lenguaje y la comprensión. Por lo demás, la hermenéutica, considerada filosóficamente, rebasa todo método posible, porque de ella depende el hecho de que podamos proceder metódicamente. Dicho de otra manera: ningún método puede desbordar por sí mismo los límites de la comprensión ni reducirla a un molde de pautas analíticas, sino que todo método «se entiende» en la espiral de sentido que atraviesa espacio-temporalmente nuestra experiencia del mundo. La comprensión consiste en la percepción- j y construcción del sentido de un texto. La realidad no tiene sentido fuera 1 de la indeclinable actitud hermenéutica del sujeto. Es decir, el ser comprensible del mundo adviene por medio de un estatuto perceptivo-constructivo sui generis en función del cual la realidad (las cosas, los acontecimientos naturales, las acciones intencionales...) adquiere la forma de «texto». Sólo el texto puede tener un sentido; por tanto, sólo el texto es objeto de la comprensión. Los problemas hermenéuticos de los que nos ocuparemos a continuación integran el núcleo de lo que hemos llamado la actual mitología del sentido, cuyo planteamiento fundacional fue expuesto por E. Cassirer en su Philosophie der Symbolischen Formen (1923):

«La PREGUNTA filosófica por el origen del lenguaje es fundamen-talmente tan vieja como la pregunta por la esencia y el origen del ser.

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Pues justamente lo que caracteriza a la primera reflexión conscientí sobre la totalidad del mundo es el que lenguaje y ser, palabra y sentido no se hallen aún separados, sino que aparezcan como una unidac inseparable. Puesto que el lenguaje mismo es un presupuesto y un; condición de la reflexión, puesto que sólo en él y por él surge 1Í «perspicacia» filosófica, la primera toma de conciencia del espíritu 1< encuentra ya como una realidad dada equiparable a la realidad física y de mismo rango» (Cassirer, 1964-1: 63).

2. De la fenomenología a la hermenéutica

El pensamiento filosófico de principios del siglo xx se encontró ante el grave problema de la especificidad de sus contenidos reflexivos y de la legitimación de sus discursos en el conjunto de la actividad intelectual. Desde el momento en que las investigaciones científicas coincidieron con las parcelas del estudio filosófico, los objetos de conocimiento comunes fueron exhaustivamente analizados por los sistemas metódicos de las ciencias, de modo que la filosofía quedaba reducida a una especulación general desprovista de cometidos propios y, por esto mismo, relegada al espacio cultural de las elucubraciones precientíficas. Esta impresión de inutilidad de la filosofía produjo la revisión profunda de los principios en que se sustentaba el pensamiento moderno. En este contexto de crisis filosófica aparece la fenomenología de E. Husserl, en parte como respuesta a la paulatina desfundamentación que padecía el pensamiento puro en la época de consolidación de las metodologías científicas. En los «Prolegóme-nos» a su gran obra Investigaciones Lógicas (1900), Husserl planea desarrollar un nuevo modelo de la lógica pura y de la epistemología que reaccione eficazmente contra el psicologismo de la explicación científica de los procesos intelectivos. La psicología de las ciencias empíricas no puede dar razón del pensar, puesto que esta actividad está regida por principios formales y reglas lógicas que son anteriores a los procedimientos propia-mente científicos. En consecuencia, la filosofía no sería científica ni acientífica, sino que se ocuparía de las bases puras de todo pensamiento, constituyendo en sí misma un «método» o un «modo de ver» que supera por su generalidad el ámbito de cualquier conocimiento científico particular.

Aunque el llamado «método fenomenológico» no encuentra en la obra de Husserl una exposición concreta, explícita y ordenada, el ambicioso plan de una renovada justificación global de la filosofía aparece en sus Ideas para una Fenomenología Pura y una Filosofía Fenomenológica (vol. I de 1913), donde el modelo de una «ciencia de las fenómenos» se presenta ya íntegramente ideado. En primer lugar, la fenomenología propugna una

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depuración del psicologismo que ha de pasar, antes que nada, por una observación de las experiencias conscientes. La perspectiva del método fenomenológico desdeña las interpretaciones de las experiencias conscientes de la vida cotidiana en el mundo y se impone el fin de mostrar que las leyes lógicas no tienen una naturaleza empírica o trascendente ni proceden de un dominio inteligible de carácter metafísico, sino que son leyes puramente lógicas. La concentración sobre el contenido puro de la conciencia demuestra que ésta se refiere siempre a algo más allá de sí misma, y que su estructura fundamental se conforma en la intencionalidad. Este concepto, tomado de la filosofía de Brentano, significa la dirección de la conciencia hacia algo exterior a sí misma y permite explicar, según mantiene el prisma fenomenológico, que actos como el juicio, la inferencia o la abstracción no tienen una dimensión empírica, pues son procesos intencionales correlacionados con puros «términos» de la conciencia como conciencia intencional. Por ello el análisis de la conciencia debe sobrepasar la absoluta interioridad de un saber reflexivo del yo, de manera que la conciencia sea capaz de llenarse de sentido en el estado que Husserl denomina de «trascendencia en la inmanencia». Lejos de conocer los objetos del mundo como tales objetos, la conciencia aprehende puras significaciones en la medida en que son dadas y tal como son dadas. El método fenomenológico consiste, pues, en la captación intelectiva de los objetos conforme a una intuición que se refiere a lo dado (= lo que se muestra a sí mismo en la intuición). La máxima del sistema husserliano es «dramática» e imperativa: «¡Hacia las cosas mismas!» (zurück zu den sachen selbst!)y donde la noción de cosas equivale a lo dado como aquello que se hace presente a la conciencia. De ahí que la organización metódica de la fenomenología exija la actitud filosófica radical que se concreta en la epojé o «suspensión» del mundo natural1, por medio de la cual la visión inmediata de la realidad del mundo y la creencia en las proposiciones que de ella se derivan son puestas «entre paréntesis». Tomando los conceptos de la filosofía platónica, Husserl define la labor filosófica como el camino desde la doxa u opinión al eidos o esencia del problema (Bubner, 1984: 29), haciendo suya una dicotomía arraigada en el fondo del pensamiento metafísico.

La epojé fenomenológica no es un brote de escepticismo que niegue o ponga en tela de juicio la realidad del mundo natural, sino que sirve de apoyatura a una base metódica a través de la que se revisan los contenidos de la conciencia absteniéndose de efectuar evaluaciones sobre la existencia espacio-temporal del mundo. Desde la perspectiva fenomenológica, no importa si los contenidos de la conciencia son reales o irreales, ya que solamente serán analizados en cuanto contenidos puramente dados. Husserl llegó a caracterizar su método como un positivismo absoluto, en el sentido

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de que la fenomenología no presupone ningún tipo de saber o valoración, sino que sólo opera con la intuición esencial (Wesensschau). La reducción eidética —tratada sobre todo en las Investigaciones Lógicas—, que implica la reducción trascendental, pone entre paréntesis la existencia misma de la conciencia, de tal manera que la conciencia se repliega sobre sí misma en una tendencia hacia su pureza intencional. Es de este modo como la actuación intencional se escinde en la aprehensión de lo noemdtico (intuición de las esencias) y de lo noético (introyección de la conciencia hacia sí misma: conciencia pura o trascendental). En la reducción fenome-nológica es necesario tener en cuenta el postulado de Husserl según el cual la investigación debe dirigir el pensamiento exclusivamente al objeto (Gegestand) discriminando todo componente subjetivo. Este principio supondría una postura puramente objetiva ante los fenómenos, una exclusión de todo tipo de conocimiento teórico previo e incluso de los juicios del sentido común que se formula partiendo de una tajante parcelación entre sujeto y objeto. Sobre el objeto se aplica una doble reducción: 1) es preciso desatender la existencia del objeto y concentrarse únicamente en la quididad, es decir, en la esencia; 2) hay que distinguir la quididad de lo accesorio y proceder tan sólo al análisis esencial de lo dado. El ideal fenomenológico de objetividad sería un requisito imprescindible en el método de una ciencia general del conocimiento humano, su necesa-riedad viene impuesta porque: a) la facultad cognoscitiva del hombre es proclive a percibir en el objeto más de lo que se da en él, introduciendo representaciones emocionales, saberes adquiridos, prejuicios, conjeturas, etc.; b) no existen objetos simples, sino fenómenos infinitamente complejos cuya pluralidad de componentes no puede ser observada en simultaneidad por el hombre (Bochenski, 1957: 42-43).

La fenomenología de Husserl se presenta como una concepción diametralmente opuesta tanto al positivismo y al naturalismo como al psicologismo historicista de filósofos como Dilthey. La ruptura que propone el método fenomenológico con respecto a las corrientes científicas del siglo xix estriba en la negación de un rasgo común a esas diversas teorías del conocimiento: la tendencia a la reducción óntica. Las metodologías científicas decimonónicas propenden a reducir los objetos culturales (lenguaje, literatura, arte, religión, derecho...) a realidad psicofísica explicable a través de un esquema analítico-causal. La contradicción de esta perspectiva se puso de manifiesto cuando se advirtió que todo lo que es comprensible de acuerdo con la imagen del mundo de la realidad psicofísica —imagen proporcionada por la ciencia natural— no constituye en sí un objeto fáctico, sino un contenido del mundo. K. O. Apel escribe al respecto: «Los acontecimientos calculados podrán siempre sucederse independiente-mente del conocimiento humano, pero lo que pueda interpretarse de ellos

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tiene que volver a establecerse en el horizonte del mundo abierto por el lenguaje, del mundo en que fue primeramente descubierto el fenómeno que, como tal, dio iniciativa a la explicación exacta (...). En pocas palabras: cuanto más se pretenda reducir el «mundo» como suma de todos los contenidos de sentido concebibles a lo real psicofísico, tanto más inesperadamente se revelará el hecho de que también la realidad psicofísica es un contenido de sentido y que, como tal, sólo pude hacerse presente en un mundo constituido conforme al sentido» (Apel, 1985-1: 82).

En cierto modo el antipsicologismo fenomenológico se relaciona con la superación de los factores psicológicos que comienza a extenderse cuando la lógica y la matemática habían de ser adscritas a procesos psíquicos reales. Husserl relacionó la validez del sentido lógico-matemático con el carácter de las significaciones entendidas de manera diferente que las vivencias o representaciones fácticas. Entra así en juego la teoría fenome-nológica del lenguaje, en la que se distingue una totalidad de significaciones (equiparable a la langue saussureana) de los actos psíquicos del habla (grosso modo la parole). Husserl cree que existe una diferencia esencial entre las representaciones generadas asociativamente en diversas mentes por la comunicación lingüística y la significación supratemporal de los signos. En el caso del Teorema de Pitágoras un sujeto puede representarse la figura del matemático, otro una frase leída sobre él en un libro, un tercero la idea inconcreta de las fórmulas matemáticas, etc. Sin embargo, la significación válida del Teorema de Pitágoras es, según Husserl, siempre la misma para todos los individuos que la piensen. Es evidente, pese a la vaguedad conceptual de las afirmaciones husserlianas, que el lenguaje evoluciona históricamente, proceso que el fenomenólogo no puede admitir si desea mantener la identidad del sentido como sustentación de la verdad del juicio intersubjetivamente válido en que se funda la posibilidad del conocimiento científico. Un notorio platonismo subyace a la distinción de Husserl entre «puras significaciones ideales» y «significaciones contingentes» actualizadas en las lenguas históricas, términos de una oposición que recuerda la lingua universalis manifestada múltiplemente en el tiempo de la Gramática de Port-Royal. Pero si esta teoría emplea todos los recursos a su alcance para salvar el relativismo lógico que limita la universalidad cognoscitiva de las ciencias, al mismo tiempo conduce a unas conclusiones poco innovadoras para la filosofía del lenguaje, puesto que en la concepción fenomenológica de Husserl la palabra es —al menos en una primera etapa— instrumento destinado a la designación de la esencia que perdura ucrónicamente en su condición de sentido del mundo. Por supuesto, en este desarrollo teórico resuenan, distanciadas por la historia, las voces de la vieja metafísica, curiosamente reutilizadas ahora para consolidar una idea estricta y universal de conocimiento. Aunque Husserl pretendió en

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los últimos momentos de su filosofía dar razón de la historicidad del sentido, lo cierto es que la estela esencialista de su fenomenología influiría intensamente en importantes teóricos de la cultura de nuestro siglo.

Ejemplo de esta persistente repercusión de la obra de Husserl son los análisis fenomenológicos de la literatura de Román Ingarden (Das Litera-rische Kunstwerk, 1931) y de Günther Müller («Über die seinsweise von Dichtung», 1939), quienes rechazan la concepción de la obra literaria como vivencia del creador o del lector y proponen su desvinculación de la realidad histórica concreta. El texto literario es, en expresión de Ingarden, entitativ amenté autónomo, se muestra como una forma intencional de la conciencia configurada lingüísticamente. Por su parte, Müller sostiene que:

«Ni las vivencias del autor ni la realidad se hallan dentro de la obra literaria. El ser de ésta = estructura oracional, estructura fónica y estructura de significación; tales son los conceptos fundamentales más simples del estudio científico de la literatura» (1939: 147). En Ingarden el objeto literario se ofrece como una entidad construida en estratos interre-lacionados en su determinación recíproca, y no a través de la yuxtaposición. El estrato «inferior», correspondiente a los sonidos lingüísticos, es susceptible de adquirir valores literarios y determina el estrato siguiente de las significaciones elementales y complejas de los signos. Las significaciones expresan «estados de cosas» en los que se muestran las «objetividades». Entre las significaciones y las objetividades se sitúa el estrato de los «aspectos» o «apariencias», que abarca el conjunto de modos posibles de expresión sensorial de los objetos representados. Como vemos la tesis básica de esta teoría establece una estructura de superposiciones en la que los niveles inferiores fundamentan óntica y estructuralmente los superiores, porque «antes que una visión de la estructura fenoménica de lo imaginario-literario, la teoría de Ingarden es el análisis de un orden, de una precedencia permanente, presente como necesidad en toda realización de la obra como objeto estético (en toda lectura o, en general, experiencia de ella)» (Martínez Bonati, 1983: 35-36). Bajo la lograda cohesión de la teoría litraria de Ingarden se esconde un ontologismo idealizante —heredado acaso de Husserl— que le impone una interpretación esencialista del lenguaje y, por ende, de la creación literaria. Para Ingarden el hecho de que los elementos ideales de sentido de los conceptos sirvan al autor en su actualización sólo de modelos para los elementos que componen los contenidos de sentidos expresados, constituye la esencia peculiar e incom-parable de la forma de existencia entitativamente autónoma de la obra literaria (Ingarden, 1965). Las consecuencias de esta ontología tienden al idealismo, por cuanto hacen depender la obra estética del sentido de conceptos sustanciales que, por encima de la singularidad efectiva de su

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conformación lingüística, pueden ser aprehendidos en su calidad de elementos epistémicamente a priori.

3. Heidegger y la hermenéutica ontológica del "Dasein"

La hipóstasis lógica de que adolecía el método fenomenológico provocó la aparición de reticencias cada vez más abundantes en torno a los planteamientos teóricos sobre los que se cimentaba el sistema filosófico de Husserl. Las objeciones a la fenomenología revistieron forma sistemática en las críticas de M. Heidegger a la medular inconcreción ele las nociones husserlianas, al conservadurismo implícito en el mantenimiento de la dualidad metafísica sujeto-objeto y a la artificialidad despersonalizada de la epojé. Por tanto, Heidegger se dispone a replantear minuciosamente los fundamentos del análisis fenomenológico mediante una nueva concepción de la ontología en que se introduce el concepto de existencia para marginar de la reflexión la pregunta sobre un ser ambiguamente ideal. El interés de la pregunta ontológica reivindicada por Heidegger se inclina al ente particular en su totalidad concreta y factual, al «ser-ahí» del hombre (das mensliche Dasein). El papel del Dasein es de excepcional relevancia en cuanto que se manifiesta como el único ente capaz de plantearse la pregunta por el Ser. Siendo así su naturaleza existencial, esto quiere decir que tiene una idea del objeto de su pregunta, un pre-juicio de lo que es el ser. La tarea filosófica consiste en exponer ese prejuicio sin olvidar que sólo en el horizonte del Dasein humano se transforma en problema la existencia de los demás seres. Ahora bien, por el mero hecho de que el Dasein se define como una forma especial de existencia, será necesario distinguir su ser específico del ser de las otras positividades que coexisten con él2. Evidentemente, podríamos ver en esta matizada consideración «taxonómica» de la ontología un resurgimiento de la pareja sujeto-objeto, si bien Heidegger afirma que la estructura de la existencia provee de unas bases comunes para la fundamentación del ser del Dasein y del ser del mundo. Pero en ningún caso puede el «ser-ahí» aceptar la reducción fenomenológica defendida por Husserl, por medio de la cual la conciencia se separa del mundo y transforma al ser en un sentido para sí misma y relativo a sí misma.

