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mas en la estructura política del país, antes de la directa influencia de la Revolución francesa» (13). Y, por otra parte, las Cartas constituyen un ejemplo representativo de la tendencia de los ilustrados españoles a plantear el problema de la libertad política como resultado de la libertad económica. El autor de las Cartas, en efecto, señala que ((todo lo que impide el libre uso y circulación de los bienes muebles y raíces, impide los progresos del trabajo y, por consiguiente, el aumento de las riquezas. Toda coartación y dificultad que se pone al comercio interior es un impedimento directo de los fines sociales» Fuera de afirmaciones semejantes a la citada y de observaciones referentes a la cobranza y administración de las Rentas reales, las Cartas político-económicas no tienen interés especial para la historia del pensamiento económico español. La atención que se les ha prestado se explica, fundamentalmente, por el hecho de haber sido atribuidas a Campómanes. Desde que esa atribución fue puesta en tela de juicio, el interés que las Cartas despertaron disminuyó en la medida que aconsejaba su valoración objetiva. La reciente aportación de Frangois López permite, dentro de las normas de la crítica tradicional, dar por terminada la controversia suscitada sobre quién podía ser el autor de las Cartas político-económicas al Conde de Lerena.—GoNZAUo ANES ALVAREZ. (13) JOSÉ ANTONIO MARAVALL: «Las tendencias de reforma política en el siglo XVIII español». Revista de Occidente, núm. 52 (julio 1967), pp. 75-76. EL SIGLO XIX, EN SU DIMENSIÓN ESPAÑOLA En 1927 escribía don Rafael Altamira: «En cuanto a las generacio- nes nuevas, las posteriores, y aún diré las muy posteriores a 1898 (por- que los hombres de esa fecha, tan traída y llevada aquí, son de mi misma generación, aunque no sean todos de mis mismos años), esas desconocen en absoluto lo que ocurrió en su patria durante el siglo xix: parte porque nadie se lo enseña; parte, porque desprecian a priori aquellos tiempos, sin creer demasiado en los futuros» (1). De entonces acá, gracias a la tremenda crisis que a este respecto significó para muchas conciencias la guerra civil de 1936-1939, y tam- bién al interés cada vez más acuciante por los llamados países sub- (1) RAFAEL ALTAMIRA: Salmerón, art. de 1927, incluido por el autor en Temas de Historia de España, II, Madrid, 1929, pp. 59-60. 614

El Siglo XIX en Su Dimensión Española

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Historia de España e Iberoamérica en el siglo XIX.

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mas en la estructura política del país, antes de la directa influencia de la Revolución francesa» (13). Y, por otra parte, las Cartas constituyen un ejemplo representativo de la tendencia de los ilustrados españoles a plantear el problema de la libertad política como resultado de la libertad económica. El autor de las Cartas, en efecto, señala que ((todo lo que impide el libre uso y circulación de los bienes muebles y raíces, impide los progresos del trabajo y, por consiguiente, el aumento de las riquezas. Toda coartación y dificultad que se pone al comercio interior es un impedimento directo de los fines sociales»

Fuera de afirmaciones semejantes a la citada y de observaciones referentes a la cobranza y administración de las Rentas reales, las Cartas político-económicas no tienen interés especial para la historia del pensamiento económico español. La atención que se les ha prestado se explica, fundamentalmente, por el hecho de haber sido atribuidas a Campómanes. Desde que esa atribución fue puesta en tela de juicio, el interés que las Cartas despertaron disminuyó en la medida que aconsejaba su valoración objetiva. La reciente aportación de Frangois López permite, dentro de las normas de la crítica tradicional, dar por terminada la controversia suscitada sobre quién podía ser el autor de las Cartas político-económicas al Conde de Lerena.—GoNZAUo ANES

ALVAREZ.

(13) JOSÉ ANTONIO MARAVALL: «Las tendencias de reforma política en el siglo XVIII español». Revista de Occidente, núm. 52 (julio 1967), pp. 75-76.

EL SIGLO XIX, EN SU DIMENSIÓN ESPAÑOLA

En 1927 escribía don Rafael Altamira: «En cuanto a las generacio­nes nuevas, las posteriores, y aún diré las muy posteriores a 1898 (por­que los hombres de esa fecha, tan traída y llevada aquí, son de mi misma generación, aunque no sean todos de mis mismos años), esas desconocen en absoluto lo que ocurrió en su patria durante el siglo xix: parte porque nadie se lo enseña; parte, porque desprecian a priori aquellos tiempos, sin creer demasiado en los futuros» (1).

