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El sonido de mi llanto - edicionesaltera.com · descubrimiento asombroso, figura en lugar preferente la aparición de las cartas. ... tas de amor utilizando taimados trucos y sorprendentes

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El sonido de mi llanto

José Manuel Sánchez Chapela

El sonido de mi llanto

Primera edición: octubre de 2016

© Difusión de revistas y libros, S. L.© José Manuel Sánchez Chapela© Imagen portada: Roderick Field / Trevillion Images

ISBN: 978-84-16645-87-9ISBN Digital: 978-84-16648-88-6

Depósito Legal: M-32733-2016

Ediciones ÁlteraMonte Esquinza, 3728010 [email protected]

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

Cuando Dios creó el mundo no se lo dedicó a nadie.

ÉL no es presumido, yo sí. Dedico esta novela a mi mujer,

a mis hijos y a mi nieto: ellos son mi pequeño,

mi gran Universo.

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Cuando en la altura los cielos aún no estaban nombrados y en lo bajo la tierra no había sido mencionada por su nombre, nada existía excepto el primigenio Absu que los engendró y el caos, Tiamat, del que todo fue generado. Las aguas se agitaban en un solo conjunto y los pastos no se habían aún formado ni existían los cañaverales. Cuando aún ningún astro podía verse, ninguno tenía un nombre cuan-do los dioses no se habían aún establecido. Entonces los astros fueron hechos visibles en medio del cielo…

Enuma Elish (tablilla primera)*

16. Hizo, pues, Dios dos grandes lumbreras: la lumbrera mayor para que presidiese al día; y la lumbrera menor para presidir la noche; y hizo las estrellas.

17. Y colocólas en el firmamento o extensión del cielo, para que resplandeciesen sobre la tierra.

Sagrada Biblia. Antiguo testamento

Libro del Génesis. Gn 1, 16-17

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PRÓLOGO

La invención de la escritura, hace ya cinco milenios, cambió drás-ticamente el curso de la humanidad. Los dioses, quizás cansados y aburridos por tanta inactividad creativa como arrastraban desde de la creación del mundo, o quizás deseosos de poner luz y claridad donde solo había ruido y confusión, nos otorgaron a los humanos el poder de atrapar en unos símbolos sencillos las palabras que desde tiempo inmemorial habían ido pasando por vía oral de padres a hijos. Y los humanos dimos buen uso a tal don, y nos aplicamos a perfeccionar y a desarrollar sus inmensas posibilidades, con tal suerte que, con el paso del tiempo, la escritura nos permitió recoger en papiros pensamientos complejos y compartir con los demás nuestros conocimientos, creen-cias, sentimientos… A partir de ese momento las puertas de la cultura y del saber se nos abrieron de par en par y ya nada volvió a ser lo mismo. Dentro de las infinitas posibilidades y usos que nos abrió este descubrimiento asombroso, figura en lugar preferente la aparición de las cartas.

Podríamos decir que la comunicación epistolar representa uno de los más altos grados de intimidad y complicidad que se puede produ-cir entre dos personas distantes: la madre que escribe al hijo que está en la milicia y le cuenta con rasgos temblorosos las novedades de la casa y del pueblo; el joven que escribe acelerado a la novia y le abre su corazón como nunca lo podría hacer cara a cara y con palabras; ella, la novia lejana, que llora en la soledad de su alcoba ante esas cuartillas que relee ansiosa una y otra vez, mientras acaricia con sus dedos una foto con los bordes dentados que muestra a su novio en blanco y negro; los amantes ocultos que se hacen llegar cartas secre-tas de amor utilizando taimados trucos y sorprendentes cómplices.

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Todos ellos están conectados por esas fuerzas invisibles que navegan entre las líneas de una carta: la fuerza del amor, de la esperanza, del deseo, de la nostalgia, del dolor…

Hoy en día otros modos de comunicación están arrinconando y mandando al olvido a las antiguas cartas; se trata de los correos elec-trónicos, de los wasaps, de las redes sociales. La gente escribe y al instante el mensaje está en poder del destinatario, incluso a veces acompañado de sonido o de imágenes amplificadoras del mensaje. Pero a pesar de sus innumerables ventajas, algo se ha perdido, algo se ha quedado por el camino. Estos nuevos modos de comunicación escrita son generalmente epidérmicos, superficiales, tanto en el fondo como en la forma, y se evaporan al instante como el humo de una hoguera o la bruma de la mañana, pasando al olvido rápidamente ante la avalancha de nuevos mensajes que siguen fluyendo sin cesar. La estética de esta comunicación es muy inferior a la de las cartas tradi-cionales, pero la cantidad es abrumadoramente mayor. Son mensajes surgidos de la inmediatez, del primer impulso, de la costumbre, que sin más reposo ni análisis son lanzados por las ondas en busca del receptor. La velocidad, la brevedad en su redacción, la concisión, la falta de normas o de protocolos, el dialogo en tiempo real, la interac-ción: esos aspectos son los más importantes en los nuevos vehículos de comunicación escrita. Pero la carta es otra cosa. La carta de sello y cartero, por el contrario, es la artesanía, el análisis, la relectura, la hoja arrugada y enviada a la papelera, el devanarte los sesos y el vol-ver a empezar; es la soledad de un dormitorio o del despacho, el sufri-miento por no encontrar la palabra o la frase adecuada, el formalismo en el saludo y en la despedida, el ruido de la pluma o del bolígrafo (o antaño la plumilla) rasgando el papel en el silencio de la noche, el rito de la saliva al cerrar el sobre, el sello pegado cuidadosamente en una esquina, el buzón metálico y cilíndrico que espera inmutable su carga mágica. La carta surge del corazón, de las profundidades del alma, y surge para permanecer.

Los mensajes modernos rara vez se guardan; se almacenan o se borran y se olvidan, pero la carta sí que se guarda; se conserva junto a otras en un lugar preferente y seguro de la casa; se trata de un tesoro, de un retazo de la vida, de un rincón de intimidad. Cuando uno se

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comunica por carta regularmente con otra persona, el tiempo se mide en función de la espera. ¿Tendré carta hoy o deberé esperar al lunes?

Para muchos de nosotros el primer contacto con este medio de comunicación sucedió en ese periodo mágico que llamamos Navidad, en el momento en que con los nervios a flor de piel nos poníamos de-lante de un folio blanco con rayitas paralelas para escribir con sumo cuidado a los Reyes Magos: «Queridas Majestades… (¿Majestades es con g o con j, mamá?)».

Las cartas atrapan el tiempo, lo encierran en el sobre junto con el texto y queda sellado; y cada vez que se vuelve a abrir y a sacar el papel, el tiempo vuelve para atrás. «Estimado hijo: Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud; por aquí, a Dios gracias, todos bien. Tu padre ya se encuentra mucho mejor de su pul-monía y te manda recuerdos… ». El tiempo no puede vencer a esas palabras, a lo que se esconde tras ese rito formal, a esos recuerdos, a esas emociones.

¡Facundo López, Ricardo Pérez, Augusto Monteverde…! cantaba con voz marcial el cabo furriel la entrega del correo en la compañía al acabar la instrucción, rodeado de jóvenes con la cabeza rapada, uniformes sudados y expectantes. Todos en silencio, todos esperando oír su nombre y la entrega posterior de un sobre blanco, o azul, o in-cluso rosa… Si no llegaba, era como un día perdido, como un arresto sin causa, como una condena sobre otra condena; y tipos fuertes y curtidos apretaban nerviosos la gorra entre sus manos, como si ella tuviera la culpa. «Mañana tendrás, ya verás como tendrás», le decía Pancorbo a Montijo, el de Montijo, dándole palmaditas en la espalda. «Sí, quizás mañana… No habrá podido, mi novia no habrá podido», y el extremeño se retiraba cabizbajo y musitando algo entre dientes, mientras buscaba en sus bolsillos un cigarro que calmara su ansiedad. No le había llegado la ración de ilusión, de esperanza, la ración de amor que se encierra en esas hojas y a la cual estaba tan enganchado.

De los infinitos usos que se han dado a la correspondencia epis-tolar, el que más nos interesa en este momento es el sentimental, el amoroso, y por ello pasaremos por alto otros géneros por muy relevantes que hayan sido para la humanidad, como por ejemplo los escritos enviados con fines religiosos, en cuyo ámbito podríamos

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citar las cartas que Saulo de Tarso (posteriormente conocido como san Pablo) envió a los efesios, a los corintios, a los romanos y a tantos otros pueblos del Mediterráneo, cartas que que cambiaron el corazón de las gentes y la faz de la tierra y que aún hoy siguen reso-nando en las iglesias cristianas y en muchos hogares de todo el mun-do: «Hermanos, aborrezcan el mal y practiquen el bien, ámense los unos a los otros como buenos hermanos…». También dejaremos de lado los usos científicos o de difusión filosófica, como las escritos que enviaron a sus amigos o discípulos filósofos clásicos como Sé-neca o Epicuro, o incluso en época más moderna la correspondencia cruzada entre otro filósofo, Erasmo de Rotterdam, y Martín Lutero con parecidos fines.

Como dije antes, nos interesa más fijarnos en los aspectos senti-mentales, y en este aspecto, el cénit de la correspondencia epistolar corresponde a las llamadas «cartas de amor». Muchos personajes his-tóricos abrieron su corazón para expresar por este medio su amor por otra persona, sus deseos imposibles, sus anhelos. Enrique VIII enlo-queció de amor por Ana Bolena y lo expresó en apasionadas cartas que finalizaban así: «Escrito de mano de quién no desea ser sino vuestro» (Enrique). Napoleón sufrió en silencio por el desdén de Josefina ante sus amorosas cartas: «No he pasado ni un día sin amarte…». Simón Bolívar, Sigmund Froid, Lord Byron, Víctor Hugo, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Saint Exupery, de todos ellos se han conservado en-cendidas epístolas amorosas que han dejado constancia de sus almas desnudas y de sus corazones entregados a pasiones abrasadoras.