El objetivo esencial que guía el pensamiento heideggeriano expuesto en Sein und Zeit (1927) se resume en la evolución de la fenomenología hacia una hermenéutica del Dasein. Resulta ilustrativo reproducir un fragmento de cierta extensión donde Heidegger delimita con su personal estilo conceptuoso la investigación fenomenológica:

«Tomada por su contenido es la fenomenología la ciencia del ser de los entes —ontología. En la dilucidación hecha de los problemas de la

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ontología surgió la necesidad de una ontología fundamental que tenga por tema el ente óntica-ontológicamente señalado, el "ser-ahí", de tal suerte que acabe por sí misma ante el problema cardinal, la pregunta que interroga por el sentido del ser en general. De la investigación misma resultará esto: el sentido metódico de la descripción fenomenológica es una interpretación. El Xóyoc; de la fenomenología del "ser-ahí" tiene el carácter del íp[ir¡ve\)tiv) mediante el cual se le dan a conocer a la comprensión del ser inherente al "ser-ahí" mismo el sentido propio del ser y las estructuras fundamentales de su peculiar ser. Fenomenología del "ser-ahí" es hermenéutica en la significación primitiva de la palabra, en la que se designa el negocio de la interpretación. Mas en tanto que con el descubrimiento del sentido del ser y de las estructuras fundamentales del "ser-ahí" en general, queda puesto de manifiesto el horizonte de toda investigación ontológica también de los entes que no tienen la forma del "ser-ahí", resulta esta hermenéutica al par "hermenéutica" en el sentido de un desarrollo de las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica. Y en tanto, finalmente, que el "ser-ahí" tiene preeminencia ontológica sobre todo ente —en cuanto ente en la posibilidad de la existencia— cobra la hermenéutica como interpretación del "ser-ahí" un tercer sentido específico —el filosóficamente primario, de una analítica de la "existenciariedad" de la existencia». (Heidegger, 1971: 48).

En la ontología de Heidegger la hermenéutica no constituye un paradigma de reglas interpretativas tradicionalmente aplicadas ni un método más para la comprensión del sentido, sino que es la actitud original y permanente de la estructura del Dasein que determina totalmente la transformación hermenéutica de la filosofía. La relación Ser/Lenguaje (es decir, la «lingüisticidad» del ser) y el carácter hermenéutico de la experiencia humana del mundo son para Heidegger el problema central de la filosofía. La razón de todo ello se encuentra en la condición óntica por la que el Dasein se convierte en objeto de la interpretación:

«Puesto que el comprender y la interpretación constituyen la estructura existenciaria del ser del "ahí", tiene que concebirse el sentido como armazón existenciario-formal del "estado abierto" inherente al comprender. El sentido es un existenciario del "ser-ahí", no una peculiaridad que esté adherida a los entes, se halle "tras" ellos o flote como un reino inter-medio no se sabe dónde. Sentido sólo lo "tiene" el "ser-ahí", en tanto el "estado abierto" del "ser en el mundo" puede "llenarse" con los ente? que cabe descubrir en este estado. Sólo el "ser-ahí3' puede, por ende, tener sentido o carecer de él». (Heidegger, 1971: 170).

La pregunta heideggeriana por el sentido del ser, renovación de la pregunta formulada por la metafísica occidental sobre el ser del ente (ov

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7) Sv), empieza interrogándose por el «ahí» de todo ser, esto es, por el ser que existe en el modo de comprender el ser. La comprensión ya no es \ —sólo— un medio de conocimiento, sino —sobre todo— un modo de ser, I y el modo del ser que existe comprendiendo. Sin embargo, Heidegger no pretende sustituir la tradicional ontología por una innovadora ontosemdntica trascendental dirigida a la comprensión del ser; más bien intenta considerar desde su particular posición la pregunta por el ser yendo más allá del confinamiento de dicha pregunta en la conciencia trascendental kantiana o siguiendo otros caminos de los propuestos, en épocas recientes, por la filosofía del lenguaje (Apel, 1985-1: 283). La comprensión está sobredeter-minada por el «ser en el mundo» (in der Welt Sein) en que se actualiza el Dasein dentro de un contexto de significados. Y ese ser en el mundo supone el horizonte de un mundo que progresa siempre en la dimensión del tiempo que está abierto al futuro. La duración temporal corresponde a los caracteres originalmente esenciales de la existencia, de manera que el Dasein existente en el tiempo debe ser considerado como histórico: la historicidad del «ser-ahí» hace inconcebible la epojé fenomenológica, puesto f que el hombre está instalado ineluctablemente en el «ahí» que en su misma ^ constitución existencial y lingüística predispone a la comprensión y configura los prejuicios3.

La fundamentación de la hermenéutica sobre la fenomenología es llevada a cabo por Heidegger a través del procedimiento que P. Ricoeur denomina de vía corta**. Este camino (odos) conduce a una ontología de la comprensión que, eludiendo las discusiones acerca del método, se proyecta hacia una filosofía ontológica del ser finito para recuperar en ella el comprender, pero no en tanto un modo de conocimiento, sino en cuanto estructura existencial o modo de ser. El problema hermenéutico se encuadra entonces dentro de la Analítica del Ser, Dasein, como ser-que-comprende. En Ser y Tiempo Heidegger precisa el hallazgo ontológico del círculo hermenéutico y explícita con él el fundamental nexo entre el ser y el lenguaje. Este concepto preside el proceso de la interpretación concebida como articulación interna de una precomprensión que constituye el Dasein. En palabras de G. Vattimo: «El hecho de que, para Heidegger, la interpretación no sea otra cosa que la articulación de lo comprendido, que ello presuponga, por tanto, siempre una comprensión o precomprensión de la cosa, significa simplemente que, antes de cualquier acto explícito de conocimiento como (ais) algo, el conociente y lo conocido se pertenecen recíprocamente: lo conocido está ya dentro del mundo que lo conocido co-determina» (Vattimo, 1986: 24). Esta teoría del círculo hermenéutico suscita el problema de la historicidad de la comprensión y evidencia la imposibilidad, ignorada u olvidada por la fenomenología, de salir fuera del círculo comprensivo en que se produce el enfrentamiento temporal del

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Dasein. Heidegger niega con su hermenéutica los principios husserlianos y rechaza cualquier intento de esquivar la determinación histórica del ser en el «ahí». A la totalidad del «ser en el mundo» le atañe el comprender en cuanto «estado de abierto» del «ahí». Por este motivo toda comprensión del mundo comporta la existencia y toda interpretación que entrañe comprensión tiene que haber comprendido ya aquello que intenta inter-pretar: «Pero ver en este círculo un circulus vitiosus y andar buscando caminos para evitarlo, e incluso simplemente "sentirlo" como una imperfección inevitable,, significa no comprender, de raíz, el comprender (...). Lo decisivo no es salir del círculo, sino entrar en él de modo justo. Este círculo del comprender no es un círculo en que se movería una cierta forma del conocimiento, sino que es la expresión de la existenciaria estructura del "previo" peculiar al £<ser-ahí" mismo» (Heidegger, 1971: 171). El círculo hermenéutico pertenece a la estructura del sentido como fenómeno que surge de la organización existenciaria del Dasein, de la comprensión interpretativa como estado habitual de existencia en el medio del lenguaje y la cultura. El ente al que en cuanto «ser en el mundo» le concierne su propio ser tiene una estructura circular, presupuesto del que proviene el sistema filosófico de la hermenéutica iniciada por Heidegger y proseguida por su discípulo H.-G. Gadamer.

4. El lenguaje del ser y el ser de lenguaje en Heidegger

En la ontología de Heidegger el lenguaje es la materia simbólica en la ,/i que se despeja el ser en su contenido esencial a partir de las formas

1 históricas del ser en el mundo del hombre. El logos representó en la antigua ontología el hilo conductor en el desvelamiento de aquello que es y en la definición de su ser, cuyo modelo de configuración ideal era lá proposición en que se funda el comprender como apropiación de sentido. El concepto de proposición en Heidegger se establece de acuerdo con tres contenidos relacionados con otros tantos problemas filosóficos sobre los que se centra la atención hermenéutica:

1. La proposición puede entenderse como indicación, incluyendo el sentido primitivo de lógos apophdntikos: el enunciado que permite ver los entes por sí mismos. Estamos, pues, ante una fenómeno-logia.

2. La proposición se refiere a la predicación, en la que se da un vínculo entre un «sujeto» determinado por un «predicado». Lo enunciado en una frase como «el martillo pesa demasiado» (es decir, lo que en ella se determina) no es el predicado, sino, según Heidegger, el martillo mismo. Por el contrario, lo determinante radica en el segmento «pesa demasiado». Y tanto el sujeto como el predicado se manifiestan en la indicación,

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porque el determinar «no es lo que descubre, sino que como modo de la indicación encierra inmediatamente al "ver" justo en los límites de lo que se muestra —el martillo— en cuanto tal, para hacer por medio del expreso arrancar los límites de la mirada que lo patente se torne expresamente patente en su determinación» (Heidegger, 1971: 173).

3. Finalmente, el término «proposición» significa comunicación, que, en calidad de manifestación, se relaciona con los significados anteriores. La proposición puede definirse como un «co-permitir» ver lo indicado en el modo de determinar. El «co-permitir» se convierte en común al otro ente indicado en su determinación. «Lo enunciado, en cuanto comunicado, puede serle "común" a los otros con el que lo enuncia, sin que aquellos tengan al ente indicado y determinado en una cercanía tangible ni visible. Lo enunciado puede ser transmitido» (Heidegger, 1971: 174).

En síntesis, la proposición es una indicación determinante comunicativa-mente, fórmula en la que Heidegger recoge los tres sentidos desglosados anteriormente. El primero evoca la visión mítico-metafísica del lenguaje como expresión (deloun) del Ser; el segundo hace suyas las categorías ló-gicas del análisis enunciativo clásico, y el tercero integra esas dos caracte-rizaciones en un proceso supraindividual de representaciones comunes. Heidegger intenta mostrar cómo la esencia de la proposición procede de los actos interpretativo-comprensivos en los que se desarrolla la «lógica» del lenguaje, parte de la analítica del Dasein. La naturaleza de la propo-sición trae consigo el problema de la verdad y de su dependencia de los enunciados lingüísticos que presumiblemente la revelan. Heidegger impugna la teoría tradicional de la verdad como «coincidenciaa», «acomodación» o «adecuación» del juicio cognoscitivo con el objeto, pues en modo alguno puede decirse que se dé una coincidencia (Ubereinstimmung) entre la proposición y el ente al que ella va referida. «Una proposición es verdadera significa: descubre al ente en sí mismo. Pro-pone, muestra, "permite ver" (oLnocpoLVGiQ) el ente en su "estado de descubierto". El ser verdadera (la verdad) de la proposición ha de entenderse como un "ser descubridora'3. La verdad no tiene, pues, en absoluto la estructura de una concordancia entre el conocer y el objeto, en el sentido de una adecuación de un ente (sujeto) a otro (objeto)» (Heidegger, 1971: 239). La teoría heideggeriana no especifica suficientemente la dimensión significativa (o, sin más, semio-lógica) de la verdad, concebible como relación simbólica que ejerce la fun-ción apofántica del lenguaje. Al negar insistentemente que la verdad sea una adaequatio intellectus et rei, Heidegger limita la propiedad relacionante de la concordancia argumentando que «el señalar es una relación, pero no una concordancia entre la señal y lo señalado» (1971: 236). Urgido por refutar la concepción clásica de la verdad, Heidegger no determina cuál es la relación entre la lingüisticidad del Dasein y la estructura enunciativa de

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la proposición verdadera, cuya esencial forma de manifestación se realiza solo dentro de los limites en los que el «ser-ahí» es.

Teniendo en cuenta que los rasgos fundamentales del «ser-ahí» (el «estado de abierto» y el «ser en el mundo») vienen dados por el «encon-trarse» —ónticamente el estado de ánimo— y el «comprender», Heidegger sugiere que la estructura existenciaria del Dasein está profundamente arraigada en la estructura del lenguaje. Desde su concepción hermenéutica, el fundamento ontológico-existenciario del lenguaje es el habla, y ésta, de idéntica originalidad existenciaria que el «encontrarse» y el «comprender», es la articulación de la comprensibilidad del ser en el mundo. Jacques Derrida ha reflexionado sugestivamente sobre esta ontología lingüística de Heidegger, de la que extrae una conclusión que hacemos nuestra, con reservas, en la medida en que expresa la preeminencia ontológica del lenguaje en el pensamiento fundacional de la filosofía hermenéutica:

«La palabra "ser" o, en todo caso, las palabras que designan en lenguas diferentes el sentido del ser, sería junto con algunas otras una "palabra originaria" (Urwort), la palabra transcendental que aseguraría la posibilidad de ser-palabra a todas las demás. Estaría pre-comprendida en todo lenguaje en tanto tal —y ésta es la apertura de Sein und Zeit— y únicamente esta precomprensión permitiría plantear la pregunta por el sentido del ser en general, por sobre todas las ontologías regionales y toda la metafísica (...) Heidegger recuerda sin cesar que el sentido del ser no es la palabra "ser" ni el concepto de ser. Pero dicho sentido no es nada fuera del lenguaje de palabras, está ligado, si no a tal o cual palabra, a tal o cual sistema de lenguas (concesso non dato), por lo menos a la posibilidad de la palabra en general» (Derrida, 1971: 28-29).

En el pensamiento tardío de Heidegger el Ser antecede al hombre, a quien aquél se le transmite históricamente a través de la convergencia de ambos en el lenguaje. «El lenguaje es la casa del ser» —escribe el filósofo en su obra Brief über den Humanisrnus (1947)—, actúa como «despejador» esencial del Ser articulado en su totalidad lingüística. Un caso modélico de este despejamiento del Ser por el lenguaje lo hallamos en la literatura, a la que Heidegger caracteriza como «fundación lingüística del ser». En su ensayo sobre «El origen de la obra de arte» («Der Ursprung des Kunstwer-kes», Holzwege, 1950) sitúa la creación literaria en una posición prominente con respecto a las otras prácticas artísticas, porque según él el lenguaje es el acontecer en el que primeramente se abre para el hombre el ente como ente. La realidad de la obra literaria no radica en la sugestión afortunada que cause en la psique del lector ni en las averiguaciones científicas sobre sus componentes, sino en el «ponerse ante ella» del receptor, acto que lleva consigo afrontar intencionalmente la obra desde el propio mundo de

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la experiencia, de tal manera que se manifieste a su vez el mundo especial de ese objeto literario y origine una dialéctica con el mundo previamente conocido o reconocido. Siempre que esto suceda, resultará de ello un «ponerse en obra» la verdad del ente, y en este acontecimiento la obra literaria permanecerá en su marco referencial sin prescindir de la tempora-lidad histórica del mundo. La obra literaria es entonces «histórica» (geschkhtlich)y por cuanto en ella el ser absoluto que adviene se inviste de temporalidad y ella misma funda la historia al representar nuevamente su mundo a una humanidad determinada; pero no es «Histórica» (historisch) como quería el historicismo positivista del siglo xix.

Heidegger asimila la obra literaria a las cualidades constitutivas de la existencia dotándola de atributos peculiares a su estructura expresiva. Los contenidos intencionales de los enunciados literarios se presentan como una ficción respecto de los juicios factuales de la experiencia cotidiana del mundo (lenguaje ordinario, aserciones científicas, etc.). Sin embargo, en relación con el ser del ente, el estatus óntico de la literatura experimenta una inversión, pues en este caso la comprensión del ser, evidentemente implícita en el juicio fáctico, depende del despejamiento del contenido esencial del ser que acontece en el proceso fundante de la creación literaria. La interpretación de Apel puede esclarecer el sentido de esta sutil distinción: «Mientras la literatura, justamente por su libertad imaginativa (que no es total independencia ontológica) frente a lo fáctico eleva el ser a la verdad, lo fáctico, el porqué del aquí y ahora del ente a que va dirigido el interés práctico del hombre por la relación medio-fin, es lo que tienen en cuenta las ciencias empíricas, que por su naturaleza están destinadas al dominio técnico de lo que se expresa intramundanamente y tienen por ello que fracasar cuando quieren "explicar" el ser —constituyente de mundo- de cualquier fenómeno» (Apel, 1985-1: 97).

5. La esencia del habla: Para una "Ontopoética"

En el conjunto de escritos, en su mayor parte conferencias, reunidos bajo el título Unterwegs zur Spracbe (1959), Heidegger estudia detenida-mente aquellos aspectos comunes al pensamiento filosófico y a la poesía, definidos ambos por un mostrarse el ser a través del habla que en cuanto discurso lo configura. De algún modo hacer una experiencia con el habla supone el «advenimiento» ontológico de los entes en forma de palabra, razón por la cual distingue Heidegger la experiencia del habla de la adquisición de conocimientos científicos sobre el habla, cuyo análisis se expresa por medio del llamado metalenguaje: «La filosofía científica que persigue la producción de este "super-lenguaje" se entiende consecuente-

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mente a si misma como metalmgüistica. Esta expresión suena a metafísica, pero no sólo suena corno ella: es como ella; porque la metalingüística es la tecnificación universal de todas las lenguas en un sólo y único instrumento operativo de información interplanetaria» (Heidegger, 1987: 144). Sin embargo, al filósofo como tal le interesa más determinar las posibilidades de hacer una experiencia con el habla, teniendo en cuenta que en el hablar cotidiano el habla no llega propiamente a sí misma, sino que tan sólo permite el acceso al lenguaje del objeto de que se habla. Heidegger observa que la aspiración a llevar al habla algo de lo que hasta entonces nunca se había hablado genera la situación en que se produce la autoexpe-riencia del habla5. El lenguaje poético es en este sentido un buen ejemplo de ese fenómeno mediante el cual el lenguaje refleja a partir de la experiencia de sí mismo la esencia del habla. Heidegger cita como ilustración de este proceso un poema de Stefan George («La Palabra», perteneciente a El Nuevo Reino) que termina con dos sugerentes versos:

Así aprendí triste la renuncia: Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

La exégesis poética heideggeriana, cuidadosa hasta la redundancia, interpreta los versos de Stefan George como la declaración palmaria de la omnipresencia óntica de los signos: «Y aún más, podríamos proponer el siguiente enunciado: algo es solamente cuando la palabra apropiada —y por tanto pertinente— lo nombra como siendo y lo funda así cada vez como tal. ¿Quiere decir esto al mismo tiempo: sólo hay un ser donde habla la palabra apropiada? ¿De dónde toma para ello su propiedad (Eignung) la palabra? El poeta no dice nada de la cuestión. Con todo, el contenido del verso final incluye esta declaración: el ser de cualquier cosa que es, reside en la palabra. De ahí la validez de la frase: el habla es la casa del ser» (Heidegger, 1987: 148-149).