De entonces acá, gracias a la tremenda crisis que a este respecto significó para muchas conciencias la guerra civil de 1936-1939, y tam­bién al interés cada vez más acuciante por los llamados países sub-

(1) RAFAEL ALTAMIRA: Salmerón, art. de 1927, incluido por el autor en Temas de Historia de España, II, Madrid, 1929, pp. 59-60.

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desarrollados (2), la historiografía española e hispanista ha vuelto sus ojos a las dos centurias preteridas, xvni y xrx, a las que con razón ha considerado como el arranque inmediato de la vida actual espa­ñola. Poseemos ahora libros y estudios valiosos, aunque estemos toda­vía muy lejos de haber abarcado todo el campo de la investigación. El movimiento, fundamentado en esa toma de conciencia, se ha exten­dido también a otras épocas de nuestra historia, y a su inserción glo­bal en el acontecer europeo y universal. Toda nuestra historia —por lo menos en ciertos niveles académicos— se ha puesto en marcha: de la historia política y jurídica institucional hemos pasado a la económica y social. La mirada es más profunda, más rica, de lo que solía serlo hace algunos años.

Pero esto mismo puede tener sus peligros. Si la tendencia hacia lo que suele llamarse historia interna se convierte en moda, automá­ticamente la banalizamos. Hablar de estructuras, dar estadísticas, etc., sin apoyatura en la realidad, diríamos, física de la historia externa, puede ser tan inoperante—y tan deshumanizador—como la clásica lista de reyes y batallas.

Lo justo, pero también lo difícil, es el equilibrio entre las diferen­tes facetas de la historia de un pueblo, con la mirada puesta en la interrelación entre unas y otras, que fluye constantemente, pues la historia es u n a ^ y sólo así tiene sentido—•, y lo único vario forzosa­mente son nuestros métodos de aproximación.

Hoy, la historia también se ha vuelto crítica. La historiografía busca cada vez más amplio radio, geográfico y temporal, para su con­cepción unitaria del pasado acontecer. Lo que hemos aprendido—y ya es vieja lección—es que sólo la Historia Universal tiene sentido, aun­que ya no pensemos en el espíritu deambulante de Hegel; más, que a través de las épocas, cada vez más, la historia misma se va univer-salizando. Entre la conquista del Anáhuac por los aztecas y la del valle del Guadalquivir por los castellanos no hay parentesco ni rela­ción ninguna; pero ambos sucesos se traban fuertemente cuando unos siglos más tarde los castellanos, con base en Sevilla, llegan a las costas de América y a la meseta mejicana. Los sucesos particulares, como las/ historias nacionales, son sólo parte de la Historia Universal, y de ella reclaman su sentido. La Historia Universal ya no es concebida como la yuxtaposición de historias particulares, sino que éstas apare­cen como partes desglosadas de aquélla.

Para romper precisamente el concepto de Historia Universal como yuxtaposición de historias nacionales o particulares, la historio-

(2) Vid. lo que dice C. A. M. HENNESSY sobre el «paralelismo» entre la Es­paña del siglo xix y los actuales países sub desarrolla dos, en La República federal en España, trad. esp., Madrid, 1966, introducción, p. 3.

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grafía contemporánea ha buscado la apretada síntesis de más amplios

cuadros, que al saltar por encima de los límites tradicionales, y al

poner en relación aspectos que eran tratados independientemente ha

logrado conclusiones reveladoras. Ejemplo ya clásico es el gran libro

de Fendinan Braudel: La Méditerranée et le monde méditerranéen

á l'époque de Phiüppe II (París, 1949)..

Pero junto a lo que los franceses denominan «l'histoire de longue

durée» conviene ya, no obstante, que salgamos a la defensa, humanís­

tica defensa, de lo que también ellos ban denominado «l'histoire évé-

nementielle». Con la mirada puesta en la Historia Universal, conviene

proseguir la pausada y paciente investigación de los sucesos particula­

res. Junto al gran paisaje, el pormenor, la monografía. Y la historia

nacional; sin olvidar nunca que los hechos requieren su interpreta­

ción, y que, mientras prosigue el desbroce de las zonas incógnitas es

necesario atreverse a la síntesis moderna y al día.