Pero qué opina la literatura, la que sin duda es la máxima expre-sión de la escritura, la primera división de las letras, ¿qué opina de las cartas? No desvelo nada si digo que en muchas obras este género tiene lugar protagonista y distinguido. Este tipo de recurso narrativo ha llegado a constituir un estilo muy apreciado: la novela epistolar.

Aunque podríamos decir que este género nace en el siglo XVII, realmente contempla su explosión definitiva en el XVIII. Samuel Ri-chardson, adalid de este tipo de novela en lengua inglesa, publicó a mediados de siglo Pamela o la virtud recompensada, manual de buenas costumbres dirigido a las jóvenes de su época. Esta novela marcó el camino a otras muchas obras epistolares que la siguieron.

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Unos pocos años después se publicó en lengua francesa Julia, o la nueva Eloísa, de Jean Jacques Rousseau, en la cual, bajo una mar-cada estructura epistolar, se relata la complicada relación amorosa entre una noble francesa y su preceptor, persona de origen humilde. La obra nos muestra no solo una bella historia de amor (de hecho se podría considerar esta obra como una avanzadilla del romanticismo que explotó el siglo siguiente), sino también toda la filosofía política y pedagógica de Rousseau: sus ideas de la sociedad, del amor, de la moral, de las artes, de la música, de la religión, de la educación, de la vida…; aunque quizás no esté de más comentar que el gran filósofo, escritor y pedagogo francés no puso en práctica sus avanzados conse-jos educativos en su casa, pues entregó a los cinco hijos que tuvo con su sirvienta/amante, Thérése, a la beneficencia social.

La lista de publicaciones que pueden ser incluidas en este apartado es muy amplia, y hablar de ello en profundidad nos llevaría un tiem-po del que carecemos, pero por citar alguna más, podemos aludir a Las amistades peligrosas, novela también fechada en el siglo XVIII escrita por el provocador francés Pierre Choderlos de Lacros (hasta el nombre lo tenía estrafalario). En esta obra la correspondencia cruzada entre los principales protagonistas nos pone al descubierto un mundo farisaico y sutilmente depravado, pleno de historias de seducción, de amor, de celos, de infidelidades, de intrigas, de desengaños. «Carta de Cecilia Volanges al caballero Danceny: ¡Oh Dios! ¡Qué pesar me ha dado la carta de vmd.! Por cierto, ¡que valía la pena que yo la aguardase con tanta impaciencia!...». Las cartas son en esta novela un medio y un fin en sí mismo. Llega a parecer que el único motivo para tantas aventuras y seducciones estriba en el mero hecho de poder contarlo a los demás por escrito.

Saltando en el tiempo y pasando por encima de obras como Drá-cula de Bran Stoker y sus inmortales vampiros (inmortales en sentido literal y literario), o la romántica Lady Susan de la no menos inmortal Jane Austen, novela que su autora no llegó a ver publicada y que a través de 41 primorosas cartas nos describe las maquinaciones de una astuta madre para buscar marido a su joven hija (y a ella misma, que lo cortés no quita lo valiente), o Pobres gentes de Dostoyevsky, en la cual el genial novelista ruso nos presenta a través de la correspon-

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dencia entre dos parientes lejanos un ambiente de extrema pobreza y desolación, ambiente que puede ser superado por el triunfo del amor: «Mi inapreciable Várvara Alexéievna: ¡Ayer fui feliz, extremadamen-te feliz, feliz hasta más no poder! Por primera vez en la vida, tozuda mía, me había hecho usted caso», llegamos a los tiempos modernos, donde el uso de esta técnica literaria no solo no ha decaído, sino que ha alcanzado momentos sublimes, como por ejemplo en 84, Charing Cross Road, de Helene Hanf, deliciosa novela donde la relación epis-tolar establecida entre una lectora y su librero londinense (Marks & Co.) alrededor de una serie de pedidos y el amor de ambos por los libros acaba creando entre ellos una especial complicidad. También me gustaría citar la maravillosa Pantaleón y las visitadoras del perua-no Mario Vargas Llosa, una espléndida y desternillante sátira moral sobre el concepto del deber militar y del honor. La correspondencia cruzada entre el capitán de intendencia Pantaleón y sus superiores, correspondencia que ellos llaman Partes, desarrolla el armazón de la trama, sin que falten tampoco cartas domésticas entre personajes civiles de la obra: «Querida Chichi: Perdona que no te haya escrito tanto tiempo, estarás rajando de tu hermanita que tanto te quiere y diciendo furiosa por qué la tonta de Pocha no me cuenta cómo le ha ido allá, cómo es la Amazonia». La relación podría continuar, pero creo que las citas indicadas nos iluminan sobradamente acerca de la diversidad de posibilidades que nos abre la correspondencia epistolar en la novela.

Quizás se estén preguntando: ¿Qué tiene en común El sonido de mi llanto con estas obras, con esta temática? El propio lector dará res-puesta a tal pregunta si tiene a bien completar la lectura de este relato, pero creo que no es aventurado adelantar que en esta obra, al igual que sucediera en aquellas otras, las cartas son el vehículo preferente de trasmisión de los sentimientos del protagonista, y nos muestran un mundo diferente, más profundo, más íntimo del personaje central; mundo que en gran parte era desconocido por sus seres cercanos, e incluso por él mismo. En una de sus comunicaciones Marcial indica: «Debo reconocer que me ha sorprendido alguna de las cosas que he escrito en estas cartas; es como si no fuera yo el autor de muchas de las opiniones expuestas, o como si al escribir diera rienda suelta a

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pensamientos, o sentimientos, o incluso conocimientos que descono-cía que tuviera».

¿Quién es Marcial?, se estarán preguntando también; pues bien, Marcial es… No, mejor no respondo a esa pregunta y dejo que pasen la hoja y comiencen con la lectura de esta novela. Él solo se presen-tará cuando llegue el momento. El autor tan solo desea hacer constar con este extenso prólogo su respeto y homenaje a ese medio tan her-moso, tan poderoso y sofisticado de comunicación entre personas que es la correspondencia. Quiera Dios que los nuevos modos de inter-comunicación no acaben enviando al olvido y arrumbando en viejos arcones a las cartas, a nuestras cartas de toda la vida.

el autor

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Marcial

Madrid, 20 de abril de 2011

Nada más llegar a casa le dije a Liliana que podía tomarse la tarde libre, que no la iba a necesitar. Luego me duché, me cambié y me encerré en mi despacho; no quería que nadie me molestara ni me in-terrumpiera aquella tarde.

Una hora después continuaba prácticamente en la misma posición: inmóvil, pensativo, ausente. Sobre la mesa de mi despacho reposaba la cartera de piel azul oscura que me había entregado un mes antes mi amigo Marcial. No me decidía a descorrer la cremallera superior y a abrirla para extraer su misterioso contenido; en vez de eso, reme-moraba una y otra vez la extraña reunión que habíamos mantenido cuando acudí a su casa respondiendo a una urgente llamada suya.

—Sebastián, tengo que pedirte un favor.Marcial estaba sentado frente a mí en aquel sillón de cuero de su

grande pero impersonal salón, vistiendo, como siempre últimamente, aquel horrible batín a cuadros negros y blancos con forma de tablero de ajedrez que cada vez le quedaba más grande. Su antes elegante y abundante pelo canoso parecía ahora un peluquín blancuzco, desgas-tado, sin vida, y de su antaño arrogante figura no quedaba nada. Ni tan siquiera sus ojos mantenían el mismo brillo inteligente y burlón de antes; en ese momento lucían opacos, semicerrados, como aletar-gados, y cada día se mostraban más apagados y hundidos. Mi amigo era ya un hombre desprovisto de vigor y de ilusiones, un hombre

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entregado a su fatal destino. Por algún motivo me vino a la mente que la manifiesta decadencia física de mi amigo iba pareja a la deca-dencia mobiliaria que se había producido a su alrededor. Recordé la señorial casa salmantina de sus padres, plagada de cómodas oscuras de caoba, bargueños antiguos claveteados en oro, recargados muebles isabelinos, lámparas de cristal de Murano y jarras de Bohemia, sillas tapizadas en terciopelo granate, cuadros que mostraban severos ros-tros barbudos, relojes afrancesados y cornucopias inútiles adornando las paredes de la casa de los Gómez de Buendía. Todos aquellos ob-jetos hablaban de tiempos pasados, de una historia familiar ilustre y refinada. De aquella lujosa y tradicional casa, mi amigo había pasado al moderno, funcional y colorista mobiliario que Elena había elegido para el chalet del Escorial. La que fue durante tantos años su vivienda familiar estaba decorada con mesas de cristal y de acero, sillas me-tálicas estilizadas y cuadros modernos de pintores impronunciables por las paredes. Aquella casa tenía multitud de luces empotradas en los techos y salón a dos niveles, una enorme chimenea de granito, suelos de maderas nobles, ventanales enormes que enfocaban a la sierra y muebles diversos de avanzado diseño; todo ello claro reflejo del dudoso gusto de su mujer y de la amistad de ella con un decorador pequeñajo y amanerado. Ese trayecto ornamental había acabado en el impersonal, triste y anónimo entorno que le había acogido en esos últimos años de su vida, donde parecía que los pocos muebles que había sobraban.

De fondo sonaba discretamente esa música barroca que últimamente acompañaba a Marcial a todas horas. La música, unida a la poca claridad que había en aquella estancia por estar echados los visillos, daban un aire como de solemnidad o de liturgia religiosa a la extraña reunión que manteníamos. Yo le miraba pero casi no le reconocía; la enfermedad que tenía le estaba devorando. A pesar de ser yo médico, no estaba atendiéndole profesionalmente; no habría podido. No obstante, había seguido puntualmente el curso de toda la evolución desde que le detectaron la leucemia en el hospital 12 de octubre año y medio antes; enfermedad que, unos meses después, se complicó con una neumonía que tampoco había conseguido vencer. Tuve que hacer un esfuerzo para quitarme esos tristes pensamientos

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de la cabeza y para concentrarme en lo que Marcial me estaba dicien-do: lo del favor.