Desde el punto de vista de Heidegger, el pensamiento filosófico, más que un medio para alcanzar el conocimiento, «abre surcos en el campo del ser». Por tanto, si lo que verdaderamente importa es la experiencia del pensamiento con el habla, y ésta se emplaza en un en-frente-mutuo (Gegen-einander-üher) respecto de aquél y la poesía, el pensamiento y la creación poética existen, por así decir, en regiones vecinas, idea llevada hasta sus últimas consecuencias de indistinción por la interpretación deconstructiva de J. Derrida (Culler, 1987: 160 y ss.). El cometido de esta reflexión busca, por consiguiente, desvelar las posibilidades de hacer una experiencia pensante con el habla desde el descubrimiento de la esencia del lenguaje (y el lenguaje de la esencia) en la vecindad del pensamiento y la poesía. Las equivalencias —o las intersecciones— entre esos dos dominios

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del habla impiden que se pueda decidir definitivamente si la poesía es, en lo propio, una forma de pensamiento, o si el pensamiento es, en lo específico, una forma de poesía. Heidegger señala que la oscuridad de este dilema reside para nosotros en el hecho de que no se ha resuelto todavía la incertidumbre o la ignorancia sobre el origen de, y la génesis del vínculo entre, una y otra forma del habla (Vattimo, 1989: 67 y ss.).

No cabe duda de que, incluso comprendiendo las dificultades, necesarias o gratuitas, de la filosofía del Heidegger tardío, las meditaciones que el pensador alemán dedica de forma reiterada al lenguaje nutren consciente y autocomplacidamente una neometafisica del signo. La vecindad que une poesía y pensamiento se establece en la proximidad del Decir (die Sage), donde se vuelve patente la esencia del habla. Y una vez más el decir significa mostrar: «liberación luminosa-ocultadora, entendida como ofreci-miento (Ikhtend-verbergend frei-geben ais dar-reichen) de lo que llamamos mundo» (Heidegger, 1987: 179). La interpretación del pensamiento conduce a una reafirmación de su metafísica del habla sobre la base del discurso aristotélico. El desvelamiento del ser se realiza a través de los semeia (lo que muestra), que corresponden al ámbito de la des-ocultación (aletheia) como claridad donde el fenómeno se hace visible. Según Heidegger, el mostrar deja aprehender lo que aparece y deja que lo aprehendido sea examinado. El vínculo entre la mostración y lo mostrado en su desenvol-vimiento se transforma ulteriormente en un relación convencional entre un signo y un designado. Pero designar ya no es mostrar algo en el sentido de un de jar-aparecer, porque la designación se inscribe en una mutación de la esencia de la verdad dentro de las condiciones comunicativas (Le., retóricas) del lenguaje. No obstante, la estructura del habla da lugar a la manifestación óntica de la realidad a través de los signos: «Desde la época de los griegos —señala Heidegger— los entes se experimentaron como lo que está en presencia. En la medida en que el habla es —la actividad de hablar tal como se representa cada vez— pertenece a lo que está en presencia» (1987: 221). Retomando el pensamiento primordial de la metafísica (el de la «presencia» del ente, mito de la filosofía occidental) Heidegger se interroga sobre una categoría que ha marcado la historia de la metafísica como perduración de un error: la búsqueda del ser en un espacio ideal donde el ente era transfigurado en una «existencia» inefectiva, verdaderamente ausente (Heidegger, 1988: 61-97).

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NOTAS 1 En realidad el postulado de Husserl es aporético, porque «la exclusión de lo mundano

conduce, según el tradicional esquema cartesiano, al yo, cuyos contenidos de la conciencia, en cuanto inmediatamente ciertos, deben aceptarse de manera absoluta. Pero el yo, que constituye la unidad del pensar, pertenece justamente él mismo al mundo que debe ser excluido en beneficio de las formas lógicas del pensamiento» (Adorno, 1986: 112).

2 En las conferencias de 1929-1930 en Friburgo, Heidegger propone tres tesis a propósito de la pregunta «¿Qué es el mundo?»: a) la piedra carece de mundo (weltlos), b) el animal es pobre en mundo (weltarm) y, c) el hombre es confígurador de mundo (weltbildend). «Si el animal carece de mundo, y por lo tanto de mundo espiritual, si carece de espíritu -entiende Derrida—, este no-tener-mundo (Wicbthaben von Welt) tiene un sentido radicalmente diferente del de la piedra que, ella, carece de mundo (weltlos) pero no podría estar privada de él. El animal carece de mundo, puesto que está privado de él, pero su privación significa que su no-tener es un modo de tenerlo, e incluso una cierta relación con tener-un-mundo» (Derrida, 1989b: 81).

3 Con todo, la proclividad de Heidegger a preterir contradicciones insolubles como la interpuesta en la armonización de la ontología atemporal y la historia, le lleva a ontologizar la propia historia en historicidad, convirtiendo la contradicción en una «estructura del ser». Y este personal estilo «metacontradictorio» tendría su origen en Husserl (Adorno, 1986: 233).

4 P. Ricoeur llama «vía corta» a una ontología de la comprensión que, rompiendo con las discusiones metodológicas, se proyecta hacia una ontología de la existencia para recobrar en ella el comprender como modo de ser precedente *a los modos de conocimiento (Ricoeur, 1969: 10).

5 Evidentemente el pensamiento heideggeriano se expresa a través de términos procedentes de los conceptos de lenguaje y poesía en Hegel. En la filosofía hegeliana nos encontramos con caracterizaciones de este tipo: «La poesía ya ño es posible más que si la conciencia se libera de la preocupación y fijaciones de objetos y se vuelve reflexivamente hacia su verdadera "esencia", partiendo de la "circunspección", del "recogimiento y reposo"j de la reflexión sobre la esencia del hombre como reflexión simultanea sobre lo que es en su significado» (Simón, 1982: 156).

CAPÍTULO II

Los principios de la filosofía hermenéutica: H,-G, Gadamer

1. El problema del método en la ontología hermenéutica

La publicación en 1960 de la magna obra de Hans-Georg Gadamer (1900) Wabrheit und Methode. Grundzüge einer philosophische Hermeneutik supuso la sistematización integradora de los proyectos más relevantes de la epistemología cultural y la recuperación de las diversas tendencias de la tradición hermenéutica. La síntesis de Gadamer reelabora los temas heideggerianos destacando su vinculación con las doctrinas de Dilthey, la hermenéutica romántica y la teoría fenomenológica de Husserl. El título del libro hace referencia al «método» y a la «verdad», pero no en cuanto instrumento y producto interdependientes en el proceso cognoscitivo, sino como realidades discernibles por el pensamiento estrictamente filosófico en su sección epistemológica. De aquí que Gadamer comience atribuyendo a la hermenéutica el estudio de la comprensión y la correcta interpretación de lo comprendido, objetos que traspasan las fronteras metódicas de la ciencia moderna al ser las instancias conformadoras de la experiencia humana del mundo. En palabras del teórico de la hermenéutica: «El fenómeno de la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo, sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico» (Gadamer, 1977: 23). Gadamer pretende, pues, rastrear la experiencia de la verdad fuera de las ambiciones de universalidad de las metodologías científicas, cuyas modalidades de conocimiento no pueden, según el filósofo, dar razón de la verdad inherente a la experiencia estética, filosófica o histórica. En consecuencia, hemos de entender el título Verdad y Método en el sentido de un «más allá del método» (metamétodo) en donde el conocer se ocupa del pre-entendimiento que determina la regulación técnica de la actividad comprensiva y a un tiempo le pone límites (Outhwaite, 1988: 33). Tampoco aspira Gadamer a

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prescribir los procedimientos metodológicos de las ciencias del espíritu, sino que tan sólo se pregunta, siguiendo así la actitud epistemológica kantiana, por las condiciones cognoscitivas que posibilitan la ciencia moderna. La pregunta sobre la comprensión humana precede a toda actuación comprensiva particular de la subjetividad, es incluso anterior al comportamiento metódico de las ciencias culturales. Por eso Gadamer considera convincente la analítica temporal del Dasein de Heidegger, en la que la comprensión no indica una manera de proceder propia' del sujeto, sino el modo de ser mismo del «ser-ahí». De ello se deduce la universalidad de la hermenéutica como dimensión de toda conciencia humana expresada mediante el lenguaje, concepción ésta que define nítidamente el propósito esencial del estudio sobre la comprensión.

En el prólogo a la segunda edición de Verdad y Meto do, Gadamer explícita el cometido de su labor: «el sentido de mi investigación no era proporcionar una teoría general de la interpretación y una doctrina diferencial de sus métodos, como tan atinadamente ha hecho E. Betti, sino rastrear y mostrar lo que es común a toda manera de comprender: que la comprensión no es nunca un comportamiento subjetivo respecto a un «objeto» dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo que se comprende» (1977: 14). La larga polémica entablada por Gadamer y Betti, defensor de una hermenéutica metodológica asentada sobre normas interpretativas, puso al descubierto las diferencias básicas entre el universalismo pre-metódico del enfoque filosófico y la búsqueda de cientificidad característica del pensamiento positivo moderno. Betti reprocha a Gadamer que presente una fenomenología de la comprensión y no una teoría de la interpretación, a lo que el filósofo alemán responde aduciendo en su defensa las simplificaciones que implica la restricción

metódica de la hermenéutica de Betti. La reacción gadameriana ante las recriminaciones del historiador del derecho se expresa con rotundidad.

Betti afirma —escribía Gadamer— «que estoy restringiendo el problema hermenéutico a la quaestio facti («fenomenológicamente», «descriptivamen-te»), y que no llego a plantear la quaestio inris. Como si el planteamiento kantiano de la quaestio inris hubiese podido prescribir a la ciencia pura de la naturaleza lo que ésta debiera ser en realidad, y no intentase más bien justificar la posibilidad trascendental de ésta tal como era. En el sentido de esta distinción kantiana, el pensar más allá del concepto de método de las ciencias del espíritu, tal como intenta mi libro, plantea la cuestión de la «posibilidad» de las ciencias del espíritu (¡lo que en modo alguno

significa cómo debieran ser ellas en realidad!)» (Gadamer, 1977: 607). A decir verdad esta discusión se revela inútil si advertimos que el

motivo de discordia surge de dos perspectivas distintas —pero no forzosamente opuestas— frente al conocimiento hermenéutico. Por una

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parte, Gadanier propugna con su ontología hermenéutica un análisis general de la comprensión como universal de experiencia previo a todo quehacer científico y, simultáneamente, encauzable, al menos en términos parciales, en una aplicación de la práctica metodológica. Por otra parte, Betti cultiva metódicamente la hermenéutica (sobre todo la jurídica) (Betti, 1975) en conformidad con un repertorio canónico de reglas interpretadoras. Nada impide la complementación general de ambas posturas, siempre y cuando cada una de ellas no reclame para sí la pertinencia exclusiva de su investigación hermenéutica. Adviértase que la teoría metódica de Betti, resumida en Teoría Genérale della Interpretazione (1955), se orienta hacia la aplicabilidad concreta de la interpretación en operaciones hermenéuticas regidas por un paradigma normativo; mientras que la filosofía de Gadamer estudia la comprensión a partir de sus fundamentos ontológicos anteriores y exteriores a todo conocimiento reglado o metódico. En cierto modo Gadamer expone una crítica al dogmatismo metodológico que desborde la autoconciencia científica acerca de su autonomía gnoseológica y relativice la seguridad del conocimiento sistemático subrayando simplemente la historicidad y tradicionalidad de su progresiva constitución en modelos, la repercusión de estas dos visiones enfrentadas en la hermenéutica literaria causa una situación problemática que debe resolverse mediante postulados dialécticos que hagan compatibles una y otra perspectivas. Cierto es que una hermenéutica predominante-mente filosófica no tiene que precisar cómo debe leerse, sino cómo se lee un texto por encima de deberes, poderes y quereres singulares. Esta tarea concierne a una epistemología deudora de la filosofía trascendental, pero es deseable que se proyecte sobre las estructuras coherentes de la ciencia donde la comprensión determina la explicación y es determinada por ella. Es propio de las metodologías detallar los procedimientos que pueden convertir a la interpretación en un proceso imbricado dinámicamente con

otros dentro de un conjunto científico. En un método epistemológicamente adecuado a su objeto se produce una coordinación recíproca y dialéctica del nivel fenomenológico de la comprensión y el sistema formal que regula las pautas interpretativas.

2. La pre-estructura del proceso comprensivo: el círculo hermenéutico

El sujeto que se dispone a comprender un texto realiza invariablemente un «proyectar» por el que, desde el momento en que aparece el primer asomo de sentido, aventura un sentido del todo. Sucede esto porque ese sujeto lee el texto a través de unas expectativas que se acomodan a su vez a algún sentido concreto, de manera que la comprensión del contenido textual consiste en continuar ese proyecto previo sometiéndolo a constantes revisiones de acuerdo con los resultados obtenidos a medida que se progrese en la penetración del sentido. Esta sucinta descripción de la pre-estructura de los actos comprensivos continúa los análisis ontológicos de Heidegger, pero es en sí misma simplificadora por la indeterminación de los factores y etapas que componen el recorrido hermenéutico. Gadamer se percata de esta simplicidad reductora cuando señala que la revisión del primer proyecto interpretativo depende de la posibilidad de anticipar un nuevo proyecto de sentido; incluso puede ocurrir que distintos proyectos se confronten en una dialéctica de la que surgirá finalmente el esquema oportuno para la construcción coherente del sentido en su conjunto. La actuación comprensiva se inicia ya en las fluctuaciones del individuo que, situado ante las potencialidades significativas del texto, se ve obligado a rectificar sus pre-visiones para emplear las reglas del juego que emanan del propio objeto de la interpretación. Cierto es que existe una tendencia por , así decir «natural» del intérprete a imponer sus hábitos lingüísticos y sus \ conocimientos al texto; pero el trabajo de la hermenéutica intenta precisamente, según Gadamer, acceder al sentido del texto desde las competencias mediante las que éste fue creado. La actividad comprensiva debe excluir toda postura dogmática, toda obstinación que pertinazmente pretenda forzar el contenido del texto para incrustar en él las opiniones o las creencias que el sujeto convierte en «propias del texto». Por esta causa Heidegger aporta una correcta descripción fenomenológica al descubrir en el «leer lo que pone» la conducción hermenéutica de la pre-estructura de la comprensión. Asimismo, cuando evidencia la situación hermenéutica del problema del ser según su posición (Vorhabe), previsión (Vorsicht) y anticipación (Vorgriff), está analizando la cuestión que él plantea a la metafísica en relación con los asuntos fundamentales de la historia de esta disciplina filosófica (Gadamer, 1977: 336). De este modo llama la atención sobre el hecho de que la comprensión realizada partiendo de una

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conciencia metódica intentará siempre ser consciente de sus anticipaciones con el fin de alcanzar el entendimiento de las cosas mismas. Se puede aceptar que toda interpretación correcta debe superar la arbitrariedad de las ocurrencias ideológicas del hermeneuta y ha de suprimir eventualmente los hábitos cotidianos del pensar para orientarse «hacia la cosa misma». Sin embargo, asumiendo la historicidad de un texto en cuanto expresión del «ser-ahí», no se entiende de qué modo se sustraerá el sujeto hermenéu-tico al sistema de sistemas de hábitos coetáneos a él mismo y a la creación del texto dado. Es más plausible pensar en un equilibrio entre los efectos precomprensivos y la composición semántica del texto que en una asepsia interpretativa cercana a la epojé fenomenológica (o a una «suspensión» del juicio a la manera de los escépticos) incompatible con la temporalidad del objeto comprensible.

El proyecto interpretativo por medio del que elaboramos el sentido del texto implica la activación de un conjunto de prejuicios hasta entonces virtuales. Pero, ¿qué es un prejuicio? «En sí mismo «prejuicio» quiere decir un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes. En el procedimiento jurisprudencial un prejuicio es una predecisión jurídica antes del fallo de una sentencia definitiva» (Gadamer, 1977: 337). El sentido negativo del prejuicio (praeiudicium, Vorurteil) —es decir, su significado de «juicio falso» o infundado— proviene de la crítica de la Ilustración, que lo calificaba de apreciación endeble y apresurada. La teoría ilustrada distingue los «prejuicios por respeto humano» de los «prejuicios por precipitación», si bien ambos inducen finalmente al error en el conocimiento. Hay, con todo, una diferencia fundamental: mientras que en los primeros la causa generadora del error radica en el asentimiento a los dictámenes de la autoridad (praeiudicium auctoritatis), el praeiudicium precipitantiae debe el yerro a la intervención de la propia racionalidad. Evidentemente, la actitud sumisa ante la autoridad fue repudiada con toda firmeza por el espíritu de la Aufkldrung tal como se expone en la programática exhortación de I. Kant: «Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento». No obstante, Gadamer ve con recelo la hostilidad ilustrada hacia las tergiver-saciones provocadas por la aceptación de concepciones que la tradición heredada convierte en «pre-concepciones», hasta el punto de que llega a afirmar que «los prejuicios de un individuo sony mucho mas que sus juicios, la realidad histórica de su ser» (1977: 344). Entender el prejuicio como un factor operativo dentro de la estructura de la comprensión mueve a Gadamer a una rehabilitación del concepto de autoridad como elemento participante en el proceso interpretativo. Por consiguiente, la hermenéutica no puede concebirse fuera de la tradición a la que pertenecemos como seres históricos, ni es posible imaginar una «ciencia desprejuiciada», por la

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simple razón de que el comportamiento científico está ineludiblemente condicionado por la tradicionalidad (el saber acumulado, la ideología, los medios técnicos...) profunda del comprender. En este punto de la reflexión comienza a mostrarse clara la naturaleza histórica de las ciencias herme-néutico-culturales, que, excediendo los angostos límites de algunas ingenuas metodologías constreñidas por sus afanes cientificistas, reconocen como indispensable la consideración de la movilidad histórica de sus objetos: «El comprender debe pensarse —escribe Gadamer— menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición» (1977: 360).