Respecto a nuestro siglo xix esta tarea de síntesis ha sido acome­

tida por el historiador inglés Raymond Carr en su libro Spain 1808-

*939 (3)» ° i u e forma un volumen de la Oxford History of Modem

Europe. Se trata de un libro ambicioso y nada vulgar, fruto de largos

años de trabajo. El autor tiene plena conciencia de las dificultades de

su empresa^—lo dice en el prólogo—, y de cómo la arquitectura final

del libro ha dependido no sólo de su propia investigación—centrada

en la historia del liberalismo español—, sino de la historiografía pre­

existente sobre la que con frase significativa califica de «largely an

unmapped región» (p. V). Ha pretendido combinar la historia polí­

tica con la historia social, dejando casi completamente de lado los

asuntos exteriores. La evolución intelectual está también muy somera­

mente tratada, mientras que los aspectos artísticos no han logrado

entrada en sus páginas (tan sólo a veces rápidas alusiones).

El título del libro es, pues, excesivo. Las fechas mismas no son

muy exactas. Tras una descripción de la estructura económica del

Antiguo Régimen, y de sus clases sociales, el libro empieza cronoló­

gicamente con la Ilustración, hacia 1760. Pero como el mismo Carr

advierte en el prefacio, el peso del libro radica en su parte central,

mientras que ambos extremos son tan sólo resumen de ajena elabo­

ración, prólogo y epílogo podríamos decir de la preocupación funda­

mental de su autor: los avatares, logros y fracasos, del liberalismo

español.

Con estas limitaciones, la obra cumplida por R. Carr es espléndida

—aunque desigual—, rica de datos y de ideas sugestivas, y está servida

(3) RAYMOND CARR: Spain 1808-ig^g, Clarendon Press: Oxford University • Press, 1966, XXIX + 766 pp.

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•—a lo que puedo juzgar—por una excelente prosa inglesa. Vaya por

delante mi homenaje. Sólo un. libro de la categoría del eme comento,

merece una crítica como la que intento hacerle. El mismo Carr pro­

mete reconstruir un día más sólidamente las partes dedicadas a la

época contemporánea.

Sin embargo, la primera impresión, al abrir el libro, es decepcio­

nante. Empecemos por lo que tiene menos importancia: la trans­

cripción o simplemente la grafía de nombres españoles. Ya en la

«Note on place ñames and proper ñames» (p. XIII), nos encontramos

con Miguel Azaña (y no Manuel). En la p. 7, n. 3, azotes por agotes,

vaquieros por vaqueiros; Costa aparece citado (p. 20, n. 3) como J. M.

Costa; provincia de Cáceres (p. 26); Martínez Mariana (pp. 74, 96

y 750), quien después es citado solamente como Mariana, etc. Los

errores ortográficos se repiten continuamente por todo el libro. ¿Des­

cuido editorial? Seguramente. Es de lamentar tal descuido en una

obra como la presente, que hace hablar al autor de Marchilar (Mari-

chalar, p. 204, n. 2), de Baldermero Espartero (p. 255) o de Sendador

Gómez (pp, 398, n. 2, y 426, n. 2), entre otros muchos ejemplos. Aun­

que haya que culpar a la editorial por esta serie impresionante de

erratas, acaso el autor haya andado demasiado apresurado en la redac­

ción final. Por ejemplo, el libro de Díaz del Moral, Historia de las

agitaciones campesinas andaluces (sic, p. 15, n. 2), es citado como

publicado en Córdoba-Madrid, 1929, cuando el lugar de publicación

es sólo Madrid. Díaz del Moral había pensado escribir varios volú­

menes sobre ese tema. El primero y el único a que dio cima trata de

Córdoba, es decir que el nombre de esta provincia forma parte del

título.