—Lo que sea cuenta con ello —respondí mecánicamente evitando mirarle a los ojos. Marcial se incorporó un poco en su asiento con evidente gran esfuerzo, para continuar con lo que tenía pensado decir.

—Escúchame atentamente, Sebas, y no me interrumpas por muy extraño que te parezca lo que te voy a contar y a pedir. He tardado semanas en preparar esta reunión y no quisiera dejarme nada en el tintero; intuyo que me queda muy poco tiempo de vida. Me ha dicho el médico que quizá sean seis meses o quizá tres años, pero yo sé que no es verdad, lo noto; me queda muy poco, mucho menos de lo que me dicen. —Intenté meter baza en aquella deprimente charla, pero me cortó con un gesto de su mano—. ¡Calla, no me interrumpas!, no quisiera tener que escuchar más mentiras piadosas. De sobra sé que cada vez me hacen menos efecto las trasfusiones de sangre y cada día que pasa estoy más débil. Por ello, he decidido hacer algo que llevo bastante tiempo planificando. Mira, Sebas, de mi hermano y su familia voy a poder despedirme personalmente, al igual que de mis amigos, pero no así de mi ex mujer ni de mis hijos y nietos, y no hará falta que te explique los motivos.

¡Maldita sea!, me dije mientras me revolvía nervioso en mi sillón, aquella charla me estaba asfixiando, o quizá fuera aquel ambiente; no sabía qué hacer, si interrumpirle o dejarle desahogarse.

—Te ruego que no intentes contactar con Elena para contarle cómo estoy, ni tampoco pretendas ablandarla con melodramas o sentimen-talismos; ella es inmune a todo eso y, además, tampoco me gustaría que me viera en este estado; y con mis hijos lo mismo: ellos sabrán lo que tienen que hacer. Sí que es cierto que me da mucha pena no vol-ver a ver a mis nietos, pero tampoco quiero que me vean así; prefiero que me recuerden como era antes. Por tanto, he pensado despedirme de otra manera: por escrito. He preparado unas cartas para todos ellos y también para algunos otros que han sido muy importantes en mi vida, y quiero pedirte que te ocupes personalmente de hacerlas llegar a sus respectivos destinatarios cuando yo esté muerto.

Después de aquella frase se hizo un espeso silencio. El cuando yo esté muerto me había paralizado como si hubiera entrado un gas ve-

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nenoso por la ventana. Por algún motivo me puse a pensar, escuchan-do aquella música suave y envolvente que seguía sonando (probable-mente de Vivaldi, aunque no podría jurarlo), que mejor le pegaría al ambiente y a la conversación que estábamos manteniendo escuchar los compases majestuosos y tristes del Réquiem de Mozart, pero me cuidé mucho de decir nada; el experto era él. Marcial aprovechó aquel parón en su charla para echarse agua de una jarra que había dejado Fuensanta sobre la mesita de mármol. Bebió lentamente, a pequeños sorbos, como un pajarito. Mientras yo intentaba adivinar dónde iba a parar todo aquello, aproveché para apurar lo que quedaba en mi copa de whisky, pero que a esas alturas ya solo tenía agua. «¡Mierda!, Fuensanta se ha llevado la botella».

Una vez recuperada la energía con aquel traguito de agua, pro-siguió Marcial: «Si alguno de los destinatarios se niega a recibir el sobre, debes explicarles que ya no pueden hacerme daño, yo ya estaré muerto, y que es muy importante para ellos lo que les indico en las cartas. No olvides esto: debes entregarlas en el orden que se indica. —Esta instrucción fue acompañada de un movimiento imperativo de su escuálido dedo—. Mira, esa cartera de piel que está sobre la mesa contiene las cartas. —Dirigió mi atención con el mismo dedo temblo-roso y huesudo hacía el lugar exacto donde reposaba aquella especie de caja de Pandora, la misma cartera que unos cuantos días después yo tenía delante en la mesa de mi despacho—. El orden de entrega de los sobres viene fijado en una hoja suelta que también va dentro. Cuando acabemos, llévatela y guárdala en lugar seguro hasta que lle-gue el momento. ¡Ah!, y no le cuentes a nadie lo que hemos hablado. ¿Podrás hacerlo? ¿Harás esto por mí?».

Yo aún seguía mirando sorprendido en dirección a aquella cosa de piel oscura. ¿Qué clase de broma macabra estaba organizando mi amigo? No sabía bien por qué, pero intuía que aquello podía tener un gran impacto en mi vida. Volví la mirada hacia él y me emocioné al ver su gesto implorante. Lo último que me había dicho se había que-dado resonando en mi mente: «¿Harás esto por mí?».

—Claro, Marcial, cuenta con ello, pero antes tengo algunas pre-guntas, si no te importa.

—Adelante.

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—¿Por qué yo?, ¿por qué quieres que me ocupe yo de esto? Ya sabes que desde que te separaste no he vuelto a tener ningún contacto ni con Elena ni con tus hijos. Además, está tu hermano; se podría molestar por ocuparme yo de tus últimos deseos.

—La respuesta es muy sencilla: te he elegido porque eres mi me-jor amigo y porque confío plenamente en ti, y además creo que eres la única persona que puede llevarlo a cabo. ¿Te parece poca explica-ción? Mira, Sebas, necesito que mis hijos sepan lo que pienso de ellos, lo que pienso de mí y lo que pienso de todo lo que nos ha sucedido. Igual pasa con el resto de los destinatarios: necesito comunicarme con ellos; hay muchas cosas que quiero contar, que tengo que contar; así podré morirme más tranquilo. Llevo cinco años viviendo en soledad, cumpliendo mi condena recluido entre estas cuatro paredes y creo que al menos merezco el poder despedirme por escrito de mi gente. En cuanto a lo de mi hermano, no te preocupes por él, te aseguro que sabrá respetar mi decisión. —Después de esta larga parrafada volvió a beber un poco de agua y al acabar se echó hacia atrás en su sillón. Estaba agotado, y además era evidente por el brillo de sus ojos que tenía fiebre.

—Sigo sin entender muy bien de qué va todo esto, pero lo haré. De todos modos, ¿qué coño es eso de que te vas a morir pronto? La soledad te está volviendo majara. Escucha, payaso: conozco yo en-fermos con leucemia detectada hace más de diez años que nos van a sobrevivir a ti y a mí; y sobre lo de la neumonía, que sepas que desde hace tiempo se controla perfectamente con antibióticos. Nunca debería haber permitido que te encerraras aquí como un enclaustrado ni que te metiera mano esa bruja de Conchita. ¡En buen momento te la recomendé!

—Deja de decir tonterías y deja a mi siquiatra en paz, que ella no tiene la culpa de nada. Bueno, de una cosa sí que la tiene: de haberse enrollado contigo; que hace falta tener mal gusto.

—Ahora sí que veo lo mal que estás, realmente mal, pero de la cabeza… —Tragué saliva antes de seguir—. Está bien, me llevaré esa cartera con tus regalitos post morten. ¿No se dice así en terminología jurídica? Prometo convertirme en el cartero más eficiente de Correos. ¿Quieres que te envíe los acuses de recibo a alguna parte?

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Aquello sí que arrancó por fin una sonrisa de su cara, y decidió seguirme el juego, como hacíamos antes, como si no hubiera pasado nada.

—Pues sí, mándamelos a casa de tu prima Encarna. Ya sabes que últimamente me gusta pasar las noches allí.

En ese preciso momento había entrado en el salón Fuensanta, si-gilosa como siempre, igual que una sombra, a pesar de que ella era cualquier cosa menos menuda, pues era un mujer alta y robusta, y perennemente vestida de negro, como si hubiera hecho promesa de un luto eterno.

—Voy a hacer como que no oigo nada. Por mí pueden seguir con sus bromitas y picardías, que parecen ustedes dos niños chicos. —Tras regañarnos (una vez más), se dirigió hacia una de las ventanas del salón para descorrer los visillos y permitir que entrara más luz, lo cual nos dejó divisar por un momento a través de los cristales un trozo de cielo azul—. ¿Necesitan alguna otra cosa, algo de beber o de comer?

—Gracias, Fuensanta, trae una botella de whisky y más hielo —respondió el dueño de la casa que, por lo visto, se había dado cuenta de mi desazón por el estado de mi copa.

—¿Y qué pasa si me muero yo antes que tú?, ¿qué pasa con esto? —me atreví a preguntar una vez asegurado el suministro de bebida. No sabía por qué, pero aquella historia de las cartas no me estaba gustando nada.

—En ese caso, deja dicho que alguien me envíe de vuelta los do-cumentos, que ya me buscaré otro mensajero más sano. ¡Ah!, hay otra cosa, pero esta es más sencilla —mi cara debió reflejar el recelo que sentía ante esa nueva sugerencia. ¡A ver por dónde salía ahora!—: se trata de que a la vez que le entregas la carta a mi nieto, le hagas llegar aquella caja que está allí, al lado de la librería, en el suelo. —Y volvió a indicar con su tembloroso dedo un nuevo bulto misterioso. Era una simple caja de cartón de aproximadamente medio metro de altura y que estaba perfectamente empaquetada—. En la parte de arriba pone su nombre, Carlos, para que no haya confusiones. He metido en ella una serie de objetos personales míos que quisiera que pasaran a sus manos y a las de su hermana, y como yo no se los podré entregar, por

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favor dáselos tú. No sé si podrá llevárselos a su casa; ya entiendes por qué lo digo…, no creo que fueran bien recibidos; por lo tanto, quizá debas buscar un sitio donde guardarlos hasta que ellos se puedan ha-cer cargo de las cosas. —Marcial se inclinó algo más hacia delante para que le oyera mejor—. Háblalo con Carlitos, es un chico muy maduro y razonable. También quisiera que le entregaras mi telescopio portátil. Está guardado en su estuche al lado de la caja. —¿Pero es que no va a acabar nunca con los encargos?, me pregunté mientras me me-saba las barbas. Marcial siguió hablando—. ¿Recuerdas, Sebastián?, lo traje de un viaje a Inglaterra que hice con mi mujer hace unos 15 años. Os dije a todos que se trataba del telescopio de Newton y que lo había comprado en una subasta de objetos antiguos en Londres y algunos os lo creísteis. La verdad es que es un telescopio precioso. Yo ya no podré ver muchas estrellas, al menos desde aquí, desde la tierra, pero él seguro que sí. Le encantaba cuando le dejaba mirar por el ocular desde la terraza de mi dormitorio en la casa del Escorial y le fascinaban mis explicaciones y mis historias sobre las constelaciones —noté cómo se emocionaba al recordar aquello—; ese niño es una esponja. ¡No veas la de preguntas que me hacía!: «¿Y aquella estrella de allí cómo se llama?, ¿y aquella otra? Anda, abuelo, enséñame otra vez la constelación de Orión, a ver si encuentro el cinturón, y cuénta-me lo del escorpión que picó al cazador… ¿Y cuál es la estrella más grande, y por qué unas brillan más que otras?...». Espero que cada vez que lo use se acuerde de mí.