En el discurso Uber den Begriff der Hermeneutik mit Bezug auf F. A. Wolfs Andeutungen und Asts Lehrbuch (1828), Schleiermacher establece la

distinción entre el método «comparativo» y el método «adivinatorio» ca-racterísticos de una hermenéutica que está dividida en una parte «gramatical» y

otra «psicológica»1. De los dos métodos, el adivinatorio precisa incorporar a la comprensión, a través del Zirkelschluss, la psicología del autor. La

adivinación «gramatical» consiste, por su parte, en comprender la cons-trucción de una frase ascendiendo de las partes al todo y descendiendo del todo a las partes (Szondi, 1979: 153 y ss.). La anticipación del sentido mediante las expectativas del intérprete constituye la forma básica del Zirkel im Verstehen o movimiento circular que caracteriza la comprensión

textual de las ciencias del espíritu. Schleiermacher se refiere, en relación con el círculo hermenéutico, a un aspecto objetivo y a un aspecto subjetivo de la comprensión encadenados en un mismo proceso de conocimiento. ; Así

como cada palabra pertenece a una frase, cada frase a un texto, cada j texto corresponde a la obra de un determinado autor, y ésta se inscribe en el sistema literario general, el texto está integrado, como momento creativo

singular, en la totalidad de la vida psíquica de un autor. De este modo el principio general de toda interpretación impone que el texto sea: ¡

comprendido desde sí mismo, es^decir, el sujeto de la interpretación debe 1 desplazarse a la posición desde la cual el productor del texto desenvolvió 1

sus contenidos objetivos. La hermenéutica del siglo xix ya tomaba en consideración esta estructura circular de la comprensión en el marco de

una relación formal entre lo individual y el todo, de donde surgía la anticipación intuitivamente realizada del todo y la explicación subsiguiente de

lo individual (Vattimo, 1968; Savile, 1978). Esta idea adquiere entidad teórica con la concepción del acto adivinatorio de Schleiermacher, cuyo postulado principal afirma que a través de dicho acto el intérprete «penetra» en el autor y aclara, instalado en su interioridad psíquica, el

extrañamiento suscitado por el texto. Las nociones de la hermenéutica romántica pervivieron en los sectores

de la filología del siglo xx más vinculados a la tradición del pensamiento

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alemán decimonónico. Por ejemplo, el círculo filológico de Leo Spitzer, exponente de la Estilística idealista, se presenta como un «método en vaivén» en el que la comprensión se efectúa por el movimiento oscilatorio que va desde algunos detalles externos al centro del texto, y a la inversa desde el centro a otros detalles externos (Spitzer, 1968: 34 y ss.). Bien mirado, el círculo filológico de Spitzer no deja de ser una forma de inducción, como él mismo declara: «Mi método personal ha consistido en pasar de la observación del detalle a unidades cada vez más amplias que descansan en creciente medida en la especulación. Es, a mi modo de ver, el método filológico, inductivo, que pretende mostrar la importancia de lo aparentemente fútil en contraste con el procedimiento deductivo...» (Spitzer, 1968: 42). Gadamer se opondría tajantemente a estas aplicaciones un tanto rudimentarias del círculo hermenéutico y, por supuesto, no aceptaría en modo alguno el empleo metódico de lo que él define como pre-estructura de la comprensión. Conviene destacar, además, que el acto interpretativo no es para Gadamer subjetivo, como ha sido entendido por algunas corrientes de la Estética de la Recepción:

«El círculo no es, pues, de naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo, sino que describe la comprensión como la interpretación del movimiento de la tradición y del movimiento del intérprete. La anticipación de sentido que guía nuestra comprensión de un texto no es un acto de la subjetividad sino que se determina desde la comunidad que nos une a la tradición. Pero en nuestra relación con la tradición, esta comunidad está sometida a un proceso de continua formación. No es simplemente un presupuesto bajo el que nos encontramos siempre, sino que nosotros mismos lo instauramos en cuanto que comprendemos, participamos del acontecer de la tradición y continuamos determinándolo así desde noso-tros mismos. El círculo de la comprensiónn no es en este sentido un círculo «metodológico» sino que describe un momento estructural onto-lógico de la comprensión» (Gadamer, 1977: 363).

Tal como lo plantea la ontología hermenéutica de Gadamer, el círculo comprensivo remite a tres principios constitutivos: 1) el rechazo del modelo metódico de las ciencias positivas como ideal del conocimiento cultural, 2) la extensión epistemológica de la hermenéutica a todo 1 conocimiento, histórico o no, y 3) el postulado de la lingüisticidad del ser (para la comprensión), cuya formulación se expresa en la frase Sein, das verstanden werden kann, ist Spracbe («El ser, que puede comprenderse, es lenguaje»). La adjudicación de caracteres hermenéuticos a todo conocimiento sugiere implícitamente el concepto de historicidad referido al saber. El conocimiento no es una percepción «descomprometida» de objetos empí-ricos, sino ante todo una acción que repercute sobre el contexto en que

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dicho conocimiento tiene lugar. El lenguaje aparece entonces como el modo de acontecer del ser, y la historia evoluciona sustancialmente como

historia de palabras. Pero la ontología hermenéutica elude en sus reflexiones, voluntaria o inconscientemente, el problema de la unidad entre Teoría y Praxis, lo que supone un debilitamiento considerable de su sistema teórico general. La enfermedad histórica de que hablaba Nietzsche se produce por la separación del saber (teoría) y el hacer (praxis), y ésta no es contemplada por la perspectiva histórica de la hermenéutica gadameriana. G. Vattimo ha denunciado acertadamente esta limitación cuando afirma que «el problema que la ontología hermenéutica deja sin discutir es el siguiente: ¿la infinitud de la interpretación, que ella piensa de modo sustancialmente

inescindible de la finitud de la existencia, no implica también, necesaria-mente, una separación permanente de existencia y significado, de hacer y saber, por lo cual la infinitud de la interpretación no es otra cosa, en definitiva, que la vieja disociación hegeliana entre sí mismo y para sí mismo que pone en movimiento todo el proceso fenomenológico de la historia del espíritu?» (Vattimo, 1986: 36). Esta problemática escisión se ha intentado resolver a través de las críticas, encabezadas por la filosofía de J. Habermas, que se han hecho a la teoría hermenéutica desde posturas

sociológicas, analíticas y semióticas. En términos generales, puede decirse que la circularidad de la com-

prensión se fundamenta en una doble condición de los objetos estudiados por las ciencias culturales. Dichos objetos —los textos en sentido lato— constituyen, de un lado, estructuras simbólicas que deben ser analizadas lingüística o semiológicamente, y a un tiempo son, de otro lado, hechos de la experiencia que tendrán que ser observados como productos (ergon) de una acción (enérgeia). El esquema exegético que actualiza la precom-prensión introduce elementos parciales para hacerlos comprensibles a medida que el propio esquema se perfeccione. Ahora bien, no se establece un paralelismo entre la relación de esos elementos con el esquema y los vínculos que los hechos mantienen con la teoría que aspira a explicarlos, o que los enunciados del lenguaje-objeto contraen con las expresiones del metalenguaje. Así pues, la interpretación de un lenguaje exige el conoci-miento de su «gramática», y ésta no sólo se determina en componentes lingüísticos inmanentes al código, sino también en el conjunto de las acciones y de las prácticas de la vida social. Esta conexión del lenguaje y la práctica ordinaria de la existencia permite comprender por qué el movimiento hermenéutico no es del todo circular desde el punto de vista lógico: «La conexión entre el esquema exegético y los elementos incluidos en él se configura —afirma Habermas— para el intérprete como una conexión inmanente al lenguaje que obedece sólo a las reglas de la gramática; pero en sí se articula a la vez en ella un contexto vital que

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representa un sentido individual que no puede resolverse sin discontinui-dades en categorías generales. Por este lado el análisis del lenguaje hace accesible también el contenido empírico de una experiencia vital indirecta-mente comunicada» (Habermas, 1982: 179). En la interpretación de un texto cotidiano se selecciona un esquema exegético provisional que anticipa ab initio el resultado de todo el proceso hermenéutico, después de haber pasado por sucesivas revisiones que paulatinamente lo mejoran. Pero teniendo en cuenta que la exégesis es un análisis lingüístico, no es posible decir que tenga un contenido empírico en sentido estricto. Sin embargo, en su condición de sistema hipotético, el esquema necesita una comproba-ción empírica de su labor, de manera que pueda corregir sus «imperfeccio-nes». En otras palabras, la logicidad del círculo se desvanece si se advierte la complementación entre la explicación metalingüística de un lenguaje y la posibilidad de referir las descripciones del metalenguaje a los contextos prácticos (o pragmáticos) de su realización efectiva. La dialéctica del círculo hermenéutico recorrería, pues, una fase «centrípeta» —en la que el metalenguaje describe el texto— y una fase «centrífuga» por medio de la que las explicaciones metalingüísticas se aplican empíricamente a los contextos prdctico-referenciales de los que se abstrajo el texto-objeto.

3. Los horizontes de la Historia Efectual (Wirkungsgeschichte)

La historia es el gran mito de la hermenéutica: el motivo de sus constantes reflexiones y el objeto de sus más brillantes aportaciones al pensamiento filosófico. Pero el interés histórico de la filosofía hermenéutica no se dirige sólo a los textos creados a lo largo del tiempo, sino también al efecto que se deriva de ellos en su acontecer temporal. En la comprensión de un fenómeno histórico desde la distancia del tiempo que determina nuestra situación hermenéutica inciden irremediablemente los factores histórico-efectuales. La Historia Efectual preestablece los aspectos del fenómeno interpretable que serán más notorios para el intérprete, y relega a un segundo plano una proporción variable en cada caso de los contenidos del objeto de comprensión. Desde la perspectiva de Gadamer «la conciencia de la historia efectual es en primer lugar conciencia de la situación hermenéutica» (1977: 372). Pero no podemos describir objetivamente nuestra situación en toda su complejidad, porque no nos hallamos ante ella como espectadores externos, sino inmersos en su red de determinaciones. Gadamer cree preciso relacionar la situación con el , concepto de horizonte, que él define, en primer término, como el ámbito de visión que abarca y encierra todo lo que es visible desde un determinado y punto de observación. Esta caracterización plástico-visual de los procesos

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cognoscitivos tiene antecedentes en el pensamiento kantiano, prolongándose, a través de diversas reformulaciones, hasta la hermenéutica existenciaria de Heidegger. En la fenomenología de Husserl toda vivencia se manifiesta en un Horizont que cambia con el transcurso del propio complejo de conciencia y establece unas posibilidades de conciencia preconcebidas. El horizonte no constituye una frontera inamovible, sino que se desplaza con el sujeto y le invita a seguir penetrando en sus dominios de experiencia. La intencionalidad del horizonte que conforma el flujo vivencial tiene su correlato en la intencionalidad «horizóntica» que envuelve al ser efectivo de los objetos: «Pues todo lo que está dado como ente, está dado como mundo, y lleva consigo el horizonte del mundo» (Gadamer, 1977: 309).

La actividad hermenéutica se concreta en la obtención del horizonte adecuado para resolver las cuestiones que el objeto plantea a partir de sus «inscripciones» de tradicionalidad. Porque la comprensión histórica de los textos debe reconstruir el horizonte histórico que permitirá acceder a las «verdaderas» {fidedignas, si se prefiere) representaciones de un mundo temporalmente fungible y a un tiempo tradicionalmente perdurable. La retrospección hermenéutica genera un proceso dinámico de orientaciones hacia el pasado que hace posible comprender la realidad histórica desde la «mismas» circunstancias en que se originó. Análogamente, la interpretación de un texto requiere la momentánea «enajenación» del intérprete, que no hará sino «poner-se en el lugar» del otro para poder entender lo que quiso decir. Sin embargo, una pregunta surge a continuación: «¿Existen realmente dos horizontes distintos, aquél en el que vive el que comprende y el horizonte histórico al que pretende desplazarse?» (Gadamer, 1977: 374). La particular paradoja de la historicidad humana da lugar a que nuestro horizonte de experiencias y conocimientos sea simultáneamente un habitá-culo en el que nos desenvolvemos dentro de nuestra cotidianeidad y un eslabón incardinado en la común cadena de la tradición. A pesar de todo, las transformaciones históricas del horizonte promueven su esencial hete-rogeneidad, su peculiar segmentación en unidades espacio-temporales sincrónicamente descriptibles. Gadamer sostiene que el horizonte se desplaza al paso de quien se mueve haciéndose consciente de su historicidad. Con todo, esta aseveración debe precisarse: quien intenta comprender un fenómeno acaecido fuera de los límites del propio sistema de experiencia lo contempla como una alteridad (con respecto a las «alteridades» de su horizonte) parcialmente contextualizable, crea un modelo interpretativo híbrido, impregnado de los elementos que forman el marco de referencias de sus horizontes empíricos. El desplazarse con el horizonte es una metáfora, sugestiva pero falaz, que alude a esa reconstrucción ideal de los sistemas comprensivos operantes en un determinado momento del decurso histórico. Pero incluso reconstruir el horizonte de comprensión de una

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época en toda la riqueza de sus componentes es imposible —porque se afronta un conjunto indefinido de factores incidentes—, pertenece más a ciertas utopías teóricas de la filosofía hermenéutica que a la realidad científicamente verificable de las acciones comprensivas singulares o secto-riales2. Gadamer parece ser consciente de estas condiciones:

«En este sentido —dice—, comprender una tradición requiere sin duda un horizonte histórico. Pero lo que no es verdad es que este horizonte se gane desplazándose a una situación histórica. Por el contrario, uno tiene que tener siempre su horizonte para poder desplazarse a una situación cualquiera. ¿Qué significa en realidad este desplazarse? Eviden-temente no algo tan sencillo como «apartar la mirada de sí mismo». Por supuesto que también esto es necesario en cuanto que se intenta dirigir la mirada realmente a una situación distinta. Pero uno tiene que traerse a sí mismo hasta esta otra situación. Sólo así se satisface el sentido del «desplazarse». Si uno se desplaza, por ejemplo, a la situación de otro hombre, uno le comprenderá, esto es, se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible, precisamente porque es uno el que se desplaza a su situación» (Gadamer, 1977: 375).

La autoconciencia de la situación histórica en la adquisición de una perspectiva hermenéutica ajena a la temporalidad presente (en un «presente» que incluye el pasado y futuro inmediatos) del intérprete es la consecuencia más relevante de la ampliación del horizonte comprensivo. En un sentido general, comprender a otro sujeto supone explicitar las diferencias que acercan y a la vez separan su horizonte del nuestro. La comprensión estriba, pues, en la manifestación de la diferencia o alteridad que se instituye reiteradamente en el curso de la tradición. Este proceso implica comúnmente un «destacar» definido como relación recíproca en la que unos aspectos del objeto se hacen más visibles que otros, los cuales, sin embargo, se tornan patentes por su proximidad a lo destacado: son , metonímicamente rescatados de un entorno de indistinciones. Es decir, la actividad hermenéutica enfrenta al texto con la conciencia histórica del presente, desarrollando una tensión cognitiva habitualmente solapada. En j / la culminación del proceso comprensivo se produce una fusión de horizontes \ que armoniza el pasado y el presente en una unidad de experiencia histórica autoconsciente cuya ejecución asigna Gadamer a la tarea objetiva de la conciencia histórico-efectual3.

La Historia Efectual está estrechamente ligada al concepto de experiencia. El sentido fundamental de la experiencia se refiere a la finitud del hombre y a las limitaciones temporales de la realidad. El hombre aprehende la realidad en el instante en que experimenta su virtual pero inexorable acabamiento, tomando así conciencia de sus posibilidades temporales de

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conocimiento y de la temporalidad intrínseca a la existencia de las cosas que desea conocer. Según Gadamer, la verdadera experiencia es experiencia de la propia historicidad, se opone a la infantil fantasía de que está en nuestras manos la reversibilidad de la Historia que aparece como deforma-ción de un vago y manipulado mito del eterno retorno. A través de estos presupuestos se urde la estructura de la experiencia hermenéutica, anclada

en la búsqueda del sentido de la tradición cultural. Pero llegado este punto, Gadamer introduce una consideración de especial- interés: «Sin

embargo, la tradición no es un simple acontecer que pudiera conocerse o dominarse por la experiencia, sino que es lenguaje, esto es, habla por sí misma como lo hace un tú» (1977: 434). Esto no quiere decir que se interpreta de la tradición lo que tiene el carácter de una opinión correspondiente a un tú, sino que sugiere cómo los contenidos de la comprensión poseen un sentido autónomo con respecto al yo y al tú. La experiencia del tú característica de la hermenéutica funda su especificidad en el hecho de que el tú no es un objeto: se comporta él mismo como un sujeto frente a un objeto. Esta apreciación tiene una importancia capital para las ciencias de la cultura, por cuanto en buena parte de ellas la experiencia del tú justifica el «conocimiento de gentes», por el que comprendemos a los otros sujetos de un modo semejante a como comprendemos cualquier proceso típico en nuestro horizonte de experiencia (Gadamer, 1977: 435). Gadamer señala el equívoco en el que han incurrido

algunas metodologías al «objetivizar» superficialmente al tú en la experiencia hermenéutica con la pretensión de lograr una ansiada rigurosidad en la explicación científica. Un procedimiento como éste extrae al sujeto del conocimiento de la tradición a la que pertenece, suprimiendo a la par las percepciones subjetivas efectuadas por referencia a ella. Frente a esta

concepción metódicamente esquemática de la experiencia hermenéutica,

«Una manera distinta de experimentar y comprender al tú consiste en que éste es reconocido 'como persona, pero que a pesar de incluir a la persona en la experiencia del tú, la comprensión de éste sigue siendo un modo de referencia a sí mismo. Esta autorreferencia procede de la apariencia dialéctica que lleva consigo la dialéctica de la relación entre el yo y el tú. La relación entre el yo y el tú no es inmediata sino reflexiva. A toda pretensión se le opone una contrapretensión. Así surge la posibilidad de que cada parte de la relación se salte reflexivamente a la otra. El uno mantiene la pretensión de conocer por sí mismo la pretensión del otro e incluso de comprenderla mejor que él mismo» (Gadamer, 1977: 336).