Vayamos a reparos de mayor entidad (e insisto en que el citar mal

los nombres españoles resulta, por lo menos, molesto). El siglo xvni

recibe tratamiento acaso insuficiente, pero como es la parte inicial que

el autor, en su prólogo, ha calificado de weak (p. Y), no insistiremos

en ella. Tan sólo algunas observaciones, por las consecuencias que de

esta parte se proyectan sobre el resto del libro. En la delicada cues­

tión de si la segunda mitad del siglo xvni presenció una «revolución

burguesa», como quiere Rodríguez Casado, o se trató de un movi­

miento aristocrático, Carr se inclina, con razón, por esta última tesis,

Pero parece dubitativo en sus afirmaciones, como si después de repa­

sar su bibliografía se encontrase un tanto perplejo. Esto ocurre con

relativa frecuencia en aquellas partes del libro, en las que la inves­

tigación no es de primera mano. Su honradez intelectual, y acaso su

posición ideológica, dejan traslucir la duda, y en algunas pocas oca­

siones el autor incluso se contradice abiertamente a sí mismo. En el

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caso presente Carr (p. 41) parece no compartir la idea de que las sociedades económicas sean creación aristocrática; y más teniendo en cuenta que la subida de precios agrícolas beneficia a la burguesía rural (p. 56), afirmación referida tanto al siglo xvni como al xix. Sin embargo, a grandes rasgos el mecanismo parece haber sido el siguien­te: el aumento de la población durante el siglo xvni determinó un aumento en la demanda de productos agrícolas; la tierra empezó a ser más rentable, y de aquí la necesidad que sus propietarios, nobles y eclesiásticos fundamentalmente, sintieron de mejorar los cultivos, de sacar más rendimiento mediante la introducción de conocimientos útiles. Por ello se fundaron las Sociedades Económicas de Amigos del País. El gobierno de Carlos III, interesado en la reforma del Estado, ayudó en la empresa, lo mismo que hicieron toda clase de empleados y—en menor proporción—burgueses, donde los había (4). Es sinto­mático que durante el siglo xvni en las ciudades preponderan teniente burguesas, Cádiz y Barcelona, no hubo Sociedad Económica. La de Barcelona se fundó en el xix, durante el trienio liberal.

Carr no cree tampoco que el regalismo dieciochesco se orientase hacia la creación del Estado secular, y alega la peregrina razón de que Carlos III era devoto de la Inmaculada Concepción (p. 76). Sin duda, aquí Carr se deja engañar por su tendencia al «psicologismo», quiero decir, a atribuir demasiada importancia a las intenciones y creencias del individuo protagonista, y no a la repercusión que la acción concertada de un país o de un grupo —cualquiera que hayan sido inicialmente los móviles individuales—• ejerce sobre la realidad objetiva. Ante un problema parecido, el de la ortodoxia o heterodoxia de los caballeros vascos (los de la Sociedad Bascongada), Núñez de Arenas recalcó ya en 1926 (5) que aunque Peñaflorida y Altuna fuesen y se creyesen católicos, su acción fue enciclopedista y contribuyó por tanto a echar las bases del Estado liberal. También Maravall recien­temente se ha planteado el mismo problema (6), y ha llegado a la conclusión de que la iniciativa aristocrática de las Sociedades Econó­micas boga en el sentido de la creación de una mentalidad burguesa.

(4) Vid. GONZALO ANES ALVAREZ: España durante el siglo XVIII; Auge económico y permanencia de estructuras tradicionales, Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional del Litoral, Rosario, Rep. Ar­gentina, núm. 7, 1964, pp. 113-125. Del mismo: Coyuntura económica e «ilus­tración»; Las Sociedades de Aniigos del País, en El P. Feijoo y su siglo, Oviedo, 1966, pp. 115-133.

(5) MANUEL NÚÑEZ DE ARENAS: Un problema histórico: La heterodoxia de los caballeros vascos, Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, Santan­der, 1926. Recogido en el volumen IJEspagne des Lumiéres au Romantisme, París, 1963, pp. 15-34.

(6) JOSÉ ANTONIO MARAVALL: Las tendencias de reforma política en el si­glo XVIII español, en Revista de Occidente, julio 1957, pp. 53-82, especialmente las pp¿ 59-60,

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Lo mismo podríamos decir del impulso dado por Carlos III al estudio del derecho natural y de gentes: entendido como apoyo a la Ilustra­ción absolutista, acabó siendo escuela de liberales (7).

Una de las notas más curiosas del libro de Carr es su tendencia a encontrar «identidades», entre diferentes momentos de la historia con­temporánea española. Todo se repite. Acaso un observador extranjero, desde otra tradición, pueda reconocer, mucho más que un nacional, el aire de familia de diferentes acontecimientos escalonados en el tiempo. Pero la tendencia puede ser excesiva, si con ella se borra el «color local», es decir, temporal e intransferible de los hechos. Así, por ejemplo, para Carr, la pugna dieciochesca entre golillas y aristo­cracia militar es un foretaste de la lucha decimonónica entre milita­res y civiles (p. 44). Pero entre una y otra situación ha tenido lugar la guerra de la Independencia, ha desaparecido el ejército aristocrático del Antiguo Régimen, y la sociedad en conjunto se ha transformado poderosamente. Poner el acento en la identidad indica quizá una pér­dida de pulso histórico. La revolución de 1820 es comparada con las de 1854 y 1868 (p. 129), y también con 1936 (pp. 137-138 y 140). La primera guerra carlista recuerda la de 1936-39 (p. 155). 1835 — 1936 (p. 174). La revolución barcelonesa de 1843 lleva también a pensar en 1936 (p. 232). 1868 = 1936 (p. 649), etc.. No niego que, mutatis mu-tandis, todas esas comparaciones sean lícitas. Pero lo que falta es la visión dinámica de una sociedad que, a través de esas y otras altera­ciones, marcaba su camino. La repetición continua de la fecha 1936 indica que Carr la ha tenido muy presente al trazar la historia del siglo xix; pero en esta visión unitaria falta una comprensión de las sucesivas «incorporaciones» que desde 1808, por poner una fecha ini­cial, sacuden el cuerpo político y social de España.