Aquellos recuerdos parecieron alegrar y dar vida a su cara por un momento, pero enseguida se volvió a sumir en la melancolía e incluso me dio la sensación de que se le habían humedecido los ojos.

Dos semanas después de aquella reunión Marcial tuvo que ser in-gresado en el Hospital Rúber.

Fue duro lo del hospital, más de lo que hubiera pensado, pero lo de fuera fue incluso peor. La verdad es que llamé a Elena, la llamé desde mi despacho unos días antes de la muerte de su ex marido. ¡Hacía tanto que no hablaba con ella! ¿Cuánto?, quizá cuatro años, quizás más. Debo reconocer que me temblaba la mano el día que cogí el teléfono y la llamé a su casa de Marbella.

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—Dígame.Era ella, su voz, su tono…; me la imaginé sujetando el teléfono

con aquel aire distinguido y arrogante que tenía. —Hola, Elena, soy Sebastián.Silencio al otro lado de la línea. —Hablo con Elena, ¿no? —insistí.Más silencio, tragué saliva. Había pensado en diferentes tipos de

conversación: cordial, tensa, insultante, lacrimosa, vociferante, corta, larga…, pero no en el silencio. Lo único bueno era que no había col-gado… aún. Me armé de valor y seguí hablando.

—Verás, como podrás suponer solo te llamo por una causa urgen-te. Marcial está ingresado en el Rúber y está muy grave. Los médicos que lo atienden dicen que le quedan pocos días de vida, o incluso po-cas horas. Aunque está muy débil ya, aún reconoce y puede articular algunas palabras. Te lo digo por si deseas venir a despedirte de él y para que se lo digas a tus hijos. Él no está al corriente de esta llama-da; es más, me pidió que no la hiciera, pero yo he creído necesario hacértelo saber.

Ya estaba dicho, y además había salido de un tirón, sin atascarme. —Hola, Sebastián. —¡Por fin se había decidido a salir de su mu-

tismo! Al oír su voz un escalofrío recorrió mi espalda—. Mira, te lo voy a decir muy clarito: siento mucho que se esté muriendo, pero no pienso ir a verlo. Lo nuestro acabó hace cinco años y nada puede re-componer eso. Sería absurdo hacer ahora un paripé de lágrimas y de arrepentimientos y reunirnos todos llorosos en la cabecera de la cama como una familia normal en la que no hubiera pasado nada. Ya sabes que yo no soy ese tipo de mujer. Si no quieres herirle, dile que no me has localizado. En cuanto a los hijos, yo no pienso decirles nada, pero si lo deseas llámales tú y que hagan lo que quieran, aunque ya sabes cómo piensan. ¿Algo más?

—Sí, Elena, hay muchas cosas que me gustaría decirte, pero no sabría por dónde empezar, y además son cosas para decirlas cara a cara, no por teléfono. Él no se merece…

Me tuve que callar. La línea hacía un momento que enviaba un molesto pitido, indicio claro de que al otro lado habían colgado y yo estaba hablando solo, como un imbécil. Decidí que a pesar de todo

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debería llamar a sus hijos; no es que me ilusionara la idea, pero al-guien debería hacerlo y ese alguien era yo. Tenía una extraña sensa-ción, como un pinchazo en el estómago, como si algo o alguien me estuviera arañando por dentro; también tenía un nudo en la garganta. Si los días anteriores no había conseguido dormir, los siguientes no serían mejores. Pensé en Marcial, allí, perdido entre las sábanas blan-cas de aquella habitación del hospital. Estaba solo, siempre acompa-ñado, pero solo. «¡Ojalá pierda pronto el sentido y no se dé cuenta de nada! ¡Ojalá no hubiera pasado nunca aquello!».

Después de aquella conversación con Elena me fui al hospital. Le dije al taxista que me dejara lejos de la puerta de entrada; quería pasear; necesitaba andar. Debería quitarme de encima la opresión que atenazaba mi pecho. «Tendré que andar con cuidado —me dije mien-tras me masajeaba el costado izquierdo—, quizá deba volver a hacer una visita al cardiólogo».

Al entrar en su habitación, la 224, me encontré con Lucas, el her-mano de mi amigo. Más al fondo, junto a la ventana, vi a Teresa, su esposa. Al lado de la cama sosteniendo cariñosamente la mano del enfermo estaba Flora. Ella iba todos los días, o mejor dicho, todas las tardes. En cuanto acababa su trabajo en la notaría se marchaba al hospital. Me devolvió el saludo con una sonrisa triste. El hermano, en cambio, me saludó fríamente; nunca nos habíamos llevado espe-cialmente bien, quizás por las diferentes ideas políticas que teníamos, quizás por otros motivos.

—¿Cómo está hoy nuestro enfermo favorito?, ¿van mejor las cosas? —Intenté aparentar alegría y optimismo al acercarme a la cama.

Sus ojos estaban aún más hundidos que de costumbre, pero pa-reció que se animaba al oírme, pues los abrió débilmente y sonrió. Luego, me hizo un gesto con la mano que tenía libre de tubos para indicarme que me acercara más, que quería decirme algo. Me puse a su lado y le retiré la mascarilla que le cubría la boca y la nariz para poder oírle.

—¿Qué ha pasado, por qué traes esa cara? ¿No habrás llamado a…? —Sus ojos acabaron la pregunta.

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A pesar de la enfermedad, a pesar de la debilidad que tenía, a pe-sar de las medicinas que lo mantenían casi continuamente drogado, seguíamos teniendo una conexión muy especial: no podíamos ocul-tarnos nada. Pero Lucas no tenía esa conexión y tuvo que meter baza con su propio estilo.

—¿Con quién has hablado, con esa cabrona? —me interrogó con su delicadeza habitual (quizás es que no supiera preguntar de otra manera, quizás fuera deformación profesional).

—Por favor, Lucas —intervino Teresa sujetándole cariñosamente por el brazo, a la vez que me enviaba una reprobadora mirada como diciendo: «¡No, aquí no!».

Decidí ignorar la pregunta de Lucas y volví mis ojos y mi atención hacia el enfermo.

—Tranquilo, Marcial —contesté intentando sonreír—, no he lla-mado a nadie y si tengo mala cara debes saber que motivos no me faltan, pero no me hagas contártelos aquí. Cuando salgas de este antro nos vamos a ir a comer a Casa Paco y te lo cuento todo. Pero invitas tú, ¿de acuerdo?

Aunque sonrió débilmente, como aceptando mi explicación, aque-llo debió de sonar a falso y supe perfectamente lo que pensaba: «Se-bas, eres un puñetero mentiroso». Pero a lo mejor sonreía porque lo del asador de Paco le había traído a la cabeza los buenos ratos que habíamos pasado allí juntos y las largas sobremesas que habíamos tenido con la pandilla.

Tuve que apartar la vista de él. Sin darme cuenta me vi mirando a Lucas de nuevo. Creí entender el motivo de la aparente antipatía que me demostraba Harry el sucio, como a veces le llamaba Marcial, tan amigo como era de poner motes a la gente. El motivo quizá fuera porque pensaba que yo había tenido mucha culpa en lo que le había pasado a su hermano. A sus ojos yo no debía ser más que un solterón crápula que no había evolucionado desde la época de estudiante de la Universidad y además seguía siendo un idealista irresponsable y utó-pico (o algo peor). Pero a mí me importaba bien poco lo que pensara el comisario, a mí únicamente me importaba el estado de salud de mi amigo. Marcial no lo sabía, pero antes de entrar estuve hablando con la médico que lo atendía. Mi joven colega me estuvo contando que al

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paciente ya no le hacían efecto las transfusiones y que tampoco eran capaces de eliminar la neumonía. Estaba muy débil y el desenlace podía ser inminente.

El enfermo había vuelto a cerrar los ojos y mantenía el mismo rictus de dolor en el rostro. La luz blanca que emitía el fluorescente situado encima de la cama resaltaba su palidez cadavérica. Verle allí entubado por todas partes, con una sonda que le habían puesto para que pudiera desaguar y que desaparecía pudorosa bajo la cama para que no se viera lo que circulaba por ella, con una vía intravenosa en el brazo izquierdo, y que como ya la habían tenido que cambiar de sitio varias veces le estaba dejando el brazo plagado de moratones, como si le hubieran so-metido a tortura, y que le enchufaba a esas bolsas trasparentes llenas de líquidos extraños que gota a gota iban estirando artificialmente los últi-mos días de su vida; verle con esa mascarilla que le mantenía conectado al oxigeno como si fuera un astronauta; verle tan pálido y todo huesos, que parecía mentira que pudiera seguir perdiendo peso, aquello sí que me importaba. De repente pensé: «¿Cómo será mi vida cuando él ya no esté?», y nuevamente mis ojos se nublaron y nuevamente deseé salir a pasear por las calles de Madrid y perderme entre la gente.