Una experiencia del tú conseguida de éste modo es objetivamente más correcta que el conocimiento de gentes, pues éste sólo aspira a poder

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predecir las acciones del tú sin indagar en las motivaciones que las provocaron. Desde el punto de vista hermenéutico, la experiencia del tú —basada en esa «dialéctica de la reciprocidad» entre los sujetos— se muestra en la conciencia histórica mediante la que se tiene constancia de la alteridad del otro y del pasado. Cuando este reconocimiento intenta superar sus determinaciones históricas para situarse sobre ellas, se convierte en una forma de dominación (del otro y/o del pasado) que quebranta el proceso dialéctico y hace de él una mera apariencia. Gadamer insiste casi obsesivamente en que la conciencia histórica que quiere comprender la tradición no puede reducirse a los modelos metódico-críticos, confiriéndose de este modo el privilegio de saber prevenir los prejuicios interpuestos en su camino; sino que debe reflexionar también acerca de la propia historicidad que, en vez de obstaculizar la libertad del conocimiento, es la condición de su posibilidad. La apertura a la tradición característica de la conciencia histórico-efectual forma parte del saber implícito en la experiencia hermenéutica de cada individuo, y la comprensión se realiza como un experimentar al tú en cuanto tal, es decir, no eludiendo sus pretensiones, dejándose decir algo por él. El requisito imprescindible para que esto ocurra se manifiesta en la apertura a la tradición, a la tradición y al discurso de los otros, cuya naturaleza intersubjetiva entraña aceptar cierta indefensión, en el sentido de que se ha de estar dispuesto a «dejar valer en mí algo contra mí» (Gadamer, 1977: 438)*

4. La pregunta como condición de una (dia-)Lógica Hermenéutica

Heidegger había comenzado su ontología del Dasein con la recuperación de la pregunta que interroga por el sentido del ser. La estructura formal de esa pregunta es caracterizada como sigue: «Todo preguntar es un buscar. Todo buscar tiene su dirección previa que le viene de lo buscado. Preguntar es buscar «qué es» y «cómo es» un «ente» (Heidegger, 1971: 14). En la ontología heideggeriana la acción de preguntar incluye lo preguntado, aquello a que se pregunta y lo que se busca con la pregunta. Cuando un individuo pregunta conscientemente, sabe también cuál es el objeto de su búsqueda, pues sin este conocimiento previo a la obtención de la respuesta toda pregunta carecería de sentido. Heidegger llama «lo preguntado» (das Gefragte) a ese conocer anterior a la pregunta que influye como presupo-sición epistémica en el proceso de la interrogación. No es posible formular una pregunta ignorando qué objeto se pretende conocer con ella, ya que de lo contrario jamás se encontraría en la respuesta el motivo que la ha suscitado. Por su parte, la respuesta perseguida (lo que Heidegger denomina das Erfragte) se refiere a la naturaleza del ser por el que se

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pregunta, si bien se ha discutido la necesidad o contingencia de que toda pregunta tenga como resolución una respuesta4. En último lugar, tenemos el termino con que Heidegger designa al destinatario de la pregunta (das Befragte), que puede coincidir con el sujeto que interroga en un acto de autorreflexividad. Para Heidegger los tres componentes del preguntar constituyen una estructura epistemológica de funcionamiento interactivo (simulado o efectivo) que se proyecta como base heurística sobre el cono-cimiento.

En la filosofía hermenéutica de Gadamer la estructura lógica de la apertura —propia de la conciencia histórico-efectual— se desarrolla a través de los contenidos cognoscitivos del concepto de pregunta. La experiencia se inicia allí donde empieza la actividad del preguntar, porque «el conocimiento de que algo es así y no como uno creía implica eviden-temente que se ha pasado por la pregunta de si es o no así. La apertura que caracteriza a la esencia de la experiencia es lógicamente hablando esta

apertura del «así o de otro modo» (Gadamer, 1977: 439). De la misma manera que la negatividad dialéctica de la experiencia se perfecciona en la

culminación de una autoconsciencia de nuestra finitud, la forma lógica de la pregunta y la negatividad que le es inherente se consuman en una negatividad extrema que consiste en el «saber que no se sabe». Esta es, al decir de Gadamer, la docta ignorantia de que hace gala Sócrates descu-briendo así la paradójica superioridad (Heidegger quizá diría preeminencia) de la pregunta. La verdadera dimensión gnoseológica de una pregunta se enuncia en una breve y sugerente definición: «Para poder preguntar hay que querer saber, esto es} saber que no se sabe» (Gadamer, 197: 440). La ac-tuación cognoscitiva exige, en efecto, la consideración explícita de las categorías modales del hacer humano («lo factitivo»), por lo que la labor de la epistemología queda sucintamente descrita cuando se presenta el conocer como una combinación de modalidades virtualizantes («poder») y

actualizantes («querer», «saber») (Greimas, 1976; Greimas-Courtés, 1982). De este modo el conocimiento aparece como un «poder-hacer» actualizado

en un «querer-hacer» que se consuma finalmente en un «saber-hacer» la PREGUNTA.

El modelo de la dialéctica hegeliana reproduce los rasgos originales de la conversación como método dinámico de pregunta y respuesta que intenta lograr la superación sintética de los contenidos contradictorios del pensamiento (Gadamer, 1988). En la parcela de la hermenéutica se puede comprobar la realización constante de los procesos dialécticos que subyacen a las formas cotidianas de la comunicación conversacional. El hecho de que un texto sea objeto de interpretación en el curso de su transmisión histórica quiere decir que plantea alguna pregunta al intérprete. Tal es así que la comprensión del texto va unida a la comprensión de dicha

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pregunta. El horizonte hermeneútico —que como hemos visto recoge en su seno las determinaciones histórico-culturales de la tradición— se convierte en horizonte del preguntar que señala específicamente la estructura lógica de las ciencias del espíritu, cuyos objetos se localizan en la red de informaciones y significados culturales a la que habrán de remitirse todos los ensayos explicativos y comprensivos. R. G. Collingwood aludió en su autobiografía intuitivamente a la lógica de la pregunta como estructura general de la comprensión aplicada al método histórico. Para Collingwood la comprensión de los hechos históricos se alcanza con la reconstrucción de la pregunta a la que en cada caso quería responder la actuación histórica de los hombres. Por ejemplo, la evolución de la batalla de Trafalgar muestra comprensiblemente el plan ideado por Nelson debido a su triunfo final, mientras que la estrategia de su enemigo no sería reconstruible a causa de su propio fracaso. En resumen, la comprensión de la batalla y la comprensión del plan donde se proyecta su desarrollo pertenecen a un mismo proceso hermeneútico. Admitida esta «necesaria» confluencia de interpretaciones parciales, habría que distinguir la pregunta destinada al acontecimiento efectivo de la pregunta dirigida al plan de ejecución de ese acontecimiento, a menos que uno y otro coincidan totalmente en su realización. Conviene puntualizar que la reconstrucción de la pregunta a la que supuestamente responde un texto se sitúa en el interior del hacer preguntas con que nosotros mismos intentamos buscar respuestas a la pregunta que nos formula la tradición, «pues una pregunta reconstruida no puede encontrarse nunca en su horizonte originario. El horizonte histórico descrito en la reconstrucción no es un horizonte verdaderamente abarcante; está a su vez abarcado por el horizonte que nos abarca a nosotros, los que preguntamos y somos afectados por la palabra de la tradición» (Gadamer, 1977: 452). Por otro lado, Collingwood razona ingenuamente cuando trata de los hechos históricos como si pudieran ser observados inmediatamente desde cualquier punto de la historia. En el caso de un texto historiográfico deberíamos preguntarnos, no sólo por el acontecimiento que tuvo lugar y, de existir (se supone que «siempre existe»), por el plan que lo contuvo como acción potencial, sino también por la perspectiva inevitablemente personal con que se describen, narran, explican e interpretan los hechos historiados.

La comprensión que se efectúa a través de la pregunta infunde al objeto de la interrogación una incertidumbre acerca de su ser. La pregunta viene a turbar la «paz ignorante» de la relidad incuestionada, introduce en el objeto una fisura dialéctica que pone en marcha el aparatoso mecanismo del conocimiento. En este sentido la pregunta precede como principio cognoscitivo a todo crecimiento metódico o sistemático del saber, pues el cometido último de una estructura científica se dirige a resolver la

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vacilación o la incertidumbre que generan las preguntas realizadas sobre los diversos ámbitos de la experiencia. Subsumida en la actividad herme-néutica, la dialéctica pregunta-respuesta descubre la especificidad que atañe a la conciencia histórico-efectual. Aunque es obvio que un texto no «habla» de la misma manera que lo haría un tú, sino que es el intérprete

quien ha de «hacerlo hablar» (activar su estructura de sentido) a lo largo de la comprensión, no es menos cierto que el «hacer hablar» al texto está estrictamente calibrado, en cuanto pregunta, en las respuestas contenidas

en él. La apelación latente en el texto (la Appellstruktur de Iser) representa una llamada a la participación del sujeto hermenéutico en la interpretación de

los significados culturales organizados en la obra. No sólo se debe descifrar, según las más concretas normas del código, el sentido de las palabras ensartadas en el texto, sino también actualizar un conjunto de sistemas informativo-significantes relativos a la producción semiótica

comunicada históricamente por la tradición. La fusión de horizontes que ansia la conciencia de la Historia Efectual se produce en el enfrentamiento de universos conformados por el lenguaje. En la hermenéutica la objetividad

de la conciencia histórica se sustituye por la intersubjetividad del modelo dialógico que se ejemplifica en la conversación entre dos personas. La comprensión de un texto conforme a un esquema conversacional se apoya, igualmente que el acuerdo del diálogo ordinario, en un objeto («temático», por así decir) que permite establecer la relación dialéctica. Se comprende algo que expresa un texto «como» se consigue un acuerdo sobre algo manifestado en el curso de la comunicación interactiva. La naturaleza lingüística de la comprensión marca el itinerario del análisis hermenéutico:

«Así como antes hemos destacado el carácter constitutivo del significado de la pregunta para el fenómeno hermenéutico, y lo hemos hecho de la

mano de la conversación, ahora convendrá mostrar la lingüisticidad de la conversación, que subyace a, su vez a la pregunta, como un momento

hermenéutico» (Gadamer, 1977: 457). El pensamiento de Gadamer no se ocupa de las implicaciones socio-

culturales de algunas de sus propuestas, acaso porque la influencia de la fenomenología de la comprensión heredada de Heidegger le indujo a evitar todo escarceo en la antropología cultural. Probablemente habría sido fructífero observar con mayor detenimiento la interrelación de los sujetos sociales en el diálogo, cuyo nexo unitivo en la comunicación sirvió a Martin Buber para definir al hombre por su encuentro con otros en el contexto dialógico. Es decir, el ser humano es esencialmente un entre (zwischen) que se proyecta hacia el exterior en su relación con los demás miembros de la comunicación. Sirviéndose de la referencia a los vínculos contraídos por los agentes del diálogo, M. Buber establece dos tipos de relación: a) en la relación «Yo-Ello(El, Ella)» el yo percibe la realidad

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como un objeto al que puede dominar uno movido por un deseo de posesión o de manipulación. Es posible que esta actitud se manifieste en una relación comunicativa normal, transformando la pareja «Yo-Tú» en el par «Yo-Ello», donde el segundo término ha sido «objetualizado»; b) la relación «Yo-Tú» se caracteriza, sin embargo, por la reciprocidad en donde el Tú aparece en su unicidad personal. La presencia del diálogo en la existencia humana es algo que Buber cree sustancial, y le lleva a reconsiderar algunos conceptos filosóficos: «No hay Yo en sí, sino solamente el Yo de la palabra primordial Yo-Tú y el Yo de la palabra primordial Yo-Ello. Cuando el hombre dice Yo, quiere decir uno de los dos. El Yo al que se refiere está presente, cuando dice Yo. También cuando dice Tú o Ello, está presente el Yo de una u otra de las palabras primordiales. Ser Yo y decir Yo son una sola y misma cosa. Decir Yo y decir una de las palabras primordiales son lo mismo. Quien pronuncia una de las palabras primordiales penetra en esta palabra y se instala en ella» (Buber, 1974: 10). Esta concepción interactiva de las relaciones humanas obliga a considerar las dimensiones prácticas de todo hecho comunicativo, que, en virtud de su estructura «entre», pone en juego un conjunto de reglas de comportamiento y actuación social. La expresión «entre» significa el juego trascendental del lenguaje y la comunicación, la estructura conectiva que subsiste en toda forma de socialidad y cultura. Por ello la hermenéutica no puede reducirse a una especulación teórica sobre la extracción del sentido de un texto por parte del intérprete; sus investigaciones deben ir más allá de los límites materiales del texto y de cierto mentalismo de raíces románticas. Las creaciones simbólicas del lenguaje son algo más que objetos «inertes» que esperan ser activados por la cooperación interpretativa de un sujeto: también constituyen objetos de la práctica cotidiana de la vida que constantemente se re-generan en el flujo multilateral de las relaciones socio-históricas. Puesto que un texto sólo puede darse en cuanto sistema actual —y reactualizable— de la praxis comunicativa (praxis de diversos agentes semióticos que convergen en el texto), se suele hacer una elemental distinción entre el sentido del texto en sí y el sentido del texto para sus destinatarios. Sin embargo, una dico-tomía como ésta oculta una importane falacia: la de suponer que el intér-prete crea autónomamente buena parte del significado textual, cuando en realidad ha de cumplir las instrucciones, opcionales en su heterogeneidad, dictadas por el macrosistema de códigos culturales al que pertenece. El sentido para es sentido en sí por cuanto «surge» de los márgenes semán-ticos propiciados por los contenidos instrumentales del texto que el intér-prete emplea (de aquí el término «instrumentales») como modelo operatorio de acción comprensiva extensible a través de ampliaciones intertextuales y enciclopédicas. Si en verdad existiera un sentido para mí, ¿cómo podríamos

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entonces hablar de un sentido en sí que no coincidiera con él? En tal caso uno de los dos sentidos no sería en sí y, consiguientemente, no se referiría al sentido de «ese» texto. Cuando afirmamos que el sentido de un texto depende de la actitud interpretadora del sujeto receptor, intentamos expresar que su sentido sólo se puede comprender desde una perspectiva fenoménica que consiste sencillamente en hacer uso de unas reglas de acción comprensiva, impuestas al hablante o seleccionadas por él, de entre las pautas hermenéuticas inmanentes al texto en cuestión y el conjunto de códigos textualizadores que la cultura le ofrece. Dicho de otro modo, la comprensión del texto es el efecto discursivo de un conjunto de actuaciones que aprehenden, el significado textual y lo amplían desde sí mismo en fun-ción de los sistemas culturales operativos que se utilicen, cuyos resultados deben convenir al núcleo semántico del texto. Por lo que respecta a la obra literaria, no es sostenible, en términos hermenéuticos, afirmar que el significado textual depende casi exclusivamente de la actitud lectora. Nuestra visión ante la tesis pragmático-relativista del contenido literario suscribe plenamente la acertada observación de K. Stierle sobre los «sistemas de pertinencia» que configuran la semántica del texto:

«El desequilibrio entre el carácter determinado e indeterminado, entre el cierre y la expansión del texto, es decir, su forma, da como resultado un esquema de pertinencia que programa la recepción del lector, o, más exactamente, la función del lector implícito. Indudablemente, el texto hace posible un número finito de pertinencias secundarias junto a aquellas otras que están determinadas por el eje de pertinencia del texto mismo. En el acto de recepción, desde la perspectiva del receptor, puede formarse un número infinito de ejes de pertinencia que rompen el texto. Sin embargo, deben ser relativizados por el esquema de pertinencia que determina el texto mismo. La idea de que el texto mismo es un esquema de pertinencia trae consigo la consecuencia de que lo que en el texto queda abierto o indeterminado no debe entenderse primariamente como estímulo a la creatividad del lector, sino, funcionalmente, como adum-bración del esquema de pertinencia, cuya evaluación, al tratar de precisar la determinación del carácter determinado e indeterminado, se deja a merced del lector» (Stierle, 1987: 121-122, Mayoral, ed.).

Cuando el intérprete se dispone a comprender el texto, actualiza una estructura normativa implicada en el propio entramado textual, cuyo sistema primario de interpretación habrá de seguir si quiere lograr una comprensión satisfactoria y cohesiva. Que los márgenes de sentido de la obra literaria sean extraordinariamente amplios no supone que a ellos deba desplazarse el significado nuclear, porque aquéllos toleran múltiples osci-laciones semánticas de índole personal e histórica. Pero un margen sólo

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existe si previa o simultáneamente existe un centro respecto del que se constituya como tal El núcleo puede ser polisémico —de hecho lo es casi siempre—, aunque sus posibilidades semánticas son restringidas y definibles. ¿Qué es el núcleo} En primer lugar, se manifiesta como el sistema básico de convalidaciones comunicativas, el eje de significados ineludible por reunir estructuras semióticas genéricas y específicas del texto. En la convalidación de unidades sintácticas, semánticas y pragmáticas estriba la comprensión global del texto, si bien en la interrelación del núcleo con los planos marginales reside la indefinida regenerabilidad del sentido de un texto literario.