De aquí su incomprensión del jacobinismo español, tal como se manifestó, y de que al hablar de la introducción del krausismo le parezca bizarra, accidental y disparatada (pp. 301-302).

España es, o ha sido, sobre todo, pueblo, aldea. Para saber cómo son estos pueblos sobre los que descansará el caciquismo y todo el sistema político de los siglos xrx y xx, Carr envía al lector al libro de J. A. Pitt-Rivers, The People of the Sierra (p. sg), excelente des­cripción de la estructura social de un pueblecillo andaluz, Alcalá de la Sierra, situado en las montañas entre Ronda y Jerez. Es decir, un pueblecito andaluz es tomado como ejemplo y modelo de todos los pueblos españoles. Esta clase de sinécdoques son frecuentes en Carr; así cuando habla, por ejemplo, de «the comunero rebellion of Pa-

(7) Vid. RICHARD HERR: España y la revolución del siglo XVIII, trad. esp., Madrid, 1964, especialmente las pp. 144-151.

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dilla» (p. 74); o cuando al hablar de que los liberales, mientras trata­ban de introducir en España el individualismo económico de la Revo­lución Francesa, alegaban estar restableciendo el Fuero Juzgo (p. 100}: en realidad hablaron en general de-la antigua legislación española, y no se limitaron ni mucho menos al código visigótico; o cuando dice que un sólo hombre, Riego, es responsable de que en 1820 volviese a proclamarse la Constitución del 12 (p. 128). Esto parece incidir un poco en la vieja cuestión de la nariz de Cleopatra. Veamos otro ejem­plo: en la p. 478 se nos dice que el orgullo de Maura destruyó su propio partido y marchitó las esperanzas de gobierno parlamentario en España. Sin negar la enorme personalidad de Maura, y su res­ponsabilidad, ¿no habrá razones objetivas, en la índole misma del Es­tado de la Restauración y en el propio partido conservador, para expli­car los hechos? Una vez más hemos tropezado con el «psicologismo» de Carr. En todas las revoluciones y en las guerras carlistas, su expli­cación favorita—junto a otras, afortunadamente—es la avidez de empleos de los revoltosos. (Y, sin embargo, esta misma avidez de em­pleos, que naturalmente no niego, pero que no lo explica todo, podría haber sido objeto de meditación profundizada. ¿Qué sociedad es esa, en la que abundan los afanosos buscadores de empleo y los míseros cesantes?) Siempre los motivos privados (por ejemplo, los pronuncia­mientos antiabsolutistas del período 1814-1820) (pp. 125-126). Así se em­pequeñece el relato.

Por eso también lo mejor de este libro es el estudio de las perso­nalidades en política, o la de grupos minoritarios, privilegiados, den tro del conjunto de la sociedad. A partir de la muerte de Fernan­do VII, el porqué del partido cristino, la división de los liberales en moderados y progresistas, las intenciones de Mendizábal y de los com­pradores de bienes nacionales, Espartero y Narváez, O'Donnell, las andanzas de Prim como conspirador, Cánovas, y más tarde, Silvela y Maura, lo mismo que los retratos que hace de republicanos, anar­quistas y socialistas, y de reformistas católicos: todos estos temas le dan ocasión para escribir páginas magistrales, de las que mucho tene­mos que aprender.

No obstante, la incomprensión inicial del liberalismo en su fase naciente le lleva a lo largo de todo el libro, junto a brillantes plantea­mientos, a soluciones conservadoras. El liberalismo español, para Carr, careció de originalidad de pensamiento (los que más se aproximan a pensadores originales, según él, son Martínez de la Rosa y Alcalá Galiano, p. 160). Pero aunque es evidente que el ejemplo francés pri­maba—y no sólo entre diminutas minorías (p. 73), como cree Carr—, y que España no dio en esta época grandes pensadores de teoría poli-

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tica, en la primera y segunda época constitucional hubo españoles que sintieron la necesidad objetiva de la revolución; y que, discípulos de Francia y de Inglaterra, pensaron los datos revolucionarios desde la circunstancia española. Es decir, que fueron originales. Lo mismo que en Francia, la revolución liberal burguesa usaba un lenguaje no limita­do a su clase: se trataba de hacer la felicidad de todos mediante la li­bertad. Para triunfar de las clases aristocráticas, las del Antiguo Régi­men, los liberales necesitaban extender su revolución al pueblo —o bien, pactar con el Antiguo Régimen y falsear la propia revolución liberal—. Las dos tendencias se dan en el Trienio Constitucional (exaltados jaco­binos y moderados), aunque en definitiva y para todo el siglo, triunfe la segunda. A Carr le parece más europea, más grávida de pensa­miento la actitud moderada, es decir, la que cerraba las puertas a la democracia.