Cada vez que sonaba la puerta anunciando que alguien iba a en-trar, me ilusionaba pensando que a lo mejor sus hijos habían decidido por fin acercarse a verle y a despedirse de él, o incluso Elena, que podría haber tenido un arrebato de generosidad y haber venido a decir adiós a su ex–marido. Pero no, siempre se trataba de alguna enfer-mera que entraba para cambiar las bolsas de suero o para tomarle la temperatura (como si hiciera falta un termómetro para eso, como si aquello sirviera para algo), o alguna auxiliar a lavarle o a cambiar la bolsa de orina, o de alguien que se había equivocado de habitación… Ellos no aparecieron.

Teresa y Lucas aprovecharon que había llegado yo para ir a tomar un café y así descansar un poco. Yo cogí una silla y me senté al lado de la cama.

Parecía que se había quedado dormido; al menos tenía los ojos cerrados y por un momento me pareció verle una expresión relajada.

Nosotros éramos amigos íntimos desde hacía muchísimo tiempo, desde antes de ir a la universidad, desde los tiempos de los jesuitas.

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¡Hacía de eso tanto tiempo! Éramos muy diferentes, pero a pesar de eso estuvimos siempre muy unidos. Nada pudo separarnos: ni su no-viazgo con Elena, que nos cayó a todos tan mal desde el principio, ni la boda, ni sus hijos, ni la distancia física que había habido entre noso-tros por motivos de trabajo, ni mis irresponsabilidades, ni mis rarezas, ni las diferencias políticas («eso era lo que peor llevaba de ti, Marcial, que eras un buen carca»), ni lo del aborto de Silvia, ni lo de Susana…, ni tampoco pudo su separación, ni la depresión tremenda que le entró y su deseo de aislarse del mundo. Nada lo consiguió. Quizás una cosa si lo logre: la muerte.

Aunque en los últimos años ya nada había sido como antes, él seguía estando ahí; podía hablar con él, llamarle, pedirle consejos, re-cordar anécdotas, aventuras, ver algún partido juntos por la tele (hacía tiempo que ya no iba al campo: «Me aburre el fútbol de ahora», decía, pero la verdad era que ya le aburría todo), o simplemente estar juntos, incluso a veces hablando poco o incluso en silencio. Últimamente le gustaba estar en penumbra, casi a oscuras, como difuso, ensimis-mado, (decía que le molestaba la luz), escuchando una y otra vez su querida música barroca, que parecía que era lo único que le relajaba. «Cuando yo no esté, quiero que te quedes con todos mis discos, a ver si te aficionas de una vez a la buena música», me dijo una tarde. Ahora todo se iba a acabar para siempre.

*

Ya está bien de recuerdos, me dije, e hice un amago de abrir la cartera, pero otra vez me había emocionado y otra vez tenía los ojos llorosos y necesité usar el pañuelo.

A los diez días del ingreso en el hospital murió. Su hermano se ocupó del traslado del cuerpo a Salamanca y de organizarlo todo.

Mi mente rememoró esa mañana, la mañana de la despedida.

Yo ya estaba en la Iglesia cuando sonaron unas tristes campanadas lentas y espaciadas llamando a funeral. Cuando el anciano párroco subía al altar con su casulla negra, y un órgano iniciaba los compases de una sobrecogedora pieza de J.S. Bach, la Iglesia de San Sebas-tián ya estaba abarrotada de gente. ¿Quién habría tenido la idea de

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solicitar y seleccionar la música para su funeral? ¿Lo habría dejado indicado Marcial? Seguramente no. Deduje que aquello habría sido cosa de Fuensanta o quizá de Flora, o quizás era la costumbre en aquel antiguo templo. Pensé en el tiempo que hacía que yo no entraba en una iglesia sin que la causa fuera un acto social: un entierro, una boda, un bautizo… Seguramente más de 30 años. Pero, curiosamente, siempre que daba comienzo la ceremonia de la misa se activaban en mi interior recuerdos hondamente grabados, y cuando el cura comen-zaba sus oraciones en castellano, a mi mente venían las mismas ple-garias pero en latín. ¿Cómo era posible que no lo hubiera olvidado? «En el nombre del Padre… In nomine Patris et filii et Spiritu Sancti. Amen. Introibo ab altare Dei». Cierto es que entre los 10 y los 15 años fui monaguillo, pero ¿eso era suficiente para quedar grabado a fuego en mi interior durante toda mi vida? Por lo visto, sí. «Yo pecador, me confieso… Confiteor Deo omnipotenti…». Recitaba yo mecáni-camente mientras avanzaba la misa y pensaba que con el cambio del latín al castellano se había perdido el carácter mágico y misterioso de aquellas palabras. Ahora la gente puede entender los significados de las oraciones, pero aquellos sonidos llegaban más al corazón, ac-tivaban resortes ocultos y nos predisponían para aceptar los mensajes divinos y las homilías de los párrocos. «Gloria a Dios en las alturas…Gloria in excelsis Deo et in terra pax…».

Yo ya sabía que en Salamanca su familia era muy conocida, y recordé en ese momento el entierro de su padre, don Raimundo, suce-dido siete años antes. Tuvo lugar en el mismo sitio, en aquella misma Iglesia al lado de la facultad de derecho donde habían estudiado el padre, el hijo y otros muchos juristas de la familia. Al igual que en el entierro de don Raimundo, un gran número de vecinos de la ciudad asistieron al funeral y muchos de ellos habían tenido que quedarse en la calle por falta de sitio.

Me situé discretamente en uno de los últimos bancos de la iglesia, al lado de Fuensanta, su asistenta de toda la vida, que no paró de llorar durante toda la ceremonia, y desde esa posición pude pasar revista a la gente que estaba allí (y a la que no estaba, que también me fijé en eso). Desde aquel lugar podía ver bien a mi madre, que había venido con mi hermana Soledad desde León. La vi más entera de lo que pen-

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saba, pues la noticia de la muerte de mi amigo había sido un golpe terrible para ella. Por supuesto que no aceptó quedarse conmigo en los últimos bancos; no, ella estaría en uno de los primeros. ¡Faltaría más! Mi madre jamás le había fallado, ¡jamás!, y menos mal que no estaba Elena. No sé yo qué hubiera pasado si se hubiera cruzado con ella. ¿Cómo la llamaba?: «Esa mujer sin entrañas que abandonó a su marido cuando mas la necesitaba», o algo así. En cambio desde mi sitio no podía ver bien a los hijos de Marcial, que por fin habían decidido, en un gesto de inmensa generosidad por su parte, acudir al entierro de su padre. Los vi al llegar, pero no hice ademán de acercar-me a ellos, ni ellos a mí, a pesar de haber sido yo el que finalmente les había avisado. No vi por ninguna parte a Ricardo Miravete, pero no me extrañó (tampoco Marcial lo echaría de menos, seguro). Supuse que el yernísimo estaría metido en algún negocio de los suyos. Pero sí vi antes de entrar a su hijo, a Carlitos, que ya parecía un hombre con aquel traje oscuro y aquella corbata negra que le habían puesto. Debería de tener ya catorce o quince años, pero estaba hecho un hom-bretón alto y fuerte. Ya no se le podía seguir llamando Carlitos, ya era Carlos. Él sí se acercó a saludarme en cuanto me vio. Me dirigió tímidamente la mano, como con miedo, sin atreverse a mirarme a la cara, pero yo le atraje hacia mí y le di un fuerte abrazo. A los hijos de Marcial se les veía claramente incómodos; la no presencia de su madre hacía que todo aquel que los saludara no dejara de preguntar por ella. «¿Le pasa algo a Elena? ¿Y vuestra madre, dónde anda? ¿No ha podido venir o qué?», y ellos se deshacían en excusas como bue-namente podían. Desde luego que ese día ella no había sido la mujer más popular y querida en la vieja ciudad universitaria.

También podía ver desde mi sitio a Antúnez, a Mariano el trampas, a los dos Fernandos (el zurdo, y el de Sanabria), a Arístides el argenti-no, a Avelino con su tercera esposa, Mari Carmen (¿o ese era el nom-bre de la segunda?) ¡Qué mujer más fea y más desagradable! Sonreí al recordar el mote que le puso Marcial: «Marilyn Monroe», porque Avelino nos había dicho que su nueva mujer era hija de un americano; bueno, por eso y por el contraste; también vi a Ginés, el vecino de mi amigo, que había asistido con Mariola, su esposa; a don Epifanio, el no sé qué del colegio oficial de notarios de Madrid, y tantos otros, a

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algunos de los cuales hacía años que no veía. Allí estaban muchos de la pandilla de la época de la facultad, como Nines. ¡Cielos!, me había costado reconocerla cuando me mandó un cariñoso saludo desde la distancia. A su lado estaban sus inseparables amigas Pilita Muñoz y Mayte, la de Zamora, que había venido sin su marido. También estaba Tinín, que si no le hubiera visto con los otros no le habría reconoci-do; Chema Pastrana, que ya casi no tenía pelo ni cuello de lo gordo que estaba, y por supuesto Flora. Me extrañó que ella no se hubiese colocado con sus amigas del curso; bueno, no se había colocado con nadie, estaba sola y parecía la viuda: completamente de negro, perdi-da, desconsolada, hundida. Me dio pena verla así y pensé que debería haberme puesto con ella. También vi a Esteban con su nueva pareja que, por cierto, era un calco de la anterior y de la anterior; todas se las buscaba iguales, todas extraídas de la gauche divine de los años 60. A su derecha se encontraba Roncero, que por lo menos había ganado 30 kilos y perdido casi todo el cabello; más allá Nicolás Serrano, tan llorón y sensiblero como siempre… Allí estaban todos, despidiendo a su antiguo amigo o camarada. Ricardo me había llamado desde Bar-celona para decirme que no podía venir. Se había partido una pierna la semana anterior esquiando. ¡Quién le mandará a él!: lo suyo eran las cartas, no el deporte, ¡si lo sabríamos nosotros! También había ve-cinos de la urbanización del Escorial, otros compañeros de la facultad o de la profesión; todos recordando momentos pasados, momentos de fiestas o de partidas o de trabajo o recordando otras penas y otros funerales, o quizás simplemente habían venido por compromiso y es-taban deseando que aquello acabara para marcharse. En ese momento me vino a la cabeza el extraño encargo que me había hecho: «¿Quién de los aquí presentes tendrá carta? Pronto lo sabré».