En la distinción entre el estructuralismo dinámico —que incorpora a sus análisis no sólo la obra individual replegada en su inmanencia, sino también el repertorio normativo del lector— y el estructuralismo de modelos (Günther, 1969; 1971), heredero directo de la fonología estructural, estático y autónomo en la representación de «sistemas» estrictamente cohesionados, subsiste un tratamiento hermenéutico del significado textual. La perspectiva del receptor o lector (por tanto la concepción interactiva) aparece explícitamente estudiada en la obra de Mukarovsky, creando el marco teórico que permitirá a la semiología integrar lo estático y lo dinámico tanto en la sincronía como en la diacronía (Fokkema e Ibsch, 1984). La concepción estructural que propugna el esteta checo es bien distinta de la que sostuvieron los primeros formalistas y los partidarios ortodoxos del estructuralismo lingüístico:

«Como característica específica de la estructura del arte consideramos las relaciones mutuas entre sus componentes, relaciones dinámicas por su propia esencia. Según nuestra concepción puede ser considerado como estructura solamente aquel conjunto de componentes cuyo equilibrio interno se altera y remodela continuamente y cuya unidad se manifiesta como un conjunto de contradicciones dialécticas. Lo que dura es solamente la identidad de la estructura en el transcurso del tiempo, mientras que su composición interna, la correlación de sus componentes, cambia sin cesar» (Mukarovsky, 1977: 158).

Instalado en el interior del texto, el analista tendrá que describir sus unidades, mostrar las normas organizativas del conjunto, proponer, en suma, una explicación lo más objetiva posible de las constantes estructurales que rigen la totalidad del objeto. Pero éste es sólo el primer paso hacia la comprensión del texto-objeto. La comprensión implica extraer al texto de su ensimismamiento, hacer de él una unidad configurada multiformemente en sus relaciones con estructuras de mayor amplitud y diversa entidad. El dinamismo de la estructura, base del proceso interpretativo, consiste en su modificación interna y al mismo tiempo en su confrontación con otras

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estructuras de las que depende el mantenimiento de un equilibrio precario. El texto fluctúa entre la estabilidad y el desequilibrio del sentido (estruc-turas, significados, valores...): la comprensión segmenta la unidad textual en «zonas» variables de sentido constante y de sentido cambiante que resultan de la intersección con otros textos, con otros sentidos. La estética semiológica de Mukarovsky tiene una proyección claramente hermenéutica, puesto que no discrimina de la teoría estructural los condicionamientos sociales e históricos que inciden en la obra literaria, sino que sitúa toda creación artística en un centro donde concurren los distintos aspectos que constituyen y definen culturalmente a los objetos sociales. La descripción comunicativa del proceso constructor del sentido en la obra estética se asemeja a la visión del círculo hermenéutico tantas veces expuesta por la teoría de la interpretación:

«La obra artística está destinada —como todo signo— a servir (de manera propia de ella) de intermediario entre dos partes: el artista, autor del signo, y el receptor del mismo. Pero la obra artística es un signo muy complejo: cada uno de sus componentes y cada parte suya son portadores de una significación parcial. Estas significaciones parciales constituyen el sentido global de la obra. Y sólo entonces, cuando el sentido global de la obra está concluido, la obra artística se convierte en un testimonio de la relación de su autor respecto a la realidad y en un llamamiento diri-gido hacia el receptor, para que también él adopte su propia postura, cognoscitiva, emocional y volitiva, frente a la realidad como conjunto» (Mukarovsky 1977: 161).

De acuerdo con esta idea comunicativa, la obra literaria se percibe como una continuidad significativa: cada nuevo signo parcial que capta el receptor no sólo se suma a los signos y contenidos que habían penetrado en la consciencia del intérprete, sino que cambia y enriquece el sentido de la porción precedente de texto. Inversamente, el sentido precedente influye sobre cada uno de los nuevos signos con" que tiene que habérselas el receptor (Mukarovsky, 1977: 162). Esta progresión-regresión hermenéutica forma un marco contextual interno a la obra que regula la paulatina construcción del sentido global, conforme se despliega la circularidad dialógica reductible al paradigma «pregunta-respuesta».

5. La lingüisticidad de la experiencia hermenéutica

La ontología hermenéutica de Gadamer ve en el lenguaje algo más que un instrumento de que dispone el hombre en su estar en el mundo: es la condición en que se funda el que los hombres tengan mundo. En otras palabras: para el hombre el mundo está ahí como mundo, revestido de una

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existencia que no puede percibir ningún otro ser situado en él. Esta existencia peculiar se conforma lingüísticamente: «No sólo el mundo es mundo en cuanto que accede al lenguaje: el lenguaje sólo tiene verdadera existencia en el hecho de que en él se representa el mundo. La humanidad originaria del lenguaje significa, pues, al mismo tiempo la lingüisticidad originaria del estar-en-el-mundo del hombre» (Gadamer, 1977: 531). La concepción gadameriana de la hermenéutica hace del lenguaje un medio universal de realización de los actos comprensivos, cuya estructura interna sigue la forma del modelo conversacional común. El fenómeno hermenéutico se muestra como un caso particular, de la discutida asociación entre lenguaje y pensamiento, unidos aquí por el nudo dialógico de pregunta-respuesta. Debe destacarse, además, que el lenguaje sólo adquiere su verdadera función en el diálogo que posibilita el mutuo entendimiento entre los sujetos comunicativos. La dialéctica verbal antecede siempre al proceso dialéctico de la interpretación como factor determinante del acontecer comprensivo.

Una de las más originales contribuciones de Gadamer a la filosofía histórica de la hermenéutica se relaciona con el problema de la tradición como objeto comprensible. En la teoría de Gadamer «la tradición lingüística es tradición en el sentido auténtico de la palabra, lo cual quiere decir que no es un residuo que se haya vuelto necesario investigar en su calidad de reliquia del pasado» (1977: 468). Efectivamente, la tradición se instituye a través del tiempo en objetos textuales como relatos, mitos, leyendas, narraciones costumbristas, ceremonias, etc. (Lotman, 1988: 43-50; 1989: 5-19). El texto tradicional está intensamente narrativizado y se transmite conservando sus componentes «históricos». Los enunciados narrativos en que se actualiza la tradición participan de los caracteres esenciales de todo relato; es decir, constan de agentes que realizan acciones situados en unas circunstancias determinadas. El fin de la interpretación pretende, en parte, explicar los mecanismos narrativos mediante los que se construye la tradición, para lo cual hay que entender la narración como el desarrollo de unos acontecimientos subjetivamente experimentados en un mundo que influyen sobre los sujetos de las acciones.

Desde la perspectiva de Gadamer, la lingüisticidad de la tradición se presenta especialmente significativa cuando es investida de escritura, sistema de representación donde se engendra la liberación del lenguaje de las limitaciones de su ejecución cotidiana. La palabra escrita transmite, según Gadamer, en simultaneidad todos los contenidos de un texto, da lugar a la coexistencia de pasado y presente por la posibilidad de acceso libre de la conciencia actual a todo lo transmitido. En razón de ello la tradición escrita supera las dimensiones de un mundo pasado en la medida en que se eleva a la esfera de sentido que ella misma enuncia, elevando a

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un tiempo todo elemento lingüístico por encima de la finitud y brevedad que le correspondería si se manifestara oralmente. El documento que recupera una porción del mundo ya consumido simboliza la continuidad (frecuentemente agrietada) de la memoria histórica, trasciende su indivi-dualidad y nos permite conocer su relación general con la realidad pretérita. No es casual que la Historia de los pueblos comience verdade-ramente allí donde existen vestigios fragmentarios de escritura que hablan de su totalidad vital: «Trazos sin sentido que parecían extraños hasta lo incomprensible se muestran, interpretados como escritura, como compren-sibles de repente hasta en sus menores detalles, tanto que incluso llega a poder corregirse el azar de una transmisión deficiente» (Gadamer, 1977: 469). El autoextrañamiento del lenguaje en la escritura determina la perdurabilidad de amplios espacios del mundo pasado; los signos escritos son «voluntad de pervivencia» fraguada en la materialidad —en el fondo también deleznable— del código gráfico5. Gadamer esboza muy tímidamente la crítica al fonocentrismo del lenguaje que ha llevado a cabo J. Derrida en su «gramatología»:

«Es verdad que frente al carácter lingüístico el carácter escrito parece un fenómeno secundario. El lenguaje de signos de la escritura tiene una referencia constante al verdadero lenguaje del habla. Sin embargo, para la esencia del lenguaje no es en modo alguno secundario el que sea susceptible de escritura. Por el contrario, esta posibilidad de ser escrito reposa sobre el hecho de que el hablar mismo participa de la idealidad pura del sentido que se comunica en él. En la escritura el sentido de lo hablado está ahí por sí mismo, enteramente libre de todos los momentos emocionales de la expresión y comunicación» (Gadamer, 1977: 471).

La escritura supondría una ventaja metodológica sobre la lengua hablada al mostrar el problema hermenéutico en su forma pura y, llega a decir Gadamer, libre de todo elemento psicológico. Lamentablemente, el filósofo alemán continúa de algún modo la tendencia del pensamiento occidental 'que Derrida denomina logocéntrica, aun cuando en su discurso se atisbaba una precursora relativización de esta constante filosófica. En los planteamientos de Gadamer se dejan oír los ecos del logocentrismo que inaugura propiamente Platón (no en vano citado en el texto), de tal suerte que se define la escritura como «una especie de habla extrañada que necesita de la reconducción de sus signos al habla y al sentido» (Gadamer, 1977: 472). El privilegio del significante fónico sobre el significado gráfico se proyecta en una distinción entre interior del pensamiento y exterior de la huella escritural (Derrida, 1971: 19 y ss.) que explícita" los cometidos específicos de la comprensión. La hermenéutica se ha hecho partícipe a lo largo de la historia de las nociones característicamente metafísicas, y no

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sólo en sus corrientes esotéricas (hermetismo, cabala, etc.). Según la crítica deconstructiva de Derrida, la bipartición esencial Significante/Significado, o Expresión/Contenido, implica distinguir lo sensible de lo inteligible, la conciencia desvelada en el hablar —objeto superior del idealismo de la metafísica logocéntrica— de la exterioridad (vale decir, «superficialidad») propia de la escritura6. La semiótica no puede escindir, si desea preservar su coherencia teórica, los dos planos del signo, depositando la intelección en un significado que puede pensarse a sí mismo. El signo debe concebirse, según Derrida, como una sola y única producción que auna dos planos (significante-significado), de forma que se restituya la simetría desestabilizada a lo largo de la historia a favor de un significado conceptualmente definido en la metafísica. La «primacía del significante» que defiende Derrida («el significado ya está siempre en posición de significante») intenta indicar la indiferenciación dada entre significado y significante, por más que esta simetría se considere como un «artificio estructural» (Ducrot-Todorov, 1974: 392-393).

Dado que la hermenéutica atiende a la realidad lingüística de toda comprensión, es necesario que reflexione sobre las interpretaciones (y los malentendidos) de la historia del pensamiento en torno al lenguaje. En la experiencia lingüística del mundo las palabras se apropian significativamente de las cosas, de un modo semejante a como la tradición que interpretamos debe pasar antes de nuestra comprensión por los cauces del lenguaje. El acceso de la realidad al lenguaje no significa que las cosas adquieran una segunda existencia, sino que lo que accede al lenguaje sería algo distinto de la palabra misma. «Pero la palabra sólo es palabra en virtud de lo que en ella accede al lenguaje. Sólo está ahí en su propio ser sensible para cancelarse en lo dicho. Y a la inversa, lo que accede al lenguaje no es tampoco algo dado con anterioridad al lenguaje e independientemente de él, sino que recibe en la palabra su propia determinación» (Gadamer, 1977: 568). En estas condiciones reside el hecho de que nuestra experiencia del mundo preceda a todo cuanto puede ser reconocido e interpelado como ser, porque en la filosofía hermenéutica de Gadamer —cabe decir una vez más— el ser, que puede ser comprendido, es lenguaje.

6. Crítica de la Razón Comprensiva: la controversia Gadamer/Habermas

Con Verdad y Método Gadamer defiende pormenorizadamente la uni-dad trascendental de las ciencias naturales y culturales y somete a severas críticas al positivismo metodológico que ha prevalecido durante la expansión del pensamiento científico-técnico. No basta con considerar la comprensión o Verstehen como un método, es necesario sobre todo subrayar su esencial

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importancia en la estructuración de la realidad social. Bien es verdad que las ciencias naturales interpretan los fenómenos de que se ocupan, pero los objetos estudiados por las disciplinas científico-culturales están íntimamente relacionados con las interpretaciones que de ellos dan los miembros de la sociedad en cuestión. En el pensamiento de Gadamer la hermenéutica vincula los métodos científicos con el mundo de la vida, en el sentido de que manifiesta las presuposiciones de las ciencias, sus formas de abstracción conceptual y sus orientaciones metodológicas. Con todo, Gadamer no identifica totalmente las ciencias humanas con las ciencias sociales, sino que sitúa a éstas en un término medio entre aquéllas (historia, filología, crítica literaria...) y las ciencias naturales. Discierne así entre las ciencias que indagan exhaustivamente una parcela de la realidad empírica y las investigaciones dedicadas a interpretar realidades inscritas en el universo envolvente de la tradición. No obstante estas distinciones, la clasificación gadameriana no satisface los imperativos de precisión mínimamente exigible a una teoría del conocimiento, por claudicante que ésta sea con respecto a la descripción o prescripción de métodos científicos. Antes bien, podemos decir que el enfoque premetódico de Gadamer se caracteriza por una palpable ambigüedad cuando se trata de delimitar los objetivos epistemológicos de las disciplinas científicas, sean de uno u otro dominio cognoscitivo. La reiterada postulación de una hermenéutica desarrollada a través de las vías del pensamiento trascendental trae consigo la vaguedad a la hora de concretar las particularizaciones de las condiciones epistémicas en la actuación metódica del saber aplicado. Recordemos que en la filosofía hermenéutica de Gadamer «no está en cuestión lo que hacemos ni lo que deberíamos hacer, sino lo que ocurre con nosotros por encima de nuestro querer y hacer» (Prólogo a la 2.a edición de WM, 1977: 10).

La diversidad de planteamientos contenidos en la obra de Gadamer ha ido suscitando, como era de esperar, innumerables comentarios, críticas y continuaciones más o menos acertadas, pero acaso el análisis crítico más penetrante y productivo sobre las mencionadas teorías hermenéuticas haya sido efectuado por Jürgen Habermas en diferentes momentos de su obra. Habermas repara en que la propuesta más audaz de Gadamer consiste quizá en mantener que el Sinnverstehen tiene una dimensión irreductible-mente práctica, esto es, que se refiere, con necesidad trascendental, a la atribución de la autocomprensión orientadora de las acciones de los sujetos. Gadamer no reduce esta conexión a la interpretación de textos instituidos canónica o legalmente ni pretende fundarla sólo en una actitud dogmática ante la tradición. El momento aplicativo del Verstehen es necesario y universal, involucra al intérprete en su conciencia interpretadora desde el instante en que debe relacionar el texto con sus circunstancias si aspira a comprenderlo correctamente:

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«Gadamer explica —comenta Habermas— el saber explicativo a que la hermenéutica conduce, recurriendo a la definición que Aristóteles da del saber práctico. Tres momentos tiene en común el saber hermenéutico con aquel saber ético-político que Aristóteles distinguía por igual tanto de la ciencia como de la técnica. Primero, el saber práctico tiene una forma reflexiva: es a la vez «saber-se». De ahí que en los ámbitos del hacer práctico, sea en nosotros mismos donde hacemos experiencia de los errores. Las opiniones falsas tienen la forma de una falsa conciencia devenida hábito. La falta de prudencia tiene la forma objetiva de una obcecación. De ello depende también un segundo momento: el saber práctico es un saber internalizado. Tiene la capacidad de fijar los impulsos y conformar las pasiones (...). De ahí que el saber práctico no pueda adquirirse sin presupuestos, como el teórico; tiene que conectar con una estructura de «prejuicios» (...). A partir de aquí resulta también inteligible el tercer momento: el saber práctico es global. No se refiere a fines particulares que pudieran determinarse con independencia de los medios de su realización: los fines orientadores de la acción, así como las vías por las que pueden realizarse, constituyen momentos de la misma forma de vida (bios)» (Habermas, 1988: 249).

El entendimiento del mundo está en relación directa con la implicación de los sujetos en un proceso autocomprensivo en el que se expresan además las creencias y valores que estructuran su previsión de la realidad. En opinión de Gadamer, no se deben rechazar las creencias y los valores como si de puros obstáculos se tratase, puesto que entender el mundo supone desarrollar su sentido hasta que el valor y la creencia se muestren admisibles para la comprensión común de la humanidad. El interés de la hermenéutica se inclina a la observación del diálogo entre sujetos, de las interacciones de tiempos y culturas, de modo que hemos de permanecer abiertos a las creencias y los valores ajenos para construir el conocimiento en concomitancia con nuestras propias concepciones del mundo y las de los demás.