El ministerio Bardaxí-Felíu de 1821 significaba la parálisis absoluta de toda progresión revolucionaria; sin embargo, Carr no encuentra razones suficientes para el radicalismo que lo combatió. No se trataba solamente de búsqueda de empleos: los revolucionarios del Trienio, o los mejores de entre ellos, tenían clara conciencia de los problemas que la revolución planteaba para España. O el rey o el pueblo. O el Antiguo Régimen, con nueva retórica, o la extensión efectiva de las promesas revolucionarias. No importa que esta extensión fuera impo-sible> También el jacobinismo en Francia había intentado un impo­sible y por eso cayó, pero transformó Francia y se convirtió en un símbolo de fecunda acción posterior. (En España, como muestra de lenguaje atinado podría leerse el artículo «La guerra civil es un don del cielo», que El Zurriago, comentando un discurso de Romero Al-puente, publicó en su número 5, 1821, pp. 6-9). Observemos de paso que la división de los liberales en moderados y exaltados no es sólo un problema de generaciones, sino que obedece fundamentalmente a causas ideológicas. Ni Romero Alpuente—el cual no era un social misfit (p. 138), como quiere Carr—, ni Flórez Estrada, ni Calvo de Rozas, entre otros, eran hombres nuevos en 1820. La revolución había abierto las puertas a lo que podía ser el futuro de la nación. Pero este futuro estaba seriamente amenazado tanto por el rey como por la oligarquía liberal, la de los anilleros. Lo que complicaba las cosas es que a pesar de que los moderados querían apoyarse en el rey, éste no quería apoyarse en ellos. Carr ni siquiera menciona a la Sociedad del Anillo (8), y en cuanto a Fernando VII no le parece tan tirano como se ha dicho (p. 146-147). Claro que en estas cuestiones Carr se ha

(8) Vid. ALBERT DÉKOZIER: Uhistoire de la Sociedad del Anillo de Oro, Annales Littéraires de l'Uníversité de Besan^on, vol. 72, París, 1965,

CUADERNOS. 216.—10 621

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dejado llevar por la historiografía reciente española, la de Suárez Ver-deguer y su escuela, aunque su buen rentido le hace a veces reaccio­nar contra ella (cf. p. 185, n. 2).

Entre todos estos temas se encubre también un problema cultural, Carr dice, como es habitual, que el romanticismo comenzó en España después de 1833. Ya Lloréns Castillo observó—en Liberales y román­ticos que el romanticismo comenzó negativamente, con la sátira del propio romanticismo manifiesta en la obra de Gorostiza: Contigo pan y cebolla. Ahora bien: ya en 1821 los juguetes escénicos que El Zu­rriago insertaba en sus págíanas contra Tintín (José Martínez de San Martín) y otros, constituyen una deliciosa parodia del teatro román­tico. Quizá al revisar, desde este punto de vista, la prensa del Trienio, comprobaremos que el romanticismo se introdujo en España antes de la vuelta de los emigrados en 1833.

Al tratar de las desamortizaciones de Mendizábal (p, 176) y de Madoz (p. 255), Carr señala que su móvil no fue el egoísmo, sino la dogmática creencia en el liberalismo económico aplicado a la tierra, combinada con una ignorancia absoluta de sus consecuencias. Por eso los compradores de bienes nacionales fueron caciques y especulado­res (p. 176). Para que el segundo período desamortizador hubiese te­nido sanos efectos sociales, hubiese hecho falta un amplio crédito pú­blico, del que se careció por completo (pp. 255-256). Sin embargo, ba­sándose en algunos ejemplos castellanos aislados, Carr afirma (pp. 274-275) que los efectos de la desamortización no han sido tan malos como afirmaron algunos historiadores. Es éste un capítulo casi inédito de historia económica, aunque en él estén trabajando algunos especia­listas. Mientras no sepamos pueblo por pueblo y comarca por co­marca cómo se hizo la distribución y redistribución de la tierra, no podremos sentar afirmaciones de tipo general. Pero siempre será cierto que con la desamortización se perdió una magnífica ocasión de sacar a gran parte del campesinado español de su miseria secular.