De repente la vi. Allí estaba, situada en uno de los últimos bancos del otro lado de la Iglesia con un pañuelo oscuro en la cabeza, con gafas negras, seguramente para esconder sus lágrimas, o quizás para esconderse ella entera. Allí estaba Alba, al lado de una chica joven muy alta y muy guapa que debería ser su hija. Alba, la amante, como diría la gente arrastrando las letras si la reconocieran. Esa mujer, la golfa que lo embrujó, como diría Elena escupiendo las palabras. Mi galleguiña melosa, como diría Marcial poniendo ojitos de adolescen-

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te enamorado. Yo no había vuelto a verla desde entonces: desapareció de golpe de su vida y de la de todos nosotros. Pensé en ir a saludarla al acabar la ceremonia, pero cuando la busqué ya se había ido. Además, ella seguro que tendría carta, la vería pronto.

«Creo en un solo Dios… Credo in unumm Deum, Patrem omni-potentem…» Escuchando el credo fijé mi vista en un gran lienzo que había detrás del altar mayor y que reflejaba el martirio sufrido por san Sebastián. Aquel cuadro me recordó que en mi León natal había en nuestra parroquia una imagen con la misma escena, y cada vez que yo lo veía me preguntaba el por qué mis padres habían decidido ponerme bajo la protección de ese santo asaeteado (aparte del hecho de que yo había nacido un 20 de enero). ¡Pues vaya protector!, me decía a mí mismo hondamente decepcionado y escéptico al ver a mi santo atado, casi desnudo, indefenso y acribillado a flechazos. En una ocasión compartí con mi madre estos resquemores míos (con mi padre no se me hubiera ocurrido) y ella me dijo muy solemnemente que el camino del bien y de la salvación era el dolor y el sufrimien-to. Que tomara nota del ejemplo del mártir que me daba nombre. Tras aquella pía explicación materna, mi desapego con mi santo ya fue definitivo.

Estaba ensimismado en aquellos recuerdos cuando tuve que vol-ver la cabeza al oír el ruido quejumbroso que había emitido la vieja puerta de la iglesia al ser abierta bruscamente. Vi entrar a la doctora Ramos (Conchita para los amigos), reflejando en su rostro y en sus gestos la turbación que le producía llegar tarde a un acto así y ser objeto repentino de todas aquellas miradas, muchas de ellas recri-minatorias, pues aparte del hecho de que había llegado tarde, estaba empujando a los demás para abrirse paso. Nuestras miradas se cruza-ron un momento y le dediqué una de mis mejores sonrisas. Aunque estaba en una iglesia y por una causa tan triste, ello no impidió que se alegrara mi ánimo por otro tipo de pensamientos relacionados con ella… Tras Conchita apareció la gruesa figura de su marido, Venan-cio, y mi inoportuna sonrisa se esfumó al instante. Y de la homilía o como se llame eso, ¿qué puedo decir? ¡Menudo discursito nos soltó el páter! No sé si conocería a mi amigo, lo dudo. Cuando dijo aquello de: «Marcial era un hombre con unas enormes ganas de vivir», me

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dieron ganas de levantar la mano e interrumpir su charleta. «¡Usted no tiene ni idea, padre! ¿Ganas de vivir Marcial?, que era la persona con menos apego a la vida que he conocido»; y eso por decirlo sua-vemente, que durante mucho tiempo estuvimos temerosos de que se quisiera suicidar. Nos turnábamos en su casa con las excusas más disparatadas para no dejarle solo. ¡Menuda sarta de embusteros!, y perdón por el desahogo. Ya sé que él siempre me decía que no había que confundir a la religión con sus ministros, cada vez que yo atacaba su sentido religioso basándome en desmanes o simples meteduras de pata del clero. «Cordero de Dios que quita el… Agnus Dei, qui tollis pecata mundi…».

Eché un nuevo trago de mi copa y aproveché para cambiar de posición en el sillón, me estaba empezando a doler la espalda. Mi mente voló de la Iglesia al cementerio, y lo siguiente que recordé fue la imagen de los operarios trabajando mecánicamente para introducir en la cripta del panteón familiar el féretro, procediendo luego a ta-piarlo lentamente, lo cual produjo unos ruidos desagradables, ruidos que parecían amplificados por el silencio y el recogimiento reinante. Yo intenté evadirme y me distraje observando a una mujer que junto a una niña (supuse que sería su hija) limpiaba con una escobilla una lápida de algún familiar unos metros más allá (la tumba del marido, me atreví a especular) y después procedían a colocar cuidadosamente unas flores delante de una cruz de granito que presidía el sepulcro. Desde donde estaba podía divisar una cadena aparentemente infinita de lápidas solitarias y grises, que quizá esperaban que alguien se acer-cara con un cepillo y unas flores a limpiarlas y a hacerles compañía.También desde allí pude ver que entre las hileras de lápidas se inter-calaban en ocasiones unos grandes y pomposos panteones familiares escoltados por alados angelotes y barbudos santos, que parecían estar proclamando que también en ese lugar había clases.

Me fijé en que Alba no había acudido al cementerio; al menos no en ese momento. Supuse que ella habría preferido esperar a que nos hubiéramos marchado todos para poder estar a solas con él. Imaginé que acudiría más tarde para depositar su ramo de flores sobre la tum-ba; pero no encima o al lado de los otros ramos y coronas. No, ella pondría el suyo alejado, solitario, escondido; un ramo anónimo, sin

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tarjeta y sin derechos, igual que había sido su relación: siempre solos, siempre de espaldas a la sociedad, a la gente, siempre ocultos.

Elena y Alba, Alba y Elena: ¡Qué atractivas y qué diferentes eran aquellas dos mujeres! La esposa todo carácter, personalidad, tempe-ramento, elegancia; la amante, dulzura, ternura, melancolía, melosi-dad. Elena era alta, morena, esbelta, guapa, como una estrella de cine; Alba era rubia, menuda, de ojos claros, muy blanca, discreta, sencilla, como esa novia que quedó en el pueblo. Elena y Alba, Alba y Ele-na: los dos nombres que habían marcado la vida de Marcial. Elena y Alba, Vesta y Afrodita, Fortunata y Jacinta. Una inoportuna sonrisa se asomó a mi cara por aquellos improvisados símiles que me hubiera gustado compartir con él. Seguro que ello hubiera dado origen a una discusión interminable y jugosa entre nosotros.

En una ocasión me había contado mi amigo que Alba no conocía Salamanca y que cualquier día la llevaría a visitar su ciudad y que iba a presumir de ella; bueno, realmente le hubiera gustado presumir de las dos: de Salamanca y de Alba. Pero nunca la llevó allí, nunca la lle-vó a ningún sitio. Me hablaba mucho de ella en aquella época, pero la tenía encerrada en un castillo, como si tuviera miedo de que se la fué-ramos a quitar, o simplemente no deseaba que nadie le viera con ella.

Miré al cielo: estaba plomizo y amenazaba lluvia. Además se ha-bía levantado un molesto viento que hacía bambolearse los solemnes cipreses que enmarcaban el camino, y obligaba a las mujeres a ha-cer cómicos movimientos para sujetar sus faldas. No pude evitar una sonrisa al ver a «Marilyn» haciendo cosas raras con su vestido; nada que ver con la auténtica en aquella escena en la cual una corriente de aire que salía de unas rejillas en el suelo le levantaba las faldas deján-donos a todos estupefactos. Los orgullosos árboles que flanqueaban las tumbas se mecían silenciosos y acompasados al ritmo del vien-to, como diciéndonos: «Nosotros también estamos vivos, nosotros lo presidimos todo desde aquí arriba, este es nuestro mundo y nuestro reino, y vosotros no sois más que unos pequeños visitantes de paso en espera de que llegue vuestra visita definitiva». Miré de nuevo ha-cia el panteón familiar donde ya estaban finalizando su triste trabajo los operarios. Por algún motivo me puse a pensar en qué pasaría con todos aquellos ramos de flores si finalmente se desataba la tormenta.

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O quizá realmente la tormenta ya se había desatado y aún no éramos conscientes. La madre y la hija del fondo habían finalizado su visita al ser querido y se alejaban cogidas de la mano de vuelta a su casa, mientras las flores dejadas en la tumba luchaban por no ser desplaza-das por el viento.