La importancia que concede Gadamer a la tradición y a los prejuicios es criticada por Habermas, quien no admite que las determinaciones de la Historia Efectual, decisivas para comprender la tradición, justifiquen la legitimidad de la autoridad implantada en el curso de la historia. Así, en la reflexión crítica cabe la posibilidad de aceptar o no las pretensiones de validez de la tradición, sustituyendo el elemento dominante de la autoridad por la fuerza menos violenta de la decisión racional. Para Habermas la rehabilitación de los prejuicios en el pensamiento gadameriano se debe a una absolutización del lenguaje como textura sustancial de la tradición. En un intento explícito por refutar a Hegel, Gadamer convierte la expe-riencia de la reflexión hegeliana en la conciencia de que estamos sumidos en un acontecer en el que las condiciones de la racionalidad cambian

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irracionalmente de acuerdo con las distintas épocas y culturas. Habermas asiente a la teoría de Gadamer sobre la finitud y la dependencia contextual de la comprensión, pero niega sus conclusiones relativistas e idealistas y le achaca el pasar por alto la potencia reflexiva del Versteben:

«Los prejuicios son por su parte condiciones de posibilidad del conoci-miento. Y ese conocimiento se eleva a reflexión cuando hace transparente el marco normativo en que se mueve. De este modo, también la hermenéutica pone ante la conciencia lo qiae en los actos del Verstehen viene ya históricamente preestructurado por las tradiciones inculcadas. Gadamer caracteriza en una ocasión la tarea hermenéutica en los siguientes términos: tiene que recorrer hacia atrás el camino de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, de suerte que en toda subjetividad se torne patente la sustancialidad que la determina. Sin embargo, lo sustancial de lo históricamente devenido no puede quedar intacto una vez que es afrontado por la reflexión. La estructura de prejuicios, una vez que se torna transparente, ya no puede seguir actuando en forma de prejuicio» (Habermas, 1988: 255).

Si en la comprensión sucediera lo que describe Gadamer, los prejuicios que el educador infunde al discípulo no sólo estarían legitimados por la tradición, sino que serían además confirmados posteriormente por la actividad reflexiva del discípulo. Es decir, el discípulo, al afrontar racional-mente la estructura de prejuicios, no haría sino situar a través de la reflexión en el conjunto de la autoridad tradicional lo que en el pasado le fue impuesto (o, si se quiere, expuesto) por la autoridad personal-institucional del educador. Naturalmente, esta autoridad continúa siendo autoridad7. Pero Habermas piensa que la sustancia de la autoridad se desvanece con la reflexión: autoridad y conocimiento no convergen para él, si bien es cierto que el conocimiento se inscribe en una tradición fáctica que lo liga a condiciones contingentes de desarrollo. Ahora bien, la reflexión no interviene sobre la facticidad de las normas recibidas sin operar en ellas una transformación, puesto que, pese a que el procedimiento reflexivo se aplica siempre a posteriori, desenvuelve en su mirar atrás una potente fuerza retroactiva. Con todo, la crítica de Habermas a la influencia del prejuicio tiene en cuenta, consciente de sus dificultades argumentativas, las objeciones que se le pueden oponer. Al decir del filósofo frankfurtiano: «Esta experiencia de la. reflexión es una herencia irrenunciable que nos legó el idealismo alemán tomándola del espíritu del siglo XVIIL Uno se siente tentado a poner en liza a Gadamer contra Gadamer y a demostrarle hermenéuticamente «que ignora aquella herencia por haber asumido un concepto dialéctico de ilustración desde la limitada perspectiva del siglo xix —y con él una pasión que está a la raíz de

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nuestro peligroso complejo de superioridad y que nos separó de las tradiciones occidentales—. Pero la verdad es que las cosas no son tan simples; Gadamer tiene a mano un argumento sistemático. El derecho de la reflexión exige la autorrestricción del enfoque hermenéutico, ese derecho requiere un sistema de referencia que trascienda como tal el plexo de la tradición; sólo entonces podrá criticarse también la tradición. Pero, ¿cómo legitimar a su vez ese sistema de referencia si no es mediante apropiación de la tradición» (Habermas, 1988: 255-256).

Lo que Habermas pretende es, en última instancia, destacar que la interpretación hermenéutica debe conjugarse con las propuestas de una crítica de la ideología. La hermenéutica choca con los límites de la tradición y los pone en tela de juicio en cuanto adquiere experiencia de esos límites y los reconoce como tales. Parece, por tanto, adecuado concebir el lenguaje como una metainstitución de la que emana el resto de instituciones sociales, habida cuenta de que la acción social se realiza en la comunicación instaurada por el lenguaje ordinario, y el lenguaje es al mismo tiempo un medio de dominación y de ejercicio del poder social: en la medida en que legitima las relaciones de poder expresadas indirectamente en formas de institucionalidad, el lenguaje es el artifice supremo de la ideología. Por otro lado, critica Habermas la tendencia hermenéutica, común también a las concepciones fenomenológicas y lingüísticas, a reducir la investigación social a explicación de significados. Es decir, la hermenéutica propende con frecuencia a disolver los procesos sociales en tradición cultural y a convertir la sociología en una mera «semántica». Habermas afirma que, una vez observada la cultura en sus relaciones con los condicionamientos sociales, políticos y económicos de la vida, se hace notorio que los significados transmitidos por la tradición pueden tanto deformar o disfrazar cuanto manifestar claramente esos condicionamientos. De ahí que la crítica ideológica precise un sistema de referencias que traspase las fronteras de la tradición —destruyendo su «absolutismo»— para considerar las situaciones empíricas en las que la tradición se desenvuelve y evoluciona. Por ello la comprensión hermenéutica debe ir asociada, mantiene Habermas, al análisis de los sistemas sociales, porque una reducción de la investigación social al Sinnverstehen sólo tendría sentido en el caso de que la conciencia lingüísticamente articulada determinase las condiciones materiales de la vida. La estructura objetiva de la acción social no se consume en el significado intersubjetivamente representado por el lenguaje, sino que es un momento de mediación simbólica dentro de un sistema constituido por las coacciones de la naturaleza, por el poder que conceden los procedimientos de control técnico y por las represiones derivadas del conjunto de las relaciones sociales de poder. En consecuencia, según Habermas, si la hermenéutica se

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riemno « eStudlar modelos de interpretación y acción cambiantes en el 1hkroV "^«igacion tendrá que complementarse con una filosofía de la s tuacSn k°m'0-COnCÍlÍar k dePendencia de la comprensión respecto de reñeZT hlSt,Onc,a 7 a ^ vez el postulado de existencia de una visión trSZp<<GpXt -St°rÍC,a>> desde k ^ Puede contemplarse el todo de la traaicion. hn primer lugar, el historiador no observa los hechos como ™rLS1-T AUG descÍrÍDe' narra acciones y sucesos desde el horizonte ITecZT A iUna hÍSt0Ha que SUPera con mucho el horizonte de expectativas de los agentes. El sentido que retrospectivamente adquieren los hechos solo se obtiene desde la perspectiva de una acción posible, esto es, imaginando que ese sentido habría sido propuesto por los agentes, de cuyo saber únicamente podrían disponer quienes vivieran después de ocurridos los acontecimientos. De este modo el lenguaje que emplea el historiador para la exposición de los acontecimientos no expresa tanto observaciones como la relación de interpretaciones «en sí escalonadas» (rtabermas, 1988: 243). Puesto que toda comprensión del pasado implica de alguna manera una filosofía de la historia, inferida de la significación de los juicios narrativos que organizan el texto historiográfico, el papel del historiador se presenta caracterizado del siguiente modo:

«Todo historiador ocupa el papel del último historiador. Las considera-ciones nermeneuucas sobre la inexhauribilidad del horizonte de sentido y de las nuevas interpretaciones de las generaciones futuras permanecen vacias: carecen por completo de consecuencia para aquello que el historiador tiene que hacer. Pues el historiador no organiza en absoluto su saber conforme a criterios de teoría pura. Todo lo que el historiador puede saber no puede aprenderlo con independencia del marco de su propia vida. Y para ésta lo futuro sólo existe en el horizonte de expectativas y estas expectativas complementan hipotéticamente los iragmentos de la tradición acontecida hasta aquí para convertirla en la totalidad de la historia universal preentendida, a cuya luz todo suceso relevante puede en principio describirse tan completamente como resulta posible a la autocomprensión prácticamente eficaz de un mundo social de la vida. Implícitamente, todo historiador procede en los términos que Danto trata de prohibir al filósofo de la historia. Anticipa desde el punto de vista de la praxis estados finales (...). Precisamente la incompletud de la historia, es decir, la situación del agente, permite una anticipación hipotética de la historia en conjunto, sin la que tampoco podría f™e la significación retrospectiva de sus partes» (Habermas, IVool 246).

Es importante destacar que las anticipaciones hermenéuticas radican en intereses de la práctica de la vida, su arbitrariedad se pone en duda cuando abandonamos la idea de la historia como teoría pura y aceptamos la

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relevancia que en ella tienen las condiciones de posibilidad. En este punto Habermas desarrolla acertadamente unas cuantas consideraciones funda-mentales para el concepto hermenéutico de la historia, subrayando el hecho de que las exposiciones teóricas, expresadas en forma de enunciados narrativos, sólo aparecerán como incompletas y gratuitas cuando se las mida con un erróneo ideal de descripción. Incluso los enunciados de las ciencias experimentales no satisfacen el criterio de aprehensión contemplativa y de supuesta copia de hechos, pues su adecuación se certifica en virtud de criterios que fijan la validez de un saber técnicamente utilizable. «Y si, correspondientemente, la validez de los enunciados hermenéuticos sólo nos es posible comprobarla en el correspondiente marco del saber práctico, no técnicamente utilizable, sino preñado de consecuencias para la vida práctica, entonces lo que Danto no tiene más remedio que entender como defecto, se nos revela como condición trascendental del conocimiento posible: sólo porque desde el horizonte de la práctica de la vida proyectamos la clausura provisional del sistema de referencia, pueden tener contenido informativo para esa práctica de la vida las interpretaciones de sucesos que miradas desde ese fin proyectado pueden organizarse en historia, así como las interpretaciones de las partes que desde la perspectiva de una totalidad anticipada pueden descifrarse como fragmentos» (Habermas, 1988: 247)8.

En cierto modo, tiene razón Th. MacCarthy cuando señala que la discusión entre Habermas y Gadamer prosigue la vieja polémica entablada por la Ilustración y el Romanticismo. El ideal ilustrado —propugnado por Habermas— veía en la tradición una constricción de la libertad humana y atribuía a la razón el poder de sustraerse al influjo del legado histórico. Muy al contrario, el Romanticismo elevó el mito sobre el logos (MacCarthy, 1987: 224) y reivindicó la importancia de la tradición menospreciando las actitudes innovadoras y racionalistas. Fijémonos, sin embargo, en que Gadamer no es un mero apologista de la tradición, sino que la erige en condición trascendental del conocimiento y aun de la reflexión crítica. En su contribución al volumen Hermeneutik und Ideologiekritik (Habermas, ed., 1971), titulada «Rhetorik, Hermeneutik un Ideologiekritik», Gadamer responde en buena medida a las críticas habermasianas a su teoría. Desde su punto de vista, la postura reflexiva ante la precomprensión nos vuelve conscientes de algo que de otro modo permanecería inadvertido, pero nuestra conciencia históricamente efectual (wirkungsgeschichtliches Bewusst-sein) es asimismo inerradicablemente determinante. Quien reflexiona no puede sino presuponer en su reflexión múltiples conceptos y criterios que no se tematizan, pues es imposible incidir simultáneamente sobre todos los aspectos del pensamiento. Esto quiere decir que toda crítica es forzosamente parcial, e incluso si su perspectiva se somete a su vez a reflexión, ésta tendrá que efectuarse sin lugar a dudas desde otro punto de

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vista que por su parte se sobreentiende. El concepto de crítica en Habermas es, según Gadamer, «dogmático», ya que confiere a la reflexión un poder sólo aceptable partiendo de la filosofía de Hegel Dicho de otro modo: la reflexión no existe por encima de una situación histórica, puesto que al desafiar a la tradición se la está presuponiendo y desarrollando. La visión antimetódica (encubierta a menudo por un cauto «premetodismo») de Gadamer se opone a la idea de lenguaje sostenida por Habermas, y en su apoyo aduce que la universalidad de la hermenéutica se basa en la concepción del entendimiento y la comprensión, no como acciones metódicamente adiestradas frente a los textos, sino como la forma en que se da la vida social de los hombres, cuya dinámica interna se expresa en la noción de «comunidad de diálogo» (Gespráchsgemeinschaft).

En su argumentación contra la tesis de Habermas, Gadamer afirma que los prejuicios que la reflexión hermenéutica descubre incluyen las motivaciones políticas y económicas que repercuten en la marcha de la sociedad. Los prejuicios sobre los que la hermenéutica reflexiona no son otra cosa que los elementos de la tradición cultural de cuya comprensión depende la autoconsciencia de las limitaciones que se interponen en el camino de nuestro conocimiento. No acepta Gadamer que la hermenéutica se imponga el cometido de meditar críticamente en torno a los efectos perniciosos de la autoridad tradicional: «Que la tradición como tal sea y deba continuar siendo la única fuente de validez de los prejuicios —un punto de vista que me atribuye Habermas— es evidentemente contradic-torio con mi tesis de que la autoridad reposa en el conocimiento. Cuando uno alcanza la mayoría de edad, puede —pero, ¡no tiene por qué!— aceptar por convicción lo que ha estado considerando por obediencia» (Gadamer, 1971: 74). Lejos de oponerse a la reflexión, la comprensión es constitutivamente reflexiva, de tal modo que separar la una de la otra, siguiendo la insistencia de Habermas, no es para Gadamer más que una «confusión dogmática». MacCarthy ha sintetizado como sigue los «con-traargumentos» que Gadamer le dirige a Habermas:

1. Habermas atribuye un falso poder a la reflexión, cuando no cabe duda de que está históricamente limitada por el sistema subyacente de preconcepciones culturales.

2. A la pretensión de Habermas de «pasar por detrás» del lenguaje para buscar las condiciones «reales» por las que el lenguaje se desarrolla en su historicidad, se puede objetar el hecho de que el lenguaje, más que un componente entre otro de la sociedad, es el medio universal de la vida social. Esto es, el trabajo y el poder no están situados «fuera del» lenguaje, sino mediados por él.

3. En la teoría de Habermas la existencia de comunicaciones sistemá ticamente distorsionadas hace necesario ir más allá del Sinnverstehen

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hermenéutico para realizar una crítica ideológica. Sin embargo, la ideología no es inaccesible a la comprensión, a menos que opongamos la comprensión como asentimiento del prejuicio tradicional a la reflexión como disolución de ese prejuicio. Bien entendida, la comprensión supone el rechazo de los prejuicios injustificables y a un tiempo la aceptación de la autoridad justificada.

4. Habermas expone una concepción radical y extrema de la reflexión crítica, pues le otorga la consecución exclusiva de la verdad. La autorrefle-xión crítica y la crítica de la ideología deben llevarse a cabo a partir de la aspiración a conseguir un acuerdo con los demás; o sea, la crítica va unida al diálogo. La racionalidad misma depende de la apertura dialógica, bien se entienda como diálogo efectivo con los otros sujetos del presente, o bien como diálogo virtual con las «voces» históricas.

Para quien esté familiarizado con la Teoría Crítica de Habermas, estas argumentaciones resultarán parcialmente coincidentes con sus proposiciones. Puede decirse que la complejidad de la polémica entre estos dos grandes pensadores reside en la paradójica afinidad de sus planteamientos, divergentes sólo —lo que en sí es ya mucho— en el sustrato ideológico de su fundamentación. No es extraño que esto ocurra, sobre todo si tenemos en cuenta que Habermas asimiló tempranamente en su pensamiento la filosofía hermenéutica de Gadamer, por lo que sus respuestas a los postulados gadamerianos se centran en su propio pensamiento, cuyos contenidos siguen confluyendo a veces con las tesis de su adversario filosófico. En «Der Universalitatsanspruch der Hermeneutik» (1970) («La pretensión de universalidad de la Hermenéutica»), Habermas entiende que la hermenéutica designa la «capacidad» de comprender el sentido lingüísti-camente comunicable y de hacer comprensibles los enunciados perturbados por algún motivo. La hermenéutica mantiene una relación de simetría con el arte de convencer y persuadir en situaciones en que se decide la actuación práctica. Hermenéutica y Retórica se formaron, pues, como técnicas destinadas a dominar metódicamente una capacidad natural (el aprendizaje y empleo de una lengua). Ahora bien, la hermenéutica filosófica no constituye un «arte», sino más bien una actividad crítica, «pues en actitud reflexiva pone ante la conciencia experiencias que hacemos con el lenguaje en el ejercicio de nuestra competencia comunicativa» (Habermas, 1988: 277). Si tenemos en cuenta que la hermenéutica y la retórica cultivan de manera sistemática la competencia comunicativa, admitiremos que la reflexión hermenéutica puede comenzar analizando el dominio de experiencia de esas dos disciplinas, aunque conviene no olvidar que la reflexión sobre ellas concierne sólo o primordialmente al estudio de las estructuras comunicativas del lenguaje ordinario. Para Habermas la experiencia hermenéutica nos sitúa como sujetos lingüísticos ante el

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lenguaje desde el lenguaje: el sujeto hablante tiene la posibilidad —en función de la autorreferencialidad de las lenguas naturales— de parafrasear metacomunicativamente los productos de su competencia; puede construir jerarquías de lenguajes formales y objetualizar su lenguaje a través de un metalenguaje, y éste mediante un metametalenguaje. Al mismo tiempo, la competencia lingüística «encierra» a los sujetos hablantes, que sólo pueden disponer conscientemente de una red de sentido dependiendo de un contexto tradicional junto con el que se recibe una autoridad más o menos dogmática. Son reveladoras las palabras de Habermas: «La com-prensión hermenéutica no puede penetrar libre de prejuicios en el tema de que se trate, sino que inevitablemente se ve atrapada por el contexto en que el sujeto que pretende entender ha empezado adquiriendo sus esquemas de interpretación. Esta precomprensión puede tematizarse, tiene que cotejarse con la cosa en todo análisis hermenéuticamente consciente»