Algo parecido podríamos decir por lo que respecta a la construc­ción de los ferrocarriles. Carr hace un buen estudio de la cuestión: la rebatiña por las concesiones, la entrega al capital extranjero, sobre todo francés, y el aspecto «balcánico» que presentaba el material ro­dante a finales del siglo. Sin embargo, no cree que España perdiese, al renunciar a construir por sí misma los ferrocarriles, la posibilidad de crear una poderosa industria siderúrgica, ya que el precio del hierro español era justamente el doble que el del producido en el extran­jero (p. 2Ó6). Ahora bien: la cuestión que se presenta es que si hubiese regido otra política, con la protección estatal y el mercado asegurado por las líneas a construir —con la introducción de los técnicos extran-

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jeros que hubiese hecho falta—, ¿no hubiese sido posible rebajar los precios de coste del hierro español? Si los usuarios hubiesen pagado las deficiencias de la construcción nacional, también los usuarios pa­garon el caótico sistema elegido, como reconoce Carr (p. 267). Estas consideraciones bastan para juzgar una política.

Si Raymond Carr hubiese tenido el sentido catastrófico de la des­amortización apuntado más arriba, no le habría parecido tan dispa­ratada la introducción del krausismo. Está todavía por hacer la his­toria de las traducciones de autores krausistas europeos —Ahrens en primer lugar—, que precedieron al viaje de Sanz del Río en 1843. Cuando éste salió de España, sabía ya lo que buscaba: su elección no fue tan excéntrica como cree Carr fp. 302). Se trataba de introducir una filosofía que concillase extremos opuestos, Religión y Ciencia, tra­dición nacional y cultura europea, y que sobre la base del reconoci­miento de los derechos de propiedad tuviese un hondo sentido moral, incluso religioso, racionalista y social. Al margen de los partidos his­tóricos, especialmente del moderado y cus concomitancias con el eclec­ticismo doctrinario francés, aspiraba a fundamentar una nueva fórmula de convivencia nacional, respetuosa de los derechos del individuo y de los dé la colectividad (9).

De aquí la importancia del krausismo en el terreno de la educa­ción, y de la semejanza que ofrece la Institución Libre de Enseñanza con otras sociedades «apolíticas», fundadas en España en un período de tiempo que va de 1857 a 1883 (10), por ejemplo la Sociedad Libre de Economía Política, la Abolicionista Española y la de la Educación de la Mujer.

Acaso el rasgo más importante de los krausistas como hombres, junto a su incurable idealismo —tan delicadamente ridiculizado por Galdós en El amigo Manso—, fue su amplitud de espíritu, su aper­tura a otras ideas. Muy pronto, dentro de las tradiciones de la Insti­tución comenzó a haber colaboradores que filosóficamente no eran krausistas. Sería muy interesante hacer una investigación moderna so­bre el significado político-ideológico de Antonio Machado y Alvarez, lo mismo que en otro orden de cosas sobre el de Pedro Dorado Montero.

Eloy Terrón subrayó en su tesis citada cómo el conciliacionismo krausista se- había ido incubando a lo largo de todo el siglo xix. Pare-

(9) Vid. ELOY TERRÓN ABAD: La filosofía krausista en España. Condiciones sociales que determinaron su importancia, difusión y arraigo. Tesis presentada en la Facultad de Flosofía y Letras de la Universidad de Madrid. Resumen publi­cado en la Revista de la Universidad de Madrid, 7, 1958, pp. 498-499.

(10) Vid. mi art. Abolicionismo y librecambio, de próxima publicación en la Revista de Occidente.

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jámente, Carr demuestra cómo el sistema canovista de turno pacífico de partidos se había ido preparando en situaciones políticas anteriores a la Restauración, especialmente en el largo ministerio de O'Don-nell (1858-1863), período en el que el propio Cánovas hizo su aprendi­zaje político (p. 260).