Nada más acabar el rito del entierro me despedí allí mismo, de-lante de las verjas metálicas del cementerio, sin dejarme convencer por nadie para quedarme a comer. Mi hermana Sole se puso, como siempre, pesadísima: «No irás a marcharte ahora, de este modo. Si no quieres ir a la comida que ha organizado Lucas, vámonos noso-tros tres a comer, pero vamos, me parece feo no aceptar su invita-ción. Tú eras el mejor amigo de Marcial, casi su hermano. ¡No pue-des faltar! Además, mamá tiene muchas ganas de hablar contigo; hay cosas de la fábrica y de los negocios que quiere comentarte». No me dejé convencer por más que insistió; yo deseaba estar solo, necesitaba marcharme. También Lucas intentó convencerme para que me quedara a comer; había reservado mesa en un restaurante en las afueras de Salamanca, en la carretera de Valladolid, pero me excusé con él y con su mujer, Teresa. Les dije que no me encontraba bien y que tenía que volver pronto a Madrid. Debió notar algo en mi cara que atestiguaba mi excusa, pues no insistió demasiado. Mi madre y Sole sí que asistieron a esa comida. No me despedí de nadie más, ni tan siquiera de los amigos de la pandilla; la verdad es que me deprimía ver a la gente en animada conversación en la puerta del camposanto, algunos incluso riendo y quedando para comer como si tal cosa. Vi que Flora también había desaparecido, y por supues-to los hijos, los cuales, en cuanto acabó aquel engorroso trámite, habían emprendido la huida. ¿Y no era eso mismo lo que quería hacer yo, huir? No; yo tan solo quería llegar cuanto antes a casa y enfrentarme con esta cartera, con este encargo endemoniado, y eso no podía compartirlo con nadie. Además, tampoco me apetecía nada empezar con el habitual intercambio de frases típicas y tópicas de cortesía en este tipo de actos, sobre todo con gente que hacía mucho tiempo que no veía. «Hola, fulanita, ¡cuánto tiempo sin verte!; por ti no pasan los años… ¡Qué cosas dices Sebas!, tú que me miras bien. Oye, tenemos que quedar para vernos, que somos un desastre, ¿por

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qué no te ocupas tú de llamar a Ricardo, a Roberto y a los otros y organizas una comida. No podemos estar tanto tiempo sin juntarnos, que luego pasa lo que pasa». O los lacrimosos, como el típico, «la verdad…, no somos nada. ¿Quién nos iba a decir a nosotros que le iba a pasar esto a Marcial. En la flor de la vida que estaba?». No podría soportar una ronda de frases de ese tipo y aún a riesgo de quedar como un grosero tomé las de Villadiego.

En cuanto llegué a casa le di la tarde libre a Liliana, aunque antes de irse debería traerme al despacho la cubitera llena de hielo, una copa y una jarra llena de agua. ¡Vamos, lo de siempre! Ya se lo sabía de memoria. La botella de Chivas ya la cogería yo del aparador del salón. No quería que ningún ruido me molestara y menos que ninguno la inaguantable música que siempre tenía puesta en su aparato de mú-sica esa mujer, y que como se lo llevaba allá donde estuviera hacien-do algo (o donde estuviera sin hacer nada), aquellos ritmos salvajes inundaban la casa; incluso a veces, muchas veces, acompañaba ella con su voz, como si estuviera en un karaoke. «¡Es música latina!, no es posible que no le guste, miijo. ¡Le encanta a todo el mundo!», me decía ella sonriente mientras movía sus hombros y caderas al ritmo de aquel merengue o lo que demonios fuera aquello. «¿No conoce a este cantante? ¡Es chévere!, doctor, se llama Elvis Crespo…».

Después de ducharme y cambiarme de ropa me senté en el sillón de respaldo alto que había tras la mesa de mi despacho. Por algún mo-tivo me detuve a mirar la mesa con detenimiento. Me relajó su belle-za, su perfección, su elegancia. Era la mesa de despacho de mi padre, la mesa del jefe. Me relajaba mirar la estricta simetría de sus formas clásicas, la belleza de sus maderas nobles y el brillo de su incrustacio-nes en bronce. Era la joya de la casa. Una de las características más curiosas de la mesa era que disponía de un compartimento secreto. En la parte derecha del mueble, por encima de la cabeza de una cariátide de bronce, se encontraba perfectamente disimulado un resorte metá-lico que, una vez activado, abría un compartimento secreto ubicado tras el fondo del último cajón de la derecha. Pues bien: en ese angosto espacio había escondido la cartera que me había entregado Marcial. La saqué y la coloqué sobre la mesa.

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Antes de marcharse, Liliana volvió a pasar por el despacho (yo creía que ya se había ido, pues hacía un buen rato que no oía su músi-ca). Había estado duchándose y arreglándose; bueno, lo que ella llama arreglarse, pues apareció ante mí con un vestido rojo algo ridículo por lo escaso, que comprimía cruelmente su ya incipiente gordura. «¿No necesita nada más el patrón?», me preguntó desde la puerta. «No, Li-liana, puedes irte». Pero no se fue; tenía algo más que decirme: «¡Ay patrón, perdone usté, pero debe saber que otra vez me ha faltado al respeto el portero, el Javi ese. ¡Ese man es un descarao y un pendejo! ¡Vea pues!, que yo soy una trabajadora y no una vagabunda y él me ha vuelto a decir esas cosas». «¿Qué cosas?». Nada más preguntarlo me arrepentí, ahora debería esperar a que me lo contara todo. Puse cara de fastidio, pero dio igual. Los ojos de Liliana, que usualmente se mostraban tímidos y respetuosos, en ese momento aparecían inso-lentes y furiosos; mejor la dejaba hablar. Dio dos pasos al frente para que me enterara mejor. «Pues me dice de todo ese culicagao, señor; por ejemplo que tengo más curvas que el circuito de Le Mans, o que estoy más rica que un bollito de chocolate. —Acompañaba esa cata-rata de denuncias con innumerables gestos de sus manos y muecas de su cara—. «Vale, vale, no hace falta que sigas, ya me hago idea de las cosas que te dice y de lo que está pasando. No te preocupes, Liliana, que ya hablaré yo con él. Anda, vete tranquila». «Pero ¿cómo así patrón, cómo tranquila? Si el huevón ese sigue coqueteándome, pues yo no sé qué va a pasar con él; que una, aunque pobre, tiene sus hermanitos. ¿Sí me entiende, patrón?». «Claro, claro que te entiendo, mujer, anda, anda…, deja a los hermanitos en paz, que ya me ocupo yo». «Gracias, señor, que la Virgen del Rosario me lo acompañe».

Por fin se fue con su andar lento y cadencioso y su continuo baile de caderas anuncio de tormentas tropicales. De todos modos, si no fuera siempre tan ceñidita y tan cortita a lo mejor el portero la dejaba en paz…, o no. Tendría que hablar con él; no me había gustado ni un pelo lo de los hermanitos.

Fuera caía la tarde. Me di cuenta que debería de haber pasa-do un buen rato enfrascado en mis pensamientos, pues tenía las piernas como entumecidas y la luz proveniente de la calle casi había desaparecido. La botella también mostraba, como si fuera

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un reloj de arena líquido, el paso del tiempo. Me levanté, me moví por el despacho para estirar las piernas, bajé las persianas, encendí la luz del flexo situado sobre la mesa y decidí enfrentarme con lo que fuera aquello.

Descorrí con cuidado la cremallera superior. Dentro había varios sobres grandes que extraje con cuidado y esparcí sobre la mesa. Tam-bién apareció un folio suelto que resultó ser el índice del orden en la entrega. Noté como se me aceleraba el corazón. ¡Otra vez el corazón! Debería tranquilizarme. Había más sobres de los que había pensado y algunos eran bastante voluminosos. Todos eran blancos, todos es-taban cerrados y todos llevaban un nombre escrito a mano por fue-ra. Apilé los sobres siguiendo el orden marcado en el folio suelto y quedó a la vista, encabezando la blanca comitiva, el que mostraba en la cubierta: «Sebastián (1)». No pude evitar sonreír abiertamente al observar que no faltaba en aquella escritura la firma de su autor: la a final no era una a normal; no señor, era una a de notario o de escriba-no de otros tiempos, una a barroca y desubicada, más grande que las otras insulsas letras y con un rabo descendiente en forma de espiral, casi como un rabo de cerdo (con perdón). Rápidamente eché un vis-tazo a los otros sobres y vi que en todos ellos la última a era idéntica a la del primer sobre.

Aún después de muerto Marcial seguía gastando bromas. Mi sobre contenía una serie de folios escritos con ordenador e

impresos por una sola cara y grapados, y todos ellos rubricados en un lateral con su sofisticada firma.

Me coloqué mis gafas, eché un trago (otro más), aspiré profunda-mente y comencé a leer.

Querido Sebastián:

Si ya estás leyendo esta carta será señal inequívoca de que estoy muerto y habrá dado comienzo esta novedosa forma de comunicación unidireccional, la cual espero me permita alcanzar los objetivos que me propuse al escribir las cartas.

Si has seguido fielmente mis instrucciones, ahora tienes en tus manos la primera de ellas, pero debo decirte que no es la primera que he escrito; de hecho, es de las últimas, por lo cual al redactarla

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tengo ya una visión bastante amplia de lo que quiero decir con esta abundante correspondencia «post mortem».

Debo reconocer que me ha sorprendido alguna de las cosas que he escrito en estas cartas; es como si no fuera yo el autor de muchas de las opiniones expuestas o como si al escribir diera rienda suelta a pensamientos o sentimientos o incluso conocimientos que desconocía que tuviera. Esto me lleva a algo que leí en una ocasión. Al ser preguntado en una entrevista un escritor de avanzada edad sobre el motivo por el cual continuaba escribiendo, éste contestó: «Escribo para saber lo que pienso, escribo para saber quién soy». Creo que ahora entiendo perfectamente lo que quiso decir aquel hombre y espero que tú también me comprendas.

Bien, Sebastián, mi querido amigo, el que nunca me ha fallado, aún no te has librado de mí ni de mis extrañas peticiones. Como te pedí aquel día, a partir de ahora deberás ocuparte en solitario de este extravagante y caprichoso mandato que te ha caído encima, y esto me da pie para entrar ya de lleno en el objetivo de esta «primera misiva». En aquella reunión no te lo conté todo. Sabes que durante algún tiempo me atormentó la idea de conocer quién había sido el delator de mi aventura con Alba, y que aquel deseo se convirtió en obsesión. Esto lo sabes bien porque lo compartí contigo varias veces y recuerdo que intentaste quitármelo de la cabeza (igual que mi siquiatra, Conchita; en eso también estabais sincronizados). Debo confesarte que en una ocasión le comenté a mi hermano Lucas esta preocupación mía para pedirle ayuda y consejo, pues una de las opciones que barajaba era la de haber sido espiado por una de esas agencias de detectives bajo encargo de Elena, tal era la abundancia y exactitud de los datos que ella manejaba cuando me condenó; y supuse yo que él, Lucas, por su trabajo, podría aportarme luz en este asunto. Mi hermano indagó discretamente al respecto entre sus contactos y me informó que no creía que hubiera intervenido ninguna empresa de detectives que me hubiera hecho objeto de seguimiento o de espionaje, por lo que la deducción lógica e inmediata es que tuvo que ser alguien de mi entorno más cercano, el cual, por motivos que se me escapan, decidió informar a mi esposa de mi relación clandestina.