(1988: 279). En lo que se refiere al arte de persuadir, la retórica, se considera por lo

común como la habilidad para alcanzar un consenso sobre asuntos que no pueden decidirse a través de una argumentación concluyente. El análisis social que esto entraña está representado en la dualidad «Convicción» (Uberzeugung)/«Persuasión» (Überrredung), en el sentido de que el consenso buscado por la retórica no solamente se manifiesta por medio de la violencia que todavía no se ha podido suprimir de los procesos de formación de la conciencia colectiva, sino que indica también que las cuestiones prácticas tan sólo pueden resolverse dialógicamente en los cauces habituales del lenguaje cotidiano. La creatividad del lenguaje que acrecienta y potencia el arte de la retórica influye notablemente en los esquemas de interpretación en que el sujeto se educa, contribuyendo a transformar las preconcepciones tradicionalmente asumidas y a observar la historia de un nuevo modo. «Pero la otra cara de este poder es una impotencia específica del sujeto hablante frente a los juegos de lenguaje en que ha crecido. Quien quiera modificar éstos tiene que empezar participando en ellos. Y esto sólo se logra a su vez por internalización de las reglas que definen los juegos de lenguaje» (Habermas, 1988: 280). Habermas cree que el hablante competente debe su poder sobre la conciencia práctica al hecho de que una lengua natural no puede comprenderse únicamente como un sistema de reglas para la generación de estructuras simbólicas, pues también se vincula a un contexto de expresiones y acciones con las que se relaciona en su conjunto. No habría comunicación sin que se produjera una interrelación de las estructuras gramaticalmente constituidas con las interacciones efectuadas en el marco de la vida social. Por eso la hermenéutica filosófica se ocupa de analizar las enseñanzas que adquirimos sobre la estructura de los lenguajes naturales en el uso reflexivo de nuestra

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competencia comunicativa. Es decir, «la reflexividad y la objetividad son rasgos fundamentales del lenguaje al igual que la creatividad y la integración del lenguaje en la vida practica» (Habermas, 1988: 281). La autorreflexión permite al sujeta tomar conciencia de los presupuestos inconscientes que operan en la producción y comprensión del sentido, conformando así una conciencia hermenéutica que expresa las limitaciones y libertades del sujeto ante el lenguaje. ¿Qué sentido tiene, se pregunta el pensador alemán, la filosofía hermenéutica si no se refiere al arte de entender o construir discursos, si ni siquiera proporciona contenidos a la lingüística ni al estudio precientífico de la competencia comunicativa? La conclusión habermasiana tiene sumo interés:

«Pueden señalarse en cualquier caso cuatro puntos de vista bajo los que la hermenéutica cobra significación para la ciencia y para la interpretación de los resultados de la ciencia. 1) La conciencia hermenéutica destruye la autocomprensión objetivista de las ciencias tradicionales del espíritu. De la vinculación del intérprete científico a su situación hermenéutica de partida se sigue que la objetividad de la comprensión (Verstehen) no puede asegurarse abstrayendo de los prejuicios, sino sólo mediante una reflexión acerca del plexo de influencias y efectos que une de antemano a los sujetos cognoscentes con su objeto. 2) La conciencia hermenéutica recuerda también a las ciencias sociales problemas que se siguen de la preestructuración simbólica del ámbito objetual de esas ciencias. Si el acceso a los datos no puede obtenerse por observación controlada sino por comunicación en el lenguaje ordinario, los conceptos teoréticos ya no pueden operacionalizarse en el marco del juego del lenguaje precien-tíficamente aprendido que es la medición física (...). 3) La conciencia hermenéutica afecta también a la autocomprensión de las ciencias de la naturaleza, pero naturalmente no a su metodología. La fundada convicción de que el lenguaje natural representa el papel del «último» metalenguaje para todas las teorías expresadas en lenguajes formalizados, explica el significado epistemológico del lenguaje ordinario en el proceso de investigación. La legitimación de las decisiones que determinan la elección de estrategias de investigación, la estructuración de las teorías y los métodos de comprobación, y por tanto el «progreso de las ciencias», depende de discusiones en el seno de la comunidad de investigadores. Pero estas discusiones efectuadas en el plano metateórico están ligadas por principio al contexto de los lenguajes naturales y a las formas de aclaración de significados, típicas de la comunicación del lenguaje ordinario (...). 4) Finalmente, hoy ha cobrado actualidad un ámbito de interpretación que, como ningún otro, constituye un desafío para la conciencia herme-néutica, a saber: el de la traducción de informaciones científicas decisivas al lenguaje del mundo social de la vida» (Habermas, 1988: 282-283).

Las funciones del desarrollo científico-técnico en las sociedades indus-

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tríales explican la necesidad objetiva de intervincular el saber técnico con la conciencia práctica del mundo de la vida. Según Habermas, el papel de la hermenéutica estriba en conectar la experiencia científica con la experiencia general de la vida a través justamente de las propiedades inherentes a la lingüisticidad humana. Pero el afán de la hermenéutica se encuentra con el carácter monológico de las construcciones científicas, por cuanto ios sistemas hipotético-deductivos de enunciados científicos no participan sustancialmente de las peculiaridades del habla, sino que sus contenidos se alejan del mundo de la vida organizado en el lenguaje cotidiano. La traducción del saber técnicamente utilizable a las circunstancias tactuales de la realidad social supone hacer comprensible en el medio del diálogo común el saber monológicamente expresado. El ser de la conciencia hermenéutica surge de la reflexión sobre nuestro existir dentro de los lenguajes naturales. Sin embargo, la interpretación de las ciencias para el mundo de la vida debe tender un puente entre el lenguaje natural y los sistemas monológicos del lenguaje (Habermas, 1988: 284). De admitirse esto, convendremos en que la hermenéutica tiene que superar la conciencia configurada en los análisis reflexivos y en el desarrollo de las disciplinas del discurso (gramática, retórica...), con el fin de determinar cuáles son las condiciones que permiten salir de la estructura dialógica del lenguaje cotidiano y usar monológicamente el lenguaje para la creación de teorías y la organización de las acciones racionales.

Tras exponer minuciosamente los caracteres básicos de las comunica-ciones distorsionadas, Habermas (1988: 299 y ss.) señala las dificultades que implica considerar desde un punto de vista hermenéutico sólo la competencia normal de los hablantes en la comprensión de los textos. Esta limitación es suficiente para discutir con fundamentos sólidos la autocomprensión ontológica de la hermenéutica que Gadamer propone, porque éste cree que la corrección hermenéutica de malentendidos comu-nicativos debe llevarse a cabo siempre mediante un acuerdo establecido previamente sobre tradiciones convergentes. Ello no impide que la tradición sea objetiva en cuanto que sus contenidos no pueden ser confrontados, en principio, con un criterio de verdad. Los prejuicios de la comprensión muestran como imposible o absurdo el cuestionamiento del consenso en el que de hecho nos hemos formado (?) y al que subyacen nuestras tergiversaciones interpretativas y nuestros desacuerdos. De este modo la ontología hermenéutica, considerando la imposibilidad de discutir los acuerdos de que provee contingentemente la tradición y de evitar la relación dialógica, concibe el legado tradicional instituido por el lenguaje como un «callejón sin salida». Habermas responde a esto, desde su «hermenéutica profunda», que la aparente implantación racional del consenso puede ser el efecto de un conjunto de pseudocomunicaciones. Por

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ejemplo, A. Wellmer señala que el ideal de la Ilustración defendía la racionalidad comunicativa exenta de coacción porque sabía muy bien que el diálogo puede llegar a ser una estructura de poder (un «no-diálogo»), con lo que la universalidad hermenéutica sólo tendrá lugar cuando se observe la tradición como el espacio de la verdad y el consenso o, igualmente, como el dominio de la falacia y de las estrategias coercitivas del poder. «La experiencia hermenéutica profunda —explica Habermas— nos enseña que en la dogmática del plexo de tradición no solamente se impone la objetividad del lenguaje en general sino también la represividad de las relaciones de poder que deforman la intersubjetividad del entendi-miento como tal y distorsionan sistemáticamente la comunicación lingüística cotidiana. De ahí que todo consenso en que la comprensión termina quede en principio bajo la sospecha de haber sido impuesto pseudocomunicativa-mente: los antiguos llamaban a esto obcecación cuando en la apariencia de un estar de acuerdo fáctico se perpetuaban intactos el malentendido y el automalentendido» (Habermas, 1988: 302).

El rechazo habermasiano de la ontología hermenéutica postula al mismo tiempo el desarrollo de una hermenéutica críticamente ilustrada que sepa distinguir la penetración crítica de la obcecación conformista, asumiendo el saber metahermenéutico acerca de las condiciones que hacen posible las comunicaciones sistemáticamente perturbadas. El análisis crítico debe atenerse al concepto de acuerdo ideal orientado por el principio regulativo del lenguaje que se emplea con racionalidad. Por este motivo Habermas considera inadmisible la legitimación de la autoridad per se, por cuanto en ella se contienen potencialmente múltiples procedimientos de represión disimulados en los modelos acostumbrados de la comunicación y el conocimiento. Y aunque niega que sus diferencias con respecto a Gadamer procedan de una actitud distinta ante el problema de la tradición, lo cierto es que la discusión hermenéutica que enfrenta a ambos se apoya básicamente en ese concepto. Por supuesto, las discrepancias son numerosas: Gadamer insiste en la historicidad de un diálogo con el pasado; habla de la tradición como medio generador de clarificaciones y de valores que habrán de ser constantemente reactualizados en cada nueva situación, y respeta la autoridad («justificada», puntualiza) de la tradición. A su vez, Habermas pone el acento en la ilustración o distancia crítica y en la anticipación del futuro, sin duda un resabio marxista; subraya los elementos de dominación represivos y deformantes que también trae consigo la herencia cultural; se refiere a un diálogo que todavía no existe pero que debería realizarse (como ideal hasta cierto punto utópico) y anticipa un futuro estado de libertad y racionalidad. En el fondo las dos actitudes son conciliables en sus puntos de intersección: la hermenéutica debe desarrollarse con un espíritu crítico-racionalista que anteponga el

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propósito de ilustración y emancipación, recogiendo incluso los modelos que la propia tradición ofrezca. Creemos, con Gadamer, que la tradición del lenguaje es una condición trascendental del conocimiento; pero asentimos también a la tesis de Habermas —compatible con la anterior— sobre la facultad de la reflexión para neutralizar, o cuando menos atenuar, los efectos indeseables de los prejuicios. No se trata de que el pensamiento reflexivo se sustraiga a la tradición en su conjunto, sino de que cancela una parte de ella al tomar conciencia de la inutilidad y hasta de los perjuicios (promovidos por prejuicios) cognoscitivos, comunicativos y éticos que puede acarrear su adhesión incondicional.

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NOTAS

1 La escritura es tratada por Schleiermacher como una «porción de vida» que deviene expresión activa y actual de la existencia humana en su totalidad social e histórica. P. Szondi se planteó ya hace años el significado de la hermenéutica de Schleiermacher para la crítica literaria moderna, contrastándola con el formalismo, el New Criticism y el estructuralismo: «11 est surprenant de constater que la démarche décisive de Schleiermacher, ce retour á la parole auquel l'avait incité Pinsuffisance de «l'examen solitaire d'un écrit totalement isolé» est aujourd'hui au coeur de ce débat, en particulier en France, sans, du reste, qu'on s'y refere a Schleiermacher. On a ainsi, d'une part, l'approche critique d'un Georges Poulet, fortemente influencée par Dilthey et fondee sur les phénoménes subjectifs de la perception et de la conscience, d'autre part une théorie de la littérature qui pourrait bien se rattacher a Mallarmé et dont la notion céntrale est celle de Yécriture, tendance représentée entre autres par Roland Barthes et par Gérard Genette, et surtout par Jacques Derrida, dont la Gramatologie a, jusqu'a ce jour, éveillé trop peu d'échos en Allernagne» (Szondi, 1970: 145). Sobre las diferentes tendencias de la hermenéutica, Ferraris (1988).

2 Es necesario tematizar nuestras competencias y reflexionar críticamente sobre las condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento. Pero es también imprescindible flexibilizar las conclusiones de tal modo que las «condiciones» no se conviertan en imperativos ineludibles bajo cuya influencia nos veamos, sin solución, subyugados. Gadamer se desliza a veces hacia una postura absolutista que encierra al sujeto en una tradición eventualmente «carcelaria». Derrida, como en una actividad de contraespionaje que se recrea en la táctica despreocupándose del fin, parece confirmar la tesis gadameriana cuando combate la tradición desde la tradición de criticar la tradición. Sin embargo, a nuestro juicio, la tradición no es algo así como un ecosistema físico determinante sin apelación. Por ello dudamos de cualquier forma abstracta de determinismo hermenéutico en el proceso de autorreflexión tematizadora del curso tradicional. En el plano fenómeno- lógico la tradición determina en gran medida la interpretación, mientras que, científicamente considerada, ésta puede presentarse como un arsenal paradójico de determinaciones y de instrumentos críticos que proporcionan medios para volver a la tradición contra sí misma o sobre sí misma. Son interesantes a este respecto las consideraciones de M. Ferraris (1990: 347 y ss., en Asensi ed.).

3 Es justamente porque la tradición se constituye como una continuidad veteada de discontinuidades por lo que un texto es reconstruible. En esta expresión el prefijo re- indica cómo la discontinuidad de la tradición se desvanece en una continuidad —la que se busca en ella— cuyos espacios en sombra han de llenarse de sentido desde el presente. La tradición es acumulativa, superpone estratos, pero no puede totalizar el acontecer histórico, sino que lo fragmenta caprichosa o sabiamente. Ante el sujeto que se dispone a comprender, la tradición se presenta como una gran imagen, tenue y casi imperceptible, en contrastes de claroscuro, perfilada por evocaciones y olvidos en apariencia necesarios o azarosos. Por otro lado, Gadamer es ambiguo a la hora de identificar la tradición con un espacio cultural definido e interno (grupo social, nación, civilización...), y esta ambigüedad deriva por momentos hacia el reduccionismo. La tradición es un repertorio heterogéneo que incorpora sin cesar retazos de culturas dispares ensanchando los límites del propio centro espacio-temporal de formación y evolución. En otras palabras, la tradición no es unidimensional, por más que toda incorporación de elementos ajenos deba pasar por una fase homogeneizadora básica en el seno de la institución lingüístico-cultural.

4 L. Wittgenstein afirma rotundamente en el Tractatus Logico-Philosophicus: «Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta tampoco puede expresarse» (6.5.). Sin embargo, en 1931 Kurt Gódel demostró con su Teorema de incompletud de la aritmética

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que existen sistemas formales cuya capacidad formalizadora no es suficiente para que de ellos se deriven todas las fórmulas concernientes a las verdades del dominio científico que dichos sistemas pretenden formalizar. En los casos de «incompletud» nos encontramos con enunciados-problema indecidibles, es decir, cuestiones planteadas al sistema que no pueden ser resueltas por medio de un procedimiento algorítmico. Según se deduce del teorema de Gódel, habría sistemas formales en los que una pregunta no podría ser contestada a través de los medios dispuestos en ellos. En cualquier caso, parece obvio que una pregunta a la que sea imposible responder no puede definirse como tal pregunta (Keller, 1988:: 15), sino más bien como un simulacro capcioso de interrogación (una especie de antítesis de la interrogación retórica).

5 Sobre las relaciones entre escritura y cultura son sugestivas las consideraciones de H. Lefebvre: «La historia de la escritura (para y por la sociedad) mostraría en la cosa escrita el prototipo y la condición une qua non de las instituciones. No hay institución sin escritura. Al ser la cosa escrita la primera institucionalización se inserta en la práctica social para captar la obra y la actividad, organizándolas. Lo que nuevamente muestra el mecanismo inicial y constante de las sustituciones. La cosa escrita hace referencia a «algo» diferente, costumbre, práctica, acontecimiento. Luego pasa a ser referencia (...). La cosa escrita tiende a funcionar como metalenguaje, a rechazar el contexto y el referente, a instituirse como referente» (Lefebvre, 1972: 189-190). Véase también R. Barthes (1973: 19 y ss.).

6 «Se presiente desde ya que el fonocentrismo se confunde con la determinación historial del sentido del ser en general como presencia, con todas las subdeterminaciones que dependen de esta forma general y que organizan en ella su sistema y su encadenamiento historial (presencia de la cosa para la mirada como eidos, presencia como substancia/ese ncia/existencia (ousta), presencia temporal como punta (stigme) del ahora o del instante (nunc), presencia en sí del cogito, conciencia, subjetividad, co-presencia del otro y de sí mismo, intersubjetividad como fenómeno intencional del ego, etc.). El logocentrismo sería, por lo tanto, solidario de la determinación del ser del ente como presencia» (Derrida, 1971: 19).

7 P. Ricoeur se inclina más hacia la actitud de Gadamer: «un ser humano describe su finitud en el hecho de que, ante todo, se encuentra a sí mismo dentro de una tradición o tradiciones. Y como la historia me precede a mí y a mi reflexión, como yo pertenezco a

la historia antes de pertenecerme a mí mismo, el prejuicio también precede al juicio y la sumisión a una tradición precede a su examen» (Ricoeur, 1973: 117).

8 En las Tesis de Filosofía de la Historia W. Benjamin desarrolla fragmentariamente un sugestivo pensamiento histórico impregnado de «mesianismo metafórico» en mezcla con los principios del materialismo histórico. De algún modo Benjamin pretende ajustar los desfases entre la «historia efectual» y el «horizonte de expectativas» que se abre hacia el futuro, reconociendo un poder «redentor» y retroactivo al pensamiento del pasado en el presente, requisito inexcusable para el progreso hacia el futuro. «El historicismo se contenta —critica Benjamin— con establecer un nexo causal de diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por ser causa. Llegará a serlo postumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello, dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. Captará la constelación en la que con otra anterior muy determinada ha entrado su propia época. Fundamenta así un concepto de presente como «tiempo-ahora» en el que se han metido esparciéndose astillas del mesiánico» (Benjamin, 1987: 191).

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