También el caciquismo, típico de la Restauración, hunde sus raí­ces en la experiencia política anterior—Carr lo remonta hasta 1840—, y no fue ni mucho menos «invento» de Cánovas (pp. 366-367). Ray-mond Carr discute el problema con talento: había algo más en el caciquismo que los cínicos manejos de unos cuantos políticos; era también «a natural growth» (p. 367), pero—como reconoce poco des­pués— a partir de 1887 los partidarios del caciquismo lo justificaron como instrumento defensor de (dos legítimos intereses de la propie­dad» (p. 369). Los culpables no eran pues los políticos en sí, sino el-régimen económico, con su lastre de ignorancia y miseria. Carr ad­mite que el sistema caciquil impedía. el progreso político (p. 369), y, sin embargo, no tiene empacho en escribir la terrible frase: «A people gets the electoral system it deserves» (p. 370). El recurso a la revolu­ción, preconizado por Ruiz Zorrilla, le parece mítico (p. 367), pero, si en la palabra revolución había algo más que retórica, era el único camino válido (y esto independientemente del juicio que Ruiz Zorri­lla, como político y como persona, pueda merecernos). Pudiera ar-güirse que la revolución era, en aquellas fechas, imposible. Pero no su preparación. Pactar con el sistema, incluso cuando éste había sido ya eliminado en algunas zonas de nuestra geografía, aceptar sus líneas fundamentales a cambio de algunas pequeñas concesiones, a cambio de un remozamiento de la fachada, fue—con palabras de Antonio Machado— «dar un tono de salud al conjunto pútrido del cual iban a formar parte» (se refiere a los reformistas, los que renunciaron a la idea revolucionaria) (11).

Las protestas contra el Estado de la Restauración encontraron forma definitiva en la Memoria e información abierta por Costa en el Ateneo de Madrid, en la significativa fecha de 1901: Oligarquía y caciquis­mo (12). Carr tiene el buen gusto de tratar a Costa con simpatía y comprensión, pero lo hace al filo de la política fin de siglo, prescin­diendo de sus orígenes —su tierra altoaragonesa y el krausismo—, sin

(11) ANTONIO MACHADO: Carta a Unamuno fechada en Madrid, 24 de sep­tiembre de 1921. En Obras Completas, Losada, Buenos Aires, 1964, p, 927.

(12) JOAQUÍN COSTA: Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla. Memoria de sección some­tida a debate del Ateneo Científico y Literario de Madrid en marzo de 1901. Madrid, 1901, Vid. RAFAEL PÉKEZ DE LA DEHESA: El pensamiento de Costa y su influencia en el 98, Madrid, 1966, especialmente las pp. 133-154.

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los cuales resulta una figura plana y enigmática (13). Hoy está de

moda, hablar con nostalgia de la Restauración (14), frente a la actitud

de Ortega y de otros intelectuales hasta la guerra civil de 1936. Pero,

aunque no es justo acusarla exclusivamente de los vicios que la Res­

tauración recogió de situaciones políticas anteriores, esa actitud es pro­

ducto de horas sombrías, de la confusión entre un sistema político y

los hombres que bajo él vivieron preparando quizá su sustitución, y

del viejo pensamiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Y con Costa y la generación del 98 :—rápidamente tratada— entra­

mos en el siglo xx, con páginas a veces de extraordinaria penetración,

como las referentes a las Juntas de Defensa, Carr historia los estertores

del Estado de la Restauración y su muerte a manos de Primo de Ri­

vera, la Dictadura de éste, la Segunda República y, como epílogo, la

guerra civil del ¡6 al 39. Podría haberse profundizado más sobre el

sentido de estas etapas, pero como ya se indicó al principio, quedan un

tanto fuera de la atención preferente de su autor. Sin embargo, resulta

incomprensible en un libro como éste la ligereza de poner juntos a

don Miguel Primo de Rivera y a Fidel Castro (p- 581, n. 2). Parece que

que el autor no medita todo lo que escribe.

En definitiva, con Spain iBo8~ig^g hemos ganado un libro polé­

mico, una poderosa llamada de atención hacia nuestro inmediato

pasado. El autor se divierte en nadar contra la corriente, contra mu­

chos de los conceptos que parecían ya definitivamente adquiridos en

nuestra visión del siglo xix. A ratos, Raymond Carr parece un serio

scholar inglés; a ratos también, dejándose penetrar de nuestro bizarro

carácter, parece cultivar salidas ingeniosas y majezas. ¡Qué cansado

hispanismo! Mucho tenemos que aprender de es-te libro, y, sin em­

bargo, esta Historia de España da la impresión de ser sólo un pano­

rama de fantasmas—utilizando la conocida frase de Ortega—, gallar­

damente trazado, pero en el que falta siempre algo: la esperanza, la

confianza en el futuro que pedía Altamira en 1927.—ALBERTO G I L

NOVALES.

(J '3) Vid. mi libro Derecho y revolución en el pensamiento de Joaquín Costa, Madrid, 1965.

(14) Vid. GREGORIO MARAÑÓN: Ensayas liberales, 1946, citado aprobatoria­mente por J u a n López Morillas•: El kraiisismo español, México, 1956, pp. 164-169. La act i tud de Marañón ya estaba implícita en Tiempo viejo y tiempo nuevo, 1940.

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