Ahora sé que abandonaré este mundo sin conocer quién fue el delator, pero quizás tú, Sebastián, aprovechando las reuniones que vas a mantener motivadas por la entrega de las cartas, logres averiguarlo. Aunque yo no esté presente para que me lo cuentes, debes saber que pensar en la posibilidad de que tú descubras ese

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secreto me da un cierto consuelo. Me gustaría que todo el mundo supiera quién lo hizo, quién me denunció de aquella manera tan ruin sin darme opción ni oportunidad de defenderme, y cuáles fueron sus intereses y motivaciones para hacerlo.

Sé muy bien de tu perspicacia y mano izquierda para sonsacar cosas a la gente; yo jamás pude ocultarte nada y siempre conseguías que te lo contara todo. Utiliza por favor todo tu ingenio para llegar hasta el fondo de este asunto. Sé que eres una persona muy entrañable y que la gente tiende a abrirse contigo.

Creo estar viendo tu cara de estupor al leer estas líneas. Estoy seguro de que al llegar a este punto ya estarás pensando: «¿Pero para qué querrá ahora ese chalado que se descubra quién fue el delator?, ¿a él ya qué más le dará? Y, sobre todo, te preguntarás: ¿Qué hago cuando lo descubra?, ¿tengo que matarlo?» Tranquilo, Sebas, no tendrás que hacer nada. De ti solo espero, tal como te he dicho, que entregues cada una de estas cartas a sus destinatarios en el orden fijado y que intentes descubrir lo que te he comentado. Una vez cumplido el encargo ya podrás descansar y olvidarte de este extraño amigo que no solo has tenido que soportar en vida, sino que después de muerto te sigue importunando. Sé que lo harás, del mismo modo que siempre has hecho todo lo que te he pedido sin esperar nunca nada a cambio; nuestra relación siempre ha sido muy especial y si hubiera algún nivel por encima de la amistad allí debería ubicarte a ti.

También sé, porque te conozco, que ya habrás echado un vistazo a todos los nombres que figuran en el exterior de los sobres y los tendrás ya ordenados, y sé que te habrá sorprendido alguno de los que aparecen, e incluso alguno de los que no aparecen. De hecho, tu nombre aparece dos veces: una, al principio, la número 1, y otra al final, pero sé muy bien que tu integridad y lealtad te impedirá ir corriendo a abrir el segundo sobre que te he dedicado. No puedes hacerlo hasta que no llegue su momento. Mi capacidad de solicitarte favores no conoce límites. Ya lo entenderás.

Te pedí que no contases a nadie este asunto y estoy seguro que lo habrás hecho; pues bien, debes seguir actuando igual: con discreción. Los destinatarios solo deben saber que he dejado escritas una serie de cartas de despedida. Nada más. También quiero decirte que para cualquier tema que necesites puedes contar con la ayuda de Flora. Te lo aseguro, es una colaboradora increíble y de lealtad total. No me importaría que compartieras con ella la marcha de este encargo. Decídelo tú mismo.

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Con esto creo que queda cubierto lo que te quería contar en esta primera entrega. Seguramente más adelante, en la segunda carta, comparta contigo aspectos más íntimos, aquellas cosas que debiera haber hablado en persona contigo alguna de las tardes que venías a acompañarme, pero que, por un motivo o por otro, no me atreví a comentar. Sólo quiero adelantarte algo: he llegado al convencimiento de que cuando uno es feliz se cree invulnerable, pues le cubre los ojos un hermoso velo de seda que le impide ver la vida en su totalidad, en su plenitud, y solo cuando la infelicidad y la desgracia le golpean, se derriba esa cortina protectora, dejando al descubierto cosas antes ocultas. Es algo parecido a lo que sucede con el enamoramiento: la realidad sufre una increíble trasformación que no sólo afecta a la percepción de la persona amada, sino a todo lo que le rodea y el enamorado se sume en un estado de euforia que distorsiona los contornos de la realidad cambiando todas las cosas. Yo, por fortuna o por desgracia para mí, he sufrido ese estado de euforia varias veces, y he pasado muchos años de mi vida ignorante de la auténtica realidad que me rodeaba, y ha tenido que darme la espalda la diosa Fortuna para despertarme de mi letargo y así, sumido en la soledad y en el dolor, poder meditar sobre el verdadero carácter de las personas y sobre los aspectos realmente importantes de la vida. No pienses ni por un momento que por estas cosas que te digo las cartas van a ser una sucesión de lamentos; nada más lejos de la realidad, pues te adelanto que nunca en mi vida he estado más lúcido que ahora, ya tan debilitado y tan cercano a mi muerte. Dicen los científicos que esas estrellas enormes del firmamento cuando agotan su combustible nuclear terminan contrayéndose y colapsando y, posteriormente, en un muy corto periodo de tiempo, explotan violentamente originando una enorme y preciosa luminosidad, para luego ir decreciendo hasta quedar tan solo un destello. Los humanos también somos polvo de estrellas, como todo lo que nos rodea, y por eso yo, que estoy a punto de colapsar, espero tener un instante de brillantez final para poder comunicar con lucidez mis sentimientos, y, después, ya cumplido el objetivo, podré por fin extinguirme en la noche estelar y pasar a ser un vago recuerdo.

Si pensabas que iba a usar el espacio de estas cuartillas para repasar o rememorar tantos y tan buenos momentos como hemos pasado juntos, siento decepcionarte, aunque sí que aprovecho para decirte que el recuerdo de aquellos momentos me ha dado energía y felicidad en muchos instantes de desesperación por los que he

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pasado; pero ahora, amigo Sebas, se trata tan solo de dedicar mis últimos julios de energía a poner en orden mis ideas y mi vida, y compartirlo con aquellos que han significado tanto para mí. Sé que tú si dedicarás gran parte de tu tiempo a rememorar nuestras anécdotas y ello me consuela, puesto que al hacerlo, de algún modo, seguiremos juntos.

Adiós y gracias, Sebastián; has sido el mejor amigo que he tenido, y para mí, y eso lo sabes muy bien, la amistad es el bien más alto al que puede aspirar un ser humano.

Un fuerte abrazo de tu amigo del alma,

Marcial

Únicamente su alambicada firma, quizá de trazo menos seguro que en otros tiempos pero igual de solemne, parecía decirme que aquella comunicación se había acabado, pero yo seguía teniendo la sensación de que, de algún modo, seguía reunido con mi amigo hablando de las cosas más variopintas.

Del mismo modo que estuve más de una hora mirando fijamente la cartera antes de decidirme a abrirla, al acabar de leer la carta estuve también un buen rato sin moverme, con un nudo en la garganta y ob-servando aquella recargaba rúbrica y el nombre que aparecía debajo: Marcial.

Mi corazón latía alocadamente y llevé la mano izquierda hacía esa zona para masajearla Volví a asustarme. Con qué facilidad y na-turalidad hablaba Marcial de su muerte, casi con ansia, mientras que yo, por el contrario, no podía ni imaginar estar enfermo. Me ahogaba sólo de contemplar esa posibilidad. Debería hablar con mi cardiólogo antes de empezar con la tarea (y también con un siquiatra; quizá estu-viera neurótico). Lo malo es que yo sabía que lo primero que harían sería quitarme la bebida y no estaba dispuesto a eso. Ya me habían quitado el tabaco y no creía que pudiera privarme de las dos cosas a la vez. Mejor sería esperar a que acabara el asunto de las cartas.

Ya se había hecho de noche y, con la excepción de la mesa, el despacho se encontraba en total penumbra. Realmente lo único que estaba iluminado era la última hoja y su sofisticada firma. Tampoco

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había ruidos en la casa, estaba solo. Mi amigo no había querido reme-morar en aquella carta las cosas que habíamos vivido juntos, pero yo sí quería y eso me hizo sonreír. Aproveché esos alegres pensamientos para servirse otra copa. «¡Mierda, ya no queda hielo! Pues sin hielo».

*

Recuerdo aquel día que me llamaste por teléfono y me dijiste que fuera al Pio XI inmediatamente, que tenías algo importante que con-tarme. Se te notaba alterado. Yo entonces vivía en Villalba y me venía fatal ir a Madrid ese día, aunque no me acuerdo por qué, pero el caso es que acudí a tu perentoria llamada. Parecía algo urgente, pero a pesar de mi insistencia no quisiste adelantarme por teléfono de qué se trataba. Cuando llegué al colegio mayor me dijeron que estabas en la cafetería y hacia allí me dirigí. «¡Sebas, ven aquí, mamón, que te estábamos esperando! ¿A qué hora entras mañana a trabajar?». Fue lo primero que me soltaste (a voces) en cuanto me divisaste. Estabas rodeado de gente y había un barullo tremendo, a pesar de que a aque-lla hora (debían de ser las siete de la tarde) no solía haber nadie en el bar. Yo no entendía nada; sabía que estabas con los exámenes esos interminables de las notarías, pero como tú preferías no hablar de ello, pues yo tampoco preguntaba. «Entro a las ocho, como siempre, ¿por qué?, ¿qué pasa aquí?», respondí. «Pues no sé si vas a llegar al trabajo mañana. Estamos esperando a Ricardo, a Gonzalo y al barbas, que son los que faltan, y en cuanto lleguen nos vamos a ir a quemar Madrid». El final de aquella frase casi ni lo oí de las voces que esta-ban dando los otros. «¡Paco, ponle un whisky a este!». Este era yo, y entonces aún no tomaba Chivas; me valía cualquier cosa, hasta la porquería aquella que ponía el tal Paco. «Tío, qué haces ahí parado, felicita al nuevo notario», me apremió Eleuterio dándome un empu-jón. Entonces lo comprendí todo:

—¡No me jodas, Marcial, ¿has aprobado?!», y así empezó aquella juerga…